Ya desde que Sherlock Holmes resolvió su primer caso, han ido llegando peticiones e instancias de todas partes del mundo. Se diría que la humanidad recurre por instinto a Holmes o a su creador cuando personas o bienes desaparecen en misteriosas circunstancias, la policía está más desconcertada que de costumbre o se ha cometido una injusticia. La oficina de correos devuelve ya automáticamente, con un sello que dice DESTINATARIO DESCONOCIDO, las cartas dirigidas al 221B de Baker Street; un trato similar es dispensado a las enviadas a sir Arthur con la indicación: «Para Holmes». En el curso de los años, a Alfred Wood le ha sorprendido a menudo que su patrono esté orgulloso de haber creado un personaje en cuya auténtica existencia creen sin esfuerzo los lectores, y que al mismo tiempo se irrite cuando llevan esa creencia a sus conclusiones lógicas.
Hay también llamamientos dirigidos a sir Arthur Conan Doyle in propria persona, basados en la suposición de que alguien con la inteligencia y la astucia para idear tan complicados crímenes de ficción tiene que poseer, en consecuencia, las dotes para resolver crímenes reales. Sir Arthur contesta a veces, si le impresionan o conmueven esas cartas, pero su respuesta es invariablemente negativa. Explica que no es, por desgracia, un detective asesor, como tampoco es un arquero inglés del siglo XIV ni un gallardo oficial de caballería a las órdenes de Napoleón Bonaparte.
Así que Wood ha dejado el expediente de Edalji con pocas expectativas. Pero en esta ocasión sir Arthur vuelve al cabo de una hora al despacho de su secretario, e irrumpe por la puerta en la mitad de una parrafada de protesta.
– Está más claro que el agua -está diciendo-. Este hombre es tan culpable como esa máquina de escribir de usted. ¡Se lo digo yo, Woodie! Es una farsa. El caso al revés de la habitación cerrada: no cómo él entra, sino cómo sale. Es lo más ruin del mundo.
Hace meses que Wood no ha visto a su patrono tan indignado.
– ¿Quiere que conteste?
– ¿Contestar? Voy a hacer algo más que eso. Voy a remover las cosas. Voy a entrechocar varias cabezas. Se van a arrepentir del día en que le hicieron esto a un hombre inocente.
Wood ignora todavía quiénes son «ellos» o, de hecho, a qué suceso se refiere. En la petición del firmante vio pocas cosas, aparte del extraño apellido, que la distinguiera de docenas de otras iniquidades supuestas que sir Arthur está dispuesto a reparar él solo. Pero a Wood no le importa en este momento la justicia o la injusticia del caso Edalji. Se siente aliviado de que su patrono, en cuestión de una hora, parezca haberse sacudido el letargo y el abatimiento de los últimos meses.
En la carta adjunta, George ha explicado la situación anómala en que se encuentra. La decisión de concederle una liberación condicional fue tomada por el anterior ministro del Interior, Aker-Douglas, y aplicada por el actual, Herbert Gladstone, pero ninguno de los dos le ha ofrecido una explicación oficial de sus motivos. La condena de George no ha sido anulada ni se le han pedido disculpas por el encarcelamiento. Un periódico, sin duda informado por algún burócrata reticente en el curso de un almuerzo cómplice, tuvo el descaro de divulgar que el Ministerio del Interior estaba convencido de la culpabilidad del reo, pero que lo había liberado porque se consideraba que tres años era la sentencia adecuada para el delito en cuestión. Sir Reginald Hardy, al imponerle una pena de siete, se había excedido una pizca en su celo en defensa del honor de Staffordshire; y el ministro del Interior se limitaba a corregir aquel arranque de entusiasmo.
Todo lo cual sume a George en la desesperación moral y le obliga, en la práctica, a un compás de espera. ¿Le creen culpable o no culpable? ¿Van a disculparse por su condena o van a ratificarla? A no ser que le rehabiliten, y hasta que lo hagan, es imposible que le readmitan en el ejercicio de su profesión. El ministerio quizá espere que George muestre su alivio por medio del silencio y su gratitud cambiando a hurtadillas de oficio, de preferencia en las colonias. Pero George sólo ha sobrevivido a la cárcel gracias a la idea, la esperanza, de volver de algún modo, en algún sitio, a su trabajo de abogado; y quienes le apoyan, tras haber ido tan lejos, tampoco tienen intención de desistir. Un amigo de Yelverton le ha proporcionado un empleo temporal de oficinista; pero esto no es una solución. La solución sólo puede llegar del ministerio.
Arthur llega tarde a su cita con George Edalji en el Grand Hotel de Charing Cross; le han retrasado unos trámites en su banco. Entra en el vestíbulo corriendo y mira alrededor. No es difícil localizar al hombre que le aguarda: la única cara morena está, de perfil, a unos tres metros de Arthur. Se dispone a acercarse para disculparse cuando algo le retiene. Quizá no sea muy caballeroso observar sin permiso; pero no en vano fue en otro tiempo ayudante externo del doctor Joseph Bell.
En suma: una inspección preliminar revela que el hombre con el que está a punto de entrevistarse es bajo y menudo, de origen oriental, con el pelo muy corto y la raya a la izquierda, lleva el traje discreto y de buen corte de un abogado de provincias. Todo esto es de una exactitud indiscutible, pero difícilmente se iguala a la identificación, a partir de cero, de un barnizador o un zapatero zurdo. No obstante, Arthur sigue observando y al hacerlo se remonta, no al Edimburgo del doctor Bell, sino a los años en que él mismo ejerció la medicina. Edalji, como muchos otros hombres que hay en el vestíbulo, se ha parapetado entre un periódico y un sillón de orejas. Pero no está sentado en la misma postura que los demás: sostiene el diario a una distancia increíblemente corta y también un poco de costado, con la cabeza casi paralela a la página. El doctor Doyle, formado en Southsea y Devonshire Place, confía en su diagnóstico. Miopía, posiblemente de graduación muy alta. Y quién sabe, quizá también un poco de astigmatismo.
– Señor Edalji.
El aludido no suelta el periódico con agitación, sino que lo dobla con cuidado. El joven no se pone en pie de un brinco ni se lanza al cuello de su salvador en ciernes. Al contrario, se levanta con parsimonia, mira a sir Arthur a los ojos y le tiende la mano. No hay peligro de que este hombre se ponga a perorar sobre Holmes. Lejos de eso, se mantiene a la espera, cortés y reservado.
Se retiran a un salón de escribir desocupado donde sir Arthur puede examinar más de cerca al recién conocido. Cara ancha, labios bastante llenos, un hoyuelo acusado en mitad de la barbilla; bien afeitado. Para ser un hombre que ha cumplido tres años de condena en Lewes y Portland, y que antes de la cárcel debía de estar habituado a una vida más mullida que la mayoría, muestra pocos indicios de su calvario. Tiene el pelo negro veteado de canas, pero éstas le confieren el aspecto de una persona reflexiva y culta. Podría muy bien ser un abogado en activo; sólo que no lo es.
– ¿Conoce la graduación exacta de su miopía? ¿Seis, siete dioptrías? No es más que una conjetura, por supuesto.
A George le sobresalta esta primera pregunta. Saca un par de gafas del bolsillo superior de la chaqueta y se las entrega. Arthur las examina y luego centra su atención en los ojos cuyos defectos corrigen. Son un poco saltones y dan al abogado un aire ligeramente ausente y adusto. Sir Arthur evalúa al hombre con el dictamen de un antiguo oftalmólogo, pero también está familiarizado con las falsas deducciones morales que la gente en general tiende a extraer de una rareza ocular.
– Me temo que lo ignoro -dice George-. Hace poco que he comprado unas gafas y no pregunté sus características. Tampoco me acuerdo siempre de ponérmelas.
– ¿No usaba gafas de niño?
– No, la verdad. Siempre he tenido mala vista, pero un oculista de Birmingham al que me llevaron dijo queno era aconsejable recetarlas a un niño. Y después…, bueno, estaba muy ocupado. Pero desde mi liberación, por desgracia, ya no lo estoy tanto.
– Como explicaba en su carta. Ahora, señor Edalji…
– Es Aydlji, en realidad, si me lo permite.
George dice esto instintivamente.
– Perdone.
– Estoy acostumbrado. Pero como es mi apellido… Verá, todos los nombres parsis se acentúan en la primera sílaba.
Sir Arthur asiente.
– Bueno, señor Aydlji, me gustaría que le examinase profesionalmente el señor Kenneth Scott, de Manchester Square.
– Si usted lo dice. Pero…
– Pagaré yo, por supuesto.
– Sir Arthur, yo no podría…
– Sí puede, y lo hará.
Lo dice en voz baja y George percibe por primera vez la erre escocesa.
– No me está contratando como detective, señor Edalji. Yo le ofrezco… le ofrezco… mis servicios. Y cuando hayamos obtenido no sólo su indulto sino también una cuantiosa suma de indemnización por una condena injusta, tal vez le envíe la factura de Scott. O tal vez no.
– Sir Arthur, cuando le escribí no me imaginé ni por un momento…
– No, y yo tampoco cuando recibí su carta. Pero aquí estamos.
– El dinero no es importante. Quiero limpiar mi nombre. Quiero que me readmitan en la abogacía. Es lo único que quiero. Que me dejen ejercer de nuevo. Vivir una vida tranquila y útil. Una vida normal.
– Por supuesto. Pero discrepo. El dinero sí es importante. No sólo como compensación por tres años de su vida. También es simbólico. Los británicos respetan el dinero. Si le conceden el indulto, el público sabrá que es inocente. Pero si además le pagan dinero, el público sabrá que es totalmente inocente. Hay una diferencia inmensa. De entrada, el dinero demostrará asimismo que sólo ha sido la inercia corrupta del Ministerio del Interior la que le ha mantenido en prisión.
George asiente despacio para sus adentros según asimila el argumento. A sir Arthur le impresiona el joven. Parece poseer una mente serena y pausada. ¿La habrá heredado de su madre escocesa o de su padre vicario? ¿O es una benéfica mezcla de las dos?
– Sir Arthur, ¿puedo preguntarle si es usted cristiano?
Ahora le toca sobresaltarse a Arthur. No queriendo ofender a este hijo de esclesiástico, responde con otra pregunta.
– ¿Por qué lo pregunta?
– Como usted sabe, me educaron en la vicaría. Amo y respeto a mis padres y, naturalmente, cuando era joven compartía sus creencias. ¿Cómo no compartirlas? Yo nunca habría querido ser clérigo, pero aceptaba las enseñanzas de la Biblia como la mejor guía para una vida auténtica y honorable. -Mira a sir Arthur para observar su reacción; una mirada benévola y una inclinación de la cabeza le animan a seguir-. Sigo creyendo que son la mejor guía. Al igual que pienso que las leyes de Inglaterra indican el modo de que la sociedad en general viva una vida auténtica y honorable. Pero entonces… empezó mi suplicio. Al principio lo veía todo como un infortunado ejemplo de mala administración de la ley. La policía cometió un error, pero lo corregirían los jueces. Los jueces cometieron un error, pero lo corregirían los magistrados y un jurado. Los Quarter Sessions cometieron un error, pero lo corregiría el Ministerio del Interior. Todavía espero que lo corrija el ministerio. Lo que ha ocurrido ha sido fuente de un gran dolor y, por no decir más, de muchas molestias, pero el proceso de la ley, al final, impartirá justicia. Es lo que creía y lo que sigo creyendo.
»Sin embargo, ha sido más complicado de lo que pensé al principio. He vivido mi vida dentro de la ley, es decir, tomándola de guía, mientras que el cristianismo ha sido el sostén moral que había detrás. Mi padre, en cambio -George hace aquí una pausa; Arthur sospecha que no porque no sepa lo que se dispone a decir, sino por su peso emocional-, mi padre vive totalmente inmerso en la religión cristiana. Como cabe esperar. Para él, por tanto, mi calvario debe de ser comprensible en esos términos. Para él hay, tiene que haber, una justificación religiosa de mis sufrimientos. Cree que es el designio de Dios fortalecer mi fe y que sirva de ejemplo a otros. Me avergüenza decir la palabra, pero se imagina que yo soy un mártir.
»Mi padre ya es un anciano y está cada día más débil. No quisiera contradecirle. En Lewes y Portland, como es lógico, yo iba a la capilla. Sigo yendo a la iglesia todos los domingos. Pero no puedo afirmar que la cárcel haya fortalecido mi fe ni -esboza una sonrisa cauta e irónica- mi padre podría afirmar que hayan aumentado en los tres últimos años los feligreses de St. Mark y de las iglesias de las inmediaciones.
Sir Arthur contempla la extraña formalidad de estos comentarios preliminares; es como si los hubiera ensayado, incluso ensayado hasta la saciedad. No, es demasiado severo. ¿Qué haría un hombre durante tres años en la cárcel, aparte de convertir su vida -su vida desastrosa, incipiente, entendida sólo a medias- en algo parecido a la declaración de un testigo?
– Me figuro que su padre diría que los mártires no eligen su destino y que quizá ni siquiera comprenden su sacrificio.
– Quizá. Pero lo que acabo de decir no es toda la verdad. La cárcel no fortaleció mi fe. Todo lo contrario. Creo que la ha destruido. Mi sufrimiento no ha tenido el menor sentido, ni para mí ni como un ejemplo para otros. Pero cuando le dije a mi padre que usted había accedido a verme, su reacción fue que todo formaba parte de los designios evidentes de Dios en el mundo. Y por eso, sir Arthur, le he preguntado si es cristiano.
– Que lo sea o no, no modificará el argumento de su padre. Dios sin duda escoge cualquier instrumento a mano, sea cristiano o pagano.
– Cierto. Pero no tiene que ser blando conmigo.
– No. Y descubrirá que no tengo dobleces, señor Edalji. Por mi parte, no veo cómo sus años en Lewes y Portland, y la pérdida de su profesión y su lugar en la sociedad, han podido servir a los designios de Dios.
– Debe entender que mi padre cree que este nuevo siglo traerá una mezcla de razas más armoniosa que en el pasado; tal es la intención divina, y yo estoy destinado a servir de mensajero, por así decirlo. O de víctima. O de ambas cosas.
– Sin ánimo de criticar a su padre en absoluto -dice Arthur, con cautela-, yo diría que si tal hubiera sido la intención de Dios, la habría cumplido mejor asegurándose de que usted tuviese una carrera gloriosa de abogado y servir así de ejemplo de la mezcla de razas.
– Piensa usted como yo -responde George. A Arthur le agrada esta respuesta. Otros habrían dicho: «Estoy de acuerdo con usted». Pero George lo ha dicho sin vanidad. Es sólo que las palabras de Arthur confirman algo que él ya había pensado.
– Sin embargo, estoy de acuerdo con su padre en que este nuevo siglo va a traer evoluciones extraordinarias en la naturaleza espiritual del hombre. En efecto, creo que cuando comience el tercer milenio, las Iglesias establecidas ya se habrán atrofiado y habrán desaparecido todas las guerras y discordias que su existencia separada ha ocasionado en el mundo.
George se dispone a quejarse de que eso no es para nada lo que su padre piensa; pero sir Arthur sigue elucubrando.
– El hombre está al borde de elaborar las verdades de las leyes psíquicas de la misma manera que a lo largo de los siglos ha elaborado las físicas. Cuando estas leyes lleguen a aceptarse, habrá que repensar desde los primeros principios toda nuestra forma de vida (y de muerte). Creeremos más, no menos. Entenderemos más profundamente los procesos de la vida. Comprenderemos que la muerte no es una puerta que nos cierran en la cara, sino una puerta entornada. Y cuando comience ese nuevo milenio, creo que tendremos una capacidad de dicha y de compañerismo más grande que nunca en la existencia frecuentemente desventurada de la humanidad. -Sir Arthur se contiene de pronto, como un orador callejero en su tarima-. Perdone. Es una obsesión mía. No, es mucho más que eso. Pero usted me ha preguntado.
– No hay nada que perdonar.
– Sí. Me he desviado del asunto que tratamos. Al grano otra vez. ¿Puedo preguntarle si sospecha quién puede haber cometido delito?
– ¿Cuál de ellos?
– Todos. Las persecuciones. Las cartas falsificadas. Los destripamientos, no sólo del pony de la mina, sino de todos los demás.
– Para serle totalmente franco, sir Arthur, en estos tres últimos años yo y los que me han apoyado nos hemos ocupado más de demostrar mi inocencia que de la culpabilidad de otra persona.
– Es comprensible. Pero una conexión es inevitable. ¿Hay alguien de quien pueda sospechar?
– No. Nadie. Todo se hizo en el anonimato. Y no se me ocurre quién disfrutaría mutilando animales.
– ¿Tenía enemigos en Great Wyrley?
– Claro. Pero invisibles. Tenía pocos conocidos allí, amigos o enemigos. No nos integramos en la sociedad local.
– ¿Por qué no?
– Hasta hace poco nunca me había preguntado por qué. Por entonces, de niño, me parecía normal. El caso es que mis padres tenían muy poco dinero y lo que tenían lo gastaban en la educación de sus hijos. No me pesa no haber ido a casa de otros niños. Fui un niño feliz, creo.
– Sí.
– No parece que esto sea toda la verdad-. Pero supongo que, en vista del origen de su padre…
– Sir Arthur, me gustaría dejar una cosa bien clara. No creo que los prejuicios raciales tuvieran nada que ver con mi caso.
– Debo decirle que me sorprende usted.
– Mi padre cree que no habría sufrido como sufrí si hubiera sido, por ejemplo, hijo del capitán Anson. No hay duda de que esto es cierto. Pero a mi entender es una pista falsa. Si no me cree, vaya a Great Wyrley y pregunte a los lugareños. En todo caso, si existen prejuicios, los tiene un sector muy pequeño de la población. Ha habido algún desaire ocasional, pero ¿quién no ha sufrido alguno, de una forma u otra?
– Entiendo su deseo de no interpretar el mártir…
– No, no es eso, sir Arthur.
George se calla y por un momento parece avergonzado.
– A propósito, ¿es así como debo llamarle?
– Puede llamarme así. O Doyle, si prefiere.
– Creo que prefiero sir Arthur. Como puede imaginar, he pensado mucho sobre este asunto. Me educaron como inglés. Fui a la escuela, estudié Derecho, hice mis prácticas, me licencié de abogado. ¿Alguien trató de detener mis progresos? Al contrario. Mis maestros me animaban, los socios de Sangster, Vickery y Speight me contrataron, los feligreses de mi padre tuvieron palabras de elogio cuando me licencié. Ningún cliente rechazó mi consejo en Newhall Street debido a mi origen.
– No, pero…
– Permítame continuar. Como he dicho, hubo algún que otro desaire. Hubo burlas y bromas. No soy tan ingenuo como para no saber que algunas personas me miraban distinto. Pero soy abogado, sir Arthur. ¿Qué pruebas tengo de que alguien haya actuado en mi contra por causa de un prejuicio racial? El sargento Upton solía tratar de asustarme, pero seguro que también asustaba a otros chicos. Estaba claro que el capitán Anson me cogió ojeriza sin haberme visto nunca. Lo que más me preocupaba de la policía era su incompetencia. Por ejemplo, a pesar de haber apostado agentes especiales por todo el distrito, no descubrieron a un solo animal mutilado. Siempre eran granjeros u hombres que iban al trabajo los que les informaban de estos sucesos. No fui la única persona que llegó a la conclusión de que la policía tenía miedo de la supuesta banda, aunque fueron incapaces de demostrar su existencia.
»Así que si me está sugiriendo que los prejuicios raciales tuvieron la culpa de mi calvario, tengo que pedirle pruebas. No recuerdo que Disturnal aludiera ni una sola vez a ello. Ni sir Reginald Hardy. ¿El jurado me declaró culpable por el color de mi piel? Es una respuesta demasiado fácil. Y podría añadir que los celadores y los demás reclusos me trataron bien en mis años de cárcel.
– Si me permite una sugerencia -dijo sir Arthur-. Quizá de vez en cuando debería procurar no pensar como un abogado. El hecho de que no puedan aducirse pruebas de un fenómeno no significa que no exista.
– De acuerdo.
– Así que cuando empezaron las persecuciones contra su familia, ¿creyó usted…, creyó que… eran víctimas aleatorias?
– Probablemente no. Pero hubo otras víctimas.
– Sólo de las cartas. Nadie sufrió lo que usted.
– Sí. Pero no sería muy razonable deducir de esto el propósito y los móviles de los implicados. Quizá mi padre, quien en persona puede ser severo, regañó a algún chico de una granja por robar manzanas o por blasfemar.
– ¿Cree que todo empezó así?
– No lo sé. Pero también se trata de saber lo que es útil. No lo es, para mí, como un principio general de vida, suponer que las personas con quienes me relaciono me tengan una aversión secreta. Y en la coyuntura actual, no me sirve de nada imaginar que si al Ministerio del Interior le convencieran de que un prejuicio racial es el causante de todo, yo obtendría el indulto y la indemnización de la que usted habla. O quizá, sir Arthur, ¿cree que el señor Gladstone alberga ese prejuicio?
– No tengo la más mínima… prueba de ello. De hecho, lo dudo muchísimo.
– Entonces más vale que dejemos el tema.
– Muy bien.
Arthur está impresionado por la firmeza…, en realidad, la obstinación de George.
– Me gustaría conocer a sus padres. Y también a su hermana. Discretamente, claro. Mi instinto es ir derecho a las cosas, pero algunas veces hay que emplear tácticas y hasta marcarse faroles. Como suele decir Lionel Amery, si peleas con un rinoceronte no te atas un cuerno a la nariz. -A George le deja perplejo esta analogía, pero Arthur no lo advierte-. Dudo que favoreciese a nuestra causa el hecho de que me vieran vagando por la comarca con usted o un miembro de su familia. Necesito un contacto, un conocido del pueblo. Quizá pueda proponerme alguno.
– Harry Charlesworth -responde George automáticamente, como si estuviera delante de la tía abuela Stoneham, o de Greenway y Stentson-. Bueno, en la escuela ocupábamos pupitres contiguos. Me hice pasar por amigo suyo. Éramos los primeros de la clase. Mi padre me reprendía por no ser más amigable con los hijos de los granjeros, pero la verdad es que no era posible tener mucho contacto. Harry Charlesworth dirige ahora la lechería de su padre. Tiene fama de honrado.
– ¿Dice que tenía poco trato social con el pueblo?
– Y el pueblo conmigo. Lo cierto, sir Arthur, es que después de licenciarme siempre intenté vivir en Birmingham. Entre nosotros, Wyrley me parecía un lugar aburrido y atrasado. Al principio seguí viviendo en casa, tenía miedo de dar la noticia a mis padres, y sólo me servía del pueblo para cosas necesarias. Reparar unas botas, por ejemplo. Y luego, poco a poco, me vi… no exactamente atrapado, pero sí tan metido en la vida familiar que cada vez se me hacía más cuesta arriba la sola idea de marcharme. Y estoy muy unido a mi hermana Maud. En esta situación estaba hasta que… me hicieron lo que usted sabe. Después de salir de la cárcel me resultó imposible volver a Staffordshire. Así que ahora vivo en Londres. Me hospedo en Mecklenburgh, en casa de la señorita Goode. Mi madre pasó conmigo las primeras semanas después de mi liberación. Pero mi padre la necesita en casa. Viene cuando puede para ver cómo estoy. Mi vida -George hace una pausa-, mi vida, como usted ve, está en suspenso.
Arthur vuelve a reparar en la precisión y la cautela con que George se expresa, ya describa grandes o pequeñas cuestiones, emociones o hechos. Es un testigo excelente. No es culpa suya no ver lo que otros ven.
– Señor Edalji…
– George, por favor.
Sir Arthur ha reincidido en la pronunciación de E-dal-ji, y a su nuevo valedor hay que ahorrarle la molestia.
– Usted y yo, George, usted y yo somos… ingleses no oficiales.
A George le sorprende esta observación. Considera que sir Arthur, en realidad, personifica al inglés oficial: su nombre, su porte, su fama, su aire de sentirse perfectamente a gusto en este gran hotel de Londres, e incluso el tiempo que ha hecho esperar a George. Si no le hubiese parecido que sir Arthur formaba parte de la Inglaterra oficial, tal vez no le habría escrito. Pero parece descortés cuestionar la categoría en que alguien se incluye a sí mismo.
Reflexiona sobre su propio estatus. ¿En qué es inferior a un inglés pleno? Él lo es por nacimiento, por ciudadanía, por educación, por religión y por profesión. ¿Quiere decir sir Arthur que cuando le privaron de la libertad y le inhabilitaron para ejercer, le borraron asimismo del registro de ciudadanos ingleses? En tal caso, no tiene otro país. No puede retroceder dos generaciones. Difícilmente podría volver a la India, un país que nunca ha visitado y que no tiene un gran interés en visitar.
– Sir Arthur, cuando… empezaron mis problemas, mi padre me llevaba a veces a su estudio y me hablaba de los logros de parsis famosos. De que uno de ellos llegó a ser un empresario próspero y de que otro llegó a parlamentario. Un día, aunque no me interesan nada los deportes, me habló de un equipo parsi de criquet que vino de Bombay de gira por Inglaterra. Parece ser que fue el primer equipo indio que visitó estas costas.
– En 1886, creo. Jugó alrededor de treinta partidos y sólo ganó uno, me temo. Disculpe…, en mis horas libres me dedico a leer el Wisden. Volvieron un par de años más tarde, con mejores resultados, me parece recordar.
– Ya ve, sir Arthur, está usted más informado que yo. Y no puedo fingir que soy lo que no soy. Mi padre me educó como un inglés y cuando las cosas se ponen difíciles, no puede tratar de consolarme con cosas en las que nunca hizo hincapié antes.
– ¿Su padre era de…?
– Bombay. Lo convirtieron unos misioneros. Escoceses, por cierto. Como mi madre.
– Comprendo a su padre -dice; sir Arthur. George se da cuenta de que es la primera vez en su vida que oye esta frase-. Las verdades de una raza y las de la religión no siempre se encuentran en el mismo valle. A veces es necesario cruzar en invierno un risco alto y nevado para descubrir una verdad más grande.
George rumia este comentario como si fuera una declaración jurada.
– Pero en ese caso, ¿no tienes el corazón dividido ni estás aislado de tu gente?
– No; entonces tu deber es hablarle del valle que hay al otro lado del risco. Miras al pueblo de donde has partido y observas que te saludan con la bandera porque se figuran que alcanzar esa cresta es ya un triunfo. Pero no lo es. Así que levantas el bastón de esquiar y se lo señalas. Allá abajo, les indicas, allí abajo está la verdad, allí, en el valle siguiente. Seguidme, traspasad el risco.
George acudió a la cita en el Grand Hotel convencido de que examinarían detenidamente las pruebas de su caso. La conversación ha adoptado sesgos inesperados. Se siente un poco desorientado. Sir Arthur percibe cierta desazón en su nuevo amigo. Se siente responsable; se ha propuesto alentarlo. Basta ya de reflexiones; es tiempo de acción. Y también de rabia.
– George, los que le han apoyado hasta ahora, el señor Yelverton y los demás, han hecho una labor inestimable. Han sido totalmente diligentes y correctos. Si el Estado inglés fuera una institución racional, usted ya estaría de nuevo en su bufete de Newhall Street. Pero no lo es. Mi plan, por tanto, no consiste en repetir la tarea del señor Yelverton, expresar las mismas dudas razonables y hacer las mismas peticiones razonables. Yo voy a hacer algo diferente. Voy a hacer mucho ruido. A los ingleses, los ingleses oficiales, no les gusta el ruido. Lo consideran vulgar; les molesta. Pero si la razón apacible no ha surtido efecto, les daré una razón ruidosa. No usaré la puerta de atrás, sino la entrada principal. Tocaré un gran tambor. Tengo intención de sacudir bastantes árboles, George, y veremos qué fruta podrida cae.
Sir Arthur se levanta para despedirse. Domina con su estatura al pequeño abogado. Pero no lo ha hecho durante la conversación. A George le asombra que un hombre tan célebre sepa escuchar y a la vez despotricar, ser suave y también enérgico. A pesar de las últimas palabras de sir Arthur, siente la necesidad de una comprobación básica.
– Sir Arthur, puedo preguntarle…, por decirlo sin rodeos…, ¿cree que soy inocente?
Sir Arthur le dirige una mirada clara y serena.
– George, he leído los artículos de prensa y ahora le he conocido en persona. Así que mi respuesta es: no, no pienso que usted sea inocente. No, no creo que sea inocente. Sé que es inocente.
A continuación le tiende una mano grande, atlética, endurecida por numerosos deportes absolutamente desconocidos para George.
En cuanto Wood se hubo familiarizado con el expediente, lo envió en calidad de explorador. Tenía que inspeccionar la zona, calibrar el talante de los lugareños, beber con moderación en tabernas y establecer contacto con Harry Charlesworth. Sin embargo, no debía jugar a los detectives y tenía que mantenerse lejos de la vicaría. Arthur no había decidido aún su plan de campaña, pero sabía que la mejor manera de cegar las fuentes de información sería subirse a una tarima y pregonar que Woodie había ido a demostrar la inocencia de George Edalji. E, implícitamente, la culpabilidad de algún otro convecino. No quería alarmar a los intereses de la falsedad.
Se documentó, enfrascado en la biblioteca de Undershaw. Averiguó que la parroquia de Great Wyrley comprendía una serie de residencias y granjas bien edificadas; que su suelo era de cieno y arena, con un subsuelo de arcilla y grava, que sus cosechas principales eran trigo, cebada, nabos y remolacha. La estación, a quinientos metros hacia el noroeste, estaba en el ramal de Walsall, Cannock y Rugeley del ferrocarril noroccidental de Londres. La vicaría, con un valor anual de 265 libras, incluida la residencia, la ocupaba desde 1876 el reverendo Shapurji Edalji, del St. Augustine's College, de Canterbury. El Instituto del Obrero, con sede en Landywood, disponía de 250 butacas para conferencias o conciertos y estaba bien provisto de periódicos y semanarios. Samuel John Mason era el director de la escuela de enseñanza primaria, construida en 1882. El director de la estafeta de correos era William Henry Brookes, que era también tendero, mercero y ferretero; el jefe de estación era Albert Ernest Merriman, que obviamente había heredado la gorra ferroviaria de su padre, Samuel Merriman. Había tres minoristas de cerveza en el pueblo: Henry Badger, la señora Ann Corbett y Thomas Yates. El carnicero era Bernard Greensill. El gerente de la empresa minera de Great Wyrley era William Browell, y su secretario se llamaba John Boult. William Wynn era el fontanero, decorador, operario de gas y dueño de almacén. Todo parecía tan normal; tan ordenado, tan inglés.
Decidió, de mala gana, no viajar en coche: un Wolseley de doce caballos de fuerza, con su cambio de marchas y una tonelada de peso no pasaría precisamente inadvertido en las carreteras de Staffordshire. Era una lástima, pues sólo dos años antes había tenido que ir a Birmingham a recoger la máquina. Había sido un viaje con una finalidad más frívola. Recordó que llevaba su gorra marinera de visera, que en los últimos tiempos se había convertido en el emblema de la moda para un automovilista. El hecho quizá no fuese ampliamente conocido entre la población local, porque mientras aguardaba al vendedor del Wolseley, paseando por el andén de New Street, una joven perentoria le había abordado para exigirle que le informara de los trenes que circulaban a Walsall.
Dejó el automóvil en los establos y tomó el tren a Waterloo desde Haslemere. Haría una escala en Londres para ver a Jean por cuarta vez desde que había enviudado y era un hombre libre. Le había escrito diciendo que la visitaría por la tarde; la nota concluía con la más tierna de las despedidas; sin embargo, cuando el tren salió de Haslemere descubrió que lo que más deseaba era estar en su Wolseley, con la gorra marinera calada hasta las orejas, las gafas apretadas contra los ojos, rugiendo hacia Staffordshire a través del corazón de Inglaterra. No entendió esta reacción, que le hizo sentirse culpable e irritado. Sabía que amaba a Jean, que se casaría con ella y la convertiría en la segunda lady Doyle, pero no estaba impaciente por verla, tal como hubiera querido. Ojalá los seres humanos fueran tan sencillos como la maquinaria.
Arthur notó que algo parecido a un gemido pugnaba por escapar de su interior; lo reprimió por consideración a los demás pasajeros de primera. Y aquello era una parte del conjunto: del modo en que se veía obligado a vivir. Sofocabas un gemido, mentías sobre tu amor, engañabas a tu esposa legítima, y todo eso en nombre del honor. En eso radicaba la maldita paradoja: para portarse bien había que portarse mal. ¿Por qué no embarcaba a Jean en el Wolseley, la llevaba a Staffordshire, se inscribían en un hotel como marido y mujer y fulminaba con su mirada de brigada a cualquiera que osara enarcar una ceja? Porque no podía, porque no funcionaría, porque parecía simple pero no lo era, porque, porque… Cuando el tren pasaba por el extrarradio de Woking, rememoró con callada envidia a aquel soldado australiano muerto en el veldt. N.° 410, infantería montada de Nueva Gales, yaciendo inerte con un peón de ajedrez rojo en equilibrio sobre su cantimplora. Una contienda limpia, aire libre y una causa justa: no había muerte mejor. La vida debería parecerse más a aquello.
Va al apartamento de Jean; ella va vestida de seda azul; se abrazan sin reservas. No hay obligación de retraerse, pero tampoco, nota Arthur, necesidad; el reencuentro no le inflama. Se sientan; toman el té; se interesa por la familia de Jean; ella pregunta por qué va a Birmingham.
Una hora después, cuando todavía no ha pasado del sumario de Cannock, ella le coge de la mano y dice:
– Es maravilloso, querido Arthur, verte otra vez tan animado.
– Y a ti también -contesta él, y prosigue su relato.
Como ella esperaba, la historia está llena de colorido y suspense; además, la conmueve y alivia que el hombre al que ama se esté librando ya de las pesadumbres de los últimos meses. Aun así, una vez terminada la narración, explicado su propósito, consultado el reloj y reexaminado el horario de trenes, la decepción de Jean aflora a la superficie.
– Ojalá me llevaras contigo, Arthur.
– Qué extraordinario -dice él, y por primera vez descansa en Jean los ojos como es debido-. Escucha, cuando venía en el tren me he imaginado que te llevaba a Staffordshire en el automóvil, como marido y mujer.
Mueve la cabeza, sorprendido por la coincidencia, que es acaso explicable por la capacidad que de transmitirse el pensamiento tienen dos corazones tan cercanos. Luego se pone de pie, recoge el abrigo y el sombrero y se marcha.
A Jean no le ofende la conducta de Arthur -su amor por él es demasiado indeleble para que ocurra tal cosa-, pero cuando posa las manos en la tetera templada comprende que su situación, y su situación futura, exigirá una reflexión práctica. Estos años pasados han sido difíciles, muy difíciles; ha habido muchos arreglos, concesiones, ocultaciones. ¿Por qué supuso que la muerte de Touie lo cambiaría todo y que habría abrazos instantáneos, a pleno sol y ante el aplauso de amigos, mientras una orquesta lejana tocaba canciones inglesas? No puede haber una transición tan brusca; y la pequeña cuota de libertad adicional que han obtenido puede resultar más bien peligrosa.
Cae en la cuenta de que piensa distinto acerca de Touie. Ya no la ve como la «otra» intocable cuyo honor hay que proteger, la anfitriona que se eclipsa, la simple, dulce, amante esposa y madre que tardó tanto en morir. Una vez Arthur le dijo que la gran cualidad de Touie era que siempre decía que sí a todo lo que él proponía. Ella decía que sí si había que hacer el equipaje a toda prisa y salir hacia Austria; decía que sí a la compra de una nueva casa; que sí a un viaje a Londres para pasar unos días, o a Sudáfrica para pasar unos meses. Era su forma de ser, confiaba en Arthur totalmente, confiaba en que tomase las decisiones correctas tanto para ella como para él.
Jean también confía en Arthur; sabe que es un hombre de honor. Sabe además -y es otra de las razones de que le ame y le admire- que está en constante movimiento, ya sea escribiendo un libro, defendiendo una causa, corriendo mundo o entregándose a su entusiasmo más reciente. Nunca será el tipo de hombre cuya ambición consiste en poseer una mansión en los suburbios, un par de pantuflas y una pala de jardín; que está ansioso de plantarse a esperar en la verja de entrada a que el chico del reparto le lleve el periódico con noticias de países lejanos.
Y así empieza a formarse en la mente de Jean algo demasiado prematuro para llamarlo una decisión: es más una especie de conciencia previsora. Ha sido la chica que esperaba a Arthur desde el 15 de marzo de 1897; dentro de unos meses se cumplirá el décimo aniversario de su encuentro. Diez años, diez edelweiss preciadas. Preferiría esperar a Arthur que casarse satisfecha con cualquier otro hombre del planeta. Pero después de haber sido la chica que le esperaba no quiere ser la esposa que le espere. Se imagina que están ya casados y que Arthur anuncia su partida inminente -a Stoke Poges o a Tombuctú- con el fin de enderezar un entuerto; y se imagina que contesta que le dirá a Woodie que reserve billetes. Billetes para los dos, dirá con calma. Estará al lado de Arthur. Viajará con él; se sentará en la primera fila cuando él dé una conferencia; le allanará el camino y velará por que les presten un buen servicio en hoteles, trenes y barcos. Cabalgará a su vera, ijada junto a ijada, cuando no -dado el control superior que ella ejerce de un caballo- un poco por delante. Hasta es posible que aprenda a jugar al golf si él sigue jugando. No será una de esas arpías que persiguen al marido hasta los peldaños del club; pero estará a su lado y dejará sentado, mediante palabras y actos continuos, que ocupará ese lugar hasta que la muerte los separe. Es el tipo de esposa que se propone ser.
