Atlas de geografía humana
© Almudena Grandes, 1998
© Tusquets Editores, S. A,
Obra cedida para la colección Nueva Narrativa
por Tusquets Editores, S. A.
© RBA Coleccionables, S. A., 1999, para esta edición
Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona
ISBN: 84–473–1516–9 Depósito Legal: B–37805–1999
Impresión y encuademación:
Prlnter industria gráfica, S. A. Ctra. N–ll, km 600
Cuatro Caminos, s/n. Sant Vicenc deis Horts (Barcelona)
Impreso en España — Printed in Spaln
A Luis,
que entró en mi vida
y cambió el argumento de esta novela.
Y el argumento de mi vida.
Querida, tenemos una edad que nos sitúa, exactamente, en el epicentro de la catástrofe.
Confidencia de Mercedes Abad
a la autora, en algún momento,
después de cumplir los treinta
Ahora que de casi todo hace ya veinte años.
Jaime Gil de Biedma
Hace años que mi cara no me sorprende ni siquiera cuando me corto el pelo.
Sin embargo, aquella noche, el cepillito embadurnado de pasta negra que sostenía mi mano derecha no llegó a encontrarse con las pestañas tiesas, inmóviles, perfectamente adiestradas, que lo esperaban al borde de unos párpados bien estirados, porque un instante antes de que alcanzara su destino, me di cuenta de que mis ojos estaban brillando demasiado. Sin levantar los pies del suelo, retrocedí con el cuerpo para obtener una vista de conjunto de toda mi cabeza, y no encontré nada nuevo ni sorprendente en ella aparte de aquel destello turbio, como una capa de barniz impregnado de polvo, que insistía en brillar sobre unas pupilas incomprensiblemente húmedas. Invertí un par de segundos en analizar el fenómeno antes de emprender una recapitulación de urgencia. Ya no soy una adolescente. Tampoco me había sentido mal en todo el día. No era fiebre, y tampoco exactamente emoción, ¿será la menopausia, me dije, que se ha vuelto loca, igual que el clima…? Una sola lágrima, aislada, terca, absurda, se desprendió de mi ojo derecho y rodó torpemente a lo largo de mi rostro sin lograr conmover al menor de sus músculos. Entonces comprendí que tenía que hacerlo aquella noche. Hacía ya casi dos meses que aquel sobre alargado de papel grueso, compacto, casi una cartulina de color crema, me desafiaba desde el cajón de mi escritorio. Me había acostumbrado a verlo allí, entre las fotos de los niños y las facturas desordenadas, y confiaba en él con una fe tan intensa como la que un agente desesperado pueda llegar a depositar en su arma final y más secreta, pero entonces me di cuenta de que en el plano desierto de la realidad, donde no existen huecos para esconderse, no iba a servirme de nada. Tiene que ser esta noche, me repetí, esta noche, esta noche. El nombre del destinatario era breve, como su dirección completa, cuatro líneas en total, una mancha cuadrada de tinta azul perfectamente centrada sobre un rectángulo del color más inocente, y detrás, sólo mi nombre de pila, cuatro letras añadidas al final, la solapa soldada al resto con mi propia saliva y esa gota de sabor ácido que explotó de repente, con retraso, en la punta de mi lengua, cuando aquella lágrima tonta e incómoda acertó a alcanzar la grieta de mis labios. Tiene que ser esta noche. En ese preciso momento, Clara empezó a aporrear la puerta.
—¡Mamá…! ¡Abre, mamá, mamá, me estoy haciendo pis!
Me lavé la cara con agua fría tan aprisa como pude y atravesé el baño en tres zancadas, pero cuando descorrí el pestillo, mi hija gritaba ya como si sus zapatos estuvieran ardiendo.
—¿Por qué no has ido al aseo pequeño? —le pregunté cuando se sentó en el retrete, los brazos flojos sobre las piernas, mirándome—. ¿Estaba ocupado?
—Tienes los ojos manchados, ¿sabes? —me anunció a cambio, y sonrió. La sonrisa de los hijos propios envuelve un cebo tan irresistible que, mientras sus labios la sostienen, es imposible sospechar siquiera que se pueda vivir mejor sin ellos—. Me gusta más hacer pis aquí. Éste es mucho más grande.
La cogí en brazos y la besé deprisa en las mejillas, en la frente, en el pelo, sin atender a sus protestas, esos aspavientos de desesperación fingida con los que recibe siempre mis besos. Hace tiempo aprendí que no existe un método más eficaz para quitármela de encima. Apenas sus pies rozaron de nuevo el suelo, salió corriendo a golpe de carcajada, convencida de que me estaba escatimando, por lo menos, dos docenas de besos más. Volví a echar el pestillo y miré el reloj. Disponía de un cuarto de hora escaso para limpiarme la cara, pintarme otra vez, vestirme, dar instrucciones a la canguro, llegar hasta el garaje y coger el coche. En lugar de empezar por el principio, me senté en el borde de la bañera y cerré los ojos.
Aunque desde luego yo no era capaz de adivinar adonde habían ido a parar exactamente, ya
habían pasado dos años y medio desde aquella otra noche, aquella otra cena tan parecida en apariencia a ésta. Entonces, octubre de 1992, me había metido en el baño a la misma hora, me había pintado, me había vestido, y había recogido a Marisa camino del mismo restaurante, en el que Fran había convocado a la misma gente. La colección aún no había salido a la calle, pero los seis primeros números estaban prácticamente cerrados, y las treinta primeras hojas del cuaderno de tapas de hule que dormía sobre la mesa de mi despacho prometían, como mínimo, otro trimestre de tranquilidad. Habría jurado que el único motivo de aquella primera reunión consistiría en quitarse importancia por turnos tras escuchar un discurso más que insinuado —sois estupendas, chicas, no puedo imaginar qué habría sido de mí sin vosotras…—, y por eso ni siquiera me propuse interpretar la fúnebre mirada que me dirigió Ana, la editora gráfica, un segundo antes de que Fran disparara sin anunciarse.
—Nos falta Suiza.
—¿Qué dices? —pregunté, sin acabar de decidirme entre la perplejidad y esa blanda placidez con la que se acogen las bromas tontas.
—Lo que oyes, Rosa —Fran parecía tranquila, en cambio—. No hay fotos de Suiza.
—Es imposible…
—Sí —Ana cabeceaba en mi dirección, como si su asentimiento pudiera consolarme—, es imposible, es increíble, pero es verdad. Lucerna y Zermatt, no hay fotos. Es decir —hizo una pausa casi dramática antes de empezar a contar con los dedos—, hay fotos malas, hay fotos buenas sin permiso de reproducción, hay fotos buenas pero tan antiguas que son impublicables, hay fotos buenas llenas de esquiadores con gorritos de colores y, por último, hay fotos buenas tan caras que desequilibrarían el presupuesto de ilustración de todo el fascículo. Resultado: no hay fotos.
Cerré mis dos puños y los estrellé contra la mesa.
—¡Me cago en la…! —antes de que me decidiera entre los diversos conceptos susceptibles de rematar adecuadamente aquel juramento, Fran posó su mano derecha sobre uno de mis puños. Con la izquierda, me alargaba el cuaderno de tapas de hule que había tenido el detalle de recoger antes de salir de la oficina.
Sólo entonces me quité el abrigo, me senté, y vacié de un solo trago una copa de vino. Cuando noto que mis nervios empiezan a crecer en todas las direcciones, y se atiesan, y se hinchan, y me advierten de su inminente intención de desparramarse por las zonas neutrales de mi cuerpo, procuro comportarme como cualquiera de los seductores héroes mutantes cuyo destino trágico, casi clásico, convoca cada tarde a mis hijos ante el televisor, esos seres hermosos, atléticos, mejores o peores pero siempre inocentes, que son capaces de anticiparse en unos segundos al desencadenamiento del proceso que los transformará en verdaderos monstruos, como si el dudoso principio de esconderse a los ojos de los demás mortales compensara de alguna forma la azarosa arbitrariedad de su existencia.
—Los Alpes suizos empiezan en el número 28 —anuncié, mientras luchaba por mantener bajo control las imaginarias garras que me amenazaban desde la punta de mis dedos, y sin mirar a nadie en especial. No necesitaba consultar mi cuaderno, me sabía de memoria la planificación hasta el número cincuenta—. Podemos sacar antes los franceses y los italianos. Eso nos permitiría ganar cinco semanas, y si seguimos con los austríacos, tendremos unos veinte días más. Pero hay que solucionar lo de las fotos desde luego, no comprendo…
—Lo siento. —Ana retorcía el borde del mantel con los dedos. En aquel momento, yo habría retorcido su cuello con los míos—. Hans me dijo que tenía material de sobra para cubrir Centroeuropa. Sus fotos de Alemania son muy buenas, Austria, Polonia… Tengo tantos problemas en África y en Asia que ni se me ocurrió comprobarlo. Cuando ha llegado el envío, esta mañana, creí que me moría. La foto más moderna tiene veinte años. Lo siento muchísimo, Rosa, de verdad.
—No tiene importancia, Ana —Fran se anticipó para contestar en mi lugar y mostrarse tan magnánima como siempre que decidía ejercer de gran editora—. Le podría haber pasado a cualquiera.
No, me dije a mí misma, sin levantar la voz, a cualquiera no, a mí no… La repugnante naturaleza de aquella conclusión me resultaba extrañamente consoladora, pero al menos, algún reflejo superviviente de mi antigua fe me impidió recordar en voz alta que la obligación de Ana habría sido informar directamente del desastre a su inmediata superior, yo misma, en lugar de buscar de antemano la protección de la jefa de ambas.
—B–bueno… —Marisa tartamudeaba más de la cuenta en las situaciones comprometidas—, n–no es tan gra–ave. A mí, en realidad, no me afecta. El tra–atamiento de imagen es el mismo para todos los Alpes…
En el primer curso de la carrera conseguí cinco matrículas de honor. En segundo y en tercero se me resistió una asignatura, pero entré en la especialidad como un elefante en una cacharrería. Era la alumna más brillante del curso, pero me daba lo mismo, porque estaba convencida de que Mi Vida, una enorme caja de cartón envuelta en papel rojo, brillante, asegurado por docenas de cintas de colores que explotaban en sofisticados lazos y serpentinas, no estaba rellena de universidad. En quinto me vine arriba, definitivamente abajo como estudiante. Salía mucho de noche, tomaba muchas copas, ligaba con muchos chicos y tenía centenares de proyectos, iba a vivir en el extranjero, iba a estudiar arte dramático, iba a aprender a tocar el piano, iba a viajar a países exóticos, pero, de momento, me conformaba con ser la cantante de un grupo de nuevo pop español que no conseguía colocar una maqueta ni en la emisora más casposa de Alcobendas. Ignacio era el hermano mayor del bajista. Cuando empecé a salir con él, me dije que a una chica tan inteligente como yo no le hacía ninguna falta un título universitario, y ni siquiera me presenté a los exámenes. Cuando nos casamos, era muy consciente de estar renunciando a centenares de proyectos, al extranjero, al arte dramático, al piano y a los países exóticos, pero ninguna de estas ausencias me pesaba porque, de pronto, era muy divertido estar casada, y Mi Vida seguía siendo un enorme paquete lleno de cosas al que apenas le había pellizcado una esquinita del envoltorio.
—¿,… eh, Rosa? —la voz era de Fran, pero al levantar la cabeza, encontré una interrogación unánime en tres pares de ojos distintos.
—Lo siento —traté de aparentar desenvoltura—, me he perdido.
—¿Volvemos a la cacería o hacemos fotos nuevas?
—Si no nos destroza el presupuesto, sería más rápido y más seguro hacer fotos nuevas. Además —marqué una pausa antes de hacer justicia—, cuando Ana dice que no hay fotos, lo que suele suceder es que no hay fotos.
Fijé los ojos en el mantel para evitar la mirada de gratitud de la mejor documentalista con la que he trabajado jamás, el catálogo andante de todos los archivos fotográficos del mundo, un lujo capaz de ilustrar cualquier cosa, desde un folleto publicitario de la patata gallega hasta un artículo sobre la prevención de la toxoplasmosis, y mientras detectaba cómo crecía su confianza en cada sílaba, volví a preguntarme qué me estaba pasando, por qué me estaba convirtiendo, día a día, en una persona odiosa.
—Si quieres, puedo recurrir a algunos archivos ingleses y americanos que no he tocado todavía —no necesitaba mirarla para saber que me estaba hablando a mí—. Me temo que encargar las fotos desde aquí sería bastante más barato que comprárselas a ellos, pero siempre se puede pedir precio y comparar…
Si el día de mi boda alguien me hubiera advertido que estaba corriendo el riesgo de inspirar un concepto tan pobre de mí misma a la mujer que terminaría siendo algún día, me hubiera muerto de risa. Pero entonces todavía no había empezado a perder los años. Cuando miraba hacia atrás, siempre los encontraba en su sitio, bien ordenados, exactos y limpios, dispuestos en fila india, como un ejército de soldaditos de juguete, ahí estaban todos, y antes de cumplir veintidós, tenía veintiuno, y antes veinte, y antes diecinueve años, era tan fácil como aprender a contar con los dedos. Ahora voy a cumplir treinta y siete, y procuro no volver jamás la cabeza, porque no sé muy bien adonde ha ido a parar mi última década, no comprendo en qué agujero perdí los veinticuatro años, por ejemplo, o dónde se me cayeron los veintiséis, o qué me pasó cuando cumplí veintinueve, pero lo
cierto es que no los recuerdo, no soy consciente de haberlos vivido, es como si el tiempo se devorara a sí mismo, como si cada día que pasa me robara un día pasado, como si los años se anularan entre sí. Ahora sé que el enemigo juega con cartas marcadas, y ya no puedo hacer nada por rescatarme a mí misma de todos los lugares, de todas las personas, de todas las mañanas y las noches que fueron un error, pero por lo menos no intento exprimir el mundo para forzarle a justificar mi vida cada doce horas. Ésa es la mezquina, desoladora medida, en que el destino se ha mostrado magnánimo conmigo en los dos años y medio que han pasado desde aquella cena, cuando todavía podía partirme un rayo al escuchar que nos faltaban fotos de Suiza.
—Muy bien, entonces de acuerdo —Fran se ocupó de lo que ella llamaba reconducir la cuestión, y levantó las cejas en dirección a Ana—. Lo único que no sabemos es el nombre del fotógrafo.
—Habría que decidir si conviene más encargarlo aquí, o allí, en la misma Suiza. Mañana a mediodía puedo tener preparada una lista de nombres disponibles.
—Y si no… —Marisa dominaba las sílabas a la perfección mientras se reía entre dientes,—, ¡siempre podemos recurrir a Forito!
Carpóforo Menéndez, Forito para los íntimos, era el fotógrafo de plantilla de nuestro departamento, la cruz que más pesaba sobre los hombros de Ana, y el principal protegido de todas nosotras, ella a la cabeza. Aunque seguramente era más joven, aparentaba unos cincuenta y cinco años, medía casi un metro noventa, no pesaba más de sesenta kilos, y su productividad se cifraba en unas ocho fotos técnicamente correctas —es decir, bien iluminadas, bien enfocadas, y con una definición aceptable a simple vista— por cada carrete entregado. Entre ellas, a veces podíamos publicar una, o dos, siempre que resistiéramos la tentación de mirarlas a través de un cuentahilos, pero seleccionábamos muchas más, aunque estuvieran quemadas, borrosas o veladas en los bordes, para justificar ante Contabilidad la nómina que cobraba todos los meses. Él nos lo agradecía de corazón, y no pedía otra cosa. Ni siquiera había vacilado al aceptar el puesto que Ana había inventado a su medida al comprender que iba a ser difícil mantenerlo como fotógrafo en un proyecto como el nuestro, que exigía comprar fotos en archivos de casi todos los países del mundo. Ocuparse de la recepción y clasificación de los envíos parecía tarea más propia de un meritorio que de un fotógrafo en activo, pero él no parecía echar de menos las ocasiones de promoción profesional. Ver su nombre, compuesto en versalitas de cuerpo ocho, trepando hacia arriba desde el ángulo inferior derecho de una imagen no le producía la menor emoción porque, en los buenos tiempos, se había acostumbrado a leerlo todos los días, más grande y más centrado, en periódicos y revistas ilustradas. Antes de empezar a beber —o antes de vivir lo suficiente para empezar a beber—, Forito era el fotógrafo taurino más prestigioso de Madrid, el ganador de todos los trofeos a la mejor foto de la Feria, el retratista favorito de los veinte primeros nombres del escalafón, pero cuando yo le conocí desayunaba ya coñac a palo seco, y le temblaba el pulso de tal manera que era incapaz de remover dos cucharadas de azúcar en una taza de café sin derramar mucho más que una gota.
Supongo que cada una de nosotras le tenía cariño por un motivo distinto, y me temo que a él, por más cuidado que pusiera en repartir equitativamente los estruendosos piropos de su repertorio, le pasaba más o menos lo mismo, aunque Marisa, desde luego, era su favorita. Cuando a mí me caía algo del estilo de ¡cómo vienes hoy, madre mía, que me voy a tener que poner las gafas de sol para mirarte, que es que deslumbras!, ya sabía que, antes o después, Forito se las arreglaría para perderse dentro de la pecera, y de rodillas ante la mesa de Marisa, con los brazos en cruz, y los pies a punto de arruinar el precarísimo encaje que los cables de interconexión dibujaban sobre las losetas de corcho sintético, cantarle una copla de Miguel de Molina. Hasta Fran, tan estrictamente seria y apresurada siempre, se ablandaba sin remedio cuando Forito, desde la otra punta del pasillo, emitía su grito de guerra, ¡guapa, guapa, guapa, que mira que eres guapa, cooooño!, a modo de saludo. A mí me conmovía más otras veces.
No debía de llevar ni un mes trabajando con la colección, porque aún invertía la mayor parte de la mañana en recibir a redactores, traductores, correctores, ilustradores o cartógrafos, y no era la
primera vez que un aspirante faltaba a la cita, pero nunca se me había ocurrido salir a la calle a tomar un café en el hueco de la entrevista fallida. No tuve que esforzarme mucho para escoger un local. La flamante sede del grupo al que pertenecía la editorial que acababa de contratarme estaba situada en un polígono industrial de lujo que no dejaba de parecer exactamente eso, por muy lujosos que fueran los edificios que ocupaban cada parcela rigurosamente cuadrada, delimitada con tiralíneas, y por más que cada calle ostentara con arrogancia el nombre del respectivo coloso del columnismo periodístico nacional en lugar de una letra mayúscula o de un simple número sin adorno alguno. A nuestra izquierda, la autovía de Barcelona zumbaba a todas horas como una jaula de grillos mecánicos, pero entre la valla que delimitaba nuestras posesiones y la que señalaba los dominios de la autopista, se habían quedado atrapadas algunas casitas bajas que el Ministerio de Obras Públicas, por alguna desconocida razón, había renunciado a expropiar en su momento. Pequeñas, chatas, encaladas, con sus arbolillos raquíticos y sus rosales infectados por el perpetuo azote del humo que derrochan los tubos de escape en la articulada pero infinita elipse que dibuja el tráfico entre Madrid y el aeropuerto, parecían ya un vestigio arqueológico catalogado y protegido, una reliquia intencionada, cuidadosamente preservada para enseñar a las generaciones futuras cómo se vivía en este país cuando la distancia entre la pobreza y la opulencia, una resta tan exigua que una sola generación ha llegado a conocerlas casi a la vez, ya no pueda producirles vértigo, A mí me gustaban aquellas casas, me gustaba verlas desde cualquier gigantesco ventanal de nuestro edificio inteligente, me gustaba saber que estaban ahí, resistiendo imperturbables a la especulación y a la síntesis de tantos materiales inefables, contribuyendo con su heroica modestia a la gran paradoja del siglo que viene, cuando esta ciudad malquerida, maltratada, maltrecha, se convertirá sin duda, gracias a tanto descuido, a tanto desamor, a tantos crímenes de la razón y a la insospechada fortaleza de su carácter, en el más exhaustivo y monumental catálogo de la arquitectura urbana del siglo pasado, el nuestro, porque casi nada de lo que se haya podido destruir para construir encima, ha dejado casi nunca de destruirse aquí, y la piel de las ciudades envejece también, como la de sus hijos, pero el tiempo posa sobra sus poros de piedra, de cristal, de cemento, una pátina brillante y bella, dorada, tensa, tan inexorable su poder como el que ahonda los surcos que el mismo tiempo abre sin piedad en las esquinas de nuestros labios, de nuestros ojos, de nuestra frente.
Madrid es una resistente nata. Yo también. La paciencia es el rasgo predominante de nuestro carácter, y por eso elegí sin dudar el Mesón de Antoñita, el bar–restaurante especializado en chuletas a la brasa y conejo al ajillo, como todos los de la zona, que estaba más cerca de la editorial, a despecho de las plastificadas ofertas de los locales del centro comercial, al que habría llegado andando en menos de diez minutos. No me arrepentí, porque al atravesar por primera vez el umbral sentí que acababa de penetrar en una película española de los años cincuenta. El bar era oscuro y fresco, y el mobiliario parecía una réplica poco sofisticada del diseñado para la familia Picapiedra, una versión atávica del estilo castellano elaborada a base de troncos de madera apenas desbastados, remachados con clavos de cabeza negra y diámetro semejante al de una cuchara sopera. A cambio, la decoración era rabiosamente andaluza. Rejas, farolillos de papel blancos y verdes, muñecas vestidas de flamencas alternando con botellas de whisky de importación sobre una balda corrida detrás de la barra y la radio sintonizada en una emisora de coplas 24 horas. No sé si me gustó, pero me hizo mucha gracia. Entonces no sabía que el Mesón de Antoñita acabaría convirtiéndose en una especie de sucursal de la propia editorial, un recurso irresistible cuando el menú del comedor de la empresa nos diera arcadas a media mañana, una contraseña de todos esos pequeños triunfos laborales que era inevitable celebrar con una comida especial, un reducto de privacidad imprescindible para lanzarse a las confidencias que nunca querrían haberse confesado en voz alta. Aquella mañana, al contrario, el local parecía pertenecer a la categoría de esos negocios malditos que no llegan a llenarse jamas, y el único cliente, que ocupaba un taburete frente a la barra, no volvió la cabeza cuando empujé la puerta. Forito se recorría con una mano, muy lentamente, la parte delantera del cráneo, un gesto incierto que no se parecía del todo a una costumbre, a cualquier pequeño rito cotidiano de esos en los que buscarnos cada día un poco de consuelo. Cuando le
saludé, giró la cabeza en mi dirección y levantó las cejas. La copa de balón que tenía delante estaba prácticamente vacía, menos de un dedo de un líquido espeso del color del té, pero me senté a su lado de todas formas.
—¿Qué quieres tomar? —me preguntó—. Yo invito.
Aunque suponía que el coñac era más caro, renuncié con cierto pesar al croissant a la plancha cuyo hipotético aroma había guiado mis pasos hasta allí, y me conformé con un café con leche. Él pidió que le rellenaran la copa y no dijo nada más. Su mano no terminaba de peinar los escasos pelos que podían contarse más allá de su frente, no terminaba de abrillantar esa piel casi calva, ni eliminaba un sudor improbable en aquel local, donde el aire acondicionado, único pero feroz testimonio de la auténtica cronología de aquella escena, desmentía la calurosa realidad de una mañana de julio. No conseguí adivinar cuál era el sentido del rítmico, calculado viaje de esos dedos que no se detenían jamás, pero cuando me dio vergüenza seguir mirándolo, levanté la cabeza y eché un vistazo a mi alrededor. Más que decoradas, las paredes parecían infestadas de fotos en blanco y negro, algunos retratos y muchos pases al natural, muchas chicuelinas, muchos desplantes y vueltas triunfales, y la misma firma en casi todas ellas, un grueso trazo negro que dibujaba una ce mayúscula cuya base se prolongaba en un par de ondas ilegibles, un garabato que yo conocía muy bien.
—Gracias por el café, Forito —me despedí como si no me hubiera dado cuenta de nada—. Voy a ver si vuelvo a trabajar un rato…
—De nada, mujer —me sonrió—. Ahora voy yo para allá.
