14 LA FRANCOTIRADORA

—No podemos perder ni una hora —le insistí a Traveller—. Ahora mismo el Príncipe Alberto podría estar acercándose a las fuerzas prusianas; y podemos estar seguros de que cuando entren en batalla la situación de los inocentes en el crucero será aún más precaria…

Traveller se frotó la barbilla.

—Sí. Y sus tontos planes para rescatar a Françoise no se verán precisamente favorecidos por los proyectiles prusianos y franceses volando de un lado a otro. Debemos intentar encontrar al crucero antes de que se enfrente a los prusianos. Y hay otra razón para apresurarse, que posiblemente no se le haya ocurrido.

—¿Cuál?

Formó un puño huesudo.

—Las armas de antihielo.

Yo dije:

—Pero seguro que la preparación de esos dispositivos que ha descrito llevará algo de tiempo, especialmente ahora que ha salido, junto con sus conocimientos, de Inglaterra.

Negó con la cabeza.

—Me temo que no. Diversos cohetes, prototipos de los motores de la Faetón, están completos en mi laboratorio. No les llevará mucho tiempo a los hombres de Gladstone adaptarlos. Y Ned, no debe exagerar mi importancia personal: los principios de mis motores de antihielo hubiesen sido comprensibles para Newton; un examen de unos minutos sería mas que suficiente para cualquier competente ingeniero moderno. Incluso mis contribuciones más originales, como el sistema de guía giroscópico, son bastante transparentes.

Me inquietaban sus comentarios.

—Dios mío. ¡Entonces debemos empezar cuanto antes!

—No. —Traveller señaló la luz que se ponía, ya eran casi las cinco de una tarde de otoño—. No sería muy práctico aterrizar la Faetón en medio de un campo de batalla bajo completa oscuridad. Y además añadió—, ha sido un largo día para los dos; apenas han pasado unas horas desde que recibí a Ojos Alegres en mi estudio.

Discutí ese retraso con todas las fuerzas que pude reunir; pero Traveller se mostró inamovible. Y así fue como nos preparamos para pasar otra noche entre las paredes de aluminio de la Faetón. Preparé una comida con el nuevo surtido de carne prensada; Traveller sirvió globos de buen brandy; y nos sentamos junto a la luz de las lámparas en la Cabina de Fumar, tal y como habíamos hecho entre los mundos.

El punto central de la cabina, el elaborado modelo del Gran Oriental, había sido reemplazado por una réplica, por lo que podía ver completamente exacta en todo detalle. El pequeño piano de Traveller seguía plegado en su sitio, un triste recordatorio de momentos más felices.

Durante un rato recordamos el viaje al espacio, pero teníamos la cabeza demasiado llena del día siguiente. Finalmente propuse:

—No es sólo la disponibilidad de sus cohetes experimentales lo que decidirá el programa de esta guerra. Porque seguramente el Gobierno agotará primero los canales diplomáticos disponibles. El saber que Gran Bretaña está dispuesta a usar el antihielo será un maravilloso incentivo para la mente de los continentales.

Él se rió.

—Por tanto, ¿sólo por ser reprendidos por el viejo Ojos Alegres, dejarán las armas como buenos chicos? No, Ned; debemos enfrentarnos a los hechos. Bismarck ya sabía que teníamos antihielo antes de provocar esta guerra terrible y, por tanto, debe haber descartado que Gran Bretaña lo usará. Sólo la detonación de un proyectil de antihielo en medio de las líneas de batalla le convencerá de lo contrario. Y en lo que se refiere a los franceses, Ned, esos tipos luchan por su vida, su honor y su preciosa patrie. Es muy poco probable que respondan a la posibilidad abstracta de las superarmas británicas. Una vez más, sólo el uso de tal dispositivo podría hacerles cambiar de opinión. Por tanto, la diplomacia no tiene sentido; no hay razones para no hacerlo. Y ésos, estoy seguro, son los cálculos que han hecho Gladstone y su gabinete.

Las palabras eran sombrías; tomé un sorbo de brandy.

—Entonces cree que todos los argumentos están a favor del uso del antihielo.

Sus ojos recorrieron las lámparas.

—No veo ninguna alternativa.

Me incliné hacia delante.

—Sir Josiah, quizá debía haberse quedado en Inglaterra para luchar contra esos actos. Quizá sus argumentos hubiesen servido de algo.

Me miró con un rastro de diversión en los ojos fríos.