Entretanto, sentado en el tren de Birmingham, Arthur rememora su única experiencia anterior de detective. La Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas le había pedido que les ayudase a investigar acerca de una casa embrujada en Charmouth, Dorsetshire. Había viajado al lugar con el doctor Scott y un tal Podmore, un profesional experto en aquellas pesquisas. Tomaron todas las precauciones habituales para burlar las estafas: atrancaron puertas y ventanas, colocaron hebras de estambre de un lado a otro de la escalera. Velaron con su anfitrión dos noches consecutivas. En la primera, él rellenó la pipa muchas veces y combatió la narcolepsia; pero en mitad de la segunda noche, cuando ya estaban a punto de renunciar a la esperanza, les sobresaltó -y, en aquel momento, les aterrorizó- el sonido, muy cerca de ellos, de un mueble violentamente aporreado. Parecía que el ruido provenía de la cocina, pero cuando se precipitaron hacia allí vieron que estaba vacía y en orden. Registraron la casa desde el desván hasta la bodega en busca de escondrijos; no encontraron nada. Y las puertas seguían atrancadas, las ventanas con listones y las hebras intactas.
Podmore se había mostrado extrañamente negativo sobre aquella casa; sospechaba que algún socio del anfitrión estaba escondido detrás de los paneles. A la sazón, Arthur aceptó este dictamen. Sin embargo, unos años después, un incendio la arrasó hasta los cimientos; y -lo que es aún más significativo- fue exhumado en el jardín el esqueleto de un niño no mayor de diez años. Para Arthur, aquello lo cambiaba todo. En los casos en que una joven vida es arrebatada de una forma violenta, a menudo brota una reserva de vitalidad no utilizada. En momentos así, lo desconocido y lo maravilloso nos presionan por todos los lados; se yerguen formas fluctuantes y nos avisan de las limitaciones de lo que llamamos materia. Aquello fue para Arthur una explicación irrefutable; Podmore, por su parte, se había negado a una rectificación retrospectiva de su informe. De hecho, se había conducido en todo momento más como un maldito escéptico materialista que como un experto encargado de autentificar fenómenos paranormales. Con todo, ¿por qué preocuparse de los Podmore de este mundo cuando tienes a Crookes y a Myers, a Lodge y a Alfred Russel Wallace? Arthur se repitió la fórmula: es increíble pero cierto. La primera vez que oyó estas palabras, le parecieron una paradoja flexible; ahora se estaban consolidando como una certeza férrea.
Se entrevistó con Wood en el hotel Imperial Family de Temple Street. Era menos probable que le reconocieran aquí que en el Grand, donde normalmente se hubiera alojado. Tenían que minimizar las posibilidades de que apareciera un titular jocoso en los ecos de sociedad de la Gazette o el Post: ¿QUÉ SE TRAE ENTRE MANOS SHERLOCK HOLMES EN BIRMINGHAM?
Tenían previsto una incursión en Great Wyrley para última hora de la tarde siguiente. Al socaire del anochecer decembrino, irían a la vicaría con el mayor anonimato posible y volverían a Birmingham en cuanto hubieran terminado su tarea. Arthur se empeñó en visitar una tienda de vestuario de teatro para dotarse de una barba postiza durante la expedición, pero Wood le disuadió. Le dijo que así llamarían más la atención; de hecho, su presencia en aquella tienda daría pie a párrafos inoportunos en la prensa local. Una bufanda y un cuello vuelto, junto con el parapeto de un periódico en el tren, bastarían para llegar indemnes a Wyrley; después recorrerían el camino a la vicaría por la carretera mal iluminada como si…
– ¿Como si fuéramos qué? -preguntó Arthur.
– ¿Necesitamos camuflarnos?
Wood no comprendía por qué su patrono insistía tanto en que se disfrazaran; primero un disfraz material, luego uno psicológico. A su entender, era un derecho inalienable de un inglés decir a otros, en especial al típico entrometido, que no se metiera donde no le llamaban.
– Desde luego. Lo necesitamos. Tenemos que considerarnos…, hum… Ya sé: emisarios de la inspección eclesial, que venimos a verificar el informe del vicario sobre la estructura de St. Mark.
– Es una iglesia relativamente nueva y de construcción sólida -contestó Wood. Luego captó la mirada de su patrono-. Bueno, si insiste, sir Arthur.
A última hora de la tarde siguiente, en New Street, eligieron un vagón que los dejase lo más lejos posible del edificio de la estación de Wyrley y Churchbridge. Mediante esta estratagema proyectaban eludir la mirada curiosa de otros pasajeros que se apeasen allí. Pero resultó que nadie más bajó del tren y, en consecuencia, los impostores clericales fueron escrutados más a fondo por el jefe de estación. Arthur casi se sintió como si estuviese de juerga cuando, para defenderse, se tapó el bigote con la bufanda. «Tú no me conoces -pensó-, pero yo sí te conozco a ti: Abert Ernest Merriman, el hijo de Samuel. ¡Vaya aventura!»
Siguió a Wood a lo largo de un camino oscurecido; en algún punto orillaron una taberna, pero el único indicio de actividad era un hombre repantigado en la entrada y concentrado en mordisquearse la gorra. Al cabo de ocho o nueve minutos, en que sólo les molestó alguna que otra farola de gas, llegaron a la fea mole de St. Mark, con su alto tejado a dos aguas. Wood guió a su patrono a lo largo del muro meridional, tan pegado a la pared que Arthur no advirtió que la piedra grisácea tenía vetas de un rojo violeta. Cuando rebasaron el pórtico, a unos treinta metros más allá del extremo oeste de la iglesia surgieron dos edificios: a la derecha, un aula de ladrillo oscuro con un débil diseño de rombos incrustado en un ladrillo más claro; a la izquierda, la vicaría, más voluminosa. Unos instantes después, Arthur estaba mirando el amplio umbral donde, quince años antes, habían depositado la llave de la escuela de Walsall. Al levantar la aldaba y calcular la suavidad con que debería dejarla caer, se imaginó la llegada más tempestuosa del inspector Campbell con su grupo de agentes especiales y el alboroto que había causado en aquel hogar tranquilo.
El vicario, su mujer y su hija les estaban esperando. Sir Arthur reconoció de inmediato el origen de los buenos y sencillos modales de George, y también de su reserva. La familia se alegró de su llegada, pero no le recibió con efusión; conscientes de su fama, pero no intimidados por ella. A Arthur le alivió por una vez verse delante de tres personas de las que hubiese apostado que no habían leído ni uno solo de sus libros.
El vicario tenía la tez más clara que su hijo, la parte superior de la cabeza plana y entradas en la frente, y un aspecto fuerte, como de bulldog. La boca era idéntica a la de George, pero a Arthur le pareció que era más agraciado y occidental que su hijo.
Trajeron dos gruesas carpetas. Arthur sacó un papel al azar: una carta doblada en una sola hoja y compuesta de cuatro páginas de letra apretada.
«Mi querido Shapurji -leyó-, ¡¡¡tengo el gran placer de informarte de que nos proponemos reanudar el acoso del vicario!!! (vergüenza de Great Wyrley).» Era una letra más pasable que pulcra, pensó. «… un determinado manicomio a menos de ciento cincuenta kilómetros de tu casa tres veces maldecida… y de la que serás expulsado por la fuerza si profieres cualquier opinión firme.» Hasta aquí tampoco había faltas de ortografía. «Enviaré en tu nombre y en el de Charlotte el doble de postales infernales a la menor oportunidad que se presente.» Se suponía que Charlotte era la mujer del vicario. «Venganza contra ti y Brookes…» Este nombre le resultaba familiar a Arthur, gracias a sus pesquisas. «… he enviado al mensajero una carta en su nombre diciendo que no será responsable de las deudas de su mujer… Repito que no hará falta que la locura se encargue de ti porque esas personas están seguras de que te habrán detenido.» Y a continuación, en cuatro líneas descendentes, una despedida burlona:
Te desea feliz Navidad y Año Nuevo,
siempre tuyo,
tu Satán,
Satán Dios
– Venenoso -dijo sir Arthur.
– ¿De quién es esa carta?
– Es una de Satán.
– Sí -dijo el vicario-. Un corresponsal prolífico.
Arthur inspeccionó algunos documentos más. Una cosa era oír hablar de cartas anónimas, y hasta leer extractos de ellas en la prensa. Así parecían bromas infantiles. Y otra cosa muy distinta, comprendió, tenerlas en la mano y estar sentado con sus destinatarios. Aquella primera carta era un texto inmundo, con su canallesca referencia a la mujer del vicario por su nombre de pila. Obra de un lunático, quizá, aunque dotado de una letra clara y bien formada, capaz de expresar con lucidez su odio retorcido y sus planes vesánicos. A Arthur no le sorprendió que los Edalji cerraran con llave las puertas por la noche.
– «Feliz Navidad» -leyó en voz alta Arthur, todavía medio incrédulo-. ¿Y no tiene sospechas de quién podría haber escrito estas groserías?
– ¿Sospechas? Ninguna.
– ¿Y aquella criada a la que tuvo que despedir?
– Se marchó del distrito. Se fue hace mucho.
– ¿Y su familia?
– Su familia es gente decente. Sir Arthur, como puede imaginar, hemos pensado mucho en esto desde el principio. Pero no tengo sospechas. No escucho los chismes y rumores, y si lo hiciera, ¿de qué me serviría? Los chismes y rumores son los responsables de que encarcelaran a mi hijo. No desearía que le hicieran a otro lo que le hicieron a él.
– A no ser que fuera el culpable.
– Sí.
– Y ese Brookes, ¿es el tendero y el ferretero?
– Sí. También recibió cartas anónimas durante una época. Pero se lo tomó con más calma. O con más pereza. En todo caso, no quiso recurrir a la policía. Había habido en el ferrocarril algún incidente relacionado con su hijo y otro chico…; ya no recuerdo los detalles. Brookes nunca habría hecho causa común con nosotros. Tengo que decirle que en esta zona no sienten mucho respeto por la policía. Es una ironía que de todos los habitantes del pueblo fuéramos los más dispuestos a confiar en la policía.
– Excepto en el jefe.
– Su actitud no fue… servicial.
– Señor Aydlji -Arthur hizo un esfuerzo específico para pronunciarlo bien-, tengo el propósito de descubrir por qué. Voy a remontarme al comienzo del caso. Dígame, aparte de las persecuciones directas, ¿ha sufrido alguna otra acción hostil desde que vino aquí?
El vicario dirigió a su mujer una mirada inquisitiva.
– Las elecciones -contestó ella.
– Sí, es cierto. Más de una vez he prestado el aula para reuniones políticas. Los liberales tenían problemas para encontrar salas. Yo también soy liberal… Hubo quejas de algunos de los parroquianos más conservadores.
– ¿Más que quejas?
– Es verdad que uno o dos dejaron de venir a St. Mark.
– ¿Y usted siguió prestando el aula?
– Desde luego. Pero no quiero exagerar. Estoy hablando de protestas, expresadas con firmeza pero con educación. No hablo de amenazas.
Sir Arthur admiró la precisión del vicario; también, que no se compadeciera de sí mismo. Había advertido las mismas cualidades en George.
– ¿Participó el capitán Anson?
– ¿Anson? No, fue algo mucho más local. Sólo intervino más tarde. He incluido sus cartas para que las vea.
Arthur pidió a la familia que repasara los sucesos ocurridos desde agosto hasta octubre de 1903, atento a cualquier incoherencia, detalle pasado por alto o evidencias discordantes.
– En retrospectiva, es una lástima que no despacharan al inspector Campbell y a sus hombres hasta que tuviesen una orden de registro, y que no aguardasen su regreso en presencia de un abogado.
– Pero eso habría sido la conducta de personas culpables. No teníamos nada que ocultar. Sabíamos que George era inocente. Cuanto más pronto registrase la policía la casa, antes podrían dar a su investigación un rumbo más fructífero. De todos modos, el inspector Campbell y sus hombres se comportaron con toda corrección.
«No todo el tiempo», pensó Arthur. Había algo en el caso que no entendía, algo relacionado con la visita de la policía.
– Sir Arthur -era la voz baja de la señora Edalji, delgada, de pelo blanco-. ¿Puedo decirle dos cosas? Una, qué agradable es volver a oír una voz escocesa en estas regiones. ¿Detecto acaso un acento de Edimburgo?
– En efecto, señora.
– Y la segunda se refiere a mi hijo. Usted ha conocido a George.
– Me impresionó mucho. Conozco a muchas personas que no se habrían mantenido tan fuertes de cuerpo y mente después de tres años en Lewes y Portland. Debe de estar orgullosa.
La señora Edalji sonrió fugazmente ante el cumplido.
– Lo que más desea George es que le permitan volver a su trabajo de abogado. Es lo que siempre ha querido. Quizá sea peor para él ahora que cuando estuvo en la cárcel. Entonces las cosas estaban más claras. Ahora vive en un compás de espera. El Colegio de Abogados no puede readmitirle hasta que hayan lavado la mancha de su nombre.
No había nada que galvanizase más a Arthur que el ruego de una suave y anciana voz femenina escocesa.
– Tenga la seguridad, señora, de que pienso hacer un ruido tremendo. Voy a remover las cosas. Unas cuantas personas no dormirán ya en su cama tan a pierna suelta cuando les haya dado su merecido.
Pero esto no parecía ser la promesa que quería la señora Edalji.
– Eso espero, sir Arthur, y se lo agradecemos. Lo que estoy diciendo es algo distinto. George es, como habrá observado, un chico…, un joven, mejor dicho, muy resistente. Para serle sincera, su resistencia nos sorprendió a los dos. Le creíamos más frágil. Está resuelto a reparar esta injusticia. Pero sólo quiere eso. No quiere notoriedad. No quiere convertirse en abogado de ninguna causa concreta. No representa a ninguna. Quiere volver a trabajar. Quiere una vida ordinaria.
– Quiere casarse -intervino la hija, que hasta el momento no había abierto la boca.
– ¡Maud! -en el tono del vicario hubo más sorpresa que reproche-. ¿Cómo es posible? ¿Desde cuándo? Charlotte… ¿Sabías algo de esto?
– Padre, no te alarmes. Me refiero a que quiere casarse en general.
– Casarse en general -repitió el vicario. Miró a su distinguido visitante-. ¿Cree que eso es posible, sir Arthur?
– Yo, por mi parte -contestó Arthur, riéndose-, sólo he estado casado en particular. Es el método que entiendo, y el que recomendaría.
– En ese caso -y el vicario sonrió por primera vez-, tenemos que prohibir a George que se case en general.
De nuevo en el hotel Imperial Family, Arthur y su secretario tomaron una cena tardía y se retiraron a un salón fumador desocupado. Arthur encendió la pipa y observó cómo Wood prendía un cigarrillo de alguna marca barata.
– Una excelente familia -dijo sir Arthur-. Modesta, admirable.
– En efecto.
Arthur tuvo una aprensión súbita, generada por las palabras de la señora Edalji. ¿Y si su llegada al escenario de los hechos ocasionaba nuevas persecuciones? Al fin y al cabo, Satán -es decir, el Satán Dios- estaba allí fuera afilando su lápiz y su instrumento curvo con los lados cóncavos. Satán Dios: qué singularmente repulsivas eran las perversiones de una religión institucional en cuanto empezaba su declive irreversible. Cuanto antes demolieran todo aquel edificio, mejor.
– Woodie, déjeme utilizarle como caja de resonancia. -No esperó una respuesta; tampoco el secretario pensó que la esperase-. Hay tres aspectos del caso que de momento no comprendo. Hay algunas lagunas. Y la primera es por qué Anson cogió ojeriza a George Edalji. Ya ha visto las cartas que le escribió al vicario. Amenazando a un colegial con trabajos forzados.
– Sí.
– Anson es un hombre notable. Me he documentado. El segundo hijo del segundo conde de Lichfield. Ex artillero real. Jefe de la policía desde 1888. ¿Por qué un hombre así escribiría semejante carta?
Wood se limitó a carraspear.
– ¿Y bien?
– No soy un investigador, sir Arthur. Le he oído decir que en el oficio de detective hay que eliminar lo imposible, y lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad.
– Ay, esa formulación no es mía. Pero la respaldo.
– Por eso no valgo para investigador. Si alguien me pregunta algo, sólo busco la respuesta obvia.
– ¿Y cuál sería la respuesta obvia en el caso del capitán Anson y George Edalji?
– Que siente aversión por las personas de color.
– Eso, en efecto, es muy obvio, Alfred. Tanto, que no puede ser así. Por muchos defectos que tenga, Anson es un caballero inglés y un jefe de la policía.
– Ya le he dicho que no soy un investigador.
– No nos rindamos tan pronto. Veremos lo que se le ocurre respecto a mi segunda laguna. Que es la siguiente. Dejando aparte aquel episodio temprano con la criada, el hostigamiento de los Edalji tiene lugar en dos capítulos separados. El primero va de 1892 al principio mismo de 1896. Es intenso y creciente. De repente cesa. Durante siete años no ocurre nada. Después vuelve a empezar y destripan al primer caballo. Febrero de 1903. ¿Por qué ese intervalo? Es lo que no entiendo, ¿por qué ese intervalo? Investigador Wood, ¿qué opina usted?
El secretario no disfrutaba mucho de este juego; le parecía ideado de tal modo que únicamente podía perder.
– Quizá porque el culpable, fuera quien fuese, no estaba allí.
– ¿Dónde?
– En Wyrley.
– ¿Dónde estaba?
– Se había ido.
– ¿Adonde?
– No lo sé, sir Arthur. Quizá estuviera en la cárcel. Quizá se marchara a Birmingham. Quizá se embarcara.
– Lo dudo mucho. De nuevo, es demasiado obvio. La gente de la comarca lo habría notado. Habría habido habladurías.
– Los Edalji dicen que no oyeron ninguna.
– Hum. Veamos si las oyó Harry Charlesworth. Ahora bien, el tercer punto que no entiendo es la cuestión de los pelos en la ropa. Si en este punto pudiésemos eliminar lo obvio…
– Gracias, sir Arthur.
– Oh, por el amor de Dios, Woodie, no se ofenda. Es demasiado valioso para ofenderse.
Wood reflexionó que siempre había tenido alguna simpatía por el personaje del doctor Watson.
– ¿Cuál es el problema, señor?
– El problema es el siguiente. La policía examinó la ropa de George en la vicaría y dijo que había pelos en ella. El vicario, su mujer y su hija examinaron la ropa y dijeron que no los había. El médico de la policía, el doctor Butter, y estos médicos son, según mi experiencia, los más escrupulosos, declaró que había encontrado veintinueve pelos «de longitud, color y textura similares» a los del pony mutilado. Aquí hay, por tanto, un conflicto claro. ¿Cometieron perjurio los Edalji para proteger a George? Cabría pensar que es lo que creyó el jurado. La explicación de George fue que quizá se hubiera apoyado en un cercado donde había vacas pastando. No me sorprende que el jurado no le creyera. Suena como la declaración de alguien vencido por el pánico, no una descripción de algo que ocurrió. Además, sigue dejando a los familiares como perjuros. Si había pelos en la ropa, los habrían visto, ¿no?
Aquí Wood se tomó su tiempo. Desde que empezó a trabajar para sir Arthur, había ido adquiriendo funciones nuevas. Secretario, amanuense, falsificador de firma, copiloto, compañero de golf, adversario de billar; ahora, caja de resonancia y enunciador de obviedades. Además de alguien dispuesto a hacer el ridículo. Pues que así fuera.
– Si los pelos no hubieran estado en la ropa cuando los Edalji la examinaron…
– Sí…
– Y si no estaban allí antes porque George no se había recostado en ningún cercado…
– Sí…
– Entonces tuvieron que llegar allí después.
– ¿Después de qué?
– Después de que la ropa saliera de la vicaría.
– ¿Quiere decir que los puso el doctor Butter?
– No. No lo sé. Pero si quiere la respuesta obvia, es que llegaron a la ropa después. De una forma u otra. Y, en tal caso, la policía miente. O alguien de la policía.
– Lo cual no es imposible. ¿Sabe, Alfred? No está necesariamente equivocado, se lo aseguro.
Un cumplido, reflexionó Wood, que el doctor Watson habría recibido con orgullo.
Al día siguiente volvieron a Wyrley sin hacer tanto hincapié en que no les vieran, y visitaron a Harry Charlesworth en su lechería. Conteniendo la respiración, pasaron por entre los desechos de una manada de vacas y entraron en un pequeño despacho, en un anexo de la parte trasera de la casa. Había tres sillas desvencijadas, un pequeño escritorio, una estera de rafia embarrada y un calendario del mes anterior en un rincón de la pared. Harry era un joven rubio y de cara franca que parecía alegrarse de aquella interrupción en el trabajo.
– ¿Así que vienen por lo de George?
Arthur miró enfadado a Wood, que movió la cabeza desmintiéndolo.
– Fueron a la vicaría anoche.
– ¿Nosotros?
– Bueno, en todo caso vieron a dos desconocidos que iban a la vicaría después de anochecer, y uno de ellos era un caballero alto que se tapaba el bigote con la bufanda, y el otro uno más bajo y con un sombrero hongo.
– Vaya -dijo Arthur.
Quizá, al fin y al cabo, debería haberse comprado un disfraz.
– Y ahora esos mismos caballeros, aunque bastante menos disfrazados, vienen a verme para hablar de un asunto que me dijeron que era confidencial pero que enseguida van a revelarme.
Harry Charlesworth se estaba divirtiendo mucho. También le hacía feliz rememorar.
– Sí, de niños fuimos compañeros de clase. George siempre fue muy callado. Nunca se metía en líos, no era como los demás. Y era inteligente. Más que yo, y yo era listo en aquel entonces. Ahora ya no se me nota. Ya ven, pasarse el día mirando el trasero de una vaca desgasta la inteligencia.
Arthur pasó por alto este desvío hacia una vulgar autobiografía.
– Pero ¿George tenía enemigos? ¿Le tenían inquina… por el color de su piel, por ejemplo?
Harry reflexionó un momento.
– No, que yo recuerde. Pero ya sabe lo quepasa con los chicos: tienen gustos y aversiones distintas de los adultos. Y cambian de un mes a otro. Si a George le tenían inquina, era más por ser inteligente. O porque su padre era el vicario y desaprobaba las diabluras que suelen tramar los chicos. O porque era miope. El maestro le colocó delante para que viese el encerado. Quizá pensaron que era un favoritismo. Un motivo más normal para tenerle manía que el color de su piel.
El análisis de Harry de las atrocidades de Wyrley no fue complejo. La acusación contra George era una tontería. La policía era tonta. Y la estupidez más grande de todas era la idea de que una banda misteriosa merodease de noche al mando de un misterioso capitán.
– ¿Cómo lo sabe?
– Harry, tendremos que entrevistarnos con el soldado Green, porque es la única persona de la región que se ha confesado culpable de destripar a un caballo.
– ¿Les apetece hacer un largo viaje?
– ¿Adonde?
– A Sudáfrica. Ah, no lo sabían.
Harry Green sacó un pasaje para Sudáfrica un par de semanas después de que terminara el juicio. Era un billete de ida.
– Interesante. ¿Tiene idea de quién se lo pagó?
– Bueno, Harry Green no fue, eso seguro. Alguien interesado en quitarle de en medio.
– ¿La policía?
– Es posible. Por la época en que se marchó no es que estuvieran muy contentos con él. Se retractó de su confesión. Dijo que él no había mutilado a un caballo y que la policía le forzó a confesar.
– Demonios, ¿sí? ¿Qué le parece, Woodie?
Wood, como era de esperar, declaró lo más obvio.
– Bueno, yo diría que mintió la primera o la segunda vez. O -añadió con un deje malicioso- quizá las dos veces.
– Harry, ¿puede averiguar si el señor Green tiene una dirección de su hijo en Sudáfrica?
– Puedo intentarlo.
– Y otra cosa. ¿Se habló en Wyrley de quién pudo haberlo hecho, ya que George no lo hizo?
– Siempre hay habladurías. Hablar no cuesta dinero. Lo único que yo diría es que tiene que ser alguien que sepa tratar a los animales. No puedes acercarte a un caballo, a una oveja o a una vaca y decirle, no te muevas, preciosa, mientras te saco las tripas. Me gustaría ver a George Edalji entrar en la lechería y tratar de ordeñar a una de mis vacas… -Harry se regodeó un instante con esta idea-. Lo mataría a coces o caería en la mierda antes de haber podido ponerle el taburete debajo.
Arthur se inclinó hacia delante.
– Harry, ¿estaría dispuesto a ayudarnos a rehabilitar el nombre de su amigo y antiguo condiscípulo?
Harry Charlesworth advirtió el tono bajo y zalamero, pero receló.
– No era exactamente amigo mío. -Se le iluminó la cara-. Por supuesto, tendría que robarle tiempo a la lechería…
Arthur, al principio, había atribuido un carácter más caballeroso a Harry Charlesworth, pero prefirió no desengañarse. Una vez convenidos la iguala y el baremo de los honorarios, Harry, en su nueva calidad de detective ayudante, les mostró el itinerario que George, en teoría, debió de seguir aquella lluviosa noche de agosto, tres años y medio atrás. Emprendieron la marcha a campo traviesa detrás de la vicaría, saltaron una cerca, se abrieron camino a través de un seto, cruzaron las vías del ferrocarril por un paso subterráneo, saltaron otra cerca, cruzaron otro campo, superaron un seto espinoso que se les pegaba como una lapa, cruzaron otro potrero y llegaron al lindero del campo de la mina. Poco más de un kilómetro, calculando por encima.
Wood sacó su reloj de bolsillo.
– Dieciocho minutos y medio.
– Y estamos en buena forma -comentó Arthur, quitándose todavía espinas del abrigo y barro de los zapatos-. Y es de día, y no llueve, y tenemos una vista excelente.
De nuevo en la lechería, en cuanto el dinero hubo cambiado de manos, Arthur preguntó qué clase de delitos, en general, se cometían en el vecindario. Parecían los corrientes: robo de ganado, ebriedad pública, incendio de almiares. ¿Había habido incidentes violentos aparte de los ataques contra el ganado? Harry recordaba vagamente algo de la época aproximada en que condenaron a George. Una agresión contra una madre y su hija. Dos tipos con un cuchillo. Se produjo un revuelo pero no hubo juicio. Sí, con mucho gusto investigaría el caso.
Se estrecharon la mano y Harry les acompañó a la ferretería, que al mismo tiempo servía de tienda de comestibles, mercería y estafeta de correos.
William Brookes era un hombre menudo y rechoncho, con patillas blancas y tupidas que contrapesaban su cráneo calvo; llevaba un delantal verde con manchas que databan de años. No fue abiertamente cordial ni abiertamente suspicaz. Se disponía a llevarles a una trastienda cuando sir Arthur, dando un codazo a su secretario, anunció que necesitaba con urgencia una rasqueta de botas. Mostró un enorme interés por el muestrario disponible, y una vez completada y envuelta la compra, se comportó como si el resto de la visita hubiera sido una feliz idea posterior.
En el almacén, Brookes pasó tanto tiempo hurgando en cajones y murmurando para sus adentros que sir Arthur se preguntó si no tendría que comprar una bañera de cinc y un par de fregonas para acelerar las cosas. Pero el ferretero localizó finalmente un paquetito de cartas muy arrugadas y atadas con un bramante. Arthur reconoció de inmediato el papel en que estaban escritas; habían utilizado el mismo cuaderno barato para las cartas enviadas a la vicaría.
Brookes rememoró lo mejor que pudo la tentativa fallida de soborno de tantos años atrás. A su hijo Frederick y a un amigo les acusaron de haber escupido a una anciana en la estación de Walsall, y a él le dieron instrucciones de enviar dinero a la oficina de correos local si no quería que denunciasen a su hijo.
– ¿No hizo usted nada?
– Claro que no. Mire usted mismo las cartas. Mire la letra. Era sólo una travesura.
– ¿Nunca pensó en pagar?
– No.
– ¿Pensó en ir a la policía?
Brookes infló las mejillas, con un gesto de desprecio.
– Ni por un segundo. Ni por una fracción de segundo. No hice caso y pasó. Pero el vicario armó un buen jaleo. Anduvo por ahí quejándose, escribió al jefe de policía y demás, ¿y qué adelantó? Sólo consiguió empeorar las cosas, ¿no? Para él y su chico. No es que yo le reproche lo que ocurrió, entiéndame. Lo que pasa es que nunca ha comprendido a un pueblo como éste. Es como si… tuviera un librillo para cada cosa, no sé si me sigue.
Arthur no dijo nada.
– ¿Y por qué cree que el chantajista eligió a su hijo y al otro chico?
Brookes volvió a inflar las mejillas.
– De esto hace años, señor, ya le digo. ¿Diez? Quizá más. Tendría que preguntarle a mi hijo; bueno, ya es un hombre.
– ¿Recuerda quién era el otro chico?
– Nunca me ha hecho falta recordarlo.
– ¿Todavía vive por aquí su hijo?
– ¿Fred? No, Fred se marchó hace mucho. Ahora vive en Birmingham. Trabaja en el canal. No quiere llevar la tienda. -El ferretero hizo una pausa y después añadió, con una vehemencia súbita-: El muy cabrón.
– ¿Y tendría usted su dirección?
– Quizá. ¿No quiere usted nada más, aparte de la rasqueta?
Arthur estaba de un humor excelente en el tren de vuelta a Birmingham. De vez en cuando echaba un vistazo a los tres paquetes posados al lado de Wood, los tres envueltos en papel de estraza encerada y atados con una cuerda, y sonrió al pensar cómo era el mundo.
– ¿Qué le ha parecido el trabajo del día, Alfred?
¿Qué le parecía? ¿Cuál era la respuesta obvia? Bueno, ¿cuál era la respuesta correcta?
– Para serle totalmente franco, creo que no hemos avanzado mucho.
– No, algo mejor que eso. No hemos avanzado mucho en varias direcciones distintas. Y necesitábamos una rasqueta.
– ¿Sí? Creí que teníamos una en Undershaw.
– No sea aguafiestas, Woodie. Nunca sobran las rasquetas en una casa. Dentro de unos años la recordaremos como la rasqueta Edalji, y cada vez que nos limpiemos las botas evocaremos esta aventura.
– Si usted lo dice.
Arthur dejó que Wood se abandonase a su estado de ánimo y contempló los campos y setos que pasaban. Intentó imaginar a George Edalji en aquel tren, en el trayecto al Mason College, después a Sangster, Vickery y Speight, y después a su bufete en Newhall Street. Trató de imaginar a George Edalji en el pueblo de Great Wyrley, paseando por los caminos, yendo a ver al botero y comprando cosas a Brookes. El joven abogado -por bien que hablara y por bien vestido que fuera- sería un bicho raro incluso en Hindhead, y sin duda aún más en los parajes desérticos de Staffordshire. Era a todas luces un hombre admirable, con un cerebro lúcido y una gran entereza. Pero si solamente lo mirabas -mirarlo, además, con los ojos de un mozo de labranza sin estudios, un obtuso policía de pueblo, un jurado inglés lleno de prejuicios o un presidente suspicaz de un tribunal-, quizá no vieras nada más que una piel morena y una particularidad óptica. Resultaría raro. Y si empezaban a ocurrir cosas extrañas, la palabrería que en un pueblo ignorante pasaba por ser lógica imputaría los sucesos a aquella persona.
Y en cuanto uno prescinde de la razón -la verdadera-, cuanto más lejos quede, mejor para él. Las virtudes de un hombre se convierten en defectos. El control de uno mismo parece secretismo, la inteligencia se considera astucia. Y de este modo, un abogado respetable, cegato y alfeñique, se transforma en un degenerado que recorre los campos en lo más profundo de la noche y elude la vigilancia de veinte agentes especiales para chapotear en la sangre de animales mutilados. Es tan absolutamente descabellado que parece lógico. Y a juicio de Arthur, todo se reducía a aquel singular defecto óptico que había observado de inmediato en el vestíbulo del Grand Hotel de Charing Cross. Ahí radicaba la certeza moral de que George Edalji era inocente, y el motivo de que se hubiera convertido en un chivo expiatorio.
En Birmingham, siguieron el rastro de Frederick Brookes hasta su domicilio cerca del canal. Escrutó a los dos caballeros, que para él olían a Londres, reconoció el envoltorio de los tres paquetes que el caballero más bajo llevaba debajo del brazo, y anunció que el precio de su información era media corona. Sir Arthur, adaptándose a las usanzas de los lugareños, ofreció una escala móvil, que iba de un chelín y tres peniques a dos chelines y seis peniques, según la utilidad de las respuestas. Brookes accedió.
Dijo que el nombre de su compañero era Fred Wynn. Sí, era pariente del fontanero y operario de gas de Wyrley. Sobrino, quizá, o primo segundo. Wynn vivía dos pueblos más allá e iban juntos a la escuela de Walsall. No, había perdido todo contacto con él. En cuanto al incidente de tantos años atrás, lo de la carta y los escupitajos, él y Wynn habían estado en su día bastante seguros de que eran obra del chico que había roto la ventanilla del vagón y luego trató de echarles la culpa. Ellos le culparon a él, y los responsables de la compañía ferroviaria los entrevistaron a los tres, así como a los padres de Wynn y de Brookes. Pero no pudieron dilucidar quién decía la verdad, y al final reconvinieron a todos los implicados. Y ahí acabó todo. El otro chico se llamaba Speck. Vivía en algún sitio cerca de Wyrley. Pero no, hacía años que Brookes no lo veía.
Arthur anotó todo esto con su portaminas de plata. Juzgó que la información valía dos chelines y tres peniques. Frederick Brookes no puso objeciones.
Al regresar al hotel Imperial Family, entregaron a Arthur una nota de Jean.
Mi queridísimo Arthur:
Te escribo para saber cómo van tus grandes investigaciones. Ojalá estuviera a tu lado reuniendo pruebas e interrogando a sospechosos. Todo lo que haces es tan importante para mí como mi propia vida. Te echo de menos, pero me alegra pensar en lo que intentas hacer por tu joven amigo. No tardes en informar de todo lo que hayas averiguado a tu Jean, que te quiere y te adora.
Arthur se quedó desconcertado. Para ser una carta de amor, le parecía atípicamente directa. Quizá no fuera de amor. Sí, claro que lo era. Pero algo distinta. Bueno, Jean era diferente, diferente de todo lo que había conocido. Ella le sorprendía, incluso al cabo de diez años. Estaba orgulloso de ella y también de que le sorprendiera.
Más tarde, mientras él releía la nota por última vez aquella noche, Alfred Wood velaba en un dormitorio más pequeño de un piso más alto. En la oscuridad sólo distinguía, sobre el tocador, los tres paquetes envueltos que les había vendido aquel taimado ferretero. Brookes también había pedido que sir Arthur le pagara un «depósito» por el préstamo de las cartas anónimas que tenía en su poder. Wood se había abstenido adrede de todo comentario antes o después de aquello, lo cual podía ser el motivo probable de que su patrono le hubiera acusado de estar de malhumor en el tren.
Aquel día había desempeñado la función de investigador adjunto: socio, casi amigo de sir Arthur. Después de cenar, en la mesa de billar del hotel, la rivalidad había igualado a los dos hombres. Al día siguiente volvería a asumir su cometido habitual de secretario y amanuense, y a escribir al dictado como una taquígrafa. No le molestaba esta diversidad de funciones y registros mentales. Era leal a su patrono y le servía con diligencia y eficacia en cualquier desempeño que fuera necesario. Si sir Arthur le pedía que declarase obviedades, él lo haría. Si le pedía que las omitiese, enmudecería.
También esperaba de Wood que no advirtiese lo obvio. Cuando un empleado corrió hacia ellos en el vestíbulo con una carta, Wood no se fijó en que la mano de sir Arthur temblaba al recibirla, ni tampoco en que se la había guardado en el bolsillo como un colegial. Tampoco se percató del ansia con que sir Arthur se encerró en su cuarto antes de la cena, ni en la posterior alegría que mostró durante toda la cena. Era una importante aptitud profesional -observar sin fijarse-, cuya utilidad había aumentado en el curso de los años.
Pensó que quizá le costara un poco adaptarse a la señorita Leckie; dudaba, sin embargo, de que siguiera usando su nombre de soltera al cabo de los siguientes doce meses. Él serviría a la segunda lady Conan Doyle con la misma eficiencia con que había servido a la primera, aunque con un entusiasmo menos inmediato. No sabía muy bien cuánto apreciaba a la señorita Leckie. Aunque esto carecía de importancia. Al maestro de escuela no tenía por qué gustarle la mujer del director. Y nunca le preguntarían su opinión. Así que no importaba. Pero a lo largo de los ocho o nueve años en que ella había estado visitando Undershaw, él se había preguntado muchas veces si no había algo un poco falso en aquella joven. En un determinado momento ella se había dado cuenta de la importancia que tenía Wood en la vida cotidiana de Arthur; a partir de entonces se empeñó en resultarle agradable. Más que agradable. Había puesto su mano sobre el brazo de él y hasta, imitando a sir Arthur, le había llamado Woodie. Él lo consideraba una confianza que ella no se había ganado. Ni siquiera la señora Doyle -como siempre la llamaba en su fuero interno- le había llamado así. La señorita Leckie hacía un notable esfuerzo por parecer natural, como si a duras penas pudiera contener una gran cordialidad instintiva; pero para Wood era una especie de coquetería. Apostaría a cualquiera cien puntos de ventaja a que sir Arthur no lo veía así. Su patrono se complacía en sostener que el juego del golf era una coqueta; a Wood, en cambio, le parecía que los deportes jugaban más limpio que la mayoría de las mujeres.
