El mes en que cesan las persecuciones se cumple el vigésimo aniversario del nombramiento de Shapurji Edalji como vicario de Great Wyrley; le sigue la vigésima -no, la vigésima primera- Navidad celebrada en la vicaría. A Maud le regalan un marcador de libros de tela de tapicería, a Horace su propio ejemplar de la obra de su padre Lecciones sobre la Epístola de San Pablo a los Gálatas, a George un grabado sepia de La luz del mundo, de Holman Hunt, con la sugerencia de que podría colgarla en la pared de su despacho. George da las gracias a sus padres, pero se imagina bien lo que pensarían los socios titulares del bufete: que un pasante con sólo dos años de antigüedad, a quien le encomiendan poco más que pasar textos a limpio, apenas tiene derecho a tomar decisiones sobre el mobiliario; además, que los clientes acuden a un abogado en busca de un tipo de consejo específico, y que quizá les distraiga el otro género de anuncio que hace Hunt.
A medida que transcurren los primeros meses del nuevo año, descorren las cortinas todas las mañanas con la creciente certeza de que sobre el césped sólo habrá el rocío reluciente de Dios; y la llegada del cartero ya no causa alarma. El vicario empieza a repetir que los han sometido a una prueba de fuego y que la fe que tienen en Dios los ha ayudado a sobrellevarla. A Maud, frágil y piadosa, la han mantenido en la mayor ignorancia posible; Horace, a sus dieciséis años, un chico robusto y franco, sabe algo más y le confesará en privado a George que, a su entender, el antiguo método del ojo por ojo es un sistema de justicia inmejorable, y que si alguna vez pilla a alguien lanzando mirlos muertos por encima de la tapia, él mismo le retorcerá el pescuezo.
George no tiene despacho propio en Sangster, Vickery y Speight, como creen sus padres. Tiene un taburete y una mesa alta en un rincón sin alfombrar donde el ingreso de los rayos de sol depende de la buena voluntad de un tragaluz alejado. Todavía no posee una leontina, y mucho menos una colección de libros de leyes. Pero tiene un sombrero correcto, un bombín de tres chelines y seis peniques comprado en Fenton, en Grange Street. Y aunque su cama sigue estando a sólo tres metros de la de su padre, siente que le bullen dentro los albores de una vida independiente. Incluso ha conocido a otros dos pasantes de bufetes vecinos. Greenway y Stentson, que son un poco mayores, le llevaron a la hora del almuerzo a una taberna donde simuló brevemente que le gustaba la horrible cerveza amarga que le dieron.
Durante el curso en el Mason College, prestó poca atención a la gran ciudad donde se encontraba. La sentía sólo como una barricada de ruido y bullicio que se interponía entre la estación de tren y sus libros; en verdad, le asustaba. Pero ya empieza a sentirse más a gusto allí, Birmingham le inspira más curiosidad. Si su vigor y energía no le aplastan, quizá algún día llegue a formar parte de la ciudad.
Comienza a leer cosas sobre ella. Al principio le parecen bastante pesados los textos sobre cuchilleros, herreros y manufactura del metal; acto seguido vienen la guerra civil y la peste, la máquina de vapor y la sociedad lunar, los disturbios de la Iglesia y el rey, los levantamientos de los partidarios de la Carta. Pero más adelante, hará poco más de un decenio, Birmingham empieza a cobrar una moderna vida municipal y de repente George piensa que está leyendo sobre cosas reales e importantes. Le atormenta percatarse de que podría haber presenciado uno de los momentos magnos de la ciudad: el día de 1887 en que Su Majestad puso la piedra fundacional de los tribunales de justicia Victoria. Y después consolidó la urbe una gran oleada de edificios e instituciones nuevos: el hospital general, la Cámara de Arbitraje, el mercado de la carne. En la actualidad están recaudando dinero para crear una universidad; existe el proyecto de construir un nuevo salón comunal de debate y se habla en serio de que Birmingham podría ser la sede de un obispado independiente del de Worcester.
El día de la visita de la reina Victoria, medio millón de personas acudió a recibirla, y a pesar de esta vasta muchedumbre no hubo disturbios ni heridos. George está impresionado, pero a la vez no se sorprende. La opinión general es que las ciudades son violentas, lugares multitudinarios, y el campo, en cambio, tranquilo y apacible. Su propia experiencia le dice lo contrario: el campo es turbulento y primitivo y la ciudad es donde la vida se torna ordenada y moderna. Por descontado, en Birmingham hay delitos, vicios y discordias -si no, los abogados se ganarían peor el sustento-, pero George considera que la conducta humana es allí más racional y más obediente de la ley: más civilizada.
A George le parece que hay algo serio y consolador en su traslado diario a la ciudad. Hay un trayecto, hay un destino: es como le han enseñado a entender la vida. En casa, el destino es el reino de los cielos; en el bufete, el destino es la justicia, es decir, un desenlace favorable para tu cliente, pero en ambos viajes abundan las bifurcaciones y las celadas tendidas por los adversarios. El ferrocarril sugiere cómo tiene que ser, cómo podría ser: un recorrido sin percances hasta una terminal sobre raíles espaciados a distancias regulares y con arreglo a un horario convenido, y pasajeros divididos entre vagones de primera, segunda y tercera clase.
Por eso quizá George se enfurece en silencio cuando alguien pretende perjudicar al ferrocarril. Hay jóvenes -hombres, tal vez- que cortan con cuchillos y navajas las correas de cuero de las ventanillas, que insensatamente destrozan los cuadros encima de los asientos, que zascandilean en puentes peatonales y tratan de lanzar ladrillos dentro de la chimenea de la locomotora. A George le resulta incomprensible todo esto. Puede parecer un juego inofensivo colocar un penique encima del raíl para que las ruedas de un expreso lo aplasten y le dupliquen el diámetro, pero para él es una pendiente resbaladiza que conduce a un descarrilamiento.
El código penal contempla naturalmente estas acciones. George está cada vez más preocupado por la relación civil entre los pasajeros y la compañía ferroviaria. Un viajero compra un billete y a partir de ese momento existe un contrato. Pero pregúntale a ese pasajero qué tipo de contrato ha suscrito, qué obligaciones tienen ambas partes, qué derecho a reclamaciones podría alegar contra la compañía ferroviaria en caso de retraso, avería o accidente, y no recibirás respuesta. Puede que no sea culpa del pasajero: el billete hace referencia a un contrato, pero sus cláusulas detalladas sólo están expuestas en determinadas estaciones de líneas principales y en las oficinas de la compañía ferroviaria, ¿y qué viajero atareado tiene tiempo de desviarse para examinarlas? Aun así, a George le maravilla que los británicos, que dieron los ferrocarriles al mundo, los traten más como meros medios de cómodo transporte eficaz que como una intrincada red de múltiples derechos y responsabilidades.
Decide nombrar a Horace y a Maud los típicos viajeros del ómnibus Clapham; o, más bien, en el caso presente, los típicos pasajeros del tren de Walsall, Cannock y Rugeley. Le dejan utilizar la escuela como sala de juicio. Sienta a su hermano y a su hermana ante unos pupitres y les expone un caso que se ha producido hace poco en las actas de procesos extranjeros.
– Érase una vez -empieza, deambulando de un lado para otro, como si fuera necesario para el cuento-, un francés muy gordo que se llamaba Payelle y que pesaba ciento cincuenta y ocho kilos.
Horace se echa a reír. George frunce el ceño y se agarra las solapas como un abogado.
– Nada de risas en un juicio -insiste y continúa-. Monsieur Payelle compró un billete de tercera clase en un tren francés.
– ¿Adonde iba? -pregunta Maud.
– Eso no importa.
– ¿Por qué era tan gordo? -pregunta Horace.
Este jurado ad hoc parece creer que puede hacer preguntas cuando le apetece.
– No lo sé. Debía de ser incluso más glotón que tú. De hecho era tan glotón que cuando llegó el tren descubrió que no pasaba por la puerta de un vagón de tercera. -A Horace esta idea le produce una risita subrepticia-. Entonces intentó pasar por la puerta de uno de segunda, pero también estaba demasiado gordo. A continuación probó con un vagón de primera…
– ¡Y también estaba demasiado gordo! -grita Horace, como si fuese la conclusión de un chiste.
– No, miembros del jurado, descubrió que aquella puerta era lo bastante ancha. Así que se sentó y el tren arrancó… hacia donde fuera. Un rato después llegó el revisor, examinó el billete y reclamó la diferencia entre el precio de un vagón de tercera y el de uno de primera. Monsieur Payelle se negó a pagar. La compañía ferroviaria le demandó. ¿Veis el problema?
– El problema es que estaba gordísimo -dice Horace, y suelta otra risita.
– Al pobre no le llegaba el dinero para pagar -dice Maud.
– No, ése no era el problema. Tenía dinero para pagar, pero se negaba. Os explico. El abogado de Payelle arguyó que había cumplido los requisitos jurídicos comprando un billete, y que era culpa de la compañía si las puertas del tren, excepto las de los vagones de primera, eran demasiado estrechas para que él pasara. La compañía ferroviaria alegó que si estaba tan gordo que no entraba en una clase de compartimento, tenía que comprar un billete para la clase en la que sí entraba. ¿Qué os parece?
Horace es muy firme.
– Si entra en un vagón de primera tiene que pagar lo que cuesta. Es razonable. No debería haber comido tantos pasteles. No es culpa de la compañía que esté demasiado gordo.
Maud tiende a tomar partido por el desamparado y decide que un francés obeso pertenece a esta categoría.
– No es culpa suya estar gordo -comienza-. Puede que sea una enfermedad. O que haya perdido a su madre y esté tan triste que coma demasiado. O… cualquier cosa. No es lo mismo que si hiciera levantarse a otro pasajero y le obligara a marcharse a un vagón de tercera.
– Al tribunal no le dijeron los motivos de su gordura.
– Entonces la ley es un asno -dice Horace, que ha aprendido la expresión hace poco.
– ¿Lo ha hecho alguna otra vez? -pregunta Maud.
– Una excelente pregunta -dice George, asintiendo como un juez-. Alude a la intención. O bien sabía por experiencia previa que era demasiado gordo para entrar en un vagón de tercera y compró un billete a pesar de saberlo, o lo compró creyendo sinceramente que podría pasar por la puerta.
– ¿Cuál de las dos? -pregunta Horace, impaciente.
– No lo sé. El acta no lo dice.
– Entonces, ¿cuál es la respuesta?
– Pues la respuesta aquí es un jurado dividido; uno en cada bando. Tendréis que dirimirlo entre vosotros.
– Yo no voy a dirimir con Maud -dice Horace-. Es una chica. ¿Cuál es la respuesta correcta?
– Oh, el tribunal correccional de Lille falló a favor de la compañía ferroviaria. Payelle tuvo que abonar la diferencia de precio.
– ¡He ganado! -grita Horace-. Maud estaba equivocada.
– Nadie se ha equivocado -contesta George-. Cualquiera de las partes podría haber ganado el caso. Para empezar, por eso los pleitos van a los tribunales.
– Pero yo he ganado -dice Horace.
George está complacido. Ha despertado el interés de su jurado juvenil, y en tardes de sábado sucesivas les expone nuevos casos y problemas. ¿Tienen derecho los pasajeros de un vagón a mantener cerrada la puerta para impedir que entren los que aguardan en el andén? ¿Hay alguna diferencia jurídica entre encontrar un monedero en el asiento y encontrar una moneda suelta debajo del almohadón? ¿Qué debería ocurrir si el último tren que coges para volver a casa no se detiene en la estación y no te queda más remedio que caminar bajo la lluvia los ocho kilómetros de regreso?
Cuando nota que la atención de los jurados disminuye, George les divierte con hechos interesantes y casos extraños. Les habla, por ejemplo, de los perros en Bélgica. La normativa en Inglaterra estipula que a los perros hay que ponerles un bozal y meterlos en el furgón, mientras que en Bélgica un perro, siempre que tenga billete, puede tener categoría de pasajero. Cita el caso de un cazador que llevaba en un tren a su perro de caza y presentó una demanda cuando expulsaron al animal del asiento contiguo para que lo ocupara un ser humano. La justicia -para júbilo de Horace y decepción de Maud- falló a favor del demandante, sentencia que significaba que en lo sucesivo, si cinco hombres y sus cinco perros ocupaban en Bélgica un compartimento de diez asientos y los diez tenían su correspondiente billete, a efectos legales ese vagón estaría lleno.
A Horace y a Maud les sorprende George. En el aula está investido de una autoridad nueva, pero también de una especie de ligereza, como si estuviese a punto de contar un chiste, algo que hasta ahora, que ellos sepan, nunca ha hecho. A George, a su vez, le sirven como jurado. Horace llega enseguida a posiciones rotundas -por lo general en favor de la compañía ferroviaria- de las que no se mueve un ápice. Maud tarda más en formarse una opinión, hace las preguntas más pertinentes y simpatiza con cualquier contratiempo que pueda acontecerle a un pasajero. Aunque sus hermanos apenas son una muestra representativa del público viajero, George piensa que son típicos en su ignorancia casi absoluta de sus derechos.
Había actualizado el mundo detectivesco. Se había desembarazado de los representantes de la vieja escuela, aquellos mortales ordinarios que cosechaban aplausos por descifrar pruebas palpables colocadas justo delante de su camino. Arthur los había suplantado por una figura fría y calculadora que veía una pista de un asesinato en una madeja de estambre y una determinada prueba en un platillo de leche.
Holmes proporcionó a Arthur una súbita fama y dinero: esto último no se lo hubiese dado la capitanía del equipo de Inglaterra. Compró en South Norwood una casa de tamaño aceptable cuyo amplio jardín tapiado tenía espacio para una pista de tenis. Puso el busto de su abuelo en el recibidor y alojó sus trofeos del Ártico encima de una librería. Encontró un despacho para Wood, que parecía haber cobrado apego a su condición de empleado fijo. Lottie había regresado de trabajar de institutriz en Portugal y Connie, a pesar de ser la hermana decorativa, demostró que era inestimable como mecanógrafa. Arthur había adquirido una máquina en Southsea pero nunca había conseguido manipularla con provecho. Era más hábil con el tándem en el que pedaleaba con Touie. Cuando ella volvió a quedarse embarazada, Arthur lo cambió por un triciclo conducido sólo por tracción masculina. Las tardes de buen tiempo proyectaba excursiones de cincuenta kilómetros por las colinas de Surrey.
Se acostumbró al éxito, a que le reconocieran y le inspeccionasen; también a los diversos placeres y molestias de las entrevistas de prensa.
– Dice que eres un hombre feliz, cordial y hogareño. -Touie sonrió y volvió a mirar la revista-. Alto, de hombros anchos y con un apretón de manos efusivo que, en la sinceridad de su bienvenida, hace daño.
– ¿Quién dice eso?
– El Strand Magazine.
– Ah. Un tal How, recuerdo. Sospeché al conocerlo que no era un deportista. Una mano de caniche. ¿Qué dice de ti, querida?
– Dice… Oh, no puedo leerlo.
– Insisto. Ya sabes que me encanta que te ruborices.
– Dice… que soy «un verdadero encanto». -Y en ese momento se sonrojó y se apresuró a cambiar de tema-. How dice que «el doctor Doyle siempre concibe primero el desenlace de la historia y que la escribe pensando en ese final». No me lo habías dicho, Arthur.
– ¿No? Quizá porque es más simple que respirar. ¿Cómo va a tener sentido el principio si no conoces el final? Si lo piensas, es totalmente lógico. ¿Qué más dice nuestro amigo?
– Que las ideas te vienen en cualquier momento; cuando das un paseo, vas en triciclo, juegas al criquet o al tenis. ¿Es así, Arthur? ¿Eso explica tus lapsos de distracción en la pista?
– Puede que me diese un poco de pisto.
– Y mira…, aquí está la pequeña Mary, de pie en esta misma silla.
Arthur se inclinó.
– Un grabado de una fotografía mía…, mira. Me aseguré de que pusieran mi nombre debajo.
Arthur ya era una cara conocida en los círculos literarios. Entre sus amigos figuraban Jerome y Barrie; le habían presentado a Meredith y a Wells. Había cenado con Oscar Wilde, que le pareció muy civilizado y agradable, y no sólo porque el hombre había leído y admirado Micah Clarke. Arthur confesó que continuaría la serie de Holmes durante no más de dos años, tres a lo sumo, antes de matarlo. Después se concentraría en sus novelas históricas, que siempre había sabido que eran las mejores.
Estaba orgulloso de sus logros hasta entonces. Se preguntaba si lo estaría aún más de haberse cumplido la profecía de Partridge de que acabaría capitaneando el equipo inglés de criquet. Estaba muy claro que tal cosa jamás ocurriría. Era un bateador diestro decente, y lanzaba golpes lentos con un efecto que desconcertaba a algunos. Podría ser un jugador muy bueno y completo del Marylebone Cricket Club [2], pero su ambición última era ya más modesta: que inscribieran su nombre en las páginas del Wisden.
Touie le dio un hijo, Alleyne Kingsley. Arthur siempre había soñado con que su familia llenase una casa entera. Pero la pobre Annette había muerto en Portugal; su madre, por su parte, seguía tan testaruda como siempre y prefería apegarse a su casa campestre dentro de la finca de aquel individuo. No obstante, a Arthur le quedaban hermanas, hijos, esposa, y su hermano Innes no estaba lejos, en Woolwich, preparándose para la vida castrense. Arthur era el que ganaba el sustento y un cabeza de familia al que le gustaba ejercer liberalidad y extender cheques en blanco. Una vez al año lo hacía formalmente, disfrazado de Papá Noel.
Sabía que el orden correcto debería haber sido: esposa, hijos, hermanas. ¿Cuánto tiempo llevaban casados: siete, ocho años? Touie encarnaba todo lo que se podía desear en una esposa. Era, en efecto, un encanto de mujer, como había señalado el Strand Magazine. Era tranquila y había aprendido a desenvolverse; le había dado un hijo y una hija. Ella creía en sus escritos hasta el último adjetivo y apoyaba todas sus iniciativas. A él le atraía Noruega; visitaron el país. Le gustaban las cenas; ella se las organizaba a su gusto. Se había casado con ella en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza. Hasta entonces no había habido males ni pobreza.
Aun así, algo había cambiado, si era sincero consigo mismo. Cuando se conocieron él era joven, patoso y desconocido; ella lo amaba y nunca se quejaba. Ahora él seguía siendo joven, pero triunfador y famoso; podía entretener durante horas a una mesa de ingeniosos en el Savile Club. Era dueño de su vida y -en parte gracias a su matrimonio- de su cerebro. Su éxito era el fruto merecido de un arduo trabajo, pero los no familiarizados con el triunfo se imaginaban que ahí terminaba la historia. Arthur no estaba todavía preparado para el final de la suya. Si la vida era una empresa de caballerías, él había rescatado a la bella Touie, conquistado la ciudad y recibido oro como recompensa. Pero faltaban años para que estuviese dispuesto a aceptar el papel de anciano sabio de la tribu. ¿Qué hacía un caballero andante cuando volvía al lado de su mujer y sus dos hijos en South Norwood?
Bueno, quizá la pregunta no fuese tan difícil. Los protegía, observaba una conducta honorable y enseñaba a sus hijos el estilo de vida correcto. Podría partir en busca de otras aventuras, aunque desde luego no las que entrañasen el rescate de nuevas doncellas. Habría cantidad de desafíos en sus textos, en la sociedad, los viajes, la política. ¿Quién sabe hacia qué rumbos le llevarían sus energías repentinas? Siempre daría a Touie toda la atención y las comodidades que necesitara; nunca le causaría un momento de desdicha.
Aun así…
Greenway y Stentson suelen andar juntos, lo cual a George no le molesta. A la hora del almuerzo no tiene ganas de ir a la taberna y prefiere sentarse debajo de un árbol en St. Philip's Place y comer los bocadillos que le ha preparado su madre. Le gusta que le consulten sobre los trámites para el traspaso de bienes inmuebles, pero a menudo le desorienta la forma en que ellos lanzan andanadas cómplices sobre caballos y casas de apuestas, chicas y salones de baile. Actualmente también les obsesiona Bechuanaland [3], cuyos jefes están de visita oficial en Birmingham.
Además, cuando está con ellos, les gusta interrogar a un tipo y tomarle el pelo.
– ¿De dónde eres, George?
– De Great Wyrley.
– No, ¿de dónde eres de verdad?
George reflexiona.
– De la vicaría -contesta, y los tíos se ríen.
– ¿Tienes una chica, George?
– ¿Cómo dices?
– ¿Hay en la pregunta alguna definición jurídica que no entiendas?
– Bueno, sólo creo que uno no debe meterse en lo que no le llaman.
– Qué engreído, George.
Es un tema que suscita un interés tenaz e hilarante en Greenway y Stentson.
– ¿Es despampanante, George?
– ¿Se parece a Marie Lloyd [4]?
Como George no contesta, ellos juntan las cabezas, ladean el ala del sombrero y le cantan: «El chico a quien amo está sentado en el gallinero».
– Vamos, George, dinos cómo se llama.
– Vamos, George, dinos cómo se llama.
Al cabo de unas semanas, George no aguanta más. Si es lo que quieren, es lo que tendrán.
– Se llama Dora Charlesworth -dice de pronto.
– Dora Charlesworth -repiten ellos-. Dora Charlesworth. ¿Dora Charlesworth?
Hacen que el nombre suene cada vez más inverosímil.
– Es la hermana de Harry Charlesworth. Es amigo mío.
Cree que esto les tapará la boca, pero sólo parece animarlos.
– ¿De qué color tiene el pelo?
– ¿La has besado, George?
– ¿De dónde es?
– No, ¿de dónde es de verdad?
– ¿Le vas a mandar una tarjeta de San Valentín?
Parece que nunca se cansan del tema.
– Oye, George, tenemos una pregunta que hacerte sobre Dora. ¿Es morenita?
– Es inglesa, igual que yo.
– ¿Igual que tú, George? ¿Exactamente igual que tú?
– ¿Cuándo Vas a presentárnosla?
– Seguro que es de Bechuana.
– ¿Mandaremos a investigar a un detective privado? ¿Qué tal aquel tipo que contratan algunos bufetes de divorcios? ¿Que entra en una habitación de hotel y sorprende al marido con la criada? No te gustaría que te pillaran así, ¿eh, George?
Decide que lo que ha hecho, o lo que ha permitido que suceda, no es en realidad mentir; es sólo dejar que crean lo que ellos quieren creer, que es distinto. Por suerte, como viven en el otro extremo de Birmingham, cada vez que el tren parte de New Street, George deja atrás esa historia particular.
La mañana del 13 de febrero, Greenway y Stentson están de un humor voluble, aunque George nunca descubrirá por qué. Acaban de echar al correo una postal de San Valentín dirigida a la señorita Charlesworth, de Great Wyrley, Staffordshire. La iniciativa causa una perplejidad notable en el cartero y otra mayor en Harry Charlesworth, que siempre ha anhelado tener una hermana.
George viaja sentado en el tren, con el periódico desplegado sobre las rodillas. Su maletín descansa en la más alta y ancha de las dos rejillas de cuerda encima de su cabeza; su bombín en la más baja y estrecha, reservada para sombreros, paraguas, bastones y paquetes pequeños. Piensa en el viaje que todo el mundo tiene que hacer en la vida. El de su padre empezó en el lejano Bombay, en el extremo más remoto de uno de los linajes burbujeantes del Imperio. Allí fue educado y se convirtió al cristianismo. Allí escribió una gramática de la lengua gujarati que le financió el traslado a Inglaterra. Estudió en el St. Augustine's College de Canterbury, fue ordenado sacerdote por el obispo Macarness y luego fue coadjutor en Liverpool antes de encontrar la parroquia de Wyrley. Todo el mundo admitiría que ha sido un gran viaje, y George piensa que el suyo propio sin duda no será tan largo. Quizá se asemeje más al de su madre: de Escocia, donde nació, a Shropshire, donde su padre fue vicario de Ketley durante treinta y nueve años, y después al cercano Staffordshire, donde su marido, que Dios se lo conserve, quizá logre servir igual número de años. ¿Birmingham será el destino final de George, o sólo una escala? Todavía no lo sabe.
Está empezando a pensar menos como un pueblerino, con un abono de temporada para el ferrocarril, y más como un ciudadano en ciernes de Birmingham. Como un signo de su nueva condición, resuelve dejarse bigote. Tarda más en crecer de lo que pensaba, lo cual permite a Greenway y Stentson preguntar varias veces si le gustaría que juntasen dinero para comprarle entre los dos una botella de un tónico capilar. Cuando el bigote le cubre por fin toda la anchura del labio superior, empiezan a llamarle Manchú.
Al cansarse de este juego inventan otro.
– Oye, Stentson, ¿sabes a quién me recuerda George?
– Dame una pista.
– Bueno, ¿a qué escuela fue?
– George, ¿a qué escuela fuiste?
– Lo sabes muy bien, Stentson. -Dímelo, de todos modos, George.
George alza la cabeza de la ley de traspaso de tierras de 1897 y sus consecuencias para los legados de bienes raíces.
– A la de Rugeley.
– Piénsalo, Stentson.
– Rugeley. Empiezo a ver algo. Espera un poco…, podría ser William Palmer…
– ¡El envenenador de Rugeley! Exacto.
– ¿A qué escuela fue él, George?
– Lo sabéis muy bien, amigos.
– ¿Daban allí lecciones de envenenamiento a todo el mundo? ¿O sólo a los chicos listos?
Palmer había matado a su mujer y a su hermano después de hacerles un seguro de vida por una suma cuantiosa; más tarde, a un corredor de apuestas con quien tenía una deuda. Es posible que hubiera otras víctimas, pero la policía se conformó con exhumar sólo a los parientes más cercanos. Las pruebas bastaron para garantizar al envenenador una ejecución pública ante una multitud de cincuenta mil personas.
– ¿Tenía un bigote como el de George?
– Igual que el de George.
– No sabes nada de él, Greenway.
– Sé que fue a tu misma escuela. ¿Estaba en el cuadro de alumnos distinguidos? ¿De los que sacaban mejores notas?
George finge que se tapa los oídos con los pulgares.
– En realidad, Stentson, lo curioso del envenenador es que era inteligentísimo. La acusación fue totalmente incapaz de establecer qué clase de veneno había utilizado.
– Inteligentísimo. ¿Crees que el tal Palmer era un caballero oriental?
– Podría haber sido de Bechuanaland. Sólo por el apellido no siempre se sabe, ¿verdad, George?
– ¿Y oíste decir que Rugeley envió después a una delegación a lord Palmerston, en Downing Street? Querían cambiar el nombre de la ciudad por la deshonra que les había reportado el asesino. El primer ministro reflexionó un momento sobre la petición y respondió: «¿Y qué nombre proponen: Palmerstown?».
Hay un silencio.
– No te sigo.
– No, no Palmerston. Pal-mers-town [5].
– ¡Ah! Muy divertido, Greenway.
– Hasta nuestro amigo Manchú se está riendo. Por debajo del bigote.
Por una vez, George se ha hartado.
– Arremángate la camisa, Greenway.
Este esboza una sonrisita.
– ¿Para qué? ¿Me vas a hacer una quemadura?
– Arremángate la camisa.
A continuación George también se remanga y pone el antebrazo junto al de Greenway, que acaba de volver de quince días tomando el sol en Aberystwyth. La piel de los dos es del mismo color. Greenway no se inmuta y aguarda a que George haga un comentario, pero éste piensa que ya ha dicho bastante y empieza a abrocharse de nuevo el gemelo.
– ¿A qué venía esto? -pregunta Stentson.
– Creo que George intenta demostrar que yo también soy un envenenador.
Habían llevado a Connie de viaje por Europa. Era una chica fornida, la única mujer en la travesía de Noruega que resistió al mareo. Tal inmunidad irritó a otras viajeras mareadas. Quizá también les crispase su belleza maciza: Jerome dijo que Connie podría haber posado para Brunilda. Durante aquella gira Arthur descubrió que su hermana, con su ligero paso de baile y su pelo castaño, que le caía por la espalda como la soga de un buque de guerra, atraía a los hombres más inconvenientes: calaveras, tahúres, divorciados untuosos. Arthur se había visto obligado a dar un serio aviso a algunos de ellos.
Al volver a casa pareció que por fin Connie miraba con buenos ojos a un hombre presentable: Ernest William Hornung, de veintiséis años, alto, atildado, asmático, un defensa de criquet decente y lanzador ocasional de bolas con efecto; tenía buenos modales, aunque era propenso a hablar por los codos si le animaban una pizca. Arthur reconoció que le costaría aprobar a alguien que se encariñase de Lottie o Connie, pero en todo caso era su deber como cabeza de familia interrogar a fondo a su hermana.
– Hornung. ¿Qué es, el tal Hornung? Suena mitad mongol, mitad eslavo. ¿No podrías encontrar a alguien cien por cien inglés?
– Nació en Middlesbrough, Arthur. Su padre es abogado. Estudió en Uppingham.
– Tiene algo raro. Lo olfateo.
– Vivió en Australia tres años. Debido a su asma. Quizá lo que hueles sean los gomeros.
Arthur reprimió la risa. Connie era la hermana que más se le enfrentaba; quería más a Lottie, pero a Connie le gustaba desafiarle y sorprenderle. Gracias a Dios que ella no se había casado con Waller. Y lo mismo cabía decir, con mayor motivo, de Lottie.
– ¿Y qué hace en la vida, ese oriundo de Middlesbrough?
– Es escritor. Como tú, Arthur.
– No he oído hablar de él.
– Ha escrito una docena de novelas.
– ¡Una docena! Pero si es sólo un crío.
Un crío diligente, con todo.
– Puedo prestarte una, si quieres juzgarle por eso. Tengo Bajo dos cielos y El jefe de Taroomba. Muchas transcurren en Australia, y me parecen muy logradas.
– ¿De veras, Connie?
– Pero como comprende que es difícil ganarse la vida escribiendo novelas, trabaja también de periodista.
– Bueno, tiene un nombre pegadizo -gruñó Arthur.
Dio permiso a Connie para llevar a su amigo a la casa. De momento, Arthur le concedería el beneficio de la duda no leyendo ninguno de sus libros.
La primavera llegó temprano aquel año y la pista de tenis estuvo señalizada para finales de abril. Desde su estudio Arthur oía el golpe de la raqueta contra la pelota, y el conocido e irritante grito femenino al fallar un golpe fácil. Después salía al exterior y veía a Connie luciendo una falda con vuelo y a Willie Hornung con un sombrero de paja y un pantalón con pinzas de franela blanca. Se fijó en que Hornung no regalaba a Connie ningún punto fácil, pero al mismo tiempo se abstenía de emplear en el juego toda su fuerza. Lo aprobó: así tenía un hombre que jugar al tenis con una chica.
Sentada en un lado, en una tumbona, a Touie la calentaba más el calor de la pareja enamorada que el sol débil de principios de verano. La risueña charla de los jóvenes a ambos lados de la red y su posterior timidez mutua pareció encantarla, y en consecuencia Arthur decidió ceder. En verdad, no le disgustaba el papel de pater familias cascarrabias. Y Hornung se mostraba ocurrente a veces. Quizá demasiado, aunque era un exceso imputable a la juventud. ¿Cuál fue su primera agudeza? Sí, Arthur estaba leyendo las páginas de deportes y comentó una crónica sobre un atleta de quien aseguraban que había corrido cien metros en sólo diez segundos.
– ¿Qué te parece, Hornung?
Y Hornung había respondido, rápido como un rayo:
– Debe de ser una errata de imsprinta.
Aquel agosto invitaron a Arthur a dar una conferencia en Suiza; Touie estaba todavía un poco débil tras el parto de Kingsley, pero le acompañó, por supuesto. Visitaron las cataratas de Reichenbach, espléndidas pero aterradoras, y una tumba digna de Holmes. El personaje se estaba convirtiendo a toda velocidad en un fardo colgado del cuello. Ahora, con la ayuda de un maleante tremebundo se lo sacudiría de encima.
A fines de septiembre, Arthur recorrió con Connie el pasillo de la iglesia, y ella le tiraba del brazo para que él frenase un paso demasiado militar. Al entregarla simbólicamente en el altar, supo que debía estar orgulloso y feliz por su hermana. Pero en medio de las flores de azahar, las palmadas en la espalda y los chistes sobre cosas que impresionan a doncellas, sintió que se venía abajo el sueño de una familia cada vez más numerosa a su alrededor.
Diez días después supo que su padre había muerto en el manicomio de Dumfries. Dijeron que la epilepsia fue la causa de la muerte. Arthur no le había visitado en años y no asistió al funeral; nadie de la familia lo hizo. Charles Doyle había dejado en la estacada a su mujer y condenado a sus hijos a una digna pobreza. Había sido débil y poco viril, incapaz de vencer en su lucha contra el alcohol. ¿Lucha? Apenas había levantado los guantes contra el demonio. En ocasiones se le buscaban excusas, pero Arthur no juzgaba convincente la del temperamento artístico. No era más que autoindulgencia y exculpación. La condición de artista era perfectamente compatible con ser fuerte y responsable.
Touie contrajo una tos otoñal persistente y se quejaba de dolores en el costado. Arthur juzgó intrascendentes los síntomas, pero al final llamó a Dalton, el médico local. Le extrañó pasar de médico a sólo el marido de la paciente; y que le hicieran aguardar en el piso de abajo mientras arriba se decidía su destino. La puerta del dormitorio estuvo cerrada durante un largo rato, y Dalton salió con una cara tan consternada como conocida: Arthur la había puesto demasiadas veces.
– Sus pulmones están gravemente afectados. Tiene todos los indicios de una tuberculosis rápida. En vista de su estado y del historial familiar… -El doctor Dalton no necesitó continuar, excepto para decir-: Querrá un segundo dictamen.
No sólo un segundo, sino el mejor. Douglas Powell, especialista en tisis y enfermedades del pecho en el hospital Brompton, viajó a South Norwood el sábado siguiente. Powell, un hombre pálido y ascético, bien afeitado y correcto, confirmó, a su pesar, el diagnóstico.
– Tengo entendido que es usted médico, ¿verdad, señor Doyle?
– Me reprocho mi negligencia.
– ¿El sistema pulmonar no era su especialidad?
– Los ojos.
– Entonces no tiene nada que reprocharse.
– No, más todavía. Tenía ojos pero no vi. No detecté el maldito microbio. No presté a mi esposa suficiente atención. Estaba demasiado atareado con mi… éxito.
– Pero usted era oftalmólogo.
– Hace tres años fui a Berlín a informar sobre los presuntos descubrimientos de Koch sobre esta misma enfermedad. Escribí un artículo al respecto para Stead, en la Review of Reviews.
– Ya.
– Y, sin embargo, no reconocí un caso de tisis galopante en mi propia esposa. Peor aún, la dejé participar en actividades que la empeoraron. Andábamos en triciclo con cualquier clima, viajábamos a países fríos, practicaba conmigo deportes al aire libre…
– Por otra parte -dijo Powell, y sus palabras levantaron fugazmente el ánimo de Arthur-, en mi opinión hay signos prometedores de un aumento fibrilar alrededor de la sede de la dolencia. Y el otro pulmón se ha ensanchado un poco para compensar. Pero es lo mejor que puedo decir.
– ¡No lo acepto!
Arthur susurró estas palabras porque no podía aullarlas a voz en cuello.
Powell no se ofendió. Estaba acostumbrado a pronunciar las más delicadas y corteses condenas de muerte, y habituado a la reacción de los afectados.
– Por supuesto. Si quisiera el nombre de…
– No. Acepto lo que me ha dicho. Pero no lo que no me ha dicho. Usted daría a mi esposa meses.
– Sabe tan bien como yo, señor Doyle, lo imposible que es predecir…
– Sé tan bien como usted, doctor Powell, las palabras que empleamos para dar esperanzas a los pacientes y a sus familiares. También conozco las que oímos en nuestro fuero interno cuando procuramos levantar el ánimo. Unos tres meses.
– Sí, a mi juicio.
– Le repito, doctor, que no lo acepto. Cuando veo al diablo, lo combato. No se la llevará, no importa adonde tengamos que ir ni lo que tenga que gastar.
– Le deseo toda la suerte del mundo -contestó Powell-. Y estoy a su disposición. Hay, sin embargo, dos cosas que debo decirle. Quizá sea innecesario, pero el deber me obliga. Confío en que no se ofenda.
Arthur enderezó la espalda, como un soldado listo para cumplir órdenes.
– Tengo entendido que tiene hijos.
– Dos, un chico y una chica. De un año y de cuatro.
– No hay posibilidad, debe entenderlo…
– Entiendo.
– No estoy hablando de la capacidad de su esposa de concebir…
– Señor Powell, no soy un idiota. Y tampoco soy un animal.
– Tiene usted que entender que estas cosas hay que dejarlas claras como el cristal. La segunda cuestión es quizá menos obvia. Es el efecto, el efecto probable, sobre la paciente. Sobre la señora Doyle.
– ¿Sí?
– Según nuestra experiencia, la tisis es distinta de otras enfermedades consuntivas. En conjunto, el enfermo sufre muy poco dolor. A menudo la dolencia sigue su curso con menos molestias que un dolor de muelas o una indigestión. Pero lo que la distingue es el efecto que causa sobre los procesos mentales. El paciente es con frecuencia muy optimista.
– ¿Quiere decir que está aturdido? ¿Que delira?
– No, quiero decir optimista. Tranquilo y alegre, diría.
– ¿Gracias a los fármacos que prescribe?
– En absoluto. Está en la naturaleza de la enfermedad. Es independiente de la conciencia que tenga el enfermo de la gravedad de su caso.
– Bueno, es un gran alivio para mí.
– Sí, puede serlo al principio, señor Doyle.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que cuando un paciente no sufre y no se queja y afronta con un semblante alegre su grave enfermedad, el sufrimiento y las quejas tienen que recaer en otra persona.
– Usted no me conoce, señor.
– Es cierto. Pero aun así le deseo el valor necesario.
En lo bueno y en lo malo; en la riqueza y en la pobreza. Había olvidado: en la salud y en la enfermedad.
El manicomio le envió el cuaderno de bocetos de su padre. Los últimos años de Charles Doyle habían sido desdichados, pues nadie le visitaba en su triste y postrer domicilio; pero no murió loco. Algo estaba claro: había seguido dibujando y pintando acuarelas; también llevaba un diario. A Arthur le sorprendió que su padre hubiera sido un artista notable, subestimado por sus iguales y digno, en efecto, de una exposición póstuma en Edimburgo y quizá incluso en Londres. Arthur no pudo por menos de advertir el contraste entre sus respectivos destinos: mientras el hijo disfrutaba del abrazo de la fama y la sociedad, el padre abandonado sólo conocía el abrazo en ocasiones de la camisa de fuerza. Arthur no se sentía culpable; sólo sentía una incipiente compasión filial. Y había una frase en el diario del padre que apenaría el corazón de cualquier hijo: «Creo que me tachan de loco -había escrito- únicamente debido a la idea falsa que los escoceses tienen de las bromas».
En diciembre de aquel año, Holmes encontró la muerte en brazos de Moriarty; la mano impaciente del autor empujó a los dos al abismo. Los periódicos de Londres no habían publicado necrológicas de Charles Doyle, pero abundaron en protestas y consternación por la muerte de un inexistente detective asesor cuya popularidad había empezado a incomodar y hasta asquear a su creador. Arthur pensó que el mundo estaba enloqueciendo: su padre estaba recién sepultado y su mujer desahuciada, pero los jóvenes de la City, al parecer, ataban cintas negras a sus sombreros en señal de luto por Sherlock Holmes.
Otro suceso tuvo lugar durante el final de aquel año funesto. Un mes después de la muerte de su padre, Arthur solicitó el ingreso en la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas.
En los exámenes finales de licenciatura, George obtiene honores de segunda clase y el Colegio de Abogados de Birmingham le concede una medalla de bronce. Abre un bufete en el 54 de Newhall Street con la promesa inicial de que Sangster, Vickery y Speight le cederá los clientes a los que no pueda atender. Tiene veintitrés años y su mundo está cambiando.
A pesar de ser hijo de un vicario, a pesar de una vida de atención filial al púlpito de San Marcos, George ha pensado a menudo que no comprende la Biblia. No toda la Biblia ni todo el tiempo; de hecho, no una comprensión y un tiempo suficientes. Ha sido incapaz de dar ese salto, que siempre es necesario, desde los hechos a la fe, desde el conocimiento a la comprensión. En consecuencia, se siente un farsante. Los principios de la Iglesia anglicana se han ido haciendo preceptos cada vez más lejanos. No los percibe como verdades próximas ni ve sus efectos día tras día, un momento tras otro. Naturalmente, no se lo dice a sus padres.
En la escuela le expusieron más historias y explicaciones de la vida. La ciencia dice esto, la historia esto otro; la literatura dice… George se habituó a responder a preguntas sobre estas cuestiones, aun cuando careciesen de una vivacidad real en su mente. Pero ha descubierto el Derecho y el mundo por fin comienza a tener sentido. Conexiones invisibles hasta entonces -entre personas, entre cosas, entre ideas y principios- se revelan poco a poco.
Por ejemplo, mira un seto por la ventanilla del tren que circula entre Bloxwich y Birchills. No ve lo que verían los demás pasajeros -arbustos entretejidos bajo el soplo del viento, hogar donde anidan pájaros-, sino una frontera formal entre fincas de hacendados, un límite establecido por contrato o largo uso, algo activo, algo capaz de promover concordia o disputa. En la vicaría, mira a la criada que restriega la mesa de la cocina y no ve a una chica tosca y torpe que es probable que le coloque los libros donde no debe, sino que ve un contrato de empleo y un deber de asistencia, un vínculo complejo y delicado, refrendado por siglos de jurisprudencia desconocida por las partes interesadas.
Se siente a gusto y feliz con las leyes. Hay muchas exégesis textuales, explicaciones respecto a que las palabras pueden significar y significan cosas diferentes, y hay casi tantos libros de comentarios sobre Derecho como sobre la Biblia. Pero al final no hay que dar ese último salto. Al final existe un acuerdo, una decisión que debe acatarse, un entendimiento de lo que significa algo. Es un viaje desde la confusión a la claridad. Un marinero borracho escribe sus últimas voluntades y su testamento en un huevo de avestruz; el marinero se ahoga, el huevo sobrevive y por consiguiente la ley aporta coherencia y justicia a las palabras devueltas por las olas.
Otros jóvenes dividen su vida entre el trabajo y el placer; en realidad, cumplen el primero soñando con el segundo. George descubre que el Derecho le proporciona los dos. No siente necesidad ni deseo de practicar deportes, dar un paseo en barca, asistir al teatro; no le interesan el alcohol ni la gula, ni tampoco las carreras de caballos; tiene pocas ganas de viajar. Posee la abogacía y además, como placer, la legislación ferroviaria. Es increíble que las decenas de miles de viajeros que se desplazan en tren a diario no dispongan de una útil guía de bolsillo que les ayude a determinar sus derechos frente a la compañía ferroviaria. Ha escrito a los editores Effingham Wilson, que publican la colección de Libros Jurídicos Prácticos, y previa lectura de un capítulo de muestra han aceptado su propuesta.
A George le han educado para creer en el trabajo duro, la honradez, el ahorro, la caridad y el amor a la familia; también, para creer que la virtud es su propia recompensa. Además, como primogénito, se espera de él que sirva de ejemplo a Horace y Maud. George ve cada vez más claro que, aunque sus padres aman a los tres hijos por igual, sobre él recae el grueso de sus expectativas. Es probable que Maud sea siempre motivo de inquietud. Horace, que en todos los sentidos es un chico estupendo, no está hecho para los estudios. Se ha marchado de casa y, con la ayuda de un primo de su madre, ha conseguido una plaza de funcionario en el peldaño más bajo del escalafón.
Con todo, hay momentos en que George descubre que envidia a su hermano, que ahora vive en una residencia de estudiantes de Manchester y de vez en cuando envía una postal alegre desde un balneario costero. Hay momentos en que desea que Dora Charlesworth existiera de verdad. Pero no conoce chicas. Ninguna visita la casa; Maud no tiene amigas con las que podría entablar relación. A Greenway y Stentson les gusta vanagloriarse de sus experiencias en la materia, pero George duda muchas veces de lo que cuentan y se alegra de haberlos perdido de vista. Cuando come sus bocadillos, sentado en el banco de St. Philip's Place, admira a las muchachas que pasan; a veces recuerda una cara y la ansia de noche, mientras su padre gruñe y resopla a unos pasos de distancia. George conoce bien los pecados de la carne, tal como los enumera el capítulo 5 de la Epístola a los Gálatas: comienzan con el adulterio, la fornicación, la impureza y la lascivia. Pero no cree que sus callados anhelos entren dentro de las dos últimas rúbricas.
Un día se casará. Adquirirá no sólo un reloj con leontina sino también un socio y quizá un pasante, y después una esposa, hijos y una casa en cuya compra utilizará toda su ciencia sobre propiedad inmobiliaria. Ya se ve hablando, durante el almuerzo, de la ley de venta de bienes de 1893 con los socios principales de otros bufetes de Birmingham. Escuchan con respeto el resumen que hace sobre el modo en que se está interpretando esta ley y exclaman «¡El buenazo de George!» cuando extiende la mano hacia la cuenta. No sabe con exactitud cómo se llega de un punto a otro: si adquieres una esposa y después una casa o una casa y después una esposa. Pero se imagina que estas cosas ocurren, en virtud de un proceso que aún no le ha sido revelado. Ambas adquisiciones, por supuesto, exigen su partida de Wyrley. No interroga a su padre al respecto. Tampoco le pregunta por qué sigue cerrando con llave la puerta del dormitorio por la noche.
Cuando Horace se marchó de casa, George confió en trasladarse a la habitación vacía. La mesita instalada para él en el estudio de su padre cuando estudiaba en el Mason College ya no le servía. Pensaba en el cuarto de Horace con su cama y su escritorio; se imaginaba la intimidad. Pero cuando se lo pidió a su madre, ella le explicó con dulzura que consideraban a Maud lo bastante fuerte para dormir sola y que él no querría privarla de esta oportunidad, ¿verdad? Comprendió que era demasiado tarde para poner en evidencia los ronquidos del padre, que habían empeorado y a veces le desvelaban. Así que sigue trabajando y durmiendo a unos palmos del vicario. Sin embargo, le otorgan una mesita contigua a su escritorio donde puede colocar los libros adicionales.
Conserva la costumbre, que se ha convertido en una necesidad, de recorrer los caminos durante una hora o más al volver del despacho. Es un detalle de su vida en el que es soberano. Guarda un par de botas viejas en la puerta de atrás y, llueva o brille el sol, granice o nieve, George da su paseo. No presta la menor atención al paisaje, que no le interesa, ni a los animales voluminosos y retumbantes que alberga. En cuanto a los seres humanos, alguna que otra vez cree reconocer a alguien de la escuela del pueblo en la época del señor Bostock, el maestro, pero nunca está seguro del todo. Sin duda los hijos de granjeros son ahora peones de granja y los de mineros bajan ya a la mina. Hay días en que hace una especie de saludo a medias, un desplazamiento de la cabeza hacia un lado, a toda la gente con la que topa; otros días no saluda a nadie, aunque se acuerde de haberla reconocido el día anterior.
Una noche, retrasa su paseo un paquetito que ve encima de la mesa de la cocina. Por su tamaño y su peso y el matasellos de Londres, sabe de inmediato lo que contiene. Quiere posponer el momento todo lo posible. Desata el nudo de la cuerda y la enrolla con cuidado alrededor de los dedos. Retira el papel marrón encerado y lo alisa para volver a utilizarlo. Maud está ya aguadísima y hasta la madre da muestras de ligera impaciencia. Abre el libro por la página del título:
LEGISLACIÓN
FERROVIARIA
PARA
«EL VIAJERO DE TREN»
CONCEBIDA SOBRE TODO COMO UNA GUÍA
PARA EL PÚBLICO VIAJERO EN TODAS LAS DUDAS
QUE SUELEN SURGIR SOBRE LOS FERROCARRILES
DE
GEORGE E. T. EDALJI
ABOGADO
Licenciado con honores de segunda clase en los exámenes finales de noviembre
de 1898;
medalla de bronce del Colegio de Abogados de Birmingham, 1898
LONDRES
EFFINGHAM WILSON
ROYAL EXHANGE
1901
(Inscrito en la Casa de Editores)
Abre la página del índice: Reglamentos y su validez. Abonos de temporada. Impuntualidad de los trenes, etc. Equipajes. Transporte de bicicletas. Accidentes. Algunos puntos misceláneos. Muestra a Maud los casos que ponderaron en el aula con Horace. Aquí está el del gordo monsieur Payelle, y aquí el de los belgas y sus perros.
Se percata de que es el día más glorioso de su vida; y en la cena es evidente que sus padres acceden a que un determinado grado de orgullo sea justificable y cristiano. George ha estudiado y aprobado los exámenes. Ha abierto bufete propio y ahora ha demostrado que es una autoridad sobre un aspecto de la legislación que constituye una ayuda práctica para mucha gente. Ya se ha puesto en marcha: el viaje de la vida empieza de veras.
Va a Horniman y Compañía para que le impriman unos folletos. Discute en pie de igualdad, como un profesional con otro, la composición, el tipo de letra y la tirada con el propio Horniman. Una semana más tarde es el propietario de cuatrocientos anuncios de su libro. Deja trescientos en su despacho, porque no quiere parecer jactancioso, y se lleva cien a casa. El impreso de pedidos invita a los compradores interesados a enviar un giro postal de dos chelines y tres peniques -los tres peniques para gastos de correo- al 54 de Newhall Street de Birmingham. Da puñados de folletos a sus padres, con instrucciones de que los distribuyan entre personas con aspecto de «viajeros de tren». A la mañana siguiente entrega tres al jefe de estación de Great Wyrley y reparte los demás entre pasajeros respetables.
Guardan los muebles en un almacén y dejan a los niños con la señora Hawkins. De la niebla y la humedad de Londres al frío seco y limpio de Davos, donde Touie fue instalada bajo una pila de mantas en el Kurhaus Hotel. Como el doctor Powell había previsto, la enfermedad deparó un extraño optimismo que, combinado con el carácter plácido de Touie, no sólo la volvió estoica sino activamente alegre. Estaba muy claro que en el lapso de unas pocas semanas había pasado de esposa y compañera a ser una inválida y una persona dependiente, pero su estado no la inquietaba ni mucho menos la enfurecía, como le habría ocurrido a Arthur. El se enfurecía por los dos, en silencio, para sus adentros. También ocultó sus sentimientos más aciagos. Cada tos sin queja producía un dolor no en ella, sino en él; si ella expulsaba un poco de sangre, él derramaba gotas de culpa.
Fuera o no culpa suya, fuera la que fuese su negligencia, ya no tenía remedio y sólo quedaba una línea de acción: un virulento ataque contra el maldito microbio que se proponía consumir los órganos vitales de la enferma. Y cuando no era necesaria su presencia, Arthur se entregaba a la única distracción: el ejercicio violento. Se había llevado a Davos sus esquís noruegos y dos hermanos apellidados Branger le enseñaron el modo de usarlos. Cuando la habilidad del alumno empezó a igualar su determinación brutal, le llevaron a la ascensión del Jacobshorn; en la cumbre, Arthur se volvió y vio a sus pies, a lo lejos, que arriaban las banderas de la ciudad aclamándole. Más tarde, aquel invierno, los Branger le llevaron al paso de Furka, situado a 2.700 metros. Partieron a las cuatro de la mañana y llegaron a Arosa hacia el mediodía, con lo que Arthur fue el primer inglés que cruzó con esquís un paso alpino. En el hotel de Arosa, Tobías Branger escribió el nombre de los tres. Junto al de Arthur, en la casilla para profesión, escribió: Sportesman [6].