—Gracias por ese consejo meditado y razonable: ¡de un hombre que no me dejó otra elección sino acompañarle lejos del país! Pero en todo caso, mi presencia no hubiese representado ningún cambio. Gladstone no vino a mi casa a discutir la cuestión, sino a obligarme a aceptar la decisión.

Así pasó la velada.

Al llegar la oscuridad nos retiramos una vez más a los estrechos camastros. Permanecí quieto toda la noche, pero mi cabeza era un torbellino de todas las posibilidades del día siguiente. No pude dormir.

Los dos nos levantamos al entrar por la portilla los primeros rayos del amanecer. La Pequeña Luna estaba en lo alto del cielo despejado, un faro de brillante luz blanca que iluminaba el paisaje que se despertaba.

Con pocas palabras nos lavamos y vestimos, tomamos un desayuno rápido, y —ni una hora después del amanecer elevamos una vez más la Faetón por los cielos de la Francia ocupada.

La vieja ciudad de Orléans está situada a unas cincuenta millas al sur de París, a orillas del Loira.

Cuatro siglos antes fue salvada del asedio inglés por Juana, llamada la Doncella de Orléans; ahora estaba en el frente de otra guerra, con Francia en una situación todavía más desesperada.

Traveller insistió en que era necesario rellenar los tanques y —para mi profunda irritación— posó la Faetón en una orilla del río. Refunfuñando en voz alta, le ayudé a llevar la manguera hasta el borde del agua y me impacienté mientras las bombas de la nave chupaban el líquido que necesitaba el motor.

Llegamos a Orléans ligeramente antes de las siete y media. A pesar de la reciente victoria de Gambetta cerca de Coulmiers, Orléans estaba todavía ocupada. Y, al pasar quizás a un cuarto de milla por encima de los tejados y torres de la ciudad y examinar las caras boca arriba de los ciudadanos con ayuda del telescopio, por todas partes veíamos tropas y oficiales prusianos. Un soldado —un coracero, espléndido en su peto blanco de metal y deslumbrante escarapela— levantó el rifle hacia nosotros y disparó. Vi el resplandor en la boca del arma y oí, unos momentos más tarde, el sonido distante de la explosión; pero la bala cayó inocua a tierra.

No había ni rastro del Príncipe Alberto. Propuse aterrizar para buscar noticias, pero Traveller señaló por toda la ciudad a los prusianos que salían, bajo la luz de la mañana, de sus acuartelamientos; una columna estaba formándose en orden de marcha en el borde norte de la ciudad.

—Creo que la discreción es lo más acertado —dijo—. Un descenso tonto con la Faetón no sería tomado con mucha calma por esos alemanes listos para la batalla.

—¿Entonces qué hacernos?

El ingeniero, tendido en su asiento, colocó un nuevo ocular en el periscopio.

—Yo diría que la columna prusiana está preparándose para dirigirse al oeste, quizás hacia Coulmiers, para enfrentarse una vez más a los franceses. Seguro que en esa dirección se encuentran nuestras mejores esperanzas de encontrar al Príncipe Alberto.

—¿Y si volvemos a fallar?

—Entonces tendremos ciertamente que bajar y esperar poder conseguir más información sin que nos vuelen la cabeza. Pero trataremos esa dificultad en su momento. ¡A Coulmiers!

Desde Orléans, Traveller siguió el brillante sendero del Loira hacia el oeste, luego giró al norte, atravesando una gran pradera limitada por setos. Pero al acercarnos a la ciudad de Coulmiers, noté en el horizonte que se acercaba una gran alfombra que ocupaba los monótonos campos franceses, una sábana azul grisácea de polvo y movimiento y el brillo del metal. Pronto pude distinguir que aquel mar de actividad estaba dirigiéndose lenta pero decididamente hacia el este, ¡de vuelta a Orléans!

Así que nos habíamos encontrado con el Ejército francés del Loira, la nueva levée en masse de Gambetta.

Nos abatimos como un ave de rapiña sobre el Ejército que se aproximaba. De cerca, aquella gran fuerza andrajosa era menos impresionante. Las piezas de artillería se afanaban como balsas de metal tiradas por caballos en un río de soldados; pero los abrigos azul marino de los soldados de infantería, las gorras rojas, las mochilas estropeadas y las tiendas de vivaque mostraban todos los signos del uso duro durante muchas noches en los campos. Y los rostros, jóvenes y viejos, parecían llenos de fatiga y miedo.

Una vez más nos dispararon, sin ningún efecto; pero se detuvo una pieza de artillería y se la apuntó hacia nosotros, Traveller aumentó rápidamente la altitud.