Mientras respondía al respetuoso saludo del portero, y al saludo de la respetuosa recepcionista, y pasaba de largo por los ascensores para subir dos pisos de escaleras muy despacio, y recorría el pasillo, y abría la puerta de mi despacho, y ganaba mi mesa, y me sentaba tras ella, me iba preguntando si la vida me concedería, algún día, alguna dosis de la dignidad que acababa de contemplar en el exiguo cuerpo de un hombre arruinado y calvo, que se emborrachaba con coñac a las once y media de la mañana muchos años después de haberse atrevido a abandonar. Mientras escuchaba el monótono discurso de la enésima ilustradora de cuentos de hadas que intentaba pasarse a la ilustración para adultos porque el mercado infantil estaba saturado, me preguntaba qué pasaría si yo también cediera a la eterna tentación de escapar de puntillas, sin grandes gestos, sin hacer ruido, quedarme en la cama simplemente, una mañana, en vez de levantarme para ir a trabajar, y después decidir que aquel día no iba a hacer la comida, y marcharme al cine yo sola, por la tarde, y dormir otra vez, dormir mucho tiempo. Entonces dejaría de perder los años, porque ya no habría futuro para mí, ninguna expectativa de la que descontar las horas consumidas, ninguna meta que alcanzar en horas sucesivas, nada que esperar… Tardé un buen rato en sacudirme aquella confortable borrachera seca, pero todavía no he superado los efectos de la resaca, y jamás río los chistes sobre Forito, porque el silencio que eligió para comentar conmigo sus viejas foto; triunfales le revestirá siempre, en mi memoria, de la elegancia de los náufragos que saben hundirse de pie.
Yo, en cambio, boqueaba desesperadamente, con los pulmones llenos de agua hasta la mitad, cuando Fran me propuso coordinar aquellos fascículos, Atlas de Geografía Universal, una tabla sobre la que monté a horcajadas mientras guiñaba los ojos para convencerme de su poderoso perfil de transatlántico. Necesitaba el espejismo más incluso que el dinero, porque la escasez de encargos interesantes me había obligado a recurrir, meses atrás, a las traducciones juradas, el más ingrato, monótono y descorazonador de los trece o catorce trabajos con los que me gano irregularmente la vida. Inclinada sobre un documento de 200 folios impresos a un espacio en el que se describían, aplicación por aplicación, todas las especificaciones técnicas de un flamante microchip japonés destinado a revolucionar el campo de los programadores de lavadoras, lavavajillas, aspiradores, secadoras, aparatos de aire acondicionado, controladores de riego a distancia, y unas cincuenta o sesenta máquinas más, no sólo me sentía obligada a preguntarme a cada momento qué clase de cretino estaría sufriendo al imaginarme al borde de la más sucia traición —mis labios susurrando en el oído de un desconocido que el IJ150e garantiza al ama de casa un ahorro de energía de + 2% en
relación al rendimiento del IJ145e o cualquier dispositivo equivalente de la competencia—, sino que me pasaba las mañanas deseando que cualquier cuadrilla de gánsteres de cualquier edad, de cualquier tamaño y de cualquier nacionalidad, asaltaran mi casa una buena mañana, le pegaran una patada a la puerta de mi estudio, y nos secuestraran, a mí y a doscientos folios de especificaciones técnicas, en nombre de los sagrados intereses de cualquier multinacional, eso me daba lo mismo, aunque preferiría que nuestro escondite estuviera en Sudamérica, que parecía lo más emocionante. Y eso no era lo más grave. Lo peor era que, como los gánsteres no llegaban nunca, ya estaba empezando a fijarme en el vecino del segundo.
En algún momento, entre mi hijo y mi hija, después de cumplir los treinta, me acordé de Mi Vida, aquella caja tan grande, envuelta en un papel rojo y asegurada con tantos lazos, y me pregunté de qué había resultado estar rellena. Desde entonces, lo único que me compensa por las pocas cosas que hay dentro es la certeza del amor que siento por esas pocas cosas, una docena de luces de colores —dos niños, un par de libros que me pertenecieron un poco mientras los traducía, ciertos amigos, ciertas amigas, la memoria de un amante que se convirtió en marido, el pequeño talento que hizo de mí una cocinera autodidacta, la asombrosa emoción que experimento todavía al hablar tres idiomas que no son el mío, algunos sabores, algunos olores, algunas noches memorables, algunas risas que aún no se han apagado del todo— que apenas lucen entre cuatro paredes de cartón repletas de la nada negra y compacta de mi insatisfacción.
Desde luego, no soy el tipo humano del que se espera un análisis semejante. Sonrío muy a menudo, como con apetito, disfruto de las copas y de la conversación, nunca he tenido una depresión, me gusta hablar por teléfono y tengo un orgasmo cada vez que me lo propongo, y eso significa la abrumadora mayoría de las veces. En general, no me molesta trabajar y ocuparme al mismo tiempo de los niños, y cuando llego a casa rendida, después de una tarde de cine y un McDonald's, por ejemplo, y decido que no tengo ganas de cenar, y me meto en la cama presintiendo que el sueño me noqueará sin piedad apenas pose la cabeza en la almohada, me estremece un placer difícil de describir, la conciencia de una tarde invertida en hacer cosas de verdad, la deliciosa productividad del cansancio muscular, objetivo, mensurable, el único que ahuyenta al insomnio y, con él, a todas esas preguntas intolerablemente cursis acerca del futuro, el destino al que se encamina mi vida y todo lo demás. Cada vez que escucho a una madre de familia decir que necesita más tiempo para ella, se me ponen los pelos de punta. Yo lo que necesito es menos tiempo, que me lo quiten, que me lo aplacen, que no cuente, porque si hay algo que sobra en todos los años que he perdido es precisamente eso, tiempo. Quizás, lo único que ocurre es que mi insatisfacción contradice el modelo de insatisfacción consagrado por las estadísticas para mujer española emancipada de clase media urbana universitaria de mi edad. Eso espero, porque siempre he detestado a las mujeres insatisfechas.
Por eso me asusté tanto al darme cuenta de que había empezado a tontear así, como quien no quiere la cosa, con el vecino del segundo. De todos los modelos de mujeres insatisfechas que detesto, el que más definitivamente me saca de quicio es el construido alrededor del prestigioso axioma «yo lo que necesito es tener una aventura». Es que no se puede ser más gilipollas. Porque otra cosa sería decir cómo me gustaría tener una aventura, eso sí, o cómo me apetece echarme un novio, naturalmente, y a mí también, pero esa forma de conjugar el verbo necesitar que consiste en comprarse ropa de dos tallas menos que la habitual, ir a la peluquería, pintarse como una puerta, y salir a la calle en plan loba, dispuesta a capturar con lazo al primer incauto que se presente para echar el polvo reglamentario, reglamentariamente alcohólico, y espeso, y trabajoso, a las cuatro y media de la mañana, y levantarse a las cinco menos cuarto de una cama ajena, y no encontrar un taxi, y desplomarse en la cama propia una hora y media antes de que suene el despertador, y justificar las ojeras después, en la oficina, proclamando que has visto a Dios y que te han dejado el cuerpo como un reloj, eso es que me pone de los nervios, es que da pena, en serio… Creo que no existe una manera más indigna de envejecer. Y la verdad es que el único precio del vecino del segundo era que trabajaba sólo por las tardes, en un hotel, y cuando mi instinto de supervivencia me
ordenaba abandonar al microchip y darme un paseo por la casa, o bajar un momento a comprar cervezas en la bodega de al lado, me lo encontraba a veces en el ascensor, o me saludaba desde su ventana, al otro lado del patio.
Era un chico alto, demasiado rubio para mi gusto, y con una cara peculiar, no tanto por sus rasgos considerados de uno en uno, ni por la relación que guardaban entre sí, sino por una cierta expresión de asombro permanente que mantenía sus ojos muy abiertos y separaba sus labios, dejando ver el filo de la hilera de dientes blanquísimos y sanísimos a la que obligaba su aspecto de joven atleta. No llegué a descubrir si se lo tenía muy creído, si conservaba su inocencia intacta o si era tonto de remate, pero como me aburría tanto por las mañanas y él siempre estaba a mano, le invité a desayunar un par de veces, y no solamente aceptó, sino que la última vez hasta se preguntó en voz alta por qué bajábamos a la calle con lo bien que podríamos estar en mi casa, o en la suya. El café de los bares está mucho más bueno, contesté yo, y además, aquí hay churros. Eso sí, admitió él, después de marcar una pausa muy larga en la infructuosa búsqueda de un argumento que oponer, y no volvió a decir nada, pero su torpe retórica ya había bastado para encender todas las luces de alarma.
Por muy vacía que estuviera la caja, en Mi Vida no podía haber sitio para pasatiempos de urgencia con un tipo como el vecino del segundo, y por eso no me lo pensé dos veces antes de colgarme del universal cuello de la Geografía, que había adoptado la forma de un milagroso contrato de obra para acudir en mi ayuda. Por primera vez en mi vida tenía por delante tres años de estabilidad, un sueldo fijo que cobrar a fin de mes, y hasta una secretaria a medias con Ana. Nunca había coordinado una colección de fascículos, pero había trabajado para muchos coordinadores y editores, Fran entre ellos, haciéndome cargo de cada una de las parcelas que ahora tendría que supervisar, con la única excepción de los dibujos y los mapas. Es el momento ideal para convertir una oferta laboral en un golpe de suerte, me dije a mí misma, y volví a sentirme la alumna más brillante de la clase, pero ya no solamente no me daba igual, sino que ni siquiera me bastaba con saberlo. Ahora iba a tener que enterarse todo el mundo.
Ése fue mi principal objetivo durante los seis meses que nos habíamos dado de plazo para preparar la edición, y hasta que fallaron las fotos de Suiza, nada ni nadie se había atrevido a fallar
—¡Dejad a Forito en paz! —el acento autoritario, incluso levemente amenazador, que había aflorado espontáneamente a mi garganta en los últimos meses, disolvió sin esfuerzo los residuos de esa risa a la que no me sumaba nunca—. El fotógrafo tiene que ser español, y si vive aquí, mejor. A estas alturas, no podemos correr riesgos.
—¿Ana? —preguntó Fran, para que nadie olvidara quién mandaba allí.
—Sí, estoy de acuerdo.
Sólo a partir de ese momento la reunión empezó a ser una auténtica cena, pero aunque disfruté del jamón, delicioso, y de unos estupendos pimientos rellenos de merluza, aunque pregunté, y contesté, y di mi opinión cuando me la pidieron, no llegué a involucrarme en ninguno de los temas de conversación, una secuencia clásica, previsible, que nació en las ofertas del mes de esa cadena de tiendas de decoración tan baratas que lo importan todo de Extremo Oriente y expiró en la curva del culo de Richard Gere, estancándose a ratos en los inevitables cotilleos editoriales, quién compra, quién vende, quién sube, quién cierra. Durante una hora y cuarto lo único que hice fue mirar a Fran, observarla, estudiarla, leer en el relajamiento de sus hombros, en la descuidada precisión que guiaba su mano derecha mientras apartaba el flequillo de su cara, en su elegante manera de fumar, de comer, de sonreír, la satisfacción de un cachorro destacado de esa élite que nunca ha dejado de tenerlo todo bajo control, y por una vez, no dudé de mi capacidad para llegar a donde me proponía, pero cuando el camarero tomó nota de los postres, ya no sabía si ser la chica más lista de la clase compensaba más que vivir esperando la ocasión de echar un polvo estupendo con el vecino del segundo. A cambio, sabía exactamente qué tipo de postre necesitaba pedir.
—Yo tomaré un helado de vainilla con nueces y chocolate caliente, por favor.
—¿Grande o pequeño?
—Grande.
—¿Con nata por encima?
—Mucha.
Ignacio hijo aporreaba la puerta del baño con los dos puños y más fuerza que su hermana, pero a él no se lo pensaba consentir, él ya estaba a punto de cumplir once años.
—¡Como vuelvas a tocar la puerta, te la cargas! —chillé.
—Es Marisa, mamá —él chilló más que yo, y reprimió una risita malévola antes de seguir—, queee cu–cu–cuándo piensas saalir…
Miré el reloj. El cuarto de hora escaso había expirado hacía casi diez minutos, y yo ni siquiera me había limpiado la cara.
—Dile que no me has encontrado —aullé a través de la puerta del baño, mientras me frotaba los ojos con un algodón húmedo—, que estoy bajando ya por las escaleras… Y no imites a mis amigos si quieres que los tuyos sigan viniendo a mi casa, ¿entendido?
Por supuesto, no me contestó, pero tampoco tenía tiempo para salir corriendo detrás de él, sobre todo después de decidir que iba a ir a cenar con la cara lavada.
Luego, más por supuesto todavía, decidí no tomar ninguna otra decisión. Tenía que ser aquella noche. Antes de salir, y aunque ya sabía que nunca llegaría a echarla en un buzón, cogí aquella carta y le puse uno de los sellos que llevo siempre en el monedero. Las había escrito peores, y sin embargo, aquélla me quemó en la punta de los dedos cuando la metí en el bolso.
Hace dos años volví a escuchar ruidos.
Era la primera vez que Fran nos invitaba a cenar en uno de sus restaurantes favoritos del centro, un lugar tan pequeño, elegante y escogido como había calculado de antemano, pero la verdad es que no teníamos nada que celebrar. Sobre todo yo. No llevaba más de seis meses trabajando para ella y sin embargo estaba segura de que iba a decirme que sería mejor dar el trabajo fuera, porque los ordenadores se habían puesto verracos y nos estaban creando más problemas de los previstos, por más que todo el mundo se esforzara por consolarme suponiendo en voz alta que eso debía de ser lo normal al principio. Me equivoqué, desde luego, porque resultó que lo único que pasaba era que faltaban fotos de no sé dónde y había que modificar la programación para ganar tiempo, pero el miedo no sólo es libre, también es tonto, y por eso, después de una breve tregua de un par de semanas, a mi casa le dio por resucitar. La culpa fue de Rosa, desde luego, por llegar siempre tan tarde, y luego yo, que parezco imbécil, y en vez de poner la televisión, o bajar al portal a esperarla, me quedé clavada en el salón, como al principio, con los oídos bien abiertos, hasta que se repitió una vez, y otra, y otra.
Mi casa respira. Ya sé que nadie me creería si lo contara, por eso nunca me he atrevido a hablar de esto con nadie, pero yo lo sé, porque la oigo, y aunque ni siquiera yo me lo creo, sé que la casa respira, porque toma aire primero, igual que una persona, y lo expulsa después, muy despacio. Entonces me recuerdo a mí misma que la casa es muy antigua. Todas las vigas son de madera, me digo, y los ladrillos macizos, pesados como piedras, y encima de los techos, que mis padres cubrieron con otros falsos, más bajos, antes de que yo naciera, deben de seguir estando los restos del entramado de cañas al que se fijó la escayola original, hace más o menos un siglo. La madera se hincha con el frío, o con el calor, ya no me acuerdo, y el cambio de estación la devuelve a su volumen original, eso es lo primero que me repito, y que las moles de adobe que están detrás del gotelé hasta en los tabiques medianeros pesan tanto que las paredes se hunden en el suelo día a día, se hunde el edificio entero, aunque sólo descienda una milésima de milímetro cada año. Todo esto me lo explicó mi primo Arturo, el arquitecto, y añadió que, además, sobre mi cabeza, el viejo cañizo está siempre crujiendo, resquebrajándose de puro seco, y se desploma lentamente para arrastrar en su ruina a las placas de escayola que se abomban sin cesar, de eso también me acuerdo, me dijo que las casas viejas nunca terminan de asentarse, pero cuando mamá vivía, la casa no respiraba, y ahora respira.
Ya había cumplido treinta y cinco años cuando empecé a vivir sola por primera vez en mi vida, pero no escuché ningún ruido la primera noche, ni a la mañana siguiente, y pasaron semanas, meses enteros, antes de que el silencio empezara a jugar conmigo, porque a veces pienso que no es otra cosa, demasiado silencio, y eso después de haberme pasado media vida echándolo de menos. Todavía prefiero no preguntarme si en realidad quería tanto a mi madre corno he declarado siempre en público, como sigo confesando incluso hoy, cada vez que sale el tema, pero la verdad es que ella pertenecía a esa clase de enfermos crónicos que sobreviven año tras año a la regular agonía de un dolor atroz, esos pacientes a quienes hasta e! médico de cabecera recetaría una muerte buena y rápida, y yo estaba deseando quedarme sola, aun al precio de tener que pasar de nuevo por las oficinas de la funeraria municipal.
A los diecinueve años me estrené como organizadora de entierros. Mi padre estaba destrozado por la muerte de su madre, y la mía demasiado ocupada en llevar toda la ropa al tinte. Soy hija única, y mi tía Piluca, única también por la rama paterna, no se ofreció a acompañarme, así que me fui sola, y encargué un ataúd de roble con herrajes de bronce dorado, más caro que barato, y tres coronas, una de claveles blancos, tu hijo no te olvida, otra de rosas rojas, tus hijas no te olvidan, y
otra multicolor, tu nieta no te olvida, con margaritas, lirios, clavellinas y mucha tuya verde, que para mi gusto era la más bonita de todas, aunque costaba menos que las otras dos y me acarreó una bronca en casa después del entierro, porque, por lo visto, la habían encontrado demasiado frívola. Parecía un ramo de novia de esos modernos, ibicencos, dijo mi madre incluso. Yo no tenía ni idea de que mamá tuviera un criterio propio sobre la moda ibicenca, pero de todas formas, cuando murió su propia madre y tuve que volver sola a la funeraria porque todos mis primos eran demasiado pequeños excepto Arturo, que estaba en Amsterdam, con una novia, y Milagritos, prima de ambos, que se había largado de casa seis meses antes, también ella con una novia al parecer, encargué, además del consabido ataúd de roble —mi padre dijo que no iba a consentir que su suegra tuviera un entierro más lujoso que el de su madre—, cuatro coronas rigurosamente iguales, tu marido, tus hijos, tus hijas, tus nietos y nietas no te olvidan, rosas rojas, rosas blancas, rosas rosas y rosas amarillas. Mi familia quedó tan satisfecha que cuando murió el padre de mi madre apenas se discutió quién se ocuparía de hacerlas gestiones, eufemismo de empleo tradicional entre nosotros para designar cualquier clase de asunto desagradable, una fórmula a la que no fue preciso recurrir tras la muerte de la tía Piluca, porque pedí directamente dinero para el taxi y nadie se molestó en darme instrucciones. Lo hice todo estupendamente. A mi padre no habría querido enterrarlo yo, en cambio, pero no me quedó otro remedio porque ya no tenía más familiares, y mi madre llevaba dos años enferma. El desenlace de esta terrorífica epidemia parecía inminente, pero tardé once años en volver a cruzar la M–30, y entonces, sin ningún complejo, ninguna angustia, ningún remordimiento, decidí ahorrarme veintidós mil pesetas en el ataúd —de pino, con dos asas de hierro solamente—. Sin embargo, en el último momento, no me atreví a elegir una corona ibicenca, y encargué las tradicionales rosas, aunque, eso sí, de colores variados.
Creo que, hasta que empecé a ir al colegio, con seis años cumplidos, no conocí a ningún otro niño o niña pequeña aparte de mis primos maternos, a los que veía como mucho tres veces al año, Navidad, Reyes, y el cumpleaños de los abuelos, que se llevaban sólo unos días y solían celebrarlo a la vez, para ahorrar. A mí no me parecía demasiado raro porque en mi familia siempre se ha ahorrado todo lo que se ha podido, ése era el único punto en el que estaban de acuerdo las tres amas de la casa. Cuando mi abuela Pilar decidía preparar la carne que había sobrado del cocido con una salsa de tomates y pimientos verdes fritos, la tía Piluca no dudaba de que era mejor aprovecharla para hacer un revuelto con media docena de huevos, y entonces mi madre opinaba que resultaría mucho más sabrosa si se rehogaba con aceite y un poco de cebolla picada. Ninguna de ellas cedía terreno en la primera media hora pero, por muchos chillidos que provocara el aspecto metodológico de la cuestión, lo que no se discutía jamás era que íbamos a comer sobras durante dos o, con un poco de suerte —como solía puntualizar alguna—, hasta tres días. Así pasó mi infancia.
En casa, todos los vestidos acababan siendo de segunda mano, porque cuando se le quedaban estrechos a la abuela, mi madre o mi tía los arreglaban para ellas mismas y los usaban hasta que la tela empezaba a brillar, los dobladillos tan rozados que el tejido, más que deshilacharse, se desvanecía en minúsculas partículas, como polvo de colores. Naturalmente, cuando mi madre empezó a engordar —por suerte, la tía Piluca nunca dejó de ser el palo de una escoba—, me tocó a mí heredar su ropa, severas blusas abotonadas hasta el cuello en tonos, discretamente claros — beige, crema, rosa pálido, nunca blanco, que es tan sucio— y faldas de un corte vago y tejidos muy recios, siempre oscuras —marrón, azul marino, gris marengo y negro, que digan lo que digan, es de lo más sufrido—, que yo me ponía sin rechistar, porque estaba convencida de que éramos muy pobres, y siempre le pedía unos vaqueros a los Reyes Magos.
Aprendí a utilizar los lapiceros hasta que, de puro mínimos, era imposible afilarlos sin que se escurrieran entre las yemas de los dedos, y más de un diminuto fragmento de goma se me deshizo contra el papel mientras intentaba borrar con él, y todo para evitar el pequeño drama que se desataba en el cuarto de estar cada vez que pedía dinero para bajar a la calle a comprarme una regla, o un cuaderno, o un bolígrafo Bic de esos corrientes, los más baratos.
—¡Hay que ver lo que gastas, hija mía! Ya podían tener un poco de consideración, las monjitas…
Mucho antes de descubrir que mi familia era partidaria de gastar dinero exclusivamente en los entierros, viví atormentada por la sospecha de que en mi educación se ahorraba tanto como en la compra. Recuerdo la angustia, como una bomba de vacío capaz de suprimir el aire de mis pulmones, que me bloqueaba a primera hora de una mañana de lunes, siempre el mismo, durante cada uno de los años que pasé en el colegio, cuando la tutora recontaba en público el contenido de las huchas del Domund que nos habían entregado el viernes anterior para que pidiéramos un donativo en casa. Entonces, misteriosamente, la delegada anotaba en la pizarra, junto a mi número de lista, una cantidad considerable, apenas inferior a la media de la clase, y yo me callaba, pero estaba segura de que había un error, tenía que haber un error, porque la mera visión de aquel cilindro de plástico amarillo, coronado por una tapa azul con un precinto de alambre y sello de plomo, era ya capaz de precipitar todo un escándalo en la exacta frontera del umbral de mi casa.
—¡Sí, hombre! —gritaba mi abuela—. ¡Para caridades estoy yo!
—¡Que nos den dinero ellas —mi tía Piluca ponía los brazos en jarras para acentuar su indignación—, ellas, que ésas sí que tienen perras…!
—¡Qué barbaridad! —apostillaba mi madre—. Pues lo siento por ti, hija mía, y por los negritos, pero no te pienso dar un duro…
Yo vaciaba mi hucha, cuatro miserables monedas, y le arrancaba como mucho diez pesetas a mi padre, que no era menos mezquino, pero odiaba discutir y jamás levantaba la voz, y el domingo no podía dormir, y el lunes me iba al colegio temblando, pero nunca pasaba nada. En primavera volvía a temblar, porque al anunciar la excursión de fin de curso, la tutora de turno se dirigía, con una soberbia que jamás he vuelto a percibir en otro ser humano, a dos o tres niñas que todas conocíamos, para hacer aquel aparte odioso que conseguía ruborizarme hasta en la piel del alma —y vosotras no os preocupéis por nada, que ya sabemos que vuestros padres no pueden, pobrecitos, y ya os pagaremos nosotras el autocar…— y nunca decían, tú también, Marisa, pero yo lo esperaba siempre, a ti también, pobre Marisa, e igual que no podía creerme que mi madre llenara la hucha del Domund de noche, a escondidas, no lograba creer que, después de dejarme en clase, se hubiera acercado a secretaría para pagar la excursión, pero nunca viajé de caridad. A cambio, entonces empecé a tartajear.
