9 A LA SOMBRA DE LA LUNA

Viajando a varios cientos de millas por hora, la Faetón necesitó veinte días para viajar de la Tierra hasta las inmediaciones de la Luna.

El día dieciocho me uní a Traveller en el Puente. La Luna yacía muerta frente a la nave, por lo que estaba situada justo frente al globo de vidrio del Puente. Estábamos tan cerca del mundo hermano que apenas era posible distinguir los bordes de su cara redonda, y cuanto más nos aproximábamos, más teníamos la impresión de que la Luna se estaba convirtiendo en un paisaje plano frente a nosotros. Pero era un paisaje extraño e invertido. Montañas lunares como cuchillas colgaban como estalactitas sobre mí, o como improbables candelabros que reflejaban la fantasmal luz del sol al interior del Puente. Mi perspectiva terrestre se negaba a imaginarme colgado cabeza abajo por encima de la Luna; era como si aquellas montañas, aquellos cuencos de polvo que eran los mares lunares, aquellas planicies rotas por cráteres y marcadas por rayos blancos, fuesen a caer en picado sobre mis oídos.

Miré a la mesa de navegación, ahora reconfigurada por Traveller para mostrar la Luna. El camino de la desdichada Faetón, delineado por banderitas, se había dirigido más allá de los cuernos del satélite; pero ahora se curvaba graciosamente hacia la Luna, por lo que, si no se alteraba, la nave pasaría alrededor del perímetro lunar. Al principio había imaginado que esos cambios de curso habían sido debidos a los cohetes, pero Traveller me explicó que los cohetes habían hecho poco más que corregir el rumbo en la dirección requerida; lejos de la influencia de la Tierra, ahora era la gravedad de la roca lunar la que tiraba de nosotros por el cielo.

—Bien, Ned —gritó Traveller, y me giré para verle en su sillón-trono, bañado en la luz dura y directa—. ¡Qué aventura nos espera!

—Sir Josiah, entiendo que la gravedad nos empuja en esa órbita hacia la Luna. ¿Pero nos llevará la gravedad hasta la superficie?

—No, Ned; si no volvemos a disparar los cohetes, seguiremos una línea hiperbólica alrededor del hemisferio oculto de la Luna y nos alejaremos de ella.

—¡Entonces salgamos disparados, si eso nos lleva cerca de nuestro mundo natal! Señor, la Luna es realmente magnífica, pero seguro que no se diseñó para mantener la vida humana. ¿Es realmente necesario descender a su superficie?

Traveller suspiró y, para mi incomodidad, se quitó la nariz de platino de la cara; con un dedo restregó el borde de la cavidad oscura que había quedado expuesta y luego volvió a colocarse la nariz en el cráneo.

—Ned, cada vez que aprecio un atisbo de inteligencia en ese cráneo suyo en forma de bala me decepciona con algún comentario ignorante. Se lo he explicado al menos dos veces.

—Entonces me disculpo, señor, porque todavía no lo veo claro.

—¿Es el impulso específico un concepto tan difícil? Buen Dios… Muy bien, Ned. Para que la Faetón llegase tan lejos, nuestro monsieur Bourne agotó extraordinariamente nuestra reserva de masa de reacción… de agua. Incluso si de alguna forma pudiésemos ajustar la trayectoria para volver a la Tierra, con seguridad arderíamos como una tostada al caer sin control por la atmósfera, con nuestros restos estrellándose contra el suelo. Necesitamos más agua.

—Una perspectiva agradable. Pero si es tan imposible aterrizar en la Tierra, ¿cómo vamos a aterrizar seguros en la Luna?

El rostro de Traveller estaba vuelto hacia la Luna, pero le imaginé luchando por mantener la paciencia.

—Porque el tirón gravitatorio es sólo un sexto del de la superficie de la Tierra. Por lo que nuestros debilitados cohetes pueden sacarnos de esta órbita y depositarnos sobre las planicies de la Luna mucho antes de que se acabe el agua.

Giré el rostro hacia la Luna; dejé que su luz pálida llenase mis ojos, y di voz a mis peores temores.

—Sir Josiah, enfrentémonos a la verdad. La Luna es un mundo desolado, un planeta sin aire; tenemos tantas probabilidades de encontrar agua ahí abajo, congelada o no, como de encontrar un golfillo cockney vendiendo castañas asadas.

Traveller soltó una risotada, con la nariz dándole al sonido un desconcertante tono metálico.

—Perdóneme, profesor lord Ned; no sabía que fuese tar experto en teorías lunares y planetarias.

—No lo soy, señor —dije con algo de dignidad—, pero tampoco soy un tonto; soy capaz de seguir los periódicos.

—Muy bien. Hay tres argumentos contra sus objeciones a mi plan. Primero, ¡no tenemos alternativa! No hay otro lugar accesible que nos ofrezca siquiera la posibilidad de agua, o cualquier otro líquido adecuado. Así que es la Luna o nada, Ned.

»Segundo, la opinión de los sabios sobre la composición de la superficie lunar no es tan unánime como parece creer.

—Pero seguro que la visión aceptada es que la Luna es un mundo desolado, inerte, sin vida, y sin atmósfera.

—¡Bah! —soltó Traveller—. ¿Y en qué observaciones se basan tales teorías? Por cada observación de la ocultación precisa de una estrella por los cuernos de la Luna, lo que «demuestra» la falta de aire por la ausencia de oscurecimiento o refracción, yo puedo citar otra en contradicción directa. Hace sólo veinte años el francés Laussedat notó una refracción del disco solar durante un eclipse. —'Traveller, boca abajo en su asiento, alargó los brazos como si quisiese abrazar a la diosa lunar encima de él—. Acepto que nuestros propios ojos nos demuestran ahora que la Luna no puede tener una cubierta atmosférica tan gruesa como la de la Tierra; pero si la tuviese, sus montañas y valles estarían ocultos por una capa giratoria de nubes y neblina. Y la gravedad menor, tan ventajosa como nos resulta en otro aspecto, no se presta para retener una atmósfera gruesa. Pero seguro que no está más allá de lo posible que podamos encontrar bolsas de aire en los valles más profundos, o incluso que aire enrarecido cubra toda la superficie.