Y al combinarse los soldados una vez más en un mar monstruoso de humanidad, regresó mi sentido de la escala de aquella fuerza; parecía extenderse de horizonte a horizonte, una ola dispuesta a arrastrar a los prusianos con escarapelas como otros tantos reyes.

—Buen Dios, Traveller, éste es un ejército para acabar con todos los ejércitos. Aquí debe de haber como medio millón de hombres. Gambetta volverá a aplastar a esos prusianos simplemente por cuestión de número.

—Quizás. Ese Gambetta evidentemente ha hecho bien en reunir semejante ejército. Aunque algunas de esas piezas de artillería tienen un aspecto algo antiguo; y ¿ha notado la gran variedad de tipos de rifles? Uno también se pregunta por la disponibilidad de munición para esos valientes hombres.

Yo no había observado nada de eso. Dije:

—¿Entonces es usted menos optimista sobre sus posibilidades de triunfo contra los prusianos?

Apartó el periscopio y se frotó los ojos.

—He visto suficientes guerras como para saber más de su ciencia de lo que me gustaría. La superioridad numérica, aunque es un factor significativo, se ve muy superada por el entrenamiento y la experiencia. ¡Mire la formación de los pobres franchutes, Ned! Marchan distribuidos en sus unidades de batalla. Está claro que son incapaces de realizar maniobras rápidas; y, por tanto, sus oficiales deben colocarlos como ovejas y dirigirlos a la batalla.

»Mientras tanto, los prusianos avanzan con comodidad y total competencia a su encuentro…

»Ned, me temo que estamos a punto de ser testigos de un día de sangre y horror; y si es decisivo, sólo puede serlo a favor de los prusianos.

Pero yo apenas escuchaba; porque en el horizonte oriental había visto algo nuevo. Era como una fortaleza cuyas paredes se alzasen sobre las resplandecientes bayonetas de los soldados franceses; pero era una fortaleza que recorría la planicie junto con la infantería…

Incapaz de contener la emoción, me volví hacia Traveller y le agarré el hombro.

—Sir Josiah, mire. ¿No se darían la vuelta los prusianos y huirían al ver… eso?

Era el Príncipe Alberto. ¡Al fin lo habíamos encontrado!

El crucero terrestre era un lingote de hierro en un océano de humanidad con abrigos. Tras el navío podíamos distinguir las huellas de tierra revuelta que se extendían como dos líneas perfectamente rectas hasta el horizonte. Traveller estaba encantado, al considerarlo una prueba de que el sistema propulsor de antihielo funcionaba como era deseable.

Claramente todavía había a bordo del Príncipe Alberto gente suficiente que entendía su funcionamiento y la conexión con el extraordinario navío aéreo que flotaba por encima; porque nos recibieron con vítores desde la Cubierta de Paseo y también los soldados que caminaban cerca de las huellas barrosas. Devolví el saludo, esperando que me pudiesen ver a través del domo de la Faetón. Era, pensé, un cambio agradable con respecto a los disparos.

Pero la expresión de Traveller era sombría; inspeccionaba por el periscopio los daños sufridos por la nave.

Todavía estaban en pie cinco de las seis chimeneas, aunque la orgullosa pintura roja estaba raspada y manchada de barro. Donde había estado la sexta sólo había una herida negra y abierta que llevaba, como la boca de un cadáver, al interior de la nave. Mirando hacía la herida, y recordando los detalles del terrible día de agosto del lanzamiento de la nave, la sangre me vino a la cabeza con un susurro casi audible.

El resto de los daños parecían más superficiales. La pasarela cubierta de cristal que había adornado los laterales de la nave había sido reemplazada por escaleras de cuerda, por la velocidad de retirada en caso de ataque, suponía yo. En el casco se habían practicado miles de ranuras a intervalos irregulares. Por esas ranuras podía ver, no la elegancia de los salones o el delicado hierro forjado que había caracterizado la austera elegancia de la nave, sino los feos morros de pequeñas piezas de artillería.

Realmente el crucero terrestre había sido transformado en una máquina de guerra.

La furia de Traveller era profunda y amarga.

—Ned, si los prusianos hubiesen comprendido lo frágil que es realmente el Príncipe Alberto, nunca hubiesen permitido que se adentrase tanto en territorio francés.

—Pero puede ver que es un icono, un punto de reunión para ese ejército francés.

—Es un símbolo, pero no puede ser nada más. Ned, es más probable que guíe a esos muchachos a una muerte temprana que a una victoria.

