IV Finales

George

El martes, Maud deslizó en silencio el Daily Herald a través de la mesa del desayuno. Sir Arthur había muerto a las 9.15 de la mañana del día anterior en Windlesham, su residencia en Sussex. MUERE ALABANDO A SU MUJER anunciaba el titular; y a continuación: «¡ERES MARAVILLOSA!», DICE EL CREADOR DE SHERLOCK HOLMES, seguido de NO HABRÁ LUTO. George lee que no había «tristeza» en la casa de Crowborough; las persianas no habían sido bajadas; y sólo Mary, la hija del primer matrimonio de sir Arthur, «mostraba congoja».

Denis Conan Doyle habló libremente con el corresponsal especial del Herald, «no en voz baja, sino normal, alegre y orgulloso de hablar de su padre». «Era el marido y padre más maravilloso que ha existido -decía-, y uno de los más grandes hombres. Era más grande de lo que la gente creía, porque era muy modesto.» Seguían dos párrafos de panegírico filial. Pero el párrafo siguiente avergonzó a George; casi estuvo a punto de ocultar el periódico a Maud. ¿Estaba bien que un hijo hablara así de sus padres, sobre todo a un periódico? «El y mi madre fueron amantes hasta el final. Cuando ella le oía llegar, se levantaba de un salto como una niña pequeña, se arreglaba el pelo con la mano y corría a su encuentro. No ha habido amantes más grandes que ellos.» Aparte de la incorrección, George desaprobaba la jactancia, tanto más porque seguía de muy cerca a la afirmación de la modestia de sir Arthur. Sir Arthur, desde luego, no hubiera dicho estas cosas de sí mismo. El hijo continuaba: «Si no fuera porque sabemos que no le hemos perdido, estoy seguro de que mi madre habría muerto una hora después».

Adrián, el hermano menor de Denis, corroboraba la presencia constante del padre en sus vidas. «Sé perfectamente que voy a tener conversaciones con él. Mi padre creía a pies juntillas que cuando muriese seguiría en contacto con nosotros. Toda mi familia lo cree también. Es indudable que mi padre hablará con nosotros a menudo, igual que hacía antes de su tránsito.» Aunque no todo sería sencillo: «Siempre sabremos cuándo está hablando él, pero hay que tener cuidado, porque en el otro lado también hay graciosos que gastan bromas pesadas. Es muy posible que alguien intente suplantarlo. Pero hay pruebas que mi madre conoce; por ejemplo, maneras de hablar que no se pueden imitar».

George estaba confuso. La tristeza instantánea que le produjo la noticia -como si, en cierto modo, hubiera perdido a un tercer padre- no se consideraba permisible: NO HABRÁ LUTO. Sir Arthur había muerto feliz; su familia -con una excepción- contenía la pena. Las persianas no estaban bajadas; no había aflicción. ¿Quién era él, entonces, para proclamarse huérfano? Dudó de si expresar este dilema a Maud, que tendría la mente más clara sobre estas cuestiones; pero pensó que podría parecerle egoísta. Quizá la modestia del difunto imponía un recato parecido en el luto de quienes le habían conocido.

Sir Arthur tenía setenta y un años. Las notas necrológicas fueron enjundiosas y afectivas. George siguió las noticias toda la semana, y descubrió con un ligero fastidio que el Herald de Maud daba bastante más información que su Telegraph. Habría un ENTIERRO AL AIRE LIBRE que no era más que UNA DESPEDIDA FAMILIAR. Se preguntó si le invitarían; confió en que a los invitados a la boda de sir Arthur también les convocasen para testificar su…, iba a decir muerte, pero la palabra no se empleaba en Crowborough. Su tránsito; su promoción, como la llamaban algunos. No, era una expectativa impropia; no era un miembro de la familia en ningún sentido. Zanjada esta cuestión, George se sintió un tanto despechado al enterarse por el periódico del día siguiente que una multitud de trescientas personas asistiría al entierro.

El cuñado de sir Arthur, el reverendo Cyril Angell, que había enterrado a la primera lady Conan Doyle y casado a la segunda, ofició la ceremonia en la rosaleda de Windlesham. Le asistió el reverendo C. Drayton Thomas. Hubo poco luto en la reunión; Jean llevaba un vestido estampado de verano. Sir Arthur fue depositado cerca del cobertizo que durante tanto tiempo le había servido de estudio. Llegaron telegramas de todas partes del mundo, y hubo que fletar un tren para transportar todas las flores. Una vez extendidas sobre el espacio funerario, fue, según un testigo, como si un estrafalario jardín holandés hubiese crecido hasta la altura de un hombre. Jean había encargado una cabecera de roble británico en la que habían inscrito la leyenda HOJA RECTA, ACERO AUTÉNTICO. Deportista y caballero hasta el final.

George estimó que todo se había hecho como es debido, aunque de una forma poco convencional; habían honrado a su bienhechor como éste habría querido. Pero el Daily Herald del viernes anunciaba que la historia no había terminado. LA SILLA VACÍA DE CONAN DOYLE, rezaba el titular a cuatro columnas, y debajo había una explicación que saltaba de un tipo de imprenta a otro. PARTICIPARÁ VIDENTE EN GRAN REUNIÓN. 6.000 ESPIRITISTAS EN LA REUNIÓN CONMEMORATIVA. DESEO DE LA ESPOSA. LA MÉDIUM SERÁ TOTALMENTE FRANCA.

Esta despedida pública se celebraría en el Albert Hall a las siete de la tarde del domingo 13 de julio de 1930. La sesión sería organizada por Frank Hawken, secretario de la Asociación Espiritista de Marylebone. La señora Conan Doyle, que acudiría con otros familiares, dijo que lo consideraba la última manifestación pública a la que asistiría con su marido. En el escenario se colocaría una silla vacía para simbolizar la presencia de sir Arthur, y ella se sentaría a la izquierda: la posición que, incansable, había ocupado durante los dos últimos decenios.

Esto no era todo. La señora Conan Doyle había pedido que durante el acto hubiese una demostración de clarividencia. La efectuaría la señora Estelle Roberts, que siempre había sido la médium predilecta de sir Arthur. Hawken había concedido una entrevista al Herald: «Hay incertidumbre sobre si sir Arthur Conan Doyle podrá o no manifestarse de forma suficiente para que una médium le describa -declaró-. Me figuro que será ya perfectamente capaz de hacerlo. Estaba muy bien preparado para el tránsito». Además: «Si se manifestara, es dudoso que los escépticos aceptasen la evidencia, pero quien conoce como médium a la señora Roberts no tendrá la menor duda. Sabemos que si no le ve lo dirá con toda franqueza». George advirtió que no se mencionaban amenazas de bromas pesadas.

Maud observó que su hermano había terminado el artículo.

– Tendrás que ir -dijo.

– ¿Tú crees?

– Desde luego. Dijo que eras su amigo. Tienes que despedirte, aunque las circunstancias sean insólitas. Más vale que vayas a comprar una entrada a la Asociación de Marylebone. Esta tarde o mañana…, si no, estarás inquieto.

Era extraño, pero agradable, lo resolutoria que podía ser Maud. Estuviese o no ante su escritorio, George acostumbraba desgranar un argumento tras otro hasta tomar una decisión. Maud se negaba a perder tanto tiempo; veía más claro -o al menos más rápido- y él le cedía las decisiones domésticas del mismo modo que le entregaba el dinero que le sobraba de la ropa y gastos de oficina. Ella se ocupaba de la subsistencia, ingresaba una determinada cantidad todos los meses en una cuenta de ahorro y daba el resto a obras de caridad.

– ¿No crees que padre desaprobaría… estas cosas?

– Padre murió hace doce años -contestó Maud-. Y me agrada pensar que quienes están en presencia de Dios se sienten algo cambiados de como eran en la tierra.

Todavía le sorprendía que Maud fuese tan directa; su respuesta rayaba en la crítica. George optó por no discutirla, sino meditarla más tarde en privado. Reanudó la lectura del periódico. Su conocimiento del espiritismo se basaba sobre todo en unas docenas de páginas escritas por sir Arthur, y no les había dedicado su máxima atención. La idea de que había seis mil personas a la espera de que su líder perdido les hablase a través de una médium le parecía alarmante.

Sentía aversión por los grandes gentíos concentrados en un lugar. Pensaba en las muchedumbres de Cannock y Stafford, en los rudos camorristas que asediaron la vicaría después de su detención. Recordaba a los hombres que blandían palos y aporreaban con violencia la puerta del coche; recordaba la aglomeración en Lewes y Portland y que ello agudizaba el placer de estar incomunicado en una celda. En determinadas circunstancias podía asistir a una conferencia o a una reunión multitudinaria de abogados, pero por regla general consideraba que la tendencia de los seres humanos a agolparse en un lugar era el principio de la sinrazón. Cierto era que vivía en Londres, una ciudad muy populosa, pero donde podía controlar en gran medida el contacto con sus conciudadanos. Prefería que acudiesen a su bufete de uno en uno; se sentía protegido por el escritorio y por su conocimiento de las leyes. Estaba a salvo allí, en el 79 de Borough High Street: el despacho abajo y arriba las habitaciones que compartía con Maud.

Lo de vivir juntos había sido una excelente idea, aunque ya no recordaba quién de los dos lo había propuesto. Cuando sir Arthur le estaba ayudando a rehabilitarse, la madre de George pasaba parte del tiempo con él en la pensión de la señorita Goode en Mecklenburgh Square. Pero se hizo evidente que ella debía regresar a Wyrley, y había parecido lógica la idea de intercambiar las mujeres de la familia. Maud, para sorpresa de sus padres, pero mucho menos de George, demostró su inmensa capacidad. Le organizaba la casa, cocinaba, hacía de secretaria cuando no estaba la de él y escuchaba sus anécdotas de la jornada de trabajo con tanto entusiasmo como si estuviera en el aula de su vieja escuela. Se había vuelto más extrovertida y dogmática desde el traslado a Londres; también había aprendido cómo chinchar a George, cosa que a él le causaba un extraño placer.

– Pero ¿qué me pondré?

La rapidez con que ella contestó significaba que debía de haber previsto la pregunta.

– Tu traje azul de calle. No es un entierro, y de todos modos no creen en el luto. Pero es importante mostrar respeto.

– Es un gran auditorio, por lo visto. Dudo que consiga una entrada cerca del escenario.

Formaba parte ya de su convivencia el que George pusiera objeciones a proyectos que ya estaban decididos. Y, a cambio, Maud le consentía aquellas evasivas. Ahora ella desapareció y él oyó el ruido de objetos desplazados en el desván, encima de su cabeza. Unos minutos más tarde, ella le puso delante algo que a George le produjo de pronto un escalofrío: los prismáticos, en su estuche polvoriento. Maud cogió un trapo y lo desempolvó: el cuero, largo tiempo sin lustrar, despidió un brillo mate de humedad.

Al instante, los dos hermanos vuelven a estar en los Gardens del castillo de Aberystwyth, el último día plenamente feliz de la vida de George. Un transeúnte señala el monte Snowdon; pero lo único que ve George es el placer en la cara de su hermana. Ella se vuelve y le promete comprarle unos prismáticos. Dos semanas después comenzó la pesadilla y, más adelante, cuando ya era un hombre libre y se mudaron a Borough High Street, la primera Navidad que pasaron juntos Maud le compró aquel regalo que a él le hizo llorar a hurtadillas.