»Además, recuerde que sólo hemos observado una cara de la Luna. El satélite baila alrededor de la Tierra, manteniendo una cara siempre lejos. ¡Incluso nosotros no hemos visto todavía la cara oculta, Ned! ¿Quién sabe lo que podríamos encontrar?

—Cráteres, montañas y mares de polvo.

—Señor Wickers, su mente es como una ciruela pasada y seca, incapaz de sorpresa. ¿Qué hay si las teorías de Hansen se verifican? —Hansen resultó ser un astrónomo danés que había sugerido que la Luna había sido deformada por la gravedad de la Tierra hasta adoptar una forma de huevo, y daba vueltas a la Tierra con el lado más grueso siempre oculto; y que una capa gruesa de atmósfera se había acumulado en el hemisferio más pesado, oculta convenientemente a los ojos de los inquisitivos astrónomos.

—Bien, sir Josiah —dije—, esperemos a ver.

Volvió a gruñir.

—Habla como un débil científico, muchacho. ¡Debe aprender a pensar como un ingeniero! Para un científico nada está probado hasta que no se demuestra, de todas las formas posibles, frente a los ojos de una docena de sus sobrios colegas. Pero un ingeniero busca lo que es posible. No me importa si esa teoría es cierta o falsa; pregunto simplemente lo que puedo hacer con ella.

—Sir Josiah, comentó tres contraargumentos a mi objeción. ¿Cuál es el tercero?

Ahora se giró en el asiento y estiró el cuello; su rostro deforme, medio destacado por la luz de luna, estaba lleno de emoción.

—Ah, Ned, el tercero es simplemente: vivamos o muramos, ¡qué emocionante será caminar por entre las montañas de la Luna!

Miré al formidable mundo que giraba lentamente sobre mí y deseé poder compartir en mi joven corazón parte del entusiasmo que Traveller sentía por lo exótico y lo espectacular; pero, en aquel momento, hubiese dado todas mis asombrosas experiencias por estar de vuelta sano y salvo en el cómodo bar de un club de Manchester.

Después de la emoción de recuperar el Puente habíamos vuelto a nuestra cómoda rutina —con la excepción de que ahora el pobre Bourne estaba sentado en la cabina, un espectador silencioso y resentido— y las restantes horas del viaje pasaron con rapidez.

Pero finalmente desperté, como era normal con el olor familiar de las tostadas y té de Pocket en mi nariz, sabiendo instantáneamente que aquél era el vigésimo día de nuestro vuelo… ¡el día en que sir Josiah Traveller nos haría aterrizar suavemente sobre la superficie de la Luna, o nos llevaría a la muerte!

Traveller nos había asegurado que aterrizaríamos alrededor de las ocho de la mañana; así que Pocket nos despertó un poco antes de lo habitual, a las cinco. Nos aseamos con rapidez y tomamos un desayuno saludable. Traveller insistió en ello, aunque yo apenas podía tragar ni un bocado. Le di de comer a Bourne y le permití que se limpiase un poco. Pocket subió por la escotilla para llevarle a Traveller su último desayuno en la estación del Puente.

Con la comida completa y los restos apresuradamente limpiados, nos preparamos para el descenso. Traveller nos había explicado que a las siete y diez los motores se dispararían en una gran explosión, estudiada para colocarnos en un camino que nos haría encontrarnos inevitablemente con la superficie lunar.

Me aseguré que Bourne estuviese correctamente sujeto por las correas de seguridad. Los pies y manos del francés también estaban atados por cinturones de cuero: pálido, evidentemente asustado, apartó la vista con un rasgo de desafío. Me aparté de él, llegué a mi propio asiento y empecé a colocarme las correas… y entonces, con un juramento, volé una vez más por la cabina y, con los dedos agarrotados por la furia, aflojé la atadura de las muñecas de Bourne. Éste ni me ayudó ni se resistió.

Holden, ya en su sitio, gritó furioso:

—¡Ned! En nombre de Dios, ¿qué haces? ¿Vas a liberar a ese animal entre nosotros en este momento?

Me volví hacia él, sintiendo cómo se me enrojecía el rostro de rabia.

—No es un animal, George. Es un ser humano, un hermano de los que estamos aquí. Puede que hoy vayamos a nuestra muerte. Cualesquiera que sean sus crímenes, Bourne merece enfrentarse a su destino con dignidad.

Holden intentó protestar más, pero Pocket, atado fuertemente a su propia silla, gritó:

—Por favor, pospongan su debate, señores, porque me temo que los motores están a punto de dispararse, y el joven caballero sufrirá heridas si no vuelve inmediatamente a su asiento.

Un vistazo al reloj Gran Oriental de Traveller, todavía situado orgullosamente en el centro de la cabina después de todas nuestras aventuras, me mostró que ya habían pasado ocho minutos de la hora. Con prisas volví al asiento y me até. Estuvimos sentados largos segundos; evité mirar a los ojos de los otros por temor a encontrar el reflejo de mi propio miedo.

Entonces los grandes motores hablaron a la vez.

Me hundí en el asiento, e imaginé la preciosa agua siendo expulsada como vapor congelado al espacio. Los cohetes se activaron durante quizá dos minutos, y luego, tan rápidamente como se habían disparado, callaron. Un silencio ominoso cubrió la cabina, y nos miramos los unos a los otros frenéticamente.

No venía ningún sonido del Puente.