Fruncí el ceño y me volví hacia la ventana que daba al este.

—Entonces será mejor que bajemos sin más retraso, sir Josiah, porque… ¡Mire!

. En el horizonte, bajo el brillo de la Pequeña Luna, había una línea de plata centelleante, de guerreras azul oscuro, de las aberturas levantadas de las piezas de artillería, del movimiento nervioso de los caballos: eran las tropas prusianas que venían de Orléans, situadas en orden de batalla.

La guerra estaba como a medía hora de distancia.

El estanque ornamental del Príncipe Alberto había sido tapado con tablas, y el jardín había quedado reducido a un montón de barro puntuado por los muñones de los árboles talados. Toda la cubierta superior estaba ocupada por piezas de artillería y soldados; aquellas tropas variadas iban desde oficiales de húsares, con sus elegantes gorros negros de lana de cordero, hasta civiles —tanto hombres como mujeres— con los restos rotos de buenas ropas. Al verlos, mi corazón dio un salto de alegría; si personas tan nobles habían permanecido con la nave desde su fatídico lanzamiento, quizás había realmente una posibilidad de encontrar a Françoise todavía con vida.

Traveller mantuvo la Faetón quieta durante un momento, hasta que quedó clara su intención; y uno de los oficiales de húsares comenzó a despejar una zona de aterrizaje.

La Faetón se posó con tanta suavidad como un huevo. Sin esperar a que las toberas se enfriasen, abrí las escotillas, bajé la escalera de cuerda y salté a cubierta.

Me cogió por sorpresa la intensa luz del sol (ya eran más de las ocho y media). Al ir desvaneciéndose el ruido de los motores, los ocupantes de la Cubierta de Paseo, soldados y civiles por igual, empezaron a acercársenos. Cada uno llevaba un rifle; ¡incluso, me sorprendí al verlo, una de las mujeres! Aquella persona extraordinaria llevaba los restos de un vestido de seda similar al que había llevado Françoise el día del lanzamiento; pero el vestido estaba roto y manchado de sangre, dejando al descubierto zonas de ropa interior, lo que, en circunstancias menos terribles, hubiese parecido indiscreto. Tenía el rostro oscurecido por la suciedad, sostenía un Chassepot frente a ella, con el cañón apuntándome, y con iguales muestras de competencia y control que sus compañeros masculinos.

De la multitud recelosa salió el oficial que había despejado la zona. Era un hombre alto de unos treinta años que llevaba la guerrera marrón y la banda de su regimiento, y sus feroces ojos marrones y bigote delgado, enmarcados por la banda de latón del gorro, indicaban fuerza, inteligencia y competencia. Pero tenía grandes ojeras, y el rostro cubierto con una barba de varios días. Se presentó como capitán de Húsares y nos preguntó nuestras intenciones; pero, antes de que pudiésemos contestar, un rugido apagado vino desde el horizonte oriental.

El húsar se arrojó al suelo mientras caía; Traveller y yo fuimos más lentos. Traveller susurró.

—La artillería prusiana.

—¿Qué? ¿Tan cerca estamos?

—Sin duda. Espere a que encuentre el ángulo y… Un silbido abrió el aire, a mi izquierda; un proyectil cayó a tierra a cierta distancia del mar de tropas francesas y explotó inocuo, provocando grandes vítores en la multitud del Príncipe Alberto.

Pero estuvieron menos dispuestos a vitorear cuando un segundo proyectil cayó a más o menos un cuarto de milla tras la nave, esparciendo soldados como bolos. La cubierta se agitó y ante mis ojos horrorizados un gran chorro de tierra de color rojo se elevó en el aire. La mezcla de tierra y carne humana era tal que parecía como si la Tierra misma estuviese herida.

—Traveller, ¿es esto la guerra?

—Me temo que sí, muchacho.

El oficial húsar se volvió hacia nosotros y dijo en un francés rápido:

—Caballero, ya ven que nos han encontrado; si no quieren que vuelen su bonito juguete les sugiero que vuelen a un lugar más tranquilo.

Le agarré el brazo.

—¡Espere! Estamos buscando a una pasajera de esta nave; quedó atrapada aquí cuando…

Pero el capitán apartó mi mano con furiosa impaciencia y corrió hacia sus tropas.

Me volví hacia Traveller.

—Debo encontrarla.

—Ned, no tenemos sino minutos. Un buen tiro de esos prusianos…

Le agarré los hombros desesperado.

—Hemos llegado tan lejos. ¿Me esperará?

