EPÍLOGO UNA CARTA A UN HIJO

4 de noviembre de 1910

Sylvan, Sussex


Mi querido Edward:

Confío en que este envío te encuentre como me deja a mí: es decir, en buena salud y disposición.

Sin duda te sorprenderá, al abrir este último paquete de casa, el encontrar que la habitual misiva de tu madre ha sido reemplazada por esas páginas garabateadas por mí. Y espero que me perdones si omito el boletín de noticias habitual; de esas cuestiones sólo diré que todos estamos sanos y felices, y que te echamos tremendamente de menos.

Mi intención al escribirte es intentar en mi forma inadecuada de compensar las deficiencias de comprensión mutua que pudiesen existir entre nosotros como padre e hijo. Acepto toda la responsabilidad por esa situación; y puede que hayas comprendido que nuestra última conversación larga antes de tu partida para Berlín —recordarás ese acontecimiento de pipas, whisky y zapatillas frente a un fuego moribundo una noche de sábado— fue un primer intento de romper la barrera que nos separa. Fracasé, por supuesto. Y, sin embargo, en la pureza de tu furia aquella noche, ¡cómo se rasgaba mi corazón al ver en ti tanto de mi mismo, el yo de hace treinta o cuarenta años!

Permíteme simplemente decirte esto. Soy tu padre. No me considero un cobarde, ni soy menos patriota. No necesitas avergonzarte por ese punto, te lo aseguro. Pero mi visión del conflicto venidero con Prusia son ideas que claramente no puedes compartir.

No tengo deseos de imponerte mi filosofía; eres un oficial en el mejor ejército del mundo, y estoy muy orgulloso de ti. Pero quiero que me entiendas. Cuando llegue la guerra —porque creo que es inevitable entonces, rezando por que Dios te proteja, te cambiará con toda seguridad, para bien o para mal; y quiero intentar, una vez más, explicarme a mí mismo —mi vida desde aquellos días aciagos de 1870— al joven que he criado.

Has leído mi propia narración manuscrita de las aventuras que me sucedieron hace cuarenta años, así como la versión más pulida de sir George Holden. George, antes de su muerte final por un consumo liberal de oporto y otras sustancias, se las arregló para convertir sus experiencias en una carrera gratificante y lucrativa. Ganó una fortuna, por supuesto, con su novela científica La nueva Cartago, cuya premisa era el descubrimiento del antihielo por los habitantes de esa antigua ciudad, y la posterior y espectacular venganza sobre sus enemigos, los romanos. Los críticos la consideraron «una lectura agradable pero apenas plausible»… ¡que era exactamente el juicio de Josiah Traveller cuando le arrojó la idea a Holden todos aquellos años antes a bordo de la Faetón!

No le envidio a George sus ganancias inesperadas —buena suerte para el caballero— pero ese tipo de autopublicidad no era para mí.

Después de mi regreso a Inglaterra a continuación del uso del primer proyectil Gladstone, renuncié a mi puesto en Londres y volví al hogar de Sussex. Estudié, hice prácticas y desde entonces he trabajado con tranquilidad —y de forma anónima en la medida de lo posible— como abogado de no mas que logros modestos en el area local.

Pero he seguido el desarrollo de los acontecimientos internacionales después de aquel otoño cataclismático; y a veces me ha parecido que los asuntos humanos se han desarrollado como una fea flor alrededor de ese único y deslumbrante punto de luz que fue el proyectil Gladstone.

No me detendré en lo que vi de la destrucción de Orléans. Le ruego a Dios que te evite visiones similares, Edward. Pero quizá tu carrera te llevará al lugar terrible donde todavía descansa el Príncipe Alberto, inmóvil después de recibir el regalito de la artillería prusiana, un monumento oxidado a otra guerra.

La explosión de antihielo marcó, por supuesto, el fin de la guerra europea; si el temor de una nueva intervención británica no fue suficiente, creo que el deseo de luchar de aquellos hombres reunidos en los valles del Loira fue expurgado por el trabajo de recuperación en medio de la pestilencia de Orléans. Recuerdo ver cómo las columnas prusianas formaban, sucias, lentas y solemnes, para dirigirse a casa; y supe que allí había una nueva generación para la que la guerra había terminado.