—Holden, ¿qué ha sucedido? —susurré—. ¿Crees que ha salido bien? ¿Nos dirigimos a la Luna?

Holden se mordió el labio, su rostro redondo húmedo y rojo de miedo.

—Los motores se dispararon en su momento, en todo caso —dijo—. Pero respecto al resto, no estoy cualificado para juzgarlo. Y como con gran parte de esta horrible aventura, estamos limitados a esperar y ver.

Los minutos pasaron sin nada que comentar, y mi miedo se vio suplido por la irritación y el aburrimiento.

—Digo, Holden, sé que Traveller es un gran hombre, y que uno debe esperar que tales hombres manifiesten sus excentricidades, pero igualmente, parece inhumano mantenernos aquí esperando en suspense.

Holden se volvió hacia el sirviente.

—¿ Pocket? ¿Cree que deberíamos comprobar que sir Josiah está bien?

Pocket negó con la cabeza, y vi cómo el sudor perlaba el pelo erizado de su cuello. El sirviente, al no poder realizar sus tareas habituales, parecía el más nervioso de todos.

—A sir Josiah no le gusta que le molesten cuando trabaja, señor.

Hundí el puño en la palma de la mano.

—Pero esto no es una situación normal, maldición.

Holden dijo:

—Creo que será mejor que dejemos que Traveller siga con su trabajo, Ned, e intentar ser pacientes.

—Quizá tengas razón. —Miré por la cabina, buscando diversión de mis preocupaciones, y me fijé en la infeliz figura de Bourne; el francés estaba sentado con la cabeza colgándole sobre el pecho, un prisionero dentro de aquella prisión . Dije—: Tengo que repetir, Holden, que fue muy cruel por tu parte que quisieses mantener al pobre tipo inmovilizado. ¿Qué más daños puede causar?

Holden miró a Bourne.

—Es un anarquista, Ned; y por tanto no se puede confiar en él.

Bourne levantó la vista con desafío; con su inglés de fuerte acento, dijo:

—No soy un anarquista. Soy francés.

Examiné sus rasgos delgados y orgullosos.

—Me dijo que secuestró la Faetón por la tricolor. ¿Qué quería decir?

Fijó en mí su mirada condescendiente.

—Que necesite hacer esa pregunta es respuesta suficiente.

Me sentía furioso de que mi apertura, bastante amable en las circunstancias, fuese tratada de esa forma.

—¿Qué demonios se supone que significa eso? Mire…

—No conseguirá ningún comportamiento civil de él, Ned —dijo Holden con cansancio—. La tricolor, la bandera de su revolución bajo la que la chusma asesinó a sus gobernantes ungidos, y luego volvieron los unos contra los otros; la tricolor, que el advenedizo corso llevó por toda Europa; la tricolor, símbolo de la sangre, el caos y el asesinato.

—Sí, ¿pero qué tiene que ver con la Faetón?

—Piénsalo, Ned; intenta ver las últimas décadas desde el punto de vista del franchute. Su famoso Emperador es derrotado por Wellington y enviado al exilio. El Congreso de Viena, que ha fijado el Equilibrio de Poder en Europa para siempre, y que nos parece a nosotros un logro tan noble, es odioso para él; porque ya no puede contar con la división de sus enemigos para extender su credo de ilegalidad y disturbios por Europa…

Bourne rió por lo bajo.

—Le señalo que ahora nos gobierna un emperador, no un Robespierre.

—Sí —dijo Holden con desprecio—, Louis Napoleón, que se considera a sí mismo el hijo bastardo de Napoleón.

—El sobrino —intervino Bourne—. Pero, a pesar de lo legítimo de la ascendencia original de Louis, su Rey haría que cambiase nuestro Emperador, ¿no?, restaurando la antigua monarquía —volvió a reír.

Holden lo ignoró.

—Ned, tu francés ha sido, durante este siglo, frustrado en sus ambiciones de avaricia y desorden. Se ha visto obligado a presenciar cómo la influencia británica se extendía por todo el continente y el mundo, facilitada por la robusta naturaleza de nuestro orden constitucional y la potencia de nuestra economía industrial. Y el resentimiento ha crecido.

Bourne seguía riendo.

Holden le soltó:

—¿Lo niega?

Bourne se quedó quieto.

—No niego su hegemonía en Europa —dijo—. Pero se basa en una cosa, y sólo una cosa: el antihielo, y su monopolio de esa sustancia. De tal forma extienden sus trenes de antihielo por los campos, y construyen estaciones con nombres ingleses en las que se venden productos ingleses.

»Y peor aún, mucho peor aún, es la amenaza oculta de emplear armas de guerra de antihielo. ¿Dónde queda ahora su Equilibrio de Poder, señor Holden?

—No existe esa intención —dijo Holden envarado.

—Ya han desplegado esas armas de terror —dijo Bourne— contra los rusos en Crimea. Sabemos de qué son capaces. Los británicos hablan, y actúan, como si el antihielo fuese un subproducto sobrenatural de su superioridad racial. No lo es; su posesión de esa sustancia no es más que un accidente estúpido, y sin embargo emplean esa superioridad transitoria para imponer sus formas, sus políticas, sus ideas, al resto de la humanidad.

Ahora he tocó a Holden reírse, pero yo meditaba tranquilamente sobre las palabras de Bourne. Admitiré que incluso un mes antes me hubiese alineado instintivamente con Holden en aquel debate, pero en ese momento, oyendo las palabras frías y precisas del franchute —no, de aquel hombre, como de mi edad— encontré que mis antiguas certidumbres eran más frágiles de lo que pensaba.

