Un niño quiere ver. Siempre empieza así, y así empezó entonces. Un niño quería ver.
Sabía andar y llegaba hasta el picaporte de la puerta. No lo hacía con lo que podríamos denominar un propósito, sino con el mero turismo instintivo de la infancia. Había allí una puerta que empujar; entró, se detuvo, miró. Nadie le observaba; se volvió y se fue, cerrando la puerta tras él con cuidado.
Lo que vio allí pasó a ser su primer recuerdo. Un niño, una habitación, una cama, cortinas corridas que filtraban la luz de la tarde. Para cuando llegó a describir esto en público habían transcurrido sesenta años. ¿Cuántas versiones internas habían suavizado y adaptado las palabras sencillas que al final empleó? Sin duda todo seguía pareciendo tan claro como el día. La puerta, la habitación, la luz, la cama y lo que había en la cama: «Una cosa blanca, cerosa».
Un niño y un cadáver: tales encuentros no debieron de ser tan raros en el Edimburgo de la época. Altas tasas de mortalidad y circunstancias precarias contribuían a un aprendizaje temprano. La familia era católica y el cuerpo era el de la abuela de Arthur, una tal Katherine Pack. Quizá dejar la puerta entornada había sido intencionado. Puede que quisieran inculcar en el niño el horror de la muerte; o, más optimistas, mostrarle que la muerte no era nada temible. Era evidente que el alma de la abuela había volado al cielo y que sólo había dejado la cáscara en putrefacción del cuerpo. ¿Que el niño quiere ver? Pues dejadle que vea.
Un encuentro en una habitación con cortinas. Un niño y un cadáver. Un nieto que, al adquirir memoria, ya había dejado de ser una cosa, y una abuela que, al perder los atributos que el niño estaba desarrollando, había vuelto a cosificarse. El niño miró; y más de medio siglo después el adulto seguía mirando. Qué significaba en verdad una «cosa» -o, para decirlo con más exactitud, qué había ocurrido cuando se produjo el cambio tremendo que transformó algo en «cosa»- habría de ser de capital importancia para Arthur.
George no tiene un primer recuerdo, y cuando alguien sugiere que quizá fuera normal tener uno, es demasiado tarde. No tiene reminiscencias obviamente anteriores a todas las demás; no recuerda que lo hayan levantado en brazos, abrazado, que se hayan reído de él o lo hayan castigado. Tiene conciencia de haber sido hijo único en un momento dado, y el conocimiento de que ahora también está Horace, pero no un sentido primario de que lo hayan perturbado presentándole a un hermano, de que lo hayan expulsado del paraíso. Ni una primera visión ni un primer olor: ya sea de una madre perfumada o de una criada que huele a ácido fénico.
Es un chico tímido y serio, con una percepción aguda de las expectativas ajenas. A veces piensa que está defraudando a sus padres: un niño considerado debería recordar que le han atendido desde el principio. Pero sus padres nunca le regañan por esta deficiencia. Y aunque otros niños compensarían esta falta -grabarían por la fuerza en la memoria la cara amante de una madre o el brazo protector de un padre-, George no lo hace. Para empezar, le falta imaginación. Si alguna vez la ha tenido, o si frenó su desarrollo algún acto de sus padres, es una cuestión que incumbe a una rama de la ciencia psicológica que todavía no se ha ideado. George es plenamente capaz de seguir las invenciones de otros -la historia del arca de Noé, la de David y Goliat, el viaje de los Reyes Magos-, pero posee poca capacidad personal para inventar.
No se siente culpable por ello, ya que sus padres no lo consideran un defecto. Cuando dicen que un chico del pueblo «tiene demasiada imaginación», está claro que es una censura. Más arriba en la escala están los que cuentan «cuentos chinos» y «los cuentistas»; con mucho, el peor es el niño que «es un embustero redomado» y al cual hay que evitar a toda costa. A George, por su parte, nunca le apremian a decir la verdad: sería como decir que necesita que le estimulen. Es algo más sencillo: se espera que diga la verdad porque en la vicaría no existe otra alternativa.
«Soy el camino, la verdad y la vida»: va a escuchar esta frase muchas veces en labios de su padre. El camino, la verdad y la vida. Recorres tu camino en la vida diciendo la verdad. George sabe que no es exactamente lo que quiere decir la Biblia, pero a medida que crece es así como le suenan las palabras.
Para Arthur existía una distancia normal entre el hogar y la iglesia; pero los dos sitios estaban llenos de presencias, historias e instrucciones. En la iglesia de piedra fría donde se arrodillaba a rezar una vez a la semana, estaban Dios, Jesucristo, los doce apóstoles, los diez mandamientos y los siete pecados capitales. Todo estaba muy ordenado, siempre detallado y numerado, como los himnos, las oraciones y los versículos de la Biblia.
Comprendía que lo que aprendía allí era la verdad, pero su imaginación prefería la versión paralela y distinta que le enseñaban en casa. Las historias de su madre también hablaban de tiempos remotos y también pretendían enseñarle a distinguir entre el bien y el mal. Ella se las contaba removiendo las gachas en la cocina económica, con el pelo recogido por detrás de las orejas; él aguardaba el momento en que ella golpeaba con el palo la cazuela, hacía una pausa y volvía hacia él la cara redonda y risueña. Después ella le envolvía con sus ojos grises y su voz trazaba una curva móvil en el aire, que subía y bajaba y casi llegaba a detenerse cuando llegaba a la parte del relato que Arthur soportaba a duras penas, la del tormento o el gozo exquisitos que esperaban no sólo al héroe y a la heroína, sino asimismo al oyente.
«Y entonces suspendieron al caballero sobre el pozo de serpientes retorcidas, que silbaban y escupían al atrapar con sus largos cuerpos enroscados los huesos ya blanquecinos de sus anteriores víctimas…»
«Y entonces el malvado de corazón negro, con un juramento horrible, sacó de la bota una daga oculta y avanzó hacia la indefensa…»
«Y entonces la doncella se soltó un alfiler del pelo y las trenzas doradas cayeron desde la ventana tan abajo que, acariciando los muros del castillo, llegaron casi a la hierba verdeante que él estaba pisando…»
Arthur era un chico enérgico y testarudo al que no resultaba fácil mantener quieto en su asiento, pero en cuanto la madre alzaba el palo de las gachas él entraba en un estado de encantamiento silencioso, como si uno de los malhechores de los relatos le hubiese deslizado una hierba secreta en la comida. Los caballeros y sus damas deambulaban entonces por la diminuta cocina; se lanzaban desafíos, se realizaban búsquedas milagrosas; resonaban armaduras, crujían cotas de malla y el honor siempre se salvaba.
Aquellas historias estaban relacionadas, de un modo que él al principio no entendía, con un antiguo arcón de madera que había junto a la cama de sus padres y que contenía los documentos del linaje familiar. Allí había distintos géneros de historias, que se parecían a los deberes escolares, sobre la casa ducal de Bretaña y la rama irlandesa de los Percy de Northumberland, y sobre alguien que había encabezado la brigada de Pack en Waterloo y que era el tío de la cosa blanca y cerosa que él nunca olvidó. Guardaban relación con todo esto las lecciones particulares que le impartía su madre. Del aparador de la cocina, ella sacaba grandes cartulinas pintadas y coloreadas por un tío de Arthur que vivía en Londres. Le explicaba los escudos de armas y le ordenaba a su vez: «¡Recítame este escudo!», y él tenía que responder como en el caso de las tablas de multiplicar: galones, estrellas, salmonetes, quinquefolios, medias lunas de plata y sus brillantes homólogos.
En casa descubrió mandamientos complementarios de los diez que había aprendido en la iglesia. Uno era: «Intrépido con los fuertes; humilde con los débiles», y otro: «Ser caballeroso con las mujeres, sean de alcurnia o de casta baja». Los consideraba más importantes, porque procedían directamente de su madre; además, exigían aplicación práctica. Arthur no miraba más allá de las circunstancias inmediatas. El piso era pequeño, el dinero escaso, su madre estaba sobrecargada de trabajo, su padre era imprevisible. Había hecho una precoz promesa infantil y sabía que las promesas siempre había que cumplirlas: «Mamá, cuando seas vieja tendrás un vestido de terciopelo y gafas doradas y te sentarás cómodamente junto al fuego». Arthur veía el principio de la historia -donde él se encontraba- y el final feliz; de momento, sólo le faltaba el medio.
Buscó pistas en su autor favorito, el capitán Mayne Reid, Las buscó en Los fusileros o aventuras de un oficial en el sur de México. Leyó Los jóvenes viajeros y La estela de la guerra y El jinete decapitado. Búfalos y pieles rojas se mezclaban en su cabeza con caballeros en cota de malla y los soldados de infantería de la brigada de Pack. De todos los relatos de Mayne Reid, su preferido era Los cazadores de cabelleras o aventuras románticas en el sur de México. Aún ignoraba cómo se obtenían las gafas doradas y el vestido de terciopelo, pero sospechaba que quizá implicasen un viaje peligroso a México.
Su madre le lleva una vez por semana a visitar al tío abuelo Compson. No vive lejos, detrás de un bordillo bajo de granito que a George no le permiten cruzar. Todas las semanas cambian el jarrón de flores. Great Wyrley fue la vicaría del tío Compson durante veintiséis años; ahora su alma está en el cielo y sus restos mortales en el camposanto. Su madre se lo explica mientras saca los tallos marchitos, tira el agua maloliente y pone flores frescas y tersas. A veces le permite a George ayudarla a verter el agua limpia. Ella le dice que un luto excesivo es poco cristiano, pero George no lo entiende.
Después de que el tío abuelo partiese para el cielo, papá lo reemplazó. Un año se casó con mamá, al siguiente consiguió la vicaría y al siguiente nació George. Es la historia que le han contado, y es clara, verídica y feliz, como debería ser todo. Está mamá, con su presencia constante en la vida de George, que le enseña las letras y le desea buenas noches con un beso, y está papá, que a menudo se ausenta porque está visitando a los viejos y enfermos, o escribiendo sus sermones o predicándolos. Está la vicaría, la iglesia, el edificio donde mamá se ocupa de la escuela dominical, el jardín, el gato, las gallinas, la parcela de hierba que atraviesan entre la vicaría y la iglesia, y el cementerio. Es el mundo de George, y lo conoce bien.
Dentro de la vicaría reina el silencio. Hay oraciones, libros, labores de costura. Allí uno no grita, no corre, no se mancha. La lumbre hace ruido algunas veces, así como los cuchillos y los tenedores si uno no los sujeta como es debido; así también es su hermano Horace cuando llega. Pero son excepciones en un mundo que es pacífico y fiable. El que se extiende más allá de la vicaría le parece a George lleno de ruidos y sucesos inesperados. A los cuatro años, le llevan de paseo por los caminos y le muestran una vaca. No es el tamaño del animal lo que le alarma, ni tampoco las ubres infladas que se bambolean a la altura de los ojos de George, sino el bramido ronco y repentino que la fiera emite sin motivo aparente. Sólo puede estar de muy mal humor. George rompe a llorar mientras su padre golpea a la vaca con un palo para castigarla. Entonces el animal se pone de costado, levanta el rabo y se ensucia. George contempla esta emanación petrificado por el extraño ruido de salpicadura que hace al aterrizar en el suelo y por el hecho de que las cosas se hayan descontrolado de pronto. Pero las manos de su madre lo alejan antes de que tenga tiempo de volver a pensar en ello.
No es sólo la vaca -o los muchos amigos de la vaca, como el caballo, las ovejas y el cerdo- lo que despierta en George el recelo ante el mundo que existe al otro lado de la tapia de la vicaría. Casi todo lo que oye de él le inquieta. Está lleno de gente vieja, enferma, pobre, cosas malas todas ellas, a juzgar por la actitud de su padre y el tono bajo de su voz cuando vuelve; y personas llamadas viudas de la mina, lo cual George no comprende. Al otro lado de la tapia hay chicos cuentistas y, peor aún, embusteros redomados. Hay también en las proximidades algo llamado una mina de carbón, que es de donde viene el que hay en la rejilla de la chimenea. No sabe seguro si le gusta el carbón. Huele mal y es polvoriento y ruidoso cuando lo atizan, y le han dicho que no se acerque a sus llamas; además, lo traen a la casa unos hombres feroces, con capuchas de cuero que les caen hasta la espalda. George suele dar un brinco cuando el mundo exterior toca la aldaba. Bien pensado, preferiría quedarse ahí dentro, con mamá, con su hermano Horace y su nueva hermana Maud, hasta que llegue el momento de subir al cielo y reunirse con el tío Compson. Pero sospecha que no se lo consentirán.
Siempre se estaban mudando: media docena de veces en los primeros diez años de Arthur. Las viviendas parecían empequeñecerse a medida que la familia se hacía más grande. Además de Arthur, estaba su hermana mayor, Annette, sus hermanas pequeñas Lottie y Connie, su hermanito Innes y después, más adelante, sus hermanas Ida y Julia, a quien llamaban Dodo. Su padre era bueno engendrando niños -hubo otros dos que no sobrevivieron-, pero no tan bueno para sustentarlos. La percatación temprana de que el padre nunca facilitaría a la madre las comodidades propias de la vejez acrecentó la determinación de Arthur de proporcionárselas él mismo.
Su padre -dejando aparte a los duques de Bretaña- procedía de una familia de artistas. Poseía talento y excelentes instintos religiosos, pero era nervioso y de constitución débil. A los diecinueve años se había trasladado a Edimburgo desde Londres; agrimensor auxiliar en la Junta de Obras de Escocia, se vio precipitado a una edad muy temprana a una sociedad que, aunque amable, era a menudo ruda y muy bebedora. No prosperó en la Junta ni tampoco en George Waterman e Hijos, los impresores tipográficos. Era un fracasado de buena familia, con una cara tersa debajo de una barba poblada y suave; tenía un concepto vago del deber y había perdido el rumbo en la vida.
No era violento ni agresivo; era un borracho de los sentimentales, desprendido y propenso a la autocompasión. Le llevaban babeante a casa cocheros cuya insistencia en que les pagaran despertaba a los niños; a la mañana siguiente lamentaba con una sensiblería prolongada su incapacidad de sustentar a quienes amaba tan tiernamente. Un año enviaron a Arthur a una pensión para que no presenciase una nueva etapa del declive paterno; pero vio lo bastante para refrendar su creciente entendimiento de lo que podía o debía ser un hombre. En los cuentos de caballerías y románticos que le contaba su madre había pocos pasajes para ilustradores beodos.
