PRIMERA PARTE

1

¡Lo que mi corazón ansiaba! De esto hace ya mucho tiempo.

– No puedo entrar contigo, Krista. Pero te prometo que no me marcharé hasta que estés sana y salva dentro de casa.

Aquel atardecer de noviembre íbamos en coche siguiendo el curso del Black River, al sur de Herkimer County, en el Estado de Nueva York, al oeste y un poquito al sur de la ciudad de Sparta, en una época ya muy lejana, envueltos en niebla y con un olor a humedad ligeramente metálico: el río, la lluvia.

Hay entre nosotras, las hijas -hijas para siempre, a cualquier edad-, algunas que en lugar de encontrar desagradables los olores -con toda probabilidad gemelos, enlazados- del humo de tabaco y de los licores, los consideran atractivos en extremo, incluso seductores.

Seguíamos, en coche, el curso del río para que papá me devolviera a casa. Aquel varón era Edward Diehl -anteriormente «Eddy Diehl», un nombre que alcanzó cierta notoriedad en Sparta por aquellos años-, el «Eddy Diehl» que seguiría siendo mi padre hasta la noche en que su cuerpo quedó acribillado por dieciocho proyectiles que disparó, en un espacio de diez segundos, un improvisado pelotón de ejecución formado por policías locales.

La voz ronca de papá, siempre un tanto burlona. Y ya se sabe que si eres hija te gusta que te tome el pelo, porque eso es una prueba de amor.

– Di sólo que nos hemos retrasado, Gatita. No hace falta que des más explicaciones.

Me reí. Dijera lo que dijese mi padre, lo más probable era que me echase a reír y respondiera Claro.

Siempre había que contestar deprisa a un comentario suyo, aunque no se tratara de una pregunta. Si no lo hacías, te miraba fijamente, sin fruncir el ceño pero también sin sonreír. Un suave golpecito en las costillas: ¿Eh? ¿De acuerdo?

Por supuesto Eddy me llevaba a casa un poco tarde, despreocupadamente tarde. De manera que no había confusión posible en cuanto a que era él quien me había traído a casa y no el autobús escolar.

Despreocupado, así era papá, aunque nunca de manera intencionada.

En aquel atardecer de noviembre me traía a casa no mucho antes de que lo ejecutara un pelotón de fusilamiento; a una casa de la que mi madre lo había expulsado, dándose además el caso de que las circunstancias de su expulsión habían sido humillantes para él. Se trataba de una casa de madera de dos pisos, pintada de blanco, que no tenía nada de especial pero por la que mi padre sentía mucho cariño o lo había sentido al menos años atrás: una casa que construyó en parte con sus manos; una casa cuya techumbre y pintura había supervisado; una casa como otras en la carretera del río, cuya pintura empezaba a desconcharse por el lado norte, más expuesto a los rigores del clima, y con contraventanas y molduras necesitadas de un buen repaso; una casa de la que varios años antes Eduard Diehl había sido expulsado por una orden del Juzgado de lo Penal de Herkimer County, Departamento de Asuntos Familiares. (Ni mi hermano ni yo habíamos visto aquel documento, aunque sabíamos que existía, escondido en algún lugar en el archivo legal de nuestra madre.)Mi madre guardaba fuera de nuestro alcance documentos como aquél por miedo -un miedo injustificado, pero típicamente suyo- de que uno de nosotros, imagino que yo, se pudiera apoderar de la orden judicial y hacerla pedazos.

Yo no era una hija así. Creo que no lo era. Sólo me aferraba a aquella promesa suya despreocupada: No me marcharé basta que estés sana y salva dentro de casa, Gatita.

De qué peligros podría librarme gracias a aquella precaución suya, papá no lo concretó nunca.

Me conmovió mucho que me llamara Gatita. Era mi nombre de pequeña y llevaba algún tiempo sin oírlo. Aunque ya no era una niña pequeña y él lo sabía.

Dos años antes, cuando estaba en octavo, había conseguido ver una vez a papá, mirándome. Trece años y tres o cuatro centímetros menos que a los quince, no del todo una adolescente, pero tampoco lo que se denomina una niñita, aunque con un algo infantil, joven para mi edad. Al cruzar una calle del centro, a varias manzanas del instituto, con otras dos chicas de octavo. Y chillábamos, y teníamos un ataque de risa y corríamos mientras una grúa se nos venía encima, amenazadora, con el conductor (varón, joven) provocándonos al avanzar muy deprisa e (imprudentemente) a punto de causar un pequeño maremoto de agua de alcantarilla que nos salpicara las piernas, y una vez en la acera, a salvo pero todavía riendo, sin aliento, después de un frisson de terror, vi por casualidad a un hombre que se disponía a entrar en un coche estacionado junto a la acera, y con qué atención nos miraba aquel hombre, nuestras piernas y nuestra ropa mojadas, al verlo -de pelo espeso de color ladrillo y de perfil, de manera fugaz, porque no dejé de correr, ninguna de las tres lo hizo- pensé: ¿Es ése papá? ¿Ese hombre?

Después pensaría que no. No era papá. El coche en el que se montaba no me había parecido familiar, eso fue lo que pensé.

Por supuesto, no me había vuelto para mirar. Si en la calle, a los trece años, un hombre clavaba en ti los ojos, no te dabas por aludida.

En aquel día de dos años antes, llovía. En Sparta llovía con mucha frecuencia. Desde el lago Ontario al norte y desde el oeste -desde los Grandes Lagos, más allá (los conocía sólo por los mapas y me encantaba contemplarlos: aquellos lagos semejantes a deliciosos rebaños de nubes, unidos entre sí y con nombres tan hermosos como Ontario, Erie, Hurón, Michigan, Superior, a donde nuestro padre nos había prometido a Ben y a mí que nos llevaría en algún momento, en un «viaje en yate»)- siempre había que contar con un cielo en el que podían brotar los nubarrones de lluvia, enormes masas grises y negras, como producto de una magia malévola.

De aquel paisaje y de aquellos progenitores.

De manera que también aquel segundo atardecer llovía. Y en la estrecha Hurón Pike Road la visibilidad era escasa. Cortinas de niebla pálida que eran como periodos de amnesia pasaban por delante del coche de papá, y la niebla se tragaba los faros de luces amarillas que me habían parecido tan potentes. Cuando se conduce en esas condiciones es posible olvidar dónde estás y adonde te diriges y con qué propósito, porque los escasos edificios desaparecen en la niebla y los buzones de correos surgen de la oscuridad como brazos repentinamente alzados.

– ¿Papá? Aquí… -dije, porque, bruscamente, allí estaba nuestro buzón al final del camino de grava para los coches que surgió de la niebla antes de lo que, al parecer, esperaba mi padre.

Gruñó para indicar Sí. Sé muy bien dónde demonios vives.

¿Entraría con el coche por el camino de grava hasta la casa? ¿Por aquella larga avenida llena de charcos que nos devolvía a la oscuridad? ¿Que nos llevaría como por un túnel hasta nuestra casa que, apenas visible desde la carretera en la negrura omnipresente, brillaba con una blancura fantasmal? Había una luz muy débil en las ventanas del cuarto de estar, mientras que el piso alto estaba a oscuras. Podría haberse dado que no hubiera nadie, aunque yo sabía que mi madre se encontraba en la parte de atrás, concretamente en la cocina, donde pasaba gran parte del tiempo. Si Ben estaba en casa, lo más probable era que se hallase arriba, en su cuarto, también en la parte trasera.

Antes de que se marchara -antes de que el mandamiento judicial lo echase-, mi padre había reparado el tejado de nuestra casa, muy empinado, porque había una gotera en el ático; también había cambiado algunos cables de la instalación eléctrica en el sótano, además de reforzar los escalones que subían hasta la puerta de atrás. Había sido carpintero de profesión, y muy competente; por entonces trabajaba de capataz en una empresa constructora de Sparta.

En todos los pisos dentro de la casa había pruebas del trabajo de carpintero de papá, de su interés por la casa. Cualquiera estaría tentado de pensar que Eduard Diehl sentía devoción por su familia.

Pero no entró por el camino de grava: se limitó a detenerse en la carretera.

Casi le oí murmurar Maldita sea, no lo voy a hacer.

Porque de lo contrario se habría acercado demasiado al escenario de su vergüenza. Al escenario de su expulsión. Al lugar de su dolor y de su rabia que era a veces una rabia asesina, y era demasiado peligroso para él, ya que había sido expulsado de aquel lugar por una orden del tribunal del condado y en aquel instante su aliento olía indudablemente a whisky y su rostro estaba enrojecido por el intenso fuego de su furor.

¿Les parecerá extraño que a mí, que había vivido toda mi vida en Hurón Pike Road, hija de un hombre nada distinto de otros hombres que vivían por aquellos años en Hurón Pike Road, el olor a whisky en el aliento de mi padre no me molestara sino que encontrara en él algo así como un consuelo? (Siempre que mi madre no lo supiera. Y mi madre no tenía por qué saberlo.) Un consuelo arriesgado, pero consuelo al fin y al cabo porque era familiar, era papá.

Y de repente sus mandíbulas mal afeitadas, que me rasparon y me hicieron cosquillas en la cara, se inclinaron para besarme, húmedamente, en la comisura de la boca. Sus movimientos eran impulsivos y torpes como los de un hombre que ha vivido largo tiempo por instinto y sin embargo ha llegado por fin a desconfiar del instinto igual que ha llegado a desconfiar de su capacidad de juicio, hasta de la idea que tiene de sí mismo. Incluso mientras papá me besaba, bruscamente, con un poco más de fuerza de la debida, un beso que él se proponía que yo no olvidara pronto, me estaba apartando de él porque había surgido entre los dos una avalancha de sangre caliente.

– Buenas noches, Gatita.

No era «adiós» lo que estaba diciendo, sino «buenas noches». Aquello fue crucial para mí.

No parecía que lloviera con fuerza, pero tan pronto como me apeé de su coche y eché a correr hacia la casa, comenzó una lluvia helada que me acribilló. Una increíble ráfaga de hojas mojadas se me echó encima. Corrí torpemente con la cabeza baja, me había quedado sin aliento pero sentía ganas de reír, muy consciente de mi torpeza, la mochila sujeta con una mano y golpeándome las piernas, casi poniéndome la zancadilla. Me parecía horrible pensar que mi padre pudiera estar mirándome. A mitad de camino me volví para ver -como de algún modo sabía que iba a ver- las luces traseras rojas del coche de mi padre desapareciendo en la niebla.

– ¡Papá! ¡Buenas noches!


Cualquiera pensaría ¡Pero se lo había prometido! Había prometido que esperaría hasta que estuviera sana y salva dentro de casa.

Cualquiera pensaría que me sentí decepcionada, herida. Y que ni siquiera me sorprendían la decepción y el dolor. Pero se equivocarían, porque nunca he sido una hija que juzgara a su padre, que había sido juzgado por otros con tanta dureza y crueldad y tan injustamente; y que nunca querría recordar una herida tan trivial, tan insignificante, un malentendido, un descuido momentáneo por parte de un hombre con tantas cosas más en la cabeza, un hombre al que se estaba arrastrando de manera todavía más rápida e inexorable hacia la órbita de su muerte y de su olvido más allá de la longitud del camino de grava, en el que brillaban los charcos, aquella lluviosa noche de noviembre de 1987 cuando yo tenía quince años y esperaba con impaciencia que empezara mi verdadera vida.

2

Un reproche como una flecha lanzada por el arco y dirigida a mi corazón.

Reproche en un tono de voz que casi no era de censura, que casi se podría confundir -si esto fuera una comedia televisiva y usted fuera un espectador inexperto- con picardía, con travesura.

– Estabas con él, Krista. ¿Verdad que sí?

Mi madre no subrayó el pronombre él. Con su voz apenas crítica de mamá televisiva, //era tan desapasionado como el cemento.

Ni su pregunta era una verdadera pregunta. Era una afirmación: una acusación.

– Podías haber llamado, al menos. Si no ibas a volver en el autobús. Si te hubieras molestado en pensar en alguien aparte de ti misma, y de él. Tendrías que haber sabido…

Que estaba preocupada. O si no preocupada, ofendida.

El orgullo de una madre se hiere con facilidad, no te equivoques pensando que el amor de una madre es incondicional.

Sin aliento por mi carrera bajo la lluvia e indignada, desgreñada, me quité las botas a patadas, tratando torpemente de colgar mi chaqueta en el perchero junto a la puerta, deseando a medias que se rasgara. Una chaqueta de un fantástico color morado e imitación de seda con un ribete crema que me gustaba mucho cuando estaba nueva hacía no demasiado tiempo pero de la que había llegado a pensar que parecía barata y pretenciosa. Estaba evitando enfrentarme con mi madre porque no quería tener que responder a la mirada acusadora de sus ojos, una mezcla de alivio -era verdad que le había preocupado no saber dónde estaba yo- y de indignación creciente. En la ventana cuadrada sobre la nueva encimera que mi padre había colocado al reconstruir gran parte de la cocina, nuestros reflejos parecían muy próximos por una jugarreta de la perspectiva; sin embargo, no se nos hubiera podido identificar a ninguna de las dos, ni siquiera quién era madre, ni quién hija. Con voz engañosamente tranquila mi madre dijo:

– Krista, por lo menos mírame. ¿Estabas, no es eso, con él?

Se trataba ya de él. Ahora sin confusión posible.

Un tirante de la mochila se me había enredado en los pies. Le di una patada. Me ardía la cara. Casi de manera inaudible murmuré porque no podía mentir a mi madre, que conocía muy bien mi corazón rebelde y, cuando me preguntó qué era lo que había dicho, repetí, culpable, pero desafiante:

– Sí. Estaba con… papá.

Papá era una palabra de niña pequeña. Ben llevaba años sin decirla.

– Y ¿dónde estabas, con «papá»?

– Paseando en coche. En ningún sitio.

– ¿En ningún sitio?

– Por la orilla del río. En ningún sitio en especial.

Pero sí que era especial. Porque no estábamos más que papá y yo.

La traición es lo que duele. La traición es la herida más profunda. Traición es lo que queda del amor cuando el amor ha desaparecido.

Mi madre se llamaba Lucille. Nadie utilizaba el diminutivo «Lucy». Una intensa conciencia de su autoridad -ahora de o vulnerable de su autoridad- parecía apoderarse de ella, dominarla, en momentos así, cada vez más, a medida que yo me hacía mayor; al diálogo más intrascendente le añadía siempre una misteriosa exigencia que nunca parecía llegar a ser plenamente satisfecha. Desde que el marido de Lucille, ahora su ex esposo, que era mi padre, nos había dejado definitivamente, o (eso nunca nos había quedado claro ni a Ben ni a mí) se le había obligado a dejarnos, aquella exigencia se había hecho insaciable.

– «Ningún sitio» incluirá, imagino, una parada para beber algo, seguro que sí. Te estás olvidando de esa parte.

– Bueno… -había conseguido sacar los pies del tirante de la mochila y no tenía ya justificación para no mirar a mi madre que se hallaba muy cerca, a mi lado-. Ese sitio country en la Route 31, junto a The Rapids…

– La County Line. ¿Te llevó allí?

Los ojos de mi madre brillaron como monedas de cobre. Porque ahora me había atrapado y no me dejaría marchar sin pelear.

– ¿Por qué no me has llamado? Estabas en un sitio con teléfono. Tenías que saber que te estaba esperando.

– He llamado, mamá. Lo intenté…

– No. Estaba aquí, he estado aquí desde las cuatro y cuarto. Habría oído el timbre del teléfono.

– Comunicaba cuando he llamado. Las dos o tres veces que lo he intentado, comunicaba…

Era verdad: había tratado de telefonear a mi madre desde el bar. Pero sólo dos veces. Las dos veces comunicaba. Luego había renunciado, me había olvidado.

Ahora mi madre hizo una concesión: tal vez había hablado por teléfono, sólo unos pocos minutos. Quizá, sí, se había perdido mi llamada.

– He telefoneado a Nancy -Nancy era una compañera de curso que vivía en Sparta, en cuya casa me quedaba a veces a pasar la noche- para ver si estabas allí, o si Nancy sabía dónde podías estar. No lo sabía.

– ¡Mamá, por el amor de Dios! ¿Qué necesidad tenías de llamar a Nancy?

– Krista, no uses el nombre de Dios en vano cuando estés conmigo. Es una cosa ordinaria y vulgar. Quizá tu padre diga «por el amor de Dios», y cosas mucho peores, pero no quiero oír esas expresiones en boca de mi hija.

Joder, mamá. Palabras así son todo lo que tengo.

El corazón me latió, resentido, al comprobar que a ojos de mi madre era aún una niña cuando yo sabía muy bien que había dejado de serlo hacía mucho tiempo.

– ¿Ha bebido mucho? ¿Se ha pasado?

– No.

– E iba conduciendo. ¿Estaba… borracho ?

Me di la vuelta. Aquello me repugnaba. No tenía intención de denunciar a mi padre, de la misma manera que no hubiera denunciado a mi madre ante mi padre.

Habíamos salido a trompicones de la cocina cálidamente iluminada, con armarios de reluciente madera de arce y bisagras de latón y encimeras de fórmica de color calabaza, a una especie de descansillo oscuro, siempre con olor a humedad, junto a la escalera que llevaba al segundo piso. Como en una danza agresiva mi madre parecía querer acercárseme a empujones. Y me echaba en la cara un aliento que olía a algo agrio, frenético.

Lucille no bebía, pero Lucille tenía una medicina recetada por el médico con el nombre impronunciable de Diaphra… y algo más.

– ¿Dónde vas tan deprisa, Krista? ¿Por qué tienes tantas ganas de alejarte de mí?

– No es cierto, mamá. Quiero ir al baño. Tengo la ropa mojada y me la quiero cambiar.

– ¿Te ha hecho correr bajo la lluvia? ¿Ni siquiera te ha traído hasta casa?

– Hay un «mandamiento judicial» contra él, mamá. Podrían detenerlo si entrara en esta propiedad.

– Deberían detenerlo por no respetar el acuerdo sobre tu custodia. Por ir a buscarte al instituto, porque supongo que es eso lo que ha hecho, sin mi permiso y sin saberlo yo. Deberían detenerlo por conducir borracho.

Yo trataba de sonreír para aplacarla. Trataba de escabullirme sin tocarla, porque temía que el roce me quemara.

Con frecuencia me sorprendía, una sorpresa que me angustiaba y me emocionaba, descubrir que mi madre ya no era tan alta como antaño. Y es que, como por arte de magia, yo había llegado a ser más alta y más temeraria. Mis pechitos, firmes, tenían el tamaño de los puños de un bebé, pero los pezones se me estaban agrandando, adquirían un color intenso, como de bayas, y eran muy sensibles; llevaba ya aquellos pechos míos tiernamente sostenidos por un sujetador blanco de algodón de la talla 32A.

También llevaba leotardos de algodón blanco con doble refuerzo en la entrepierna. Cada cuatro semanas, más o menos, «menstruaba», un fenómeno que me llenaba de una mezcla de rabia y de orgullo, así como de preocupación por la posibilidad de que otros, entre ellos mi madre, pudieran saber lo que mi cuerpo estaba haciendo, qué fuga de color rojo tierra se me escapaba por un estrecho agujerito entre las piernas.

Mi madre me estaba hablando con voz cortante. No era capaz de concentrarme en sus palabras. Mientras permanecía en uno de los primeros peldaños de la escalera, ella también subió para ponerse a mi lado. ¡Qué comportamiento tan extraño! Y no estaba bien. En el instituto te apartarían de un empujón, si te acercabas tanto; incluso tu mejor amiga.

Tan desconcertada me sentí que casi tuve la impresión de que mi madre me había abofeteado, o de que alguien me había abofeteado. ¿O se trataba de que alguien me había besado con fuerza en la comisura de la boca? Un beso de hombre con un bigote hirsuto que me había pinchado.

Lo que quería era alejarme de aquella mujer para meditar sobre el beso. Para sacar fuerzas del beso. Para mirarme la cara arrebolada en un espejo y ver si el beso había dejado huella.

¡Te quiero, Gatita!¿Lo sabes, verdad?

Es cierto que tu padre os ha fallado, a ti y a tu hermano, pero también que os resarcirá, cariñito. ¿Lo sabes, verdad?

Sí, era cierto: papá «bebía». Pero ¿qué hombre no bebe? Ninguno de mis conocidos en Sparta, ninguno de los parientes de papá se abstenía de beber excepto uno o dos a quienes se les había prohibido el alcohol porque iba a acabar con ellos.

Dile a tu madre que la quiero. Que eso no cambiará nunca.

– … ahora dependéis de mí, tú y tu hermano. No me pongas los ojos en blanco, Krista, es así. Sois mi familia, lo más valioso que tengo. Ese hombre no os quiere, sólo os utiliza para desquitarse. «La venganza es mía, dijo el Señor», una antigua broma de tu padre, algo que les hacía reír a él y a sus hermanos. A todos los Diehl les encanta odiar. Dan la talla como enemigos. No son de fiar como maridos, ni como padres ni como hermanos; pero son excelentes como enemigos -mi madre hizo una pausa, después de haber hecho aquella declaración que tan familiar me resultaba: se la había oído muchas veces tanto a mi madre como a las demás mujeres de su familia-. Te recogió en el instituto, ¿verdad? Es peligroso ir en coche con alguien que bebe, Krista. Sabes que lo detuvieron por conducir borracho; ojalá le retirasen para siempre el carné de conducir. Les ha hecho mucho daño a otros y también te lo hará a ti. Ya te lo ha hecho, pero finges que no es así. ¿No lo entiendes, Krista? Ese hombre es un adúltero. No sólo me traicionó a mí, nos ha traicionado a todos. ¿Y sabes? Hizo daño a aquella mujer. Es un…

La empujé para librarme de ella, con un grito ahogado. No iba a permitirle que pronunciara aquella palabra terrible: asesino.

Mi atrevimiento al empujarla hizo que mi madre perdiera el control, y me abofeteara dos veces con fuerza por detrás. Era extraño que Lucille se comportara así -extraño en años recientes- porque había dejado de ser la señora de Edward Diehl para volver a llamarse «Lucille Bauer», el apellido de su juventud remilgada, un apellido del que parecía sentirse orgullosa; y Lucille Bauer, como todos los Bauer, condenaba cualquier manifestación de debilidad, tanto suya como de los demás.

Sin embargo, los ojos cobrizos le brillaban feroces, trataba de sujetarme con un abrazo de hierro, inmovilizarme los brazos contra los costados. Se oye hablar de niños descontrolados, de niños autistas, a los que se «abraza», con llaves como ésas, por su propio bien. Para mí la sensación fue terrible, aterradora. No pude soportarla. No soporté el aliento agrio de mi madre. El olor de las intimidades de su carne, su cuerpo rollizo sazonado con polvos de talco, el contacto de sus grandes pechos blandos, sus dedos sorprendentemente fuertes…

– ¡Suéltame! Te detesto.

Aterrada corrí escaleras arriba, tropezando y cayéndome casi; luego me caí de verdad y me raspé una rodilla, pero me alcé de inmediato, como un animal presa del pánico que huye le un depredador. Se dice que la fuerza de un animal aterrado e dobla o se triplica, de manera que la fuerza del pánico me recorrió todo el cuerpo, una explosión de adrenalina que me llegó al corazón .

¡No quería que mi madre me tocara, que reivindicara sus derechos, cuando estaba de humor posesivo! Yo sabía que de mí se esperaba pasividad, que me mostrara dócil e infantil ante su abrazo, porque aquello había sido en otro tiempo paz entre las dos, había sido en otro tiempo amor, la pequeña Krissie de su mamá que había sido mala pero ya estaba perdonada y segura en los brazos de mamá, protegida de la voz potente y de los pasos sonoros de papá y de sus reacciones imprevisibles, todo lo que es incognoscible e imprevisible en la masculinidad, pero ahora me estaba resistiendo, nunca volvería a ser dócil e infantil en los brazos de aquella mujer, nunca jamás.

Era hiriente para las dos, lacerante. Iba a sentir que se me desgarraba el corazón. Pero estaba decidida, inflexible. No me volvería para llamarla, ni siquiera con las palabras de disculpa más convencionales. Entré a trompicones en mi habitación a oscuras, y me encerré dando un portazo. Detrás de mí en la escalera resonó su voz furiosa y ofendida:

– ¡Me das asco, Krista! Eres una embustera, te volverás como él, acabarás traicionando a quienes de verdad te quieren.