—Pero —le pregunté a Bourne—, ¿qué si es cierto? ¿Son los modos británicos tan malos? Holden ha descrito el Congreso de Viena; los diplomáticos británicos han luchado por una paz justa…

—Soy francés, no británico —dijo—. Queremos encontrar nuestro propio destino, no seguir el de ustedes. También los prusianos y el resto de los alemanes; si la historia dice que esa fragmentaria nación debe unificarse, ¿quién es Gran Bretaña para impedirle el paso? E incluso… incluso si nuestras naciones desean ir a la guerra, no son ustedes los que deben decir «no». —Tenía el rostro pálido, pero los ojos eran claros y firmes.

—Entonces secuestrar la Faetón, quizás incluso con el riesgo final de perder la vida…

—…fue un acto concebido para malgastar algunas libras más del maldito antihielo. Para eliminar al inquieto genio-criminal-Traveller. Se sabe que sus reservas de la sustancia están reduciéndose. No hay forma más noble en la que un francés podría entregar su vida que acelerando ese proceso.

A pesar de lo sombrío de esa afirmación, ¡no pude evitar recordar los comentarios de Traveller afirmando que el propósito de construir grandes dispositivos como el Príncipe Alberto era distraer a militares y políticos de la explotación militar del antihielo! ¿Era el análisis que Bourne hacía de la situación realmente tan diferente del que hacía el gran inglés?

Fruncí el ceño.

—Holden cree que es usted un saboteador.

Negó con la cabeza, sonriendo ligeramente.

—No. Soy un francotirador.

—¿Un qué?

—Un francotirador. Un nuevo tipo de soldado; un soldado con ropas de caballero, que lucha para liberar su patria con cualquier herramienta disponible.

—Sentimientos muy bonitos —dijo Holden con odio y desprecio—. Y cuando el antihielo haya desaparecido por completo, malgastado en actos como éste, ¿qué? ¿Se levantarán para asesinarnos en nuestras camas?

La sonrisa de Bourne se amplió.

—¿Tienen tanto miedo, no, ingleses? Temen incluso a sus propias masas, que quizás algún día se contagien de las nuestras. Y entienden tan poco.

»He oído cómo sir Josiah se proclamaba anarquista —escupió—. Y con el mismo tono ha declarado que cada hombre conocerá su “lugar”. Traveller y los suyos no conocen el significado de las palabras “hombre libre”. ¿No fueron los industriales los que en 1849 eliminaron las reformas de Shaftesbury en las condiciones de trabajo aprobadas años antes?

Miré a Holden en blanco, quien levantó una mano desdeñosa.

—Se refiere a una ley aberrante, Ned, hace tiempo anulada y olvidada. Shaftesbury introdujo, por ejemplo, un límite diario laboral de diez horas. Condiciones sobre el uso de las mujeres en las minas. Cosas así.

Estaba perplejo.

—Pero la industria no podría funcionar con esas limitaciones, ¿no?

—¡Claro que no! Y por eso se eliminaron las «reformas».

—Pero —dijo Bourne— a qué coste para el alma británica. ¿Eh? ¿Vicars, recuerda a un escritor inglés llamado Dickens?

—¿Quién?

Nuevamente Holden me lo explicó impacientemente. Charles Dickens había producido novelas populares en los años cuarenta, consiguiendo una breve popularidad. Holden suspiró.

—¿Recuerda a la pequeña Nell, Pocket?

El rostro del sirviente se abrió en una sonrisa.

—Ah, sí, señor. En aquella época todos seguían los folletines, ¿no? Y me atrevería a decir que cuando murió Nell apenas quedó un ojo seco en todo el país.

—Dickens, nunca he oído hablar de él —admití—. ¿Qué le pasó?

—Alrededor de 1850 empezó un nuevo folletín —recordó Holden—. David Copperfield. Otro trabajo largo y sentimental. Fue un fracaso completo, al estar completamente alejado de los sentimientos de la época. ¡Ned, fue en ese mismo año de 1850 cuando se abrió la primera línea de tren ligero entre Liverpool y Manchester! A la gente le emocionaba el futuro, el cambio, la empresa, las posibilidades. No querían leer esas cosas deprimentes sobre los problemas de los holgazanes.

—Por eso —le dijo Bourne—, Dickens abandonó Gran Bretaña para siempre. Vivió y trabajó en América, donde su conciencia social era muy apreciada; hizo campaña a favor de varias reformas hasta el momento de su muerte.

—¿Qué quiere decir? —exigí fríamente.

—Que el corazón británico está marcado por una contradicción interna, la misma contradicción que expulsó a un buen hombre como Dickens de su cuerpo político, dejándoles más fríos y pobres. La contradicción que le permite a Traveller creer que su anarquismo puede construirse de forma válida sobre un montón de pobres trabajadores y sin voto. Una contradicción que, al final, les destruirá… y una contradicción que ahora les lleva a inmiscuirse en los asuntos de otras naciones. ¿No temen que el nacionalismo estalle en Francia y el resto de Europa, alterando para siempre el Equilibrio de Poder, y no les asustan todavía sus madres cuando son niños con historias de cómo «Boney» se los llevará si no se portan bien?

Me reí —porque mi propia madre había hecho eso exactamente— pero Bourne, excitado, siguió con voz más dura.

—Ned, hay una nueva raza de ingleses llamados los Hijos de la Gascuña. ¿Está familiarizado con sus teorías?

—He oído hablar de ellos —admití con frialdad.

—En cierta forma, los Hijos son la síntesis de su carácter nacional; porque, al ser constantemente conscientes del pasado, viven constantemente temerosos de él, y planean constantemente vengarse. Después de la conquista normanda se construyó por Gales e Inglaterra una serie de fuertes, cada uno a unas veinte o treinta millas de distancia, con el propósito de someter a los ingleses conquistados. Esos fuertes han sido ahora absorbidos en sus grandes castillos: Windsor, la Torre de Londres. Y el norte de Inglaterra fue arrasado.

Fruncí el ceño.