Edward, ahora me asusta ver referencias al bombardeo de Orléans como si fuese un gran triunfo de Gran Bretaña. Fue un accidente —el proyectil no iba siquiera dirigido a la ciudad— y el hecho de que la intervención consiguiese muchos de los fines de Gladstone se debe solamente al total horror y a la escala de la carnicería que había provocado.

Se alcanzó un acuerdo formal entre Francia y Prusia, bajo presidencia británica, en el Congreso de Tours durante la primavera de 1871. Después de un revés tan costoso, las ambiciones de Bismarck por reunificar Alemania fueron abandonadas a la fuerza, y el viejo y astuto caballero tuvo que luchar para mantener su propia posición de influencia y poder (pero, por supuesto, sobrevivió). Por tanto, Alemania sigue siendo hoy un cómodo batiburrillo dirigido por principillos y duques con el estandarte del águila prusiana en una esquina; y claro que es preferible, a ojos británicos, a la gran potencia alemana centroeuropea que hubiese podido surgir.

Mientras tanto, en Francia, el nuevo Gobierno provisional, dirigido por Gambetta, dio la bienvenida a la asistencia británica para sofocar las rebeliones continuas en París; y Gambetta incluso solicitó el consejo de ilustres parlamentarios ingleses para crear una constitución para un nuevo Tercer Imperio. Y es así como un Parlamento —indistinguible en todos sus aspectos importantes de la Madre de los Parlamentos en Manchester— se reúne cada día en París, y durante cuatro décadas la forma constitucional británica que forma la base se ha filtrado hasta todos los rincones de la sociedad francesa.

Sí, ahora tenemos una Europa establecida como hubiese querido el hombre de estado —británico— más justo y escrupuloso de 1860; y para mantenerla tenemos guarniciones dispersas por todos los puntos conflictivos tradicionales como Bélgica, Alsacia y Lorena, Dinamarca, e incluso las afueras del mismo Berlín. Puede que no hayamos edificado las fortalezas normandas soñadas por los Hijos de la Gascuña, pero podemos decir que hemos logrado una Europa británica.

Y si ese dominio político y militar no fuese suficiente, está la maravilla continua de la tecnología de antihielo. La red de tren ligero se extiende aun más profundamente en el Continente, y los barcos aéreos para pasajeros y cargas, lo suficientemente grandes para tragarse a la vieja Faetón, saltan a diario sobre las nubes, haciendo que Manchester y Moscú no estén a más que unas pocas horas de viaje. Carros transatmosféricos vuelan de la Tierra a la Luna, y cada año la Real Sociedad Geográfica nos regala con relatos de las hazañas de sus nuevos exploradores, en el cráter Traveller y entre las formas de vida rocosas febianas.

Y, por supuesto, en silos ocultos bajos los campos de Kent, esperan los proyectiles de Gladstone, uno para cada ciudad europea.

Es extraño recordar ahora que Josiah Traveller creía —hasta el mismo —final de su vida— que, con el agotamiento de la reserva conocida de antihielo en el Polo Sur, la explotación de esa sustancia, para bien o para mal, acabaría… Qué irónico que en su último y desesperado acto le señalase a la humanidad cómo alargar sus manos ambiciosas para obtener más antihielo —más del que él mismo hubiese podido imaginar— ¡una reserva tan grande que puede considerarse prácticamente inagotable!