Gracias al aire alpino, los mejores médicos y el dinero, a la ayuda de Lottie como enfermera y a la tenacidad de Arthur en su empeño de derrotar al demonio, el estado de Touie se estabilizó y luego empezó a mejorar. A finales de la primavera juzgaron que estaba en condiciones de volver a Inglaterra y Arthur pudo emprender una gira de promoción literaria por Estados Unidos. El invierno siguiente volvieron a Davos. Touie había rebasado la sentencia inicial de tres meses; todos los médicos coincidían en que la salud de la paciente era un poco más estable. El invierno siguiente lo pasaron en el desierto, en el hotel Mena House, a las afueras de El Cairo, un edificio blanco y bajo a cuya espalda se erguían las pirámides. El aire destemplado irritaba a Arthur; se relajaba jugando al billar, al tenis y al golf. Preveía una vida de exilio invernal todos los años, cada vez un poco más largo que el anterior, hasta que… No, no debía permitirse pensar más allá de la primavera, más allá del verano. Al menos conseguía escribir durante la ajetreada existencia en hoteles, vapores y trenes. Y cuando no podía escribir se iba al desierto y golpeaba con toda su alma una pelota de golf. El campo de golf era, en realidad, un vasto hoyo de arena; cayera donde cayese, la pelota entraba. En esto, al parecer, se había convertido la vida de Arthur.
De nuevo en Inglaterra, se topó con Grant Alien: novelista como Arthur y tísico como Touie. Alien le aseguró que la enfermedad podía combatirse sin recurrir al exilio, y se ofreció como prueba viviente. El remedio estaba en su dirección postal: Hindhead, en Surrey. Era un pueblo a la orilla de la carretera de Portsmouth, casi a mitad de camino, por casualidad, entre Southsea y Londres. Más concretamente, el pueblo disfrutaba de un clima particular. Situado en una altura, a resguardo de los vientos, era un paraje seco, lleno de abetos y con un suelo arenoso. Lo llamaban la pequeña Suiza de Surrey.
Convenció a Arthur de inmediato. Le revivía la acción, tener un plan urgente que llevar a cabo; aborrecía aguardar y temía la pasividad del exilio. Hindhead era la solución. Había que buscar una parcela y proyectar una casa. Encontró una hectárea y media, boscosa y aislada, cuyo terreno en pendiente desembocaba en un pequeño valle. Gibbet Hill y el Devil's Punchbowl estaban muy cerca, y el campo de golf de Hankley a ocho kilómetros. Le asaltó un tropel de ideas. Debía tener una sala de billar, una pista de tenis y establos; un alojamiento para Lottie y quizá para su suegra, la señora Hawkins, y por supuesto para Woodie, que había firmado un contrato por tiempo indefinido. La casa debía ser imponente pero al mismo tiempo acogedora: la vivienda de un escritor famoso, pero asimismo la de una familia y la de una inválida. Tenía que estar inundada de luz, y la habitación de Touie tendría la mejor vista. En cada puerta debería haber un pomo de push-pull, pues Arthur había intentado calcular una vez el tiempo que perdía la especie humana con el sistema convencional. Sería totalmente factible que la casa tuviera su propio generador eléctrico, y ya que él había alcanzado una determinada eminencia, tampoco estaría de más exhibir las armas de la familia en una vidriera.
Arthur bosquejó un plano de planta y encargó la obra a un arquitecto. No a cualquier arquitecto, sino a Stanley Ball, su viejo amigo telepático de Southsea. Aquellos experimentos tempranos le parecieron ahora un adiestramiento oportuno. Llevaría otra vez a Touie a Davos y se comunicaría con Ball por carta y, si era necesario, por telegrama. Pero ¿quién sabía qué formas arquitectónicas no entablarían una comunicación fluida entre ambos cerebros cuando centenares de kilómetros separaban sus cuerpos?
La vidriera alcanzaría la altura de un recibidor de dos plantas. Arriba del todo, la rosa de Inglaterra y el cardo de Escocia flanquearían las iniciales entrelazadas ACD. Debajo habría tres filas de escudos heráldicos. Primera fila: Purcell de Foulkes Rath, Pack de Kilkenny, Mahon de Cheverney. Segunda fila: Percy de Northumberland, Butler de Ormonde, Colclough de Tintern. Y a la altura del ojo: Conan de Bretaña (sobre banda de plata y gules un león rampante traspuesto), Hawkins de Devonshire (por Touie) y a continuación las armas de Doyle: tres cabezas de ciervo y la mano roja de Ulster. La auténtica divisa de Doyle era Fortitudine vincit, pero aquí, debajo del escudo, puso una variante: Patientia vincit. Es lo que la casa proclamaría al mundo entero y al maldito microbio: con paciencia venzo.
Stanley Ball y los constructores no vieron más que impaciencia. Tras haber instalado su cuartel general en un hotel cercano, Arthur iba continuamente a incordiarles. Pero al final la casa cobró una forma reconocible: una estructura larga, parecida a un granero, de ladrillo rojo, tejado de tejas y sólidos gabletes, que se extendía a lo largo del cuello del valle. Arthur se subió a la terraza recién edificada y pasó revista al césped recién sembrado y sobre el que acababa de pasar el rodillo. Más allá, el terreno descendía formando una V cada vez más estrecha hasta el lindero del bosque. El panorama poseía algo de agreste y mágico: desde el primer momento, a Arthur le pareció que evocaba algún cuento popular alemán. Pensaba plantar rododendros.
El día en que colocaron la vidriera del recibidor, llevó a Touie para que presenciara el acto de descubrirla. Ella recorrió con la mirada los colores y los nombres y después la posó en la divisa de la casa.
– A madre la complacerá -dijo él. Sólo la pequeña pausa antes de que ella sonriera le hizo comprender que había algo que quizá no encajaba-. Tienes razón -dijo él, de inmediato, aunque ella aún no había pronunciado una palabra. ¿Cómo podía haber sido tan botarate? ¿Rendir homenaje a tu propia estirpe ilustre y olvidar nada menos que a la familia de tu madre? Por un momento pensó en ordenar a los operarios que descolgasen toda la vidriera. Más tarde, tras una reflexión contrita, encargó una segunda vidriera más modesta para la curva de la escalera. Su lienzo central ostentaría las armas y el nombre pasados por alto: Foley de Worcestershire.
Decidió llamar a la casa «Undershaw», por la arboleda al pie de la cual se extendía [7]. El nombre infundiría a la construcción moderna una hermosa resonancia anglosajona. Allí la vida podría continuar, aunque cautelosa y dentro de unos límites.
La vida. Con qué facilidad todos, incluido él mismo, decía estas palabras. Todo el mundo aceptaba automáticamente que la vida debía proseguir. Y, sin embargo, cuan pocos se preguntaban qué era y por qué existía, y si era la única vida o el mero anfiteatro de algo muy distinto. A Arthur le maravillaba con frecuencia lo ufana que la gente seguía viviendo…, la despreocupación con que vivía su vida, como si tanto la palabra como la cosa tuvieran un perfecto sentido.
Su antiguo amigo el general Drayson había abrazado los presupuestos espiritistas después de que su hermano difunto le hubiera hablado en una sesión. A partir de entonces, el astrónomo sostuvo que la continuidad de la vida después de la muerte no era sólo una suposición sino un hecho demostrable. Arthur había puesto educadas objeciones en aquella época; no obstante, su lista de libros pendientes de leer aquel año incluía setenta y cuatro sobre el tema del espiritismo. Se los había despachado todos, anotando frases y máximas que le impresionaron. Por ejemplo, la siguiente de Hellenbach: «Hay un escepticismo que supera en estupidez a la estulticia de un patán».
Hasta que se declaró la enfermedad de Touie, había poseído todo lo que el mundo consideraba necesario para que un hombre estuviera satisfecho. Pero no lograba sacudirse la sensación de que todo lo que había conseguido no era más que un comienzo fútil y engañoso; que estaba hecho para otra cosa. Pero ¿qué podría ser? Reanudó el estudio de las religiones del mundo, pero le era tan imposible penetrar en ellas como le hubiera sido entrar en la ropa de un niño. Se afilió a la Asociación Racionalista y juzgó su obra necesaria, pero esencialmente destructiva y, por ende, estéril. La demolición de creencias anticuadas había sido fundamental para el progreso humano, pero ahora que habían sido arrasados aquellos viejos edificios, ¿dónde iba el hombre a encontrar refugio en aquel paisaje devastado? ¿Cómo podía un charlatán decidir que había llegado a su fin lo que la especie, a lo largo de milenios, había convenido en llamar alma? Los seres humanos seguirían desarrollándose y por consiguiente debía desarrollarse también lo que llevaran dentro. Hasta un patán escéptico entendería esto.
A las afueras de El Cairo, donde Touie respiraba profundamente el aire del desierto, Arthur había leído historias de la civilización egipcia y visitado las tumbas de los faraones. Llegó a la conclusión de que si bien los antiguos egipcios sin duda habían elevado las artes y las ciencias a un nivel más alto, su facultad de razonamiento era en muchos sentidos despreciable. En especial en su actitud ante la muerte. La idea de que hubiera que conservar a toda costa el cuerpo muerto, un sobretodo viejo y ajado, que en un tiempo envolvió fugazmente el alma, era no sólo irrisoria, sino la última palabra en materialismo. En cuanto a aquellas cestas de provisiones colocadas en la tumba para alimentar al alma durante su viaje, ¿cómo un pueblo tan refinado podía tener la mente tan mutilada? La fe respaldada por el materialismo: una maldición doble. Y era la misma que asoló a todas las naciones y civilizaciones posteriores que cayeron bajo el gobierno de un sacerdocio.
Pero los argumentos del general Drayson en Southsea no le habían parecido suficientes. Ahora, sin embargo, daban fe de los fenómenos paranormales científicos tan prominentes y de probidad tan manifiesta como William Crookes, Oliver Lodge y Alfred Russel Wallace. Estos nombres significaban que los sabios que mejor comprendían el mundo natural -los grandes físicos y biólogos- también se habían convertido en nuestros guías del mundo sobrenatural.
Wallace, por ejemplo: el codescubridor de la moderna teoría de la evolución, el hombre que estaba al lado de Darwin cuando anunciaron conjuntamente la idea de la selección natural ante la Linnaean Society. Los temerosos y los poco imaginativos habían llegado a la conclusión de que Wallace y Darwin nos habían abandonado a un universo impío y mecanicista, nos habían dejado solos en una llanura crepuscular. Pero consideremos lo que creía Wallace. Este hombre, el más grande de los modernos, mantenía que la selección natural sólo explicaba el desarrollo del cuerpo humano y que el proceso evolutivo tenía que haber sido complementado en algún momento por una intervención sobrenatural en que la llama del espíritu fue insertada en el rudimentario animal en desarrollo. ¿Quién se atrevía a afirmar ahora que la ciencia era enemiga del alma?
Era una noche fría y despejada de febrero, con media luna y el cielo cuajado de estrellas. A lo lejos, el copete de la mina Wyrley se recortaba débilmente contra el cielo. Cerca estaba la propiedad de Joseph Holmes: casa, granero, dependencias anexas, sin que se viese una luz en ninguna de estas construcciones. Los seres humanos estaban durmiendo y los pájaros aún no habían despertado.
Pero el caballo estaba despierto cuando el hombre atravesó un boquete en el seto, en el extremo alejado del campo. Llevaba un morral en el brazo. En cuanto se percató de que el caballo había advertido su presencia, se detuvo y empezó a hablar en voz muy baja. Las palabras eran un galimatías; lo importante era el tono, relajador e íntimo. Al cabo de unos minutos, el hombre comenzó a avanzar despacio. Cuando había dado unos pocos pasos, el caballo sacudió la cabeza y las crines formaron una breve mancha. Al ver esto, el hombre volvió a pararse.
Continuó, sin embargo, farfullando disparates y mirando directamente hacia el caballo. Bajo sus pies, el suelo era sólido tras varias noches de escarcha y las botas no dejaban huellas en la tierra. Avanzó despacio, pocos metros a la vez, y se detenía a la menor señal de agitación en el caballo. En todo momento hizo su presencia evidente, caminando lo más erguido posible. El morral sobre el brazo era un detalle carente de importancia. Lo importante era la serena persistencia de la voz, la certidumbre del acercamiento, la mirada directa, la suavidad del dominio.
Tardó veinte minutos en cruzar el campo de este modo. Se encontraba ya a unos pocos metros de distancia, enfrente del caballo. No hizo todavía ningún movimiento súbito, siguió como antes, murmurando, mirando, erguido, aguardando. Al final ocurrió lo que había estado esperando: el caballo, al principio a regañadientes, pero después inequívocamente, bajó la cabeza.
Ni siquiera entonces el hombre se acercó de repente. Dejó transcurrir uno o dos minutos y luego recorrió los últimos metros y colgó el morral suavemente del cuello del animal. El caballo mantuvo la cabeza gacha mientras el hombre empezaba a acariciarla, murmurando sin cesar. Le acarició las crines, el lomo, la grupa; a veces sólo descansaba la mano sobre la piel caliente, asegurándose de que no se interrumpiera en ningún momento el contacto entre ambos.
Sin dejar de acariciar y murmurar, el hombre deslizó el morral fuera del cuello del caballo y se lo colgó del hombro. Sin dejar de acariciar y murmurar, rebuscó en el interior de la chaqueta. Sin dejar de acariciar y murmurar, con un brazo sobre la grupa del caballo, le pasó la mano por debajo de la panza.
El caballo apenas se sobresaltó; el hombre por fin detuvo su galimatías y en el nuevo silencio se encaminó a paso lento hacia el boquete en el seto.
Todas las mañanas, George toma el primer tren del día a Birmingham. Conoce los horarios de memoria, y los ama. Wyrley y Churchbridge 7.39. Bloxwich 7.48. Birchills 7.53. Birmingham New Street 8.35. Ya no siente la necesidad de esconderse detrás de un periódico; de hecho, de vez en cuando sospecha que algunos de los pasajeros saben que es el autor de Legislación ferroviaria para «el viajero de tren» (237 ejemplares vendidos). Saluda a los revisores y a los jefes de estación y ellos le devuelven el saludo. Tiene un bigote respetable, un maletín, una leontina modesta, y ha complementado su bombín con un sombrero de paja para el verano. También tiene un paraguas. Está bastante orgulloso de esta última pertenencia y muchas veces la lleva, desafiando al barómetro.
En el tren lee el periódico y trata de desarrollar criterios sobre lo que acontece en el mundo. El mes anterior, Chamberlain pronunció en el nuevo ayuntamiento de Birmingham un importante discurso sobre las colonias y los aranceles preferenciales. La postura de George -aunque nadie le haya pedido todavía su opinión al respecto- es de respaldo cauto. El mes siguiente van a entregar las llaves de la ciudad a Roberts de Kandahar, un honor que a ningún hombre razonable se le ocurriría cuestionar.
El periódico le informa de otras noticias más locales, más triviales: han mutilado a otro animal en la zona de Wyrley. George se pregunta brevemente qué sección del código penal sanciona esta clase de actividad: ¿sería la destrucción de propiedades, contemplada por la ley del robo, o quizá alguna ley pertinente que abarque a una u otra especie particular del animal afectado? Se alegra de trabajar en Birmingham, y es sólo cuestión de tiempo que también resida en la ciudad. Sabe que tiene que tomar la decisión; debe hacer frente al ceño del padre, las lágrimas de la madre y la callada, aunque más insidiosa, consternación de Maud. Cada mañana, cuando los campos punteados de ganado dan paso a suburbios bien ordenados, George siente una perceptible elevación del ánimo. Su padre le dijo hace años que los hijos de granjeros y los mozos de labranza eran los humildes a los que Dios amaba y que heredarían la tierra. Bueno, él piensa que sólo algunos de ellos y no según las normas de autenticación con las que está familiarizado.
A menudo hay colegiales en el tren, al menos hasta Walsall, donde se bajan para ir a la escuela secundaria. Su presencia y sus uniformes recuerdan algunas veces a George la época horrible en que le acusaron de robar la llave de la escuela. Pero aquello fue hace años, y casi todos los chicos son muy respetuosos. Hay días en que un grupo viaja en su vagón, y a fuerza de entreoírlos se aprende los nombres: Page, Harrison, Greatorex, Stanley, Ferriday, Quibell. Hasta saluda con un gesto a algunos, al cabo de tres o cuatro años.
Casi todos los días en el 54 de Newhall Street los dedica a los trámites de traspasos de bienes inmuebles, tarea que un experto jurídico superior ha descrito como «desprovista de imaginación y del libre curso del pensamiento». Este menosprecio no molesta a George lo más mínimo; para él es un trabajo preciso, responsable y necesario. También ha redactado unos cuantos testamentos y en los últimos tiempos ha obtenido clientes gracias a su Legislación ferroviaria. Casos relacionados con extravío de equipajes o trenes con un retraso desmedido, y uno en que una señora resbaló y se torció una muñeca en la estación de Snow Hill, después de que un empleado negligente del ferrocarril vertiese aceite cerca de una locomotora. También ha llevado varios casos de atropellos. Por lo visto, las posibilidades de que un ciudadano de Birmingham sea arrollado por una bicicleta, un caballo, un automóvil, un tranvía o incluso un tren son notablemente mayores de lo que habría creído. Quizá George Edalji, licenciado en Derecho, cobrará renombre como el profesional al que acudir cuando un imprudente medio de transporte sorprende al cuerpo humano.
El tren que lleva a George a casa sale de New Street a las 17.25. En el viaje de vuelta rara vez hay escolares. En cambio, a veces hay elementos más grandes y groseros que a George le inspiran aversión. De vez en cuando oye comentarios plenamente innecesarios formulados en su dirección: sobre lejía, sobre que su madre se ha olvidado el ácido fénico, y preguntas sobre si ese día él habrá bajado a la mina. George suele hacer caso omiso de estas palabras, aunque si un joven zafio opta por mostrarse especialmente ofensivo, quizá se vea obligado a recordarle con quién está hablando. Carece de valentía física, pero en ocasiones así siente una calma sorprendente. Conoce las leyes de Inglaterra y sabe que puede contar con su apoyo.
Birmingham New Street 17.25. Walsall 17.55. Este tren no para en Birchills, por motivos que George nunca ha podido averiguar. Sigue Bloxwich a las 18.02, Wyrley y Churchbridge a las 18.09. A las 18.10 saluda a Merriman, el jefe de estación -un momento que a menudo le recuerda la sentencia que su señoría, el juez Bacon, dictó en 1899, en el tribunal del condado de Bloomsbury, sobre la retención ilegal de abonos de temporada caducados-, y se cuelga el paraguas de la muñeca izquierda para el trayecto de vuelta a la vicaría.
Desde su nombramiento en la policía de Staffordshire dos años atrás, el inspector Campbell había visto un par de veces al capitán Anson, pero no antes de haber sido llamado a Green Hall. La casa de Anson, jefe de la policía, se hallaba en las afueras de la ciudad, entre las vegas que había en la ribera más distante del río Sow, y tenía fama de ser la residencia más espaciosa existente entre Stafford y Shugborough. Cuando subía el camino de grava que arrancaba de Lichfield Road y el tamaño del Hall se le iba revelando, Campbell se preguntó cómo de grande sería Shugborough. Estaba al mando del hermano mayor del capitán Anson. El jefe de la policía, que sólo era un segundón, no tuvo más remedio que conformarse con aquella casa modesta y pintada de blanco: de tres plantas de alto y siete u ocho ventanas de ancho, y un desalentador pórtico de entrada sostenido por cuatro columnas. A la derecha había una terraza y un rosal hundido, y más allá un cenador y una pista de tenis.
Campbell observó todo esto sin detenerse. Cuando la doncella le abrió la puerta, intentó suspender sus naturales hábitos profesionales: ponderar la honradez y los ingresos probables de los ocupantes y memorizar los objetos que valiese la pena robar: en algunos casos, objetos quizá ya robados. Indiferente aposta, se fijó, sin embargo, en los muebles de caoba barnizada, los paneles blancos de la pared, un perchero estrafalario y, a la derecha, una escalera con curiosas barandillas retorcidas.
Le condujeron a una habitación justo a la izquierda de la puerta de entrada. El estudio de Anson, por su aspecto: dos butacas altas de cuero a ambos lados de la chimenea y, encima, la cabeza colgada de un alce europeo o americano. Algo con cuernos, en definitiva; Campbell no era cazador ni aspiraba a serlo. Era un hombre de Birmingham que de mala gana había solicitado el traslado cuando su mujer se hartó de la ciudad y echó de menos el ritmo pausado y el espacio de su infancia. A unos veinticinco kilómetros de la ciudad, pero para Campbell era como el exilio en otro país. Las fuerzas vivas le ninguneaban; los granjeros eran retraídos; los mineros y herreros, gente burda incluso comparada con la de los barrios bajos. Se extinguió rápidamente toda vaga noción de que el campo era romántico. Y los lugareños parecían sentir por la policía una aversión aún mayor que los ciudadanos. Había perdido la cuenta de las veces en que le habían hecho sentirse superfluo. Quizá se hubiese cometido un delito y quizá hasta lo hubieran denunciado, pero sus víctimas se las arreglaban para darte a entender que preferían su propia idea de la justicia a la que ofrecía un inspector cuyo temo y bombín olían todavía a Brummagem.
Anson irrumpió en el cuarto, le estrechó la mano y le pidió que se sentara. Era un hombre menudo y compacto de unos cuarenta y cinco años, con un traje cruzado y el bigote más pulcro que Campbell había visto nunca: sus guías parecían meras ampliaciones de la nariz y el conjunto cuadraba con el triángulo del labio superior, como comprado por catálogo y después de tomar unas medidas exactas. Llevaba la corbata sujeta con un alfiler de oro en forma del nudo de Stafford. Esto proclamaba lo que todos ya sabían: el honorable capitán George Augustus Anson, jefe de la policía desde 1888, lugarteniente del condado desde 1900, era un hombre de Staffordshire de los pies a la cabeza. Campbell, que pertenecía a la hornada más reciente de policías profesionales, no comprendía por qué el jefe de las fuerzas policiales debía ser el único aficionado entre sus huestes; pero muchas cosas en el funcionamiento de la sociedad le parecían arbitrarias, basadas más en prejuicios antiguos que en la sensatez moderna. Con todo, Anson era respetado por sus subordinados; tenía fama de respaldar a sus oficiales.
– Campbell, habrá adivinado por qué le he pedido que venga.
– Supongo que por las mutilaciones, señor.
– En efecto. ¿Cuántas son ya?
Campbell había ensayado esta parte, pero aun así consultó su libreta.
– El 2 de febrero, un caballo valioso, propiedad de Joseph Holmes. El 2 de abril, una jaca del señor Thomas, con un desgarrón idéntico. El 4 de mayo, una vaca de la señora Bungay recibió el mismo trato. Dos semanas después, el 18 de mayo, un caballo de Badger fue terriblemente mutilado, así como cinco ovejas esa misma noche. Y la semana pasada, el 6 de junio, dos vacas propiedad de Lockyer.
– ¿Todos por la noche?
– Todos.
– ¿Alguna pauta reconocible en los sucesos?
– Todos los ataques se produjeron en un radio de cinco kilómetros de Wyrley. Y… no sé si es una pauta, pero todos ocurrieron en la primera semana del mes. Excepto el del 18 de mayo. -Campbell sabía que Anson no le quitaba el ojo de encima, y se apresuró-. El método empleado en todos los ataques, sin embargo, es en gran medida coherente.
– Una coherencia repulsiva, sin duda.
Campbell miró al jefe, inseguro de si quería o no conocer los detalles. Entendió que el silencio entrañaba una afirmación pesarosa.
– Los desgarraron por debajo de la panza. Mediante un corte transversal y, casi siempre, único. Las vacas…, a las vacas también les mutilaron las ubres. Y les infligieron daños en… los genitales, señor.
– Cuesta dar crédito, ¿no le parece, Campbell?, a una crueldad tan sin sentido con animales indefensos.
Campbell hizo como que no estaban sentados debajo del ojo vidrioso y la cabeza cortada de un alce europeo o americano.
– Sí, señor.
– Así que estamos buscando a un maníaco con un cuchillo.
– No es probable que sea un cuchillo, señor. Hablé con el veterinario que se ocupó de las mutilaciones últimas, porque el caballo de Holmes fue tratado por entonces como un incidente aislado, y estaba perplejo en cuanto al instrumento utilizado. Debía de ser muy afilado, pero por otro lado sólo penetraba en la piel y la primera capa de músculo.
– ¿Y por qué no un cuchillo?
– Porque un cuchillo, uno de carnicero, pongamos, habría penetrado más adentro. En algún punto, al menos. Un cuchillo habría abierto las tripas. Ninguno de los animales murió en el ataque. No en el momento. O bien se desangraron o los encontraron en tal estado que hubo que sacrificarlos.
– ¿Y si no fue un cuchillo?
– Algo que corte con facilidad pero no muy profundo. Como una navaja. Pero con más fuerza que una navaja. Podría ser una herramienta de un curtidor de cuero. O algún utensilio de granja. Mi conjetura es que el hombre estaba acostumbrado a tratar con animales.
– El hombre o los hombres. Un malhechor o una banda de malhechores. ¿Ha conocido algún caso parecido?
– No en Birmingham, señor.
– No, en efecto.
Anson esbozó una sonrisa tenue y guardó un breve silencio.
Campbell se permitió pensar en los caballos de la policía en las cuadras de Stafford: lo despiertos y receptivos que eran, el calor y el olor que despedían, el pelaje que casi les volvía peludos; el modo en que movían las orejas y agachaban la cabeza; y los resoplidos que a él le recordaban una tetera cuando rompe a hervir. ¿Qué tipo de ser humano querría hacer daño a un animal así?
– El superintendente Barrett recuerda un caso, hace unos años, de un desdichado que contrajo una deuda y mató a su caballo para cobrar el seguro. Pero una racha asesina como ésta… es tan extraña. En Irlanda, por supuesto, cortar a medianoche el corvejón al ganado del terrateniente casi forma parte del calendario social. Pero pocas cosas me sorprenderán en un feniano.
– Sí, señor.
– Hay que poner fin a esto enseguida. Estas atrocidades están mancillando la reputación de todo el condado.
– Sí, los periódicos…
– Los periódicos me importan un bledo, Campbell. Me preocupa el honor de Staffordshire. No quiero que parezca una guarida de salvajes.
– No, señor.
Pero el inspector pensó que Aston tenía que estar al corriente de determinados editoriales recientes, ninguno encomiástico y algunos personales.
– Le sugeriría que consultase la historia criminal de Great Wyrley y sus alrededores en los últimos años. Ha habido algunos… sucesos singulares. Y le sugiero que trabaje con quienes mejor conozcan la zona. Hay un sargento muy sensato, no recuerdo su nombre. Grande, de cara colorada…
– ¿Upton, señor?
– Eso es, Upton. Es un hombre que tiene los oídos pegados al suelo.
– Muy bien, señor.
– Y también estoy reclutando veinte agentes especiales [8]. Que se presenten al sargento Parsons.
– ¡Veinte!
– Veinte, y al diablo los gastos. Los pagaré de mi bolsillo si hace falta. Quiero un agente debajo de cada seto y detrás de cada arbusto hasta que atrapen a ese hombre.
A Campbell no le inquietaban los gastos. Se preguntaba cómo encubrir la presencia de veinte agentes especiales en una comarca donde el más mínimo rumor viajaba más deprisa que un telegrama. Veinte agentes especiales en un territorio desconocido para la mayoría, contra un lugareño que bien podía optar por quedarse en casa y reírse de ellos. Y, en todo caso, ¿a cuántos animales podían proteger veinte agentes? ¿A cuarenta, sesenta, ochenta? ¿Y cuántos había en la región? Cientos, quizá miles.
– ¿Alguna pregunta más?
– No, señor. Sólo… ¿puedo hacer una no profesional?
– Adelante.
– El pórtico de fuera. Con las columnas. ¿Tienen un nombre? El estilo, me refiero.
Anson le miró como si fuese la pregunta más extraordinaria que le hubiese hecho nunca un policía en activo.
– ¿Columnas? No tengo ni la más remota idea. Mi mujer es la que sabe esas cosas.
Los días siguientes, Campbell repasó los anales criminales de Great Wyrley y sus inmediaciones. Descubrió que respondía a sus expectativas. Un determinado número de robos, sobre todo de ganado; diversos casos de agresión; algunos de vagabundeo y ebriedad pública; un intento de suicidio; una chica condenada por escribir injurias en las paredes de las granjas; cinco casos de incendios provocados; cartas con amenazas y mercancías no solicitadas en la vicaría de Great Wyrley; una agresión sexual y dos comportamientos indecentes. Hasta donde pudo descubrir, no había habido ataques perpetrados contra animales en los últimos diez años.
Tampoco recordaba ninguno el sargento Upton, que había servido en la comarca el doble de tiempo. Pero la pregunta le recordó a un granjero, que ya había pasado a mejor vida -a menos, señor, que resultase peor- y de quien sospechaban que amaba demasiado a su oca, si usted me entiende. Campbell cortó en seco aquellos chismes pueblerinos; enseguida había considerado a Upton uno de los veteranos de la época en que la policía se conformaba con alistar casi a cualquiera que no fuese a todas luces lisiado, cojo y lerdo. Podías consultar a Upton sobre rumores y rencillas locales, pero difícilmente confiarías en su mano sobre una Biblia.
– Entonces, ¿ya lo ha resuelto, señor? -le resolló el sargento.
– ¿Tiene algo concreto que decirme, Upton?
– Yo no diría tanto. Pero un sabueso conoce a otro. Hay que poner uno para pillar a otro. Estoy seguro de que al final lo atrapará, inspector. Siendo como es un inspector de Birmingham. Oh, sí, al final lo atrapará.
Presintió que Upton se congraciaba con astucia y a la vez ponía vagos impedimentos. Algunos de los mozos de labranza eran exactamente iguales. Campbell se sentía más a gusto con los ladrones de Birmingham, que al menos te mentían sin rodeos.
La mañana del 27 de junio, pidieron al inspector que fuese a la mina Quinton, donde dos de los valiosos caballos de la empresa habían sido mutilados durante la noche. Uno se había desangrado y a la otra, una yegua que había sufrido amputaciones adicionales, la estaban sacrificando. El veterinario confirmó que se había utilizado el mismo instrumento de siempre o, por lo menos, con los mismos efectos.
Dos días después, el sargento Parsons llevó a Campbell una carta dirigida al «Sargento, comisaría de Hednesford, Staffordshire». Había sido echada al correo en Walsall y la firmaba un tal William Greatorex.
Tengo cara de intrépido y corro como un gamo, y cuando formaron la banda de Wyrley me obligaron a alistarme. Yo lo sabía todo sobre caballos y animales y la mejor forma de atraparlos. Dijeron que me zurrarían si me entraba el canguelo, así que lo hice y les pillé a los dos tumbados a las tres menos diez, y se despertaron; y luego los rajé a los dos por debajo de la panza, pero no derramaron mucha sangre y uno huyó, pero el otro cayó. Ahora bien, le diré quiénes están en la banda, pero no podrá probar nada sin mí. Hay uno que se llama Shipton y es de Wyrley, y un mozo de estación al que llaman Lee y que ha tenido que quedarse al margen, y está el abogado Edalji. No le he dicho quién es el que les manda a todos y no se lo diré si no me promete que a mí no me hará nada. No es verdad que siempre lo hacemos cuando la luna es joven, y el que mató Edalji el 11 de abril era luna llena. No he estado nunca entre rejas y creo que los demás tampoco, salvo el Capitán, por lo que creo que saldrán bien parados.
Campbell releyó la carta. «Los rajé a los dos por debajo de la panza, pero no derramaron mucha sangre y uno huyó, pero el otro cayó.» Esta información era correcta, pero mucha gente habría podido examinar a los animales muertos. Después de los dos últimos casos, la policía tuvo que montar guardia y expulsar a los visitantes hasta que el veterinario hubo terminado su trabajo. Con todo, «a las tres menos diez…» era una precisión extraña.
– ¿Conocemos a este Greatorex?
– Supongo que es el hijo de Greatorex, de la granja Littleworth.
– ¿Alguna relación? ¿Alguna razón para que escribiera al sargento Hobinson, de Hednesford?
– Ninguna.
– ¿Y qué opina del detalle de la luna?
El sargento Parsons era un hombre fornido y de pelo negro que tenía tendencia a mover los labios mientras pensaba.
– Es lo que algunos han estado diciendo. La luna nueva, ritos paganos y demás. No lo sé. Pero sí sé que no mataron a un animal el 11 de abril. Tampoco una semana después de esa fecha, si no me equivoco.
– No se equivoca.
Parsons era mucho más del gusto de Campbell que alguien como Upton. Pertenecía a la generación siguiente y estaba mejor adiestrado; no era rápido, pero sí reflexivo.
William Greatorex resultó ser un colegial de catorce años cuya letra no se parecía en nada a la de la carta. No había oído hablar de Lee ni de Shipton, pero confesó que conocía a Edalji, que algunas mañanas viajaba en el mismo tren. Nunca había estado en la comisaría de Hednesford y no conocía el nombre del sargento al mando.
Parsons y cinco agentes especiales registraron la granja Littleworth y sus dependencias anejas, pero no encontraron nada prodigiosamente afilado, manchado de sangre o recién limpiado. Cuando se marchaban, Campbell preguntó al sargento qué sabía de George Edalji.
– Pues, señor, es indio, ¿no? Es decir, medio indio. Un hombrecillo. Tiene un aire un poco raro. Abogado, vive en casa, va a Birmingham todos los días. No es que participe mucho en la vida del pueblo, si usted me entiende.
– ¿O sea que no se le conoce como miembro de una banda?
– Lejos de eso.
– ¿Amigos?
– No se le conocen. Son una familia reservada. Creo que la hermana tiene algún problema. Es inválida, retrasada o algo. Y dicen que él sale a pasear todas las tardes. Pero no tiene perro ni nada. Hubo una campaña contra la familia hace años.
– Lo he visto en el diario. ¿Por algún motivo?
– ¿Quién sabe? Hubo cierto… resentimiento cuando le asignaron el puesto al vicario. La gente decía que no querían que un negro les dijera desde el púlpito lo pecadores que eran; ese tipo de cosas. Pero eso fue hace siglos. Yo soy protestante. Somos más acogedores, a mi juicio.
– Ese joven, el hijo, ¿le parece un destripador de caballos?
Parsons se mordió los labios antes de responder.
– Déjeme expresarlo así, inspector. En cuanto haya servido aquí tanto tiempo como yo, descubrirá que nadie parece nada. O, en realidad, que parece cualquier cosa. ¿Me sigue?
El cartero muestra a George la leyenda oficial en el sobre: FRANQUEO INSUFICIENTE. La carta procede de Walsall; como su nombre y las señas de su despacho están escritos con una letra clara y decente, George decide pagar el sello. Cuesta dos peniques, el doble del franqueo omitido. Reconoce con agrado el contenido: un pedido de la Legislación ferroviaria. Pero no lo acompañan un cheque o un giro postal. El remitente pide 300 ejemplares y firma como Belcebú.
Tres días después, las cartas empiezan a llegar de nuevo. El mismo género de cartas: difamatorias, blasfemas, lunáticas. Las recibe en su despacho y George las considera una intrusión insolente: allí es donde se siente a salvo y respetable, donde la vida está en orden. Instintivamente tira la primera; guarda las demás en un cajón inferior, como pruebas. Ya no es el adolescente inquieto de las primeras persecuciones; es una persona de provecho ahora, un abogado con cuatro años de ejercicio. Es muy capaz de pasar por alto estas cosas si quiere, o de afrontarlas como es debido. Y la policía de Birminghan es sin duda más eficiente y moderna que la de Staffordshire.
Una tarde, justo después de las 18.10, George acaba de guardarse en el bolsillo el abono de tren y está colgando el paraguas de su antebrazo cuando se percata de que una figura se ha puesto a caminar a su lado.
– ¿Todo va bien, señorito?
Es Upton, más gordo y con la cara más colorada que años atrás, y es probable que también más estúpido. George no se detiene.
– Buenas tardes -dice, bruscamente.
– Disfrutando de la vida, ¿eh? ¿Duerme bien?
En otro tiempo, George quizá se hubiese alarmado o se hubiera detenido para saber qué quería Upton. Pero ya no es aquel chico.
– No soy sonámbulo, de todos modos, espero.
Aviva el paso, deliberadamente, y el sargento se ve obligado a resoplar y jadear para seguirle.
– Sólo que, verá, hemos inundado la comarca de agentes especiales. Inundado. Así que el sonambulismo sería una mala idea, ah, sí, incluso para un a-bo-ga-do.
Sin reducir la marcha, George lanza una mirada despectiva hacia este idiota vacuo y bravucón.
– Oh, sí, un a-bo-ga-do. Espero que le sea útil, señorito. Hombre prevenido vale por dos, dicen, si no es al revés.
George no habla a sus padres de este encuentro. Hay una preocupación más inmediata: en el correo de la tarde ha llegado una carta de Cannock con una letra conocida. Su destinatario es George y el remitente firma «Un amante de la justicia»:
No le conozco, pero a veces le he visto en el ferrocarril, y supongo que si le conociera no me gustaría mucho, porque los indígenas no me gustan. Pero pienso que todo el mundo merece un trato justo y por eso le escribo, porque no creo que tenga nada que ver con los horribles delitos de los que habla todo el mundo. Todos dicen que tiene que ser usted, porque piensan que no es de los nuestros y que le gustaría darles una tunda. Así que la policía empezó a vigilarle, pero no vieron nada y ahora vigilan a otra persona… Si matan a otro caballo dirán que ha sido usted, así que váyase de vacaciones para estar lejos cuando se produzca el próximo crimen. La policía dice que será a final de mes, como el anterior. Váyase antes.
George no pierde la calma.
– Difamación -dice-. A primera vista, yo diría que es difamación criminal.
– Vuelve a empezar -dice su madre, y él advierte que ella está al borde de las lágrimas-. Todo vuelve a empezar. No pararán hasta que nos hayan echado.
– Charlotte -dice Shapurji, con firmeza-. Ni hablar de eso. No nos iremos de la vicaría hasta que vayamos a descansar con el tío Compson. Es voluntad del Señor que suframos durante el viaje terrenal y no nos corresponde cuestionarla.
Hoy día hay momentos en que a George no le falta mucho para cuestionar al Señor. Por ejemplo: ¿por qué su madre, que es la virtud encarnada y socorre a los pobres y enfermos de la parroquia, tiene que sufrir de esta manera? Y si, como sostiene su padre, el Señor es el responsable de todo, entonces lo es también de la policía de Staffordshire y de su notoria incompetencia. Pero George no lo dice; cada vez hay más cosas que ni siquiera insinúa.
También empieza a comprender el mundo un poco mejor que sus padres. Sólo tiene veintisiete años, pero la vida laboral de un abogado de Birmingham ofrece atisbos de la naturaleza humana quizá inaccesibles para un vicario rural. De modo que cuando su padre propone que se quejen una vez más al jefe de la policía, George discrepa. Anson se puso en su contra la vez anterior; a quien hay que dirigirse es al inspector encargado de la investigación.
– Le escribiré -dice Shapurji.
– No, padre, creo que eso me corresponde a mí. E iré a verle yo solo. Si vamos los dos, podría pensar que es una delegación.
Al vicario le sorprende, pero está complacido. Le gustan estas afirmaciones viriles de su hijo y le deja salirse con la suya.
George escribe solicitando una entrevista, de preferencia no en la vicaría, sino en la comisaría que elija el inspector. A Campbell esto le parece un poco extraño. Opta por Hednesford y pide al sargento Parsons que le acompañe.
– Gracias por recibirme, inspector. Le agradezco que me dedique su tiempo. Tengo tres puntos en mi orden del día. Pero antes me gustaría que aceptara esto.
Campbell tiene unos cuarenta años y es un hombre pelirrojo, con cabeza de camello y larga espalda, que parece aún más alto sentado que de pie. Extiende la mano por encima de la mesa y examina el obsequio: un ejemplar de Legislación ferroviaria para «el viajero de tren». Hojea despacio unas páginas.
– El ejemplar doscientos treinta y ocho -dice George.
Le sale un tono más vanidoso de lo que pretendía.
– Muy amable por su parte, señor, pero me temo que el reglamento de la policía prohíbe aceptar regalos del público general.
Campbell desliza el libro de nuevo por encima de la mesa.
– Oh, apenas es un soborno, inspector -dice George, con ligereza-. ¿No lo puede considerar… una nueva adquisición para la biblioteca?
– La biblioteca. ¿Tenemos una biblioteca, sargento?
– Bueno, siempre podríamos empezar una, señor.
– En ese caso, señor Edalji, cuente con mi agradecimiento.
George se pregunta a medias si no se estarán burlando de él.
– Se pronuncia Aydlji. No E-dal-ji.
– Aydlji. -El inspector hace un tosco intento y hace una mueca-. Si no le importa, me contentaré con llamarle señor.
George carraspea.
– El primer punto del orden del día es éste.
– Saca la carta del «Amante de la justicia»-. He recibido otras cinco en mi bufete.
Campbell la lee, se la pasa al sargento, la recoge, la relee. No sabe muy bien si es una carta de denuncia o de apoyo. O lo primero disfrazado de lo segundo. Si es una denuncia, ¿por qué la llevaría alguien a la policía? Si es de apoyo, ¿por qué presentarla, a menos que ya haya sido acusado? Campbell encuentra el motivo de George casi tan interesante como la propia carta.
– ¿Alguna idea de quién puede ser?
– No está firmada.
– Me he dado cuenta, señor. ¿Puedo preguntarle si tiene intención de seguir el consejo del remitente? «¿Váyase de vacaciones»?
– La verdad, inspector, eso parece tomar el rábano por las hojas. ¿No considera esta carta una difamación criminal?
– No lo sé, señor, para ser sincero. Son los abogados como usted los que deciden lo que es legal y lo que no lo es. Desde el punto de vista policial, yo diría que alguien se está divirtiendo a su costa.
– ¿Divirtiendo? ¿No le parece que si esta carta se difundiera, con las acusaciones que finge desmentir, yo correría peligro frente a los mozos de labranza y los mineros?
– No lo sé, señor. Lo único que puedo decir es que no recuerdo que una carta anónima haya dado pábulo a una agresión en esta comarca desde que estoy aquí. ¿Y usted, Parsons?
El sargento niega con la cabeza.
– ¿Y qué opina de la frase, hacia la mitad…, «piensan que no es de los nuestros»?
– ¿Qué opina usted?
– Pues verá, es algo que no me han dicho nunca.
– Muy bien, inspector, lo que yo «opino» es que casi con toda certeza constituye una referencia al hecho de que mi padre es de origen parsi.
– Sí, supongo que podría referirse a eso.
Campbell inclina de nuevo la cabeza pelirroja sobre la carta, como si la examinara en busca de un sentido más completo. Procura dilucidar las dudas sobre este hombre y su querella, si se trata de una queja sin ambages o de algo más complicado.
– ¿Podría, podría? ¿Qué otra cosa puede significar?
– Pues podría significar que usted no encaja.
– ¿Se refiere a que no juego en el equipo de criquet de Great Wyrley?
– ¿No juega, señor?
George se siente cada vez más exasperado.
– Y a que tampoco frecuento las tabernas.
– ¿No, señor?
– Ni tampoco fumo tabaco.
– ¿No, señor? Pues tendremos que esperar a preguntarle el sentido al redactor de la carta. Si le atrapamos, y cuando lo hagamos. ¿No ha dicho que había otra cosa?
El segundo punto en la lista de George es presentar una queja contra el sargento Upton, tanto por su actitud como por sus insinuaciones. Sólo que, al repetirlas el inspector, de algún modo dejan de serlo: Campbell las convierte en los comentarios torpones de un miembro no muy brillante de la policía a un denunciante algo pedante e hipersensible.
George está ya bastante confuso. Se esperaba gratitud por el libro, conmoción por la carta, interés por su aprieto. El inspector ha sido correcto pero lento; a George se le antoja que su cortesía estudiada es una especie de grosería. No obstante, tiene que exponer el tercer punto.
– Tengo una sugerencia. Para su investigación. -George hace una pausa, como proyectaba hacer, a fin de reclamar plena atención-. Sabuesos.
– ¿Cómo dice?
– Sabuesos. Como seguro que sabe, poseen un excelente olfato. Si adquiriese un par de sabuesos adiestrados, sin duda le conducirían directamente desde la escena de la próxima mutilación hasta el culpable. Siguen un rastro con una precisión asombrosa, y en esta comarca no hay grandes arroyos o ríos que el criminal pueda vadear para despistarlos.
La policía de Staffordshire no parece acostumbrada a recibir sugerencias prácticas de particulares.
– Sabuesos -repite Campbell-. En efecto, un par de ellos. Parece algo salido de un novelón barato. «¡Señor Holmes, eran las huellas de un perro gigantesco!»
Parsons suelta una risa y Campbell no le ordena que guarde silencio.
Todo ha salido horriblemente mal, sobre todo esta última parte que George ha concebido por su cuenta y de la que ni siquiera ha hablado con su padre. Está abatido. Al salir de la comisaría, los dos policías observan su marcha desde la entrada. Oye al sargento comentar, con una voz audible: «Quizá podamos guardar a los sabuesos en la biblioteca».
Estas palabras parecen acompañarle durante todo el trayecto de regreso a la vicaría, donde les hace a sus padres una crónica abreviada de la entrevista. Decide que si la policía rechaza sus propuestas, les ayudará a pesar de todo. Publica un anuncio en el Lichfield Mercury y otros periódicos en el que describe la campaña reanudada de cartas y ofrece una recompensa de 25 libras pagaderas en el caso de que se condene al culpable. Recuerda que el anuncio de su padre, hace muchos años, tuvo un mero efecto inflamatorio, pero confía en que esta vez la oferta de dinero dé su fruto. Declara que es abogado.
Cinco días después, el inspector fue convocado de nuevo en Green Hall. Esta vez se mostró menos tímido a la hora de fisgar. Se fijó en un reloj de pie que exhibía las fases de la luna, un grabado a media tinta de una escena bíblica, una alfombra turca descolorida y una chimenea atestada de leños en previsión del otoño. En el estudio le alarmó menos el alce de ojo vidrioso y vio los volúmenes encuadernados del Field y Punch. El aparador albergaba un pez grande disecado en una pecera, y una vitrina con tres licoreras.
El capitán Anson indicó con un gesto a Campbell que se sentara y se quedó de pie: una artimaña de hombres bajos en presencia de otros más altos, como el inspector sabía bien. Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre las estratagemas de la autoridad. El talante de la misma, en esta ocasión, no era cordial.
– Nuestro hombre ha empezado a provocarnos. Esas cartas de Greatorex… ¿Cuántas hemos recibido ya?
– Cinco, señor.
– Y anoche le llegó esta otra a Rowley, en Bridgetown. Anson se puso las gafas y empezó a leer:
Señor, un individuo cuyas iniciales adivinará llevará un gancho nuevo en el tren de Walsall la noche del miércoles, y lo llevará guardado en un bolsillo especial debajo del abrigo, y usted o sus colegas lo verán si logran abrírselo un poco, pues es casi cuatro centímetros más largo que el que tiró lejos de la vista cuando oyó que alguien le seguía los pasos esta mañana. Llegará después de las cinco o las seis, o si no vuelve a casa mañana lo hará el jueves y cometerá usted un error si no tiene a mano a todos sus agentes de paisano. Los ha despachado demasiado pronto. Vaya, piense nada más en que actuó cerca de donde ellos estuvieron escondidos hace sólo unos días. Pero señor, él tiene ojo de águila y los oídos tan afilados como una cuchilla, y es tan rápido de pies como un zorro e igual de silencioso, y repta a gatas hasta donde están los pobres animales, los acaricia un rato y después los destripa con el gancho y las tripas se les salen antes de darse cuenta de que están heridos. Necesita cien detectives para pillarle con las manos en la masa, porque es más listo que el hambre y se conoce cada recoveco. Usted sabe quién es, y puedo demostrarlo; pero hasta que ofrezcan una recompensa de cien libras no diré ni pío.
Anson miró a Campbell, invitándolo a hacer comentarios.
– Ninguno de mis hombres vio tirar algo, señor. Y no han encontrado nada que se parezca a un gancho. Quizá mutile o no a los animales de ese modo, pero las entrañas no se les salen, como sabemos. ¿Quiere que vigile los trenes de Walsall?
– Cuesta pensar que después de esta carta vaya a aparecer un tipo con un abrigo largo en medio del verano, invitando a que le registren.
– No, señor. ¿Cree que las cien libras que pide es una respuesta intencionada a la recompensa que ofrece el abogado?
– Es posible. Aquello fue una burda impertinencia.
Anson hizo una pausa y cogió otra hoja de papel de su escritorio.
– Pero es peor la otra carta, la dirigida al sargento Robinson, de Hednesford. Juzgue usted mismo.
Anson se la entregó.
Habrá jolgorio en Wyrley en noviembre, cuando empiecen con niñas, porque liquidarán a veinte mozas como a los caballos antes del próximo marzo. No piense que va a pillarlos destripando a las bestias; son demasiado silenciosos y no se mueven durante horas, hasta que sus hombres se han ido… Edalji, al que dicen que encerraron, va a ir a Brum el domingo por la noche a ver al Capitán, cerca de Northfield, para hablar de cómo van a hacerlo con tantos detectives por ahí sueltos, y creo que van a despacharse algunas vacas a la luz del día en vez de por la noche… Creo que pronto matarán animales más cerca de aquí, y sé que las granjas Cross Keys y West Cannock son las dos primeras de la lista… A ti, canalla abotagado, te volaré esa cabezota de un tiro con la pistola de tu padre si te cruzas en mi camino o andas espiando a alguno de mis amigos.
– Esto es malo, señor. Muy malo. Más vale que no se sepa. Cundiría el pánico en todos los pueblos. Veinte mozas… La gente ya está bastante preocupada con su ganado.
– ¿Tiene hijos, Campbell?
– Un chico. Y una niña.
– Sí. Lo único bueno de esta carta es la amenaza de muerte al sargento Robinson.
– ¿Eso es bueno, señor?
– Oh, quizá no para el propio Robinson. Pero significa que nuestro hombre se ha propasado. Amenazar de muerte a un oficial de policía. Si incluimos eso en la acusación le caerá cadena perpetua.
«Si atrapamos al remitente de la carta», pensó Campbell.
– Northfield, Hednesford, Walsall… Intenta dispersarnos en todas direcciones.
– Sin duda. Inspector, permítame resumir, si no tiene objeciones, y dígame si discrepa de mi análisis.
– Sí, señor.
– Pues bien, usted es un oficial competente…, no, no discrepe todavía. -Anson esbozó la más leve de las sonrisas de su repertorio-. Un oficial muy competente. Pero esta investigación empezó hace tres meses y medio, y hubo tres semanas en las que tuvo a su mando a veinte agentes especiales. No hemos acusado a nadie ni detenido a nadie; ni siquiera hemos convocado a nadie para interrogarlo. Y las mutilaciones han continuado. ¿Estamos?
– Estamos.