Porque no hay nada peor que la traición, ¿verdad que no? Ni siquiera el asesinato.


3

Soy inocente, lo sabes, ¿verdad que lo sabes? diría él.

Sí, papá le contestaría yo.

Pero nunca era suficiente, por supuesto. La creencia fervorosa, el amor incondicional de una niña por su padre pueden ser valiosísimos para el padre pero nunca suficientes.

Afirmar -afirmar una y otra vez- que eres inocente de lo que otros aseguran que has hecho, o podrías haber hecho, de lo que en determinados ambientes se tienen graves sospechas que has hecho, nunca es suficiente a no ser que otros, en gran número, lo digan en tu lugar.

A no ser que se te exculpe en público de lo que se han tenido graves sospechas que has cometido, no basta con afirmar tu inocencia.

… eso lo sabes, cariño, ¿verdad que sí?¿Tú y tu hermano? Tú y tu hermano y tu madre lo sabéis, ¿no es cierto?

Sí, papá.

4

– Lo siento, nena. Siento mucho, cariño, que te hayas tropezado conmigo.

Les hacía mucha gracia que me hubiera caído de culo -un culo con poca carne- en la pista de baloncesto y que se me saltaran las lágrimas, y no por primera vez durante la tarde, en unos ojos muy abiertos (como los de una película de dibujos).

Y la nariz que me sangraba como consecuencia del codo veloz aplicado por una chica con mala idea antes de que la árbitro pudiera tocar su silbato de ruido ensordecedor.

– Pobre chiquitina. Pobre blanquita. ¡Lo siento, carajo!

Baloncesto después de clase en el instituto de Sparta. Para jugar con aquellas chicas había que ser alta, fuerte, dura, de pies ágiles. O temeraria.

Había otras chicas con las que podría haber jugado si hubiera querido. Chicas de mi edad, de mi tamaño y menos atléticas que yo, de manera que habría sido la estrella en el equipo, como cuando estudiaba octavo y noveno. Pero quería jugar con aquellas otras chicas: Billie, Swansea, Kiki, Dolores. Eran de más edad y más grandes que yo. Tenían dieciséis y diecisiete años. Dolores puede que dieciocho. Kiki y ella vivían en la reserva de los indios seneca, a unos pocos kilómetros al norte de Sparta; tenían cabellos negros, lacios y brillantes, que les azotaban los hombros y se balanceaban como cimitarras, al tiempo que sus ojos negros brillaban con mala intención y ganas de juerga. Si ibas en coche por las zonas rurales al norte de la ciudad -las estribaciones de los montes Adirondack-, veías los restos de antiguos glaciares en su lenta violencia, lo que hacía que el paisaje rocoso se retorciera como algo obligado a pasar por una trituradora de carne. Acababas por entender -después de que el gobierno de los Estados Unidos les hubiera dado una tierra imposible de cultivar y casi inhabitable gracias a tratados que no tuvieron más remedio que firmar hacía ya muchas generaciones- que los descendientes de las seis tribus originarias del norte de Nueva York desearan tomarse algún tipo de venganza contra sus benefactores de raza blanca siempre que la oportunidad se presentara.

A mis compañeras de clase les parecía una locura que jugase con aquellas chicas de más edad. Era la más joven, estudiaba décimo grado, era de huesos delicados y escurridiza como una serpiente y me retorcía y me lanzaba de manera inesperada y mi cola de caballo, sedosa y rubia, flotaba detrás de mí como una provocación; más de una vez al saltar para meter el balón en la canasta, había sentido un brusco tironcito en mi cola de caballo para hacerme perder el equilibrio. No pesaba más de cuarenta y ocho kilos y si una de las chicas de más tamaño me golpeaba -cosa que sucedía, que no le quepa a nadie la menor duda, con mucha frecuencia-, me derrumbaba sobre el suelo brillante de madera tan aturdida a veces que tardaba varios segundos en levantarme.

– Krista, cariño, ¿estás bien? Vamos, ¡arriba!

En general les caía bien. Las cosas que me decían -groseras, divertidas, obscenas- también se las decían entre ellas. Eran expertas en decir palabrotas con intención afectuosa: «Quítate de en medio, zorra», «Zorra blanca del carajo», «Hija de puta». (La mayoría de nosotras éramos de hecho «blancas», pero había gradaciones de «blancura». Como había gradaciones en otra cosa a la que nunca se le daba nombre: clase social, orígenes. En el instituto de Sparta había alumnos, Dolores y Kiki entre ellos, y varias chicas más que practicaban deportes, que tenían parientes, vecinos, amigos y novios en cárceles y centros penitenciarios para jóvenes o que habían salido hacía poco en libertad condicional; su habla entretejida de palabrotas era jerga carcelaria, una especie de poesía patibularia.) Entre ellas yo era «Krissie», a quien no había que tomar en serio, algo así como la mascota del equipo. Aunque a veces las sorprendiera logrando una canasta inesperada, apoderándome de una pelota perdida, para correr a mi manera reptilesca por detrás de sus codos y llegar como una flecha bajo el aro antes de que nadie pudiera pararme, no estaba siquiera en condiciones de competir con las jugadoras de segunda fila: me faltaba la verdadera agresividad del atleta, la voluntad de hacerle la puñeta al contrario. Cuando el juego en la pista se endurecía -lo que de manera inevitable sucedía al menos una vez en todos los partidos- yo me encogía, nunca seguía con el balón si corría el peligro de que me hicieran daño. Y si te tiraban al suelo y te hacían una falta, tal vez te acariciaran a continuación; si una chica de setenta kilos chocaba contigo como un camión de la basura arrollando a un cochecito de niño, y te derribaba haciéndote resbalar por el suelo sobre tu culito con poca carne, la misma chica podía agacharse para ayudarte a que te levantaras: con una sonrisa traviesa sin apenas abrir la boca quizá te frotara el cráneo con sus nudillos y le diera un suave tirón a tu cola de caballo, o un pellizco en la nuca al tiempo que murmuraba: «Lo siento, joder. Te has cruzado en mi camino».

No estaba demasiado mal, después de todo. Incluso aunque me sangrara la nariz.

Iba cojeando a la línea de tiros libres mientras las otras chicas se alineaban para mirar: lanzar tiros libres era algo en lo que Krissie Diehl había llegado a ser muy buena, dado el gran número de oportunidades.

– ¡Así se hace, Krissie! Vamos, chica.

– ¡Adelante, mi niña! Demuéstranos que tienes eso.

El jueves, a última hora de la tarde, apareció papá en la pista de baloncesto durante un entrenamiento. Sin avisar, claro; nunca avisaba porque no era así como Eddy Diehl hacía las cosas.

Lucille me acusaba de hacer planes con «tu padre» a espaldas suyas, pero ¿cómo era posible que yo planeara reunirme con él, cuando mi padre llevaba meses sin tratar de hablar conmigo y sólo podía relacionarme con él por medio de los Diehl, que no me miraban con buenos ojos (en mi calidad de hija de Lucille y, según creían, de conspiradora secundaria)? Ni siquiera estaba al tanto de dónde vivía ahora: ¿Buffalo?;Batavia? No pasaba ni un día, ni una hora, sin que pensara en mi padre y, cuando no pensaba en él de manera consciente, era el latido sordo de un dolor en mi garganta y sin embargo no podría haber dicho a ciencia cierta cuál era su paradero.

Me despertaba por la noche, sudando y llena de ansiedad: aquel latido doloroso.

Mi hermano Ben decía despectivamente que era como una infección; también él la tenía. «La misma condenada fiebre. Mientras vivamos aquí en Sparta y la gente sepa nuestro apellido, seguiremos enfermos: somos los hijos de Eddy Diehl.»


Después del baloncesto, a no ser que me quedara a pasar la noche en la ciudad con una compañera de clase, volvía a casa en el autobús de las cuatro y media, al que se llamaba el «último autobús». (El «normal» salía a las tres y media.) Nuestra casa en la Hurón Pike Road estaba casi a cinco kilómetros del instituto de Sparta y yo habría llegado muy poco después de las cinco, pero nunca me subí en aquel autobús.

Se colocó dentro del gimnasio, junto a la puerta. No era frecuente ver a personas adultas en el gimnasio en aquel momento del día. Al terminar el partido salí de la pista cojeando y limpiándome el sudor de la cara con la camiseta y oí una voz masculina -sorprendente en aquel contexto-, una voz baja, ronca y emocionante:

– Krista.

Alcé la vista al instante. Miré a mi alrededor. Había un hombre a menos de siete metros, con una chaqueta de ante de color beis, pantalones oscuros, gorra calada casi hasta los ojos. ¿Me estaba haciendo señas?

Le volví a oír enseguida, con más claridad:

– Krista. Fuera.

Me faltaron las fuerzas. No pude responder. Me quedé mirando a mi padre mientras él empujaba las puertas que daban al corredor y desaparecía.

Otras chicas lo habían visto, le habían oído. Por supuesto. Habían divisado a un hombre -¿el padre de Krista?- antes que yo.

Entramos juntas en el vestuario. Chicas que reían muy fuerte se habían callado. Chicas que sentían cierto afecto por mí, o, al menos, cierto grado de tolerancia, me miraron con expresiones de curiosidad, de preocupación.

¿Diehl? ¿El que…?

Aquella mujer a la que mataron, ¿es él quien…?¿Por qué ha salido tan pronto de la cárcel?

Alguien -creo que era nuestro profesor de gimnasia- me estaba vigilando. Me preguntó algo, pero fingí que no le oía. Dado el zumbido de emoción que resonaba en mis oídos era muy poco lo que podía oír, lo que quería oír.

Lo que quería era reírme de todos en sus narices. Porque, ¿qué sabía ninguno de ellos sobre mi padre, Eddy Diehl, y sobre mí? Pensaba: Ha venido a por mí, ahora veis lo mucho que me quiere, digan lo que digan.

5

– Se acabó.

O

– No hay más que hablar.

Esas eran las palabras de mi madre. Había dignidad en su postura -erguida, sin temblor visible, la cabeza alta y los ojos resueltos-, como había dignidad en la brevedad de semejante respuesta, en lo que contestaba a las preguntas que le hacían sobre su ex marido, Eddy Diehl. Porque no había forma de evitarlo, a Lucille Bauer le preguntaban por Eddy Diehl, aquel individuo del que tanto se hablaba y que era tan «polémico», con el que había estado casada dieciocho años, lo que suponía la mayor parte de su vida de adulta; y cuando a Lucille no le preguntaban con palabras directas, groseras, prepotentes, la interrogaban con insinuaciones, con indirectas.

¡Escucha, Lucille!¿Cómo están las cosas con…? De manera que se había acostumbrado a dar una respuesta breve y fría pero perfectamente cortés, con una sonrisa que era como una cuchillada y que sugería dolor o la burla de ese mismo dolor.

¿Quieren verme llorar? ¿Quieren ver mi corazón destrozado? No lo van a conseguir.

En los años ochenta, en Sparta, en Nueva York, las expectativas de una joven de la clase social de Lucille -clase trabajadora / clase media / «respetable» / «buena»- no eran esencialmente diferentes de las de la madre de Lucille a finales de los cincuenta y primeros sesenta: ansiabas prometerte joven, casarte joven y empezar a tener hijos también joven. Ansiabas conseguir el amor de un hombre atractivo, a ser posible de un hombre incluso seductor, sin duda de un hombre que se ganaba bien la vida, de un hombre que te fuese fiel.

A finales de los sesenta en otras partes del país, o, al menos, según la prensa sensacionalista que se utilizaba en los Estados Unidos para fantasear, empaquetada y vendida por los medios de comunicación comerciales, se había producido una revolución sexual: la toma del poder por los hippies. Pero no en Sparta, ni tampoco en Herkimer County. No en el norte del Estado de Nueva York, en aquella región marcada por los glaciares en las estribaciones meridionales de los montes Adirondack. Allí, pese a una creciente tasa de divorcios, a más hogares «monoparentales» (por ejemplo, madres de color que recibían prestaciones de la seguridad social, de las que se hablaba mucho y a las que se desaprobaba) y a otras inconfundibles incursiones de los desastres de los años sesenta, aún prevalecían las actitudes de los cincuenta bajo un vistoso barniz como los falsos suelos de madera noble de pino que vendía la constructora de mi padre, dado que los posibles futuros propietarios no querían pagar por el producto auténtico.

Mi madre no se lo decía a todo el mundo, pero sí en familia, aturdida y repetidamente -no del todo al alcance de mis oídos, aunque yo consiguiera enterarme- que nunca había conocido a Eddy: que había vivido con un hombre durante todos aquellos años, había tenido dos hijos con él, pero sin conocerlo nunca de verdad.

(¿Era eso cierto? Ni Ben ni yo teníamos la menor idea. Las fotografías de nuestros padres cuando eran jóvenes mostraban a dos personas muy atractivas: una chica muy bonita de cara redonda y sonrisa de animadora, pelo elegantemente cardado y un busto de buen tamaño comprimido por blusas de seda de «diseño exclusivo»; y un joven alto, ancho de hombros, de cabellos rojizos, mandíbula cuadrada, ojos precavidos y una sonrisa astuta de medio lado, muy parecida a la sonrisa característica del joven Elvis Presley. Ni Ben ni yo hubiéramos querido reconocer lo que parecía evidente si estudiabas aquellas fotos, sobre todo una foto de la boda en la que el robusto brazo del novio, colocado por encima de los hombros de la novia, prácticamente la aplasta contra él, la gran mano masculina doblada en torno a la desnuda parte superior del brazo de la novia bajo una estola blanca de encaje, y el pulgar de esa mano discretamente apoyado, con toda probabilidad acariciando la dulce carne adiposa y rociada de polvos de talco de un pecho de la novia. ¡Sexo! ¡Nuestros padres! Esa era la cuestión.)Durante aquellos dieciocho años, Lucille había engordado. Y luego, durante los dieciocho meses que precedieron al divorcio, Lucille perdió peso. Su rostro con redondez de luna, tan atractivo hasta muy superada la treintena, había quedado devastado, cruelmente surcado de arrugas; había perdido peso demasiado deprisa para que la piel se encogiera, y por todas partes se le habían formado pliegues que ella se esforzaba por mantener ocultos. Lucille, de todos modos, tenía esa clase de facciones que mejoran con el maquillaje, que aún podían irradiar un aura de glamour provinciano. Nunca salía de casa sin vestirse de manera presentable, sin acicalarse. Nunca salía de casa sin volver a pintarse los labios. No mucho después del divorcio -en septiembre de 1984, el mismo martes en que empezaban las clases en los centros públicos de enseñanza- Lucille se cortó el pelo, cambió de peinado y se lo «aclaró» y de la noche a la mañana aquellos pelos sueltos que eran como clavos de acero habían desaparecido, para el inmenso alivio de su hija adolescente.

Ben dijo, ingenuo:

– Mamá está distinta hoy, ¿te has dado cuenta?

– Quizá era que sonreía.

– Ja, ja -dijo Ben, de una manera destinada a transmitir una reacción muy sarcástica ante mis palabras. En todas las cosas que tenían que ver con Lucille, Ben estallaba enseguida; detestaba a nuestro padre por cómo había hecho sufrir a nuestra madre y por lo tanto tenía que quererla ciegamente, sin juzgar y sin matices. Si yo insistía en criticarla, Ben llegaba en ocasiones a pegarme.

Y no es que Lucille sonriera mucho. Al menos, no encasa.

Fuera, sí; fuera sonreía. Al regresar a la iglesia -la Primera Iglesia Presbiteriana de Sparta, una deprimente estructura triangular de piedra caliza que provocaba en mí una reacción violenta, de resistencia adolescente, todas las veces que me arrastraban hasta allí- y a sus «antiguos amigos, los mejores», que «prácticamente había perdido» mientras estuvo casada con Eddy Diehl, que «no tenía ninguna paciencia con gente amable».

Gente aburrida era lo que mamá quería decir. Cristianas tan amables como aburridas cuyos aburridos maridos no las habían abandonado, todavía no. O por lo menos hasta donde llegaba nuestra información. Todavía.

– Krista, Pearl, la hija de Hilda Smith, tienes que conocerla, está en tu clase del instituto, pertenece a la alianza de jóvenes cristianas de Sparta, organizan el más maravilloso campamento de verano en el lago George, Hilda me lo estaba contando. Le he dicho que hablaría contigo…

Muy bien, mamá. Ya has hablado conmigo…

– Tenemos que dejar eso atrás, Krista. Esa cosa tan desagradable. Como si se tratara de un terremoto, o de una inundación: primero estás horrorizada, pero luego, ¿sabes?, te galvanizas. Vuelves a vivir. La idea de los evangelios es… «Las buenas noticias son posibles».

Lucille hablaba con un optimismo chirriante, como de alguien que tritura con los dientes algo que se le ha metido en la boca, una sustancia ingerida por descuido y que no es del todo comestible, masticable. Pero ella acababa por triturarla y se la tragaba. Y si no te andabas con ojo, hacía que también te la tragaras tú.

El mandamiento judicial de Herkimer County contra Eddy Diehl se había dictado originalmente en abril de 1984 y desde entonces se había renovado al menos una vez. En aquel documento se prohibía a Eddy Diehl acercarse a Lucille, su ex mujer, y a Benjamin y Krista, sus hijos, en cualquier lugar, público o privado; se le prohibía acercarse a menos de treinta metros de cualquiera de ellos; se le prohibía entrar sin autorización en la propiedad de Hurón Pike Road que él mismo había comprado hacía doce años, con una hipoteca de treinta. Por supuesto no se atrevía a acercarse, ni siquiera a llamar por teléfono a la casa que había reformado en parte y en la que había ejecutado trabajos de carpintería a lo largo de un periodo de varios años. (En un gesto desmesurado e imprudente había optado por ceder, sin más, la propiedad a mi madre: «Lo menos que podía hacer», afirmaba Lucille con amargura.)En los meses que siguieron al divorcio, por lo que sabíamos, papá había vivido en Sparta con amigos o parientes; cabe incluso que se alojara con alguna amiga; porque había muchas personas que conocían bien a Eddy Diehl, que habían ido con él al instituto, que habían salido a beber con él y que apenas nos conocían ni a Lucille ni a nosotros, sus hijos. Aquellas personas -varones en su mayoría pero no exclusivamente- estaban convencidas de que Eddy Diehl no había hecho lo que otros afirmaban que había hecho, cometer un asesinato, un «homicidio». No dejarían de creer en la inocencia de Eddy Diehl incluso después de que la policía de Sparta lo interrogase repetidamente, incluso cuando se filtró a los medios de comunicación que no había superado una prueba con un detector de mentiras; incluso cuando su fotografía empezó a aparecer en la prensa local y en las noticias locales de televisión en compañía del otro «sospechoso principal» en el caso, padre de un compañero de instituto, que se parecía de manera asombrosa a Eddy Diehl en edad, altura y demás características corporales.


sospechosos en el homicidio de Kruller

interrogados por la policía


Aunque mi madre había cambiado de número de teléfono y su nombre no figuraba ya en la guía, mi padre, de todos modos, se hizo con el nuevo número como por arte de magia y nos llamó. A veces cuando uno de nosotros respondía, no hablaba: al escuchar sólo oías una especie de silencio chisporroteante, como de llamas a punto de estallar. Tímidamente yo decía: «¿Papá? ¿Eres tú?», pero él no respondía ni tampoco colgaba el teléfono; en aquellas ocasiones yo no sabía qué hacer, porque quería mucho a mi padre, pero le tenía miedo; se me había convencido de que debía tenerle miedo; entre los Bauer se susurraba que era una bestia, un asesino. Y había muchas personas en Sparta que creían que sí, que mi padre era una bestia y un asesino. Si quien contestaba el teléfono era Ben, su voz se hacía chillona, se enfadaba y decía, medio entre sollozos: «No queremos que nos llames, papá», pero se le debilitaba la voz cuando decía papá, pese a que se había armado de valor para no decirlo, pero la palabra papá había terminado por salirle. Una vez, cuando descolgué el teléfono esperando oír la voz de mi amiga Nancy, lo que escuché en cambio fue una voz de hombre, en un áspero susurro: «¿Krista? Sólo esto, cariño: te quiero». Temblándome las piernas me quedé en la cocina aturdida y parpadeando mientras la voz continuaba: «¿Está tu madre cerca? ¿Está escuchando?», y yo no conseguía responder, la garganta se me había cerrado por completo. «No cuelgues todavía, cariño. Sólo quiero que sepas que te…» pero la expresión de mi cara era una señal para mi madre, y con un gritito de indignación me quitó el auricular y colgó con violencia sin decir una palabra.

De manera que si el teléfono volvía a sonar, mamá lo descolgaba y lo dejaba descolgado.

– ¡Cómo se atreve! ¡Está advertido! Debería llamar a la policía…

¡No era posible sentarnos a cenar! Estábamos demasiado emocionados para comer.

Mi madre insistió, teníamos que comer. No podíamos permitir que nos alterase, no se podía permitir que tuviera un poder tan grande sobre nosotros. Nos sentamos atontados a la mesa, nos pasamos fuentes con la comida que mi madre y yo habíamos preparado juntas, y tratamos de no ver la esquina de la cocina donde mi padre se quedaba cavilando y fumando.

Yo tenía la boca demasiado seca y era incapaz de masticar o de tragar.

– Quizá sólo quiera…

Hablé como atontada, mis palabras apenas audibles.

– No, Krista. Se acabó.

Y también estaban las veces, no tengo ni idea de cuántas, en las que mi padre conducía deprisa por delante de casa; en las que se paseaba despacio en coche y hacía una pausa a la entrada del camino que llevaba hasta la puerta; en las que se atrevía a estacionar su coche a un lado de la carretera, bajo un grupo de árboles desgreñados, invisible desde la casa. A veces nos llegaba información procedente de familiares. Nos llamó una de las primas de mi madre. Prácticamente todos los Diehl apoyaban a Edward, su Eddy; los Bauer no estaban tan seguros. (Se había producido una escisión entre los Bauer, de hecho. Los que creían que el marido de Lucille podía haber sido infiel, pero no que hubiera matado a aquella mujer: ¡No Eddy! Y aquellos que creían que sí, que Eddy Diehl era capaz de asesinar si había bebido lo suficiente. Y estaba furioso, y recomido por los celos.) Yo sabía que mi padre estaba cerca porque, algunas noches, sentía su presencia. Oía su voz ¿Krista? ¿Krissie? ¿Dónde está mi Gatita? Vengo a buscar a mi gatita Krissie. Tenía una sensación dentro de la cabeza como de fuego a punto de estallar, de una copa de cristal a punto de hacerse pedazos. Una emoción casi insostenible como el terrible suspense de un vehículo al que se hace ir demasiado deprisa para la carretera por la que circula, la pelota de baloncesto dirigida a tu rostro sin protección: el instante antes de que el balón golpee y te brote la sangre de la nariz.

Cuando tenía trece años, aquellas navidades en las que nevó tanto que no podíamos salir de casa, y los quitanieves y las grúas de Herkimer County se pasaban toda la noche en Hurón Pike Road, vimos la mañana misma de Navidad un vehículo estacionado al final del camino de entrada para coches -apenas visible desde la ventana de mi dormitorio-, que parecía una furgoneta. Luego vi apearse a una figura masculina que con una pala empezó a retirar del final de nuestra entrada los caballones de nieve helada que las quitanieves habían amontonado allí. Al principio pensé que sería algún empleado municipal, aunque aquello no fuera parte del servicio habitual de retirada de la nieve, pero enseguida me di cuenta de que tenía que ser mi padre, que venía a limpiar la entrada del camino para coches como hacía siempre después de una fuerte nevada cuando aún vivía con nosotros.

¿Y dónde vivía mi padre por entonces? En Sparta no, me parece: tuvo, por tanto, que haberse puesto en camino muy a primera hora de la mañana de Navidad, en condiciones climatológicas adversas, con aquel fin.

Ni mi madre ni Ben lo supieron nunca y tampoco se lo conté. Lucille no debió de fijarse, cuando se marchó con su automóvil, en que la salida del camino no estaba bloqueada como de costumbre.