Cuando el notario terminó de leer el testamento, no supe si echarme a reír o ponerme a llorar. Ya sabía que iba a heredar la casa, por supuesto, aquel piso siempre había sido nuestro, o mejor dicho, de mi abuelo Anselmo, porque en mi familia se solía designar con una meticulosa precisión al propietario de cada bien de uso común, por minúsculo que fuera, pero no me podía imaginar que esos papeles en los que solía hacerme firmar mi padre tantos años antes, después de advertirme que no se me ocurriera hacer ninguna pregunta, me identificaran ahora como titular de media docena de depósitos a plazo fijo de los que no se había liberado ni una sola peseta desde hacía más de diez años, cuando su viuda dejó de tener fuerzas para bajar a la calle. Tampoco sabía que la tía Piluca tuviera un piso en Fuenlabrada. Cuando empecé a trabajar, ya estaba más que avisada de que mi madre aspiraba a que me hiciera cargo de la mitad de los gastos de la casa, y para eso abrimos una cuenta conjunta, pero ella me dijo que las treinta y tantas mil pesetas sin identificar que llegaban puntualmente al banco cada primero de mes eran el importe de una pensión de invalidez de su padre a la que seguía teniendo derecho, y no dudé de su palabra porque no tenía motivo alguno para dudar.
Hasta aquel momento me había sentido incluso ligeramente orgullosa de contribuir al mantenimiento de la casa, de ocuparme de mi madre, pagar una asistenta que estuviera pendiente de ella por las mañanas, y otros cuidados que, siempre según su particular versión de las cosas, no habría podido costearse si estuviera sola. A partir de aquel momento, me siento como una imbécil, y ninguna de las medidas que tomé en los meses siguientes a su muerte, todas descaradamente a mi favor, ha conseguido desterrar esa sensación, la cara de gilipollas que tengo desde aquel día. Y sin embargo, yo la quería. Y no escuchaba ruidos mientras vivía con ella.
Tal vez las paredes preferían el color ocre, se habían acostumbrado a esa discreta opacidad, tan
apropiada para esconder las manchas que echan tan pronto a perder la luminosa delicadeza del blanco. Quizás los huecos se quejan, reclaman un marrón sucio, sienten nostalgia de los viejos marcos podridos de esas puertas y ventanas que cambié por otros nuevos, de madera nueva, recién pintada y barnizada, blanca. Puede ser que los techos rechacen mis lámparas, los globos sencillos, casi clásicos, de cristal mate, que iluminan el pasillo en los mismos puntos de los que antes colgaban esos farolitos de hierro oxidado con cristales amarillentos, esmerilados, tristísimos, que mis padres recibieron como regalo de boda de un canónigo de Toledo cuyo parentesco exacto con ellos ya no soy capaz de establecer. Tiré la mesa camilla, con su antipática falda de terciopelo verde, desmochado, y los cuadritos de la Virgen con el Niño, enmarcados con un simple listoncillo de madera, que colgaban sobre el cabecero de todas las camas. Intenté regalarle los muebles de la cocina a la portera, pero no los quiso, y al final tuve que pagarle dos mil pesetas a un trapero para que se los llevara. No me importó. Respiré por primera vez en mucho tiempo al verme libre de la odiosa formica de aquel odioso color gris clarito, oscurecida por la rancia pátina de cuarenta años de grasa que no había sido capaz de eliminar con ninguno de los productos de limpieza que se venden en el mercado, y los cambié por otros nuevos, repletos de recursos sorprendentes y modernísimos, un verdulero de esquina que avanza automáticamente hacia el exterior al abrir la puerta, un módulo en el que está empotrado el cubo de la basura, un botellero vertical en una esquina que parecía muerta, una campana extractora ultrafina que se pone en marcha con sólo tirar del extremo, activando al mismo tiempo una luz focalizada sobre la placa vitrocerámica… Dediqué semanas enteras a jugar a las cocinitas, y todavía no consigo reprimir del todo una punzada de gozo al penetrar en mi propia versión de la luz y del progreso, azulejos blancos, muebles blancos, suelo de damas, negro y blanco, como las paredes del baño, como la bañera y el lavabo nuevos, todo blanco, para que se ensucie, como se ensucian las calles, como se ensucian los niños, y mi cuerpo, todo lo que está vivo. Pero tal vez mi casa es demasiado vieja, y añora sus viejos ropajes de funeral antiguo, y por eso me asusta.
La principal extravagancia decorativa que me concedí cuando todos los obreros se habían marchado ya es del mismo color que las demás, y sin embargo, tiene un origen muy distinto. No conocía a los habitantes de aquella casa, un piso de estudiantes caótico, superpoblado y recubierto por una uniforme costra de mugre reciente, donde aquel sofisticado y singular objeto representaba un misterio completo o la clave de otro, más profundo, que no pude descifrar. Por eso no lo olvidé jamás, aunque nunca tampoco volví a pisar aquella casa. Era un ventilador ajado y ruidoso, extraño, abrumadoramente pasado de moda en aquel momento, hace casi veinte años ya. Sus palas de madera oscura y metal dorado chirriaban rítmicamente para esparcir sobre el techo un manojo de sombras agudas, alargadas, que cortaban la luz en tiras, el globo blanco fijado a su eje encendido e inmóvil, como indiferente al movimiento. Debajo de su panza de cristal había una cama deshecha, y en esa cama estábamos un chico que se llamaba Pepe, del que sabía poco más que del desconocido que le había prestado las llaves de aquella casa, y yo, muy jóvenes, como él seguirá siendo para siempre en mi memoria, porque no volví a verle jamás después de aquel verano, y como a mí me parece ya increíble haber sido alguna vez. No fue un gran trofeo, pero tampoco he logrado colgar tantos en las paredes de mi vida, y el ventilador era delicioso, tan absurdo, así que compré uno, con una lámpara debajo, igual que aquél, y lo colgué del techo, encima de mi cama, y me tumbé a mirarlo, una noche, y otra, y otra, era tan romántico, no me costaba trabajo imaginarme a su amparo, rodando entre las sábanas con un amante imprevisto, duro y tierno al mismo tiempo, desconocido aún, yo sudaría mucho, como en las películas, y él sudaría también, la humedad condensándose en diminutas gotas que trazarían un mapa de emoción y de placer a lo largo de su espalda, marcas poderosas que no se secarían nunca mientras las aspas de madera blanca giraran lentamente sobre nuestros cuerpos felices y culpables, la piel saciada, y esa gloriosa incertidumbre de no conocer, de no hallarse, de haberse perdido de repente entre las familiares esquinas del paisaje de todos los días.
Me cansé pronto del verdulero, y de la campana extractora ultrafina con foco incorporado, pero no conseguí aborrecer el ventilador, y me mecí en sus alas, noche tras noche, durante semanas, meses, demasiado tiempo para mirarlo desde una cama vacía. Ahí empezó la cuesta abajo, y a mi casa le dio por respirar. Cuando dejé de distinguir el final de la pendiente —¿y quién me va a enterrar a mí?—, el vértigo atenazó mis brazos, y paralizó mis piernas, y se cerró sobre mis pulmones como los dedos de aquella vieja angustia que no me consentía respirar, y me dije que había llegado el momento de tomar una decisión importante.
Al día siguiente, apunté la dirección de tres o cuatro agencias de viajes, las más grandes y conocidas del centro, para pedir información a la salida del trabajo, pero a media mañana, mi jefe —o, mejor dicho, mi inmediato superior en aquella gigantesca pirámide de equipos, departamentos, subdirecciones y empresas, como el más torpe de los ministerios— me convocó a una reunión de urgencia para explicarme la complicadísima maqueta de una colección nueva de los de Grandes Obras, la Historia General del Arte en unos tomitos rojos de 128 páginas, muy monos, destinados a la venta en quioscos, y no sé muy bien por qué, el mínimo segmento de mi vida que tenía la oportunidad de cambiar, cambió en una dirección muy distinta de la que yo había previsto.
Ramón siempre me había parecido, sobre todo, un genio, pero de los de verdad, de los auténticos. Cuando le conocí, yo era una simple teclista del departamento de Fotocomposición, y él venía del Área de Informática, donde se dedicaba básicamente a hacer chapuzas —diseñar modelos de facturas y papel de correspondencia, programar para Contabilidad, ajustar diversas bases de datos a las necesidades de cada cargo intermedio—, un trabajo tan sórdido y deprimente que no se lo pensó dos veces cuando le sugirieron que montara un departamento de Autoedición dentro de la casa. Yo tampoco dudé al enterarme de que andaba seleccionando personal. Al terminar la prueba, sólo me hizo dos preguntas.
—¿Te dan miedo los ordenadores?
—No —contesté—. A–al contrario, me gustan.
—Ya, pero supongo que nunca has jugado en una máquina de videojuegos de un bar.
—¡Cla–aro que sí! —protesté con vehemencia, una fracción de segundo antes de sospechar que estaba metiendo la pata—. Bueno, a veces… A–al Tetris y al Comecocos, sobre todo,
Entonces me contrató, y desde el primer momento me di cuenta de que lo tenía todo en contra, y precisamente por eso —y porque era muy moreno, muy miope, muy rechoncho, muy torpe con las manos y absolutamente encantador, y sobre todo eso, un genio— decidí viajar en la cubierta de su mismo barco, exponiéndome de cuerpo entero a los tomates y a los huevos podridos. Toda la casa esperaba que Ramón fracasara. Mis antiguos jefes de Fotocomposición —que no querían depender de nadie—, los responsables de producción —que se llevaban comisión de las fotomecánicas y las imprentas—, los editores de libro de texto —que no tenían ni idea de las nuevas tecnologías ni ganas de tenerla—, los maquetistas y diseñadores —que no estaban dispuestos a reciclarse—, los editores gráficos —que se negaban a manipular las ilustraciones desde un teclado—, y hasta los de Administración —porque para montar la primera pecera nos habíamos comido la mitad de su espacio—, es decir, aproximadamente todos los trabajadores del grupo, dedicaban la mayor parte de sus horas muertas a conspirar junto a las máquinas de café, haciendo quinielas sobre la fecha aproximada de nuestra ruina, calculándola, invocándola, paladeándola por adelantado.
Pero cuando los dos ya habíamos pasado por encima de toda clase de averías extravagantes, y habíamos comprobado la inutilidad esencial de todos los diccionarios informáticos del mercado, y habíamos aprendido que las fuentes que hacían falta nunca se comercializaban en España y había que pedirlas con dos meses de antelación al Valle de Adobe —California, USA—, y habíamos invertido fines de semana enteros en descifrar manuales ininteligibles para traducirlos de verdad al español, y nos habíamos roto la cabeza varias veces para inventarnos boliches, flechas diagonales, manitas con el dedo estirado, estrellas de siete puntas —no valían las de cinco, mira por dónde, ni valían las de seis, ni valían las de ocho— y cualquier otro tipo de putada gráfica que nos hubieran
encargado desde cualquier departamento esa pandilla de cabrones que así se consolaban de no haber podido desnucarnos a pedradas, en resumen, cuando tuvimos claro que íbamos a triunfar, Ramón consiguió que me subieran de categoría, y en el primer momento de paz, empezó a hablarme en un tono en el que nadie se había dirigido a mí jamás.
—Tú sabes de sobra que esto es el futuro. Marisa, nosotros no hemos hecho más que empezar.
Solía arrancar así, hablando lentamente con un acento neutro, informativo, casi profesoral, como una bandera blanca entre las manos de un soldado desarmado.
—Dentro de poco, quizás hasta antes del 2000, en diez años, a lo mejor sólo en cinco, todas las editoriales de este grupo, y las de fuera, y hasta las independientes, habrán montado su propia Autoedición. Es más barato, es más rápido, es más directo, es mejor, lo mires por donde lo mires, y en informática los precios no hacen más que bajar, es de cajón, no te estoy contando nada nuevo…
Entonces empezaba a calentarse, y me miraba a los ojos como si pretendiera disolver mis pupilas con las suyas, y yo todavía le escuchaba con atención, aunque el desaliento se abría paso en mi interior a toda prisa.
—Yo no voy a dar abasto aquí, en cuanto me den Texto y Grandes Obras, y te advierto que ya se nos están viniendo encima, estaré prácticamente colapsado, no voy a poder con más cosas, y antes o después, por más que les joda, tendrán que contratar a gente nueva, para montar departamentos nuevos. Y no todos están jodidos, no creas. Fran Antúnez, la de Obras de Consulta, está a punto de caramelo, y lo comprendo, porque para hacer diccionarios esto es el Paraíso. Ése es el tema, Marisa.
Normalmente, esta última frase me advertía que el ataque había comenzado, y yo me defendía moviéndome hacia atrás, para que él compensara la distancia con naturalidad, avanzando hacia mí, muy despacio.
—Yo no voy a tener nunca una ayudante mejor que tú, pero prefiero mil veces trabajar a tu lado que verme compartiendo redes, fuentes, máquinas y sistemas con cualquier gilipollas engeminado que venga de hacer un máster de mierda en la otra punta del mundo y que no sepa un carajo, porque no saben un carajo, tía, por lo menos de momento, tú los conoces, y esto no es una carrera universitaria, esto es un misterio, y digan lo que digan los manuales, cuando un ordenador se cuelga, lo que hay que hacer es apagarlo, irse a tomar un café y encenderlo otra vez, y entonces el hijoputa anda…
Me daba miedo oírle, porque sabía que tenía razón, toda la razón, y no podía desconfiar de él, porque al pensar en mi bien, salvaguardaba a la vez sus propias intereses, y era sincero. Ramón me veía como a una proyección de sí mismo, el recadero superdotado que vuelve el mundo del revés como se vuelve un guante, para triunfar y machacar desde arriba a quienes siempre creyeron tenerlo debajo. El sí, pero yo no podría, yo estaba segura de que no podría, yo no iría a ninguna parte sin su protección, sin sus instrucciones, sin su aplomo. Por mucho que insistiera, mi éxito jamás prolongaría el suyo, porque yo, sencillamente, nunca llegaría a tener éxito.
—Tú sabes muchísimo de cosas que sabe muy poca gente, y estás desperdiciada, porque dominas la práctica pero no conoces bien la teoría, y lo que tendrías que hacer sería ponerte a estudiar, pero ya, QuarkXPress, Ventura Publisher, Photoshop, McLink… ¡No me pongas esa cara, por favor! Tampoco son tantos, y estás harta de usarlos.
Al llegar aquí, yo ya cabeceaba como una histérica, desmenuzando el último residuo de mi serenidad, como un hilo que presiente que se va a romper, como una pila que intuye que se va a quemar, como mi propia lengua condenada, al adivinar que va a enredarse entre mis dientes.
—N–n–no, no, no, Ra–amón, de verdad —acertaba a decir después de un rato—. Yo no valgo pa–ara estudiar.
—¡ Ah!, ¿no?—insistía él, una expresión casi feroz en las puntas de su boca—. Pues yo creo que sí, tía, porque tienes mucha memoria, y eres muy lista.
—Yo n–no–no soy lista —cómo podría serlo hablando así, me preguntaba a mí misma siempre que me defendía de aquella entusiasta acusación—. Y no fui a la–a universidad…
—¿Y qué? Ya me contarás de lo que me ha servido a mí acabar Económicas para acabar metido
en la autoedición.
—Pero tú… Es distinto. Yo soy muy ma–ayor.
—Precisamente por eso. Llevas diez arios trabajando con ordenadores. Las máquinas te conocen, te quieren, te obedecen.
—Graa–acias, Ramón, pero no.
—¡Pero sí, tía, que sí! Hazme caso y piensa un poco. Ganarías mucho más, estarías mucho mejor, harías un trabajo más interesante, y te podrías ir de aquí a donde quisieras, porque dentro de un par de años vamos a estar tan cotizados como los cantantes de ópera, ya puedes estar segura, ser el primero tiene sus ventajas, ¿que no…? ¡Tiene que tenerlas, coño!
Cuando aprobé la reválida de sexto, en mi casa ya habían decidido por mí que no haría ninguna carrera universitaria. No me importó. Carecía de una vocación definida y siempre había aprobado por los pelos, así que me matriculé en una academia para sacarme un título de secretariado a secas, porque me daba vergüenza tartamudear en inglés, o en francés, con el español ya tenía bastante. Encontré trabajo en esta editorial a los veinte años, pero comprendí enseguida que nunca llegaría a secretaria de dirección, por lo del tartajeo y los idiomas, y porque soy bajita, y en fin, no muy guapa, la verdad. Por eso terminé de teclista, y hasta que empecé a trabajar con Ramón, el trabajo me gustaba. Tengo dedos rápidos y mucha memoria, eso es verdad, jamás cometo faltas de ortografía porque me he pasado la mayor parte de mi vida leyendo, y desde que vi el primero, comprendí que los ordenadores me iban a gustar.
Seguramente, cuando los inventaron, nadie pensó en la gente como yo, pero parecen hechos a nuestra medida, como los deportivos rojos para James Bond o los tejidos de licra para las tías buenas. Los que hemos nacido sin dientes para comernos el mundo, sólo podemos aspirar a dar algún mordisco desde detrás de una pantalla que no tiene ojos, que no tiene oídos, pero le pone rostro a un esclavo tan fiel como el genio de Aladino, y a él no le impresionan los currículos, no entiende más que su propio idioma, no valora la buena presencia. Es tan tonto o tan listo como su amo, y como él, útil o inútil, y aun más. Un ordenador es el poder al alcance de un tímido, de un cojo, de un gordo o de una tartamuda. Nadie que haya tenido más suerte puede figurarse el estremecimiento de placer genuino, como una bofetada de felicidad, como un orgasmo sin sexo, como un sabor delicioso explotando muy despacio contra el arco del paladar, que nos sacudía a Ramón y a mí, cuando cualquier pedazo de ejecutivo altísimo, guapísimo, bronceadísimo y repeinado, entraba humildemente en la pecera a pedirnos un favor. Porque ya no podían vivir sin nosotros, eso era verdad, y sin embargo, y aunque el único lujo auténtico que me consentí a mí misma cuando heredé —la reforma de mi casa era una auténtica necesidad— fue comprarme el mejor Macintosh, con la mejor pantalla en color, la mejor impresora y un buen paquete de periféricos, siempre que Ramón volvía sobre el tema, le decía lo mismo, no, yo no, no puedo, lo siento.
Aquel día, él no me dijo nada. Debía de haberme dejado ya por imposible, pero mientras salía de su despacho con aquel proyecto de Historia General del Arte en tomitos de 128 páginas, tan monos, me acordé de que había tomado una decisión importante, y el proyecto de recorrer tres o cuatro agencias de viajes, las más grandes y conocidas del centro, apenas saliera del trabajo, me pareció más bien, de repente, una enorme tontería.
—Oye —me volví cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, y presentí que iba a hablar de corrido, y me dije que ésa era la mejor señal—. ¿puedes pasarme tú un manual de QuarkXPress?
—Claro —me dijo, pero con los ojos clavados en la pantalla, sin prestar más atención a mi pregunta que a su respuesta—. ¿Para qué lo quieres?
—Creo que me lo voy a empollar.
Giró en un segundo sobre las ruedas de la silla, y me miró, sonriendo. A mí me dio un ataque de risa floja.
Cuatro años después de aquella escena, cuando aún faltaban cinco para llegar al 2000, Fran nos invitó a cenar para celebrar que el último fascículo del Atlas cuya edición informática había
concebido, diseñado y realizado yo sola, estaba ya definitivamente cerrado. Entonces tuve que despejar la montaña de folletos de agencias de viajes que tapizaban la mesita del salón para encontrar el teléfono y llamar a Rosa, que tendría que haber llegado casi media hora antes, y me acordé de aquella otra cena, la primera de todas, cuando ella se retrasó tanto como siempre y yo volví a escuchar ruidos.
Mi casa respira. Toma aire primero, como una persona, y lo expulsa después, muy despacio, pero desde hace unos meses ya no le hago ni caso, porque estoy a punto de hacer una enorme tontería, me la merezco, y no tengo atención para otra cosa. Me he llegado a acostumbrar a sus jadeos, pero a lo que nunca me acostumbraré es a llegar tarde a una cita y saludar como si no pasara nada, echándole la culpa a la canguro. Supongo que toda la gente que lleva mucho tiempo viviendo sola acaba desarrollando sus propias neurosis, y la puntualidad es una de las mías, no puedo evitarlo. Estaba decidida a protestar apenas tuviera a Rosa delante, pero cuando me senté a su lado, el coche en marcha, me di cuenta de que tenía los ojos raros.
—¿Ha pasado algo? —pregunté, en un tono quizás abrumador, por lo fúnebre.
—No —Rosa me sonrió, y durante una fracción de segundo tuve la impresión de que se estaba obligando a hacerlo, pero sus labios se ensancharon enseguida, hasta conquistar los límites de una sonrisa normal, su sonrisa de siempre—. ¿Por qué?
—No sé.. —dudé—. Me ha parecido que tenías los ojos llorosos.
—¡Ah, eso…! —en aquel instante un taxista giró a la izquierda sin previo aviso y casi nos lo comemos—. ¿Has visto? ¡Cabrón! Desde luego… Ignacio todavía no había vuelto a casa, y la canguro ha llegado tardísimo. Me he tenido que arreglar tan deprisa que he acabado metiéndome el cepillo del rímel en el ojo derecho, y luego, para arreglarlo, me he pasado con el desmaquillador y me he metido el algodón dentro, total… ¿Estoy muy mal?
—No, pero los tienes un poco irritados —disuelto el misterio, mi indignación rellenó sin esfuerzo el hueco de mi curiosidad—. De todas maneras, eso te pasa por ir siempre con el tiempo pegado al culo, y luego para nada, porque vamos a cenar mañana, fíjate qué hora es…
—No creas. Seguramente, Ana habrá llegado ya, pero hoy es jueves.
—¿Y…? —entonces me di cuenta de lo que quería decir—. Que no, que Fran ya ha dejado de ir al gimnasio.
—¿Sí? ¿Estás segura…? No me había enterado.
—Para variar.
—De todas formas, ya verás como llega tarde. Te apuesto lo que quieras…
Y sin embargo, cuando llegamos al restaurante, Ana no había aparecido todavía. Fran nos esperaba a solas, y también la encontré rara, porque iba sin arreglar, «nos vaqueros desteñidos y un jersey azul celeste tan grande que a la fuerza tenía que ser de su marido, pero sobre todo, porque no conseguí averiguar en toda la noche si estaba preocupada por algo, o al revés, muy contenta precisamente por eso.
Era más joven de lo que esperaba y, además, una mujer, pero no tuve valor para salir corriendo.
—¿Por qué escogió usted un nombre masculino?
Así empezó todo. Era jueves, y había convocado al resto del equipo a cenar a las 10 porque había que solucionar algún problema, unas fotos de no sé dónde, ya no me acuerdo, poca cosa, todavía no había salido a la calle el primer fascículo y todo marchaba muy bien, pero no me apetecía volver derecha a casa desde aquel despacho tan frío, tan técnico, tan parecido a mi propio despacho de la editorial.
—Mire —le advertí, en un tono lo suficientemente seco corno para sugerir que no debía esperar de mí, todavía, respuesta alguna—, antes de empezar, me gustaría dejar claras un par de cosas. En primer lugar, preferiría que no me hiciera preguntas. Yo vengo aquí todas las semanas, le cuento mi vida, y usted me escucha. Si considera que es fundamental que lleguemos a un punto determinado, puede sugerírmelo al principio y yo la complaceré, no tengo ninguna intención de tirar el dinero. En segundo lugar, le rogaría que no tomara notas mientras, yo esté aquí. Lo siento mucho, pero cuando la he visto ahí sentada, con esa carpeta y ese bolígrafo, me he sentido igual que si fuera un mono del zoológico. Si no confía en su memoria, puede anotar lo que quiera cuando yo me vaya. Supongo que, teniendo en cuenta su profesión, podrá retener una cantidad considerable de datos durante una hora, las sesiones tampoco son tan largas.
Cerró la carpeta, la colocó encima de la mesa y puso el bolígrafo encima. No parecía enfadada conmigo, ni siquiera desconcertada por mi actitud, y decidí afilar los agudos de mi acento más áspero para prolongar un discurso imprescindible, porque estaba a punto de desmoronarme por dentro, me vendría abajo sin remedio en el instante en que dejara de hablar.
—En tercer lugar, prefiero advertirle de antemano que todo esto, incluida yo misma en el papel que acabo de estrenar, me parece una especie de farsa anticuada e inútil, así que no puedo garantizarle que cuente conmigo entre sus pacientes durante mucho tiempo. Si he venido aquí es porque me encuentro mal sin saber por qué. No es la primera vez que me pasa, pero nunca me había dado tan fuerte. Por principio, me obligo a mí misma a contar con todos los métodos posibles para resolver un problema, y para mí, usted, de momento, no es más que eso, un método posible. Espero no parecerle intolerablemente soberbia o desagradable, pero prefiero ser sincera. No he querido contarle a nadie que me voy a psicoanalizar, nadie lo sabe, ni en casa ni en el trabajo. Para el resto del mundo, yo estoy ahora mismo haciendo gimnasia. Es una buena excusa, porque la gimnasia es uno de los métodos posibles que he utilizado más frecuentemente hasta ahora.