El padre de Arthur pintaba acuarelas y trataba de completar sus ingresos vendiendo sus obras. Pero su carácter generoso se inmiscuía continuamente; regalaba sus pinturas a cualquiera o como mucho las daba por unos cuantos peniques. Sus temas podían ser delirantes y tremendos, y con frecuencia evidenciaban su talante natural. Pero lo que más le gustaba pintar, y por lo que más se recuerdan sus pinturas, eran hadas.
A George lo mandan a la escuela del pueblo. Lleva un cuello alto almidonado, con una pajarita floja para ocultar el pasador, un chaleco abotonado hasta justo debajo de la pajarita y una chaqueta con solapas altas, casi horizontales. Otros chicos no van tan pulcros: algunos llevan jerséis toscos, de confección casera, o chaquetas holgadas que han heredado de hermanos mayores. Unos pocos usan cuello almidonado, pero sólo Harry Charlesworth lleva una corbata como George.
Su madre le ha enseñado las letras, su padre, sumas sencillas. La primera semana le sientan en los pupitres al fondo de la clase. El viernes le harán un examen y le asignarán un sitio según su inteligencia: los chicos despiertos se sientan en las filas delanteras, los estúpidos en las de atrás; la recompensa por los progresos es que te coloquen más cerca del maestro, de la sede de la instrucción, el conocimiento, la verdad. El maestro, que es el señor Bostock, luce una chaqueta de tweed, un chaleco de lana y una camisa con las puntas del cuello prendidas por detrás de la corbata con un alfiler de oro. Bostock lleva un sempiterno sombrero de fieltro marrón y lo deposita encima de la mesa durante las clases, como si no se fiara de él fuera de su vista.
Cuando hay un descanso entre lecciones, los chicos salen a lo que llaman el patio, que no es más que una zona de hierba pisoteada que mira a través de campos abiertos hacia la mina lejana. Los chicos que ya se conocen empiezan a pelearse al instante. George nunca ha visto peleas entre chicos. Mientras observa, Sid Henshaw, uno de los más brutos, se acerca y se le pone delante. Henshaw hace muecas cómicas, se estira con los meñiques las comisuras de la boca y con los pulgares mueve las orejas hacia delante.
– Encantado, yo me llamo George.
Es lo que le han enseñado a decir. Pero Henshaw sigue gorjeando y moviendo las orejas.
Algunos chicos proceden de granjas, y George piensa que huelen a vaca. Otros son hijos de mineros y parece que hablan distinto. George se aprende los nombres de sus condiscípulos: Sid Henshaw, Arthur Aram, Harry Boam, Horace Knighton, Harry Charlesworth, Wallie Sharp, John Harriman, Albert Yates…
Su padre dice que va a hacer amistades, pero no sabe muy bien cómo se hace eso. Una mañana, Wallie Sharp se le acerca por detrás en el patio y le susurra:
– Tú no eres de los nuestros.
George se da media vuelta.
– Encantado, yo me llamo George -repite.
Al final de la primera semana el señor Bostock les pone un examen de lectura, ortografía y sumas. Comunica los resultados la mañana del lunes y después cambian de pupitres. George es bueno leyendo del libro que tiene delante, pero falla en ortografía y aritmética. Le dicen que se quede al fondo del aula. No lo hace mejor el viernes siguiente, ni al otro. Está ya rodeado de hijos de granjeros y de mineros que no se preocupan de dónde les sientan, y que más bien consideran una ventaja estar más lejos del maestro, porque pueden portarse mal. George siente que poco a poco le están alejando del camino, la verdad y la vida.
Bostock golpea la pizarra con un pedazo de tiza.
– Esto, George, más esto -(toc)-, ¿es igual a qué? -(toc, toc).
Todo está borroso dentro de la cabeza de George, que aventura una cifra:
– Doce -dice, o-: Siete y medio.
Los chicos de las primeras filas se ríen, y los hijos de granjeros se les unen cuando se dan cuenta de que la respuesta es incorrecta.
Bostock suspira, mueve la cabeza y pregunta a Harry Charlesworth, que siempre está en la primera fila y tiene la mano continuamente levantada.
– Ocho -dice Harry, o-: Trece y un cuarto.
Bostock mueve la cabeza en dirección a George para indicarle lo burro que ha sido.
Una tarde, en el camino a la vicaría, George se hace sus cosas encima. Su madre le desnuda, le mete en el baño, le restriega, vuelve a vestirle y le lleva a ver al padre. Pero George no puede explicarle por qué, a sus casi siete años, se ha comportado como un bebé de pañales.
Ocurre de nuevo, y otra vez más. Sus padres no le castigan, pero la decepción evidente que les causa su primogénito -lerdo en la escuela, un bebé en el trayecto a casa- surte el mismo efecto que cualquier castigo. Hablan de él por encima de su cabeza.
– El niño ha heredado tus nervios, Charlotte.
– En todo caso, no puede ser la dentición.
– Podemos descartar un resfriado, porque estamos en septiembre.
– Y un alimento indigesto, ya que a Horace no le ha afectado.
– ¿Qué queda?
– La última causa que menciona el libro es el miedo.
– George, ¿tienes miedo de algo?
George mira a su padre, el alzacuello reluciente, la cara ancha y seria de encima, la boca que habla la verdad a menudo incomprensible desde el púlpito de St. Mark y los ojos negros que le ordenan que diga la verdad. ¿Qué va a decir? Tiene miedo de Wallie Sharp, de Sid Henshaw y de algunos más, pero decirlo sería denunciarlos. De todos modos, no es lo que más le asusta. Al final dice:
– Tengo miedo de ser un estúpido.
– George -contesta su padre-, sabemos que no eres un estúpido. Tu madre y yo te hemos enseñado las letras y las sumas. Eres un chico despierto. Sabes sumar en casa pero no en la escuela. ¿Puedes decirnos por qué?
– No.
– ¿El señor Bostock os enseña de un modo distinto?
– No, padre.
– ¿Has dejado de intentarlo?
– No, padre. Las sé hacer en el libro pero no en la pizarra.
– Charlotte, creo que deberíamos llevarle a Birmingham.
Arthur tenía tíos que observaban la decadencia de su hermano y compadecían a su familia. La solución que adoptaron fue enviar a Arthur a Inglaterra para que lo instruyeran los jesuitas. A los nueve años le pusieron en el tren en Edimburgo y lloró todo el trayecto hasta Preston. Pasaría los siete años siguientes en Stonyhurst, excepto seis semanas en verano, en que volvía con su madre y el padre de turno.
Aquellos jesuitas provenían de Holanda y se habían traído su programa de estudios y sus métodos de disciplina. La educación comprendía siete categorías de conocimiento -elementos, figuras, rudimentos, gramática, sintaxis, poesía y retórica-, y a cada una se le dedicaba un curso anual. Había la pauta habitual de internado, que constaba de Euclides, álgebra y los clásicos, cuya ciencia refrendaban varapalos enfáticos. El instrumento para propinarlos, un pedazo de caucho indio, del tamaño y el espesor de la suela de una bota, también lo habían importado de Holanda, y lo llamaban la «férula». Un palmetazo en la mano, asestado con firme resolución jesuítica, bastaba para que la palma se hinchara y cambiase de color. El castigo normal para chicos más mayores consistía en nueve golpes en cada mano. Después, el pecador apenas podía girar el pomo de la puerta del estudio donde le habían atizado.
A Arthur le explicaron que la férula recibía su nombre de un juego de palabras en latín. Fero, soporto. Fero, ferré, tuli, latum. Tuli, he sufrido; la férula es lo que hemos sufrido, ¿no?
El humor era tan burdo como los castigos. Cuando le preguntaron cómo veía el futuro, Arthur reconoció que había pensado en ser ingeniero civil.
– Bueno, quizá llegues a ingeniero -respondió el cura-, pero no creo que nunca llegues a ser civilizado.
Arthur se convirtió en un joven robusto y bullicioso, que hallaba consuelo en la biblioteca del colegio y la felicidad en el campo de criquet. Una vez a la semana a los chicos les mandaban escribir a casa, obligación que muchos tenían por otro castigo, pero que Arthur consideraba un premio: durante aquella hora se lo contaba todo a su madre. Quizá existiesen Dios, Jesucristo, la Biblia, los jesuitas y la férula, pero la autoridad en quien más creía y a la que se sometía era su menuda e imperiosa madre. Era una experta en todas las materias, desde la ropa interior hasta el fuego del infierno. «Usa camisetas de franela -le aconsejó-, y no creas en el castigo eterno.»
También, de un modo más involuntario, le había inculcado un medio de hacerse popular. Pronto empezó a contar a sus compañeros las historias de caballerías y románticas que había escuchado contemplando en lo alto el palo de remover las gachas. Las tardes de lluvia que tenían libres, de pie en una mesa dominaba a su auditorio, sentado en cuclillas a su alrededor. Recordaba las habilidades de su madre y sabía cómo bajar la voz, alargar un relato e interrumpirlo en el momento peligroso y crucial con la promesa de continuarlo al día siguiente. Como era corpulento y estaba hambriento, aceptaba un pastel como precio básico de un cuento. Pero a veces se paraba en seco en la emoción de una crisis y sólo accedía a seguir si le pagaban una manzana. Así descubrió el nexo esencial entre narrativa y premio.
El oculista no recomienda gafas a los niños. Es mejor que los ojos del chico se adapten naturalmente con el paso de los años. Entretanto, habría que trasladarle a las filas delanteras de la clase. George deja atrás a los hijos de granjeros y ocupa el lugar contiguo al de Harry Charlesworth, que es siempre el primero en todos los exámenes. La escuela tiene ya sentido para George; ve los puntos donde señala la tiza del maestro y no vuelve a ensuciarse en el trayecto a casa.
Sid Henshaw sigue poniendo caras de payaso, pero George apenas lo advierte. Sid no es más que un estúpido hijo de granjero que huele a vaca y es probable que ni siquiera sepa escribir esa palabra.
Un día, Henshaw se abalanza sobre George en el patio, le embiste con el hombro y mientras el agredido se recupera, el agresor le arranca la pajarita y se marcha corriendo. George oye risas. De regreso en el aula, Bostock le pregunta dónde está su pajarita.
Esto plantea a George un problema. Sabe que está mal poner en aprietos a un condiscípulo, pero sabe que es peor decir mentiras. Su padre es muy claro a este respecto. En cuanto empiezas a mentir entras en senderos de pecado y nada te detendrá hasta que el verdugo te pase la soga alrededor del cuello. Nadie ha dicho tal cosa, pero es lo que George ha entendido. Así que no puede mentir al señor Bostock. Busca una salida -que es quizá muy mala, el comienzo de una mentira- y después se limita a responder a la pregunta.
– Sid Henshaw me ha tirado al suelo y la ha cogido.
Bostock agarra a Sid por el pelo, lo saca fuera, le zurra hasta arrancarle alaridos, vuelve con la corbata de George e imparte a los chicos una lección sobre el robo. Terminada la clase, Wallie Sharp se interpone en el camino de George y cuando éste le sortea dice: «Tú no eres de los nuestros».
George descarta a Wallie como posible amigo.
Muy pocas veces siente la falta de lo que no posee. La familia no participa en la sociedad local, pero George no se imagina lo que esto podría representar, y mucho menos cuál pudiera ser la razón de la reluctancia o incapacidad familiar. Como no va a casa de otros chicos, no puede juzgar cómo son las cosas en otros sitios. Su propia vida le basta. No tiene dinero, pero tampoco lo necesita, y aún menos cuando aprende que el amor al dinero es la raíz de todos los males. No tiene juguetes, pero no los echa de menos. Carece de habilidad y de vista para los juegos; ni siquiera ha brincado sobre la cuadrícula de una rayuela, y le atemoriza una pelota lanzada. Se contenta con jugar fraternalmente con Horace, más delicadamente con Maud y con más delicadeza aún con las gallinas.
Sabe que casi todos los chicos tienen amigos -en la Biblia aparecen David y Jonathan, y ha observado a Harry Boam y a Arthur Aram acurrucarse en el lindero del patio y enseñarse el uno al otro cosas que sacan de los bolsillos-, pero a él no le sucede. ¿Tiene que hacer algo o son los demás los que deben hacer algo? En todo caso, aunque quiere complacer al señor Bostock, no tiene un interés especial en agradar a los chicos que se sientan detrás.
Cuando la tía abuela Stoneham va a tomar el té con ellos, el primer domingo de cada mes, raspa ruidosamente la taza con el platillo y con la boca arrugada le pregunta por sus amigos.
– Harry Charlesworth -responde siempre él-. Se sienta a mi lado.
La tercera vez que contesta lo mismo, ella posa la taza ruidosamente en el platillo, frunce el ceño y pregunta:
– ¿Nadie más?
– Los demás son sólo chicos de granja malolientes -responde él. Por la forma en que la tía abuela mira a su padre, George sabe que ha dicho algo malo. Antes de cenar es convocado en el estudio. Su padre, de pie junto al escritorio, tiene agrupada en las estanterías a su espalda toda la autoridad de la fe.
– ¿Cuántos años tienes, George?
Así empiezan muchas de las conversaciones con su padre. Aunque los dos conocen ya la respuesta, George tiene que darla.
– Siete, padre.
– A esa edad es razonable esperar cierto grado de inteligencia y juicio. Así que permíteme que te pregunte lo siguiente, George. ¿Crees que a los ojos de Dios eres más importante que los chicos que viven en granjas?
George sabe que la respuesta correcta es no, pero es reacio a decirlo de inmediato. ¿No es indudable que un chico que vive en la vicaría, cuyo padre es el vicario y cuyo tío abuelo también lo fue, es más importante para Dios que un chico que nunca va a la iglesia y es tan estúpido y además tan cruel como Harry Boam?
– No -dice.
– ¿Y por qué llamas malolientes a esos chicos?
No está tan claro cuál es la respuesta correcta. George cavila al respecto. Le han enseñado que la respuesta correcta es la verdad.
– Porque huelen mal, padre.
El padre suspira.
– Y si huelen mal, George, ¿a qué se debe?
– ¿A qué se debe qué, padre?
– Que huelan mal.
– A que no se lavan.