Pero daba igual. Si sir Arthur tenía lo que quería, y Jean Leckie también, y eran felices juntos, ¿qué había de malo en ello? Pero a Alfred Wood le hacía sentirse un poco más aliviado el hecho de que él mismo nunca hubiera tenido el proyecto de casarse. No veía las ventajas de este arreglo, excepto desde un punto de vista higiénico. Te casabas con una mujer auténtica y acababas aburriéndote de ella; te casabas con una falsa y no te dabas cuenta de que te daba sopas con hondas. Al parecer, eran las dos únicas opciones de que disponía un hombre.
Sir Arthur le acusaba en ocasiones de tener mal genio. Para Wood, sin embargo, eran más bien silencios… y pensamientos obvios. Por ejemplo, sobre la señora Doyle: sobre los tiempos felices de Southsea, los atareados de Londres y los largos meses tristes del final. También tenía pensamientos acerca de la futura lady Conan Doyle y la influencia que podría ejercer sobre sir Arthur y familia. Pensamientos sobre Kingsley y Mary y sobre cómo recibirían a su madrastra o, más bien, a aquella madrastra concreta. Kingsley, sin duda, sobreviviría: poseía ya la alegre virilidad de su padre. Pero Wood temía un poco por Mary, que era una chica muy delicada y ansiosa.
Bueno, bastaba por aquella noche. Una cosa más: pensó que a la mañana siguiente quizá se dejase olvidados, por casualidad, la rasqueta y los demás paquetes.
En Undershaw, Arthur se retiró a su estudio, llenó su pipa y empezó a meditar una estrategia. Estaba claro que tendría que ser un ataque por dos flancos. La primera acometida demostraría de una vez para siempre que George Edalji era inocente; no sólo había sido condenado injustamente por medio de pruebas falsas, sino que era inocente por completo, cien por cien inocente. La segunda ofensiva descubriría al verdadero culpable, obligaría al Ministerio del Interior a admitir sus errores y daría lugar a un juicio nuevo.
Cuando se puso a trabajar, Arthur sintió que de nuevo sabía qué terreno pisaba. Era como empezar un libro: tenías la historia pero no completa, casi todos los personajes pero no todos, algunos pero no todos los nexos causales. Tenías el principio y el final. Tendrías que guardar en la cabeza al mismo tiempo un gran número de temas. Habría algunos en movimiento, otros estáticos; algunos volarían, otros opondrían resistencia a toda la energía mental que descargabas sobre ellos. Bueno, estaba acostumbrado. Y así, como en una novela, tabuló las cuestiones clave y tomó notas breves al respecto.
1. JUICIO
Yelverton.Utilizar expediente (con perm.), construir, afilar. Cauto-abogado. ¿Vachell? No; evitar repet. la defensa. Lástima no haya transcripción oficial (¿campaña para esto?). ¿Fiables los artículos de prensa? (aparte de Umpire).
Pelos/Butter.¡W. probablemente en lo cierto! (si no, los Edalji perjuros).*. después. ¿Intencionado, involuntario? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Butter? Entrevista. También: pelos encontrados, ¿cualquier latitud/ambigüedad? ¿O tiene que ser pony?
Cartas.Examinar: papel/material, ortografía, estilo, contenido, psicología. Gurrin, fraudulencia de. Caso Beck. Proponer mejor experto (¿Buena/mala táctica?) ¿Quién? ¿El amigo Dreyfus? También: ¿un escritor, más? También, ¿escritor = destripador? ¿Escritor X destripador? ¿Conexión/solapamiento?
Vista. Informe de Scott. ¿Suficiente? ¿Otros? Testimonio de la madre. ¿Efecto de oscuridad/noche en la vista de G E?
Green.¿Quién le amedrentó? ¿Quién pagó? Averiguar/entrevista.
Anson. Entrevista. ¿Prejuicio? ¿Pruebas retenidas? Influencia en policías. Ver Campbell. ¿Pedirle fichas policiales?
Una de las ventajas de la celebridad, reconocía Arthur, era que su nombre abría puertas. Necesitara un experto en lepidópteros o en la historia del arco con flechas, necesitara un médico o un jefe de la policía, su petición de una entrevista solía ser acogida con una sonrisa. Era en parte gracias a Sherlock Holmes, aunque a Arthur no le resultaba nada fácil agradecérselo. Poco se imaginaba él, cuando inventó al personaje, que su detective se convertiría en una llave maestra.
Volvió a encender la pipa y acometió la segunda parte de su tabla temática.
2. CULPABLE Cartas. Ver preced.
Animales. ¿Homicidas? ¿Carniceros? ¿Granjeros? Cf. casos en otros lugares. ¿Método típico/atípico? Experto: ¿quién? Chismes/sospecha (Harry C).
Instrumento.No navaja (juicio).*. ¿Qué? ¿Butter? ¿Lewis? «Curvado con los lados cónc.» ¿Cuchillo? ¿Herram. agrícola? ¿Inst. adaptado?
Interrupción.7 años silencio 1896-1903. ¿Por qué? ¿Intencionado/no intencionado/forzado? ¿Quién ausente? ¿Quién lo sabía?
Walsall.Llave. Escuela. Greatorex. Otros chicos. Ventanilla/escupitajo. Brookes. Wynn. Speck. ¿Relacionados? ¿No? ¿Normal? Alguna relación/asunto de G E en esto (preguntar). ¿Maestro?
Antes/después. Otras mutilaciones. Farrington.
Y esto era todo por el momento. Arthur dio una chupada a la pipa y dejó que la vista vagara por las listas, preguntándose qué puntos eran fuertes y cuáles débiles. Farrington, por ejemplo. Farrington era un minero rudo que trabajaba para la mina de Great Wyrley y había sido condenado en la primavera de 1904 -justo por la época en que a George le trasladaron de Lewes a Portland- por mutilar a un caballo, dos ovejas y un cordero. Naturalmente, la policía sostuvo que el sujeto, a pesar de ser un zafio y un analfabeto que se pasaba el día en tabernas, era un cómplice del famoso criminal Edalji. «Almas gemelas obvias», pensó Arthur con sarcasmo. ¿Farrington conduciría a algún sitio o no llevaría a ninguna parte? ¿Había delinquido por una mera emulación?
Quizá obtuviera algunas pistas del mercenario Brookes y el misterioso Speck. Un nombre raro, Speck, aunque el único lugar adonde llevaba a su cerebro era a Sudáfrica. Cuando estuvo en el país había comido cantidades de speck, como llamaban a la forma colonial de beicon. A diferencia de la versión inglesa, se obtenía de toda una serie de animales; de hecho, recordaba que en una ocasión había comido speck de hipopótamo. ¿Dónde había sido? ¿En Bloemfontein o en el viaje al norte?
Ahora su mente vagaba errática. Y Arthur sabía por experiencia que la única manera de concentrarse era despejarse. Holmes habría tocado el violín o quizá hubiera sucumbido a aquella licencia que a su creador le avergonzaba hoy día haberle atribuido. No había jeringa de cocaína para Arthur: depositaba su confianza en una bolsa de palos de golf con mango de nogal.
Siempre había considerado que, en teoría, era un juego ideal para él. Exigía una combinación de ojo, cerebro y cuerpo: idóneo para un oftalmólogo convertido en escritor que todavía conservaba el vigor físico. Así era, al menos en teoría. En la práctica, el golf te seducía y luego te esquivaba. ¡Cómo le había hecho bailar por el mundo!
Mientras se dirigía al Club Hankley al volante de su automóvil, recordó el campo de golf rudimentario que había delante del hotel Mena House. Si dabas efecto a tu chive, corrías el riesgo de que la pelota aterrizara en la tumba de algún Ramsés o Tutmosis de la antigüedad. Una tarde, un transeúnte, al ponderar el juego vigoroso pero imprevisible de Arthur, hizo el comentario cortante de que en Egipto se pagaba un impuesto especial por excavar. Pero incluso aquel recorrido fue superado en rareza por el golf que había jugado en la casa de Kipling en Vermont. Era por noviembre y había ya nieve espesa en el suelo, y apenas golpeabas una pelota se volvía invisible. Por suerte, uno de ellos -y todavía discutían sobre cuál de los dos- tuvo la idea de pintar de rojo las pelotas. Lo singular, sin embargo, no se limitó a esto, porque la costra helada de nieve daba una velocidad fantástica al más mínimo golpe decente. Hubo un momento en que él y Rudyard lanzaron un drive cuesta abajo; nada frenaba a las pelotas vistosas, que patinaron más de tres kilómetros hasta hundirse en el río Connecticut. Más de tres kilómetros: es lo que él y Rudyard siempre sostuvieron, y al diablo el escepticismo de algunos clubs de golf.
La coqueta le favoreció aquel día y al llegar a la calle dieciocho aún quedaba la oportunidad de bajar de 80. Si le salía un niblick hasta cerca del hoyo… Mientras contemplaba el tiro, de pronto cayó en la cuenta de que no jugaría muchas más veces en aquel campo. Por la sencilla razón de que tendría que abandonar Undershaw. ¿Abandonar Undershaw? Imposible, contestó maquinalmente. Sí, pero inevitable. Había construido la casa para Touie, que había sido su primera y única señora. ¿Cómo podía llevar allí a Jean recién casada? No sólo no era honorable, sino claramente indecente. Una cosa era que Touie, con toda su santidad, insinuara que quizá él volviera a casarse, y otra muy distinta llevar a la casa a su segunda esposa para gozar con ella de todos los placeres vedados a él y a Touie durante todas las noches de su vida juntos bajo aquel techo.
Estaba descartado, por supuesto. Pero qué tacto, qué inteligencia la de Jean por no habérselo señalado, por permitir que llegara él solo a esta conclusión. Era realmente una mujer extraordinaria. Y le conmovía aún más que se interesase por el caso Edalji. No era caballeroso hacer comparaciones, pero Touie, aunque aprobase su misión, habría estado igualmente contenta si él hubiera fracasado o triunfado. Lo mismo, sin duda, haría
Jean, pero su interés lo cambiaba todo. Le animaba a tener éxito en su empresa, por George, por la justicia y -para elevarlo más-por el honor de su país, pero también por su querida chica. Sería un trofeo que depositar a sus pies.
Enardecido por estas emociones, Arthur lanzó su primer putt cuatro metros y medio más allá del hoyo; el siguiente se le quedó corto de dos metros y a continuación volvió a fallar el golpe. Un 82 en vez de 79: sí, en efecto, había que mantener a las mujeres fuera del campo de golf. No sólo fuera de las calles y los greens, sino también fuera de la cabeza de los jugadores, porque de lo contrario se producía el caos, como acababa de suceder. Jean había expresado una vez el deseo de jugar al golf, y por entonces él había respondido con moderado entusiasmo. Pero era a todas luces una mala idea. Por el bien de la armonía cívica, no sólo había que excluir del sufragio al sexo débil.
Al volver a Undershaw vio en el correo de la tarde una comunicación del señor Kenneth Scott, de Manchester Square.
– ¡Ya lo tenemos! -gritó mientras abría de una patada la puerta de Wood-. ¡Ya lo tenemos!
Su secretario miró el papel que sir Arthur le puso delante. Leyó:
Ojo derecho:
8,75 diopt. esfér.
1,75 diopt. cilín. eje 90'
Ojo izquierdo:
8,25 diopt. esfér.
– Verá, le pedí a Scott que paralizase el ajuste con atropina, para que los resultados fueran totalmente independientes del paciente. Por si alguien trataba de alegar que George fingía ceguera. Es el resultado exacto que yo esperaba. ¡Roca sólida! ¡Incontrovertible!
– ¿Puedo preguntar qué significa exactamente eso? -dijo Wood, que encontraba más fácil ese día el papel de Watson.
– Significa, significa…; en todos los años en que ejercí de oftalmólogo, no recuerdo una sola vez en que corrigiera una graduación tan alta de miopía astigmática. Mire, escuche lo que escribe Scott. -Recuperó la carta-. «Como todos los miopes, al señor Edalji le tiene que resultar difícil en todo momento ver con claridad objetos situados a más de unos centímetros, y en la oscuridad le sería prácticamente imposible orientarse en cualquier lugar que no conociese a la perfección.»
»En otras palabras, Alfred, en otras palabras, señores del jurado, está tan ciego como un topo. Salvo, por supuesto, en que el topo, a diferencia de nuestro amigo, sabría orientarse en un campo una noche oscura. Ya sé lo que haré. Lanzaré un desafío. Me brindaré a encargar unas gafas con esta receta, y aseguraré que si algún defensor de la policía se las pusiera de noche, no sabría encontrar el camino desde la vicaría hasta el campo y vuelta en menos de una hora. Apostaré mi reputación. ¿A qué viene esa expresión de duda, señor del jurado?
– Sólo le estaba escuchando, sir Arthur.
– No, expresaba duda. Reconozco esa expresión cuando la veo. Vamos, hágame la pregunta obvia.
Wood suspiró.
– Sólo me estaba preguntando si la vista de George no podría haberse deteriorado durante tres años de trabajos forzados.
– ¡Aja! He adivinado que pensaría eso. No es en absoluto el caso. La ceguera de George es un estado estructural permanente. Es oficial. Era tan grave en 1903 como ahora. Y ni siquiera tenía gafas entonces. ¿Alguna otra pregunta?
– No, sir Arthur.
No obstante, le rondaba una observación que no le pareció conveniente formular. Su patrono, en efecto, bien podía no haberse encontrado con una miopía astigmática tan grande en toda su época de oculista. Por otra parte, Wood le había oído muchas veces obsequiar a los comensales de una cena con la baladronada de que había tenido la sala de espera más vacía de la ciudad en Devonshire Place, y de que aquella falta absoluta de pacientes le había concedido el tiempo para escribir sus libros.
– Creo que pediré tres mil.
– ¿Tres mil qué?
– Libras, hombre, libras. Baso mis cálculos en el caso Beck.
La expresión de Wood equivalía a una pregunta.
– El caso Beck, ¿no recuerda el caso Beck? ¿En serio?
Sir Arthur movió la cabeza, fingiendo reprobación.
– Adolf Beck. De origen noruego, que yo recuerde. Condenado por estafas a mujeres. Le confundieron con un ex convicto llamado…, ¿puede creerlo?, John Smith, que ya había estado en la cárcel por delitos parecidos. A Beck lo sentenciaron a siete años de trabajos forzados. Le dieron la libertad condicional hará unos cinco años. Tres años después volvieron a detenerlo. Lo condenaron de nuevo. El juez tuvo dudas, pospuso la sentencia, y ¿quién diría usted que apareció en el ínterin? El estafador original, John Smith. Recuerdo este detalle del caso. ¿Cómo supieron que Beck y Smith no eran la misma persona? Uno estaba circunciso y el otro no. De detalles así depende a veces la justicia.
»Ah. Parece usted más perplejo que al principio. Es muy comprensible. El punto… Hay dos puntos. Primero, Beck fue condenado porque numerosas testigos se equivocaron al identificarle. Diez u once mujeres, de hecho. Sin comentarios. Pero también le condenaron por el claro testimonio de cierto experto en escritura falsificada y anónima. Nuestro viejo amigo Thomas Gurrin. Se vio obligado a comparecer ante el comité de investigación Beck y admitir que su testimonio había condenado por dos veces a un hombre inocente. Y apenas un año antes de esta confesión de incompetencia había estado jurando por todos los santos en contra de George Edalji. A mi entender, habría que erradicarle del banco de los testigos y revisar todos los casos en los que haya participado.
»En fin, segundo punto. En cuanto el comité hizo su informe, indultaron a Beck y el tesoro público le pagó cinco mil libras. Cinco mil libras por cinco años de cárcel. Calcule usted la tarifa. Yo pediré tres mil.
La campaña avanzaba. Escribiría al doctor Butter solicitando una entrevista, al director de la escuela de Walsall para recabar información sobre el joven Speck, al capitán Anson para pedirle el expediente policial sobre el caso, y a George para preguntarle si alguna vez había tenido algún contencioso en Walsall. Consultaría el informe Beck para confirmar la magnitud de la humillación de Gurrin y exigir formalmente al ministro del Interior una investigación nueva y completa de todo el asunto.
Proyectaba consagrar los dos días siguientes a las cartas anónimas, para intentar que no lo fueran tanto y progresar desde la grafología a la psicología y a la posible identidad. Después entregaría el expediente al doctor Lindsay Johnson para un cotejo profesional con muestras de la letra de George. Johnson era la máxima autoridad europea y había sido convocado por el maitre Labori en el caso Dreyfus. «Sí -pensó-: cuando yo haya acabado, haré que el caso Edalji cause una conmoción tan grande como el revuelo que produjo en Francia el caso Dreyfus.»
Se sentó a su escritorio con los fajos de cartas, una lupa, un cuaderno y el portaminas. Respiró hondo y a continuación, despacio, con cautela, como vigilando para que no se escapara un espíritu maligno, soltó las cintas de los paquetes del vicario y el bramante del paquete de Brookes. Las cartas del vicario estaban fechadas a lápiz y numeradas por orden de recepción; las del ferretero no seguían un orden evidente.
Al leerlas captó todo su odio ponzoñoso y su obscena familiaridad, su fanfarronería y su cuasidemencia, sus afirmaciones grandiosas y su trivialidad. «Soy Dios soy Dios todopoderoso soy un idiota un mentiroso una víbora oh voy a hacerle la vida difícil al cartero.» Era irrisorio, pero a fuerza de risible adquiría una crueldad diabólica que hasta podría haber quebrantado la mente de las víctimas. A medida que iba leyendo, la ira y el asco empezaron a amainar y procuró empaparse de las expresiones. «Tú sucia serpiente mereces doce años de trabajos forzados… Soy todo lo agudo que se puede ser… Tú grandullón granuja estás aviado conmigo sucio canalla puñetero mono… Conozco a todos los señorones y si tengo cara de atrevido no es peor que la tuya… Quién birló los huevos la noche del miércoles vaya tú fuiste o tu padre pero no creo que me colgasen…»
Leyó y releyó, clasificó carta tras carta, analizó, comparó, anotó. Poco a poco, los atisbos se tornaron sospechas y después hipótesis. De entrada, hubiese o no una banda de destripadores, parecía haber, por lo menos, una banda de escritores. Tres, conjeturó. Dos adultos jóvenes y un niño. A veces parecía que los adultos se mezclaban pero, a su modo de ver, había que hacer una distinción. Uno sólo era malévolo; el otro, en cambio, tenía arranques de manía religiosa que oscilaba desde la piedad histérica a la blasfemia atroz. Era el que firmaba Satán, Dios y su fusión teológica: Satán Dios. En cuanto al chico, tenía un lenguaje realmente soez, y Arthur le calculó una edad entre los doce y los dieciséis años. Los adultos también se jactaban de sus dotes de falsificación. «¿Crees que no podríamos imitar la letra de tu chico?», le había escrito uno de ellos al vicario, en 1892. Y, para demostrarlo, había una página entera cubierta con las firmas verosímiles y enrevesadas de toda la familia Edalji, de la familia Brookes y de otros vecinos.
Un gran porcentaje de las cartas estaban escritas en el mismo papel y habían llegado en sobres similares. A veces empezaba un redactor y luego seguía otro: las parrafadas de Satán Dios iban seguidas, en la misma página, de los garabatos toscos y los dibujos groseros -en todo sentido- del chico. Esto propiciaba la presunción de que los tres vivían bajo el mismo techo. ¿Qué techo podría ser? Puesto que una serie de cartas había sido entregada en propia mano a sus víctimas en Wyrley, era razonable suponer una proximidad no mucho mayor que dos o tres kilómetros.
A continuación, ¿qué clase de techo guarecería a los tres escribas? ¿Algún centro de hospedaje para jóvenes varones de edades diferentes? ¿Una academia, quizá? Arthur consultó directorios educativos, pero no encontró nada situado a una distancia aceptable. ¿Serían los malhechores tres oficinistas o tres dependientes de comercio? Cuanto más reflexionaba tanto más se sentía empujado a concluir que eran miembros de una misma familia, dos hermanos mayores y uno más pequeño. Algunas cartas eran larguísimas, lo que apuntaba a una familia de personas ociosas que disponían de tiempo.
Necesitaba datos más concretos. Por ejemplo, la escuela de Walsall parecía ser un factor constante en el caso, pero ¿qué importancia tenía ese factor? ¿Y aquella carta? El maníaco religioso aludía claramente a Milton. El paraíso perdido, libro primero: la caída de Satán y el lago hirviendo del infierno, que el redactor anunciaba que era su destino final. Lo sería desde luego, si Arthur se salía con la suya. Así pues, había otra pregunta para el director de la escuela: si El paraíso perdido había estado en el programa de estudios y, de ser así, cuántos chicos lo habían estudiado, y si había habido alguno que se lo tomase especialmente a pecho. ¿Se estaba agarrando a un clavo ardiendo, o explorando cada posibilidad? Era difícil decirlo.
Leyó las cartas de la primera a la última y de la última a la primera; las leyó en un orden aleatorio; las barajó como una baraja de naipes. Y entonces su mirada captó algo, y cinco minutos después aporreó de tal manera la puerta de su secretario que parecía que iba a arrancarla de sus goznes.
– Alfred, le felicito. Ha dado en el mismísimo clavo.
– ¿Si?
Arthur arrojó la carta al escritorio de Wood.
– Mire aquí. Y aquí y aquí.
El secretario siguió el dedo que apuntaba, sin enterarse de nada.
– ¿Qué clavo era?
– Mire, hombre, aquí: «Hay que hacer embarcar al chico». Y aquí: «Las olas te pasan por encima». Es la primera carta de Greatorex, ¿no lo ve? Y aquí también: «No creo que me colgasen, sino que me embarcarían».
La expresión de Wood pone de manifiesto que lo obvio se le escapa.
– La interrupción, Woodie, la interrupción. Los siete años. «¿Por qué el intervalo, me preguntaba, por qué el intervalo?» Y usted respondió: «Porque él estaba fuera». Y yo dije: «¿Adonde se ha ido?». Y usted contestó: «Quizá se embarcara». Y ésta es la primera carta anónima al cabo de un intervalo de siete años. Lo comprobaré, pero le apuesto el sueldo a que no hay una sola referencia en todas las cartas al acoso anterior.
– Bueno -dijo Wood, concediéndose una pizca de satisfacción-, parecía una explicación posible.
– Y el remache, por si aún le caben dudas -aunque el secretario, tras haber sido felicitado por su brillantez, no se sentía inclinado a dudar-, es de donde llegó la última broma.
– Me temo que tendrá que recordármelo, sir Arthur.
– Diciembre de 1895, ¿se acuerda? Un anuncio en un periódico de Blackpool ofreciendo a la venta en una subasta el contenido completo de la vicaría.
– ¿Si?
– Venga, hombre, venga. Blackpool, ¿qué es Blackpool? El centro de recreo de Liverpool. Allí tomó el barco, en Liverpool. Está más claro que el agua.
Alfred Wood tuvo trabajo esa tarde. Había una carta al director de la escuela de Walsall preguntando acerca del estudio de Milton; otra a Harry Charlesworth encargándole que averiguara cuántos lugareños se habían embarcado entre los años 1896 y 1903, y también que siguiera el rastro de un hombre llamado Speck; y otra al doctor Lindsay Johnson solicitando una comparación urgente entre las cartas adjuntas al expediente y las ya facilitadas con la letra de George Edalji. Entretanto Arthur escribió a su madre y a Jean para informarlas de sus progresos en el caso.
En el correo de la mañana siguiente llegó una carta en un sobre familiar. El matasellos era de Cannock:
Honorable señor:
Unas líneas para decirle que somos soplones de los detectives y sabemos que Edalji mató al caballo y escribió aquellas cartas. De nada sirve culpar a otros. Es Edalji y lo demostraremos porque no es de los nuestros ni…
Arthur dio la vuelta a la página, siguió leyendo y emitió un rugido:
… en Walsall no enseñaban nada cuando aquel puñetero cerdo de Aldis era el jefe del instituto. Le pusieron de patitas en la puñetera calle cuando mandaron cartas sobre él a los directores. Ja, ja.
Cursaron una petición adicional al director de la escuela de Walsall, preguntando acerca de las circunstancias en que su antecesor dejó el puesto; después, esta última prueba fue enviada al doctor Lindsay Johnson.
Undershaw estaba tranquilo. Los niños estaban fuera: Kingsley interno en Eton y Mary en Prior's Field, en Godalming. El clima era lúgubre; Arthur tomaba sus comidas solo junto a una chimenea encendida; por la noche jugaba al billar con Woodie. Veía su quincuagésimo cumpleaños en el horizonte, si dos meros años de distancia podían considerarse un horizonte. Todavía jugaba al criquet, y de cuando en cuando los capitanes rivales tenían la amabilidad de comentar sus preciosos drives que desbordaban la línea. Pero más a menudo se quedaba en la línea, veía llegar a un lanzador irrespetuoso que movía los brazos como aspas, sentía un impacto sordo en las rodilleras, miraba al arbitro al fondo del campo y oía, desde una distancia de veintidós metros, el pesaroso veredicto: «Lo siento mucho, sir Arthur». Una decisión contra la que no se podía recurrir.
Era hora de admitir que su época gloriosa había pasado. Siete a 6T contra Cambridgeshire una temporada, y el wicket de W. G. Grace en la siguiente. Cierto que el gran hombre ya había marcado una centena cuando Arthur salió en el quinto cambio de lanzador y lo despachó con una off-theory [20], una artimaña que usaban las maletas. Pero aun así: W. G. Grace catcher, W. Storer bowler, A. I. Conan Doyle no. Para celebrarlo había escrito un falso poema épico en diecinueve estrofas; pero ni sus versos ni la gesta que cantaban bastó para salir en el Wisden. ¿Capitán del equipo de Inglaterra, como Partridge había vaticinado un día? Más indicado para él fue capitanear, el verano anterior en el Lord's, al equipo de autores contra el de actores. Aquel día de junio, había empezado a batear con Wodehouse, que fue eliminado cómicamente sin marcar un tanto. Arthur, por su parte, se anotó dos, y Hornung ni siquiera entró en la primera tanda. Horace Bleakley había marcado cincuenta y cuatro puntos. Quizá cuanto mejor era como escritor, peor como jugador de criquet.
Y lo mismo ocurría con el golf, donde la sima entre sueño y realidad se ensanchaba cada año. Pero el billar…, el billar era un juego donde el declive no era sistemáticamente el orden del día. Los jugadores seguían jugando sin dar muestras visibles de decadencia hasta los cincuenta, los sesenta e incluso los setenta. La fuerza no era primordial; contaban más la experiencia y la táctica. Carambola directa, carambolas a dos, a tres bandas, massé, piqué: qué juego. ¿Había algún motivo para que, con un poco más de práctica y quizá el consejo de un profesional, no pudiese jugar el campeonato inglés de aficionados? Por supuesto, tendría que mejorar algunas tacadas. Se las recordaba a sí mismo una y otra vez.
Frisando los cincuenta: la segunda mitad de su vida a punto de empezar, aunque con retraso. Había perdido a Touie y encontrado a Jean. Había abandonado el materialismo científico y había abierto una rendija de la gran puerta que daba al más allá. A los ingeniosos les gustaba repetir que los ingleses, como carecían de todo instinto espiritual, habían inventado el criquet para otorgarse un sentido de la eternidad. Los observadores cegatos se imaginaban que el billar era la misma carambola ejecutada una y otra vez. Majaderías, las dos ideas. Los ingleses no eran efusivos, cierto -no eran italianos-, pero tenían tanto carácter espiritual como la tribu de al lado. Y no había dos carambolas iguales, así como tampoco había dos almas iguales.
Visitó la tumba de Touie en Grayshott. Depositó flores, lloró y cuando se dio media vuelta para irse, se preguntó, sorprendido, cuándo volvería la próxima vez. ¿La semana siguiente o dentro de dos semanas? ¿Y después de eso? ¿Y después? En algún momento ya no habría más flores y sus visitas se irían espaciando. Emprendería una nueva vida con Jean, quizá en Crowborough, cerca de sus padres. Sería… inconveniente visitar a Touie. Se diría a sí mismo que bastaría con pensar en ella. Jean, Dios mediante, podría darle hijos. ¿Quién visitaría a Touie entonces? Movió la cabeza para ahuyentar este pensamiento. No tenía sentido prever la culpa futura. Tenías que actuar de acuerdo con tus principios, y afrontar lo que viniese con todas sus consecuencias.
No obstante, una vez en Undershaw -de nuevo en la casa vacía de Touie- se sintió atraído hacia el dormitorio de la difunta. No había dado instrucciones de que lo reorganizaran o lo volviesen a decorar: ¿cómo iba a hacerlo? Allí estaba, pues, la cama en que ella había muerto a las tres de la mañana, con el olor de violetas en el aire y la mano frágil descansando en la manaza torpe del marido. Mary y Kingsley, en sus asientos, guardaban una compostura exhausta y asustada. Touie se incorporó, casi en su aliento postrero, y le dijo a Mary que cuidase de Kingsley… Suspirando, Arthur cruzó el dormitorio hasta la ventana. Diez años atrás había elegido aquella habitación para ella porque tenía la mejor vista del jardín y del estrecho valle privado donde los bosques convergían. Su dormitorio, su cuarto de enferma, su lecho de muerte: él siempre procuró que fuese lo más agradable e indoloro posible.
Era lo que se había dicho, a sí mismo y a otros, con tanta frecuencia que había terminado por creerlo. ¿Siempre se había engañado a sí mismo? Porque la alcoba era la misma donde, unas semanas antes de su muerte, Touie le había dicho a su hija que su padre volvería a casarse. Cuando Mary refirió esta conversación, él había intentado tomarla a la ligera…, una decisión estúpida, comprendía ahora. Debería haber aprovechado la oportunidad de ensalzar a Touie y también de preparar el terreno; en cambio, el pánico lo había empujado a la jocosidad y preguntó algo como: «¿Y ya había pensado en alguna candidata?». A lo cual Mary había exclamado: «¡Padre!». Y había pronunciado la palabra con un tono de censura inconfundible.
Siguió mirando por la ventana del dormitorio, más allá de la pista de tenis descuidada, al valle que una vez, en un momento de fantasía, le había parecido reminiscente de un cuento popular alemán. Ahora sólo parecía el paisaje de Surrey que era en realidad. Apenas podía reanudar la conversación con Mary. Pero una cosa era cierta: si Touie lo sabía, entonces él estaba destruido. Si Touie y Mary sabían, entonces estaba doblemente acabado. Si Touie sabía, Hornung tenía razón. Si Touie sabía, la madre de Arthur se equivocaba. Si Touie sabía, él había sido el hipócrita más burdo del mundo con Connie y había manipulado de una forma vergonzosa a la anciana señora Hawkins. Si Touie sabía, era una farsa todo el concepto que tenía Arthur de una conducta honorable. En el páramo encima de Masongill, le había dicho a su madre que el honor y el deshonor estaban tan cerca el uno del otro que era difícil separarlos, y ella había respondido que por eso era el honor tan importante. ¿Y si había estado chapoteando en el deshonor todo aquel tiempo, engañándose a sí mismo pero a nadie más? ¿Y si el mundo le tomaba por un adúltero normal y, aunque no lo fuese, era como si lo hubiese sido? ¿Y si Hornung estaba en lo cierto y no había diferencia entre la culpabilidad y la inocencia?
Asentó en la cama todo el peso del cuerpo y pensó en aquellos viajes ilícitos a Yorkshire: no podían alegar inocencia, puesto que él y Jean llegaban y partían en trenes distintos. Ingleton estaba a cuatrocientos kilómetros de Hindhead; allí estaban a salvo. Pero él había confundido la seguridad con el honor. En el curso de los años había llegado a ser una evidencia para todo el mundo. ¿No eran los pueblos ingleses un torbellino de chismorreos? Por mucha carabina que acompañase a Jean, por muy claro que estuviese que Jean y él nunca se alojaban bajo el mismo techo, allí estaba el famoso Arthur Conan Doyle, casado en la iglesia de la parroquia, paseando por los páramos con otra mujer al lado.
Y además estaba Waller. En todo aquel tiempo, en su risueña suficiencia, Arthur nunca se había preguntado qué pensaría Waller. Bastaba con que la madre hubiera aprobado su línea de conducta. No importaba lo que pensase Waller. Y como Waller era un hombre tranquilo y tratable, nunca había sido grosero. Se había comportado como si creyese de pe a pa cualquier historia que le contaran. Que los Leckie eran viejos amigos de los Doyle; que la madre de Arthur tenía mucho cariño a la hija de los Leckie. Waller nunca había dicho ni más ni menos de lo que dictaban la cortesía y la prudencia ordinarias. Cuando jugaban al golf, no intentaba entorpecer el swing de Arthur con algún comentario de que Jean Leckie era una joven hermosa. Pero Waller habría visto el subterfugio de inmediato. Quizá -Dios no lo quisiera- lo había hablado con la madre a espaldas de Arthur. No, no soportaba esta idea. Pero en todo caso Waller habría visto, habría sabido. Y -Arthur comprendía ahora que esto era lo peor- Waller habría podido mirarle con una inmensa satisfacción. Mientras cazaban perdices juntos y salían a cazar con hurones, se habría acordado de aquel colegial que al volver de Austria le miraba como a un usurpador, y que a pesar de su ignorancia desangelada albergaba una conjetura y una vergüenza virulentas. Y luego los años habían pasado y Arthur empezó a visitar Masongill en busca de unas horas a solas con Jean. Y ahora Waller, en silencio, sin el más leve murmullo -lo cual, por supuesto, empeoraba las cosas, y era una actitud tanto más superior-, podía tomarse su revancha moral. ¿Te atreviste a criticarme? ¿Te atreviste a pensar que tú entendías la vida? ¿A poner en entredicho el honor de tu madre? ¿Y ahora vienes aquí y me utilizas a mí y a tu madre y a todo el pueblo para encubrir tus citas? Tomas el carro tirado por el pony y pasas por delante de St. Oswald's con tu enamorada al lado. ¿Crees que el pueblo no se entera? ¿Te imaginas que tu padrino es amnésico? ¿Te dices a ti mismo, y dices a los demás, que tu comportamiento es honorable?
No, debía parar. Ya conocía muy bien aquella espiral, conocía la pendiente de sus tentaciones y sabía con exactitud dónde llevaba: al letargo, la desesperación y el autodesprecio. No; debía aferrarse a los hechos conocidos. La madre había aprobado sus actos. Todo el mundo los había aprobado, menos Hornung. Waller no había dicho nada. Touie se había limitado a prevenir a Mary de que no se escandalizara si su padre volvía a casarse: las palabras de una madre y esposa amante y considerada. Touie no había dicho nada más y, por consiguiente, no sabía nada más.
Mary no sabía nada. Que él se torturase no beneficiaba ni a los vivos ni a los muertos. Y la vida debía proseguir. Touie sabía aquello y no le había dolido. La vida tenía que seguir.
El doctor Butter accedió a verle en Londres; pero otros corresponsales no alentaron esperanzas. George nunca había tenido asuntos de ningún género en Walsall. Mitchell, el director de la escuela de Walsall, le informó de que no había ningún Speck entre los alumnos de los últimos veinte años: además, que su antecesor, el señor Aldis, había prestado servicios meritorios durante dieciséis años y que era una patraña toda insinuación de que le hubieran denunciado o despedido. El ministro del Interior, Herbert Gladstone, presentaba sus respetos a sir Arthur y, al cabo de varios párrafos de estupideces y pamplinas, lamentaba tener que oponerse a cualquier revisión del ya muy revisado caso Edalji. La última carta de la serie estaba escrita con el papel de escribir de la policía del condado de Staffordshire.
«Querido señor -empezaba-: tomaré nota con mucho interés de lo que Sherlock Holmes tenga que decir sobre un caso de la vida real…» Pero la jocosidad no era un heraldo de colaboración: el capitán Anson declinaba prestar la menor ayuda a sir Arthur. No existía precedente de la entrega de expedientes policiales a un particular, por distinguido que fuese; tampoco de permitir que ese particular entrevistara a oficiales de la fuerza al mando del capitán. En realidad, puesto que la intención evidente de sir Arthur era desacreditar a la policía de Staffordshire, su jefe juzgaba que la colaboración con el enemigo no era táctica ni estratégicamente aconsejable.
Arthur prefirió la franqueza beligerante del ex oficial artillero a los miramientos untuosos del político. Quizá fuera posible ganarse al capitán Anson; no obstante, el hecho de que emplease una metáfora militar indujo a Arthur a preguntarse si en vez de responder educadamente a sus adversarios tiro por tiro -su experto contra los de la policía- no debería lanzar una descarga de artillería y hacer saltar su posición por los aires. Sí, ¿por qué no? Si ellos tenían un grafólogo, él presentaría varios: no sólo el doctor Lindsay Johnson, sino quizá también Gobert y Douglas Blackburn. Y por si alguien dudaba de Kenneth Scott, de Manchester Square, enviaría a George a la consulta de otros especialistas. Yelverton había optado por una guerra de desgaste que había cosechado resultados satisfactorios hasta el punto muerto al que habían llegado; Arthur recurriría a la máxima fuerza y a un avance en todos los frentes.
Se entrevistó con el doctor Butter en el Grand Hotel de Charing Cross. Esta vez no iba con retraso, cuando dobló en Northumberland Avenue; tampoco se entretuvo subrepticiamente en observar al médico de la policía. De todos modos, de su testimonio en el estrado habría podido deducir de antemano el carácter del hombre. Era comedido, cauteloso y nada dado a especulaciones alocadas o frívolas. En el juicio no había afirmado más de lo que le autorizaban sus observaciones: había favorecido a la defensa en la cuestión de las manchas de sangre, y la había perjudicado con su dictamen sobre los pelos. Había sido la declaración de Butter, aún más que la del charlatán Gurrin, la que había condenado a George a Lewes y Portland.