Otro día le contaré la verdad, me iba diciendo mientras mentía a medias, rebozando cada palabra en la calculada distancia de un lenguaje mecánicamente prestigioso, o mejor dicho, lo que sospecho de la verdad, esa esfera gigantesca, perfecta como todas las cosas redondas, que ha explotado de repente en el parto de millones de verdades pequeñas y astilladas, células toscas e inermes de una realidad que se ha roto con ellas, sin dejarme instrucciones para su reconstrucción. Otro día recontaré sus pedazos, me prometí a mí misma sin mover los labios, pero eso será cuando se hayan agotado las preguntas fáciles de contestar, luego, la próxima vez, una tarde cualquiera.
—Bueno, creo que ahora me toca hablar a mí —cuando ya no lo esperaba, aquella desconocida me encaró de frente, con una voz lo suficientemente serena como para no alarmarme, pero sin esforzarse por enmascarar una cierta dosis de dureza que me advirtió que, en contra de lo que había supuesto hasta un instante antes de escucharla, yo no tenía el control—. Si acabara de terminar un libro y estuviera pensando en enviarlo a su editorial, no me quedaría más remedio que aguantarle este tono, pero le aseguro que, de momento, ése no es el caso. Supongo que usted ha venido hasta aquí porque tiene algún problema que supone que yo puedo ayudarle a solucionar. Si no es así, las
dos estamos perdiendo el tiempo, y lo mejor será que se marche ahora y no vuelva más.
Ya no recuerdo cuándo descubrí que la única fórmula capaz de garantizarme la capacidad de hacer bien las cosas consistía en controlar cualquier situación antes de que el resto de los personajes que intervinieran en ella hubieran sentido siquiera la necesidad de disputármelo. Desde entonces, y debo de estar hablando de una época en la que mi estatura rebasaba a duras penas el metro y medio, mi relación con el resto del mundo, personas, acontecimientos, estados de ánimo, e incluso objetos, se ha definido por la necesidad de tener el control en todo momento, sin relajar la vigilancia jamás. Martín es la única excepción a esta regla, el único ser vivo al que he llegado a reconocerle autoridad sobre mí misma. Fuera de él, no sé, y nunca he sabido, desenvolverme en situaciones controladas por otros. Odio tener que hacerlo.
Miré fijamente a la desconocida, que aguantó mi mirada sin pestañear, mientras ensayaba por dentro la respuesta que ella estaba esperando. Tengo treinta y siete años y acabo de comprender que seguramente he vivido ya más de la mitad de mi vida. No se lo va a creer, pero no me había dado cuenta hasta ahora. Hace tres meses, mi mejor amiga se murió de un cáncer de útero. El mundo ha cambiado también en otras direcciones, no crea. He pasado veinte años —y no es una frase hecha, han sido veinte años de verdad, uno detrás de otro, aunque hasta a mí me parezca mentira— cultivando la utopía de un mundo mejor, más justo y más feliz para todos, con los mismos gestos cursis y relamidos que empleaban para trabajar en su jardín las ratitas presumidas de los cuentos que no me contaron de pequeña. Y de repente, todos mis rosales se han desvanecido, no sé si lo entiende, pero el caso es que han desaparecido, se han esfumado, se han deshecho en el aire, como se deshacen todas las cosas que no han llegado a existir nunca, como las utopías, sin ir más lejos. Mientras tanto, he prosperado. Gano muchísimo dinero, vivo muy bien, no tanto como vivían mis padres, desde luego, aunque para ellos —o quizás sea más exacto hablar sólo de él, porque mi madre ha vivido siempre a remolque, enganchada a su marido igual que una caravana a un coche— este detalle nunca tuvo importancia. Él era un perdedor, hijo de perdedores, digno y entero en la derrota. A mí ni siquiera me ha derrotado nadie y, desde luego, nadie me va a derrotar ya, eso está claro. No he tenido hijos porque mis elevadísimos ideales colmaban con creces el horizonte de mi transcendencia, y ahora que ni siquiera tengo horizonte, me arrepiento, pero todavía no me he atrevido a rendirme porque, por último, aunque no sea lo menos importante, mi marido se dedica últimamente a follar con otras mujeres. Supongo que él también se ha dado cuenta de que ha vivido ya más de la mitad de su vida, que él también ha tenido que enterrar la memoria de los rosales inexistentes y todo eso, pero siempre ha sido más pragmático que yo, y más listo. Por supuesto, él no me ha contado nada. Los dos estamos muy bien educados, somos de muy buena familia, ya se lo puede imaginar, pero yo lo sé, y sé que existe la posibilidad de que me abandone, aunque no quiera pararme a pensarlo siquiera, y también sé que debería hablar con él de todo esto, pero no puedo. He olvidado la manera de hablar con Martín. Antes lo hacíamos, pero ahora no soy capaz de recordar cómo empezábamos. Así que siempre he tenido el control de mi vida, y el control de mi trabajo, y el control de mis amistades, y de mis relaciones con mi familia, y de mi ideología, y de mi futuro, pero ahora, aunque mida casi treinta centímetros más que al principio, no me sirve de nada, porque no sé hacia dónde tirar, qué hacer con el resto de los años que me quedan, que son seguramente menos que los que ya he vivido, no lo olvide. Y Martín, que es el único que ha logrado controlarme a mí, no parece demasiado interesado en seguir haciéndolo. Esto es lo que hay. ¿Qué me dice?
Me fumé un cigarrillo hasta el filtro, y luego otro, y luego rebusqué en el bolso hasta dar con una caja de caramelos balsámicos, sin azúcar, y me metí uno en la boca, y lo reduje prácticamente a la mitad, empujándolo con la lengua contra el paladar, mientras me preguntaba qué iba a hacer después. La solución más sensata habría sido hacer caso a aquella mujer, levantarme y largarme de allí para siempre. La segunda opción de la sensatez habría consistido en pronunciar en voz alta el discurso que acababa de fabricar para mis adentros entre el sabor del tabaco y el del eucalipto. Sin embargo, elegí la posibilidad más insensata, porque odio no tener el control sobre una situación, no sé muy bien cómo actuar cuando eso ocurre, y por eso terminé respondiendo a su primera pregunta
como si no hubiera pasado nada después.
—Me llamo Francisca. Francisca María Antonia Antúnez, si quiere saberlo todo. No son nombres muy bonitos, desde luego, pero tampoco es una tragedia llamarse así, sobre todo porque cada uno de ellos significa algo. La abuela de mi padre se llamaba Francisca Merello de Antúnez, ¿le suena? —negó con la cabeza—, claro, seguramente usted no habrá estudiado nunca solfeo — repitió el mismo gesto para darme la razón—. Sin embargo, fue una mujer muy importante, una pedagoga musical de primera fila, profesora del Instituto–Escuela de Madrid, un colegio muy ligado al espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Tuvo cuatro hijos, todos varones, pero dejó muy claro que si hubiera tenido una niña se habría llamado Elisa, como la musa de Beethoven. Yo debería haberme llamado así, porque soy la primera hembra de tres generaciones de Antúnez, pero mi padre me puso Francisca en su honor. Lo de María fue idea de mi madre, una tontería, ella intentó siempre imponer ese nombre sobre los demás y nunca lo consiguió. Mi abuela, alumna primero, y después nuera de Francisca, se llamaba Antonia Valdecasas. Había nacido en Granada, vino a Madrid a estudiar. Era pintora, hija de un amigo de Ángel Ganivet, hermana de un diputado comunista. Tenía mucho talento y muy mala suerte. En la primavera de 1936, fue a visitar a sus padres y cayó enferma. Tifus. Cuando los nacionales fueron a buscar a su hermano, sólo la encontraron a ella, en la cama, con fiebre. No les importó mucho. La sacaron de allí, la montaron en un camión, y la fusilaron contra la tapia del cementerio. Tenía 34 años. Su marido pasó la guerra en Madrid, y al final, salió por Francia. Murió allí mismo, algunos meses después, en uno de esos espantosos campos de concentración donde los franceses encerraban a los refugiados republicanos españoles, como si todavía no hubieran tenido bastante. Nadie supo nunca cuál fue la causa exacta de su muerte. Mi padre tenía 17 años cuando lo vio por última vez, e intentó convencerle de que lo llevara consigo, pero él no se lo consintió, y lo dejó en Madrid con sus padres, mis bisabuelos Antúnez, todo lo progresistas que se quiera, pero tan cautos y discretos siempre que apenas perdieron algo más que la guerra. La familia de mi abuela Antonia, en cambio, lo tuvo muy mal, porque todo el mundo les conocía en aquella ciudad tan cruel, que de repente se había vuelto tan pequeña…
Cuando tenía catorce años, creí reconocer a mi ilustre bisabuela en una ilustración de un libro de texto, y me emocioné tanto que me temblaron las manos al pasar la página, pero resultó que aquella explosiva combinación de expresión adusta, casi masculina, y carnes incalculables, inequívocamente femeninas, que hundía la barbilla en su propia papada para levantar los ojos hacia el objetivo con una altivez casi teatral, era doña Emilia Pardo Bazán. Por lo demás, el mismo moño de pelo blanco, los mismos vestidos rígidos y entallados hasta la cintura, seda negra, brillante, lentes muy parecidos colgando de una cadena sobre la falda, y un libro entreabierto en las manos, aunque después de fijarme un poco tuve que admitir, no sin una punta de desaliento, que Francisca era bastante más fea de cara.
Sin haber sido tampoco exactamente una belleza, Antonia, en cambio, parece casi una actriz de cine mudo en las pocas fotos que he visto de ella. Morena, menuda, delicada, mira a la cámara con los ojos muy abiertos, improvisando un instante de desconcierto, siempre idéntico. Se atrevía a llevar el pelo suelto, una melena oscura, rizada, sujeta a la altura de las sienes con un arsenal de horquillas y peinas de colores, como las gitanas, y abusaba metódicamente de la bisutería. Las sortijas se agolpan en sus dedos de dos en dos, hasta tres a veces, en las fotos que captaron sus manos, y la piel de su escote, siempre descubierto, apenas asoma entre una maraña de collares de cuentas, con dijes y colgantes extraños, sudamericanos quizás, quizás africanos. Le gustaba que sus pezones se transparentaran por debajo de la blusa, y colgarse dos aros enormes de las orejas. Tal vez por eso, al contemplarla por primera vez, cualquier visitante culto —en casa de mi padre, los incultos nunca han pasado de la cocina— se sigue colgando invariablemente de la trabajada imagen de esa mujer enigmática que se casó con mi abuelo antes de cumplir veinte años, y sin dejar de mirarla, absorto en su poder todavía, murmura antes o después que era una típica intelectual de los años treinta. Me temo que yo también puedo ser interpretada como una típica mujer de mi tiempo
pero algunos arquetipos, como algunos colores, favorecen más que otros.
—Decidí acortar mi nombre en el colegio. Allí también se dieron cuenta de que era una abreviatura más frecuente entre los niños, pero no solamente no les molestó, sino que me alabaron por ello. A mis profesores no les importaba mucho que no supiéramos por dónde pasa el Danubio, pero valoraban la formación de una personalidad singular sobre todas las cosas, y el nombre que yo elegí garantizaba, en su opinión, que íbamos por buen camino. Si hubiera decidido llamarme Paquita, el libre ejercicio de mi voluntad se habría saldado con un par de suicidios… —hice una pausa antes de emprender el obligado, detestable prólogo de los hechos de mi vida—. La verdad es que no provengo de una familia muy corriente en ningún aspecto, ¿sabe?, pero recibí una educación especialmente escogida, la más extravagante que era posible dar en Madrid a una niña nacida en 1955. Me eduqué en un colegio de monjas laicas. Ahora, cada vez que una nueva conquista de lo políticamente correcto hace sonar las alarmas, me descojono de risa, porque yo mamé el programa completo cuando no había nada más incorrecto sobre la faz de la Tierra. El clero siempre es clero, de derechas o de izquierdas, católico o ateo, tradicional o alternativo, lo mismo da, es clero, riguroso, dogmático, inflexible, ciego, y sordo, y mudo, despiadado, de puro indiferente, ante cualquier realidad que no convenga a su fe. El mundo era clasista, pero mi educación no lo contemplaba. Las calles estaban llenas de fascistas, sexistas, racistas, asesinos y, en general, hijos de puta de todos los pelajes, pero mi educación era expresamente no competitiva, y nos puntuaban sobre doce para que fuera más difícil suspender. Sólo teníamos prohibidos los cuentos de hadas. Al matricular a cualquier niño de párvulos, se informaba a sus padres de que, según el criterio del equipo docente, esas historias empapadas en sangre por herida de arma blanca transmitían una turbia violencia de connotaciones sexuales que resultaba muy perjudicial, fíjese, todavía puedo recitarlo de memoria. No se puede usted imaginar el coñazo de cuentos que leíamos en clase, la locomotora solidaria, el cirujano responsable, el árbol que se hizo amigo de un caracol, el fusil que se negaba a disparar… Cada protagonista blanco tenía un amigo negro, o chino, y el sexo de los protagonistas estaba rigurosamente equilibrado, el mismo número de niños que de niñas. Cuando aparecía una mujer mayor, era ingeniera, o directora de orquesta. Los hombres, en cambio, lavaban los platos y no sabían conducir. Para realidad virtual, aquello. Todo mentira. Y nuestros días parecían sacados de alguno de aquellos cuentos. En cada curso teníamos algún compañero marginal, ¿sabe?, gitano, o hijo de alcohólicos, o sencillamente pobre, que hacía de florero, pero nuestros padres pagaban un pastón todos los meses, porque naturalmente, el Estado franquista no subvencionaba al enemigo. ¿Le molesta que fume?
—Naturalmente que no, sobre todo después de lo que me está contando… —me sonrió y yo celebré su ironía con otra sonrisa y la sensación de estar firmando un tratado de no agresión.
—No me gustaría que me entendiera mal —continué, en un tono más manso, más sincero quizás—, y desde luego no creo que aquel colegio fuera peor que uno de monjas. Pero tampoco era mucho mejor, eso es todo. Es malo que te digan desde un estrado que si te masturbas te vas a quedar ciego, pero igual de malo es que te anime a masturbarte tu profesor de Ciencias Naturales desde un estrado parecido. La diferencia es que, cuando por fin lo haces, resulta mucho más emocionante si de paso te sientes pecador y culpable, y sin embargo no pierdes la vista, pero en otros temas la ventaja cayó de nuestro lado, eso también tengo que reconocerlo.
Me paré en seco e invertí un par de minutos en estudiar una esquina del techo. Llevaba muchos años hablando así, muchos años instalada en la herejía más atroz para quienes hicieron de su herejía una ortodoxia, muchos años dudando de la esencia de ciertos privilegios, pero hacía muy poco tiempo me había dado cuenta de que, aunque nuestras palabras eran muy diferentes y los conceptos que expresaban casi antagónicos, en el fondo estaba empezando a hablar igual que mi madre.
Cuando nació, se llamaba Inmaculada Concepción de María Martínez Pacheco, hija del capitán Martínez, del cuerpo de Ingenieros del Ejército de Tierra, y de doña Mercedes Pacheco, de
profesión sus labores. Sus compañeras de colegio, ex alumnas de las Madres Trinitarias, la conocieron como Inma Martínez hasta que terminó el bachiller. Era una alumna muy aplicada, ordenada y responsable, piadosa sin llegar a ser beata, alegre, sociable, una niña feliz que sacaba buenas notas en general y sobresaliente en lengua extranjera. El último año, en la fiesta de fin de curso, recitó a Corneille de memoria con un acento impecable. Ya tenía el cuerpo más espectacular del Distrito Centro, y ningún miope habría dudado un instante antes de apostar cualquier cosa a que su belleza derrotaría en un plazo implacable, brevísimo, a barros y espinillas, para diluir después ese impreciso tinte adolescente, el golpe de rojo que anula los pómulos y transforma la redonda cara de los bachilleres en una especie de empanada mal cocida, recubierta de semillas de sésamo. Luego dejó de estudiar. Su padre hubiera preferido que se quedara en casa, pero una amiga de la familia, esposa del coronel del regimiento, montó una pequeña perfumería de lujo en el hall del hotel Palace y le ofreció un trabajo cómodo, tranquilo y razonablemente bien pagado, y ella aceptó, muy animada por su madre, que se tiraría de los pelos durante el resto de su vida por haberle llevado la contraria a su marido en aquella ocasión.
Miguel Antúnez Valdecasas salía del bar del Palace con un paquete cuando la vio por primera vez, detrás de una cristalera. Le gustó tanto que entró en la tienda sin pensar en lo que haría después. Cuando ella le preguntó qué quería, le pidió una pastilla de jabón sin más, a secas, y encajó airosamente el asombro de aquellos ojos inmensos, que de repente parecían perdidos en el minúsculo local donde sólo algún extranjero despistado había entrado alguna vez para comprar esa clase de menudencias. ¿Perfumada o sin perfumar?, preguntó después de un rato, perfumada, precisó él, ¿nacional o de importación?, de importación, ¿rosa salvaje o albaricoque?, rosa salvaje, y su voz se hizo más hueca, más ronca, más profunda, al pronunciar esas dos palabras, que se hincharon en el aire como las mitades de un obsceno juramento, ¿grande o pequeña?, grande, él contestaba con tanta seguridad que nadie se habría atrevido a sospechar que no necesitara desesperadamente poseer aquella pastilla de jabón, pero ella la retuvo un instante entre los dedos antes de formular la última pregunta, ¿es un encargo de una señora o la va a usar usted mismo?, la voy a usar yo mismo, respondió él, para engrasar los tornillos. Entonces ella se rió, no pudo evitarlo, antes de comportarse como lo que era, una buena chica, verá, dijo, en cualquier perfumería de la calle podrá comprar un jabón más corriente por menos de la mitad de precio, ya, él asentía con la cabeza como si ella no le hubiera descubierto nada nuevo, pero yo quiero éste, porque mis tornillos son muy sensibles… Antes de pagar miró el reloj, las siete y cuarto. Detrás de la registradora, un cartelito enmarcado, tan empachosamente ñoño y vulgar, pensó él, como todo lo demás, informaba de que el horario comercial de aquel establecimiento finalizaba a las ocho y media de la tarde. Miguel Antúnez sintió la tentación de ser responsable, pero invocó todo su valor para resistirse a ella. Las dependientas de las tiendas guardan los objetos perdidos debajo del mostrador durante un par de días, se dijo, antes de avisar a la policía, y al fin y al cabo, en París no pueden haber confiado nada importante a un correo tan trivial, una vieja amiga francesa de los abuelos, y tampoco voy a abandonarlo, nada de eso, ahora me siento en uno de aquellos sillones, me tapo la cara con el periódico y vigilo cómodamente, total, no es más que una hora, los riesgos son tan mínimos que no existen… El paquete fue deliberadamente olvidado sobre un abominable mostrador de madera lacada en blanco con adornos de purpurina dorada, y mi padre salió de aquella tienda con gestos lentos, ensayados, mientras la seguridad de la principal, casi la única, organización antifascista española que operaba clandestinamente en el interior del país, crujía y se resquebrajaba en cada uno de los favorecedores pasos de sus zapatos cosidos a mano.
Siempre he sospechado que a mi madre le gustaba aquel mostrador, y mientras fui una niña, cada vez que escuchaba esta historia, con más o menos detalles en función de mi edad, el escenario, o la ideología de los presentes —a él le entusiasmaba contarla en público, ella miraba al suelo, se ponía colorada y jamás corregía a su marido—, me preguntaba cómo habría sido posible que lo abandonara para seguir a mi padre. Pero nunca fui una niña lista.
Ella estaba sola en la tienda, y sin embargo esperó a que dieran las ocho y media en punto antes
de empezar a recoger. Entonces vio el paquete, y después de cerrar la caja, devolver todas las muestras a su lugar en los estantes, y echar la llave en armarios y vitrinas, lo cogió, junto con su bolso, para dejarlo en Recepción antes de marcharse. Desde un sillón situado a cierta distancia, él la vio salir, sobrecogido de placer. Las cosas no habrían podido ir mejor, pensó, y se levantó para ir a su encuentro, sin advertir que, en la otra punta del hall, un oficial del Ejército de Tierra vestido con el uniforme reglamentario, se levantaba al mismo tiempo para encaminarse hacia el mismo punto, como si pretendiera trazar en el suelo una imaginaria línea convergente con sus propios pasos. Ella vio primero al desconocido, y levantó la mano derecha, como si se alegrara mucho de encontrarle. Luego, el alférez la llamó, ¡Conchita!, y ella giró la cabeza para sonreírle. Estás jodido, Antúnez, se dijo quien por un momento perdió toda esperanza de llegar a ser mi padre, pero bien jodido, me cago en la patrona de Infantería, insistió para sí mismo, y se detuvo bruscamente en el centro geométrico de la gigantesca alfombra. Inma/Conchita Martínez estaba a su lado antes de que dispusiera de tiempo para darse cuenta de nada. Esto es suyo, le dijo, tendiéndole el paquete, ¿verdad?, y él lo cogió antes de contestar, sí, claro, muchas gracias, he vuelto hace un momento al darme cuenta de que lo había perdido… El alférez Barrachina era su novio, y se cuadró marcialmente para saludar. Vengo a buscarla todas las tardes, le dijo, en ese musculoso tono confidencial que los hombres escogen para hablar con los hombres, porque no me hace ninguna gracia que este bombón ande solo por la calle, ya me entiende… Sí, claro, dijo mi padre, es lo más prudente, y cuando se despidió de ellos, en la puerta del hotel, se juró no volver a verlos nunca más.
Sin embargo, al día siguiente, a las siete y cuarto de la tarde, empujó la puerta de cristal, se acercó al mostrador abominable, y pidió una pastilla de jabón. Llegó a comprar veintiocho —lo sé con exactitud porque las he visto durante toda mi vida, cuidadosamente apiladas, el envoltorio intacto, en una pequeña vitrina de madera inglesa que es el único mueble de su despacho que no contiene libros, como si fueran un trofeo de caza— antes de que ella accediera a salir con él a tomar una caña después del trabajo, pero sólo porque mi novio está de guardia, le advirtió mientras se ponía el abrigo, muy seria. Entretanto, él había aprendido muchas cosas hablando con ella a través del mostrador, y tenía esperanzas. Por su parte, le había contado sólo lo que le convenía, que era hijo único, huérfano de padre y madre, que había sufrido muchísimo por ambas ausencias desde muy pequeño, que había tenido que hacerse a sí mismo, que poseía una librería y una pequeña editorial, montada con la ayuda de sus abuelos —y que, la verdad, ganaba bastante dinero, para qué mentir—, que no tenía novia porque no le interesaban las historias triviales, sino un amor verdadero para toda la vida, etcétera. Ella se creía apenas la mitad, ya, ya, le decía, menudo golfo estás tú hecho…, pero sonreía siempre al final, como si no le molestara mucho la idea. La segunda vez fueron a un cine de la Gran Vía. Ponían una de John Wayne, el galán favorito de mi madre. Mi padre estuvo observándola toda la película, y no dijo nada, pero se dio cuenta de hasta qué punto parecía gustarle aquel macho tan excesivo, y tuvo todavía más esperanzas, porque él no era tan guapo de cara como su rival pero, desde luego, abultaba más o menos el doble. Y sin uniforme, que tiene más mérito, le gustaba precisar. Luego, el alférez Barrachina se fue un mes de maniobras a las Bardenas Reales. Así no se las pusieron ni al rey David, pensó Miguel Antúnez.
Explotó la libertad coyuntural de su presa desde la primera tarde, y atacó con un libro de poemas, Azul, de Rubén Darío. Más tarde recurrió a Bécquer —Rimas—, a Lorca —Romancero gitano—, a Juan Ramón —Diario de un poeta reciencasado— y, cuando se sintió seguro, a Salinas —La voz a ti debida—, con la poesía siempre se ha follado una barbaridad, es todavía uno de sus lemas favoritos. Le leía poemas en voz alta y los comentaba ladinamente, adornándolos con el tipo de historias edificantes que más le convenían, como los amores del rey Salomón con la reina de Saba, la fuga de Verlaine con Rimbaud, o la pasión de Lord Byron por su hermana Augusta, pero siempre de poetas muy distantes, antiguos, o extranjeros, para no asustarla demasiado, y ella le miraba muy fijo, con los ojos húmedos, brillantes, mientras los escuchaba, y decía al final, en fin, gracias a Dios, en España no pasan esta clase de cosas, un instante antes de empezar a pedir detalles.