Se lo había agradecido, aunque le desconcertó un poco, puesto que ya estaban muy lejos de Snowdon y dudaba que alguna vez regresaran a Aberystwyth. Maud había previsto su reacción y le aconsejó que empezara a observar aves. Como todas las sugerencias de Maud, George la juzgó de inmediato una actividad muy sensata, y varias tardes de domingo se fue a los pantanos y bosques que circundaban Londres. Ella pensó que él necesitaba una afición; él pensó que ella necesitaba tenerle fuera de casa de vez en cuando. Se entregó de lleno unos cuantos meses a la observación de pájaros, pero en verdad le costaba seguirlos en vuelo, y cuando estaban posados parecían complacerse en camuflarse. Por añadidura, muchos de los observatorios considerados mejores le parecieron fríos y húmedos. Si habías pasado tres años en la cárcel, no querías volver jamás a esos sitios, hasta que te metiesen en el ataúd y te bajaran al lugar más frío y húmedo de todos. Tal era la meditada opinión de George sobre aquel pasatiempo.

– Me diste tanta pena aquel día…

George alzó la mirada, y la imagen de una mujer de mediana edad y pelo canoso detrás de una tetera suplantó en su cabeza a la de una chica de veintiún años junto a las ruinas decepcionantes de un castillo galés. Ella detectó un poco más de polvo en el estuche de los prismáticos y frotó con el trapo. George miró a su hermana. A veces no sabía muy bien quién era el que cuidaba del otro.

– Fue un día feliz -dijo él, con firmeza, aferrado al recuerdo que a fuerza de repetirlo había transformado en una certeza-. El hotel Belle Vue. El tranvía. El pollo asado. No haber ido a recoger guijarros. El viaje en tren. Fue un día feliz.

– Yo estuve fingiendo casi todo el tiempo.

George no estaba seguro de que quisiera ver turbados sus recuerdos.

– Yo nunca supe cuánto sabías tú -dijo.

– George, yo no era una niña.

Quizá lo fuera cuando todo empezó, pero no para entonces. ¿Tenía algo más que hacer que averiguarlo? No se puede ocultar cosas a una chica de veintiún años que apenas sale de casa. Lo único que haces es guardarte cosas, engañarte a ti mismo y confiar en que ella se lo crea.

George pensó en la imagen antigua de la Maud que conocía ahora y comprendió que debió de haber habido en aquella chica mucho más de la mujer actual de lo que entonces se percataba él. Pero no quería analizar estas complejidades. Hacía mucho que tenía rumiado lo que había pasado; conocía su propia historia. Quizá estuviese dispuesto a aceptar una corrección general similar a la que acababan de hacerle; pero lo último que quería era conocer detalles nuevos.

Maud lo intuyó. Y si, en aquel entonces, él le había ocultado cosas a ella, ella también se las había ocultado a él. Nunca le hablaría de la mañana en que padre la había llamado a su estudio y le había anunciado que temía mucho por la estabilidad mental de su hermano. Dijo que George había estado sometido a una gran tensión y que se negaba a tomar siquiera unos días de vacaciones; el padre, por tanto, propondría en la comida que George y Maud hicieran un viaje a Aberystwyth y, de grado o por fuerza, ella tenía que colaborar e insistir en que hicieran aquel viaje a toda costa. Y fue lo que ocurrió. George se había opuesto, educada pero tozudamente, a la propuesta de su padre y acabó cediendo a las súplicas de su hermana.

Había sido una pequeña intriga totalmente impropia de la vicaría. Pero lo que más había sobresaltado a Maud era la valoración que hacía el padre del estado de George. Para ella siempre había sido el hermano fiable y aplicado, mientras que Horace era el frívolo, el que vivía la vida a su antojo y carecía de entereza. Y como luego se vio, ella tenía razón y el padre se equivocaba. En efecto, ¿cómo habría sobrevivido George a sus infortunios si no hubiera poseído una fortaleza mental mayor de la que le atribuía el padre? Pero Maud se guardaba para ella estos pensamientos.

– Había una cosa en la que sir Arthur estaba profundamente equivocado -declaró George, de improviso-. Se oponía al voto de las mujeres.

Como siempre había sido partidario del sufragio femenino durante la época en que había sido tema de debate, esta opinión no sorprendió a Maud. Lo que resultaba inexplicable era el tono desabrido de George. Avergonzado, había apartado la vista de su hermana. La estela del recuerdo, y todo su cortejo, había desatado la más tierna de las emociones hacia Maud, y comprendió que aquellos sentimientos habían sido, y seguirían siendo, los más intensos de su vida. Pero no le resultaba fácil expresarlos ni era muy diestro en hacerlo, y hasta la confesión más indirecta le turbaba. Así que se levantó, dobló el Herald, aunque no era necesario, se lo devolvió a Maud y bajó a su despacho.

Tenía trabajo pendiente, pero al sentarse ante el escritorio empezó a pensar en sir Arthur. Desde su último encuentro habían transcurrido veintitrés años; aun así, el vínculo entre ellos, en cierto modo, nunca se había roto. Había seguido los escritos y actos de sir Arthur, sus viajes y campañas, sus intervenciones en la vida pública del país. George muchas veces coincidía con sus declaraciones, por ejemplo, sobre la reforma del divorcio, la amenaza de Alemania, la necesidad de un túnel en la Mancha, la necesidad moral de devolver Gibraltar a España. Se permitía, no obstante, albergar francas dudas sobre una de las aportaciones menos conocidas de sir Arthur a la reforma de las cárceles: la propuesta de que todos los reincidentes empedernidos de las prisiones de Su Majestad fuesen trasladados a la isla escocesa de Tiree. George había recortado artículos de prensa, seguido las hazañas continuadas de Sherlock Holmes en el Strand Magazine y sacado prestados de la biblioteca los últimos libros de sir Arthur. En dos ocasiones había llevado a Maud al cine para ver la notable encarnación del detective que hacía Eille Norwood.

Recordaba que, el año antes de instalarse en Borough High Street, compró el Daily Mail para leer la crónica especial de sir Arthur sobre el maratón de los Juegos Olímpicos celebrados en Londres. Aunque a George no le interesaban nada las proezas atléticas, fue recompensado con una visión adicional -como si le hiciera falta alguna más- del carácter de su bienhechor. El relato de sir Arthur era tan vivido que George lo leyó y releyó una y otra vez hasta que pudo verlo mentalmente como si fuera un noticiario cinematográfico. El vasto estadio; la multitud expectante; una pequeña figura entra en cabeza; es un italiano al borde del colapso; cae, se levanta, vuelve a caer, vuelve a levantarse, se tambalea; entonces entra un norteamericano en el estadio y empieza a darle alcance; el corajudo italiano está a veinte metros de la meta; el público está hipnotizado; vuelve a caer; le ayudan a levantarse; brazos solícitos le impulsan hasta cruzar la cinta antes de que su rival le alcance. Pero el italiano, por supuesto, ha infringido las reglas al aceptar ayuda y declaran ganador al americano.

Cualquier otro escritor lo habría dejado ahí, complacido por tan hermosa evocación del drama del momento. Pero sir Arthur no era un escritor cualquiera, y la valentía del italiano le había conmovido tanto que organizó una colecta para él. Se recaudaron 300 libras que le permitieron abrir una panadería en su pueblo natal, cosa que no le habría sufragado una medalla de oro. Era algo típico de sir Arthur: generoso y práctico a partes iguales.

Después de su triunfo en el caso Edalji, sir Arthur se había embarcado en otras protestas judiciales. A George le abochornaba un poco admitir que en sus sentimientos hacia víctimas posteriores había una envidia que en ocasiones rayaba con la censura. Estaba Oscar Slater, por ejemplo, cuyo caso ocupó muchos años de la vida de sir Arthur. Era verdad que el hombre había sido acusado de asesinato injustamente y que estuvo a punto de ser ejecutado, y que la intervención de sir Arthur le había librado del patíbulo y a la larga había conseguido liberarle de la cárcel, pero Slater era un sujeto de mala calaña, un delincuente profesional que nunca había mostrado un ápice de gratitud hacia quienes le habían ayudado.

Sir Arthur también había seguido jugando a los detectives. Sólo tres o cuatro años antes había surgido el curioso caso de la escritora desaparecida. Christie, se llamaba. Era, al parecer, una estrella en alza de las novelas policíacas, si bien George no sentía el menor interés por tales estrellas, siempre que Holmes continuara recopilando sus casos. La señora Christie había desaparecido de su casa de Berkshire y su coche fue encontrado a unos ocho kilómetros de Guildford. Como los agentes no habían encontrado el rastro de la novelista, el jefe de la policía de Surrey había llamado a sir Arthur, que a la sazón era lugarteniente del condado. Lo que ocurrió a continuación asombró a mucha gente. ¿Entrevistó sir Arthur a testigos, exploró el suelo en busca de huellas o interrogó a los policías, como había hecho en el famoso caso Edalji? Nada de eso. Se había puesto en contacto con el marido de Christie, le había pedido prestado un guante de la desaparecida y lo llevó a una vidente que se lo apretó contra la frente en un intento de dar con el paradero de Christie. Bueno, una cosa era -como George había propuesto a la policía de Staffordshire- utilizar sabuesos de verdad para que olfatearan un rastro, y otra muy distinta emplear a una médium que se limitaba a quedarse en casa y olisquear guantes. George, al leer sobre estas novedosas técnicas de investigación de sir Arthur, sintió un gran alivio de que en su propio caso hubiera recurrido a métodos más ortodoxos.

Sin embargo, haría falta algo más que unas cuantas excentricidades para mermar el respeto absoluto que George profesaba a sir Arthur. Lo profesó cuando era un joven de treinta años, recién excarcelado; y lo conservaba cuando era un abogado de cincuenta y cuatro, con el bigote y el pelo ya bien canosos. La única razón de que pudiera estar allí sentado delante de su escritorio una mañana de viernes eran los elevados principios de sir Arthur y su disposición a llevarlos a la práctica. A George le habían devuelto la vida. Tenía una colección completa de libros de leyes, un bufete satisfactorio, un surtido de sombreros y una magnífica leontina -algunos incluso la tildarían de chillona- colgada de una parte a otra del chaleco que cada año le estaba más prieto. Era propietario de un piso y un hombre con opiniones sobre los temas de actualidad. Cierto era que no tenía esposa; tampoco mantenía largas sobremesas con colegas que exclamaban «¡El buenazo de George!» cuando le veían alargar la mano hacia la cuenta. Tenía, en cambio, una especie de fama o una fama a medias o, según pasaban los años, una cuarta parte de fama. Había aspirado a ser un abogado conocido y había acabado siendo conocido como un error judicial. Su caso había provocado el establecimiento del Tribunal de Apelación, cuyas decisiones en las dos últimas décadas habían elaborado el derecho penal consuetudinario hasta un punto que muchos consideraban revolucionario. George se preciaba de su participación -por involuntaria que hubiera sido- en este progreso. Pero ¿quién lo sabía? Unas pocas personas le estrechaban la mano cordialmente al enterarse de su nombre y le trataban como a alguien que muchos años antes había sido víctima de una injusticia; otros le miraban con los ojos de un chico de granja o de un agente especial en caminos rurales; pero la mayoría nunca había oído hablar de Edalji.