– No, George, si huelen mal es porque son pobres. Nosotros tenemos la suerte de poder costearnos jabón y ropa limpia, y de tener un cuarto de baño y no vivir cerca de animales. Ellos son los humildes de la tierra. Y dime, George, ¿a quién ama más Dios, a los humildes de la tierra o a los que rebosan de orgullo injustificado?
Esta pregunta es más fácil, aunque George no está muy de acuerdo con la respuesta.
– A los humildes de la tierra, padre.
– Bienaventurados los mansos, George. Ya conoces el versículo.
– Sí, padre.
Pero en su fuero interno se resiste a esta conclusión. No cree que Harry Boam y Arthur Aram sean mansos. Tampoco puede creer que forme parte del plan eterno de creación divina que Harry Boam y Arthur Aram acaben heredando la tierra. Difícilmente esto satisfaría el sentido de la justicia de George. Al fin y al cabo, no son más que chicos de granja malolientes.
Stonyhurst se ofreció a condonar las cuotas escolares de Arthur si estaba dispuesto a formarse para el sacerdocio; pero la madre declinó la propuesta. Arthur era ambicioso y tenía madera de dirigente, y ya parecía destinado a ser el futuro capitán de criquet. Pero ella no preveía que un hijo suyo fuese un guía espiritual. Arthur, por su parte, sabía que no sería posible proporcionarle las prometidas gafas doradas y el vestido de terciopelo y el asiento junto al fuego si se comprometía a llevar una vida de pobreza y obediencia.
A su juicio, los jesuitas no eran mala gente. Consideraban que la naturaleza humana era en esencia débil, y esta desconfianza le parecía justificada a Arthur: no había más que mirar el caso de su padre. También entendían que la edad pecaminosa comenzaba pronto. A los chicos no se les permitía estar juntos a solas; en los paseos siempre les acompañaba algún maestro, y todas las noches una figura en penumbra deambulaba por los dormitorios. La vigilancia constante quizá socavase el amor propio y la autoayuda, pero minimizaba todo lo posible la inmoralidad y la brutalidad imperantes en otros colegios.
Arthur creía, en líneas generales, que Dios existía, que a los chicos les tentaba el pecado y que los padres tenían razón en pegarles con la férula. En lo referente a los artículos de fe particulares, discutía en privado con su amigo Partridge. Éste le había impresionado cuando, en la segunda entrada, había atrapado una bola cegadora en uno de los más veloces lanzamientos de Arthur; se la guardó en el bolsillo, en un abrir y cerrar de ojos, y miró a otro lado, fingiendo que la veía desaparecer por la banda. A Partridge le gustaba embaucar a la gente, y no sólo en el campo de criquet.
– ¿Sabías que la doctrina de la Inmaculada Concepción es artículo de fe sólo desde 1854?
– Me parece un poco tarde, Partridge.
– Imagínate. La Iglesia ha debatido esta cuestión durante siglos, y en todo ese tiempo no era una herejía negar el nacimiento virginal de María. De pronto sí lo es.
– Hum.
– Pero ¿por qué Roma decidió de repente rebajar la naturaleza exacta de la participación de José en el asunto?
– Eh, tranquilo, chico.
Pero Partridge ya estaba abordando la doctrina de la infalibilidad papal, proclamada sólo cinco años antes. ¿Por qué declaraban implícitamente falibles a todos los papas de los siglos pasados e infalibles a todos los presentes y futuros? ¿Por qué, en efecto?, repitió Arthur. Porque, replicó Partridge, era más un asunto político de la Iglesia que de progreso teológico. Tenía muchísimo que ver con la presencia de jesuitas influyentes en las altas esferas del Vaticano.
– Te han enviado a tentarme -contestaba a veces Arthur.
– Al contrario. Estoy aquí para fortalecer tu fe. Pensar por nosotros mismos dentro de la Iglesia es el camino de la auténtica obediencia. Siempre que la Iglesia se siente amenazada, reacciona imponiendo una disciplina más estricta. Funciona a corto, pero no a largo plazo. Es como la férula. Te dan palmetazos hoy para que no cometas una falta mañana o al día siguiente. Pero es una estupidez pensar que no vas a cometer más faltas durante el resto de tu vida gracias al recuerdo de la férula, ¿no?
– No, si surte efecto.
– Pero dentro de un año o dos nos marcharemos de aquí. La férula ya no existirá. Necesitamos disponer de medios de resistir al pecado y al delito con argumentos racionales, no por el miedo al dolor físico.
– Dudo que el raciocinio dé resultado con algunos chicos.
– Entonces no hay más remedio que los palmetazos. Y lo mismo ocurre en el mundo exterior. Por supuesto, tienen que existir la cárcel, los trabajos forzados y el verdugo.
– Pero ¿qué amenaza a la Iglesia? A mí me parece fuerte.
– La ciencia. La difusión de la educación escéptica. La pérdida de los estados pontificios. La pérdida de influencia política. La perspectiva del siglo veinte.
– El siglo veinte. -Arthur reflexionó sobre esto un momento-. No llego tan lejos. Tendré cuarenta años cuando empiece el siglo.
– Y serás el capitán del equipo inglés.
– Lo dudo, Partridge. Pero no seré cura, en ningún caso.
Arthur no era del todo consciente de que su fe se había debilitado. Pero pensar por uno mismo dentro de la Iglesia conducía fácilmente a pensar por uno mismo fuera. Descubrió que su razón y su conciencia no siempre aceptaban lo que les ponían delante. En el último curso, fue a predicar al colegio el padre Murphy. Desde la altura del púlpito, feroz y colorado, el cura amenazó con la condenación segura y cierta a todos los que se hallaban fuera de la Iglesia. Ya se debiese su exclusión a maldad, tozudez o ignorancia, las consecuencias eran las mismas: la condenación segura y cierta para toda la eternidad. Siguió una descripción panorámica de los tormentos y desolaciones del infierno, especialmente ideada para que los chicos se retorciesen de miedo; pero Arthur ya no le escuchaba. Su madre le había explicado la verdad del caso y miraba al padre Murphy como a un narrador al que ya no concedía crédito.
La madre da la clase dominical en el edificio contiguo a la vicaría. Los ladrillos tienen un dibujo de rombos que ella dice que le recuerda a un cobertor de las Shetland. George no lo entiende, aunque se pregunta si esto tiene algo que ver con el de los mendigos. Toda la semana aguarda con impaciencia la escuela dominical. Los chicos zafios no acuden a ella: están corriendo como locos por los campos, atrapan conejos, dicen mentiras y, en general, recorren el sendero de prímulas que lleva a la condenación eterna. Su madre le ha avisado que en clase le tratará exactamente igual que a todos los demás. George comprende por qué: porque ella les está enseñando -a todos por igual- el camino al cielo.
Les cuenta historias emocionantes que George sigue con facilidad, como la de Daniel en el foso de los leones y la del horno de fuego ardiendo. Pero otros relatos resultan más difíciles. Cristo enseñaba por medio de parábolas, y George descubre que no le gustan. Por ejemplo, la del trigo y la cizaña. Entiende el pasaje en que el enemigo siembra cizaña entre el trigo, y por qué no hay que recoger la cizaña para no arrancar al mismo tiempo el trigo; no obstante, no está muy convencido, porque ve muchas veces a su madre desbrozando el jardín de la vicaría y ¿qué es desbrozar, sino recoger la cizaña antes de que ella y el trigo hayan crecido por completo? Pero aun obviando este problema no logra comprender. Sabe que la historia trata de otra cosa -por eso es una parábola-, pero su mente no acierta a descubrir qué es.
Le habla a Horace del trigo y la cizaña, pero Horace ni siquiera sabe lo que es la cizaña. Horace es tres años más joven que George, y Maud es tres años más joven que Horace. Como es una chica, y además la benjamina, Maud no es tan fuerte como los dos chicos, cuyo deber, les han dicho, es protegerla. No les especifican qué representa este deber; al parecer, consiste sobre todo en no hacer cosas: no atizarle con palos, no tirarle del pelo y no hacer ruidos delante de su cara, como le gusta hacer a Horace.
Pero George y Horace demuestran ser incapaces de proteger a Maud. Empiezan las visitas del médico y sus inspecciones periódicas sumen a la familia en un estado de inquietud. George se siente culpable cada vez que llega el médico y se quita de en medio, por si le identifican como la causa principal de la enfermedad de su hermana. Horace no siente esa culpa y alegremente pregunta si puede subir el maletín del médico.
Cuando Maud tiene cuatro años, deciden que es demasiado frágil para dejarla sola toda la noche, y no pueden confiarla al cuidado de George ni de Horace, ni tampoco a los dos juntos. En adelante, la niña dormirá en la habitación de su madre. Al mismo tiempo deciden que George dormirá con su padre y Horace ocupará él solo el cuarto de los niños. George tiene diez años y Horace siete; quizá piensen que se acerca la edad de los pecados y que no hay que dejar juntos a los dos chicos. No dan explicaciones ni nadie las pide. George no pregunta si dormir en el cuarto de su padre es un castigo o una recompensa. Las cosas son así y punto en boca.
George y su padre rezan juntos, arrodillados uno al lado del otro sobre los tablones fregados. Luego George se sube a la cama mientras el padre cierra la puerta con llave y apaga la luz. Mientras se queda dormido, George piensa a veces en el suelo y en que a él tienen que restregarle el alma igual que refriegan los suelos.
Al padre le cuesta conciliar el sueño y tiene tendencia a gemir y resollar. A veces, muy temprano, cuando el alba empieza a asomar por los bordes de las cortinas, el padre le catequiza.
– George, ¿dónde vives?
– En la vicaría de Great Wyrley.
– ¿Ydónde está eso?
– En Staffordshire, señor.
– ¿Y dónde está eso?
– En el centro de Inglaterra.
– ¿Y qué es Inglaterra, George?
– Inglaterra es el corazón palpitante del Imperio, señor.
– Bien. ¿Y qué es la sangre que fluye por las arterias y las venas del Imperio hasta llegar incluso al confín más lejano?
– La Iglesia anglicana.
– Bien, George.
Y al cabo de un rato el padre vuelve a gemir y resollar. George ve que se afianza el contorno de la cortina. Tumbado en la cama, piensa en arterias y venas que trazan líneas rojas en el mapa del mundo y unen a Gran Bretaña con todos los lugares coloreados de rosa: Australia, India, Canadá y, por doquier, islas representadas por puntos. Piensa en tuberías que se tienden a lo largo del lecho del océano como cables telegráficos. Piensa en la sangre que borbotea en todas estas tuberías y que emerge en Sydney, Bombay, Ciudad del Cabo. Líneas de sangre, es una palabra que ha oído en algún sitio. Empieza a adormecerse con el latido de la sangre en los oídos.
Arthur aprobó el bachillerato con matrícula de honor, pero como sólo tenía dieciséis años le mandaron un año más a los jesuitas de Austria. En Feldkirch descubrió un régimen más benévolo, que le permitía beber cerveza y dormitorios caldeados. Daban largos paseos en los que chicos de habla alemana flanqueaban adrede a los alumnos ingleses, para así obligarles a hablar la lengua extranjera. Arthur se nombró a sí mismo redactor jefe y único colaborador de la Feldkirchian Gazette, una revista literaria y científica escrita a mano. También jugaba al fútbol sobre zancos y le enseñaron a tocar la tuba, un instrumento que daba dos vueltas alrededor del pecho y producía un sonido como el del día del Juicio Final.
Al volver a Edimburgo, descubrió que su padre estaba internado en una casa de reposo, oficialmente aquejado de epilepsia. No habría más ingresos, ni siquiera unas monedas de vez en cuando, procedentes de acuarelas de hadas. Así que Annette, la hermana mayor, estaba ya en Portugal, trabajando de institutriz; Lottie pronto se reuniría con ella y las dos enviarían dinero a casa. El otro recurso al alcance de la madre era admitir inquilinos. A Arthur le avergonzó y ofendió esta iniciativa. Su madre era la última persona del mundo que debiera verse rebajada a la condición de casera.
– Pero Arthur, si la gente no tomara inquilinos, tu padre nunca habría venido a vivir con la abuela Pack y yo no le habría conocido.
Arthur juzgó que este argumento era incluso más fuerte que los suyos en contra de los huéspedes. Guardó silencio porque sabía que no se le consentía criticar a su padre en modo alguno. Pero era una insensatez pretender que su madre no habría podido encontrar un mejor partido.
– Y si eso no hubiera ocurrido -prosiguió ella, sonriéndole con aquellos ojos grises a los que él nunca podría desobedecer-, no sólo no existiría Arthur, sino que tampoco existirían Annette ni Lottie ni Connie, ni Innes ni Ida.
Lo cual era indiscutible y también una de aquellas insolubles adivinanzas metafísicas. Ojalá Partridge estuviera allí para ayudarle a debatir la cuestión: ¿seguirías siendo el mismo, o al menos en gran parte, si tuvieras otro padre? Si no, se deducía que sus hermanas tampoco habrían seguido siendo ellas mismas, en especial Lottie, a la que más quería, aunque decían que Connie era la más bonita. Alcanzaba a imaginarse a sí mismo distinto, pero el cerebro no conseguía cambiar un ápice de Lottie.
Arthur quizá habría tolerado la respuesta de su madre a su degradada situación social si no hubiera conocido ya al primer inquilino. Bryan Charles Waller: sólo seis años mayor que Arthur, pero ya médico titulado. Asimismo era un poeta publicado, a cuyo tío le habían dedicado La feria de las vanidades. Arthur no ponía reparos al hecho de que fuese un individuo culto, incluso un erudito; tampoco al de que fuese un ateo impenitente; le molestaba la desenvoltura y el encanto con que se movía por la casa. El modo de decir: «Así que éste es Arthur», y de tenderle la mano con una sonrisa. La forma con que daba a entender que estaba ya un paso más allá que tú. El modo en que lucía sus dos trajes de Londres y hablaba empleando generalidades y epigramas. El modo de comportarse con Lottie y Connie. La manera de tratar a la madre.
También era desenvuelto y encantador con Arthur, lo que sentaba como un tiro al corpulento, patoso y tozudo ex colegial recién vuelto de Austria. Waller se conducía como si entendiera a Arthur incluso cuando Arthur no parecía entenderse a sí mismo, y cuando sentado frente a la lumbre se sentía tan absurdo como si tuviera una bombarda de dos vueltas enroscada alrededor del cuello. Quería lanzar un toque de protesta, tanto más cuanto Waller fingía leer en el fondo de su alma y -lo más irritante- tomarse en serio lo que allí encontraba y a la vez en broma, sonriendo como si toda la confusión que había detectado no fuera sorprendente y careciese de importancia.