Y fue ella, aun sin saberlo, quien dio el paso definitivo. Acababan de salir del cine, siempre una
del oeste, y en Callao escogieron la acera derecha de la Gran Vía en dirección a Alcalá. Iban a tomar un café en el Círculo de Bellas Artes, pero un semáforo en rojo les detuvo a la altura de la Red de San Luis. Ella aprovechó para acercarse a mirar el escaparate de Alexandre, aquella suntuosa tienda de bisutería que ahora se ha convertido en un triste despacho de hamburguesas a cuarenta duros la unidad, pero no se alejó tanto como para no escuchar el eco de una voz bronca, aguardentosa, ¿me das fuego, guapo?, y se volvió con tanta brusquedad como si un alacrán hubiera atinado a morderla en la nuca. Una mujer que aparentaba unos treinta años, abrigo blanco sobre los hombros, moño alto y muy historiado, como un rascacielos generosamente revocado con varias capas de pintura amarillo canario, y los labios, más que teñidos, heridos por un carmín del color de la sangre seca, acercaba un pitillo al mechero que Miguel sostenía en la mano derecha, y al hacerlo, se las arreglaba para mostrar un vestido negro, ceñidísimo, con un escote en uve tan profundo que ni siquiera se habría podido calificar de insinuante. La hija predilecta del teniente coronel actuó por puro instinto. Antes de que el cigarrillo hubiera empezado a tirar, ya se había colgado del brazo de su acompañante. Bueno, chica, ya me voy, dijo aquella mujer, ¡qué barbaridad, ni que una estuviera haciendo algo malo…!
El semáforo cambió a verde, pero ninguno de los dos hizo ademán de cruzar. Él decidió esperar a que ella hablara primero. Era una puta, ¿verdad?, dijo por fin, y él asintió con la cabeza, eso me ha parecido… Gustavo nunca quiere contarme nada, le confió después, mencionando por primera vez al alférez Barrachina por su nombre de pila, él dice que nunca se ha acostado con ninguna, pero yo no me lo creo, la verdad, aunque a lo mejor, como es tan pasmado… ¿Tú vas de putas, Miguel? El la miró intensamente a los ojos durante un par de segundos, meditando en silencio acerca de la respuesta que ella preferiría escuchar, y al final fue sincero, sí, claro que voy de putas, y contempló la chispa de emoción que incendiaba sus ojos, y llegó un poco más lejos, tal y como están las cosas, en este país no hay otra solución, y todavía unos metros más allá, ¿por qué me lo preguntas?, ¿a ti te interesan? Ella estaba confundida y muy nerviosa, eso lo reconoció siempre, afirmando vigorosamente con la cabeza cada vez que él contaba la historia, no sé…, dijo al final, me gusta mirarlas, esas ropas que llevan, tan pintadas, no las entiendo muy bien, a veces me pregunto qué sentirán, cómo podrán vivir así…
Miguel Antúnez cogió a Inma/Conchita Martínez Pacheco del brazo, cruzó Montera con ella, y unos metros después, se lo jugó todo a una carta dudosa. Estamos enfrente de Chicote, dijo en un susurro, murmurando casi en su oído, ¿quieres que entremos? Ella negó con la cabeza sin mucha convicción. Muy bien, concedió él, pero te advierto que no pasaría nada raro. Ahí dentro hay muchas putas, pero también parejas de gente normal, grupos de amigos, hasta escritores, pintores, periodistas, personas corrientes que toman una copa, eso no es pecado. Ella dudaba con la cara, con las manos, con los ojos, con todo su cuerpo. ¿Estás seguro?, le preguntó al final, absolutamente, fue la respuesta, y mi madre nunca llegó a acceder de palabra, pero él se detuvo en otro semáforo, y atravesaron juntos la Gran Vía, y unos metros antes de ganar la puerta giratoria, la obligó a detenerse, se colocó justo detrás de ella, y empezó a desprender de su cabeza las horquillas que mantenían sujeto el flequillo, antes de desbaratar del todo su peinado recogido de mujer decente, retirando un ancho pasador metálico adornado con flores de tela que guardó en uno de sus bolsillos. Ella no dijo nada hasta que una mano helada, los dedos extendidos, recorrió su cráneo desde la nuca hacia arriba, para despegar de la piel sus cabellos aplastados. ¿Por qué haces eso?, preguntó por fin, y él se dio cuenta de que estaba temblando, así que procuró improvisar un acento chistoso, eres demasiado guapa por ti misma, dijo, no hace falta que desentones tanto como si pretendieras llamar la atención…
El bar era un local más pequeño de lo que ella había supuesto, y sin embargo no la decepcionó, porque estaba abarrotado de gente y lleno de humo, y en el aire se mezclaban toda clase de sonidos frívolos —ecos de carcajadas, de besos, mecheros que se prendían, botellas que se abrían, copas que chocaban en brindis incesantemente repetidos— que ahogaban una tenue música ambiental. Miguel localizó a una pareja que estaba a punto de abandonar dos taburetes junto a la barra y después de
ocuparlos pidió un whisky con hielo. ¿Qué quieres tú?, le preguntó, no lo sé, reconoció ella después de un rato, nunca bebo, pero… ¿y si me tomo un dry martini, que es lo que piden siempre en las películas?, estupendo, dijo él. y ella acabó tomándose tres, uno detrás de otro, mientras descubría que aquellas mujeres no parecían tan perdidas como había supuesto siempre, y algunas hasta actuaban como si se lo estuvieran pasando bien de verdad. Él fue un momento al baño, e incluso durante su ausencia tuvo suerte. Cuando volvió, un par de hombres maduros y bien vestidos intentaban dar palique a la novia del alférez, que estaba tan borracha que sonreía sin entender muy bien el sentido de aquella conversación. Voy a besarte, le anunció él, después de espantarlos, para que todos sepan que estás conmigo, es lo mejor, lo más seguro, ¿de acuerdo?, y la besó una vez, y otra, y otra, y ella al principio sólo se dejaba besar, pero luego le echó los brazos al cuello, y empezó a besarle, y no protestó cuando él le puso una mano en la cintura, ni después, cuando aquellos dedos empezaron a recorrer su costado, subiendo hasta la base del pecho, bajando hasta el final de la cadera, acariciándole un muslo, ella aprovechó una pausa para confesarle que no se encontraba muy bien. Vamos a mi casa, propuso él entonces, te haré café, y ella le siguió sin decir nada, y a él le temblaron las piernas por primera vez desde que la conocía, porque lo había leído en su cara, una imperceptible hinchazón en los labios, la ávida tensión de la barbilla, y ese líquido turbio que empañaba sus ojos, no había duda posible, está cachonda, diagnosticó para sí mismo, cachonda perdida, se repitió, y va a ser esta noche, eso se iba diciendo, será esta noche o no será nunca…
Cuando el relato llegaba a este punto, trepando hacia la cima del pico más alto, mi padre contaba que en aquel momento no había acertado a comprender cómo era posible que ella se dejara conducir tan mansamente hacia su destino. Algunos días después, sin embargo, mi madre le confesó que se había creído a pies juntillas lo del café, un ofrecimiento tremendamente amable y cortés, y ambos se rieron, y se seguían riendo al recordarlo. Ahí terminaba la historia, pero lo demás es fácil de imaginar.
Una fría noche de marzo de 1949, Inma/Conchita tuvo, al menos, un desliz, quizás alguno más. Y le gustó. Cuando Gustavo Barrachina regresó de las Bárdenas Reales, ya no tenía novia. Antes de que terminara el año, mis padres se casaron en la iglesia de Santa Bárbara, magnífica escalinata para las fotos de una boda que fue al mismo tiempo un entierro encubierto. Inmaculada Concepción de María Martínez Pacheco murió para siempre aquel día. La mujer de mi padre nunca tuvo otro nombre que Coco Antúnez. Y nunca volvió a tener un lugar propio en el mundo.
—Perdóneme —la pausa se había alargado tanto que me disculpé por el silencio, como si fuera ella quien hubiera pagado por escucharme—, pero al hablar del colegio me he quedado colgada en historias de aquella época. Es curioso, ¿sabe?, pero ahora que me acerco a los cuarenta, me acuerdo de la infancia cada vez más, es como si la tuviera más cerca que otras épocas que vinieron después. No me cuesta nada imaginarme de niña. El otro día lo comentaba con una compañera de trabajo algo más joven que yo, y ella me dijo que lo que sentía es que iba perdiendo los años, como si la memoria inmediata del año pasado anulara los recuerdos de otro, el que vivió ocho, diez años antes. Es curioso, pero no soy capaz de describir muy bien cómo llegué a adolescente, ni siquiera me recuerdo con precisión en la universidad, bueno, en general quiero decir… Tal vez lo único que ocurre es que pertenezco a una familia demasiado singular, y demasiado complacida en su extravagancia, y eso puede ser muy atractivo para los de fuera, pero llega a asfixiar a los de dentro. Es difícil competir con la memoria de una bisabuela genial que tuvo una nuera igualmente genial, y encima mártir, pero, aunque parezca mentira, mucho peor es tener una madre tan abrumadoramente guapa como la mía y ser la única de sus hijos que no ha heredado su cara, sino la cara de mi abuelo, el que murió en Francia… De todas formas, tampoco puedo quejarme demasiado. Cuando terminó la carrera, mi padre se hizo cargo de la librería que tenían sus abuelos en la calle Arenal, y empezó a publicar libros por su cuenta, una editorial pequeña, muy moderna, elitista de puro minoritaria, ya
sabe, una colección de Poesía, otra de Ciencias Humanas, en fin. Al principio era como un hobby, pero luego empezó a tirar, gracias a una serie de textos universitarios de autores marxistas que, en los años setenta, se convirtieron en el Evangelio para muchos profesores de todo el país. Increíble pero cierto, Noam Chomsky nos hizo ricos. Y la editorial, que ya no era tan pequeña, se fusionó con otras empresas independientes que también habían crecido por el camino, total… Seguramente ya conoce el resto de la historia. Tengo el 16% del total de las acciones del grupo, un puesto en el consejo de administración, y el Departamento de Obras de Consulta para mí sola. Mi padre se jubiló hace tiempo, repartiendo equitativamente su parte de la empresa entre sus tres hijos, y no da la lata, pobre. Algún día le contaré su historia, le gustará, es muy romántica, y además, creo que ahora he empezado a entenderla. De pequeña no era muy lista…
—Ni muy guapa —añadió, y el sonido de sus palabras me sobresaltó, como si se me hubiera olvidado que ella también podía hablar.
—En efecto, ni muy lista ni muy guapa, y además me llamo Francisca —sonreí—. ¿Qué le vamos a hacer?
—En mi opinión, es usted una mujer muy atractiva.
—¿Sí? No me diga… Se lo agradezco mucho, pero pensaba pagarle igual, de todas formas —reí sin ganas mientras miraba disimuladamente el reloj—. Y por cierto, tengo que irme. Volveré la semana que viene, ¿de acuerdo?
Ella asintió con la cabeza y yo empecé a recoger mis cosas en silencio. Metí el tabaco en el bolso, me levanté, me puse la chaqueta, y cuando estaba a punto de marcharme, su voz me detuvo.
—¿Le puedo hacer sólo una pregunta más? —asentí con la cabeza—. ¿Está usted casada, o unida a alguien?
—Sí, estoy casada.
—¿Y es feliz?
—Ésa es otra pregunta… La verdad es que no lo sé. Supongo que no del todo. Pero estoy muy enamorada de mi marido. Mucho, en serio. Muchísimo, en realidad, yo… No sabría qué hacer sin él.
Ella no dijo nada más, y yo salí de su despacho, del piso, del edificio, con el cuerpo peor que cuando había entrado. Y sin embargo, y por muy falso y muy desesperado que ese último alegato me hubiera sonado hasta a mí misma, todo lo que había dicho era verdad. La única verdad que me quedaba.
Todos los días, durante dos años, sentí la tentación de huir, de abandonar, de dejarlo para siempre. Todas las mañanas acaricié el teléfono, me construí un pretexto, una fórmula innecesaria para decir algo tan simple, quiero anular mi próxima cita y las citas futuras, no voy a volver, lo siento, gracias por todo. Todos los jueves me presenté allí, sola, desganada, a las ocho y media de la tarde. Me sentía increíblemente débil, definitivamente fracasada, sólo por acudir a aquel despacho. Y sin embargo, la última vez no sentí nada especial. Y después no llamé para anular la cita siguiente. De repente, ni siquiera me hacía falta el teléfono.
Seis meses después de decidir por mi cuenta que el análisis se había acabado para siempre, también había quedado para cenar con mi equipo, y aquella noche invitaba yo, teníamos que celebrar el cierre del último fascículo. Cuando estaba a punto de escoger uno de mis trajes de chaqueta de uniforme, vi el jersey, tirado encima de una butaca. Martín se lo acababa de quitar, todavía estaba caliente. Me dejé los vaqueros y me lo puse encima de la camiseta, y me sentí bien, hacía muchos años que no usaba su ropa. Me miré en el espejo y me encontré rara. Tenía que estar rara, todo estaba en orden. Llegué antes que las demás al restaurante pero, por una vez, tampoco me pareció ridículo sentarme sola en una mesa, y esperarlas.
Tuve que levantarme a las cinco y media de la mañana para llegar con tiempo al aeropuerto, y solamente eso ya me puso de mala leche. No podía dejar de pensar en Clara. La tarde anterior, en el preciso instante en que la vi entrar por la puerta andando, y no autopropulsarse hacia el televisor, perdiendo piezas de ropa por el pasillo mientras se atropella con sus propios zapatos, como hace siempre para no perderse las hazañas de sus mutantes favoritos —Lobezno y Júbilo, aunque sólo sea por pelearse con su hermano, viejo seguidor de Cíclope y el Doctor X—. adiviné no sólo lo que pasaba, sino lo que iba a pasar en las horas siguientes, y apenas se me escapó algún detalle.
Para empezar, me concedió un gran beso en cada mejilla por su propia voluntad, gracia insólita en ella, y me siguió hasta el sofá del salón —a mí también me gustan los mutantes aunque, como he empezado mayor, todavía no tengo preferencias muy marcadas— para encaramarse sobre mis rodillas a ver la tele, un alarde de amor filial definitivamente incompatible con su buen estado físico.
—Me duele un poco la tripa, mamá… —fue lo único que dijo, y se quedó dormida. No necesité tocarle la frente para calcular su temperatura. Mientras la besaba en el pelo, en las sienes, en las manos, aposté conmigo misma, 37 y medio. El termómetro me corrigió en una sola décima.
—Ignacio… —mi hijo mayor estaba tirado boca abajo encima de la alfombra y fingía no haberme oído, a veces pienso que quiere pasar a la historia como «el niño al que siempre había que llamar dos veces»—. ¡Ignacio! —insistí, y volvió la cabeza—. Tu hermana está con décimas, ¿te ha contado algo al salir del colegio?
—No, nada —sus ojos regresaron al televisor antes de que sus labios desganados consintieran en articular la primera sílaba.
—Dice que le duele la tripa. ¿Le ha sentado mal la comida?
—No lo sé.
—¿Qué habéis comido?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —estaba tan cabreada que levanté la voz a riesgo de despertar a la enferma—. ¿Qué pasa, que tú no has comido hoy?
—Sí, pero ya no me acuerdo…
—Muy bien —el mando a distancia es el Poder. El Poder reposaba en mi mano derecha. La yema de mi dedo índice hizo justicia—. Muchas gracias.
—¡Jo, mamá, por favor…! —por fin conseguí verle la cara, sus rasgos distorsionados por la repentina velocidad de su discurso, sus manos dibujando grandes círculos en el aire para aplastarlos con la palma un instante después—. De verdad, eres…. Es increíble. Bueno, mamá, ya está bien, enciende la tele por favor, por favor te lo pido, anda… ¡Pero si yo no he hecho nada! ¡Es una injusticia!
—¿Qué habéis comido hoy, Ignacio?
No invirtió ni una décima de segundo en recordarlo.
—Paella, filete empanado y plátano.
—¿Y algo estaba malo?
—Bueno, la paella del colé es asquerosa, ¡agh…! Le ponen judías verdes. Pero siempre es así. El filete estaba muy bueno, y el plátano, pues… bien, Como todos los plátanos.
Volví a encender el televisor, y contemplé la nuca de mi hijo durante un cuarto de hora más. Cuando Fran me contó que, a cambio de la inclusión de su nombre entre los patrocinadores del proyecto, le había sacado a la Oficina de Turismo de Suiza no uno, sino dos billetes más gastos de estancia, y me propuso aprovechar el segundo para que después pudiera justificar el haberme
encargado a mí misma todos los textos de apoyo de los correspondientes fascículos —naturalmente, las dos sabemos que no hace falta ir hasta allí para documentarse, resumió, pero, chica, ya que puedes viajar gratis…—, tuve en cuenta, en primer lugar, el agobio económico en el que nos había sumergido la compra de una casa que no me acababa de gustar, y luego, lo bien que me sentaría darme una vuelta por Centroeuropa, desconectándome durante cuatro días de niños, horarios, deberes, colegios, trabajo y demás. Calculé el tiempo que debería invertir en el despacho para recuperar las horas perdidas, y las mañanas de sábado y domingo que necesitaría para escribirme un par de docenas de columnitas cortas, muy fáciles de hacer, sobre Historia, Arte, Tradiciones, Curiosidades, Gastronomía y cosas por el estilo, pero después de contar tantas veces en horas y en pesetas, se me olvidó contar con la caprichosa salud de mis dos hijos.
Yo no sé si todos los niños del mundo son iguales o si les pasa solamente a los míos, pero no falla. Un par de horas antes de que me pusiera de parto con Clara, Ignacio, que tenía tres años y medio, vomitó el desayuno como prólogo de una virulenta afección intestinal que le produjo continuas náuseas, diarrea y hasta algunas décimas. Cuando mi padre iba a ingresar en el hospital para que le extirparan un tumor en el estómago que nadie se atrevía a pronosticar que al final resultara benigno, porque tenía un aspecto horroroso, los dos se contagiaron de varicela al mismo tiempo. Mientras hacía el equipaje para irme con mi marido a Barcelona, donde una hermana suya iba a casarse al día siguiente, a Clara le subió de golpe un fiebrón asociado con ningún síntoma, que unas horas más tarde, después de que yo hubiera renunciado al viaje para quedarme a cuidarla, cesó de golpe en la consulta del pediatra. El diagnosticó fiebre asintomática y se quedó tan ancho, pero yo empecé a preguntarme si alguna vez me sería posible dormir fuera de casa sin sobresaltos, o subir a un avión con la dosis de angustia imprescindible. Con el paso del tiempo, los acontecimientos se ocuparon de responderme que no, que de momento no parecía posible.
Cuando Ignacio llegó a casa, me encontró sentada en el borde de la cama de Clara, que no había llegado a despertarse mientras la trasladaba en brazos desde el salón y ahora seguía durmiendo, su respiración excesivamente pautada, honda, como la de todos los niños enfermos.
—¡Otra vez! —mi marido se limitó a pronunciar estas dos palabras mientras se apoyaba en el quicio de la puerta, la cabeza hacia atrás como único indicio de un moderado acceso de desesperación.
—Sí —murmuré—, otra vez. Lo siento mucho, pero no te preocupes, ya lo he arreglado todo…
Me levanté para ir hacia él, le besé brevemente en los labios, como todas las tardes, y lo llevé del brazo hasta el pasillo.
—Paulina ya está avisada —cerré la puerta antes de seguir enumerando los resultados positivos que habían arrojado media docena de llamadas telefónicas—. Le he dicho que prepare un arroz blanco mal puesto para comer mañana y que no la deje tomar nada más, excepto un yogur de postre, si quiere. Tengo la impresión de que es algo intestinal, no sé, he llamado al pediatra y me ha dicho que a él, desde luego, no le extrañaría nada. Mi hermana Natalia vendrá a las ocho y media, antes de irse a la facultad, y se puede quedar aquí una hora, Paulina me ha dicho que no la importa llegar a las nueve y media, y que si puede, aparecerá incluso antes. Tú te levantas, vistes a Ignacio, te lo llevas al colegio y ya está. Cuando llegue Paulina, mi hermana se va a clase, y por la tarde, después de comer, viene tu madre, que me ha dicho que no tenía nada mejor que hacer. Pasado mañana repetimos la jugada, los miércoles Natalia no empieza hasta las once, pero entonces la que vendrá por la tarde será mi madre, tú no te preocupes por nada… Le he dejado a Paulina la lista de la compra en la puerta de la nevera, y una nota para que prepare una tortilla de patatas para cenar, pero Clara ni probarla, ¿eh?, Clara dos lonchas de jamón de York, otro yogur, y andando. Si tienes que salir alguna noche, llama a Natalia, que me ha dicho que no la importa hacer de canguro entre semana. Cuando se lo he comentado a tu madre, de paso, Alvarito se ha puesto a chillar que su novia también podría venir, que están muy mal de pelas, tú verás. Ya sabes que si llamas a Julia. Álvaro vendrá con ella y echarán un polvo en el futón del estudio, pero a mí no me molesta, sobre todo porque antes de irse siempre meten las sábanas en la lavadora, me hace mucha gracia que tu
hermano sea tan cuidadoso… ¡ Ah! Y el viernes es la fiesta de cumpleaños de mi sobrino Pablo, Ignacio no se la quiere perder por nada del mundo. Mis padres irán seguro, y supongo que casi todos mis hermanos también, pero si no te apetece verle la cara a la gilipollas de mi cuñada, cosa que comprendería perfectamente, no hace falta que vayas. Llama a los abuelos y que lo lleven ellos, ¿de acuerdo? Si Clara está bien del todo, que vaya también, si no, que se quede en casa, por mucho que llore. Mi avión sale de Zurich el sábado a las once. Estaré aquí a la hora de comer, supongo, y por supuesto, llamaré todos los días. Tú, sobre todo, no te agobies, seguro que lo de la niña no es nada.
Me detuve a respirar y sólo entonces volví a mirarle a la cara.
—Eres increíble —me dijo, sonriendo—. Si tuviera una secretaria como tú, curraría la mitad, en serio.
Y a lo mejor, pensé yo, hasta podríamos volver a follar como al principio.
Ahora, cuando he llegado a dudar de que aquella historia sucediera en realidad alguna vez, tanto de mí misma he invertido en ella —tanta energía, tanto tiempo, tantas neuronas desgastadas para reconstruir unas pocas horas con la obsesiva meticulosidad de un relojero loco, condenado por su propia locura a desmontar todas las mañanas el más complicado de los mecanismos de cuerda para volver a montarlo inmediatamente después—, ahora que, a fuerza de invocarla, recordarla, desgastarla, he llegado a sospechar que pudiera habérmela inventado yo sola, a veces pienso que lo que pasó en Lucerna, y sobre todo lo que me pasó a mí, después de Lucerna, no tiene otra explicación que su semejanza con aquellos viejos y buenos tiempos del principio.
—El fotógrafo se llama Nacho Huertas —me había anunciado Ana un par de semanas antes, en sus labios una sonrisa demasiado amplia para ser inocente, cuando volvimos a la editorial, después de comer—.
Es muy bueno. Y además lo está. Alto, rubio, con espaldas lo suficientemente anchas para cargar con tanto equipo…
—¡Uy, uy, uy! —Marisa empezó a reírse enarcando las cejas como señal de alarma, uno de sus gestos más infantiles. Normalmente, esa risita me ponía nerviosa, pero aquella tarde provocó mi propia risa, porque habían caído dos botellas de vino a cuenta de las judías blancas con perdiz que ofrece el Mesón de Antoñita todos los jueves, y las cuatro estábamos algo más que contentas.
—Ten cuidado —Ana levantó en el aire un dedo blando, amable casi cómico—, que tiene mucho peligro…
—¡Uy, uy, uy, uy!
—… luego no digas que no te lo advertí.
—¡Uuuuy!