– Es muy amable por su parte dedicarme este tiempo, señor Butter.
Estaban en la misma habitación de escribir donde sólo un par de semanas antes Arthur había obtenido sus primeras impresiones de George Edalji.
El médico sonrió. Era un hombre apuesto, de pelo canoso, unos diez años mayor que Arthur.
– Es un placer hacerlo. Me alegro de tener la oportunidad de dar las gracias al hombre que escribió -y aquí pareció que hacía una pausa microscópica, a no ser que sólo transcurriese en el cerebro de Arthur- La compañía blanca.
Arthur sonrió a su vez. Siempre había considerado no sólo agradable sino instructiva la compañía de médicos de la policía.
– Doctor Butter, quisiera saber si accedería a hablar con franqueza. Es decir, tengo un gran respeto por su testimonio, pero también diversas preguntas y, en realidad, algunas conjeturas que exponerle. Todo lo que usted me diga será estrictamente confidencial, y no repetiré una sola palabra sin que usted me dé ocasión de refrendarlo, corregirlo o retirarlo todo. ¿Le parece aceptable?
El doctor Butter lo aceptó y Arthur repasó, para empezar, las partes de su testimonio que eran menos controvertidas, o al menos irrefutables por parte de la defensa. Las navajas, las botas, las manchas de diversos tipos.
– ¿Le sorprendió, doctor Butter, que hubiese tan poca sangre en la ropa, habida cuenta del delito de que acusaban a George Edalji?
– No. O, mejor dicho, me está haciendo una pregunta muy extensa. Si Edalji hubiera dicho: sí, mutilé al pony, lo hice con este instrumento, llevaba esta ropa puesta y actué por mi cuenta, yo habría podido ofrecerle una opinión. Y en estas circunstancias tendría que decirle que sí, que estaría muy sorprendido, hasta atónito.
– ¿Pero?
– Pero mi testimonio se basó, como siempre se basa, en lo que encontré: el rastro de sangre de mamífero en aquella prenda, y todo lo demás. Eso declaré. Si no puedo decir cómo o cuándo llegó allí, no puedo comentar nada más.
– Como testigo no, por supuesto. Pero entre nosotros…
– Entre nosotros yo diría que si un hombre desgarra a un caballo habrá cantidad de sangre y no podrá controlar dónde cae, sobre todo si el acto se perpetra en una noche oscura.
– ¿Entonces coincide conmigo en que él no pudo hacerlo?
– No, sir Arthur. No coincido con usted. Muy al contrario. Hay una gran distancia entre las dos posiciones. Por ejemplo, cualquiera que se proponga rajar a un caballo se pondría alguna clase de delantal, como hacen los carniceros. Sería una precaución elemental. Pero unas cuantas gotas podrían caer en cualquier sitio, sin ser advertidas.
– En el juicio no hubo testimonios sobre un delantal.
– No voy a eso. Me limito a darle una explicación distinta de la suya. Otra podría ser que había otras personas presentes. Si hubiera habido una banda, como se sugirió, el joven no habría podido destripar al animal él solo, pero podría haber estado observando y podrían haberle caído en la ropa unas gotas de sangre.
– Tampoco hubo testimonios en este sentido. -Pero se insistió mucho en la hipótesis de una banda, ¿no? -Hubo una mención deliberada de una banda. Pero ni la más mínima prueba.
– ¿Y el otro hombre que destripó a su caballo?
– Green. Pero ni siquiera él afirmó que hubiese una banda.
– Sir Arthur, entiendo perfectamente su argumento y su deseo de pruebas que lo apoyen. Sólo digo que hay otras posibilidades, se expusieran o no durante el juicio.
– Tiene toda la razón. -Arthur decidió no insistir más sobre este punto-. Cambiando de tema, ¿podemos hablar de los pelos? En su declaración dijo que recogió veintinueve pelos de la ropa y que cuando los examinó al microscopio vio que eran, si recuerdo bien sus palabras, «de longitud, color y textura similares» a los de la tira de piel cortada del pony de la mina.
– Es correcto.
– «Similares.» No dijo «exactamente iguales».
– No.
– ¿Porque no eran exactamente iguales?
– No, porque es una conclusión más que una observación. Pero decir que eran similares en longitud, color y textura es, para el lego en la materia, decir que eran exactamente iguales.
– ¿No le cabe la menor duda?
– Sir Arthur, en el banquillo de los testigos prefiero pecar de precavido. Entre nosotros, y bajo las condiciones que ha propuesto para esta entrevista, le aseguraría que los pelos que había en la ropa eran del mismo animal cuya piel examiné al microscopio.
– ¿Y también exactamente de la misma parte?
– No le sigo.
– ¿Del mismo animal, pero también de la misma parte del animal, es decir, de la panza?
– Sí, eso es.
– Ahora bien, los pelos de partes diferentes de un caballo o de un pony varían en longitud y quizá en espesor y quizá en textura. ¿Son diferentes, por ejemplo, los pelos del rabo y los de las crines?
– Así es.
– Sin embargo, de los veintinueve pelos que usted examinó, ¿todos eran exactamente iguales y exactamente de la misma parte del pony?
– En efecto.
– ¿Podemos imaginar algo juntos, doctor Butter? Una vez más, de manera totalmente confidencial, dentro de estas paredes anónimas. Imaginemos, por desagradable que resulte, que usted y yo salimos a eviscerar a un caballo.
– Si me permite corregirle, el pony no fue eviscerado.
– ¿No?
– Lo que testificaron fue que había sido rajado y que estaba sangrando, y que hubo que sacrificarlo de un disparo. Pero los intestinos no colgaban del corte, como habría ocurrido si la agresión hubiera sido distinta.
– Gracias. Entonces imaginemos que vamos a rajar a un pony. Tendríamos que acercarnos, calmarlo. Acariciarle el hocico, quizá, hablarle, acariciarle la ijada. Después imaginemos cómo lo sujetamos mientras lo acuchillamos. Si vamos a abrirle el vientre, quizá nos coloquemos contra el ijar y le pasemos un brazo por el lomo, para sujetarlo mientras extendemos la mano hacia debajo con el instrumento que estemos usando.
– No lo sé. Nunca he asistido a una escena tan truculenta.
– Pero ¿no discute que podría ser así? Yo tengo caballos, y aun cuando están tranquilos son criaturas nerviosas.
– No estamos en el campo. Y no era un caballo de sus cuadras, sir Arthur. Era un pony de una mina. ¿Y no son conocidos por su docilidad? ¿No están acostumbrados al trato de los mineros? ¿Acaso recelan de quienes se les acercan?
– Tiene razón, no estamos en el campo. Pero supongámoslo un momento. Imagine que el acto se cometió como he descrito.
– Muy bien. Aunque, por supuesto, podría haber sido de otro modo. Si hubo más de una persona, por ejemplo.
– Se lo concedo, doctor Butter. Y debe usted concederme a cambio que si el acto fue perpetrado más o menos como yo lo he descrito, entonces es inconcebible que los únicos pelos que fueron a parar a la ropa provinieran todos del mismo lugar, es decir, de la panza del animal, que en cualquier caso no es la zona que uno le tocaría para tranquilizarlo. Y, además, los mismos pelos se encuentran en diferentes partes de la ropa: en la manga y en la parte superior izquierda del abrigo. ¿No esperaría encontrar, como mínimo, algunos pelos de alguna otra parte del pony?
– Quizá. Si su descripción de los hechos es correcta. Pero igual que antes, usted sólo ofrece dos explicaciones posibles: la de la acusación y la suya. Hay una gran distancia entre las dos. Por ejemplo, quizá hubiera pelos más largos en la ropa, pero el culpable los eliminó al verlos. No sería de extrañar, ¿no? O puede que se los llevara el viento. O, una vez más, puede que hubiera una banda…
Arthur avanzó entonces, con mucha cautela, hacia la solución «obvia» propuesta por Wood.
– Tengo entendido que usted trabaja en Cannock.
– Sí.
– ¿La tira de piel no la cortó usted?
– No. La cortó el señor Lewis, que atendió al animal.
– ¿Y se la entregaron a usted en Cannock?
– Sí.
– ¿Y también le entregaron la ropa?
– Sí.
– ¿Antes o después?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Llegó la ropa antes que la piel o la piel antes que la ropa?
– Oh, ya veo. No, llegaron juntas.
– ¿Se las llevó el mismo oficial de policía?
– Sí.
– ¿En el mismo paquete?
– Sí.
– ¿Quién era el oficial?
– No lo sé. Veo a muchos. Además, hoy día todos me parecen jóvenes, con lo que todos me parecen iguales.
– ¿Recuerda lo que le dijo?
– Sir Arthur, fue hace tres años. No hay la más mínima razón para que recordara una sola palabra de lo que dijo. Me diría, supongo, que el paquete venía de parte del inspector Campbell. Quizá me dijese lo que había dentro. Quizá me dijese que contenía material para ser examinado, pero eso era bastante obvio, ¿no cree?
– Y durante el tiempo que tuvo en su poder la piel y la ropa, ¿las guardó escrupulosamente separadas? No pretendo actuar de abogado defensor.
– Pues lo parece, si me permite decirlo. Y, desde luego, veo adonde quiere ir a parar. Puedo asegurarle que no hay posibilidad de contaminación en mi laboratorio.
– Ni por un momento lo estaba insinuando, doctor Butter. Apunto hacia otra dirección. ¿Puede describirme el paquete que recibió?
– Sir Arthur, veo exactamente adonde quiere ir a parar. No he sido interrogado por abogados defensores a lo largo de los últimos veinte años para no reconocer ahora el enfoque de usted o para tener que responder de los procedimientos de la policía. Usted confiaba en que yo dijera que la piel y la ropa estaban enrolladas juntas dentro de un viejo saco de arpillera donde las había metido la incompetente policía. En cuyo caso usted estaría poniendo en entredicho tanto mi integridad como la de ellos.
Un deje acerado revestía ahora la urbanidad del doctor. Sería un testigo que preferirías tener de tu parte.
– No haría tal cosa -dijo Arthur, conciliador.
– Acaba de hacerlo, sir Arthur. Ha insinuado que yo podría haber pasado por alto la posibilidad de contaminación. Los dos materiales estaban envueltos y precintados por separado, y por mucho que los hubieran zarandeado, los pelos no habrían podido pasar de un paquete al otro.
– Le agradezco, doctor Butter, que haya eliminado esa posibilidad.
Y, de este modo, daba a elegir entre dos alternativas: la incompetencia de la policía antes de empaquetar por separado los dos materiales, o la malevolencia policial cuando lo estaban haciendo. Bueno, ya había presionado suficiente al doctor Butter. Excepto…
– ¿Puedo hacerle otra pregunta? Es totalmente objetiva.
– Por supuesto. Perdone mi irritación.
– Es comprensible. Tal como ha dicho, me he excedido en imitar a un defensor.
– No se trata tanto de eso. Es más bien lo siguiente. He trabajado con la policía de Staffordshire durante más de veinte años. Veinte años en los que he asistido a juicios y he tenido que responder a preguntas taimadas, basadas en suposiciones que yo sé que eran falsas. Veinte años viendo cómo se explota la ignorancia del jurado. Veinte años en que he testificado con la mayor claridad y la menor ambigüedad que he podido, basándome en rigurosos análisis científicos, para que luego me traten, no como a un farsante, sino como a alguien que se limita a dar una opinión, una opinión no más valiosa que la de cualquiera. Salvo que ese cualquiera no tiene un microscopio, y si lo tuviera no sabría enfocarlo. Declaro lo que he observado, lo que sé, y me encuentro con que me dicen desdeñosamente que eso no es más que una opinión mía.
– Le comprendo perfectamente -dijo sir Arthur.
– Lo dudo. En todo caso, haga esa pregunta.
– ¿A qué hora del día recibió el paquete de la policía?
– ¿A qué hora? Hacia las nueve.
A Arthur le asombraba aquel envío. El pony había sido descubierto alrededor de las 6.20, Campbell estaba todavía en el campo cuando George salía de casa para alcanzar el tren de las 7.39, y el inspector llegó a la vicaría, con Parsons y su grupo de agentes especiales, un poco antes de las ocho. Después tuvieron que registrar la casa, discutir con los Edalji…
– Lo siento, doctor Butter, sin ánimo de arrogarme de nuevo el papel de defensor, ¿no sería más tarde?
– ¿Más tarde? En absoluto. Sé a qué hora llegó el paquete. Recuerdo que me quejé. Insistieron en entregármelo ese día. Les dije que no podría quedarme hasta después de las nueve. Saqué mi reloj cuando llegó el paquete. Las nueve en punto.
– Me he confundido yo. Creí que usted se refería a las nueve de la mañana.
Ahora le tocó expresar sorpresa al doctor Butter.
– Sir Arthur, la policía es, según mi experiencia, competente e industriosa. También honrada. Pero no hace milagros.
Sir Arthur asintió y los dos hombres se separaron como amigos. Pero después se paró a pensar que era exactamente lo contrario: la policía hace milagros. Puede hacer que veintinueve pelos de caballo pasen de un paquete precintado a otro en virtud del poder del pensamiento. Quizá debería inscribirla en la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas.
Sí, podía compararla con los médiums que en teoría eran capaces de desmaterializar objetos para después volver a materializarlos, de hacer que cayera sobre el velador una lluvia de monedas antiguas, por no hablar de tablillas asirias y piedras semipreciosas. Era una rama del espiritismo respecto de la cual Arthur seguía siendo profundamente escéptico; de hecho, el detective más aficionado solía seguir el rastro de las monedas antiguas hasta el numismático más próximo. Arthur pensaba que eran números más propios del circo o de la caseta de un mago. O de la comisaría de Staffordshire.
Se estaba mareando. Pero sólo era euforia. Doce horas: ahí radicaba la respuesta. La policía tuvo la prueba en su poder durante doce horas antes de entregársela al doctor Butter. ¿Dónde había estado, a cargo de quién, qué habían hecho con ella? ¿Hubo una contaminación casual o se llevó a cabo un acto concreto con la intención específica de incriminar a George Edalji? Lo más probable es que nunca lo supieran, a no ser que alguien confesara en su lecho de muerte… y Arthur siempre había dudado de estas confesiones.
Su euforia aumentó cuando llegó a Undershaw el informe del doctor Lindsay Johnson. Lo acompañaban dos cuadernos llenos de detallados análisis grafológicos de Johnson. La máxima autoridad europea juzgaba que ninguna de las cartas que le habían entregado, ya fueran de puño y letra del intrigante malvado, del maníaco religioso o del chico depravado, tenía ninguna similitud significativa con documentos auténticos escritos por George Edalji. En algunos ejemplos había una especie de parecido engañoso; pero no era más del que cabría esperar de un falsificador que reconociera haber intentado copiar la letra de otra persona. Cabría esperar que ocasionalmente consiguiera realizar un facsímil creíble; siempre había, sin embargo, signos delatadores que probaban que la mano de George -literalmente- no había intervenido en absoluto.
Arthur ya había despachado la mitad de la primera parte de su lista: Yelverton-Pelos-Cartas-Vista. Luego venía Green -quedaba pendiente- y Anson. Desafiaría directamente al jefe de la policía. «Tomaré nota con mucho interés de lo que Sherlock Holmes tenga que decir sobre un caso de la vida real…», había sido la respuesta sarcástica de Anson. Pues entonces Arthur le tomaría la palabra; escribiría sus hallazgos hasta la fecha, se los enviaría a Anson y le invitaría a que los comentase.
Al sentarse a su escritorio para empezar el borrador, presintió, por primera vez desde la muerte de Touie, la tendencia a lo correcto que poseían las cosas. Después de la depresión, la culpa y el letargo, después del reto y la llamada a la acción, estaba donde debía: un hombre ante una mesa con una pluma en la mano, ansioso de contar una historia y de cambiar la visión de la gente; mientras tanto, allí fuera, en Londres, le esperaba -aunque no durante mucho más tiempo- la mujer que, en adelante, sería su primera lectora y el primer testigo de su vida. Se sintió lleno de energía, el material hervía en su cabeza y su propósito era claro. Empezó con una frase en la que había trabajado en trenes, hoteles y taxis, algo a la vez dramático y declaratorio:
La primera imagen que tuve de George Edalji bastó por sí sola para convencerme de que era sumamente improbable que fuese culpable del delito por el que fue condenado, y para sugerirme al menos algunas de las razones que habían inducido a considerarle sospechoso.
Y a partir de aquí el relato fluyó velozmente de su pluma, como una gran cadena, de eslabones fuertemente enlazados, que se desenrollase. En dos días escribió quince mil palabras. Quizá quedaran cosas que añadir cuando llegasen los informes complementarios de oculistas y peritos grafólogos. Tampoco se explayó mucho sobre el papel desempeñado por Anson en el caso: no tenía sentido esperar una respuesta útil de un hombre al que uno atacaba incluso antes de conocerlo. Wood mecanografió el texto y enviaron una copia por correo certificado al jefe de la policía.
Dos días después llegó una respuesta de Green Hall, Stafford, invitando a sir Arthur a comer con el capitán Anson y su esposa cualquier día de la semana siguiente. Por descontado, tendrían mucho gusto en hospedarle si decidía quedarse a dormir. No había el menor comentario sobre la crónica de Arthur; tan sólo una posdata fantasiosa: «Puede traer, si quiere, a Sherlock Holmes. A la señora Anson le encantaría conocerle. Notifíqueme si él también necesita hospedaje».
Sir Arthur entregó la carta a su secretario.
– No malgasta balas, por lo visto.
Wood asintió y supo que no debía comentar la posdata.
– Supongo, Woodie, que no le apetecerá sustituir a Holmes.
– Le acompañaré si lo desea, sir Arthur, pero ya sabe lo que pienso sobre los disfraces.
Pensaba también que, tras haber encarnado ya la figura del doctor Watson, interpretar a Holmes rebasaría su versatilidad dramática.
– Le seré más útil practicando al billar.
– Estupendo, Alfred. Usted se queda de centinela. Y ejercite el taco. Veré lo que Anson ha sacado en claro.
Mientras Arthur proyecta su viaje a Staffordshire, Jean piensa más allá. Ha llegado el momento de realizar la transición de chica que espera a esposa que no espera. Discurre el mes de enero. Touie murió en julio pasado; es evidente que Arthur no puede casarse antes de que transcurran doce meses. Todavía no han hablado de una fecha, pero una boda en otoño no es una idea imposible. Quince meses: a poca gente le chocaría este intervalo. Los sentimentales prefieren una boda en primavera, pero Jean opina que el otoño armoniza con unas segundas nupcias. Y después una luna de miel en la Europa continental. Italia, por supuesto, y bueno, siempre ha tenido unas ganas locas de conocer Constantinopla.
Una boda significa damas de honor, pero esto ya ha sido resuelto hace mucho: Leslie Rose y Lily Loder-Sydmons son designadas para el cometido. Pero una boda también implica una iglesia y una iglesia implica religión. La madre de Arthur le educó como católico, pero desde entonces los dos han abandonado esa fe: la madre se ha convertido en anglicana y Arthur ha reemplazado la fe por el golf dominical. Incluso esconde su segundo nombre de pila, Ignatius. Hay pocas posibilidades, por tanto, de que ella, católica de nacimiento, se case como católica. Es posible que esto consterne a sus padres, en especial a su madre, pero si tal es el precio, Jean lo pagará.
¿Habrá acaso otra factura? Si tiene que estar al lado de Arthur en todo, tendrá entonces que hacer frente a aquello que hasta ahora ha rehuido. Las contadas ocasiones en que Arthur ha mencionado su interés por las cuestiones paranormales, ella ha esquivado el tema. En su fuero interno, le estremecen la vulgaridad y la estupidez de ese mundo: ancianos idiotas que fingen entrar en trance, viejas brujas con pelucas espantosas que escudriñan una bola de cristal, gente que une las manos en la oscuridad y que se hacen brincar unos a otros. Y no tiene nada que ver con la religión, que significa una moralidad. Y la idea de que esta… superchería atraiga a su querido Arthur es fastidiosa y casi increíble. ¿Cómo es posible que una persona como Arthur, cuyo poder de raciocinio no aventaja nadie, se rebaje a relacionarse con semejante gente…?
Es verdad que su gran amiga Lily Loder-Sydmons es una entusiasta de la mesa parlante, pero a Jean le parece una niñería. La disuade de que hable de sesiones, aun cuando Lily le asegura que están llenas de personas respetables. Quizá primero debería hablar a fondo con ella del asunto, como un intento de vencer su aversión. No, eso sería pusilánime. Va a casarse con Arthur, en definitiva, no con Lily.
Así que cuando Arthur llega, en su viaje al norte, Jean hace que se siente, escucha pacientemente las noticias de la investigación y luego dice, para evidente sorpresa de Arthur:
– Me gustaría muchísimo conocer a ese joven protegido tuyo.
– ¿De veras, querida? Es un chico muy decente, víctima de una injusticia horrible. Estoy seguro de que le encantaría conocerte, se sentiría muy honrado.
– Creo que dijiste que es parsi, ¿no?
– Bueno, no exactamente. Su padre…
– ¿En qué creen los parsis, Arthur? ¿Son hindúes?
– No, son mazdeístas, seguidores de Zoroastro.
Arthur disfruta de preguntas así. Piensa que puede abarcar y mantener a raya el misterio fundamental de las mujeres siempre que le permitan explicarles cosas. Con una confiada firmeza, refiere los orígenes históricos de los parsis, su aspecto característico, su tocado, su actitud liberal con las mujeres, su tradición de nacer en la planta baja de la casa. Omite la ceremonia de purificación, pues entraña una ablución con orina de vaca, pero diserta sobre la posición central que ocupa la astrología en la vida de los parsis, y se encamina hacia las torres de silencio y el póstumo festín de los buitres cuando Jean levanta la mano para detenerle. Ella cae en la cuenta de que no es la manera de hacer las cosas. La historia del mazdeísmo no contribuye a allanar la transición que esperaba. Además, parece deshonesto, vulnera el concepto que tiene de sí misma.
– Arthur, querido -le interrumpe-. Hay algo de lo que quiero hablarte.
El parece sorprendido y levemente alarmado. Aunque siempre haya apreciado su franqueza, subsiste dentro de él un poso de suspicacia de que cada vez que una mujer dice que tiene que hablar de algo a un hombre, raro será que se trate de algo beneficioso o agradable para él.
– Quiero que me expliques tu relación con… ¿lo llamas espiritismo o espiritualismo?
– Prefiero el término espiritismo, pero parece ser que está perdiendo vigencia. Sin embargo, creí que te disgustaba ese tema.
Lo que en realidad quiere decir es que ella teme y desprecia ese tema; y, con mayor motivo, a sus adeptos.
– Arthur, no podría disgustarme nada que a ti te interese.
Lo que en realidad quiere decir es que confía en que no le disguste nada de lo que a él le interesa.
Y entonces empieza a explicarle su adhesión, desde los experimentos sobre transmisión de pensamiento con el futuro arquitecto de Undershaw hasta las conversaciones en el palacio de Buckingham con sir Oliver Lodge. En todos los puntos recalca los orígenes científicos y los procedimientos de la investigación psíquica. Tiene mucho cuidado de que parezca una actividad respetable y nada amenazadora. Tanto su tono como sus palabras tranquilizan un poco a Jean.
– Es cierto, Arthur, que Lily me ha hablado un poco de las mesas parlantes, pero supongo que siempre lo he considerado contrario a la doctrina de la Iglesia. ¿No es una herejía?
– Es verdad que se opone a las instituciones de la Iglesia. Para empezar, elimina al intermediario.
– ¡Arthur! Eso no es un modo correcto de hablar del clero.
– Pero es lo que han sido históricamente. Intermediarios, mediadores. Transmisores de la verdad al principio, pero cada vez la controlaban más y se volvieron ofuscadores, políticos. Los cátaros estaban en el buen camino, el del acceso directo a Dios, sin pasar por las capas de la jerarquía. Los erradicaron de Roma, por supuesto.
– ¿Entonces tus…, ¿debo llamarlas creencias?, te hacen hostil a mi Iglesia?
Y, por ende, quiere decir Jean, a todos sus miembros. A un miembro específico.
– No, queridísima. Y nunca pretenderé disuadirte de que vayas a tu Iglesia. Pero nos movemos más allá de todas las religiones. Pronto, muy pronto, en términos históricos, serán cosas del pasado. Míralo de esta forma. ¿Es la religión el único ámbito del pensamiento que no es progresista? ¿No sería extraño? ¿Vamos a seguir eternamente una norma establecida hace dos mil años? ¿No ve la gente que el cerebro humano evoluciona, que tiene que adoptar una perspectiva más amplia? Un cerebro a medio formar crea un Dios formado a medias, ¿y quién dirá que nuestro cerebro está siquiera desarrollado?
Jean guarda silencio. Cree que las normas establecidas hace dos mil años son verdaderas y que hay que obedecerlas; y que aunque el cerebro quizá evolucione y produzca todo género de avances científicos, el alma, que es la chispa de la divinidad, es algo totalmente aparte e inmutable, no sujeta a evolución.
– ¿Te acuerdas de cuando hice de juez en un concurso de forzudos en el Albert Hall? El ganador se llamaba Murray. Le seguí por la calle aquella noche. Llevaba una estatuilla de oro debajo del brazo, era el hombre más fuerte de Gran Bretaña. Pero se perdió en la niebla…
No, una metáfora no era lo adecuado. Las metáforas eran para las religiones institucionales. Las metáforas eran cháchara.
– Lo que hacemos es muy simple, Jean. Tomamos la esencia de las grandes religiones, que es la vida del espíritu, y la hacemos más visible y por tanto más comprensible.
A ella le parecen palabras de un tentador, y el tono de su respuesta es seco.
– ¿Con sesiones y mesas parlantes?
– Admito que a los profanos les resulta raro. Al igual que las ceremonias de tu Iglesia parecerían extrañas a un mazdeísta que la visitase. El cuerpo y la sangre de Cristo en una bandeja y una copa… Podría parecerle un puro truco de magia. Las religiones, todas las religiones, han embarrancado en el ritual y el despotismo. Nosotros no decimos: ven a rezar a nuestra iglesia y sigue nuestras instrucciones y quizá algún día seas recompensada en la otra vida. Eso es como el regateo de un vendedor de alfombras. En cambio, te mostramos, ahora que estás viva, la realidad de determinados fenómenos paranormales que te probarán la abolición física de la muerte.
– ¿Crees, entonces, en la resurrección del cuerpo?
– ¿Que nos entierran y nos descomponemos y después, en algún tiempo futuro, nos reconstruyen enteros? No. El cuerpo es una mera cáscara, una envoltura de la que nos desprendemos. Es cierto que algunas almas vagan en la oscuridad durante un tiempo después de la muerte, pero es sólo porque no están preparadas para la transición al otro lado. Un auténtico espiritista que comprende el proceso pasará fácilmente y sin angustia. Y podrá comunicarse más rápido con el mundo que ha abandonado.
– ¿Has presenciado eso?
– Oh, sí. Y espero hacerlo con más frecuencia a medida que comprenda mejor.
Un escalofrío repentino recorre a Jean.
– Espero que no te estés haciendo médium, querido Arthur.
Se está imaginando a su marido como un embaucador anciano que entra en trance y habla con voces raras. Y que la nueva lady Doyle es conocida como la esposa de un charlatán.
– Oh, no, no poseo esos poderes. Los auténticos médiums son escasos, muy escasos. A menudo son personas sencillas, humildes. Como Jesucristo, por ejemplo.
Jean no hace caso de la comparación.
– ¿Y qué pasa con la moralidad, Arthur?
– No cambia. Es decir, la verdadera…, que proviene de la conciencia individual y el amor a Dios.
– No me refiero a ti, Arthur. Ya sabes de qué hablo. Si la gente, la gente ordinaria, no tuviera a la Iglesia para decirle cómo debe comportarse, recaería en el egoísmo y una sordidez brutal.
– Yo no lo veo como la otra alternativa. Los espiritistas, los auténticos, son hombres y mujeres de una alta calidad moral. Podría enumerarte algunos. Y su moralidad es más elevada porque están más cerca de comprender la verdad espiritual. Si la persona ordinaria que mencionas tuviera de primera mano una prueba del mundo espiritual, si se percatara de lo cerca que está de nosotros en todo momento, el egoísmo y la brutalidad perderían su atractivo. Pon la verdad de manifiesto y la moralidad llegará sola.
– Arthur, vas demasiado deprisa para mí.
Puntualizando, Jean siente que se avecina una cefalea; en realidad, se teme, una migraña.
– Por supuesto. Tenemos toda la vida por delante, y después toda la eternidad juntos.
Jean sonríe. Se pregunta qué hará Touie durante toda la eternidad que Arthur y Jean pasarán juntos. Claro que se planteará el mismo problema tanto si resulta que su Iglesia es la que enseña la verdad como si es la que dicen esos médiums de humilde cuna que tanto impresionan a su futuro marido.
Arthur, por su parte, dista mucho de tener un dolor de cabeza. La vida se ha puesto de nuevo en movimiento: primero el caso Edalji y ahora este súbito interés de Jean por las cosas que hay bajo esta cuestión auténtica. Pronto recobrará el pleno entusiasmo. En el umbral abraza a la chica que le espera y, por primera vez desde la muerte de Touie, descubre que reacciona como un novio en ciernes.
Arthur dijo al taxista que le dejara en el viejo comercio contiguo al hotel White Lion. La posada estaba directamente enfrente de Green Hall. Llegar a pie era una táctica instintiva. Con su maletín de fin de semana en la mano, siguió la cuesta suave que arrancaba de Lichfield Road y procuró que las suelas de los zapatos hicieran un ruido discreto sobre la grava. Cuando vio la casa, iluminada de soslayo por el sol débil de finales de la tarde, se detuvo a la sombra de un árbol. ¿Por qué los métodos del doctor Joseph Bell no persuadían a la arquitectura de que revelara secretos, como hacía la fisiología? Veamos: de la década de 1820, conjeturó; de estuco blanco; fachada pseudogriega, un sólido pórtico con dos pares de columnas jónicas no estriadas; tres ventanas en cada lado. Tres plantas, pero para su ojo inquisitivo había algo sospechoso en la tercera. Sí, apostaría a Wood cuarenta puntos de ventaja a que no había ni un solo desván detrás de aquella hilera de siete ventanas: un mero truco arquitectónico para hacer la casa más alta e imponente. Sin embargo, no se podía culpar de aquel trampantojo al actual ocupante. Detrás de la casa, hacia la derecha, Doyle divisó una rosaleda hundida, una pista de tenis, una glorieta flanqueada por un par de jóvenes carpes injertados.
¿Qué historia contaba aquella casa? Una de dinero, buena cuna, gusto, historia, poder. El nombre de la familia lo había labrado en el siglo XVIII el circunnavegante Anson, que también labró la primera fortuna familiar: dinero obtenido con la captura de un galeón español. Su sobrino había sido ennoblecido por el título de vizconde en 1806; el ascenso a conde se produjo en 1831. Si aquélla era la residencia del hijo segundón, y el primogénito ocupaba Shugborough, los Anson sabían acrecentar su herencia.
A pocos metros de distancia de una ventana del segundo piso, el capitán Anson llamó en voz baja a su mujer.
– Blanche, tenemos casi encima al gran detective. Está buscando en el camino de entrada las huellas de un sabueso gigantesco.
La señora Anson pocas veces le había visto tan azorado.
– Cuando llegue -prosiguió él-, no parlotees sobre sus libros.
– ¿Parlotear, yo?
Fingió estar más ofendida de lo que estaba.
– Ya le han atosigado con ese tema a lo largo y ancho del país. Sus seguidores casi lo matan con esas monsergas. Tenemos que ser hospitalarios pero no halagadores.
La señora Anson llevaba casada el tiempo suficiente para saber que aquello era más una señal de nervios que de aprensión por la conducta de su cónyuge.
– He encargado sopa, pescadilla al horno y chuletas de cordero.
– ¿Con qué guarnición?
– Coles de Bruselas y croquetas de patata, por supuesto. No necesitabas preguntarlo. Después, suflé de sémola y huevos de anchoa.
– Perfecto.
– De desayuno, ¿prefieres beicon frito y cabeza de jabalí, o arenque a la parrilla y rollos de buey?
– Con este tiempo… creo que lo segundo irá bien. Y, recuerda, Blanche, nada de hablar del caso en la cena.
– Para mí no será una penitencia, George.
De todos modos, Doyle demostró que era un huésped puntilloso, impaciente de que le acompañaran a su habitación e igualmente ansioso de bajar de ella a tiempo para dar una vuelta por la finca antes de que anocheciera. Como un propietario a otro, manifestó su preocupación por la frecuencia con que el río Sow inundaba las vegas, y después preguntó por el curioso montículo de tierra que estaba medio escondido por la glorieta. Anson le explicó que era un antiguo depósito de hielo, ahora en desuso por la llegada de la refrigeración; no sabía si transformarlo en una bodega. A continuación departieron sobre cómo el césped de la pista de tenis estaba sobreviviendo al invierno y lamentaron conjuntamente la brevedad de la temporada que imponía el clima inglés. Anson aceptó las alabanzas y la apreciación de Doyle, dando por sentado que el capitán era el propietario de Green Hall. En verdad, sólo lo alquilaba, pero ¿por qué decírselo al gran detective?
– Veo que han injertado esos carpes jóvenes.
– No se le escapa nada, Doyle -contestó el jefe de la policía con una sonrisa.
Era la más ligera de las referencias a lo que se avecinaba.
– Yo también he tenido mis años de plantador.
En la cena, los Anson ocuparon las dos cabeceras de la mesa y cedieron a Doyle la vista de la ventana central, que daba a la rosaleda en letargo. Se mostró tan atento a las preguntas de la señora de la casa que a ella le pareció que en ocasiones se excedía.
– ¿Conoce bien Staffordshire, sir Arthur?
– No tanto como debería. Pero hay un nexo con la familia de mi padre. El Doyle original era una rama joven de los Doyle de Staffordshire, de donde, como usted sabe, procede sir Francis Hastings Doyle y otros hombres prominentes. Aquel joven participó en la invasión de Irlanda y recibió propiedades en County Wexford.
Blanche sonrió, alentadora, aunque no pareciese necesario.
– ¿Y por parte de madre?
– Ah, eso tiene un interés considerable. Mi madre es una gran arqueóloga, y con la ayuda de sir Arthur Vicars, el Rey de Armas del Ulster y pariente de ella, ha conseguido componer su genealogía durante un período de cinco siglos. Ella se precia, nos preciamos, de tener un árbol familiar donde se han posado muchos de los grandes de la tierra. El tío de mi abuela era sir Denis Pack, que comandó la brigada escocesa en Waterloo.
– No me diga.
La señora Anson era una firme creyente en la clase social, así como en sus deberes y obligaciones. Pero era la personalidad y el porte, más que los documentos, lo que hacía a un caballero.
– Sin embargo, la verdadera novela romántica de la familia data del matrimonio, a mediados del siglo diecisiete, del reverendo Richard Pack con Mary Percy, heredera de la rama irlandesa de los Percy de Northumberland. A partir de este momento estamos emparentados con los Plantagenet a través de tres matrimonios distintos. Por consiguiente, servidor tiene extrañas vetas en su sangre que son nobles de origen y, cabe esperar, también de tendencia.
– Cabe esperar -repitió la señora.
Ella, por su parte, era hija de G. Miller de Brenty, de Gloucester, y tenía poca curiosidad por sus antepasados lejanos. Le parecía que si pagabas a un investigador para que confeccionase tu árbol genealógico, siempre acabarías emparentada con algún gran linaje. Los sabuesos genealógicos, en general, no te enviaban facturas adjuntas a la confirmación de que descendías de un porquero, por un lado, y de un mercachifle, por el otro.
– Aunque -continuó sir Arthur-, cuando Katherine Pack, la sobrina de sir Denis, enviudó en Edimburgo, la fortuna de la familia se hallaba en una situación calamitosa. En realidad, se vio forzada a buscar a un inquilino de pago. Y así fue como mi padre, ese inquilino, conoció a mi madre.
– Encantador -dijo la señora Anson-. Absolutamente encantador. Y ahora se dedica a restaurar la fortuna familiar.
– Cuando yo era pequeño me entristecía mucho la pobreza a la que mi madre se vio reducida. Intuía que era una injusticia contra su naturaleza. Aquel recuerdo, en parte, es lo que siempre me ha servido de acicate.
– Encantador -repitió la anfitriona, aunque menos enfática esta vez.
Sangre noble, tiempos aciagos, fortuna restaurada. Le encantaba creer en aquellos temas en una novela de la biblioteca, pero ante una versión viva se sentía inclinada a considerarlos inverosímiles y sensibleros. Se preguntó cuánto duraría esta vez el ascendiente de la familia. ¿Qué decían del dinero rápido? Una generación para ganarlo, otra para disfrutarlo y otra para perderlo.
Pero sir Arthur, si bien algo más que jactancioso sobre su linaje, era un comensal diligente. Mostró un copioso apetito, aunque comía sin hacer el menor comentario sobre el plato que tenía delante. La anfitriona no sabía a qué carta quedarse: si él juzgaba vulgar elogiar la comida o si simplemente carecía de papilas gustativas. Tampoco se mencionaron en la mesa el caso Edalji, el estado de la justicia penal, la administración de sir Henry Campbel-Bannerman y las hazañas de Sherlock Holmes. Pero consiguieron avanzar en línea recta, como tres remeros sin timonel, sir Arthur tirando con vigor hacia un lado y los Anson hundiendo los remos en el otro lo suficiente para mantener la barca derecha.