En otra ocasión, cuando se sentía más desesperado o indiferente, papá había aparcado al final del camino y es muy probable que hubiera estado bebiendo, de manera que se olvidó de apagar los faros del coche. Ben reparó en ellos desde una ventana del piso de arriba y le gritó a mi madre:

– ¡Es él, mamá! ¡Qué cabrón! ¡Por qué no nos deja en paz!

Presa del pánico, mi madre marcó el número que le había dado el comisario de Herkimer County para emergencias como aquélla, y al cabo de unos minutos un coche patrulla apareció a toda velocidad por Hurón Pike Road con una luz roja que lanzaba destellos, como en la televisión. Sin oponer resistencia Eddy Diehl fue detenido, se lo llevaron esposado y por la mañana una grúa se llevó su coche.

Por qué Lucille retiró la denuncia es algo que no nos explicó.

– Se acabó.

A partir de entonces papá desapareció. Excepto una tarde meses después en la que se le vio pasando en coche muy despacio junto al pequeño centro comercial donde mi madre había empezado a trabajar a tiempo parcial en una tienda llamada Second Time Around (un establecimiento al que las mujeres llevaban ropa que ya no querían para que se vendiera); se le vio en el aparcamiento de la parte trasera, simplemente sentado dentro del coche, fumando y es posible que también bebiendo; se llegaría a saber, porque se lo contó a uno de sus primos Diehl, que todo lo que quería era «verla, nada más que verla desde lejos», «ni siquiera tratar de hablar», pero Lucille no apareció y, al cabo de una hora, mi padre se marchó.

Papá se lo decía con frecuencia a distintos familiares, con intención de que sus palabras llegaran a Lucille: «Sabe que los quiero, a ella y a los chicos. Eso 110 va a cambiar. Cualesquiera que sean sus sentimientos hacia mí, lo acepto».


e. diehl, vecino de sparta, de 42 años

deja de estar a disposición de la policía

«no se le acusa de nada por el momento»


Como mi madre se metía en mi habitación cuando yo no estaba (¡lo sabía! Para descubrirla había colocado sutiles trampas en el cajón de los calcetines y de la ropa interior y en el armario ropero), guardaba mi alijo de recortes sobre mi padre en un cuaderno del instituto, y siempre lo llevaba y lo traía en la mochila. Aquel recorte, del Journal de Sparta del 29 de abril de 1983, conmemoraba la última ocasión en que la fotografía de Edward Diehl iba a aparecer en la primera página del periódico local.

Por esa razón y porque además afirmaba con toda claridad que Edward Diehl dejaba de estar a disposición de la justicia por falta de pruebas que lo vincularan con el asesinato de Zoe Kruller, aquel recorte tenía un gran valor para mí.

Pero tampoco pasaba por alto -nadie podía dejar de notarlo, aunque sólo leyera por encima el artículo- la apostilla malintencionada de No se le acusa de nada por el momento.

La llamativa ausencia de una frase como Sospechoso absuelto.

Edward Diehl había estado a disposición de la justicia más de una, más de dos y posiblemente más de tres veces. Se le había señalado -¡en innumerables ocasiones!- como uno de los principales sospechosos; no se le había detenido nunca, sin embargo. (A otro hombre, el marido de la mujer asesinada, se le detuvo, pero se le puso en libertad más adelante.) Fue una época de sufrimiento y de humillación pública para todos los Diehl, los Bauer y sus amigos; para Ben y para mí, forzados a ir a un instituto donde todo el mundo parecía saber más que nosotros sobre nuestro padre: sobre nuestro padre y una mujer llamada Zoe Kruller, que había sido «asesinada», «estrangulada en su cama». La investigación policial continuó durante meses, algo muy parecido a cómo una red se arrastra primero en una dirección y luego en otra, una red pesadillesca que lo atrapaba todo en su camino, ya que en la práctica todas las personas que conocían a mi padre fueron «interrogadas» y con frecuencia más de una vez. Después de uno, dos, de varios años, el caso aún seguía sin resolverse; para noviembre de 1987 no se había hecho ninguna detención definitiva y el nombre Zoe Kruller había desaparecido del periódico; Edward Diehl no era ya uno de los principales sospechosos, evidentemente, si bien la policía de Sparta no había comunicado de manera pública, ni tampoco el fiscal del condado, que el nombre de Edward Diehl quedaba libre de toda sospecha.

Mi madre nunca volvió a hablar del caso. Como una mujer que ha soportado un cáncer devastador y ha logrado sobrevivir, no hablaba de lo que casi la había matado, y se ponía lívida de indignación si alguien trataba de sacarlo a relucir. Lucille, no te importará que te pregunte cómo es…

Sí que me importa. Hazme el favor.

Por entonces no se me había contado mucho sobre lo que mi madre y su familia habían decidido llamar el problema. Se pensaba que era una chica demasiado sensible, emotiva, por lo que, más que en el caso de mi hermano Ben, se debían tener conmigo muchas consideraciones. Pero sabía que mi padre, que ya no vivía con nosotros, era sospechoso en un caso local de asesinato, que había tenido que contratar a un abogado y que, más adelante, había tenido que despedirlo y contratar a otro; y que, como no podía ser menos, había llegado a deber a ambos miles de dólares más de lo que era probable que pudiera pagarles en el futuro; porque estaba obligado a seguir manteniendo a su familia, lo que significaba mi madre, mi hermano y yo; y había perdido su empleo en Sparta Construction, Inc., donde había trabajado desde los veinte años, primero como ayudante de carpintero y luego como carpintero hasta que su patrón -que, además, era amigo suyo, o lo había sido hasta que la policía empezó a investigarlo- lo ascendió a capataz gerente.

Estaba al corriente de todo aquello. Aunque nadie me lo había dicho con claridad.

El problema era una manera tan buena como cualquier otra de señalar lo que había sucedido. El problema que se ha presentado en nuestras vidas decía mi madre, del mismo modo que papá decía El problema que se ha presentado en mi vida.

Como un rayo caído del cielo. Una catástrofe venida del exterior.

Cuando por segunda y definitiva vez la policía reconoció que no tenía pruebas contra él -a finales de abril de 1983- se comunicó a mi padre que tenía libertad para abandonar Sparta, de manera que se mudó a Watertown, unos cien kilómetros al norte, a orillas del río San Lorenzo, donde consiguió trabajo como techador; luego se trasladó a Buffalo, trescientos kilómetros hacia el oeste, donde trabajó en la construcción. Hubo una época en la que vivió en Keene Valley en los Adirondack, contratado por una compañía de explotación maderera. Y más adelante nos enteramos de que trabajaba para Beechum County, que está al lado de Herkimer County, en tareas de quitar nieve y de construcción de carreteras. Mi padre aparecía y desaparecía de nuestras vidas; y volvía a aparecer y a desaparecer. Nos mandaba felicitaciones de cumpleaños a Ben y a mí, aunque siempre con retraso. También mandaba tarjetas de Navidad a lucille, benjamín & krista diehl, r. d. # 3, huron pike road, sparta n.y., que firmaba con una letra muy grande e infantil con todo mi cariño, papá. A veces, sólo con cariño, papá. (Aquellas tarjetas las rescataba yo del cubo de la basura, donde mi madre las había tirado, para esconderlas en mi cuaderno secreto dedicado a papá.)Vinieron luego meses de silencio. Nadie hablaba de Eddy Diehl, nadie parecía saber dónde estaba. Pero alguna noche sonaba el teléfono y, si era nuestra madre quien contestaba, oíamos que se le cortaba la respiración y luego sus palabras aceradas:

– No. Se acabó. No hay nada que hablar. Nunca más.

Si era Ben quien cogía el teléfono, volvía a colgar a toda velocidad. Pálido y tembloroso, salía de la habitación dando un portazo:

– Es ese miserable. ¿Por qué no nos deja tranquilos ?

Si contestaba yo -y mamá no estaba cerca para oírme y quitarme el teléfono de la mano-, hablábamos un poco. De manera entrecortada pero con avidez. Me temblaba la voz y apenas se me oía, y el corazón me latía con violencia, como las alas de aquel ave del paraíso en la canción que Zoe Kruller cantaba en otro tiempo.

6

– Sube, Krista.

Fuera, en la salida trasera del instituto, esperaba el coche de papá.

Un automóvil desconocido: estaba segura de no haberlo visto nunca. Un brillante acabado metálico de color cobrizo oscuro, relucientes adornos cromados, aspecto de nuevo, se podría decir aspecto ostentoso, con neumáticos de bandas blancas y tapacubos como ruedas de ruleta: uno de los coches especiales de Eddy Diehl.

Se trataba de vehículos de segunda mano con cierta distinción que papá reacondicionaba o «personalizaba»: los conducía durante algún tiempo, y volvía a venderlos, probablemente ganando dinero. Eran coches clásicos (Cadillac, Lincoln, Oldsmobile) o más modernos (Thunderbird, Corvette, Stingray, Mustang, Barracuda), adquiridos de manera misteriosa a través del amigo de un amigo que necesitaba dinero con urgencia, o de ventas por bancarrota o subastas de coches de la policía. A lo largo de mi infancia aquellos coches especiales eran emocionantes y estaban al mismo tiempo llenos de peligros porque su compra disgustaba a mi madre aunque fueran siempre sorpresas maravillosas para mi hermano y para mí. Era típico de papá que se presentase en casa con un coche nuevo sin aviso ni explicación. Aparecía en la puerta principal de nuestra casa haciendo sonar las llaves de un coche, con su peculiar sonrisa llena de astucia:

– Mirad delante de casa. ¿Quién quiere dar una vuelta?

¡Nosotros! ¡Ben y yo! ¡Adorábamos a nuestro imprevisible papá!

Era lo mismo en aquel momento; aquel lo tomas o lo dejas. Mi padre que se presentaba en el instituto, en el gimnasio. Y acto seguido el automóvil. La exigencia era que si lo querías a él, tenías que aceptar de manera incondicional la felicidad que te ofrecía: de lo contrario la sonrisa llena de astucia se esfumaba bruscamente y un resplandor duro y cruel aparecía en los ojos entrecerrados.

Sin pensar, sin un atisbo de precaución (¿Es esto lo que quiero?¿Dónde me va a llevar?¿Qué me sucederá?), sin acordarme de que, como de costumbre, mi madre me esperaba en casa al cabo de cuarenta minutos en aquella época en la que el crepúsculo llegaba pronto, antes de las cinco de la tarde, subí al asiento del copiloto del impresionante vehículo que mi padre conducía y dejé la mochila en el suelo.

– ¡Caramba, Gatita! Hace una barbaridad de tiempo.

Mi padre se apoderaba de mí: abrazo de oso, beso húmedo y rasposo, mejillas sin afeitar, olor a humo en el aliento.

– Dulce gatita mía, mi Krissie -hacía mucho tiempo que nadie me llamaba así.

Como tampoco nadie me había abrazado ni besado así desde hacía muchísimo tiempo.

Papá debía de tener ya cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Un tipo alto y corpulento (un metro noventa, cien kilos), en su mayor parte sólida masa muscular, aunque empezaba a aflojarse en la cintura. Había sido un atleta en el instituto (fútbol americano, béisbol) y soldado de primera clase en el ejército de los Estados Unidos (Vietnam) cuando tenía poco más de veinte años y ahora le quedaba una leve cojera en la pierna derecha (metralla, herida en combate). Nunca había querido contarnos, ni a Ben ni a mí, sus experiencias o aventuras en Vietnam -estábamos seguros de que tenía alguna-, aunque tampoco habíamos encontrado nunca ni instantáneas ni recuerdos de Vietnam, ni tampoco condecoraciones (por heridas recibidas, por valor en el combate), ni cartas de amigos (sin duda tuvo amigos en su pelotón, Eddy Diehl era un hombre muy sociable), y lo que hacía siempre era escabullirse con evasivas, murmurando Se terminó, chicos. No hay que volver allí.

Nuestra madre no nos alentaba para que «pincháramos» a papá. Lo hirieron, estuvo ocho semanas en el hospital. Su madre me lo contó, pensaban que quizá no sobreviviría.

Y en otra ocasión nuestra madre nos dijo, en voz baja, Nunca ha hablado conmigo de ello y es mejor así.

Pensé entonces con desprecio: ¿Qué clase de esposa egoísta no desea siquiera saber lo que le pasó a su marido en la guerra?

Qué fácilmente me podría haber aplastado papá con su abrazo. No me di cuenta hasta más tarde -quiero decir años después- de que papá quizás me tuviera miedo, que le diera miedo tenerme tan de repente con él en su coche; su risa era estruendosa, encantada. Posiblemente era la risa de la incredulidad, del asombro, con un poco de remordimiento. ¿Mi hija? ¿La hija que se me tiene prohibido ver? ¿Ha venido a mí, es esta jovencita?

– Qué buena chica. ¡Buena y valiente\Con ternura, las manos grandes de mi padre me sujetaron la cara. Las manos grandes y callosas de mi padre. En una ocasión le había visto utilizar el mismo gesto con mi madre, pero no era una manifestación de amor, sino de furia, de exasperación, para hacer que mi madre escuchara, para que mi madre viera, y aquel recuerdo de mucho tiempo atrás se me presentó de nuevo, con una punzada de pánico. Y, sin embargo, no opuse ninguna resistencia: como una niñita cuya ansiedad se ha visto por fin disipada, todos los miedos desterrados, incluso el miedo a papá. Era un regalo enorme que me sujetaran así, que me besaran, que me quisieran. Sabía que mi padre nunca me haría daño. Las lágrimas me quemaron los ojos, me cayeron por la cara que sin embargo latía de dolor por haber recibido un golpe en la pista con un balón arrojado sin mirar hacía menos de una hora. Ya no recordaba cuándo era la última vez que mi madre me había besado o abrazado; tampoco la última vez que había deseado que me besara o me abrazase. Semejante despliegue de emoción nos hubiera avergonzado a las dos. Habíamos aprendido a reprimirnos para no tener que oír decir a mi hermano -era una de sus observaciones más que frecuentes en el ámbito del hogar y lanzada con una peculiar voz muy seca llena de repugnancia- Dejad de fastidiar, por el amor de Dios. Esto no es la televisión.

Tampoco lo de ahora era la televisión. Era una improvisación, algo desconocido. No había sucedido nunca antes. O, si había sucedido, a mí desde luego no.

Los autobuses escolares estaban cerca: inmóviles pero con el motor encendido, enviando a la atmósfera chorros de gases por el tubo de escape. Mis compañeras corrían bajo la lluvia y era considerable la conmoción en el aparcamiento porque los autobuses recogían pasajeros, preparándose para salir. Al pasar, los faros habrían iluminado el rostro emocionado de mi padre y el mío, algo que a Eddy Diehl no le hubiese gustado.

¿Es ése… Eddy Diehl? El que…

¿Está con su hija? Cómo se llama…

Rápidamente papá arrancó el coche y salimos del aparcamiento.

Durante algunos minutos confusos pero estimulantes deambulamos bajo la lluvia. Sin saber adónde me llevaba mi padre: Edgehill Street, East End Avenue, Union Avenue, la parte baja de Main Street, un giro y el descenso pronunciado hacia Depot (aquellas calles de Sparta tan familiares en realidad no tenían nombres para mí, no eran más que direcciones, impulsos, que nos alejaban de mi instituto, donde nos podían reconocer, pero carecían de un destino, dado que ya no existía un destino común en nuestras vidas).

Con un resto de su antiguo orgullo por adquisiciones tan vistosas, mi padre me estaba dando detalles sobre el automóvil que conducía, un Cadillac modelo 1976 que había comprado justo a tiempo para aquella visita. La pintura exterior era un bermellón «Red Canyon» y el interior estaba tapizado en cuero auténtico de color crema. Aquel sueño de coche incluía, como es lógico, dirección asistida, neumáticos de banda blanca, motor de ocho válvulas, aire acondicionado, radio, pletina, y más kilómetros por litro de combustible que cualquier otro coche de lujo de los Estados Unidos.

Era cierto, concedió papá, que había sido necesario reconstruirle el chasis a raíz de un golpe por detrás, pero el motor estaba muy bien, «mejor imposible, no tienes más que oírlo».

Escuché y lo oí. Asentí, llena de entusiasmo ¡Sí, sí! Lo oigo.

Tartamudeando con emoción de colegiala le dije a mi padre que aquél era el coche más bonito que había tenido nunca. Que yo no había ido nunca en un automóvil tan fantástico.

– Bueno. No andas descaminada, Gatita.

Quizá lo que dije era verdad. Los coches especiales de papá habían sido todos espectaculares. Pero, siempre, cada automóvil espectacular -Oldsmobile Cutlass Supreme, Lincoln Versailles, Chevy Corvair, Thunderbird y Studebaker clásicos- lograba desplazar a su predecesor como los sueños más vigorosos y seductores quedan desplazados por los que los siguen, y comienzan de inmediato a desvanecerse.

Hubo una pausa y supe que a mi padre le habría gustado preguntar qué clase de coche usaba ahora Lucille. Y de manera indirecta La vida que llevas con tu madre es lastimosa. Como el cariño que recibes de ella. Pero a continuación se me ocurrió que Eddy Diehl sabía probablemente con exactitud qué clase de coche usaba Lucille, cuál de los automóviles no nuevos pero en buen estado que algún pariente le había vendido o regalado.

Sí; mi padre debía de saber con toda seguridad qué automóvil usaba mi madre por entonces. Antes de ir a buscarme al instituto habría visto y observado a mi madre en la tienda Second Time Around: se habría detenido en la calle o en el aparcamiento situado detrás. Se sabía que Eddy Diehl vigilaba de cerca a Lucille, su ex mujer, por medio de los diferentes primos Diehl a los que continuaba muy unido, con una relación de complicidad; la mayoría de los Diehl seguían «creyendo» en Eddy y detestaban a su ex mujer por no haberle apoyado cuando tanto lo necesitaba.

De manera que de repente me pareció probable que mi padre supiera más sobre la vida privada de mi madre que Ben y yo, a quienes ni siquiera se nos había ocurrido que nuestra madre, mujer de mediana edad, siempre preocupada y profundamente infeliz, pudiera tener una vida privada.

– … un poco sorprendido, Krista, pero es una sorpresa buena, de ver cómo has crecido. Quiero decir en altura. Vas a ser una chica alta. V bonita. Vas a ser condenadamente bonita. No es que no seas bonita ahora, Gatita, pero…

Hablaba de manera distraída mientras conducía en medio de la lluvia el llamativo Cadillac, que en aquel momento pasaba debajo de un paso elevado del ferrocarril donde abanicos de agua se alzaban como alas detrás de nosotros y yo temía que le sucediera algo a un motor de tanta calidad y nos quedásemos atascados en un palmo de agua.

– … y jugando al baloncesto con esas chicas… grandes, fuertes, de aspecto indio… francamente, Gatita, tu padre estaba… -en una especie de asombro de progenitor jovial su voz se fue apagando. Era el tipo de alabanza que le puedes hacer a una menor sobre la que estás pensando cosas muy distintas.

Cuando mi padre no utilizaba su voz de papá, una voz sonora, fanfarrona, dominante, yo había llegado ya a oír otra clase de voz: una que encerraba una dulzura herida. A veces me despierto de sueños tumultuosos oyendo esa voz, sin recordar frases coherentes pero estremecida de nostalgia. Al observar a mi padre en aquel momento -algo, por supuesto, que no tendría que haberme sorprendido- vi que parecía más viejo. La cara se le había ensanchado a la altura de las mejillas y tenía unas arrugas que hacían pensar en un pan demasiado cocido. El pelo, de color rojo de óxido, en el que habían aparecido hebras de un gris luminoso, se le empezaba a clarear por la coronilla, lo que le permitía no verlo si no quería, como tampoco estaba obligado a ver, y mantenía oculto al mundo, el abundante tejido cicatricial, en forma de remolinos, de color manteca de cerdo, que desfiguraba buena parte de su pierna y rodilla derechas.

Eddy Diehl nunca se ponía pantalones cortos, ni siquiera en los días más cálidos del verano. Tampoco había ido nunca a nadar con nosotros en el lago Wolf's Head.

Aunque yo había vislumbrado alguna que otra vez la pierna dañada, había tenido que preguntarme si mi madre la veía con frecuencia en el dormitorio matrimonial; si su amor aumentaba por los sufrimientos de mi padre durante la guerra o si sentía una sutil repugnancia ante aquella carne desfigurada.

Si sentía una sutil repugnancia por la masculinidad de mi padre. Por su sexualidad.

Papá me estaba diciendo lo mucho que me había echado de menos. Lo mucho que había echado de menos a su «preciosa hija», lo «condenadamente deprimido y desesperado» que se había sentido por faltarle la hija a la que quería «más que a nada en el mundo».

Conducía el coche a través de charcos profundos de agua de lluvia con sólo una mano en el volante mientras que con la otra buscaba la mía para, al final, apresarme las dos con una sola mano, con mucha fuerza.

Me esforcé por no hacer un gesto de dolor. ¡Me gustaba sentirlo así de repente!

– También yo te he echado de menos, papá -dije con timidez-. No sé por qué mamá…

– Nada de «mamá», Krista. Ahora mismo, no.

Pese a que estaba sin afeitar y pese a su pelo algo canoso y ligeramente despeinado, mi padre estaba guapo, pensé. Incluso con su rostro maltrecho, con las bolsas bajo los ojos como si no durmiera bien, o como si se los hubiese frotado con los puños, y con las arrugas en la frente del mucho pensar o debido a las preocupaciones, Eddy Diehl era un hombre apuesto. La chaqueta de ante que llevaba parecía estar acolchada con un forro como de lana semejante a una gran lengua vertical: ¡qué consuelo podía proporcionar una prenda tan mullida si alguien te apretaba contra ella! Y luego el vello oscuro pero con algo de gris que le brotaba del pecho y resultaba visible en la garganta: ¡qué consuelo sería apretar mi cara contra aquella garganta, escondiéndola allí!

Habíamos subido desde la oscuridad, acribillada por la lluvia, de Depot Street, hasta el distrito de los almacenes, hasta la orilla cubierta de maleza del Black River, para torcer luego por Highlands Bridge, que era un precioso puente suspendido sobre el río, con un suelo de enrejado metálico que vibraba bajo los neumáticos de nuestro coche. Una alocada felicidad se apoderó del Cadillac Seville 1976 con el interior de cuero color crema, pintura bermellón «Red Canyon» y neumáticos de bandas blancas. «¡Abróchense los cinturones! ¡Despegamos!» Papá se estaba riendo, de puro júbilo o desafío; también yo me oí reír, emocionada e intranquila.

¿Adónde me llevaba? Al otro lado del puente suspendido, bajo una lluvia que ya era ligera, con la niebla surgiendo de la corriente invisible debajo de nosotros y un borroso panorama de luces a lo largo del río, el oscuro tramo con fábricas de ladrillo y otros edificios industriales en mal estado que no funcionaban ya desde que yo tenía uso de razón: medias de lujo Link para señoras; artículos de papel Reynolds Brothers; conservas de tomate Johnston.

Hitos familiares de Sparta que había visto durante toda la vida antes de que el problema destruyera a mi familia.

– … de lo más orgulloso, Krista. Ver a mi niñita compitiendo con esas chicas tan grandotas.

Chicas tan grandotas parecía querer decir algo más que su simple enunciación. Chicas tan grandotas contenía algo erótico, un poco burlón.

Le pregunté cómo había sabido dónde encontrarme. Cómo había sabido que seguía en el instituto después de las clases y que estaba en el gimnasio. Papá se dio unos golpecitos en el costado de la nariz y dijo:

– Este padre tuyo te tiene en su radar, Krista. Más vale que te lo creas.

¿Estaba borracho?, me pregunté. Voz bromista que era casi un gruñido, las palabras perceptiblemente arrastradas.

Y, sin embargo, no existe felicidad como la de tener quince años y que tu padre (prohibido) te lleve en coche a un destino que eres incapaz de adivinar, aún. Tu apuesto padre (prohibido) tan claramente jubiloso en tu presencia por tenerte en su poder como un ladrón podría regodearse al haber escapado con el objeto de valor de más precio sin que nadie lo persiguiera.

Yo estaba pensando en que nadie más me quería así. Nadie más habría querido poseerme.