Esto a veces le amargaba y se avergonzaba de esta amargura. Sabía que en todos aquellos años de sufrimiento, nada había ansiado más que el anonimato. El capellán de Lewes le había preguntado qué echaba de menos y él le había respondido que añoraba la vida. Ya se la habían restituido; tenía trabajo, dinero suficiente, gente que saludar en la calle. Pero a ratos le asaltaba la idea de que se merecía algo más; que su calvario debería haberle reportado una mayor recompensa. De maleante a mártir y a don nadie: ¿no era injusto? Quienes le ayudaron le habían asegurado que su caso era tan importante como el de Dreyfus, que revelaba tanto de Inglaterra como el del francés sobre Francia, y al igual que había habido partidarios y detractores de Dreyfus, también había gente a favor y en contra de Edalji. Insistían, además, en que sir Arthur Conan Doyle había sido tan gran defensor y mejor escritor que Émile Zola, cuyos libros decían que eran vulgares y que había huido a Inglaterra cuando a su vez le amenazaron con encarcelarlo. Imagínate a sir Arthur escabulléndose a París para huir del capricho de algún político o fiscal. Se habría quedado y combatido, habría armado una escandalera y sacudido los barrotes de su celda hasta que la cárcel se derrumbara.

Y, no obstante, a pesar de todo esto, la fama de Dreyfus había crecido sin parar y era conocido en todo el planeta, mientras que a Edalji apenas le reconocían en Wolverhampton. Lo cual era en parte obra suya; o se debía a no haber hecho nada. Tras su liberación, con frecuencia le habían pedido que diera conferencias, escribiese artículos de prensa y concediera entrevistas. Siempre se negaba. No quería ser portavoz ni representante de una causa; no tenía temperamento para la tribuna pública, y después de haber narrado sus penalidades para The Umpire, juzgaba inmodesto volver a contarlo siempre que le invitaban a hacerlo. Había pensado preparar una edición revisada de su libro sobre legislación ferroviaria, pero consideró que quizá fuera también una manera de explotar su notoriedad.

Pero más que nada sospechaba que la oscuridad de su nombre tenía que ver con la propia Inglaterra. Francia, tal como él la entendía, era un país de extremos, de opiniones y principios violentos y largos recuerdos. Inglaterra era más tranquila e igual de rigurosa en sus principios, pero menos inclinada a armar un gran jaleo sobre ellos; un país donde se confiaba más en el derecho consuetudinario que en los decretos del gobierno; donde la gente se ocupaba de sus asuntos y no pretendía inmiscuirse en los ajenos; donde acontecían de tiempo en tiempo grandes erupciones públicas, estallidos pasionales que podían incluso desembocar en la violencia y la iniquidad, pero que pronto se borraban de la memoria y rara vez se incorporaban a la historia nacional. Ha ocurrido esto, ahora vamos a olvidarlo y a seguir adelante: tal era el estilo inglés. Algo funcionaba mal, se había averiado, pero ya está reparado, hagamos como si no hubiera sido nada grave. ¿El caso Edalji no habría sido posible si hubiera existido un Tribunal de Apelación? Pues muy bien: que indulten a Edalji, que se establezca ese tribunal antes de fin de año y… ¿hay algo más que decir sobre este particular? Así era Inglaterra, y George podía entender su punto de vista porque él también era inglés.

Había escrito dos cartas a sir Arthur desde la boda. El padre de George murió en el último año de la guerra; una mañana glacial de mayo lo enterraron cerca del tío Compson, a una docena de metros de la iglesia donde había oficiado durante más de cuarenta años. George pensó que sir Arthur -que había conocido al padre- desearía saberlo; le contestó con una breve nota de pésame. Pero unos meses más tarde leyó en el periódico que al hijo de sir Arthur, Kingsley, herido en el Somme y debilitado, se lo había llevado la gripe, como a tantos otros. Quince días antes de que se firmara el armisticio. Volvió a escribirle, un hijo que había perdido a su padre a un padre que había perdido a un hijo. Esta vez recibió una carta más larga. Kingsley había sido el último nombre de una aciaga lista. La mujer de sir Arthur había perdido a su hermano Malcolm en la primera semana de la guerra. Al sobrino de sir Arthur, Oscar Hornung, lo mataron en Ypres, junto con otro sobrino del escritor. El marido de su hermana Lottie había muerto el primer día que pasó en las trincheras. Y así sucesivamente. Sir Arthur enumeraba los conocidos de su mujer y suyos. Pero al despedirse expresaba su convicción de que no los habían perdido, sino que estaban aguardando al otro lado.

George ya no se consideraba religioso. Si seguía siendo cristiano en algo, no era por los vestigios de la devoción filial, sino que era a causa del amor fraterno. Iba a la iglesia porque a Maud le complacía que fuese. En cuanto a la vida de ultratumba, se limitaba a esperar para ver. Recelaba del fervor. En el Grand Hotel se había alarmado un poco cuando sir Arthur le habló con tanta vehemencia de sus creencias religiosas, que guardaban escasa relación con el asunto que se traían entre manos. Pero al menos así estuvo preparado para la noticia ulterior de que su bienhechor se había convertido en un espiritista consumado y proyectaba dedicar al movimiento los años y las energías que le quedaban. El anuncio produjo un tremendo escándalo entre muchas personas de derechas. No les habría importado que sir Arthur, el ideal mismo del caballero inglés, se hubiese limitado a unas cuantas sesiones ligeras de mesas parlantes las tardes de domingo con algunos amigos. Pero no era el modo de ser de sir Arthur. Si creía en algo, quería que todo el mundo lo creyera. En esto residía su fuerza y en ocasiones su debilidad. En consecuencia, había habido burlas desde todos los rincones y titulares de prensa impertinentes que se preguntaban: «¿SE HA VUELTO LOCO SHERLOCK HOLMES?». Cada vez que sir Arthur daba una conferencia, sus adversarios de toda laya organizaban otra: jesuitas, Hermanos de Plymouth, materialistas airados. La semana anterior, Barnes, el obispo de Birmingham, había atacado «las creencias fantásticas» que proliferaban. La ciencia cristiana y el espiritismo eran credos falsos que «movían a los simples a resucitar ideas moribundas», había leído George. Pero ni sus chanzas ni el rechazo eclesiástico disuadirían jamás a sir Arthur.

Aunque George era por instinto escéptico al respecto, se negaba a sumarse a los ataques contra el espiritismo. Si bien no se creía competente para juzgar en estas materias, sabía elegir entre el obispo Barnes de Birmingham y sir Arthur Conan Doyle. Recordaba -y era uno de sus grandes recuerdos, uno de los que imaginaba que compartía con una esposa- el final de aquel primer encuentro en el Grand Hotel. Se levantaron para despedirse y sir Arthur, aquel hombre corpulento, enérgico y afable, que le dominaba en estatura, le miró a los ojos y le dijo: «No pienso que usted sea inocente. No, no creo que sea inocente. que es inocente». Estas palabras eran más que un poema, más que una plegaria; eran la expresión de una verdad contra la que se estrellarían las mentiras. Cuando sir Arthur decía que sabía algo, la carga de la prueba, para la mente jurídica de George, pasaba a la otra persona.

Tomó Memorias y aventuras, la autobiografía de sir Arthur, un volumen macizo, de color azul marino, publicado seis años antes. Se abría siempre por el mismo sitio, la página 215: «En 1906 -releyó-, mi esposa falleció tras una larga enfermedad… Durante algún tiempo después de aquellos días de oscuridad no pude ponerme a trabajar, hasta que de pronto el caso Edalji desvió mis energías hacia un cauce totalmente inesperado». A George siempre le incomodaba un poco este principio. Parecía insinuar que su caso se había presentado en un momento oportuno, pues su índole particular era lo que hacía falta para sacar a sir Arthur de un cenagal de abatimiento; como si quizá hubiera reaccionado de otra manera -de hecho, no era posible- de no haber muerto recientemente la primera lady Conan Doyle. ¿Estaba siendo injusto? ¿Estaba dedicando una excesiva atención a escudriñar una simple frase? Pero era lo que hacía todos los días en su vida profesional: leer con detenimiento. Y se suponía que sir Arthur escribía para lectores atentos.

George había subrayado con lápiz y anotado en el margen muchas otras frases. Para empezar, la siguiente sobre su padre: «No sé cómo un vicario llegó a ser parsi ni cómo un parsi llegó a ser vicario». Bueno, sir Arthur tuvo en otro tiempo una idea al respecto, y además muy precisa y correcta, pues George le había explicado en el Grand Hotel de Charing Cross la trayectoria de su padre. Y después esta frase: «Quizá algún patrocinador católico quería demostrar la universalidad de la Iglesia anglicana. Espero que el experimento no se repita, porque si bien el vicario era un hombre afable y ferviente, la aparición de un clérigo de color con un hijo mestizo en una parroquia rudimentaria y burda no podía por menos de causar alguna situación lamentable». George lo consideraba injusto; prácticamente, la frase culpaba de lo ocurrido a la familia de su madre, en cuyas manos había estado la parroquia. Tampoco le gustaba que le describieran como un «hijo mestizo». No cabía duda de que en un sentido técnico era cierto, pero él no se veía en absoluto retratado en la expresión, del mismo modo que no pensaba en Maud ni en Horace como sus hermanos mestizos. ¿No había otra manera de decirlo? Quizá su padre, que creía que el futuro del mundo dependía de la mezcla armoniosa de razas, habría encontrado una expresión mejor.

«Lo que despertó mi indignación y me infundió la fuerza para llevar esto a cabo fue la indefensión absoluta de aquel pequeño grupo de personas abandonadas, el clérigo de color en su extraña situación, la madre valiente, de ojos azules y pelo canoso, la joven hija, acosada por patanes brutales.» ¿Indefensión absoluta? Si se juzgaba por esto, no se diría que el padre había publicado su propio análisis del caso antes incluso de que sir Arthur hubiese aparecido en escena; y que la madre y Maud no paraban de escribir cartas para recabar apoyos y obtener testimonios. A George le parecía que sir Arthur, aun cuando mereciese mucha gratitud y aplauso, estaba demasiado decidido a monopolizarlos. Desde luego minimizó la larga campaña de Voules en Truth, por no hablar de Yelverton, de los memoriales y de la petición de firmas. Hasta era a todas luces inexacta la crónica que escribió sir Arthur sobre cómo llegó a conocer el caso. «A fines de 1906 topé por casualidad con un oscuro periódico llamado The Umpire, y mi mirada se posó en un artículo escrito por él mismo y en el que exponía su caso.» Pero sir Arthur había «topado por casualidad» con aquel «oscuro periódico» porque George le había enviado todos sus artículos con una larga carta adjunta, como sir Arthur debía de saber muy bien.

No, pensó George, estaba siendo descortés. Sin duda sir Arthur escribía de memoria, se basaba en la versión de los hechos que había contado una y otra vez a lo largo de los años. George sabía, a fuerza de tomar declaración a testigos, que el relato constante de sucesos pulía los bordes de las historias, volvía al narrador más engreído y confería a todo una mayor certeza de la que había existido en su momento. Su mirada recorrió ahora deprisa la crónica de sir Arthur, sin el deseo de encontrar nuevos errores. Hacia el final, después de las palabras «una farsa de justicia», escribía: «El Daily Telegraph organizó para él una colecta que recaudó unas trescientas libras». George se consintió una ligera sonrisa tensa: era la misma suma que habían reunido el año siguiente en respuesta a un llamamiento de sir Arthur en favor del corredor de maratón italiano. Los dos hechos habían conmovido el corazón de los británicos hasta el mismo grado mensurable: tres años de prisión injusta con trabajos forzados, y caerse al final de una carrera atlética. Bueno, en todo caso era saludable ver situado su caso en su correcta perspectiva.