Demasiado desenvuelto y encantador con la vida misma, maldito.
Hasta donde George recuerda, siempre ha habido una criada para todo en la vicaría, alguien en segundo plano que se ocupa de fregar, desempolvar, abrillantar, encender fuegos, ennegrecer rejillas y poner a hervir el caldero. Más o menos cada año hay un cambio de criada porque una se casa, otra se va a Cannock o a Walsall o incluso a Birmingham. George nunca les presta atención, y ahora que está en Rugeley School y toma el tren de ida y vuelta todos los días se fija aún menos en la existencia de la fámula.
Se alegra de haber huido de la escuela de pueblo, con sus estúpidos hijos de granjeros y mineros que hablan raro y cuyos mismos nombres olvida pronto. En Rugeley se relaciona en general con chicos de mejor casta y los maestros consideran útil ser inteligente. Se lleva bastante bien con sus compañeros, aunque no hace ningún amigo íntimo. Harry Charlesworth va a la escuela de Walsall, y hoy en día sólo se saludan con un gesto si se encuentran. Lo que cuenta es el trabajo de George, su familia, su fe y todos los deberes que emanan de estas adhesiones. Ya habrá tiempo más adelante para otras cosas.
Una tarde de sábado, su padre le convoca en el estudio. Hay una gran concordancia bíblica abierta sobre la mesa y algunas notas para el sermón de la mañana siguiente. El padre tiene el mismo aspecto que en el púlpito Al menos George puede adivinar cuál será la primera pregunta.
– George, ¿cuántos años tienes?
– Doce, padre.
– Una edad de la que cabe esperar cierto grado de sensatez y discreción.
George guarda silencio porque no sabe si esto representa una pregunta o no.
– George, Elizabeth Foster se queja de que la miras de un modo extraño.
Se queda perplejo. Elizabeth Foster es la nueva criada; lleva unos pocos meses en la casa. Lleva uniforme, como todas las anteriores.
– ¿Qué quiere decir, padre?
– ¿Qué crees que quiere decir?
George reflexiona un rato.
– ¿Se refiere a algún pecado?
– Y si lo fuese, ¿qué podría ser?
– Mi único pecado, padre, es que apenas me fijo en ella, aunque sé que forma parte de la creación de Dios. Sólo he hablado con ella dos veces, a causa de objetos que ha extraviado. No tengo razones para mirarla.
– ¿Ninguna, George?
– Ninguna, padre.
– Entonces le diré que es una chica tonta y mala y maliciosa que será despedida si da más motivos de queja.
George está ansioso por volver a sus verbos latinos y no le importa lo que le suceda a Elizabeth Foster. Tampoco se pregunta si será pecado que no le importe.
Se decidió que Arthur estudiase medicina en la Universidad de Edimburgo. Era responsable y muy trabajador; con el tiempo sin duda adquiriría la impasibilidad que a los pacientes les inspiraba confianza. A Arthur le agradaba la idea, aunque recelaba sobre su origen. Su madre había propuesto medicina por primera vez en una carta a Feldkirch enviada un mes después de la llegada del doctor Waller a la casa. ¿Mera coincidencia? Eso esperaba Arthur; no quería imaginarse que su futuro se debatiera entre su madre y aquel intruso, por mucho que fuese, como la gente no cesaba de recordarle, un médico titulado y un poeta publicado. Aunque La feria de las vanidades estuviese dedicada a su tío.
También parecía una condenada coincidencia que Waller se ofreciese a prepararle para una beca. Arthur aceptó con una inquina adolescente que suscitó unas palabras en privado de la madre. Él ya le rebasaba en estatura, y el pelo de la madre había perdido el tono rubio y empezaba a blanquear en la parte que quedaba visible cuando se lo recogía por detrás de las orejas; pero sus ojos grises y su voz tranquila, y la autoridad moral implícita en ellos se mantenían tan poderosos como siempre.
Waller resultó un tutor excelente. Juntos memorizaron los clásicos con ánimo de obtener la beca Grierson: 40 libras al año durante dos años sería una gran ayuda para la familia. Cuando llegó la carta y todos sus miembros la aclamaron al unísono, Arthur sintió que era su primer logro auténtico, el primer acto de compensación a su madre por sus sacrificios a lo largo de los años. Hubo apretones de manos y besos; Lottie y Connie se pusieron absurdamente sentimentales y lloraron como chicas que eran; y Arthur, con un espíritu magnánimo, resolvió deponer sus suspicacias hacia Waller.
Unos días después, se presentó en la universidad para reclamar su premio. Le recibió un funcionario menudo y avergonzado cuyo rango preciso nunca quedó claro. Era algo sumamente lamentable. Todavía no se sabía muy bien cómo había ocurrido. Algún error administrativo. La bolsa de estudios Grierson sólo se concedía a estudiantes de artes. La solicitud de Arthur no debería haber sido aceptada. Tomarían medidas en lo sucesivo, etcétera.
Pero había otras becas y bolsas, señaló Arthur: una lista entera. Era de suponer que le concediesen una de ellas. Pues sí, así podría ser, en teoría; en efecto, en la siguiente beca de la lista admitían a estudiantes de medicina. Por desgracia, ya la habían asignado. Así como, de hecho, todas las demás.
– Pero esto es un auténtico robo -gritó Arthur-. ¡Un auténtico robo!
Era, en verdad, una desventura. Quizá se pudiese hacer algo. Y se hizo algo la semana siguiente. Le otorgaron una suma de consolación de siete libras que se habían acumulado en algún fondo olvidado y que las autoridades tuvieron la gentileza de pensar que podría aplicarse para tal fin.
Fue su primera experiencia de una flagrante injusticia. Pocas de las veces en que había recibido palmetazos había sido sin una causa razonable. Cuando internaron a su padre quedó acongojado el corazón de su hijo, pero no pudo alegar que el padre fuese intachable; había sido una tragedia, pero no una injusticia. Pero aquello, ¡aquello! Todo el mundo coincidió en que tenía que presentar una querella contra la universidad. La denunciaría para reclamar su beca. Waller tuvo que convencerle de que no era aconsejable pleitear contra la institución a cuya docencia aspirabas. Lo único que se podía hacer era tragarse el orgullo y sobrellevar la decepción como un hombre. Arthur aceptó esta exhortación a una virilidad que aún tenía que completar. Pero las frases tranquilizadoras que fingió que le parecían convincentes eran puro aire en sus oídos. Todo en su fuero interno se enconaba, ardía y apestaba, como un rincón diminuto en el infierno en que ya no creía.
Es raro que su padre le hable después de haber rezado las oraciones y apagado la luz. Se supone que los dos reflexionan sobre el significado de las palabras mientras se entregan al sueño de Dios. En verdad, George es más proclive a seguir pensando en las lecciones del día siguiente. No cree que Dios lo considere un pecado.
– George -dice su padre de pronto-: ¿has visto a alguien merodeando por las inmediaciones de la vicaría?
– ¿Hoy, padre?
– No, no hoy. En general. Hace poco.
– No, padre. ¿Por qué habría de merodear alguien?
– Tu madre y yo hemos recibido cartas anónimas.
– ¿De merodeadores?
– Sí. No. Quiero que me informes de cualquier cosa sospechosa, George. De alguien que introduzca algo por la puerta. De gente que ande por aquí.
– ¿De quién son esas cartas, padre?
– Son anónimas, George. -Hasta en la oscuridad percibe la impaciencia del padre-. Anónimo. Viene del griego y luego del latín. Sin nombre.
– ¿Qué dicen, padre?
– Dicen maldades. Sobre… todo el mundo.
George sabe que debería mostrarse preocupado, pero todo el asunto le parece muy emocionante. Le han dado permiso para jugar al detective y lo hace siempre que puede sin que interfiera en sus tareas escolares. Espía desde detrás de troncos de árbol; se esconde en el cuchitril debajo de la escalera para vigilar la puerta principal; estudia el comportamiento de los que van a la casa; se pregunta cómo conseguir una lupa y quizá un telescopio. No descubre nada.
Tampoco sabe quién está escribiendo con tiza palabras impías sobre sus padres en el establo de Harriman o en los edificios anexos de Aram. En cuanto las borran las palabras reaparecen misteriosamente. A George no le revelan lo que dicen. Una tarde en que emprende un itinerario tortuoso, como los mejores detectives, trepa al establo de Harriman pero lo único que atisba es una pared donde se secan unos paneles mojados.
– Padre -susurra George cuando la luz ya está apagada. Supone que a esa hora está permitido hablar de estos temas-. Tengo una idea. El señor Bostock.
– ¿Qué pasa con Bostock?
– Tiene un montón de tizas. Siempre tenía un montón de tizas.
– Es cierto, George. Pero creo que podemos eliminarle sin más.
Unos días después, la madre de George se tuerce la muñeca y la envuelve en muselina. Pide a Elizabeth Foster que le escriba la lista para el carnicero, pero en vez de mandar a la chica a la carnicería de Greensill lleva la lista al padre de George. Tras un cotejo con el contenido de un cajón cerrado con llave, Elizabeth Foster es despedida.
Más tarde, el padre tiene que dar explicaciones a los instructores de Cannock. George espera en secreto que también le llamen para declarar. El padre informa de que la desdichada Foster aseguró que todo era una broma estúpida y que ha quedado bajo custodia judicial.
A Elizabeth Foster no se la volverá a ver por el distrito y pronto llega una nueva criada. George piensa que habría podido tener más éxito como detective. También desearía saber lo que estaba escrito con tiza en el establo de Harriman y los anexos de Aram.
Irlandés de ascendencia, escocés de nacimiento, educado en la fe de Roma por jesuitas holandeses, Arthur se convirtió en inglés. La historia inglesa le inspiraba; las libertades inglesas le enorgullecían; el criquet inglés le volvía patriótico. Y la época más grande de la historia inglesa -habiendo tantas donde elegir- fue el siglo XIV, un tiempo en que el arquero inglés dominaba los campos y los reyes francés y escocés estaban encarcelados en Londres.
Pero tampoco olvida nunca los cuentos que escuchaba mientras estaba alzado el palo de remover las gachas. Para Arthur, en efecto, la raíz de lo inglés residía en el mundo, tiempo ha fenecido, recordado e inventado de las caballerías. No había caballero más fiel que sir Kaye, ninguno más valiente y amoroso que sir Lancelot, ninguno tan virtuoso como sir Galahad. No había amantes más auténticos que Tristán e Isolda, ninguna esposa más bella e infiel que Ginebra. Y, por supuesto, no había rey más valeroso ni más noble que Arturo.
Las virtudes cristianas podía practicarlas cualquiera, desde el humilde hasta el de alta cuna. Pero la caballería era una prerrogativa de los poderosos. El caballero protegía a su dama; el fuerte ayudaba al débil; el honor era algo vivo por lo que tenías que estar dispuesto a dar la vida. Tristemente, el número de griales y búsquedas disponibles para un médico recién diplomado era bastante reducido. En aquel mundo moderno de factorías y bombines de Birmingham, el concepto de caballería parecía a menudo haber degenerado en uno de simple deportividad. Pero Arthur practicaba el código siempre que era posible. Era un hombre de palabra; socorría a los pobres; no bajaba la guardia contra las más bajas pasiones; trataba a las mujeres con respeto; tenía planes a largo plazo para el salvamento y cuidado de su madre. Era lo que estaba en su mano hacer, dado que el siglo XIV, por desgracia, había terminado y él no era William Douglas, señor de Liddesdale, la flor de la caballería misma.
Eran sus reglas, y no las de los textos de fisiología, las que gobernaron sus primeros acercamientos al sexo más bello. Era lo bastante guapo para atraer a las mujeres y muy pródigo en devaneos; una vez informó con orgullo a su madre de que estaba honorablemente enamorado de cinco mujeres al mismo tiempo. Aunque distinto de las amistades íntimas con condiscípulos, algunas de las reglas valían también en el amor. Así, si te gustaba una chica, le ponías un apodo. Telmore Weldon, por ejemplo: una criatura bonita y robusta con la que coqueteó furiosamente durante semanas. La llamaba Telmo, por el fuego de San Telmo, la luz milagrosa que se ve en los mástiles y penóles de los barcos durante una tormenta. Le gustaba imaginarse como un marino en peligro en los mares de la vida, mientras ella le iluminaba los cielos oscuros. De hecho, a punto estuvo de comprometerse con Telmo, pero finalmente no lo hizo.
Por entonces también estaba muy preocupado por las emisiones nocturnas, de las que se decía poco en La muerte de Arturo. Las húmedas sábanas matutinas le desviaban bastante de los sueños caballerosos; también del concepto de lo que era o podía ser un hombre, si aplicaba su mente y su fuerza a serlo. Se propuso imponer disciplina a su yo dormido aumentando el ejercicio físico. Ya boxeaba y jugaba al criquet y al fútbol. También empezó a practicar el golf. Mientras hombres inferiores consultaban indecencias, él leía el Wisden [1].
Empezó a enviar relatos a revistas. Volvió a ser el chico de pie encima de un pupitre que desplegaba sus mañas orales; el foco de atención de ojos alzados, el faro de crédulos oyentes boquiabiertos. Escribía el tipo de historias que le gustaba leer; le parecía la forma más sensata de enfocar el juego de la escritura. Situaba sus aventuras en tierras lejanas donde a menudo podían hallarse tesoros enterrados y entre cuya población local abundaban malhechores infames y doncellas rescatables. Sólo un determinado género de héroe estaba capacitado para tomar parte en las misiones peligrosas que ideaba. Para empezar, estaba claro que no servían los hombres de constitución feble y los propensos al alcohol y a la autocompasión. El padre de Arthur había fracasado en su deber caballeroso para con la madre; ahora la tarea recaía en su hijo. Como no podía salvarla con métodos del siglo XIV, tendría que recurrir a los disponibles en una era inferior. Escribiría historias: la rescataría describiendo rescates de ficción ajenos. Estas descripciones le reportarían dinero y el dinero haría lo demás.