—¡Venga ya! —protesté, mientras ellas dos se doblaban de risa en medio del pasillo, y Fran soplaba con los labios fruncidos para reclamar un poco de seriedad.
—¡Oye —Marisa inclinó la cabeza para ser vista—, cuando sobre otro billete, m–me voy yo, que soy la–a más necesitada! —y hasta Fran se rió después de eso.
Pero cuando subí al avión, camino de Zurich y de los orígenes de toda confusión, ya no me acordaba de las advertencias de Ana, la inminencia de ese peligro que nunca llegué a tomarme en serio. La bolsa del duty–free de Barajas que no quise colocar en el maletero estaba repleta de cosméticos y cremas en general, a un precio que justificaba de sobra el sacrificio de media hora de sueño, y el tiempo que no invertí en cobrármela, se me pasó abriendo cajas, levantando tapas, comparando olores, y leyendo en sucesivos prospectos lo estupenda que me iba a poner en un par de meses. Disfruté mucho, porque aquella práctica aún me parecía una perversión, de tan reciente. Acababa de cumplir treinta y cuatro años, y al desnudarme, cada noche, podía contarlos en los recodos de mi cuerpo, aunque vestida, todavía hoy, con tres más, puedo aparentar ocho o diez menos. Quizás por eso, Ignacio nunca entendió lo que debía de considerar, para sus adentros, una
afición demasiado cara para ser inútil. Total, él podía seguir exhibiéndome en público delante de sus amigos, igual que antes.
Me di cuenta enseguida, quizás la primera noche que salimos juntos. Él me miraba con ojos golositos desde que se tropezó con nosotros en casa de sus padres, cuando abrió la puerta de su antigua habitación con tanto ímpetu que desequilibró los platillos de la batería, y empezó a regañar a su hermano Enrique, nuestro bajista, le armó una bronca descomunal, pero de tanto en tanto, entre grito y grito, me miraba, yo me di cuenta, y me pareció un gilipollas, porque si él ya no vivía allí, qué más le daba que ensayáramos en aquel cuarto. A Domingo, el guitarrista acústico, ya le habían sugerido en su casa que nos largáramos del garaje, que estaba justo debajo del salón, y el piso de Enrique era tan grande, casi doscientos metros en San Francisco de Sales, que no molestábamos a nadie, y si sus padres no decían nada, quién era él para liarse a chillidos con su hermano, así que me pareció un gilipollas, pero un gilipollas que estaba francamente bueno, la verdad, por eso me gustó mucho volver a verle tan pronto. Una semana después, apareció por el ensayo con dos amigos y estuvo muy simpático con todo el mundo, y conmigo mucho más, y ya no recuerdo exactamente por dónde empezó, pero estaba muy claro que había venido, más que a ligar, a que sus amigos vieran cómo ligaba. Era todo muy descarado, aunque la verdad es que su actitud no me impresionó tanto porque yo, en aquella época, ligaba muchísimo, estaba casi acostumbrada a gustar a los tíos antes de que me los presentaran, y procuraba sobrellevar mi éxito con desenvoltura. La experiencia me ayudó a conservar la calma mientras se acercaba, mientras me hablaba, y luego en la calle, camino de la cervecería donde, cada jueves, era difícil precisar si nos reuníamos para celebrar, o para lamentar, el ensayo que acababa de terminar, pero empezaron a caer cañas, cañas, y más cañas, litros enteros de cerveza, y el grupo homogéneo que habíamos formado frente a la barra, se disgregó lentamente en unidades más pequeñas, mis músicos hablando por parejas, entre sí, Ignacio conmigo y con uno de sus amigos, y en algún momento me di cuenta, sus ojos relucían, ardían en una llama anaranjada y tibia, tejida con el denso calor del deseo y un hilo muy frío, muy fino, guía de la astucia y del cálculo, y yo enloquecí a la sombra de aquella luz, perdí el control, y la cabeza, y la razón, y a cambio gané un futuro como jamás lo había imaginado.
Aquella mirada resultó una recompensa demasiado frágil para mi locura, porque se desgastó pronto y sin prever su propia decadencia, como un viejo neón intermitente que, al apagarse, decidiera escatimarle a la luz una fracción de segundo, cada segundo, hasta quebrar por fin el armonioso ritmo de su naturaleza y encenderse sólo de vez en cuando, caprichosa, inexplicablemente, amenazando siempre con morir del todo, y entonces empecé a preguntarme si Ignacio, que al cabo de una transición tan suave e indolora como el sueño, había dejado de ser un amante casi perfecto para convertirse en el padre de mis hijos, había sido alguna vez un marido para mí. Te quiero más que a mi vida, dice la canción, y a mí me cuesta tanto pensar que voy a morirme sin habérselo dicho jamás a nadie que, a veces, cuando estoy con más de dos copas, en una fiesta, o en una cena, todavía me emociono un poco al intuir el chispazo, la palanca de un interruptor invisible cambiando trabajosamente de posición, y un pálido reflejo de la luz de antes en unos ojos más viejos, más cansados, que sólo se alimentan ya del deseo de los otros. Y los otros, sus amigos, los míos, los novios y maridos de sus amigas y mis amigas, todos los hombres con los que nos tropezamos cuando vamos juntos a alguna parte, jamás me miran cuando estoy desnuda. Ignacio tampoco, porque el exhibidor satisfecho de sí mismo y del material de su exhibición que, en la madrugada que sucede a algunas noches cada vez. más largas, cada vez más raras, me arrastra hasta la cama para desplomarse encima de mí con una avidez tan precaria e instantánea que jamás puede ser aplazada, no tiene tiempo ni margen para mirarme. No se lo reprocho. La única diferencia entre nosotros consiste en que él parece satisfecho de su destino y yo no lo estoy, y por eso, supongo, él ambiciona amantes jóvenes y deliciosas que no le compliquen la vida y yo, en cambio, aspiro a un–hombre–de–verdad que me la complique irreparablemente y para siempre, aun a costa de que mi vida pueda parecer, desde fuera, una febril, patética carrera en pos del adulterio. Pero estoy casi segura de que él ni siquiera sospecha esto último, y por eso no comprende que me gaste tanto dinero
en cremas.
Nacho Huertas, un mutante voluble e indeciso, aunque irreprochablemente camuflado en un auténtico cuerpo humano, no resultó ser un hombre de verdad, pero lo cierto es que, como Clark Kent, lo aparentaba, y aunque no sabía volar, supo mirarme. Sin embargo, yo no había contado en ningún momento con él, a pesar de las advertencias de Ana, y puede que esta imprevisión también tuviera algo que ver con lo que pasó en Lucerna, o con lo que me pasó a mí, después de Lucerna, porque estaba tan acostumbrada a calcular, siempre fatal, las posibilidades de los pocos tíos brillantes que se cruzaban en mi camino, que Nacho me pareció una señal, un regalo del destino, una razonable encarnación de lo definitivo. Me había repetido a mí misma, miles de veces, que ésa no era manera de arreglar mis problemas, para explicarme a continuación, con más o menos energía, que ni mis problemas eran tan graves ni existía solución alguna para terminar con ellos, pero no tenía fuerzas para renunciar a mis propias fantasías, parecía tan fácil, enamorar otra vez, enamorarse otra vez y tirar de la manta, acabar con la vida gris, con el despilfarro de los años, con la nostalgia de tantas cosas que no he poseído jamás. Otras mujeres sueñan con cambiar de barrio, con un ascenso de su marido, con empotrar los armarios, con tener un hijo, o con ver a alguno de los que ya tienen con uniforme de general, o de ministro, o de diplomático. Me dan mucha envidia. Yo sólo quiero flotar, y por más que esté dispuesta a retorcerle el cuello al azar para conseguirlo, nadie parece dispuesto a pasarme la receta.
Ya no sé si en Lucerna mis plantas se elevaron sobre el suelo, aunque tengo que reconocer que mis ojos estaban más que entrenados para certificar ilusiones ópticas. Sin embargo, cuando llegué al hotel, preocupada por Clara, harta de arrastrar la maleta por las calles en busca de un par de oficinas de información turística que resultaron estar situadas, respectivamente, en cada una de las puntas de Zurich, reventada tras el viaje en tren que había sucedido a aquella excursión después de tres cuartos de hora de espera en una estación tan limpia como la cocina de mi suegra —cuya sola visión basta para sacarme de quicio—, y horrorizada por el precio de los taxis, lo único que me apetecía era llenar la bañera de agua caliente, desnudarme y sumergirme dentro hasta la nariz, y no presté mucha atención a la nota que me esperaba en el casillero de la habitación. El fotógrafo, que debía de haber llegado el día anterior desde Zermatt, quería hablar conmigo, pero cuando abrí la puerta del cuarto de baño, ya se me había olvidado. Durante un cuarto de hora experimenté una transformación sólo comparable a la del Increíble Hulk cuando esa formidable masa muscular de tono verdoso que lleva consigo a todas partes como un secreto e inescrutable estigma, empieza a crecer y crecer hasta desgarrar del todo sus modestas ropas de soltero apocado. No me conformé con menos para maldecir a conciencia, y con sagrada ira, a los guarros de los centroeuropeos, que desde el fundador del Sacro Imperio Romano Germánico en adelante han prescindido, generación tras generación, de un recinto tan imprescindible como una bañera, para acabar sustituyéndolo por un miserable cuadrado de baldosines semihundidos dotado de una raquítica ducha portátil. Mientras tanto, se me olvidó también mi nombre, el de mis hijos, mi dirección, y cualquier otro dato inolvidable, y cuando sonó el teléfono seguía rumiando para mis adentros que sí, sí, mucho abrillantar los baldosines de las estaciones y luego habrá que ver a qué huele el uniforme de las limpiadoras.
—Alio! —dije, con mi mejor acento alemán.
—¿Rosa? —la matizada aspereza de la primera erre delató sin remedio a un interlocutor compatriota. Era él, pero yo no sentí nada especial.
Sin embargo, cuando nos encontramos en el hall, una hora más tarde, lo reconocí enseguida, porque se ajustaba fielmente a la descripción de Ana, alto, rubio, canoso, con las espaldas muy anchas y mucho peligro, esa clase de tíos que antes de darte la mano ya se las han arreglado para mirarte de través, de arriba abajo, y serían capaces de adivinar tu talla con un riesgo de error mínimo, pero que lo hacen bien, sin resultar agresivos, sin molestar, como si obedecieran mansamente a su naturaleza y su naturaleza consistiera precisamente en eso, en mirar a las mujeres de través sin decir nada más y esperar a que caigan en la trampa de una seducción que jamás lo
parece. Mientras me decía que estaba muy contento de que hubiéramos coincidido porque el centro histórico de Lucerna era mucho más grande e interesante de lo que él había imaginado, y no sabía exactamente a qué zonas, a qué estilo, a qué clase de edificios convendrá prestar más atención, yo me iba preguntando si me encontraba en forma y a cada minuto me sentía más inclinada a contestarme que sí, aunque ni siquiera se me pasó por la cabeza que esa intrascendente, ligera tentación de coqueteo, pudiera acarrear alguna consecuencia.
—Anita no me ha dicho nada en concreto —empezó, y yo sonreí para mis adentros al apreciar el diminutivo que identificaba a una mujer que media más de un metro setenta y acababa de cumplir los treinta y cinco. Nunca he sabido por qué a los hombres ligones les gustan tanto los diminutivos—. pero Zermatt era fácil. Allí, montañas y la estación de esquí, no hay más, pero aquí no sé muy bien por dónde empezar. Podemos ir ahora a dar una vuelta, si quieres —sugirió al final.
—Después de cenar —le advertí—. No he tenido tiempo para comer, y estoy hambrienta.
—Me hace mucha gracia la manera que tenéis las mujeres de anunciar que tenéis hambre.
—¿Sí? —naturalmente, empujó la puerta para que yo saliera del hotel delante de él—. ¿Y por qué?
—No sé, pero siempre me suena un poco a juego, como a… —no se atrevió a terminar la frase, y a cambio, me sonrió—. En fin. nunca me lo acabo de creer del todo.
—¿Y cuando un hombre dice que tiene hambre?
—Entonces sí me lo creo, y ya sé que habrá que esperar al postre para seguir hablando, o bromeando, o discutiendo cualquier cosa. Los hombres hambrientos sólo piensan en comer, las mujeres hambrientas pueden pensar o hablar al mismo tiempo de otras cosas. Eso es lo que me hace gracia. Y además… —hizo una pausa para que yo adivinara, sílaba por sílaba, lo que iba a decir— las mujeres siempre me parecen más interesantes en general, porque los hombres no me gustan.
Yo me di por enterada, pero él aclaró inmediatamente después que las mujeres le gustaban mucho, como si no quisiera dejar un solo cabo suelto. Mientras buscaba algún comentario ingenioso que me permitiera indicarle con sutileza que no soy tonta, se detuvo ante una brasserie con muy buena pinta. Miró la carta con aires de experto y yo le dije que sí a todo, porque aparte del agujero que se iba agrandando en mi estómago por segundos, en aquella esquina hacía un frío del carajo, estábamos a tres de diciembre.
Nos sentaron en una mesa apartada, pequeña y llena de cosas, una vela roja, encendida, un florero con una rosa, bajoplatos metálicos redondos, enormes, y unas servilletas dobladas de una manera complicadísima, que parecían coliflores, todo muy romántico, y a pesar de que mi apetito era tan genuino como el de cualquier hombre hambriento, me asaltó el presentimiento de que el destino había empezado ya a marcar las cartas.
—¿Te gusta el camembert frito? —le pregunté, y él asintió con la cabeza—. Podemos compartir uno, de primero.
—Claro, pero,., ¿tú no estabas muerta de hambre? Cómetelo tú sola.
—No, ya me gustaría, pero no puedo —ahuequé un poco la voz, adoptando un acento casi cómico antes de explicarme, porque en el fondo me da un poco de vergüenza decir siempre lo mismo—. Engorda mucho.
Se echó a reír.
—Pero tú no estás gorda.
—No creas… Lo que pasa es que no lo aparento, porque tengo cara de niña, y soy menuda, y tampoco demasiado alta, ¿no?, y además tengo el hueso estrecho, y por eso no engordo en redondo, sino en cuadrado… ¿entiendes? —negó con la cabeza, sonreía—. No me extraña, da lo mismo, el caso es que no quiero comerme un camembert entero yo sola.
—Las mujeres os ponéis demasiado pesadas con la historia de los regímenes, en serio — prosiguió, cuando el camarero había terminado ya de servir el vino y parecía que habíamos zanjado la cuestión—. A mí no me gustan las mujeres muy delgadas, ¿sabes?, y he conocido a muchas, muchísimas, delgadísimas. He sido fotógrafo de moda durante más de quince años, he cubierto
centenares de desfiles, he hecho miles de reportajes, portadas, catálogos…, hasta que la propia moda me echó. Llegó un momento en que creí que me iba a volver loco. Toda esa gente hablando de las tendencias de la manga larga, como si las mangas estuvieran vivas, como si fueran algo importante, como si se fuera a hundir el mundo porque Chanel hubiera decidido acortar los puños, siempre histéricos, siempre corriendo, siempre deprisa, no sé… Por supuesto, soy una persona frívola, pero no tanto, y parece que no, pero la tontería acaba contagiándose, así que un buen día decidí cerrar el estudio y no volver a hacer un retrato jamás en la vida. Ahora fotografío paisajes, ciudades, edificios, y a la gente que vive en ellos, personas corrientes, que no cobran por salir en los papeles. Gano menos dinero, pero me lo paso mejor, y ha dejado de dolerme el estómago.
—¿Y has hecho fotos a modelos importantes?
—A muchas.
—¿ Españolas?
—Y extranjeras también.
Empezó a contar con los dedos mientras pronunciaba al menos una docena de nombres conocidísimos, toda una nómina de nuevas diosas, americanas sobre todo, pero también alguna alemana, alguna francesa, alguna italiana, antes de pasar a la selección nacional, donde me sorprendió una ausencia muy llamativa.
—¡Ah, no! —gesticulaba con vehemencia—. A ésa no, por supuesto, de ninguna manera. ¿Sabes lo que es esa tía? Una panadera, ni más ni menos. Es muy alta, eso sí, y puede que pese muy pocos kilos pero, desde luego, no lo parece. No tiene nada de clase, ni una pizca de esa elegancia natural que se supone que tienen que tener las modelos. Siempre he conseguido quitármela de encima. No le haría fotos por nada del mundo, excepto en bañador… Eso podría resultar, pero todo lo demás sería perder el tiempo.
—No te entiendo —me eché a reír—. Me estaba imaginando que te gustaban las mujeres como Ana…
—¿Qué Ana? —me miró con un interés repentino, el ceño fruncido, las cejas arqueadas, una expresión de asombro purísimo en todos sus rasgos.
—Anita —aclaré, con cierta sorna, y él se rió.
—¡Ah, Anita! —repitió—. Sí, sí, claro que me gusta. Mucho. Anita está buenísima.
—Pues es muy alta, y mucho más exuberante que la panadera.
—Ya, pero no es modelo.
—Claro, y yo no te entiendo —insistí—. Creí que no te gustaban las mujeres delgadas.
—A mí no. A mi cámara sí —hizo una pausa antes de explicarse, y luego escogió las palabras con cuidado—. No es lo mismo. ¿Tú te has fijado alguna vez en la forma de las perchas, o en los armazones de madera que usan los buenos sastres? Cuando yo fotografiaba moda, mi cliente era el modisto, no la modelo. Mi obligación era fotografiar la ropa, no el cuerpo que la sostenía. Y lo primero que se aprende al hacer moda es que los cuerpos siempre revelan los fallos, y las perchas los ocultan. Puede que alguna vez, en una tienda, hayas visto un vestido que parecía soso, y que después, puesto, te haya gustado mucho, pero seguro que lo contrario te ha pasado un millón de veces más. Por eso, yo escogía siempre a las modelos más parecidas a las perchas de los sastres, lisas, planas, con el mínimo volumen posible, y mientras trabajaba, les iba diciendo lo maravillosas que estaban, guapísimas, arrebatadoras, irresistibles, para que no se me vinieran abajo. Ellas se lo creen siempre.
—Pero tú no…
—No, yo no, porque aunque hubiera pagado por evitarlo, antes o después, me tocaba verlas desnudas.
—Ya —y sonreí, como un amable preámbulo de la ironía—. ¿Y son tan horribles?
—Son Auschwitz —él no quiso seguirme, y se puso serio para contestar, como si le molestara la idea de que me estuviera tomando a broma sus palabras—. La mayoría tienen los muslos del tamaño de mis brazos. Supongo que hay gente a la que le gusta, pero yo jamás he tenido vocación
de torturador.
El eco de aquella palabra cortó el aire tan limpiamente como el filo de un hacha antes de clavarse en el centro de la mesa, imponiendo a ambos lados un silencio extraño. A veces, las sílabas se contagian de densidad, unas a otras, hasta que su conjunto adquiere un peso insoportable para quien las pronuncia, para quien las escucha, hasta que las conversaciones mueren de asfixia, aplastadas por la fuerza de una sola palabra como aquélla. Le miré con atención, los labios soldados, y presentí que no había calculado sus efectos antes de pronunciarla, Yo, que sólo intentaba regresar a una cena donde me había estado divirtiendo de verdad hasta hacía un momento, tampoco calculé bien los efectos de la frase que arriesgué para romper el silencio.
—O sea, que a mí no me harías fotos…
Había hablado en voz muy baja, casi un susurro, mirando al mantel, y él no me contestó al principio. Cuando levanté la cabeza, mis labios se curvaron automáticamente, dibujando una sonrisa que yo no era consciente de haber ordenado, como si hubieran podido intuir, ellos solos, que él también estaba sonriendo.
—Vestida no.
Mi sonrisa se abrió para dar paso a una risa tenue, discreta, casi íntima, que tradujo mi regocijo más de lo que hubiera convenido a los propósitos de la mujer irónica y segura de sí misma, en el más puro estilo Catwoman, que, por otro lado, en ese preciso instante había dejado de pretender ser.
—No estés tan seguro de tu instinto de fotógrafo —le advertí, de todas formas—. El cuerpo revelará los defectos de la ropa, pero a veces la ropa oculta los defectos del cuerpo.
—Mi instinto no falla nunca —contestó, risueño, antes de que su voz bajara de tono para hacerse repentinamente honda—. Y además… Vestida estás muy buena. Buenísima. Tienes un montón de margen.
Entonces capturé el brillo que esmaltaba sus ojos, me contemplé a una luz anaranjada y tibia, y rescaté a la vez frío y calor, cálculo y deseo, y el premio consistió en ganar quince años de un golpe, todos esos años que había perdido por las esquinas de mi vida volvieron a mí, y yo volví a tener diecinueve años, porque me puse tan nerviosa que dejé escapar una risita histérica al mismo tiempo que derribaba la copa del agua con un gesto incontrolado de la mano izquierda y mi servilleta caía al suelo, incapaz de mantenerse en equilibrio sobre un frenético juego de piernas.
—¿Compartirías conmigo un postre? —le pregunté al final.
—Y más cosas —me contestó.
Cuando el avión de Swissair aterrizó en Barajas cuatro días más tarde, cumpliendo escrupulosamente con el horario previsto, nada me hacía suponer que la mujer que salió del avión por la puerta trasera de los fumadores, se empotró en un autobús abarrotado, esperó pacientemente el penúltimo equipaje, y se encontró después con que nadie había venido a recogerla, fuera distinta de la que había completado todas las etapas de un proceso estrictamente inverso noventa y seis horas antes. Me sentía eufórica, desde luego, porque había ligado, y ligar es casi lo mejor que le puede pasar a una en la vida si luego todo lo demás sale bien, y en Lucerna había salido bien hasta lo más difícil, pero si hubiera podido contárselo todo a algún amigo íntimo, y él, o ella, me hubiera preguntado en aquel exacto momento si estaba colgada, yo habría contestado que no, y habría sido sincera.
Nacho Huertas, tan descarado, tan brusco, hasta tan borde a ratos, era un hombre dulce. No un tierno de manual, ni un progresista amariconado, ni un machista acomplejado, ni un seductor moderno, de esos que han aprendido a utilizar la blandura como un arma arrojadiza, sino un hombre dulce, capaz de envolverme entre sus brazos cuando me abrazaba, de transmitirme su sabor cuando me besaba, de respirar suavemente en mi oído hasta dejarme dormida, y capaz sobre todo de no obligarse a ser de esta manera, de no imponerse hacer todas estas cosas que parecen tan elementales y casi nunca resultan serlo, y que desde luego yo no me atrevía a sospechar siquiera del amante
furioso, feroz, que se había abalanzado sobre mí junto a la barra del único bar abierto; y me había mordido en los labios derribando con el codo izquierdo —esta vez él— los vasos vacíos que un camarero cansado de no hacer nada aún no se había acercado a retirar, antes de proponerse explorar mi cuerpo pequeño con sus manos grandes para sembrar un formidable estupor entre la concurrencia. Todos aquellos pulcros ciudadanos de la Confederación Helvética llegaron a ver seguramente la zona de refuerzo de mis medias, espuma negra en el borde de los muslos, y el color de mi sujetador blanco de encaje, mientras yo me desmayaba encima, debajo, entre esos dedos enormes que más parecían previstos para manejar una azada que para regular los sutilísimos mecanismos de las lentes de precisión. Luego se detuvo sin anunciarse, igual que había empezado, y no quiso mirarme, renunciando a registrar el acceso de calor que pintaba de rojo mis mejillas, mi cuello, mi frente, y me pregunté si estaría arrepentido de haber llegado tan lejos, tan pronto, o si habría sucumbido a un súbito ataque de la indeseable timidez que, pese a sus esfuerzos, cualquiera podía presentir más allá de un abrigo forrado de ingenio y frases hechas, pero me equivoqué, porque sólo estaba buscando dinero en sus bolsillos, y cuando lo encontró, lo dejó encima de la barra, y murmuró aquello.
—Te tenía muchas ganas —y desde ese instante sus ojos permanecieron fijos en los míos—, muchas, desde que te he visto… Me pasa sólo a veces, y me cuesta mucho trabajo controlarme.