Me apartó.

—No malgastes el tiempo, muchacho.

Vagué por la cubierta como en una pesadilla. En mi interior, no podía aceptar ninguna imagen de Françoise sino la de una pasajera atrapada, una víctima. Y, por tanto, busqué en lugares donde pudiese refugiarse, o donde estuviese encerrada. Miré por escaleras que daban al interior de la nave; pero donde una vez había habido champán y brillantes conversaciones habían llenado el aire, ahora sólo me recordaba el interior de un acorazado de Nelson. Las piezas de artillería sobresalían como hocicos de perro por los agujeros en el casco, y por todas partes estaba el olor de la cordita, los vapores del formaldehído y los montones de vendas de un hospital de campaña improvisado. Encontré el Gran Salón, o lo que quedaba de él; por donde una vez había pasado la chimenea oculta por la decoración ahora sólo había un hueco grande y obsceno, y el interior del salón estaba uniformemente ennegrecido y destrozado. Pero hombres y mujeres se movían decididos por él, atendiendo a las armas. Los paneles elegantemente pintados, rotos y quemados, miraban con exquisita incongruencia a escenas que sus pintores seguramente nunca habían anticipado.

Pero no había ni rastro de Françoise. Mi tensión y ansiedad se acercaban al punto de ruptura. Volví a la Cubierta de Paseo. A mi alrededor sólo había gritos. Mirando por encima de la cubierta hasta los campos, podía ver que las andrajosas formaciones francesas ya intercambiaban tiros con sus oponentes prusianos. Los proyectiles seguían silbando, pegando sobre la tierra manchada de la sangre de los franceses. Los cañones del Príncipe Alberto también habían empezado a hablar; y cada vez que disparaba un proyectil, toda la frágil estructura del crucero se movía y agitaba.

Luego oí, como la nota de un oboe en medio del estruendo de una gran orquesta, la voz de Traveller llamándome. Miré hacia la Faetón. Cuando el ingeniero vio que tenía mi atención miró al cielo.

Entrecerrando los ojos vi una línea de blanco, como una nube muy delgada, dibujada sobre el cielo y que formaba un arco más allá de la Pequeña Luna. La línea crecía, como si la trazase la mano de Dios… y pasaba por encima del campo de batalla en dirección a Orléans. La aparición no producía ningún ruido, y pasó desapercibida para las tropas ansiosas y aterrorizadas del suelo.

Estaba claro lo que era. Un cohete de antihielo. Se me hundió el corazón, no sólo por miedo personal, sino de vergüenza en aquella hora por Gran Bretaña.

Agité la cabeza y devolví mi atención al caos creciente que me rodeaba, preguntándome cómo podría completar la búsqueda en los pocos minutos que me dejaba el proyectil de antihielo.

Espié a la mujer «soldado» que había visto antes. Aquella feroz damisela se había situado ahora en la barandilla de la proa y se había llevado el rifle al hombro, apuntando a los prusianos. Decidí hablar con ella. Seguro que las pocas mujeres a bordo de la nave, sin que importase su opinión del conflicto, se ayudarían y apoyarían las unas a las otras en aquella situación; y, por tanto, quizá esa moderna Juana podría dirigirme hacia Françoise, ¡cuyo rescate se había convertido en el único punto fijo de aquella confusión!

Caminé hacia ella. Iba despacio. Franceses nerviosos iban de un lado a otro, con el olor de la sangre prusiana en la nariz, empujándome más de una vez. Los proyectiles prusianos seguían corriendo por el aire, y cada pocos segundos me veía obligado a protegerme, o a aplastarme contra la cubierta.

Pero finalmente llegué hasta la dama guerrera; disparaba tiros con eficacia clínica, y cuando le puse una mano en el hombro se volvió y me soltó en un rápido francés de acento marsellés:

—¡Maldita sea! ¿Qué quiere?…

Luego se le apagó la voz y entrecerró los ojos… ojos azul celeste que todavía eran, tras la máscara de suciedad, adorables.

Me eché atrás, ignorando los proyectiles que caían.

—¿Françoise? ¿Es usted?

—¡Claro! ¿Y quién demonios … ? Ah, ya recuerdo. Vicars. Ned Vicars. —Su rostro pareció alejarse, como si sus ojos se hubiesen convertido en telescopios; no sentía la cara y el ruido de la batalla me parecía muy lejano.

Así que era cierto. Como Holden habla sospechado, como había descubierto la rápida perspicacia de Traveller. justo lo que mi tonta ingenuidad se había negado a aceptar.