Despachados los huevos de anchoa, Blanche Anson percibió el desasosiego masculino al fondo de la mesa. Estaban ávidos de un estudio con cortinas, el fuego atizado, el puro encendido, la copa de brandy y la oportunidad, de la manera más civilizada posible, de liarse a mamporros mutuamente. Olfateaba, por encima de los olores de la mesa, algo primitivo y brutal en el aire. Se levantó y deseó buenas noches a los combatientes.
Los caballeros pasaron al estudio del capitán Anson, donde la lumbre ardía a plena llama. Doyle captó el brillo de carbones nuevos en el cubo de latón, el lomo lustroso de publicaciones encuadernadas, una vitrina resplandeciente que contenía tres botellas, el abdomen lacado de un pez hinchado en un estuche de cristal. Todo relucía: hasta aquel par de cuernos de una especie no nativa -alguna especie de alce escandinavo, supuso- había merecido la atención de la criada.
Extrajo un puro de la caja que le ofreció Anson y lo hizo girar entre los dedos. El anfitrión le pasó una navaja y una caja de cerillas.
– Repruebo el uso del cortapuros -anunció-. Siempre preferiré la buena conducta de la navaja.
Doyle asintió y se aplicó a su tarea; después arrojó al fuego el pedazo cortado.
– Tengo entendido que el progreso de la ciencia ahora nos ha deparado la invención del encendedor de puros eléctrico, ¿no?
– De ser así, no ha llegado a Hindhead -contestó Doyle. Declinó presentarse como la metrópoli que viene a apadrinar a las provincias. Pero detectó en el capitán una necesidad de afirmar el dominio de su estudio. Bueno, si tal era el caso, le ayudaría-. El alce -aventuró-; ¿del sur de Canadá, quizá?
– De Suecia -respondió el jefe de la policía, con una rapidez casi excesiva-. Su detective no habría cometido este error.
Ah, o sea que primero saldaremos esa cuenta, ¿eh? Doyle observó cómo Anson encendía su puro. Al resplandor de la cerilla brilló fugazmente el nudo Stafford de su alfiler de corbata.
– Blanche lee sus libros -dijo el jefe de la policía, asintiendo un poco, como si aquello zanjara el asunto-. También le gusta mucho la señora Braddon.
Doyle sintió un dolor repentino, el equivalente literario de la gota. Y sufrió otra punzada cuando Anson continuó:
– Yo soy más aficionado a Stanley Weyman [21].
– Estupendo -contestó Doyle-. Estupendo.
Lo cual quería decir: si es por mí, es estupendo que lo prefieras.
– Verá, Doyle…, seguro que no le importará que le hable con franqueza… Puede que yo no sea lo que usted llamaría un hombre de letras, pero como jefe de la policía es inevitable que adopte una visión más profesional que la que supongo que adopta la mayoría de sus lectores. Que los policías que usted presenta en sus relatos no sean idóneos para el desempeño de sus funciones es algo necesario, lo entiendo perfectamente, para la lógica de sus invenciones. Si no estuviera rodeado de tontos, ¿cómo brillaría su detective científico?
No valía la pena discutirlo. «Tontos» era una descripción muy benévola de Lestrade, Gregson, Hopkins y…, oh, no valía la…
– No, comprendo a la perfección sus razones, Doyle. Pero en el mundo real…
En este punto, Doyle más o menos dejó de escuchar. En todo caso, su mente se había atascado en la expresión «mundo real». Con qué facilidad cada cual entendía lo que era real y lo que no lo era. El mundo en que un abogado joven e ignorante era condenado a trabajos forzados en Portland…, el mundo en que Holmes desentrañaba otro misterio inextricable para el entendimiento de Lestrade y sus colegas…, o el mundo de más allá, el del otro lado de la puerta cerrada, hacia el que Touie se había deslizado sin el menor esfuerzo. Algunas personas creían sólo en uno de estos mundos, otras en dos, unas pocas en los tres. ¿Por qué la gente pensaba que el progreso consistía en creer menos, en vez de creer más y abrirse a un universo más extenso?
– … y por eso, amigo mío, sin órdenes del Ministerio del Interior, no suministraré jeringas de cocaína a mis inspectores ni violines a mis sargentos y agentes.
Doyle inclinó la cabeza, como reconociendo que había encajado el golpe. Pero ya bastaba de teatro y de actuar como un huésped.
– Vayamos al grano. Ha leído mi análisis.
– He leído su… relato -contestó Anson-. Un asunto deplorable, hay que decirlo. Una serie de errores. Podría haberse cortado de raíz mucho antes.
La franqueza de Anson sorprendió a Doyle.
– Me alegro de oírle decir eso. ¿En qué errores está pensando?
– El de la familia. Allí es donde todo empezó a torcerse. La familia de la mujer. ¿Qué se les metió en la cabeza? ¿Qué se les pudo pasar por la cabeza? Doyle, la verdad: una sobrina de uno insiste en casarse con un parsi…, no hay manera de convencerla de que no…, ¿y qué hace uno? Le da al hombre un empleo… aquí. En Great Wyrley. Es como si nombraras a un feniano jefe de la policía de Staffordshire.
– Me inclino a darle la razón -respondió Doyle-. El valedor de aquel parsi sin duda pretendía demostrar la universalidad de la Iglesia anglicana. El vicario, en mi opinión, es un hombre amable y dedicado, que ha servido a su parroquia lo mejor que ha sabido. Pero la presencia de un clérigo de color en una parroquia tan burda y poco refinada tenía que causar una situación lamentable. Es, desde luego, un experimento que no debería repetirse.
Anson miró a su huésped con un nuevo respeto, a pesar de la pulla implícita en «burda y poco refinada». Había allí más cosas en común de lo que había esperado. Debería haber sabido lo improbable que era que sir Arthur fuese un radical acérrimo.
– Y luego introducir tres niños mestizos en el vecindario.
– George, Horace y Maud.
– Tres niños mestizos -repitió Anson.
– George, Horace y Maud -repitió Doyle.
– George, Horace y Maud E-dal-ji.
– ¿Ha leído mi análisis?
– He leído su… análisis -Anson optó esta vez por admitir el vocablo-, y admiro, sir Arthur, tanto su tenacidad como su pasión. Le prometo reservarme para mí sus especulaciones de aficionado. Divulgarlas no beneficiaría a su reputación.
– Creo que debe permitirme que sea yo quien juzgue eso.
– Como quiera, como quiera. Blanche me la leyó el otro día. La entrevista que usted concedió al Strand, hace unos años, sobre sus métodos. ¿No le tergiversarían burdamente?
– No recuerdo que lo hicieran. Pero no tengo por costumbre releer con ánimo de verificar.
– Decía usted que al escribir sus relatos, su primera preocupación era siempre el epílogo.
– Comienzo con un final. No sabes qué camino recorrer si no sabes adonde vas.
– Exacto. ¿Y no describía en su… análisis que cuando conoció al joven Edalji… en el vestíbulo del hotel, creo, le observó un momento, y que incluso antes de conocerle creyó en su inocencia?
– En efecto. Por los motivos claramente expuestos.
– Por los motivos claramente percibidos, yo diría más bien. Todo lo que ha escrito procede de esa percepción. En cuanto se convenció de la inocencia del desdichado, todo encajó.
– Mientras que para usted todo encajó cuando se convenció de la culpabilidad del joven.
– Mi conclusión no se basó en una intuición en el vestíbulo de un hotel, sino en las consecuencias de las observaciones e informes de la policía a lo largo de una serie de años.
– Convirtió al chico en blanco desde el principio. Le escribió amenazándole con trabajos forzados.
– Intenté advertir tanto al chico como al padre de las consecuencias de persistir en el camino delictivo que de un modo tan patente había emprendido. No creo equivocarme si adopto el criterio de que la tarea de la policía no es sólo punitiva sino profiláctica.
Doyle asintió a una frase que, sospechó, habría sido preparada expresamente para él.
– Olvida que antes de conocer a George yo había leído sus excelentes artículos en The Umpire.
– Todavía no he conocido a nadie detenido a discreción del Ministerio del Interior que no tenga una explicación convincente de por qué no era culpable.
– ¿Opina usted que George Edalji envió cartas denunciándose a sí mismo?
– Entre otras muchas cartas. Sí.
– ¿Opina que era el cabecilla de una banda que descuartizaba animales?
– ¿Quién sabe? Banda es una palabra de la prensa. No me cabe duda de que había otros implicados. Tampoco dudo de que el abogado era el más inteligente de todos.
– ¿Opina que su padre, un pastor de la Iglesia anglicana, cometió perjurio para proporcionar una coartada a su hijo?
– Doyle, una pregunta personal, si me permite. ¿Tiene usted un hijo?
– Sí. De catorce años.
– Y si se metiera en líos, le ayudaría.
– Sí. Pero si él cometiera un delito, yo no cometería perjurio.
– Pero aparte de eso, le ayudaría y protegería.
– Sí.
– Quizá, entonces, con su imaginación pueda representarse a alguien que va más allá.
– No puedo imaginarme a un pastor de la Iglesia anglicana poniendo su mano encima de la Biblia y cometiendo perjurio a sabiendas.
– Entonces intente imaginarse lo siguiente. Imagine a un padre parsi que antepone la lealtad a su familia a la lealtad a un país que no es el suyo, aunque le haya dado refugio y aliento. Quiere salvar la piel de su hijo, Doyle. La piel.
– ¿Y opina usted que la madre y la hermana también cometieron perjurio?
– Doyle, repite usted continuamente opina. Mi «opinión», como usted la llama, no es sólo la mía, sino la de la policía de Staffordshire, el fiscal del proceso, un jurado inglés que prestó juramento y los Quarter Sessions. Asistí a todas las sesiones del juicio y puedo asegurarle una cosa, que le será dolorosa pero que es inevitable. El jurado no creyó el testimonio de la familia Edalji; no, desde luego, el del padre y la hija. El de la madre tuvo quizá menos importancia. No fue algo hecho a la ligera. Un jurado inglés sentado alrededor de la mesa, deliberando sobre el veredicto, es un asunto solemne. Sopesa las pruebas. Examina el carácter. No está esperando una señal desde arriba como… quienes participan en una sesión de espiritismo.
Doyle le lanzó una mirada penetrante. ¿Era una frase fortuita o un intento consciente de zaherirle? Bueno, necesitaría algo más que aquello.
– No estamos hablando, Anson, del hijo de un carnicero, sino de un profesional inglés, de un abogado que ronda la treintena y que es ya conocido como el autor de un libro sobre legislación ferroviaria.
– Por tanto, peor es su fechoría. Si cree que por los tribunales sólo pasan los delincuentes habituales, es más ingenuo de lo que yo pensaba. Como debe saber, hasta los escritores se sientan en el banquillo. Y la sentencia sin duda reflejó la gravedad de un caso en el que alguien que juró defender e interpretar las leyes las infringió seriamente.
– Siete años de trabajos forzados. Al propio Wilde sólo le impusieron dos.
– Eso se debe a que la sentencia la impone el tribunal, no usted ni yo. Yo quizá no habría puesto a Edalji menos, aunque desde luego a Wilde le hubiera condenado a más. Era culpable de principio a fin… y también de perjurio.
– Yo cené una vez con él -dijo Doyle. El antagonismo se elevaba ahora como una niebla del río Sow, y todos sus instintos le decían que se frenase un poco-. Creo que debió de ser el año 1889. Fue para mí una velada magnífica. Esperaba ver a un egocéntrico que soltaba monólogos y me encontré a un caballero de modales impecables. Éramos cuatro, y aunque destacaba sobre los otros tres, no lo dejó traslucir. Un hombre que monologa, por inteligente que sea, no puede ser un caballero en el fondo. Con Wilde hubo un toma y daca, y poseía el arte de parecer interesado por todo lo que decíamos. Hasta había leído mí Micah Clarke.
»Recuerdo que hablábamos de que la buena suerte de los amigos a veces nos producía un extraño descontento. Wilde nos contó la historia del diablo en el desierto de Libia. ¿La conoce? ¿No? Bueno, pues el diablo andaba ocupándose de sus asuntos y hacía la ronda de su imperio cuando se topó con un grupo de diablillos que estaban atormentando a un santo ermitaño. Utilizaban tentaciones y provocaciones rutinarias que el santo varón resistía sin mucho esfuerzo. "No se hace así -les dijo su maestro-. Yo os enseñaré. Mirad atentamente." Dicho lo cual, el demonio se acercó por detrás al eremita y con un tono meloso le susurró al oído: "A tu hermano acaban de nombrarle obispo de Alejandría". Y de inmediato unos celos feroces ensombrecieron la cara del ermitaño. "Esta es la mejor manera", dijo el diablo.
Anson se sumó a la risa de Doyle, aunque la suya no fue tan espontánea. No eran de su gusto los cinismos frívolos de un sodomita londinense.
– Sea como sea -dijo-, Wilde fue desde luego una presa fácil para el diablo.
– Debo añadir -prosiguió Doyle- que en ningún momento de la conversación de Wilde observé el menor rastro de ordinariez mental ni tampoco pude asociarle con semejante idea.
– En suma, un caballero profesional.
Doyle hizo caso omiso de este puyazo.
– Volví a verle, ¿sabe?, unos años más tarde, en una calle de Londres, y me pareció que se había vuelto completamente loco. Me preguntó si había ido a ver una obra de teatro suya. Le dije que, lamentablemente, no. «Oh, tiene que verla -me dijo, con el semblante muy serio-. ¡Es maravillosa! ¡Es genial!» Nada podría haber estado más lejos de sus maneras caballerosas de antaño. Pensé entonces, y sigo pensando ahora, que el proceso monstruoso que causó su perdición fue patológico, y que el lugar para atenderlo era el hospital, en vez de los tribunales.
– Su liberalismo vaciaría las cárceles -fue el seco comentario de Anson.
– Se equivoca conmigo, señor. Dos veces he participado en la vil actividad de hacer campaña política, pero no soy un hombre de partido. Me precio de ser un inglés no oficial.
La expresión -que Anson juzgó autosuficiente- flotó entre ellos como una voluta de humo de puro. Decidió que era el momento de apretarle las clavijas.
– Aquel joven cuyo caso, sir Arthur, le honra haber hecho suyo… no es del todo, debería prevenirle, como usted piensa. Hay diversas cuestiones que no salieron a colación en el juicio…
– Sin duda por el excelente motivo de que las prohibían las normas testimoniales. O bien eran alegaciones tan endebles que la defensa las hubiera destruido.
– Entre nosotros, Doyle. Hubo rumores…
– Siempre los hay.
– Rumores de deudas de juego, rumores de desfalco de dinero de clientes. Podría usted preguntar a su joven amigo si en los meses que antecedieron al caso se vio en un serio aprieto.
– No tengo intención de hacer semejante cosa.
Anson se levantó lentamente, caminó hasta su escritorio, sacó una llave de un cajón, abrió otro y sacó una carpeta.
– Le enseño esto de manera estrictamente confidencial. Está dirigida a sir Benjamín Stone. Sin duda es sólo una de muchas.
La carta estaba fechada el 29 de diciembre de 1902. En la parte superior izquierda estaban impresas la dirección del bufete y el de recepción de telegramas de George Edalji; y en la esquina superior derecha, «Great Wyrley, Walsall». A Doyle no le hizo falta el peritaje del granuja de Gurrin para convencerse de que la letra era de George.
Querido señor:
Tras haber gozado de una posición desahogada, me veo reducido a la más absoluta pobreza, en primer lugar por haber tenido que pagar una gran suma de dinero (cerca de doscientas veinte libras) por un amigo de quien yo era fiador. Pedí dinero prestado a tres prestamistas con la esperanza de rehacerme, pero sus exorbitantes intereses sólo empeoraron las cosas, y dos de ellos han presentado ahora una solicitud de quiebra contra mí, pero están dispuestos a retirarla si consigo reunir ciento quince libras en el acto. No tengo amigos a los que recurrir, y como la bancarrota me arruinaría y me impediría ejercer durante un largo tiempo en el que perdería a todos mis clientes, como último recurso estoy apelando a desconocidos.
Mis amigos sólo pueden darme treinta libras; yo tengo unas veintiuna y agradecería cualquier ayuda, por pequeña que sea, pues todo me vale para afrontar mi onerosa responsabilidad.
Le pido disculpas por molestarle y confío en que pueda ayudarme en todo lo posible.
Atentamente,
G. E. Edalji
Anson observó a Doyle mientras leía la carta. Holgaba decir que había sido escrita cinco semanas antes de la primera mutilación. La pelota estaba ahora en su campo. Doyle terminó de leer y releyó algunos pasajes. Al final dijo:
– ¿Lo investigaron, sin duda?
– En absoluto. Esto no es asunto de la policía. La mendicidad en la vía pública es una falta, pero mendigar entre profesionales no es de nuestra incumbencia.
– Aquí no veo referencia a deudas de juego ni a desfalco de clientes.
– A duras penas esas referencias habrían conmovido el corazón de sir Benjamín Stone. Trate de leer entre líneas.
– Me niego. Esto parece la súplica desesperada de un honorable joven en apuros por su generosidad con un amigo. Los parsis son conocidos por su caridad.
– Ah, ¿así que de repente es un parsi?
– ¿Qué quiere decir?
– No puede presentar primero a un profesional inglés y a un parsi después, según le convenga. ¿Es prudente que un joven honorable avale una suma tan cuantiosa y que se ponga en las manos de tres prestamistas distintos? ¿Cuántos abogados ha conocido que hagan esto? Lea entre líneas, Doyle. Interrogue a su amigo sobre esto.
– No tengo intención de hacerlo. Y está claro que no quebró.
– En efecto. Sospecho que su madre le sacó del aprieto.
– O quizá hubo otras personas en Birmingham que le mostraron la misma confianza que él al amigo de quien fue fiador.
Anson juzgó a Doyle tan testarudo como ingenuo.
– Aplaudo su… veta romántica, sir Arthur. Le honra. Pero perdóneme que no me parezca realista. Como tampoco su campaña. Su amigo ha sido excarcelado. Es un hombre libre. ¿De qué sirve agitar a la opinión pública? ¿Quiere que el Ministerio del Interior revise el caso? Lo ha examinado innumerables veces. ¿Quiere un comité? ¿Cómo está tan seguro de que obtendrá lo que quiere?
– Formaremos un comité. Lograremos el indulto. Obtendremos una indemnización. Y además estableceremos la identidad del auténtico culpable en cuyo lugar ha sufrido George Edalji.
– Oh, ¿eso también?
Anson se estaba irritando en serio. Habría sido tan fácil pasar una velada agradable: dos hombres de mundo, frisando los cincuenta, uno hijo de un conde y el otro un caballero del reino y ambos, casualmente, lugartenientes de sus condados respectivos. Era más lo que tenían en común que lo que les separaba… y sin embargo se estaban enconando.
– Doyle, déjeme señalarle un par de puntos. Es obvio que imagina que hubo una línea de persecución continua, que se remontaba a años atrás: las cartas, las bromas, las mutilaciones, las amenazas adicionales. Además piensa que la policía acusa de todo esto a su amigo. Usted, por el contrario, culpa de todo a delincuentes, conocidos o no, pero que son los mismos. ¿Cuál es la lógica de estos dos planteamientos? Sólo acusamos a Edalji de dos delitos, y por el segundo no fue juzgado. Supongo que es inocente de numerosos cargos. Una farra criminal de este calibre rara vez tiene un solo autor. Pudo ser el cabecilla, pudo ser un mero secuaz. Puede que viera el efecto de una carta anónima y probara a mandarla él. Pudo haber visto el efecto de una broma y decidirse a gastarla. Haber oído hablar de una banda que acuchillaba animales y optar por enrolarse en ella.
»Mi segundo punto es el siguiente. En mi época he visto declarar inocentes a personas que seguramente eran culpables, y declarar culpables a personas probablemente inocentes. No se sorprenda tanto. He conocido ejemplos de acusaciones y sentencias injustas. Pero en tales casos la víctima muy pocas veces es tan íntegra como quisieran sus defensores. Por ejemplo, permítame una sugerencia. Conoció a George Edalji en el vestíbulo de un hotel. Tengo entendido que usted llegó tarde. Lo vio en una postura particular de la que dedujo su inocencia. Déjeme decirle esto. George Edalji llegó antes que usted. Le estaba esperando. Sabía que usted le observaría. En consecuencia, compuso su aspecto.
Doyle no contestó; se limitó a estirar la barbilla hacia fuera y dio una calada al puro. A Anson le estaba pareciendo un maldito tozudo, aquel escocés, irlandés o lo que afirmase que era.
– Quiere que sea completamente inocente, ¿verdad? ¿No inocente a secas, sino completamente? Según mi experiencia, Doyle, nadie es cien por cien inocente. Quizá le declaren no culpable, pero es distinto de ser inocente. Casi nadie es completamente inocente.
– ¿Tampoco Jesucristo?
«Oh, Dios santo -pensó Anson-. Yo tampoco soy Poncio Pilatos.»
– Bueno, desde un punto de vista estrictamente jurídico -dijo, con un tono afable, de sobremesa-, se podría argumentar que Nuestro Señor contribuyó a que le juzgasen.
Ahora fue Arthur Doyle el que pensó que se estaban desviando del tema.
– Entonces permítame que le pregunte una cosa. En su opinión, ¿qué sucedió realmente?
Anson se rió, demasiado abiertamente.
– Me temo que es la pregunta típica de una novela de detectives. Es lo que piden los lectores y lo que usted les da de buena gana. «Díganos lo que sucedió realmente.»
»La mayoría de los delitos, Doyle, casi todos, de hecho, acontecen sin testigos. El ladrón aguarda a que la casa esté vacía. El asesino espera a que la víctima esté sola. El hombre que acuchilla a un caballo espera a la oscuridad de la noche. Si hay un testigo es muchas veces un cómplice, otro culpable. Lo atrapas y miente. Siempre. Separas a los dos cómplices y dicen mentiras distintas. Consigues que alguien declare y dice otro tipo de mentiras. Aunque asignaran a un solo caso todos los recursos de la policía de Staffordshire, nunca acabaría de saber "qué sucedió realmente", como dice usted. No estoy exponiendo un argumento filosófico sino siendo práctico. Lo que sabemos, lo que terminamos sabiendo es suficiente para garantizar una condena. Perdone que le aleccione sobre el mundo real.
Doyle se preguntó si alguna vez dejarían de castigarle por haber inventado a Sherlock Holmes. Corregido, aconsejado, sermoneado, tratado con condescendencia…, ¿hasta cuándo duraría aquello? No obstante, tenía que seguir. No debía perder los estribos, fuera cual fuese la provocación.
– Pero dejando aparte todo eso, Anson. Y admitiendo, como temo que tendremos que admitir, que al final de esta velada es posible que no hayamos modificado un ápice nuestras posiciones respectivas. Le pregunto lo siguiente. Usted cree que un joven y respetable abogado, que no ha dado muestras previas de un carácter violento, una buena noche sale de casa y agrede a un pony con especial maldad y violencia. Sólo le pregunto: ¿por qué?
Anson gruñó en su fuero interno. El móvil. La mente criminal. Ya empezamos otra vez. Se levantó y escanció otras dos copas.
– Usted es el que gana dinero con su imaginación, Doyle.
– Pero yo le creo inocente. E incapaz de dar ese salto que usted ha dado. No está usted en el banco de los testigos. Somos dos caballeros ingleses tomando un buen brandy y, si me permite decirlo, unos puros aún mejores, en una hermosa casa situada en el centro de este condado espléndido. Nada de lo que diga saldrá de estas cuatro paredes, le doy mi palabra. Sólo le pregunto: ¿por qué?
– Muy bien. Empecemos por los hechos conocidos. El caso de Elizabeth Foster, la sirvienta. Donde usted alega que todo comenzó. Estudiamos el caso, como es natural, pero no había pruebas suficientes para formular cargos.
Doyle miró inexpresivo al capitán Anson.
– No comprendo. Hubo una acusación. Ella se declaró culpable.
– Hubo una acusación privada…, la del vicario. Y a la chica la amedrentaron los abogados para que se declarase culpable. No fue una de esas acciones por las que te aprecian tus feligreses.
– ¿Así que la policía tampoco entonces apoyó a la familia?
– Doyle, acusamos cuando hay pruebas. Como hicimos cuando el propio abogado fue víctima de una agresión. Ah, veo que no se lo dijo.
– George no busca compasión.
– Es algo marginal. -Anson cogió un papel de la carpeta-. Noviembre de 1900. Agredido por dos chicos de Wyrley. Le empujaron contra un seto en Landywood, y uno de ellos también le rompió el paraguas. Los dos se declararon culpables. Multados con las costas. Por los jueces de Cannock. ¿No sabía que estuvo allí antes?
– ¿Puedo ver eso?
– Me temo que no. Registros policiales.
– Entonces dígame por lo menos los nombres de los agresores. -Como Anson vacilaba, añadió-: Puedo poner a mis sabuesos tras esa pista.
Anson sorprendió a Doyle con una especie de ladrido cómico.
– ¿O sea que usted también es un sabueso? Oh, de acuerdo, se llamaban Walker y Gladwin. -Vio que a Doyle los nombres no le decían nada-. De todas formas, cabría presumir que no fue un suceso aislado. Es probable que le agredieran antes o después, quizá con menos saña. Sin duda le insultarían también. Los jóvenes de Staffordshire distan mucho de ser unos santos.
– Quizá le sorprenda que George Edalji rechaza específicamente el prejuicio racial como la causa de su desgracia.
– Tanto mejor. De modo que podemos descartarlo.
– Aunque, por supuesto, yo no estoy de acuerdo con su análisis -añadió Doyle.
– Está en su derecho -dijo Anson, con suficiencia.
– ¿Y por qué aquella agresión es importante?
– Porque, Doyle, no se puede entender el final sin conocer el principio.
Anson empezaba a divertirse. Sus golpes, uno tras otro, daban en el blanco.
– George Edalji tenía buenos motivos para odiar el distrito de Wyrley. O creía tenerlos.
– ¿Y por eso se vengó matando ganado? ¿Dónde está la conexión?
– Veo que es usted de ciudad, Doyle. Una vaca, un caballo, una oveja, un cerdo es más que ganado. Es un sustento. Llámelo… un objetivo económico.
– ¿Puede demostrar que existe un vínculo entre alguno de los agresores de George en Landywood y algunas de las posteriores mutilaciones de ganado?
– No, no puedo. Pero no debería esperar que los criminales se atengan a una lógica.
– ¿Ni siquiera los inteligentes?
– Aún menos, según mi experiencia. De todos modos, tenemos a un joven que es el ojito derecho de sus padres y que sigue empantanado en casa mientras su hermano ha huido del redil. Un chico que guarda rencor al pueblo y que se siente superior a él. Contrae una deuda catastrófica. Los prestamistas le amenazan con llevarlo a los tribunales, la ruina profesional está a la vuelta de la esquina. Está a punto de venirse abajo todo aquello por lo que ha luchado en la vida…
– ¿Y?
– Y… quizá enloqueció como su amigo Wilde.
– A Wilde, a mi entender, lo corrompió el éxito. Difícilmente se puede comparar el efecto de los aplausos nocturnos en el West End con la acogida crítica de un tratado sobre leyes ferroviarias.
– Ha dicho que el caso de Wilde fue un proceso patológico. ¿Por qué no el de Edalji? Creo que llevaba varios meses desquiciado. La tensión debió de ser considerable, incluso inaguantable. Usted mismo ha calificado su carta de «desesperada». Pudo haberse producido algún proceso patológico, haber aflorado en la sangre una tendencia al mal inevitable.
– La mitad de su sangre es escocesa.
– Lo sé.
– Y la otra mitad es parsi. La más culta y próspera de las sectas indias.
– No lo dudo. No por nada los llaman los judíos de Bombay. Y tampoco dudo de que es la mezcla de sangres la responsable en parte de todo esto.
– Mi sangre es mitad escocesa y mitad irlandesa -dijo Doyle-. ¿Me empuja a acuchillar ganado?
– Usted mismo me facilita el argumento. ¿Qué inglés, qué escocés; qué medio escocés cogería un cuchillo para rajar a un caballo, una vaca, una oveja?
– Se olvida del minero Farrington, que hizo eso cuando George estaba en la cárcel. Pero le pregunto, a mi vez: ¿qué indio haría eso? ¿No veneran al ganado como si fuera sagrado?
– En efecto. Pero el problema surge cuando las sangres se mezclan. Se crea una división irreconciliable. ¿Por qué las sociedades de todas partes aborrecen a los mestizos? Porque tienen el alma escindida entre el impulso de la civilización y la atracción de la barbarie.
– ¿Y considera responsable de barbarie a la sangre escocesa o parsi?
– Qué gracioso es usted, Doyle. Cree en la sangre. Cree en la raza. Me ha dicho en la cena que su madre se preciaba de haber seguido durante un período de cinco siglos la línea de sus antepasados. Disculpe si me equivoco al citarle, pero recuerdo que muchos de los grandes de la tierra se han posado en su árbol genealógico.
– La cita es correcta. ¿Está diciendo que George Edalji abría la panza a caballos porque era lo que sus ancestros habían hecho hace cinco siglos en Persia o dondequiera que estuvieran entonces?
– Ignoro si realizaban prácticas bárbaras o rituales. Quizá sí. Puede que el propio Edalji no supiera lo que le impelía a actuar así. Un impulso de siglos atrás, sacado a la superficie por aquel mestizaje repentino y deplorable.
– ¿Cree de verdad que es eso lo que ocurrió?
– Algo así, sí.
– ¿Y Horace, entonces?
– ¿Horace?
– Horace Edalji. Nacido de la misma mezcla de sangre. Actualmente un respetable empleado del gobierno de Su Majestad. En la inspección de impuestos. ¿No estará sugiriendo que Horace formaba parte de la banda?
– No.
– ¿Por qué no? Tiene buenas credenciales.
– Qué gracioso es usted, insisto. Para empezar, Horace Edalji vive en Manchester. Además, lo único que estoy sugiriendo es que la mezcla de razas produce una tendencia, una propensión, bajo determinadas circunstancias extremas, a volver a la barbarie. Naturalmente, muchos mestizos viven una vida del todo respetable.
– A no ser que algo les desate…
– Como la luna llena puede desencadenar locura en algunos gitanos e irlandeses.
– Nunca ha ejercido ese efecto en mí.
– En irlandeses de extracción baja, Doyle. No hablaba de usted.
– ¿Cuál es entonces la diferencia entre George y Horace? ¿Por qué, en su opinión, uno ha retornado a la barbarie y el otro no… o todavía no?
– ¿Tiene usted un hermano, Doyle?
– Sí. Más pequeño. Innes. Es funcionario.
– ¿Por qué no ha escrito novelas de detectives?
– No soy yo el teórico esta noche.
– Porque las circunstancias varían, incluso entre hermanos.
– Repito, ¿por qué no Horace?
– Tiene la evidencia delante de las narices, Doyle. La propia familia la proporcionó en el juicio. Me extraña que usted la pasara por alto.
«Era una lástima -pensó Doyle-, que no hubiera reservado una habitación en el hotel White Lion de la acera de enfrente. Quizá tuviera la necesidad de emprenderla a patadas contra algunos muebles antes de que finalizara la velada.»
– Casos como éste, que al profano le parecen desconcertantes y repulsivos, a menudo giran, según mi experiencia, sobre cuestiones de las que no se habla durante el juicio, por razones obvias. Cuestiones que por lo general quedan reservadas para el salón fumador. Pero usted es un hombre de mundo, como ha indicado con sus anécdotas sobre Oscar Wilde. También, que yo recuerde, posee un título de medicina. Y creo que ha viajado con nuestro ejército a la guerra de Sudáfrica.
– Todo eso es cierto.
¿Adonde quería ir a parar el capitán?
– Su amigo Edalji tiene treinta años. Es soltero.
– Como muchos hombres de su edad.
– Y es probable que se quede soltero.
– Sobre todo por su condena de cárcel.
– No, Doyle, no es ése el problema. Siempre hay mujeres de baja estofa a las que atrae el tufillo de Portland. El obstáculo es otro. El obstáculo es que su amigo es un mestizo de ojos saltones. No hay muchas candidatas para eso, no en Staffordshire.
– ¿Y bien?
Pero Anson no parecía tener mucho afán en aclararlo.
– El acusado, como constó en acta, no tenía amigos.
– Creí que era miembro de la famosa banda de Wyrley.
Anson no prestó atención a esta réplica.
– Ni compañeros ni, en realidad, amigas del otro sexo. Nunca se le ha visto con una chica del brazo. Ni siquiera con una doncella.
– No sabía que le hubiera seguido tan de cerca.
– Tampoco practica actividades deportivas. ¿Se había fijado? Los grandes juegos ingleses para hombres, el criquet, el fútbol, el golf, el tenis, el boxeo, le son totalmente ajenos. El tiro al arco… -añadió el jefe de policía; y luego, como si lo hubiera olvidado-: La gimnasia.
– ¿Espera que un hombre con ocho dioptrías se suba a un ring de boxeo y, si no lo hace, le manda usted a la cárcel?
– Ah, su vista defectuosa, la respuesta a todo. -Anson notaba cómo crecía la crispación de Doyle, y se propuso espolearla aún más-. Sí, un pobre chico solitario, un ratón de biblioteca con los ojos saltones.
– ¿Y bien?
– Creo que fue usted oftalmólogo, ¿no?
– Tuve una consulta durante una temporada en Devonshire Place.
– ¿Y examinó muchos casos de exoftalmia?
– No muchos. A decir verdad, no tuve muchos pacientes. Tan pocos, en realidad, que pude consagrar mi tiempo a la composición literaria. Así que esa carencia, contra todo pronóstico, habría de resultar beneficiosa.
Anson advirtió el despliegue ritual de fatuidad, pero siguió adelante.
– ¿Y con qué estado asocia usted la exoftalmia?
– A veces se produce como consecuencia de la tos ferina.
Y, por supuesto, como un efecto secundario de la estrangulación.
– La exoftalmia suele asociarse normalmente con un grado enfermizo de deseo sexual.
– ¡Patrañas!
– Sin duda, sir Arthur, sus pacientes de Devonshire Place eran en conjunto gente fina.
– Es absurdo.
¿Habían descendido al nivel de las tradiciones populares o los cuentos de viejas? ¿Era posible que dijera aquello un jefe de policía?
– No es, claro está, una observación que surgiría durante una declaración. Pero suele aparecer en los informes de quienes tratan con un tipo determinado de criminales.
– Sigue siendo una patraña.
– Como quiera. Además, tenemos que considerar los curiosos hábitos de la vicaría a la hora de acostarse.
– Que son la prueba irrefutable de la inocencia del joven.
– Hemos convenido en que esta noche no cambiaremos un ápice nuestros criterios respectivos. El chico tiene, ¿qué edad, diez años?, cuando su hermana cae enferma. A partir de ese momento, la madre y la hija duermen en el mismo cuarto y el padre y el hijo mayor comparten un dormitorio. Horace tuvo la suerte de disponer de uno propio.
– ¿Sugiere usted que en aquella habitación se cometieron actos mezquinos?
¿Dónde demontres iba a parar Anson? ¿Estaba fuera de sus cabales?
– No, Doyle. Todo lo contrario. Tengo el convencimiento absoluto de que en aquella habitación no ocurrió nada. De que no hubo nada más que rezos y sueño. No ocurrió nada. Nada. El perro no ladró, discúlpeme.
– ¿Y bien…?
– Como he dicho, tiene la evidencia delante de las narices. A partir de los diez años, un chico duerme con su padre en una habitación cerrada con llave. Desde la pubertad hasta la juventud, noche tras noche. Su hermano se va de casa y ¿qué sucede? ¿Hereda el dormitorio de Horace? No, el arreglo estrafalario continúa. Es un chico solitario y después un joven solitario que tiene una apariencia grotesca. No se le ve nunca con alguien del sexo opuesto. Pero es de suponer que habrá tenido apremios y apetitos. Y si, a pesar de su escepticismo, creemos en la evidencia de su exoftalmia, era propenso a impulsos y apetitos más fuertes de lo normal. Somos hombres, Doyle, entendemos esas cosas. Conocemos los peligros de la adolescencia y los primeros años de la edad adulta. Sabemos que a menudo hay que elegir entre la autosatisfacción carnal, que genera un debilitamiento físico y moral, y hasta da origen a una conducta delictiva, y un saludable desvío de los bajos instintos hacia varoniles actividades deportivas. A Edalji las circunstancias le impidieron, por suerte, seguir el primer camino, y no optó por encauzar sus energías hacia la otra vía. Y aunque reconozco que no estaba, en verdad, muy dotado para el boxeo, tenía a su alcance, por ejemplo, la gimnasia, la educación física y esa nueva ciencia americana del culturismo.
– ¿Sugiere usted que la noche del pony hubo… algún propósito o manifestación sexuales?
– No, no directamente. Pero me ha preguntado lo que creo que ocurrió y por qué. Admitamos, de momento, gran parte de lo que usted afirma sobre Edalji. Era un buen estudiante, un hijo que veneraba a sus padres, que rezaba en la iglesia de su padre, que no fumaba ni bebía, que trabajaba con ahínco en su bufete. Y usted, a cambio, tiene que aceptar la probabilidad de que tuviese un lado oscuro. ¿Cómo podría no tenerlo, en vista de su singular educación, su aislamiento y reclusión intensos, sus impulsos excesivos? De día es un industrioso miembro de la sociedad. Pero alguna que otra noche sucumbe a un instinto bárbaro, a algo sepultado dentro de su alma oscura, algo que es probable que ni siquiera él entienda.