Años atrás, antes de que mi padre se hubiera marchado de Sparta, en aquel intervalo de confusión y de pesadillas en el que Edward Diehl «estuvo a disposición de la policía» o «dejó de estar a disposición de la policía» y en el que, pese a su expulsión de nuestra familia, vivía con parientes en la zona, sucedía que, como por casualidad, papá aparecía en lugares donde estábamos Ben y yo: cuando nos subíamos al autobús escolar después de las clases, en el centro comercial mientras nuestra madre hacía la compra o cuando montábamos en bicicleta por Hurón Pike Road. A mí me encantaba verlo saludándonos desde lejos con la mano, pero Ben se ponía tenso y se daba la vuelta.

Y murmuraba entre dientes Como un condenado fantasma que nos persiguiera. ¡Ojalá se muera!

Era un aspecto muy desagradable de Ben, algo que nunca le he perdonado, la manera entusiasta en que iba a contárselo a nuestra madre: «¡Papá nos ha seguido! ¡Papá nos ha saludado con la mano!». A mi madre la aterraba (o le gustaba decir que la aterraba) que mi padre pudiera «secuestrarnos», e incidentes como aquél la dejaban casi al borde del ataque histérico a causa de la indecisión. ¿Debería llamar a la policía, llamar a la familia de mi padre, o tratar de hacer caso omiso del «acoso» de Eddy Diehl?; ¿qué era lo que debía hacer una madre responsable.?

Nadie lo sabía. Se le ofrecían muchas opiniones pero nadie lo sabía con seguridad. Si creías que Edward Diehl podía haber asesinado -«estrangulado en la cama»- a una mujer de Sparta que había sido su «querida» -sí, querida era precisamente el término utilizado, impreso sin el menor reparo en la prensa local y pronunciado en la radio y en la televisión locales-, pensarías de manera lógica que a Edward Diehl se le debía prohibir relacionarse con sus hijos; si creías que Edward Diehl era inocente, de hecho un «buen padre y cariñoso con esos hijos», pensabas, como es lógico, de otra manera.

Una familia se rompe sólo una vez, todo lo que aprendas será siempre por primera vez.

– … pero si quieres no perder comba con chicas duras como ésas, cariñito, necesitas ser más agresiva. En realidad no eres la más baja que he visto en la pista, pero sí la menos «desarrollada» (me refiero a muscularmente) y tienes que tener más mala idea, y arriesgarte más. Una buena atleta no piensa en sí misma sino en el equipo. Si eres cauta pensando que te pueden hacer daño (porque siempre te pueden hacer daño, eso es seguro, en cualquier deporte) supondrás un déficit en lugar de una ventaja para tus compañeras de equipo.

Déficit. Ventaja. En la voz de mi padre había un eco de un entrenador de instituto, muchos años atrás.

Me sentí dolida, ¡papá me estaba criticando! Papá no me alababa como yo esperaba que lo hiciera.

– He estado observando a esas chicas. Tres o cuatro son excelentes para su edad. La que lleva el pelo afeitado por los lados como un tío debe de ser una india seneca, ¿no es cierto? Su manera de esquivar, utilizando los codos, de girarse en el aire al lanzar la pelota… es pura dinamita. Y la chica grande y pechugona, con las mechas oxigenadas, la manera en que te quitaba la pelota, te la birlaba de las manos, ni más ni menos. Y la otra de un metro ochenta que casi te pisoteó, pelo negro liso y cara chupada…

– Dolores Stillwater.

– Es india, ¿verdad? ¿De la comunidad local?

¡Por qué estábamos hablando de aquellas chicas! ¡Por qué no estábamos hablando de mí!

– Si quieres que atletas como ésas te tomen en serio, Krissie, tendrás que trabajar un poco más. No basta con los tiros a canasta por las faltas que te hacen, eso no es difícil. Has de hacerlo a la carrera, jugando a la defensiva, manteniéndote firme, haciéndoles ver que estás dispuesta a hacerles daño, a hacerles falta, si esas brujas se cruzan en tu camino. Un atleta tiene que tomar pronto una decisión, nuestro entrenador nos lo dijo en tercer curso de secundaria. «Una de dos, o eres tú o son ellos.» O bien evitas tú el riesgo y son ellos los que se arriesgan, o eres tú el que se arriesga y pasas por encima de ellos. Un jugador al que le hacen faltas todo el tiempo no vale un pimiento. Si no quieres arriesgarte, Garita, quizá no deberías participar en ningún deporte.

Yo estaba recordando: qué típico era aquello de nuestro padre. Del padre de Ben y mío. Pensabas que se te podía alabar por algo o que, al menos, no te considerasen deficiente, pero, de algún modo, tan pronto como papá meditaba sobre el tema, dándole vueltas de una manera y de otra en sus pensamientos como le habíamos visto dar vueltas entre los dedos a un instrumento de trabajo defectuoso, no eran alabanzas lo que merecías, a fin de cuentas, sino una crítica dura pero honesta.

En su trabajo, papá estaba muy cerca de ser un perfeccionista: su perspicaz ojo profesional descubría errores invisibles para otros. De manera que en una ocasión levantó los azulejos del suelo de nuestra cocina que había colocado laboriosamente él mismo, en otra arrancó entre maldiciones y encendido como un tomate el papel pintado con el que había trabajado durante horas en el calor del verano, y también volvió a pintar paredes porque el tono de pintura que había elegido «no era el correcto» y «le estaba volviendo loco»; había construido una terraza de madera de secuoya en la parte de atrás de nuestra casa a la que siempre le estaba añadiendo o quitando detalles; y en nuestra propiedad el trabajo nunca «estaba acabado»: «siempre había algo que arreglar»; pero era peligroso ofrecerse para ayudar a papá, porque sus niveles de exigencia eran altos, y tenía tendencia a impacientarse y a arrancar de los dedos titubeantes de mi hermano un martillo, un destornillador, una lijadora eléctrica cuando, hace años, el pobre Ben estaba deseoso de ser aprendiz de carpintero para los arreglos de la casa.

Cagarla era lo que Eddy Diehl aborrecía. Cagarla -sus propios errores o las equivocaciones de otros- le volvía loco.

Quien hubiera tratado a mis padres en sociedad, sin llegar a ser amigos íntimos, habría dado por sentado que mi madre podía ser difícil de complacer, y que Eddy Diehl, con su sonrisa indolente y su actitud relajada, era quien dejaba que las cosas fuesen a su aire, pero de hecho mi padre era la persona a quien cualquier clase de cagada enfurecía porque era la señal de que un hombre estaba perdiendo el control sobre su entorno. Al enfrentarse con cualquier cagada en nuestras inmediaciones, Lucille, mi madre, se alarmaba y se asustaba, inquieta sobre cómo reaccionaría mi padre.

Hasta la época de la orden judicial que excluía a Eddy Diehl de nuestra propiedad y de nuestras vidas no llegué a enterarme de lo mucho que a mi madre la aterraba el genio vivo, propenso a explotar, el genio «ciego» de mi padre.

¿Quizá debería dejar el baloncesto?, le pregunté enfurruñada.

Mi corazón, que se había llenado de euforia, de orgullo, deseosa como estaba de impresionar a papá, se quedó tan arrugado como una ciruela pasa.

Mientras dirigía el Cadillac Seville hacia una vía de salida, frunciendo el ceño y forzando la vista a través del parabrisas manchado de lluvia, mi padre dio la sensación de no haberme oído en un primer momento; luego explicó, con tono más tierno:

– No he dicho eso, Krissie. Demonios, no. Estás aprendiendo. Eres prometedora. Lo más importante en los deportes es con quién compites, ¿te das cuenta? Como en la vida, quizá. Sólo eres lo bueno que tus contrarios te permiten ser. Y ellos sólo son lo buenos que tú les dejas ser.

Así eran las cosas. Sin discusión. Ahora ya tenía una idea de lo que mi padre podía estar sintiendo, frustrado por sus oponentes, que le ponían obstáculos, que le pisoteaban la vida. Y yo tenía un recuerdo muy preciso de cómo, cuando todos vivíamos juntos en la casa de Hurón Pike Road, el aire mismo reverberaba con el hincharse y encogerse, con el menguar y crecer del estado de ánimo de mi padre.

– Chiquilla, no. No renuncies nunca.

Papá no se alojaba con parientes o amigos aquí, en Sparta, sino, sorprendente para mí, en el Days Inn, un hotel situado en la Route 31. Quizá había una razón para ello, según él me había explicado. Iba a estar «por los alrededores» hasta el lunes siguiente «para ver a gente», «resolver algunos asuntos», «atar algunos cabos sueltos». Yo confiaba en que aquello no incluyera un intento de ver a mi madre ni a nadie de su familia. Ninguno de los Bauer quería volver a ver a Eddy Diehl, nunca jamás.

Tu padre no es bien recibido entre nosotros.

Tu padre está muerto para nosotros.

Algunos de los asuntos de mi padre en Sparta tenían que ver con «litigios». Llevaba años intentando, con un abogado u otro, demandar a los agentes de policía locales y a la oficina del fiscal de Herkimer County por acoso, difamación, calumnia criminal y abuso de autoridad. Según sabía todo el mundo, los pleitos de mi padre no habían conseguido nada, excepto honorarios para los abogados.

Me horrorizaba oír que quizá estuviera de nuevo en tratos con otro abogado. O que estuviera planeando hablar de nuevo con la policía, con el fiscal, con los periódicos locales y con otros medios de comunicación. Exigiendo que se limpiara su apellido.

Fueran cuales fuesen los asuntos concretos de mi padre en Sparta, no se me ocurriría ni por lo más remoto preguntarle. Porque si bien papá parecía estar siempre hablando con sinceridad y franqueza y en un tono de optimismo beligerante, no era posible hablarle a él de la misma manera. Yo había llegado a reconocer ya cierto tipo de habla adulta que, íntima en apariencia, era sin embargo una manera de impedir la intimidad. ¡Te estoy contando todo lo que necesitas saber! Lo que yo no te cuente, te quedarás sin saberlo.

Abandonamos el puente colgante -que zumbaba de manera extraña y perturbadora- para dejar el centro de Sparta y pasar a East Sparta, una tierra de nadie de fábricas pequeñas, gasolineras, almacenes desocupados, cientos de metros de aparcamientos con suelo de asfalto con pliegues y grietas y en los que habían crecido cardos gigantescos. En campos sembrados de desperdicios, en alcantarillas obstruidas por la basura se veían cuerpos sin vida -lo que parecían ser cuerpos-, envueltos y atados con cuerdas, con aspecto de seres humanos, medio descompuestos. Lo veías y mirabas de nuevo: sólo se trataba de bolsas de basura, de más desperdicios. East Sparta había perdido la mayoría de sus industrias y se llenaba de desechos.

Le pregunté a mi padre que dónde estaba viviendo ahora, y mi padre dijo: «¿Yo? ¿Viviendo ahora?» con intención de hacer un chiste, de manera que reí, nerviosa.

¿Quizá quería que lo adivinase? Lo intenté con Buffalo, Batavia, Port Oriskany, Strykersville…

– Me encuentro en una situación transitoria -explicó-. He dejado algunas cosas en un guardamuebles de Buffalo. La mayor parte del tiempo me muevo de un sitio para otro, ¿sabes?… en este coche que es mi compra e inversión más reciente. ¿le gusta?

Aunque yo escuchaba con la mayor atención lo que mi padre decía, no me daba cuenta, al parecer, de qué era lo que me preguntaba. ¿Este coche?¿Me gusta… este coche?

Ya le había dicho que sí, que me gustaba. Era un automóvil muy bonito. Pero no estaba viviendo en el coche, ¿verdad que no? ¿O sí?

En el asiento de atrás se amontonaban las cosas. Cajas, archivadores, carpetas. Un par de zapatos de hombre, lo que parecía ser ropa: diversas prendas. Maleta. Más de una maleta. Un talego. Más cajas.

Muerto para nosotros. ¿Lo sabía él?

Maldito fantasma estúpido, ¡por qué no se muere de una puñetera vez.-Estoy en cualquier sitio, Krista. ¿Sabes? En mi alma. Como en mis pensamientos, pero a mayor profundidad. Eso es el alma. En mi alma estoy aquí, en Sparta. Muchas veces, mientras duermo, sigo en nuestra casa, en Huron Road. Ahí es donde me despierto hasta que… estoy despierto y veo… vaya, no -nooo-, no es ahí donde estoy, después de todo.

No tenía ni idea de cómo responder a todo aquello. Estaba pensando en lo mucho que quería a mi papá, en lo extraño que es que una chica tenga un papá, y que una chica quiera a su papá y que una chica no lo juzgue. Estaba pensando en lo mucho que detestaba a mi hermano Ben que se había liberado de tener que querer a papá.

Ben tampoco me quería a mí. Estaba segura.

– Aquí está mi cuna-dijo papá-. Mi derecho de nacimiento. Las noches en las que no consigo dormir, me limito a cerrar los ojos. Estoy aquí. Estoy en casa.

– Quisiera…

– ¿Sí? ¿Qué querrías, Gatita?

– … que pudieras venir a vivir de nuevo con nosotros, papá. Eso es lo que quisiera.

Papá rió, amablemente. O quizá su risa era resignada, herida.

– … me gustaría que pudieras volver esta noche… No es lo mismo sin ti, papá. En cualquier sitio de la casa. En cualquier sitio… -me tuve que limpiar los ojos, que me dolían como si hubiera estado mirando una luz cegadora. Quizá una de las defensoras del equipo contrario me había metido un dedo en el ojo, por pura maldad.

¡Blanquita del carajo, quítateme de delante!

– Te echo de menos, papá. Ben también. No lo dice, pero es así.

Aquello era mentira. Por qué lo dije, dejándome llevar por un impulso, no lo sé: quizá para que papá estuviera contento. Un poco más contento.

– Gracias, cariño. Yo también te echo de menos. Muchísimo -hubo una pausa, papá reflexionó-. Y a tu hermano.

Dije que sí, que se lo diría. Que se lo contaría a Ben.

Ver cómo su hijo se había vuelto contra él era uno de los peores golpes que la vida había asestado a mi padre. Su hijo, contra él.

Y quizás había querido a Ben más de lo que me quería a mí. O había querido que fuese así. Tener un hijo varón era la carta ganadora en el círculo de amigos de papá.

– … se va defendiendo, ¿verdad? ¿No es cierto?

Hablábamos de mi madre, ¿no era eso? Todo el tiempo, desde que me había apresurado a subirme al Cadillac Seville, el tema de conversación había sido mi madre.

– ¿… a esa iglesia? ¿La nueva? ¿Qué tal resulta?

Le dije que bien. Mi madre había empezado a ir a una nueva iglesia, mi madre tenía «amigas nuevas» o aseguraba tenerlas. Yo no había conocido aún a esas «amigas nuevas», pero una de ellas se llamaba Eve Hurtle o Huddle, la mujer de pelo dorado, tan voluminosa como el camión de la basura, que era propietaria de Second Time Around.

Me preocupaba pensar que mi padre pudiera preguntar si mi madre estaba «viendo» a alguien, un hombre, y había preparado lo que le diría. ¡No lo sé, papá! Creo que no. Con la esperanza de que no preguntara, porque sería degradante para él.

Pero papá no preguntó. Aquello no. Aunque Eddy Diehl sufriera de celos sexuales, de rabia sexual, le sobraba orgullo masculino para preguntar. Aunque yo notara las terribles ganas que tenía de hacerlo.

– … no os transmite mucha información sobre mí, imagino. ¿A ti y a Ben?

¿Información? No estaba segura de lo que papá quería decir.

– Es como si estuviera muerto, ¿verdad que sí? «Muerto para mí», ¿no es eso lo que dice tu madre?

Se acabó. Terminado. Eso es lo que dice.

Con mucho tiento le dije que no estaba segura. Pensaba que quizás estuviera en lo cierto, que mamá no nos transmitía mucha información ni a Ben ni a mí, pero que, por otra parte, tampoco nos hacía confidencias sobre cosas «personales». Yo no pensaba que se confiara con nadie, era mucha la vergüenza que rodeaba todo aquel asunto.

Mujer desnuda estrangulada en su cama. La fulana que era la querida de Eddy Diehl.

Por la carretera, delante de nosotros, circulaba un autobús, color zanahoria, del distrito escolar de Herkimer County, y sus luces rojas lanzaron destellos cuando frenó para detenerse y permitir que se apearan varios pasajeros. Papá casi paró el Cadillac demasiado tarde. Había estado distraído y empezó a maldecir, agarrando con fuerza el volante.

– ¡Coño! Malditos autobuses escolares.

Tanto papá como yo llevábamos puesto el cinturón de seguridad. Papá era muy estricto en la cuestión de los cinturones de seguridad. Había tenido un amigo, un antiguo amigo del instituto, que se había matado de alguna manera terrible, como quedar atravesado por el volante o con la cabeza medio separada de los hombros por trozos de cristal roto, y siempre nos había insistido a Ben y a mí en la necesidad de ponernos el cinturón.

– Cobra mis cheques, sin embargo. Espero que eso os lo cuente.

¿Cobraba sus cheques? ¿Era eso cierto? Todo lo que yo sabía, o lo que me decían mi madre y los Bauer, era que mi padre descuidaba sus obligaciones. Desatendía a su familia. Iba con retraso en la pensión alimenticia y en el apoyo a sus hijos.

– Es lo menos que puedo hacer, por supuesto. No me duele. Quiero decir que sois mi familia. ¿Qué clase de sueldo de miseria puede conseguir tu madre vendiendo ropa de segunda mano? Lo menos que puedo hacer, después de arruinar la vida de esa mujer…

La voz de papá se fue apagando, avergonzada. Y furiosa. Torpemente estaba encendiendo un cigarrillo, y aspiró el humo hasta el fondo de los pulmones como si se tratara del oxígeno muy puro y muy limpio que tanto echaba de menos.

No era posible decir si la vergüenza de papá provocaba su indignación o si la indignación estaba siempre allí, ardiendo despacio como goma quemada bajo la lluvia, y la vergüenza la ocultaba como un cendal de nubes protege momentáneamente de un sol que brilla con violencia.

– … nunca dije que eso no fuera responsabilidad mía. No… lo otro no, Krissie, pero… eso, sí. Tu madre, y tú y Ben… ¡arruinar vuestras vidas, Dios del cielo! Si tuviera que repetirlo todo…

Aquello era nuevo, pensé. Me sentía incómoda al oír palabras como aquéllas en boca de mi padre. Arruinar vuestras vidas. Arruinar la vida de esa mujer. Por un momento no había sabido de qué mujer estaba hablando mi padre, si de mi madre o… de la otra mujer.

Mi padre no había hablado ni una sola vez conmigo ni con Ben de Zoe Kruller. Estaba segura de que no había hablado con Ben de ella. En sus afirmaciones de inocencia y en sus declaraciones de que no había tenido nada que ver con la muerte de aquella mujer nunca había puesto nombre a Zoe Kruller. Y tampoco lo iba a hacer ahora, estaba segura.

– … doy gracias por estar vivo. Y libre. Ese es el milagro, Krissie: no estoy en Attica, condenado a cadena perpetua. Dicen que te vuelves loco al cabo de unos pocos meses en Attica, que los presos están locos, en especial los de más edad, los blancos, que los carceleros son locos, ¿quién, si no, sería oficial de prisiones en Attica? Allí no se puede sobrevivir solo, tendría que haberme unido a la Nación Aria (hay unos cuantos motoristas en Attica, gente que conocí en el ejército, ya me habían hecho llegar el mensaje de que si me mandaban allí no iba a tener problemas). Imagínate, Krissie, ya me estaban preparando el «futuro», tenía que poner mis esperanzas en eso, como si se tratara de algún tipo de buenas noticias -mi padre se echó a reír con amargura. La risa se transformó en un ataque de tos, y asqueado aplastó el cigarrillo en un cenicero que se abrió en el salpicadero junto a su rodilla-. Lo que estoy tratando de comprobar, Krissie, es lo siguiente: quizá existe un Dios, pero ¿le importa a ese Dios un carajo que haya justicia en la tierra? ¿Justicia en la tierra para cualquiera de nosotros? He leído que, según un descubrimiento científico, Dios es un «principio», una especie de «ecuación», de manera que hay un Dios, pero ¿qué clase de Dios es ése? Un hombre tiene que forjarse su propia justicia. De la misma manera que un hombre tiene que perdonar a su propia alma. Esa justicia no puede brotar demasiado deprisa, necesita su tiempo. Así que llega cuando menos se la espera. A la mayoría de la humanidad le interesa tan poco como a «Dios». Supongo que no se les puede culpar, hay huracanes, inundaciones, todo tipo de cosas terribles que te enteras de que pasan en la tierra cada vez que abres un periódico o enciendes la televisión, ¿cómo te mantienes al día? De pequeño tuve que ir a la escuela dominical durante una temporada, hasta que cumplí once años y dejé de ir, recuerdo cómo nos hablaban de Jesús haciendo sus milagros, lo impresionado que estaba todo el mundo, eran los «milagros» lo que les impresionaba, no Jesús como predicador; lo que quiero decir, de todos modos, es que te hacen pensar que Jesús podía resucitar a los muertos, que Jesús podía salvar a su pueblo, pero en realidad, ¿cómo podría Jesús «salvar» a las ingentes multitudes que pueblan el mundo ahora?. Hay millones, quizá miles de millones, de personas, y todas están en peligro. En cuanto a las condenadas «autoridades», los «líderes», les tiene totalmente sin cuidado. Se trata tan sólo de poder. Se trata de embolsarse el dinero y de esconderlo en Suiza. En uno de esos bancos donde no dicen quiénes son sus clientes. De manera que no tengas que pagar impuestos.

Las «autoridades» venderían el alma de su abuela, no les importa encarcelar a un inocente o llevarlo al corredor de la muerte: lo esencial es que quieren «cerrar el caso». Malditos hipócritas hijos de puta…

Yo estaba desconcertada, asustada. Al principio me había parecido, ¿no es cierto?, que mi padre estaba hablando de algo doloroso que había llegado a aceptar, algo de lo que se reconocía responsable; me había parecido arrepentido al comienzo de su tirada, pero luego, bruscamente, el tono cambió, estaba furioso, indignado. La mandíbula le sobresalía como un puño. Miraba al frente. Pese al aire cálido de la calefacción del Cadillac, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.

No es posible fiarse de un bebedor. Krista, prométeme que nunca te subirás en un vehículo con un bebedor, porque lo lamentarás.

¡Cuántas veces no me habría advertido mi madre! Con toda seguridad, también su madre le había hecho a ella la misma advertencia; y tampoco ella la había escuchado.

Al parecer nos dirigíamos a las afueras por la Route 31, una carretera estatal de dos carriles al norte de Sparta. La franja de restaurantes de comida rápida, gasolineras y moteles donde estaba situado el Days Inn quedaba ya detrás de nosotros. Pensé que, si papá se propusiera secuestrarme, no habría elegido aquella dirección, ¿verdad? Con voz paternal más amistosa me estaba diciendo ahora que quizá me regalara un coche cuando cumpliera dieciséis años:

– ¿Qué tal un cupé descapotable? Justo lo que hace falta para los «maravillosos dieciséis».

¿Bromeaba papá? ¿Un coche, para mí? Me pregunté si sabía siquiera cuándo era mi cumpleaños.

Desde un enlace de carreteras vi de manera fugaz la parte trasera de las propiedades, con cobertizos, corrales, tendederos que se curvaban bajo la lluvia. Un camping para caravanas, de aire melancólico, un vertedero humeante que olía a goma quemada.

Nos dirigíamos hacia el este por la Route 31, al parecer con un destino concreto. No tuve más remedio que preguntarme si papá planeaba reunirse con alguien, tal era el apremio en su manera de conducir. Los lugares que Zoe Kruller había frecuentado quedaban a varios kilómetros detrás de nosotros: Tip Top Club, Chet's Keyboard Lounge, Houlihan's, el Grotto, Swank's Go-Go, los bares del nuevo hotel Marriott y del Sheraton-Hilton. Estaba también el bar HiLo en el Holiday Inn. Y Little Las Vegas en la rotonda de la carretera. Eran lugares con el glamour nocturno de las luces de neón, pero, en su mayor parte, desiertos el resto del tiempo. Con la claridad inmisericorde del día, uno se daba cuenta de la torpeza de los carteles que presentaban, sin las ventajas de la iluminación artificial, figuras femeninas semidesnudas semejantes a dibujos de tebeo, junto con la fealdad de los contenedores que se desbordaban, de los aparcamientos manchados de desperdicios como si padecieran acné. Después de que Eddy Diehl quedara a disposición de la policía se había llegado a saber que no había sido el único «padre de familia» que frecuentaba tales círculos, y a sus amigos y compañeros se les obligó a informar sobre él y a todos sobre todos. No se practicó ninguna detención por delitos cometidos. Pero se destrozó más de una vida.