Ella movió la cabeza, con el asombro atravesando brevemente la tensión y la rabia.

—Ned Vicars. Creí que había muerto en la explosión.

—Estaba a bordo de la Faetón, y la nave no fue destruida. Frédéric Bourne la robó. Volamos… ¡Françoise, volamos hasta la Luna!

Me miró como si estuviese loco.

—¿Qué ha dicho?… ¿Pero qué hay de Frédéric?

—Sobrevivió; y está recluido. Pero usted… —Le puse las manos sobre los hombros y sólo sentí un nudo de músculos—. Françoise, ¿qué le ha sucedido a usted?

Me apartó los brazos de un golpe y apretó el rifle contra lo que le quedaba de vestido.

—No me ha pasado nada.

—Pero sus modales… el arma…

Se rió.

—¿Qué tiene de extraño un arma en manos de una mujer? Soy francesa, ¡y mi país está en peligro mortal! Claro que uso un rifle.

—Pero… —El olor de la cordita, el rugido de los proyectiles, los temblores de la cubierta… todo se mezclaba en mi mente—. Pensé que habría muerto cuando estalló la chimenea; o, si había sobrevivido, quizá la habían hecho prisionera.

Ella se acercó a mí y me miró a los ojos; su rostro, que una vez me había parecido tan hermoso, era una máscara de desprecio. Dijo:

—Una vez le consideré a usted, y a los que son como usted…, dulce. Inofensivos en el peor de los casos. Ahora me parece criminalmente estúpido. No fui herida en la explosión de la chimenea porque, después de cerrar la llave de paso durante la visita con el ingeniero, me aseguré de estar en la esquina más alejada de la nave.

Ahora sabía por qué estaba tan decidido a venir a un lugar tan terrible.

Había venido a enfrentarme finalmente con la verdad: y allí estaba, en todo su horror. Apenas podía hablar.

Chilló un proyectil que se aproximaba, más alto que nunca; por encima del ruido grité:

—Françoise… venga conmigo.

Ella abrió la boca y rió a carcajadas; vi cómo la saliva llenaba sus dientes perfectos.

—Ned, los ingleses nunca entenderán la guerra. Váyase a casa. —Y me dio la espalda.

Entonces la cubierta saltó a mis pies y caí de espaldas; un gran rugido llenó mis oídos.

Habían alcanzado al Príncipe Alberto. El crucero terrestre se detuvo. Traveller había estado en lo cierto: un proyectil certero había sido suficiente para detener la nave. Cuatro chimeneas todavía lanzaban vapor, pero por la quinta sólo salía un ominoso humo negro; y de algún punto en las profundidades de la nave había un chirrido bajo y agonizante, como si los miembros de metal de la nave todavía luchasen por moverla sobre la tierra.

La Cubierta de Paseo estaba doblada en grandes ondas de metal. Las placas se habían soltado y los remaches habían saltado.

Los soldados y las armas estaban esparcidos como juguetes. Pero a todo mi alrededor ya había decidida actividad, al trepar los hombres por las pasarelas para coger las armas.

No había rastro de Françoise. Puede que se hubiese recuperado antes que yo… o podría yacer tendida y rota entre sus compatriotas, una nueva Doncella de Orléans.

Ya no había nada que pudiese hacer por ella —me parecía que nunca había podido hacer nada— y debía concentrarme en salvarme a mí mismo. Al otro extremo de la cubierta la Faetón todavía estaba en pie, pero algo inestable; al correr hacia ella, se produjo otra explosión en el crucero terrestre, y caí de nuevo sobre la cubierta ensangrentada. Parecía que el Príncipe Alberto se destrozaría a sí mismo sin más ayuda de los prusianos.

El vapor salía de las toberas de la Faetón. Agarré una escalera de cuerda, tiré de ella detrás de mí, y cerré de un golpe la escotilla; luego, con lo que me quedaba de fuerzas, me metí en el Puente.

Traveller estaba en el asiento con el rostro convertido en una máscara grotesca; porque le había saltado la nariz de platino, y el hueco era un pozo de oscuridad del que salía sangre. Por encima del agujero, los ojos me miraron una vez… y luego le dio a las palancas de control y la Faetón saltó al aire sin más ceremonia.

Pero mientras subíamos, el Puente se llenó de luz. ¡Me agarré al suelo mientras la nave saltaba en el aire como un caballo asustado!