– Pura especulación -dijo Doyle, aunque hubo algo en su voz, algo más baja y menos confiada, que llamó la atención de Anson.
– Me ha pedido que especule. Tendrá que reconocer que he visto más ejemplos que usted de comportamiento y propósitos delictivos. Mis conjeturas se basan en ellos. Ha insistido en que Edalji es un profesional. Ha preguntado implícitamente con cuánta frecuencia delinquen las clases profesionales. Más a menudo de lo que creería, le he respondido. Sin embargo, le devolveré la pregunta formulada de otro modo, sir Arthur. ¿Cuántos hombres felizmente casados, cuya felicidad implica una asidua satisfacción sexual, cometen crímenes violentos y pervertidos? ¿Creemos que Jack el Destripador fue un hombre felizmente casado?
»No. No lo creemos. Yo iría más lejos. Insinuaría que si un hombre de salud normal se ve privado continuamente de satisfacción sexual, por la razón que sea y en cualesquiera circunstancias, puede (sólo digo que puede, no soy más categórico), puede verse afectada su estructura mental. Creo que es lo que le sucedió a Edalji. Se vio encerrado en una jaula terrible, con barrotes de hierro. ¿Cuándo escaparía? ¿Cuándo llegaría a conocer alguna consumación sexual? En mi opinión, un período continuado de frustración sexual, año tras año tras año, puede empezar a enloquecer a un hombre, Doyle. Puede inducirle a adorar a extraños dioses y ejecutar extraños ritos.
No hubo respuesta de su famoso invitado. De hecho, Doyle parecía tener la cara bastante morada. Quizá fuese el efecto del brandy. Quizá a pesar de sus aires mundanos era un mojigato. O quizá -y esto parecía lo más probable- vio la fuerza abrumadora del argumento expuesto en su contra. En todo caso, tenía la mirada concentrada en el cenicero mientras aplastaba el cabo perfectamente fumable de un habano muy decente. Anson aguardó, pero su huésped había desviado la mirada hacia el fuego, incapaz de contestar o sin ganas de hacerlo. Bueno, aquello parecía el fin de la velada. Habría que ocuparse de asuntos más prácticos.
– Espero que duerma como un lirón esta noche, Doyle. Pero le prevengo de que algunos creen que Green Hall está embrujado.
– No me diga -fue la respuesta.
Pero Anson comprendió que la mente de Doyle estaba lejos.
– Se supone que hay un jinete sin cabeza. Además, se oye el crujido de ruedas de un carruaje sobre la grava del camino, pero no hay carruaje. Y también el tañido de campanas misteriosas, pero nunca las han encontrado. Paparruchas, claro, paparruchas. -Anson se percató de que se sentía muy contento-. Pero dudo de que sea vulnerable a fantasmas, zombis y poltergeists.
– Los espíritus de los muertos no me asustan -dijo Doyle con una voz cansada y monótona-. En realidad, les doy la bienvenida.
– El desayuno es a las ocho, si le parece bien.
Cuando Doyle se retiró, con un semblante de derrota, en opinión de Anson, el capitán arrojó al fuego las colillas y las vio arder brevemente. Cuando se acostó, Blanche seguía despierta, releyendo a Braddon. En el vestidor contiguo, su marido lanzó la chaqueta sobre el colgador y le gritó:
– ¡Sherlock Holmes boquiabierto! ¡Scotland Yard resuelve el misterio!
– George, no vociferes así.
El capitán Anson se acercó de puntillas, con su bata trenzada y una amplia sonrisa en la cara.
– No me importa que el gran detective esté agachado y con la oreja pegada a la cerradura. Esta noche le he enseñado un par de cosas sobre el mundo real.
Pocas veces Blanche Anson había visto a su marido tan exaltado, y decidió confiscar durante el resto de la semana la llave de la vitrina con los licores.
La furia de Arthur había ido en aumento desde que se cerró tras él la puerta de Green Hall. El primer tramo del viaje de vuelta a Hindhead hizo poco por aliviarla. La línea de Walsall, Cannock y Rugeley del ferrocarril de Londres al norte y al oeste supuso una serie de provocaciones constantes: desde Stafford, donde George fue condenado, pasando por Rugeley, donde fue a la escuela; Hednesford, donde se suponía que había amenazado al sargento Robinson con pegarle un tiro en la cabeza; Cannock, donde aquellos estúpidos jueces decidieron enjuiciarle; Wyrley y Churchbridge, donde todo empezó, y después, por los campos donde pastaba el que podría ser el ganado de Blewitt, hasta Birmingham, donde George había sido detenido. Cada estación del recorrido tenía su mensaje, el mismo mensaje escrito por Anson: yo y los míos somos los dueños de la tierra en esta comarca, y de la gente y de la justicia.
Jean nunca había visto a Arthur de tan mal genio. Es media tarde y golpea el servicio del té mientras refiere su historia.
– ¿Y sabes qué más dijo? Se atrevió a afirmar que no sería muy beneficioso para mi reputación que mis… conjeturas de aficionado se divulgasen. No me han tratado con tanto paternalismo desde que era un médico pobretón en Southsea y traté de convencer a un paciente rico de que estaba perfectamente sano cuando él insistía en que se encontraba a las puertas de la muerte.
– ¿Y qué hiciste? En Southsea, me refiero.
– ¿Qué hice? Le repetí que estaba rebosante de salud y me contestó que no pagaba a un médico para que le dijera eso, y entonces le dije que buscara a otro especialista que le diagnosticase la dolencia que a él le pareciera conveniente.
Jean se ríe de la escena, pero tiñe su hilaridad la pena ligera de no haber estado presente, de que nunca hubiera podido presenciarla. Es cierto que el futuro se extiende ante ellos, pero de pronto lamenta no haber poseído asimismo un poco del pasado.
– ¿Y qué vas a hacer?
– Sé exactamente lo que voy a hacer. Anson piensa que he redactado este informe con la intención de mandarlo al Ministerio del Interior, donde criará polvo y del que hablarán de pasada en alguna revisión interna que quizá vea por fin la luz del día cuando todos hayamos muerto. No pienso jugar esa partida. Publicaré mis descubrimientos con la mayor difusión posible. Lo he pensado en el tren. Ofreceré el informe al Daily Telegraph, que creo que lo publicará bien contento. Pero haré algo más. Les pediré que lo encabecen con la leyenda «Sin derechos de autor», para que otros periódicos, y en especial los del Midland, puedan reproducirlo in extenso y gratis.
– Maravilloso. Y muy generoso.
– Eso no hace al caso. Se trata de buscar lo más eficaz. Y, además, ahora expondré la posición, clara como el día, del capitán Anson sobre el caso, su participación partidista desde el principio. Si quiere mis «especulaciones de aficionado» sobre sus actividades, las tendrá. Que me denuncie por difamación, si quiere. Y puede que se encuentre con que su futuro profesional no sea el que se imagina cuando yo haya acabado con él.
– Arthur, si me permites…
– ¿Sí, querida?
– Quizá no sea aconsejable convertir esto en una venganza personal contra el capitán Anson.
– No veo por qué no. Él fue la fuente de gran parte del mal.
– Lo que quiero decir, querido Arthur, es que no debes permitir que el capitán Anson te distraiga de tu objetivo primordial. Porque en ese caso él sería el primero en alegrarse.
Arthur la mira con orgullo y con placer. No es sólo una sugerencia valiosa, sino, por añadidura, inteligente.
– Tienes toda la razón. No fustigaré a Anson más de lo que sea necesario para los intereses de George. Pero tampoco quedará impune. Y la segunda parte de mi investigación pondrá en ridículo a él y a toda su policía. La identidad del culpable se está volviendo más clara, y si consigo demostrar que Anson lo tuvo delante de las narices desde el principio del caso, y que no hizo nada, ¿qué alternativa le quedará sino dimitir? Cuando haya terminado con este asunto haré que reorganicen de arriba abajo la policía de Staffordshire. ¡Avante a toda máquina!
Ve sonreír a Jean y su sonrisa le parece a la vez admirativa y benévola, una combinación poderosa.
– Y a propósito, querida. Creo que deberíamos fijar una fecha para la boda. De lo contrario la gente podría tomarte por una desaprensiva.
– ¿A mí, Arthur? ¿A mí?
Él se ríe y alarga la mano para coger la de ella. A toda máquina, piensa, porque si no podría explotar toda la sala de calderas.
De regreso a Undershaw, Arthur tomó la pluma y puso a Anson en su sitio. Aquella carta al vicario. -«Y confío en obtener una pena de trabajos forzados para el delincuente»-: ¿alguna vez se había visto un prejuicio tan flagrante por parte de un oficial responsable? Arthur sintió que le crecía la indignación conforme iba copiando las palabras; sintió también la frialdad del consejo de Jean. Debía hacer lo que fuese más eficaz para George; debía evitar la calumnia; debía dictar un veredicto definitivo sobre Anson. Hacía mucho tiempo que no le habían tratado con tanta condescendencia. Bueno, Anson iba a descubrir qué se sentía.
Ahora [empezó] no me cabe duda de que el capitán Anson fue muy sincero en su ojeriza por George Edalji, y de que no era consciente de su propio prejuicio. Sería necio pensar otra cosa. Pero los hombres en su posición no tienen derecho a semejantes sentimientos. Ellos son muy poderosos, otros son muy débiles y las consecuencias son terroríficas. A medida que narro el curso de los hechos, esta inquina del jefe de la policía se fue infiltrando hasta impregnar a todos los hombres a su mando, y cuando detuvieron a George Edalji no le concedieron la justicia más elemental.
Antes del caso y durante el mismo, pero tampoco después: Anson había hecho gala de una arrogancia tan ilimitada como sus prejuicios.
No sé qué informes posteriores del capitán Anson impidieron que se hiciera justicia en el Ministerio del Interior, pero si sé que, en vez de dejar tranquilo al hombre caído, después de su condena no se escatimaron esfuerzos para mancillar su figura, así como la de su padre, con el fin de ahuyentar a cualquiera que pudiera interesarse en investigar el caso. Cuando el señor Yelverton lo asumió, recibió una carta, firmada por el capitán Anson y fechada el 8 de noviembre de 1903, que decía: «Justo es decirle que descubrirá que es una pérdida de tiempo intentar probar que, debido a su situación y supuesto buen carácter, George Edalji no pudo haber sido el autor de cartas vejatorias y abominables. Su padre conoce tan bien como yo su propensión a redactar textos anónimos, y algunas otras personas tienen un conocimiento personal a este respecto».
Ahora bien, tanto Edalji como su padre declaran bajo juramento que el primero no ha escrito una carta anónima en toda su vida, y al solicitar el señor Yelverton el nombre de esas «otras personas», no recibió respuesta. Piénsese que esta carta fue escrita inmediatamente después de la sentencia, y que tenía por finalidad cortar de raíz toda campaña en pro de la clemencia. Es, desde luego, algo parecido al acto de patear a un hombre caído en el suelo.
«Si esto no hunde a Anson -pensó Arthur-, nada lo hará.» Imaginó editoriales de prensa, preguntas en el Parlamento, una declaración muy comedida del Ministerio del Interior y quizá una prolongada gira por el extranjero hasta que al jefe de la policía le encontraran un trabajo cómodo pero lejano. El destino adecuado sería las Antillas. Sería triste para la señora Anson, que a Arthur le había parecido una comensal enjundiosa. Pero sin duda sobreviviría a la justa humillación de su marido mejor de lo que la madre de George había podido sobrellevar la humillación inicua de su hijo.
El Daily Telegraph publicó la crónica de Arthur en dos artículos, el 11 y el 12 de enero. El periódico compuso muy bien las páginas y los cajistas hicieron un buen trabajo. Arthur releyó todo el texto hasta el retumbante epílogo:
Nos han cerrado la puerta en las narices. Ahora apelamos al último tribunal de todos, uno que no yerra cuando se le exponen los hechos limpios y escuetos, y preguntamos al público de Gran Bretaña si esto puede quedar así.
La reacción a los artículos fue formidable. El joven repartidor de telegramas pronto se habría aprendido el trayecto a Undershaw con los ojos vendados. Barrie, Meredith y otros escritores respaldaron a Arthur. En el correo de los lectores del Telegraph ardía el debate sobre la miopía de George y la negligencia de la defensa por no haberla alegado. La madre de George añadió su testimonio:
Siempre le hablé al abogado defensor contratado de la pésima vista que tenía mi hijo desde pequeño. Al momento pensé que sería una prueba suficiente, de no haber habido otras, de que no habría podido ir de noche al campo, por una «carretera» supuesta que ni siquiera habría podido utilizar gente con buena vista. Le di tantas vueltas a esto que me quedé consternada de que no me dieran la ocasión de hablar en mi testimonio de su miopía. Me dieron muy poco tiempo y me figuro que la gente ya estaba cansada del caso… La visión de mi hijo era tan defectuosa que se acercaba muchísimo al papel cuando escribía, y sostenía un libro o una hoja muy cerca de los ojos, y cuando salía a pasear le costaba reconocer a la gente. Cuando me citaba con él en algún sitio, era yo la que tenía que buscarle, no él a mí.
Otras cartas exigían una búsqueda de Elizabeth Foster, diseccionaban la figura del capitán Anson y se extendían sobre la abundancia de bandas en Staffordshire. Un corresponsal explicó la facilidad con que los pelos de caballo se desprendían del forro de un abrigo. Había cartas de uno de los pasajeros que viajaban con George en el tren de Wyrley, de «un espectador del noroeste de Hampstead» y de «un amigo de los parsis». Aroon Chunder, doctor en medicina (Cantabrigian), deseaba puntualizar que la mutilación de ganado era un acto ajeno por completo a la idiosincrasia oriental. Chowry Muthu, también médico, de New Cavendish Street, recordaba a los lectores que toda la India estaba observando el caso y que el nombre y el honor de Inglaterra estaban en juego.
Tres días después de la publicación del segundo artículo en el Telegraph, Arthur y Yelverton fueron recibidos en el Ministerio del Interior por los señores Gladstone, sir Mackenzie Chambers y Blackwell. Se acordó que la entrevista tendría carácter privado. La conversación duró una hora. Después, sir Arthur Conan Doyle declaró que a él y el señor Yelverton les habían dispensado una «acogida cortés y comprensiva», y que «confiaba» en que el ministerio hiciera todo lo posible por esclarecer el asunto.
La renuncia a los derechos de autor contribuyó a difundir la crónica no sólo en los Midlands, sino en todo el mundo. La agencia de recortes de prensa de Arthur estaba sobrecargada, y se acostumbró a ver repetido un titular, que le enseñó el mismo verbo en muchas lenguas distintas: SHERLOCK HOLMES INVESTIGA. Cada correo traía expresiones de apoyo, así como alguna que otra disensión. Hubo propuestas fantásticas para la resolución del caso. Por ejemplo, que la persecución de los Edalji la habían llevado a cabo otros parsis como castigo por la apostasía de Shapurji. Y, por supuesto, hubo otra carta escrita con una letra que para entonces se había vuelto muy conocida:
Sé por un detective de Scotland Yard que si le escribes a Gladstone y le dices que crees que Edalji es culpable después de todo te nombrarán lord el año que viene. ¿No es mejor ser lord que arriesgarse a perder los riñones y el hígado? Piensa en todos los asesinatos macavros que se cometen ¿por qué entonces no te escapas?
Arthur advirtió la falta de ortografía, juzgó que tenía dominado a su hombre y pasó la página:
La prueba de lo que te digo es lo que escribió en los periódicos cuando le soltaron de la cárcel en vez de quedarse en casita con su papi y todos los negros y los judíos de cara amarilla. Nadie sabría copiar así su letra, estúpido ciego.
Una provocación tan grosera sólo servía para confirmar la necesidad de avanzar en todos los frentes. No cejaría en su esfuerzo. Mitchell escribió confirmando que Milton sí figuraba en el programa de estudios de la escuela Walsall durante el período que interesaba a sir Arthur; le rogaba, no obstante, que añadiera que el gran poeta se estudiaba en las escuelas de Staffordshire hasta donde alcanzaba a recordar el maestro más viejo, y que de hecho se seguía estudiando. Harry Charlesworth informaba de que había localizado a Fred Wynn, uno de los condiscípulos del hijo de Brookes, que actualmente era pintor de brocha gorda en Cheslyn Hay, y que le preguntaría por Speck. Tres días después llegó un telegrama redactado según una fórmula convenida: INVITADO COMER HEDNESFORD MARTES CHARLESWORTH STOP.
Harry Charlesworth se reunió con sir Arthur y Wood en la estación de Hednesford y les llevó a la taberna Rising Sun. En el salón les presentó a un joven larguirucho, con un cuello de celuloide y los puños deshilachados. Había algunas manchas blanquecinas en una manga de su chaqueta, pero Arthur consideró improbable que fuesen de saliva de caballo o incluso de pan y leche.
– Cuéntales lo que me contaste -dijo Harry.
Wynn miró despacio a los desconocidos y golpeó con los dedos su vaso. Arthur mandó a Wood en busca del estímulo necesario para la laringe del informador.
– Estuve en la escuela con Speck -empezó-. Siempre era el último de la clase. Se metía en líos. Un verano prendió fuego a un almiar. Le gustaba mascar tabaco. Una noche yo estaba en el tren con Brookes cuando Speck entró corriendo en el mismo vagón, fue derecho hasta el fondo, embistió la ventanilla con la cabeza e hizo añicos el cristal. Se echó a reír de lo que había hecho. Todos nos cambiamos de vagón.
»Unos días después llegó un policía del ferrocarril y dijo que estábamos acusados de romper un cristal. Los dos dijimos que había sido Speck, y entonces tuvo que pagarlo, y también le pillaron cortando las correas de la ventanilla y le hicieron pagarlas. Después el padre de Brookes empezó a recibir cartas diciendo que Brookes y yo habíamos escupido a una señora mayor en la estación de Walsall. Siempre estaba tramando alguna, Speck. Al final lo echaron de la escuela. No recuerdo muy bien si le expulsaron, pero en la práctica vino a ser lo mismo.
– ¿Y qué fue de él? -preguntó Arthur.
– Uno o dos años después oí que le habían embarcado.
– ¿Embarcado? ¿Está seguro? ¿Absolutamente seguro?
– Bueno, es lo que me dijeron. En todo caso, desapareció.
– ¿Cuándo fue eso?
– Como he dicho, uno o dos años después. Yo diría que debió de prender fuego al almiar hacia el año 1892.
– Entonces, ¿se habría embarcado a finales de 1895 o principios de 1896?
– Eso no sabría decirlo.
– ¿Más o menos?
– No podría precisarlo más.
– ¿Recuerda de qué puerto zarpó?
Wynn negó con la cabeza.
– ¿O de cuándo volvió, si es que lo hizo?
Wynn volvió a negar con la cabeza.
– Charlesworth dijo que a usted le interesaría.
Golpeó otra vez el vaso con los dedos. Esta vez Arthur no tomó en cuenta el gesto.
– Me interesa, señor Wynn, pero me perdonará que le diga que hay un problema en su historia.
– ¿Ah, sí?
– ¿Fue a la escuela de Walsall?
– Sí.
– ¿Y también Brookes?
– Sí.
– ¿Y Speck?
– Sí.
– Entonces, ¿cómo explica el hecho de que el señor Mitchell, el director actual, me asegure que no ha habido en la escuela un alumno con ese nombre en los últimos veinte años?
– Oh, ya veo -dijo Wynn-. Speck era sólo un apodo. Era pequeñajo, como una mota [22]. Debe de ser por eso. No, su verdadero apellido era Sharp.
– ¿Sharp?
– Royden Sharp.
Arthur levantó el vaso de Wynn y se lo entregó a su secretario.
– ¿Le apetece tomar algo con esto, señor Wynn? ¿Rebajarlo con whisky, quizá?
– Eso sería muy noble por su parte, sir Arthur. Y me preguntaba si a cambio podría pedirle un favor.
Cogió una pequeña mochila y Arthur abandonó el Rising Sun con una docena de perfiles narrativos de la vida local. -«He pensado en titularlos Viñetas»-, sobre cuyo mérito literario había prometido pronunciarse.
– Royden Sharp. Aquí tenemos un nombre nuevo en el caso. ¿Cómo podríamos localizarlo? ¿Tiene alguna idea, Harry?
– Oh, sí -dijo Harry-. No he querido mencionarlo delante de Wynn para que no se bebiera todas las existencias. Puedo darle una pista sobre él. Era el pupilo del señor Greatorex.
– ¡Greatorex!
– Había dos hermanos Sharp, Wallie y Royden. Uno estaba en la escuela con George y conmigo, aunque hace tanto tiempo que no lo recuerdo. Pero Greatorex les hablará de ellos.
Tomaron el tren hasta dos paradas antes de Wyrley y Churchbridge y después fueron andando a la granja Littleworth. Los Greatorex eran una pareja de mediana edad, acomodada y cordial, hospitalaria y directa. Arthur pensó que por una vez se libraría de comprar cerveza o una rasqueta para las botas, de calcular si el precio correcto de la información eran dos chelines y tres peniques o dos chelines y cuatro peniques.
– Wallie y Royden Sharp eran los hijos de mi arrendatario Peter Sharp -empezó Greatorex-. Eran chicos bastante salvajes. No, quizá sea injusto decir esto. Royden era un salvaje. Recuerdo que una vez su padre tuvo que pagar porque incendió un almiar. Wallie era más extraño que turbulento.
»A Royden le expulsaron de la escuela; la de Walsall. Los dos estudiaban allí. Royden era vago y destructivo, supongo, aunque nunca supe la historia completa. Peter le mandó después a la escuela de Wisbech, pero allí no mejoró nada. Entonces le puso de aprendiz de un carnicero de Cannock, un tal Meldon, me parece. Luego, hacia finales de 1893, entré yo en escena. El padre del chico se estaba muriendo y me preguntó si aceptaría ser tutor de Royden. Era lo mínimo que podía hacer por Peter, y naturalmente se lo prometí. Hice lo que pude, pero Royden era incontrolable. Una fechoría tras otra. Robos, rotura de cosas, mentiras continuas…; no duraba en ningún empleo. Al final le dije que tenía dos opciones. O dejaba de pagarle su asignación y le denunciaba a la policía o se embarcaba.
– Sabemos la alternativa que escogió.
– Le saqué un pasaje de grumete en el General Roberts, propiedad de Lewis Davies y Compañía.
– ¿Cuándo fue eso?
– A finales de 1895. Muy a finales de año. Creo que zarpó el 30 de diciembre.
– ¿Y de qué puerto, señor Greatorex?
Arthur ya conocía la respuesta, pero aun así se inclinó para escucharla.
– De Liverpool.
– ¿Y cuánto tiempo estuvo embarcado en el General Roberts?
– Bueno, por una vez duró en un trabajo. Terminó su aprendizaje unos cuatro años después y obtuvo un título de tercer oficial. Después volvió a casa.
– ¿Eso nos remonta a 1903?
– No, no. Antes. A 1901, estoy seguro. Pero sólo estuvo en tierra poco tiempo. Encontró trabajo en un barco de transporte de ganado entre Liverpool y América. Trabajó allí diez meses. Y después no volvió a embarcar. Debió de ser en 1903.
– Así que un barco de ganado. ¿Y dónde vive ahora?
– En la misma casa donde vivía su padre. Pero ha cambiado mucho. Para empezar, está casado.
– ¿Alguna vez sospechó que él o sus hermanos escribieran cartas en nombre de su hijo?
– No.
– ¿Por qué no?
– No había motivos. Y yo le habría creído demasiado perezoso, y quizá no muy imaginativo.
– Y…, déjeme adivinar…, tenían un hermano más pequeño…, un chico quizá un poco deslenguado, ¿no?
– No, no. Eran sólo ellos dos.
– ¿O un compañero que estaba mucho con ellos?
– No. En absoluto.
– Ya. ¿Y a Royden Sharp le fastidiaba su tutoría?
– Sí, con frecuencia. No entendía por qué yo me negaba a darle todo el dinero que le dejó su padre. Tampoco es que fuese mucho. Un hecho que me indujo a la decisión tanto más firme de no consentir que lo dilapidara.
– El otro chico, Wallie, ¿era el mayor?
– Sí, ahora tendrá unos treinta.
– ¿Es el que estaba en la escuela con usted, Harry? -Charlesworth asintió-. Ha dicho que era extraño. ¿En qué sentido?
– Extraño. Como si no fuera de este mundo. No puedo precisarlo.
– ¿Algunos indicios de manía religiosa?
– No, que yo sepa. Wallie era inteligente. Sesudo.
– ¿Estudió a Milton en la escuela de Walsall?
– No, que yo sepa.
– ¿Y después de la escuela?
– Fue durante un tiempo aprendiz de un ingeniero eléctrico.
– ¿Lo cual le permitía desplazarse a las ciudades cercanas?
Greatorex pareció desconcertado.
– Sin duda. Como a muchos otros.
– Y… ¿los hermanos siguen viviendo juntos?
– No, Wallie se marchó del país hace un año o dos.
– ¿Adonde fue?
– A Sudáfrica.
Arthur se volvió hacia su secretario.
– ¿Por qué todo el mundo se va de repente a Sudáfrica? ¿Tendría usted una dirección de él allí, señor Greatorex?
– Podría haberla tenido. Pero oímos que había muerto. Hace poco. El pasado noviembre.
– Ah. Una lástima. Y la casa donde vivían juntos, donde Royden vive todavía…
– Puedo llevarle allí.
– No. Aún no. Mi pregunta es… ¿está aislada?
– Bastante. Como otras muchas.
– ¿Se puede entrar y salir sin que te vean los vecinos?
– Oh, sí.
– ¿Y tiene un fácil acceso al campo?
– En efecto. Da a campo abierto. Pero también otras muchas casas.
– Sir Arthur.
Era la primera vez que hablaba la señora Greatorex. Al volverse hacia ella, advirtió que se había sonrojado y que parecía más agitada que cuando llegaron.
– Sospecha usted de él, ¿verdad? ¿O de los dos?
– Por decirlo suavemente, las pruebas se van acumulando, señora.
Arthur se dispuso a afrontar las protestas leales de la señora Greatorex, su negativa a aceptar las sospechas y calumnias de Arthur.
– Entonces más vale que le diga lo que sé. Hará unos tres años y medio…, era julio, recuerdo, el mes de julio antes de que detuvieran a George Edalji…, yo pasaba por delante de la casa de los Sharp y entré a visitarles. Wallie no estaba, pero Royden sí. Empezamos a hablar de las mutilaciones…, por entonces no se hablaba de otra cosa. Al cabo de un rato Royden fue a un aparador de la cocina y me enseñó… un instrumento. Me lo puso delante. Me entró un mareo sólo con mirarlo. Dijo: «Con esto matan al ganado». Yo le dije: «No querrás que crean que eres tú el que lo mata, ¿no?». Y él volvió a guardarlo en el aparador.
– ¿Por qué no me lo dijiste? -preguntó su marido.
– Pensé que ya había suficientes rumores circulando para añadir otro. Lo único que quería era olvidar todo el incidente.
Arthur contuvo su reacción y preguntó, con tono imparcial:
– ¿No pensó en decírselo a la policía?
– No. Después de reponerme del susto fui a dar un paseo y a pensar en ello. Y decidí que Royden sólo estaba alardeando. Fingiendo que sabía algo. No iba a enseñarme el instrumento con que lo había hecho, ¿no? Y conocía al muchacho de toda la vida. Había sido algo arisco, como ha explicado mi marido, pero desde que volvió del mar se había asentado. Tenía novia y pensaba casarse. Bueno, ahora está casado. Pero la policía le conocía y pensé que si iba a contárselo le inculparían, con o sin pruebas.
«Sí -pensó Arthur-; y debido a su silencio, en vez de a Royden inculparon a George Edalji.»
– Sigo sin entender por qué no me lo dijiste -dijo Greatorex.
– Porque… porque siempre fuiste más duro que yo con el chico. Y sabía que sacarías conclusiones.
– Conclusiones que es probable que hubieran sido correctas -contestó él, con alguna acritud.
Arthur prosiguió. Podrían reanudar su desavenencia más tarde.
– Señora Greatorex, ¿qué clase de… instrumento era?
– La hoja sería como así de larga. -Lo indicó con un gesto: unos treinta centímetros-. Y estaba guardada en una funda, como una navaja gigante. No era un utensilio de granja. Pero lo que asustaba era la hoja. Tenía una curva.
– ¿Como una cimitarra, digamos? ¿O como una hoz?
– No, la hoja en sí era recta, y el borde no estaba nada afilado. Pero cerca de la punta había una parte que se curvaba hacia fuera y que parecía afiladísima.
– ¿Podría dibujarlo?
– Desde luego.
La señora Greatorex abrió un cajón de la cocina y en un pedazo de papel rayado trazó a mano alzada, con pulso seguro, este esbozo:
– Aquí es romo, todo esto, y aquí también, donde es recto. Y aquí, donde se curva, tiene un filo horrible.
Arthur miró a los demás. Greatorex y Harry movieron la cabeza. Alfred Wood dio la vuelta a la hoja, para ver el dibujo de frente y dijo:
– Dos a uno a que es una lanceta de caballos. De las más grandes que hay. Supongo que la robó del barco de ganado.
– Ya ve -dijo la señora Greatorex-. Su amigo ya está sacando conclusiones. La policía habría hecho lo mismo.
Esta vez Arthur no pudo contenerse.
– Al contrario, las sacaron sobre George Edalji.
Ante esta observación, a la señora Greatorex le volvieron a salir los colores.
– Y perdone la pregunta, señora, pero ¿no pensó en decírselo a la policía más tarde…, cuando inculparon a George?
– Lo pensé, sí.
– Pero no hizo nada.
– Sir Arthur -contestó ella-, no recuerdo que usted estuviera en esta región en la época de las mutilaciones. Hubo una histeria generalizada. Rumores sobre tal o cual persona. Rumores sobre una banda de Great Wyrley. Rumores de que después de matar animales iban a matar a chicas jóvenes. Se hablaba de sacrificios paganos. Algunos decían que todo estaba relacionado con la luna nueva. De hecho, ahora recuerdo que la mujer de Royden me dijo una vez que a él la luna nueva le producía una reacción extraña.
– Es verdad -dijo el marido, meditabundo-. Yo también lo noté. Se reía como un loco cuando había luna nueva. Al principio pensé que lo simulaba, pero un día le pillé riéndose cuando no había nadie alrededor.
– Pero ¿no ve…? -empezó a decir Arthur.
La señora Greatorex le interrumpió.
– Reírse no es un delito. Ni siquiera reírse como un loco.
– Pero ¿no pensó…?
– Sir Arthur, no tengo un gran respeto por la inteligencia o la eficacia de la policía de Staffordshire. Creo que es una cosa en la que podríamos estar de acuerdo. Y si a usted le preocupó el encarcelamiento injusto de su amigo, a mí me preocupó que lo mismo pudiera sucederle a Royden Sharp. Lo que podría haber ocurrido no era que su amigo se librara de la cárcel, sino más bien que los dos acabaran entre rejas por pertenecer a la misma banda, existiera o no.
Arthur decidió aceptar la reprimenda.
– ¿Y qué pasó con el arma? ¿Le dijo usted que la destruyera?
– Claro que no. No la hemos mencionado desde aquel día hasta hoy.
– Entonces, ¿puedo pedirle, señora Greatorex, que guarde ese mismo silencio durante unos cuantos días más? Y una última pregunta. ¿Les dicen algo los nombres Walker o Gladwin… en relación con los Sharp?
La pareja negó con la cabeza.
– ¿Harry?
– Creo que recuerdo a Gladwin. Trabajaba para un carretero. Pero hace años que no lo he visto.
A Harry le dijeron que aguardara instrucciones mientras Arthur y su secretario volvían a Birmingham para pasar la noche. Les habían ofrecido un alojamiento más apropiado en Cannock; pero a Arthur le gustaba contar con una copa decente de Borgoña al final de una dura jornada de trabajo. Mientras cenaban en el hotel Imperial Family, recordó de improviso una frase de una de las cartas. Depositó el cuchillo y el tenedor con estrépito.
– Cuando el destripador se jactaba de que nadie podría atraparle. Escribió: «Soy todo lo agudo que se puede ser».
– «Todo lo agudo que se puede ser» -repitió Wood [23].
– Exacto.
– Pero ¿quién era el chico malhablado?
– No lo sé. -A Arthur le abatió un poco que esta intuición especial no se viera confirmada-. Quizá el hijo de un vecino. O quizá se lo inventó uno de los Sharp.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Continuamos.
– Pero creí que lo habíamos…, que usted lo había resuelto. Royden Sharp es el destripador. Royden Sharp y su hermano Wallie escribieron juntos las cartas.
– De acuerdo, Woodie. Ahora dígame por qué fue Royden Sharp.
Wood respondió, contando con los dedos al hacerlo.
– Porque enseñó la lanceta de caballos a la señora Greatorex. Porque las heridas que sufrieron los animales, al cortarles la piel y el músculo, pero no penetrar en las entrañas, sólo podrían haberlas infligido un instrumento tan insólito. Porque ha trabajado de carnicero y también en un barco de ganado y, por consiguiente, sabía tratar con animales y el modo de hacerles cortes. Porque podría haber robado la lanceta del barco. Porque las fechas de las cartas y las mutilaciones coinciden con sus presencias y sus ausencias de Wyrley. Porque en sus cartas hay insinuaciones claras sobre sus movimientos y actividades. Porque tiene un historial de diabluras. Porque le afecta la luna nueva.
– Excelente, Woodie, excelente. Un caso completo, bien expuesto, y que depende de deducciones y pruebas circunstanciales.
– Oh -dijo el secretario, decepcionado-. ¿Me he olvidado de algo?
– No, de nada. Royden Sharp es nuestro hombre, en mi mente no hay la más mínima duda al respecto. Pero necesitamos pruebas más concretas. En particular, necesitamos la lanceta. Tenemos que conseguirla. Sharp sabe que andamos en la comarca y si tiene un poco de juicio ya la habrá arrojado al lago más profundo que conozca.
– ¿Y si no la ha tirado?
– Si no la ha tirado, usted y Harry Charlesworth van a dar con ella y confiscarla.
– ¿Dar con ella?
– Exacto.
– ¿Y confiscarla?
– En efecto.
– ¿Tiene alguna sugerencia sobre nuestro modus operandi?
– Francamente, creo que sería mejor que yo no supiera demasiado. Pero me figuro que sigue siendo la usanza en estos parajes campestres que la gente no cierre con llave la puerta de su casa. Y si resulta que hay que negociar, le sugeriría que la suma abonada constase en la contabilidad de Undershaw, en la columna en que usted estime oportuno apuntarla.
A Wood le irritó un tanto aquella altanería.
– Es bastante improbable que Sharp nos la entregue si llamamos a su puerta y le decimos: «Disculpe, ¿podríamos comprarle la lanceta con la que destripó a los animales, para enseñársela a la policía?».
– No, de acuerdo -dijo Arthur, riéndose-. Eso no resultaría. Tendrán que ser más imaginativos. Tener un poco más de sutileza. O, puestos a ello, ir un poco más al grano. Uno de los dos podría distraerle, quizá en una taberna, mientras el otro… La mujer mencionó un aparador en la cocina, ¿no? Pero en realidad se lo dejo a ustedes.
– ¿Pagará mi fianza, llegado el caso?
– Hasta le buscaré un testigo que le ponga por las nubes.
Wood negó con la cabeza despacio.
– Todavía no acierto a creerlo. Anoche a esta hora no sabíamos casi nada. O, mejor dicho, teníamos sospechas. Ahora lo sabemos todo. En un solo día. Wynn, los Greatorex… y ya está. Quizá no podamos probarlo, pero lo sabemos. Y en un solo día.
– Se supone que no sucede así -dijo Arthur-. Yo debería saberlo. Lo he escrito bastantes veces. Se supone que hay que dar unos cuantos pasos simples. Tiene que ser totalmente insoluble hasta el mismo final. Y luego desenredas la madeja con una magnífica cadena de deducciones, algo que sea enteramente lógico pero asombroso, y entonces experimentas una gran sensación de triunfo.
– ¿Que usted no siente?
– ¿Ahora? No, me siento casi desilusionado. La verdad es que lo estoy.
– Bueno -dijo Wood-, permita que un alma más sencilla tenga una sensación de triunfo.
– Con mucho gusto.
Más tarde, cuando Arthur se hubo acostado, después de fumar su última pipa, reflexionó sobre esto en la cama. Se había impuesto un desafío y hoy lo había cumplido; sin embargo, no sentía euforia. Orgullo, tal vez, y ese bienestar que uno experimenta cuando se toma un descanso en el trabajo, pero no felicidad, y mucho menos triunfo.
Recordó el día en que se casó con Touie. La había amado, por supuesto, y en aquella etapa temprana la adoraba y no veía el momento de consumar el matrimonio. Pero cuando se casaron en Thornton-in-Lonsdale, con el amigo Waller al lado de Arthur, había tenido una sensación de…, ¿cómo expresarlo sin faltar al respeto debido a su recuerdo? Era feliz en la medida en que ella lo era. Esa era la verdad. Por supuesto, más adelante, sólo un día o dos después, empezó a sentir la dicha que había esperado. Pero en el momento mismo fue mucho menos feliz de lo que había previsto.
Quizá por eso, en cada etapa de su vida, siempre había buscado un reto nuevo. Una nueva causa, una nueva campaña, porque el éxito de la anterior sólo le causaba un breve júbilo. En instantes así envidiaba la simplicidad de Woodie. Envidiaba a quienes eran capaces de descansar en sus laureles. Pero él nunca había sido así.