Pero dos líneas más adelante estaba la frase que George había leído más veces que ninguna otra del libro, y que compensaba todas las inexactitudes y los hincapiés erróneos, y ofrecía un bálsamo a alguien cuyos sufrimientos habían sido cuantificados de forma tan humillante. Decía así: «Vino a la fiesta de mi boda y fue el invitado de cuya presencia más orgulloso estuve». Sí. George decidió llevarse al Albert Hall Memorias y aventuras, por si alguien ponía objeciones a su asistencia. No sabía qué aspecto tendrían los espiritistas -y no digamos seis mil juntos-, pero dudaba que se le pareciesen. El libro sería su pasaporte si surgían problemas. Mire, aquí tiene, en la página 215, aquí salgo yo, he venido a despedirme, me enorgullece volver a ser su invitado.

La tarde del domingo, poco después de las cuatro, salió del 79 de Borough High Street y se encaminó hacia el puente de Londres: un hombrecillo atezado, con un traje azul de trabajo, un libro azul oscuro debajo del brazo izquierdo y un par de prismáticos colgados del hombro derecho. Un observador fortuito podría haber pensado que iba a las carreras; sólo que los domingos no se celebraba ninguna. ¿O no sería aquel libro bajo el brazo una guía sobre la observación de pájaros? Pero ¿quién iría a verlos con un traje formal? Habría ofrecido una extraña estampa en Staffordshire, y hasta en Birmingham podrían haberle tomado por un estrafalario, pero nadie lo haría en Londres, que ya contenía más que suficientes.

El traslado allí le había producido aprensión. Por su vida futura, por supuesto; por cómo se arreglarían él y Maud; por la magnitud de la ciudad, sus muchedumbres y su ruido; y más allá de todo esto, por cómo le trataría la gente: si habría rufianes al acecho como los que en Landywood le habían hecho traspasar un seto a empujones y estropeado el paraguas, o policías lunáticos como Upton que le amenazaban con hacerle daño; si toparía con el prejuicio racial que sir Arthur estaba convencido de que constituía la clave de su caso. Pero al cruzar el puente de Londres, cosa que llevaba ya veinte años haciendo, se sintió muy a gusto. Por lo general, la gente te dejaba tranquilo, ya fuera por cortesía o por indiferencia, y George agradecía ambos motivos.

Era verdad que solían hacer presunciones incorrectas: que él y su hermana habían llegado hacía poco del campo; que él era indio; que era un comerciante de especias. Y por supuesto todavía le preguntaban de dónde era, si bien cuando contestaba -para no entrar en conversaciones sobre los puntos más delicados de la geografía- que era de Birmingham, casi todos sus interlocutores asentían sin asombro, como si siempre hubieran esperado que los habitantes de Birmingham fueran como George Edalji. Naturalmente, había esas alusiones cómicas que les gustaban a Greenway y Stentson -aunque pocas a Bechuanaland-, pero las consideraba normales e inevitables, como la lluvia o la niebla.

Y había quienes, al saber que procedía de Birmingham, expresaban desencanto, porque confiaban en recibir noticias de países lejanos que él no podía ofrecer.

Tomó el metro desde Bank a High Street Kensington y desde allí caminó hacia el este hasta que apareció la silueta del Albert Hall. Lo precavido que era con el tiempo -y de lo que Maud se burlaba- le hizo llegar casi dos horas antes de que comenzase el acto. Decidió dar un paseo por el parque.

Eran poco después de las cinco de una hermosa tarde de domingo de julio, y una banda de música tocaba a todo volumen. El parque estaba lleno de familias, excursionistas, soldados, pero George no se inquietó porque en ningún punto formaban un gentío denso. Tampoco miró a las parejas jóvenes que coqueteaban ni a los padres serios que organizaban a sus hijos con la misma envidia que quizá hubiera sentido en otro tiempo. Cuando llegó a Londres, aún no había renunciado a la esperanza de casarse; de hecho, pensaba preocupado en si su futura esposa y Maud se llevarían bien. En efecto, estaba claro que no podría abandonar a Maud, ni deseaba hacerlo. Pero luego pasaron unos años y comprendió que la buena opinión de su hermana sobre su futura esposa le importaba más que a la inversa. Y luego pasaron otros cuantos años y las desventajas, en general, de una esposa se volvieron más patentes. Una esposa podría parecer agradable y resultar que era una gruñona; podría no entender las economías; sin duda querría tener hijos y a George le parecía probable que no soportase el ruido o las molestias que causaran a su trabajo.

Y además, por supuesto, estaban las cuestiones sexuales, que muchas veces no conducían a la armonía. George no llevaba casos de divorcio, pero como abogado tenía pruebas de sobra de la desdicha que podía infligir el matrimonio. Sir Arthur había hecho una larga campaña contra la opresión de las leyes de divorcio y había sido presidente durante muchos años de la unión por la reforma, hasta que le sustituyó lord Birkenhead. De un nombre en la lista de honor a otro: había sido lord Birkenhead, con su nombre civil de F. E. Smith, el que le había hecho a Gladstone preguntas inquisitivas en la Cámara sobre el caso Edalji.

Pero esto era marginal. Tenía cincuenta y cuatro años, vivía con un confort aceptable y tenía una visión en gran medida filosófica sobre su estado de soltero. La familia Edalji ya había perdido a su hermano Horace: estaba casado, se había trasladado a Irlanda y cambiado de nombre. George no sabía seguro en qué orden había hecho estas tres cosas, pero había un claro vínculo entre ellas, y el carácter indeseable de cada una contaminaba a las otras. Bueno, había estilos de vida diferentes; y la verdad era que ni él ni Maud habían tenido nunca muchas posibilidades de casarse. Se parecían en su timidez y en su aparente capacidad de ahuyentar a quienes se les acercaban. Pero ya había en el mundo suficientes matrimonios, y no había, desde luego, peligro de escasez de población. La convivencia de hermano y hermana era tan armoniosa como la de marido y mujer; en algunos aspectos, aún más.

En los primeros tiempos juntos, él y Maud volvían a Wyrley dos o tres veces al año, pero rara vez eran visitas felices. A George le despertaban demasiados recuerdos concretos. La aldaba de la puerta le sobresaltaba todavía, y por la noche, cuando se asomaba al jardín anochecido, a menudo vislumbraba debajo de los árboles figuras huidizas que aun sabiendo que no eran nada le asustaban. En Maud los efectos eran distintos. A pesar de lo mucho que quería a sus padres, cuando ponía el pie dentro de la vicaría se tornaba reservada e insegura; expresaba pocas opiniones y nunca se reía. George casi hubiera jurado que Maud estaba enfermando. Pero conocía la cura: se llamaba la estación de New Street y el tren a Londres.

Al principio, cuando él y Maud salían juntos, a veces la gente les tomaba por marido y mujer; y George, que no quería que nadie pensara que era incapaz de casarse, precisaba, minucioso: «No, es mi querida hermana Maud». Pero a medida que pasaba el tiempo, en ocasiones no se molestaba en corregir la confusión, y después Maud le tomaba del brazo y lanzaba una risita. Él suponía que pronto, cuando ella tuviera el pelo tan canoso como él, les tomarían por una vieja pareja casada y quizá ni siquiera se preocupara de rectificar el error.

Al cabo de un rato paseando sin rumbo, descubrió que se acercaba al Albert Memorial. El príncipe estaba sentado en su entorno dorado y reluciente, rodeado de todos los famosos del mundo. George sacó los prismáticos del estuche y empezó a ejercitarse. Recorrió despacio el monumento, por encima de las gradas donde prevalecían el arte, la ciencia y la industria, y por encima de la figura sedente del pensativo consorte, hacia un reino más alto. La rosca era difícil de controlar y a veces una masa de follaje borroso llenaba las lentes, pero al final emergió la imagen ordinaria de una maciza cruz cristiana. Desde allí siguió poco a poco el chapitel, que parecía tan densamente poblado como los espacios inferiores del monumento. Había hileras de ángeles y -justo debajo- un conjunto de más figuras humanas, vestidas con ropajes clásicos. Rodeó el Memorial, perdiendo el foco a menudo, y procuró identificarlas: una mujer con un libro en una mano y una serpiente en la otra, un hombre con una piel de oso y un garrote grande, una mujer con un ancla, una figura con una capucha y una vela larga en la mano… ¿Eran santos, quizá, o figuras simbólicas? Ah, allí por fin reconocía a una, de pie en un pedestal de una esquina: blandía una espada en una mano y una balanza en la otra. George observó complacido que el escultor no le había vendado los ojos. El detalle muchas veces había merecido su censura: no porque no entendiese su significado, sino porque otros no lo entendían. Los ojos vendados permitían a los ignorantes lanzar pullas contra los juristas; y eso George no lo toleraba.

Guardó los prismáticos en el estuche y desplazó la atención de las figuras monocromas y pétreas a las coloreadas y móviles de su alrededor, del friso esculpido al lienzo vivo. Y en aquel momento le asaltó la comprensión de que todo el mundo iba a morir. En ocasiones se paraba a meditar sobre su propia muerte; había llorado la de sus padres -de la del padre hacía doce años, de la de la madre seis-; había leído en la prensa notas necrológicas y asistido al funeral de colegas, y ahora estaba allí para la gran despedida a sir Arthur. Pero hasta entonces no había comprendido -aunque era más una conciencia visceral que una comprensión mental- que todo el mundo tenía que morir. De niño le habían informado de este hecho, aunque sólo en el contexto de que todos -como el tío Compson- seguían viviendo después, bien en el seno de Cristo o, si habían sido malos, en otro sitio. Miró alrededor. El príncipe Alberto ya había muerto, por supuesto, así como la viuda de Windsor que le había llorado; pero aquella mujer con la sombrilla moriría, y su madre, a su lado, moriría antes, y aquellos niños morirían más tarde, aunque si había otra guerra quizá muriesen antes, y aquellos dos perros que estaban con ellos morirían también, y los músicos a lo lejos y el bebé en su cochecito, hasta aquel bebé, incluso si llegaba a ser tan viejo como el más viejo habitante de la tierra, ciento cinco, ciento diez años, los que fueran, moriría igualmente.

Y si bien George se aproximaba ya al límite de su imaginación, fue un poco más lejos. Si conocías a algunos que habían muerto, podías pensar en ellos de una manera u otra: como difuntos, totalmente extinguidos, cuyo cadáver constituía la prueba fehaciente de que su ego, su esencia y su individualidad ya no existían; o bien podías creer que en algún lugar, de algún modo, según qué religión profesaras, y el fervor o la tibieza con que la profesaras, seguían vivos, o de una forma prevista por textos sagrados o de alguna otra forma aún incomprendida. Era una de las dos; no había una postura transaccional entre ambas, y George, en privado, tendía a pensar que la extinción absoluta era la más probable. Pero cuando uno estaba en Hyde Park una tarde calurosa de verano, entre miles de seres humanos, pocos de los cuales estarían pensando en la muerte, era menos fácil pensar que aquella cosa intensa y compleja llamada vida sólo fuese un azar acontecido en un oscuro planeta, un momento fugaz de luz entre dos eternidades de tinieblas. En aquel entorno era posible sentir que toda aquella vitalidad tenía que perdurar de algún modo, en algún sitio. George sabía que no estaba a punto de sucumbir a un arrebato de sentimiento religioso; no iba a pedir a la Asociación Espiritista de Marylebone algunos de los libros y folletos que le habían ofrecido cuando les compró la entrada. También sabía que seguiría sin duda viviendo como hasta entonces, practicando como el resto del país -y sobre todo a causa de Maud- los ritos generales de la Iglesia de Inglaterra, y los practicaría con una especie de desgana y de imprecisa esperanza hasta la hora de la muerte, en que descubriría la verdad del misterio o -lo más probable- no descubriría nada. Pero aquel día, mientras un caballo y su jinete pasaban por delante, tan condenados a fenecer como el príncipe Alberto, pensó que veía un poco de lo que sir Arthur había llegado a ver.