¿Quién hubiese imaginado que la Pequeña Luna estuviese compuesta casi por completo de antihielo? Les quedó claro inmediatamente a los astrónomos que una explosión de la magnitud producida por el impacto final de la Faetón sólo podía ser el resultado de una detonación de antihielo. Los científicos entienden ahora que la Pequeña Luna es un fragmento de ese cometa que se destruyó a sí mismo al formar el cráter Traveller en la Luna —un fragmento que entró en órbita alrededor de la Tierra— quizá después de varios roces, lentos, en los que rascó la capa de aire de la Tierra. Todo eso sucedió en el siglo XVIII, dicen los salvajes; y, por tanto, mientras los aborígenes australianos veían cómo otro fragmento del cometa recorría los cielos hacia la Antártica, la Pequeña Luna se colocaba en los cielos de la Tierra.

Por tanto, una reserva inmensa de antihielo da vueltas a la Tierra, y no se funde o explota por su rápida rotación y porque frecuentemente entra en la sombra de la Tierra.

Una vez que Traveller señaló inadvertidamente el camino, los restos de antihielo terrestres se emplearon para fabricar nuevas Faetones, justo capaces de llegar hasta la Pequeña Luna y regresar con los valiosos Dewars llenos de la energía congelada. Y ahora todos los europeos pueden ver las pequeñas chispas que son las naves orbitales británicas que suben hasta la Pequeña Luna y regresan al estanque de aire, consolidando aún más nuestro poder.

¡Cómo hubiese odiado el pobre Traveller semejante resultado! A menudo me pregunto si en aquellos momentos finales, mientras aquella luz terrible quemaba las paredes de aluminio de la Faetón, no comprenderla las implicaciones de lo que había hecho. Rezo por que no fuese así; que su gran e inventivo cerebro se detuviese mucho antes de la destrucción final de la nave, del momento en que se alteró lo que pretendía…

Pero divago.

Edward, vuelvo al tema de nuestro debate esa noche de sábado. ¿Es el mundo un lugar mejor con esta Pax Britannica que hemos impuesto con nuestro antihielo, y con nuestra industria y administración?

Mi respuesta debe ser, con tristeza: no. Ni siquiera, al final, para nosotros los británicos.

Sé que tu fascinación por la política es leve en el mejor de los casos, Edward, pero incluso tú debes haber seguido los terribles acontecimientos en casa, tales como las huelgas contra los nuevos impuestos de alimentos —impuestos que parecen directamente diseñados para machacar a los pobres sin derecho al voto— y la brutal represión de esas huelgas por las tropas de Churchill.

Desde hace siglos no estaba Inglaterra tan llena de revueltas. ¿Cómo hemos llegado los británicos, con nuestro talento para el acomodo y el compromiso, a esta situación? Porque, históricamente, el modo británico ha sido dar un poco para evitar el descontento sangriento. Por ejemplo, quizás una reforma parlamentaria —como la fallida reforma de Disraeli en los años 1860— podría, aunque fuese parcialmente, haber actuado como compensación, para liberar esta nueva presión por el cambio. Ahora un compromiso podría ser que Balfour adoptase algunas de las ideas del galés David Lloyd George, que defiende reformas fiscales dirigidas a los superricos y los grandes propietarios. Sí, Edward; ¡me refiero a Lloyd George, el demagogo y convicto reciente! ¿Te sorprende? Bien, quizá si se invitase a hombres como él a contribuir al Gobierno encontraríamos una solución más feliz.

Pero Gran Bretaña hoy no tiene lugar para acomodos, por pequeños que sean. Edward, ésta es una influencia malévola del antihielo y las nuevas tecnologías, que tanto poder han dado a los industriales; a costa de otras secciones de nuestra sociedad sin representación. Hemos cambiado para peor, y ahora —como un francés que conocí me predijo una vez— corremos el peligro de quedar destruidos por nuestras propias contradicciones.

No espero que estés de acuerdo con nada de esto: simplemente que respetes mi punto de vista por lo que es.

El cuadro no es mucho mejor fuera.

Centrémonos en Francia. Edward, conozco a los franceses. ¿Supones que han aceptado la imposición de un parlamento británico? Te digo que lo tienen atravesado en la garganta, al igual que el seco pan francés se me atraviesa en la mía. No tengo que demostrar los méritos o imperfecciones del sistema británico. Mi argumento es simplemente que no es francés; ¿no debíamos haber permitido que nuestros primos galos siguiesen su camino hacia un acuerdo constitucional que abordase los aspectos de su carácter y pasado? Pero no lo hicimos; y, por tanto, los franceses siguen soñando con los gloriosos días de su Revolución, y con su querido Bonaparte.