Entonces fui yo quien bajó del taburete, yo quien se abalanzó sobre él, yo quien le mordió en los labios, y algunos viejos del fondo aplaudieron. No recuerdo siquiera cómo acertamos a llegar al hotel, qué misterioso instinto le guió mientras avanzábamos a trompicones, sus manos emboscadas en el vuelo de mi gabardina, todos mis botones abiertos, la falda sosteniéndose milagrosamente sola sobre mis caderas, y las medias explotando en un pequeño estrépito de roturas paralelas, confundidos el uno en el otro, más que abrazados, y perdidos, creía yo, hasta que reconocí la puerta del hotel y la atravesé sin darme cuenta de nada. Él había recobrado súbitamente la compostura y se acercó al mostrador para pedir dos llaves, me tendió una y me llevó de la mano hasta el ascensor. Su habitación estaba en el cuarto piso, la mía también. Cuando lo alcanzamos, me cedió el paso y salió detrás de mí. y los dos nos quedamos parados en el pasillo, uno frente a otro, mirándonos en silencio, como si de repente ya no tuviéramos nada más que hacer, nada que decir.
—Podemos ir a tu habitación, si quieres —murmuró él, después de un rato, y añadió una frase para maquillar su impaciencia, tal vez su desconcierto, de galantería, ese tradicional recurso de distancia—. Será mucho más cómodo para ti.
Yo le sonreí mientras me preguntaba si de verdad me apetecía acostarme con él, después de todo, y recuerdo nítidamente, y a pesar de la decisión con la que me negué más tarde a recordar ese detalle, que me daba un poco de pereza la idea, pero estaba muy emocionada, es curioso, ahora estoy casi segura de que la emoción desplazó a otros muchos sentimientos que ni siquiera llegaron a brotar en mi interior, como si hubieran muerto de asfixia antes de nacer, deseo, incertidumbre, lujuria, complicidad, cariño, admiración o autocomplacencia, nada de eso encontré en mí, sólo emoción, la promesa de un triunfo equívoco, una llave que parecía encajar exactamente en el cerrojo de esa puerta por la que se fuga el tiempo, mi tiempo.
No le dije que sí, pero eché a andar hacia mi cuarto, y él me siguió. Lo demás resultó demasiado similar a una aventura clásica entre vulgares mortales, mucho más de lo que a mí me habría gustado, y sin embargo, y aunque yo no conocía su cuerpo, ni él conocía el mío, mi piel reconoció la suya desde el principio, y pude besarle, abrazarle, acariciarle, sin escuchar esa irritante voz que otras veces me había recomendado, desde mis propias visceras, que saliera corriendo lo antes posible con los ojos fijos en la única salida, sin perder el tiempo y sin decir nada, mis manos, mis pies, mi memoria y todo su contenido, volcados al unísono en el urgente rescate de mi dignidad. Pero nada de eso pasó, Nacho Huertas era un hombre dulce.
—¿Me quedo a dormir aquí? —me preguntó después—. Nunca sé muy bien qué hacer, no sé si es mejor irse o quedarse…
—¡Oh, bueno…! —dije yo para ganar tiempo, porque la verdad es que ya había imaginado lo
maravillosamente bien que me sentiría al quedarme sola en aquella cama tan grande y tan caliente, evocando cada una de sus palabras, cada una de sus acciones, la presión exacta de cada uno de sus dedos sobre la superficie de mi cuerpo—. Quédate si quieres, pero sólo si te apetece, o si no… Haz lo que quieras.
Se levantó para ir al baño, y comprobé que tenía un culo estupendo, redondo, y carnoso, y duro, un culo para morder, para amasar, me encantan los culos de los hombres y se lo dije, le escuché reír al otro lado de la puerta. Luego, apagó la luz antes de meterse en la cama, y me abrazó, recorriendo mí espalda con las dos manos mientras me besaba suavemente en la cara, arrullándome como se suele hacer con los niños pequeños.
—Mi instinto no falla nunca —alcancé a escuchar antes de adormecerme—. Ya lo has visto…
Amanecí en el extremo de la cama estrictamente opuesto al que él ocupaba, pero me gustó encontrármelo debajo de las mismas sábanas. En contra de todo lo previsible, el despertar también fue dulce, tanto que me atreví a pedirle una cosa. Siempre había pensado que existe una familia de signos, apenas una docena de gestos breves, sin importancia, que bastan para convertir a un hombre en algo tan precioso, tan irreemplazable y tan vital como sólo algunos hombres logran llegar a ser. El primero de todos ellos tiene que ver con los desayunos. Un tío capaz de descolgar el teléfono por su propia iniciativa para pedir dos desayunos continentales con zumo de naranja, aplomo y decisión, puede llegar a ser el hombre de la vida de cualquiera, eso pensaba yo, aunque no me atreví a llegar tan lejos al sugerírselo.
—Pero es que yo no hablo alemán —objetó él, en cambio—, y prefiero desayunar abajo, se pierde menos tiempo, ¿no?
—Claro, claro —contesté, y no me consentí a mí misma el menor indicio de desánimo.
Algunos días después, cuando entré en el despacho de Ana para contarle cómo había ido todo, me encontré habiéndole de Nacho casi sin proponérmelo, y ni siquiera me di cuenta de que, a fuerza de prohibirme a mí misma cualquier indicio de desánimo, lo que le estaba contando cada vez tenía menos que ver con lo que había ocurrido en realidad.
No conozco nada tan desmoralizador como llegar a casa hecha polvo y encontrar 23 llamadas registradas en la ventanita del contestador automático.
—Clack. Piií, Ana Luisa, hija, soy mamá. Acabo de escuchar tu mensaje y no me lo puedo creer, no te digo más… Es que, desde luego, las reuniones esas que te ponen en el trabajo, parece que lo hacen a mala idea, no sé… ¿Y con quién voy a ir y o ahora a la ópera? Por favor, si llamas a tu casa desde la oficina, llámame, estoy perdida, vamos, que no sé qué hacer. Un beso. / Clack. Piií, Anita, hija, soy tu padre. ¿Quién te creerás que me acaba de llamar? ¡Tu madre! ¿No es increíble? Y se me ha puesto a lloriquear porque no quiero ir a la ópera con ella, Rigoletto, ¡no te digo! ¿Y para qué nos hemos separado, a ver, puede saberse…? En fin, me imagino que no estás por ahí. Llámame esta noche y hablamos, muchos besos, cariño. / Clack. Piií, Ana Luisa, cielo, ya sé que no estás, pero en la oficina me han dicho que acababas de irte a no sé dónde, en fin, no me extraña, cuando estás, siempre estás reunida… Soy mamá. Papá me acaba de dar un disgusto horroroso, fíjate que he recurrido a él, porque no se me ocurría llamar a nadie más. A ver, mis amigas no podían, Elena está de viaje, Ángela había quedado con un novio rarísimo que se ha echado ahora, y Marisol ya se había comprometido a quedarse en casa cuidando a su nieta, total, que le he dicho, por favor, Pablo, ¿querrías acompañarme a la ópera…? Si a él de siempre le ha gustado mucho salir, no te puedes figurar la cantidad de broncas que hemos tenido por eso, bueno, pues le ha dado por decir barbaridades, y me ha salido con unas groserías intolera… / Clack. Piií, Sigo siendo yo, hija, hay que ver, qué contestador tan impaciente tienes… ¿Qué te estaba contando yo? Ah, sí, lo de tu padre, que no sabes qué disgusto me ha dado, porque una cosa es que nos hayamos separado y otra que, a estas alturas, después de treinta años de vivir juntos, no podamos salir ni una noche siquiera, vamos, digo yo… En fin, da lo mismo, ya nada tiene remedio. Que te quiero. Llámame, por favor. Un beso. / Clack. Piií, Mamá, soy Amanda. Llámame, que ya sabes que papá no quiere que me gaste dinero en conferencias y necesito urgentísimamente hablar contigo. Chao. /Clack. Puf,… Hola… Hola Ana, soy Angustias… Bueno… Pues que me he tenido que ir de tu casa media hora antes porque tenía cita en el médico del seguro…, por lo de la espalda de mi marido, ¿sabes…? Que no han venido los de la lavadora… Vale… Que adiós, que no sé hablar con el trasto éste… / Clack. Piií, Anita, soy tu padre. Que no sé si me he pasado con tu madre, hija, bueno, más bien que me he pasado. ¡Si es que a mí no me gusta la ópera! Y ella lo sabe, ¿no lo va a saber? Total, que para esto no sé por qué se empeñó en que nos separáramos… Si hablas con ella, dile que siento mucho haberle dicho que no me salía de los cojones, y…, y lo otro, ella sabe… No quiero que se enfade. Llámala, y llámame luego. Muchos besos. / Clack. Piií, ¿Ana? Soy Paula. Ya sé que no estás ahí, pero te llamo por si llego a tiempo. Me acaba de llamar mamá, ¿sabes?, que estaba llorando porque ha tenido otra bronca con papá, etcétera. Lo típico, vamos. Yo creo que, igual, de ésta, vuelven a volver. Bueno, a lo que iba. ¿Tú podrías quedarte con mi hijo esta noche? Así acompañaría yo a mamá a la ópera. El niño está con la chica hasta las ocho y media, y te lo puede dejar en casa cuando se vaya. Adolfo está en Asturias, en un congreso de histólogos. Te vuelvo a llamar, un beso. / Clack. Piií, ¿Ana?, soy Forito Cuando llegues, llámame, por favor, tengo que hablar contigo. / Clack. Piií, Mamá, soy Amanda otra vez, por si habías vuelto ya. Vale, llámame, porfa. Au revoir. / Clack. Piií, ¿Ana?, soy Félix. Cuando llames a Amanda, dile que me pase el teléfono. Todavía tenemos asuntos comunes pendientes, y son deudas con el Fisco, lo siento. Voy a ir a Madrid dentro de un mes, como mucho dos, ya te contaré, un beso. / Clack. Piií, Buenas tardes, llamamos del Servicio Técnico. Hemos estado en su casa esta mañana y no hemos podido efectuar la reparación porque nadie nos ha abierto la puerta… Adiós… Gracias… / Clack. Piií, Ana Luisa, hija, soy mamá. Parece que Paula puede acompañarme a la ópera si tú puedes quedarte con el niño cuando se vaya la chica. La función
empieza a las ocho. Espero que llegues a casa antes de las siete y media, porque si no… En fin, un beso. Te quiero. Soy mamá. / Clack. Piií, Anita, cariño, soy tu padre. Paula me acaba de llamar, y me ha regañado mucho, pero yo creo que no tiene razón. ¿Por qué me va a tener que gustar a mí la ópera, a ver, por qué? No quiero que al final acabéis todos enfadados conmigo. Llámame esta noche, anda. / Clack. Piií, Espero que éste sea el contestador de Ana Hernández Peña. Soy Marta Peregrin, y… No sé por qué, pero no he cobrado la factura de este mes, y eran cuatro reportajes. Necesito el dinero, desde luego, no puedo vivir del aire. Bueno, prefiero suponer que la culpa no es tuya, pero no estaría mal que me llamaras. Hasta luego. / Clack. Piií, Hola Ana, soy Mariola. Esta noche tenemos una cita muy importante, y nos ha fallado la canguro. Te llamaba por si tú no tenías nada que hacer… pero ya veo que no estás. Si llegas pronto, llama, de todas formas. Gracias. / Clack. Piií, ¡ Anitaaa! Soy tu hermano Antonio. Mamá me está poniendo la cabeza como un bombo, y era para que me lo contaras, porque desde luego no pienso quitar el contestador… Bueno, pues ya nos veremos. Un besazo, guapa. / Clack. Piií, Ana Luisa, hija, soy mamá. Todo está arreglado, tú no te preocupes por nada. He llamado a mi amiga Marisol y me ha dicho que le daba lo mismo cuidar a su nieta sola, o con mi nieto, así que Paula y yo nos vamos a ver Rigoletto. ¡Me hace tanta ilusión! Ya te contaré. Un beso. / Clack. Piií, Hola, Ana, soy Paula. Que al final, Jorge se va a quedar en casa de Marisol, todo arreglado. Espero no dormirme en la ópera. Te llamo luego, un beso. / Clack. Piií, ¿Ana? Soy Félix… ¿Todavía no has vuelto? ¡Joder, qué vida te pegas! Llámanos. Amanda quiere hablar contigo y yo también. / Clack. Piif, Anita, hija, soy tu padre… En casa de mamá no hay nadie, en casa de Paula tampoco, Antonio y tú con el contestador y Mariola sin haberse enterado de nada, para variar. No estaréis enfadados conmigo, ¿verdad? Por favor, dime algo. Te quiero mucho, hija, muchos besos. / Clack. Piií, ¡Albricias, Ana! Soy Fran. Supongo que no te habrá dado tiempo a volver a casa, pero necesitaba contarte que, de momento, en los registros del ISBN no existe ningún Atlas de Geografía Humana en fascículos. ¡Has estado genial! Que lo sepas. Hasta mañana y un beso. / Clack. Piií, Ana, soy Forito… Es urgente, es que… no he cobrado este mes. No sé si lo han hecho con todos, o… A ver si puedes llamarme, por favor. / Clack. Piií, ¿Anita? Soy Nacho Huertas. Te llamo para pedirte el teléfono de Rosa Lara. Me… me ha llamado, y yo también tengo que hablar con ella. Espero que todo vaya estupendamente, muchos besos. /Clack. Piií. Clack. Clack. Pi.
Nada más descorazonador que escuchar precisamente estos 23 mensajes cuando llego a casa hecha polvo, podría haberme dicho, pero me consolé pensando que, al menos, la colección estaba a salvo, y que la había salvado yo. Todavía me ponía colorada cada vez que recordaba aquella cena, el desastre de las fotos de Suiza, aquel error tan tonto que nunca me podré perdonar precisamente por eso, y sobre todo porque había ocurrido en el peor momento de Rosa, la fase más crítica de la enfermedad del tiburón, ese virus voracísimo que la había atacado apenas vio su nombre en la puerta de un despacho, para transformarla de golpe en una especie de desproporcionado híbrido de Fran y la redactora divertida, inteligente y muy normal, que era ella misma cuando yo la conocí, en otro despacho del mismo edificio. La gente me cae bien en general, pero a Rosa he llegado incluso a cogerle cariño, por eso me dio tanta rabia proporcionarle un motivo más para perseverar en la infamia del superior implacable. Sin embargo, aquella misma tarde, cuando Fran nos convocó en su despacho sin avisar, sin atender a excusas y sin una triste copa de por medio, esa escueta hospitalidad que preludia las verdaderas emergencias, su sonrisa ausente, una expresión tan inmutable como si le hubieran prendido los labios con alfileres el mismo día que vino a verme, a la vuelta de Lucerna, hacía una semana ya, apenas me sugirió algo más que aquello de que el remedio puede ser peor que la enfermedad.
—¡Hijos de puta!
Eso fue todo lo que dijo, y no era para menos, desde luego. Yo ni siquiera llegué a tanto, porque desde que me encontré a Fran sentada y no de pie, callada y no engarzando un discurso casi cómico a base de frases hechas —os he convocado para cambiar impresiones, creo que conviene reactualizar el programa, es el momento oportuno para hacer un balance…—, y seria, no con sonrisa
de flamante alumna de máster en relaciones públicas, esperaba malas noticias, pero nunca una putada semejante.
—Planeta–Agostini saca el lunes próximo a la calle un Atlas de Geografía Universal en 122 fascículos, para venta en quioscos —se limitó a informarnos, con su acento más seco y más concentrado—. La campaña de publicidad en televisión empieza el fin de semana que viene. En cuatro cadenas.
—¡Hijos de puta! —dijo Rosa. Y nadie se atrevió a decir nada más.
Cuando se acumuló tal cantidad de silencio que empecé a escuchar el interior de mis propios oídos, yo misma avancé la conclusión inevitable.
—Habrá que cambiarle el nombre al nuestro.
—Por supuesto —Fran asentía con la cabeza porque no le estaba contando nada nuevo—, pero está jodido, ¿sabes?, porque Atlas de Geografía General ya existe, Atlas de Geografía Mundial también, ése lo editamos nosotros mismos, en edición escolar, Atlas General de Geografía es un nombre registrado aunque nunca se ha llegado a publicar una obra que se llame así. Con deciros que existe hasta un Atlas de la Tierra, ya os digo bastante. Países del Mundo, Imágenes del Mundo…, existen títulos para todos los gustos. Con Atlas Mundial de Geografía no se ha atrevido nadie, pero suena fatal.
—Sí —murmuró Marisa, torciendo los labios—, suena un poco a–a chiste.
—Estupendo… —resumí, y el silencio se instaló de nuevo entre nosotras mientras Rosa seguía sonriendo como una boba, mirando al techo como si desde allí pudiera mirarse por dentro, o mirar a ninguna parte.
—Hay que encontrar un adjetivo —Fran volvió a la carga después de una pausa muy larga—, ¿pero cuál? Planetario es ridículo, Terrenal suena a pecado. ¿Atlas del Planeta…? No, eso parece una broma. Absoluto, Total, Completo… No sirve ninguno. Llevo dos horas rompiéndome la cabeza y nada. No lo encuentro. Podríamos titularlo Geografía Universal, a secas, pero entonces lo confundirían con el de Planeta, y el suyo sale antes. Aunque ya he decidido retrasar nuestra salida más de un mes, no podemos correr ese riesgo.
—¿Y a–algo de ecología? —Marisa nos miró, expectante, y Fran tardó algunos segundos en negar con la cabeza, en su dirección—. Bueno, como está ta–an de moda…
—Ya, pero no encaja con el texto. No se me había ocurrido antes, y es una buena idea, la verdad, pero no vale, porque hemos hecho hincapié exactamente en lo contrario, el arte, la cultura, las costumbres…
—¡No! —chillé—. ¡Ya lo tengo! Se me ha ocurrido ahora mismo, y creo que es buenísimo, pero buenísimo, en serio… Lo titulamos Atlas de Geografía Humana y andando. ¿Qué tal?
—Fantástico, Ana —y Fran se atrevió incluso a sonreír—. Sencillamente… Cojonudo, vamos.
La expresión de Rosa no cambió un ápice desde el planteamiento de la crisis hasta su resolución, y me pregunté cómo era posible que una tía tan sensata, tan lista, tan de vuelta de todo en apariencia, hubiera caído en las redes de un tipo como Nacho Huertas. La llamada que encontré en el contestador me hizo dudar, sin embargo, y cuando por fin pude rebobinar la cinta y estudiar con calma la lista de las llamadas que había recibido para intentar reducir al mínimo posible las que debería devolver a continuación, comprobé que antes, sin darme cuenta, había rodeado su nombre con un círculo, como si fuera una cifra, una solución, el resultado de una esquiva operación matemática. Decidí dejarle para el final, de todas formas.
Amanda comunicaba. Marqué una segunda vez aquella excesiva cadena de dígitos para estar segura de que no me había equivocado, como siempre que llamo a París, y dejé pasar unos minutos antes de hacer todavía un tercer intento, aunque sólo fuera por fidelidad a ese enorme número uno que había situado junto al nombre de mi hija y subrayado con tres definitivos trazos, al ordenar las llamadas inevitables.
Separarme de Amanda me había costado mucho más trabajo del que jamás me habría atrevido a sospechar, y todavía entonces, casi seis meses después de su partida, cuando descolgaba el teléfono
para llamarla y no conseguía hablar con ella, me asaltaba una desazón inexplicable, la absurda tentación de contarme mi propia vida al revés, como una descabellada necesidad de sentirme inmediata y absolutamente culpable por haberla perdido. En realidad, no la he perdido, pero a veces necesito cierto tiempo para recordarlo, para recuperar incluso la íntima felicidad que me asaltó al escucharla aquella mañana de sol de un verano recién estrenado, mientras disfrutábamos del mejor baño, el más temprano, en la piscina del edificio de apartamentos donde vive mi padre ahora. En aquel momento, me di cuenta de que ya lo había hecho todo, y de que lo había hecho bien. Mi hija, quince años recién cumplidos, razonaba como cualquier adulto al recapitular para mí, conmigo, y en voz alta, pasando por alto todos los desalentadores comentarios de su abuelo, las ventajas y los inconvenientes de su último proyecto, su primer auténtico proyecto, que pasaba por irse a vivir a París, con su padre. Nunca supuse que fuera a marcharse de verdad.
Jamás me gustó que Amanda se tomara tan en serio sus clases de ballet. La idea fue de mi marido, naturalmente, y al principio no me pareció mal, sobre todo porque se trataba de una actividad normal, hasta corriente, una saludable disciplina física que practican a la vez varios millones de niñas pequeñas en todo el mundo. Su vulgaridad representó un respiro, imprescindible ya para mí, en el descabellado plan que Félix había trazado, sin llegar a darse mucha cuenta, para convertir a nuestra hija en un bebé prodigio, tan genial, supongo, como él mismo se ha encontrado siempre a sí mismo. Cuando me matriculó en aquellos extravagantes cursillos de estimulación prenatal, todavía estaba tan colgada de él que ni siquiera tuve que simular mi entusiasmo. Tenía diecinueve años y no me había quedado embarazada por azar, nada de eso. El famoso pintor estaba a punto de cumplir treinta, y necesitaba tener un hijo antes de abordar la primera frontera crítica, esa barrera que altera el peso específico del tiempo, la amenaza de los años que se ahuecan, días que se afinan y adelgazan hasta arriesgar su propia consistencia, semanas progresivamente exiguas, incapaces de afrontar la distancia de unos viernes y unos sábados que cada vez se parecen más a los lunes y los martes, eso decía él, que la edad se paga con la levedad del tiempo, como si la vida sólo pudiera cobrarse en su antigua densidad, moneda de la juventud, que caduca igual que aquélla, y tenía razón, pero eso lo sé solamente ahora, cuando ya estoy, yo también, al otro lado de los treinta años, y empiezo a dejar de estar arrepentida de muchas cosas.
Amanda es la primera de todas. La he querido tanto como cualquier persona con suerte pueda querer a sus hijos y mucho más, porque desde aquel día en que mis ojos se perdieron en los ojos de Félix para anunciarle, con parejas dosis de admiración y de inconsciencia, que yo sería la madre de ese niño que tanto parecía necesitar, no ha habido otra válvula que regulara mi vida, y sin embargo, y porque es posible sentir al margen de un amor del que jamás se duda, durante muchos años creí que Amanda había sido el mayor de mis errores. Como mínimo, me equivocaba a medias.
No lo comprendí aquella mañana de diciembre, cuando el mundo estalló entre mis manos. Hacía mucho frío, pero mucho sol, esa bendita luz avasallando el aire hasta ganar el centro del pequeño estudio donde entonces vivía mi hermano Antonio, que se instalaba en la casa de su novia para prestarme la suya cada vez que volvía a Madrid. Amanda acababa de cumplir cuatro años. La dejé jugando en el suelo con las piezas de una arquitectura de madera cuando salí al balcón para respirar, para tiritar, para empaparme de aquel prodigio, una mañana de invierno en Madrid, el frío más puro, el sol inmaculado y un cielo tan azul como si pretendiera insultarme, burlarse de mí, mientras me adornaba con su color intenso, acuático, limpísimo, enemigo del plomo, ese otro cielo gris, sucio, turbio, que se infiltraba en mis párpados, gota a gota, para derramar tristeza y pesar sobre mis pestañas como el tedio, como la nostalgia, como el rencor. Hambrienta de luz, no escuché la puerta, ni los pasos de Amanda, Antonio tuvo que salir al balcón para encontrarme, ¿qué te pasa?, ¿a mí?, sí, estás muy rara, Ana, qué va, si no es nada, en serio, ¿quieres que salgamos a tomar una caña?, entonces sonreí y le dije que sí, porque nada en el mundo me gustaba tanto como escuchar aquellas palabras, salir, tomar una caña, ir de copas, ¿qué le pongo de tapa?, dar un paseo, ver escaparates, sentarse en una terraza, disfrutaba de todo como cuando era pequeña, más que cuando era pequeña, avanzar despacio por aceras repletas de gente que avanza despacio, parándose a cada rato para
acercarse a una vitrina, para entrar en una tienda a preguntar un precio, para saludar a otros transeúntes, el vecino de arriba, un compañero de trabajo, el frutero, el zapatero, la gitana que vende flores en la esquina, y llamarles por sus nombres, y acordarse de quién tiene artrosis y quién a un niño en la cama con gripe, y preguntar, criticar, aconsejar, cotillear, tomar el pelo al que se deja, comentar esa película que pusieron anoche por televisión, pasear un poquito, echar un ratito de charla, dar una vueltecita, jugar una partidita de mus, tomarse un cafetito, o un chocolate con unos churritos, en una ciudad donde hay tantos placeres pequeños que nombrar con diminutivos, y tanta gente, tantos bares, tantas calles, tantos millones de maneras de saber perder el tiempo, lo echaba todo de menos, lo echaba tanto de menos que, cada vez que volvía, las fachadas de ladrillo me parecían personas, rostros amables, familiares, ojos oscuros en los huecos de los balcones, y mi mirada saludaba cada edificio desde la acera hasta el tejado, manchas verdes de macetas en las terrazas de los áticos y ángulos de tejas rojas, rojo intenso contra el azul de un cielo intenso, porque los colores dejan de ser cualidades para convertirse en seres completos cuando alguien los abandona para irse a vivir a un gigantesco patio de armas triste de gris, sucio de negro.