Todo esto le dejó sin resuello y empavorecido; se sentó en un banco para serenarse. Miró a los viandantes, pero sólo veía a muertos caminando; presos en libertad condicional a los que podían llevarse en cualquier momento. Abrió Memorias y aventuras y empezó a pasar páginas para distraerse. Y al instante dos palabras saltaron ante sus ojos. Eran de un tipo de imprenta normal, pero le llamaron la atención como unas mayúsculas: «Albert Hall». Una mente más supersticiosa o crédula podría haber encontrado un significado a la coincidencia. George se negó a verlo como algo más que una casualidad. Con todo, leyó y se distrajo. Leyó que, casi treinta años atrás, a sir Arthur le habían invitado a actuar de juez en un concurso de forzudos celebrado en el Albert Hall; y que, después de una cena con champán, al salir a la noche desierta había descubierto que unos metros más adelante caminaba el ganador, un tipo sencillo que se disponía a recorrer las calles de Londres hasta la hora de subir al tren de vuelta a Lancashire. George se siente de pronto en un vivido país de ensueño. Hay niebla y el aliento de la gente es blanco, y un forzudo con una estatuilla de oro no tiene dinero para pagarse una cama. Lo ve por detrás, como lo vio sir Arthur; ve el sombrero ladeado, la tela de una chaqueta tensada por hombros poderosos, una estatuilla portada al desgaire debajo de un brazo, los pies de ésta mirando hacia atrás. Perdido en la niebla, pero a la espalda tiene a su salvador corpulento, afable, con acento escocés y al que no le arredra actuar. ¿Qué será de todos ellos -el abogado injustamente acusado, el corredor de maratón extenuado, el forzudo sin dinero- ahora que sir Arthur les ha dejado?

Aún faltaba una hora, pero la gente ya empezaba a dirigirse al Hall y George la siguió para evitar estrujones posteriores. Su entrada era para un palco de la segunda fila. Le encaminaron hacia una escalera trasera y llegó a un pasillo en curva. Abrieron una puerta y se encontró en el túnel estrecho de un palco. Había cinco asientos, todos ellos vacíos, de momento: uno atrás, dos delante, juntos, y otros dos delante de la barandilla de metal. George vaciló un instante, tomó una bocanada de aire y avanzó.

Las luces llamean todo alrededor de este coliseo de felpa dorada y roja. No es tanto un edificio como un cañón oval; mira enfrente, mira abajo, arriba. ¿Qué aforo tendrá: ocho mil, diez mil personas? Casi mareado, se sienta en una silla de la segunda fila. Se alegra de que Maud le haya sugerido que lleve los prismáticos: explora el patio y la rampa de butacas, las tres gradas de palcos, el gran órgano detrás del escenario y luego la ladera más alta del círculo, la arcada sostenida por columnas de mármol marrón, y sobre ellas el arranque de la altísima cúpula oculta por un toldo flotante de lona, como un paisaje de nubes encima de sus cabezas. Observa a la gente que va entrando en el anfiteatro: algunos con traje de noche, pero la mayoría obedientes al deseo de sir Arthur de que no lleven luto. Con un barrido de lentes, George enfoca el estrado: hay macizos de lo que él toma por hortensias y alguna especie de grandes helechos colgantes. Han instalado para la familia una fila de sillas de respaldo cuadrado. En la del medio han puesto un rectángulo de cartón de lado a lado. George enfoca las lentes en esta silla. El letrero dice: SIR ARTHUR CONAN DOYLE.

Mientras la sala se llena, guarda los prismáticos en el estuche. Llegan espectadores al palco de su izquierda; de ellos sólo le separa el brazo mullido de la silla. Le saludan de un modo amistoso, como si la ocasión, aun siendo seria, fuese también informal. Se pregunta si será el único asistente que no es espiritista. Una familia de cuatro miembros ocupa las demás plazas del palco; George se ofrece a desplazar su asiento a la fila de atrás, pero ellos insisten en no aceptar el gesto. Le parecen londinenses normales: una pareja con dos hijos casi adultos. La mujer, desinhibida, se sienta al lado de George: él calcula que se acerca a los cuarenta, lleva un vestido azul, tiene una cara ancha y limpia y una melena de color caoba.

– Aquí arriba ya estamos a mitad de camino del cielo, ¿no? -dice ella, agradable. George asiente, cortés-. ¿De dónde es usted?

Por una vez, él decide responder con exactitud.

– De Great Wyrley -dice-. Está cerca de Cannock, en Staffordshire.

Él casi espera que ella le diga, como Greenway y Stentson: «No, ¿de dónde es realmente?». Pero ella se limita a aguardar, quizá a que él mencione la asociación espiritista a la que pertenece. George está tentado de decir: «Sir Arthur era amigo mío», y añadir: «De hecho, me invitó a su boda», y después, si ella lo pone en duda, a demostrárselo con su ejemplar de Memorias y aventuras. Pero piensa que podría parecer presuntuoso. Además, ella podría preguntarle por qué, si era amigo de sir Arthur, está sentado tan lejos del escenario, entre gente ordinaria que no ha tenido tanta suerte.

Cuando la sala está llena, las luces se atenúan y el grupo oficial sale al escenario. George no sabe si tienen que levantarse y quizá hasta aplaudir; está tan acostumbrado a los rituales de la iglesia, a saber cuándo levantarse, arrodillarse, sentarse, que está desorientado. Si el lugar fuera un teatro y tocaran el himno nacional, el problema estaría resuelto. Piensa que todos deberían levantarse, en homenaje a sir Arthur y por deferencia hacia su viuda; pero no hay instrucciones y todos se quedan sentados. Lady Conan Doyle viste de gris en vez del negro luctuoso; sus dos hijos, Denis y Adrián, altos, llevan traje de etiqueta y sombrero de copa; les sigue su hermana Jean y su hermanastra Mary, la hija superviviente del primer matrimonio de sir Arthur. Lady Conan Doyle toma asiento a la izquierda de la silla vacía. Uno de los hijos se sienta a su lado y el otro en el otro extremo del letrero; los dos jóvenes, algo cohibidos, depositan los sombreros de copa en el suelo. George no les ve con claridad la cara y quiere utilizar los prismáticos, pero duda que sus vecinos lo consideren pertinente. Consulta, en cambio, el reloj. Son las siete en punto. La puntualidad le impresiona; en cierto modo esperaba que los espiritistas fueran menos estrictos en los horarios.

George Craze, de la Asociación Espiritista de Marylebone, se presenta como el presidente de la reunión. Empieza leyendo una declaración en nombre de lady Conan Doyle:


En todas las reuniones en todas partes del mundo, me he sentado al lado de mi amado marido, y en esta gran cita a la que la gente ha venido a honrarle, con respeto y amor en su corazón, su asiento está a mi lado y sé que en presencia espiritual estará cerca de mí. Aunque nuestros ojos terrenales no vean más allá de las vibraciones terrenales, quienes poseen esa vista adicional, el don de Dios que llamamos clarividencia, verán a la querida figura entre nosotros.

En nombre de mis hijos, del mío propio y del de mi marido, quiero agradecerles con todo mi corazón el amor a él que esta noche les ha congregado aquí.


Un murmullo recorre la sala; George no sabe si indica compasión por la viuda o desilusión porque sir Arthur no haya comparecido por milagro en el escenario. Craze confirma que, al contrario de las especulaciones más disparatadas de la prensa, no hay que esperar una representación física de sir Arthur manifestándose por arte de magia. A los que no están familiarizados con las verdades del espiritismo, y en especial a los periodistas, les explica que cuando alguien ha realizado el tránsito, suele haber un período de confusión del espíritu, que quizá no pueda manifestarse de inmediato. Sin embargo, sir Arthur estaba totalmente preparado para el tránsito, que afrontó con una tranquilidad risueña, y dejó a su familia como quien emprende un largo viaje, pero confiado en que todos volverían a reunirse pronto. En tales condiciones cabe esperar que el espíritu encuentre su lugar y sus facultades más rápido de lo normal.

George recuerda algo que Adrián, el hijo de sir Arthur, dijo al Daily Herald. Dijo que la familia añoraría las pisadas y la presencia física del patriarca, pero que eso era todo: «Por lo demás, es como si se hubiera ido a Australia». George sabe que su paladín visitó una vez el lejano continente, porque hace unos años sacó prestado de la biblioteca Las andanzas de un espiritista. Lo cierto fue que sus informaciones sobre el viaje le parecieron más interesantes que las disquisiciones teológicas. Pero se acuerda de que cuando sir Arthur y su familia -acompañados por el incansable señor Wood- estaban haciendo una campaña de divulgación en Australia, los bautizaron «los peregrinos». Ahora sir Arthur ha regresado allí, al menos en el equivalente espiritista, sea el que sea.

Leen en voz alta un telegrama de sir Oliver Lodge. «Con su gran corazón, nuestro paladín estará siguiendo su campaña en el otro lado, con mayor sabiduría y conocimiento. Sursum corda.» Después, la señora St. Clair Stobart lee un pasaje de las Cartas a los Corintios y declara que las palabras de san Pablo son apropiadas para la ocasión, pues a sir Arthur muchas veces le llamaron en vida el san Pablo del espiritismo. La señorita Gladys

Ripley canta el solo de Liddle Abide With Me. El reverendo G. Vale Owen habla de la obra literaria de sir Arthur y concuerda con el criterio del propio autor de que La compañía blanca y su continuación, Sir Nigel, eran sus mejores textos; de hecho, considera que la descripción en la obra posterior de un caballero cristiano y hombre de gran devoción sirve de vivo retrato de sir Arthur. El reverendo C. Drayton Thomas, que ofició la mitad del funeral en Crowborough, ensalza la infatigable actividad de sir Arthur como portavoz del espiritismo.

Acto seguido todos se levantan para cantar el himno favorito del movimiento: Lead, Kindly Light. George percibe en el canto algo distinto que al principio no identifica. «Keep you my feet; I do not ask to see / The distant scene; one step is enough for me [25]Por un momento le distrae esta letra, que no parece especialmente idónea para el espiritismo: tal como George lo entiende, los prosélitos tienen los ojos siempre puestos en la lejana escena, y justamente han dado los pasos que hacen falta para llegar hasta ella. Después su atención se desvía del fondo a la forma. El canto es distinto. En la iglesia, la gente canta himnos como si volviera a conectar con un texto familiar desde hace meses y años; frases que hablan de verdades tan establecidas que no necesitan demostrarlas ni pensar en ellas. Aquí hay voces directas y lozanas; también, una especie de alegría lindante con la pasión que la mayoría de los vicarios juzgaría inquietante. Enuncian cada palabra como si contuviera una verdad flamante que hay que celebrar y transmitir con urgencia a terceros. Todo lo cual a George le parece poco inglés. Cauteloso, lo encuentra más bien admirable. «Till / The night is gone, / And with the morn those ángel faces smile, / Which I have loved long since, and lost awhile [26]

Cuando el himno termina y todos vuelven a sentarse, George hace un pequeño, indeterminado gesto de saludo a su vecina: aunque modesto, es algo que nunca haría en la iglesia. Ella le responde con una sonrisa que le ilumina toda la superficie de la cara. No hay nada atrevido en la sonrisa ni una intención misionera. Tampoco una suficiencia evidente. La sonrisa sólo dice: «Sí, esto es verdad, es bueno, es alegre».