– La cooperación local, que sé que usted compara desfavorablemente con su experiencia en la gran ciudad de Birmingham, ha sido mejor que de costumbre. Por una vez, existe un interés más grande del normal en ayudar a la policía. Pero las mejores sospechas que hemos obtenido hasta ahora proceden de denuncias anónimas. Ese misterioso «Capitán», por ejemplo, que ofrece el inconveniente de vivir en el otro lado de Birmingham. ¿Debe tentarnos? Yo creo que no. ¿Qué motivos podría tener un capitán que reside a kilómetros de distancia para mutilar animales a cuyos dueños no conoce? Aunque sería una pobre labor policial no hacer una visita a Northfield.
– De acuerdo.
– Así que estamos buscando a lugareños, como siempre hemos supuesto. O a un lugareño. Yo me inclino por la idea de más de uno. Tres o cuatro, quizá. Sería más lógico. Me imaginaría uno que escribe las cartas, un chico recadero que viaja a distintas localidades, una persona diestra en manejar animales y el que planea y los dirige a todos. Una banda, en otras palabras. A cuyos miembros no les gusta la policía. Que se recrean, de hecho, en intentar despistarnos. Que son jactanciosos.
»Dicen nombres para confundirnos. Por supuesto. Pero aun así, hay uno mencionado una y otra vez. Edalji. Edalji, que va a reunirse con el Capitán. Edalji, al que dicen que encerraron. Edalji, el abogado de la banda. Siempre he tenido mis sospechas, pero hasta ahora he creído oportuno reservármelas. Le dije que consultara los expedientes, Campbell. Hubo una campaña de cartas anónimas, sobre todo contra el padre. Bromas, patrañas, pequeños robos. Por poco le atrapamos entonces. Al final di al vicario un aviso bastante serio de que sabíamos quién andaba detrás de todo aquello, y no mucho después cesó. QED [9], diría usted, pero por desgracia no era suficiente para condenarle. Con todo, aunque no confesó, puse fin al asunto. Durante ¿cuánto? Siete, ocho años.
»Ahora ha empezado de nuevo y en el mismo lugar. Y el nombre de Edalji surge en todas partes. La primera carta de Greatorex menciona tres nombres, pero el único de los tres al que conoce el chico es Edalji. Por consiguiente, Edalji conoce a Greatorex. E hizo lo mismo la vez anterior: se incluyó en las denuncias. Sólo que ahora ha crecido y no se contenta con cazar mirlos y retorcerles el cuello. Esta vez busca cosas más grandes, literalmente. Vacas, caballos. Y como él no es un arquetipo físico, recluta a otros para que le ayuden en sus fechorías. Y ahora ha subido la puja y nos amenaza con veinte mozas. Veinte zagalas, Campbell.
– En efecto, señor. ¿Me permite una o dos preguntas?
– Sí.
– Para empezar, ¿por qué denunciarse él mismo?
– Para borrar el rastro. Incluye adrede su nombre en listas de personas que sabemos que no tienen nada que ver con este asunto.
– ¿Y también ofrece una recompensa por su propia captura?
– De ese modo sabe que no la reclamará nadie más que él. -Anson lanzó una risita seca, pero Campbell no pareció apreciar el chiste-. Y, por descontado, es otra provocación a la policía.
Mira cómo mete la pata, y entretanto un pobre ciudadano honrado tiene que aportar dinero para esclarecer el delito. Puestos a pensarlo, ese anuncio podría estar redactado como una difamación contra nosotros…
– Pero… disculpe, señor: ¿por qué un abogado de Birmingham reuniría a una banda de vándalos locales con objeto de mutilar a animales?
– Usted lo conoce, Campbell. ¿Qué impresión le causó?
El inspector repasó sus impresiones.
– Inteligente. Nervioso. Bastante afanoso de agradar, al principio. Un poco rápido en ofenderse. Se brindó a aconsejarnos y no mostramos mucho interés. Sugirió que probáramos a utilizar sabuesos.
– ¿Sabuesos? ¿Seguro que no dijo rastreadores nativos?
– No, señor, sabuesos. Lo raro fue que, al escuchar su voz…, una voz educada, la voz de un abogado, en un momento dado me sorprendí pensando que, si cerrabas los ojos, le tomarías por un inglés.
– ¿Mientras que, si los dejabas abiertos, no le confundirías precisamente con un miembro de la Guardia Real?
– Podríamos decirlo así, señor.
– Sí. Es como si la impresión que le causó, cerrados o abiertos los ojos, fuera la de alguien que se siente superior. ¿Cómo diría? Alguien que cree que pertenece a una casta superior, ¿no?
– Es posible. Pero ¿por qué una persona así destriparía caballos, en vez de demostrar, por ejemplo, que es inteligente y superior desfalcando grandes sumas de dinero?
– ¿Quién sabe si no lo planea también? Francamente, Campbell, el porqué me interesa mucho menos que el cómo, el cuándo y el qué.
– Sí, señor. Pero si me está pidiendo que detenga a ese hombre, ayudaría tener una pista sobre sus móviles.
A Anson le disgustaba esta clase de preguntas, que a su juicio se hacían cada vez con más frecuencia en la labor policial. Había una pasión por ahondar en la mente del criminal. Lo que había que hacer era pillar a un individuo, detenerle, acusarle y ponerlo a buen recaudo durante unos años, cuantos más mejor. Carecía de interés sondear el funcionamiento mental de un malhechor cuando disparaba su pistola o te rompía la ventana. El jefe de la policía estaba a punto de decir todo esto cuando Campbell le señaló:
– Al fin y al cabo, podemos descartar el móvil del lucro. No está destruyendo su patrimonio con idea de que alguien reclame el seguro.
– Un hombre que pega fuego al almiar del vecino no lo hace con ánimo de lucro. Lo hace por maldad. Por el placer de ver llamas en el cielo y el miedo en la cara de la gente. En el caso de Edalji quizá haya un odio profundo a los animales. Usted sin duda hará averiguaciones a este respecto. O si hay alguna pauta fija en el horario de los ataques, si la mayoría ocurren a comienzos de mes, podría haber algún principio expiatorio. Quizá el instrumento misterioso que andamos buscando sea un cuchillo ritual de origen indio. Un kukri o algo así. Tengo entendido que el padre de Edalji es parsi. ¿No adoran el fuego?
Campbell reconoció que los métodos profesionales no habían sido fructíferos hasta entonces, pero era reacio a que los suplantaran elucubraciones caprichosas. Y si los parsis adoraban el fuego, ¿no sería de esperar que el hombre fuese un pirómano?
– A propósito, no le estoy pidiendo que detenga al abogado.
– ¿No, señor?
– No. Lo que le pido, le ordeno, es que concentre sus recursos en él. Vigile la vicaría discretamente durante el día, haga que le sigan hasta la estación, asígnele un hombre en Birmingham, por si almuerza con el misterioso Capitán, y tenga la casa totalmente vigilada de noche. Hágalo de tal manera que no pueda salir a escupir por la puerta trasera sin topar con un agente especial. Hará algo, sé que hará algo.
George procura continuar su vida normal; en definitiva, es su derecho de inglés nacido libre. Pero resulta difícil cuando notas que te espían; cuando oscuras siluetas allanan los terrenos de la vicaría por la noche; cuando hay que ocultar cosas a Maud e incluso, en ocasiones, a la madre. El padre reza oraciones con la misma energía que siempre y las mujeres las repiten con la misma inquietud que antes. George confía cada vez menos en la protección del Señor. El único momento del día en que se siente a salvo es cuando su padre cierra con llave la puerta del dormitorio.
A veces tiene ganas de descorrer las cortinas, abrir la ventana y lanzar palabras sarcásticas a los vigilantes que sabe que merodean ahí fuera. «Qué absurdo despilfarro de dinero público», piensa. Para su sorpresa, descubre que está empezando a poseer carácter. Más aún le sorprende que le haga sentirse casi un adulto. Una noche en que, como de costumbre, recorre los caminos, ve a un agente especial que le sigue a cierta distancia. Se da media vuelta de golpe y aborda a su perseguidor, un hombre con cara zorruna y un traje de tweed, que da la impresión de que estaría más a gusto en una tasca mugrienta.
– ¿Puedo orientarle? -pregunta George, con un tono que raya en la descortesía.
– Sé cuidarme, gracias.
– ¿No es usted de por aquí?
– Soy de Walsall, ya que pregunta.
– Por aquí no se va a Walsall. ¿Por qué recorre los caminos de Great Wyrley a esta hora?
– También yo podría hacerle esa pregunta. «El tipo es insolente», piensa George.
– Me está siguiendo por orden del inspector Campbell. Está más claro que el agua. ¿Me toma por un idiota? El único punto interesante es si Campbell le ordenó que se dejara ver en todo momento, en cuyo caso su conducta puede considerarse una obstrucción de la vía pública, o bien le encargó que se mantuviera oculto, en cuyo caso es usted un agente especial totalmente incompetente.
El hombre se limita a sonreír entre dientes.
– Eso es cosa de él y mía, ¿no le parece?
– Me parece, amigo mío -dice George, y su ira es ya intensa-, que usted y sus colegas son un notable desperdicio del presupuesto público. Llevan semanas rondando por el pueblo y no han hecho nada, absolutamente nada de provecho.
El policía se limita a sonreír de nuevo.
– Tranquilo, tranquilo -dice.
Durante la cena, el vicario sugiere que George lleve a Maud a pasar el día en Aberystwyth. Lo dice con tono de mando, pero George se niega en redondo: tiene mucho trabajo y no quiere tomarse un día libre. No da su brazo a torcer hasta que Maud se suma a la súplica, y accede de mala gana. El martes están ausentes desde el amanecer hasta tarde por la noche. El sol brilla; el trayecto en tren -los casi doscientos kilómetros en el ferrocarril de Great Wyrley- es agradable y sin contratiempos; hermana y hermano experimentan una extraña sensación de libertad. Dan un paseo por el muelle, inspeccionan la fachada del University College y llegan hasta la punta del espigón (entrada, dos chelines). Es un hermoso día de agosto en que sopla un viento suave, y están plenamente de acuerdo en que no quieren navegar por la bahía en un barco de recreo; tampoco imitar a los acuclillados que recogen guijarros en la playa. Prefieren tomar el tranvía desde el extremo norte del paseo hasta los Cliff Gardens de Constitution Hill. A medida que el tranvía sube, y después, cuando baja, tienen una bella panorámica de la ciudad y de la bahía de Cardigan. Todas las personas con las que hablan en este lugar turístico son corteses, incluido el policía uniformado que les recomienda que almuercen en el hotel Belle Vue, o en el Waterloo si son abstemios estrictos. Comen pollo asado y tarta de manzana mientras hablan de temas seguros, como Horace y la tía abuela Stoneham, y la gente que ocupa otras mesas. Después de comer suben al castillo, que George describe jocosamente como un atentado contra la ley de venta de bienes, ya que sólo se compone de unas cuantas torres y fragmentos en ruinas. Un transeúnte señala allí, justo a la izquierda de Constitution Hill, la cumbre de Snowdon. Maud está encantada, pero George no logra divisarla. Ella promete que un día le comprará un par de prismáticos. En el tren de vuelta pregunta a su hermano si el tranvía de Aberystwyth se regirá por las mismas leyes que el ferrocarril; luego le ruega que le ponga una adivinanza como solía hacer en el aula. Él hace lo que puede, porque quiere a su hermana, que por una vez parece casi feliz; pero lo hace sin ganas.
Al día siguiente llega una postal a Newhall Street. Es una inmunda efusión que le acusa de mantener relaciones culpables con una mujer de Cannock: «Señor. ¿Le parece correcto que un hombre de su posición tenga relaciones todas las noches con la hermana de ____________________ ____________________, sabiendo que ella va a contraer matrimonio con Frank Smith, el socialista?». Huelga decir que no ha oído hablar de ninguno de los dos. Mira el matasellos: Wolverhampton, 12.30 del 4 de agosto de 1903. Estaban urdiendo esta calumnia asquerosa en el preciso momento en que él y Maud almorzaban en el hotel Belle Vue.
La postal le despierta sentimientos de envidia de Horace, que es ya un chupatintas despreocupado en el Ministerio de Hacienda en Manchester. Parece deslizarse indemne por la vida; pasan los días y toda su ambición se cifra en un lento ascenso de la escala, y su felicidad deriva de la compañía femenina, sobre la cual deja caer insinuaciones primarias. Ante todo, Horace ha huido de Great Wyrley. Más que nunca George considera una maldición haber sido el primogénito, así como estar dotado de una mayor inteligencia y de menos seguridad en sí mismo que su hermano. Horace tiene todos los motivos para dudar de sí mismo; a George, a pesar de su éxito académico y sus cualificaciones profesionales, le paraliza la timidez. Cuando explica las leyes detrás efe un escritorio sabe ser claro y hasta autoritario. Pero carece de la facultad de hablar con ligereza o frivolidad; no sabe cómo hacer que la gente se sienta a gusto; es consciente de que algunos le consideran raro.
El lunes, 17 de agosto de 1903, toma el tren de las 7.39 a New Street, como de costumbre; vuelve a las 17.25, como de costumbre, y llega a la vicaría poco antes de las seis y media. Trabaja un rato y luego se pone un abrigo y se va caminando a ver al botero, John Hands. Regresa a la vicaría un poco antes de las 21.30, cena y se retira a la habitación donde duerme con su padre. Las puertas de la vicaría están cerradas con llave y cerrojo, así como la puerta del dormitorio, y George duerme sin interrupciones, como ha hecho en las últimas semanas. A la mañana siguiente se despierta a las 6, la llave de la puerta del dormitorio se abre a las 6.40 y coge el tren de las 7.39 a New Street.
No se percata de que son las últimas veinticuatro horas normales de su vida.
Llovió pertinazmente la noche del 17 y sopló un viento de borrasca. Al alba había escampado, y cuando los mineros se pusieron en marcha para el turno temprano en la mina de Great Wyrley había en el aire el frescor que sucede a una lluvia de verano. Un muchacho minero llamado Henry Garrett cruzaba un campo en su trayecto al trabajo cuando advirtió que un pony del pozo se hallaba maltrecho. Al acercarse vio que a duras penas se tenía en pie y que sangraba mucho.
Los gritos del chico atrajeron a un grupo de mineros que atravesaron chapoteando el campo para examinar el largo corte practicado en el abdomen del pony, y el charco rojo sobre el barro removido de debajo. En menos de una hora, Campbell había llegado con media docena de agentes especiales y habían mandado a buscar a Lewis, el veterinario. Campbell preguntó quién era el encargado de patrullar por aquel sector. El agente Cooper contestó que había pasado por aquel campo hacia las once y que el animal parecía en buen estado. Pero la noche era oscura y no se había acercado al pony.
Era el octavo caso en seis meses, y el decimosexto animal mutilado. Campbell pensó un poco en el pony y en el afecto que hasta los mineros más rudos mostraban por aquellas criaturas; pensó un poco en el capitán Aston y en su preocupación por el honor de Staffordshire; pero lo que más ocupó su pensamiento al mirar el tajo rezumante y observar cómo se tambaleaba el pony fue la carta que le había enseñado el jefe de la policía. «Habrá jolgorio en Wyrley en noviembre -recordó. Y después-: porque liquidarán a veinte mozas como a los caballos antes del próximo marzo.» Y otra palabra: «niñas».
Campbell era un oficial competente, como había dicho Anson; era diligente y equilibrado. No tenía ideas preconcebidas sobre los criminales; tampoco era dado a teorías demasiado precipitadas o a intuiciones autocomplacientes. Aun así, el campo donde había tenido lugar la salvajada se extendía directamente entre la mina y Great Wyrley. Si trazabas una línea recta desde el campo hasta el pueblo, la primera casa que encontrabas era la vicaría. La lógica ordinaria, así como el jefe de la policía, instaban a una visita.
– ¿Alguien estuvo vigilando la vicaría anoche?
El agente Judd se identificó y habló un poco más de la cuenta sobre el tiempo de perros que hacía y la lluvia que se le metía en los ojos, lo que quizá delatase que se había pasado la mitad de la noche guarecido debajo de un árbol. A Campbell no se le ocurría pensar que los policías estuviesen exentos de flaquezas humanas. En todo caso, Judd no había visto llegar ni marcharse a nadie; las luces se habían apagado a las diez y media, la hora de siempre. Pero había sido una noche de lo más destemplada, inspector…
Campbell consultó el reloj: las 7.15. Envió a Markew, que conocía al abogado, a que le detuviera en la estación. Dijo a Cooper y a Judd que aguardaran al veterinario y que espantasen a los mirones, y emprendió con Parsons y los restantes agentes el itinerario más directo hacia la vicaría. Había un par de setos por los que colarse y había que cruzar la vía de tren por el paso subterráneo, pero lo hicieron sin dificultades en menos de quince minutos. Bastante antes de las ocho, Campbell había apostado a un policía en cada esquina de la casa mientras él y Parsons hacían retumbar la aldaba. No eran sólo las veinte mozas; había también la amenaza de un balazo en la cabeza de Robinson con la pistola de alguien.
La criada acompañó a los dos policías a la cocina, donde la mujer y la hija del vicario estaban terminando el desayuno. Parsons juzgó que la mujer parecía asustada y su hija mestiza enfermiza.
– Me gustaría hablar con su hijo George.
La mujer del vicario era delgada y de complexión menuda; tenía casi todo el pelo blanco. Habló en voz baja, con un acusado acento escocés.
– Ya se ha marchado para su oficina. Toma el tren de las siete y treinta y nueve. Es abogado en Birmingham.
– Sé todo eso, señora. Tengo que pedirle que me enseñe la ropa de su hijo. Toda la ropa, sin excepción.
– Maud, ve a buscar a tu padre.
Parsons preguntó con un mero giro de la cabeza si debía seguir a la chica, pero Campbell le indicó que no. Alrededor de un minuto después apareció el vicario: un hombre bajo, fornido, de piel clara, sin ninguna de las rarezas de su hijo. Tenía el pelo blanco, pero Campbell pensó que era apuesto, dentro de su estilo hindú.
El inspector repitió su petición.
– Debo preguntarle cuál es el motivo de su investigación y si trae una orden de registro.
– Han encontrado a un pony de la mina… -Campbell titubeó un instante, a causa de la presencia de mujeres- en un campo cercano… Alguien lo ha herido.
– Y usted sospecha que ha sido mi hijo George.
La madre rodeó con un brazo a su hija.
– Digamos que sería muy útil para excluirle de la investigación, si es posible.
«La vieja mentira», pensó Campbell, casi avergonzado de volver a utilizarla.
– Pero ¿tiene usted una orden de registro?
– No la llevo conmigo en este momento, señor.
– Muy bien. Charlotte, enséñale la ropa de George.
– Gracias. Y supongo que no pondrá reparos a que mis agentes registren la casa y las inmediaciones.
– No, si eso ayuda a excluir a mi hijo de su investigación.
«Hasta ahora todo bien», pensó Campbell. En las barriadas de Birmingham, el padre le habría atacado con un atizador, la madre habría vociferado y la hija habría intentado arrancarle los ojos. No obstante, en algunos sentidos era más fácil, pues equivalía casi a una confesión de culpa.
Dijo a sus hombres que buscaran todo tipo de cuchillos o cuchillas, utensilios agrícolas u hortícolas que habrían podido utilizarse en la agresión, y fue con Parsons al piso de arriba. La ropa del abogado estaba extendida en la cama, incluidas camisas y ropa interior, como había pedido. Parecía limpia y seca al tacto.
– ¿Esto es toda su ropa?
La madre hizo una pausa antes de contestar.
– Sí -dijo. Y, al cabo de unos segundos-: Aparte de la que lleva puesta.
«Por supuesto -pensó Parsons-, ya imagino que no se habrá ido al trabajo desnudo. Qué declaración más rara.»
– Necesito ver su cuchillo -dijo, como de pasada.
– ¿Su cuchillo? -Ella le miró, interrogante-. ¿Se refiere al que usa para comer?
– No, al suyo. Todos los jóvenes tienen uno.
– Mi hijo es abogado -dijo el vicario, con cierta brusquedad-. Trabaja en una oficina. No se pasa el día afilando palos.
– No sé cuántas veces me han dicho que su hijo es abogado. Lo sé muy bien. Y sé también que todos los jóvenes tienen un cuchillo.
Tras unos susurros, la hija salió y volvió con un objeto corto y grueso que entregó con un ademán desafiante.
– Es su navaja botánica -dijo.
Campbell vio enseguida que aquel objeto no habría podido infligir el daño del que había sido testigo un rato antes. Fingió, sin embargo, un notable interés, llevando la navaja a la ventana y girándola a la luz.
– Hemos encontrado esto, señor.
Un policía sostenía un estuche que contenía cuatro navajas. Una de ellas parecía mojada. Otra tenía manchas rojas en el reverso.
– Son mis navajas de afeitar -dijo enseguida el vicario.
– Una está mojada.
– Sin duda porque me he afeitado con ella hace apenas una hora.
– Y su hijo… ¿con qué se afeita? Hubo una pausa.
– Con una de ellas.
– Ah. Así que no son, estrictamente hablando, sus navajas, señor, ¿no?
– Al contrario. Siempre han sido mías. Las tengo desde hace veinte años o más, y cuando llegó el momento de que mi hijo se afeitase le permití utilizar una.
– ¿Y lo sigue haciendo?
– Sí.
– ¿No se fía de él si utiliza navajas propias?
– No las necesita.
– Pero ¿por qué no puede tener navajas suyas?
Campbell lo pronunció como si fuera una pregunta a medias, a la espera de que alguien optara por responderla. No, pensó que no. Había algo ligeramente extraño en la familia, aunque no supiera concretar qué era. No se estaban negando a cooperar, pero al mismo tiempo no los sentía nada francos.
– Su hijo salió anoche.
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
– No lo sé exactamente. Una hora, quizá más. ¿Charlotte?
De nuevo, la mujer pareció emplear un tiempo desmesurado en ponderar una pregunta sencilla.
– Una hora y media, hora y tres cuartos -susurró al final. Tiempo de sobra para ir al campo y volver, como Campbell acababa de demostrar.
– ¿Y cuándo fue eso?
– Entre las ocho y las nueve y media -respondió el vicario, aunque Parsons había dirigido la pregunta a la mujer- Fue al botero.
– No, me refiero a después de eso.
– Después de eso no salió.
– Pero le he preguntado si salió por la noche y me ha dicho que sí.
– No, inspector, usted me ha preguntado si salió anoche, no por la noche.
Campbell asintió. No era lerdo, aquel clérigo.
– Bueno, me gustaría ver sus botas.
– ¿Sus botas?
– Sí, las botas con que salió. Y enséñeme el pantalón que llevaba.
Estaba seco, pero cuando Campbell volvió a examinarlo vio barro negro alrededor de los dobladillos. Cuando le mostraron las botas vio que también tenían costras de barro y que estaban aún húmedas.
– También he encontrado esto, señor -dijo el sargento que había llevado las botas-. A mí me parece húmedo.
Entregó un abrigo de sarga azul.
– ¿Dónde estaba esto? -El inspector pasó la mano por el abrigo-. Sí, está húmedo.
– Colgado al lado de la puerta de atrás, justo encima de las botas.
– Déjeme palparlo -dijo el vicario. Pasó una mano por la manga y dijo-: Está seca.
– Está húmedo -repitió Campbell, y pensó: «Y lo que es más, yo soy policía»-. ¿A quién pertenece?
– A George.
– ¿A George? Les he dicho que me enseñaran toda su ropa. Sin excepción.
– Se la hemos enseñado. -Esta vez era la madre-. Lo que yo considero su ropa es todo esto. Eso no es más que un abrigo viejo que nunca se pone.
– ¿Nunca?
– Nunca.
– ¿Se lo pone otra persona?
– No.
– Es de lo más misterioso. Un abrigo que nadie se pone pero que está colgado oportunamente junto a la puerta de atrás. Empecemos otra vez. Este abrigo es de su hijo. ¿Cuándo se lo puso por última vez?
Los padres se miraron. Al final, la madre dijo:
– No lo sé. Está demasiado astroso para que salga a la calle con él, y no hay motivo para que lo use en casa. Quizá se lo pone para la jardinería.
– Déjeme ver -dijo Campbell, levantando la prenda hacia la luz de la ventana-. Sí, aquí hay un pelo. Y… otro. Y… sí, otro más. ¿Parsons?
El sargento echó un vistazo y asintió.
– Déjeme ver, inspector. -El vicario fue autorizado a examinar el abrigo-. Esto no es un pelo. No veo ningún pelo.
La madre y la hija se sumaron al examen, tirando de la sarga azul, como en un bazar. El inspector las alejó con un gesto y depositó el abrigo en la mesa.
– Aquí -dijo, señalando el pelo más obvio.
– Es una liña -dijo la hija-. No es un pelo, es una liña.
– ¿Qué es una liña?
– Una hebra, una hebra suelta. Todo el mundo lo ve, cualquiera que haya cosido alguna vez.
Campbell no había cosido en su vida, pero detectaba el pánico en la voz de una muchacha.
– Y mire estas manchas, sargento.
En la manga derecha había dos regueros separados, uno blanquecino, el otro tirando a oscuro. Ni el inspector ni Parsons hablaron, pero los dos estaban pensando lo mismo. Blanquecina, la saliva del pony; oscura, su sangre.
– Ya le he dicho que no es más que un abrigo viejo. Nunca saldría con él. No, desde luego, para ir a ver al botero.
– ¿Entonces por qué está húmedo?
– No está húmedo.
La hija adujo otra explicación provechosa para su hermano.
– Quizá a usted le parece húmedo sólo porque estaba colgado junto a la puerta trasera.
Nada impresionado, Campbell recogió el abrigo, las botas, el pantalón y otras prendas que consideraron habían sido usadas la noche anterior; también se llevó las navajas. Ordenó a la familia que no estableciera contacto con George hasta que la policía les autorizase. Apostó un hombre fuera de la vicaría y a los demás les ordenó que se repartieran el terreno. Después volvió con Parsons al campo, donde Lewis había concluido su examen y solicitaba permiso para sacrificar al pony. Campbell tendría el informe del veterinario al día siguiente. El inspector le pidió que le cortara una tira de piel al animal muerto. El agente Cooper habría de llevarla, junto con la ropa, al doctor Butter en Cannock.
En la estación de Wyrley, Markew informó de que el abogado, cortante, había desobedecido su petición de que esperase. Por consiguiente, Campbell y Parsons tomaron el primer tren disponible a Birmingham: el de las 9.53.
– Extraña familia -dijo el inspector, cuando cruzaban el canal entre Bloxwich y Walsall.
– Muy extraña. -El sargento se mordió el labio un rato-. Si me permite decírselo, señor, parecen bastante sinceros.
– Sé lo que quiere decir. Es algo que los criminales harían bien en estudiar.
– ¿Qué, señor?
– No mentir más de lo que necesitan.
– Eso será cuando las ranas críen pelo -se rió Parsons-. Con todo, hay que compadecerles, en un sentido. Que le ocurra a esa clase de familia. Una oveja negra, si me permite la expresión.
– Claro que se la permito.
Poco después de las once de la mañana, los dos policías se presentaron en el 54 de Newhall Street. Era una oficina pequeña, de dos habitaciones, con una secretaria que custodiaba la puerta del abogado. George Edalji estaba sentado pasivamente ante su escritorio, y tenía mala cara.
Campbell, alerta ante cualquier movimiento súbito del hombre, dijo:
– No queremos registrarle aquí, pero tendrá que entregarme su pistola.
Edalji le miró sin expresión.
– No tengo pistola.
– ¿Qué es eso, entonces?
El inspector señaló con un gesto un objeto largo y reluciente que George tenía delante, sobre la mesa. El abogado habló con una voz cansadísima.
– Eso, inspector, es la llave de la puerta de un vagón de tren.
– Era una broma -contestó Campbell. Pero estaba pensando: «llaves». La llave de la escuela de Walsall de tantos años atrás, y ahora había otra. Intuía en aquel hombre algo muy raro.
– La uso como pisapapeles -explicó el abogado-. Como quizá recuerde, soy una autoridad en materia de legislación ferroviaria.
Campbell asintió. Después informó de sus derechos al abogado y le detuvo. En el trayecto en coche hacia el calabozo de Newton Street, Edalji dijo a los oficiales:
– Esto no me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo.
Campbell miró de soslayo a Parsons, que tomó nota en el acto de aquellas palabras.
En Newton Street le quitaron el dinero, el reloj y una navaja pequeña. También intentaron quitarle el pañuelo, por si trataba de estrangularse. George objetó que era de lo más inadecuado para semejante propósito y le permitieron conservarlo.
Le tuvieron una hora en una celda clara y limpia y luego fueron a buscarlo para llevarlo en el tren de las 12.40 de New Street a Cannock. George pensó: «13.08: salida de Walsall. Birchills: 13.12. Bloxwich: 13.16. Wyrley y Churchbridge: 13.24. Cannock: T3.29». Los dos policías dijeron que no le esposarían durante el trayecto, y George se lo agradeció. Aun así, cuando el tren llegó a Wyrley, bajó la cabeza y levantó una mano hasta la mejilla por si Merriman o el maletero se fijaban en el uniforme del sargento y divulgaban la noticia.
En Cannock le trasladaron a la comisaría en un carruaje. Allí midieron su estatura y tomaron nota de sus datos personales. Le examinaron en busca de manchas de sangre. Un oficial le pidió que se quitara los gemelos y luego le inspeccionó los puños. Dijo:
– ¿Llevaba esta camisa en el campo anoche? Tiene que habérsela cambiado. Aquí no hay sangre.
George no contestó. No le vio sentido. Si respondía que no, daría pie al oficial para que dijera: «Así que admite que estuvo en el campo anoche. ¿Qué camisa llevaba?». George pensó que hasta aquel momento había cooperado en todo; en adelante contestaría únicamente a preguntas que fueran necesarias y no capciosas.
Le encerraron en una celda con poca luz y menos aire, y que olía como un urinario público. Hasta carecía de agua para lavarse. Le habían quitado el reloj pero calculó que serían alrededor de las dos y media. «Quince días antes -pensó-, sólo quince días, Maud y yo habíamos terminado nuestro pollo asado y la tarta de manzana en el Belle Vue y caminábamos por Marine Terrace hacia los jardines del castillo, donde hice una pequeña observación sobre la ley de venta de bienes y un transeúnte intentó señalar el Snowdon.» Ahora estaba sentado en el catre de un calabozo, respirando lo más brevemente que podía y a la espera de lo que se avecinara. Al cabo de un par de horas le llevaron a la sala de interrogatorios, donde le aguardaban Campbell y Parsons.
– Bien, señor Edalji, ya sabe por qué estamos aquí.
– Sé por qué está usted aquí. Y se pronuncia Aydlji, no E-dal-ji.
Campbell hizo caso omiso. Pensó: «Te llamaré como quiera a partir de ahora, señor abogado».
– ¿Yconoce sus derechos legales?
– Creo que sí, inspector. Conozco las normas del procedimiento policial. Conozco las leyes de pruebas y el derecho de los acusados a guardar silencio. Conozco las reparaciones previstas en casos de detención ilegal y prisión errónea. Conozco, en efecto, las leyes de la difamación. Y también conozco el plazo de que dispone para acusarme y el plazo con que cuenta después para presentarme ante los instructores.
Campbell había esperado cierto grado de desafío, aunque no del tipo normal, que muchas veces había que reducir con ayuda de un sargento y de varios agentes.
– Bueno, eso también nos facilita las cosas a nosotros. Sin duda nos informará de si rebasamos la raya. Entonces ya sabe por qué está aquí.
– Estoy aquí porque usted me ha detenido.
– Señor Edalji, no sirve de nada hacerse el listo conmigo. He lidiado con casos mucho más duros que usted. Ahora dígame por qué está aquí.
– Inspector, no tengo intención de responder a los comentarios de orden general que con toda seguridad usted emplea para embaucar a delincuentes comunes. Tampoco responderé si usted emprende lo que la judicatura desestimaría como un tanteo del terreno. Contestaré, con la mayor veracidad posible, a cualquier pregunta específica y pertinente que quiera formular.
– Muy amable por su parte. Hábleme del Capitán.
– ¿Qué capitán?
– Dígamelo usted.
– No conozco a nadie llamado el Capitán. A no ser que se refiera al capitán Aston.
– No me venga con impertinencias, George. Sabemos que visita al Capitán en Northfield.
– No he estado en Northfield en mi vida, que yo sepa. ¿En qué fechas se supone que visité Northfield?
– Hábleme de la banda de Great Wyrley.
– ¿La banda de Great Wyrley? Ahora es usted el que habla como en un novelón barato, inspector. Nunca he oído hablar de esa banda.
– ¿Cuándo conoció a Shipton?
– No conozco a nadie que se llame Shipton.
– ¿Cuándo conoció al mozo de estación Lee?
– ¿Mozo de estación? Maletero, querrá decir.
– Pues maletero, si es eso lo que hace.
– No conozco a ninguno que se llame Lee. Aunque, que yo sepa, puede que haya saludado a maleteros sin saber su nombre, y uno de ellos podría llamarse Lee. El maletero que hay en Wyrley y Churchbridge se llama Janes.
– ¿Cuándo conoció a William Greatorex?
– No conozco a ningún… ¿Greatorex? ¿Aquel chico del tren? ¿El que va a la escuela de Walsall? ¿Qué tiene que ver con esto?
– Dígamelo usted.
Silencio.
– ¿Así que Shipton y Lee son miembros de la banda de Great Wyrley?
– Inspector, mi respuesta a esto está plenamente implícita en mis respuestas anteriores. Por favor, no insulte a mi inteligencia.
– Su inteligencia es importante para usted, ¿verdad, señor Edalji?
Silencio.
– Es importante para usted ser más inteligente que otras personas, ¿verdad? Silencio.
– ¿Es usted el Capitán?
Silencio.
– Dígame exactamente sus movimientos de ayer.
– Ayer. Fui a trabajar como siempre. Estuve en mi bufete de Newhall Street todo el día, salvo cuando fui a comer mis bocadillos en St. Philip's Place. Volví como siempre, a eso de las seis y media. Resolví unos asuntos…
– ¿Qué asuntos?
– Asuntos jurídicos que me había llevado del bufete. La tramitación del traspaso de una pequeña propiedad.
– ¿Y después?
– Después salí de casa y fui andando a ver a Hands, el botero.
– ¿Por qué?
– Porque me está haciendo un par de botas.
– ¿Hands también está metido en esto?
Silencio.
– ¿Y?
– Y hablé con él mientras me hacía una prueba. Después estuve paseando un rato. Volví a cenar poco antes de las nueve y media.
– ¿Por dónde dio el paseo?
– Por allí. Por los caminos. Paseo todos los días. No suelo fijarme mucho.
– ¿De modo que caminó hacia la mina?
– No, creo que no.
– Vamos, George, usted sabe hacerlo mejor. Ha dicho que paseó en todas direcciones pero que no se acuerda de cuál siguió. Una de las direcciones desde Wyrley lleva a la mina. ¿Por qué no habría de caminar hacia allí?
– Si me permite un momento. -George se apretó la frente con los dedos-. Ahora me acuerdo. Fui por la carretera a Churchbridge. Luego giré a la derecha, hacia Watling Street Road, después a Walk Mill y luego recorrí el camino hasta por lo menos la granja de Green.
A Campbell le maravilló que fuera tan concreto alguien que no se acordaba de hacia dónde caminaba.
– ¿Ya quién vio en la granja de Green?
– A nadie. No entré. No conozco a los dueños.
– ¿Ya quién vio en su paseo?
– A Hands.
– No. A Hands lo vio antes del paseo.
– No estoy seguro. ¿No me ha estado siguiendo uno de sus agentes especiales? Sólo necesita consultarle para tener un informe completo de mis movimientos.
– Oh, lo tendré, sí, lo tendré. Y no sólo el de él. De modo que después cenó. Y luego volvió a salir.
– No. Después de cenar me fui a la cama.
– ¿Y luego se levantó y salió?
– No, ya le he dicho cuándo salí.
– ¿Qué ropa llevaba?
– ¿Qué llevaba? Botas, pantalón, chaqueta y abrigo.
– ¿Qué tipo de abrigo?
– Uno de sarga azul.
– ¿El que está colgado junto a la puerta de la cocina, donde deja las botas?
George frunció el ceño.
– No, ése es uno viejo que uso en casa. Llevaba otro que dejo en el perchero.
– ¿Entonces por qué estaba húmedo el abrigo colgado junto a la puerta trasera?
– No lo sé. No lo he tocado desde hace semanas, si no meses.
– Se lo puso anoche. Podemos demostrarlo.
– Entonces tendrá que hacerlo ante el tribunal.
– La ropa que se puso anoche tenía adheridos pelos de animal.
– No es posible.
– ¿Está llamando mentirosa a su madre?
Silencio.
– Pedimos a su madre que nos enseñara la ropa que se puso anoche. Ella nos la enseñó. Algunas prendas tenían pelos de animal. ¿Cómo lo explica?
– Bueno, vivo en el campo, inspector. Por mis pecados.
– ¿Por sus pecados? Pero no ordeña vacas ni hierra caballos, ¿no?
– Eso es evidente. Quizá me apoyé en la cancilla de un prado donde había vacas.
– Anoche llovió y sus botas estaban mojadas esta mañana.
Silencio.
– Es una pregunta, señor Edalji.
– No, inspector, es una declaración tendenciosa. Ha examinado mis botas. No me sorprende que estuviesen mojadas. Los caminos lo están en esta época del año.
– Pero los campos están más mojados, y anoche llovió.
Silencio.
– ¿Así que no niega que salió de la vicaría entre las nueve y media de la noche y el alba?
– Después del alba. Salí de casa a las siete y veinte.
– Pero no tiene manera de probarlo.
– Al contrario. Mi padre y yo dormimos en la misma habitación. Todas las noches cierra la puerta con llave.
El inspector paró en seco. Miró a Parsons, que aún estaba escribiendo las últimas palabras. Había oído algunas coartadas chapuceras en su vida, pero la verdad…
– Perdone, pero ¿puede repetir lo que acaba de decir?
– Mi padre y yo dormimos en la misma habitación. Todas las noches cierra la puerta con llave.
– ¿Desde cuándo tienen ese… hábito?
– Desde que yo tenía diez años.
– ¿Y ahora tiene?
– Veintisiete.
– Ya veo. -Campbell no lo veía en absoluto-. Y su padre…, cuando cierra con llave…, ¿sabe dónde la guarda?
– No la guarda en ningún sitio. La deja en la cerradura.
– O sea que para usted es facilísimo salir de la habitación.
– No necesito salir.
– ¿Una necesidad natural?
– Hay un orinal debajo de la cama. Pero nunca lo uso.
– ¿Nunca?
– Nunca.
– Muy bien. La llave está siempre en la cerradura. Entonces no le hace falta buscarla.
– Mi padre tiene un sueño muy ligero y actualmente sufre de lumbago. Se despierta con facilidad. La llave produce un chirrido muy fuerte cuando gira.
Campbell hizo lo que pudo para no reírse en la cara de George. ¿Por quién les tomaba?
– Todo eso parece muy práctico, si me permite decirlo, señor. ¿Nunca ha pensado en aceitar la cerradura?
Silencio.
– ¿Cuántas navajas tiene?
– ¿Cuántas navajas? No tengo ninguna.
– Pero usted se afeita, supongo, ¿no?
– Me afeito con una de mi padre.
– ¿Por qué no le dejan utilizar una propia?
Silencio.
– ¿Qué edad tiene usted, señor Edalji?
– Hoy ya he contestado a esa pregunta tres veces. Le sugiero que consulte sus notas.
– Un hombre de veintisiete años al que no le permiten utilizar una navaja propia y al que su padre, que tiene el sueño muy ligero, encierra en su dormitorio todas las noches. ¿Se da cuenta de que es usted un individuo extraordinariamente raro?
Silencio.
– Extraordinariamente raro, yo diría. Y… hábleme de los animales.
– Eso no es una pregunta, sino un palo de ciego.
George advirtió la incongruencia de su respuesta y no pudo evitar sonreír.
– Discúlpeme. -El inspector estaba cada vez más irritado. Hasta entonces había tratado con suavidad al chico. Bueno, no sería muy difícil convertir a un abogado engreído en un escolar llorica-. Pues aquí va una pregunta. ¿Qué piensa de los animales? ¿Le gustan?
– ¿Qué pienso de los animales? ¿Si me gustan? No, en general no me gustan.
– Era de esperar.
– No, inspector, déjeme explicarme. -George había intuido que Campbell endurecía su actitud y le pareció una buena táctica relajar sus normas de combate-. Cuando tenía cuatro años me llevaron a ver una vaca. Se ensució encima. Es casi mi primer recuerdo.
– ¿El de una vaca que se ensucia?
– Sí. Creo que desde aquel día desconfío de los animales.
– ¿Desconfía?
– Sí. De lo que pueden hacer. No son fiables.
– Ya veo. ¿Y dice que es su primer recuerdo?
– Sí.
– Y desde entonces desconfía de los animales. De todos.
– Bueno, no del gato que tenemos en casa. Ni del perro de la tía Stoneham. Les tengo mucho cariño.
– Ya veo. Pero no a los animales grandes. Como las vacas.
– Exacto.
– ¿Los caballos?
– Sí, los caballos no son de fiar.
– ¿Las ovejas?
– Las ovejas sólo son estúpidas.
– ¿Los mirlos? -pregunta el sargento Parsons.
Son las primeras palabras que ha dicho.
– Los mirlos no son animales.
– ¿Los monos?
– No hay monos en Staffordshire.
– De eso estamos segurísimos, ¿eh?
George siente que su ira crece. Aguarda adrede antes de contestar.
– Inspector, permítame decirle que las tácticas de su sargento son desatinadas.
– Oh, no creo que sean tácticas, señor Edalji. El sargento Parsons es un buen amigo del sargento Robinson, de Hednesford. Alguien ha amenazado al sargento Robinson con pegarle un tiro en la cabeza.
Silencio.
– Alguien ha amenazado también con cortar en rodajas a veinte mozas del pueblo donde usted vive.
Silencio.
– Bueno, no parece que le inmuten estas informaciones, sargento. Por lo visto no son una gran sorpresa.
Silencio. George pensó: «Es un error darle algo. Todo lo que no sea una respuesta directa a una pregunta directa es darle algo. No lo hagas».
El inspector consultó una libreta que tenía delante.
– Cuando le hemos detenido ha dicho: «No me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo». ¿Qué quería decir?
– Quería decir lo que he dicho.
– Bueno, déjeme que le diga cómo he interpretado yo lo que ha dicho, y cómo lo ha interpretado el sargento Parsons, y cómo lo interpretaría el hombre de la calle. Que al fin le han atrapado y que es un alivio que lo hayan hecho.
Silencio.
– Entonces, ¿por qué cree que está aquí?
Silencio.
– Quizá piense que es porque su padre es indio.
– Mi padre, en realidad, es parsi.
– Sus botas están manchadas de barro.
Silencio.
– Su navaja tiene rastros de sangre.
Silencio.
– Su abrigo tiene pelos de caballo.
Silencio.
– No le ha sorprendido que le detuvieran.
Silencio.
– No creo que nada de esto tenga que ver con el hecho de que su padre sea indio, parsi u hotentote.
Silencio.
– Bueno, parece que se ha quedado sin palabras, sargento. Debe de guardarlas para los instructores de Cannock.
George fue conducido de nuevo a su celda, donde le esperaba un plato de comida fría. La desdeñó. Cada veinte minutos oía el chirrido de la mirilla; cada hora -o eso calculó- abrían la puerta y un policía le inspeccionaba.
En su segunda visita, el carcelero, que a todas luces se ajustaba a un guión, dijo:
– Bueno, señor Edalji, lamento que esté aquí, pero ¿cómo se las arregló para burlar a todos nuestros colegas? ¿A qué hora destripó al caballo?
Como George nunca le había visto, la expresión conmiserativa le hizo poca mella y no le arrancó una respuesta. Una hora después, el policía dijo:
– Francamente, mi consejo, señor, es que descubra el pastel. Porque si no usted, alguien se verá obligado a hacerlo.
En la cuarta visita, George preguntó si aquellas comprobaciones constantes continuarían durante toda la noche.
– Las órdenes son órdenes.
– ¿Y tiene orden de mantenerme despierto?
– Oh, no, señor. Tengo orden de mantenerle vivo. Me juego el cuello si usted se causa algún daño.
George comprendió que con protestas no conseguiría que cesaran las interrupciones cada hora. El agente prosiguió:
– Desde luego, si se internara sería más fácil para todos, incluido usted mismo.
– ¿Internarme? ¿Dónde?
El carcelero se removió ligeramente.
– En un lugar seguro.
– Ah, ya -dijo George, recobrando de repente la cólera-. Quiere que diga que soy un chiflado.
Empleó la palabra aposta, recordando claramente la censura de su padre.
– Suele ser más fácil para toda la familia. Piénselo, señor. Piense en cuánto afectará a sus padres. Tengo entendido que son algo mayores.
La puerta de la celda se cerró. Tumbado en el catre, George estaba tan exhausto y furioso que no podía dormir. Volvió con el pensamiento a la vicaría, al aldabonazo y la casa llena de policías. Pensó en su padre, su madre, Maud. En su bufete de Newhall Street, ahora vacío y cerrado con llave; en la secretaria, enviada a su casa hasta nuevo aviso. En su hermano Horace abriendo un periódico a la mañana siguiente. En sus colegas de Birmingham comunicándose por teléfono la noticia.
Pero por debajo de la extenuación, la ira y el miedo, descubrió otro sentimiento: alivio. Por fin le había sobrevenido: tanto mejor. Había podido hacer bien poco contra los bromistas, los acosadores y los remitentes de basura anónima, y no mucho más cuando la policía empezó a desbarrar: sólo pudo ofrecerles un consejo sensato que ellos habían menospreciado. Pero sus torturadores y las pifias policiales le habían conducido a un lugar seguro. A su segundo hogar, las leyes de Inglaterra. Ahora sabía dónde estaba. Aunque su trabajo rara vez le llevaba a un tribunal, los conocía como una parte de su territorio natural. Había atendido suficientes casos para haber visto a particulares con la boca reseca de pánico, apenas capaces de testificar en presencia del solemne esplendor de la ley. Había visto a policías, al principio todo botones de latón y aplomo, reducidos a botarates mentirosos por un defensor medianamente decente. Y había observado -no, más que observado, presentido, casi tocado- aquellos hilos invisibles, irrompibles, que unían a todos los que tenían por oficio impartir justicia. Jueces, instructores, abogados, actuarios, ujieres: aquello era su feudo, donde hablaban entre sí una lingua franca que a menudo otros apenas entendían.
Claro que el asunto no llegaría hasta los jueces y los abogados de rango superior. La policía no tenía pruebas en su contra y él disponía de la coartada más sólida que se podía tener. Un clérigo de la Iglesia anglicana juraría sobre la Santa Biblia que su hijo dormía como un leño en un dormitorio cerrado con llave a la hora en que se estaba cometiendo el delito. En vista de lo cual, los instructores [10] se mirarían unos a otros y ni siquiera se molestarían en retirarse a deliberar. El inspector Campbell recibiría un severo rapapolvo y ahí quedaría todo. Por descontado, él tendría que contratar al abogado idóneo, y para aquel asunto pensó en Litchfield Meek. Caso sobreseído, costas concedidas, liberado sin una mancha en su reputación, la policía acerbamente criticada.
No, se estaba exaltando. Además, iba muy por delante de los acontecimientos, como cualquier espectador ingenuo. En todo momento debía pensar como un abogado. Tenía que prever lo que la policía alegaría, lo que su defensor necesitaba saber, lo que el tribunal admitiría. Tenía que recordar con absoluta certeza dónde estaba, qué hizo y qué dijo, y qué le dijo quién, a lo largo del período completo de la supuesta actividad delictiva.
Repasó sistemáticamente los dos últimos días y se aprestó a demostrar, más allá de toda duda razonable, el suceso más simple y menos controvertido. Enumeró los testigos que quizá necesitase: su secretaria, el botero Hands, el jefe de estación Merriman. Cualquiera que le hubiese visto hacer algo. Como Markew. Ya sabía a quién apelar si Merriman no corroboraba el hecho de que había tomado el tren de las 7.39 a Birmingham. George estaba de pie en el andén cuando Joseph Markew le abordó y le sugirió que tomase otro tren posterior, porque el inspector Campbell deseaba hablarle. Markew era un ex policía que en la actualidad poseía una posada; era muy posible que le hubieran contratado como agente especial, pero él no lo dijo. George había preguntado qué quería Campbell, pero Markew dijo que no lo sabía. George, al cavilar sobre la decisión que tomaría, se preguntó también qué estarían pensando de aquella conversación los demás pasajeros, y entonces Markew había adoptado una actitud intimidatoria y había dicho algo como… no, no era eso, porque de golpe recordó las palabras textuales. Markew había dicho: «Oh, vamos, señor Edalji, ¿no puede tomarse un día libre?». Y George había pensado, la verdad, amigo mío, es que ya me lo tomé hace dos semanas exactas, y fui a Aberystwyth con mi hermana, pero en materia de vacaciones seguiré mi propio consejo, o el de mi padre, y no el de la policía de Staffordshire, cuya conducta en las últimas semanas no puede decirse que se haya distinguido por su extrema urbanidad. Así que le había explicado que un asunto urgente le aguardaba en Newhall Street, y cuando llegó el tren de las 7.39 dejó plantado a Markew en el andén.
George rememoró otras conversaciones, hasta las más triviales, con la misma minuciosidad. Al final se durmió; o más bien fue menos consciente del chirrido de la mirilla y las intrusiones del carcelero. Por la mañana le llevaron un cubo de agua, un pedazo de jabón moteado y un trapo a modo de toalla. Le permitieron ver a su padre, que le llevaba el desayuno de la vicaría. También le consintieron escribir dos breves cartas explicando a los clientes por qué habría algún retraso en sus casos inmediatos.
Como una hora más tarde llegaron dos agentes para conducirle a la sala de la audiencia. Mientras esperaban para ponerse en marcha, los guardianes no le prestaron atención y hablaron a grito pelado de un caso que claramente les interesaba mucho más que el de George. Se trataba de la misteriosa desaparición de una médico en Londres.
– Uno setenta y cinco, nada menos.
– Difícil no verla, entonces.
– Eso parece, ¿no?
Le escoltaron a lo largo de los ciento cincuenta metros de distancia desde la comisaría, y a través de un gentío en cuya actitud prevalecía, al parecer, la curiosidad. En un momento dado, una anciana gritó insultos incoherentes, pero se la llevaron. En la sala le aguardaba el señor Litchfield Meek: un letrado de la vieja escuela, flaco y de pelo blanco, tan conocido por su cortesía como por su obstinación. A diferencia de George, no esperaba un sobreseimiento inmediato del caso.
Aparecieron los instructores: J. Williamson, J. T. Hatton y el coronel R. S. Williamson. George Ernest Thompson Edalji fue acusado del acto ilegal y deliberado de herir el 17 de agosto a un caballo propiedad de la empresa minera de Great Wyrley. El acusado se declaró inocente y el inspector Campbell fue convocado para presentar las pruebas de la policía. Testificó que hacia las siete de la mañana le habían llamado a un campo cercano a la mina, y que había encontrado a un pony malherido al que en última instancia hubo que sacrificar. Se dirigió desde el campo a la casa del preso, donde encontró un abrigo con manchas de sangre en los puños, manchas blanquecinas de saliva en las mangas y pelos en las mangas y el pecho. Había un chaleco con un reguero de saliva. El bolsillo del abrigo contenía un pañuelo con las iniciales SE y una mancha pardusca en una esquina que podría haber sido sangre. Después, acompañado por el sargento Parsons, fue al lugar de trabajo del preso en Birmingham, donde le detuvo y le condujo a Cannock para interrogarlo. El acusado negó que la ropa que le habían descrito fuera la que llevaba la noche anterior; pero al decirle que su madre había confirmado este punto, confesó el hecho. Luego le interrogaron sobre los pelos en la ropa. Al principio negó que los hubiese, pero después sugirió que quizá se le hubiesen adherido al recostarse en una cancilla.