Y bien, ¿qué quedaba por hacer? Había que apoderarse de la lanceta. Había que obtener una muestra de la escritura de Royden Sharp: quizá a través de los Greatorex. Había que comprobar si Walker y Gladwin tenían más importancia de la que parecía. Quedaba la cuestión de la mujer y la niña que habían sido agredidas. Había que investigar el expediente académico de Royden en la escuela de Walsall. Había que procurar emparejar de un modo más concreto los movimientos de Wallie Sharp con lugares desde donde se habían enviado cartas. Había que enseñar la lanceta, una vez conseguida, a los veterinarios que hubiesen atendido a los animales mutilados y solicitarles su dictamen profesional. Había que preguntar a George qué recordaba de los Sharp, si recordaba algo.
Tenía que escribir a su madre. Tenía que escribir a Jean.
Ahora que tenía la cabeza llena de tareas pendientes, se sumió en un sueño tranquilo.
Ya en Undershaw, Arthur se sintió como se sentía cuando se acercaba al final de un libro: casi todo estaba en su sitio, la emoción principal de la creación había pasado, ahora sólo era cuestión de trabajo, de eliminar todas las fisuras posibles. Los días siguientes empezaron a llegar los resultados de sus instrucciones, pesquisas y presiones. El primero llegó en forma de un paquete de papel de estraza encerado y atado con una cuerda, como un objeto comprado en la ferretería de Brookes. Pero antes de abrirlo sabía lo que era; lo supo por la cara de Wood.
Desenvolvió el paquete y poco a poco extrajo, cuan larga era, la lanceta. Era un instrumento atroz, y lo hacía aún más horrible el contraste entre la sección recta, que era roma, y el borde afilado de la curva letal…, que era, en efecto, tan afilado como podía ser [24].
– Bestial -dijo Arthur-. ¿Puedo preguntarle…?
Pero el secretario le interrumpió con un movimiento de la cabeza. Sir Arthur no podía tenerlo todo, primero no queriendo y después queriendo saber.
George Edalji escribió diciendo que no se acordaba de los hermanos Sharp, ni en la escuela ni posteriormente; tampoco se le ocurría ningún motivo de inquina que pudieran tener contra él o su padre.
Más satisfactoria era una carta del señor Mitchell detallando el expediente académico de Royden Sharp.
Navidad, 1890
Primaria. Puesto, el 23 de 23. Muy atrasado y débil. No cursa francés ni latín.
Pascua, 1891
Primaria. Puesto, el 20 de 20. Lerdo, no hace los deberes, empieza a progresar en dibujo.
Mediados de verano, 1891
Primaria. Puesto, el 18 de 18. Empieza a progresar, expulsado por portarse mal en clase, mascar tabaco, decir mentiras y poner motes.
Navidad, 1891
Primaria. Puesto, el 16 de 16. Insatisfactorio, a menudo mentiroso. Siempre se queja de que se quejan de él. Le pillan haciendo trampas y muchas veces se ausenta sin permiso. Mejora en dibujo.
Pascua, 1892
1.° de secundaria. Puesto, el 8 de 8. Haragán y malicioso, le echan a diario, escribió a su padre, falsificó notas de sus compañeros y mintió adrede al respecto. Expulsado 20 veces este trimestre.
Mediados de verano, 1892
Hace novillos, falsificó cartas e iniciales, su padre lo saca de la escuela.
«Aquí lo tenemos -pensó Arthur-: falsificación, trampas, mentiras, invención de motes, diabluras en general. Y, además, obsérvese la fecha de la expulsión o traslado, lo que se prefiera: a mediados de verano de 1892. Es cuando empezó la campaña contra los Edalji, contra los Brookes y contra la escuela Walsall.» Arthur sintió que su irritación iba en aumento: que él descubriera estas cosas por medio de un proceso de investigación lógico, mientras que aquellos mentecatos… Le gustaría poner a toda la policía de Staffordshire contra una pared, desde el jefe y el superintendente Barrett, pasando por el inspector Campbell y los sargentos Parsons y Upton, hasta el más humilde novato del cuerpo, y hacerles una pregunta sencilla. En diciembre de 1892, robaron en la escuela de Walsall una gran llave del propio centro escolar que fue llevada a Great Wyrley. ¿Quién sería el sospechoso más probable: un chico que unos meses antes había sido ignominiosamente expulsado de la escuela, tras un historial de estupidez y maldades; o el hijo del vicario, estudioso y con un prometedor futuro académico, que nunca había asistido a la escuela de Walsall ni había visitado sus aulas y no tenía más rencor al establecimiento que el que podía albergar el duendecillo que vive en la luna? Contéstenme, jefe, superintendente, inspector, sargento y policía Cooper. Respóndanme a esto, doce hombres justos del tribunal.
Harry Charlesworth envió una crónica de un incidente que había acontecido en Great Wyrley a finales de octubre o principios del invierno de 1903. La señora Jarius volvía una noche de la estación de Wyrley, adonde había ido a comprar periódicos para venderlos. Le acompañaba su hija. En la carretera las abordaron dos hombres. Uno de ellos agarró a la niña por la garganta, empuñando en la mano un objeto brillante. Tanto la madre como la hija gritaron, ante lo cual el hombre huyó y gritó a su camarada, que había seguido andando: «Muy bien, Jack, ya voy». La niña declaró que a su madre ya la había abordado en otra ocasión aquel mismo individuo. Lo describió diciendo que tenía la cara redonda y sin bigote, medía alrededor de un metro setenta y llevaba un traje oscuro y una gorra de visera reluciente. La descripción coincidía con la de Royden Sharp, que por entonces llevaba ropa de marinero que más adelante abandonó. Se conjeturó además que «Jack» era Jack Hart, un carnicero disoluto y un conocido acompañante de Sharp. La policía había sido informada, pero no realizó detenciones.
Harry añadía en una posdata que Fred Wynn se había vuelto a poner en contacto con él y que a cambio de una pinta de cerveza recordó algo que antes se le había olvidado. Cuando él y Brookes y Speck asistían a la escuela de Walsall, una cosa que casi todos sabían de Royden Sharp era que no podía estar en un vagón de tren sin darle la vuelta al almohadón del asiento y rajar el envés con una navaja, para sacarle de dentro las crines de caballo. Después se reía como un loco y reponía el almohadón en su sitio.
El viernes, 1 de marzo, al cabo de un plazo de seis semanas, concebido quizá para mostrar que el Ministerio del Interior no actuaba presionado por ninguna fuente conocida, se anunció la creación de un comité de investigación. Su objetivo era examinar diversos aspectos del caso Edalji que habían ocasionado inquietud pública. El ministerio, sin embargo, quería recalcar que las deliberaciones del comité en modo alguno constituían una revisión del caso. No convocarían a testigos ni sería necesaria la presencia del señor Edalji. El comité examinaría los materiales en poder del ministerio y arbitraría sobre determinadas cuestiones de procedimiento. El King's Counsel sir Arthur Wilson, su excelencia John Lloyd Wharton, presidente del tribunal del condado de Durham, y sir Albert de Rutzen, magistrado jefe de Londres, informarían a Gladstone con la mayor brevedad posible.
Arthur decidió que no se podía dejar que aquellos caballeros cotorreasen ampulosamente sobre «cuestiones de procedimiento». A sus refundidos artículos del Telegraph -que por sí solos demostraban la inocencia de George- adjuntaría un memorándum privado inculpando a Royden Sharp. Describiría su investigación, resumiría sus pruebas y presentaría una lista de las personas de las que podían obtenerse testimonios: en particular, el carnicero Jack Hart de Bridgetown, y Harry Green, en la actualidad residente en Sudáfrica. Asimismo, la esposa de Royden Sharp, que confirmaría el efecto que la luna nueva ejercía sobre su marido.
Enviaría a George una copia del memorándum y le pediría sus observaciones. También mantendría ocupado a Anson. Cuando rememoraba, cada cierto tiempo, el largo altercado de la velada amenizada con brandy y puros, le subía por la garganta un gruñido incontenible. Su discusión había sido ruidosa pero en gran medida inútil, como la lucha de dos alces escandinavos que entrechocan sus astas en el bosque. Con todo, le habían escandalizado la suficiencia y los prejuicios de un hombre que no debería tenerlos. Y, para colmo, que al final Anson pretendiese asustarle con historias de fantasmas. Qué mal le conocía el jefe de la policía. En su estudio, Arthur sacó la lanceta de caballos, la abrió y sobre un papel de calco trazó el contorno del arma alrededor de la hoja. Enviaría el dibujo -con la indicación «tamaño natural»- al capitán Anson, pidiéndole su opinión.
– Bueno, ya tiene su comité -dijo Wood, cuando descolgaron los tacos aquella noche.
– Preferiría decir que ellos tienen su comité.
– ¿Con lo cual quiere decir que no está nada satisfecho?
– Tenía cierta esperanza de que al menos esos caballeros reconocieran lo que les ponen delante de los ojos.
– ¿Pero?
– Pero… ¿sabe quién es Albert de Rutzen?
– Mi periódico me informa de que es el magistrado jefe de Londres.
– Lo es, lo es. Y también es primo del capitán Anson.
George había leído varias veces los artículos del Telegraph antes de escribir a sir Arthur para darle las gracias; y los releyó antes de su segundo encuentro en el Grand Hotel de Charing Cross. Era muy desconcertante verte descrito no por algún gacetillero de provincias sino por el más famoso escritor de la época. Le hacía sentirse como si fuera a la vez varias personas superpuestas: una víctima que reclamaba justicia, un abogado frente al más alto tribunal del país y un personaje de novela.
He aquí cómo sir Arthur explicaba por qué él, George, no podía haber sido miembro de la supuesta banda de granujas de Wyrley: «En primer lugar, es un abstemio absoluto, lo que ya de por sí no le hace muy recomendable para una banda semejante. No fuma. Es muy tímido y nervioso. Es un estudiante muy aventajado». Todo lo cual era cierto y a la vez no lo era; halagador, pero no tanto; verosímil, pero increíble. El Colegio de Abogados de Birmingham le había otorgado honores de segunda, no de primera clase; la medalla de bronce, no la de plata o la de oro. Era sin duda un abogado competente, más de lo que cabía esperar que llegasen a ser Greenway y Stentson, pero nunca sería eminente. Además, tampoco era, a su entender, muy tímido. Y si para juzgarle nervioso sir Arthur se había basado en el primer encuentro en el hotel, había circunstancias atenuantes. Estaba en el vestíbulo leyendo el periódico, y empezaba a inquietarle la posibilidad de que se hubiese equivocado de hora o hasta de día, cuando cayó en la cuenta de que una figura corpulenta, con abrigo, plantada a unos metros de distancia, le escudriñaba con mucha atención. ¿Cómo reaccionaría cualquier otra persona ante la mirada de un gran novelista? George pensaba que esta impresión de que era tímido y nervioso había sido confirmada, cuando no propagada, por sus padres. No sabía lo que pasaba en otras familias, pero en la vicaría la visión que los padres tenían de sus hijos no evolucionaba con la misma rapidez que los propios hijos. George no sólo estaba pensando en él; sus padres no parecían tener en cuenta el desarrollo de Maud, el hecho de que se estaba haciendo más fuerte y capaz. Y ahora que se paraba a pensar en ello, no creía haber estado tan nervioso con sir Arthur. En una ocasión mucho más proclive a despertar nerviosismo, «se enfrentó a la sala atestada con una compostura perfecta»: ¿no era lo que había escrito el Daily Post de Birmingham?
No fumaba. Era cierto. Era una costumbre sin sentido, desagradable y onerosa. Pero tampoco esto guardaba relación con un comportamiento delictivo. Era notorio que Sherlock Holmes fumaba en pipa -como tenía entendido que hacía también sir Arthur-, pero esto no convertía a ninguno de los dos en candidatos a miembros de la banda. Era asimismo verdad que nunca consumía alcohol: consecuencia de su educación, no de un acto de renuncia en nombre de algún principio. Pero admitía que cualquier jurado, cualquier comité, podría interpretar el hecho en más de un sentido. Que fuese abstemio podía tomarse como prueba de moderación o de exceso. Podría ser indicio de que alguien sabía controlar sus impulsos; también, de que no sucumbía al vicio con el fin de concentrar la mente en otras cosas más esenciales: de que era alguien un poco inhumano, incluso un fanático.
En absoluto minimizaba la valía y la calidad de la obra de sir Arthur. Los artículos describían con una rara habilidad «una cadena de circunstancias tan extraordinarias que rebasan la inventiva de un escritor de ficción». George leyó y releyó con orgullo y gratitud declaraciones como «Hasta que se aclare cada una de estas cuestiones persistirá una mancha oscura en los anales administrativos de este país». Sir Arthur había prometido hacer ruido, y el que había hecho había llegado mucho más allá de Staffordshire, de Londres y hasta de Inglaterra. Si sir Arthur no hubiese sacudido los árboles, como expresó él mismo, el Ministerio del Interior no habría nombrado un comité; sin embargo, que el comité reaccionase ante el ruido y el zarandeo de los árboles era harina de otro costal. A George le parecía que sir Arthur había arremetido muy fuerte contra el modo en que el ministerio había acogido el memorial de Yelverton, al escribir que «es inconcebible algo más absurdo e injusto en un despotismo oriental». Denunciar a alguien como un déspota quizá no fuese la mejor manera de convencerle de que en lo sucesivo no fuera tan despótico. Y después estaba la inculpación de Royden Sharp…
– ¡George! Lo siento mucho. Nos han entretenido.
Aquí llega sir Arthur, pero no viene solo. A su lado está una joven hermosa; tiene un aire de elegancia y seguridad en sí misma con ese vestido verde cuyo tono George no sabría definir. Son las mujeres las que conocen esos matices de color. Ella sonríe un poco y le tiende la mano.
– Le presento a la señorita Jean Leckie. Estábamos… de compras.
Sir Arthur parece incómodo.
– No, Arthur, estabas hablando.
El tono de Jean es afable pero firme.
– Bueno, estaba hablando con un comerciante. Sirvió en Sudáfrica y era una cuestión de cortesía preguntarle…
– Eso sigue siendo hablar, no comprar.
George asiste perplejo a este diálogo.
– Como usted ve, George, nos estamos preparando para el matrimonio.
– Encantada de conocerle -dice la señorita Jean Leckie, con una sonrisa más amplia, que a George le permite ver que tiene las paletas bastante grandes-. Y ahora tengo que irme.
Le hace a Arthur un gesto burlón con la cabeza y se marcha.
– El matrimonio -dice Arthur cuando se hunde en una butaca del salón de escribir. La palabra apenas alcanza la categoría de pregunta. Aun así, George responde, y con una extraña precisión.
– Es un estado al que aspiro.
– Bueno, puede ser un estado desconcertante, le aviso. Una delicia. Pero una maldita delicia desconcertante, la mayoría de las veces.
George asiente. No está de acuerdo, pero admite que no dispone de mucha experiencia al respecto. Desde luego, no describiría el matrimonio de sus padres como una maldita delicia desconcertante. Ninguna de las tres palabras podría aplicarse de una forma razonable a la vida en la vicaría.
– Al grano, en todo caso.
Comentan los artículos del Telegraph, la reacción que han suscitado, el comité Gladstone, su mandato y los miembros que lo componen. Arthur no sabe si revelar el parentesco de sir Albert de Rutzen con el capitán Anson, o dejar caer una insinuación al redactor jefe en su club o bien no decir nada sobre el particular. Mira a George, a la espera de una opinión instantánea. Pero George no la tiene. Quizá porque es «muy tímido y nervioso»; o porque es abogado; o porque le cuesta pasar de ser la causa de sir Arthur a su asesor táctico.
– Creo que el señor Yelverton es quizá la persona a quien consultarlo.
– Pero yo le consulto a usted -responde Arthur, como si George titubease.
La opinión de George, en la medida en que puede considerarla tal, cuando parece no ser más que un instinto, es que la primera opción sería muy provocativa y la tercera demasiado pasiva, por lo que, en conjunto, se inclinaría por recomendar la vía intermedia. A no ser, claro…, y cuando empieza a reconsiderarlo, nota la impaciencia de sir Arthur. Cierto es que le pone un poco nervioso.
– Le haré una predicción, George. No serán muy claros en el informe del comité.
George no sabe si sir Arthur quiere aún su opinión sobre el tema anterior. Imagina que no.
– Pero tienen que publicarlo.
– Oh, sí, tienen que publicarlo, y lo harán. Pero sé cómo actúan los gobiernos, sobre todo cuando les han colocado en una situación embarazosa o desairada. Escurrirán el bulto. Enterrarán el asunto, si pueden.
– ¿Cómo lo harían?
– Bueno, de entrada podrían publicarlo una tarde de viernes, cuando la gente se ha ido a pasar el fin de semana fuera. O durante las vacaciones judiciales. Hay toda clase de artimañas.
– Pero si es un buen informe, dirá mucho en su favor.
– No puede ser un buen informe -dice Arthur, con firmeza-. No desde su punto de vista. Si confirman su inocencia, como deberían, significa que el ministerio ha obstruido a sabiendas la justicia durante los tres últimos años, a pesar de toda la información que le han presentado. Y en el caso sumamente improbable, por no decir imposible, de que volviesen a declararle culpable, que es la única otra opción que existe, el escándalo será tan tremendo que habrá poltronas en peligro.
– Sí, ya veo.
Llevan hablando una media hora y a Arthur le asombra que George no haya hecho la menor referencia a su pliego de cargos contra Royden Sharp. No, es algo más que asombro: irritación, casi como si le insultaran. Se le pasa por la cabeza preguntar a George por la carta mendicante que Anson le enseñó en Green
Hall. Pero no, eso sería hacerle el juego al capitán. Quizá lo único que ocurre es que George piensa que corresponde al anfitrión fijar el orden del día. Debe de ser eso.
– Bueno -dice-. Royden Sharp.
– Sí -contesta George-. No le conozco, como le dije en mi carta. Debí de estar con su hermano en la escuela cuando yo era pequeño. Aunque tampoco me acuerdo de él.
Arthur asiente. Piensa: «Vamos, hombre. No sólo te he. exculpado, sino que te he traído al criminal atado de pies y manos para que lo detengan y lo juzguen. ¿No es para ti, como mínimo, una noticia?». Contrariando a su temperamento, aguarda.
– Me sorprende -dice George al final-. ¿Por qué querría perjudicarme?
Arthur no responde. Ya le ha ofrecido sus respuestas. Cree que ya es hora de que George haga algo por su propio bien.
– Soy consciente de que usted considera que el prejuicio racial constituye un factor en el caso, sir Arthur. Pero como ya le he dicho, estoy en desacuerdo. Sharp y yo no nos conocemos. Para sentir aversión por alguien hay que conocerlo. Y después encontrar el motivo de esa antipatía. Y después, quizá, si no lo encuentras, justificarla con algún rasgo particular del otro, como el color de la piel. Pero como le digo, Sharp no me conoce. He intentado pensar en alguna acción mía que él habría podido tomar como un desaire o un agravio. Quizá tenga que ver con alguien a quien asesoré profesionalmente…
Arthur no dice nada; piensa que sólo se puede señalar lo obvio numerosas veces.
– Y no entiendo por qué necesitaba mutilar de aquel modo a caballos y ganado. El u otros. ¿Lo entiende usted, sir Arthur?
– Como digo en mi texto inculpatorio -responde Arthur, que cada vez se siente más descontento-, sospecho que la luna nueva producía un efecto extraño en él.
– Es posible -dice George-. Aunque no todos los casos ocurrieron en el mismo punto del ciclo lunar.
– Correcto. Pero sí la mayoría.
– Sí.
– Entonces, ¿le parecería razonable la conclusión de que aquellas mutilaciones extrínsecas se realizaron con el fin deliberado de burlar a los investigadores?
– Sí.
– Señor Edalji, no parece que le haya convencido.
– Perdóneme, sir Arthur, no es que no le esté, o no quiera parecer, inmensamente agradecido por su ayuda. Es, quizá, que soy abogado.
– Cierto.
Tal vez le esté tratando con excesiva dureza. Pero es extraño: es como si le hubiera llevado una bolsa de oro desde los confines más remotos de la tierra y él le respondiera: «Pues la verdad, habría preferido plata».
– El instrumento -dice George-. La lanceta.
– ¿Sí?
– ¿Puedo preguntarle por qué sabe cómo es?
– Claro. Por dos razones. Primera, le pedí a la señora Greatorex que me la dibujase. El señor Wood, al ver el dibujo, la identificó como una lanceta. Y segunda… -Arthur hace una pausa efectista-, la tengo en mi poder.
– ¿La tiene?
Arthur asiente.
– Y se la podría enseñar, si quiere. -George parece alarmarse-. No aquí. No se preocupe, no la he traído. Está en Undershaw.
– ¿Puedo preguntarle cómo la ha conseguido?
Arthur se frota con un dedo la pared exterior de la nariz. Después transige.
– La encontraron Wood y Harry Charlesworth.
– ¿La encontraron?
– Estaba claro que había que conseguirla antes de que Sharp se deshiciera de ella. Sabía que yo estaba en la zona y le seguía la pista. Incluso empezó a mandarme cartas como las que le mandaba a usted. Amenazando con extraerme los órganos vitales. Si Sharp tuviera dos hemisferios cerebrales, habría sepultado el instrumento donde nadie pudiera encontrarlo en cien años. Así que encomendé a Wood y a Harry que lo encontraran.
– Ya veo.
George se siente como cuando un cliente empieza a hacerle confidencias que los clientes no suelen hacerle a un abogado, ni siquiera al suyo…, sobre todo no al suyo.
– ¿Y se ha entrevistado con Sharp?
– No. Creo que ya lo digo en el texto.
– Sí, por supuesto. Perdone.
– En suma, si no tiene objeciones, incluiré la inculpación de Sharp en los otros documentos que presento al ministerio.
– Sir Arthur, no me es posible expresarle la gratitud que siento…
– No quiero que lo haga. No lo he hecho por su dichosa gratitud, que ya ha expresado suficientemente. Lo hago porque es usted inocente y porque me abochorna cómo funciona la maquinaria judicial y burocrática de este país.
– Sin embargo, nadie podría haber hecho lo que usted. Y además en un tiempo relativamente corto.
«Es como decirme que vaya una chapuza -piensa Arthur-. No, no seas absurdo: es sólo que le interesa mucho más su propia rehabilitación, estar plenamente seguro de ella, que procesar a Sharp. Lo cual es de lo más comprensible. Terminar el punto uno antes de pasar al punto dos: ¿qué otra cosa cabe esperar de un abogado cauto? Mientras que yo ataco en todos los frentes al mismo tiempo, a él sólo le preocupa que yo pierda de vista la pelota.»
Pero más tarde, cuando se hubieron separado y Arthur iba en un coche hacia el apartamento de Jean, empezó a dudar. ¿Cómo era aquella máxima? ¿Que la gente te perdonará cualquier cosa menos la ayuda que le has prestado? Algo parecido. Y quizá una reacción así fuese exagerada en aquel caso. Al leer sobre el de Dreyfus le había sorprendido que a muchos de los que acudieron en ayuda del militar francés, que se batieron por él, movidos por una pasión profunda, que vieron su caso no sólo como una gran batalla entre la verdad y la mentira, entre la justicia y la injusticia, sino como una cuestión que explicaba e incluso definía el país donde vivían…, que a muchos de ellos no les hubiera impresionado en absoluto el coronel Alfred Dreyfus. Les había parecido un palo seco, frío y correcto, y no precisamente rezumante de gratitud y compasión humanas. Alguien había escrito que la víctima no solía estar a la altura de la mística de su propio caso. Era una de esas frases que dicen los franceses, pero no necesariamente desencaminada.
O quizá fuese igualmente injusta. Cuando conoció a George Edalji, le impresionó que aquel joven delicado y más bien frágil hubiera soportado tres años de trabajos forzados. En su sorpresa, sin duda no había apreciado cuánto debió de costarle a George. Quizá la única forma de sobrevivir era concentrarse a fondo, desde el alba al crepúsculo, en las minucias de tu caso, no tener nada más en la cabeza, tener ordenados todos los hechos y argumentos para el momento en que pudieran hacer falta. Sólo así podías sobrevivir a una monstruosa injusticia y a un sórdido y total cambio de tu estilo de vida. Quizá fuese, en suma, esperar demasiado de George Edalji el que reaccionara como un hombre libre. Hasta que le indultasen y le indemnizaran no podría volver a ser el hombre que había sido.
«Guarda tu irritación para otros -pensó Arthur-. George es un buen chico, y es inocente, pero no sirve de nada desear que sea un santo. Querer más gratitud de la que puede ofrecer es como querer que cada crítico declare que cada nuevo libro tuyo es la obra de un genio. Sí, guarda tu irritación para otros. Para el capitán Anson, en principio, cuya carta de esta mañana contenía una nueva insolencia: la negativa en redondo a admitir que las mutilaciones podrían haber sido realizadas con una lanceta para caballos. Y, como remate, esta frase despectiva: "Lo que ha dibujado es una sangradera ordinaria". ¡Encima!» Arthur no había importunado a George con esta última provocación.
Y, aparte de con Anson, descubría que se estaba irritando también con Willie Hornung. Su cuñado tenía un chiste nuevo, que Connie le había contado en el almuerzo. «¿Qué tienen en común Arthur Conan Doyle y George Edalji?» ¿No? ¿Te rindes? «Las sentencias.» Arthur gruñó para sus adentros. Sentencias: ¿eso le parecía ingenioso? Visto con objetividad, quizá lo fuera para algunas personas. Pero la verdad… A no ser que estuviera perdiendo el sentido del humor. Decían que le pasaba a la gente de edad madura. No…, sandeces. Y ahora empezaba a irritarse consigo mismo. Otro rasgo de la madurez, sin duda.
George, entretanto, seguía en el salón de escribir del Grand Hotel. Estaba decaído. Su ingratitud y descortesía con sir Arthur habían sido una vergüenza. Y después de los meses y meses de trabajo que había dedicado al caso. George se avergonzaba de sí mismo. Tendría que escribir una nota de disculpa. Y sin embargo… habría sido deshonesto decir más de lo que había dicho. O, mejor dicho, si hubiera dicho más, tendría que haber sido honesto.
Había leído la inculpación que Arthur iba a enviar al ministerio. La había leído varias veces, por supuesto. Y cada vez su impresión se había consolidado. La conclusión -la inevitable, la profesional- era que le prestaría un flaco servicio. Además, su opinión -que nunca se habría atrevido a emitir en la entrevista- era que la acusación de sir Arthur contra Sharp se parecía extrañamente a la incriminación de la policía de Staffordshire contra él, George.
Para empezar, se basaba, y de una manera idéntica, en las cartas. Sir Reginald Hardy había dicho, en su recapitulación en Stafford, que la persona que escribió las cartas tenía que ser la misma que mutiló a los animales. Este vínculo era explícito, y había sido criticado con razón por Yelverton y los que habían abrazado la causa de George. Pero sir Arthur establecía exactamente el mismo vínculo. Las cartas habían sido su punto de partida, y a través de ellas había rastreado la mano de Royden Sharp, y sus idas y venidas en cada momento. Las cartas incriminaban a Sharp del mismo modo que antes habían incriminado a George. Y si ahora se llegaba a la conclusión de que Sharp y su hermano habían escrito las cartas aposta para implicar a George en el asunto, ¿por qué no habría podido escribirlas otra persona para involucrar de igual manera a Sharp? Si la primera vez habían sido falsas, ¿por qué tenían que ser verdaderas la segunda?
Asimismo, toda la evidencia de Arthur era circunstancial, y gran parte de ella obtenida de oídas. Una mujer y su hija fueron agredidas por alguien que podría haber sido Royden Sharp, pero su nombre no se había mencionado y la policía no había actuado. Tres o más años antes, a la señora Greatorex le habían hecho una declaración que ella no había considerado conveniente transmitir a nadie en aquel entonces, pero que ahora había salido a colación cuando mencionaron el nombre de Royden. Ella también recordaba haber oído alguna cosa -o un cotilleo de tendedero- a la mujer de Sharp. Royden Sharp tenía un expediente escolar pésimo: pero si eso fuera una prueba suficiente de intención criminal, las cárceles estarían llenas. Se suponía que Royden sufría una influencia extraña de la luna; salvo en las ocasiones en que no le influía. Además, vivía en una casa de la que era fácil salir por la noche sin que te vieran: igual que la vicaría y un montón de casas de Great Wyrley.
Y por si todo esto fuera poco para encoger el corazón de un abogado, había algo peor, mucho peor. La única prueba sólida que tenía sir Arthur era la lanceta de la que se había apoderado. ¿Y qué valor jurídico concreto tenía un objeto así obtenido? Un tercero, a saber, sir Arthur, había incitado a un cuarto, a saber, el señor Wood, a que entrase ilegalmente en la propiedad de una quinta persona, Royden Sharp, para robarle un objeto que había sido transportado a través de medio reino. Era comprensible que no lo hubiese entregado a la policía de Staffordshire, pero habría podido depositarlo en manos de un agente judicial idóneo. Un abogado, por ejemplo. Por el contrario, las acciones de sir Arthur habían contaminado la prueba. Hasta la policía sabía que tenía que obtener una orden de registro, o el permiso expreso e inequívoco del propietario, para entrar en un domicilio. George admitía que el código penal no era su especialidad, pero le parecía que sir Arthur había incitado a un socio a cometer un robo y con ello había privado de todo valor a una prueba vital. Y hasta tendría suerte si se libraba del cargo de conspiración para cometer robo.
A esto había llevado a sir Arthur el exceso de entusiasmo.
Y George decidió que toda la culpa era de Sherlock Holmes. Sir Arthur había estado demasiado influenciado por su creación. Holmes realizaba brillantes actos de deducción y después entregaba a las autoridades a maleantes que llevaban la culpa pintada en la cara. Pero Holmes nunca se había visto obligado a sentarse en el banco de los testigos y a ver cómo en cuestión de unas horas sus conjeturas, intuiciones y teorías inmaculadas las convertía en un polvillo fino un fiscal como Disturnal. Lo que sir Arthur había hecho era como entrar en un campo donde había huellas del criminal y pisotearlas con varios pares de botas diferentes. En su afán, había destruido las acusaciones contra Royden Sharp en el momento mismo en que las estaba elaborando.
Y toda la culpa era de Sherlock Holmes.
Mientras sostiene en la mano una copia del informe del comité Gladstone, Arthur siente alivio de que por dos veces no haya sido elegido para el Parlamento. No necesita avergonzarse. Es así como hacen las cosas, como entierran las malas noticias. Han publicado el informe, sin el más mínimo aviso, el viernes antes de Pentecostés, un día festivo. ¿Quién querrá leer un documento sobre una injusticia cuando toma el tren para la costa? ¿Quién podrá ofrecer un comentario de entendido? ¿A quién le importará, cuando hayan pasado el domingo y el lunes de Pentecostés y se reanude el trabajo? El caso Edalji… ¿no se resolvió hace unos meses?
George también sostiene una copia en la mano. Mira el titular:
DOCUMENTOS
relativos al
CASO DE GEORGE EDALJI
presentados al Parlamento
por orden de Su Majestad
y después, en la parte inferior:
Londres: impreso en la papelería de
Su Majestad por Eyre y Spottiswoode,
Impresores de Su Excelentísima Majestad el Rey
[Papel real n.º 3503.] Precio 1,5 peniques 1907
Parece importante, pero el precio lo delata. Un penique y medio por saber la verdad sobre su caso, su vida… Abre el folleto con cautela. Un informe de cuatro páginas, seguidas de dos breves apéndices. Un penique y medio. Se le corta la respiración. Han vuelto a resumirle su vida. Y esta vez no para los lectores del Cannock Chase Courier, la Daily Gazette o el Daily Post de Birmingham, el Daily Telegraph o The Times, sino para el Parlamento y Su Excelentísima Majestad…
Arthur se ha llevado el informe, sin leerlo, al apartamento de Jean. Es lo correcto. Al igual que el informe se entrega al Parlamento, las consecuencias de la operación que ha emprendido deben depositarse ante Jean. Ella se ha tomado un interés por el asunto que ha desbordado con creces las expectativas de Arthur. En verdad, no tenía ninguna. Pero Jean ha estado siempre a su lado, si no literal, metafóricamente. Por tanto, tiene que presenciar el desenlace.
George toma un vaso de agua y se sienta en una butaca. Su madre ha regresado a Wyrley y él está solo en casa de Miss Goode, cuya dirección tiene registrada Scotland Yard. Coloca un cuaderno sobre el brazo de la butaca, porque no quiere hacer anotaciones en el propio informe. Quizá no esté curado aún del reglamento relativo al uso de los libros de la biblioteca de Lewes y Portland. Arthur está de espaldas a la chimenea mientras Jean cose, con la cabeza medio ladeada para escuchar los fragmentos que Arthur va a leerle. Ella se pregunta si hoy no deberían haber hecho algo más por George Edalji, invitarle quizá a una copa de champán, aunque no bebe; aunque hasta esta mañana no han sabido que iban a publicar el informe…
«George Edalji fue juzgado por la acusación de herir criminalmente…»
– ¡Aja! -dice Arthur, apenas a mitad de párrafo-. Escucha esto. «El presidente adjunto de los Quarter Sessions, que presidió el juicio, consultado sobre la sentencia, informó de que él y sus colegas eran de la firme opinión de que fue justa.» Aficionados. Aficionados hediondos. Ni un solo abogado entre ellos. A veces tengo la impresión, querida Jean, de que el país entero lo gobiernan aficionados. Escúchalos. «Esta circunstancia nos suscita serias dudas a la hora de discrepar de una sentencia que fue dictada y aprobada de este modo.»
A George le preocupa menos este exordio; sabe suficientes leyes para conocer que hay un «sin embargo» a la vuelta de la esquina. Aquí viene… no uno, sino tres. Sin embargo, causó una conmoción considerable en el vecindario de Wyrley en la época; sin embargo, la policía, hasta entonces tan desorientada, «estaba sumamente ansiosa» de detener a alguien; sin embargo, la policía había iniciado y realizado una investigación «con el fin de encontrar pruebas contra Edalji». Aquí se decía de una forma abierta y ahora plenamente oficial. La policía tuvo prejuicios contra él desde el principio.
Tanto Arthur como George leyeron: «El caso es asimismo de una gran dificultad inherente, ya que no es posible adoptar criterio alguno que no implique enormes improbabilidades.» «Sandeces -piensa Arthur-. ¿Qué demonios es la enorme improbabilidad de que George sea inocente?» George piensa: «Esto es sólo una expresión artificiosa; están diciendo que no hay término medio, lo cual es verdad, pues o soy completamente inocente o completamente culpable, y puesto que hay «enormes improbabilidades» en los cargos, el caso debe ser y será sobreseído.
Los «defectos» del juicio…, la acusación cambió en dos aspectos trascendentes a lo largo del proceso. En efecto. Primero en la cuestión de cuándo se suponía que se había cometido el delito. El testimonio de la policía era «incoherente y en realidad contradictorio». Discrepancias similares respecto a la navaja… Las huellas. «Creemos que el valor de las huellas como prueba es prácticamente nulo.» La navaja como arma. «No es muy fácil de conciliar con el testimonio del veterinario.» La sangre que no estaba fresca. Los pelos. «El doctor Butter, que es un testigo por encima de toda sospecha.»
«El doctor Butter era siempre el escollo», piensa George. Pero hasta aquí el informe es bastante imparcial. A continuación, las cartas. Las cartas de Greatorex son la clave, y el jurado las examinó a fondo. «Reflexionaron sobre el veredicto un tiempo considerable y creemos que debe suponerse que estimaron que Edalji era el autor de aquellas cartas. Las hemos examinado con detenimiento y comparado con la letra reconocida de Edalji y no estamos dispuestos a disentir de la conclusión a la que llegó el jurado.»
George siente que va a desmayarse. Lo único que le alivia es que sus padres no estén con él. Relee las palabras. «No estamos dispuestos a disentir.» ¡Creen que él escribió las cartas! ¡El comité le está diciendo al mundo que él escribió las cartas de Greatorex! Da un sorbo de agua. Deja el informe en la rodilla hasta reponerse.
Arthur, entretanto, sigue leyendo, cada vez más furioso. Sin embargo, el hecho de que Edalji escribiera las cartas no significa que también cometiera las atrocidades. «Oh, qué probidad la suya», exclama. No son las cartas de un culpable que intenta culpar a otros. «¿Cómo demonios iban a serlo -Arthur gruñe para su coleto-, en nombre de todos los poderes terrenales y sobrenaturales, si al hombre a quien más culpaban era el propio George?» «Creemos muy probable que sean las cartas de un hombre inocente, pero obcecado y malévolo, que se permite la picardía de simular que sabe lo que en realidad ignora para confundir a la policía y aumentar los obstáculos de una investigación muy dificultosa.»
– ¡Patrañas! -grita Arthur-. Pa-tra-ñas.
– Arthur.
– Patrañas, patrañas -repite él-. No he conocido en toda mi vida a una persona más sobria y sin recovecos que George Edalji. «Picardía…», ¿no leyeron esos insensatos todos los testimonios sobre el carácter de George reunidos por Yelverton? «Obcecado y malévolo.» ¿Está este… esta… novela corta -la golpea contra la repisa de la chimenea- protegida por inmunidad parlamentaria? Si no, voy a querellarme por difamación. Voy a ajustarles las cuentas. Lo pagaré de mi bolsillo.