A George le impresiona, pero también le escandaliza un poco: recela de la alegría. En su vida ha conocido poca. En su infancia había algo llamado placer, que solía ir acompañado de las palabras culpable, furtivo o ilícito. Los únicos placeres tolerados eran los modificados por la palabra «simples». En cuanto a la alegría, era algo asociado con ángeles que tocan trompetas, y su auténtica sede era el cielo, no la tierra. Que se expanda la alegría; era lo que la gente decía, ¿no? Pero según la experiencia de George, la alegría siempre había estado fuertemente restringida. En cuanto al placer, ha conocido el de cumplir su deber: con la familia, los clientes y algunas veces con Dios. Pero nunca ha hecho la mayoría de las cosas que sus compatriotas consideran placenteras: beber cerveza, bailar, jugar al fútbol o al criquet, por no hablar de cosas que podrían haber acontecido si se hubiera casado. Nunca conocerá a una mujer que se levante de un salto como una niña, se arregle el pelo con la mano y corra a su encuentro.

E. W. Oaten, que en su día presidió orgulloso la primera gran audiencia a la que sir Arthur habló sobre espiritismo, dice que ningún hombre reunía mejor en su persona todas las virtudes que asociamos con el carácter británico: valentía, optimismo, lealtad, compasión, magnanimidad, amor a la verdad y devoción a Dios. A renglón seguido, Hannen Swaffer evoca que hace menos de dos semanas sir Arthur, mortalmente enfermo, subió con esfuerzo la escalera del Ministerio del Interior para solicitar la abolición de la ley de brujería, que los malintencionados querían invocar contra los médiums. Fue su último deber, y en el cumplimiento del deber no flaqueó nunca. Era algo que se manifestaba en todos los aspectos de su vida. Mucha gente conocía al Doyle escritor, al Doyle dramaturgo, al Doyle viajero, al Doyle boxeador y al Doyle jugador de criquet que derrotó al gran W. G. Grace. Pero más grande que todos ellos era el Doyle que reclamaba justicia cuando sufría un inocente. Gracias a su influencia se aprobó la ley del recurso penal. Fue este Doyle el que asumió con éxito las causas de Edalji y Slater.

George mira hacia abajo instintivamente al oír mencionar su nombre; luego, orgulloso, hacia arriba y por fin, subrepticiamente, de soslayo. Es una lástima que le hayan emparejado con ese vil e ingrato criminal; pero piensa que es honorable regocijarse de que mencionen su nombre en esta gran asamblea. A Maud también le complacerá. Dirige a sus vecinos una mirada más abierta, pero ya ha pasado su momento. Sólo tienen ojos para Swaffer, que ha comenzado a enaltecer a otro Doyle, aún más grande que el Doyle que repara injusticias. Ese gran hombre era y es el que en las horas desesperadas de la guerra ofreció a las mujeres de su país la prueba consoladora de que sus seres queridos no estaban muertos.

Piden ahora al público que, puesto en pie, guarde un silencio de dos minutos en recuerdo del gran paladín. Al levantarse, lady Conan Doyle mira brevemente a la silla vacía que tiene a su lado y luego, ya de pie, flanqueada por sus hijos altos, mira a la sala. Seis mil -¿ocho, diez mil?- personas le devuelven la mirada desde la galería, el paraíso, los palcos, la gran curva de butacas y el anfiteatro. En la iglesia, la gente agacharía la cabeza y cerraría los ojos para rememorar a los difuntos. Aquí no se observa esa discreción o introspección: una mirada directa transmite una compasión sincera. George tiene también la impresión de que el silencio es de una naturaleza distinta de todos los que ha conocido. Los silencios oficiales son respetuosos, graves, a menudo intencionadamente tristes; este silencio es activo, lleno de expectativas y hasta de pasión. Si existe alguno que sea como un ruido reprimido, es este silencio. Cuando se rompe, George comprende que ha ejercido tal poder sobre él que casi se ha olvidado de sir Arthur.

Craze ha vuelto a tomar el micrófono. «Esta noche -anuncia cuando los muchos miles de personas vuelven a sentarse- vamos a realizar un experimento muy audaz con el arrojo que nos inculcó nuestro difunto mentor. Tenemos con nosotros a un espíritu sensible que va a procurar transmitirnos impresiones desde este estrado. Uno de los motivos de que vacilemos en hacerlo ante una audiencia tan colosal es que ejerce una presión tremenda sobre la médium. Diez mil personas concentran en ella una fuerza formidable. Esta noche, la señora Roberts procurará describirnos a algunos amigos, pero será la primera vez que esto se intente entre una multitud tan inmensa. Ayúdenla con sus vibraciones mientras cantan el himno siguiente Open My Eyes That I May See Glimpses of Truth [27].

George nunca ha presenciado una sesión. En realidad, nunca le ha dado una moneda de plata a una gitana ni pagado dos peniques por sentarse ante una bola de cristal en una feria. Cree que todo eso son supercherías. Sólo un necio o un miembro de una tribu primitiva creería que las líneas de una mano o las hojas de té en una taza revelan algo. Desea respetar la convicción de sir Arthur de que el espíritu sobrevive a la muerte; quizá, incluso, de que en determinadas circunstancias un espíritu podría comunicarse con los vivos. Asimismo está dispuesto a admitir que podría haber algo de cierto en los experimentos telepáticos que sir Arthur refirió en su autobiografía. Pero hay un punto que George se niega a traspasar. El punto en que, por ejemplo, la gente empieza a mover los muebles, en que suenan campanillas misteriosas y surgen de la oscuridad caras de muertos fluorescentes, y manos de espíritus dejan su presunta huella en cera blanda. George piensa que todo eso es un obvio truco de magia. ¿Cómo no desconfiar del hecho de que las mejores condiciones para la comunicación de los espíritus -cortinas corridas, luces apagadas, personas que unen las manos de tal forma que no pueden levantarse y verificar lo que está ocurriendo- sean precisamente las mismas que propician la engañifa? A su pesar, considera crédulo a sir Arthur. Ha leído que el ilusionista norteamericano Harry Houdini, a quien sir Arthur conoció en Estados Unidos, se brindó a reproducir todos y cada uno de los efectos conocidos por los médiums profesionales. En numerosas ocasiones hombres honrados le ataron de pies y manos, pero en cuanto apagaban las luces se las ingeniaba para desatarse y ser capaz de tocar campanillas, producir ruidos, cambiar muebles de sitio e incluso generar ectoplasma. Sir Arthur declinó el desafío de Houdini. No negaba que el ilusionista fuese capaz de producir tales efectos, pero prefería interpretar de este modo su habilidad: Houdini poseía, de hecho, poderes espirituales cuya existencia se empeñaba aviesamente en negar.

Cuando termina el cántico de Open My Eyes, una mujer delgada, de pelo moreno corto, con un vestido largo y suelto de raso negro, se acerca al micrófono. Es Estelle Roberts, la médium predilecta de sir Arthur. Reina en la sala una atmósfera aún más intensa que durante los dos minutos de silencio. Estelle se balancea ligeramente en el escenario, con las manos unidas, la cabeza gacha. Todas las miradas convergen en ella. Despacio, muy despacio, empieza a alzar la cabeza; desune las manos y comienza a extender los brazos, sin abandonar el lento cimbreo. Al final, habla.

– Hay un gran número de espíritus aquí, con nosotros -dice-. Me están empujando muy fuerte por detrás.

Y, en efecto, parece que es así: como si se mantuviera erguida a pesar de la gran presión que ejercen sobre ella desde varias direcciones.

Transcurre un rato sin que ocurra nada, salvo más balanceos y embates invisibles. La mujer a la derecha de George susurra:

– Está esperando a que aparezca Nube Roja.

George asiente.

– Es su guía espiritual -añade la vecina.

George no sabe qué contestar. No pertenece a este ambiente.

– Muchos guías son indios.

La mujer hace una pausa, después sonríe y añade, sin el más mínimo rebozo:

– Pieles rojas, me refiero.

La espera es tan activa como ha sido el silencio; como si los espectadores presionaran tanto como los espíritus invisibles a la figura menuda de la señora Roberts. La espera se prolonga y la mujer que se balancea separa más los pies que pisan el suelo, como para equilibrarse.

– Me empujan, me están empujando, muchos no están contentos, la sala, las luces, el mundo que prefieren…, un joven, de pelo moreno peinado hacia atrás, de uniforme y correaje, tiene un mensaje…, una mujer, madre, tres hijos, uno de ellos fallecido y que está con ella…, un caballero anciano y calvo que fue médico no lejos de aquí con un traje gris oscuro pasó al otro lado de repente a causa de un terrible accidente…, un bebé, sí, una niña víctima de la gripe añora a sus dos hermanos, Bob se llama uno y sus padres… ¡Parad! ¡Parad!

Estelle grita de pronto, y con los brazos extendidos parece que empuja a los espíritus que se agolpan a su espalda.

– Son demasiados, sus voces se confunden, un hombre maduro con un abrigo oscuro que pasó gran parte de su vida en África… tiene un mensaje… hay una abuela de pelo blanco que comparte tu inquietud y quiere que sepas…

George escucha a la legión de espíritus que son objeto de una descripción fugaz. La impresión es que todos gritan para que les escuchen, pugnan por transmitir sus mensajes. A George se le ocurre una pregunta cómica pero lógica; ignora de dónde viene, como no sea una reacción a toda esta intensidad insólita. Si esos espíritus son, en efecto, el de ingleses e inglesas que han realizado el tránsito al otro mundo, ¿no deberían formar una cola como es debido? Si han sido promovidos a un estado superior, ¿por qué esa conducta de chusma turbulenta? Decide que no conviene comunicar esta idea a sus vecinos inmediatos, que ahora se inclinan y se agarran a la barandilla de latón.

– … un hombre con un traje cruzado, entre veinticinco y treinta años, tiene un mensaje…, una chica, no, unas hermanas que murieron de repente…, un caballero de edad, más de setenta, que vivía en Hertfordshire…

La lista continúa, y en ocasiones una breve descripción suscita un jadeo en algún recoveco remoto de la sala. La expectación alrededor de George es febril y exaltada; hay en ella también algo de miedo. Se pregunta qué se sentirá si un miembro difunto de tu familia te reconoce en presencia de miles de espectadores. Se pregunta si la mayor parte no preferiría que eso ocurriera en la intimidad de una sala de sesión oscura y con las cortinas corridas. O, posiblemente, que no sucediera en absoluto.

La médium vuelve a callarse. Es como si los espíritus rivales que farfullan a su espalda y a su alrededor guardaran también un momento de silencio. Entonces, de pronto, la médium despliega el brazo derecho y señala hacia George, al fondo de las butacas, en la otra punta de la sala.

– ¡Sí, allí! ¡Le veo! Veo la forma espiritual de un joven soldado. Busca a alguien. Busca a un caballero casi calvo.

Al igual que todos los que tienen un panorama de la sala, George escruta atentamente, a medias esperando que la forma se vuelva visible y a medias intentando identificar al hombre de pelo escaso. Estelle levanta la mano y se la pone encima de los ojos, como si las lámparas de arco le entorpecieran la percepción del espíritu.

– Aparenta unos veinticuatro años. Lleva uniforme caqui. Erguido, robusto, un bigotito. La boca un poco caída en las comisuras. Transitó de repente.

La médium hace una pausa y ladea la cabeza hacia abajo, como haría un abogado para tomar una nota del pasante que tiene a su lado.

– Dice que 1916 fue el año del tránsito. Te llama con claridad «tío». Sí, «tío Fred».

Un hombre calvo, al fondo del anfiteatro, se pone de pie, asiente y con la misma celeridad vuelve a sentarse, como inseguro del protocolo.