Son dos semanas antes de Navidad. George tiene ya dieciséis años y no siente como en otro tiempo la emoción de la fecha. Sabe que el nacimiento de nuestro Salvador es una verdad solemne, que se celebra anualmente, pero ya ha dejado atrás la exaltación nerviosa que todavía embarga a Horace y a Maud. Tampoco comparte las esperanzas triviales que sus antiguos condiscípulos de Rugeley solían expresar francamente: de una clase de regalos frívolos que no existen en la vicaría. También les ilusionaba todos los años la promesa de la nieve, y hasta degradaban su fe rezando para que cayera.
A George no le interesa patinar, deslizarse en trineo o construir muñecos de nieve. Ya se ha embarcado en su futura carrera. Ha abandonado Rugeley y estudia Derecho en el Mason College de Birmingham. Si se esfuerza y aprueba el primer examen, se convertirá en un pasante. Tras cinco años de prácticas habrá exámenes finales y llegará a ser abogado. Se ve en posesión de un bufete, una colección de libros de leyes encuadernados y un traje con una leontina colgada entre los bolsillos del chaleco como una cuerda de oro. Se imagina a sí mismo como un hombre respetado. Se imagina tocado con un sombrero.
Casi ha oscurecido cuando llega a casa a última hora de la tarde del 12 de diciembre. Cuando alcanza la puerta de la vicaría advierte un objeto que descansa en el escalón. Se agacha y luego se acuclilla para examinarlo más de cerca. Es una llave grande, fría al tacto y pesada en la mano. No sabe qué hacer con ella. Las llaves de la vicaría son mucho más pequeñas; ésta, por tanto, es como la de la escuela. La de la iglesia también es distinta, y no parece ser la llave de una granja. Pero su peso sugiere una utilidad seria.
Se la lleva a su padre, que asimismo la mira perplejo.
– ¿En el escalón, dices?
Otra pregunta de la que su padre conoce la respuesta.
– Sí, padre.
– ¿Y no has visto a nadie ponerla allí?
– No.
– ¿Y no has visto a nadie saliendo de la vicaría cuando venías desde la estación?
– No, padre.
La llave es enviada con una nota a la comisaría de Hednesford y, tres días después, cuando George vuelve de la facultad, el sargento Upton está sentado en la cocina. El padre está todavía haciendo sus rondas parroquiales; la madre deambula por allí, inquieta. A George se le ocurre pensar que hay una recompensa por encontrar la llave. Si fuese una de esas historias que encantaban a los chicos de Rugeley, la llave abriría una caja fuerte o el arcón de un tesoro y el héroe necesitaría a continuación un mapa arrugado con una X marcada en algún punto. El no es aficionado a tales aventuras, que siempre le parecen demasiado inverosímiles.
El sargento Upton es un hombre de cara colorada y la complexión de un herrero. Le oprime su uniforme oscuro de sarga, y quizá por eso resuella de ese modo. Mira a George de arriba abajo, asintiendo para sí entretanto.
– ¿Así que tú eres el joven que encontró la llave?
George se acuerda de sus intentos de jugar a detective cuando Elizabeth Foster escribía en las paredes. Ahora hay otro misterio, pero esta vez involucra a un policía y un futuro abogado. Parece tan conveniente como emocionante.
– Sí. Estaba en el umbral.
El sargento no responde, pero sigue asintiendo para sus adentros. Al parecer, necesita ponerse a sus anchas y George procura ayudarle.
– ¿Hay una recompensa?
El sargento le mira sorprendido.
– Dime, ¿por qué preguntas si hay una recompensa? ¿Tú, precisamente?
George lo interpreta como que no la hay. Quizá el agente sólo haya ido a felicitarle por haber devuelto un objeto perdido.
– ¿Han descubierto de dónde procede?
Upton tampoco contesta a eso. En su lugar, saca una libreta y un lápiz.
– ¿Nombre?
– Ya sabe mi nombre.
– Nombre, he dicho.
George piensa que el sargento podría ser más educado.
– George.
– Sí. Qué más.
– Ernest.
– Sigue.
– Thompson.
– Sigue.
– Ya sabe mi apellido. Es el mismo que el de mi padre. Y el de mi madre.
– Sigue, te digo, chaval insolente.
– Edalji.
– Ah, sí -dice el sargento-. Ahora creo que será mejor que me digas cómo se escribe.
El matrimonio de Arthur, como su vida rememorada, comenzó con la muerte.
Obtuvo el título de médico; trabajó de suplente en Sheffield, Shropshire y Birmingham; después ocupó un puesto de médico en el vapor ballenero Hope. Zarparon de Peterhead rumbo a los hielos del Ártico en busca de focas y cualquier otra cosa que pudiesen perseguir y matar. Las tareas de Arthur resultaron ligeras, y como era un joven normal, alegremente dado a la bebida y, de ser necesario, a pelear, enseguida se granjeó la confianza de la tripulación; también cayó al mar tantas veces que le pusieron de sobrenombre «el buceador del Gran Norte». Y al igual que cualquier británico saludable, disfrutaba de una buena caza: su bolsa de capturas en el viaje contenía cincuenta y cinco focas.
Sentía poco más que una vigorosa rivalidad viril cuando salían al hielo interminable para matarlas a golpes. Pero un día cazaron una ballena de Groenlandia y le pareció una experiencia de una categoría distinta a todas las anteriores. Pescar salmones puede ser un deporte señorial, pero cuando tu presa ártica pesa más que una mansión suburbana empequeñece toda comparación. A un brazo de distancia, Arthur observó cómo el ojo de la ballena -para su sorpresa, no mayor que el de un buey- se apagaba poco a poco hasta la muerte.
El misterio de la víctima: algo había cambiado en su forma de pensar. Siguió disparando a patos en el cielo nevoso y se preciaba de su puntería, pero más allá de esto afloraba un sentimiento que captaba pero no retenía. Cada pájaro que derribabas transportaba en la molleja guijarros de un país desconocido en los mapas.
Más tarde navegó hacia el sur en el Mayumba, que zarpó de Liverpool con rumbo a las Canarias y la costa occidental de África. A bordo siguió bebiendo, pero sólo se luchaba en la mesa del bridge y las timbas de naipes. Aunque lamentó trocar las botas de marinero y la ropa informal de un ballenero por los botones dorados y el traje de sarga de un pasajero de un barco, al menos tuvo la compensación de la compañía femenina. Una noche las damas le gastaron la broma de hacerle la petaca en la cama; la noche siguiente, él se tomó la amable venganza de esconder un pez en el camisón de una de ellas.
Volvió a tierra firme, al sentido común y a su carrera. Puso su placa de latón en Southsea. Se hizo francmasón, ingresó en el tercer grado de la logia Fénix número 257. Capitaneó el club de criquet de Portsmouth y fue considerado uno de los zagueros más seguros de Hampshire. El doctor Pike, miembro como él del Bowling Club de Southsea, le mandaba pacientes; la empresa Gresham de seguros de vida le contrató para realizar exámenes médicos.
Un día el doctor Pike solicitó el dictamen de Arthur sobre un joven paciente que poco antes se había mudado a Southsea con su hermana y la madre viuda de ambos. Este segundo diagnóstico era pura cortesía: era evidente que Jack Hawkins padecía meningitis cerebral, contra la cual toda la ciencia médica, y no digamos la de Arthur, era impotente. Ningún hotel ni pensión quiso aceptar al pobre enfermo; Arthur entonces se ofreció a hospedarle en su casa como paciente interno. Hawkins era sólo un mes mayor que su anfitrión. A pesar de mil tazas paliativas de arrurruz, empeoró rápidamente, entró en un delirio y destrozó todo lo que había en su cuarto. Murió días después.
Arthur examinó con más atención aquel cadáver que a la criatura blanca y cerosa de su infancia. Durante su formación profesional había empezado a advertir que muchas veces había una gran promesa en las caras de los muertos, como si la tensión y el estrés de la vida hubiesen dado paso a una paz mayor. La relajación muscular que seguía a la muerte era la respuesta científica; pero en parte se preguntaba si esta explicación era completa. El cadáver humano también portaba en la molleja guijarros de un país desconocido en los mapas.
En el carruaje único de la procesión funeraria desde la casa de Arthur al cementerio de Highland Road, despertaron sus sentimientos caballerescos la madre y la hija enlutadas y ahora solas en una ciudad ignota y sin un apoyo masculino. Louisa, en cuanto se alzó el velo, resultó ser una muchacha tímida, de cara redonda y ojos azules que adquirían un tono verde mar. Tras un intervalo decente, Arthur fue autorizado a visitar su domicilio.
El joven médico empezó explicando que la isla -pues Southsea era una isla, a pesar de las apariencias- podía representarse como una serie de anillos chinos: espacios abiertos en el centro, después el anillo medio de la ciudad y por fin el externo, formado por el mar. Le habló a Louisa del suelo pedregoso y del rápido drenaje que propiciaba; de la eficacia de las disposiciones sanitarias de sir Frederick Bramwell; de la reputación saludable de la ciudad. Este último dato causó a la joven una desazón súbita, que encubrió preguntando cosas sobre Bramwell. Arthur le habló largo y tendido del destacado ingeniero.
Una vez asentados los cimientos, era cuestión de inspeccionar el lugar a conciencia. Visitaron los dos espigones, donde bandas militares parecían tocar todo el día. Vieron el desfile de banderas en el jardín del gobernador y simulacros de combates en el parque público; pasaron revista con unos prismáticos a la armada del país anclada a media distancia en Spithead. Mientras subían la Clarence Esplanade, Arthur le explicó uno por uno los trofeos y monumentos de guerra expuestos. Aquí un cañón ruso, allí uno japonés y un mortero, por todas partes placas y obeliscos a marineros e infantes que habían muerto en todos los confines del Imperio y de todas las formas posibles: fiebre amarilla, naufragio, la pérfida acción de indios amotinados. Ella se preguntó si el doctor tendría una veta morbosa, pero prefirió decidir, por el momento, que su curiosidad interesada iba de la mano con su incansable resistencia física. Hasta la llevó en un tranvía tirado por caballos al centro de vituallas de la Royal Clarence para que viera el proceso de fabricación de las galletas que se consumían en los barcos: una bolsa de harina que se transformaba en masa y luego, mediante el calor, se convertía en un recuerdo que los visitantes, al partir, se llevaban entre los dientes.
La señorita Louisa Hawkins no había previsto que el cortejo -si era tal- pudiese ser tan extenuante o asemejarse tanto al turismo. A continuación dirigieron la mirada hacia el sur, a la isla de Wright. Desde la Esplanade, Arthur le mostró lo que denominó las colinas azur de la isla Vectian, un giro expresivo que a ella se le antojó muy poético. Vislumbraron desde lejos la Osborne House y él explicó que un aumento en el tráfico marítimo indicaba que la reina estaba en la mansión. Cruzaron en vapor el canal de Solent y rodearon la isla; ella paseó la vista por los Needles, Alum Bay, el castillo de Carisbrooke, el Landslip, el Undercliff, hasta que se vio obligada a pedir una silla de cubierta y una manta.
Una noche en que contemplaban el mar desde el South Parade Pier, él le contó sus proezas en África y en el Ártico, pero las lágrimas que asomaron a los ojos de Louisa cuando él mencionó sus correrías sobre los campos de hielo le aconsejaron no alardear de sus capturas. Descubrió que ella tenía una delicadeza innata que él consideró que era característica de todas las mujeres en cuanto llegabas a conocerlas. Siempre estaba dispuesta a sonreír, pero no soportaba un humor que rayase en la crueldad o que entrañase la superioridad del humorista. Tenía un carácter abierto y generoso, una cabeza con bucles encantadores y una pequeña renta propia.
En sus relaciones anteriores con mujeres, Arthur había interpretado el papel de seductor honorable. Ahora, cuando paseaban por aquel balneario concéntrico, a medida que ella aprendía a tomarle del brazo, que su nombre cambiaba de Louisa a Touie en la boca de Arthur y que subrepticiamente le miraba las caderas cuando ella se volvía, supo que quería algo más que un coqueteo. También pensó que ella le mejoraría como hombre; lo cual era, al fin y al cabo, uno de los principios del matrimonio.
Antes, sin embargo, a la joven candidata tenía que aprobarla la madre, que viajó a Hampshire para la inspección. Louisa le pareció tímida, tratable y de una familia decente, aunque no distinguida. No había en ella vulgaridad o una debilidad moral obvia que pudiese avergonzar a su querido hijo. Ni tampoco parecía haber una vanidad escondida que en un tiempo futuro la empujase a embridar la autoridad de Arthur. La madre, la señora Hawkins, parecía agradable y respetuosa. Al dar su aprobación, la madre de Arthur se permitió incluso reflexionar que quizá hubiese algo en Louisa que le recordaba a ella misma de joven. Y, en definitiva, ¿qué más podía desear una madre?
Desde que empezó a estudiar en el Mason College, George ha contraído la costumbre de recorrer los caminos casi todas las noches al volver de Birmingham. No para hacer ejercicio -tuvo todo el tiempo del mundo en Rugeley-, sino para despejar la cabeza antes de reanudar el estudio de sus libros. La mayoría de las veces este recurso falla y se enfrasca en las minucias de las leyes contractuales. Aquel frío atardecer de enero, en que hay una media luna en el cielo y en los arcenes todavía resplandece la escarcha de la noche anterior, George está repasando en murmullos su argumentación para el debate del día siguiente -es un caso sobre harina contaminada en un granero- cuando una figura sale de improviso de detrás de un árbol.
– Vas camino de Walsall, ¿eh?
Es el sargento Upton, con la cara colorada y resoplando.
– ¿Cómo dice?
– Ya has oído lo que he dicho.
Upton está plantado muy cerca y le mira con una fijeza que a George le resulta alarmante. Se pregunta si el sargento estará chiflado, en cuyo caso más vale seguirle la corriente.
– Me ha preguntado si voy camino de Walsall.
– Así que a fin de cuentas tienes un par de puñeteras orejas.
Está resoplando como… como un caballo, un cerdo o algo así.
– Sólo me ha extrañado que lo preguntase, porque este camino no es el de Walsall. Como los dos sabemos.
– Como los dos sabemos. Como los dos sabemos. -Upton da un paso adelante y agarra a George del hombro-. Lo que sabemos los dos es que tú conoces el camino a Walsall y que yo también lo conozco, y que has estado haciendo diabluras en Walsall, ¿verdad?
Ya está clarísimo que el sargento es un chiflado; además, le hace daño. ¿Serviría de algo señalar que no ha estado en Walsall desde hace dos años, cuando fue a comprar regalos de Navidad para Horace y Maud?