Por entonces era demasiado pequeña para enterarme. Todavía demasiado joven a los quince años para captar qué era lo que podía ser eso que no sabía aún.

Ya en zona rural, en una municipalidad de Herkimer County conocida como The Rapids, el paisaje era una accidentada tierra de labranza donde durante el día habríamos visto, en pastizales a ambos lados de la carretera, manadas de ganado vacuno Guernsey que pastaban plácidamente y que apenas se movían. Había unas extrañas colinas alargadas que dejaban al descubierto pizarras y piedras calizas semejantes a huesos que hubieran horadado la piel que los recubría. Eddy Diehl tenía familiares que vivían en The Rapids, pero estaba claro que no nos disponíamos a visitarlos, de eso no me cabía duda.

– Me gustaría saber dónde estamos, papá. Adonde vamos.

Mi voz era como de niñita nostálgica: tuve buen cuidado de que no resultara quejumbrosa ni de que mi tono fuese de reproche. Imaginaba que nos dirigíamos a County Line Tavern, uno de los sitios preferidos de Eddy Diehl. Deseé que viviéramos otro momento distinto y que papá me llevara a una excursión por lugares de interés a lo largo del Black River y por el campo con su espectacular coche nuevo, como había hecho con Ben y conmigo cuando éramos pequeños, salidas en las que a veces nos acompañaba nuestra madre. ¡Ese coche!¡No salgo de mi asombro! ¿Qué demonios vas a hacer con ese coche? ¡Ay, Eddy!¡Dios mío!

Cuando paseábamos en coche los domingos, papá nos llevaba a la granja del tío Sean.

El tío Sean era tío de mi madre, un anciano con pelo blanco suave y sedoso y una piel tan áspera como la de una piña. A Ben y a mí se nos dejaba acariciar los hocicos aterciopelados de los caballos en la cuadra, en compañía de nuestro primo Ty que nos vigilaba estrechamente. «¡Cuidado! Caminad por este lado…» Y se nos permitía cepillarles los costados con un cepillo de alambre, cálidos costados que se estremecían como si tiritaran, siempre asombra el tamaño de un caballo, la altura de un caballo, las incesantes contracciones de su melena y los movimientos de la cola que azota el aire, el estiércol siempre reciente bajo las patas, los tábanos suspendidos en el aire, repulsivos. Había querido tener un caballo mío, sin embargo. Me encantaba tocar con la cara los cálidos flancos de los animales. Mi favorita era una yegua llamada Molly-O, uno de los caballos más pequeños de nuestro tío, de color gris piedra, con límpidos ojos oscuros que me reconocían, estaba segura.

Me preguntaba lo que aquello quería decir: allí había un caballo, pero yo era una chica.

Me preguntaba si no era más que un accidente, la manera en que nacíamos: caballo, chica.

El que, después de que perdiéramos a mi padre, y para desafiar a mi madre, fuese en bicicleta hasta Sparta y pasase ante la casa donde, según se decía, Zoe Kruller había sido estrangulada en su cama y la idea que se me presentaba sin quererlo y de manera ilógica Si yo hubiera vivido aquí. Cualquiera que viviese aquí. La muerte tenía que venir aquí.

Se les quiere culpar a ellos, a los que han sido asesinados. A cualquier mujer desnuda y estrangulada en su cama se la quiere culpar, sin duda alguna.

– … no debería haberme dado con la puerta en las narices. Tu «tío Sean».

Tío Sean pronunciado con tono desdeñoso, herido. Se diría que papá había estado siguiendo mis pensamientos.

– Todos los parientes de tu madre que yo creía que me apreciaban. Quiero decir algunos de ellos. Los hombres. Tu «tío Sean»…

– No es mi tío, papá. Es el tío de mamá.

– Es tu tío abuelo. Eso es lo que es.

Quise protestar, ¡no era culpa mía!

Quise protestar, el tío Sean no era más que un viejo ignorante. Por qué tendría que importarle a papá lo que pensara…

– … debería saber que no me voy a rendir. Alguien que fuese culpable se rendiría, se iría a vivir a otro sitio. A estas alturas habría desaparecido de Sparta. Pero no soy culpable (al menos, no soy culpable de eso) y me propongo hacer cambiar de opinión a cabrones como el «tío Sean», que no han tenido confianza en mí. Díselo a tu madre, Krista: no me voy a escabullir como un perro apaleado, todavía sigo luchando. Han sido… cuánto tiempo… casi cinco años… alguien que fuese culpable habría renunciado ya a estas alturas, pero no Eddy Diehl.

Dominado por una emoción repentina, papá extendió otra vez la mano en busca de mi brazo. Sus dedos tenían mucha fuerza al cerrarse alrededor de mi muñeca. Sentí una punzada de alarma, un momento de pánico ciego. Siempre te asombras. Su tamaño, su altura. Su fuerza. Podrían hacerte daño con mucha facilidad sin proponérselo.

7

– ¡Vaya! ¿Qué tal? Me había parecido que eras tú.

En Honeystone's Dairy la persona que querías que te atendiese era Zoe Kruller.

No Audrey, la corpulenta, con una boca malhumorada de color morado oscuro, como una herida, ni la abuela Honeystone, la mujer del dueño, de ojos acerados, o, en el momento central del verano, las temporeras, chicas de instituto que no se molestaban en aprenderse los nombres de la mayoría de los clientes ni en recordar que una niña melindrosa podía preferir un tipo de cucurucho (de color más claro, menos crujiente) en lugar de otro (más oscuro, con más cuerpo y más duro de masticar) y que quería la bola de helado de chocolate abajo y la de fresa encima de manera que, al derretirse, la fresa se filtrara en el chocolate y no al revés, porque esto último les parecía ligeramente repugnante y poco natural a los melindrosos; y también que prefería los sundae sin frutos secos ni cerezas al marrasquino. Pero Zoe Kruller sí lo sabía, Zoe Kruller siempre se acordaba. Como también se acordaba de los nombres:

– ¿Krissie, no es eso? ¡Qué tal, Krissie!

Zoe era glamurosa, no solamente bonita. Tus ojos se posaban sobre Zoe con sorprendido interés, igual que se sentirían atraídos por el rostro en un cartel colocado sobre la autovía, sin imaginar nunca que, ni por lo más remoto, pudiera reparar en ti.

Si tenías pocos años, claro está. Si eras una niña intensamente consciente de las mujeres adultas: de su rostro, de su cuerpo.

Zoe era una mujer adulta, esposa y madre. Nadie habría adivinado, sin embargo, que era mucho mayor que las alumnas de instituto que trabajaban como camareras en Honeystone's. Su rostro era el de una muchacha, todavía de una belleza juvenil: su sonrisa entusiasta ponía al descubierto una franja de encías rosadas y de dientes largos, con aspecto de hambrientos, que sobresalían de manera perceptible. Su piel era pálida, cálidamente pecosa. Su pelo, de color rubio tirando a rojo, rizado, suelto, le caía hasta los hombros. Llevaba las cejas muy bien depiladas y pintadas, y las pestañas, pálidas, ennegrecidas gracias al rímel. La nariz era un poco demasiado larga, de punta cérea y ventanillas anchas. La barbilla, un chispitín demasiado estrecha. Los ojos, sin embargo, eran hermosos, exóticos: con matices de ámbar semejantes al jerez en el fondo de una copa, o a cierta clase de canicas, vidriadas en ámbar, que cambian de color al darles vueltas entre los dedos.

Zoe era pequeña y su figura correspondía a lo que se entiende por petite. No podía pesar más de cuarenta y cinco kilos ni medir más de un metro cincuenta y poco. Rezumaba, sin embargo, una seguridad al caminar, de chica divertida y sexy, que la hacía parecer más alta, como si se tratara de alguien acostumbrado a las candilejas. Detrás del mostrador de Honeystone's, Zoe, con aquella manera suya de alzarse sobre las puntas de los pies cuando miraba a los ojos a un cliente, y de ofrecerle su sonrisa refulgente de encías descubiertas, lograba de verdad crear la sensación de que en aquel momento una luz le iluminaba el rostro.

– ¡Vaya! ¿Qué tal? Me había parecido que eras tú.

Entre lo más notable de su persona figuraba la voz, gutural y ronroneante. Era una voz tan baja y trémula que no daba la impresión de surgir de la boca de carnosos labios carmesíes de Zoe Kruller sino de una radio. Se trataba de una voz muy personal entre un clamor de voces sin nada distintivo, una voz que hacía que te detuvieras y mirases a Zoe todavía más de lo que podría haber justificado la luz que irradiaba su rostro. Aquí hay alguien singular era lo que te veías obligado a pensar.

Aquel zoe bordado en rojo en el bolsillito sobre su pecho izquierdo.

– «Zuh-ey.» No «Zu-ey». ¡Por favor!

En Chautauqua Park, en las noches de verano, músicos y cantantes locales actuaban en el quiosco de la música, y Zoe Kruller formaba parte del grupo más popular, que había adoptado el nombre de Black River Breakdown. Zoe era la única mujer entre varios instrumentistas varones: guitarra, banjo, violín y piano.

Con la excepción del guitarrista de aire a lo Elvis, un chico de poco más de veinte años con el pelo teñido de negro y botas de vaquero con tacones de tamaño notable, todos los demás tenían más de treinta, eran fogosos y entusiastas, y estaban deseosos de aplausos. Sus interpretaciones iban desde clásicos de música country («Little Maggie», «Down from Dover», «I’ll Walk the Line») hasta bluegrass («Litde Bird of Heaven», «Footprints in the Snow») y música disco («I Will Survive», «Saturday Night Fever»).

Sobre todo cuando actuaba en el quiosco de la música -seductora y sexy con un vestido de lentejuelas que dejaba al descubierto la mayor parte de los muslos y con el pelo rojizo ensortijado y ondulado en una llamativa aureola alrededor de la cabeza como si acabara de alcanzarla una descarga eléctrica-, Zoe Kruller no se parecía a ninguna otra esposa o madre de Sparta.

Era, sin embargo, la señora Kruller, madre de un condiscípulo de Ben. El hijo de Zoe se llamaba Aaron, parecía un año mayor que Ben, o incluso más, y su rostro, severo y desafiante, no tenía ninguna semejanza con el de Zoe.

«Zoe se casó joven» era lo que decían de la señora Kruller nuestra madre y sus amigas.

«Zoe se casó "imposiblemente joven"» era lo que a la gente le gustaba decir.

Y, a veces: «Zoe se casó "imposiblemente joven y se equivocó de marido"».

Nada de todo aquello tenía sentido ni para Ben ni para mí. Llevarnos en coche a Honeystone's, una granja lechera auténtica a las afueras de Sparta, famosa localmente por sus helados y sus postres caseros, era una recompensa dominical por habernos portado bien durante la semana o una de las invitaciones caprichosas de papá. ¿.Alguien interesado en un paseo en coche? ¿Honeystone's?

Supongamos que regresara a Sparta. Supongamos que fuese a ver a las pocas «amigas» que me deben de quedar -compañeras del instituto- y les preguntase qué recuerdan con mayor intensidad de nuestra infancia, y todas dirían «¡Honeystone's!». Cogidas de la mano, los ojos humedecidos con lágrimas sinceras de verdad, las lágrimas más dulces, recordaríamos Honeystone's Dairy como uno se acuerda de un paraíso perdido.

Y hasta el paseo en coche que nos llevaba a Honeystone's estaba cargado con las expectativas más felices.

Se salía por el este de Hurón Pike Road, hasta más allá de la torre donde se trataba el agua. Pasado el almacén ferroviario. Había que cruzar el puente sobre el Black River, dejar atrás el Memorial Park de East Sparta y a cosa de un kilómetro de los límites de la ciudad aparecía el edificio de estuco resplandecientemente blanco, algo apartado de la carretera, al fondo de un aparcamiento con suelo de grava muy bien cuidado y que quedaba delimitado en verano por llamativos geranios rojos en macetas de barro y en otoño por crisantemos de todos los colores; había un cartel de una vaca sonriente de diez metros de altura, sobre un poste, que se iluminaba de noche como un decorado teatral: honeystone's dairy. Dentro, el ambiente era inmediatamente reconocible: frescor de blanco lechoso, frescor de mármol, como el vestíbulo del Midland Sparta Bank, excepto que en este caso había un olor a panadería tan agradable que la boca se te hacía agua como si fuera la de un niño pequeño. El suelo de Honeystone's estaba recubierto de lo que parecía ser mármol de verdad, a cuadros blancos y negros, gastado pero todavía elegante; había además mesas y sillas blancas de hierro forjado recargadamente diseñadas y pequeños reservados con unos asientos de escay que parecían de cuero, negros y elegantes. Del techo descendían media docena de ventiladores que se movían despacio, con palas como hélices de aviones pequeños, que resultaban al mismo tiempo lánguidos y vagamente amenazadores. Si soñabas con el interior de Honeystone's, los lentos ventiladores ponían una nota ominosa.

Un sueño con Honeystone's por escenario podía estar además lleno de tensión, dado que no veías con claridad quién te había llevado allí. Porque de manera invariable eras un niño pequeño y esencialmente indefenso, acompañado por un adulto .

– ¿Qué puedo hacerte, cielo ?

Era la manera briosa que tenía Zoe de saludar. La glamurosa Zoe Kruller inclinándose por encima del mostrador, apoyada en los codos, de puntillas, con su hambrienta sonrisa carmesí de labios carnosos, enseñando las encías. Los ojos exóticos por debajo del rímel, de la sombra para ojos y del delineador de color azul plateado, y tú la mirabas boquiabierta sin saber cómo responder.

Y había otras cosas fascinantes acerca de la madre de Aaron Kruller: la forma que tenía de remangarse la bata blanca de Honeystone's hasta por encima de los codos, con lo que sus brazos esbeltos quedaban al descubierto, marcados por lunarcitos y pecas como hormigas diminutas. ¡Había un algo cosquilloso, estremecedor, en Zoe Kruller! En aquella mujer de voz gutural y siempre risueña, de la estatura de una chica de trece años, que hacía que quisieras hundir los dientes en un helado, morderlo hasta el fondo de manera que te dolieran los dientes y las mandíbulas, y te estremecieras de frío.

El personal de Honeystone's tenía que llevar bata blanca sobre pantalones también blancos y había que mantener impolutos tanto la bata como los pantalones. El personal de Honeystone's tenía que llevar redecilla, lo que les hacía parecer -si se exceptúa a Zoe Kruller- ridículos, sin gracia. Pero en el caso de Zoe, con sus tupidos cabellos de color rubio tirando a rojo, apenas contenidos por la tenue red, el efecto era extrañamente seductor.

La pregunta coqueta de Zoe -«¿Qué puedo hacerte, cielo?»- era como un acertijo, porque había algo en ella que no funcionaba, tenías que pensar, y parpadear, y esforzarte por pensar para descubrir lo que era raro.

Hacerte. No Hacer por ti. Divertido.

Hasta Ben, a quien no le gustaban las bromas, en especial de personas a las que no conocía bien, se rió cuando Zoe Kruller se apoyó en los codos para mirarlo por encima del mostrador y preguntar qué podía hacerle y luego le llamó hombrecito de papá.

Bueno, si era mamá quien nos había llevado, Zoe llamaba a Ben hombrecito de mamá. Pero, por alguna razón, ya no era tan emocionante y Zoe tampoco nos hacía tanto caso.

Nuestra madre había conocido a Zoe Kruller cuando aún tenía otro apellido. En los tiempos en que estudiaba en el instituto de Sparta, y era la hermana menor de una compañera de curso de Lucille Bauer.

En una población pequeña como Sparta, todo el mundo conoce a todo el mundo. Es una cuestión de edad, de generación. Todo el mundo está al tanto de los antecedentes familiares de los demás, hasta cierto punto. Existían historias entremezcladas, amistades intensas y enemistades igualmente intensas que, pese a haberse convertido en subterráneas décadas antes, seguían ardiendo sin llama y contaminando el aire.

Se huele la contaminación, pero no se ve. Ni siquiera se puede imaginar la historia.

Raíces enredadas debajo de la superficie de la tierra. Cuán sorprendente descubrir aquellas raíces, tan escondidas. Ver cómo mi madre empezaba a trabajar de manera obsesiva al aire libre aquella primavera, cavando en el suelo arcilloso, junto a la entrada para los coches, decidida a plantar lo que ella llamaba nieve-sobre-las-montañas -una planta perenne muy resistente que crece deprisa- y la pala se tropezó con una maraña de raíces que era como algo feo anudado en el cerebro.

Cuando el problema empezó en la vida de mis padres -si bien Ben y yo no habíamos sabido que existiera nada parecido al problema en un principio- nuestra madre nos desconcertó al pasar mucho tiempo al aire libre, algo que nunca había hecho en el pasado, sudorosa y con las venas marcadas como cuerdas en los antebrazos de una manera que asustaba ver y el gesto de la boca adusto, como algo bien cerrado pero visto desde el lado equivocado. Y mamá trató de hundir la pala en la tierra, utilizando su peso como palanca, y la suela de la playera golpeó con fuerza contra el borde de la pala y ella gritó de dolor ¡Jesús bendito! Maldita sea.

Debajo, las raíces enmarañadas. Al cortarlas, su interior revelaba un blancor terrible, semejante a la médula de los huesos.

Fuera como fuese la manera en que nuestra madre conocía a Zoe Kruller, la dependienta que hacía tan gran despliegue de glamour en Honeystone's, nuestro padre la conocía de otro modo.

Supongamos que estuviera aún en relativas buenas relaciones con mi hermano Ben -de quien no me he distanciado, exactamente- y le llamara, dejándome llevar por un impulso, para preguntarle ¿ Te acuerdas de cuando íbamos a Honeystone's? ¿Cuando papá nos llevaba? ¿Lo diferente que era de cuando nos llevaba mamá?

Y supongamos que Ben no me colgara, sino que en un ambiente de reminiscencias sin amargura me respondiera con sinceridad, pensativamente. Diría:

Claro, se notaba. Claro que sí.

¿Por entonces?

No. Por entonces no.

Pero ¿más adelante?

Exacto. Más adelante.

Aquella alacridad de papá. Ponía muy alta la radio del coche y tarareaba con ella a todo volumen. Conducía un poco demasiado deprisa por Hurón Pike Road para luego estacionarse de manera muy cuidadosa en el aparcamiento con suelo de grava de Honeystone's, muy probablemente conduciría uno de los coches espectaculares de Eddy Diehl, que aquella misma mañana habría lavado, encerado y sacado brillo en nuestro camino de entrada para coches y aquí, en el aparcamiento con suelo de grava de Honeystone's, Eddy Diehl lo colocaba de tal manera que, si alguien desde dentro se molestaba en mirar fuera -la ventana delantera de Honeystone's era horizontal, larga, una luna que abarcaba casi toda la anchura del edificio- vería el majestuoso Lincoln Continental de 1973, pintado con dos tonos de beis y acabado en negro, o quizá el Oldsmobile Deluxe de 1977 de color crema, con sus resplandecientes adornos cromados, tal vez el Thunderbird casi de museo, rojo cereza, parecido al más elegante de los cohetes, ansioso de ser lanzado, y esa persona se pararía en seco, para mirar fijamente. Y sonreír.

Los automóviles especiales de Eddy Diehl estaban pensados para hacer sonreír a los observadores.

Ciertos observadores, para ser más exactos. En otros casos, la intención era intimidar, provocar envidia.

¡Santo cielo! ¿Quién es el dueño de eso?

Al ver aquel automóvil en el aparcamiento, y calcular que el conductor era probablemente Eddy Diehl, Zoe se daría la vuelta a toda prisa para comprobar su aspecto en el espejo que tenía a la espalda o en el de la pequeña polvera de plástico que llevaba en un bolsillo de la bata blanca precisamente para ocasiones así de semiemergencia; disponía justo del tiempo necesario para retocarse la nariz con polvos perfumados, comprobar el maquillaje de los ojos, hacer un mohín con la boca para ver si el lápiz de labios carmesí aún estaba en condiciones. Y ajustarse el pelo dentro de la estúpida redecilla que te obligaban a llevar en aquel lugar tan remilgado.

– ¡Vaya, qué tal, Eddy Diehl! Me había parecido que eras tú.

La voz de Zoe Kruller, gutural y sexy, que era como papel de lija frotado contra papel de lija para hacerte estremecer. La voz de Zoe Kruller, cercana, cálida y burlona como una voz que te murmura al oído cuando estás tumbado en la cama, la cabeza en la almohada y las sábanas agarradas a la altura de la barbilla.

Papá entraba pisando fuerte en Honeystone's: empujaba la puerta con tanto ímpetu que la campanita colocada encima tintineaba bien alto mientras hacía pasar a sus hijos de pocos años -¿cómo se llamaban?, ¿Ben?, ¿Krissie?- al interior de Honeystone's Dairy, un espacio que resultaba tan maravilloso por el doble frescor del blanco de la leche y del mármol.

Y ya, en aquel instante, Zoe Kruller divisaba a Eddy Diehl y Eddy Diehl divisaba a Zoe Kruller. Casi era posible sentir el torrente de emoción que se establecía entre los dos, como una corriente eléctrica.

– ¿Qué tal te va, Zoe-y? Tienes buen aspecto.

Mi padre saludaba con voz despreocupada. Los domingos por la tarde, lo más probable era que hubiese bastante ajetreo en Honeystone's.

Zoe Kruller estaba muy solicitada en la granja, cosa que también le sucedía en Chautauqua Park en las noches musicales de verano, y había clientes que hacían cola para que los sirviera ella, aunque tanto la corpulenta Audrey como la señora Honeystone, de cabellos blancos, estuvieran disponibles detrás del mostrador, con cara de pocos amigos.

Poco deseoso de tropezar con la mirada de la señora Honeystone -la mujer de más edad y pelo blanco era la esposa de Marv Honeystone y Eddy conocía a Marv por haber trabajado para él-, Eddy se entretenía, con las manos en las caderas, meditando, delante de una de las vitrinas refrigeradas donde se exponían los postres. Como si hubiera ido a Honeystone's con la intención de comprar una tarta de fresas con nata montada, o una mousse de chocolate, o una tarta de cumpleaños de tres pisos, o una exquisita tarta con fruta glaseada o una bandeja de dulce de leche, galletas con pedacitos de chocolate, mostachones.

– Vamos a ver. Ben, Krissie, decidme qué es lo que os parece mejor. Lo que más os gusta.

Ben y yo lo debatíamos con mucha seriedad: tarta de fresa con nata montada, tarta de plátano con nata, tarta de cerezas con tiras de crujiente masa tostada, semejantes a los radios de una rueda en lugar de la habitual tapa maciza tan aburrida…

¡Toda una vitrina llena de tartas de cumpleaños!

Aquella discusión podía durar varios minutos. Mientras, Eddy Diehl veía a Zoe Kruller reflejada en el espejo situado detrás de la vitrina y examinaba su propio reflejo con un crítico fruncimiento de ceño y se alisaba el pelo rojizo alborotado a manera de cresta de gallo con un rápido movimiento de las dos manos.

Las manos grandes de carpintero de Eddy Diehl. Los enormes pulgares de Eddy Diehl. Sus ojos de pesados párpados detrás de las gafas de sol color verde mar, modelo «aviador», con montura metálica. La súplica sin palabras de Eddy Diehl a la rubia coqueta y menuda de rostro con maquillaje glamuroso, como una muñeca Dolly Parton, y bata remangada para dejar al descubierto los pálidos antebrazos pecosos.

Después de unos cuantos domingos de lo mismo, Ben empezó a protestar:

– Papá, siempre nos preguntas qué queremos, pero nunca compras nada. ¿Para qué nos preguntas?

Yo no quería oírle. Ya había hecho mi elección para contársela a papá: tarta de plátano con nata, tarta con crema caramelizada, tarta de chocolate de tres pisos con feliz cumpleaños en letras de color rosa en lo más alto. En una ocasión había visto a Zoe Kruller echar un chorrito de sustancia rosa parecida a pasta de dientes sobre un duplicado de aquella misma tarta para completar el mensaje: ¡feliz cumpleaños robín!

Por aquel entonces pensé en la suerte que tenía Robin.