George miró a su defensor: aquello no era en absoluto el contenido de su conversación con el inspector la tarde de la víspera. Pero a Meek no le interesaba intercambiar miradas con su cliente. En lugar de eso, se levantó y le hizo a Campbell unas preguntas que a George le parecieron inocuas, cuando no directamente amistosas.
Después Meek llamó al reverendo Shapurji Edalji, al que describió como un «clérigo que ha recibido las órdenes sagradas». George observó cómo su padre esbozaba, de una forma precisa pero con pausas bastante largas, las disposiciones a la hora de acostarse en la vicaría; que siempre cerraba con llave la puerta del dormitorio; que costaba trabajo girar la llave, y que chirriaba; que tenía el sueño muy ligero y que en los últimos meses le mortificaban los dolores de lumbago, y que sin duda se habría despertado si alguien hubiese girado la llave; y que en ningún caso había dormido hasta más tarde de las cinco de la mañana.
El comisario Barrett, un hombre rechoncho, con una corta barba blanca, la gorra sujeta contra la prominencia de su panza, dijo al tribunal que el jefe de la policía le había encomendado que se opusiera a la fianza. Tras una breve consulta, los instructores dictaminaron que el preso comparecería de nuevo ante ellos el lunes siguiente, fecha en que oirían los argumentos para la fianza. Entretanto sería trasladado a la cárcel de Stafford. Y eso fue todo. Meek prometió visitar a George al día siguiente, probablemente por la tarde. George le pidió que le llevara un periódico de Birmingham. Necesitaba saber lo que les estaban contando a sus colegas. Prefería la Gazette, pero el Post sería suficiente.
En la cárcel de Stafford le preguntaron a qué religión pertenecía y también si sabía leer y escribir. A continuación le dijeron que se desvistiera y le ordenaron que se colocase en una postura humillante. Fue conducido a presencia del director, el capitán Synge, que le dijo que se alojaría en el ala del hospital hasta que hubiera una celda disponible. Después le explicaron sus privilegios como preso preventivo: estaba autorizado a vestir su propia ropa, a hacer ejercicio, escribir cartas, recibir periódicos y revistas. Le permitirían mantener con su abogado conversaciones privadas que observaría un celador desde el otro lado de una puerta de cristal. Todas las demás entrevistas serían vigiladas.
A George le habían detenido con su ligero traje de verano y sólo un sombrero de paja para la cabeza. Pidió permiso para mandar que le enviaran una muda. Le dijeron que lo prohibía el reglamento. Era un privilegio de un recluso preventivo vestir su propia ropa, pero no había que entender que esto implicaba el derecho de reunir un vestuario privado en su celda.
LA SENSACIÓN DE GREAT WYRLEY, leyó George la tarde siguiente. PROCESADO EL HIJO DEL VICARIO. «La sensación que causó la noticia en todo el distrito de Cannock Chase fue puesta de manifiesto por la multitud que ayer pobló las carreteras que llevan a la vicaría de Great Wyrley, donde residía el acusado, y al juzgado de la policía y la comisaría de Cannock.»
A George le consternó la idea de que asediaran la vicaría. «La policía fue autorizada a registrar sin una orden. Que se sepa con certeza hasta ahora, el resultado del registro han sido cierto número de prendas manchadas de sangre, una serie de navajas y un par de botas encontradas en un campo cercano al escenario de la última mutilación.»
– Encontradas en un campo -le repitió a Meek-. ¿Encontradas en un campo? ¿Alguien puso mis botas en un campo? ¿Cierto número de prendas manchadas de sangre? ¿Un número?
Meek mostró una calma asombrosa ante todo esto. No, no tenía intención de interrogar a la policía sobre el presunto hallazgo de un par de botas en un campo. No, no se proponía pedir a la Daily Gazette de Birmingham que publicara una retractación relativa al número de prendas manchadas de sangre.
– Si me permite una sugerencia, señor Edalji.
– Por supuesto.
– Como podrá imaginar, he tenido muchos clientes en situaciones similares a la suya, e insisten sobre todo en leer las crónicas de prensa sobre su caso. A veces se sulfuran un poco al leerlas. Cuando eso ocurre, siempre les aconsejo que lean la columna siguiente. A menudo les ayuda.
– ¿La columna siguiente?
George desplazó la mirada cinco centímetros a la izquierda. El titular era MÉDICO DESAPARECIDA. Y debajo: SIN PISTAS SOBRE LA SEÑORITA HICKMAN.
– Léalo en voz alta -dijo Meek.
– «Aún no hay pistas sobre la desaparición de la señorita Sophie Frances Hickman, médico del Royal Free Hospital…»
Meek pidió a George que le leyera la columna entera. Escuchó con atención, suspirando y moviendo la cabeza, y hasta succionó aire de vez en cuando.
– Pero señor Meek -dijo George al final-, ¿cómo voy a saber si algo de todo esto es cierto, después de ver lo que dicen sobre mí?
– Ése es mi argumento.
– Aun así… -Los ojos de George se desviaban como atraídos por imanes hacia el artículo sobre él-. Aun así. «El acusado, como da a entender su nombre, es de origen oriental.» Es como si dijeran que soy chino.
– Le prometo, señor Edalji, que si alguna vez dicen que es usted chino, tendré unas palabras a solas con el redactor jefe.
El lunes siguiente, George fue trasladado otra vez de Stafford a Cannock. En esta ocasión el gentío en el trayecto a la audiencia pareció más turbulento. Unos hombres corrieron junto al coche, dando saltos para mirar dentro; otros daban golpes en las portezuelas y agitaban palos en el aire. George se alarmó, pero los agentes de escolta actuaron como si aquello fuera normal.
En esta ocasión estuvo presente el capitán Anson; George reparó en la figura autoritaria que le miraba con ferocidad. Los instructores anunciaron que exigirían tres fiadores distintos, dada la gravedad del cargo. El padre de George dudó de que pudiera encontrar tantos. En consecuencia, los instructores pospusieron la vista al mismo día de la semana siguiente, en Penkridge.
Allí especificaron más los términos de la fianza. Las sumas exigidas eran las siguientes: 200 libras George, 100 su padre, otras 100 su madre y roo más de un tercero. Pero eso suponía cuatro fiadores, no los tres que habían decretado en Cannock. A George le pareció una mascarada. Sin esperar a Meek, se levantó.
– No deseo una fianza -dijo a los instructores-. He recibido varias ofertas, pero prefiero no tener fianza.
Así pues, la vista se fijó para el jueves siguiente, 3 de septiembre, en Cannock. El martes, Meek fue a verle con malas noticias.
– Van a añadir una segunda acusación, la de amenazar de muerte mediante un disparo al sargento Robinson de Hednesford.
– ¿Han encontrado una pistola al lado de mis botas en el campo? -preguntó George, incrédulo-. ¿Disparo? ¿Matar de un disparo al sargento Robinson? Señor Meek, ¿no están en sus cabales? ¿Qué demontres quiere decir esto?
– Quiere decir -contestó Meek, como si el arrebato de su cliente hubiera sido una pregunta sencilla y mesurada-, quiere decir que los instructores están decididos a que le procesen. Por débiles que sean las pruebas, es muy improbable que ahora pudieran exculparle.
Más tarde, George estaba sentado en su cama del ala del hospital. La incredulidad aún le quemaba como una dolencia. ¿Cómo podían hacerle aquello? ¿Cómo podían pensar tales cosas? ¿Cómo eran capaces de empezar a creerlo? Enfurecerse era para él algo tan nuevo que no sabía contra quién dirigir su furia:
¿Campbell, Birmingham, Anson, el abogado de la policía, los instructores? Bueno, por el momento se cebaría en estos últimos. Meek había dicho que iban a decretar su enjuiciamiento: como si no tuvieran capacidad mental, como si fueran marionetas o autómatas. Pero en suma, ¿qué eran aquellos instructores? Apenas miembros cualificados de la profesión jurídica. La mayoría no eran más que aficionados fatuos, investidos de una breve y pequeña autoridad.
Le estremecieron sus palabras despectivas y de inmediato le avergonzó su agitación. Por eso la cólera era un pecado: conducía a la falsedad. Sin duda, los instructores de Cannock no eran mejores ni peores que los de otros sitios; tampoco recordaba que hubieran proferido una palabra de la que él disintiera por completo. Y cuanto más pensaba en ellos, tanto más empezaba a imponerse su condición de abogado. La incredulidad se atenuó hasta convertirse en una mera decepción intensa, y luego en un pragmatismo resignado. Era a todas luces mucho mejor que su caso lo viera un tribunal superior. Eran necesarios letrados acreditados y un entorno más grave para administrar la justicia y la reprensión debidas. La audiencia de Cannock era el marco más inapropiado. Para empezar, apenas era más grande que el aula de la vicaría. Ni siquiera había un banquillo propiamente dicho: los presos se veían obligados a sentarse en una silla en medio de la sala.
Allí lo colocaron la mañana del 3 de septiembre; se sintió observado desde todos los ángulos, sin saber si aquella posición le daba un mayor aspecto de ser el listo o el burro de la clase. El inspector Campbell testificó por extenso, pero se apartó poco de lo que había declarado anteriormente. La primera declaración nueva de la policía fue del agente Cooper, que refirió que en las horas que siguieron al descubrimiento del animal herido había tomado posesión de una de las botas del prisionero, que tenían un tacón singularmente gastado. Lo había comparado con las huellas en el campo donde habían encontrado al pony, y asimismo con las marcas cercanas a una pasarela de madera próxima a la vicaría. Había apretado el tacón de la bota del señor Edalji contra la tierra mojada y descubrió, al retirar la bota, que las huellas coincidían.
El sargento Parsons admitió a continuación que estaba al mando del grupo de veinte agentes especiales desplegados para perseguir a la banda de mutiladores. Declaró que durante el registro del dormitorio de Edalji había hallado un estuche de cuatro navajas. Una de ellas estaba mojada, tenía manchas pardas y uno o dos pelos adheridos a la hoja. El sargento se la había enseñado al padre de Edalji, que comenzó a limpiarla con los pulgares.
– ¡Eso no es cierto! -gritó el vicario, poniéndose de pie.
– No debe interrumpir -dijo el inspector Campbell, antes de que los instructores pudieran reaccionar.
El sargento Parsons continuó su declaración y describió el momento en que el preso fue introducido en el calabozo de Newton Street, en Birmingham. Edalji se había vuelto hacia él y le había dicho: «Esto es un poco obra de Loxton, supongo. Me las pagará antes de que acaben conmigo».
La mañana siguiente, la Daily Gazette de Birmingham escribió de George:
Tiene veintiocho años pero parece más joven. Vestía un traje de cuadros blancos y negros que le quedaba pequeño, y su cara atezada, de ojos llenos y oscuros y boca prominente, tenía poco del típico abogado. Su aspecto impasible es esencialmente oriental, y aparte de una leve sonrisa no se le escapó el menor signo de emoción mientras se iba revelando la historia extraordinaria de la acusación. Su anciano padre indio y su madre inglesa y de pelo blanco estaban en la sala y siguieron la sesión con un interés patético.
– Tengo veintiocho años pero parezco más joven -le comentó a Meek-. Quizá sea porque tengo veintisiete. Mi madre no es inglesa, es escocesa. Mi padre no es indio.
– Le advertí que no leyera los periódicos.
– Pero no es indio.
– Para la Gazette se aproxima bastante.
– Pero señor Meek, ¿y si yo le dijera a usted que es galés?
– No le diría que se equivoca, porque mi madre tenía sangre galesa.
– ¿O irlandés?
Meek le sonrió, nada ofendido, quizá hasta con un aire un poco irlandés.
– ¿O francés?
– Ahí, señor, va demasiado lejos. Ahí sí me provoca.
– Y yo soy impasible -continuó George, leyendo de nuevo el periódico-. ¿No es eso algo bueno? ¿No es así como debería ser el típico abogado? Y sin embargo no soy el típico abogado. Soy el típico oriental, sea lo que sea esto. En cualquier caso soy típico, ¿no? Si fuera excitable, seguiría siendo el típico oriental, ¿verdad?
– Ser impasible es bueno, señor Edalji. Y al menos no le han llamado inescrutable. O artero.
– ¿Qué significa eso?
– Oh, lleno de una astucia ruin y endemoniada. Nos gusta evitar lo endemoniado. También lo diabólico. La defensa se contentará con impasible.
George le sonrió.
– Discúlpeme, señor Meek. Y gracias por su sentido común. Me temo que tal vez necesite un poco más del que tengo.
El segundo día de la vista testificó William Greatorex, de catorce años, alumno de la escuela secundaria de Walsall. Se leyeron en la sala numerosas cartas firmadas con su nombre. Él negó tanto la autoría como el conocimiento de las mismas, y hasta pudo demostrar que había estado en la isla de Man cuando dos de ellas habían sido echadas al correo. Dijo cine tenía por costumbre tomar el tren todas las mañanas desde Hednesford a Walsall, donde estudiaba. Otros chicos que solían viajar con él eran Westwood Stanley, hijo del famoso representante de los mineros; Quibell, hijo del vicario de Hednesford; Page, Harrison y Ferriday. Los nombres de todos estos chicos se mencionaban en las cartas que acababan de leer en voz alta.
Greatorex declaró que conocía de vista al señor Edalji desde hacía tres o cuatro años. «Ha viajado con frecuencia a Walsall en el mismo vagón que nosotros. Un montón de veces, me parece.» Le preguntaron cuándo fue la última que el preso había viajado con él. «La mañana después de que mataran a dos caballos del señor Blewitt. Era el 30 de junio, creo. Vimos desde el tren a los caballos tendidos en el campo.» Preguntaron al testigo si el señor Edalji le había dicho algo aquella mañana. «Sí, me preguntó si los caballos muertos eran de Blewitt. Luego miró por la ventanilla.» Preguntaron al testigo si había tenido alguna conversación anterior con el prisionero sobre las mutilaciones. «No, nunca», respondió.
Thomas Henry Gurrin declaró que era un experto en grafología con muchos años de experiencia. Emitió su informe sobre las cartas que se habían leído en la sala. En la letra falsificada descubrió una serie de singularidades muy pronunciadas. Eran exactamente las mismas que las encontradas en las cartas del señor Edalji, que le entregaron para que las comparase.
El doctor Butter, el médico de la policía, que había examinado las manchas en la ropa de Edalji, declaró que las pruebas que había realizado revelaron rastros de sangre de mamíferos. En el abrigo y el chaleco descubrió veintinueve pelos cortos y pardos. Los comparó con los de la piel del pony de la mina mutilado la noche anterior a la detención del acusado. Vistos al microscopio descubrió que eran similares.
El señor Gripton, que se hallaba en compañía de una joven cerca de Coppice Lane, en Great Wyrley, la noche de autos, testificó que había visto a Edalji y que se cruzó con él alrededor de las nueve de la noche. No se acordaba con exactitud de dónde.
– Bueno -preguntó el abogado de la policía-, díganos el nombre del local público más próximo al lugar donde le vio.
– La antigua comisaría -contestó Gripton, alegremente.
El policía detuvo con expresión severa la risa que acogió a esta frase.
La señorita Biddle, que deseaba dejar claro que era la prometida de Gripton, también había visto a Edalji; lo mismo aseguraron otros testigos distintos.
Facilitaron detalles de la mutilación: dijeron que la herida infligida al pony de la empresa minera tenía treinta y ocho centímetros de largo.
También testificó el padre del preso, el vicario indio de Great Wyrley.
El acusado declaró: «Soy totalmente inocente y me reservo mi defensa».
El viernes, 4 de septiembre, se dictó auto de procesamiento contra George Edalji por dos cargos que se verían en el tribunal de los Quarter Sessions [11] de Stafford. A la mañana siguiente, George leyó en la Daily Gazette de Birmingham:
Sentado en su silla, en el centro de la sala, con el semblante fresco y alegre, Edalji mantenía una animada conversación con su abogado, dando muestras de una aguda comprensión de los testimonios, fruto de su sólida formación jurídica. La mayor parte del tiempo, sin embargo, permaneció sentado con las piernas y los brazos cruzados, mirando a los testigos con un interés impasible, y su bota levantada exhibía ante el espectador el claro y curioso desgaste de un tacón, uno de los eslabones más fuertes en la cadena de pruebas circunstanciales contra él.
George aún se alegraba de que le considerasen imperturbable y se preguntó si le permitirían cambiar de calzado antes de las sesiones del proceso.
También tomó nota de la descripción que otro diario había hecho de William Greatorex como «un saludable chico inglés, con una cara franca y bronceada y un porte agradable».
Litchfield Meek confiaba en una absolución final.
La señorita Sophie Frances Hickman, la médico, seguía en paradero desconocido.
George pasó las seis semanas que transcurrieron entre la instrucción del sumario y el juicio en el ala hospitalaria de la cárcel de Stafford. No estaba descontento; consideraba que rechazar la fianza había sido la decisión correcta. A duras penas habría podido ejercer la abogacía con unos cargos como los que pesaban sobre él; y si bien añoraba a su familia, juzgaba que lo mejor para todos era que permaneciera confinado en un lugar seguro. La información sobre el gentío que asediaba la vicaría le había alarmado, y se acordaba de los puños que aporrearon las puertas del carruaje que le conducía a la audiencia de Cannock. No podría considerarse a salvo si aquellos exaltados le buscaban por los caminos de Great Wyrley.
Pero había otro motivo por el que prefería estar encarcelado. Todo el mundo sabía que lo estaba; no había un momento en el día en que no le espiaran y certificasen su presencia. Por lo tanto, si se producía una nueva mutilación, la secuencia completa de sucesos probaría que no tenían nada que ver con él. Y si se juzgaba insostenible la primera acusación, también tendrían que retirar la segunda: la absurda pretensión de que había amenazado con asesinar a un hombre al que no conocía. Resultaba extraño que él, un abogado, deseara en efecto que mutilasen a otro animal, pero la comisión de un nuevo delito le parecía la vía más rápida para recuperar la libertad.
Con todo, aun si el caso iba a ser juzgado, no cabía duda sobre el veredicto. Había recobrado tanto la compostura como el optimismo; no tenía que fingir con el señor Meek ni con sus padres. Se imaginaba ya los titulares. ABSUELTO EL ACUSADO DE GREAT WYRLEY. VERGONZOSA PERSECUCIÓN DE UN ABOGADO LOCAL. LOS TESTIGOS DE LA POLICÍA DECLARADOS INCOMPETENTES. Quizá incluso DIMITE EL JEFE DE POLICÍA.
Meek le había más o menos convencido de que importaba poco el modo en que le retratasen los periódicos. Pareció importar aún menos el 21 de septiembre, cuando encontraron rajado y eviscerado a un caballo en la granja del señor Green. George recibió la noticia con una especie de exultación cautelosa. Oía ya las llaves girando en la cerradura, olía el aire de la mañana temprano y los polvos de maquillaje de su madre cuando la abrazase.
– Esto prueba que soy inocente, señor Meek.
– No exactamente, señor Edalji. No creo que podamos ir tan lejos.
– Pero si estoy en la cárcel…
– Lo que sólo demuestra, en opinión del tribunal, que es y tiene que ser totalmente inocente de la mutilación del caballo de Creen.
– No, demuestra que hubo una secuencia de hechos, antes y después del pony de la mina, que ahora se ha visto que no tienen absolutamente nada que ver conmigo.
– Eso lo sé, señor Edalji.
El abogado descansó la barbilla en el puño.
– ¿Pero?
– Pero siempre descubro que es útil en estos momentos imaginar lo que la acusación podría alegar en las circunstancias.
– ¿Y qué podría decir?
– Bueno, la noche del 17 de agosto, según recuerdo, cuando el acusado se alejaba andando de la casa del botero, llegó hasta la granja del señor Green.
– Sí, así fue.
– Green es vecino del acusado.
– Es cierto.
– Entonces, ¿qué podría beneficiar más al acusado en sus circunstancias actuales que el que un caballo sea mutilado incluso más cerca de la vicaría que en todos los incidentes anteriores?
Litchfield Meek observó cómo cavilaba George.
– ¿Quiere decir que después de conseguir que me detuvieran por escribir cartas anónimas acusándome de delitos que no he cometido, incito a alguien a que cometa otro para exculparme?
– Algo así, en resumidas cuentas, señor Edalji.
– Es totalmente ridículo. Y ni siquiera conozco a Green.
– Sólo le estoy diciendo cómo podría verlo el ministerio fiscal. Si se lo propusiera.
– Se lo propondrá, sin duda. Pero la policía tiene, como mínimo, que perseguir al culpable, ¿no? Los periódicos insinúan abiertamente que este suceso arroja dudas sobre la acusación. Si encontraran al hombre y confesara el rosario de delitos, ¿yo sería puesto en libertad?
– Si tal cosa ocurriera, señor Edalji, pues sí, en efecto.
– Entiendo.
– Una cosa más. ¿Le dice algo el nombre de Darby? ¿Capitán Darby?
– Darby. Darby. Creo que no. El inspector Campbell me preguntó por alguien llamado el Capitán. Quizá sea él. ¿Por qué?
– Han enviado más cartas. A todo el mundo, por lo visto. Incluso una al ministro del Interior. Todas firmadas «Darby, capitán de la banda de Great Wyrley». Diciendo que las mutilaciones continuarán. -Meek vio la expresión de la mirada de George-. Pero no, señor Edalji, esto sólo significa que el fiscal tiene que aceptar que casi con toda certeza usted no las ha escrito.
– Señor Meek, parece usted decidido a desalentarme esta mañana.
– No es mi intención. Pero debe aceptar que iremos a juicio. Y en vista de ello hemos contratado los servicios del señor Vachell.
– Oh, una excelente noticia.
– Creo que no nos defraudará. Y le secundará el señor Gaudy.
– ¿Y quién es el fiscal?
– El señor Disturnal, me temo. Y Harrison.
– ¿Disturnal es malo para nosotros?
– Para serle sincero, yo habría preferido a otro.
– Señor Meek, ahora me toca a mí darle ánimos. Por competente que sea, un letrado no puede hacer ladrillos sin paja.
Litchfield Meek le dirigió una sonrisa desencantada.
– En mis años de práctica, señor Edalji, he visto hacer ladrillos con toda clase de materiales. De algunos ni siquiera conocía la existencia. La falta de paja no supondrá un escollo para Disturnal.
A pesar de esta amenaza inminente, George pasó las semanas que faltaban en un estado de ánimo sereno en la cárcel de Stafford. Le trataban con respeto y el orden regía sus jornadas. Recibía periódicos y correo, preparaba el juicio con Meek; aguardaba novedades en el caso Green; y disponía de libros. Su padre le había llevado una Biblia, su madre un volumen de Shakespeare y otro de Tennyson. Leyó estos dos últimos; después, por ociosidad, algunos novelones que le pasó un carcelero. El hombre también le prestó una edición barata y hecha jirones de El perro de los Baskerville. A George le pareció excelente.
Abría el periódico todas las mañanas con menos aprensión, puesto que su nombre había desaparecido temporalmente de sus páginas. En cambio, leyó con interés que había nuevos nombramientos para el gobierno en Londres: que el último oratorio de Elgar se había estrenado en el festival de música de Birmingham; que Buffalo Bill hacía una gira por Europa.
Una semana antes del juicio, George conoció a Vachell, un abogado jovial y corpulento con veinte años de ejercicio en la jurisdicción de Midland.
– ¿Cómo ve mi caso, señor Vachell?
– Lo veo bien, señor Edalji, muy bien. Es decir, considero que la acusación es escandalosa y en gran parte desprovista de fundamento. Claro que no diré esto. Me concentraré en los que me parecen los puntos más sólidos de su caso.
– ¿Y cuáles son, a su entender?
– Lo expresaré del siguiente modo, señor Edalji. -El abogado le dirigió una sonrisa que casi se limitó a mostrar los dientes-. No hay pruebas de que usted cometiese este delito. No hay móvil para que usted lo cometiese. Y no hay oportunidad de que lo cometiese. Lo adornaré un poco para presentarlo al juez y al jurado. Pero eso será en esencia mi defensa.
– Tal vez sea una lástima -medió Meek- que estemos en el tribunal B.
El tono con que lo dijo desinfló el momentáneo júbilo de George.
– ¿Por qué una lástima?
– El tribunal A lo preside lord Hatherton. Que al menos posee formación jurídica.
– ¿Quiere decir que voy a ser juzgado por alguien que no conoce las leyes?
Vachell intervino.
– No le alarme, señor Meek. En mi época actué ante los dos tribunales. ¿A quién tenemos en el B?
– A sir Reginald Hardy.
La expresión de Vachell no se alteró.
– Excelente. En algunos sentidos considero una ventaja que no estemos a merced de un rigorista que aspira al Tribunal Supremo. Puedes sacar más provecho. No te paran a cada paso con rimbombantes exposiciones de ciencia procesal. En conjunto, me parece una ventaja para la defensa.
George intuyó que Meek discrepaba, pero le impresionó Vachell, con independencia de que fuera o no plenamente sincero.
– Caballeros, tengo una petición que hacerles. -Meek y Vachell cruzaron una breve mirada-. Es respecto a mi apellido. Es Aydlji. Aydlji. El señor Meek lo pronuncia más o menos correctamente, pero debería haberle mencionado antes esta cuestión, señor Vachell. A mi entender, la policía ha hecho lo imposible por desdeñar toda corrección que yo les haya propuesto. ¿Podría sugerirles que el señor Vachell hiciera un anuncio al principio del juicio sobre el modo correcto de pronunciar mi nombre? Decirle al tribunal que no es E-dal-ji, sino Aydlji.
Vachell impartió con un gesto instrucciones a Meek, que dijo:
– George, ¿cómo lo diría? Por supuesto que es su apellido, y por supuesto que el señor Vachell y yo nos esforzaremos en pronunciarlo correctamente. Cuando estemos aquí con usted. Pero en el tribunal…, en el tribunal… Creo que el argumento sería: allá donde fueres… Hacer ese anuncio sería empezar con mal pie con sir Reginald Hardy. No es probable que logremos dar lecciones de pronunciación a la policía. En cuanto a Disturnal, sospecho que disfrutaría mucho de la confusión.
George miró a los dos hombres.
– No sé si les sigo.
– Estoy diciendo, George, que deberíamos reconocer el derecho del tribunal a decidir el nombre de un acusado. No está escrito en ninguna parte, pero es más o menos un hecho establecido. Lo que para usted es una pronunciación incorrecta, para mí sería… anglicanizar más su apellido.
George tomó aliento.
– ¿Y que sea menos oriental?
– Menos oriental, sí, George.
– Entonces les pediría que tuvieran la bondad de pronunciar mal mi apellido en todo momento, para que me vaya acostumbrando.
Estaba previsto que el juicio diera comienzo el 20 de octubre. El 19, cuatro chicos que jugaban cerca de la plantación Sidmouth, en Richmond Park, descubrieron un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Resultó ser el de la señorita Sophie Frances Hickman, la médico del Royal Free Hospital. Al igual que George, frisaba los treinta años. «Y -pensó él-, ella sólo estaba una columna más allá.»
La mañana del 20 de octubre de 1903, George fue trasladado de la cárcel de Stafford a Shire Hall. Fue conducido al sótano y le introdujeron en la celda provisional donde solían custodiar a los presos. Como un privilegio, le permitirían ocupar una sala amplia y de techo bajo, con una mesa de madera y una chimenea; allí podría conferenciar con Meek bajo la vigilancia del agente Dubbs. Estuvo sentado a la mesa durante veinte minutos mientras Dubbs, un hombre musculoso, con aire fúnebre y una barba con la forma de la correa de una gorra que pasa por debajo del mentón, evitaba con firmeza su mirada. Después, a una señal, George fue conducido a través de pasillos sinuosos y en penumbra, mal iluminados por lámparas de gas, hasta una puerta que daba al pie de una escalera estrecha. Dubbs le dio un empujón suave y él subió hacia la luz y el ruido. Al surgir ante la vista del tribunal B, el ruido se tornó silencio. George, tímidamente de pie en el banquillo, parecía un actor arrastrado por la fuerza al escenario a través de una trampilla.
A continuación, en presencia del presidente auxiliar sir Reginald Hardy, de dos magistrados que le flanqueaban, del capitán Anson, de los miembros de un jurado inglés que ya habían prestado el juramento prescrito, de representantes de la prensa y del público y de tres familiares de George, se leyeron los cargos. George Ernest Thompson Edalji fue acusado de herir a un caballo, propiedad de la empresa minera de Great Wyrley, el 17 o 18 de agosto; además, de enviar una carta, el 11 de julio o alrededor de esta fecha, al sargento Robinson de Cannock en la que le amenazaba de muerte.
Disturnal era un personaje alto y atildado, de ademanes rápidos. Tras una breve alocución inaugural, llamó al inspector Campbell y volvió a empezar toda la historia: el hallazgo del pony mutilado, el registro de la vicaría, la ropa manchada de sangre, los pelos en el abrigo, las cartas anónimas, la detención del preso y las declaraciones ulteriores. George sabía que era pura fábula, algo urdido con retazos, coincidencias e hipótesis; sabía también que era inocente; pero algo en la repetición de la historia por una autoridad con peluca y toga le confería una verosimilitud adicional.
George pensó que la declaración de Campbell había terminado, cuando Disturnal dio su primera sorpresa.
– Inspector Campbell, antes de concluir, hay un asunto que causa una gran inquietud pública y que creo que usted puede esclarecernos. Tengo entendido que el 21 de septiembre encontraron un caballo mutilado en la granja de un tal señor Green.
– Así es, señor.
– ¿La granja de Green está muy cerca de la vicaría de Great Wyrley?
– Sí.
– ¿Y la policía ha realizado una investigación sobre esta barbarie?
– En efecto. Como una cuestión urgente y prioritaria.
– ¿Y esa investigación ha tenido éxito?
– Lo ha tenido, señor.
Disturnal apenas necesitaba la pausa rebuscada que introdujo; toda la sala aguardaba como un niño boquiabierto.
– ¿Y dirá al tribunal el resultado de su investigación?
– John Harry Green, que es el hijo del granjero en cuya granja tuvo lugar el ataque, y que a sus diecinueve años es soldado de caballería del regimiento del condado, ha confesado que cometió la acción contra su propio caballo. Ha firmado una confesión a estos efectos.
– ¿Admitió una responsabilidad plena y única?
– Sí, señor.
– ¿Y usted le interrogó sobre cualquier posible conexión entre este acto y otros similares en la comarca?
– Sí, señor, lo sometimos a un interrogatorio exhaustivo.
– ¿Y qué declaró él?
– Que había sido un acto aislado.
– ¿Y sus investigaciones confirmaron que el acto perpetrado en la granja de Green no tenía absolutamente nada que ver con ningún otro acto similar en las cercanías?
– Lo confirmaron.
– ¿Ninguna conexión?
– Ninguna en absoluto, señor.
– ¿Y está hoy en esta sala John Harry Green?
– Sí, señor.
George, como todo el mundo en la sala atestada, empezó a mirar alrededor en busca de un soldado de caballería de diecinueve años que reconocía haber mutilado a su propio caballo sin que al parecer hubiera declarado a la policía ninguna buena razón para hacer semejante cosa. Pero en aquel momento sir Reginald Hardy decidió que era su hora de almorzar.
Los primeros deberes de Meek fueron para con Vachell; sólo después fue a la sala donde George estaba retenido durante el aplazamiento. Su porte era lúgubre.
– Señor Meek, nos avisó respecto a Disturnal. Sabíamos que tramaría algo. Y por lo menos podremos sonsacarle algo a Green esta tarde.
El abogado movió la cabeza tristemente.
– Nada de eso.
– ¿Por qué?
– Porque es un testigo de ellos. Si no le proponen ellos, no podemos interrogarlo. Y no podemos correr el riesgo de convocarlo a ciegas, ya que no sabemos lo que diría. Podría ser devastador. Pero lo presentan en el tribunal para dar la impresión de que están siendo abiertos con todo el mundo. Es inteligente. Típico de Disturnal. Debería habérmelo esperado, pero no sabía nada de esa confesión. Es adversa.
George pensó que era su deber animar al abogado.
– Sé que es frustrante, señor Meek, pero ¿de verdad nos perjudica? Green y la policía han dicho que no tenía nada que ver con ningún otro acto.
– Ahí está lo malo. No es lo que dicen; es la impresión que causa. ¿Por qué un hombre habría de destripar a un caballo, a su propio caballo, sin motivo alguno? Respuesta: para ayudar a un amigo y vecino acusado de un delito similar.
– Pero él no es amigo mío. Dudo de que siquiera le reconociera.
– Sí, lo sé. Y se lo dirá usted a Vachell cuando asumamos el riesgo calculado de sacarle al estrado. Pero seguro que da la impresión de que está usted negando una imputación que en realidad nadie ha hecho. Es inteligente. Vachell acosará al inspector esta tarde, pero no creo que debamos concebir muchas esperanzas.
– Señor Meek, me he dado cuenta de que Campbell, en su declaración, ha dicho que la ropa mía que encontró, el abrigo que yo no había usado desde hacía semanas, estaba mojado. Lo ha dicho dos veces. En Cannock se limitó a decir que estaba húmedo.
Meek esbozó una sonrisa blanda.
– Es un placer trabajar con usted, señor Edalji. Es una de esas cosas que nosotros advertimos pero que no solemos mencionar al cliente para no desalentarle. Seguro que la policía hará más cambios de este tipo.
Aquella tarde, Vachell sacó poco provecho del inspector, que se desenvolvía bien en el estrado de testigos. En su primer encuentro, en la comisaría de Hednesford, George había juzgado a Campbell algo lento de mente y un tanto impertinente. En Newhall Street y en Cannock se había mostrado más alerta y abiertamente hostil, aunque su pensamiento no siempre fuera coherente. Ahora su actitud era comedida y sombría; por otra parte, su estatura y su uniforme parecían desprender lógica y a la vez autoridad. George reflexionó que si su historia iba cambiando sutilmente a su alrededor, también lo hacían algunos de los personajes.
Vachell tuvo más éxito con el agente Cooper, que describió, al igual que había hecho en la vista de Cannock, su cotejo del tacón de la bota de George con las huellas en el barro.
– Agente Cooper -empezó Vachell-, ¿puedo preguntarle quién le ordenó proceder como lo hizo?
– No estoy del todo seguro, señor. Creo que fue el inspector, pero podría haber sido el sargento Parsons.
– ¿Y dónde, en particular, le dijeron que mirase?
– En cualquier punto del camino que el culpable podría haber seguido entre el campo y la vicaría.
– ¿Suponiendo que el culpable viniese de la vicaría? ¿Y que volviese a ella?
– Sí, señor.
– ¿En cualquier punto?
– Sí, señor.
George pensó que Cooper no aparentaba más de unos veinte años: un muchacho patoso y de orejas coloradas que procuraba imitar el aplomo de sus superiores.
– ¿Y supuso que el culpable, como usted lo llama, tomó el camino más directo?
– Sí, supongo que sí, señor. Es lo que suelen hacer cuando abandonan el escenario del crimen.
– Ya veo, agente. ¿Así que usted no buscó en más sitios que en la vía más directa?
– No, señor.
– ¿Y cuánto duró su búsqueda?
– Una hora o más, calculo.
– ¿Y qué hora era?
– Supongo que empecé a buscar a las nueve y media, más o menos.
– ¿Y el pony fue descubierto a las seis y media, aproximadamente?
– Sí, señor.
– Tres horas antes. En ese lapso de tiempo cualquiera podría haber recorrido ese camino. Mineros que iban a la mina, curiosos atraídos por la noticia del hecho. Policías.
– Es posible, señor.
– ¿Y quién le acompañó, agente?
– Estaba solo.
– Ya veo. Y encontró unas huellas de tacón que a su entender coincidían con la bota que llevaba en la mano.
– Sí, señor.
– ¿Y entonces volvió a informar de su descubrimiento?
– Sí, señor.
– ¿Y qué ocurrió después?
– ¿Qué quiere decir, señor?
A George le complació detectar un ligero cambio en el tono de Cooper, como si supiera que le estaban llevando a algún sitio, pero aún no divisara adonde.
– Me refiero, agente, a qué ocurrió después de que informase de lo que había descubierto.
– Me ordenaron registrar los terrenos de la vicaría, señor.
– Ya veo. Pero en algún momento, agente, volvió y enseñó a alguien de rango superior las huellas que había encontrado.
– Sí, señor.
– ¿Y cuándo fue eso?
– A media tarde.
– A media tarde. ¿Con lo cual se refiere a las tres, las cuatro de la tarde?
– Más o menos, señor.
– Ya.
Vachell frunció el ceño y se entregó a una meditación algo teatral, en opinión de George.
– Seis horas más tarde, en otras palabras.
– Sí, señor.
– ¿Tiempo durante el cual la zona estuvo vigilada y acordonada para impedir que otras personas la pisaran?
– No exactamente.
– No exactamente. ¿Eso significa sí o no, agente?
– No, señor.
– Ahora bien, tengo entendido que lo más normal en estos casos habría sido obtener un molde de yeso de las huellas. ¿Puede decirme si hicieron ese molde?
– No, señor, no lo hicieron.
– Tengo entendido que otra técnica sería fotografiar esas huellas. ¿Hicieron fotografías?
– No, señor.
– Tengo entendido que otra técnica consiste en extraer del suelo el tepe correspondiente y someterlo a un análisis forense. ¿Se hizo esto?
– No, señor. La tierra estaba demasiado blanda.
– ¿Desde cuándo es agente de policía, señor Cooper?
– Desde hace quince meses.
– Quince meses. Muchísimas gracias.
George tuvo ganas de aplaudir. Miró a Vachell, como había hecho antes, pero no se topó con su mirada. Quizá fuese el protocolo del tribunal; o quizá Vachell sólo pensaba en el próximo testigo.
El resto de la tarde pareció discurrir bien. Leyeron en voz alta una serie de cartas y a George le pareció evidente que nadie en su sano juicio podría imaginar siquiera que él las había escrito. Por ejemplo, la del «Amante de la justicia» que le había dado a Campbell: «George Edalji: No le conozco, pero a veces le he visto en el ferrocarril, y supongo que si le conociera no me gustaría mucho, porque los indígenas no me gustan». ¿Cómo demonios podría él haber escrito esto? Le seguía una atribución de autoría aún más grotesca. Leyeron una carta describiendo la conducta de la denominada «banda de Wyrley» que habría podido salir del folletín más vulgar: «Todos hacen un temeroso juramento de secreto y lo repiten después del Capitán, y cada uno dice: "Que me muera si alguna vez me chivo".». George pensó que podía contar con que el jurado entendiese que aquélla no era la forma de expresarse de un abogado.
Hodson, el dueño del almacén, testificó que había visto a George cuando éste se dirigía a ver al botero Hands de Bridgetown, y que llevaba su abrigo viejo de casa. Pero después el propio Hands, que había estado con George alrededor de una hora, aseguró que su cliente no llevaba puesta dicha prenda. Otros dos testigos declararon que habían visto a George, pero no recordaban cómo iba vestido.
– Presiento que van a cambiar de estrategia -dijo Meek, después de que levantaran la sesión de aquel día-. Presiento que traman algo.
– ¿Qué puede ser? -preguntó George.
– En Cannock se basaron en que usted fue al campo durante su paseo antes de la cena. Por eso llamaron a tantos testigos que le habían visto en un sitio u otro. Aquella pareja besuqueándose, ¿se acuerda? No la han llamado esta vez, y no son los únicos no convocados. La otra cosa es que la única fecha mencionada en la vista fue el 17 de agosto. Pero el sumario habla del 17 o el 18. Así que se están cubriendo las espaldas. Intuyo que van a elegir la opción de la hora de la noche. Quizá tengan algo que ignoramos.
– Señor Meek, no importa lo que tramen ni por qué lo hacen. Si quieren optar por la noche, no tienen un solo testigo que me viera rondando cerca del campo. Y además tienen que enfrentarse al testimonio de mi padre.
Meek no prestó atención a su cliente y siguió pensando en voz alta.
– Claro que no tienen por qué optar por un camino u otro. Pueden limitarse a sugerir posibilidades al jurado. Pero esta vez han hecho más hincapié en las huellas de las botas. Y esas huellas sólo son valiosas si eligen la segunda opción, debido a que llovió esa noche. Y que su abrigo haya pasado de estar húmedo a mojado también confirma mi conjetura.
– Tanto mejor -dijo George-. El policía Cooper ha perdido todo crédito desde el interrogatorio del señor Vachell esta tarde. Y si Disturnal quiere seguir esa línea, tendrá que afirmar que un clérigo de la Iglesia de Inglaterra no dice la verdad.
– Señor Edalji, si me permite… No vea las cosas tan claras y netas.
– Pero lo son.
– ¿Diría usted que su padre es fuerte? Desde un punto de vista mental, me refiero.
– Es el hombre más fuerte que he conocido. ¿Por qué lo pregunta?
– Sospecho que necesitará serlo.
– Le sorprendería lo fuertes que pueden ser los indios.
– ¿Y su madre? ¿Y su hermana?
La mañana del segundo día comenzó con la declaración de Joseph Markew, posadero y antiguo policía. Refirió que el inspector Campbell le había enviado a la estación de tren de Great Wyrley y Churchbridge y que el preso había rechazado su petición de que aguardase a un tren posterior.
– ¿Le dijo cuál era el asunto tan importante que le obligaba a desatender el requerimiento urgente de un inspector de policía? -preguntó Disturnal.
– No, señor.
– ¿Repitió usted su petición?
– Sí, señor. Le sugerí que por una vez podía tomarse un día libre. Pero se negó a cambiar de idea.
– Entiendo. Y, señor Markew, ¿sucedió algo en aquel momento?
– Sí, señor. Un hombre que estaba en el andén se acercó y dijo que había oído que esa noche habían destripado a otro caballo.
– Y cuando el hombre dijo eso, ¿adonde miraba usted?
– Miraba directamente a la cara del preso.
– ¿Y quiere describirnos cómo reaccionó él?
– Sí, señor. Sonrió.
– Sonrió. Sonrió al enterarse de que habían destripado a otro caballo. ¿Está seguro de lo que dice, señor Markew?
– Oh, sí. Segurísimo. Sonrió.
George pensó: «Pero si no es verdad. Sé que no lo es. Vachell tiene que demostrar que no es cierto».
Vachell descartó cuestionar la declaración directamente. Se concentró, en cambio, en la identidad del hombre que en teoría se había acercado a Markew y George. ¿De dónde era y qué clase de hombre, y adonde fue? (Y, lo cual quedaba implícito, ¿por qué no estaba en la sala?) Vachell logró expresar, mediante insinuaciones y pausas y, por último, una declaración directa, un asombro considerable por el hecho de que un posadero y ex policía, con un vasto conocimiento de la comarca, fuera incapaz de identificar al útil pero misterioso desconocido que podría ratificar su afirmación descabellada y tendenciosa. Pero la defensa no pudo sacar más partido de Markew.
A continuación, Disturnal hizo que el sargento Parsons repitiera los comentarios del acusado sobre que esperaba que le detuvieran, y su presunta declaración en el calabozo de Birmingham de que ajustaría las cuentas a Loxton antes de verse perdido. Nadie intentó explicar quién podría ser el tal Loxton. ¿Otro miembro de la banda de Wyrley? ¿Un policía al que también George había amenazado con dispararle en la cabeza? El nombre quedó en el aire para que el jurado hiciera con él lo que pudiese. Un policía llamado Meredith, cuya cara y nombre George no recordaba, citó algo inofensivo que George había dicho sobre la fianza, pero se las ingenió para que sonara como una incriminación. Después William Greatorex, el saludable chico inglés de porte agradable, repitió su relato de que George había mirado por la ventanilla del vagón y mostrado un interés inexplicable por los caballos muertos del señor Blewitt.
Lewis, el veterinario, describió el estado del pony de la mina, la forma en que sangraba, la longitud y la naturaleza de la herida y la deplorable necesidad de sacrificar al animal. Disturnal le preguntó qué conclusiones habría podido sacar sobre la hora en que la mutilación tuvo lugar. Lewis declaró que en su opinión profesional la incisión había sido practicada dentro de las seis horas precedentes al examen que él realizó del pony. En otras palabras, no antes de las dos y media de la mañana del día 18.
Para George, esto fue la primera buena noticia de la jornada. La disputa sobre la ropa que llevaba cuando visitó al botero era ahora intrascendente. La fiscalía se había cerrado una de sus vías. Se habían obstruido el paso.
La conducta de Disturnal, sin embargo, no dio indicios de tal cosa. Su actitud daba a entender que el diligente trabajo de la policía y la acusación habían despejado ya alguna ambigüedad inicial del caso. Ya no alegamos que en algún momento de un plazo de doce horas…, ahora podemos alegar que eran muy cerca de las dos y media de la mañana cuando… Y Disturnal se las apañó para que esta precisión creciente transmitiera una confianza cada vez mayor en que el acusado estaba en el banquillo por los motivos que figuraban en el sumario.
En la última parte de la sesión testificó Thomas Henry Gurrin, que corroboró su condición de experto en grafología con diecinueve años de experiencia en la identificación de escrituras falsificadas y anónimas. Confirmó que el Ministerio del Interior contrataba sus servicios con frecuencia, y que su actuación pericial más reciente había sido en calidad de testigo en el juicio por el asesinato de Meat Farm. George no sabía qué aspecto cabía esperar de un experto en grafología; quizá seco y doctoral, con una voz como una pluma que chirría. Gurrin, con su tez rubicunda y sus patillas de boca de hacha, podría haber sido hermano de Greensill, el carnicero de Wyrley.
Haciendo abstracción de su fisonomía, Gurrin tomó posesión de la sala. Presentaron fotografías ampliadas de muestras de la escritura de George. Presentaron fotografías ampliadas de muestras de las cartas anónimas. Unos documentos originales fueron descritos y entregados a los miembros del jurado, que se tomaron lo que a George le pareció una eternidad en examinarlos, y que se interrumpían una y otra vez para mirar un largo rato al acusado. Gurrin señaló con un puntero de madera determinadas espirales, garfios y cruces; y de algún modo la descripción desembocó en inferencia, de ahí se convirtió en probabilidad teórica y por fin se transformó en absoluta certeza. En suma, el dictamen experto y ponderado del grafólogo Gurrin fue que el acusado era el autor tanto de las cartas anónimas como de las que patentemente había escrito con su propia mano sobre su propia firma.
– ¿De todas esas cartas? -preguntó Disturnal, agitando la mano alrededor de la sala, que parecía haberse transformado en un scriptórium.
– No, señor, no todas.
– ¿Hay algunas que en su opinión no fueron escritas por el acusado?
– Sí, señor.
– ¿Cuántas?
– Una, señor.
Gurrin indicó la única carta cuya autoría no imputaba a George. Éste comprendió que la excepción tuvo por efecto refrendar lo que el experto había asegurado sobre todas las demás. Era una astucia disfrazada de cautela.
Acto seguido, Vachell dedicó un tiempo a disertar sobre la diferencia entre una opinión personal y una prueba científica, entre pensar algo y saberlo; pero Gurrin probó que era un testigo inquebrantable. Se había visto en aquella situación muchas veces. Vachell no era el primer abogado que insinuaba que sus procedimientos no eran más rigurosos que los de un adivino con su bola de cristal, un lector del pensamiento o un médium de espiritismo.
Después, Meek aseguró a George que el segundo día era a menudo el peor para la defensa, pero que el tercero, cuando presentasen sus propios testimonios, sería el mejor. George así lo esperaba; estaba luchando contra la sensación de que, poco a poco pero de un modo irrevocable, le estaban despojando de su versión de los hechos. Temía que fuese demasiado tarde cuando llegara el turno de la defensa. La gente -y, en particular, el jurado-reaccionaría pensando: «Pero no, ya nos han contado lo que ocurrió. ¿Por qué vamos a cambiar de criterio ahora?».
A la mañana siguiente, obedeció a Meek y puso en práctica el método que había inventado de ver su caso desde otra perspectiva. ASESINATO A MEDIANOCHE. TRAGEDIA EN UN CANAL DE BIRMINGHAM. DETENIDOS DOS GABARREROS. Por una vez, este ardid no surtió el habitual efecto. Recorrió la página hasta TRAGEDIA AMOROSA EN TIPTON, sobre un pobre diablo que por el amor de una mala mujer había acabado arrojándose al canal. Pero estas crónicas no despertaron su interés y su mirada volvía una y otra vez a los titulares. Descubrió que le amargaba el hecho de que un sórdido asesinato en un canal, así como un desdichado suicidio, fuesen una TRAGEDIA, mientras que su caso había sido desde el principio una ATROCIDAD.
Y entonces, casi con alivio, encontró la MUERTE DE LA MÉDICO. Le pareció casi un deber social seguir el caso de la señorita Hickman, cuyo cuerpo en descomposición aún guardaba sus secretos. Había sido su compañera de infortunio desde la instrucción del sumario. Según el Post, la víspera habían descubierto un bisturí o lanceta cerca de la plantación Sidmouth, en Richmond Park. El periódico conjeturaba que se había caído de la ropa de la mujer mientras trasladaban su cadáver. George no lo juzgó muy verosímil. Encontrabas el cuerpo de una médico desaparecida y, en el momento de trasladarlo, ¿se le caían cosas de los bolsillos y ni siquiera te dabas cuenta? No estaba seguro de que él se lo creyera si estuviese en el jurado del juez de instrucción.
El Post sugería además que el bisturí o lanceta había sido propiedad de la difunta, y que podría haber sido utilizado para cortar una arteria que hubiera causado su muerte por desangramiento. En otras palabras, un suicidio: otra TRAGEDIA. «Pues bien -pensó George-, había una explicación posible. Aunque Great Wyrley hubiera estado en Surrey en vez de en Staffordshire, la policía habría fabricado una teoría más convincente: que el hijo del vicario se había fugado de una habitación cerrada con llave, adquirido una lanceta que nunca en su vida había visto, seguido a la pobre mujer hasta la plantación y allí, sin ningún motivo imaginable, la había matado.»
Esta pequeña dosis de amargura le había revivido. Y al imaginar su participación fantástica en el caso Hickman se acordó también de las garantías que Vachell le había dado en su primera entrevista. ¿Mi defensa, señor Edalji? Simplemente que no hay pruebas de que usted cometiese el delito, ningún motivo para cometerlo ni tampoco oportunidad alguna. Por supuesto, lo adornaré un poco para presentarlo al juez y al jurado, pero eso será en esencia mi defensa.
Sin embargo, antes hubo que afrontar el testimonio del doctor Butter. Este testigo no era como Gurrin, que a George se le antojó un charlatán que impostaba una ciencia. El médico de la policía era un caballero de pelo canoso, sereno y cauto, que venía de un mundo de tubos de ensayo y microscopios y que sólo se ocupaba de los detalles. Explicó a Disturnal los procedimientos que había seguido para examinar las navajas, la chaqueta, el chaleco, las botas, el pantalón y el abrigo de estar por casa. Describió las manchas halladas en diversas prendas e identificó cuáles cabía clasificar como sangre de un mamífero. Había contado los pelos recogidos de la manga y del bolsillo del pecho izquierdo de la chaqueta: había veintinueve en total, todos cortos y de color rojo. Los había comparado con los pelos de una tira de piel cortada del pony muerto de la mina. Eran asimismo cortos y rojos. Los había examinado al microscopio y dictaminado que eran «de longitud, color y textura similares».