—Pero eso sucedió hace ocho siglos. ¿A quién le importan esas cosas ahora?

Bourne rió.

—Para los Hijos es como si fuese ayer. Las mareas posteriores de la historia, con sus desechos de viejas victorias y derrotas, sólo acrecientan sus temores. Anidan en la Gascuña, que fue dominio inglés desde la conquista hasta el siglo XVI, cuando María Tudor perdió el fragmento final, Calais.

»Vicars, los Hijos planean una solución final al viejo «problema” de los franceses. De nuevo los barcos cruzarán el Canal; de nuevo habrá una conquista… y de nuevo, cada pocas millas, se construirán fuertes terribles. Pero esta vez los cañones propulsados por antihielo se alzarán sobre sus torretas; y esta vez serán las regiones de Francia las sometidas.

—Pero eso es monstruoso —dije anonadado.

—Pregúntele a Holden —respondió Bourne—. Bien, ¿señor? ¿Niega la existencia de ese movimiento? ¿Y niega su simpatía para con sus fines?

Holden abrió la boca para contestar, pero no tuvo oportunidad. Un terrible grito vino desde la escotilla abierta sobre nuestras cabezas.

Nos miramos horrorizados; porque había sido Traveller, nuestro único piloto mientras nos dirigíamos hacia la Luna, ¡y había sonado muy alterado!

Atado indefenso al asiento, miré hacia la escotilla abierta que llevaba al Puente. Un chorro de luz lunar penetraba por ella e iluminaba el aire lleno de humo de la cabina. Me sentí extrañamente resentido por el curso de los acontecimientos;

si sólo, pensé, se me hubiese permitido quedarme sentado en aquella cómoda cabina discutiendo de política hasta que todo hubiese acabado… de una forma u otra.

Pero, me parecía, ya no podía seguir escondiéndome de lo que sucedía.

Miré a Holden.

—¿Qué crees que deberíamos hacer, George?

Holden se mordía las uñas.

—No tengo ni idea.

—Debe haber alguna dificultad allá arriba. ¿Por qué si no iba a gritar de esa forma?… pero en ese caso, ¿no pediría ayuda?

Pocket dijo:

—Eso no sería propio de sir Josiah, señor. No suele admitir sus debilidades.

Holden bufó.

—Bien, en una situación como ésta ésa es una actitud muy irresponsable.

—A menos —dije—, que no esté en condiciones de pedir ayuda. Quizás esté inconsciente… ¡o incluso muerto! En ese caso, la Faetón no tiene piloto…

Sólo Bourne, hundido en sí mismo, parecía impasible ante esa espeluznante posibilidad.

—Vamos, Ned, no debes dejarte llevar —dijo Holden con la voz llena de tensión.

—Creo que uno de nosotros debería subir allá arriba —dije.

Pocket dijo:

—No lo aconsejaría, señor. A sir Josiah no le gustaría…

—Maldita sean sus gustos y disgustos. ¡Hablo de salvar nuestras vidas!

—Ned, piénsalo —dijo Holden nervioso—. ¿Qué pasaría si Traveller activa los motores mientras estás entre cubiertas? Podrías verte arrojado contra un mamparo, quedar herido o muerto. No, creo que deberíamos sentarnos y esperar.

Negué con la cabeza. Si Holden había perdido el valor… bien, tenía mis simpatías y no iba a comentar el hecho. En su lugar, Solté mis agarres y salí de la silla. Dije:

—Caballeros, me propongo subir. Si todo va bien con Traveller, entonces lo peor que sucederá es que seré objeto de algunos insultos. Y si ha sucedido algo malo… bien, quizá pueda ayudar.

»Creo que ustedes deberían permanecer sujetos a los asientos.

Y con esas palabras, y sintiendo sus ojos indefensos en mi espalda, me lancé al aire y pasé por la escotilla del puente.

La Luna colgaba sobre la Faetón como el fondo magullado del cielo. La rotación de la nave se había reducido, y el Sol estaba como a nuestra izquierda, por lo que las sombras de los rasgos lunares eran largas y claras, como manchones de tinta sobre una reluciente superficie blanca. Los picos cortados y los bordes de los cráteres iban de derecha a izquierda más allá de las ventanas del Puente, lo que demostraba que ya habíamos viajado por la curva del mundo, hacia el lado nocturno.

Miré fascinado. Sabia que ningún hombre, incluso armado con los telescopios más potentes de la Tierra, había visto antes el mundo hermano con detalles tan deslumbrantes.

Observé con interés cómo los grandes cráteres, que parecían desde ese ángulo más campamentos circulares que grandes paredes, parecían contener un pico central, mientras que los cráteres más pequeños tenían un interior más suave; y vi cómo había cráteres sobre cráteres, como si la Luna hubiese sido bombardeada por una salva de meteoritos u otros objetos no una vez, en algún remoto pasado del Sistema Solar, sino en varias ocasiones, una y otra vez. Y la nitidez de los cráteres más pequeños demostraba que eran más recientes, lo que implicaba que el bombardeo continuaba incluso en el presente.

En ese momento apareció ante mí un nuevo rasgo, una cordillera montañosa similar a la pared de un cráter… excepto que, en aquel mundo de círculos, aquella pared era virtualmente recta, yendo de lo alto al fondo de la ventana. El área más allá de la pared aparecía extrañamente libre de cráteres, aunque el suelo estaba muy roto. Me empujé desde la cubierta y floté hasta el morro del domo. Mientras miraba por la superficie de la Luna y más allá en el lado oculto, no podía ver los límites de esa extraña región sin cráteres. La pared delimitadora retrocedió detrás de la nave, y me sorprendió ver que después de todo no era recta: se doblaba hacia dentro alrededor de la región destrozada en una gran curva, y comprendí de pronto que volábamos sobre el interior de un inmenso cráter, tan inmenso, ¡que la curvatura de sus paredes casi rivalizaba con la curvatura del mismo satélite!