Cuando atravesamos las puertas de cristal de mi bar preferido, una gran cervecería de Eloy Gonzalo —cerveza de barril, vermut de barril, sidra de barril, botellas de vino de todas las bodegas españolas, y una descomunal barra en U cubierta de expositores de cristal tras los que se agolpaban bandejas y fuentes con, tal vez, un centenar de tapas distintas—, nos recibió un monótono sonsonete de números, la preceptiva salmodia del rito inaugural, el más pagano, por eso recordaré siempre la fecha, 22 de diciembre, todo el mundo pendiente del sorteo de Navidad, yo no jugaba, Antonio sí, participaciones de todos los precios en diez o doce números distintos, mil pesetas con mis padres y un décimo entero a medias con su novia de entonces, pero yo no jugaba, eso fue lo primero que pensé, y se me hizo un nudo en la garganta, porque yo no jugaba, y la lotería era lo de menos, y esa botellita de cristal transparente, rellena de un líquido muy claro, entre blanco y amarillo, con un tapón de corcho perforado por una boquilla de metal, que el camarero acercó a nuestras dos cañas junto con un plato diminuto en el que se contaban siete u ocho berberechos, importaba todavía menos, pero me hizo mucha ilusión verla, levantarla, inclinarla con cuidado sobre el cuerpo de los pequeñísimos moluscos desnudos, era un aliño de agua con sal, vino blanco y unas gotas de limón, lo conocía desde niña pero apenas recordaba su sabor, había perdido ya tantos sabores, ¿qué te apetece?, mi hermano se había inclinado sobre la barra para estudiar la oferta de los mostradores, ¿boquerones en vinagre?, sí, contesté, mientras masticaba un berberecho, me gustan mucho los boquerones, él no me miró mientras hablaba con el camarero y luego fue demasiado tarde, póngame unas pocas patatas fritas para la niña y unas aceitunas…, no, rellenas no, hizo una pausa antes de sentenciarme, mejor de Camporreal, a ti te gustaban mucho, ¿no, Ana?, y ya no pude contestar, me limité a mover la cabeza de arriba abajo, claro que me gustaban, quise responder, y todavía me encantan, aceitunas de Camporreal, mis favoritas, que no son verdes, como las sevillanas, ni negras del todo, como esas tan gordas, de lata, pero tienen un punto único, una nota amarga en la dulzura de las hierbas maceradas, sacrificadas en beneficio de la oscuridad brillante de unos frutos capaces de doler en la memoria, aceitunas de Camporreal, la clave del enigma, aceitunas de Camporreal, la cifra de la pérdida, aceitunas de Camporreal, un nombre de la ausencia, y las que más me gustan…
¿Qué te pasa, Ana?, Antonio apenas pudo ver mi rostro, tan deprisa lo escondí entre las solapas de su cazadora de cuero, ¿qué te pasa?, no podía verme, pero me oía llorar, a la fuerza tenía que oírme llorar porque yo no había llorado así en mi vida, mi llanto se imponía al eco del sorteo televisado, a los crujidos de las servilletas de papel, al ruido de los vasos que se entrechocaban sobre la barra, al rumor de las conversaciones que sostenían el sordo estrépito de un bar lleno de gente, yo apenas alcanzaba a escuchar mi llanto y una sola pregunta, mil veces repetida, ¿qué te pasa, Ana?, y no podía contestar, la piel de mi cara se estaba quemando y las puntas de mis labios se dolían en los extremos de una mueca desencajada y tensísima, grotescamente parecida a una sonrisa abierta, pero yo no podía hacer ninguna cosa por ellos, nada por mí, sólo llorar, y lloré como si fuera posible desangrarse de llanto. Luego, después de una eternidad que en los relojes apenas
abarcó el espacio de cinco minutos, recobré una apariencia de serenidad, y ni siquiera entonces fui capaz de explicarle a mi hermano lo que me pasaba, pero antes de que la mañana terminara del todo, dejé de encontrarme sola. Inexplicablemente, sentía que la ciudad, mi ciudad, me acompañaba. Aquella misma noche anuncié a Félix, por teléfono, que había decidido no volver a París después de Reyes.
Luego, durante muchos años, espanté sin querer docenas de conversaciones tras confesar, con un acento tan vehemente de sinceridad como audaz de puro inocente, que París me parecía una ciudad detestable. Y es verdad que la detesto, pero además, allí fui muy infeliz.
Cada ciudad posee su propio rostro, su propio gusto, su propio carácter, y el tiempo no transcurre a la misma velocidad en todas ellas. Entre las bolas negras del gigantesco bombo que echa a andar cuando nace una persona, para que el azar, como esas malas brujas que irrumpen por sorpresa en los bautizos, accione la palanca con una mano esencialmente caprichosa, insensible, ignorante de la piedad, se cuenta también la incompatibilidad de ciertos rostros, ciertos gustos, ciertos caracteres, con la voluntad de la ciudad a la que están abocados. En ese preciso tramo del sorteo, yo recibí una bola blanca, pero las cosas no habrían ido mejor si Félix y yo nos hubiéramos quedado a vivir en Madrid, y su bola negra, entonces, habría pesado muy poco. Sin embargo, ya se sabe que hasta las madres más indiferentes con la suerte de los niños que hablan solos en el patio familiar son capaces de volverse locas de alegría cuando recuperan al que se ha perdido. Las madres amantes, mucho más peligrosas, destilan en esas ocasiones un licor espeso, dulcísimo, impregnado del aroma de la culpa, denso como el arrepentimiento, un beso líquido que puede llegar a vivir eternamente en el paladar de quien esté dispuesto a renunciar para siempre a otro amor. Por eso no dudé antes de aceptar gozosamente el cálido chantaje de la ciudad que me tendió sus brazos, por eso corrí a refugiarme en su pecho, y cerré los ojos sin pensar, y cuadré a toda prisa las cifras de mi vida para obtener un cero y empezar otra vez, columpiándome entre las ovaladas paredes de ese número sabio que expresa la nada. Tenía veinticuatro años, una hija de cuatro, una familia que había dejado de lamentar mi pérdida, y ningún título, ninguna experiencia, ninguna idea, siquiera aproximada, de cómo iba a lograr ganarme la vida.
Después de casi diez minutos de espera forzada, Amanda seguía comunicando, y decidí saltármela para ahorrarme el riesgo de ser injusta. No me atrevía a confesarlo en voz alta, pero lo cierto es que me descomponía por dentro cada vez que necesitaba recordar que ya no vivía en Madrid, conmigo, sino en París, con su padre, y que eso ocurría precisamente ahora, justo cuando estaba empezando a desprenderme de la inquietante sensación de vivir como rehén perpetua de mi propia hija.
Al principio, tras su partida, no podía evitar la tentación de consolarme a mí misma pensando cuánto mejor habría sido que su padre la reclamara once años antes, cuando empecé a vivir un frenesí de canguros, listas de la compra y platos preparados, años enteros sin pisar un cine, sin comprarme ropa, sin lograr reprimir un escalofrío de miedo auténtico cada vez que identificaba un sobre del banco al otro lado de la rejilla del buzón. La niña se chupaba más de la mitad de mi primer sueldo, recepcionista/chica de los recados en un archivo fotográfico cuyo principal accionista era al mismo tiempo el socio mayoritario de la galería que llevaba a Félix en exclusiva, el mejor contacto que pude encontrar al regresar a una ciudad que había abandonado cuando todas mis amigas eran al mismo tiempo compañeras del instituto. Mi marido no estaba dispuesto a subvencionar en ningún grado la educación prosaica, convencional, pequeñoburguesa y potencialmente castradora de toda creatividad que, en su opinión, yo había diseñado para la niña, así que yo pagaba un colegio normal, con un comedor normal y una ruta de autobús normal, y él corría con los gastos del ballet, el violín Suzuki y el taller de expresividad teatral de los sábados por la mañana —que por cierto, me venía muy bien para hacer la compra—, y se negaba en redondo a admitir que Amanda, al margen de las necesidades del espíritu, tuviera también un cuerpo que precisara de alimentos, ropa, agua caliente,
luz eléctrica, calefacción en invierno y un poco de aire libre en verano. Vuestra casa está aquí, me decía, aquí hay luz, y agua, y calefacción, y espacio, y objetos que son vuestros. Vuelve…
Eso me decía, y al escucharlo, las primeras veces, me ponía colorada de rabia y de indignación. Luego, empezó a darme lo mismo, y al final, tenía que colgar apresuradamente para que no se diera cuenta de que me estaba muriendo de risa. Algunas noches del día 29 de cualquier mes, en cambio, mientras hacía solitarios con los recibos —éste lo pago, éste no, éste lo pago, éste no—, antes de resignarme a recurrir, una vez más que nunca sería la última, a la peligrosísima generosidad de mis padres, mi situación me parecía bastante menos cómica, pero incluso entonces me imponía una especie de estado de alerta interior que me parecía imprescindible para no acabar viendo doble, porque lo cierto era que yo me había ido de casa, yo me había llevado a Amanda, yo vivía con ella, y yo no estaba dispuesta a retroceder ni un milímetro en las consecuencias de todas estas decisiones. Y si en aquella época no reconocía otro verdugo que mis propios, implacables, sucesivos errores, once años después me resultaba difícil concebir algo tan indigno como recubrir los errores de Félix con un turbio barniz de reivindicaciones caducadas. Si once años antes me hubiera reclamado a la niña, me habría negado a entregársela, simplemente, pero tenía que obligarme a recordarlo antes de admitir que Amanda se había ido a vivir con él por su propia voluntad, y punto.
Mi pobre padre, que se merecía de sobra el segundo puesto en la lista de urgencias, también comunicaba. Forito, mi mejor amigo de aquellos viejos y peores tiempos del regreso, descolgó el teléfono al segundo aviso, en cambio.
—Tú no te preocupes por nada, Foro —intenté tranquilizarle en el primer, mínimo hueco de silencio, que sucedió a la atropellada relación de sus tribulaciones—. No sé muy bien lo que ha pasado este mes, pero todos los colaboradores están igual.
—Claro, si no pasan las facturas…
—No, eso no, en serio. Fran firmó tu factura, estoy segura —le escuchaba respirar, nervioso, al otro lado de la línea, y forcé la voz, para contagiarla de mis propias convicciones—. Fran es absolutamente de fiar, te lo digo yo. Será muy pesada con los plazos, muy exigente con el trabajo y todo lo que tú quieras, pero para las pelas es superlegal, te lo juro, no tiene nada que ver con el resto de su familia… Mira, por cierto, esa recomendada que su hermano Miguel nos metió por las narices, está exactamente igual, me acaba de llamar ella también. Y ya sabes que él es un chorizo, pero se la debe estar follando, así que, por la cuenta que le trae…
—Ya, pero… ¿Y yo qué hago?
—Pues nada, de momento nada, esperarme. Mañana, lo primero que hago al llegar a la oficina es pasarme por Contabilidad, a preguntar, tú tranquilo.., Y si hace falta, hablo con Fran y que monte un pollo. Tampoco sería la primera vez.
—No, eso es verdad.
Si me atreví a ir más allá, fue porque estaba tan convencida de que confiaba en mí como de que mi discurso todavía no había logrado serenarle del todo.
—Y otra cosa, Foro. Si necesitas dinero adelantado para el alquiler, o… para lo que sea, dímelo. Yo te lo dejo encantada.
—Ni hablar, ni hablar, ni hablar, ni hablar—mi oferta había aportado una garantía suficiente para que el viejo pájaro mojado que piaba en mi oído un par de segundos antes se hubiera disuelto ya en beneficio del vehemente, cortés y alcoholizado caballero al que estaba acostumbrada—. Eso ni me lo vuelvas a decir, que me enfado.
—¿Cómo que no? —insistí, de todas formas, porque me daba mucha rabia saber que en emergencias como aquélla no le quedaba más remedio que tirar de los ahorros que juntaba milagrosamente para pagar la carrera de su hijo, y porque mis palabras, además, eran sinceras—. De verdad, tío, que no me importa, van a ser unos días solamente. Estos hijos de puta retienen los pagos porque deben tener el dinero invertido a plazo por semanas, o a lo mejor hasta por días, vete tú a saber…
—¡Que no! —él también insistió, fingiendo un teatral acceso de rudeza antes de instalarse en una
concupiscencia zumbona que me advirtió que por fin había logrado convencerle—. Nunca he consentido que las mujeres me mantengan a cambio de nada. Si necesitaras algo, ya sería otra cosa… Podríamos estudiarlo.
—¡Pues sí —reí, y él me acompañó en la otra punta de la línea—, era lo que me faltaba, a mí, reconocer que necesito otra cosa! ¡Estás hecho un viejo verde…! Bueno, ven a verme mañana, como a las once, ¿vale? Y otra cosa. ¿Estás bien?
—No estoy demasiado mal. ¿Y tú?
—Yo también podría estar peor.
Y sin embargo, cuando colgué el teléfono ya me había indignado a fondo. De todas las catástrofes inevitablemente aparejadas a la edad que mi madre disfrutaba prediciendo para mí cuando yo era apenas una adolescente, ésta es la única que no se ha cumplido en el plazo previsto. Me he inflado de hacer tonterías con mi vida, me he arrepentido de no haber estudiado en la universidad, he llorado amargamente por desperdiciar mi juventud al lado de un hombre equivocado, debería haber conocido a otros chicos antes de ennoviarme con el primero que se me cruzó, nada me consuela por haberme casado tres semanas después de conquistar la mayoría de edad, el peor error de cuantos podía cometer fue largarme a vivir al extranjero de recién casada, jamás debería haber tenido un hijo tan joven, eso sí, toda eso sí, lo admito, lo reconozco, lo padezco, pero, a cambio, aún me sigo indignando con una facilidad asombrosa, me paso media vida indignada, y lo celebro, porque no dispongo de ningún otro indicio para sospechar que mi vida, yo misma, quizás también otras cosas en este mundo, tenemos arreglo. El día que por fin deje de indignarme, me habré muerto o habré empezado a estar de acuerdo con lo que soy, es decir, seré feliz. Sólo la milagrosa perspectiva de la segunda hipótesis compensa el riesgo incalculablemente atroz de la primera.
Nadie que esté acostumbrado a vivir sin hacer números, a ofrecerse a pagar rondas de cerveza sin tener que pensarlo dos veces, a dejar que los días pasen apaciblemente en pos del último de cada mes, en la inconmovible certeza de que esa fecha coincidirá con el ingreso de una nueva, flamante, rotunda nómina en su cuenta corriente del banco, puede imaginar siquiera la secreta angustia que hace envejecer deprisa a los colaboradores. Nadie que no haya sentido que sus piernas se aflojan a cada paso mientras avanza por un pasillo siempre largo y de repente brevísimo, para percibir después que la saliva ha abandonado repentinamente su boca, y carraspear de rabia al divisar una ventanilla de marcos metálicos antes de saludar, con una cortesía forzada más propia de las súplicas, a cualquier empleadillo con cara de mala leche —siempre están de mala leche, como si quisieran aparentar que el dinero que pagan es suyo, bien instalados en el más puro, abyecto grado de la gusanidad—, puede siquiera sospechar lo humillante que resulta tener que reclamar, con un mes, o dos, o tres meses de retraso, un dinero viejo y casi siempre gastado de antemano, que ya ni siquiera hace ilusión cobrar. Yo, en cambio, he tenido que afrontar ese viaje tantas veces antes de ganarme a pulso, como casi todo el mundo en esta profesión, un contrato de obra en condiciones aceptables, que no puedo perdonar la brutal desmemoria de quienes, en mi misma situación, son incapaces de mover un dedo para que sus colaboradores cobren a tiempo. Rosa, que también sabe lo que significa vivir a cuenta de facturas atrasadas, se mostró en cambio dispuesta a colaborar conmigo desde el primer momento. En mi departamento, los fotógrafos que trabajan por su cuenta cobran antes que los archivos independientes, y éstos, antes que los que pertenecen a editoriales de la competencia. O eso es lo que intentamos, por lo menos. Y si me indigné tanto después de tranquilizar a Foro, fue porque estaba segura de que la cadena no se había roto en Fran.
Doña Francisca Antúnez, un nombre temible, inmediato a la cúspide en el gigantesco organigrama que preside el vestíbulo, es una mujer bastante particular, como deben de serlo, supongo, todas las personas que habitan en la exacta intersección de media docena de contradicciones perpetuas. La conozco desde hace muchos años y apenas conozco algo de ella, pero siempre he sospechado que sería mucho más feliz si le hubiera tocado vivir una vida distinta, cualquier otra vida que sería más fácil siendo más difícil, más cómoda siendo más dura, más
afortunada siéndolo muchísimo menos que la que le ha tocado vivir en realidad. Sin embargo, no me extrañaría tropezarme con alguien que opinara exactamente !o contrario, porque el saldo de cualquier batalla de resultado eternamente incierto consiste siempre en esa precisa dosis de ambigüedad que define a Fran —como está obligado a llamarla todo el mundo, botones, secretarias y porteros incluidos— por dentro y por fuera, más que cualquier otro rasgo.
Desgarbada más que alta, huesuda más que delgada, nadie que haya dispuesto de tantas oportunidades para parecerse a una garza logra evocar tan certeramente la silueta de una cigüeña patosa. Siempre parapetada tras el precio de una ropa excelente y excelentemente escogida —en la que sin embargo parece buscar refugio, más que esa complaciente seguridad que fabrica a una mujer elegante—, su rostro anguloso, de rasgos duros, casi masculinos, se derrumba a veces sin aparentarlo. Entonces sus ojos, unos ojos en cambio muy bonitos y muy dulces, se agrandan durante un instante, contagiándose de la líquida indecisión que esmalta los ojos de los niños que están a punto de echarse a llorar, pero Fran no llora nunca. A cambio, sus labios se tensan mientras multiplican sus órdenes, más tajantes, más inapelables, más molestas de lo habitual. Hay gente, escasa pero sincera, que la encuentra atractiva. Son más los que dicen que es fea, aun reconociendo que ese adjetivo no le cuadra exactamente, pero estoy segura de que la mayoría de las personas que la conocen serían incapaces de clasificarla en una categoría convencional, y no sólo en lo que respecta a su aspecto. Nunca he trabajado para nadie que estuviera tan empeñado en mandar tanto y que, al mismo tiempo, pareciera tan incómodo en la tarea de mandar. Nunca un empresario de izquierdas se ha dejado tanto el alma en seguir siendo a la vez empresario y de izquierdas, sufriendo como ella sufre en el trance de ser fiel a un proyecto tan exótico, y a la vez, a su familia y a su marido, abogado laboralista —fundador y propietario de un despacho donde trabajan por lo menos veinte abogados laboralistas más—, listísimo, rojísimo y riquísimo, que resolvió todos sus conflictos de un plumazo hace un montón de años dejando de tratar, en primer lugar, a la familia de su mujer, con la única excepción de su suegro, que tampoco se habla con sus hijos varones. Cuando Fran menciona el nombre de su marido, baja la voz, como si tuviera miedo de desgastarlo. Su amor por él, después de tantos años, me parece tan monstruosamente prodigioso, tan prodigiosamente envidiable, que me basta para perdonarle casi cualquier cosa, incluso en los días peores. Sus hermanos ya son otro tema.
Antonio Antúnez es un hombre muy capaz, ambicioso, elegante, discreto, sobrio, impecablemente educado y un auténtico cabrón. Miguel, el primogénito, es menos capaz, mucho menos ambicioso, más elegante, poco discreto, nada sobrio, e igual de impecablemente educado, eso sí. Es mejor que su hermano si la calidad de una persona se mide en el número de sus escrúpulos morales, pero infinitamente más chulo, y además, el hombre más guapo con el que me he acostado en mi vida.
Cuando me enrollé con él, apenas conocía a Fran de vista. No hacía ni dos meses que había empezado a colaborar en la editorial, y en otro departamento, por cierto, nada que ver con sus dominios de libro de texto, pero me echó el ojo la primera vez que nos cruzamos por un pasillo, y yo me di cuenta, y me pareció muy bien, los tíos como él no andan precisamente sueltos por ahí. Me sacaba holgadamente la cabeza, así que debía de medir más de un metro noventa, y disponía de un cuerpo a juego, todo un lujo para esa clase de mujeres que todavía no sabemos bailar derechas porque tuvimos que aprender con chicos muy bajitos. Tenía el pelo negro, los ojos negros, los dientes blanquísimos, y una piel perfecta, lisa, mullida, que brillaba como si estuviera perpetuamente impregnada de aceite —nada que ver con los granos y las manchas y las verruguitas que estampan el escote y los hombros de Fran cuando se pone vestidos de tirantes, en verano—, y era muy guapo, tan guapo que sus labios parecían hincharse y crujir cada vez que sonreía, y sus pestañas, larguísimas, hacían casi ruido al tropezarse entre sí desde el borde de sus párpados. El hombre inmejorable, eso me pareció, y por eso me dejé cortejar mínimamente en despachos y pasillos —el viejo truco de la cola de la fotocopiadora— para resistirme sólo la primera vez que me propuso ir a tomar una copa, después de haber comprobado, desde la ventana adecuada, cómo
perdía el tiempo tontamente en el hall del edificio, hablando con las recepcionistas, con el portero, hojeando las revistas destinadas a las visitas, mientras esperaba a que yo saliera.
La segunda vez le dije que no podía ir a tomar copas directamente desde la editorial porque tenía que relevar a la canguro de mi hija, pero antes de que el desaliento amargara del todo las comisuras de su boca, le aclaré que, si me avisaba con tiempo, podíamos quedar cualquiera de aquellas noches. Y me avisó con tanto tiempo que fue allí mismo. Mañana, propuso, no, le contesté, mañana no pue…, pasado mañana, rectificó, y sonreí para mí, halagada por su ansiedad, hice una pausa antes de acceder, vale, y quedamos, dejé a Amanda en casa de mis padres por si acababa trasnochando más de la cuenta, pero no llegamos a tomar copas, sólo una, la situación explotó antes de que tuviéramos tiempo para acceder al plural, vamos, dijo solamente, vamos, se había empeñado en citarme al lado de mi casa con la excusa de que seguramente llegaría tarde y no quería hacerme esperar, así que fuimos, y llegamos enseguida, y fue estupendo, porque desnudo, el hermano de Fran siguió siendo el hombre más guapo con el que me he acostado en mi vida, y además, se las sabía todas, nunca he tenido un amante capaz de desenvolverse con tanta seguridad en un territorio tan pantanoso como la fase inicial de un adulterio, tenía mucha práctica, claro, y no arriesgaba nada, pero a mí todo eso me seguía pareciendo muy bien, porque nunca, jamás, en ningún momento, se me pasó por la cabeza que existiera ni la más remota probabilidad de que pudiera llegar a enamorarme de un hombre como Miguel Antúnez, así que decidí consentirle que hiciera conmigo lo que quisiera, y él supo hacerlo, y disfruté enormemente de su enorme capacidad de disfrutar de mí, y cuando terminamos de follar, la ropa de la cama esparcida sobre la moqueta y yo misteriosamente tumbada encima, sin poder reconstruir muy bien las etapas de un proceso que había empezado muy lejos, justo en la puerta de mi casa, contra la que me había aplastado cuando todavía tenía las llaves en la mano —a la mañana siguiente llegué tarde al archivo porque invertí más de media hora en encontrarlas y descubrir, entre otras cosas, que Miguel se había marchado sin calcetines—, levanté trabajosamente la cabeza y le miré, y me pareció que él estaba incluso más conmovido que yo. Entonces pensé que tal vez había encontrado un buen amante, y me puse muy contenta, porque en los tres años largos que llevaba viviendo sola en Madrid, mi vida sexual se había limitado a una docena de polvos nostálgicos, durante las visitas de Félix, de los que siempre me arrepentía luego.