Tanto si Robin era chica como si era chico.

Papá dijo, casi al borde del enfado:

– Cabe que esté tomando nota mental, Ben. Tu papá tiene una cabeza que es como un cepo de acero. Atrapa hechos que un buen día le pueden ser útiles.

¿Nota mental? Sentí curiosidad y le pregunté a papá qué era una nota mental pero papá miraba de reojo a Zoe Kruller que le estaba lanzando una sonrisa, también de soslayo, desde el otro lado del peinado afro de un cliente.

– ¿Papá? ¿Qué es una «nota mental»…?

– Explícaselo tú, Zoe -papá había alzado amablemente la voz para incluir a Zoe en la conversación mientras preparaba batidos, a unos tres metros de distancia, para una familia de niños pequeños e inquietos-. Qué es una «nota mental».

Aquello daba por sentado que Zoe había estado escuchándonos pese a la lejanía. Que, desde el momento en que Eddy Diehl había hecho su entrada en Honeystone's, Zoe Kruller estaba pendiente de él y de sus dos hijos de pocos años que salían, al parecer, al lado materno de la familia. Una verdadera lástima, porque Eddy Diehl es un hombre atractivo, a diferencia de Lucy Bauer, regordeta y con cara de pan.

Zoe inclinó la cabeza para indicar que estaba esforzándose mucho.

– Nota mental es… un recuerdo. Creas un recuerdo especial en la cabeza para acordarte de algo más adelante.

Nota mentales para el futuro, una forma de relacionarlo con el ahora.

Zoe hablaba en un misterioso murmullo gutural apenas audible. En cuanto a mí, no sabía de qué hablaban mi padre y ella, pero cualquier sucesión de palabras que Zoe Kruller pronunciara, por ordinaria o banal que fuese, siempre estaba cargada de significado, como palabras grabadas a fuego en un cartel o en un anuncio televisivo brillantemente iluminado.

Eddy Diehl llevaba gorras de obrero o gorras de jugador de béisbol. Sin excepción cuando estaba al aire libre y con frecuencia dentro de casa. Se la había quitado -de color azul marino, sucísima, con sparta construction en letras de color bronce, que llevaba años usando- para arreglarse el pelo, pero se la había vuelto a poner enseguida, bajándose mucho la visera sobre la frente. Había un no sé qué de timidez en él, o al menos un sentirse cohibido: Eddy Diehl era alguien que sabía que lo miraban tanto las mujeres como los hombres y que quería que lo mirasen, pero sólo de la manera que él decidiera.

En el trabajo -en la empresa Sparta Construction- papá llevaba camisas blancas: de manga corta en verano, larga en invierno. Eran camisas que mi madre planchaba, porque papá insistía en llevar camisas blancas de algodón, no de lavar y poner. También usaba pantalones bien planchados, y cazadoras o chaquetas cuando el tiempo era frío, pero jamás abrigo. Nunca se ve a un carpintero -a nadie que trabaje con las manos- que lleve abrigo en el trabajo. En verano, durante sus ratos de ocio, papá se ponía camisetas y pantalones de color caqui que con mucha frecuencia estaban arrugados y con manchas, y zapatillas deportivas del número doce.

Nunca dejaba de sorprenderme que papá fuese tan grande. Como una montaña por encima de mí, un hombre alto, musculoso, de hombros anchos, brazos largos y muñecas poderosas. A pesar de su rodilla mala (como la llamaba mi madre, aunque nunca delante de papá), caminaba sin gestos de dolor o, al menos, gestos visibles; tampoco quería nunca mencionar su rodilla mala, su herida; enrojecía de indignación si alguien -de ordinario parientes de mi madre del sexo femenino- le preguntaba por su salud y le pedía demasiadas precisiones. (Mi padre también desdeñaba con frialdad las preguntas de familiares de ambos sexos sobre cómo marchaba el negocio de la construcción, de manera que se limitaba a sonreír y encogerse de hombros con un No me puedo quejar. Nos defendemos. ¿Y tú?)Había un algo suelto e impulsivo en los movimientos de mi padre, una agitación mercurial casi con visos de amenaza, excepto que bromeaba, que sonreía, ¿no era eso? ¡No te acerques demasiado! No confundas mi actitud amistosa y pienses que soy amigo tuyo.

En los brazos morenos de mi padre crecía un vello espeso que formaba espirales y remolinos, de color rojo óxido oscuro hasta convertirse en negro, elástico y resistente al tacto, semejante a alambre. De pequeña me había sentido intimidada por los brazos musculosos de papá cubiertos de vello y por la sospecha de una oscura e hirsuta pelambrera que le cubría el pecho y partes de la espalda por debajo de la camiseta blanca y que quedaba al descubierto en la garganta. Al ver la expresión de mis ojos papá se echaba a reír: «No te preocupes, Gatita. Tú no te vas a convertir en un malvado simio peludo».

Ésas eran las bromas de papá. Me gusta acordarme de papá bromeando. Es importante recordar que hombres como mi padre -tan americanos, originarios de ciudades pequeñas y que alcanzaron la mayoría de edad en la época de la guerra de Vietnam- eran dados a bromear, a burlarse, a lo que llamaban tomar el pelo, y que no había nada más maravilloso que un hombre como Eddy Diehl cuando estaba de buen humor, era posible que se hubiera tomado unas cuantas cervezas, quizá estuviese con sus amigos, tipos como él que eran las únicas personas de las que se podía fiar, dado que no se podía fiar de ninguna mujer, ni siquiera de la suya, ni tampoco de su madre. Si tienes que preguntar por qué, olvídalo.

Si tienes que preguntar, vete al infierno.

Vete a tomar por culo, ¿entiendes? Si tienes que preguntar.

Nada más maravilloso que la sonrisa de aquellos padres americanos que lograban suavizar sus facciones endurecidas y transformarlas en rostros de muchachos y conseguían que se les formaran arrugas amables en torno a los ojos cansados y, sin embargo, nada más aterrador que aquellos padres cuando dejaban de sonreír.

De repente y sin avisar.

Como en Honeystone's aquel día, cuando mi padre le dijo a Ben con voz cortante: «Eh. Lárgate de ahí».

¿Qué había estado haciendo Ben? Tocar una bandeja de bizcochos de chocolate recién salidos del horno y cubierta de celofán, que se exhibía en una de las vitrinas.

Ben a la edad de diez años, un niño larguirucho de rostro agradable con pelo cobrizo formando remolinos sedosos que le hacían parecer una chica, ojos asustados de color castaño claro, un desasosiego un poco conejil. La voz de papá demasiado áspera, furiosa en aquella ocasión.

– Qué estás haciendo, condenado. Las manos lejos de lo que no es tuyo.

Papá se estaba cabreando, como diría él mismo. Mientras esperaba que Zoe Kruller le hiciera caso. Estaba esperando, y Eddy Diehl no estaba acostumbrado a esperar para que las mujeres le hicieran caso.

Sentí un pequeño escalofrío de satisfacción al ver que mi hermano mayor recibía una reprimenda en público de nuestro padre. Muy divertida la manera en que Ben se apartó de golpe de la vitrina como si hubiera tocado una serpiente. Aunque me asustó que papá pudiera hundirse de pronto en uno de sus malos humores y que también riñera a la pequeña Krista sin contemplaciones.

Pero llegó entonces la voz de Zoe, dulce como la miel, dirigida por fin hacia nosotros.

– ¿Eddy? Vaya coche para quitar el hipo que tienes ahí fuera.

Papá se echó a reír, complacido. Confirmó que el automóvil era suyo y que lo había adquirido hacía muy pocos días.

– Tan pronto como lo he visto entrar en el aparcamiento he sabido que tenías que ser tú.

Acto seguido las palabras fluyeron entre nuestro padre y Zoe Kruller con la velocidad de pelotas de ping-pong. Fuera cual fuese el significado de aquellas palabras -sobre el coche que papá acababa de comprar o el próximo concierto de Black River Breakdown dentro de una semana o dos, sobre las respectivas parejas y familias- eran a primera vista inocuas y banales como la sonrisa de los adultos mientras te miran aunque estén ocupados con sus remotos pensamientos privados.

Zoe bromeaba pero por debajo se podía ver que hablaba muy en serio.

Con sus ojos exóticos de color ámbar fijos en Eddy Diehl, calculadores y ardientes; acariciándose el antebrazo cubierto de pecas y salpicado de lunares diminutos.

Vi cómo relampagueaban las uñas carmesíes de Zoe Kruller. Vi. cómo iba a verlas papá y sentí que mi sangre se aceleraba.

Después de lo que pareció mucho tiempo -aunque no debieron de ser más de dos o tres minutos- Zoe se volvió a mirarnos a Ben y a mí con los ojos muy abiertos:

– Así que… ¿Ben? ¿Y Krissie? El hombrecito y la mujercita de papá… ¿qué puedo haceros hoy?

Reímos, era una manera muy curiosa de hablar, como un acertijo, como un cosquilleo. No estaba segura de que me gustase, ordenar así las palabras. De pequeña me preocupaban mucho las equivocaciones al hablar, que provocaban las risas de los adultos. Decir palabras en el orden equivocado, mojar la cama, derramar un vaso de leche durante la cena, dejar caer un tenedor cargado de puré de patata, lo que un niño teme más son las risas desquiciadas de los adultos cuando hace una cosa equivocada.

Ahora Zoe Kruller estaba pronunciando palabras curiosas. Haceros. Qué puedo. ¿Ben? ¿Krissie?

Me enamoré de Zoe Kruller, creo. Me enamoré de la manera en que Zoe Kruller me miró fijamente y me llamó por mi nombre.

Pero ¿por qué me daba tanto miedo?

Se produjo una pausa dedicada a tomarle el pelo a Krissie: papá le dijo a Zoe que yo quería un cucurucho con helado de café y protesté asegurando que aborrecía el helado de café y Zoe se rió y dijo que sí, que lo sabía; que lo que quería era un cucurucho con dos bolas, chocolate en el fondo y fresa encima.

– A tu papá le encanta tomar el pelo, corazón. No pienses que presto mucha atención a tu condenado papaíto.

Condenado era una de las palabras que las personas mayores podían utilizar. Dependiendo del tono y de quién se lo dijera a quién, podía sonar suave como una caricia o muy violento.

Todo lo que intercambiaban Zoe Kruller y Eddy Diehl en Honeystone's Dairy tenía la suavidad de una caricia y ninguna aspereza.

Papá nunca tomaba helados de cucurucho ni batidos. Nunca. Apenas le gustaban las cosas dulces; prefería las saladas, como pretzels, cacahuetes, patatas fritas a la inglesa por revenidas que estuvieran, comiéndoselas a puñados mientras bebía cerveza, los domingos. Y a papá le gustaba el café, papá estaba «enganchado» al café solo, con un aroma tan intenso que hacía que se me cerraran las ventanillas de la nariz. De manera especial a papá le gustaba el café que daban en Honeystone's y que olía de una forma distinta que el de casa.

Zoe convertía en espectáculo su modo de servir el líquido humeante en un vaso alto de espuma de poliestireno.

– Ahí lo tienes, Eddy. Espero que esté como te gusta.

– Sí. Está como me gusta.

Pero llegó un día en que Zoe Kruller desapareció de Honeystone's. Un día nada lejano y aquello fue un golpe para mí, una sorpresa cruel: nos llevó mi madre a Ben y a mí y entramos corriendo, impacientes, buscando a Zoe Kruller, pero allí no estaban más que la anciana señora Honeystone, la gorda Audrey con el ceño fruncido, y otra chica que no conocíamos, así que preguntamos por Zoe a la señora Honeystone. ¿Dónde estaba Zoe?, y la señora Honeystone sólo nos dijo que ya no trabajaba allí, y ni siquiera pronunció su nombre. Se notó enseguida que no iba a sonreír y que no quería decir nada más sobre Zoe Kruller y que tampoco nuestra madre estaba dispuesta a preguntar.

¿Dónde está?, se ha despedido. Dijo que se iba y se fue.

Aquel día, aquel domingo en el que estoy pensando tenía ocho años y empezaría tercer grado en otoño. Y papá y Zoe Kruller se intercambiaban bromas como veloces pelotas de ping-pong mientras Zoe servía los helados para Ben y para mí y el café para papá, abría la caja registradora para cobrar, sacaba el cambio y papá le decía -bajando la voz mientras recogía las monedas de los esbeltos dedos de Zoe con las uñas asombrosamente carmesíes- que debería saludar a Del de su parte -alguien llamado «Del»- y Zoe se rió y dijo «¡Claro! Cuando lo vea». Que fue una respuesta que posiblemente cogió a papá por sorpresa, porque se hizo un lío con el cambio y se le cayó una moneda de veinticinco centavos que rodó por el suelo de baldosas de mármol y Ben se agachó veloz para apoderarse de ella; y Zoe dijo, con aquella risa en la voz como si nada pudiera herirla, displicente y ligera como cualquier pajarillo revoloteando por encima de nuestra cabezas: «Y tú dile hola a Lucy, ¿querrás?».

Fuera, en el aparcamiento, donde el aire era caliente y húmedo, opresivo después del frescor de la granja, al acercarnos al coche de papá, aparcado imprudentemente bajo el sol despiadado, descubrí que mi cucurucho de barquillo había perdido la punta, estaba roto, y a continuación descubrí, llena de horror, que había algo al final del cucurucho, negros gorgojos que se agitaban.

Di un grito y dejé caer el helado.

Papá lo oyó y vino a investigar.

– ¿Qué demonios sucede, Krissie? ¿Qué ha pasado?

Dos bolas de helado -fresa, chocolate- sobre la grava caliente, deshaciéndose. Con un aspecto absurdo allí en el suelo. Algo que era supuestamente exquisito -algo especial, delicioso- en el suelo, como si fuese basura. Le dije a papá que había gorgojos dentro del cucurucho y que no me lo podía comer. Sentía náuseas y estaba a punto de vomitar. Papá lanzó una maldición en voz baja y empujó el cucurucho con la punta del zapato, como si pudiera ver desde su altura la media docena de insectos negros moviéndose dentro del cucurucho; su actitud era escéptica, impaciente; no parecía muy comprensivo, como si la profanación del helado fuese culpa mía. O, quizá, niña torpe, simplemente se me había caído y estaba tratando de echar la culpa a otra persona.

– Bueno. No vamos a ir a por otro helado, se nos ha hecho tarde y hemos de marcharnos.

¿Me voy a quedar sin helado? ¿Aunque no he tenido la culpa? Me llené los pulmones de aire para protestar, para llorar, acongojada por un sentimiento infantil de injusticia, y por la pérdida de una cosa que me apetecía mucho, pero papá hizo caso omiso, había decidido que no iba a volver a entrar en la granja, que no iba a quejarse ni a Zoe Kruller ni a nadie sobre el cucurucho de helado de su hija.

Cuando me resistí a marcharme, papá me agarró por el brazo con brusquedad, mi brazo descubierto, tan flaquito, por el codo, y me dio la clase de tirón ante el que no se ofrece resistencia.

– Joder, Krista, he dicho que subas al coche.

Ben, con una sonrisita mientras lamía su helado, tampoco manifestó ninguna comprensión. En el asiento delantero junto a papá, donde, por el hecho de ser chico, insistía en sentarse. Yo, en el asiento de atrás camino de casa. El coche era un Oldsmobile, creo, algún tipo de modelo especial «Deluxe», el cuero del asiento caliente por el sol achicharrándome las piernas, iba gimoteando, lloraba en voz baja, anonadada por la injusticia de lo que acababa de suceder: si hubiera corrido para entrar de nuevo en la granja, Zoe Kruller por supuesto me hubiese dado otro cucurucho de helado, si hubiera sido mamá y no papá quien me hubiera traído aquel día, por supuesto mamá se hubiese encargado de que me dieran otro helado, dentro de Honeystone's las dependientas se habrían mostrado comprensivas, se habrían disculpado. Pero papá había decidido marcharse y estaba rojo de indignación. Papá maldecía en voz baja, no era cuestión de enojarlo aún más. Si lo hubiera pensado, le habría ordenado a Ben que compartiera su cucurucho conmigo, pero papá no estaba pensando en helados, ni en su hija acongojada, porque sus pensamientos estaban en otro sitio. Me acurruqué en el asiento de atrás sorbiéndome la nariz y jadeando mientras pensaba No ha sido culpa mía. No ha sido culpa mía. ¡Por qué se ha enfadado papá conmigo! M i corazón de ocho años estaba destrozado, y no sería la última vez.

Más o menos una semana después, cuando nuestra madre nos llevó a Honeystone's antes de volver a casa y después de visitar a unos primos suyos en las afueras de East Sparta, a Ben le apetecía mucho un cucurucho de helado, pero a mí no. Pedí en cambio otro con frutas y nueces en un recipiente de plástico, donde veías bien lo que estabas comiendo. Aunque Zoe Kruller estaba en el mostrador, y recordaba exactamente la clase de cucurucho de helado que pedía siempre, y a pesar de que me hizo un guiño y me llamó Krissie de la manera más amable y trató de conseguir que le sonriera, no lo hice; estuve huraña y malhumorada y no fui la simpática hijita de papá ni alcé tampoco los ojos al rostro resplandeciente de Zoe, no señor.

8

Dos años y siete meses después, en una mañana de domingo, bajo el brillo deslumbrante de la nieve de febrero de 1983, se encontró muerta a Zoe Kruller en una casa alquilada de West Ferry Street, en el centro de Sparta.

En la primera página del Journal se informaba de que Zoe Kruller había sufrido un violento traumatismo en la cabeza además de estrangulamiento manual, por lo que se trataba de un acto delictivo, de un homicidio.

Se daba a conocer que la mujer muerta se había separado de su marido, había dejado de vivir con su familia. A continuación se añadía que la víctima había sido encontrada en su cama, por…

– Krista. Dame eso.

– ¡No! Lo estoy leyendo.

– He dicho…

Me arrancó las páginas de la mano. Era tal la conmoción en su rostro que se las cedí para evitar rasgarlas.

Tanta conmoción en su rostro que me aparté asustada. Pero había visto…

Encontrada en su cama por Aaron Kruller, su hijo de catorce años, que salió corriendo a la calle para pedir ayuda.

Para entonces tenía once años. Ya no era una niña pequeña que hubiera que proteger de lo que mi madre llamaba cosas «feas», «repugnantes», «vergonzosas». Ya no era una niña pequeña para tener que tolerar semejante protección y en consecuencia supe -llegué a saber- de algún modo que la simpática pecosa llena de glamour que nos había atendido en Honeystone's era la misma mujer a la que su hijo había encontrado estrangulada en la cama; llegué a saber, con un escalofrío de horror, y de fascinación, que, en el momento de su muerte, Zoe Kruller no vivía con su familia, como otras esposas y madres viven con la suya; en el momento de su muerte Zoe Kruller estaba separada, distanciada de su marido Delray Kruller y de su hijo, Aaron, condiscípulo de mi hermano Ben: separada, distanciada, rota la comunicación. Llegué a enterarme de hechos deliciosamente turbadores, causantes de una sensación de aturdimiento que me recorrió de pies a cabeza, como si estuviera caminando en un sueño; un sueño que se parecía a la novocaína inyectada en mis delicadas encías cuando iba al dentista; un sueño que me dejó sin aliento, mareada y extrañamente soliviantada y como con dolor de cabeza; un sueño del anhelo más intenso y también de la repugnancia más intensa. Porque a aquellos hechos se añadía, en lo que era de manera invariable un tono alterado de voz, como el cambio en una emisora de radio a punto de perderse a causa de las interferencias, el hecho de que Zoe Kruller compartía alojamiento con otra mujer en el 349 de West Ferry.

¡Compartía alojamiento con una mujer! ¡No vivía con su marido y su hijo sino con una mujer! Y el apellido de la mujer también parecía exótico: DeLucca.

West Ferry Street estaba a kilómetros de distancia de Hurón Pike Road y era una calle que no me resultaba familiar. Pensé que debía de estar cerca del almacén ferroviario. Cerca de Depot Street, una o dos manzanas antes del puente. En el límite del distrito de los almacenes, en la zona que bordeaba el río. Aquella parte de Sparta. Allí había bares, cafeterías para altas horas de la madrugada y restaurantes. Estaba la tienda de libros y vídeos clasificados X, sólo para adultos. Había solares cubiertos de escombros y una gran parcela de aspecto inhóspito, barrida por el viento, a la orilla del río, que se anunciaba como Sparta Renaissance Park donde se estaban construyendo edificios de apartamentos de muchas plantas.

Y de algún modo también sabía que había hombres que iban a visitar a Zoe Kruller en aquella casa de piedra, que Zoe recibía a varones.

La policía de Sparta se disponía a interrogar a aquellos visitantes.

No tenía ni idea de por qué lo sucedido inquietaba tanto a mi madre. Por qué mi madre daba un portazo y cerraba la puerta con llave contra mí, contra los dos, Ben y yo, negándose a responder a nuestras asustadas preguntas ¿Mamá? ¿Mamaíta? ¿Qué es lo que pasa? No tenía ni idea.

Era un febrero muy frío. Se publicaban chistes en el periódico local sobre el regreso de las glaciaciones. Dibujos cómicos de glaciares, mastodontes y lanudos mamuts de grandes colmillos curvos envueltos en hielo. Estaba en sexto grado en Harpwell Elementary y mi hermano Ben en noveno grado en Sparta Middle, que era también el instituto de Aaron Kruller. Cuando mi madre le preguntó a Ben si conocía a Aaron, Ben respondió muy deprisa que no: «Va un año por detrás de mí».

Para añadir, con una mirada de desdén:

– Es mitad indio. No le gusta la gente como nosotros.

– Es de tu edad, ¿no es eso, Ben? En el periódico dice «catorce».

– ¿Qué tiene que ver, mamá? -dijo Ben, molesto-. Ya te he dicho que va un año por detrás de mí. No lo conozco.

– Pero no procede de la reserva, ¿verdad que no? No es indio al cien por cien. «Delray Kruller» no es un nombre indio.

– ¡Santo cielo, mamá! ¿Qué más da? ¿De qué me hablas? -Ben se estaba poniendo frenético, furioso. La obstinación de nuestra madre, su insistencia en los detalles más triviales, conseguía disgustar a Ben todavía más que a mí.

Déjalo, mamá. Por favor, déjalo sería mi petición silenciosa.

Pero nuestra madre insistía:

– Ese pobre chico. Es de él de quien me compadezco en todo este asunto. Nada más que un niño, encontrándosela -incluso pasado el tiempo, nuestra madre no era capaz de pronunciar el nombre Zoe Kruller, tan sólo el pronombre, con tono de repugnancia.

Ben se dio la vuelta con un encogimiento de hombros. No me había mirado ni una sola vez.

Por supuesto, Ben conocía a Aaron Kruller. Lo conocía desde la escuela primaria.

Pero era muy del estilo de Ben no hablar de cosas que le disgustaban. El hecho de que Zoe Kruller hubiera muerto, de que alguien que conocíamos hubiese muerto, parecía avergonzarlo. Mi hermano estaba en una edad en la que, si no podías hacer un chiste sobre algo, te marchabas con una sonrisita apenada.

A mí me dijo de manera confidencial:

– La madre de Kruller, esa tal Zoe, ¿sabes lo que era? Era una fulana.

¿Fulana? Sentí la palabra afilada y restallante como un bofetón que me cruzara la cara de niña tonta.

– Una fulana es una hembra que folla. La madre de Aaron Kruller era una fulana y además una yonqui. Ese es el porqué de que se marchara de Honeystone's. Y también de que dejara de cantar. Y Aaron no salió corriendo «en busca de ayuda», sino que lo encontraron con ella, donde estaba muerta y -la voz de Ben se hizo aún más confidencial, quebrándose por la hilaridad- además el muy tonto se había cagado encima. Esa noticia no la vas a encontrar en el periódico.

En el periódico -en la sucesión de periódicos que irían llegando a mis manos, algunos de ellos los que mi madre había escondido en un cajón de su cómoda de madera de cedro para que no los viéramos, y otros los que compartieron conmigo mis amigas, compañeras de clase- vería el rostro sonriente de Zoe Kruller mirándome, a punto de hacerme un guiño ¡Krissie! ¿Qué puedo hacerte hoy?

El acertijo para el que no existía respuesta.