Ahora sabía que debíamos haber llegado al lado de la Luna oculto desde la Tierra, porque aquel cráter monstruoso debía cubrir la mayor parte del hemisferio, ensombreciendo con diferencia los grandes valles amurallados del lado terrestre como Copérnico o Tolomeo.

Pronto la pared del gigantesco cráter quedó atrás, más allá de la curva del planeta, pero todavía no se veía el otro lado, y miré maravillado a cientos de millas cuadradas de desolación… desolación, incluso para estándares lunares.

Detrás de mí oí un gemido grave.

Me volví en el aire, recordando súbitamente mi misión. El pobre Traveller estaba atado en su trono-sillón con el rostro hundido en las grandes manos; la chistera flotaba en el aire a su lado, y el pelo blanco orbitaba su cráneo. Tenía un libro de notas atado, abierto, al muslo derecho; en él, sabía, había estado anotando durante los últimos días los minuciosos detalles —las maniobras, los disparos de cohetes— que nos llevarían seguros a la superficie.

Realicé un grácil salto mortal, di una patada a las ventanas y acabé al lado de Traveller. Le agarré un brazo y lo agité con urgencia.

—Sir Josiah, ¿qué le pasa?

Levantó la cara de las manos. Su expresión era una mezcla de rabia y desesperación, y sus ojos eran puntos azules bajo la luz de la Luna.

—Ned, estamos acabados. ¡Acabados! ¡Haber llegado tan lejos, haber soportado tanto, sólo para ser traicionados por la estupidez de ese pomposo idiota danés!

—¿ … a qué danés se refiere? —pregunté cauteloso.

—A Hansen, por supuesto, y su absurda teoría de la forma lunar de huevo. ¡Mírela! —Amenazó con un puño al paisaje lunar que se alzaba sobre nosotros—. ¡Está tan claro como el día que la Luna es una esfera perfecta, que su masa debe estar perfectamente distribuida, que la parte trasera del maldito mundo debe estar tan carente de aire como la cara!

Contemplé la desolación lunar. Había resplandores y destellos en la sombra de los fragmentos de la tierra rota, lo que mostraba la posibilidad de granito, quizás, o cuarzo. La súbita pérdida de vigor de Traveller, decidí, venía no de la desesperación o el miedo, sino de la sensación de traición: ¡de la Luna misma, del Creador por haber tenido la temeridad de concebir un mundo tan poco ajustado a los propósitos de Traveller, e incluso de ese pobre tipo, Hansen, quien, de los tres, era seguramente el menos culpable!

Traveller se recostó en el asiento y miró a la Luna, murmurando.

Yo estaba perplejo. Incluso si el aterrizaje lunar era un ejercicio fútil, reflexioné, no teníamos otra elección sino continuar; y sólo Traveller podía hacer que el viaje concluyese con éxito.

Pero estaba claro que Traveller se había encerrado en sí mismo, y que en ese momento era completamente incapaz de pilotar la nave.

Tenía que hacer algo, o moriríamos después de todo.

Con algo de vacilación, alargué la mano y le toqué el brazo.

—Sir Josiah, no hace mucho me acusó de carecer de imaginación. Ahora me veo en la obligación de identificar la misma falta en usted. ¿No fue usted el que me explicó que, fuese el resultado el éxito o el fracaso, íbamos a disfrutar de una gran experiencia?

Su rostro estaba profundamente marcado por las sombras lunares, y por primera vez desde que le había conocido aparentaba su verdadera edad. Dijo tranquilamente:

—Me había refugiado en la loca teoría de Hansen, Ned. Habiendo perdido la esperanza de encontrar agua, encuentro poca diversión en la idea de una muerte segura.

Sonaba viejo, frágil, asustado y sorprendentemente vulnerable; me sentía privilegiado por ver más allá de la máscara de engaño al hombre de verdad. ¡Pero en aquel momento necesitaba al viejo Traveller, al alocado, al repleto de confianza, al arrogante!

Señalé por encima de mi cabeza.

—Entonces, señor, ¡seguro que al menos no ha perdido el sentido de la maravilla! Mire al suelo del cráter sobre nuestras cabezas. Hemos descubierto el rasgo más impresionante de la Luna, un monumento adecuado a nuestro logro, y, si nuestra historia llega a las generaciones futuras, ¡seguro que le pondrán el nombre del gran Josiah Traveller!

Pareció ligeramente interesado ante esa idea, y levantó el pico de platino hacia el paisaje plateado.

—Cráter Traveller. Quizá. Sin duda se usará alguna versión bastarda en latín.

—Y —dije— piense en el impacto que debe haber causado una cicatriz tan monstruosa. Debe haber estado cerca de partir la maldita Luna en dos.

Se acarició la barbilla y examinó el enorme cráter con ojos valorativos.

—Y, sin embargo, apenas es posible imaginar un impacto meteórico de tal magnitud… No, Ned; sospecho que la explicación para tan vasto cráter es aún más exótica.

—¿Qué quiere decir?

—¡Antihielo! Ned, si ese sorprendente compuesto ha sido descubierto sobre la superficie de la Tierra, ¿qué impide que esté disponible en otros planetas y satélites?

»Imagino un cuerpo cometario entrando en el Sistema Solar, quizá desde las estrellas, compuesto en su gran parte o completamente de antihielo. Al tocarle el calor del Sol imagino pequeños paquetes de hielo explotando, y el desdichado cuerpo empujado de un lado a otro.

»Pero al final, abrasador y brillante, cae cerca de la Tierra… sólo para encontrarse en su camino la forma inerte de la paciente acompañante de la Tierra.