– Estuviste en Walsall, cogiste la llave de la escuela, te la llevaste a casa y la pusiste en el escalón de entrada, ¿verdad?
– Me está haciendo daño -dice George.
– Oh, no, qué va. No te hago daño. Esto no te hace daño. Si quieres que el sargento Upton te haga daño, no tienes más que pedirlo.
George se siente como en la época en que miraba fijamente a la pizarra lejana sin tener idea de cuál era la respuesta correcta. Se siente como cuando estaba a punto de ensuciarse encima. Sin saber muy bien por qué, dice:
– Voy a ser abogado.
El sargento afloja la presión, retrocede y se ríe a la cara de George. Después escupe hacia la bota del chico.
– ¿Es lo que piensas? ¿A-bo-ga-do? Qué gran palabra para un pequeño mestizo como tú. ¿Y si el sargento Upton te dice que nunca serás a-bo-ga-do?
George se contiene para no decir que incumbe al Mason College, a los examinadores y al Colegio de Abogados decidir si va a serlo o no. Piensa que debe irse a casa lo antes posible y contárselo a su padre.
– Permíteme una pregunta. -Upton parece haber suavizado el tono y George decide seguirle la corriente un momento más-. ¿Qué son esas cosas que tienes en las manos?
George levanta los antebrazos y extiende los dedos automáticamente dentro de los guantes.
– ¿Esto? -pregunta.
El hombre debe de ser un retardado mental.
– Sí.
– Guantes.
– Pues bien, si eres un payaso espabilado y te propones ser abogado, sabrás que a llevar un par de guantes se le llama ir preparado, ¿no?
Vuelve a escupir y se aleja camino abajo. George rompe a llorar.
Está avergonzado de sí mismo cuando llega a casa. Tiene dieciséis años, no se le permite llorar. Horace no ha llorado desde que tiene ocho. Maud llora mucho, pero es una inválida y además es chica.
El padre de George escucha su relato y anuncia que escribirá al jefe de la policía de Staffordshire. Es deshonroso que un policía ordinario maltrate a su hijo en una vía pública y le acuse de robo. Tienen que expulsar al agente del cuerpo.
– Creo que no está en sus cabales, padre. Me ha escupido dos veces.
– ¿Te ha escupido?
George vuelve a pensarlo. Sigue asustado, pero sabe que no es un motivo para decirle otra cosa que la verdad.
– No puedo asegurarlo, padre. Estaba como a un metro de distancia y ha escupido dos veces muy cerca de mi pie. Es posible que escupiera como hace la gente zafia. Pero al hacerlo parecía muy enfadado conmigo.
– ¿Crees que es una prueba de intención suficiente?
A George le gusta esto. Le están tratando como a un futuro abogado.
– Quizá no, padre.
– Estoy de acuerdo contigo. Bien. No mencionaré los escupitajos.
Tres días después, el reverendo Shapurji Edalji recibe una contestación del honorable capitán George A. Anson, jefe de la policía de Staffordshire. Está fechada el 23 de enero de 1893 y no contiene la esperada disculpa y promesa de una acción. Anson escribe, por el contrario:
¿Será tan amable de preguntarle a su hijo George de quién obtuvo la llave que fue depositada en el umbral de su casa el 12 de diciembre? La llave era robada, pero si se demostrara que todo el asunto fue obra de un tarado ocioso o una broma pesada, yo no consentiría que se emprendiera una investigación policial al respecto. Si, no obstante, las personas implicadas en la sustracción de la llave se niegan a dar explicaciones, me veo obligado a considerar muy seriamente que se trata de un robo. Puedo decir al instante que no fingiré creer las protestas de ignorancia que pueda formular su hijo sobre esta llave. Mi información sobre el caso no procede de la policía.
El vicario sabe que su hijo es un chico decente y honorable. Tiene que vencer los nervios que parece haber heredado de su madre, pero muestra ya dotes muy prometedoras. Ha llegado la hora de empezar a tratarle como a un adulto. Enseña a George la carta y le pide su opinión.
George la lee dos veces y tarda un momento en ordenar sus pensamientos.
– En el camino -empieza a decir despacio-, el sargento Upton me acusó de haber ido a la escuela de Walsall a robar la llave. El jefe de la policía, por otra parte, me acusa de estar en connivencia con alguna otra persona o personas. Una de ellas robó la llave, yo acepté el objeto robado y lo puse en la entrada de casa. Quizá se den cuenta de que no he estado en Walsall desde hace dos años. En todo caso, han cambiado su historia.
– Sí. Bien. ¿Y qué más piensas?
– Creo que los dos deben de estar majaretas.
– George, esa palabra es infantil. Y en todo caso es nuestro deber cristiano compadecer y apreciar al débil mental.
– Lo siento, padre. Entonces lo único que pienso es que… deben de sospechar de mí por alguna razón que no comprendo.
– ¿Y a qué crees que se refiere cuando escribe «Mi información sobre el caso no procede de la policía»?
– A que alguien le ha mandado una carta denunciándome. A no ser… a no ser que no diga la verdad. Quizá esté fingiendo saber cosas que ignora. Quizá sólo sea un farol.
Shapurji sonríe a su hijo.
– George, con esa vista nunca habrías sido un buen detective. Pero con tu cerebro serás un excelente abogado.
Arthur y Louisa no se casaron en Southsea. Tampoco se casaron en Minsterworth, Gloucestershire, la parroquia original de la novia. Ni se casaron en la ciudad natal de Arthur.
Cuando Arthur abandonó Edimburgo como un médico recién diplomado, abandonó también a su madre, a su hermano Innes y a sus tres hermanas menores: Connie, Ida y la pequeña Julia. También dejó al otro ocupante del piso, el doctor Bryan Waller, presunto poeta, inquilino incontrovertible y un tipo condenadamente a gusto con el mundo. A pesar de toda la gratitud de Arthur por la ayuda de Waller como tutor, algo le reconcomía aún. Nunca pudo disipar del todo la sospecha de que la ayuda del inquilino no había sido desinteresada, aunque Arthur no lograba detectar la naturaleza exacta de aquel interés.
Cuando se fue, se había imaginado que Waller no tardaría en abrir su propia consulta, buscarse una esposa, labrarse una pequeña reputación local y después apagarse poco a poco en su condición de recuerdo ocasional. Tales expectativas no habrían de cumplirse. Arthur salió al mundo por el bien de su familia desamparada y acabó descubriendo que Waller había asumido esa tarea de protección que no era de su maldita incumbencia. Se había convertido, en una expresión que Arthur evitaba emplear adrede en las cartas a su madre, en un cuco en el nido. Cada vez que Arthur volvía a casa, se figuraba, crédulo, que la historia familiar, suspendida desde su última visita, se reanudaba donde él la había dejado. Pero cada vez se daba cuenta de que esa historia -su predilecta- había continuado sin él. Cayó en la cuenta de que captaba palabras, miradas y alusiones inesperadas, anécdotas en las que él ya no estaba incluido. La vida seguía allí sin su presencia, una vida que al parecer animaba el inquilino.
Bryan Waller no se estableció como médico; tampoco sus pinitos poéticos cristalizaron en una costumbre profesional. Heredó una finca en Ingleton, en el West Riding de Yorkshire, y emprendió una vida ociosa de hacendado inglés. El cuco tenía ya unas diez hectáreas de bosque alrededor de un nido de piedra gris llamado Masongill House. Pues bien, tanto mejor. Sólo que Arthur apenas había asimilado esta buena noticia cuando llegó una carta de su madre informándole de que ella, Ida y Dodo también se marchaban de Edimburgo; y también se iban a Masongill, donde les estaban preparando una casa de campo dentro de la finca. La madre no intentó justificarse; se limitaba a declarar lo que estaba ocurriendo. De hecho, ya había ocurrido. Oh, sí, había una justificación: el alquiler era muy bajo.
Arthur lo consideró un secuestro y una traición al mismo tiempo. No logró en absoluto convencerse de que aquello era una acción caballerosa por parte de Waller. Un auténtico caballero cortesano habría concertado que la madre y las hijas recibieran una misteriosa herencia mientras él partía a un país lejano, en un viaje largo y de preferencia con una misión peligrosa. Un auténtico caballero tampoco habría dejado plantadas a Lottie o a Connie, a la que fuese de las dos. Arthur no tenía pruebas y quizá sólo había sido un devaneo que generó falsas expectativas, pero algo había habido, si determinadas insinuaciones y silencios femeninos significaban lo que él presentía.
Las sospechas de Arthur, ay, no terminaban aquí. Era un joven al que le gustaban las cosas claras y ciertas, pero que estaba en un sitio donde poco estaba claro y algunas certezas eran inaceptables. Que Waller era algo más que un simple huésped era tan evidente como la existencia de la nariz en la cara. A menudo hablaban de él como de un amigo de la familia y hasta como de un miembro de la misma. Pero no Arthur: no quería que le endilgaran de repente un hermano mayor, y mucho menos uno al que su madre sonreía de un modo distinto. Waller era seis años mayor que Arthur y quince años más joven que la madre. Arthur habría puesto la mano en el fuego en defensa de la honra de su madre; de ella había aprendido sus principios, su sentido de la familia y el deber para con ella. Y, sin embargo, a veces se preguntaba cómo parecerían las cosas en un juicio. ¿Qué pruebas podrían aportarse y qué presunciones haría un jurado? Consideremos, por ejemplo, lo siguiente: su padre era un dipsómano debilitado al que de vez en cuando recluían en casas de salud; su madre había alumbrado a su última hija cuando Bryan Waller formaba parte ya de la familia, y le había puesto cuatro nombres de pila. Los tres últimos eran Mary, Julia y Josephine; el sobrenombre de la niña era Dodo. Pero su primer nombre era Bryan. Arthur no aceptaba que Bryan fuese un nombre de chica.
Mientras Arthur cortejaba a Louisa, su padre se las ingenió para conseguir alcohol en su encierro, rompió una ventana en su intento de huida y fue trasladado al real manicomio de Montrose. El 6 de agosto de 1885, Arthur y Touie se casaron en la iglesia de St. Oswald, en Thornton-in-Lonsdale, en el condado de Yorkshire. El novio tenía veintiséis años y la novia veintiocho. El padrino de Arthur no fue otro socio del Bowling Club de Southsea, un miembro de la Sociedad Literaria y Científica de Portsmouth o de la logia Fénix número 257. La madre lo había organizado todo y el padrino de Arthur fue Bryan Waller, que al parecer le había suplantado como proveedor de vestidos de terciopelo, gafas doradas y asientos cómodos delante del fuego.
Cuando George descorre las cortinas, hay una lechera vacía en medio del césped. Se la enseña a su padre. Se visten e investigan. A la lechera le falta la tapa, y cuando George mira dentro ve un mirlo muerto en el fondo. Entierran al pájaro enseguida detrás del montículo de abono. George accede a que le digan a la madre lo de la lechera, que colocan en el camino, pero no lo que contiene.
Al día siguiente George recibe una postal donde se ve una tumba en Brewood Church y a un hombre con dos esposas. El mensaje dice: «¿Por qué no sigues tu antiguo juego de escribir en las paredes?».
Su padre recibe una carta con la misma letra informe: «Cada día, cada hora, crece mi odio contra George Edalji. Y tu maldita mujer. Y tu horrible niña. ¿Crees, fariseo, que porque eres vicario Dios te absolverá de tus iniquidades?». No le enseña la carta a George.
Padre e hijo reciben una comunicación conjunta:
¡Ja, ja, hurra por Upton! ¡El bueno de Upton!
Bendito Upton. ¡El bueno de Upton! ¡Bendito sea!
¡El querido Upton!
Alzaos, alzaos por Upton,
soldados de la Cruz, levantad alto la enseña real
y resplandezca su luz.
El vicario y su esposa deciden que ellos abrirán en lo sucesivo todo el correo dirigido a la vicaría. Es preciso a toda costa no perturbar los estudios de George. Por consiguiente, no debe ver la carta que empieza: «Juro por Dios que haré daño a una persona. Lo único que me preocupa es la venganza, venganza, la dulce venganza que ansío, y luego seré feliz en el infierno». Tampoco ve la que dice: «Antes de que acabe el año su hijo estará en el cementerio o deshonrado para toda la vida». Sin embargo, le muestran la que comienza diciendo: «Tú, fariseo y falso profeta, acusaste a Elizabeth Foster y la despediste, tú y tu maldita esposa».
Las cartas se vuelven más frecuentes. Están escritas en papel rayado barato y arrancado de un cuaderno; las han echado al correo en Cannock, Walsall, Rugeley, Wolverhampton y hasta la propia Great Wyrley. El vicario no sabe qué hacer con ellas. En vista de la conducta primero de Upton y después del jefe de la policía, no tiene mucho sentido denunciar el hecho a la policía. A medida que las cartas se acumulan, intenta hacer un listado de sus características principales. Son las siguientes: una defensa de Elizabeth Foster; una frenética alabanza del sargento Upton y la policía en general; un odio demente a la familia Edalji, y una manía religiosa, que puede presuponerse o no. El estilo de la letra varía, como se imagina que uno haría para camuflarla.
Shapurji reza para que Dios le ilumine. También reza para pedir paciencia, por su familia y -con un sentido del deber ligeramente reacio- por quien redacta las cartas.
George sale hacia la universidad antes de la primera entrega del correo, pero al volver suele detectar si ha llegado una carta anónima ese día. Su madre muestra una alegría falsa y pasa de un tema de conversación a otro, como si el silencio, igual que la gravedad, pudiese aplastarlos a todos contra el barro y la mugre del suelo. Su padre, menos dotado para el disimulo social, adopta una actitud retraída y ocupa la cabecera de la mesa como convertido en una estatua de granito. La distinta reacción del padre y de la madre crispa los nervios del uno y de la otra; George trata de encontrar un término medio hablando más que su padre pero menos que su madre. Entretanto, los únicos, aunque transitorios, beneficiarios de la campaña de cartas son Horace y Maud, que parlotean descontrolados.