Tal como se había vuelto hacia papá, alzando el glamuroso rostro enfebrecido como una flor que te desafía para que la cojas ¡Señor Diehl!¿Qué puedo hacerle hoy?

La fotografía de Zoe Kruller más utilizada -que, con el tiempo, sería también reproducida por la prensa para todo el estado, aunque nunca en publicaciones nacionales ni tampoco distribuida por la Associated Press, hasta donde yo sé- era una en la que había posado con sus compañeros músicos de Black River Breakdown, vestida de cantante, con su atuendo de lentejuelas muy escotado, y el pelo ondulado y ligero, con aspecto eléctrico, cayéndole en cascada sobre un hombro semidesnudo. Otra fotografía más informal mostraba a una Zoe más joven sonriendo a la cámara con una inclinación traviesa, como si hubiera estado burlándose del fotógrafo, con la seguridad exuberante de una animadora deportiva de instituto o de la reina de un baile de fin de curso. Cuántas veces aquéllos y otros retratos de Zoe Kruller, víctima del crimen de Sparta, volverían a publicarse, cuántas veces los contemplaría yo con el asombro de haberla conocido, de que por supuesto seguía conociéndola aún -nunca en mi vida sería posible que Krista Diehl no conociera a Zoe Kruller de Honeystone's- y todas las veces me parecía una cosa injusta, una pesadilla, un chiste cruel y provocador que en aquellas fotografías hubiera posado tan sonriente y tan llena de confianza, sin imaginar nunca que, un día, su fotografía sería publicada -y vuelta a publicar- en los periódicos, mostrada en las noticias de la televisión local, con la leyenda Zoe Kruller, víctima del crimen de Sparta.

Aunque era joven para mis once años, joven en cuanto a conocer las maneras en que funcionaba el mundo (el adulto, incluso el de los adolescentes), también a mí se me ocurrió el reproche No debería haber sonreído de ese modo.

Los primeros titulares se hicieron con letras enormes que abarcaban todo el ancho del Journal.


mujer de sparta, 34, agredida y estrangulada

La muerte de una cantante local de bluegrass

investigada por la policía.

La atención se centra en «amigos» y «visitantes».


Más adelante los titulares disminuirían de tamaño y el tono sufriría una sutil alteración:


la vida privada de la cantante de bluegrass

produce «sorpresas»

Los detectives de Sparta continúan la investigación

siguiendo «pistas».


En nuestra casa nadie hablaba de Zoe Kruller. Era una época -supongo que no era la primera vez- en la que con frecuencia papá trabajaba hasta tarde, o tenía que pasar la noche fuera de casa «por negocios», y mamá estaba nerviosa y se impacientaba con Ben y conmigo si preguntábamos por él.

– Está fuera. Está trabajando. ¡Cómo quieres que sepa dónde está, preguntádselo vosotros!

Lo que era tan ilógico que ni siquiera a Ben se le ocurría cómo responder.

El teléfono, que no sonaba casi nunca, empezó a hacerlo entonces. Y mamá, que apenas lo usaba, pasó a utilizarlo con frecuencia. Lejos de nosotros, en el dormitorio principal del piso de arriba, en el que no éramos bien recibidos excepto por invitación -cuando ayudaba a mi madre a limpiar la casa y a pasar la aspiradora, por ejemplo-, o en la cocina, pero con la puerta cerrada, algo muy extraño, muy poco natural, porque la puerta de madera de arce que papá había instalado en la cocina no se cerraba nunca.

Pero ahora sí, a veces estaba cerrada. Cuando Ben y yo regresábamos de clase en el autobús escolar y pateábamos con fuerza en el vestíbulo de atrás con nuestras botas húmedas de nieve, allí estaba la puerta de la cocina bien cerrada, y oíamos a nuestra madre hablando por teléfono en voz baja, urgente, acusadora, llena de pánico, que era una advertencia para nosotros, para que no nos acercásemos. Pero ¿qué…?¿Qué pasará?¿Qué significa eso? ¿Llegará a producirse una… detención? Pero cómo es posible una detención, si… ¿Un abogado? ¿Para qué necesitaría Eddy un abogado? Dios santo, un abogado… no nos podemos permitir un…

Ben mantenía una expresión imperturbable, quitándose las botas a patadas, y al subir las escaleras hacía mucho ruido para que mamá le oyera. Ben hacía caso omiso de mis súplicas y también de mi aire afligido, aunque me metiera en la boca un pulgar maltrecho para poder morderme la uña y conseguir que el padrastro sangrara un poco más.

¿Que qué es lo que dice?¡Ya sabes lo que dice! Bueno, conmigo no habla… quizá quiera hablar contigo… Pero nada de abogados, eso es… No, eso es una locura…

La agitación en la voz de mi madre, el tono de reproche, desconcierto, humillación, enfado, sugerían que hablaba con su hermano mayor o con una de sus hermanas. ¡Yo no quería oír! Me tapé deprisa los oídos y subí tras de mi hermano al piso alto haciendo mucho ruido.

¡Vaya! ¿Qué tal? Me había parecido que eras tú.

¿Qué puedo hacerte, Krissie?

Traté de echarme a llorar mirando mi reflejo en el espejo del cuarto de baño y hablando con la voz gutural y ronroneante de Zoe Kruller, pero no lo conseguí, no derramé ni una lágrima.

9

A papá no le podíamos preguntar.

Ni Krista, ni Ben. Ni tampoco nuestra madre.

No acerca de la señora Kruller cuya fotografía aparecía en el periódico. No sobre el homicidio.

No había palabras con las que pudiera hablar con mi padre de una cosa así. Como tampoco a ninguna edad podría haber hablado de verdad con él sobre las funciones corporales o sobre el sexo; nunca me hubiera atrevido a preguntarle a mi padre cuánto dinero ganaba, cuánto había costado nuestra casa, si tenía un seguro de vida y qué cantidad recibirían sus herederos. No podría haberle preguntado sobre Dios: ¿Hay un Dios y qué tiene que ver con nosotros? Eran temas tabú, aunque la palabra tabú no existiera en nuestro vocabulario y si llegó alguna vez a ser conocida en Sparta, gracias a los anuncios y a la cultura popular, sería por el perfume Tabú.

En cualquier caso, los niños no hacen preguntas sobre la muerte. Los niños podían ver la muerte en la televisión, oír disparos, presenciar explosiones, aviones alcanzados caprichosamente que caían del cielo creando una filigrana de llamas, pero no podían hacer preguntas sobre la muerte. Sólo los niños muy pequeños, aunque no tardaban en darse cuenta de su error.

Cuando murió mi abuelo paterno, sólo tenía cuatro años y era demasiado pequeña para ir a la escuela. En los ratos en que papá no estaba trabajando se aislaba en su taller en el sótano de nuestra casa, donde oíamos los gemidos de sus herramientas eléctricas a través de las tablas del suelo y sucedió que durante los días, las semanas que siguieron al funeral por el abuelo, papá no nos habló de él, excepto con evasivas, limitándose a decir que «se había marchado». Dada la expresión en la cara de papá, mi hermano y yo entendimos que era mejor no preguntar adonde se había marchado su padre.

Mamá nos lo había advertido: no preguntéis a papá por el abuelo. Papá está disgustado. Por teléfono mamá decía Eddy lo está pasando muy mal. Ya sabes cómo es, todo se le queda dentro.

Aquellas palabras me llamaron la atención: Todo se le queda dentro.

Lo está pasando muy mal. Todo se le queda dentro.

En el colegio la gente hablaba de Zoe Kruller, que era la madre de Aaron Kruller, o había sido la madre de Aaron Kruller. Ahora, también la señora Kruller se había marchado.

Qué extraño nos parecía, a nosotros que habíamos conocido a Zoe Kruller tanto en la granja Honeystone's como en las noches musicales de Chautauqua Park, que una mujer tan simpática, tan bonita y tan glamurosa hubiese sido estrangulada en su cama, asesinada. Qué mal nos parecía que se pudiera ser la cantante de Black River Breakdown a quien se aplaudía y se aclamaba y se le pedían bises, y a la que, sin embargo, alguien odiaba lo bastante como para agredirla y estrangularla en la cama.

A la madre de Aaron le hicieron cosas peores que simplemente matarla, ¿sabes por qué? Porque era una fulana.

Se nos hacía volver a casa de inmediato después de las clases. Nuestras madres no nos dejaban quedarnos para actividades extraescolares ni tampoco las autoridades académicas alentaban esa clase de actividades en los meses que siguieron a la muerte de Zoe Kruller. Coches de la policía vigilaban los centros docentes, patrullando por los aparcamientos como tiburones amistosos. Los conductores de los autobuses contaban a los pasajeros antes de cerrar las puertas y abandonar los terrenos del instituto, para establecer que todos estábamos presentes y que no faltaba nadie. Los chicos mayores protestaban, no eran niñas, caramba.

– Según algunas cosas que he oído -dijo Ben- sobre la madre de Aaron, el «estrangulador» sólo iba a por ella. No se metería con ninguno de nosotros.

Le pregunté a Ben que quién se lo había dicho. También le pregunté qué más había oído en su instituto y mi hermano se encogió de hombros escurriendo el bulto y dijo que sólo algunas cosas «que no eran aptas para mis oídos».

En Sparta -a diferencia del resto del mundo donde las personas morían y eran asesinadas de formas terribles todo el tiempo- resultaba raro que muriera alguien y todavía más raro que muriese alguien de una manera que provocara tal conmoción, miedo, asombro. Por supuesto las muertes «naturales» causaban tristeza y la gente lloraba, en especial las mujeres. Las mujeres eran especialistas en llorar, mientras que los hombres se sentían humillados si lloraban y eran objeto de burlas. Las mujeres quedaban purificadas por las lágrimas, mientras que los hombres quedaban manchados, sucios. Pero las personas muertas eran de ordinario ancianos o habían muerto después de una larga enfermedad, o las dos cosas; o habían muerto en un accidente de tráfico en la carretera, o en un accidente náutico en el río o en uno de los numerosos lagos que rodeaban Sparta. Todas esas eran muertes tristes pero no aterradoras. Porque sabías, si eras pequeño, que nada parecido te iba a suceder a ti.

Ahora, sin embargo, la gente estaba asustada. Los adultos estaban asustados. Hay una diferencia muy profunda entre morir y que te maten.

Ir a Honeystone's Dairy ya no era tan divertido, sin Zoe Kruller con los codos apoyados en el mostrador, sonriente.

Los helados seguían siendo deliciosos y los devorábamos con avidez.

En cambio, el olor del café recién hecho era acre, desagradable. Para mi sensible nariz, molesto. Desde el incidente de mi cucurucho invadido por asquerosos gorgojos, papá no había vuelto a llevarnos ni a Ben ni a mí a la granja en todo el verano, y me preguntaba si existía alguna relación.

En Honeystone's no me había apetecido nada escuchar la conversación de mi madre con la señora Honeystone, anciana y gruñona. Las dos habían agitado la cabeza desaprobadoramente, unidas en aquel momento por una ola de repugnancia, como si de pronto una inundación de agua sucia les lamiera los tobillos. ¡Y abandonar a su familia, además! Cómo pudo hacerlo.

Los misterios con los que convives, de niño. Nunca solucionados, nunca resueltos. Totalmente triviales, insignificantes. Como una piedrecita en el zapato que te hace caminar torcido. Zoe Kruller. Zoe Kruller. Zoe Kruller.

Ahora, a finales de febrero y principios de marzo de 1983, la casa pintada de blanco de Hurón Pike Road se estremecía con aquel nombre que nadie pronunciaba. Arriba, en el hogar familiar, y abajo, en el taller del sótano, en el que mi padre empleaba gran parte del tiempo descoyuntado que ahora pasaba en casa, se vivía el tenso silencio rígido que sigue a un relámpago mientras esperas el fragor del trueno que le sigue.

A través del lago Ontario, grandes ejércitos de nubes traían las tormentas invernales. Empujadas hacia el este y el sur desde Canadá, llegaban con un aire demasiado frío para que nevara. El silencio antes de la tormenta, cuando esperas sin saber qué es lo que estás esperando.

En el dormitorio al fondo del descansillo del piso de arriba -la puerta cerrada a cal y canto, sólo una exigua franja de luz por debajo- nuestros padres hablaban en voz baja, apremiante, llena de alarma. Durante horas.

Acabábamos por dormirnos, Ben y yo, con el sonido de aquellas voces. Y nos despertábamos con el mismo sonido. Creo que era así como sucedía. Estoy tratando de no confundir los recuerdos y sobre todo estoy tratando de no inventar.

Zoe Kruller. ¡Cómo pudiste!¡Cuántas veces! Por qué.

Aquellas horas, en medio de la noche. Aquellas vibraciones en el aire, como cuando la vieja caldera se ponía en marcha, reanimándose con dificultad como un corazón hipertrofiado que late irregularmente.

O quizá: la puerta del dormitorio de mis padres que se abría, los pasos de mi padre en el descansillo y luego en la escalera hacia el piso de abajo. De manera que me despertaba asustada y con la boca seca.

– ¡Papá! ¿Adónde vas?

Llamándole mientras bajaba, y diciéndome él que me volviera a la cama y que procurase dormir. Y si le seguía escaleras abajo, a mitad de camino me hablaba de nuevo con voz más cortante.

– Vete a acostar, Krista. Esto no es para ti.


Algún tiempo antes durante aquel invierno, algo que no habíamos querido recordar. Lo que oscureceríamos y emborronaríamos en nuestra memoria -la de Ben y la mía- como una pizarra por la que se ha arrastrado un puño, descuidadamente.

Más tarde nos daríamos cuenta de que habían sido los días de antes.

Días, noches antes de la muerte de Zoe Kruller.

Pasado el día de Acción de Gracias, durante el largo estado de sitio de Navidad y de un enero de nieves deslumbrantes no tuvimos ni idea de que todos aquellos días eran antes.

Días en los que papá parecía estar fuera la mayor parte del tiempo. Primero llegó con horas de retraso a la comida de Acción de Gracias -la «comida» era a las cuatro de la tarde- en casa de mi tía Sharon; luego no se presentó en absoluto a otra celebración de cumpleaños en casa de otro pariente. Los días de entresemana llamaba para decir que llegaría tarde a cenar o que quizá no cenaría con nosotros. Y estaban las noches en las que no llamaba. Y otras en las que ni siquiera venía.

Y Ben y yo no nos cansábamos de preguntar ¿Dónde está papá?, pese a ver los ojos dolidos y furiosos de nuestra madre ¡No preguntéis! Callad y marchaos pero, por supuesto, preguntábamos, éramos incapaces de contenernos y dejar de preguntar. Nadie tan despiadado como un niño que se da cuenta de que algo está mal, que huele sangre y está deseoso de encontrar a alguien a quien culpar.

Dónde estaba papá: trabajando. O en una entrevista con un cliente. O en un edificio en construcción.

Me preocupaba que papá se quedara sin cenar, que papá pasase hambre. ¿Dónde comería?

Ben dijo que no me preocupase, había bares en abundancia entre nuestra casa y cualquier sitio donde pudiera estar papá. Y papá los conocía todos.

– Vuestro padre -dijo mamá- se ha hecho cargo de más trabajo. Tareas de dirección. Paul Cassano (su jefe en Sparta Construction) está retirado a medias; sufrió, como sabéis, un pequeño infarto el invierno pasado. De manera que vuestro padre tiene más responsabilidades.

De todos modos contaba con papá a la hora de poner la mesa. Manteles individuales de plástico entretejido de color verde oscuro, servilletas de papel cuidadosamente dobladas y tenedor, cuchillo y cuchara colocados como es debido.

Y además ayudaba a mamá a preparar la cena. Cuando era muy pequeña, era aquél un momento muy placentero. Que se me confiara remover los macarrones mientras hervían en una cacerola, limpiar y pelar zanahorias y patatas en el fregadero, regular la batidora con sus diferentes velocidades mágicas: no demasiado deprisa, para que el puré de patata o la mezcla con que se bañaba una tarta no salpicara fuera del cuenco; encender el horno, de ordinario a 190°, para estofados y tartas. Lo que más me gustaba, en momentos así, era apretarme contra los muslos carnosos y cálidos de mi madre, como por casualidad, en nuestra cocina, que era más bien pequeña. Mi madre tenía un olor como a galleta ligeramente tostada, diferente del perfume o del olor más fuerte de algunas de las madres de mis compañeras de clase que vivían en Sparta y en cuyas casas pasaba a veces la noche, dado que mi madre se vestía de manera más informal que aquellas otras madres: con pantalones elásticos de Kmart, polos y suéteres, calcetines de lana (en tiempo frío) y zapatillas de deporte. Sólo para estar en casa mi madre nunca se maquillaba pero antes de que papá volviera del trabajo, a última hora de la tarde en días de entresemana, se acordaba de pintarse los labios -el mismo tono de Revlon rosa ciruela que venía utilizando desde el instituto-, se ahuecaba el pelo que se le había aplastado durante el día y se pellizcaba las mejillas demasiado pálidas.

Era una época en la que mi madre presumía de mi padre ante cualquier visita: «Estos armarios de madera de arce, la encimera y el suelo, todo esto lo ha hecho Eddy. ¿No es fantástico?».

Y: «Eddy soló la terraza él mismo. El horno empotrado… también lo hizo Eddy. Asegura que nos hemos ahorrado miles de dólares. ¿No es estupendo?».

Mi madre dejó de hablar de papá en esos términos una vez que empezó el problema. Raras veces hablaba de mi padre, excepto para simples enunciados categóricos Tu padre no volverá esta noche, no pongas cubiertos para él.

Durante aquellas largas vacaciones de Navidad, tan confusas y perturbadoras -qué interminables se hicieron, al quedar «al margen» de las rutinas seguras, tranquilizadoras del colegio-, empezaron las discusiones importantes. Eran estallidos de palabras no estrictamente restringidas al dormitorio de mis padres y en consecuencia tan alarmantes para Ben y para mí como lo habría sido, por ejemplo, el espectáculo de sus cuerpos desnudos. O voces que llegaban hasta mi cuarto, desde la cocina, a través de las rejillas de la calefacción; a veces, ya muy tarde por la noche, desde el cuarto de estar donde, una única luz encendida, el televisor con el sonido muy bajo, mi madre se quedaba a esperar a mi padre en el sofá, sola, como una mujer enferma acurrucada bajo una manta de viaje.

Aquellas noches en que mamá insistía en que me fuera a la cama a las nueve y media y Ben a las diez y media, pero en las que ella no subía a acostarse, sino que se dedicaba a esperar a que los faros del coche torcieran para entrar por el camino hasta nuestra casa desde la carretera que iba siguiendo el río. Fumaba -aunque Lucille Diehl no fumaba- y podía estar bebiendo, aunque, desde luego, Lucille Diehl no bebía. Parecía ver la televisión, pero ningún canal retenía su atención durante mucho tiempo, ni siquiera el de Cine Clásico, y con el sonido quitado. Varias veces Ben bajó descalzo en camiseta y calzoncillos -Ben copiaba a papá en materia de ropa para dormir- y le dijo lo «rara» que se estaba volviendo y que, por el amor de Dios, ¿por qué no se iba a la cama?

Mamá hacía caso omiso de Ben. Fumaba en el cuarto de estar a oscuras con sólo la pantalla del televisor brillando trémula como algo fosforescente en el fondo del mar, un simulacro de vida que no era vida. Id olor acre del humo de su cigarrillo subía hasta mi dormitorio, yo soñaba que la casa se incendiaba, que las piernas se me enredaban con la ropa de la cama y que no podía escapar.

A veces, al advertir la desesperación creciente de mi madre -a no ser que fuese la mía- me sentaba en lo alto de la escalera. En pijama, descalza y tiritando. Era medianoche: muy tarde. Y luego era la una de la madrugada y las dos treinta y cinco, alarmantemente tarde. A hurtadillas, esperaba con mamá.

Para verla en el cuarto de estar, acurrucada en el sofá y de espaldas a mí, tenía que bajar deslizándome dos o tres escalones. Y quedarme muy quieta, abrazándome las rodillas. Porque si mamá hubiera sabido que estaba allí se habría enfadado mucho. ¡Es que no puedo tener ninguna privacidad en esta condenada casa, por el amor de Dios! Idos y dejadme sola, malditos críos, tener hijos acabó conmigo, perdí la figura, perdí mi atractivo, marchaos de una vez, condenados, dejadme sola.

Me daba cuenta de que no era nuestra madre de todos los días. Era una madre nocturna, con el cuarto de estar a oscuras y el televisor encendido pero sin sonido. Y a veces me dormía en la escalera y uno de ellos -podía ser mamá, podía ser papá- se tropezaba conmigo y no se enfadaba, sino que casi me arrastraba hasta la cama y me arropaba, de manera que era parte de mi sueño, la parte feliz de mi sueño, o quizá fuese algo que no había sucedido en absoluto.

¡Krissie, tunante! Cierra los ojos con fuerza y duérmete.

10

– Vuestro padre va a pasar una temporada con el tío Earl. No, no me preguntéis a mí, os lo explicará él mismo.

Ya no era papá sino vuestro padre. Cambio sutil. Cambio abrupto. Nuestra madre hablándonos de vuestro padre como podría estar hablando de vuestro profesor, vuestro chófer de autobús.

Aquello sucedió tres días después de que se hicieran públicas las primeras noticias sobre la muerte de Zoe Kruller. Tres días después de los titulares a toda página en el Journal de Sparta que mi madre me había arrancado de las manos.

Tres días en los que papá no había pasado mucho tiempo en casa, o había llegado y se había vuelto a marchar y había regresado a altas horas de la noche cuando Ben y yo estábamos ya en la cama y supuestamente dormidos.

– Nos explicará… ¿qué?

Acabábamos de regresar de clase. Ben dejó caer al suelo su mochila. Desde que las noticias sobre Zoe Kruller habían entrado en nuestra vida Ben se comportaba de manera extraña, riendo a carcajadas, tan grosero como los chicos mayores que atormentaban a los pequeños en el autobús escolar.

El rostro de Ben enrojeció de indignación.

– Sandeces.

Apartó a nuestra madre de un empujón, corrió escaleras arriba golpeando los escalones con los talones y cerró de un portazo la puerta de su cuarto. Con aire de que había sido abofeteada, nuestra madre lo siguió con la vista pero no lo llamó -no le riñó-, lo que me hizo saber que pasaba algo terrible.

– ¿Mamá? ¿Qué es…?

– Os lo he dicho. Os lo contará él, Krista. Vuestro padre.

Pronto.

Me quedé atónita. No entendía por qué Ben estaba tan enfadado ni qué significaba que vuestro pudre fuese a pasar una temporada con un pariente. Me parecía saber que aquello tenía algo que ver con Zoe Kruller pero no conseguía imaginarme qué.

El teléfono empezó a sonar. Estábamos en la cocina y había algo allí que tampoco funcionaba: los platos en remojo en el fregadero. Y una esponja manchada sobre la encimera que parecía haberse usado para recoger café derramado. Había además un cenicero lleno de colillas, y el aire apestaba a humo de cigarrillos y a colillas. Y el rostro de mi madre brillaba y estaba hinchado y tenía en la boca manchas recientes de lápiz de labios Revlon como si hubiera estado esperando visitas o posiblemente las visitas habían venido y se habían marchado y ésa era la razón de que hubiera platos en el fregadero y colillas sin apagar del todo en el cenicero y un aire de frenética inquietud que se sentía como un retortijón. Era lo bastante pequeña como para reaccionar como reacciona un niño: traté de echarme en brazos de mi madre. Pero mi madre estaba trastornada, ofendida; no tenía tiempo para una hija necesitada; el timbre del teléfono parecía frustrarla como si fuera incapaz de reconocer el ruido que hacía. Cuando me puse en movimiento para levantar el auricular, mi madre me dio una bofetada muy ligera:

– No, Krista. No es para ti. Ya me pongo yo, tú vete.


De manera que, bruscamente, mi padre se había ido con mi tío Earl Diehl, que habitaba en East Sparta. Pero las cosas de papá seguían en casa, la mayor parte de su ropa y de sus herramientas no se habían movido del taller del sótano y el Jeep Willys de 1975 que había estado pensando en vender continuaba en el garaje.

Siempre que sonaba el teléfono lo primero que pensábamos era ¡Es papá el que llama!