»La detonación es asombrosa; como ha dicho, casi suficiente para partir la Luna en dos. Las paredes de los cráteres ruedan por la superficie torturada como las olas por el mar. Y uno debe imaginar millones de toneladas de roca lunar pulverizada y polvo lanzados al espacio… con fragmentos del antihielo original incrustado en ellos. Y así, quizás, algunos fragmentos incluso llegaron a la superficie de la Tierra.

Miré al paisaje desolado, y temblé al imaginarlo superpuesto sobre el mapa de Europa.

—Entonces debemos agradecerle a la Luna que el cometa nunca llegase a la Tierra, sir Josiah.

—Cierto.

—¿Y cree usted que el pobre profesor Hansen podía haber tenido razón después de todo? ¿Podía haber habido una región de la Luna cubierta de aire, quizás habitada, pero ahora destruida por la explosión de antihielo?

Negó con la cabeza, algo melancólico.

—No, muchacho; me temo que el buen danés estaba completamente equivocado; porque la geometría de la Luna no apoya la teoría de la forma de huevo. Las posibilidades de encontrar el agua que necesitamos para salvar nuestras vidas siguen siendo insignificantes.

Desesperado me volví para encararme con el paisaje oscuro sobre el que volábamos invertidos. Así que mis habilidades diplomáticas habían conseguido sacar a Traveller de su miedo… pero no hasta el punto en que moviese un dedo para salvar nuestras vidas.

… Y entonces noté una vez más, titilando como un centenar de estrellas de Belén, brillantes chispas cristalinas entre las revueltas montañas lunares. Grité y señalé.

— Traveller! Antes de que se hunda por completo en la desesperación, mire por encima de usted. ¿Qué ve, brillando bajo los últimos rayos del Sol?

Volvió a acariciarse la barbilla, pero lo estudió de cerca.

—Podría no ser nada, muchacho —dijo amablemente—. Cuarzo o feldesp…

—¡Pero podría ser agua, depósitos congelados brillando bajo la luz del sol!

Se volvió hacia mí casi amable, y sentí que estaba a punto de lanzarse a una larga explicación sobre la fuente de mi último error… pero entonces, como el sol que reaparece tras unas nubes, su rostro se iluminó con la decisión.

—Por Dios, Ned, podría tener razón. ¿Quién sabe? Y seguro que nunca lo descubriremos si nos permitimos caer indefensos sobre esa superficie. ¡Ya basta! Tenemos un mundo que conquistar. —Y agarró la chistera en el aire y se la puso en el cráneo.

Yo estaba repleto de alegría. Dije:

—¿Volverá a los planes que había trazado en el libro de notas ?

Miró al librito todavía atado a la rodilla.

—¿Qué? ¿Esto? Me temo que estamos demasiado desviados de lo previsto. —Se arrancó el líbro de la rodilla y lo arrojó, girando, a las sombras del Puente—. Es demasiado tarde para cálculos. Ahora debemos pilotar la Faetón como se suponía que había que pilotarla: con nuestras manos, nuestras mentes y nuestros ojos. ¡Agárrese, Ned!

Y al tirar de las palancas; los cohetes de antihielo rugieron, y yo salí volando por la cubierta.

Los minutos siguientes fueron una pesadilla confusa. Traveller hizo que los motores siguiesen rugiendo, y el suelo del Puente —una serie desigual de placa remachadas— se apretaba contra mi cara y pecho. No podía hacer otra cosa sino agarrarme a lo que pudiese —como los pilares de hierro que soportaban el asiento de Traveller— y reflexioné que era muy propio de Traveller el ignorar la seguridad de aquellos que intentaba salvar. Unos segundos de retraso para permitirme llegar a mi asiento en la cabina no hubiesen tenido ningún efecto positivo o negativo.

Después de algunos minutos, la luz lunar pareció cambiar. La sombra de mi cabeza cambió y se extendió por el suelo; y al final quedé sumido en una oscuridad sólo rota por el débil brillo de los filamentos Ruhmkorff de Traveller. Supuse que la nave había girado, de forma que el morro apuntaba lejos de la Luna.

Entonces, ¡bendito alivio!, el impulso de los motores se redujo. Aunque los motores seguían actuando con menos fuerza, era como si me hubiesen levantado un gran peso de los hombros. Cuidadosamente aparté la cara del suelo, me puse a cuatro patas, ¡y me sorprendí al ver que estaba de pie!

—¡Sir Josiah! Ya no flotamos.

Estaba tendido en el asiento, jugando ligeramente con las palancas de control.

—Oh, hola, Ned; me había olvidado de que estaba ahí. No, ya no estamos en caída libre. Decidí que lo mejor era la audacia. Así que me lancé directamente contra la superficie lunar, de la que en cualquier caso no estábamos a más de unas pocas millas…

—Me quedé aplastado contra las paredes.

Me miró sorprendido.

—¿Sí? Pero el impulso sólo era un poco mayor que el de la gravedad terrestre. —Su rostro parecía severo—. Deben haberle debilitado las condiciones de ingravidez —dijo—. Le advertí que debía mantener el régimen de ejercicios, como he hecho yo; es un milagro que sus huesos, ya tan frágiles, no se convirtiesen en polvo.

Compuse una respuesta que hubiese señalado la causa del abandono de la rutina —es decir, los muchos días que había pasado como un inválido después de mi caminata supuestamente heroica por el espacio— pero me abstuve.

—Y luego le dio vuelta a la nave —dije.

—Sí; ahora caemos de cola hacia la Luna. —confirmó con alegría— El tirón que siente es más o menos la aceleración gravitatoria que deberíamos experimentar en la superficie de la Luna, que se calcula es un sexto que la de la Tierra. He reducido la velocidad a un nivel aceptablemente bajo, y ahora disparo los cohetes para mantener la velocidad constante —me miró con ojos curiosos—. Asumo que entiende la dinámica de nuestra situación. Que la igualdad entre el impulso de los cohetes y la gravedad lunar no es una coincidencia.