La técnica de Vachell con el doctor Butter consistió en otorgar pleno respeto tanto a su competencia como a sus conocimientos, para de inmediato tratar de explotarlos en beneficio de la defensa. Llamó la atención sobre las manchas blanquecinas en la chaqueta, que la policía había asegurado que eran de saliva y espuma del animal herido. ¿Confirmó este punto el análisis científico del doctor Butter?
– No.
– En su opinión, ¿de qué eran las manchas?
– De almidón.
– Y, según su experiencia, ¿cómo habrían llegado esos residuos a una prenda de vestir?
– Yo diría que lo más probable es que fueran residuos de pan y leche del desayuno.
En este momento, George oyó un ruido de cuya existencia casi se había olvidado: risa. La idea del pan y la leche suscitó la risa en la sala. A él le pareció el sonido de la cordura. Miró al jurado mientras persistía la hilaridad del público. Uno o dos de los jurados estaban sonriendo, pero la mayoría conservaba un semblante grave. George lo consideró un signo alentador.
Vachell pasó a las manchas de sangre en la manga del abrigo de su defendido.
– ¿Dice que estas manchas son de sangre de un mamífero?
– Sí.
– ¿No cabe ninguna duda al respecto, doctor Butter?
– Ninguna.
– Ya. Dígame, doctor Butter, ¿un caballo es un mamífero?
– En efecto.
– ¿Y también un cerdo, una oveja, un perro, una vaca?
– Desde luego.
– En realidad, en el reino animal, ¿puede clasificarse de mamífero todo lo que no sean pájaros, peces o reptiles?
– Sí.
– ¿Usted y yo somos mamíferos, así como los miembros del jurado?
– Desde luego.
– Entonces, doctor Butter, cuando dice que la sangre pertenece a un mamífero, ¿simplemente está diciendo que podría pertenecer a cualquiera de las especies que acabo de mencionar?
– Así es.
– ¿No afirma en ningún momento que está demostrando, o que sería capaz de demostrar, que los puntitos de sangre en el abrigo del acusado procedían de un caballo o un pony?
– No, no sería posible afirmar tal cosa.
– ¿Y es posible averiguar mediante examen de cuándo datan las manchas de sangre? ¿Podría asegurar, por ejemplo, que esta mancha data de hoy, esta otra de ayer, aquélla de hace una semana y ésta de hace varios meses?
– Bueno, si todavía está húmeda…
– Cuando las examinó, ¿estaba húmeda alguna de las manchas de sangre que había en el abrigo de George Edalji?
– No.
– ¿Estaban secas?
– Sí.
– Entonces, según su propio testimonio, ¿podrían llevar en el abrigo días, semanas, incluso meses?
– Así es.
– ¿Y es posible decir si una mancha de sangre ha sido causada por sangre de un animal vivo o un animal muerto?
– No.
– ¿Ni tampoco por un pedazo de carne?
– Tampoco.
– Es decir, doctor Butter, ¿no puede usted, al examinar manchas de sangre, distinguir entre las causadas por un hombre que mutila a un caballo y las que habrían podido caerle en la ropa varios meses antes cuando, pongamos, estaba trinchando el asado del domingo… o, de hecho, comiéndolo?
– Debo reconocer que no.
– ¿Y puede recordar al tribunal cuántas manchas de sangre encontró en los puños del abrigo del señor Edalji?
– Dos.
– ¿Y tío dijo usted que cada una era del tamaño de una moneda de tres peniques?
– Eso dije.
– Doctor Butter, si usted fuera a destripar a un caballo con tanta violencia que el animal muriera desangrado y tuviese que ser sacrificado, ¿piensa que podría hacerlo sin dejar apenas más sangre en su ropa que la que pudiera encontrarse si estuviera comiendo con descuido?
– No quisiera especular…
– Y yo no le instaré a que lo haga. No le instaré en absoluto.
Ufano por este diálogo, Vachell inició la defensa con una declaración breve y después llamó a George Ernest Thompson Edalji.
«Rodeó el banquillo con paso brioso y se enfrentó a la sala atestada con una compostura perfecta.» Esto fue lo que leyó George al día siguiente en el Daily Post de Birmingham, y fue una frase que siempre le haría sentirse orgulloso. Por muchas mentiras que se hubiesen dicho, y a pesar de la campaña de susurros, de las calumnias sobre su ascendencia, de las tergiversaciones intencionadas de la policía y de otros testigos, iba a afrontar y había afrontado a sus acusadores con una perfecta compostura.
Vachell empezó pidiendo a su cliente que repasara sus movimientos precisos durante la noche del 17. Los dos sabían que era un repaso estrictamente superfluo, en vista del efecto causado por el testimonio de Lewis sobre el horario conocido de los sucesos. Pero Vachell quería acostumbrar al jurado al sonido de la voz de George y a la fiabilidad de su declaración. Apenas hacía seis años que se autorizaba a testificar a los acusados, y sacar al estrado a un reo se consideraba aún una novedad peligrosa.
Así pues, fue referida de nuevo la visita a Hands, el botero, y trazado para el jurado el itinerario nocturno, aunque atendiendo a una señal previa de Vachell George no mencionó que había llegado hasta la granja de Green. Después habló de la cena en familia, las disposiciones para la hora de acostarse, la puerta del dormitorio cerrada con llave, el despertar, el desayuno y la partida hacia la estación.
– Una vez en la estación, dígame, ¿recuerda haber hablado con el señor Joseph Markew?
– Sí, en efecto. Me abordó cuando yo estaba esperando en el andén a mi tren de costumbre, el de las siete y treinta y nueve.
– ¿Recuerda lo que él le dijo?
– Sí, dijo que tenía un mensaje del inspector Campbell. Tenía que perder el tren y esperar en la estación hasta que pudiera venir a hablar conmigo. Pero recuerdo mejor el tono de voz de Markew.
– ¿Cómo lo describiría?
– Pues un tono muy grosero. Como si me estuviera dando o transmitiendo una orden con la mínima educación posible. Le pregunté por qué quería verme el inspector Campbell y dijo que no lo sabía y que si lo supiera no me lo diría.
– ¿Se identificó como un agente especial?
– No.
– ¿Entonces usted no vio razón para no ir al trabajo?
– La verdad es que tenía un asunto urgente en mi bufete, y se lo dije a Markew. Entonces cambió de actitud. Se mostró conciliador y me sugirió que por una vez en mi vida me tomase un día libre.
– ¿Y cómo reaccionó usted?
– Pensé que no tenía la menor idea de en qué consistía el trabajo de un abogado y de las responsabilidades de su profesión. No es como un tabernero que se toma un día libre y busca a alguien que se encargue de servir la cerveza.
– No, en efecto. ¿Y en aquel momento se le acercó un hombre con la noticia de que habían destripado a otro caballo en la comarca?
– ¿Qué hombre?
– Me refiero a la declaración del señor Markew, en la que dijo que se les acercó un hombre y les informó de que habían destripado a un caballo.
– Eso no es en absoluto cierto. No se nos acercó nadie.
– ¿Y luego tomó el tren?
– No vi motivo alguno para no hacerlo.
– Entonces, ¿no es verdad que usted sonrió al enterarse de que habían mutilado a un animal?
– No es cierto. No se nos acercó ningún hombre. Y yo no sonreiría por semejante cosa. La única vez en que quizá sonriese fue cuando Markew me sugirió que me tomase un día libre. En el pueblo sabemos que es un haragán y por eso la sugerencia encajaba muy bien en sus labios.
– Ya. Ahora avancemos un poco hasta más entrada la mañana, cuando el inspector Campbell y el sargento Parsons fueron a su bufete para detenerle. En el trayecto al calabozo, afirman que usted dijo: «No me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo». ¿Dijo estas palabras?
– Sí.
– ¿Nos explicará qué quería decir?
– Desde luego. Desde hacía algún tiempo, había habido una campaña de rumores contra mí. Había recibido cartas anónimas que enseñé a la policía. Era de lo más evidente que estaban siguiendo mis movimientos y vigilando la vicaría. Unos comentarios que hizo un policía me indicaron que sentían animadversión por mí. Y una semana o dos antes incluso había circulado el rumor de que me habían detenido. La policía parecía decidida a probar algo en mi contra. De modo que no, no me sorprendió.
Vachell le citó a continuación el supuesto comentario sobre el misterioso Loxton; George negó tanto que lo hubiese hecho como que alguna vez hubiese conocido a alguien llamado Loxton.
– Pasemos a otra observación que se supone que usted hizo. En la vista celebrada en Cannock, se le ofreció una fianza que usted rechazó. ¿Dirá a esta sala por qué?
– Desde luego. Los términos eran sumamente onerosos, no sólo para mí sino para mi familia. Además, yo estaba entonces en el hospital de la cárcel y mi situación era confortable. Me contentaba con seguir allí hasta mi juicio.
– Entiendo. El policía Meredith ha declarado que mientras le custodiaba usted le dijo: «No quiero fianza, así, cuando destripen al próximo caballo, no podrán decir que fui yo». ¿Dijo estas palabras?
– Sí.
– ¿Y qué quería decir?
– Nada más que lo que dije. Antes de mi detención, hacía semanas y meses que se cometían agresiones a animales, y como yo no tenía nada que ver con ellas, supuse que continuarían. Y si continuaban quedaría establecida mi inocencia.
– Verá, señor Edalji, se ha insinuado, y sin duda se volverá a insinuar, que hubo una razón siniestra de por qué rechazó la fianza. La suposición es que la banda de Great Wyrley, sobre cuya existencia hay alusiones constantes, pero que todavía nadie ha probado, iba a acudir en su rescate mutilando a propósito a otro animal para probar su inocencia.
– Lo único que puedo decir en respuesta es que si hubiera sido tan inteligente como para idear un plan tan astuto, también habría tenido la suficiente inteligencia para no confesarlo de antemano a un agente de la policía.
– Claro, señor Edalji, claro.
Tal como George esperaba, Disturnal fue sarcástico y poco respetuoso en su interrogatorio. Le pidió que explicara muchas cosas que George ya había explicado, con el fin exclusivo de exhibir una incredulidad teatral. Su estrategia iba encaminada a mostrar que el acusado era sumamente astuto y artero, pero que se incriminaba sin cesar. George sabía que debía dejar que Vachell señalara este punto. No debía permitir que le provocaran; tenía que tomarse su tiempo para responder; debía ser impasible.
Disturnal, por supuesto, no omitió sacar a colación el hecho de que George hubiese llegado andando hasta la granja de Green la noche del 17, y no dejó de preguntarse por qué a George, en su declaración, se le había olvidado mencionarlo. El fiscal se mostró asimismo implacable al abordar, como era inevitable, la cuestión de los pelos en la ropa de George.
– Señor Edalji, en su testimonio bajo juramento ha dicho que los pelos se le adhirieron a la ropa al apoyarse contra la cancilla de un prado donde había vacas pastando.
– Dije que podía ser un modo de que llegaran a mi ropa.
– Pero el doctor Butter recogió veintinueve pelos de su ropa que luego examinó al microscopio y descubrió que su longitud, color y textura eran idénticos a los pelos de la tira de piel cortada al pony muerto.
– No ha dicho idénticos. Ha dicho similares.
– ¿Sí? -Disturnal se desconcertó un instante y fingió que consultaba sus papeles-. En efecto. «De longitud, color y textura similares.» ¿Cómo explica esta similitud, señor Edalji?
– No puedo hacerlo. No soy un experto en pelos de animales. Sólo puedo sugerir cómo podrían haber aparecido los pelos en mi ropa.
– Longitud, color y textura, señor Edalji. ¿Está pidiendo seriamente a la sala que crea que los pelos de su abrigo procedían de una vaca en un cercado, cuando tenían la longitud, el color y la textura de los de un pony destripado a poco más de un kilómetro de su casa la noche del 17?
George no respondió nada a esto.
Vachell llamó a Lewis al estrado de testigos. El veterinario de la policía reiteró su declaración de que el pony, a su entender, no podía haber sido herido antes de las dos y media. A continuación le preguntaron qué tipo de instrumento habría podido infligir aquel daño. Un arma curva y con los lados cóncavos. ¿Pensaba el señor Lewis que la herida habría podido causarla una navaja doméstica? No, Lewis no creía que una navaja hubiera podido causar la herida.
Vachell llamó después a Shapurji Edalji, clérigo ordenado, que repitió su testimonio sobre sus hábitos a la hora de acostarse, la puerta, la llave, su lumbago y la hora en que despertaba. George pensó que su padre, por primera vez, empezaba a parecer un anciano. Su voz era menos imperiosa, sus certezas menos obviamente irrefutables.
George se puso nervioso cuando Disturnal se levantó para su turno de preguntas al vicario de Great Wyrley. El fiscal exudaba cortesía y aseguró al testigo que no le retendría mucho tiempo. Esto, sin embargo, resultó ser una promesa burdamente falsa. Disturnal tomó cada detalle minúsculo de la coartada de George y lo exhibió delante del jurado, como si aquilatara por primera vez su peso y valor exactos.
– ¿Cierra usted con llave por la noche la puerta de su dormitorio?
El padre de George pareció sorprendido de que le volvieran a preguntar algo a lo que ya había respondido. Hizo una pausa más larga de lo normal. Después dijo:
– Sí.
– ¿Y la abre con la llave por la mañana?
De nuevo, una pausa anormal.
– Sí.
– ¿Y dónde guarda la llave?
– La llave se queda en la cerradura.
– ¿No la esconde?
El vicario miró a Disturnal como miraría a un colegial impertinente.
– ¿Por qué demonios debería esconderla?
– ¿Nunca la esconde? ¿Nunca la ha escondido?
El padre de George pareció totalmente perplejo.
– No comprendo por qué me hace esta pregunta.
– Sólo trato de establecer si la llave está siempre en la cerradura.
– Pero si ya se lo he dicho.
– ¿Siempre a la vista? ¿Nunca escondida?
– Pero si ya se lo he dicho.
Cuando el padre de George testificó en Cannock, las preguntas habían sido directas y el estrado de los testigos bien podría haber sido un púlpito desde donde el vicario atestiguaba la misma existencia de Dios. Ahora, sometido al interrogatorio de Disturnal, él -y el mundo con él- empezaba a parecer más falible.
– Ha declarado que la llave chirría cuando gira en la cerradura.
– Sí.
– ¿Es algo reciente?
– ¿Qué es lo que es reciente?
– Que la llave chirríe en la cerradura. -El fiscal adoptaba la actitud de quien ayuda a un anciano a subir unos peldaños-. ¿Siempre ha chirriado?
– Siempre, que yo recuerde.
Disturnal sonrió al vicario. A George no le gustó aquella sonrisa.
– Y, en todo este tiempo, desde que recuerda, ¿nadie ha pensado en aceitar la cerradura?
– No.
– ¿Puedo preguntarle, señor, y puede que le parezca una pregunta nimia, pero de todos modos me gustaría conocer su respuesta, por qué nadie ha aceitado nunca la cerradura?
– Supongo que nunca nos ha parecido importante.
– ¿No ha sido por falta de aceite?
El vicario cometió la imprudencia de mostrar su irritación.
– Mejor haría preguntando a mi esposa sobre nuestras provisiones de aceite.
– Puede que lo haga, señor. Y ese chirrido, ¿cómo lo describiría?
– ¿Qué quiere decir? Es un chirrido.
– ¿Es un chirrido fuerte o suave? ¿Podría compararlo, por ejemplo, con el de un ratón o con el crujido de la puerta de un establo?
Shapurji Edalji puso una cara como si hubiera dado un traspié y caído dentro de un antro de trivialidad.
– Supongo que lo describiría como un chirrido fuerte.
– Es tanto más sorprendente, quizá, que la cerradura no esté aceitada. Pero dejémoslo así. La llave produce un chirrido fuerte por la noche y otro por la mañana. ¿Y en otras ocasiones?
– No le entiendo.
– Me refiero, señor, a cuando usted o su hijo salen del dormitorio por la noche.
– Pero ninguno de los dos sale nunca.
– Ninguno de los dos sale. Lo comprendo…, sus hábitos de dormitorio datan de dieciséis o diecisiete años. ¿Está diciendo que en todo este tiempo ni usted ni su hijo han abandonado nunca el dormitorio durante la noche?
– No.
– ¿Está totalmente seguro?
De nuevo, una larga pausa, como si el vicario estuviera repasando los años en su cabeza, noche tras noche.
– Todo lo seguro que puedo estar.
– ¿Tiene un recuerdo de cada noche?
– No veo el sentido de esta pregunta.
– Señor, no le pido que le vea un sentido. Me limito a pedirle que la conteste. ¿Tiene un recuerdo de cada noche?
El vicario paseó la mirada por la sala, como esperando que alguien le rescatase de aquella catequesis estúpida.
– No más que otra persona.
– Exacto. Ha declarado que tiene un sueño ligero.
– Sí, muy ligero. Me despierto fácilmente.
– Y, señor, ¿ha testificado que si la llave girase en la cerradura usted se despertaría?
– Sí.
– ¿No ve la contradicción en lo que ha dicho?
– No, no la veo.
George vio que su padre se estaba azorando. No estaba habituado a que le contrariasen, por muy educadamente que lo hicieran. Parecía viejo, e irritable, y poco dueño de la situación.
– Entonces permítame que se lo explique. Nadie ha salido del dormitorio en diecisiete años. Es decir, según usted nadie ha girado nunca la llave mientras usted dormía. Entonces, ¿cómo puede afirmar que si la girasen usted se despertaría?
– Eso es buscarle tres pies al gato. Lo que quiero decir, obviamente, es que me despierta el ruido más nimio.
Pero lo dijo con un tono más irascible que autoritario.
– ¿Nunca le ha despertado el sonido de la llave en la cerradura?
– No.
– ¿No puede, por tanto, jurar que ese sonido le despertaría?
– Sólo puedo repetir lo que acabo de decir. El ruido más nimio me despierta.
– Pero si nunca le ha despertado el sonido de la llave girando en la cerradura, ¿no es perfectamente posible que la llave haya girado y usted no se haya despertado?
– Como he dicho, eso no ha ocurrido nunca.
George observaba a su padre como un hijo inquieto y solícito, pero también como un abogado en activo y un acusado aprensivo. Su padre no lo estaba haciendo bien. Disturnal lo aflojaba primero por un lado y luego por el otro.
– Señor Edalji, ¿ha declarado en su testimonio que se despertó a las cinco y no volvió a dormirse hasta que usted y su hijo se levantaron a las seis y media?
– ¿Duda usted de mi palabra?
Disturnal no manifestó placer al oír esta respuesta, pero George sabía que lo estaba sintiendo.
– No, sólo le pido que confirme lo que dijo.
– Pues lo confirmo.
– ¿No volvió, quizá, a quedarse dormido entre las cinco y las seis y media y despertó más tarde?
– Ya he dicho que no.
– ¿Sueña alguna vez que se despierta?
– No le entiendo.
– ¿Sueña usted cuando duerme?
– Sí. A veces.
– ¿Y sueña a veces que se despierta?
– No lo sé. No recuerdo.
– Pero ¿acepta que otras personas sueñan a veces que se despiertan?
– Nunca lo he pensado. No me parece importante lo que sueñen otros.
– Pero ¿aceptará mi palabra de que otras personas sí tienen esos sueños?
El vicario parecía ahora un eremita inducido en el desierto a tentaciones cuya índole parecía totalmente incapaz de captar.
– Si usted lo dice…
También George estaba desorientado por el proceder de Disturnal, pero la intención del fiscal enseguida se tornó más clara.
– ¿De modo que tiene la certeza, en la medida de lo razonable, de que estuvo despierto entre las cinco y las seis y media?
– Sí.
– ¿Y está asimismo seguro de que estuvo durmiendo entre las once y las cinco?
– Sí.
– ¿No recuerda haberse despertado en ese lapso de tiempo?
La cara del vicario adoptó una expresión como si volvieran a dudar de su palabra.
– No.
Disturnal asintió.
– Así que dormía a la una y media, por ejemplo. A las… -hizo un gesto como si arrancara tiempo del aire-, a las dos y media, por ejemplo. A las tres y media, por ejemplo. Sí, gracias. Ahora pasemos a otra cuestión…
Y el interrogatorio prosiguió de este modo, sin parar, convirtiendo al padre de George, a los ojos de todos los presentes, en un viejo chocho, tan inseguro como sin duda era honorable; en un hombre cuyas singulares tentativas de garantizar la seguridad doméstica podrían haber sido fácilmente burladas por su hijo inteligente, que, poco antes, había mostrado tanta desenvoltura en el estrado de los testigos. O quizá en algo todavía peor, en un padre que, sospechando que su hijo quizá hubiera participado de algún modo en las atrocidades, trataba con inquietud pero sin eficacia de modificar su testimonio a medida que lo prestaba.
Después compareció la madre de George, tanto más nerviosa porque acababa de presenciar el hecho sin precedentes de la falibilidad de su marido. Tras ser interrogada por Vachell, Disturnal, con una especie de urbanidad ociosa, le hizo repetirlo todo. No denotaba un interés excesivo por las respuestas cié la testigo; no era ya el fiscal despiadado, sino más bien el vecino nuevo que se deja caer por la casa para un té de cortesía.
– ¿Siempre ha estado orgullosa de su hijo, señora Edalji?
– Oh, sí, muy orgullosa.
– ¿Y él siempre ha sido un chico inteligente, y un joven inteligente?
– Oh, sí, muy inteligente.
Disturnal realizó un empalagoso simulacro de honda preocupación por la angustia que la señora Edalji debía de sentir al verse a sí misma y a su hijo en las circunstancias actuales.
No era una pregunta, pero la madre de George la tomó automáticamente como tal y empezó a alabar a su hijo.
– Siempre fue un chico estudioso. Ganó muchos premios en el colegio. Estudió en el Mason College de Birmingham, y obtuvo una medalla del Colegio de Abogados. Su libro sobre legislación ferroviaria fue muy bien acogido por muchos periódicos y revistas jurídicas. Ahora van a publicarlo en la colección de Libros Jurídicos Prácticos de Wilson.
Disturnal estimuló aquella efusión de orgullo materno. Le preguntó si quería decir algo más.
– Sí. -La señora Edalji miró a su hijo en el banquillo-. Siempre ha sido amable y servicial con nosotros, y desde niño siempre fue cariñoso con los animales. Incluso si no hubiéramos sabido que él no estaba fuera de casa, habría sido imposible que hubiese mutilado o herido a ninguno.
Por el modo en que Disturnal le dio las gracias, casi se habría podido pensar que él también era hijo de ella; es decir, un hijo profundamente indulgente con la bondad ciega y la ingenuidad de su anciana madre de pelo blanco.
Después llamaron a Maud para que declarase sobre el estado de la ropa de George. Su voz fue serena y su testimonio lúcido; aun así, George se quedó petrificado cuando Disturnal se levantó, asintiendo para sí.
– Su testimonio, señorita Edalji, es exactamente, hasta en el más mínimo detalle, el mismo que el de sus padres.
Maud le devolvió una mirada ecuánime y aguardó para ver si aquello era una pregunta o el heraldo de alguna ofensiva mortífera. Tras lo cual, Disturnal volvió a sentarse, con un suspiro.
Más tarde, en la mesa de madera del sótano de Shire Hall, George estaba exhausto y descorazonado.
– Señor Meek, creo que mis padres no han sido buenos testigos.
– Yo no diría tal cosa, señor Edalji. Lo que ocurre es que las mejores personas no son necesariamente los mejores testigos. Cuanto más escrupulosas son, cuanto más honradas, tanto más se detienen en cada palabra de la pregunta y dudan de sí mismas por pura modestia, y tanto más puede jugar con ellas un fiscal como Disturnal. Le aseguro que no es la primera vez que sucede. ¿Cómo lo diría? Es una cuestión de fe. Lo que creemos, por qué lo creemos. Desde un punto de vista puramente jurídico, los mejores testigos son aquellos a los que más cree el jurado.
– De hecho, han sido malos testigos.
A lo largo de todo el juicio, George había albergado la esperanza de que el testimonio de su padre le granjearía una exoneración instantánea. El ataque del fiscal se estrellaría contra la roca de la integridad paterna, y Disturnal se retiraría como un feligrés descreído y regañado por una calumnia vana. Pero el ataque no se había producido o no, al menos, en la forma que George había previsto; y su padre le había fallado, no había sabido manifestarse como una divinidad olímpica cuya declaración jurada era irrebatible. En cambio, se había mostrado pedante, quisquilloso y en ocasiones confundido. George habría querido explicar a la sala que si de niño hubiese cometido la menor fechoría, su padre le habría llevado a la comisaría y exigido un castigo ejemplar: cuanto mayor el deber, mayor el pecado. Pero había prevalecido la impresión opuesta: la de que sus padres eran unos tontos indulgentes y fáciles de embaucar.
– Han sido malos testigos -repitió, consternado.
– Han dicho la verdad -contestó Meek-. Y no deberíamos haber esperado otra cosa de ellos, o que actuaran de una manera que no es la suya. Confiemos en que el jurado lo vea. Vachell tiene confianza en la sesión de mañana; y nosotros también debemos tenerla.
Y a la mañana siguiente, cuando George fue trasladado por última vez de la cárcel de Stafford a Shire Hall, mientras se disponía a escuchar el relato de su historia en su versión definitiva y cada vez más divergente, recobró el buen ánimo. Era el viernes 23 de octubre. Al día siguiente estaría de vuelta en la vicaría. El domingo asistiría al oficio religioso bajo la quilla volcada de San Marcos. Y el lunes, el tren de las 7.39 le llevaría a Newhall Street, a su escritorio, a su trabajo, a sus libros. Festejaría su libertad suscribiéndose a Leyes de Inglaterra, de Halsbury.
Cuando salió al banquillo por la estrecha escalera, la sala parecía aún más concurrida que los días anteriores. La emoción era palpable y, para George, alarmante; se parecía más a una vulgar expectación teatral que a la grave expectativa de la justicia. Vachell le miró y le sonrió: era la primera vez que hacía abiertamente un gesto semejante. George no supo si devolverle el saludo de la misma forma, pero optó por una ligera inclinación de cabeza. Miró al jurado, doce hombres justos de Staffordshire, cuyo semblante le había parecido desde el principio decente y serio. Advirtió la presencia del capitán Anson y del inspector Campbell, sus acusadores gemelos. Aunque no los auténticos: éstos estarían quizá en Cannock Chase, regodeándose de lo que habían hecho, e incluso ahora afilando lo que a juicio de Lewis era un arma curva y con los lados cóncavos.
A invitación de sir Reginald Hardy, Vachell inició su alegato final. Pidió a los miembros del jurado que pasaran por alto los aspectos sensacionales del caso -los titulares de prensa, la histeria pública, los rumores y acusaciones- y se concentraran en los hechos escuetos. No había la más mínima prueba de que George Edalji hubiera salido de la vicaría -un edificio estrechamente vigilado desde varios días antes por la policía de Staffordshire- la noche del 17 al 18 de agosto. No había la más mínima prueba que le vinculase con el delito de que le acusaban: las minúsculas manchas de sangre encontradas podían proceder de cualquier otra fuente y eran totalmente incompatibles con la agresión violenta infligida al pony de la mina; en cuanto a los pelos supuestamente hallados en la ropa del acusado, existía una discrepancia completa de testimonios y, aunque tales pelos hubieran existido, había otras explicaciones posibles de su presencia. Luego estaban las cartas anónimas que denunciaban a George Edalji y que la acusación sostenía que habían sido escritas por el propio acusado, una sugerencia absurda que estaba en completa discordancia tanto con la lógica como con la mente delictiva; en cuanto al testimonio del señor Gurrin, no era más que una opinión de la que el jurado tenía derecho a desvincularse, como en realidad era de esperar que lo hiciese.
A renglón seguido abordó las diversas insinuaciones formuladas en contra de su cliente. Su negativa a aceptar una fianza había nacido de sentimientos razonables, por no decir admirables: el deseo filial de aliviar el fardo de sus padres febles y ancianos. Había que analizar también el turbio asunto de John Harry Green. La fiscalía había intentado salpicar por asociación a George Edalji; sin embargo, no se había establecido ni el más mínimo vínculo entre su defendido y el señor Green, cuya ausencia en el estrado de testigos era harto elocuente enesto, así como en otros aspectos, el sumario no era más que una madeja de jirones y remiendos, de vislumbres, indirectas e insinuaciones inconexas entre sí. «¿Qué nos queda? -preguntó en su perorata el defensor-. ¿Qué nos queda al cabo de cuatro días en esta sala, excepto las teorías de la policía, que se derrumban, se desinflan y se despedazan?»
George estaba complacido cuando Vachell regresó a su asiento. Había sido un alegato claro, bien razonado y sin los falsos llamamientos emocionales a que recurrían otros letrados; y había sido más profesional: es decir, George había anotado los pasajes donde Vachell se tomó más libertades de expresión y deducciones de las que quizá le hubiese permitido el tribunal A, presidido por lord Hatherton.
Disturnal no se apresuró; aguardó un rato de pie, como dejando que se disipara el efecto de las palabras finales de Vachell. Luego empezó a recoger los jirones y remiendos a los que había aludido su adversario y pacientemente volvió a coserlos hasta tejer una capa que colgara alrededor de los hombros de George. Pidió al jurado que primero considerase la conducta del preso y reflexionara sobre si era o no la conducta de un hombre inocente. La negativa a esperar al inspector Campbell y la sonrisa en el andén de la estación; el hecho de que su detención no le sorprendiese; la pregunta acerca de los caballos muertos de Blewitt; la amenaza al misterioso Loxton; el rechazo de la fianza y el confiado pronóstico de que la banda de Great Wyrley actuaría de nuevo para forzar su liberación. ¿Era éste el comportamiento de un hombre inocente?, preguntó Disturnal, al mismo tiempo que reunía cada uno de estos eslabones para apreciación del jurado.
Las manchas de sangre; la letra de George, y, por último, la ropa. La ropa del acusado estaba mojada, en especial las botas y el abrigo de casa. La policía así lo declaró y lo había jurado. Todos los agentes que habían examinado el abrigo viejo habían testificado que estaba mojado. De ser esto cierto, y si la policía no se equivocaba -¿y cómo podía o debería equivocarse?-, sólo había una explicación posible. George Edalji, tal como el fiscal sostenía, había salido a hurtadillas de la vicaría en la noche tormentosa del 17 al 18 de agosto.
Pero aun así, a pesar de la evidencia abrumadora de la destacada intervención del acusado en el delito, ya fuese solo o en complicidad con otros, había una pregunta que, como Disturnal admitía, precisaba una respuesta. ¿Cuál había sido el móvil? Era una pregunta que el jurado tenía pleno derecho a formular. Y el fiscal estaba allí para ayudarlo con la respuesta.
– Si se preguntan ustedes, como otras personas en esta sala han hecho en los últimos días: ¿cuál era el móvil del acusado? ¿Por qué un joven de apariencia externa respetable cometería un acto tan abyecto? Diversas explicaciones surgen en la mente del observador razonable. ¿Habrían empujado al acusado un rencor y una maldad concretos? Es posible, aunque improbable, puesto que muchas otras víctimas han sufrido las atrocidades de Great Wyrley y la campaña de libelos anónimos que las acompañaron. ¿Podría la demencia haber sido la causa? Cabría pensarlo, al considerar la barbarie indecible de sus acciones. Y, no obstante, esto tampoco consigue explicarlo, pues el delito fue tan bien planeado y tan sabiamente ejecutado que no pudo llevarlo a cabo alguien que estuviese loco. No: yo propondría que busquemos la motivación en un cerebro que no está enfermo, sino que más bien tiene una hechura diferente al de los hombres y mujeres ordinarios. El motivo no fue el lucro ni la venganza contra un individuo, sino que más bien tiene un afán de notoriedad, un ansia de suficiencia anónima, un anhelo de engañar a la policía a cada paso, un deseo de reírse en la cara de la sociedad y de demostrarse a sí mismo que es superior. Al igual que ustedes, miembros del jurado, yo también, en distintos momentos de este juicio, convencido como estoy y como estarán ustedes de la culpabilidad del acusado, me he preguntado por qué, por qué. Y he aquí lo que respondería a esta pregunta. La verdad es que todo parece apuntar a una persona que perpetró estas salvajadas por causa de una astucia diabólica en lo más recóndito de su cerebro.
George, que había estado escuchando con la cabeza ligeramente gacha, con el fin de concentrarse en las palabras de Disturnal, comprendió que el alegato había concluido. Alzó la vista y vio que el fiscal le enfocaba con una mirada dramática, como si sólo entonces mirase por fin al preso a la plena luz de la verdad. El jurado, autorizado de este modo por Disturnal, también le estaba escudriñando sin ambages; lo mismo hacía sir Reginald Hardy y todos los presentes en la sala, con la excepción de la familia de George. Tal vez el agente Dubbs y su compañero apostado detrás del acusado en el banquillo le estaban explorando la chaqueta del traje en busca de manchas de sangre.
El presidente comenzó su recapitulación a la una menos cuarto, y aludió a los despanzurramientos como «una mancha en el nombre del condado». George escuchaba, pero era consciente en todo momento de que doce hombres justos trataban de detectar en su persona manifestaciones de astucia diabólica. Lo único que él podía hacer al respecto era parecer lo más impasible posible. Así tenía que mostrarse en los últimos minutos antes de que su destino quedase sellado. No te inmutes, se dijo, no te inmutes.
A las dos de la tarde, sir Reginald mandó a deliberar al jurado y George fue conducido al sótano. El agente Dubbs montó guardia, como había hecho los cuatro días anteriores, con el aire ligeramente incómodo de quien sabía que George no era de los presos que se fugaban. Lo había tratado con respeto y ni una sola vez lo había maltratado. Como no existía la posibilidad de que interpretase mal sus palabras, George entabló conversación con su guardián.
– Agente, según su experiencia, ¿es buena o mala señal que el jurado tarde mucho en decidir el veredicto?
Dubbs reflexionó un momento.
– En mi experiencia, señor, yo diría que puede ser una señal buena o una señal mala. Las dos. Depende, en realidad.
– Entiendo -dijo George. No solía decir «entiendo», y reconoció que los abogados debían de haberle contagiado la costumbre-. Y en su experiencia, ¿si el jurado decide rápidamente?
– Ah, en ese caso, señor, puede ser buena o mala señal. En realidad, depende de las circunstancias.
George se permitió una sonrisa, y que Dubbs o cualquier otro la interpretasen a su antojo. A él le parecía que si el jurado regresaba enseguida, su veredicto -dada la gravedad del caso y la necesidad de que los doce se pusieran de acuerdo- tenía que serle favorable. Y si tardaban en volver tampoco sería malo, porque cuanto más tiempo estudiasen el asunto, aflorarían tantos más detalles esenciales y tanto mejor verían la vacuidad de las furiosas maniobras de distracción de Disturnal.
Al agente Dubbs le asombró tanto como a George que lo llamaran al cabo de sólo cuarenta minutos. Hicieron su último trayecto juntos, a lo largo de los pasillos en penumbra y la escalera que llevaba al banquillo. A las tres menos cuarto, el actuario formuló al presidente del jurado palabras familiares para George desde hacía mucho tiempo.
– Señores del jurado, ¿han llegado a un veredicto unánime?
– Sí, señor.
– ¿Consideran al acusado, George Ernest Thompson Edalji, culpable o no culpable del delito de mutilar a un caballo propiedad de la empresa minera de Great Wyrley?
– Culpable, señor.
«No, es un error», pensó George. Miró al presidente, un hombre de pelo blanco y un aire de maestro de escuela, que hablaba con un leve acento de Staffordshire. Se ha equivocado de palabras. Desdígalas. Quería decir «no culpable». Esa es la respuesta correcta a la pregunta. Todo esto pasó raudamente por la mente de George, hasta que comprendió que el presidente seguía de pie y estaba a punto de hablar. Sí, por supuesto, se disponía a corregir su error.
– El jurado, al emitir su veredicto, expresa una recomendación de clemencia.
– ¿Por qué motivos? -preguntó sir Reginald Hardy, escrutando al presidente.
– Su posición.
– ¿Su posición personal?
– Sí.
El presidente del tribunal y los otros dos magistrados se retiraron a deliberar sobre la sentencia. George apenas pudo mirar a su familia. Su madre se apretaba un pañuelo contra la cara; su padre fijaba en el aire una mirada inexpresiva. Maud, a la que esperaba ver llorando, le sorprendió. Había girado el cuerpo entero en dirección a George y alzaba hacia él unos ojos graves y amorosos. El sintió que si conservaba aquella expresión en la memoria, las cosas peores quizá pudieran soportarse.
Pero no tuvo tiempo de seguir pensando, porque el presidente del tribunal, que sólo había tardado unos minutos en tomar su decisión, le dirigió la palabra.
– George Edalji, el veredicto del jurado es justo. Ha recomendado clemencia en consideración a la posición que ocupa. Tenemos que determinar qué castigo imponerle. Hemos tenido en cuenta su posición personal y lo que para usted representan los castigos. Por otra parte, debemos tener presente el estado del condado de Stafford y el distrito de Great Wyrley, y el deshonor infligido al vecindario por estos sucesos. La sentencia son siete años de trabajos forzados.
Una especie de murmullo soterrado recorrió la sala del juicio, un ruido ronco pero inexpresivo. George pensó: «No, siete años, no puedo sobrevivir siete años, ni siquiera la mirada de Maud puede sostenerme tanto tiempo. Vachell tiene que explicar, tiene que presentar una objeción».
Por el contrario, fue Disturnal quien se levantó. Una vez conseguida una condena, llegaba la hora de la magnanimidad. George no sería juzgado por el cargo de haber enviado una carta de amenaza al sargento Robinson.
«Llévenselo»; y la mano del agente Dubbs le agarró del brazo, y antes de que George tuviera tiempo de un último intercambio de miradas con su familia, de una última mirada alrededor de la sala donde con tanta confianza había esperado que se impartiera justicia, le empujaron para que bajase por la trampilla hacia la luz de gas titilante del sótano oscuro. Dubbs le explicó con deferencia que, en vista del veredicto, tenía que introducirle en la celda provisional, a la espera de su traslado a la cárcel. Allí George, sentado inmóvil, con el pensamiento todavía en la sala del juicio, revivió despacio los sucesos de los cuatro últimos días: los testimonios, las respuestas dadas en los interrogatorios, las tácticas jurídicas. No tenía quejas de la diligencia o la eficacia de sus abogados. En cuanto al fiscal, Disturnal había llevado el caso con inteligencia y un método antagonista, como cabía esperar; y sí, Meek estaba en lo cierto cuando habló de la destreza con que aquel hombre hacía ladrillos aunque no tuviera paja.
Y entonces se agotó la capacidad de George para el sereno análisis profesional. Sintió un cansancio inmenso, aunque a la vez estaba sobreexcitado. La secuencia de sus pensamientos perdió el ritmo regular; se tambaleaban, caían hacia delante, seguían la gravedad emocional. De repente se le pasó por la cabeza que hasta unos minutos antes sólo unas cuantas personas -sobre todo policías, y quizá algunos espectadores tontamente ignorantes, de los que aporrearían las puertas de un coche que pasaba- le suponían culpable. Pero ahora -y al darse cuenta le invadió la vergüenza- casi todo el mundo creería que lo era. Los lectores de periódicos, sus colegas abogados de Birmingham, los pasajeros del tren matutino a los que había repartido folletos de la Legislación ferroviaria. Después empezó a pensar en personas concretas que le juzgarían culpable: por ejemplo, Merriman, el jefe de estación, y Bostock, el maestro de escuela, y Greensill, el carnicero, que a partir de entonces le recordaría siempre a Gurrin, el experto grafólogo, el hombre que le creía capaz de escribir blasfemias e indecencias. Y no sólo Gurrin: Merriman y Bostock y Greensill creerían que, además de rajar el abdomen de animales, George era el autor de blasfemias e indecencias. Y también la criada de la vicaría, y el coadjutor, y Harry Charlesworth, cuya amistad se había inventado. Hasta Dora, la hermana de Harry -de haber existido-, le habría mirado con asco.
Se imaginó la mirada de todas estas personas… a las que ahora se sumaba Hands, el botero. Hands pensaría que, después de haberle tomado con mano experta las medidas para un par de botas, George se había ido tranquilamente a su casa, había cenado, fingido que se acostaba y luego se había escabullido del dormitorio, cruzado los campos y mutilado a un pony. Y al imaginarse a todos aquellos testigos y acusadores, sintió tal oleada de pena por sí mismo y por lo que le habían hecho a su vida, que habría querido que le permitieran quedarse para siempre en aquella penumbra subterránea. No obstante, antes de lograr siquiera controlarse en aquel grado de desdicha, volvió a sentirse arrastrado, ya que por supuesto toda aquella gente de Wyrley no le miraría de aquel modo acusatorio: no, como mínimo, durante muchos años. No, mirarían a sus padres: al padre en el púlpito, a la madre cuando hacía sus rondas parroquiales; mirarían a Maud cuando entrase en una tienda, a Horace cuando volviese de Manchester, si es que alguna vez volvía a pisar la casa tras el oprobio de su hermano. Todo el mundo miraría, señalaría, diría: su hijo, su hermano cometió las atrocidades de Wyrley. Y él había infligido aquella pública y continuada humillación a su familia, que lo era todo para él. Sabían que era inocente, pero sólo servía para duplicar su sentimiento de culpa hacia ellos.
¿Sabían que era inocente? Aquí se agravó su desesperación. Sabían que era inocente, pero ¿cómo dejarían de dar vueltas en la cabeza a lo que habían visto y oído en los cuatro últimos días? ¿Y si su fe en él empezaba a flaquear? Cuando decían que sabían que era inocente, ¿qué querían decir en realidad? Para saberle inocente tendrían que haber velado toda la noche y haberle observado durmiendo, o bien tendrían que haber estado vigilando en el campo de la mina cuando llegó un lunático mozo de labranza con un instrumento maléfico en el bolsillo. Sólo así tendrían la certeza absoluta. Lo que hacían era creer, creer firmemente. ¿Y si, andando el tiempo, unas palabras de Disturnal, alguna afirmación del doctor Butter o alguna duda personal sobre George, largo tiempo reprimida, empezaba a socavar la confianza en él de sus familiares?
Era una cosa más que añadir a la lista de agravios. Les obligaría a emprender un penoso viaje de introspección. Hoy: conocemos a George y sabemos que es inocente. Pero quizá dentro de tres meses: creemos conocer a George y creemos que es inocente. Y dentro de un año: sabemos que no conocemos a George, pero todavía le consideramos inocente. ¿Quién podría reprocharles este declive progresivo?
No sólo le habían condenado a él; también a su familia. Si era culpable, algunos pensarían que sus padres tenían que haber cometido perjurio. Y cuando el vicario predicase la diferencia entre el bien y el mal, su feligresía ¿le tomaría por un hipócrita o un ingenuo? Cuando su madre visitara a los oprimidos, ¿no le dirían que haría mejor guardándose la compasión para su hijo criminal en una cárcel lejana? Era otro agravio: había sentenciado a sus propios padres. ¿No tendrían fin aquellas figuraciones atormentadas, aquel implacable vórtice moral? Aguardó a que se produjera otra caída, que las aguas le arrastrasen, que se ahogara; pero pensó en Maud. Sentado en el duro taburete, detrás de los barrotes de hierro, mientras en algún lugar de aquella oscuridad el carcelero Dubbs silbaba una tonadilla desafinada, pensó en Maud. Ella era su fuente de esperanza, ella impediría que cayese. Creía en Maud; sabía que ella no flaquearía porque había visto su mirada en la sala. Era una mirada que no necesitaba descifrar, que no corromperían el tiempo o la maldad; una mirada de amor, de confianza y de certeza.
Cuando la muchedumbre congregada fuera del tribunal se hubo dispersado, George fue trasladado a la cárcel de Stafford. Allí se produjo otro reajuste en su universo. Como había estado encarcelado desde su detención, había llegado a considerarse un recluso. Pero de hecho le habían alojado en la mejor celda del hospital; recibía periódicos todas las mañanas, así como comida de su familia, y le permitían escribir cartas comerciales. Sin pararse a pensarlo, había supuesto que sus circunstancias eran temporales, concomitantes, un breve purgatorio.
Ahora era un auténtico preso, y para demostrarlo le quitaron la ropa. Lo irónico fue que llevaba semanas lamentando y quejándose del inadecuado traje de verano y el sombrero de paja superfluo. ¿Le habría dado aquel traje un aspecto menos serio en el juicio y, en consecuencia, habría perjudicado su causa? No lo sabía. De todos modos, le despojaron del traje y el sombrero y se los trocaron por el peso gravoso y la aspereza como de fieltro de la ropa carcelaria. La chaqueta le colgaba de los hombros, los pantalones formaban bolsas en las rodillas y los tobillos; no le importaba. También le dieron un chaleco, una gorra y un par de botas.
– Le dará un poco de grima -dijo el celador, haciendo un rebujo con el traje de verano-. Pero casi todos se acostumbran. Hasta personas como usted, sin ánimo de ofender.
George asintió. Advirtió, agradecido, que el funcionario le había hablado con el mismo tono exacto y con la misma urbanidad que a lo largo de las ocho semanas anteriores. El hecho le sorprendió. Por alguna razón había previsto que iban a escupirle y a injuriarle al regresar a la cárcel, a un hombre inocente que volvía con la pública etiqueta de culpable. Pero quizá el cambio aterrador sólo se hubiera producido en su mente. El carcelero mantuvo la misma actitud por una razón simple y desalentadora: desde el principio le habían considerado culpable, y el veredicto del jurado no había sino confirmado esta presunción.
A la mañana siguiente, como un favor, le llevaron un periódico para que pudiera ver, por última vez, su vida convertida en titulares, su historial ya no discrepante sino consolidado como un hecho jurídico, su personaje ya no como obra suya, sino perfilado por otros.
SIETE AÑOS DE TRABAJOS FORZADOS
CONDENADO EL ASESINO DE
GANADO DE WYRLEY
EL REO NO SE INMUTA
Con desánimo, pero de forma automática, George leyó el resto de la página. La historia de la señorita Hickman, la médico hallada muerta, también parecía haber alcanzado su epílogo y se había sumido en el silencio y el misterio. George se enteró de que Buffalo Bill, tras una temporada en Londres y una gira por provincias que duró 294 días, había terminado su programa en Burton-on-Trent y regresado a Estados Unidos. Y tan importante para la Gazette como la condena del «asesino de ganado» de Wyrley era la noticia que figuraba al lado:
CHOQUE FERROVIARIO EN YORKSHIRE
Dos trenes descarrilan en un túnel
Un muerto y 23 heridos
LA TERRIBLE EXPERIENCIA DE UN HOMBRE
DE BIRMINGHAM
Le tuvieron en Stafford otros doce días, y durante este tiempo permitieron a sus padres que le visitaran a diario. Para George esto fue más doloroso que si le hubieran arrojado dentro de un furgón y le hubieran llevado al paraje más lejano del reino. En aquella larga despedida todos se comportaron como si las tribulaciones de George fueran un error burocrático que no tardaría en remediar la apelación al funcionario preciso. El vicario había recibido muchas cartas de apoyo y hablaba ya con entusiasmo de una campaña pública. A George aquel fervor le pareció rayano en la histeria, y sus orígenes implantados en la culpa. No juzgaba su situación transitoria, y los planes de su padre no le procuraron el menor consuelo. Más que nada, le parecían una expresión de fe religiosa.
Doce días después, fue transferido a Lewes. Allí le entregaron un uniforme nuevo de lino burdo y color galleta. Tenía dos anchas franjas verticales por delante y por detrás, y unas flechas gruesas, torpemente impresas. Le dieron unos bombachos que le quedaban grandes, calcetines negros y botas. Un funcionario le explicó que era un hombre estrella y, por consiguiente, empezaría su condena permaneciendo tres meses separado: el plazo podría ser más largo o más corto. Separado quería decir incomunicado. Así empezaban todos los hombres estrella. Al principio George lo entendió mal: pensó que le llamaban hombre estrella porque su caso había alcanzado notoriedad; quizá a los autores de delitos especialmente atroces se les mantenía apartados de otros presos para impedir que diesen rienda suelta a su cólera contra un mutilador de caballos. Pero no: un hombre estrella era el simple vocablo para designar a un condenado por primera vez. Le dijeron que si reincidía le clasificarían como preso intermedio; y si volvía a prisión con mayor frecuencia, como preso ordinario o profesional. George dijo que no tenía intención de volver.
Le llevaron a presencia del director, un viejo militar que le sorprendió porque miraba el nombre que tenía delante y, educadamente, le preguntó cómo se pronunciaba;
– Aydlji, señor.
– Ay-dl-ji -repitió el director-. Aunque aquí no será mucho más que un número.
– No, señor.
– Iglesia anglicana, dice aquí.
– Sí. Mi padre es vicario.
– En efecto. Su madre…
Parecía que el director no acertaba a encontrar la forma de preguntarlo.
– Mi madre es escocesa.
– Ah.
– Mi padre es parsi de nacimiento.
– Ahora caigo. Estuve en Bombay en los años ochenta. Hermosa ciudad. ¿La conoce bien, Ay-dl-ji?
– Me temo que nunca he salido de Inglaterra, señor. Aunque he estado en Gales.
– Gales -dijo el director, pensativo-. En eso me gana. Abogado, dice.
– Sí, señor.
– En este momento tenemos sequía de abogados.
– ¿Perdón?
– Abogados. Nos faltan, de momento. Solemos tener uno o dos. Un año, recuerdo, tuvimos más de media docena. Pero hace unos meses nos libramos del último. La verdad es que tampoco pude hablar mucho con él. El reglamento de aquí le parecerá estricto, y se aplica rigurosamente, señor Ay-dl-ji.
– Sí, señor.
– Pero tenemos un par de corredores de bolsa y un banquero, también. Yo le digo a la gente que si quiere tener un muestrario representativo de la sociedad, venga a la cárcel de Lewes. -Estaba acostumbrado a contar esto e hizo una pausa para que surtiera el efecto habitual-. Aunque me apresuro a decirle que no tenemos miembros de la aristocracia. Ni tampoco -lanzó una ojeada al expediente de George- un pastor de la Iglesia anglicana. Pero sí hemos tenido alguno que otro. Por obscenidad, esas cosas.
– Sí, señor.
– Pues bien, no voy a preguntarle qué ha hecho o por qué o si fue usted quien lo hizo o si una solicitud que quisiera cursar al ministro del Interior tiene o no más posibilidades que un ratón con una mangosta, porque según mi experiencia todo eso es una pérdida de tiempo. Está en la cárcel. Cumpla su condena, obedezca las reglas y no se meterá en más líos.
– Como abogado, estoy acostumbrado a las reglas.
George lo dijo con neutralidad, pero el director alzó la vista como si se tratara de una frase insolente. Al final se contentó con decir: «Perfecto».
Había, en efecto, gran número de reglas. George comprobó que los carceleros eran buena gente, aunque estaban atados de pies y manos por la burocracia. Estaba prohibido hablar con otros presos. Estaba prohibido cruzar los brazos o las piernas en la capilla. Los reclusos se bañaban una vez cada quince días, y se les hacía un registro corporal y de sus pertenencias siempre que se considerase necesario.
El segundo día entró un celador en la celda de George y le preguntó si tenía una manta.