Después de la llave y la lechera, otros objetos aparecen en la vicaría. Un cucharón de peltre en un alféizar; un conejo muerto clavado en la hierba por un bieldo; tres huevos rotos en el escalón de la entrada. Todas las mañanas, George y su padre exploran el terreno antes de permitir que la madre y los dos hijos pequeños salgan fuera. Un día encuentran veinte monedas de penique y de medio penique depositadas a intervalos en el césped; el vicario decide considerarlas un donativo a la Iglesia. También hay pájaros muertos, la mayoría estrangulados; y un día, en un lugar muy visible hay excrementos. Alguna que otra vez, a la luz del alba, George percibe algo que es menos que una presencia, un posible observador; es más una ausencia próxima, la sensación de que alguien acaba de marcharse. Pero nunca capturan a nadie y ni siquiera lo detectan.
Y entonces empiezan las bromas. Un domingo, a la salida de la iglesia, el señor Beckworth, de la granja Hangover, estrecha la mano del vicario y luego le guiña un ojo y murmura: «Veo que emprende un nuevo negocio». Como Shapurji le mira perplejo, el otro le entrega un recorte del Cannock Chase Courier. Es un anuncio dentro de un recuadro festoneado:
Jóvenes solteras
de buenos modales y bien educadas
disponibles para el matrimonio
con caballeros de medios y carácter
Presentaciones: dirigirse al reverendo
S. Edalji, vicaría de Great Wyrley.
Se cobran honorarios.
El vicario visita las oficinas del periódico y le dicen que hay otros tres anuncios de esta guisa encargados. Pero nadie ha visto al anunciante: el encargo llegó por carta, con un giro postal adjunto. El director comercial es comprensivo y naturalmente se ofrece a suspender los anuncios que faltan. Si el culpable intenta protestar o reclamar su dinero, avisarán a la policía, por supuesto. Pero no, no cree que a la redacción le interese la historia. No pretenden ofender al clero, pero un periódico tiene que velar por su reputación, y contar al público que le han engañado podría socavar el crédito de otras crónicas.
Cuando Shapurji vuelve a la vicaría, le está esperando un joven coadjutor pelirrojo de Norfolk que a duras penas contiene su furia cristiana. Arde en deseos de conocer por qué su colega al servicio de Cristo le ha pedido que recorra todo el trayecto hasta Staffordshire por una cuestión de urgencia espiritual que acaso requiera practicar un exorcismo y de la cual la mujer del vicario parece no saber nada. Aquí tiene su carta, aquí está su firma. Shapurji se explica y se disculpa. El coadjutor pide que se le paguen los gastos.
A continuación, la criada para todo es convocada en Wolver-hampton para que identifique el cuerpo de su hermana inexistente, que se supone que yace en una taberna. La vicaría recibe muchas mercancías que tienen que devolver: cincuenta servilletas de lino, doce perales jóvenes, un solomillo de buey, seis cajas de champán, quince galones de pintura negra. Aparecen anuncios en la prensa que ofrecen la vicaría en alquiler a un precio tan bajo que abundan los interesados. Se ofrecen servicios de estabulación; asimismo, estiércol de caballo. Se envían cartas que en nombre de la vicaría contratan a detectives privados.
Al cabo de meses de persecución, Shapurji decide pasar a la ofensiva. Prepara su propio anuncio, en el que esboza los sucesos recientes y describe las cartas anónimas, su letra y su contenido; especifica las fechas y los lugares en que han sido franqueadas. Pide a los periódicos que rechacen los encargos a su nombre, a los lectores que le informen de las sospechas que alberguen y a los culpables que hagan un examen de conciencia.
Dos tardes después aparece en el peldaño de la cocina una sopera rota que contiene un mirlo muerto. Al día siguiente llega un alguacil a embargar bienes para saldar una deuda imaginaria.
Más tarde se presenta un sastre de Stafford a tomar las medidas de Maud para un vestido de boda. Cuando Maud comparece en silencio ante él, el hombre pregunta educadamente si la pequeña va a ser la novia niña de alguna ceremonia hindú. En mitad de esta escena, llegan cinco impermeables de hule para George.
Y una semana después, tres periódicos publican una respuesta al llamamiento del vicario. Viene rodeada de una orla negra y se titula DISCULPA. Dice así:
Los abajo firmantes, residentes en la parroquia de Great Wyrley, por la presente declaramos ser los autores y redactores únicos de determinadas cartas anónimas y vejatorias recibidas por diversas personas durante los últimos doce meses. Lamentamos lo dicho y también las palabras proferidas contra el señor Upton, sargento de policía de Cannock, y contra Elizabeth Foster.
Como se nos pidió, hemos hecho examen de conciencia y pedimos perdón a todos los afectados y asimismo a las autoridades tanto espirituales como judiciales. Firmado, G. E. T. Edalji y Fredk. Brookes.
Arthur creía en el examen: del ojo glauco de una ballena moribunda, del contenido de la molleja de un pájaro abatido a balazos, de la relajación facial de un cadáver que nunca llegaría a ser su cuñado. Dicho examen debía realizarse sin prejuicios: era una necesidad práctica para un médico y un imperativo moral para un ser humano.
Le gustaba contar cómo le habían inculcado la importancia de un examen meticuloso en el hospital de Edimburgo. Un cirujano de allí, Joseph Bell, se había prendado de aquel joven corpulento y entusiasta y le había hecho su ayudante con pacientes externos. El cometido de Arthur consistía en reunir a los pacientes, tomar notas preliminares y conducirlos a la consulta de Bell, donde el médico estaba sentado entre sus ayudantes. Bell recibía a cada paciente y por medio de un silencioso pero intenso escrutinio procuraba adivinar todo lo posible acerca de su vida y sus tendencias. Declaraba que este hombre era barnizador de oficio y aquel otro un zapatero zurdo, para asombro de los presentes, y no digamos del propio paciente. Arthur recordaba el diálogo siguiente:
– Bueno, amigo mío, usted sirvió en el ejército.
– Sí, señor.
– ¿Licenciado hace poco?
– Sí, señor.
– ¿Un regimiento de las Highlands?
– Sí, señor.
– ¿Destinado en Barbados?
– Sí, señor.
Era una artimaña, pero auténtica; misteriosa al principio, sencilla una vez explicada.
– Verán, señores, el hombre era respetuoso pero no se ha quitado el sombrero. No lo hacen en el ejército, pero habría aprendido las costumbres de un civil si se hubiera licenciado hace mucho. Tiene un aire de autoridad y es obviamente escocés. En cuanto a Barbados, padece elefantiasis, que es una enfermedad de las Antillas, no británica.
Arthur había sido educado, en los años en que era más dúctil, en la escuela del materialismo médico. Habían eliminado cualquier residuo de religión formal, pero en el terreno metafísico conservaba su respeto. Admitía la posibilidad de una causa inteligente principal, aunque era incapaz de identificarla o de entender por qué sus designios habían de cumplirse por medios tan indirectos y a menudo terribles. Por lo que respectaba a la mente y al alma, Arthur aceptaba la explicación científica de su tiempo. La mente era una emanación del cerebro, al igual que la bilis era una secreción del hígado: algo de una índole puramente física. El alma, por el contrario, en la medida en que cabía admitir tal término, era el producto total de todos los mecanismos hereditarios y personales de la mente. Pero también reconocía que el conocimiento nunca se detenía, y que las certezas de hoy podían convertirse en las supersticiones de mañana. Por lo tanto, nunca cesaba el deber intelectual de seguir examinando.
En la Sociedad Literaria y Científica de Portsmouth, que se reunía cada dos martes, Arthur encontró a las mentes más especulativas de la ciudad. Como se hablaba mucho de telepatía, una tarde se sentó en una habitación con cortinas y sin espejos con un arquitecto local, Stanley Ball. Se colocaron uno de espaldas al otro y a una distancia de varios metros; Arthur, con un bloc de dibujo en la rodilla, bosquejó una figura e intentó transmitir la imagen a Ball por medio de una intensa concentración mental. El arquitecto dibujó después todas las formas que su mente parecía proponer. Acto seguido invirtieron el procedimiento, con el arquitecto como remitente de figuras y el médico como destinatario. Los resultados, para su sorpresa, revelaron una coincidencia notablemente mayor que la aleatoria. Repitieron el experimento suficientes veces como para llegar a una conclusión científica: a saber, que si se daba una sintonía natural entre el emisor y el receptor, la transmisión del pensamiento podía en efecto realizarse.
¿Qué significaba aquello? Si el pensamiento podía transmitirse a través de la distancia sin medio alguno evidente de transporte, el puro materialismo de los profesores de Arthur era, como mínimo, demasiado rígido. La coincidencia de figuras dibujadas que había conseguido con Stanley Ball no permitía el retorno de ángeles con espadas relucientes. Pero suscitaba un interrogante, y bien terco, por cierto.
Muchos otros estaban empujando los muros blindados de un universo materialista. El mesmerista profesor De Meyer, que era famoso -según los periódicos de Portsmouth- en todo el continente europeo, llegó a la ciudad y convenció a varios jóvenes saludables de que hicieran todo lo que él les mandaba. Algunos se quedaron boquiabiertos y no podían cerrar la boca a pesar de las risas de los espectadores; otros cayeron de rodillas y no lograron levantarse sin el permiso del profesor. Arthur se puso en la fila de candidatos en el escenario, pero la técnica de Meyer no pudo hipnotizarlo ni le impresionó. Aquello tenía más de vodevil que de demostración científica.
Él y Touie empezaron a asistir a sesiones de espiritismo. Stanley Ball las frecuentaba; también el general Drayson, el astrónomo de Southsea. Hallaron las instrucciones para dirigir una sesión en Light, el semanario de parapsicología. Las sesiones empezaban con una lectura del primer capítulo de Ezequiel: «Iban dondequiera que hubiera de ir el espíritu, allí donde el espíritu iba». La visión del profeta -el torbellino y la nube grande y el resplandor y el fuego y los cuatro querubines, cada uno con sus cuatro caras y sus cuatro alas- preparaba a los presentes para ser receptivos. A esto le seguía la vela titilante, las penumbras opacas como fieltro, la concentración mental, el vaciado del yo y la espera colectiva. Una vez, un espíritu que respondía al nombre del tío abuelo de Arthur apareció detrás de él; en otra ocasión, un hombre negro con una espada. Al cabo de unos meses, luces de espíritus se hicieron a veces visibles, incluso para Arthur.
No sabía con certeza qué peso probatorio había que otorgar a aquellos círculos de actuación conjunta. Más convincente consideró a un viejo médium al que conoció en casa del general Drayson. Al cabo de diversos preparativos de una índole un tanto dramática, el anciano entró en un trance de respiración dificultosa y empezó a impartir consejos y comunicaciones de espíritus a su pequeño y callado auditorio. Arthur había ido armado de un absoluto escepticismo, hasta que los ojos velados le enfocaron y una voz feble y lejana pronunció estas palabras:
– No leas el libro de Leigh Hunt.
Fue algo más que asombroso. Arthur llevaba unos días preguntándose si leer o no Dramaturgos cómicos de la Restauración, de Hunt. No había hablado del asunto con nadie; y no era de esos dilemas que pudiera consultar con Touie. Pero que le dieran una respuesta tan precisa a una pregunta no formulada… No podía ser un truco de magia; sólo podía haber ocurrido gracias a la capacidad de la mente de un hombre de acceder a la de otro de una manera aún inexplicable.
Arthur quedó tan persuadido por la experiencia que la describió en Light. El episodio era una prueba más de que la telepatía funcionaba; nada más, de momento. Era todo lo que había visto hasta entonces: ¿qué era lo mínimo, no lo máximo, que cabía deducir? Aunque si se seguían acumulando los datos fidedignos, quizá hubiese que considerar más que lo mínimo. ¿Y si todas las certezas anteriores se volvían menos ciertas? ¿Y, en realidad, qué resultaría ser lo máximo?
Touie veía el interés de su marido por la telepatía y el mundo del espiritismo con la misma atención comprensiva y vigilante con que observaba el entusiasmo de Arthur por el deporte. Las leyes de los fenómenos paranormales le parecían tan arcanas como las del criquet, pero presentía que en ambos casos era deseable un resultado seguro, y afablemente suponía que él le informaría cuando lo hubiesen obtenido. Además, estaba muy absorta en su hija, Mary Louise, cuya existencia se había producido gracias a la aplicación de las leyes menos arcanas y menos telepáticas que conocía la humanidad.
La «disculpa» de George en el periódico brinda al vicario una nueva vía de investigación. Visita a William Brookes, el ferretero del pueblo, padre de Frederick Brookes, el supuesto cofirmante de George. El ferretero, un hombre bajo y rechoncho, que lleva un delantal verde, conduce a Shapurji a un almacén donde cuelgan fregonas, cubos y bañeras de cinc. Se quita el delantal, abre un cajón y le entrega la media docena de cartas de denuncia que su familia ha recibido. Están escritas en el consabido papel rayado, arrancado de un cuaderno, aunque la letra varía aún más.
La carta de encima es un garabato infantil e inseguro: «Como no te apartes del negro te asesinaré a ti y a la señora Brookes conozco vuestros nombres y diré que vosotros lo escribisteis». Otros exhiben una escritura que, incluso desfigurada, parece más enérgica. «Tu hijo y el de Wynn han escupido a la cara de una vieja en la estación de Walsall.» El redactor pide que como recompensa se le envíe dinero a la estafeta de Walsall. Una carta posterior, prendida con un alfiler a esta otra, amenaza con denunciarlos si no cumplen la exigencia.
– Supongo que no mandaría el dinero.
– Por supuesto que no.
– Pero ¿enseñó las cartas a la policía?
– ¿A la policía? No vale mi tiempo ni el suyo. Sólo son niños, ¿no? Y como dice la Biblia, palos y piedras pueden romperme los huesos, pero las palabras nunca me harán daño.
El vicario no corrige la fuente de Brookes. Además, intuye en su actitud cierta pereza.
– Pero ¿no ha hecho más que guardar las cartas en un cajón?
– He preguntado por ahí. Le pregunté a Fred qué sabía.
– ¿Quién es ese Wynn?
Al parecer, Wynn es un pañero que vive varios pueblos más allá, en Bloxwich. Tiene un hijo que va a la escuela de Walsall con el chico de Brookes. Se encuentran en el tren todas las mañanas y suelen regresar juntos. Hace algún tiempo -el ferretero no especifica cuánto-, acusaron al hijo de Wynn y al joven Fred de romper la ventanilla de un vagón. Ambos juraron que había sido un chico llamado Speck, y al final los responsables del ferrocarril decidieron no presentar cargos. Quizá este hecho tuviese algo que ver. Quizá no.