—Quizá deberíamos repasar la teoría más tarde —dije con sequedad. Me levanté sobre los dedos de los pies y salté sobre el suelo; en mi estado debilitado, incluso esa gravedad fraccionaria era importante, pero podía saltar en el aire con facilidad.

—¿Entonces así es como nos sentiríamos si pudiésemos caminar por la Luna?

—Exacto. —Giró el cuello y miró por el periscopio—. Ahora debo buscar un punto de aterrizaje. Aterrizaremos en medio de las montañas lunares, durante la puesta de sol.

Colgado del asiento me volví para mirar por las ventanas. El cielo, lejos del Sol, era completamente negro; y al descender hacia la cara oculta de la Luna la misma Tierra se escondía. A nuestro alrededor, siniestros dedos de roca venían hacia nosotros, y las sombras se extendían como sangre derramada.

Pregunté:

—¿Por qué no aterrizar en un área iluminada? Esas sombras deben hacer que sea virtualmente imposible buscar un lugar seguro para aterrizar.

Con algo de impaciencia, Traveller contestó:

—¡Pero la Faetón no se diseñó para largas estancias sobre la superficie de la Luna, Ned! Recuerde que mientras está en el espacio la nave debe girar continuamente para evitar que un lado u otro se sobrecaliente por los rayos del Sol. Aquí, girar de esa forma no será posible, pero los rayos solares serán tan intensos como entre los mundos. Espero que nuestra estancia aquí, si el Señor nos permite sobrevivir al aterrizaje, no ocupará más allá de unas pocas horas; pero incluso ese tiempo bajo el inmisericorde brillo del Sol haría que ésta frágil nave ardiese. Y en la noche lunar nos congelaríamos. No; nuestra mejor esperanza es que pueda situarnos con una fracción de nuestra superficie a la sombra, y el resto bajo la luz del Sol, para conseguir un cierto equilibrio entre el fuego y el hielo.

Nos hundimos en el paisaje lunar. Las altas montañas se elevaban a nuestro alrededor, y penachos de polvo salían de debajo, agitados por la proximidad de las toberas de los cohetes.

Empecé a creer que iba a salir con vida de esto.

El sonido de los cohetes, que había sido un continuo rugido profundo, tosió incierto y murió. Me volví lleno de esperanzas. ¿Habíamos bajado? Luego me miré a los pies, porque, para mi horror, se apartaban del suelo.

—¡Traveller! —grité—. ¡Vuelvo a flotar!

—Se ha acabado el combustible, Ned —dijo con calma—. Estamos en caída libre hacia la superficie lunar. He hecho lo que he podido; ahora sólo podemos rezar.

El paisaje lunar se inclinaba para venir a nuestro encuentro.

Me pasaron mil preguntas por la cabeza. ¿A qué distancia estábamos de la superficie cuando fallaron los cohetes? ¿Y en qué medida ganaríamos velocidad cayendo en la débil gravedad de la Luna? ¿Qué magnitud de impacto podría soportar la Faetón antes de abrirse como un huevo y arrojarnos a todos, calientes y suaves e indefensos, sobre las crueles rocas lunares?

Hubo el sonido del roce del metal contra la roca.

Caí una vez más al suelo. Oí cristales rotos, tela y cuero que se desgarraban. El suelo se agitaba como una locura, y me desplacé largo trecho deteniéndome finalmente contra un banco de instrumentos. Luego el suelo recuperó su posición. Apreté la cara contra el suelo remachado, esperando el momento en el que el casco se abriese y el aire saliese por última vez de mis pulmones…

Pero el sonido del impacto se fue reduciendo; la nave se acomodó un poco más en el lecho rocoso que se hubiese tallado para sí misma.

Un gran silencio cayó sobre la nave. Pero no había aire escapándose, metal rasgándose; todavía estaba vivo, y respiraba con tanta comodidad como siempre.

Me puse lentamente en pie, consciente de la débil gravedad lunar. Traveller estaba de pie sobre el asiento, con las correas abandonadas a los pies; con las manos en las caderas y la chistera colocada con garbo en su sitio, miraba a sus nuevos dominios.

Trepé a su lado, con poco esfuerzo; vi que el abrigo se le había roto por la espalda, y que la sangre le corría hasta la mejilla arrugada desde un corte en las sienes.

A nuestro alrededor había una ciudad de piedra. Las sombras huían de un Sol apenas oculto tras los picos más distantes. Era un lugar sin aire, desolado, completamente peligroso para la vida humana… y, sin embargo, conquistado.

—Buen Dios, Traveller, nos ha traído a la Luna. Podría felicitarle por sus habilidades como piloto, su genio como ingeniero… pero con seguridad es su valor absoluto, su visión audaz, lo que brilla sobre todo lo demás.

Gruñó desdeñoso.

—Los discursos bonitos son para los funerales, Ned. Usted y yo todavía estamos muy vivos, y tenemos trabajo que hacer. —Señaló al Sol—. Otras seis u ocho horas, diría yo, y ese Sol quedará oculto tras las montanas, para no reaparecer hasta dentro de dos semanas, y nosotros nos congelaremos lentamente con toda seguridad. Necesitamos agua, Ned; ¡y cuanto antes salgamos ahí y la traigamos, antes podrá Pocket prepararnos un saludable té y podremos dirigirnos a la Madre Tierra!

A pesar de la debilidad de la gravedad me sentía como si debiese caerme, tan débiles se me pusieron las articulaciones. Porque una vez más Traveller se había adelantado de una forma que se me escapaba. Porque aunque hubiese cubos de agua justo tras aquellas rocas, uno de nosotros tendría que abandonar la nave y recogerla. ¡Y sabía que sólo podía ser yo!

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