George cree que está alucinando. Que el mundo se ha vuelto loco. Está de nuevo en Portland, sometido a un baño seco. Le han ordenado que se desvista hasta la camisa, le han hecho levantar las piernas y abrir la boca. Le han levantado la lengua y… ¿qué es esto, D462? ¿Qué tienes escondido debajo de la lengua? Creo que es una palanca. ¿No cree, oficial, que es una palanca lo que tiene escondido debajo de la lengua? Más vale que informemos al director. Te has metido en un buen lío, D462, más vale que te avise. Y con todo lo que hablabas de que eras el último preso que intentaría fugarse de la cárcel. Tú, con tus aires de santurrón y tus libros de la biblioteca. Tenemos tu número, George Edalji, y es el D462.
Vuelve a detenerse. Arthur continúa. El segundo defecto de la acusación radicaba en el supuesto de que Edalji había o no había actuado solo; cambiaban de opinión según les convenía. Bueno, a los majaderos del comité al menos no se les había escapado esto. La cuestión clave de la visión ocular. «Mucho hincapié» se había hecho sobre este punto «en algunas de las comunicaciones presentadas al Ministerio del Interior». Sí, en efecto: el hincapié que habían hecho destacados oculistas de Harley Street y Manchester Square. «Hemos estudiado con atención el informe de los expertos eminentes que examinaron a Edalji en prisión y el dictamen que nos han presentado algunos oftalmólogos; y los materiales reunidos hasta ahora nos parecen absolutamente insuficientes para establecer la imposibilidad alegada.»
– ¡Imbéciles! «Absolutamente insuficientes.» ¡Majaderos e imbéciles!
Jean mantiene la cabeza gacha. Se acuerda de que la campaña de Arthur había arrancado de este punto de partida: era la razón de que no sólo pensara que George Edalji era inocente, sino que lo sabía. ¡Qué falta de respeto esa ligereza con que tratan la labor y el criterio de Arthur!
Pero sigue leyendo, sigue adelante como si quisiera olvidar este punto. «En nuestra opinión, la sentencia fue insatisfactoria y… no podemos concordar con el veredicto del jurado.» ¡Ja!
– Eso significa que has ganado, Arthur. Han rehabilitado su nombre.
– ¡Ja! -Arthur ni siquiera se da cuenta de la interjección-. Ahora escucha esto. «Nuestro informe sobre el caso significa que no habría estado justificado que el Ministerio del Interior interviniera previamente.» Hipócritas. Mentirosos. Mayoristas de cal.
– ¿Qué quiere decir eso, Arthur?
– Quiere decir, mi queridísima, que nadie se ha equivocado. Que se ha aplicado la gran solución británica a todo. Ha sucedido algo terrible, pero nadie ha cometido un error. Tendrían que incluirlo retroactivamente en la declaración de derechos. Nadie tendrá la culpa de nada, y en especial no la tendremos nosotros.
– Pero admiten que el veredicto fue un error.
– Dicen que George era inocente, pero nadie tiene la culpa de que haya disfrutado de tres años de trabajos forzados. Una y otra vez se le señalaron los defectos al ministerio y una y otra vez el ministerio se negó a revisar el caso. Nadie se equivocó. ¡Hurra, hurra!
– Arthur, cálmate un poco, por favor. Tómate un brandy con soda o alguna otra cosa. Hasta puedes fumar la pipa si quieres.
– Nunca, delante de una dama.
– Bueno, de buena gana haría una excepción. Pero cálmate un poco. Y luego veremos cómo justifican una declaración semejante.
Pero George llega antes a ella. «Sugerencias… derecho de gracia… concesión de un indulto… Por un lado, creemos que no debería haberse dictado esta sentencia por los motivos que hemos expuesto… pérdida total de su posición y perspectivas profesionales… supervisiones de la policía… difícil, si no imposible, recuperar la posición que ha perdido.» George hace un alto y bebe un vaso de agua. Sabe que a «por un lado» sigue siempre «por otro» y no está seguro de poder afrontar lo que represente ese otro.
– «Por otro lado» -ruge Arthur-. Dios mío, el ministerio encontrará tantos lados como brazos tiene esa divinidad india, ¿cómo se llama…?
– Shiva, querido.
– Shiva; cuando quieren encontrar razones de por qué no tienen la culpa de nada. «Por otro lado, como no podemos discrepar de lo que entendemos que es el veredicto del jurado, que Edalji escribió las cartas de 1903, no podemos sino ver que, dando por sentado que es inocente, hasta cierto punto se ha hecho acreedor a sus infortunios.» No, no, no, NO.
– Arthur, por favor. La gente va a pensar que nos estamos peleando.
– Perdona. Es sólo que… aaah, «Apéndice uno», sí, peticiones, motivos por los que el Ministerio del Interior nunca hace nada. «Apéndice dos», veamos cómo el Salomón del ministerio da las gracias al comité. «Meticuloso y exhaustivo informe.» ¡Exhaustivo! ¡Cuatro páginas, sin una sola mención de Anson o Royden Sharp! Bobadas… «se ha hecho acreedor a sus infortunios»… bobadas, bobadas… «aceptar las conclusiones… sin embargo… caso excepcional»… Y que lo digan… «descalificaciones permanentes»… Oh, ya veo, lo que más miedo les da son los juristas, que saben que es la mayor injusticia cometida desde, desde…, sí, así que si le autorizan a ejercer otra vez…, bobadas, bobadas… «las consideraciones más profundas e intranquilas… indulto.»
– Indulto -repite Jean, levantando la vista.
O sea que han ganado.
«Indulto», lee George, consciente de que queda una frase más en el informe.
– «Indulto» -repite Arthur. El y George leen la última frase juntos. «Pero también he llegado a la conclusión de que no es un caso en que se pueda conceder indemnización alguna.»
George deposita el informe y sepulta la cabeza entre las manos. Arthur, con un sardónico tono fúnebre, lee las palabras finales: «Atentamente le saluda, H. J. Gladstone».
– Querido Arthur, lo has leído a toda velocidad.
Nunca le ha visto de tan mal humor; le parece alarmante. No le gustaría que alguna vez lo dirigiera contra ella.
– Deberían poner letreros nuevos en el ministerio. En vez de «Entrada» y «Salida», deberían poner «Por un lado» y «Por otro lado».
– Arthur, ¿podrías ser un poco menos oscuro y decirme qué significa el informe exactamente?
– Significa, significa, mi querida Jean, que este ministerio, este gobierno, este país, esta Inglaterra nuestra han descubierto un concepto jurídico nuevo. En los viejos tiempos, eras inocente o culpable. Si no eras inocente eras culpable, y si no eras culpable eras inocente. Un sistema muy simple, puesto a prueba durante muchos siglos y asimilado por jueces, jurados y el populacho en general. A partir de hoy tenemos un concepto nuevo en la ley inglesa: culpable e inocente. George Edalji es un pionero en este sentido: el único hombre indultado de un delito que no ha cometido y al que, sin embargo, le han dicho al mismo tiempo que se merecía los tres años de trabajos forzados.
– ¿Es una transacción, entonces?
– ¿Transacción? No, es una hipocresía. Es lo que el país sabe hacer mejor. Los burócratas y los policías lo han perfeccionado durante siglos. Se llama un informe del gobierno. Se llama tontería, se llama…
– Arthur, enciende tu pipa.
– Nunca. Una vez sorprendí a un individuo fumando delante de una dama. Le saqué la pipa de la boca, la partí en dos y arrojé los pedazos a sus pies.
– Pero Edalji podrá volver a ejercer de abogado.
– Sí. Y cada cliente potencial suyo que sepa leer un periódico pensará que está consultando a un loco capaz de escribir cartas anónimas denunciándose a sí mismo por un crimen abyecto que hasta el ministro del Interior y el primo del dichoso Anson admiten que no cometió en absoluto.
– Pero quizá todo el mundo lo olvide. Tú dijiste que al publicarlo en Pentecostés estaban enterrando una mala noticia. Así que quizá la gente sólo recuerde que a Edalji le concedieron el indulto.
– No, si depende de mí.
– ¿Quieres decir que continúas?
– Todavía no me han perdido de vista. No voy a consentir que se salgan con la suya. Di mi palabra a George. Te di mi palabra a ti.
– No, Arthur. Dijiste lo que ibas a hacer y lo hiciste, y has conseguido el indulto y George puede volver a trabajar, que según su madre era lo único que quería. Ha sido una gran victoria, Arthur.
– Jean, por favor, basta de ser razonable conmigo.
– ¿Quieres que sea irrazonable?
– Sudaría sangre por evitarlo.
– ¿Por otro lado? -pregunta Jean, burlona.
– Contigo no hay otro lado -dice Arthur-. Sólo hay uno. Es simple. Es la única cosa en mi vida que siempre parece simple. Por fin. Ya era hora.
George no tiene nadie que le consuele, nadie que se burle en broma, nadie que impida que las palabras rueden arriba y abajo en su cráneo. «Un hombre obcecado y malévolo, que se permite la picardía de simular que sabe lo que en realidad ignora para confundir a la policía y aumentar los obstáculos de una investigación muy dificultosa.» Un dictamen presentado al Parlamento y a Su Excelentísima Majestad.
Aquella noche, un representante de la prensa preguntó a George cómo había reaccionado ante el informe. Se declaró «profundamente descontento del resultado». Lo llamó «un mero paso en la buena dirección», pero la aseveración de que él había escrito las cartas de Greatorex era «una calumnia; un insulto… una insinuación infundada, y no descansaré hasta que la retiren y me pidan disculpas». Además, «no le habían ofrecido indemnización alguna». Reconocían que había sido condenado injustamente, por lo que «es justo que me compensen por los tres años de trabajos forzados que he sufrido. No dejaré las cosas como están. Quiero una compensación por mis agravios».
Arthur escribió al Daily Telegraph diciendo que la posición del comité era «absolutamente ilógica e insostenible». Se preguntaba si había algo «más mezquino o más poco inglés» que un indulto sin indemnización. Se brindaba a demostrar «en media hora» que George Edalji no había podido escribir las cartas anónimas. Proponía que, en vista de que sería injusto que los contribuyentes pagaran la compensación de George Edalji, «podría recaudarse a partes iguales entre la policía de Staffordshire, el tribunal de los Quarter Sessions y el Ministerio del Interior, ya que estos tres grupos de hombres son los culpables de este fiasco».
El vicario de Great Wyrley escribió también al Daily Telegraph señalando que el jurado no se había pronunciado sobre la autoría de las cartas, y que sir Reginald Hardy tenía la culpa de todas las deducciones falsas, al haber sido tan «precipitado e ilógico» al decirle al jurado que «quien escribió las cartas era el mismo que cometió el delito». Un distinguido abogado que había asistido al juicio calificó de «deplorable espectáculo» la recapitulación del presidente. El vicario decía que la policía y el ministerio habían dispensado a su hijo un trato «indignante y desalmado». En cuanto al comportamiento del ministro del Interior y su comité: «Esto quizá sea diplomacia o arte de gobernar, pero no es lo que habrían hecho si hubiera sido el hijo de un hacendado o un noble inglés».
Otro descontento con el informe era el capitán Anson. Entrevistado por el Sentinel de Staffordshire, contestó a las críticas dirigidas contra «el honor de la policía». El comité, al detectar las llamadas «contradicciones» en las pruebas, simplemente no había comprendido los cargos de la policía. No era tampoco «verdad» que hubiera estado desde el principio convencida de la culpabilidad de Edalji y que luego hubiese buscado pruebas para apoyar esta convicción. Al contrario, no sospecharon de Edalji «hasta meses después» de que comenzaran las agresiones. «Fueron señaladas diversas personas como posibles implicadas en los hechos», pero poco a poco las fueron descartando. La sospecha «sólo al final se centró en Edalji como consecuencia de su costumbre muy comentada de vagar solo por las calles a altas horas de la noche.»
George escribió para el Daily Telegraph una refutación de esta entrevista. Ahora quedaba claro el «endeble fundamento» de los cargos formulados contra él. «De hecho», ni «una sola vez vagó por las calles» y, a no ser que volviese tarde de Birmingham o de algún espectáculo vespertino en el distrito, estaba «invariablemente en casa hacia las 21.30. No había nadie en la comarca» que saliera menos de noche, y al parecer «la policía se tomó en serio» algo que fue dicho «en broma». Además, si hubiera salido con frecuencia a horas tardías, el hecho habría sido conocido por las «nutridas fuerzas de la policía» que patrullaban el distrito.
Pentecostés había sido frío y extemporáneo. El hijo de un millonario se había matado en un trágico accidente de tráfico cuando conducía su coche de doscientos caballos. Príncipes extranjeros habían llegado a Madrid para un bautizo real. Unos viticultores habían causado disturbios en Béziers, cuyo ayuntamiento había sido saqueado e incendiado por campesinos. Pero no había nada -no había habido desde hacía años- sobre la señorita Hickman, médico.
Sir Arthur se brindó a financiar cualquier querella por difamación que George quisiera incoar contra el capitán Anson, el ministro del Interior o miembros del comité Gladstone, bien individual o colectivamente. George, aunque reiterando sus expresiones de gratitud, declinó cortésmente el ofrecimiento. La reparación obtenida se había logrado gracias al compromiso, la labor ardua, la lógica de sir Arthur y su amor a armar ruido. Pero George pensaba que el ruido no era la mejor solución para todo. El calor no siempre produce luz y el ruido no siempre produce locomoción. El Daily Telegraph reclamaba una investigación pública sobre todos los aspectos del caso; para George, era lo que correspondía hacer. El periódico también había organizado una colecta en su ayuda.
Arthur, mientras tanto, continuaba su campaña. Nadie había aceptado su propuesta de demostrar «en media hora» que George Edalji no podía haber escrito las cartas: ni siquiera Gladstone, que públicamente había afirmado lo contrario. Arthur, por tanto, se lo demostraría a Gladstone, al comité, a Anson, a Gurrin y a todos los lectores del Daily Telegraph. Dedicó al asunto tres extensos artículos, con abundante ilustración holográfica. Demostró que era obvio que las cartas las había escrito alguien «totalmente diferente» de Edalji, «un patán deslenguado, un chantajista», alguien que no conocía «ni la gramática ni la decencia». Además se proclamaba desairado personalmente por el comité Gladstone, ya que en el informe «no hay una sola palabra que me induzca a pensar que han tenido en cuenta mi evidencia». Respecto a la vista de Edalji, el comité citaba la opinión de «un médico carcelario sin nombre» y despreciaba el dictamen, presentado por Arthur, de quince expertos, «entre ellos algunos de los mejores del país». Lo único que habían hecho los miembros del comité era sumarse a «la larga cola de policías, funcionarios y políticos» que debían una «disculpa muy abyecta» a «este hombre maltratado». Pero hasta que se expresara esta disculpa, hasta que se reparase la injusticia, «las pinceladas de cumplidos mutuos no conseguirán limpiarlos».
A lo largo de mayo y junio, hubo constantes preguntas en el Parlamento. Sir Gilbert Parker preguntó si existían precedentes de que no se hubiese pagado una indemnización a alguien injustamente condenado y posteriormente indultado. Gladstone: «No conozco ningún caso análogo». Ashley preguntó si el ministro del Interior consideraba que George Edalji era inocente. Gladstone: «No me parece una pregunta muy adecuada. Es cuestión de opinión». Pike Pease preguntó qué reputación había tenido Edalji en la cárcel. Gladstone: «Tenía buena reputación». Mitchell-Thompson pidió al ministro del Interior que ordenara una nueva investigación para estudiar el asunto de la letra. Gladstone denegó la petición. El capitán Graig solicitó que se entregaran al Parlamento todas las notas tomadas durante el juicio para uso del tribunal. Gladstone denegó la petición. F. E. Smith preguntó si Edalji habría sido indemnizado si no hubieran existido dudas respecto a la autoría de las cartas. Gladstone: «Me temo que no puedo responder a esta pregunta». Ashley preguntó por qué habían excarcelado a aquel hombre si su inocencia no había sido completamente establecida. Gladstone: «Es una pregunta que en realidad no me incumbe. La liberación fue consecuencia de una decisión de mi antecesor que, sin embargo, apruebo». Harmood-Banner solicitó detalles de agresiones similares contra ganado perpetradas mientras George Edalji estaba en la cárcel. Gladstone respondió que había habido tres en el vecindario de Great Wyrley: en septiembre y noviembre de 1903 y en marzo de 1904. F. E. Smith preguntó en cuántos casos, durante los últimos veinte años, se habían pagado indemnizaciones, tras demostrarse que una condena había sido insatisfactoria, y qué importes se habían pagado. Gladstone contestó que en los últimos veinte años había habido doce casos y que en dos de ellos se habían abonado sumas cuantiosas: «En un caso se pagaron cinco mil libras y en el otro se dividieron mil seiscientas entre dos personas. En los diez casos restantes, las cifras oscilaron de 1 a 40 libras». Pike Pease preguntó si en todos aquellos casos se había concedido el indulto. Gladstone: «No lo sé seguro». El capitán Faber solicitó que se publicaran todos los informes y comunicaciones de la policía enviados al Ministerio del Interior sobre el caso Edalji. Gladstone denegó la petición. Y, por último, el 27 de junio, Vincent Kennedy preguntó: «¿El trato que se está dispensando a Edalji obedece a que no es inglés?». En el acta de la sesión constaba: «[No hubo respuesta]».
Arthur siguió recibiendo cartas anónimas y tarjetas insultantes, las primeras en toscos sobres amarillos, pegados con papel adhesivo. El matasellos era del noroeste de Londres, pero las arrugas de los documentos le indicaban que quizá los hubiesen transportado escondidos, o posiblemente en el bolsillo de alguien -un jefe de tren, por ejemplo-, desde los Midlands a Londres para franquearlos en la capital. Ofreció una recompensa de veinte libras a quien le ayudase a descubrir al autor.
Arthur solicitó nuevas entrevistas con el ministro del Interior y con el subsecretario, Blackwell. En el Daily Telegraph contaba que le habían recibido con «cortesía», pero también con una «antipatía helada». Además, tomaron «claro partido por los funcionarios cuestionados» y le hicieron sentirse rodeado de una «atmósfera hostil». No hubo un aumento de temperatura ni un cambio de atmósfera; los funcionarios lamentaron que en lo sucesivo estarían demasiado ocupados con las tareas de gobierno para conceder más tiempo a sir Arthur Conan Doyle.
El Colegio de Abogados votó a favor de readmitir como miembro a George Edalji.
El Daily Telegraph abonó la suma recaudada en su colecta, que ascendía a unas trescientas libras.
Después, como no hubo sucesos nuevos, disputas, demandas por difamación, acciones del gobierno, preguntas parlamentarias, investigación pública, disculpas ni indemnización, la prensa tuvo poco de que informar.
Jean le dice a Arthur:
– Hay algo más que puedes hacer por tu amigo.
– ¿Qué, querida?
– Invitarle a nuestra boda.
A él le confunde un poco esta sugerencia.
– Pero ¿no habíamos decidido invitar sólo a la familia y a los amigos íntimos?
– A la ceremonia de la boda, Arthur. Después habrá la recepción.
El inglés no oficial mira a su prometida no oficial.
– ¿Te han dicho alguna vez que, aparte de ser la mujer más adorable del mundo, eres especialmente juiciosa y mucho más capaz de ver lo que es justo y necesario que el pobre bruto a quien vas a tomar por marido?
– Estaré a tu lado, Arthur, siempre a tu lado. Y por lo tanto mirando en la misma dirección. Sea la que sea.
A medida que transcurría el verano, la conversación se centró en el criquet o la crisis india; Scotland Yard dejó de exigir una confirmación mensual, por correo certificado, de las señas de George y el Ministerio del Interior guardaba silencio; ni siquiera el infatigable señor Yelverton ideó estratagemas nuevas y George fue informado de que tenía un despacho esperando en el número 2de Mecklenburgh Street hasta que pudiese encontrar uno propio; los mensajes de sir Arthur se reducían a breves notas de aliento o de rabia; el padre de George reanudó con renovado ahínco sus tareas parroquiales y la madre consideró seguro dejar a su hijo mayor y a su hija única al cuidado de terceros; el honorable capitán Anson no anunció una nueva investigación sobre las mutilaciones cometidas en Great Wyrley a pesar de que ahora no existía un culpable oficial; George aprendía a leer un periódico sin tener un ojo continuamente pendiente de la mención de su nombre y otro animal fue mutilado en el distrito de Wyrley; el interés, no obstante, iba decayendo y hasta el redactor de cartas anónimas se cansó de sus improperios, y George comprendió que el veredicto definitivo y oficial sobre su caso ya había sido dictado y era improbable que lo cambiasen nunca.
Inocente, pero culpable: eso había dicho el comité Gladstone y también el gobierno británico a través de su ministro del Interior. Inocente, pero culpable. Inocente, pero obcecado y malévolo. Inocente, pero se había permitido una picardía. Inocente, pero empeñado en interferir adrede en las investigaciones pertinentes de la policía. Inocente, pero se había hecho acreedor a sus infortunios. Inocente, pero no merecía indemnización. Inocente, pero no merecía que le pidieran disculpas. Inocente, pero tenía plenamente merecidos los tres años de prisión.
No era, sin embargo, el único veredicto. Gran parte de la prensa se había puesto de su parte: el Daily Telegraph había tildado de «débil, ilógica y no concluyente» la posición del comité y el ministro. La actitud del público, en la medida en que George podía calibrarla, era que «nunca habían jugado limpio». Un gran número de sus colegas juristas le había apoyado. Y, por último, uno de los más grandes escritores de su tiempo, en alta voz y sin tregua, había proclamado su inocencia. ¿Algún día estos veredictos pesarían más que el oficial?
George también quería tener una visión más amplia de su caso y de las enseñanzas que ofrecía. Si no cabía esperar que la policía fuera más eficiente o los testigos más honestos, al menos habría que mejorar los tribunales donde se ponían a prueba los testimonios. Un caso como el suyo nunca debería haberlo dirigido un presidente sin formación jurídica; habría que mejorar las calificaciones de la judicatura. Y aunque se pudiese mejorar el funcionamiento de los Quarter Sessions y los tribunales superiores de los condados, siempre tendría que existir el recurso a mentes jurídicas más sutiles y sabias: en otras palabras, a un tribunal de apelación. Era un absurdo que el único medio de anular una sentencia injusta como la suya fuese cursar una petición al ministro del Interior, centenares de las cuales -miles, más bien- le llegaban todos los años, casi todas enviadas por inquilinos palmariamente culpables de las cárceles de Su Majestad, que no tenían nada mejor con que ocupar su tiempo que confeccionar memoriales para el ministerio. Era evidente que habría que descartar las apelaciones fútiles y frívolas a cualquier tribunal nuevo; pero un tribunal superior tenía que reconsiderar los casos en que hubiera habido una grave controversia de hecho o de Derecho, o en que el tribunal inferior hubiera observado una conducta perjudicial o incompetente.
El padre de George le había insinuado en diversas ocasiones que sus sufrimientos tenían una finalidad más elevada. George nunca había querido ser un mártir y aún no veía una explicación cristiana a sus tribulaciones. Pero el caso Beck y el caso Edalji juntos habían causado un gran revuelo entre los juristas, y era muy posible que George se convirtiera, a pesar de todo, en una especie de mártir, aunque de un tipo más simple y práctico: un mártir de la ley cuyos sufrimientos habían propiciado progresos en la administración de la justicia. Nada, para George, podría compensarle de los años perdidos en Lewes y Portland y del año de inactividad que siguió a su liberación; y, sin embargo, ¿no le serviría quizá de consuelo que aquella terrible fisura deparase algún bien definitivo para su profesión?
Con cautela, como consciente del pecado de orgullo, George empezó a imaginar un libro de texto jurídico escrito cien años más tarde. «El Tribunal de Casación se estableció originalmente a raíz de numerosas injusticias que suscitaron descontento público. No fue la menor el caso Edalji, cuyos detalles no nos interesa exponer aquí, pero cuya víctima -debe señalarse de pasada- fue el autor de Legislación ferroviaria para "el viajero de tren", uno de los primeros libros que clarifican este tema a menudo confuso, y al que aún se hace referencia…» George concluyó que había peores destinos que el de ser una nota a pie de página en una historia del Derecho.
Una mañana recibió una tarjeta alta y oblonga. Estaba impresa en letra inglesa:
El señor y la señora Leckie
Tienen el placer de
invitar al
Señor George Edalji
A los salones Whitehall del
Hotel Metropole
A las 14:45 de la tarde
Con motivo de la boda de su hija
Jean
con Sir Arthur Conan Doyle
Glebe House,
Blackheart
Se ruega confirmación
La invitación conmovió lo indecible a George. Colocó la tarjeta en la repisa de la chimenea y contestó de inmediato. El Colegio de Abogados le había readmitido entre sus miembros y ahora sir Arthur le reincorporaba a la sociedad. No es que albergara ambiciones sociales; no, en todo caso, la de acceder a tan altas esferas, pero entendía que la invitación era un gesto noble y simbólico para con alguien que tan sólo un año antes había preservado la cordura en la cárcel de Portland leyendo las novelas de Tobías Smollett. Meditó un largo tiempo sobre el regalo de boda apropiado, y al final se decidió por sendos volúmenes bien encuadernados de las obras completas de Shakespeare y Tennyson.
Arthur está resuelto a burlar a todos los malditos reporteros. No hay anuncio de dónde va a casarse con Jean; la cena en The Gaiety, la víspera de la boda, es un acto discreto; y en St. Margaret's Westminster colocan el toldo de rayas en el último minuto. Sólo unos pocos transeúntes se congregan en este rincón adormilado y polvoriento de sol junto a la abadía para ver quién se casa un miércoles discreto en lugar de un ostentoso sábado.
Arthur viste una levita y un chaleco blanco y luce una gran gardenia blanca en el ojal. Su hermano Innes, de permiso especial en plenas maniobras de otoño, es un padrino nervioso. Oficiará Cyril Angelí, el marido de Dodo, la hermana más pequeña de Arthur. La madre, que ha celebrado hace poco su setenta cumpleaños, luce brocado gris; asisten Connie y Willie, Lottie e Ida, Kingsley y Mary. El sueño de Arthur de reunir a toda su familia bajo un mismo techo nunca se ha cumplido; pero aquí, durante un breve rato, están todos sus familiares. Y, por una vez, Waller no asiste al acto.
El coro y el presbiterio están decorados con altas palmas; a sus pies hay racimos de flores blancas. Toda la ceremonia será coral, y Arthur, en vista de su preferencia dominical por el golf en lugar de la iglesia, ha permitido que Jean elija los himnos: Praise the Lord, ye Heavens adore Him y O Perfect Love, all human thought trascending. De pie en el banco delantero, recuerda lo último que ella le dijo: «No te haré esperar, Arthur. Se lo he dicho bien claro a mi padre». Arthur sabe que ella cumplirá su palabra. Algunos dirían que ya que se han esperado diez años, no les hará daño esperar diez o veinte minutos más, que hasta quizá realcen el dramatismo del acontecimiento. Pero Jean, para deleite de Arthur, carece por completo de esa coquetería nupcial presuntamente atractiva. Van a casarse a las dos menos cuarto; ella, por lo tanto, estará en la iglesia a las dos menos cuarto. Él considera esto una base sólida para el matrimonio. Mientras mira al altar, reflexiona que no siempre entiende a las mujeres, pero reconoce que las hay que juegan con un bate recto y las hay que no.
Jean llega del brazo de su padre a la una cuarenta y cinco en punto. La reciben en el pórtico sus damas de honor, Lily Loder-Symonds, de veleidades espiritistas, y Leslie Rose. El paje de Jean es el señorito Bransford Angelí, hijo de Cyril y Dodo, que viste un traje de librea en seda azul y crema. El vestido de Jean, de estilo semiimperio y frontal cerrado, es de encaje español de seda marfil y líneas resaltadas con finos bordados de perlas. Debajo lleva tela de plata; la cola, ribeteada de crepé de China blanco, cae desde un nudo de chifón sujeto con una herradura de brezo blanco; el velo se asienta sobre una corona de azahar.
Arthur capta muy pocos de estos pormenores cuando Jean llega a su lado. No es un entendido en ropajes de gala, y en consecuencia le parece perfecta la superstición de que el novio no debe ver el vestido de novia hasta que ella se lo ha puesto. Cree que Jean está guapísima y tiene una impresión general de color crema, perlas y una larga cola. La verdad es que estaría igual de feliz si la viera vestida de amazona. Él responde a las preguntas con voz vigorosa; la de Jean apenas se oye.
En el hotel Metropole hay una escalinata que conduce a los salones Whitehall. La cola resulta un incordio tremendo; las damas y el paje no cesan de manipularla cuando Arthur se impacienta. Levanta a la novia en brazos y la sube sin esfuerzo por la escalera. Arthur huele el azahar, nota las marcas de las perlas en la mejilla y oye la risa baja de su novia por primera vez en el día. El grupo de familiares les vitorea desde abajo y los invitados a la recepción, congregados arriba, responden con una ovación aún más fuerte.
George tiene una aguda conciencia de que allí no conoce a nadie más que a sir Arthur, al que sólo ha visto dos veces, y a su novia, que brevemente le estrechó la mano en el Grand Hotel de Charing Cross. Duda mucho de que hayan invitado al señor Yelverton, y no digamos a Harry Charlesworth. Ha hecho entrega del regalo y rechaza las bebidas alcohólicas que todo el mundo tiene en la mano. Mira alrededor en los salones: los chefs trajinan ante una mesa larga de bufé, la orquesta del Metropole afina los instrumentos y por todas partes hay palmeras altas y, a sus pies, helechos, plantas y macizos de flores blancas. Más flores blancas aún decoran las mesitas que bordean el salón.
Para su sorpresa y considerable alivio, se le acerca gente para hablar con él, parecen saber quién es y le saludan como si fueran conocidos. Alfred Wood se presenta y le habla de que ha visitado la vicaría de Wyrley y tenido el gran placer de conocer a la familia de George. Jerome, el escritor cómico, le felicita por su victorioso combate en pro de la justicia, le presenta a su mujer y le señala a otras celebridades: allí, J. M. Barrie, Bram Stocker y Max Pemberton. Sir Gilbert Parker, que en varias ocasiones ha puesto en apuros al ministro del Interior en la Cámara de los Comunes, se acerca para estrechar la mano de George. Éste comprende que todos le tratan como a un hombre profundamente agraviado, nadie le mira como si fuese el autor de una serie de cartas demenciales y obscenas. No le dicen nada directamente; sólo la presunción implícita de que él es de esos hombres que entienden las cosas en general del mismo modo que, en general, las entienden ellos.
Mientras la orquesta toca en sordina, llevan al salón tres cestas llenas de telegramas y cables que el hermano de sir Arthur abre y lee en voz alta. Luego hay canapés y más champán del que George ha visto escanciar en su vida, y brindis y discursos, y cuando el novio hace el suyo contiene palabras que podrían ser champán, porque burbujean en el cerebro de George y le emocionan hasta marearle.
y me complace dar la bienvenida esta tarde entre nosotros a mi joven amigo George Edalji. Su presencia aquí es la que más me enorgullece…
Las caras se vuelven hacia George, y hay sonrisas y copas que se levantan a medias, y no sabe adonde mirar, pero comprende que no tiene importancia.
Los novios ejecutan un giro ceremonial en la pista de baile, jaleados por una algarabía feliz, y luego empiezan a circular entre sus invitados, al principio juntos y después por separado. George descubre a su lado a Wood, medio apoyado en una palmera, y rodeado de helechos hasta las rodillas.
– Sir Arthur siempre recomienda esconderse -dice, con un guiño.
Los dos contemplan juntos a la gente.
– Un día feliz -comenta George.
– Y el final de un largo camino -contesta Wood.
George no sabe qué responder a esto y se conforma con asentir.
– ¿Ha trabajado muchos años para sir Arthur?
– Southsea, Norwood, Hindhead. Si el lugar siguiente fuera Tombuctú no me extrañaría.
– ¿De verdad? -dice George-. ¿Viajarán allí en luna de miel?
Wood frunce el ceño al oír esto, como si no entendiera la pregunta. Da otro sorbo de su copa de champán.
– Tengo entendido que es usted un gran defensor del matrimonio. Sir Arthur cree que debería casarse en par-ti-cu-lar.
Pronuncia la última palabra con un efecto de staccato que le divierte por algún motivo.
– ¿O es una obviedad decirlo?
A George le alarma este sesgo de la conversación y se siente también un poco avergonzado. Wood desliza el dedo índice de arriba abajo por la pared de la nariz.
– Se ha chivado su hermana -añade-. No pudo resistirse a un par de detectives a tiempo parcial.
– ¿Maud?
– La misma. Una chica simpática. Callada; no es nada malo. No es que tenga intención de casarme con ella, ni en general ni en par-ti-cu-lar.
Sonríe para sí. George decide que Wood quiere ser agradable sin ser malévolo. Sin embargo, sospecha que el hombre quizá esté algo ebrio.
– Es un poco de lío, si quiere que le diga. Y luego están los gastos.
Wood hace un gesto con la copa hacia la orquesta, las flores, los camareros. Uno de ellos toma su gesto por una orden y le llena la copa.
George empieza a preguntarse adonde irá a parar esta charla cuando, por encima del hombro de Wood, ve que lady Conan Doyle se dirige hacia ellos.
– Woodie -dice, y a George le parece que su interlocutor pone una cara extraña.
Pero antes de poder asegurarlo, el secretario se ha esfumado.
– Señor Edalji -lady Conan Doyle pronuncia el nombre con el acento exacto, y pone una mano enguantada en su antebrazo-, me alegra muchísimo que haya venido.
George se queda pasmado: para acudir, no se ha visto obligado a cancelar muchos otros compromisos.
– Les deseo que sean muy felices -responde.
Mira el vestido de novia. Nunca ha visto nada igual. Ninguna de las lugareñas a las que su padre ha casado llevaba un vestido remotamente parecido. Piensa que debería alabarlo, pero no sabe cómo. Pero no importa, porque ella vuelve a hablarle.
– Señor Edalji, me gustaría agradecérselo.
Él se queda otra vez asombrado. ¿Ya han abierto los regalos de boda? No, sin duda. Pero ¿a qué otra cosa podría referirse ella?
– Bueno, no sabía muy bien lo que necesitaban…
– No -dice ella-. No me refiero a eso…
Le sonríe. Él piensa que sus ojos son de un verde grisáceo, y el pelo rubio. ¿Tiene los ojos clavados en ella?
– Me refiero a que este día ha llegado cuando ha llegado y como ha llegado gracias en parte a usted.
Ahora George se queda boquiabierto. Además, la mira fijamente, sabe que la está mirando así.
– Supongo que nos interrumpirán en cualquier momento, y de todos modos mi intención no era explicarlo. Quizá usted nunca sepa por qué se lo digo. Pero no se imagina lo agradecida que le estoy. Y por eso es tan normal que esté usted aquí.
George sigue meditando estas palabras cuando un remolino de ruido se lleva a la nueva lady Doyle. «No se imagina lo agradecida que le estoy.» Unos instantes después, sir Arthur le estrecha la mano, le dice que ha dicho en serio cada palabra de su discurso, le da una palmada en la espalda y se dirige hacia el siguiente invitado. La novia desaparece y reaparece vestida de un modo distinto. Se hace un último brindis, se apuran las copas, suenan ovaciones y la pareja parte. A George no le queda nada más que despedirse de sus ocasionales amigos.
A la mañana siguiente compró The Times y el Daily Telegraph. Uno de estos periódicos mencionaba su nombre entre los de Frank Bullen y Willie Hornung; el otro, le colocaba entre Bullen y Hunter. Descubrió que las flores blancas que no había sabido identificar se llamaban lilium Harrisii. También, que sir Arthur y lady Conan Doyle emprendieron después viaje a París, de paso hacia Dresde y Venecia. «La novia -leyó- viajaba con un vestido blanco marfil, ribeteado de galones de trencilla blancos, corpiño y mangas de encaje y sobremangas de tela. Por detrás, la chaqueta entallada lucía botones bordados de oro. Por delante, pliegues de tela le caían suavemente a ambos lados de una camisola de encaje. Los vestidos procedían de Maison Dupree, Lee.»
No entendió casi una sola palabra. Eran tan misteriosas para él como las que había pronunciado la víspera la portadora del vestido.
Se preguntó si llegaría a casarse. En el pasado, cuando ociosamente se imaginaba la posibilidad, la escena siempre tenía lugar en St. Mark, oficiaba su padre y su madre le miraba con orgullo. Nunca conseguía imaginar la cara de la novia, cosa que nunca le había molestado. Sin embargo, después de su calvario, el lugar de la boda ya no le parecía verosímil y era como si redujese la probabilidad de celebrarse. Se preguntó si Maud se casaría alguna vez. ¿Y Horace? Sabía poco de la vida actual de su hermano. Horace se había negado a asistir al juicio y nunca le había visitado en la cárcel. De vez en cuando mandaba una postal inoportuna. Hacía varios años que Horace se había marchado de casa. Quizá ya estuviera casado.
George se preguntó si volvería a ver a sir Arthur y a la nueva lady Conan Doyle. Él pasaría los meses y los años siguientes intentando recuperar en Londres el estilo de vida que había llevado antaño en Birmingham; ellos, por el contrario, llevarían la vida que disfrutaban los autores mundialmente famosos y sus jóvenes esposas. No sabía muy bien qué relaciones tendría con la pareja ahora que no les unía una causa común. Quizá fuese ultrasensible por su parte, o excesivamente tímido. Pero trató de imaginar que los visitaba en Sussex o almorzaba con sir Arthur en su club de Londres, o que les recibía en el modesto alojamiento que quizá pudiera costearse. No, también esto era una escena inverosímil de una vida que no sería la suya. Con toda probabilidad no volverían a verse. Con todo, durante las tres cuartas partes de un año sus caminos se habían cruzado, y quizá a George no le importase tanto que el día anterior hubiese marcado el final del cruce. En realidad, en parte lo prefería así.