George juzgó la pregunta superflua. Era de todo punto evidente que tenía una manta, multicolor y de un peso razonable: imposible que el funcionario no la viera.
– Sí, tengo, muchas gracias.
– ¿Qué es eso de muchas gracias? -preguntó el carcelero, con una voz más que belicosa.
George recordó los interrogatorios de la policía. Quizá su tono había sido muy osado.
– Quiero decir que sí tengo -dijo.
– Entonces hay que destruirla.
Ahora sí que George no entendía nada. Aquella norma no se la habían explicado. Cuidó su respuesta y en especial el tono.
– Disculpe, pero no llevo aquí mucho tiempo. ¿Por qué quiere destruir mi manta, que es para mí una prenda cómoda y una necesidad, me figuro, en los meses más recios?
El carcelero le miró y poco a poco se echó a reír. Se rió tanto que un compañero se coló en la celda para ver qué pasaba.
– No una manta, número 247, sino chinches [12].
George, a su vez, sonrió a medias, ignorando si el reglamento le permitía sonreír. Tal vez sólo si pedía permiso. En todo caso, el episodio se divulgó por la cárcel y siguió a George durante los meses siguientes. Aquel indio vivía una vida tan regalada que ni siquiera sabía lo que era una chinche.
En su lugar descubrió otras molestias. No había retretes propiamente dichos ni intimidad cuando más falta hacía. El jabón era de pésima calidad. Existía además la regla estúpida de que los afeitados y los cortes de pelo se hacían al aire libre, lo que motivaba que muchos reclusos -George entre ellos- pillasen resfriados.
Enseguida se habituó al ritmo alterado de su vida. 5.45: hora de levantarse. 6.15: abrían las puertas, recogían los cubos, colgaban la ropa de cama para orearla. 6.30: repartían herramientas; a continuación, trabajo. 7.30: desayuno. 8.15: plegar la ropa de cama. 8.35: capilla. 9.05: regreso. 9.20: salida para ejercicio. 10.30: regreso. Rondas del director y otros trámites burocráticos. 12: comida. 13.30: recogida de los cubiertos de hojalata, seguido de trabajo. 17.30: cena, recogida de herramientas que se guardaban fuera para el día siguiente. 20: hora de acostarse.
La vida era más ruda, más fría y más solitaria que la que había conocido hasta entonces, pero le ayudaba la rígida estructura cotidiana. Siempre se había ceñido a un horario estricto; también, como estudiante y como abogado, había asumido una fuerte carga de trabajo. Se había concedido muy pocas vacaciones -aquella excursión a Aberystwyth con Maud fue una rara excepción- y aún menos lujos, salvo los de la mente y el espíritu.
– Lo que más echan de menos los presos estrella es la cerveza -dijo el capellán, en la primera de sus visitas semanales-. Bueno, no sólo los estrella. También los intermedios y los ordinarios.
– Por suerte, yo no bebo.
– Y lo segundo son los cigarrillos.
– También soy afortunado en eso.
– Y lo tercero, los periódicos.
George asintió.
– Reconozco que ahí sí he sentido una privación severa. Tenía la costumbre de leer tres periódicos al día.
– Si pudiera ayudarle en algo… -dijo el capellán-. Pero el reglamento…
– Quizá sea mejor prescindir por completo de una cosa que confiar en que te la den de vez en cuando.
– Ojalá otros tuvieran esa actitud. He visto a hombres ponerse como locos por un cigarrillo o una bebida. Y algunos añoran terriblemente a su novia. Algunos echan en falta la ropa, otros cosas que no sabían que apreciaban, como el olor al otro lado de la puerta del patio una noche de verano. Todo el mundo echa de menos algo.
– No digo que esté contento -contestó George-. Pero puedo pensar con pragmatismo en la falta de periódicos. En otros sentidos, seguro que soy como los demás.
– ¿Y qué es lo que más echa en falta?
– Oh -respondió George-. Mi vida.
Se diría que el capellán imaginaba que George, como hijo de clérigo, extraería su consuelo principal de practicar la religión. George no le desengañó y asistía a los oficios con mejor disposición que la mayoría; pero se arrodillaba, cantaba y rezaba con el mismo ánimo con que sacaba el cubo de la celda, plegaba la ropa de cama y trabajaba; como algo que le ayudaba a sobrellevar la jornada. Casi todos los reclusos trabajaban en los cobertizos, donde confeccionaban felpudos y canastos; un hombre estrella en sus tres meses de incomunicación tenía que trabajar en su celda. A George le dieron una tabla y madejas pesadas de hilo. Le enseñaron a trenzar el hilo utilizando la tabla como molde. Produjo, despacio y con un gran esfuerzo, piezas alargadas, de un grueso tejido trenzado y un tamaño concreto. Cuanto terminó seis, se las llevaron. Después empezó otra tanda, y otra más.
Al cabo de un par de semanas, preguntó a un funcionario cuál era el objeto de aquellas formas.
– Oh, deberías saberlo, 247, deberías saberlo.
George intentó pensar dónde podría haber tropezado antes con aquel material. Cuando tuvo claro que no lo recordaba, el carcelero cogió dos de las piezas oblongas terminadas y las prensó juntas. Luego se las colocó a George debajo de la barbilla. Al no obtener respuesta, se las puso debajo de su propia barbilla y empezó a abrir y a cerrar la boca con un ruido húmedo.
La pantomima dejó a George perplejo.
– Me temo que no lo veo.
– Oh, vamos. Lo sabes.
El celador hizo sonidos de masticación cada vez más ruidosos.
– No lo adivino.
– Morrales, 247, morrales para caballos. Debe de ser agradable, para un hombre familiarizado con caballerías.
George sintió un embotamiento repentino. Así que el carcelero lo sabía; todos lo sabían, hablaban y bromeaban al respecto.
– ¿Soy el único que los hace?
El carcelero sonrió.
– No te creas especial, 247. Los trenzas tú y otra media docena de presos. Algunos los cosen. Otros hacen las cuerdas para atarlos alrededor de la cabeza del caballo. Otros los ensamblan. Y otros los embalan para expedirlos.
No, él no era especial. Tal era su consuelo. Era sólo un preso más, que trabajaba como los demás, un preso cuyo delito no era más alarmante que el de muchos otros y que podía optar por comportarse bien o mal, pero no tenía opción respecto a su situación fundamental. Ni siquiera ser abogado era insólito allí, como el director había señalado. En vista de las circunstancias, decidió ser lo más normal posible.
Cuando le dijeron que cumpliría seis meses «separado» en lugar de tres, George no se quejó ni preguntó el motivo del cambio. Lo cierto era que pensaba que los «horrores de la incomunicación» de que hablaban los periódicos y libros eran burdamente exagerados. Prefería tener muy escasa compañía en vez de mucha y mala. Aún estaba autorizado a hablar con los celadores, el capellán y el director en sus rondas, si bien tenía que esperar a que ellos le hablasen primero. Podía servirse de su voz en la capilla para cantar los himnos y entonar las respuestas. Y normalmente a los reclusos se les permitía hablar durante el ejercicio, aunque encontrar afinidades con el que caminaba a tu lado no siempre era sencillo.
Había además una excelente biblioteca en Lewes, y el bibliotecario pasaba dos veces por semana para llevarse los libros que George había leído y abastecer su estantería. Podía pedir cada semana una obra de tema educativo y un libro «de biblioteca». Este último concepto abarcaba desde una novela popular a un volumen de los clásicos. George se propuso leer todas las grandes obras de la literatura inglesa y la historia de países importantes. Lógicamente, estaba autorizado a tener una Biblia en su celda, pero cada vez se percataba más de que después de cuatro horas de faenar cada tarde con la tabla y el hilo, no eran las cadencias de la Sagrada Escritura lo que le apetecía leer, sino el capítulo siguiente de sir Walter Scott. A veces, encerrado en su celda, a salvo del mundo, viendo con el rabillo del ojo la manta de colores vivos, experimentaba una sensación de orden que casi lindaba con la satisfacción.
Supo por las cartas de su padre que el veredicto había suscitado la indignación pública. El señor Voules había asumido su defensa en Truth, y R. D. Yelverton, antiguo presidente de la Corte Suprema de Bahamas, y ahora de los tribunales de Pump Court, en el distrito de Temple, iba a elevar una petición. Se estaban reuniendo firmas y muchos abogados de Birmingham, Dudley y Wolverhampton ya habían dado su apoyo. A George le conmovió saber que entre los firmantes se encontraban Greenway y Stentson; aquellos dos siempre habían sido buenas personas. Estaban entrevistando a testigos y recopilando sobre el carácter de George testimonios de docentes, colegas y familiares. Yelverton incluso había recibido una carta de sir George Lewis, el abogado penalista más renombrado de la época, en la que expresaba su ponderado dictamen de que el proceso de George contenía defectos fatales.
Era evidente que se habían formulado en su defensa algunas quejas oficiales, puesto que a George le permitieron recibir más comunicaciones de lo normal referentes a su caso. Leyó algunos de los testimonios. Había una copia en papel carbón morado de una carta del hermano de su madre, el tío Stoneham, del Cottage de Much Wenlock. «Siempre que he visto a mi sobrino o he tenido noticias de él (hasta que se habló de esas cosas abominables), me ha parecido simpático, lo mismo que me han dicho otros, y también inteligente.» Algo en la frase subrayada llegó derecho al corazón de George. No el elogio que contenía, que le resultaba violento, sino el subrayado. Más adelante reaparecía. «Conocí al señor Edalji cuando llevaba cinco años ordenado y tenía muy buenas referencias de otros eclesiásticos. Nuestros amigos de entonces también consideraban como nosotros que los parsis son un pueblo muy antiguo y cultivado y poseen muchas cualidades.» Y de nuevo en la posdata: «Mi padre y mi madre dieron su pleno consentimiento a la boda y sentían un profundo afecto por mi hermana».
Como hijo y como preso, George no pudo evitar que estas palabras le emocionaran hasta las lágrimas; como abogado, dudaba del efecto que causarían sobre el funcionario del Ministerio del Interior que finalmente nombraran para revisar su caso. Se sentía al mismo tiempo vivamente optimista y totalmente resignado. En parte quería quedarse en su celda, trenzando morrales y leyendo las obras de sir Walter Scott, y pescar resfriados cuando le cortaban el pelo en el patio gélido, y volver a oír el viejo chiste de las chinches. Lo quería porque era probable que fuese su destino y la mejor manera de resignarse a sufrirlo consistía en acatarlo. Pero otra parte de él quería ser libre al día siguiente, abrazar a su madre y a su hermana, obtener el reconocimiento público de la gran injusticia cometida con él: era la parte a la que no podía dar rienda suelta, porque podría acabar causándole el mayor dolor.
Procuró, por tanto, permanecer impasible cuando supo que ya se habían reunido diez mil firmas, encabezadas por la del presidente del Colegio de Abogados, la de sir George Lewis y la de sir George Birchwood, K.C.I.E. [13], la más alta autoridad médica. Habían firmado centenares de abogados, no sólo de la zona de Birmingham; también miembros del King's Counsel, parlamentarios -entre ellos los de Staffordshire- y ciudadanos de todas las ideologías. Se recabaron declaraciones juradas de testigos que habían visto a obreros y curiosos pisando el terreno donde ulteriormente el policía Cooper había descubierto las huellas de botas. Además, Yelverton había obtenido un informe favorable de Edward Sewell, un veterinario consultado por la acusación y al que luego no llamaron a testificar. La petición, las declaraciones juradas y los testimonios formaban en su conjunto «el memorándum» que sería enviado al Ministerio del Interior.
En febrero ocurrieron dos cosas. El 13 de este mes, el Cannock Advertiser [14]informó de que otro animal había sido mutilado exactamente de la misma forma que en ocasiones anteriores. Quince días después, Yelverton presentó el memorándum al ministro del Interior, Akers-Douglas. George se permitió el lujo de tener esperanzas. En marzo sucedieron otras dos cosas: la petición fue rechazada y George fue informado de que al concluir sus seis meses de incomunicación sería trasladado a Portland.
No le dijeron el motivo del traslado y él no lo preguntó. Supuso que era una manera de decir: ahora seguirás cumpliendo tu condena. Puesto que siempre había previsto hacerlo, en cierta medida -aunque no muy grande- podía afrontar la noticia con filosofía. Se dijo que había cambiado el mundo de las leyes por el de las reglas, y quizá no fuesen muy distintos. La cárcel era un entorno más simple porque las normas no dejaban un margen de interpretación; pero era probable que el cambio le resultase menos desconcertante a él que a quienes siempre habían pasado su vida fuera de la ley.
Las celdas de Portland no le impresionaron. Estaban hechas con calamina y al verlas le parecieron perreras. También era mala la ventilación, que se obtenía abriendo un agujero en la parte inferior de la puerta. No había campanas para los reclusos y si alguno quería hablar con un carcelero depositaba la gorra debajo de la puerta. Para pasar lista se utilizaba este mismo método. Al grito de «¡Gorras al suelo!», las colocaban en el agujero de ventilación. Pasaban lista cuatro veces al día, pero como el recuento de gorras demostraba ser menos fiable que el de personas, a menudo había que repetir el laborioso proceso.
Le dieron un nuevo número, el D462. La letra indicaba el año de la condena. El sistema había comenzado con el siglo: 1.900 era el año A; George, por tanto, había sido condenado en el año D, 1903. Cosían en la chaqueta del preso, y también en la gorra, una chapa con su número y los años de prisión. En Portland se usaban los nombres con mayor frecuencia que en Lewes, pero persistía la tendencia de conocer a un hombre por su chapa. Así pues, George era el D462-7.
Tuvo la consabida entrevista con el director. Aunque muy educado, desde sus primeras palabras fue menos alentador que su colega de Lewes.
– Debe saber que es inútil intentar una fuga. Nadie se ha fugado nunca de Portland Bill. Lo único que se consigue es perder la remisión de la pena y descubrir los placeres de la incomunicación.
– Creo que probablemente soy la última persona en toda la cárcel que intentaría fugarse.
– Eso ya lo tengo oído -dijo el director-. La verdad es que ya lo he oído todo. -Consultó el expediente de George-. Religión. Aquí dice anglicana.
– Sí, mi padre…
– No puede cambiarla.
George no entendió esta observación.
– No quiero cambiar de religión.
– Bien. De todos modos, no puede. No piense que va a esquivar al capellán. Es perder el tiempo. Cumpla su condena y obedezca a los carceleros.
– Siempre ha sido mi intención.
– Entonces es más sensato o más insensato que la mayoría.
Tras este comentario enigmático, el director hizo una seña de que se llevaran a George.
Su celda era más pequeña y más mísera que la de Lewes, aunque un celador que había servido en el ejército le dijo que era mejor que un cuartel. George no disponía de medios para saber si esto era cierto o si sólo pretendía ofrecer un consuelo no verificable. Le tomaron las huellas dactilares, por primera vez en su historial carcelario. Temía el momento en que el médico evaluase su aptitud para el trabajo. Todo el mundo sabía que a los enviados a Portland les entregaban una piqueta y les mandaban a picar piedras en una cantera; por añadidura, les ponían grilletes. Pero su inquietud se reveló infundada: sólo un pequeño porcentaje de reclusos trabajaba en las canteras, y nunca mandaban allí a los hombres estrella. Además, a causa de su visión defectuosa, George sólo fue juzgado apto para trabajos livianos. Como el médico consideró además que no debía subir y bajar escaleras, le destinaron al pabellón número I, en la planta baja.
Trabajaba en la celda. Arrancaba fibras de la cáscara de coco para rellenar camas, y pelos para rellenar almohadas. Primero había que alisar las fibras encima de una tabla y luego seleccionar las que eran finas como hebras; sólo así, le dijeron, servirían para hacer las camas más blandas que existían. No le facilitaron pruebas de este aserto; George nunca vio la fase siguiente del proceso, y su colchón no estaba ciertamente relleno de fibras finas.
Hacia la mitad de la primera semana en Portland, le visitó el capellán. Su talante jovial parecía dar a entender que se entrevistaban
en la sacristía de Great Wyrley, en vez de en una perrera con un agujero de ventilación recortado en la parte inferior de la puerta.
– ¿Acomodándote? -preguntó, con tono alegre.
– Parece que el director cree que sólo pienso en fugarme.
– Sí, sí, se lo dice a todo el mundo. Que quede entre nosotros: creo que le gusta que haya alguna que otra fuga. La bandera negra izada, el retumbar del cañón, el registro a fondo de los barracones. Y siempre gana la partida; eso también le gusta. Nadie se escapa de aquí. Si los soldados no atrapan a un fugado, lo hacen los ciudadanos. Dan una recompensa de cinco libras por entregar a un fugitivo, con lo que no hay incentivo para hacer la vista gorda. Después le meten en una celda de castigo y le privan de la remisión. No vale la pena.
– Y la otra cosa que me ha dicho el director es que no puedo cambiar de religión.
– En efecto.
– Pero ¿por qué querría cambiar?
– Ah, eres un preso estrella, claro. Todavía no conoces los entresijos. Verás, en Portland sólo hay protestantes y católicos. La proporción es de seis a uno. Pero no hay ningún judío. Si fueras judío te enviarían a Parkhurst.
– Pero no soy judío -dijo George, tozudo.
– No. No lo eres. Pero si fueras un veterano, un ordinario, y decidieras que Parkhurst es un alojamiento más llevadero que Portland, podrían liberarte de Portland este año como un ardiente anglicano y, para la próxima vez que la policía te enganchara, haberte hecho judío. Entonces te mandarían a Parkhurst. Pero han decretado que no se puede cambiar de religión en medio de una condena. De lo contrario los presos, sólo por hacer algo, se cambiarían cada seis meses.
– El rabino de Parkhurst debe de llevarse algunas sorpresas.
El capellán se rió.
– Es curioso cómo una vida delictiva puede convertir a un hombre en judío.
George descubrió que no sólo a los judíos los llevaban a Parkhurst; también despachaban a los inválidos y a los que pasaban por no estar del todo en sus cabales. Tal vez no se pudiese cambiar de religión en Portland, pero sí podían trasladar a alguien que se derrumbase física o mentalmente. Se decía que algunos reclusos se herían adrede los pies con las piquetas o simulaban haber perdido la chaveta -aullaban como perros y se arrancaban el pelo a puñados- en un intento de conseguir el traslado. La mayoría, sin embargo, iba a parar al calabozo y a lo sumo obtenían un par de días a pan y agua.
«Portland disfruta de una situación muy saludable -escribió George a sus padres-. El aire es muy sano y tonificante, y no hay muchas enfermedades.» Era como si les estuviese escribiendo una postal desde Aberystwyth. Pero lo que escribía era cierto, y había que consolarlos con todo lo que pudiera.
Pronto se habituó a su estrecho hospedaje y decidió que Portland era mejor que Lewes. Había menos burocracia y no existían reglas estúpidas sobre el afeitado y los cortes del pelo a la intemperie. Además, eran más relajadas las normas que regulaban la conversación entre prisioneros. También la comida era mejor. Pudo informar a sus padres de que había una cena distinta cada noche y dos clases de sopa. El pan era integral; «mejor que el del panadero», escribió, no para intentar eludir la censura ni para congraciarse, sino porque era una opinión sincera. Y les daban verduras y lechuga. El cacao era excelente, aunque el té no valía gran cosa. Con todo, si uno no quería té, podía tomar dos tipos de gachas, y a George le sorprendió que muchos se empeñaran en preferir un té de calidad inferior que algo más nutritivo.
Pudo decir a sus padres que tenía mucha ropa interior caliente, así como jerséis, leotardos y guantes. La biblioteca era incluso mejor que la de Lewes, y las condiciones de préstamo más generosas: cada semana podía sacar dos libros «de biblioteca», amén de cuatro educativos. Las principales revistas eran asequibles en forma de volumen, aunque las autoridades de la cárcel habían expurgado los libros y las publicaciones de todo material indeseable. Al pedir una historia del arte británico reciente, George descubrió que todas las ilustraciones de la obra de sir Lawrence Alma-Tadema habían sido pulcramente recortadas por las tijeras del censor. La portada del volumen ostentaba la advertencia escrita en todos los libros de la biblioteca: «No doblar las páginas». Debajo, un gracioso de la cárcel había escrito: «Tampoco arrancarlas».
La higiene en Portland no era mejor que en Lewes, aunque tampoco peor. Si alguien quería un cepillo de dientes tenía que solicitarlo al director, que al parecer respondía sí o no de acuerdo con algún baremo personal y arbitrario.
Una mañana en que necesitaba un limpiametales, George preguntó a un carcelero si había alguna posibilidad de conseguir una marca fabricada en Bath.
– ¡Un limpiametales, D462! -contestó el celador, elevando las cejas hacia la gorra-. ¡Un limpiametales! Vas a arruinar a la empresa. Luego pedirás perfumes.
Y no se volvió a hablar del asunto.
George cosechaba todos los días fibras de cáscara y pelos; hacía ejercicio, según estaba prescrito, aunque sin gran entusiasmo; pedía a la biblioteca su lote entero de libros. En Lewes se acostumbró a comer con sólo un cuchillo de hojalata y una cuchara de madera, y se habituó a que el cuchillo a menudo fuese insuficiente para la carne de vacuno o de cordero. Ya no notaba la falta de un tenedor, como tampoco la de periódicos. En realidad, consideraba una ventaja la ausencia de diarios: careciendo de aquel acicate cotidiano del mundo exterior se adaptaba con más facilidad al paso del tiempo. Los sucesos que acontecían en su vida ocurrían dentro de los muros de la cárcel. Una mañana, un recluso -el C183, que cumplía una condena de ocho años por robo- consiguió trepar al tejado y desde allí proclamó a los cuatro vientos que era el hijo de Dios. El capellán se brindó a subir por una escalera para hablar de las repercusiones teológicas del hecho, pero el director decretó que era sólo otra intentona de lograr un traslado a Parkhurst. Al final el hombre sucumbió a la inanición y lo pusieron a la sombra. C183 terminó reconociendo que era hijo de un ceramista y no de un carpintero.
Cuando George llevaba unos meses en la cárcel, hubo un intento de fuga. Dos hombres -C202. y B178- se las ingeniaron para esconder una palanca en su celda; rompieron el techo, bajaron al patio con ayuda de una cuerda y escalaron un muro. La siguiente vez que resonó la orden «¡Gorras al suelo!» hubo un alboroto: faltaban dos gorras. Se hizo otro recuento, seguido del de personas. Izaron la bandera negra, dispararon el cañón y encerraron a los presos entretanto. A George no le importó la reclusión, aunque no compartiese la agitación general ni participara en las apuestas cruzadas sobre el desenlace.
Los dos hombres contaban con un par de horas de ventaja, pero a juicio de los «ordinarios» tendrían que esconderse hasta la caída de la noche y sólo entonces aventurarse a huir. Cuando soltaron a los perros en los terrenos de la cárcel, B178 fue descubierto enseguida, guarecido en un taller y maldiciendo el tobillo que se había roto al saltar desde un tejado. Tardaron más en encontrar a C202. Apostaron centinelas en todos los cerros de Chesil Beach; patrullaron en barcas por si el fugitivo había decidido ganar a nado la playa; pusieron una barrera de soldados en Weymouth Road. Registraron las canteras y las fincas periféricas. Pero a C202 no lo encontraron soldados ni celadores; lo llevó, atado con una cuerda, el dueño de una posada que lo había localizado en su bodega y lo había reducido con la ayuda de un carretero. El hombre insistió en entregarlo al funcionario responsable de la cárcel para recibir por la captura un pagaré por la suma de cinco libras.
El barullo entre los presos degeneró en decepción, y el registro de celdas se volvió más frecuente durante una temporada. Era una faceta que a George le parecía más fastidiosa que en Lewes, y no sólo porque los registros eran en su caso absolutamente inútiles. Primero les ordenaban «desabrocharse»; después los celadores «restregaban» al preso para cerciorarse de que no ocultaba nada entre la ropa. Le palpaban todo el cuerpo, le examinaban el bolsillo y hasta desdoblaban el pañuelo. Era bochornoso para el recluso y George pensaba que sería odioso para los funcionarios, pues las ropas de muchos presos estaban sucias y grasientas a causa del trabajo. Algunos carceleros hacían cacheos muy minuciosos, mientras que otros no se enteraban de que un preso tenía un martillo y un cincel escondidos encima.
Luego estaba el «patas arriba», que parecía consistir en la sistemática destrucción de una celda, en derribar libros de las superficies que ocupaban, deshacer la cama y buscar los potenciales escondrijos que George jamás habría imaginado. Lo peor de todo, sin embargo, era el cacheo del «baño seco». Te llevaban a los baños y te ponían de pie sobre los listones de madera. Te quitabas toda la ropa, excepto la camisa. Los celadores inspeccionaban cada prenda a conciencia. Después te sometían a humillaciones: levantar las piernas, agacharte, abrir la boca, sacar la lengua. Había veces en que estos cacheos eran generales y otras en que eran aleatorios. George calculó que sufría esta vejación por lo menos tantas veces como sus compañeros. Quizá cuando expresó su reluctancia a fugarse lo habían tomado por un farol.
Y así pasaron los meses y después el primer año y después gran parte del segundo. Cada seis meses sus padres hacían el largo viaje desde Staffordshire y pasaban una hora con su hijo bajo la vigilancia de un guardián. Estas visitas eran atroces para George, no porque no amase a sus padres, sino porque detestaba ver su sufrimiento. Por entonces su padre parecía hundido y su madre ni siquiera se atrevía a examinar el sitio donde habían encarcelado a su hijo. A George le costaba encontrar el tono justo para hablar con ellos: si era alegre pensarían que estaba fingiendo; si triste, les entristecería aún más. Así pues, adoptaba una voz neutra, servicial pero inexpresiva, como la de una taquillera.
Al principio estimaron que Maud era demasiado sensible para estas visitas; pero un año reemplazó a su madre. Tuvo poca ocasión de decir algo, pero cada vez que George la miraba, topaba con aquella mirada serena e intensa que recordaba de la sala de Stafford. Era como si Maud intentase infundirle fuerzas, comunicarse con la mente de George sin la mediación de palabras o gestos. Más tarde él se preguntó si no se habría -y se habrían-equivocado creyendo en la supuesta fragilidad de Maud.
El vicario no lo advirtió. Estaba abstraído informando a George de que, a la luz del cambio de gobierno -una cuestión de la que George apenas sabía nada-, el infatigable Yelverton iba a reanudar su campaña. Voules proyectaba una nueva serie de artículos en Truth; el vicario, a su vez, se proponía publicar un folleto propio sobre el caso. George simuló que se sentía animado, pero en su fuero interno el entusiasmo de su padre le parecía una necedad. Podrían recabar más firmas, pero la esencia de su caso no cambiaría y, por ende, ¿por qué habría de cambiar la respuesta de las autoridades? Él, como abogado, lo veía.
También sabía que el Ministerio del Interior estaba inundado de peticiones de todas las cárceles del país. Recibía cuatro mil memorándum al año, y otros mil enviados desde otras fuentes en favor de presos. Pero el ministerio no disponía de medios ni de la potestad de volver a juzgar un caso; no podía entrevistar a testigos ni escuchar a abogados. Lo único que estaba en su mano era examinar el papeleo y aconsejar en consonancia a la Corona. Esto se traducía en que un indulto era una rareza estadística.
Quizá la situación fuera distinta si hubiese la posibilidad de recurrir a un tribunal que asumiera un papel más activo en reparar una injusticia. Pero tal como estaban las cosas, George juzgaba ingenuo el convencimiento del vicario de que una frecuente reiteración de su inocencia, secundada por el poder de las oraciones, conseguiría la liberación del hijo.
Le apenaba admitirlo, pero George pensaba que las visitas de su padre no servían de nada. Perturbaban el orden y la calma de su vida, cosas ambas sin las cuales no creía que pudiese sobrevivir a la condena. Otros presos contaban los días que faltaban hasta su excarcelación futura; George, para sobrellevar la reclusión, necesitaba pensar que era la única vida que tenía o podría haber tenido. Sus padres, así como la optimista confianza de su padre en Yelverton, trastornaban esta ilusión. Quizá Maud le infundiese fuerzas si la dejaban visitarle sola, pero sus padres sólo le producían inquietud y vergüenza. Sabía, de todos modos, que no permitirían que Maud fuese sin ellos.
Los registros continuaban, los restregones y los baños secos. Leía más historia de la que pensaba que existía, se había despachado todos los clásicos y ahora acometía los autores menores. También se había leído series enteras del Cornhill Magazine y del Strand. Empezaba a preocuparle la posibilidad de agotar el catálogo de la biblioteca.
Una mañana le llevaron al despacho del capellán, le fotografiaron de frente y de perfil y le ordenaron que se dejase crecer la barba. Le dijeron que al cabo de tres meses volverían a fotografiarle. George dedujo por sí mismo la finalidad del trámite: que la policía tuviese su ficha si algún día les daba motivos para buscarle.
No le gustó que le obligaran a dejarse barba. Había llevado bigote desde que lo permitió la naturaleza, pero en Lewes le mandaron afeitárselo. No le gustaba el picor diario que se le esparcía por las mejillas y por debajo del mentón: añoraba el tacto de la navaja. Tampoco le agradaba su aspecto con barba: le daba un semblante criminal. Los carceleros hicieron comentarios de que ahora tenía un nuevo escondrijo. Seguía trabajando con las fibras de coco y leyendo a Oliver Goldsmith. Le quedaban cuatro años de condena.
Y de repente las cosas se volvieron confusas. Le llevaron a hacerle fotografías de frente y de perfil. Después le mandaron afeitarse. El barbero le dijo que tenía suerte de que no estuviesen en Strangeways, donde le cobrarían dieciocho peniques por el servicio. Cuando regresó a su celda, le dijeron que recogiera sus pocas pertenencias y que se aprestase para un traslado. Le condujeron a la estación y le subieron a un tren con una escolta. A duras penas se atrevió a mirar el campo, cuya existencia parecía burlarse de él, al igual que todos los caballos y vacas. Comprendió que los hombres enloqueciesen a falta de las cosas corrientes.
Cuando el tren llegó a Londres, le subieron en un coche y le llevaron a Pentonville. Allí le dijeron que se preparase para su liberación. Pasó un día encerrado solo; en retrospectiva, el día más desdichado de los tres años completos que había pasado en la cárcel. Sabía que debería ser feliz; por el contrario, le desconcertaba tanto su puesta en libertad ahora como antaño la detención. Llegaron dos detectives y le entregaron papeles; le ordenaron que se presentara en Scotland Yard para recibir nuevas instrucciones.
A la diez y media de la mañana del 19 de octubre de 1906, George Edalji abandonó Pentonville en un coche, acompañado de un judío que también fue liberado aquel día. No preguntó si el hombre era un judío auténtico o un judío carcelario. El coche lo depositó en la sociedad de asistencia a los presos judíos y llevó a George a la sociedad benéfica del Ejército de Salvación. Los reclusos que se habían afiliado a alguna de las dos tenían derecho a una gratificación doble cuando los excarcelaban. A George le dieron dos libras, nueve chelines y diez peniques. Unos responsables de la sociedad le acompañaron después a Scotland Yard, donde le explicaron los términos de su libertad condicional. Tenía que dejar la dirección donde se hospedase; debía presentarse una vez al mes en Scotland Yard e informarles de antemano de cualquier proyecto de abandonar Londres.
Un periódico había enviado un fotógrafo a Pentonville para sacar una foto de George Edalji en el momento de salir de la cárcel. Por error, fotografió a un preso liberado media hora antes y el periódico, por tanto, publicó una foto de otro hombre.
Desde Scotland Yard le llevaron a reunirse con sus padres.
Estaba en libertad.
Y entonces conoce a Jean.
Le faltan unos meses para cumplir treinta y ocho años. Sidney Paget le pinta ese año sentado muy recto en una butaca tapizada, semicircular como una bañera, la levita entreabierta, un reloj con leontina a la vista; en la mano izquierda tiene un cuaderno y la derecha sostiene un portaminas de plata. El pelo empieza a ralear por arriba de las sienes, pero minimiza esta pérdida el esplendor compensatorio del bigote: le coloniza la cara por encima y más allá del labio superior y las guías, como palillos encerados, rebasan la línea de los lóbulos de las orejas. Confiere a Arthur el aire imperioso de un fiscal militar, cuya autoridad refrenda el escudo de armas acuartelado que se ve en la esquina superior del retrato.
Arthur es el primero en admitir que su conocimiento de las mujeres es más el de un caballero que el de un canalla. En su juventud hubo algunos escarceos bullangueros, y hasta un episodio relacionado con un pez volador. Estaba Elmore Weldon que, si no fuese una observación impropia de un señor, pesaba setenta kilos. Estaban Touie, que, con los años, se convirtió en una hermana cordial y después, de pronto, en una hermana inválida. Estaban, por supuesto, sus hermanas auténticas. Estaban las estadísticas de la prostitución que lee en el club. Estaban las historias que se cuentan ante una copa de oporto y que en ocasiones prefiere no escuchar, relatos que hablan, por ejemplo, de habitaciones privadas en restaurantes discretos. Estaban los casos ginecológicos que ha conocido, los partos a los que ha asistido y las enfermedades que contraen los marineros de Portsmouth y otros hombres de moral licenciosa. Su comprensión del acto sexual es diferente, aunque tiene más que ver con sus desafortunadas consecuencias que con sus gozosos preliminares y procesos.
Su madre es la única mujer cuyo gobierno está dispuesto a acatar. Con otras mujeres ha desempeñado las variadas funciones de hermano mayor, sustituto del padre, marido dominante, médico curativo, generoso redactor de cheques en blanco y Papá Noel. Suscribe plenamente la separación y distinción de sexos desarrollada por la sabiduría de la sociedad a lo largo de los siglos. Se opone con firmeza a la idea del sufragio femenino: cuando un hombre vuelve del trabajo, no quiere tener a un político sentado enfrente de él junto a la chimenea. Al conocer menos a las mujeres puede idealizarlas más. Así es como piensa que debería ser.
Jean, por consiguiente, supone una conmoción. Hace mucho tiempo que no mira a las jóvenes como las miran los jóvenes. Considera que las mujeres -las jóvenes- han de ser inmaduras; son maleables, acomodaticias y esperan que las moldee la impronta del hombre con quien se casan. Se ocultan; observan y esperan, se complacen en un decoroso lucimiento social (que nunca debería llegar a la coquetería) hasta que llega el momento en que el hombre manifiesta interés y luego un interés mayor y luego un interés especial; para entonces ya pasean juntos, las familias respectivas se han conocido y por fin él pide su mano y a veces, quizá, en un último acto de ocultamiento, ella le hace esperar la respuesta. Así es como ha evolucionado todo esto, y la evolución social, al igual que la biológica, tiene sus leyes y necesidades. No sería así si no hubiese buenos motivos para que así fuera.
Cuando le presentan a Jean -en el té de la tarde en casa de un prominente escocés de Londres, una de esas reuniones que suele evitar-, advierte de inmediato que es una muchacha muy atractiva. Sabe por larga experiencia lo que cabe esperar: la beldad le preguntará cuándo va a escribir otro relato de Sherlock Holmes, y si ha muerto de verdad en las cataratas de Reichenbach, y si no sería mejor que el detective se casara, ¿y qué le parecía, en principio, esta idea? Y a veces él responde con el cansancio de un hombre que llevase cinco abrigos puestos, y a veces logra esbozar una débil sonrisa y contesta: «Su pregunta, señorita, me recuerda, para empezar, por qué tuve el buen juicio de despeñar a Sherlock».
Pero Jean no hace nada de esto. No da un agradable respingo al oír su nombre ni confiesa tímidamente que es una ferviente lectora de sus obras. Le pregunta si ha visto la exposición de fotografías del viaje del doctor Nansen al Polo Norte.
– Todavía no. Pero fui el mes pasado a la conferencia que dio en el Albert Hall ante la Royal Geographical Society, y en la que el príncipe de Gales le impuso una medalla.
– Yo también estuve -dice ella.
Lo cual constituye una sorpresa.
Él le cuenta que, después de haber leído, unos años antes, el relato de Nansen sobre la travesía de Noruega con esquís, se compró un par; que desde Davos recorrió esquiando las altas pendientes con los hermanos Branger y que Tobías Branger escribió en el registro del hotel «Sportesmann». Después empieza la historia, que a menudo refiere como continuación de la anterior, de que perdió los esquís en una cumbre nevada y se vio obligado a descender sin ellos y que, con la tensión en los fondillos de sus bombachos de tweed…, y es, en verdad, una de sus mejores anécdotas, aunque quizá en estas circunstancias retocará el epílogo, consistente en que durante el resto del día se sintió más resguardado apoyando la culera de los pantalones en una pared…, pero parece que ella ya no le presta atención. Hace una pausa, asombrado.
– Me gustaría aprender a esquiar -dice ella.
Esto también es inesperado.
– Tengo un equilibrio excelente. Monto a caballo desde los tres años.
Arthur se siente un tanto despechado por el hecho de que ella no le deje terminar la historia de cuando se le rajaron los pantalones, que incluye la imitación de las garantías que le dio su sastre sobre la duración del tweed Harris. Así que le dice con voz firme que es de lo más improbable que alguna vez las mujeres -y se refiere a las mujeres de la buena sociedad, no a las campesinas suizas- aprendan a esquiar, dada la fuerza física necesaria y los peligros inherentes a esta actividad.
– Oh, yo soy muy fuerte -responde ella-. Y supongo que tengo un equilibrio mejor que el suyo, en vista de su tamaño. Debe de ser una ventaja tener un centro de gravedad más bajo. Y como peso mucho menos, no me haré tanto daño si me caigo.
Si ella hubiera dicho «peso menos» a él quizá le habría picado la insolencia. Pero como ha dicho «mucho menos» rompe a reír y promete que algún día le enseñará a esquiar.
– Se lo recordaré -responde ella.
Él se dice a sí mismo los días siguientes que ha sido un encuentro bastante extraordinario. El hecho de que ella se negase a reconocer su fama de escritor, fijara el tema de conversación, interrumpiese una de sus anécdotas más populares, exhibiera una ambición que cabría considerar poco femenina, y se riera -bueno, como si lo hubiera hecho- de la corpulencia de Arthur y, sin embargo, que hubiera hecho todo esto con ligereza, seriedad y encanto. Arthur se felicita por no haberse ofendido, aunque no hubiese habido intención de ofenderle. Siente algo que no ha sentido en años: la satisfacción de un devaneo exitoso. Y después olvida a Jean.
Seis semanas después asiste una tarde a un recital y ella está cantando una de las canciones escocesas de Beethoven, acompañada al piano por un hombrecillo serio con una corbata blanca. Su voz le parece espléndida, el pianista amanerado y vanidoso. Arthur retrocede para que ella no lo vea observando. Después del recital se encuentran en presencia de terceros y ella se comporta con esa cortesía que impide saber si le recuerda o no.
Se separan; unos minutos más tarde, cuando un violonchelista pésimo rasca su instrumento al fondo de la sala, vuelven a encontrarse, esta vez a solas. Ella dice en el acto:
– Veo que tendré que esperar por lo menos nueve meses.
– ¿A qué?
– A mis clases de esquí. No hay posibilidad de nieve ahora.
A Arthur no le parece descarado o coqueto lo que ha dicho, aunque sabe que debería parecérselo.
– ¿Piensa esquiar en Hyde Park? -pregunta-. ¿O en St. Jame's? ¿O quizá en las laderas de Hampstead Heath?
– ¿Por qué no? Donde usted quiera. En Escocia. O en Noruega. O en Suiza.
Al parecer, han cruzado, sin que él se haya dado cuenta, alguna puertaventana que da a una terraza, y están debajo de ese mismo sol que hace mucho que ha abolido toda esperanza de nieve. Él nunca ha sentido tanto rencor contra un día de buen tiempo.
Mira los ojos verde avellana de Jean.
– ¿Está flirteando conmigo, señorita?
Ella le sostiene la mirada.
– Le estoy hablando de esquiar.
Pero suena como si sus palabras fueran sólo nominales.
– Porque de ser así tenga cuidado de que no me enamore de usted.
No es del todo consciente de lo que acaba de decir. Lo dice a medias en serio y a medias ignorando qué mosca le ha picado.
– Oh, ya lo está. Enamorado de mí. Y yo de usted. No cabe duda. Ni la menor duda.
Ya está dicho. Y no hacen falta más palabras, ni pronuncian ninguna durante un rato. Lo único que importa es cómo, dónde y cuándo va a volver a verla, y hay que concertarlo antes de que alguien les interrumpa. Pero nunca ha sido un calavera ni un seductor, y nunca ha sabido cómo decir esas cosas necesarias para llegar al estadio siguiente; tampoco sabe en realidad cuál sería, pues la etapa adonde ha llegado parece definitiva en sí misma. Lo único que se le ocurre son dificultades, prohibiciones, razones por las que no volverán a verse, excepto quizá decenios más tarde, cuando sean viejos y canosos y puedan bromear sobre el momento inolvidable que pasaron juntos una tarde en un césped soleado. Es imposible verse en un lugar público, debido a la reputación de ella y la fama de él; imposible que se vean en un lugar privado, debido a la reputación de… y todas las cosas que constituyen la vida de Arthur. He aquí que un hombre que ronda los cuarenta, con una posición sólida en la vida y célebre en el mundo, vuelve a ser un colegial. Se siente como si se hubiese aprendido el más hermoso discurso de amor en Shakespeare y ahora que debe recitarlo tiene la boca seca y la memoria vacía. Se siente también como si se hubiese desgarrado la culera de los bombachos de tweed y tuviera que encontrar de inmediato una pared en la que recostar la espalda.
No obstante, casi sin ser consciente de lo que ella pregunta y él responde, el dilema se resuelve solo. Y no es una cita ni el comienzo de una intriga; es simplemente la vez siguiente en que se verán, y en los cinco días de forzosa espera apenas puede trabajar, apenas logra pensar, y a pesar de que juega dos rondas de golf en un día descubre, en los segundos que transcurren entre decidir la dirección del tiro y bajar el palo hacia la pelota, que la cara de Jean se le ha metido en la cabeza y su juego de ese día es todo books, slices y un peligro para la fauna y la flora. Cuando impulsa la pelota desde un banco de arena directamente a otro, de pronto se acuerda de un partido de golf en el Hotel Mena House y de que entonces pensó que se hallaba en un bunker perpetuo. Ahora no sabría decir si esto sigue siendo cierto, de hecho más cierto que nunca, con una arena cada vez más profunda y la pelota enterrada e invisible, o si de algún modo está en el green para siempre.
No es una cita, aunque se apee del coche en la esquina de la calle. No es una cita, aun cuando una mujer de edad y clase social indeterminadas le abre la puerta y desaparece. No es una cita, aunque por fin están sentados a solas en un sofá cubierto con un brocatel de raso. No es una cita porque Arthur se dice a sí mismo que no lo es.
Toma su mano y mira a Jean. La mirada de Jean no es tímida ni osada; es franca y constante. No sonríe. Él sabe que uno de los dos tiene que hablar, pero parece haber perdido su familiaridad cotidiana con las palabras. Pero da igual. Y entonces ella esboza una media sonrisa y dice:
– No podía esperar a la nieve.
– Te regalaré una edelweiss cada aniversario del día en que nos conocimos.
– El 15 de marzo -dice ella.
– Lo sé. Lo sé porque lo llevo grabado en mi corazón. Si me lo abrieran leerían la fecha.
Hay un nuevo silencio. Sentado en el borde del sofá, se esfuerza en concentrarse en las palabras de Jean, en la fecha y la idea de las edelweiss, pero todo lo borra la conciencia de que tiene la erección más tremebunda de toda su vida. No es la decorosa turgencia de un chevalier de corazón puro, es una presencia descomunal e ineludible, algo pendenciero, algo que procede de la calle y que expresa bien esa palabra, «empalmarse», que nunca ha proferido pero que le bulle, apremiante, en la cabeza. La otra cosa que piensa es que por suerte lleva un pantalón holgado. Se desplaza un poco para aliviar la opresión y al hacerlo se sitúa, sin percatarse, unos centímetros más cerca de Jean. Ella es un ángel, piensa, tiene un aire tan puro, una tez tan blanca, pero ha entendido que el movimiento de Arthur indica que se dispone a besarla y, confiada, le ofrece la cara, y él como caballero no puede desairarla y como hombre no puede abstenerse de besarla. Como no es un calavera ni un seductor, sino un hombre corpulento y honorable, ya en el umbral de la madurez, se inclina con torpeza sobre el sofá y procura no pensar en nada más que en el amor y la galantería cuando los labios femeninos se dirigen hacia el bigote y buscan con impericia la boca que hay debajo; sin soltar aún la mano que ha tomado desde su llegada, pero ya comenzando a aplastarla, Arthur nota que una vasta y violenta erupción tiene lugar dentro de sus pantalones. Y es casi seguro que la señorita Jean Leckie interpreta mal el gemido que él emite, así como la brusquedad con que se separa de ella, como si le hubieran clavado una azagaya entre los omoplatos.
Una imagen surge en la memoria de Arthur, una imagen que data de hace décadas. Es de noche en Stonyhurst y un jesuita sigiloso hace la ronda de los dormitorios para impedir cochinadas entre los chicos. Y lo que ahora necesita, y durante todo el tiempo que prevé, es su propio jesuita de ronda. Lo que ocurrió en esa habitación no debe repetirse. Como médico, podría parecerle explicable un momento de debilidad parecido; como caballero inglés, lo juzga turbador y vergonzoso. No sabe a quién ha traicionado más: si a Jean, a Touie o a sí mismo. A los tres hasta cierto punto, desde luego. Y no debe repetirse.
Ha sido tan repentino que no ha podido evitarlo; ha sido también la sima que separa el sueño y la realidad. En la caballería romántica, el caballero ama a un objeto imposible -la esposa de su señor, por ejemplo- y realiza acciones valientes en nombre de su amada; la pureza del guerrero es igual a su valor. Pero Jean es menos que un objeto imposible y Arthur no es un oscuro galán ni un caballero sin dama. Más bien es un hombre casado que por orden del médico observa castidad desde hace tres años. Pesa noventa y cinco -no, más de cien kilos- y es sano y enérgico; y ayer eyaculó dentro de su ropa interior.
Pero en cuanto el dilema se ha planteado en toda su claridad y crudeza, Arthur puede encararlo. Su cerebro empieza a trabajar sobre los aspectos prácticos del amor, del mismo modo que estudió en otro tiempo los aspectos prácticos de la enfermedad. Define el problema -¡el problema! ¡El doloroso, convulsivo gozo y suplicio!- de la siguiente manera: es imposible para él no amar a Jean, y que Jean no le ame. Es imposible para él divorciarse de Touie, la madre de sus hijos, por la que sigue sintiendo afecto y respeto; además, sólo un canalla abandonaría a una inválida. Por último, es imposible convertir este idilio en una aventura haciendo de Jean su amante. Cada uno de los tres interesados tiene su honor, aunque Touie ignora que el suyo es considerado in absentia. Hay, en efecto, una condición esencial: Touie no debe saberlo.
En el encuentro siguiente con Jean, él asume el mando. Debe hacerlo. Es el hombre, es más viejo; ella es una muchacha, posiblemente impetuosa, cuya reputación no puede mancillarse. Al principio Jean se muestra inquieta, como si él fuera a desecharla; sin embargo, cuando queda claro que Arthur sólo está estipulando las cláusulas que rijan su relación, ella se relaja y casi parece que no le escucha. Se inquieta de nuevo cuando él recalca la extrema cautela que deben adoptar.
– Pero ¿podemos besarnos? -pregunta ella, como comprobando las cláusulas de un contrato que ella ha firmado felizmente con los ojos vendados.
El tono derrite el corazón de Arthur y le nubla el pensamiento. Se besan, para ratificar el contrato. A ella le gusta picotearle con los ojos abiertos, atacarle a la manera de un pájaro; él prefiere la larga fusión de los labios con los ojos cerrados. Le cuesta creer que de nuevo besa a alguien, y no digamos besar a Jean. Procura no pensar en qué se diferencia de besar a Touie. Sin embargo, al cabo de un rato, la turbación se reanuda y él se retrae.
Van a verse, estarán juntos durante lapsos limitados; pueden besarse; no deben apasionarse. Su situación es peligrosísima. Pero de nuevo parece que ella le escucha sólo a medias.
– Es hora de que me vaya de casa -dice ella-. Puedo compartir un apartamento con otras mujeres. Así podrás venir a verme cuando quieras.
Es tan distinta de Touie: directa, franca, sin prejuicios. Desde el principio ha tratado como un igual a Arthur. Y ella es su igual, por supuesto, en el amor que les une. Pero él es el responsable de los dos y de ella. Ha de velar para que la franqueza de Jean no llegue a deshonrarla.
En las semanas siguientes, hay veces en que se pregunta incluso si ella no estará esperando que la haga su amante. La avidez de sus besos; la desilusión cuando él la rehúye; la forma en que se aprieta contra él, la sensación que Arthur tiene a veces de que ella sabe con toda exactitud cómo se siente. Con todo, rechaza esta idea. Ella no es esa clase de mujer; que carezca de falsa modestia es un indicio de que confía en él por completo, y que confiaría aunque no fuera el hombre de principios que es.
Pero no basta con resolver los escollos prácticos de su relación; él también necesita aprobación moral. Arthur sube en St. Paneras al tren a Leeds en un estado de desazón. Su madre sigue siendo el arbitro definitivo. Lee cada palabra que él escribe antes de que se publique; y ella ha hecho en su vida afectiva lo mismo que Arthur. Sólo su madre puede corroborar que es correcta la línea de acción que él se propone.
En Leeds toma el tren a Carnforth y hace transbordo en Clapham para ir a Ingleton. Ella le espera en la estación, con su carro de mimbre tirado por un pony; lleva una chaqueta roja y el gorro de algodón blanco del que se ha encariñado en los últimos años. A Arthur le parece interminable la ambladura de cuatro kilómetros en el carro de dos ruedas. La madre cede continuamente ante el pony, que se llama Mooi y tiene sus excentricidades, como negarse a pasar por delante de una máquina de vapor. Esto implica que hay que evitar las obras viadas y aplaudir cada capricho de distracción equina. Por fin llegan a Masongill Cottage. Arthur desembucha de inmediato. Se lo cuenta todo a su madre; es decir, todo lo que importa. Todo lo necesario para que ella le aconseje sobre ese elevado amor que siente el hijo, un regalo de los dioses. Todo sobre el súbito prodigio y la súbita imposibilidad de su vida. Todo sobre sus sentimientos, su sentido del honor y su sensación de culpa. Todo sobre Jean, su carácter dulcemente directo, su inteligencia incisiva, su virtud. Todo. Casi todo.
Da marcha atrás, vuelve a empezar; entra en detalles diversos. Realza la ascendencia de Jean, su estirpe escocesa, un linaje a propósito para cautivar a cualquier genealogista aficionado. Desciende de Malise de Leggy en el siglo XIII, y por otra línea del propio Rob Roy. Su situación actual: vive con sus padres acaudalados en Blackheath. La familia Leckie, respetable y religiosa, que hizo su fortuna comerciando con té. La edad de Jean: veintiuno. Su hermosa voz de mezzosoprano, educada en Dresde y que pronto perfeccionará en Florencia. Su destreza suprema de amazona, que él aún no ha presenciado. Su rápida comprensión, su sinceridad, su entereza. Y después su apariencia personal, que en Arthur provoca un trance. Su cuerpo delgado, sus manos y pies pequeños, su pelo rubio oscuro, sus ojos verde avellana, la cara suavemente alargada, su delicada tez blanca.