Y en lo que se refiere a Prusia, está el astuto viejo zorro del príncipe Otto von Schönhausen Bismarck, todavía controlando la batuta de Berlín a los noventa y cinco años de edad. El nuevo emperador, el segundo Guillermo, es masilla en las manos manchadas por la edad de Bismarck.

Durante mucho tiempo se argumentó que Bismarck se había convertido en un amigo, aunque renuente, de los británicos; sólo hay que ver los intercambios culturales y comerciales que se han producido en las décadas pasadas entre las dos naciones.

Pero seguro que acontecimientos recientes —principalmente la vergonzosa intervención de Bismarck en el asunto de la sucesión austríaca, que tanto recuerda a la intervención en el asunto real español, con el que provocó su anterior guerra con Francia— demuestran que es mentira.

Bismarck ha actuado en las décadas pasadas como el político oportunista y taimado que es; y por medio de una serie de ardides, estratagemas y fintas ha mantenido su posición en Prusia, y la posición de Prusia en Europa.

Bismarck no es amigo de Gran Bretaña. Gran Bretaña evitó que obtuviese la meta de su vida: la unificación de Alemania. Es como si Bismarck se negase a morir hasta conseguirlo… O al menos hasta que Manchester ya no pueda intervenir.

Ahora está listo para atacar. Y nosotros esperamos el nuevo telegrama Ems que provocará el conflicto armado con Gran Bretaña. ¿Qué posición adoptará Francia? Si el fin de Prusia es eliminar la influencia británica de las llanuras de Europa, entonces lo mejor que podemos esperar es que los franchutes permanezcan neutrales. No olvidemos el fantasma de Orléans… Y no ayuda que el actual ministro de exteriores francés sea un tal Frédéric Bourne.

Pero claro, dirás, incluso ahora Bismarck sólo está probándonos. Que nunca se atreverá a provocar una lluvia de fuego de antihielo sobre sus compatriotas.

Pero lo hará, digo yo. Porque, Edward, creo que Bismarck tiene ahora armas de antihielo propias con las que responder; la seguridad de nuestras existencias de antihielo, por muy buena que sea, no puede haber permanecido sin violar durante tantas décadas. Las armas prusianas serán tan poderosas como las británicas… o incluso más, con la aplicación del ingenio militar prusiano.

¿Cuál será entonces el resultado?

Supongo que podría surgir un equilibrio neto de poder: un enfrentamiento entre dos estados, Gran Bretaña y Prusia, cada uno erizado con armas de antihielo, cada uno disuadido de embarcarse en una guerra por la capacidad devastadora del otro… ¿Garantizará la paz ese equilibrio? Quizá. Pero estas décadas pasadas de hegemonía británica no se olvidarán con facilidad en los salones europeos. Recuerda el discurso a la Commonwealth de Su Majestad al comienzo del nuevo siglo, en el que describía el futuro. Mil años de poder británico… la sombra de la bandera británica extendiéndose por los siglos; esas cosas simplemente se añaden al montón de desastres que esperan a caer sobre nosotros o nuestros descendientes.

Edward, me temo que ahora la guerra es inevitable. Los viejos amargados de Berlín y París apenas parpadearán antes de la destrucción de su propia población, si eso significa borrar a Gran Bretaña del mapa europeo. Y, por tanto, engañados por nuestra vana y arrogante complacencia, nos enfrentamos a la guerra más terrible que el, hombre haya conocido.

Rezo por que ahora entiendas mis temores y miedos; y rezo, por supuesto, por que todos sobrevivamos a los próximos días de oscuridad, y que finalmente nos reunamos bajo la luz del sol de un mundo mejor y más justo.

Sigo siendo con amor tu devoto Padre,

NED Vicars

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