– Habla de un hermano que se llama Charles -continúa Estelle-. ¿Es correcto? Quiere saber si la tía Lillian está contigo. ¿Comprendes?

Esta vez el hombre se queda sentado y asiente vigorosamente.

– Me dice que hay un aniversario, el cumpleaños de un hermano. Cierta preocupación en casa. No hay motivo. El mensaje continúa…

De golpe, la señora Roberts da un brinco hacia delante, como impulsada desde detrás con violencia. Se da media vuelta y exclama:

– ¡Ya vale!-Parece como que empuja hacia atrás-. ¡Ya vale, he dicho!

Pero cuando se vuelve hacia el público es evidente que se ha interrumpido el contacto con el soldado. La médium se tapa la cara con la mano, se aprieta la frente con los dedos y pone los pulgares debajo de las orejas, como si intentara recobrar el necesario equilibrio. Por último, aparta las manos de la cara y extiende los brazos.

Ahora el espíritu es el de una mujer de entre veinticinco y treinta años cuyo nombre empieza por J. Fue promovida cuando daba a luz a una niña que realizó el tránsito al mismo tiempo que ella. Estelle recorre con la mirada las filas delanteras, en pos de la madre que avanza con el espíritu de un bebé en los brazos y que trata de localizar a su marido abandonado.

– Sí, dice que se llama June… y está buscando a… R, sí, R… ¿se llama Richard?

Al oír esto un hombre se levanta como un resorte de su asiento y grita:

– ¿Dónde está? ¿Dónde estás, June? June, háblame. ¡Enséñame a nuestra hija!

Está trastornado y pasea en derredor una mirada fija, hasta que una pareja de ancianos, con aire de apuro, le obliga a sentarse.

La médium Estelle, como si la interrupción no se hubiera producido, de tan concentrada que está en la voz del espíritu, dice:

– El mensaje es que ella y la niña te observan y te cuidan en tu aflicción presente. Te están aguardando en el otro lado. Son felices y quieren que seas feliz hasta que los tres volváis a estar juntos.

Al parecer, los espíritus se están volviendo más ordenados. La médium identifica y transmite mensajes. Un hombre busca a su hija. A ella le interesa la música. Él sostiene una partitura abierta. Se establecen iniciales, después nombres. Estelle comunica el mensaje: el espíritu de un gran músico está ayudando a la hija; si ella sigue trabajando con ahínco, el espíritu del músico seguirá influyéndola.

George comienza a distinguir una pauta. Los mensajes transmitidos, ya sean de consuelo, de aliento o de ambas cosas, son de una índole muy general. Lo mismo ocurre, al menos en principio, con las identificaciones. Pero luego, como remache, viene un detalle que la médium muchas veces tarda un rato en buscar. George cree muy improbable que esos espíritus, si existen, sean tan increíblemente incapaces de expresar su identidad sin que la médium se vea obligada a un juego de adivinanzas. El supuesto problema de transmisión entre los dos mundos, ¿no será sólo un ardid para realzar el dramatismo -de hecho, el melodrama- hasta el instante culminante en que alguien del público asiente, o levanta un brazo, o se pone de pie como si le llamaran, o se lleva las manos a la cara, estremecido de estupor y júbilo?

Podría ser sólo un inteligente juego de acertijos: sin duda hay una probabilidad estadística de que haya alguien con la inicial correcta, y después con el nombre exacto, en un auditorio tan numeroso, y una médium podría organizar sus palabras de una forma inteligente para llegar a dicho candidato. O todo podría ser una pura patraña, con cómplices repartidos entre el público para impresionar y quizá convertir a los crédulos. Y hay una tercera posibilidad: que los espectadores que asienten y levantan un brazo y se ponen de pie y gritan, sean sinceros en su sorpresa y crean de verdad que se ha establecido un contacto; pero esto se debe a que alguien de su círculo de allegados -quizá un ferviente espiritista dispuesto a extender la fe por cínico que sea el método- ha informado a los organizadores sobre pormenores personales. George llega a la conclusión de que es probable que lo hagan así. Como en el perjurio, da mejor resultado cuando hay una mezcla inteligente de falsedades y verdades.

– Y ahora hay un mensaje de un caballero muy pulcro y distinguido, que cruzó hace diez, doce años. Sí, aquí lo tengo, fue en 1918, me dice. -«El año en que murió padre», piensa George-. Tenía unos setenta y cinco años. -«Extraño, padre tenía esa edad.» Una pausa algo larga y-: Era un hombre muy espiritual.

En este momento, George nota que la piel empieza a picarle a lo largo de los brazos y hasta la altura del cuello. No, no, seguro que no. Siente el cuerpo paralizado en el asiento; los hombros, rígidos como un cerrojo; clava la mirada en el escenario, a la espera del siguiente movimiento de la médium.

Ella alza la cabeza y se pone a mirar hacia las zonas más elevadas de la sala, entre los palcos superiores y el gallinero.

– Dice que pasó sus primeros años en India.

George es presa de un absoluto terror. Nadie más que Maud sabía que asistiría a este acto. Quizá sea una conjetura alocada -o, mejor dicho, una muy certera- de alguien que ha calculado que diversas personas relacionadas con sir Arthur vendrían al Albert Hall. Pero no, porque muchos de los más famosos y respetables, como sir Oliver Lodge, se han limitado a enviar telegramas. ¿Le habrá reconocido alguien a su llegada? No es imposible, pero ¿cómo habrían adivinado el año exacto de la muerte de su padre?

Estelle tiene el brazo extendido y señala a la fila superior de palcos, en el otro extremo de la sala. A George le vibra el cuerpo entero, como si le hubieran arrojado desnudo a una mata de ortigas. Piensa: «No voy a poder aguantarlo; viene hacia mí y no hay escapatoria». La mirada y el brazo dan vueltas despacio alrededor del gran anfiteatro y se mantienen a la misma altura, como si observaran a un espíritu que busca de un palco a otro. Todos los razonamientos que George ha hecho hace un momento son inútiles. Su padre está a punto de hablarle. Su padre, que fue toda la vida un pastor de la Iglesia anglicana, está a punto de hablarle a través de esa mujer… inverosímil. ¿Qué querrá padre? ¿Qué mensaje puede ser tan urgente? ¿Será algo relacionado con Maud? ¿Una reprimenda paternal por la fe endeble del hijo? ¿Se avecina un veredicto aterrador? Cercano al pánico, George piensa que ojalá su madre estuviera a su lado. Pero ella murió hace seis años.

Mientras la cabeza de la médium sigue girando despacio, mientras ella señala con el brazo a la misma altura, George se asusta más que el día en que, sentado en su despacho, sabía que en un momento dado llamarían a la puerta y un policía le detendría por un delito que no había cometido. Ahora vuelve a ser un sospechoso a punto de ser identificado delante de diez mil testigos. Cree que lo que debe hacer es levantarse y poner fin al suspense gritando: «¡Es mi padre!». Quizá se desmaye y caiga por encima de la barandilla a las butacas de abajo. Quizá sufra un ataque.

– Se llama…, me está diciendo cómo se llama… Empieza por S…

Y la cabeza gira y gira, buscando esa cara en los palcos más altos, buscando el instante glorioso del reconocimiento. George está convencido de que todo el mundo le mira; y de que pronto sabrán todos quién es. Quiere esconderse en la mazmorra más profunda, en la celda carcelaria más infecta. Piensa que no puede ser verdad, es imposible que sea verdad, mi padre nunca se comportaría así, a lo peor voy a ensuciarme encima como cuando era niño y volvía a casa de la escuela, quizá por eso viene padre a recordarme que soy un niño, a mostrarme que su autoridad persiste incluso después de la muerte, sí, no me extrañaría en él.

– Tengo el nombre… -George cree que va a gritar. Va a desmayarse. Se va a caer y a golpear la cabeza contra…-. Es Stuart.

Y un hombre de la edad aproximada de George, unos cuantos metros a su izquierda, se levanta y apunta hacia el escenario, reconociendo al padre de setenta y cinco años que se crió en India y transitó en 1918: casi parece reclamarlo como un premio. George siente que el ángel de la muerte le ha sobrevolado; está helado, sudoroso, exhausto, amenazado; siente un alivio absoluto y una profunda vergüenza. Y, al mismo tiempo, en parte está impresionado, tiene curiosidad, se pregunta, temeroso…

– Y ahora me habla una mujer que tenía unos cuarenta y cinco o cincuenta años. Transitó en 1913. Menciona a Morpeth. No se casó nunca, pero tiene un mensaje para un caballero. -Estelle empieza a mirar hacia abajo, al anfiteatro-. Dice algo de un caballo.

Hay una pausa. La médium vuelve a bajar la cabeza, la gira a un costado, se informa.

– Ya tengo su nombre. Es Emily. Sí, dice que se llama Emily Wilding Davison. Tiene un mensaje, se las ha arreglado para venir aquí con un mensaje para un caballero. Creo que te dijo por medio de la tablilla o de la ouija que vendría a este acto.

Un hombre con una camisa de cuello abierto, sentado cerca del estrado, se pone de pie y, como consciente de que se dirige a toda la sala, dice con una voz persuasiva:

– Así es. Me dijo que comunicaría esta noche. Emily es la sufragista que se arrojó delante del caballo del rey y murió de las heridas. Es un espíritu que conozco muy bien.

Parece que la sala respira una vasta bocanada colectiva. Estelle comienza a transmitir el mensaje, pero George no se molesta en escuchar. Siente que ha recobrado la cordura de repente; por su cerebro sopla el viento claro y cortante de la razón. Supercherías, como siempre sospechó. Conque Emily Davison. Emily Davison, que rompía ventanas, tiraba piedras, incendiaba buzones; que se negó a obedecer el reglamento de la cárcel y a la que, en consecuencia, hubo que alimentar por la fuerza en numerosas ocasiones. En opinión de George, una mujer tonta e histérica, que buscaba la muerte aposta para promover su causa; algunos, no obstante, decían que sólo intentaba colocar una bandera en el caballo y que calculó mal la velocidad del animal. En cuyo caso, incompetente, además de histérica. No se puede infringir la ley para promoverla, eso es un disparate. La promueves mediante peticiones, argumentos, manifestaciones, si fuese necesario, pero siempre por medio de la razón. Los que quebrantaban la ley como un argumento para conquistar el derecho a voto demostraban con ello que no lo merecían.

Con todo, lo crucial no es si Emily Davison era o no una mujer tonta e histérica o si su acción desembocó en que Maud obtuviera el derecho a voto que George aprueba plenamente. No, el quid reside en que sir Arthur era un adversario tan notorio del sufragio femenino que resulta absurda la idea de que un espíritu como el de Emily comparezca en esta reunión conmemorativa. A menos que los espíritus de los fallecidos sean tan ilógicos como revoltosos. Quizá Emily pensaba perturbar este acto del mismo modo que en su día trastornó la celebración del Derby. Pero en tal caso su mensaje debería ir dirigido a sir Arthur o a su viuda, y no a algún amigo comprensivo.

«Basta -se dice George-. Basta de pensar racionalmente sobre estos temas. O, más bien, basta de conceder a estas personas el beneficio de la duda. Una astuta falsa alarma te ha producido un desagradable sobresalto, pero no es motivo para que pierdas tanto el raciocinio como los nervios. Piensa también: Pero si yo me he asustado tanto, si yo he sucumbido al pánico, si yo he creído que podría morirme, imagínate el efecto potencial en mentes más débiles e inteligencias inferiores a las mías.» Se pregunta si, al fin y cabo, la ley de brujería -que debe confesar que no conoce bien- no debería seguir figurando en el código legislativo.