– Me pintas una foto, Arthur.
– Ojalá tuviera una. Se la pedí, pero dice que no es fotogénica. Es reacia a sonreír a la cámara porque tiene vergüenza de sus dientes. Me lo dijo sin tapujos. Cree que los tiene muy grandes. No es cierto, por supuesto. Es un verdadero ángel.
Al escuchar el relato de su hijo, la madre no deja de observar el extraño paralelismo que la vida ha trazado. Estuvo casada durante años con un hombre al que la sociedad tuvo la compasión de calificar de inválido, ya le llevaran a casa cocheros que le chuleaban o lo encerraran so pretexto de que era epiléptico. En la ausencia e invalidez del marido, había hallado consuelo en la presencia de Bryan Waller. Por entonces, Arthur, el hijo hosco y agresivo se había atrevido a criticarla; a veces en silencio, hasta el punto casi de poner en entredicho la honra materna. Y de pronto su favorito, su hijo más adorado, ha descubierto a su vez que las complicaciones de la vida no acaban en el altar; algunos dirían que es ahí donde empiezan.
La madre escucha; comprende y aprueba. La conducta de Arthur ha sido correcta y no menoscaba su honor. Y le gustaría conocer a la señorita Leckie.
Se conocen y la madre la aprueba, como aprobó a Touie en la época de Southsea. No es el refrendo irreflexivo de los actos de un hijo mimado. En opinión de la madre, Touie, complaciente y agradable, era la esposa adecuada para un joven médico ambicioso, pero aún aturdido, que necesitaba ser aceptado por el estamento de la sociedad que le daría pacientes. Pero si Arthur tuviera que casarse ahora, necesitaría a alguien como Jean, una mujer con aptitudes propias y con un carácter claro y directo que en ocasiones le recuerda a ella misma. No dice nada, pero toma nota de que es la primera amiga íntima a la que su hijo no le ha puesto un apodo.
Hay un teléfono Gower-Bell, con altavoz y forma de candelero, en la mesa del recibidor de Undershaw. Tiene su número propio -Hindhead 237- y, gracias a la fama y el renombre de Arthur, no comparte una línea, como mucha otra gente, con una casa vecina. Aun así, Arthur nunca lo utiliza para llamar a Jean. No se ve a sí mismo acechando el momento de que en Undershaw no haya criados, los niños estén en la escuela, Touie descansando y Wood dando su paseo cotidiano, para hablar en el vestíbulo en voz baja y de espaldas a la escalera, debajo de la vidriera con los nombres y escudos de sus antepasados. No se imagina haciendo semejante cosa; sería la prueba de que vive una aventura, más para sí mismo que para quien pudiese verle en esta tesitura. El teléfono es el instrumento preferido del adúltero.
Por tanto, se comunica por medio de cartas, notas, telegramas; se comunica por medio de palabras y obsequios. Al cabo de unos meses, Jean se ve forzada a explicar que el apartamento donde vive sólo dispone de un determinado espacio, y si bien lo comparte con amigas de confianza, el timbre del recadero se ha vuelto embarazoso. De las mujeres que reciben gran número de presentes masculinos -o, aún más comprometedor, de un caballero en particular- se presume que son sus queridas; como mínimo, queridas potenciales. Cuando ella se lo señala, Arthur se reprende por ser tan idiota.
– Además -dice Jean-, no necesito prendas. Estoy segura de tu amor.
El primer aniversario de su encuentro, él le regala una sola edelweiss. Ella le dice que le produce más placer que cualquier número de joyas, vestidos, plantas, bombones caros o lo que obsequien los hombres a las mujeres. Con su asignación mensual, ella satisface sin agobios sus pocas necesidades materiales. De hecho, no recibir regalos es una forma de resaltar que su relación es diferente de los manejos monótonos de otros.
Pero subsiste la cuestión del anillo. Arthur quiere que ella luzca algo, por discreto que sea, en un dedo -da lo mismo en cuál-, para enviarle un mensaje secreto cada vez que están juntos. Jean no es partidaria de esta idea. Los hombres regalan anillos a tres categorías de mujeres: a la esposa, a la amante y a la prometida. Ella no es ninguna de las tres cosas y no llevará tal anillo. Nunca será una amante; Arthur ya tiene una mujer; tampoco es una prometida, ni puede serlo. Serlo es decir: estoy esperando a que muera su mujer. Jean sabía que había entendimientos así entre parejas, pero no será el que exista entre ellos. Su amor es diferente. No tiene pasado ni un futuro del que puedan hablar; sólo tiene presente. Arthur dice que en su mente ella es su esposa mística. Jean está de acuerdo, pero dice que las esposas místicas no llevan anillos físicos.
Naturalmente, es la madre de Arthur la que resuelve la cuestión. Invita a Jean a Ingleton y sugiere que Arthur vaya al día siguiente. La noche de la llegada de Jean, la madre tiene una idea repentina. Se quita un pequeño anillo del meñique de la mano izquierda y lo desliza en el mismo dedo de la mano de Jean. Es un zafiro cabochon pálido que perteneció a una tía abuela de la madre de Arthur.
Jean lo mira, gira la mano y se lo quita enseguida.
– No puedo aceptar una joya que pertenece a su familia.
– Mi tía abuela me lo regaló porque pensaba que me iba bien el color. Entonces sí, pero ya no. Le sienta mejor al suyo. Y la considero una más de la familia. La he visto de ese modo desde que la conocí.
Jean no puede contrariar a la madre; pocas personas lo hacen. Cuando llega Arthur, muestra una lentitud teatral en advertir el anillo; por fin, se lo señalan. Incluso en ese momento disimula el placer que le produce, comenta que no es muy grande y da a las dos mujeres la ocasión de reírse de él. Ahora Jean no luce un anillo de Arthur, sino de los Doyle, y viene a ser lo mismo; hasta quizá mejor. Arthur se imagina que lo ve sobre el mantel de una mesa de comedor atiborrada de objetos, sobre las teclas de un piano, sobre el brazo de una butaca de un teatro o las riendas de un caballo. Lo ve como un símbolo de lo que la une a él. Su esposa mística.
A un caballero se le consienten dos mentiras piadosas: para proteger a una mujer y para luchar cuando se trata de un combate justo. Las mentiras piadosas que Arthur le dice a Touie son mucho más numerosas de lo que él se hubiera imaginado. Al principio supuso que de algún modo, en el trasiego de sus días y semanas, de sus empresas y sus entusiasmos, sus deportes y sus viajes, no surgiría la necesidad de mentirle. Jean desaparecía en los intersticios de su calendario. Pero como no desaparece de su corazón, tampoco puede desaparecer de su pensamiento y su conciencia. En suma, descubre que cada encuentro, cada proyecto, cada mensaje y cada carta enviada, cada vez que piensa en ella, están rodeados de alguna clase de mentira. La mayoría son mentiras de omisión, aunque en ocasiones es inevitable que sean de comisión; al fin y al cabo todas son mentiras. Y Touie es tan confiada…; acepta, siempre ha aceptado, los súbitos cambios de planes de Arthur, sus impulsos, su decisión de quedarse o irse. El sabe que ella no sospecha, y ello le crispa aún más los nervios.
No entiende cómo los adúlteros pueden vivir con su conciencia; deben de ser moralmente primitivos para sostener las mentiras necesarias.
Pero más allá de las dificultades prácticas, del insoluble dilema ético y de la frustración sexual, hay algo más oscuro, más duro de afrontar. Los momentos clave en la vida de Arthur se han visto ensombrecidos por la muerte, y éste es otro de ellos. El amor súbito, maravilloso, que ha conocido sólo puede consumarse y declararse al mundo si Touie muere. Morirá; él lo sabe, y también Jean; la tisis siempre reclama a sus víctimas. Pero la determinación de Arthur de combatir al demonio ha desembocado en un alto el fuego. El estado de Touie es estable; ya ni siquiera necesita el aire purificador de Davos. Está contenta de vivir en Hindhead, agradecida por lo que posee y rezuma el suave optimismo de los tísicos. Arthur no desea que ella muera; asimismo, tampoco desea que la situación imposible de Jean se prolongue sine díe. Si él creyera en una de las religiones establecidas, sin duda lo pondría todo en las manos de Dios, pero no puede hacerlo. Touie tiene que seguir recibiendo la mejor atención médica y el más firme sostén doméstico para que el sufrimiento de Jean pueda continuar el mayor tiempo posible. Si él hace algo es un bruto. Si se lo dice a Touie también lo es. Si rompe con Jean es una bestia. Convertirla en su amante es una brutalidad. Si no hace nada, es un simple animal pasivo e hipócrita que se aferra en vano a todo el honor que puede.
Poco a poco, y discretamente, la relación es reconocida. A Jean le presentan a Lottie. Presentan a Arthur a los padres de Jean, que le regalan en Navidad unos gemelos de nácar y diamante. Hasta presentan a Jean a la madre de Touie, la señora Hawkins, que acepta la relación. También son informados Connie y Hornung, aunque por esta época están muy ocupados con su matrimonio, su hijo Oscar Arthur y la vida en Kensington West. Arthur garantiza a todo el mundo que Touie será protegida a toda costa del conocimiento, el dolor y la deshonra.
Están las declaraciones altruistas y está la realidad cotidiana. A pesar de la aprobación familiar, Arthur y Jean son propensos a accesos de desánimo; Jean también contrae una proclividad a las migrañas. Los dos se sienten culpables por haber arrastrado al otro a una situación imposible. Puede que el honor, como la virtud, sea él mismo su propia recompensa, pero en ocasiones no parece suficiente. Al menos, la desesperación que produce puede ser tan aguda como la de la exaltación. Arthur se receta a sí mismo las obras completas de Renán. La lectura intensa, junto con mucho golf y criquet, serenan a un hombre, le mantienen sanos el cuerpo y la mente.
Pero estos recursos sólo valen hasta cierto punto. Haces correr por todas partes a los lanzadores del equipo contrario y luego lanzas una bola en corto a las costillas de sus bateadores; envías lejísimos una pelota de golf con un palo [15]. Pero no puedes mantener a raya para siempre a los pensamientos; siempre los mismos y siempre las mismas paradojas repulsivas. Un hombre activo condenado a la inactividad; amantes a los que se prohíbe amar; la muerte que temes y a la que te avergüenza llamar para que venga.
La temporada de criquet de Arthur ha sido buena; notifica a su madre, con orgullo filial, los tantos que ha marcado y los wickets derribados. Ella, a su vez, sigue impartiéndole sus provechosas opiniones: sobre el caso Dreyfus, sobre los matones sacerdotales y los intolerantes del Vaticano, sobre la odiosa actitud hacia Francia que adopta ese periodicucho, el Daily Mail. Un día, Arthur juega en Lord's con el Marylebone Cricket Club. Invita a Jean al partido y, cuando sale a batear, sabe en qué parte de las gradas está sentada. Es uno de esos días en que los lanzadores no tienen secretos para Arthur; su bate es inexpugnable y apenas acusa el impacto cuando golpea y lanza la bola rodando por el campo. Una o dos veces la levanta en el aire hacia el público e incluso tiene tiempo de asegurarse por adelantado de que no hay peligro de que caiga como un proyectil cerca de Jean. Está justando en nombre de su dama; debería haberle pedido una prenda para lucirla en la gorra.
Entre una y otra tanda aprovecha para verla. No le hacen falta sus palabras de elogio; ve el orgullo en los ojos de Jean. Ella necesita pasear un poco después de tanto tiempo sentada en un banco de listones. Dan una vuelta por el campo, por detrás de las gradas; vaharadas de cerveza en el aire caluroso. Entre un gentío ocioso y anónimo se sienten más solos juntos que bajo la mirada de la más permisiva de las carabinas en la mesa de un comedor. Hablan como si acabaran de conocerse. Arthur le dice lo mucho que le habría gustado llevar una prenda suya en la gorra. Ella le enlaza del brazo y caminan en silencio, absortos en su dicha.
– Vaya, ahí vienen Willie y Connie.
Así es; se dirigen hacia ellos, también enlazados del brazo. Deben de haber dejado al pequeño Oscar con la niñera en Kensington. Arthur se siente incluso más orgulloso de su actuación con el bate. Entonces se percata de algo. Willie y Connie no reducen el paso y Connie ha empezado a mirar a otro lado, como si la parte de atrás del pabellón hubiera adquirido un interés irresistible. Willie, por lo menos, no parece fingir que no existen, pero cuando las dos parejas se cruzan, le arquea una ceja a su cuñado, a Jean y a los brazos unidos.
Arthur lanza con más rapidez y más fuerza después del cambio de entrada. Sólo hace un wicket, gracias a la devolución demasiado glotona de uno de sus long-bops. Cuando le toca interceptar y devolver, busca con la mirada a Jean, pero debe de haberse cambiado de sitio. Tampoco localiza a Willie y a Connie. Sus tiros alarman más de lo normal al catcher y le obligan a correr en todas direcciones.
Después, es evidente que Jean se ha marchado. Él está hecho una furia. Quiere ir derecho en un coche a su apartamento, sacarla a la acera, cogerla del brazo y caminar con ella por delante del Buckingham Palace, la abadía de Westminster y el Parlamento. Y sin haberse quitado la ropa del criquet. Y gritando: «Soy Arthur Conan Doyle y me enorgullezco de amar a esta mujer, Jean Leckie». Visualiza la escena. Cuando deja de hacerlo, piensa que se está volviendo loco.
La furia y la demencia amainan y dan paso a un enfado constante e inflexible. Se da una ducha y se cambia, enhebrando una sarta de juramentos contra Willie Hornung. Cómo se atreve ese asmático y miope jugador ocasional de criquet a arquearle su puñetera ceja. A él. Hornung, el periodista, el escritor de crónicas deplorables sobre la Australia profunda. Un perfecto desconocido hasta que le birló -con permiso- la idea de Holmes y Watson; los puso patas arriba y los transformó en un par de criminales. Arthur se lo consintió. Hasta le facilitó el nombre del supuesto héroe, Raffles, como en Las andanzas de Raffles Haw. Le autorizó a que le dedicase el maldito libro. «A A. C. D., esta forma de lisonja.»
Le había dado más que su mejor idea; le había dado su esposa. Literalmente: la había acompañado hasta el altar y se la había entregado. Les concedió una asignación para que empezaran. De acuerdo, la suma era para Connie, pero Willie Hornung no dijo que fuese una mancha para su honor varonil aceptar aquella ayuda, no dijo que se pondría a trabajar de firme para mantener a su joven cónyuge, oh, no, nada de eso. Y cree que eso le da derecho a lanzarme una mirada mojigata.
Arthur toma un coche desde Lord's a Kensington West. Al 9 de Pitt Street. Su enojo empieza a remitir cuando cruzan Harrow Road. En su cabeza oye decir a Jean que todo ha sido culpa suya, que ella le tomó del brazo. Conoce exactamente su tono de autorreproche, y es probable que le produzca una penosa migraña. Lo único importante, se dice Arthur, es minimizar su sufrimiento. Todos sus instintos, su propia virilidad exigen que eche abajo la puerta de Hornung, que le baje a rastras a la acera y le sacuda los sesos con un bate de criquet. Sin embargo, cuando el coche se detiene sabe que deberá comportarse.
Está ya muy tranquilo cuando le recibe Willie Hornung. «Vengo a ver a Constance», dice. Hornung tiene al menos la sensatez de no buscar gresca ni insistir en estar presente. Arthur sube al cuarto de estar de Connie. Con toda franqueza, le explica cosas que nunca le ha explicado, que nunca ha necesitado explicarle. Le explica lo que representa la enfermedad de Touie. Le explica su amor súbito, absoluto, por Jean. Que ese amor será platónico. Que, no obstante, una gran parte de su vida, hasta entonces desocupada, ahora está colmada. Le explica la tensión y la depresión intermitentes que los dos sufren. Que Connie los ha visto juntos, visiblemente enamorados, porque han bajado la guardia; que es una tortura no poder mostrar su amor delante de otros. Que tienen que medir y racionar cada sonrisa, cada risa, sondear cada compañía. Que Arthur no cree que pueda sobrevivir si su familia, lo que más quiere en el mundo, no entiende su situación y no le apoya.
Al día siguiente jugará otra vez en Lord's y pide a Connie, no, le suplica que vaya a verle y que esta vez conozca a Jean como es debido. Es la única manera. Lo que ha pasado hoy hay que olvidarlo, dejarlo atrás enseguida, para que no se encone. Connie irá mañana y comerá con Jean para conocerla mejor. ¿Irá?
Connie accede. Willie, cuando le despide en la puerta, dice: «Arthur, estoy dispuesto a apoyar tus relaciones con cualquier mujer a primera vista y sin hacer preguntas». En el coche, Arthur siente que ha conjurado algo terrible. Está muy cansado y un poco aturdido. Sabe que puede contar con Connie, así como con toda su familia. Y le avergüenza un poco lo que ha pensado de Willie Hornung. Ese condenado genio suyo no ha mejorado gran cosa. Lo atribuye a que es medio irlandés. Su mitad escocesa se las ve y se las desea para prevalecer sobre la otra.
No, Willie es un buen chico que le respaldará sin reservas. Willie tiene un buen cerebro, un cerebro agudo, y es un catcher decente. Quizá no le guste el golf, pero al menos aduce la mejor razón que Arthur ha oído sobre este prejuicio: «Me parece muy poco deportivo golpear a una pelota tumbada». Fue una buena ocurrencia. Y lo de la errata de imsprinta. Y la que Arthur más ampliamente ha difundido, que es la valoración que Willie hace del detective creado por su cuñado: «Podría ser más humilde, pero no hay policía como Holmes». ¡No hay policía como Holmes! Arthur se desploma en el asiento al recordar esta frase.
A la mañana siguiente, cuando se dispone a salir para Lord's, llega un telegrama. Constance Hornung se disculpa por no acudir al almuerzo de hoy porque un dolor de muelas la obliga a ir al dentista.
Arthur envía una nota a Jean, sus disculpas a Lord's -«asunto familiar urgente» no es, por una vez, un eufemismo- y coge un coche para Pitt Street. Le estarán esperando. Saben que no es un hombre de aventuras o silencio diplomático. Miras a un individuo a los ojos, le dices la verdad y asumes las consecuencias: he aquí la doctrina de Doyle. A las mujeres se les aplican reglas diferentes, por supuesto: o, mejor dicho, las mujeres parecen haber desarrollado normas distintas, a pesar de todo; pero aun así, un tratamiento dental urgente no le parece una gran excusa. Su misma transparencia exaspera a Arthur. Quizá Connie lo sabe; quizá constituya el reproche más directo, como mirar a otro lado la víspera. Una de las cualidades de Connie es que finge tan mal como Arthur.
Él sabe que tiene que controlarse. Lo prioritario es Jean y, después, la unidad de la familia. Se pregunta si Connie habrá hecho cambiar de opinión a Willie, o si habrá sido al revés. «Estoy dispuesto a apoyar tus relaciones con cualquier mujer a primera vista y sin hacer preguntas.» Nada equívoco en esto. Pero tampoco lo hubo en la forma en que Connie pareció comprender la situación. Arthur, de antemano, busca motivos. Quizá Connie se haya vuelto una respetable mujer casada más rápido de lo que él habría creído posible; tal vez siempre haya estado celosa de que Lottie sea la hermana predilecta de Arthur. En cuanto a Hornung, sin duda tiene celos de la fama de su cuñado; o acaso el éxito de Raffles se le haya subido a la cabeza. Algo ha desatado este alarde de independencia y rebelión. Bueno, Arthur no tardará en descubrirlo.
– Connie está arriba, descansando -dice Hornung cuando abre la puerta.
Está clarísimo. Así que será de hombre a hombre, que es como Arthur prefiere.
El pequeño Willie Hornung es de la misma estatura que Arthur, un hecho que en ocasiones éste olvida. Y Hornung en su propia casa es distinto del Hornung recreado por la furia de Arthur; también es diferente del Willie adulador, ávido de agradar, que corría por la pista de tenis de West Norwood y desgranaba bons mots en la mesa para congraciarse. En la sala delantera le indica una butaca de cuero, aguarda a que Arthur se siente y él se queda de pie. Mientras habla, empieza a deambular por la habitación. Nervios, sin duda, pero producen el efecto de un fiscal que se pavonea ante un jurado inexistente.
– Arthur, esto no va a ser fácil. Connie me dijo lo que le dijiste anoche, y hemos hablado.
– Y habéis cambiado de opinión. O tú le has hecho cambiar a ella. O ella a ti. Ayer dijiste que me apoyarías sin reservas.
– Sé lo que dije. Y no se trata de que yo haya hecho cambiar de opinión a Connie, o ella a mí. Hemos hablado y estamos de acuerdo.
– Te felicito.
– Arthur, permíteme que lo exprese así. Anoche te hablamos con el corazón. Sabes cuánto te quiere Connie, lo mucho que siempre te ha querido. Sabes mi enorme admiración por ti, lo orgulloso que estoy de decir que Arthur Conan Doyle es mi cuñado. Por eso fuimos al Lord's a verte con orgullo, a apoyarte.
– Lo cual habéis decidido no hacer más.
– Pero hoy estamos pensando y hablando con la cabeza.
– ¿Y qué os dice la cabeza?
Arthur reduce su ira a un mero sarcasmo. Es todo lo que puede hacer. Sentado muy recto en su butaca, observa cómo Willie baila y arrastra los pies mientras argumenta.
– La cabeza… nos dice lo que ven nuestros ojos y nos dicta la conciencia. Tu conducta es… comprometedora.
– ¿Para quién?
– Para tu familia. Para tu mujer. Para tu… amiga. Para ti mismo.
– ¿No quieres incluir también al Marylebone Club? ¿Ya los lectores de mis libros? ¿Y al personal de los almacenes Gamages?
– Arthur, si tú no lo ves, alguien tiene que decírtelo.
– Y parece que disfrutas al decírmelo. Creí que sólo había adquirido un cuñado. No me di cuenta de que la familia había adquirido una conciencia. No sabía que necesitábamos una. Deberías agenciarte una sotana de cura.
– No me hace falta una sotana para decirte que si te paseas con una sonrisa en la cara y una mujer que no es la tuya del brazo, comprometes a tu esposa y tu comportamiento se refleja en tu familia.
– Touie siempre estará resguardada del dolor y la deshonra. Es mi primer principio. Y seguirá siéndolo.
– ¿Quién más os vio ayer, aparte de nosotros? ¿Y qué conclusión habrán sacado?
– ¿Y cuál sacasteis vosotros, tú y Constance?
– La de que eras sumamente imprudente. Que no hacías ningún bien a la mujer que llevabas del brazo. Que comprometías a la tuya. Y a tu familia.
– Para ser un recién llegado, te has vuelto de pronto un experto en mi familia.
– Quizá porque veo más claro.
– Quizá porque tienes menos lealtad. Hornung, no pretendo decir que la situación no sea difícil, dificilísima. No lo niego. A veces es intolerable. No necesito repetir lo que le dije ayer a Connie. Hago todo lo que puedo, los dos lo hacemos, Jean y yo. Nuestra… alianza ha sido aceptada, la han aprobado mi madre, los padres de Jean, la madre de Touie, mi hermano y hermanas.
Tú también, hasta ayer. ¿Cuándo he sido desleal a un miembro de mi familia? ¿Y cuándo, antes de ahora, he apelado a ellos?
– ¿Y si tu mujer se enterara de tu conducta de ayer?
– No se enterará. No puede.
– Arthur. Siempre hay chismorreos. Siempre hay chismes de criadas y doncellas. Gente que escribe cartas anónimas. Periodistas que insinúan cosas en la prensa.
– En ese caso los denunciaré. O, más probablemente, tumbaré al tío de un puñetazo.
– Y eso sería una imprudencia aún mayor. Además, no puedes noquear a una carta anónima.
– Hornung, esta conversación es infructuosa. Es evidente que te concedes un sentido del honor más elevado del que me otorgas a mí. Si hay una vacante como cabeza de familia, tomaré en cuenta tu solicitud.
– ¿Quis custodiet, Arthur? ¿Quién le dice al cabeza de familia que está obrando mal?
– Hornung, por última vez. Te lo diré con toda claridad. Soy un hombre de honor. Mi nombre y el de mi familia lo significan todo para mí. Jean Leckie es una mujer de honor y virtud extremos. La relación es platónica. Siempre lo ha sido. Seguiré siendo el marido de Touie y la trataré con honor hasta que la tapa del ataúd se cierre sobre uno de nosotros dos.
Arthur está acostumbrado a hacer declaraciones definitivas que ponen fin a una conversación. Cree haber hecho una de ellas, pero Hornung sigue arrastrando los pies como un bateador en la línea.
– Me parece que das demasiada importancia a que esas relaciones sean platónicas o no -contesta-. No veo que eso cambie mucho las cosas. ¿Qué diferencia hay?
Arthur se levanta.
– ¿Qué diferencia? -grita. Le da igual si su hermana está descansando, si el pequeño Oscar está echando una siesta, si la criada tiene el oído pegado a la puerta-. ¡Toda la del mundo! La diferencia entre la inocencia y la culpa, nada menos.
– Disiento, Arthur. Una cosa es lo que tú piensas y otra lo que piensa el mundo. Lo que piensas tú y lo que piensan otros. Lo que tú sabes y lo que el mundo sabe. El honor no es sólo una cuestión de buena conciencia interna, sino también de conducta exterior.
– No acepto lecciones sobre el tema del honor -brama Arthur-. No las acepto. No. Y aún menos de un escritor que hace de un ladrón un héroe.
Coge su sombrero de la percha y se lo cala hasta las orejas. Bueno, se acabó, decide, se acabó. El mundo está contigo o contra ti. Y aclara las cosas, al menos, ver cómo un fiscal melindroso se entromete en sus asuntos.
A pesar de esta censura -o quizá para probar que es injusta-, Arthur empieza a introducir a Jean, con mucha cautela, en la vida social de Undershaw. Ha conocido en Londres a una familia encantadora, los Leckie, que tienen una casa de campo en Crowborough; Malcolm Leckie, el hijo, es un chico magnífico que tiene una hermana…, ¿cómo se llama? Y así el nombre de Jean aparece en el libro de visitas de Undershaw, siempre al lado del nombre de su hermano o de uno de sus padres. Arthur no podría afirmar que se sienta muy a gusto cuando dice frases como: «Malcolm Leckie dijo que a lo mejor se acercaba en coche con su hermana», pero hay frases que no tiene más remedio que decir si no quiere volverse loco. Y en esas ocasiones -un almuerzo numeroso, una tarde de tenis-, nunca tiene la seguridad absoluta de que su comportamiento sea natural. ¿Ha exagerado sus atenciones a Touie y ella lo habrá notado? ¿Se ha extralimitado en la rígida corrección de su trato con Jean, y se habrá ofendido ella? Pero es él quien sobrelleva el problema. Touie nunca da indicios de que se huela algo raro. Y Jean -la pobre- se conduce con una desenvoltura y un decoro que son una garantía de que nada saldrá mal. No busca a Arthur en privado, no le desliza una nota en la mano. Es cierto que a veces piensa que ella alardea de coquetear con él. Pero cuando lo piensa más tarde, Arthur decide que ella se comporta adrede como lo haría si se conocieran más de lo que denotan conocerse. Quizá la mejor manera de demostrar a una esposa que una mujer no tiene designios sobre su marido es coquetear con él en presencia de la cónyuge. Si es lo que Jean pretende, la estratagema es muy inteligente.
Y dos veces al año pueden escaparse juntos a Masongill. Llegan y se marchan en trenes distintos, como invitados de fin de semana que coinciden por casualidad. Arthur se hospeda en la casa de su madre y Jean se aloja en casa de los Denny, en Parr Bank Farm. El sábado cenan en Masongill House. La madre de Arthur preside la mesa de Waller, como siempre ha hecho y como es de esperar que haga siempre.
Sin embargo, las cosas no son ya tan simples como eran cuando la madre llegó, aunque tampoco entonces fueron sencillas. Waller, en efecto, por alguna razón se las apañó para casarse. La señorita Ada Anderson, hija de un clérigo de St. Andrews, llegó como institutriz a la vicaría de Thornton y, como aseguran las habladurías del pueblo, al instante puso los ojos en el dueño de Masongill House. Logró que él picara el anzuelo, pero descubrió -y aquí la comidilla se volvía moralizante- que no podía cambiarle. El recién casado no tenía intención de permitir que el mero matrimonio modificase el estilo de vida que había establecido. En concreto: visita a la madre de Arthur con igual frecuencia que antes; come con ella en tete-á-téte y ha instalado en la trasera de la casa de su amiga una campanilla especial que sólo él puede tocar. El matrimonio Waller no engendra hijos.
La señora Waller nunca pone el pie en Masongill Cottage y se ausenta cuando la madre de Arthur va a cenar a la House. Si Waller desea que presida su amiga, pues bien, que lo haga, pero su autoridad en la mesa no será reconocida por la señora de la casa. Ada se ocupa cada vez más de sus gatos siameses y de una rosaleda trazada con el rigor de una plaza de armas o una huerta. Durante un breve encuentro con Arthur se mostró a la vez tímida y distante: su actitud insinuaba que el hecho que él fuese de Edimburgo y ella de St. Andrews no era motivo para que intimasen.
Y así los cuatro -Waller, Arthur, su madre y Jean- se sientan alrededor de la mesa de la cena. Sirven la comida y la retiran, brillan las copas a la luz de las velas, hablan de libros y todo el mundo se comporta como si Waller fuese todavía soltero. A ratos, la mirada de Arthur capta la silueta de un gato que se desliza a lo largo de la pared y evita con cuidado la bota de Waller. Es una forma sinuosa, que se abre camino a través de las sombras, como el recuerdo de una esposa discreta que se ausenta. ¿Todos los matrimonios tienen un maldito secreto? ¿No hay nunca en el fondo de todos ellos algo sin dobleces?
Con todo, hace mucho que Arthur decidió que habría que soportar a Waller. Y como no puede estar con Jean todo el tiempo, se conforma con jugar al golf con Waller. Para ser un hombre bajo y profesoral, el amo de Masongill House no juega nada mal. Le falta distancia, desde luego, pero hay que reconocer que es bastante más metódico que Arthur, que no ha perdido su tendencia a lanzar la pelota en direcciones insospechadas. Aparte del golf, hay un coto decente en los bosques de Waller, donde se pueden cazar perdices, urogallos y grajos. Los dos hombres también huronean juntos. Por cinco chelines, el hijo del carnicero llega con tres hurones y los hace trabajar toda la mañana para satisfacción de Waller, pues se agencian el contenido de numerosas empanadas de conejo.
Pero luego vienen las horas ganadas mediante tan diligente esfuerzo: las que pasa a solas con Jean. Se suben al carro tirado por un pony y van a pueblos cercanos; exploran las extensiones de campos y páramos altos y ondulados, y los valles súbitos al norte de Ingleton. Aunque las visitas de Arthur no carecen nunca de complicaciones -persiste la mácula de secuestro y perfidia-, asume el papel de agente turístico de una forma natural y animosa. Enseña a Jean el valle Twiss y las cascadas Pecca, la garganta del Doe y las cascadas Beezley. Observa la sangre fría de Jean en un puente a dieciocho metros de altura sobre el desfiladero de Yew Tree. Escalan juntos Ingleborough y no puede por menos de sentir lo bueno que es para un hombre tener a su lado a una joven saludable. No hace comparaciones, no cuestiona a nadie, se limita a agradecer el hecho de que no tengan que hacer continuas y frustrantes paradas y descansos. En la cumbre, juega a ser arqueólogo y señala los vestigios de la fortaleza brigantina; después asume el papel de topógrafo cuando miran al oeste, hacia Morccambe, el canal de St. George y la isla de Man, mientras al noroeste asoman los discretos contornos de las montañas del Lago y los montes cumbrianos.
Es inevitable que haya restricciones y torpezas. Por más lejos de casa que se encuentren, no hay que arrumbar el recato; incluso aquí, Arthur es un personaje famoso y su madre ocupa una posición en la sociedad local. De modo que a veces es preciso frenar la propensión a la franqueza y la expresividad de Jean. Y aunque Arthur es más libre para expresar su devoción, no siempre se siente como se sentiría un amante: como un hombre recién inventado. Un día en que recorren juntos Thornton, el brazo de
Jean descansando en el suyo, el sol alto en el cielo y la promesa de una tarde juntos, ella dice:
– Qué iglesia más bonita. Para; entremos.
El se hace el sordo por un momento y después contesta, con frialdad:
– No es tan bonita. Sólo la torre es original. Casi todo lo demás sólo tiene treinta años. Es una restauración engañosa.
Jean depone su interés y cede al desabrido dictamen de Arthur como guía turístico. Él golpea con las riendas al estrafalario Mooi y siguen adelante. No parece el momento de decirle a Jean que la iglesia no llevaba más de quince años restaurada cuando él recorrió su nave, recién casado, con el brazo de Touie posado exactamente donde Jean descansa ahora el suyo.
Esta vez, el regreso a Undershaw no está exento de culpa.
La conducta paterna de Arthur consiste en confiar los niños al cuidado de su madre y de vez en cuando, de pronto, prodigarles proyectos y regalos. Considera que ser padre es como ser un hermano un poco más responsable. Hay que proteger a los hijos, subvenir a sus necesidades, servirles de ejemplo; aparte de esto, hay que hacerles comprender lo que son, es decir, niños, esto es, adultos imperfectos y hasta defectuosos. Pero es un hombre generoso y no cree necesario ni moralmente instructivo privarlos de las cosas que él no tuvo en su infancia. En Hinhead, como en Norwood, hay una pista de tenis; también un campo de tiro detrás de la casa donde a Kingsley y a Mary se les estimula a mejorar su puntería. Arthur instala en el jardín un monorraíl que sube y baja las pendientes y cuestas de las dos hectáreas aproximadas de la finca. Propulsado por electricidad y estabilizado por un giroscopio, el monorraíl es el transporte del futuro. Su amigo Wells está convencido y Arthur le respalda.
Se compra una motocicleta Roe que resulta muy indisciplinada y a la que Touie no deja acercarse a los niños; después, un Wolseley con marchas y doce caballos de fuerza, que es muy aplaudido y causa daños frecuentes a los postes. Esta nueva máquina automovilística ha vuelto superfluos el carruaje y los caballos, pero la madre de Arthur se indigna cuando le menciona esta evidencia. Ella aduce que no se puede poner la divisa de la familia en una mera máquina, y mucho menos en una que sufre la asidua indignidad de averiarse.
Kingsley y Mary gozan de libertades inasequibles a la mayoría de sus amigos. En verano andan descalzos y pueden vagar por cualquier sitio dentro de un radio de ocho kilómetros de Undershaw, con tal de que estén en casa, limpios y arreglados, a la hora de las comidas. Arthur no pone reparos a que adopten como mascota a un erizo. Muchos domingos les anuncia que el aire fresco es más benéfico para el alma que la liturgia y recluta a uno de los dos como caddie; un viaje en el carro alto hasta el campo de golf Hankley, un recorrido imprevisible con una bolsa pesada y al final la recompensa de una tostada caliente con mantequilla en el edificio del club. Su padre les explica cosas de buena gana, aunque no siempre las que ellos necesitan o quieren saber; y él lo hace desde una gran altura, incluso cuando está arrodillado a su lado. Estimula la autosuficiencia, los deportes, la equitación; a Kingsley le da libros sobre grandes batallas de la historia mundial y le advierte de los peligros que entraña la desprevención militar.
El punto fuerte de Arthur es resolver problemas, pero no puede resolver los de sus hijos. Ninguno de sus amigos o condiscípulos tiene un monorraíl; Kingsley, no obstante, con una cortesía exasperante, da a entender que no va todo lo rápido que debiera, y que quizá sus vagones deberían ser más grandes. Mary, entretanto, se sube a los árboles con una pericia incompatible con el pudor femenino. No son niños malos en ningún aspecto; son buenos, en la medida en que él puede juzgarlo. Pero si bien tienen buenos modales y se comportan bien, Arthur no ha contado con su carácter incansable. Es como si siempre estuvieran expectantes; él no sabe de qué y duda de que ellos mismos lo sepan. Esperan algo que él no puede darles.
Arthur piensa que Touie debería haberles inculcado un poco más de disciplina, aunque es un reproche que no puede hacerle, salvo con la mayor suavidad. Y así los niños crecen entre el autoritarismo fluctuante de su padre y la aprobación benévola de su madre. Cuando Arthur está en Undershaw, quiere trabajar; cuando deja de trabajar quiere jugar al golf o al criquet, o una partida tranquila de billar con Woodie. Ha proporcionado a su familia confort, seguridad y dinero; a cambio, espera paz.
No la obtiene, y aún menos la interior. Cuando no hay ocasión de ver a Jean un rato, procura acercarla haciendo lo que a ella le gustaría hacer. Como es una amazona consumada, amplía de uno a seis caballos el establo de Undershaw y empieza a cazar con jauría. Como Jean ama la música, Arthur decide aprender a tocar el banjo, una decisión que Touie acoge con su indulgencia habitual. Arthur toca ya el banjo y la bombarda, aunque ninguno de los dos instrumentos es conocido por su capacidad de acompañar a una voz clásicamente educada de mezzosoprano. A veces él y Jean conciertan leer el mismo libro mientras están separados: Stevenson, los poemas de Scott, Meredith; a ambos les gusta imaginar al otro en la misma página, frase, expresión, palabra, sílaba.
La lectura preferida de Touie es La imitación de Cristo. Ella posee su fe, sus hijos, sus comodidades, sus ocupaciones apacibles. La culpa de Arthur garantiza que dispensará a su mujer el trato más considerado y tierno. Sabe que ni siquiera puede descargar sobre ella la cólera queje invade cuando el angelical optimismo de la enferma parece rayar en una complacencia monstruosa. Para su vergüenza, la descarga contra sus hijos, los criados, los caddies, los empleados del ferrocarril y los periodistas idiotas. Sigue mostrando una abnegación plena con Touie, un amor absoluto por Jean; sin embargo, en otros sectores de su vida se vuelve más duro e irritable. Patientia vincit, reza la admonición de la vidriera. Pero nota que está desarrollando una coraza de piedra. Su expresión natural se está transformando en la mirada fija de un inquisidor. Mira a través de los otros con un semblante acusador, porque está muy acostumbrado a mirarse del mismo modo.
Empieza a tener una imagen geométrica de sí mismo, empieza a verse en el centro de un triángulo. Sus vértices son las tres mujeres de su vida, los lados los barrotes de hierro del deber. Como es natural, ha colocado a Jean en el vértice de arriba, y a Touie y la madre en la base. A veces el triángulo parece que gira a su alrededor y entonces le da vueltas la cabeza.
Jean nunca se queja ni le hace el más mínimo reproche. Le dice que no puede amar ni amará nunca a otra persona; que esperarle no es una prueba sino un placer, que es plenamente feliz; que las horas juntos son la verdad primordial de su vida.
– Querida mía -dice él-, ¿tú crees que desde el principio del mundo ha existido un amor como el nuestro?
Jean siente que se le llenan los ojos de lágrimas. Al mismo tiempo, está un poco escandalizada.
– Arthur, cariño, esto no es una competición deportiva.
El acepta la regañina.
– Aun así, ¿cuánta gente ha visto su amor sometido a las mismas pruebas que nosotros? Yo diría que tal vez es un caso único.
– ¿No creen todas las parejas que su caso es único?
– Es una ilusión común. Mientras que nosotros…
– ¡Arthur!
Jean piensa que la vanagloria es impropia del amor; tiende a juzgarla vulgar.
– Aun así -insiste él-, aun así siento algunas veces, no muchas…, que nos observa un espíritu guardián.
– Yo también -conviene ella.
Arthur no considera disparatada, ni tampoco una banalidad, la idea de un espíritu guardián. La encuentra verosímil y real.
Sin embargo, necesita un testigo terrenal de su amor mutuo. Necesita ofrecer pruebas. Se aficiona a enviar a su madre las cartas de amor de Jean. No le pide permiso ni le parece que esté traicionando una confianza. Necesita que se sepa que sus sentimientos recíprocos siguen siendo tan intensos como siempre, y que sus penalidades no son vanas. Le dice a su madre que destruya las cartas, y le sugiere métodos. Puede quemarlas o -de preferencia- romperlas en pedazos diminutos y esparcirlas entre las flores de Masongill Cottage.
Flores. Todos los años, sin falta, el 15 de marzo, Jean recibe una edelweiss única con una nota de su amado Arthur. Una flor blanca cada año para Jean y mentiras piadosas [16] todo el año para Touie.
Y la fama de Arthur sigue creciendo. Es socio de clubs, come y cena fuera, es un personaje público. Se convierte en una autoridad en ámbitos ajenos a la literatura y la medicina. Se presenta candidato al Parlamento por la Unión Liberal del centro de Edimburgo, y atempera su derrota la percatación de que la política es, en gran medida, un lodazal. Solicitan sus opiniones, le piden su apoyo. Es popular. Lo es más aún cuando a regañadientes acata la voluntad conjunta de su madre y el público lector británico: resucita a Sherlock Holmes y lo pone a seguir las huellas de un perro gigantesco. Cuando estalla la guerra de Sudáfrica, Arthur se presenta voluntario como oficial médico. Su madre hace lo que puede por disuadirle: cree que su corpulencia es un blanco fácil para una bala bóer; además, considera que esta guerra no es sino una rebatiña vergonzosa en busca de oro. Arthur discrepa. Es su deber alistarse; se le reconoce que ejerce sobre los jóvenes -en especial sobre los deportivos- una influencia más fuerte que nadie en Inglaterra, con la excepción de Kipling. También piensa que la guerra bien vale una o dos mentiras piadosas: el país participa en una causa justa.
Zarpa de Tilbury en el Oriental. Lo cuidará en sus aventuras Cleeve, el mayordomo de Undershaw. Jean le ha llenado el camarote de flores, pero no irá a despedirle; no soportaría un adiós en medio de la alegría multitudinaria y bulliciosa de un medio de transporte. Cuando suena el silbato para que los visitantes bajen a tierra, la madre se despide de Arthur en silencio.
– Ojalá hubiera venido Jean -dice él, un niño pequeño con un traje grandote.
– Está entre la gente -contesta la madre-. En algún sitio. Escondida. Ha dicho que no se fiaba de sus emociones.
Y dicho esto, se marcha. Arthur se precipita a la barandilla, furioso e impotente; observa el gorro blanco de su madre como si le condujera hasta Jean. Retiran la plancha, recogen las sogas; el Oriental zarpa, aúlla la sirena y Arthur no ve nada ni a nadie a través de las lágrimas. Se tumba en su camarote floral y fragante. El triángulo, el triángulo con barrotes de hierro, gira dentro de su cabeza hasta que se posa con Touie en el vértice. Touie, que al instante y con fervor aprobó el proyecto, como todos los demás que él haya emprendido; Touie, que le ha pedido que escriba, pero sólo si tiene tiempo, y que no ha hecho aspavientos. La querida Touie.
Durante la travesía, se le levanta el ánimo a medida que comprende mejor las razones de que se haya alistado. Por deber y para dar ejemplo, por supuesto; pero también por motivos egoístas. Se ha convertido en un hombre mimado y premiado que necesita purificar el espíritu. Lleva un tiempo excesivo a salvo, ha perdido músculo y requiere peligro. Lleva un tiempo excesivo entre mujeres, lo cual es muy confuso, y ansia el mundo de los hombres. Cuando el Oriental atraca para cargar carbón en Cabo Verde, el regimiento de caballería de Middlesex organiza al instante un partido de criquet en la primera extensión de tierra aplastada que encuentran. Arthur presencia el partido -contra el personal de la estación de telégrafos- con corazón jubiloso. Hay reglas para el placer y reglas para el trabajo. Reglas, órdenes impartidas y recibidas, y un objetivo claro. Por todo esto está allí.
En Bloemfontein, las tiendas del hospital están en el campo de criquet; el pabellón principal es la caseta del vestuario. Arthur ve muchas muertes, aunque matan más las fiebres tifoideas que las balas bóers. Pide cinco días de permiso para seguir el avance del ejército hacia el norte, vadeando el río Vet rumbo a Pretoria. De regreso, al sur de Brandfort, detiene a su grupo un basuto a lomos de una montura peluda que les habla de un soldado británico que yace herido a unas dos horas de distancia. Por un florín, contratan al informante como guía. Es un largo trayecto, primero a través de maizales y después a lo largo del veldt [17]. El inglés herido resulta ser un australiano muerto: bajo, musculoso, con una cara amarilla, cerosa. N.° 410, infantería montada, ahora desmontada, de Nueva Gales del Sur. Su caballo y su fusil han desaparecido. Ha muerto desangrado de una herida en el estómago. Yace con su reloj de bolsillo colocado ante él; ha debido de ver cómo la vida se le agotaba minuto a minuto. El reloj se ha parado a la una de la mañana. Junto al cadáver está la cantimplora vacía y encima, en equilibrio, una pieza de ajedrez en marfil rojo. Las otras piezas -es más probable que sean el botín de una granja bóer que el pasatiempo de un soldado- están en su mochila. Recogen sus pertenencias: una bandolera, una estilográfica, un pañuelo de seda, una navaja, el reloj Waterbury y dos libras, seis chelines y seis peniques en una bolsa raída. Cargan sobre el caballo de Arthur el cuerpo pegajoso, y un enjambre de moscas les escolta en el viaje de tres kilómetros hasta el poste de telégrafos más cercano. Allí depositan para su entierro al soldado n.° 410, de la infantería montada de Nueva Gales del Sur.
Arthur ha visto todo género de muertes en Sudáfrica, pero la que recordará siempre es la de aquel australiano. Una contienda limpia, aire libre y una causa justa: no concibe una muerte mejor.
A su retorno, sus crónicas patrióticas de la guerra merecen la aprobación de las más altas esferas de la sociedad. Es el interregno entre la muerte de la antigua reina y la coronación del nuevo rey. Le invitan a comer con el futuro Eduardo VII y le sientan a su lado. Le indican a las claras que si el doctor Conan Doyle tuviera a bien aceptarlo, hay un título de caballero en la lista de nombramientos con motivo de la coronación.
Pero Arthur declina el ofrecimiento. Ese título es la placa de un alcalde de provincias. Los grandes hombres no aceptan esas baratijas. Imagínense a Rhodes, Kipling o Chamberlain aceptando semejante cosa. No es que Arthur se considere su igual, pero ¿por qué sus haremos habrían de ser inferiores a los de ellos? Un título de caballero es lo que sueñan individuos como Alfred Austin y Hall Caine… si tienen la suerte de que se les dé la oportunidad.
La madre de Arthur siente a la vez incredulidad y rabia. ¿Para qué todo aquello, sino para esto? Arthur es el niño que fabricaba ostentosos escudos de cartón en la cocina de Edimburgo, el chico al que enseñaron cada tramo de su ascendencia hasta los Plantagenet. Es el hombre cuyo coche de caballos luce la divisa familiar, cuyo vestíbulo celebra a sus antepasados en una vidriera. Es el niño al que inculcaron las reglas de la caballería y el hombre que las cumple, que ha ido a Sudáfrica a instancia de su sangre belicosa: la de Percy y Pack, la de Doyle y Conan. ¿Cómo se atreve a rechazar el título de caballero del reino cuando toda su vida ha aspirado a una culminación semejante?
La madre le bombardea con cartas; para cada argumento Arthur dispone de una réplica. Insiste en que no sigan hablando del asunto. Las cartas cesan; él se declara tan aliviado como Mafeking [18]. Y ella entonces llega a Undershaw. Toda la casa sabe porqué ha venido esa matriarca menuda y de gorro blanco, que es tanto más dominante porque nunca alza la voz.
Hace esperar a Arthur. No se lo lleva aparte ni le propone dar un paseo. No llama a la puerta de su estudio. Le deja solo durante dos días, a sabiendas del efecto que obrará la espera sobre sus nervios. Por fin, la mañana de su partida, se apuesta en el vestíbulo donde la luz se filtra por entre los blasones de cristal que es una vergüenza que omitan a los Foley de Worcestershire, y hace una pregunta.
– ¿No se te ha ocurrido pensar que rechazar el nombramiento sería un insulto al rey?
– Te digo que no puedo aceptarlo. Es una cuestión de principios.
– Bueno -dice ella, mirándole con esos ojos grises que despojan a su hijo de años y de fama-. Está claro que no puedes mostrar tus principios por medio de un insulto al rey.
Y así, cuando todavía se oye el eco de las campanas de la semana de actos de la coronación, Arthur es introducido en un redil del palacio de Buckingham cercado por una cuerda de terciopelo. Después de la ceremonia se encuentra al lado del profesor -ahora sir- Oliver Lodge. Podrían haber hablado de la radiación electromagnética, del movimiento relativo de la materia y el éter o hasta de la admiración que ambos profesan por el nuevo monarca. Sin embargo, los dos nuevos caballeros de Eduardo hablan de telepatía, telequinesis y la fiabilidad de los médiums. Sir Oliver está convencido de que lo físico y lo psíquico son cosas tan próximas como sugieren las letras que comparten ambas palabras. De hecho, recientemente jubilado como presidente de la Sociedad Física, sir Oliver es ahora presidente de la Sociedad de Investigaciones Parapsicologías.
Discuten sobre los méritos relativos de la señora Piper y Eusapia Paladino, y sobre si Florence Cook es algo más que una farsante habilidosa. Lodge le refiere que ha asistido a las sesiones de Cambridge en que pusieron a prueba las dotes de Paladino, sometida a las condiciones más estrictas, en una secuencia de diecinueve sesiones. La ha visto producir formas ectoplásmicas; también, guitarras que tocan solas mientras flotan en el aire. Ha presenciado cómo un tarro lleno de junquillos era transportado desde una mesa al fondo de la habitación y sostenido sin ningún soporte, por turnos, debajo de las narices de cada asistente.
– Si yo hiciera de abogado del diablo, sir Oliver, y le dijera que unos magos se han ofrecido a reproducir las hazañas de esa mujer, y que en algunos casos lo han conseguido, ¿qué diría usted?
– Diría que, en efecto, es posible que Paladino recurra a trucos en ocasiones. Por ejemplo, hay veces en que la expectación de los asistentes es grande y los espíritus se muestran poco comunicativos. La tentación es obvia. Pero esto no quiere decir que los espíritus que se desplazan a través de ella no sean verdaderos y auténticos. -Hace una pausa-. ¿Sabe lo que dicen los que se burlan, Doyle? Dicen: desde el estudio del protoplasma al estudio del ectoplasma. Y yo respondo: entonces acuérdense de quienes en aquella época no creían en el protoplasma.
Arthur se ríe.
– ¿Y puedo preguntarle cuál es su posición actual?
– ¿Mi posición actual? Hace veinte años que investigo y experimento. Todavía queda mucho por hacer. Pero diría que, basándome en mis descubrimientos hasta ahora, es más que posible, de hecho es probable, que la mente sobreviva a la disolución física del cuerpo.
– Me anima usted mucho.
– Pronto podremos probar -continúa Lodge, con un destello de connivencia- que no sólo Sherlock Holmes es capaz de eludir una muerte obvia y manifiesta.
Arthur sonríe, educadamente. El amigo va a perseguirle hasta las puertas de San Pedro o hasta lo que resulte ser su equivalente en el ámbito nuevo que poco a poco se está volviendo palpable.