El vicario no entiende la desidia de Brookes en este asunto. No, Wynn padre no ha recibido ninguna carta. No, Wynn hijo y el hijo de Brookes no son amigos de George. Esto último no es ninguna sorpresa.
Shapurji refiere este diálogo a George antes de la cena y se declara animado.
– ¿Por qué está animado, padre?
– Cuanta más gente haya afectada, más probable es que descubran al granuja. Cuanta más gente persiga, más probable es que cometa un error. ¿Conoces a ese chico, el tal Speck?
– ¿Speck? No -dice George, moviendo la cabeza.
– Y también me alienta en un sentido que persigan a la familia Brookes. Eso demuestra que no se trata de un mero prejuicio racial.
– ¿Eso es bueno, padre? ¿Que te odien por más de un motivo?
Shapurji sonríe para sus adentros. Siempre le deleitan estos fogonazos de inteligencia en un chico que con frecuencia está muy ensimismado.
– Te repito que serás un excelente abogado, George.
Pero en el momento en que pronuncia estas palabras se acuerda de una frase de una de las cartas que no ha enseñado a su hijo. «Antes de que acabe el año su hijo estará en el cementerio o deshonrado para toda la vida.»
– George -dice-. Hay una fecha que quiero recordarte. El 6 de julio de 1892. Hace dos años justos. Fue el día en que Dadabhoy Naoroji fue elegido diputado por el distrito Finsbury Central de Londres.
– Sí, padre.
– Naoroji fue durante muchos años profesor de gujarati en la Universidad de Londres. Me carteé con él durante una breve temporada y me enorgullece decir que tuvo palabras de elogio para mi Gramática de la lengua gujarati.
– Sí, padre.
George ha visto más de una vez sacar a colación la carta del profesor.
– Su elección fue el honroso desenlace de una época sumamente deshonrosa. El primer ministro, lord Salisbury, dijo que los negros no debían ser elegidos para el Parlamento, y que no lo serían. Hasta la reina le reprendió por decir esto. Y sólo cuatro años después, los votantes de Finsbury Central decidieron que estaban de acuerdo con la reina y no con lord Salisbury.
– Pero yo no soy un parsi, padre.
A la cabeza de George retornan las palabras: el centro de Inglaterra, el corazón palpitante del Imperio Británico, la fluida línea de sangre de la Iglesia anglicana. El es inglés, es estudiante de Derecho en Inglaterra y un día, Dios mediante, se casará de acuerdo con los ritos y ceremonias de la Iglesia de Inglaterra. Es lo que sus padres le han enseñado desde el principio.
– Eso es bien cierto, George. Eres inglés. Pero puede que otros no estén totalmente de acuerdo. Y donde vivimos…
– El centro de Inglaterra -responde George, como en el catecismo de dormitorio.
– El centro de Inglaterra, sí, donde nos encontramos y donde he ejercido durante casi veinte años, el centro de Inglaterra…, a pesar de que todas las criaturas son iguales ante Dios, es todavía un poco primitivo, George. Y además tropezarás con gente primitiva donde menos lo esperes. Existe en capas de la sociedad de las que cabría esperar algo mejor. Pero si Naoroji ha llegado a ser profesor universitario y diputado, entonces tú, George, puedes llegar y llegarás a ser abogado y miembro respetable de la sociedad. Y si ocurren injusticias, incluso si ocurren maldades, tendrás que acordarte de la fecha del 6 de julio de 1892.
George reflexiona un rato y repite, en voz baja pero firme:
– Pero yo no soy un parsi, padre. Es lo que usted y madre me enseñaron.
– Recuerda la fecha, George, recuerda la fecha. Arthur
Arthur empezó a escribir de un modo más profesional. A medida que adquiría nervio literario, sus relatos se transformaban en novelas, las mejores situadas, casi de una forma natural, en el heroico siglo XIV. Después de cenar leía en voz alta a Touie cada página acabada, y el texto completo se lo enviaba a su madre para que lo comentara. Arthur contrató también a un secretario y amanuense: Alfred Wood, un maestro de la escuela de Portsmouth, un individuo discreto y eficiente con el aspecto honrado de un farmacéutico, y además un deportista completo, con un brazo muy decente para el criquet.
Pero la medicina seguía siendo el oficio con que Arthur se ganaba el sustento. Y para prosperar en su profesión sabía que había llegado la hora de especializarse. En todos los aspectos de la vida, siempre se había preciado de mirar con detenimiento, así que no le hizo falta la voz de un espíritu ni una mesa brincando en el aire para deletrear la especialidad que elegía: oftalmólogo. Y como no le gustaba andarse con evasivas y rodeos, supo al instante el mejor lugar para formarse.
– ¿Viena? -repitió Touie, extrañada, porque nunca había salido de Inglaterra. Era noviembre, se acercaba el invierno; la pequeña Mary empezaba a andar, siempre que la sujetasen de la faja-. ¿Cuándo nos vamos?
– Inmediatamente -dijo Arthur.
Y Touie -la bendita- se limitó a recoger sus labores de costura y murmuró:
– Entonces tengo que apurarme.
Lo vendieron todo, dejaron a Mary con su abuela Hawkins y viajaron a Viena para una estancia de seis meses. Arthur se matriculó en un curso de oftalmología en el Krankenhaus, pero enseguida comprendió que el alemán aprendido paseando en compañía de dos colegiales austríacos cuya fraseología no era muchas veces muy selecta no preparaba plenamente a un alumno para una instrucción rápida sembrada de vocablos técnicos. Aun así, el invierno austriaco ofrecía el patinaje sobre hielo y la ciudad, pasteles excelentes; Arthur incluso completó una novela breve, Las actividades de Raffles Haw, que sufragó todos los gastos del matrimonio en Viena. Sin embargo, al cabo de un par de meses admitió que habría sido mejor cursar la especialidad en Londres. Touie reaccionó al cambio de planes con su habitual ecuanimidad y rapidez. Volvieron vía París, donde Arthur se las arregló para inscribirse en un curso de varios días con Landolt.
Pudiendo así afirmar que había estudiado en dos países, alquiló un alojamiento en Devonshire Place, fue elegido miembro de la Sociedad Oftalmológica y abrió una consulta. También confiaba en que le pasaran trabajo sus colegas de renombre, que con frecuencia estaban demasiado ocupados para calcular las refracciones. Algunos las consideraban un trabajo pesado, pero Arthur se sentía competente en este campo y contaba con que le llegaran gran número de encargos.
Devonshire Place constaba de una sala de espera y otra de consulta. Pero al cabo de unas semanas Arthur empezó a bromear diciendo que las dos eran salas de espera y que él era el único que aguardaba en ellas. Como aborrecía la ociosidad, se sentaba a escribir en el escritorio. Ya estaba muy ejercitado en el juego literario y concentró la mente en uno de los aspectos más espinosos: la narrativa en revistas. A Arthur le encantaban los problemas, y el problema consistía en que las revistas publicaban dos tipos de historias: o extensas entregas que atrapaban al lector semana tras semana y mes tras mes, o narraciones únicas e independientes. Lo malo de estas últimas era que a menudo te quedabas con hambre. Lo malo de las entregas era que si te perdías una perdías la trama. Arthur aplicó su cerebro práctico al problema y planeó combinar las virtudes de las dos modalidades: una serie de relatos, cada una completa, pero llena de personajes permanentes que reactivaran la simpatía o la desaprobación del lector.
Necesitaba, en consecuencia, un protagonista de quien se pudiese esperar que tuviese aventuras asiduas y variadas. Estaba claro que la mayoría de las profesiones no servían. Al darle vueltas al asunto en Devonshire Place, empezó a preguntarse si no habría ya inventado al candidato idóneo. En un par de sus novelas de menos éxito aparecía un detective asesor estrechamente basado en Joseph Bell, el médico del hospital de Edimburgo: una observación intensa, seguida de una deducción rigurosa, era la clave de un diagnóstico tanto criminal como médico. El nombre original de aquel detective era Sheridan Hope. Pero no le satisfacía, y primero lo había cambiado por Sherringford Holmes y luego -lo cual, visto después, parecía inevitable- por Sherlock Holmes.
Las cartas y patrañas continúan; la súplica de Shapurji al malhechor de que examine su conciencia parece haber obrado como una provocación más. Los periódicos anuncian que la vicaría es ahora una pensión que ofrece precios irrisorios; que es un matadero; que envía muestras gratuitas de corsetería a quienes las soliciten. Parece ser que George se ha establecido como oculista; también ofrece asesoramiento jurídico gratuito y está cualificado para despachar billetes y hospedaje a viajeros con rumbo a la India y al Lejano Oriente. Les envían carbón suficiente para abastecer a un acorazado; llegan enciclopedias, junto con gansos vivos.
Es imposible seguir en este estado de nervios, y al cabo de un tiempo la familia casi convierte este acoso en una rutina. Con las primeras luces exploran los terrenos de la vicaría; las mercancías se rechazan en la cancela o se devuelven; se dan explicaciones sobre servicios esotéricos a clientes decepcionados. Hasta Charlotte se vuelve hábil en aplacar a clérigos convocados desde condados lejanos por urgentes peticiones de ayuda.
George ha abandonado el Mason College y trabaja de pasante en un bufete de Birmingham. Todas las mañanas, cuando sube al tren, se siente culpable por abandonar a su familia, pero las noches no deparan un alivio, sino que son sólo otra forma de inquietud. Además, su padre ha optado por reaccionar a la crisis de un modo que a George le parece singular: le da breves disertaciones sobre que los británicos siempre han favorecido mucho a los parsis. George aprende así que el primerísimo viajero indio a Gran Bretaña fue un parsi, al igual que el primer indio que estudió en Oxford y, más tarde, la primera estudiante; parsi fue el primer indio recibido en la corte, así como, más adelante, la primera mujer india. El primer indio funcionario de la administración india fue un parsi. Shapurji le habla a George de médicos y abogados formados en el país; de la caridad parsi durante la hambruna irlandesa y más adelante para con el sufrimiento de los obreros de Lancashire. Hasta le habla del primer equipo indio de criquet que realizó una gira por Inglaterra: todos ellos eran parsis. Pero a George no le interesa nada el criquet y juzga la estratagema de su padre más desesperada que eficaz. Cuando instan a la familia a brindar por la elección de un segundo diputado parsi en el Parlamento, Muncherji Bhownagree, por el distrito electoral del noreste de Bethnal Green, George siente crecer en su interior un vergonzoso sarcasmo. ¿Por qué no escribir al nuevo diputado para proponerle que contribuya a impedir la llegada de carbón, enciclopedias y gansos vivos?
A Shapurji le preocupan más las cartas que las mercancías. Cada vez parece más obvio que son obra de un maniático religioso. Las firman Dios, Belcebú, el diablo; el redactor asegura que sufre condena eterna en el infierno o que desea sinceramente ese destino. Cuando esta manía empieza a mostrar una intención violenta, el vicario teme por su familia. «Juro por Dios que asesinaré pronto a George Edalji.» «Que el Señor me envíe una muerte fulminante si no se producen caos y derramamiento de sangre.» «Bajaré al infierno escupiendo maldiciones contra todos vosotros y os recibiré allí en el tiempo de Dios.» «Se está terminando vuestro tiempo en esta tierra y soy el instrumento elegido por Dios para la tarea.»
Al cabo de más de dos años de persecución, Shapurji decide recurrir de nuevo al jefe de la policía. Le escribe una relación de los hechos, adjunta muestras de la correspondencia, señala con respeto que se está expresando ya un claro propósito de asesinato y solicita que la policía proteja a una familia inocente así amenazada. La respuesta del capitán Anson hace caso omiso de esta petición. Escribe, por el contrario:
No digo que conozca el nombre del culpable, aunque tengo mis particulares sospechas. Prefiero reservármelas hasta que pueda demostrarlas, y confío en obtener una pena de trabajos forzados para el delincuente; aunque la persona que escribe las cartas ha extremado el cuidado, según parece, para evitar, en la medida de lo posible, cualquier cosa que constituya un delito grave, se ha propasado en dos o tres ocasiones hasta el punto de hacerse acreedor al más serio castigo. No tengo la menor duda de que el culpable será descubierto.
Shapurji entrega la carta a su hijo y le pide su opinión.
– Por un lado -dice George-, el jefe de la policía sostiene que el bromista está utilizando con destreza su conocimiento de la ley para evitar cometer un delito real. Por otro lado, parece pensar que ya se han cometido claras infracciones dignas de penas de cárcel. En cuyo caso, el culpable no es, al fin y al cabo, un individuo inteligente. -Hace una pausa y mira a su padre-. Se refiere a mí, por supuesto. Cree que cogí la llave y ahora cree que yo escribí las cartas. Sabe que estoy estudiando Derecho; la referencia es clara. Para ser sincero, creo, padre, que el jefe de la policía podría ser una amenaza más seria para mí que el bromista.
Shapurji no está tan seguro. Uno amenaza con una pena de cárcel y el otro amenaza con la muerte. Le resulta difícil expulsar de sus pensamientos la amargura contra el jefe de la policía. Sigue sin enseñar a George las cartas más mezquinas. ¿En verdad creerá Anson que las escribió George? De ser así, le gustaría que le dijeran en qué radica el delito si uno escribe una carta anónima a sí mismo amenazando con asesinarse. Se preocupa noche y día por su primogénito. Duerme mal y muchas veces se levanta de la cama para comprobar de modo urgente e innecesario que la puerta está cerrada con llave.
En diciembre de 1895, un periódico de Blackpool publica un anuncio que ofrece todo el contenido de la vicaría para su venta en subasta pública. No habrá un precio de salida para ningún artículo porque el vicario y su esposa están ansiosos de deshacerse de todo antes de su partida inminente a Bombay.
Blackpool está, como mínimo, a ciento cincuenta kilómetros en línea recta. Shapurji tiene una visión de que el hostigamiento se amplía a todo el país. Blackpool podría ser sólo el comienzo: a continuación vendrán Edimburgo, Newcastle, Londres. Seguidos por París, Moscú, Tombuctú, ¿por qué no?
Y entonces, tan de repente como empezó, el acoso cesa. No hay más cartas ni mercancías indeseadas ni anuncios mendaces ni hermanos en Cristo enfurecidos en el umbral. Durante un día, luego una semana, después un mes, después dos. Cesa. Ha cesado.