Los Dewar del Príncipe Alberto habían fallado. Habían soltado la energía de antihielo que contenían, y la estructura frágil del crucero se había abierto como una bolsa de papel. Un chorro de calor como el viento del infierno se elevó y atrapó a la Faetón, agitándola como una hoja de otoño sobre una hoguera. Durante largos segundos, Traveller luchó con los controles, y yo sólo podía esperar, pensando que seguramente giraríamos y chocaríamos contra el suelo…

… Pero lentamente, como sale uno de una tormenta, la ebullición del aire se calmó. Los saltos de la Faetón pasaron a convertirse en suaves vibraciones, y al final se detuvieron.

Me puse en pie con cuidado; sentía cada pulgada del cuerpo como si me hubiesen dado una paliza sistemática, pero estaba intacto y sin nada roto, y una vez más ofrecí oraciones de gratitud a Dios por mi salvación.

Traveller volvió la terrible máscara de su rostro hacia mí.

—¿Estás bien?

—Sí. Yo… Françoise es una francotiradora.

—Ned, ahora está muerta con toda seguridad. Pero eligió su propio camino… Al igual que debo hacerlo yo —añadió siniestro.

Mire fuera del domo de vidrio. Las infanterías francesas y prusianas se atacaban mutuamente. Debajo de nosotros había un cuenco de polvo, sangre y miles de pequeñas explosiones: era un campo de batalla del que misteriosamente estábamos tan alejados que los gritos de los heridos y el olor de la sangre no podían alcanzarnos.

Traveller señaló hacia la izquierda.

—Mira. ¿Lo ves? El rastro del proyectil de Gladstone desde Londres.

Miré al cielo. Entrecerrando los ojos podía distinguir la extraña línea de vapor que se extendía por el cielo, ahora algo más desigual. ¿Habían pasado sólo minutos desde que había estado en la cubierta del Príncipe Alberto estudiando esa misma línea?

—Traveller, ¿adónde va?

—Bien, claramente se supone que al campo de batalla. ¿Qué mejor forma de demostrar el disgusto de Su Majestad que aplastar de un solo golpe el orgullo de Prusia y Francia?——Pero los chapuceros de Gladstone se han equivocado. Les ha salido largo. Sabía que tenía que haberme quedado en casa para hacerlo bien. Sabía…

Su voz era firme y racional, pero tenía un tono muy extraño; y me parecía que estaba a punto de perder el control.

—Traveller, quizá la precisión del proyectil es una bendición. Si choca sin hacer daño en una zona deshabitada.

—Ned, el proyectil lleva en la punta un Dewar conteniendo varias libras de antihielo. Es poco probable que choque «sin hacer daño»… y en cualquier caso, lo he observado lo suficiente para saber dónde va a caer.

—¿Dónde?

—Será en cualquier momento, Ned; deberías cubrirte los ojos.

—¿Dónde, maldita sea?

—… Orléans.

Primero vino una hermosa floración de luz, que se extendió por el suelo en todas direcciones desde el centro de la ciudad. Cuando hubo desaparecido y pudimos abrir los ojos deslumbrados y llorosos, vimos como un gran viento seguía los pasos de la luz sobre la planicie; los árboles saltaban como cerillas y los edificios se hacían añicos.

Segundos después del impacto, una gran nube en forma de burbuja se formó sobre el centro de la ciudad. La nube se elevó en el aire, una tormenta monstruosa creciendo a partir del suelo; se ennegreció al elevarse, y estaba iluminada desde abajo por un infernal resplandor rojo —sin duda, Orléans ardiendo— y desde arriba por los rayos entre los penachos de la nube.

Todo sucedió en silencio.

Fui consciente de que los ejércitos enfrentados se habían detenido, que los cañones ya no hablaban; imaginé cientos de miles de hombres erguidos, encarados con sus oponentes, y volviéndose hacia esa monstruosa aparición.

Traveller dijo:

—¿Qué he hecho? Hace que Sebastopol parezca una vela.

Busqué palabras.

—No hubiese podido evitarlo…

Se volvió hacia mí, una sonrisa rota superpuesta sobre la imitación de un rostro.

—Ned, desde Crimea he dedicado mi vida al uso pacífico del antihielo. Porque si podía hacer que la maldita sustancia tuviese usos pacíficos y espectaculares, los hombres nunca volverían a usarla los unos contra los otros. Bien, al menos ahora la sustancia se agotará por las tonterías de Gladstone… Pero he fracasado. Y más aún: al inventar tecnologías cada vez más ingeniosas para la explotación del hielo, he traído este día sobre la Tierra.