Hay poco far niente en la vida de Arthur. No es un hombre que se pase una tarde de verano mano sobre mano en una tumbona, escuchando el zumbido de las abejas en torno a los altramuces. Sería un inválido tan intratable como llevadera es Touie. La objeción de Arthur a la inactividad no es tanto moral -a su entender, la ociosidad es la madre de todos los vicios- como temperamental. En su vida hay grandes rachas de actividad mental seguidas de otras de actividad física; entre ambas intercala su vida social y familiar, que degusta a toda prisa. Hasta duerme como si formara parte de las obligaciones de la vida, en vez de ser una tregua de la misma.
En consecuencia, posee pocos recursos cuando fuerza al máximo la maquinaria. Es incapaz de recuperarse con dos semanas de asueto en los lagos italianos o unos días dedicados a la jardinería. Al contrario, se sume en estados de depresión y lasitud que pretende ocultar a Touie y a Jean. Sólo se los confiesa a su madre.
Ella sospecha que está más atribulado que de costumbre cuando le anuncia que irá a verla solo en lugar de aprovechar la visita como excusa para reunirse con Jean. Arthur toma en St. Paneras el tren de las 10.40 a Leeds. En el vagón restaurante se sorprende pensando en su padre, algo que le ocurre cada vez con más frecuencia. Ahora reconoce la dureza de su juicio juvenil; quizá la edad o la fama le hayan vuelto más indulgente. ¿O es tal vez porque en ocasiones él mismo se siente al borde de un colapso nervioso, cuando parece que estarlo forma parte de la condición humana, y es la mala fortuna, o alguna singularidad de nacimiento, lo que impide que la gente se desplome? Quizá si no llevara en las venas la sangre de su madre seguiría -o podría haber seguido- los pasos de Charles Doyle. Y por primera vez empieza a comprender algo: que la madre nunca ha criticado a su marido, ni antes ni después de su muerte. Algunos dirían que no necesita hacerlo. Pero aun así: a ella, que siempre dice lo que piensa, nunca se la ha oído hablar mal del hombre que le causó tantos disgustos y sufrimientos.
Todavía es de día cuando llega a Ingleton. Al atardecer suben por los bosques de Bryan Waller y salen al páramo, dispersando con suavidad a unos ponys salvajes. El hijo voluminoso, erguido, con su traje de tweed, habla al abrigo rojo y el gorro blanco de su madre, que conoce el terreno que pisa. A intervalos ella recoge del suelo palos para el fuego. A él le molesta este hábito: como si ella no pudiera pagarse una carga de la mejor leña cuando la necesita.
– Mira, ahí hay un camino -dice Arthur- y allá está Ingleborough, y sabemos que si subimos a Ingleborough veremos Morecambe al otro lado. Y hay ríos cuyo curso se puede seguir y que siempre fluyen en la misma dirección.
La madre no sabe a qué obedecen estas perogrulladas topográficas. Son muy impropias de Arthur.
– Y si nos desviamos de este camino y nos perdemos en los Wolds podemos utilizar una brújula y un mapa, que son fáciles de obtener. Y de noche hay estrellas.
– Todo eso es verdad, Arthur.
– No, es banal. No vale la pena decirlo.
– Entonces dime lo que quieres decirme.
– Tú me criaste -dice él-. Nunca ha habido un hijo que adore más a su madre. No lo digo para alabarme: es un hecho. Tú me educaste, me diste la conciencia de mí mismo, me diste mi orgullo y las cualidades morales que poseo. Y sigue sin haber un hijo que adore más a su madre.
»Crecí rodeado de hermanas. Annette, la pobre y querida Annette, que Dios la tenga en su seno. Lottie, Connie, Ida, Dodo. A todas las quiero de distinta manera. Las conozco al dedillo. De joven estuve acostumbrado a la compañía femenina. No me corrompí como otros, pero tampoco fui un ignorante ni un gazmoño.
»Y sin embargo…, y sin embargo he llegado a pensar que las mujeres, las otras mujeres, son como países lejanos. Sólo que cuando he estado en países lejanos, en el veldt de África, siempre he podido orientarme. Quizá esté desbarrando.
Se detiene. Necesita una respuesta.
– No somos tan lejanas, Arthur. Somos más como un condado vecino que de algún modo hemos olvidado explorar. Y cuando lo exploras no sabes seguro si es un lugar mucho más avanzado o mucho más primitivo. Oh, sí, ya sé cómo piensan algunos hombres. Y quizá sean las dos cosas y quizá no sea ninguna. Así que dime lo que quieres decirme.
– Jean sufre rachas de desánimo. Tal vez no deba llamarlo así. Es algo físico, porque tiene migrañas, pero es más una especie de depresión moral. Se comporta y habla como si hubiera hecho algo horrible. En esos momentos es cuando más la quiero. -Intenta aspirar una profunda bocanada de aire de Yorkshire, pero más bien parece emitir un gran suspiro-. Y entonces yo también caigo en el desaliento, pero me aborrezco y desprecio por ello.
– Y en esos momentos, sin duda, ella te quiere tanto como tú.
– No se lo digo. Quizá lo adivina. No es mi modo de ser.
– No me sorprende.
– A veces creo que voy a volverme loco. -Lo dice con calma pero sin rodeos, como un hombre que da el parte meteorológico. Tras unos cuantos pasos, la madre le alcanza y le coge del brazo. No es un gesto de ella, y a él le pilla desprevenido-. O si no volverme loco, que moriré de un ataque. Que explotaré como la caldera de un barco de vapor y me hundiré en las olas con todos los marineros.
La madre no contesta. No hace falta que rechace el símil ni que le pregunte si ha consultado con un médico acerca de los dolores de pecho.
– Cuando me sobreviene, dudo de todo. Incluso dudo de que quiera a Touie. Dudo de que ame a mis hijos. Dudo de mis dotes literarias. Dudo de que Jean me ame.
Esto exige una respuesta.
– ¿No dudas de que la amas?
– Nunca. Eso nunca. Lo cual empeora las cosas. Si dudara de eso podría dudar de todo y sumirme feliz en la desdicha. No, eso siempre está ahí, me tiene atrapado como las garras de un monstruo.
– Jean te ama, Arthur. Estoy completamente segura. La conozco. Y he leído las cartas que enviaste.
– Pienso que sí. Creo que me ama. ¿Cómo saberlo? Es la pregunta que me desgarra cuando estoy abatido. Lo pienso, lo creo, pero ¿cómo saberlo? Ojalá pudiera probarlo, ojalá cualquiera de los dos pudiera.
Se detienen delante de una cancela, y contemplan al pie de una pendiente cubierta de maleza los tejados y chimeneas de Masongill.
– Pero ¿estás seguro de tu amor por ella del mismo modo que ella lo está del suyo por ti?
– Sí, pero es unilateral, eso no es saber, no prueba nada.
– Las mujeres a menudo demuestran su amor del modo que ya sabemos.
Arthur lanza una mirada a su madre, pero ella mira resueltamente hacia delante. Lo único que él ve es una curva del gorro y la punta de la nariz.
– Pero eso tampoco es una prueba. Eso es sólo querer con toda tu alma una evidencia. Que Jean fuera mi amante no demostraría que nos amamos.
– Cierto.
– Quizá demostrara lo contrario, que nuestro amor se debilita. A veces me parece que el honor y el deshonor están más juntos de lo que nunca hubiera imaginado.
– No te enseñé que el honor fuese un camino llano. Si lo fuera, ¿qué valdría? Y quizá, al fin y al cabo, sea imposible una prueba. Quizá lo único que podemos hacer es pensarlo y creerlo. Es posible que sólo lo sepamos más adelante.
– La prueba suele depender de una acción. Lo singular y deplorable de nuestra situación es que la prueba depende de la inacción. Nuestro amor es algo distinto, separado del mundo, desconocido para él. Es invisible, intangible para el mundo, pero absolutamente visible y tangible para mí, para nosotros. No puede existir en el vacío, pero sí existe en un lugar donde la atmósfera es distinta: más ligera o pesada, nunca sé cuál de las dos. Y en algún punto fuera del tiempo. Siempre ha sido así, desde el principio. Es algo que comprendimos de inmediato. Que el nuestro es un amor insólito, que me sostiene, nos sostiene por entero.
– ¿Y aun así?
– Y aun así. Apenas me atrevo a decirlo en voz alta. Se me ocurre pensarlo cuando estoy decaído. Se me ocurre preguntarme…, preguntarme: ¿y si nuestro amor no es como pienso, si no es algo que existe fuera del tiempo? ¿Y si es un error todo lo que he creído? ¿Y si no es nada especial o, por lo menos, sólo lo es por el hecho de que no ha sido proclamado y… no ha sido consumado? ¿Y si… si Touie muere, y Jean y yo somos libres, y por fin podemos proclamar y santificar nuestro amor, y mostrarlo ante el mundo, y en ese momento descubro que el tiempo ha hecho en silencio su obra sin que yo me dé cuenta, y lo ha roído, corroído y socavado? ¿Y si entonces descubro, y si entonces descubrimos, que no la amo como pensaba o que ella no me ama como yo pensaba? ¿Qué habría que hacer entonces? ¿Qué?
Sensata, la madre no responde.
Arthur se lo cuenta todo a su madre; sus temores más hondos, sus júbilos más grandes y todas las tribulaciones y alegrías intermedias del mundo material. Lo que nunca le menciona es su interés creciente por el espiritualismo, o el espiritismo, como prefiere llamarlo. Después de abandonar la católica Edimburgo, la madre se ha hecho miembro, por un mero proceso de asistencia, de la Iglesia de Inglaterra. Tres de sus hijos se han casado ya en St. Oswald: el propio Arthur, Ida y Dodo. Se opone por instinto al mundo parapsicológico, que para ella representa anarquía y paparruchas. Sostiene que la gente sólo puede alcanzar un entendimiento de la vida si la sociedad le aclara sus verdades; además, que las verdades religiosas deben expresarse a través de una institución establecida, sea la católica o la anglicana. Y es preciso tener en cuenta a la familia. Arthur es caballero del reino; ha comido y cenado con el rey; es una figura pública: ella le repite la jactancia de que él es, después de Kipling, el segundo hombre más influyente sobre los jóvenes saludables y deportistas del país. ¿Y si se supiera que participa en sesiones esotéricas? Se irían a pique todas sus posibilidades de llegar a ser lord.
En vano Arthur intenta referirle su conversación con sir Oliver Lodge en el palacio de Buckingham. La madre admite, desde luego, que Lodge es un hombre equilibrado y un científico de renombre, como lo prueba que acaban de nombrarle primer rector de la Universidad de Birmingham. Pero ella no capitula; en este campo es inquebrantable su negativa a ceder ante su hijo.
Arthur teme que si expone el tema a Touie quizá perturbe la calma sobrenatural de su existencia. Sabe que ella posee una confianza sencilla en las cuestiones de la fe. Supone que después de su muerte irá al cielo, cuya naturaleza exacta desconoce, y allí morará en un estado que no se imagina, hasta que Arthur se reúna con ella y a continuación sus hijos, llegado el momento, y vivan todos juntos en una versión superior de Southsea. A Arthur le parece injusto trastornar estas suposiciones.
Más le cuesta asumir que no pueda hablar con Jean, con quien desea compartirlo todo, desde el último alfiler de corbata hasta el último punto y coma. Lo ha intentado, pero Jean recela -o tiene miedo- de todo lo referente al espiritismo. Además, expresa su aversión de unas maneras que Arthur juzga atípicas de su carácter afectuoso.
Un día trata de narrarle, tras algunos tanteos y con una consciente represión del entusiasmo, su experiencia en una sesión. Casi al instante advierte la censura más acerba en aquellas facciones deliciosas.
– ¿Qué pasa, cariño?
– Pero Arthur -dice ella-, son una gente muy vulgar.
– ¿Quiénes?
– Esas personas. Son como gitanas que se sientan en una garita de feria y te leen la buenaventura con cartas y hojas de té. Son de lo más… vulgares.
Arthur considera inaceptable este esnobismo, sobre todo en la mujer a quien quiere. Tiene ganas de decirle que siempre ha sido la espléndida clase media baja la que ha constituido la nobleza espiritual del país: basta con mirar a los puritanos, muchos de ellos, por supuesto, subestimados. Tiene ganas de decirle que alrededor del mar de Galilea muchos, sin duda, tacharon de un poco vulgar a Nuestro Señor Jesucristo. Los apóstoles, como la mayoría de los médiums, poseían una escasa educación formal. Por descontado, no dice nada de esto. Se avergüenza de su repentina irritación y cambia de tema.
Así pues, tiene que salirse del triángulo con los lados de hierro. No aborda a Lottie: no quiere arriesgar en modo alguno el amor que ella le tiene, y tanto más porque ayuda a cuidar a Touie. En su lugar, se dirige a Connie. A Connie, que anteayer, como quien dice, llevaba el pelo suelto sobre la espalda como la soga de un buque de guerra y rompía corazones en Europa; Connie, que ha asumido con excesiva firmeza el papel de madre de Kensington; que, además, se atrevió a oponérsele aquel día en Lord's. Arthur no ha resuelto la cuestión de si Connie hizo cambiar de opinión a Hornung o si fue al revés, pero en cualquiera de los dos casos, ha llegado a admirarla por eso.
La visita una tarde en que Hornung no está; les sirven el té en la salita del piso de arriba, donde una vez él le habló de Jean. Se le hace extraño pensar que su hermana está más cerca de los cuarenta que de los treinta años. Pero le sienta bien esta edad. No es una mujer tan decorativa como antaño: es grande, saludable y jovial. Jerome no iba desencaminado cuando estando los dos en Noruega la llamaba Brunilda. Es como si, con los años, se hubiera vuelto más robusta para contrarrestar la mala salud de Willie.
– Connie -empieza, con dulzura-. ¿Alguna vez te preguntas qué habrá después de la muerte?
Ella le dirige una mirada penetrante. ¿Hay malas noticias sobre Touie? ¿Mamá está enferma?
– Es una pregunta general -añade él, intuyendo su alarma.
– No -responde ella-. Poco, en todo caso. Me preocupa la muerte de los demás. No la mía. En otro tiempo sí, pero cambias cuando eres madre. Creo en las enseñanzas de la Iglesia. De la mía. De nuestra Iglesia. La que tú y mamá abandonasteis. No tengo tiempo de creer en nada más.
– ¿Tienes miedo de la muerte?
Connie reflexiona. Teme la muerte de Willie -cuando se casó con él conocía la gravedad de su asma, sabía que siempre tendría una salud delicada-, o mejor dicho su ausencia y la pérdida de su compañía.
– Me gusta poco la idea -contesta-. Pero cruzaré el puente cuando me llegue el turno. ¿A qué viene todo esto?
Arthur hace un breve movimiento de cabeza.
– ¿Entonces tu posición podría resumirse como la de esperar para ver?
– Supongo. ¿Por qué?
– Querida Connie…, qué inglesa es tu actitud ante la eternidad.
– Un pensamiento muy extraño.
Connie sonríe, y no parece que quiera escabullirse. Aun así, Arthur no sabe muy bien por dónde empezar.
– Cuando de niño estuve en Stonyhurst, tenía un amigo, un tal Partridge. Era un poco más joven que yo. Un buen catcher de criquet. Le gustaba enredarme en argumentos teológicos. Escogía ejemplos de las doctrinas más ilógicas de la Iglesia y me pedía que las justificara.
– ¿Era ateo, entonces?
– En absoluto. Era un católico más acérrimo de lo que yo nunca he sido. Pero intentaba convencerme de las verdades de la Iglesia razonando en contra de ellas. La táctica resultó desacertada.
– Qué habrá sido de Partridge.
Arthur sonríe.
– Da la casualidad de que es el segundo caricaturista del Punch.
Hace una pausa. No, tiene que ir al grano. Es su modo de ser, en definitiva.
– A mucha gente, a la mayoría, le aterra la muerte, Connie. No son como tú en este sentido. Pero sí lo son en sus actitudes inglesas. Esperar a ver qué pasa, cruzar el puente cuando te llegue el turno. Pero ¿por qué esto tendría que reducir el miedo? ¿Acaso la incertidumbre no debería aumentarlo? ¿Y qué sentido tiene la vida si no sabes lo que sucede después? ¿Cómo puedes comprender el comienzo si no sabes cuál es el final?
Connie se pregunta adonde quiere ir a parar Arthur. Adora a su hermano grandullón, generoso, bullanguero. Lo ve como un pragmático escocés con una veta de fuego imprevisto.
– Ya te he dicho que creo lo que mi Iglesia enseña -responde-. No veo otra alternativa. Aparte del ateísmo, que es pura vacuidad y tan deprimente que no se puede expresar, y conduce al socialismo.
– ¿Qué piensas del espiritismo?
Ella sabe que Arthur ha tenido escarceos desde hace años con esas prácticas. Hablan de ello o lo insinúan a sus espaldas.
– Supongo que desconfío, Arthur.
– ¿Por qué?
Espera que Connie no revele también que es una esnob.
– Porque pienso que es fraudulento.
– Tienes razón -contesta él, para sorpresa de Connie-. Lo es, en gran parte. Los falsos profetas siempre superan en número a los auténticos; como en el caso del propio Jesucristo. Hay fraude, artimañas y hasta una activa conducta delictiva. Hay sujetos muy turbios enlodando el agua. Lamento decir que también mujeres.
– Pues eso es lo que pienso.
– Y está muy mal explicado. A veces pienso que el mundo se divide entre quienes tienen experiencias psíquicas pero no saben escribir y los que saben escribir pero no tienen experiencias psíquicas.
Connie no contesta; no le agrada la consecuencia lógica de esta frase, que está sentada enfrente de ella, dejando que se enfríe el té.
– Pero he dicho «en gran parte», Connie. Sólo «una gran parte» es fraudulenta. Si visitas una mina de oro, ¿hay oro en cada pared? No. Gran parte, la mayoría, es ganga incrustada en la roca. El oro hay que buscarlo.
– Desconfío de las metáforas, Arthur.
– Yo también. Yo también. Por eso desconfío de la fe, que es la mayor metáfora de todas. He roto con la fe. Sólo puedo trabajar con la clara luz blanca del conocimiento.
Connie parece perpleja al oír esto.
– La finalidad de la investigación psíquica -explica él- es revelar y eliminar el fraude y el engaño. Dejar sólo lo que está científicamente comprobado. Si eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad. El espiritismo no te pide que des un salto en la oscuridad ni que cruces el puente cuando aún no ha llegado tu turno.
– Entonces, ¿es como la teosofía?
Connie está llegando ya al límite de sus conocimientos.
– No lo es. A la postre, la teosofía no es más que otra fe. Como te he dicho, he roto con la fe.
– ¿Y con el cielo y el infierno?
– Acuérdate de lo que nos decía mamá: «Usa camisetas de franela y no creas en el castigo eterno».
– ¿O sea que todo el mundo va al cielo? ¿Los justos y los pecadores? ¿Qué incentivo…?
Arthur la interrumpe en seco. Es como si de nuevo estuviera razonando sobre la férula del colegio.
– Nuestros espíritus no están necesariamente en paz después de que hayamos fallecido.
– ¿Y Dios y Jesús? ¿No crees en ellos?
– Desde luego. Pero no en el Dios y el Jesús de que habla una Iglesia que desde hace siglos ha estado tan corrompida espiritual como intelectualmente. Y que exige a sus seguidores que prescindan de sus facultades racionales.
Connie siente que se está extraviando y a la vez se pregunta si debería ofenderse.
– ¿En qué clase de Jesús crees entonces?
– Si te fijas en lo que la Biblia dice realmente, si no haces caso de cómo ha sido alterada y tergiversada para adaptarse a la voluntad de las Iglesias establecidas, es evidente que Jesús fue un vidente o médium sumamente diestro. Es innegable que el círculo íntimo de los apóstoles, en especial Pedro, Juan y Santiago, fue escogido gracias a sus dotes para el espiritismo. Los «milagros» de la Biblia son meros…, bueno, no meros ejemplos, sino totales, de los poderes psíquicos de Jesús.
– ¿La resurrección de Lázaro? ¿La multiplicación de los panes?
– Hay médiums médicos que afirman que ven a través de las paredes del cuerpo. Hay otros que aseguran que transportan objetos a través del tiempo y el espacio. Y Pentecostés, cuando el ángel del Señor descendió y todos hablaron lenguas, ¿qué otra cosa es sino una sesión? ¡Es la descripción más exacta de una sesión que he leído!
– ¿Así que te has convertido en un cristiano primitivo, Arthur?
– Por no mencionar a Juana de Arco. Sin lugar a dudas, fue una gran médium.
– ¿También ella?
Arthur sospecha que Connie se está burlando de él; sería muy propio de ella, pero para él así es más fácil, no más difícil, explicarle las cosas.
– Piénsalo de este modo, Connie. Imagínate que hay cien médiums en activo. Imagina que noventa y nueve son unos farsantes. Lo cual significa que uno no lo es, ¿verdad? Y si uno es auténtico, y lo son los fenómenos paranormales a los que sirve de cauce, hemos demostrado nuestra teoría. Sólo tenemos que demostrarlo una vez para que quede probado para todo el mundo y para siempre.
– ¿Demostrar qué?
A Connie le ha desconcertado que Arthur emplee de repente el pronombre «nosotros».
– La supervivencia del espíritu después de la muerte. Un solo caso y lo demostramos para toda la humanidad. Voy a contarte algo que sucedió hace veinte años en Melbourne. Por entonces estuvo muy documentado. Dos hermanos jóvenes salieron a la bahía en una barca gobernada por un timonel muy curtido. Las condiciones de navegación eran buenas, pero, ay, nunca volvieron. El padre era espiritista y al cabo de dos días sin noticias llamó a un famoso vidente, para que intentara dar con su paradero. Le entregaron las pertenencias de los hermanos y consiguió, por medio de la psicometría, trazar una crónica de sus movimientos. Lo último que alcanzó a ver fue que su barca estaba en un grave aprieto y que reinaba la confusión. Su muerte parecía inevitable.
»Veo tu mirada, Connie, y sé lo que estás pensando: que tú no habrías necesitado un médium para saber eso. Pero espera. Dos días después, se celebró otra sesión con el mismo vidente y los dos muchachos, que habían sido instruidos en la ciencia espiritista, aparecieron en el acto. Pidieron perdón a su madre, que no había querido que zarpasen, y contaron que la embarcación había volcado y ellos se habían ahogado. Informaron de que ya gozaban del esplendor y la felicidad que les habían prometido las prédicas de su padre. Y hasta llevaron al marinero que había muerto con ellos para que dijera unas palabras.
»Hacia el final del contacto, uno de los chicos refirió que un pez había arrancado de cuajo el brazo de su hermano. El médium le preguntó si había sido un tiburón y el chico contestó que aquel tiburón no era como ninguno de los que había visto. Pues bien, de todo esto hay constancia escrita y parte se publicó en los periódicos. Escucha lo que viene ahora. Unas semanas más tarde, a unas treinta millas mar adentro, pescaron un tiburón grande, de una especie abisal rara, desconocida para el pescador que lo capturó y que nunca se había visto en las aguas de Melbourne. Dentro del animal encontraron el hueso de un brazo humano, además de un reloj, monedas y otras cosas que pertenecían al ahogado. -Hizo una pausa-. ¿Qué me dices ahora, Connie?
Ella reflexiona un rato. Piensa que su hermano está confundiendo la religión con su afición a arreglar cosas. Arthur ve un problema -la muerte- y busca una forma de resolverlo: es su modo de ser. También piensa que el espiritismo está relacionado, aunque ella no sabe muy bien cómo, con el amor de Arthur a la caballería y las historias románticas, y con su creencia en una edad dorada. Pero encierra sus objeciones en un espacio más estrecho.
– Lo que te digo, mi querido hermano, es que es una historia maravillosa y que eres un narrador magnífico, como todos sabemos. Pero también que yo no estuve en Melbourne hace veinte años, y tú tampoco.
A Arthur no le importa que le rebatan.
– Connie, eres una gran racionalista, que es el primer paso hacia el espiritismo.
– Dudo que me conviertas, Arthur.
Connie tiene la sensación de que él acaba de contarle una versión retocada de Jonás y la ballena -en la que, no obstante, las víctimas son menos afortunadas-, pero que fundar cualquier creencia en una historia así sería un acto de fe como el de quienes oyeron por primera vez la de Jonás. Al menos, la Biblia propone una metáfora. Como Arthur siente aversión por las metáforas, cuando oye una parábola la entiende literalmente. Como si la del trigo y la cizaña fuera un mero consejo de horticultura.
– Connie, supón que se te muriera un ser querido. Y que después estableciera contacto contigo, te hablase y te dijera algo que sólo tú conocieras, un detalle íntimo que ningún tramposo pudiera haber descubierto.
– Arthur, creo que eso es otro puente que cruzaré si alguna vez llego a él.
– Connie, la inglesa Connie. Esperar para ver, esperar a ver lo que surge. Yo no. Yo estoy por actuar ya.
– Siempre has sido así, Arthur.
– Se reirán de nosotros. Es una gran causa, pero no será una guerra limpia. Da por sentado que se reirán de tu hermano. Pero no lo olvides: sólo necesitamos un caso. Un caso y todo queda demostrado. Más allá de toda duda razonable. Más allá de toda refutación científica. Piénsalo, Connie.
– Arthur, se te ha enfriado el té.
Y así, uno tras otro, los años se acumulan. Hace diez que Touie cayó enferma, seis que Arthur conoció a Jean. Hace once que Touie cayó enferma, siete que Arthur conoció a Jean. Hace doce que Touie cayó enferma, ocho que Arthur conoció a Jean. Touie sigue mostrándose alegre, no sufre dolores y Arthur está seguro de que ignora la benévola conspiración que la rodea. Jean vive aún en su apartamento, ejercita su voz, caza con perros, hace visitas con carabina a Undershaw y visita sola Masongill; no ceja en su empeño de que posee lo que necesita porque es todo lo que su corazón desea, y va dejando pasar uno tras otro los años fértiles para la maternidad. La madre de Arthur es la roca, la confidente, el soporte de su hijo. Quizá nada volverá a moverse hasta que un día la tensión le cause un ataque cardíaco y él explote y se muera. No hay salida, eso es lo espantoso de su situación; o, en todo caso, en cada puerta de salida hay un letrero que dice «Desdicha». En el Lasker's Chess Magazine lee que en el ajedrez existe una posición llamada Zungzwang, en la que el jugador no puede mover ninguna pieza en ninguna dirección y a ninguna casilla sin empeorar su estado, que es ya peligroso. La situación vital de Arthur es similar.
Por otra parte, la vida de sir Arthur, la que casi todo el mundo ve, es suntuosa. Caballero del reino, amigo del rey, campeón del Imperio y lugarteniente de Surrey. Un hombre continuamente reclamado. Un año le piden que actúe de juez en un concurso de forzudos organizado en el Albert Hall por el culturista Sandow. Arthur y el escultor Lawes son los dos jueces y Sandow es el árbitro. Ochenta concursantes, en tandas de diez, exhiben sus músculos ante una sala abarrotada. Ochenta pieles de leopardo a punto de reventar son reducidas a veinticuatro, a doce, a seis y, por último, a tres finalistas. Los tres son especímenes prodigiosos, pero uno es un poco bajo y otro un poco patoso, y otorgan el título, junto con una valiosa estatuilla de oro, a un hombre de Lancashire llamado Murray. Los jueces y alguna compañía selecta son después recompensados con una tardía cena con champán. Al salir a las calles a medianoche, sir Arthur ve que Murray camina delante de él con la estatuilla sujeta al desgaire debajo de un brazo poderoso. Sir Arthur le da alcance, le felicita de nuevo, se percata de que es un aldeano rústico y le pregunta dónde tiene intención de pasar la noche. Murray le confiesa que no tiene dinero, que sólo tiene el billete de vuelta a Blackburn y que piensa errar por las calles desiertas hasta que parta el tren de la mañana. Entonces Arthur lo lleva al hotel Morley y encomienda a los empleados que se ocupen de Murray. A la mañana siguiente se lo encuentra con el trofeo reluciente a su lado sobre la almohada y en la alegre compañía de criadas y camareros que le rinden una admiración sobrecogida. Parece el vivo retrato de un desenlace feliz, pero no es la imagen que se graba en la memoria de sir Arthur. Es la imagen de un hombre que camina solo; que ha ganado un gran premio y ha sido aclamado, un hombre con una estatuilla de oro debajo del brazo y ni un penique en el bolsillo, un hombre que se propone recorrer en soledad hasta el alba las calles alumbradas por farolas de gas.
Luego está la vida de Conan Doyle, que también se encuentra en plena forma. Es tan profesional y enérgico que no sufre durante más de uno o dos días los bloqueos que afligen a un escritor. Concibe una trama, se documenta, la planea y la escribe de un tirón. Tiene muy claras las responsabilidades de un autor: primero, ser inteligible; segundo, ser interesante, y tercero, ser inteligente. Conoce sus aptitudes y asimismo conoce que a la larga el lector es el rey. Por eso ha resucitado a Sherlock Holmes, le ha permitido huir de las cataratas Reichenbach gracias a su dominio de esotéricas llaves de lucha japonesa y a su habilidad para escalar paredes de pura roca. Si los norteamericanos insisten en ofrecerle cinco mil dólares por media docena de nuevos relatos -a cambio, tan sólo, de los derechos para Estados Unidos-, ¿qué otra cosa puede hacer el doctor Conan Doyle aparte de levantar las manos en señal de rendición y dejarse esposar con el detective a lo largo del futuro inmediato? Y el personaje le ha granjeado otras distinciones: la Universidad de Edimburgo ha nombrado a Conan Doyle doctor honoris causa en letras. Acaso nunca sea un gran hombre como Kipling, pero cuando desfiló a pie por su ciudad natal, se sintió a sus anchas con aquellas togas académicas; más a gusto, debe reconocer, que con la pintoresca indumentaria de lugarteniente de Surrey.
Y por fin hay una cuarta vida en la que no es Arthur ni sir Arthur ni el doctor Conan Doyle; la vida en que el nombre es intrascendente, como lo son también la riqueza, el rango, la ostentación exterior y la cubierta corporal: el mundo del espíritu. Crece en él la sensación de que ha nacido para otra cosa. No es fácil; nunca lo será. No es como afiliarse a una de las religiones instituidas. Es algo nuevo, peligroso y de suma importancia. Si abrazaras el hinduismo, la sociedad lo juzgaría más una excentricidad que un trastorno. Pero si estuvieras dispuesto a abrirte al mundo del espiritismo, también tendrías que prepararte para soportar las jocosidades y las paradojas superficiales con que la prensa engaña al público. Pero ¿qué son los burlones y los cínicos y los gacetilleros comparados con un Crookes, un Myers, un Lodge y un Alfred Russel Wallace?
La ciencia encabeza la marcha y acallará las burlas, como siempre ha hecho, pues ¿quién habría creído en las ondas de radio? ¿Quién en los rayos X? ¿Quién habría creído en el argón, el helio, el neón y el xenón, gases todos ellos descubiertos en los últimos años? Lo invisible y lo intangible, que están justo debajo de la superficie de lo real, justo debajo de la piel de las cosas, cada vez se vuelven más visibles y palpables. El planeta y sus cegatos habitantes por fin están aprendiendo a ver.
Por ejemplo, Crookes. ¿Qué dice Crookes? «Es increíble pero cierto.» El hombre cuyo trabajo en física y química es admirado por doquier a causa de su precisión y verdad. El hombre que descubrió el talio, que dedicó años a investigar las propiedades de los gases enrarecidos y las tierras raras. ¿Quién mejor para pronunciarse sobre este mundo igualmente enrarecido, este nuevo territorio inaccesible a las mentes más opacas y los espíritus limitados? Es increíble pero cierto.
Y un día Touie muere. Hace trece años que cayó enferma, nueve que Arthur conoció a Jean. En la primavera de 1906, Touie empieza a sumirse en un leve delirio. Sir Douglas Powell acude de inmediato al lecho de la enferma; más pálido, más calvo, pero sigue siendo el más distinguido mensajero de la muerte. Esta vez no hay posibilidad de aplazamiento y Arthur debe prepararse para lo vaticinado hace largo tiempo. La vigilia comienza. El estrepitoso monorraíl de Undershaw es silenciado, está prohibido el uso del campo de tiro, retiran la red de la pista de tenis hasta la temporada próxima. Touie sigue sin sufrir dolores y tiene la mente despejada a medida que cambian en su cuarto las flores de la primavera por las de verano. Gradualmente se desliza hacia períodos de delirio más largos. El tubérculo ha alcanzado el cerebro; una parálisis parcial afecta al costado izquierdo y la mitad de la cara de Touie. La imitación de Cristo descansa cerrado; la presencia de Arthur es constante.
Hacia el final, ella le reconoce. Dice: «Bendito mío», y «Gracias, querido», y cuando él la incorpora en la cama, ella murmura: «Lo necesitaba». Cuando junio cede el paso a julio, es evidente que Touie agoniza. El día del desenlace, Arthur está a su lado; Mary y Kingsley observan con un temor engorroso, medio avergonzados por la cara paralizada de su madre. Tiene cuarenta y nueve años y Arthur cuarenta y siete. Pasa un largo rato en la habitación de Touie después de su muerte; de pie junto al cuerpo, se dice que ha hecho todo lo que estaba en su mano. También sabe que esta cáscara abandonada, tendida en la cama, no es todo lo que perdura de Touie. Este cuerpo blanco y ceroso no es más que la envoltura carnal que ella ha dejado.
En los días que siguen, Arthur siente, por debajo de la febril exaltación del duelo, una sensación sólida de deber cumplido. Touie es enterrada como lady Doyle bajo una cruz en Grayshott.
Llegan cartas de pésame de los grandes y de los humildes; del rey y de la criada, de colegas escritores y de lectores remotos; de clubs de Londres y de avanzadas imperiales. Al principio, las condolencias conmueven y honran al viudo y después, cuando prosiguen, le causan un fastidio creciente. ¿Qué ha hecho él exactamente para merecer sentimientos tan sinceros, y no digamos las presunciones que encierran?
Estas expresiones de dolor auténtico le hacen sentirse un hipócrita. Touie ha sido la compañera más dulce que podría tener un hombre. Se acuerda de cuando le enseñó los trofeos militares en la Clarence Esplanade; la ve con una galleta entre los labios en la fábrica de vituallas; baila un vals con ella alrededor de la mesa de la cocina cuando ella está en avanzado estado de gestación de Mary; se la lleva en volandas a Viena; la cubre con una manta en Davos y saluda con la mano a una figura reclinada en la veranda de un hotel egipcio antes de lanzar una pelota de golf a través de la arena hacia la pirámide más cercana. Recuerda su sonrisa y su bondad, pero también recuerda que han transcurrido años desde que se puso la mano en el corazón y juró que la amaba. No sólo desde que apareció Jean, sino también antes. Ha amado a Touie cuanto ha podido, considerando que no la amaba.
Sabe que debe pasar los días y las semanas siguientes en compañía de sus hijos, porque es lo que hace un padre de luto. Kingsley tiene trece años y Mary diecisiete: edades que le sorprenden. Una parte de sí mismo congeló el tiempo en el día y el año en que conoció a Jean: el día en que su corazón revivió por completo y que también le dejó en un estado de vitalidad en suspenso. Tiene que hacerse a la idea de que sus hijos pronto serán adultos.
Por si necesitara una confirmación al respecto, Mary no tarda en brindársela. Una tarde, a la hora del té, pocos días después del entierro, le dice, con una voz alarmante de adulta:
– Padre, cuando mamá se estaba muriendo dijo que volverías a casarte.
Arthur está a punto de atragantarse con el bizcocho. Siente que se le suben los colores y que le oprime el pecho; quizá se trate del ataque que en parte se esperaba.
– ¿Dijo eso, por Dios?
Touie, desde luego, nunca le habló de este asunto.
– No, no exactamente. Lo que dijo fue…
Y Mary hace una pausa mientras su padre siente una algarabía en su cabeza y un alboroto en las tripas.
– … lo que dijo fue que no me asustara si volvías a casarte, porque era lo que ella quería que hicieras.
Arthur no sabe qué pensar. ¿Le han tendido una trampa o no hay trampa ninguna? ¿Sospechaba Touie, a fin de cuentas? ¿Confiaba en su hija? ¿Fue un comentario general o uno concreto? Ha vivido con tanta maldita incertidumbre los últimos nueve años que duda que pueda aguantar más dudas.
– ¿Y tenía…? -Arthur intenta parecer jocoso, aunque se da cuenta de que no es el tono adecuado; pero tampoco hay un tono que lo sea-. ¿Y había pensado en alguna candidata?
– ¡Padre!
Es evidente que a Mary le escandaliza la sola idea, así como el tono de Arthur.
La conversación entra en un terreno más firme. Pero subsiste en Arthur a lo largo de los días siguientes, cuando lleva flores a la tumba de Touie, cuando está distraído en el dormitorio vacío de la difunta, cuando evita el escritorio y descubre que no soporta las cartas de pésame, las cartas de sentimiento sincero que siguen llegando. Ha consagrado nueve años a proteger a Touie para que no conociera la existencia de Jean; nueve años procurando que Touie no padeciera un solo momento de infelicidad. Pero quizá ambos deseos son, y siempre fueron, incompatibles. Reconoce de inmediato que no es un experto en materia de mujeres. ¿Una mujer sabe si estás enamorado de ella? Piensa que sí, lo cree, lo sabe, porque Jean lo supo, en aquel jardín soleado, incluso antes de que lo supiera él mismo. Y siendo así, ¿sabe una mujer que ya no estás enamorado de ella? ¿Y sabe también si estás enamorado de otra? Nueve años atrás, para proteger a Touie, urdió una trama compleja que implicaba a todos los que la rodeaban; pero quizá al final fue sólo un plan para protegerse a sí mismo y a Jean. Quizá fue totalmente egoísta y Touie captó la farsa; quizá lo supo en todo momento. Mary no puede sospechar todo el peso del mensaje de su madre, pero Arthur sí lo capta. Quizá Touie lo supo desde el principio, observó desde su lecho de enferma todos los sórdidos encubrimientos de la realidad, comprendía y recibía con una sonrisa cada pequeña mentira ruin que le decía su marido y se lo imaginaba abajo, ocupado en hablar por el teléfono adúltero. Se habría sentido impotente para protestar porque ya no era una esposa para él, en el pleno sentido de la palabra. ¿Y si, ahora que las sospechas de Arthur se volvían aún más oscuras, y si Touie conoció la importancia de Jean desde el primer momento y siguió adivinando? ¿Y si se vio obligada a recibir a Jean en Undershaw aun figurándose que era la amante de Arthur?
El cerebro de Arthur, que es poderoso e intransigente, lleva la cuestión más lejos. Su conversación con Mary tiene más ramificaciones de las que vio al principio. Ahora comprende que la muerte de Touie no pondrá fin a sus engaños, pues Mary no debe saber nunca que él ha estado enamorado de Jean estos nueve largos años. Ni tampoco debe saberlo Kingsley. Dicen que los chicos se toman aún peor que las chicas la traición a su madre.
Se imagina buscando el momento oportuno, ensaya las palabras, carraspea y procura que suene… ¿cómo?; como si él mismo apenas fuera capaz de creer lo que está a punto de decir.
«Mary, querida, ¿recuerdas lo que dijo tu madre antes de morir? Eso de que era posible que yo volviera a casarme algún día. Pues debo informarte de que, para mi notable sorpresa, resulta que ella tenía razón.»
¿Llegará a decir estas palabras? Y si las dijera, ¿cuándo? ¿Antes de que acabe el año? No, por supuesto que no. ¿El año siguiente, dentro de dos años? ¿Al cabo de cuánto se le permite a un viudo desconsolado enamorarse otra vez? Sabe lo que piensa la sociedad al respecto, pero ¿qué piensan los hijos, en particular los suyos?
Y entonces se imagina las preguntas de Mary. «¿Quién es ella, padre? Oh, la señorita Leckie. La conocí cuando yo era muy pequeña, ¿no? Y después nos la encontrábamos mucho. Y luego empezó a venir a Undershaw. Siempre creí que ya se habría casado. Suerte para ti que siga estando libre. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta y uno? ¿Así que se quedó para vestir santos, papá? Me sorprende que nadie se la haya llevado. ¿Y cuándo te diste cuenta de que la querías, padre?»
Mary ya no es una niña. Quizá no se espere que su padre le mienta, pero notará la menor incongruencia en su relato. ¿Y si mete la pata? Arthur desprecia a esos tipos que mienten bien, que organizan su vida afectiva -y hasta su matrimonio- sobre la base de salir bien librados, que dicen una media verdad aquí y una mentira completa allá. Arthur siempre ha inculcado en sus hijos la importancia de decir la verdad; ahora tiene que actuar como un hipócrita redomado. Tiene que sonreír, fingir un agrado tímido, parecer sorprendido e inventar una embustera novela de amor sobre cómo llegó a enamorarse de Jean Leckie, y decir la mentira a sus propios hijos y mantenerla durante el resto de su vida. Y tiene que pedir a otros el favor de que digan lo mismo.
Jean. Tuvo el buen juicio de no asistir al entierro; envió una carta de pésame y alrededor de una semana después Malcolm la llevó en coche desde Crowborough. No fue el más distendido de los encuentros. Cuando llegaron, Arthur descubrió que no podía abrazarla delante de su hermano y, por instinto, le besó la mano. Fue un desatino -resultó casi un gesto gracioso- y eso creó un ambiente embarazoso que no se disipó. Ella observó una conducta intachable, como Arthur sabía que haría; pero él no supo comportarse. Malcolm tuvo el tacto de salir a inspeccionar el jardín. Arthur empezó a dar vueltas como un desesperado, buscando una orientación. Pero ¿de quién? ¿De Touie, instalada detrás de su servicio de té? No sabiendo qué decir, utilizó su aflicción para esconder su torpeza, para justificar que no le alegrase ver la cara de Jean. Le alegró que Malcolm volviese de su ficticia expedición hortícola. Poco después se marcharon y Arthur se quedó deshecho.
El triángulo dentro del cual ha vivido -quejumbroso pero a salvo- durante tanto tiempo se ha roto, y la nueva geometría le asusta. Su exaltación apenada amaina, y le invade la letargia. Deambula por los jardines de Undershaw como si los hubiera planeado, tiempo atrás, un desconocido. Visita los caballos, pero no quiere que los ensillen. Va todos los días a la tumba de Touie y vuelve exhausto. Se imagina que ella le consuela, le tranquiliza diciéndole que, esté donde esté la verdad, ella siempre le ha amado y ahora le perdona; pero parece engreído y egoísta pedir eso a una difunta. Se queda largas horas sentado en su estudio, fumando y mirando los trofeos brillantes y huecos conquistados por un deportista y un escritor de éxito. Todas sus chucherías carecen de sentido comparadas con la muerte de Touie.
Confía toda su correspondencia a Wood. Hace mucho que su secretario ha aprendido a reproducir la firma de su patrono, sus inscripciones, sus giros verbales, hasta sus opiniones. Que Wood sea sir Arthur Conan Doyle un rato: el dueño del nombre no desea ser él mismo. Wood está autorizado a abrirlo todo, a desechar o contestar a su antojo.
Arthur no tiene fuerzas; come poco. Tener hambre en un trance así sería una obscenidad. Se acuesta; no duerme. No tiene síntomas, aparte de una debilidad general e intensa. Consulta a su viejo amigo y consejero médico Charles Gibbs, que le ha atendido desde los tiempos de Sudáfrica. Gibbs le dice que es todo y nada: en otras palabras, son nervios.
Pronto son algo más. Sus tripas ceden. Gibbs, por lo menos, identifica esto, aunque poco es lo que puede hacer al respecto. Algún microbio debe de habérsele infiltrado en el organismo, en Bloemfontein o en el veldt, y sigue ahí, a la espera de aparecer en el momento de máxima debilidad de Arthur. Gibbs le receta una pócima para dormir. Pero nada puede hacer contra el otro microbio alojado en el organismo del paciente, y al que tampoco es posible aniquilar: el microbio de la culpa.
Siempre pensó que la larga enfermedad de Touie le prepararía de algún modo para sobrellevar su muerte. Siempre pensó que la pena y la culpa, si sobrevenían, tendrían contornos más claros, más definidos y finitos. Por el contrario, parecen agua, nubes que constantemente adoptan formas nuevas, a merced de vientos sin nombre, indefinibles.
Sabe que debe levantarse, pero no tiene fuerzas; en definitiva, si se levanta será para volver a mentir. Primero, para perpetuar, para tornar histórica la antigua mentira sobre su ferviente matrimonio de amor con Touie; después, para organizar y propagar la nueva mentira, la de que Jean proporciona un consuelo inesperado al corazón de un viudo entristecido. Le asquea la idea de esta nueva mentira. En el letargo, al menos, hay una verdad: no engaña a nadie cuando, exhausto, con el estómago infestado, se arrastra de una habitación a otra. Pero sí engaña: todo el mundo achaca su estado a la mera tristeza.
Es un hipócrita; es un farsante. En algunos sentidos, siempre ha sentido que lo era, y cuanto más famoso se ha hecho, tanto más impostor se ha sentido. Le ensalzan como a un gran hombre de la época, pero a pesar de su activa participación social, su corazón no late al unísono con el mundo. Cualquier hombre normal de su tiempo no habría tenido escrúpulos en tomar como amante a Jean. Es lo que los hombres hacen hoy en día, y hasta en las más altas esferas de la sociedad, como ha observado. Pero su vida moral pertenece más bien al siglo XIV. ¿Y su vida espiritual? Connie le considera un cristiano primitivo. El prefiere ubicarse en el futuro. ¿En el siglo XXI, en el XXII? Todo depende de la rapidez con que la humanidad adormecida se despierte y aprenda a usar los ojos.
Y entonces sus pensamientos, que ya discurren cuesta abajo, dan un vuelco más. Después de nueve años de desear -de intentar no admitir que desea- lo imposible, es libre. Podría casarse con Jean al día siguiente y afrontar sólo los altercados de los moralistas de pueblo. Pero querer lo imposible canoniza ese deseo. Ahora que lo imposible se ha vuelto posible, ¿hasta qué punto lo desea? Ni siquiera es capaz de decirlo. Es como si los músculos del corazón, puestos a prueba durante tanto tiempo, se hubieran convertido en una goma desgastada.
Una vez oyó contar una historia, ante una copa de oporto, de un hombre casado que tenía una amante desde hacía mucho. Esta mujer era de una buena posición social, desde luego apta para contraer matrimonio con él, que era lo que desde siempre estaba previsto y prometido. Al final la esposa murió y al cabo de unas semanas el viudo volvió a casarse. Pero no con su amante, sino con una joven de una clase social más baja, a la que había conocido pocos días después del funeral. Por aquel entonces, Arthur pensó que el hombre era doblemente canalla: con la esposa y con la querida.
Ahora comprende la facilidad con que ocurren estas cosas. En los meses de abandono desde la muerte de Touie, apenas ha hecho vida social, y las personas a quienes le han presentado sólo le han hecho una levísima impresión. Pero aun así -y teniendo en cuenta que no comprende al otro sexo-, algunas mujeres han coqueteado con él. No, decir esto es vulgar e injusto; pero sin duda miraban distinto al autor famoso, caballero del reino, que acaba de enviudar. Se imagina bien que la goma desgastada pudiera romperse de pronto, que la simplicidad de una jovencita, o hasta la sonrisa perfumada de una coqueta, pudiese traspasar de improviso un corazón transitoriamente impermeable a una relación larga y secreta. Comprende la conducta del canalla doble.
Aún más que comprenderla: ve sus ventajas. Si accedes a sucumbir a un coup de foudre semejante, se acaban, por lo menos, las mentiras: no tienes que presentar a tu largo amor secreto y hacerlo pasar por una compañera recién conocida. No tienes que mentir a tus hijos con respecto a tu nueva esposa: sí, dices, ya sé cuánto os sorprende, y ella nunca sustituirá a la irreemplazable, pero me ha traído un poco de alegría y consuelo. El perdón pretendido quizá no llegara de inmediato, pero la situación sería menos complicada.
Vuelve a ver a Jean, a veces acompañados y a veces solos, y en los dos casos persiste cierta incomodidad entre ellos. Aguarda a que el corazón le lata de nuevo -no, le ordena que lo haga-, pero se niega. Hasta tal punto se ha acostumbrado a forzar sus pensamientos, a presionarlos y dirigirlos hacia donde quiere que vayan, que le sobresalta percatarse de que no puede hacer lo mismo con las emociones tiernas. Jean parece tan adorable como siempre, pero ese encanto no genera la reacción normal. Es como si a él le hubiera sobrevenido una impotencia sentimental.
En el pasado, Arthur ha aliviado los tormentos del pensamiento con el ejercicio físico; pero no tiene ganas de montar a caballo, de boxear, ni de golpear a una pelota de tenis, de golf o de criquet. Quizá si se viera transportado en un instante a un alto valle alpino, cubierto de nieve, una brisa glacial disipara el aire mefítico que se cierne sobre su alma. Pero parece imposible. La persona que fue en otro tiempo, el Sportesmann que llevó sus esquís noruegos a Davos y cruzó el paso de Furka con los hermanos Branger, parece que ha partido hace mucho tiempo, que se ha perdido de vista al otro lado de la montaña.
Cuando, por fin, su mente detiene la caída, cuando siente menos febriles la cabeza y el intestino, trata de abrir un claro en su pensamiento, de establecer una pequeña zona de ideas sencillas. Si un hombre no sabe lo que quiere hacer, tiene que descubrir lo que debe hacer. Si el deseo se ha vuelto complicado, aferrare al deber. Fue lo que hizo en el caso de Touie y es lo que tiene que hacer con respecto a Jean. Lleva nueve años amándola esperanzado y sin esperanzas; un sentimiento así no puede desaparecer; por tanto, hay que aguardar que retorne. Hasta entonces tiene que atravesar el gran Grimpen Mire, la ciénaga donde pozos manchados de una mugre verde y barrizales hediondos a ambos lados amenazan con derribarte y tragarte para siempre. Para trazar su itinerario, tiene que recurrir a todo lo que ha aprendido hasta ahora. En el Mire hay señales escondidas -racimos de juncos y palos estratégicamente situados- que guían al iniciado hacia un suelo más firme; y lo mismo ocurre cuando un hombre está moralmente extraviado. El camino está donde el honor señala. El honor le ha indicado la forma de actuar en los años pasados; ahora tiene que decirle hacia dónde encaminarse. El honor le vincula con Jean del mismo modo que le unió con Touie. Desde esta distancia no sabe si algún día volverá a ser feliz; pero sabe que para él no hay felicidad donde no hay honor.
Los niños están en clase; la casa, silenciosa; los vientos desnudan a los árboles; noviembre fenece y diciembre asoma. Se siente algo más sereno, como le habían anunciado. Una mañana entra en el despacho de Wood para echar un vistazo a su correspondencia. Por término medio, recibe sesenta cartas al día. En los últimos meses, Wood no ha tenido más remedio que organizar un método: él mismo contesta a cualquier cosa que deba solventarse de inmediato; coloca en una gran bandeja de madera los asuntos que requieren la opinión o la decisión de sir Arthur. Si al final de la semana el patrono no se ha visto con fuerzas o no le ha apetecido dar instrucciones, Wood se las apaña como puede.
Hoy hay un paquete pequeño en lo más alto de la bandeja. Arthur, de mala gana, extrae su contenido. Hay una carta adjunta prendida con un alfiler a una carpeta de recortes de un periódico llamado The Umpir [19]'. Nunca ha oído hablar de él. Quizá se ocupe de criquet. No, de su papel rosa deduce que es una publicación de chismes. Echa un vistazo a la firma de la carta. El nombre que lee no le dice absolutamente nada: George Edalji.