La médium, Estelle Roberts, lleva una media hora transmitiendo mensajes. George divisa a espectadores que se levantan en el anfiteatro. Pero ahora no compiten por un pariente perdido ni se levantan en masa para recibir al espíritu de seres queridos. Abandonan el recinto. Quizá la comparecencia de Emily Wilding Davison ha sido también para ellos la gota que desborda el vaso. Quizá sean admiradores de la vida y la obra de sir Arthur, pero se niegan a vincularse aún más con este truco de magia público. Son treinta, cuarenta, cincuenta las personas que se dirigen con determinación hacia las salidas.

– No puedo continuar, con toda esa gente que se marcha -anuncia Estelle.

Parece ofendida, pero también algo nerviosa. Retrocede unos pasos. Alguien, en algún lado, hace una señal y de pronto el gran órgano que hay detrás del escenario emite una nota estridente. ¿Pretende ahogar el ruido de los escépticos que parten o indicar que la reunión toca a su fin? Para orientarse, George mira a la mujer a su derecha. Ella frunce el ceño, afrentada por la grosería con que han interrumpido a la médium. En cuanto a ésta, tiene la cabeza gacha y se envuelve el cuerpo con los brazos para impedir toda interferencia de la frágil línea de comunicación que ha establecido con el mundo de los espíritus.

Y entonces sobreviene la última cosa que George se esperaba.

El órgano enmudece de golpe en mitad de un himno y Estelle abre los brazos, alza la cabeza, camina con paso firme hacia el micrófono y con una voz apasionada y resonante exclama:

– ¡Está aquí! -Y repite-: ¡Está aquí!

Los que salen se detienen; algunos vuelven a sus asientos. En todo caso, se han olvidado de ellos. Todas las miradas enfocan el escenario, la médium y la silla vacía con el letrero colgado. El restallido del órgano quizá haya sido una llamada de atención, un preludio de este momento culminante. La sala entera guarda silencio, observa, aguarda.

– Le he visto primero durante el silencio de dos minutos -dice la médium.

»Estaba aquí, de pie detrás de mí, pero separado de los demás espíritus.

«Después le he visto cruzar el estrado hasta el asiento vacío.

»Le he visto claramente. Llevaba traje de etiqueta.

»Tenía el mismo aspecto que los últimos años.

»No cabe duda. Estaba muy preparado para el tránsito.

En las pausas que hace entre las breves, dramáticas afirmaciones, George observa a la familia en el estrado. Todos sus miembros, excepto uno, miran a Estelle, petrificados por su anuncio. Lady Conan Doyle es la única que no se ha vuelto. George no distingue su expresión desde tan lejos, pero ella tiene las manos cruzadas sobre el regazo, los hombros rectos, el porte erguido; la cabeza alta, orgullosa, mira por encima del público hacia la lejanía.

– Es nuestro gran paladín, aquí o en el otro lado.

»Ya es perfectamente capaz de manifestarse. Su tránsito fue apacible y estaba muy preparado. No hubo dolor ni confusión para su espíritu. En el otro lado, ya está listo para empezar a trabajar por nosotros.

»La primera vez le he visto en un fogonazo, durante el silencio de dos minutos.

»Le he visto con claridad y nitidez cuando estaba transmitiendo mis mensajes.

»Ha venido, se ha puesto a mi espalda y me ha animado mientras yo hacía mi trabajo.

»He reconocido una vez más su voz clara, inconfundible. Se ha comportado como el caballero que siempre fue.

»Está con nosotros en todo momento, y la barrera entre los dos mundos es sólo transitoria.

»No hay nada que temer del tránsito, y nuestro gran campeón lo ha demostrado compareciendo aquí esta noche.

La mujer a la izquierda de George se apoya en el reposabrazos de terciopelo y susurra. «Está aquí.»

Varias personas se han levantado, como para ver mejor el escenario. Todo el mundo tiene clavada la mirada en la silla vacía, en Estelle, en la familia Doyle. George se siente atrapado de nuevo por un sentimiento colectivo que trasciende, que aplasta el silencio. Ya no le atenaza el miedo de cuando ha pensado que su padre le buscaba, ni el escepticismo de cuando ha aparecido Emily Davison. Siente, a su pesar, una especie de reverencial cautela. En definitiva, están hablando de sir Arthur, el hombre que de buen grado puso sus aptitudes de detective al servicio de George, que arriesgó su propia reputación para salvar la de George, que contribuyó a devolverle la vida que le habían arrebatado. Sir Arthur, un hombre de máxima integridad e inteligencia, creía en estos sucesos que George acaba de presenciar: sería impertinente que el salvado abjurase ahora de su salvador.

No cree que esté perdiendo la cabeza ni el sentido común. Se pregunta: «¿Y si en la reunión hubiese la mezcla de verdades y mentiras que ha detectado antes? ¿Y si algunas partes de lo presenciado fueran patrañas y otras partes auténticas? ¿Y si la teatral médium Estelle, a despecho de ella misma, trajera en verdad noticias de países lejanos? ¿Y si sir Arthur, en la forma o el lugar donde se encuentre, no tiene más remedio, a fin de establecer contacto con el mundo material, que utilizar como cauce a quienes también, parte del tiempo, son fraudulentos? ¿No sería acaso una explicación?».

– Está aquí -repite la mujer a su izquierda, con un tono normal de conversación.

Recoge sus palabras un hombre sentado doce asientos más allá. «Está aquí.» Dos palabras pronunciadas con un tono cotidiano, que se proponen llegar a unos pocos metros de distancia. Pero el aire está tan cargado en el recinto que parecen amplificarse como por arte de magia.

– Está aquí -repite alguien en el gallinero.

– Está aquí -responde una mujer en el anfiteatro.

Entonces un hombre al fondo de las butacas lanza un alarido, con el tono de un predicador evangelista:

– ¡ESTÁ AQUÍ!

Por instinto, George se agacha a recoger los prismáticos y los saca del estuche. Los aprieta contra sus gafas y trata de enfocar el estrado. El índice y el pulgar, nerviosos, giran la rosca y pasan de largo el foco en ambas direcciones; al final aterrizan en el punto medio. Examina a la médium extática, la silla vacía, la familia Doyle. Lady Conan Doyle, desde el primer anuncio de la presencia de sir Arthur, no ha cambiado de postura: la espalda recta, los hombros cuadrados, la cabeza en alto, la mirada fija y -como George advierte ahora- algo parecido a una sonrisa en la cara. La joven rubia y coqueta que conoció brevemente tiene el pelo más oscuro y un aspecto de matrona; él la ha visto siempre al lado de sir Arthur, que es donde ella afirma aún que está. Mueve los prismáticos de un lado para otro, hacia la silla, la médium, la viuda. George nota que respira rápido y bronco.

Le tocan el hombro derecho. Baja los prismáticos. La mujer mueve la cabeza y dice con voz suave:

– Así no puede verle.

No le está reprendiendo; sólo le explica cómo son las cosas.

– Sólo le verá con los ojos de la fe.

Los ojos de la fe. Los ojos de sir Arthur cuando se conocieron en el Gran Hotel de Charing Cross. Había creído en George; ¿ahora George debería creer en sir Arthur? Las palabras de su defensor: no pienso, no creo, sé. Sir Arthur emanaba una envidiable, reconfortante sensación de certeza. Sabía cosas. ¿Qué sabe él, George? ¿Sabe algo, en suma? ¿Qué cantidad de conocimiento ha adquirido en sus cincuenta y cuatro años? Sobre todo, se ha pasado la vida aprendiendo y esperando órdenes. La autoridad de los demás es importante para él; ¿tiene alguna autoridad propia? A los cincuenta y cuatro años piensa muchas cosas, cree unas cuantas, pero ¿de verdad puede afirmar que sabe?

Los gritos de los testigos de la presencia de sir Arthur han cesado ya, quizá porque no ha habido una respuesta acorde desde el escenario. ¿Cuál ha sido el mensaje de lady Conan Doyle al principio del acto? Que nuestros ojos terrenales no ven más allá de las vibraciones terrenas; que sólo los que poseen esa vista adicional, el don de Dios que llamamos clarividencia, verían a la querida figura entre nosotros. En efecto, habría sido un milagro que sir Arthur hubiera conseguido dotar de poderes clarividentes a las diversas personas que aún siguen de pie en diferentes partes de la sala.

Y ahora Estelle vuelve a hablar:

– Tengo un mensaje de Arthur para ti, querida.

Tampoco esta vez lady Conan Doyle vuelve la cabeza.

La médium, con un lento revuelo de raso negro, se desplaza hacia la izquierda, hacia la familia Doyle y la silla vacía. Al llegar junto a lady Conan Doyle, se coloca a su vera y un poco más atrás, mirando hacia el palco donde se encuentra George. A pesar de la distancia, sus palabras se oyen bien.

– Sir Arthur me ha dicho que uno de vosotros ha ido al cobertizo esta mañana.

Aguarda, y como la viuda no contesta, la incita:

– ¿Es cierto?

– Pues sí -responde lady Conan Doyle-. He sido yo.

La médium asiente y continúa:

– El mensaje es: dile a Mary…

En ese momento, otra nota estentórea brota del órgano. La médium se inclina para acercarse más y sigue hablando al socaire del ruido. Lady Conan Doyle asiente a intervalos. Después vuelve la mirada hacia la figura corpulenta, vestida de etiqueta, del hijo que está a su izquierda, como si le interrogara. Él, a su vez, mira a Estelle, que ahora dirige la palabra a los dos. El otro hijo se levanta entonces y se une al grupo. El órgano resuena sin cesar.

George no sabe si ahogan el mensaje por deferencia a la intimidad de la familia o si forma parte del guión escénico. No sabe si ha visto verdades o mentiras, o una mezcla de ambas. No sabe si el fervor claro, sorprendente, muy poco inglés, de quienes le rodean esta noche es una prueba de superchería o de creencia. Y si de creencia, si es verdadera o falsa.

La médium ha terminado de comunicar su mensaje y se vuelve hacia Craze. El órgano sigue atronando, aunque ya no haya nada que ensordecer. Los Doyle se miran unos a otros. ¿Cómo concluirá ahora el acto? Ya se han cantado todos los himnos, rendido los homenajes. Ya ha sido realizado el audaz experimento, sir Arthur ha comparecido entre ellos, han notificado su mensaje.

El órgano sigue sonando. Ahora parece fluctuar hacia los ritmos que despiden a los feligreses después de una boda o un entierro: insistentes e incansables, reincorporan a la gente al mundo cotidiano, sucio, sublunar, sin magia. La familia Doyle abandona el estrado, seguida por los responsables de la Asociación Espiritista de Marylebone, los oradores y la médium Estelle Roberts. El público se levanta, las mujeres buscan los bolsos debajo de los asientos, hombres de gala se acuerdan de las chisteras, hay un arrastrar de pies, murmullos, saludos a amigos y conocidos, y una cola pausada y tranquila en cada pasillo. Los vecinos de George recogen sus pertenencias, se levantan, hacen un gesto con la cabeza y le otorgan una sonrisa plena y confiada. La que George les devuelve no es igual a la de ellos, y no se levanta. Cuando casi todo su sector se ha vaciado, baja de nuevo la mano hasta el suelo y sujeta los prismáticos frente a las gafas. Enfoca otra vez el escenario, las hortensias, la fila de sillas vacías y la especial con el letrero de cartón, el espacio donde es posible que haya estado sir Arthur. Mira a través de las lentes sucesivas. Mira al aire y más allá.

¿Qué ve?

¿Qué vio?

¿Qué verá?

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