»Ned, me gustaría mostrarte otro invento. —Con el rostro todavía desfigurado por aquella terrible sonrisa, comenzó a soltarse las ataduras.

—¿… Qué?

—Una creación de Leonardo… uno de los pocos latinos con sentido práctico. Creo que la encontrarás divertida…

Y ésas fueron las ultimas palabras que me dijo antes de golpearme con un puño en la sien.

El aire frío me despertó. Abrí los ojos con la cabeza martilleándome.

La Pequeña Luna llenaba mi vista.

Estaba sentado en la escotilla cerca de la base de la Cabina de Fumar. Me colgaban las piernas fuera de la escotilla abierta; la tierra de la batalla estaba a muchos cientos de metros por debajo.

Tenía sujeto al pecho un extraño paquete caqui, como la mochila de un soldado.

Sorprendido al despejarme por completo, intenté agarrarme a los bordes de la escotilla. Tenía una mano en los hombros; me volví y miré los largos dedos pesados, como si fuesen parte de una extraña araña.

Se trataba, por supuesto, de Traveller. Gritando contra el viento me dijo:

—Ya casi está conseguido, Ned. La reserva antártica de antihielo casi está agotada. Ahora debo terminarlo —rió, con la voz distorsionada por el agujero en la cara.

El tono era aterrador.

—Traveller, aterricemos y…

—No, Ned. En una ocasión, el joven saboteador francés nos dijo que malgastar unas pocas onzas de antihielo valía la vida de un patriota. Bien, he llegado a la conclusión de que tenía razón. Estoy decidido a destruir la Faetón, y en ese acto de expiación aceleraré la eliminación de la maldición del antihielo de la Tierra.

Busqué palabras.

—Traveller, entiendo. Pero…

Pero no hubo tiempo para más; porque me dio una patada en la espalda, ¡que me lanzó desde la nave con los pies por delante hacia el aire!

Grité mientras el aire helado me corría por los oídos, convencido de que iba a morir finalmente. Me pregunté por la profundidad de la desesperación que había impulsado a Traveller a cometer tal acto… pero entonces, después de caer cincuenta pies, sentí un tirón en el pecho. Los cables fijados al paquete se habían tensado, y ahora colgaba, descendiendo lentamente. Levanté la vista, con incomodidad, porque las correas del paquete me pasaban por debajo de las axilas. Los cables estaban unidos a un objeto de lona y cables, un cono invertido que recogía el aire mientras yo caía y que reducía así mi caída hasta una velocidad segura.

Retorciendo las correas miré abajo, más allá de los pies colgantes. La nube de antihielo, todavía creciente, se elevaba sobre el cadáver de Orléans. Los ejércitos de Francia y Prusia yacían debajo de mí, pero había pocas señales de movimiento; y me resultaba inconcebible que los hombres siguiesen matándose después de tal acontecimiento. Quizá, pensé en el silencio y calma de la suspensión aérea, ahora que el antihielo del mundo estaba virtualmente agotado, ese terrible… accidente… serviría de aviso a generaciones futuras sobre los peligros y horrores de la guerra.

Quizá había conseguido al fin su meta de un mundo sin guerra… pero a un coste que encontraba difícil de aceptar.

Desde algún lugar por encima del toldo me llegaba un rugido, un chorro de vapor y fuego.

Eché la cabeza atrás una vez más —allí estaba la Pequeña Luna mirando, perpleja, a la Tierra torturada y allí estaba la fabulosa Faetón, elevándose por última vez sobre su penacho de vapor.

La nave siguió subiendo, sin vacilar. Pronto, sólo la línea de vapor, que recordaba a la del proyectil de Gladstone, señalaba su camino; y era evidente que Traveller no tenía intención de regresar al mundo de los hombres. Al final la línea se hizo casi invisible al llegar Traveller al límite de la atmósfera… pero era una línea que señalaba como una flecha al corazón de la Pequeña Luna.

Ya tenía clara su intención; pretendía estrellar la nave contra la masa del satélite.

Pasaron algunos minutos. La línea de Traveller se dispersó lentamente, y yo colgaba impotente pero cómodo bajo el dosel de Leonardo; mantenía los ojos fijos en la Pequeña Luna, esperando ser capaz de detectar el momento del impacto…

El mundo se llenó de luz, de horizonte a horizonte; era como si el mismo cielo se hubiese incendiado.

Parecía como si la Pequeña Luna hubiese explotado.

Pudiendo apenas ver, caí pesadamente sobre el suelo en medio de un grupo de asombrados soldados franceses.

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