Pero papá no llamó hasta la noche siguiente cuando nos estábamos sentando -tarde- para una cena ya retrasada e interrumpida por otras llamadas telefónicas. Mi madre respondió con voz cautelosa y nos hizo gestos para que Ben y yo saliéramos de la cocina, cosa que hicimos, y estuvimos rondando nerviosos por el cuarto de estar, y al cabo de unos minutos mi madre llamó a Ben -«¡Tu padre quiere hablar contigo, Ben! Date prisa»- y mi hermano tomó el auricular con timidez y de mala gana; todo lo que pudo murmurar con la cara encendida fue De acuerdo, papá, sí, supongo que sí en una voz muy cercana a las lágrimas. Luego me tocó a mí, tenía la boca seca y estaba preocupada y, al igual que Ben, atacada de timidez por lo extraño que era todo, lo anormal que parecía ¡estar hablando con papá por teléfono! Creo que ni Ben ni yo habíamos hablado nunca antes por teléfono con nuestro padre; no estaba preparada para su voz tan cerca del oído. «¿Eres mi Gatita? ¿Estás ahí, Gatita? Mi dulce Garita, ¿verdad?» Sólo era capaz de decir ¡Sí, papá! Sí, papá porque algo parecía estar mal, había algo que estaba mal y que me era imposible identificar Está borracho. Sólo ha conseguido encontrar el valor suficiente para llamar a su familia emborrachándose. De pronto empecé a llorar, estaba confundida y asustada y sin saber por qué empecé a llorar, y papá dijo con voz cortante:

– Maldita sea, no llores. Krista, haz el favor de no llorar. Nada de llorar, coño, qué demonios os ha estado diciendo vuestra madre, que se ponga al teléfono, Krista…

No recuerdo lo que sucedió después de aquello. Debí de pasarle el teléfono a mi madre, el resto de la tarde se me quedó en blanco.

Por teléfono no había oído bien la voz de mi padre, y luego hubo un tiempo en el que no oía con claridad la voz de nadie. En clase tenía dificultades para oír a la señora Bender. Me había aparecido un estruendo en los oídos semejante a un trueno lejano. O, a lo lejos, el rugido de uno de los coches de papá en Hurón Pike Road camino de casa. En la pizarra -que en nuestro instituto no era negra sino verde- las palabras y los números escritos con tiza se confundían unos con otros. Los ojos se me llenaban de lágrimas. La nariz me goteaba. Inclinada sobre el pupitre me limpiaba desesperada la nariz con los dedos, mucosidad húmeda y brillante que tenía que dejar secar al aire, porque ya se me había terminado el paquete de clínex que me había dado mi madre.

– ¿Krista? ¿Estás llorando? Me lo puedes contar, cariño.

La señora Bender, que se había agachado para mirarme con atención, me proporcionó nuevos pañuelos de papel. Y a continuación me preguntó si me gustaría salir de la clase para hablar con ella -si tenía algo que decir, quizá quisiera decirlo en privado-, pero dije que no con la cabeza. Mi madre me había advertido No digas nada sobre papá. Nunca cuentes nada sobre nuestra vida en casa. Nada que después se pueda repetir, ¿me has entendido, Krista?

Débiles y cargadas de reproches sonaban en mis oídos las palabras admonitorias de mi padre ¡No llores, Krista, haz el favor de no llorar! Nada de llorar, cono.

Temblaba tanto que me castañeteaban los dientes. Como una muñequita mecánica a la que se le humedecen los ojos y se estremece. De algún modo había sucedido que a una hija de Lucille Diehl -Lucille ¡que se enorgullecía tanto de su hogar y de sus hijos!- se le había permitido, en una heladora mañana de febrero, salir de casa sólo con un pulóver y unos pantalones de algodón debajo de un anorak, el pelo de color rubio pálido, fino y lacio, mal recogido en la nuca y la piel ardiendo.

Afectuosamente, la señora Bender apretó el dorso de su mano, que estaba fresca, contra mi frente.

– ¡Válgame Dios! Tienes fiebre.

De los escalofríos pasé a las risitas. ¿Cómo podía tener fiebre?

En la enfermería del instituto la encargada me tomó la temperatura con un termómetro colocado debajo de la lengua, lo que hizo que sintiera náuseas. Me miró el interior de la boca y la garganta que me latía de dolor. La señora Bender y ella conferenciaron en voz baja Esta chica, sabe usted quién es… ¿Diehl?

La encargada necesitó casi una hora para lograr hablar con mi madre por teléfono y decirle que, por favor, se presentara cuanto antes y se llevara a su hija a casa porque tenía 39 de temperatura y parecía que iba a caer enferma con la gripe.

¡Caer enferma con la gripe! Aquella frase se utilizaba tanto en Sparta durante el invierno que había adquirido algo de la cadencia y el aire inocente de una canción popular. Caer enferma con la gripe explicaba aquella sensación de tristeza y debilidad como si me estuviera derrumbando, de manera que ya no era una razón para asustarse sino un signo esperanzador, el de que eras, ni más ni menos, igual que todo el mundo.


– Sandeces.

Era lo que decía Ben. Unas veces con repugnancia, otras riendo. En unos casos refunfuñando entre dientes sin intención de que llegara a oídos ajenos y otras tan groseramente a voz en grito que ni a mi madre ni a mí nos quedaba otro remedio que escucharlo.

Fue la época en que mamá no nos dejaba leer el periódico, ni ver las noticias locales de las seis, ni las de ninguna cadena de televisión a no ser que estuviera ella presente y con el mando a distancia en la mano.

La época en que mamá contestaba a las llamadas telefónicas en su dormitorio en el piso de arriba y con la puerta cerrada contra nosotros. La época en que mamá no nos llamaba ya para hablar con papá por teléfono. Desesperada, acudí a Ben para que me dijera qué pasaba, por qué sucedía todo aquello, y Ben no tenía más contestación que un encogimiento de hombros.

– Sandeces. Eso es todo.

Le pregunté a Ben qué tenía que ver todo aquello con que hubiesen matado a la señora Kruller y Ben se limitó a repetir con exasperante imbecilidad:

– Sandeces. Ya te lo he dicho.

– ¿Qué quieres decir con «sandeces»?

– Ya te lo he dicho, estúpida. Sandeces.

Seguí a Ben de aquí para allá. Le tiré de la manga. Ben me abofeteó, me empujó. Me puse lívida de desesperación, de indignación. Repetí mi pregunta y finalmente mi hermano cedió como si se hubiera apiadado de mí.

– Lo que dicen en las noticias. Que papá es un «sospechoso».

– Sospechoso, ¿qué es eso?

– La policía está «interrogando» a papá acerca de la señora Kruller. Está a disposición de la policía. Eddy Diehl es un «sospechoso».

– Pero ¿por qué?

Sabía, por supuesto, lo que era un sospechoso. Sabía lo que era que un sospechoso estuviera a disposición de la policía. Sin embargo, parecía incapaz de entender qué era lo que todo aquello tenía que ver con nuestro padre o con nosotros. Me sentía inquieta, con una vaga sensación de náusea. No entendía por qué, de repente, mi hermano me aborrecía.

– ¿Por qué? Porque son tontos del culo, ésa es la razón. Los hombres con los que esa mujer se veía, uno de ellos lo hizo, la «estranguló», la «asesinó», y están tratando de decir que papá era uno de esos hombres, pero todo el mundo sabe que el padre de Aaron es el asesino, es una condenada estupidez, maldita sea, que papá se halle a disposición de la policía.

La cara de Ben se contrajo como si estuviera a punto de llorar y a mí me asustó que Ben fuese a llorar porque si lloraba y yo lo veía, se enfurecería conmigo, nunca me perdonaría y me detestaría más aún de lo que ya me detestaba. De manera que dije, con voz de niña tonta, como una niña en una comedia televisiva cuya simple presencia provoca ahogadas risitas expectantes en el público invisible:

– Escucha, ¿sabes una cosa? La señora Kruller estuvo aquí una vez.

Ben me miró con fijeza. En sus ojos las lágrimas brillaban peligrosamente.

– ¿Aquí? ¿Dónde?

– Aquí. En esta casa.

– ¡No digas sandeces! ¿Cuándo?

Traté de recordar. Tuvo que haber sido el año pasado, la primavera última. Al comienzo del buen tiempo. Pero aún teníamos clases, así que sería en mayo, o a principios de junio. El recuerdo me vino como una escena de televisión que, en un primer momento, parece desconocida pero que luego, de manera gradual, se revela como familiar, consoladora. El autobús escolar de Harpwell Elementary me había traído a casa inesperadamente pronto, a las doce y media. No se iban a dar las clases de la tarde del miércoles porque se había convocado una reunión de profesores. Mamá no estaba en casa: no sabía nada de aquella reunión ni de la tarde libre. Se había ido a Chautauqua Falls para visitar a un pariente hospitalizado a causa de una intervención quirúrgica.

La puerta de atrás no estaba cerrada con llave, y mamá me había dicho -nos había dicho a Ben y a mí- que sencillamente entrara en casa si ella no había vuelto cuando regresáramos de nuestras clases, aunque estaba segura de haber vuelto para las cinco de la tarde, fue lo que nos prometió.

No era inusual que la puerta no estuviera cerrada con llave. En Hurón Pike Road, en las zonas rurales al oeste de Sparta, no era infrecuente dejar la puerta abierta todo el día y toda la noche.

Como tampoco era inusual que una madre -una madre «abnegada», como Lucille Diehl- dejase solos a sus hijos durante una hora o dos en tales circunstancias.

De manera que entré en la cocina tarareando para mis adentros, y allí estaba mamá ante el fregadero; no: no era mamá, ¡era Zoe Kruller! La atractiva Zoe Kruller de Honeystone's Dairy, excepto que no llevaba su uniforme blanco, sino unos pantalones morados como de seda y un suéter de color azul lavanda muy ceñido, sin redecilla en el pelo, siempre tan elástico, y estaba silbando mientras enjuagaba unas tazas de café. Al darse la vuelta, Zoe parpadeó al verme y se le abrieron mucho los ojos por la sorpresa y después de una pausa que no duró más allá de un latido, dijo en voz baja, gutural, suave como la miel:

– ¡Pero si es Krissie! ¡Vaya, qué tal, Krissie! ¡Me había parecido que eras tú! ¿Qué te trae a casa a esta hora del día, Krissie?

Zoe había alzado la voz de manera que se la oyera. No sólo en beneficio de la pequeña Krissie, sino de alguien más, que quizás estaba en la habitación contigua. En el momento no capté del todo aquel hecho. Estaba sorprendida -muy sorprendida-, pero ver a Zoe Kruller en nuestra cocina, delante de nuestro fregadero, era, como es lógico, una sorpresa muy agradable. Zoe me sonreía con tanta intensidad que se le formaron unos hoyuelos muy hondos en las mejillas. Su sonrisa era amplia y luminosa y dejaba al descubierto sus encías rosadas. Sobre su piel lechosa temblaban pecas y lunares diminutos. En la otra habitación oí una voz de hombre, una voz apagada, aunque, por supuesto, era la voz de papá, sabía que era papá, sin duda alguna, porque había visto su jeep en la entrada. Le dije a Zoe que nos habían dado la tarde libre, y le conté lo de la reunión de profesores y cómo mi madre se había ido a Chautauqua Falls para visitar a un pariente en el hospital, y cómo volvería al cabo de unas horas. Al oír mencionar a mi madre, Zoe pareció animarse todavía más y dijo:

– Eso es lo que he venido a hacer, Krissie, he venido a ver a tu mamá. Quería decir hola a Lucy pero Lucy no está en casa, ¿no es eso? ¿Dónde dices que ha ido, Chautauqua Falls?

Entonces entró papá en la cocina peinándose -era extraño ver a papá peinándose en la cocina-, su hirsuto pelo rojo que tiraba a castaño parecía recién mojado como si acabara de ducharse; se estaba echando el pelo hacia atrás desde la frente con un único gesto amplio; vestía una camisa blanca de algodón de manga corta recién planchada y en el bolsillo del pecho llevaba un bolígrafo de plástico, del tipo de los que regalaban en sparta construction; y la cara de papá parecía rubicunda y grata de ver y papá me miró fijamente durante mucho tiempo como si no supiera quién era yo y luego dijo: «Krissie. Estás en casa».

Zoe intervino rápidamente para explicar que me habían dado la tarde libre en el instituto porque se celebraba una reunión de profesores. Y añadió que ya me había dicho que ella pasaba por nuestra casa para ver a Lucy -Lucille-. «Pero ahora imagino que me voy a marchar, dado que Lucille no está aquí en este momento.»Para entonces había secado ya las dos tazas de café y las había puesto en el armario de madera de arce, exactamente en el mismo sitio que mamá.

– No hace falta que le digas a tu madre que he venido a visitarla -dijo Zoe. Luego se agachó para sonreírme todavía con más convicción y para rozarme la frente con los labios. Zoe olía a perfume y a almizcle y en absoluto como en Honeystone's Dairy. En el hueco de su cuello había un leve brillo húmedo, y a mí me hubiera gustado tocarlo con la lengua. En torno a la garganta llevaba un pajarito de oro (¿una paloma?) colgado de una fina cadena también dorada-. Puede ser una sorpresa, Krissie. Volveré mañana y sorprenderé a tu mamá, así que no eches a perder la sorpresa, ¿no te parece? Mantendremos en secreto entre tú y yo que hoy he estado aquí.

Sí, dije. Me gustaba poder compartir un secreto con Zoe Kruller; y que papá participase.

– Bueno, Gatita, también tu papá se marcha -torpemente se inclinó sobre mí y me besó en la frente, más un golpe que un beso, húmedo y avergonzado, en el nacimiento del pelo-. Tengo que ir a una obra, sólo he pasado por casa para cambiarme de camisa. Bueno, ¿todo en orden? Nos vemos luego, Krissie.

Aunque resultara extraño que Zoe Kruller y mi padre apenas parecieran reconocer mutuamente la presencia del otro -que apenas se mirasen-, yo, por algún motivo, no me di cuenta entonces. Extraño también que, después de colgarse el bolso del hombro, Zoe abandonara la cocina con un gruñido displicente «Hasta luego a los dos», y que casi de inmediato papá saliera por la misma puerta; al cabo de unos segundos llegó el ruido del jeep al arrancar camino de la carretera, y sin duda Zoe Kruller tenía que acompañar a papá en el asiento del pasajero; pero para entonces estaba ya distraída mirando dentro del frigorífico en busca de algo que comer, los restos de dulce de tapioca, el postre de la última cena, muy bien tapados con un plástico transparente.

Nunca se me ocurrió pensar ¡La señora Kruller estaba aquí con papá! La señora Kruller vino a visitar a papá.

Todavía menos habría pensado Papá trajo aquí a la señora Kruller para estar a solas con ella. Mientras mamá estaba fuera.

– La señora Kruller estuvo aquí -le conté a Ben-. El año pasado. Cuando los profesores celebraron su reunión y nos mandaron a casa a mediodía.

– ¡A mí no me mandaron! Uso no pasó.

– A ti no. No fue en tu instituto.

– No me creo que la señora Kruller estuviera aquí. No era amiga de mamá.

– Dijo que se había pasado por aquí para ver a mamá, y la llamó «Lucy». Pero mamá no estaba en casa y se volvió a marchar.

– ¿Por qué tendría que venir aquí? -dijo Ben, asaltado por las dudas-. Mamá y la señora Kruller no eran amigas.

Había un algo triste y desanimado en la manera en que Ben pronunció las palabras Mamá y la señora Kruller no eran amigas.

– También papá estaba aquí. A la misma hora.

– ¡No es posible! Te lo estás inventando.

– No me lo estoy inventando.

– Zoe Kruller no hubiera venido aquí. Eso es una tontería muy grande.

– ¡Deja de decir que no! Estuvo aquí. Y papá también.

– Krista, eso no es verdad.

– Se marcharon en el jeep de papá. Me dieron la tarde libre en el instituto, llegué pronto a casa y estaban aquí.

– Sandeces.

– Pues es la verdad.

Ben me golpeó en el hombro, con fuerza.

– Eso no sucedió, eres una maldita mentirosa. Si le cuentas eso a alguien, te partiré la cara.

Me empujó para apartarme y marcharse. Sentí que me recorría de pies a cabeza una llamarada de odio absoluto hacia mi hermano que era tan grosero y tan cruel. ¡Partirme la cara! No olvidaría nunca aquellas palabras.

Más adelante llegaría a tener dudas; quizá Ben estaba en lo cierto y yo me equivocaba. Quizá fuera mejor pensar eso y no lo otro.

¿De verdad había estado Zoe Kruller en nuestra cocina, enjuagando tazas de café en el fregadero? ¿De verdad había estado Zoe Kruller en casa, silbando? ¿Había entrado papá en la cocina peinándose para quitarse el pelo de la cara, sujetándose la cabeza con la mano izquierda, mientras la derecha empuñaba el peine negro de plástico que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón? Papá cojeaba nada más que un poquito, tenías que saber que papá tenía una rodilla mala para reparar en su cojera. ¿Quizá recordaba mal todo aquello? Como tampoco había oído bien a la señora Bender en clase, ni había sido capaz de ver los signos más pequeños hechos con tiza en la pizarra del instituto.

Pero había otra posibilidad: Zoe Kruller había venido a nuestra casa y mamá la estaba esperando. Quizá no había sido cuando tuve la tarde libre sino otro día. Mamá había invitado a Zoe Kruller a casa porque Lucille Diehl y Zoe Kruller eran amigas, y no era en absoluto papá el amigo de Zoe Kruller.

Lo que quería decir que papá no había estado en casa. Papá no se había marchado con la señora Kruller en el jeep de color negro.

Papá no había estado entonces en casa. No en aquella ocasión.

11

¡Pero te puedo querer más que nadie, papá! Y perdonarte.

Ese sería mi secreto, ni siquiera papá lo sabría.

En la County Line Tavern, en nuestra mesa en un rincón apartado del bar, papá arrojó monedas sobre el tablero pegajoso: de veinticinco centavos, de diez, incluso de uno, que rodaron en todas direcciones.

– Aquí tienes cambio para el teléfono, Krista. Llama a tu madre y dile dónde estás. Que sepa que no te ha pasado nada -papá torció la boca en una sonrisa desdeñosa-, dile que estás cenando conmigo y que por qué no se reúne con nosotros; nos gustaría.

¿Nos gustaría? No estaba muy segura.

Papá me guiñó un ojo mientras, obedientemente, abandonaba la mesa. Reí sin estar segura de lo que quería decir el guiño de papá.

Porque mi madre estaría todavía menos dispuesta a reunirse con nosotros en la ruidosa County Line Tavern -un establecimiento de ambiente rural a un lado de la carretera, a ocho kilómetros al norte de Sparta y a otros tantos de nuestra casa, aunque en distinta dirección- que en cualquier otro sitio. Allí el aire se adensaba con voces exaltadas de varones, con risas. Música rock muy alta, música country atronando desde una gramola. Y con un olor, muy conmovedor para mí -el olor que representaba a mi padre, al mundo de mi padre-, a cerveza, humo de tabaco, un aroma apenas perceptible de sudor masculino, quizá de ansiedad, de angustia masculina. Había unas pocas mujeres en la County Line -mujeres jóvenes-, algunas chicas de aspecto sumamente joven que tenían que haber cumplido los veintiuno para que les sirvieran bebidas alcohólicas, sentadas juntas en un cerrado grupo festivo ante el mostrador, pero lo que predominaba eran los hombres: trabajadores locales, granjeros, camioneros que dejaban en marcha los motores de sus enormes vehículos en el aparcamiento -el porqué no lo supe nunca, ¿no estaban consumiendo combustible sin necesidad?- y provocando que el gélido aire exterior se volviera azul con los gases de los tubos de escape.

A aquella hora todavía temprana, cerca de las seis de la tarde, pasado el crepúsculo, la oscuridad como de noche cerrada ya, la County Line era muy popular. Hombres que no tenían prisa por llegar a sus casas, u hombres como Eddy Diehl que de algún modo carecían de hogar, invisiblemente desfigurados y sin embargo decididos a mostrarse festivos, bullangueros. Con mi chaqueta del instituto de Sparta, hecha de tela sintética parecida a la seda, una seda llamativa de color morado oscuro, glamurosa a primera vista, con mis vaqueros repetidamente lavados y con mi luminosa cola de caballo rubia bollándome por detrás de la cabeza y hasta mitad de la espalda, captaba las miradas de los hombres de la manera en que una llama vertical moviéndose entre sombras opacas atraería las miradas. En un gesto de vaga actitud protectora, mi padre me llevó a una mesa en la zona «familiar» del establecimiento e hizo que me sentara de espaldas al mostrador, aunque ahora no pareciera importarle que para llamar a mi madre desde el teléfono público tuviese que abrirme camino por mi cuenta a través del bullicio del bar.

Con el nerviosismo de la emoción -el júbilo de la hija al estar con el papá prohibido- nunca se me habría ocurrido pensar ¿Qué motivo puede tener papá para traerme a un sitio así? Como tampoco estaba dispuesta a pensar Se trata de exhibirme, ¿la hija de Eddy Diehl que todavía lo adora, que todavía tiene fe en él?

En el estrecho corredor que llevaba a los aseos un individuo grueso, de cabellos erizados, estaba maldiciendo en el auricular del teléfono público: «Si esperas que me crea eso, es que me tomas por tonto». Era una conversación furibunda y sin embargo íntima, no pude por menos de preguntarme quién sería la persona, una mujer con toda probabilidad, al otro extremo del hilo: ¿esposa?, ¿ex esposa?, ¿novia? A los quince años ya me parecía saber que nunca habría, en mi vida, nada como aquella clase de intimidad directa, realista; nada como aquella vulnerabilidad.

El tipo corpulento colgó a tientas el teléfono, se volvió, tropezó conmigo y murmuró «¡Vaya, perdón!». Su aliento apestaba a algo así como a gasóleo. Exagerando la sorpresa, sus ojos inyectados en sangre parpadearon en mi dirección:

– Debbie, ¿no es eso? ¿Debbie Hansen? ¿Buscas compañía, Debbie?

Le dije que no. No era Debbie y no buscaba compañía.

– ¿No? ¿No eres Debbie? Coño, demasiado joven, nada más que una niña. ¿Una colegiala? ¿Vas a llamar a tu novio, cariño? No necesitas llamar a ningún novio si… vamos… ¿necesitas que alguien te lleve a casa? Me llamo Brent, seguro que tengo la edad de tu padre, si necesitas ayuda, ya sabes, cielo.

De nuevo le dije que no. Le expliqué que sólo quería hacer una llamada telefónica.

– ¿Necesitas… cambio para el teléfono? Tengo un bolsillo lleno… ves…

Se tambaleaba por encima de mí. Le dije que hiciera el favor de dejarme en paz.

– … montones de cambio, ves… coge lo que quieras…

Sobre su palma sudorosa brillaban las monedas. Tuve un impulso repentino de golpearle la mano y hacer que salieran todas disparadas. Con una risita nerviosa me agaché para pasar por debajo de su codo peludo e hirsuto como pasaba por debajo de los codos alzados de las chicas de más edad en la pista de baloncesto, y antes de que se diera cuenta me había refugiado en el aseo de las señoras. Riendo para demostrar que no estaba asustada, que sabía que no tenía intención de hacerme daño.

– ¡Ahora váyase! No necesito nada de usted.

Del otro lado me llegó un estallido de risa y el golpear de unos nudillos en la madera.

La puerta del aseo no se podía cerrar por dentro. Tendría que correr a esconderme en uno de los retretes para cerrar una puerta con pestillo.

Si lo hacía, me tendría atrapada.

De todos modos no era más que una broma, un juego de borracho que no se convertiría en nada serio mientras desde el otro lado de la puerta que ni siquiera encajaba bien el individuo hirsuto con los ojos inyectados en sangre me llamaba cariño, nena y pasó a continuación a hablarme de algo más complicado, algo que yo no era capaz de seguir, de manera que hice una bocina con las manos delante de la boca para decirle:

– ¡No estoy sola! ¡He venido con mi padre, que está en el bar! Mi padre es Eddy Diehl, está en el bar, será mejor que me deje usted tranquila o…

Desesperada conté hasta diez, conté hasta veinte, pensando ya Por qué aquí, es que va a suceder algo aquí, pegará mi padre a alguien recordando cómo cuando habíamos entrado en el local mi padre me había guiado hacia el interior con el brazo alrededor de los hombros, ahuecándome la cola de caballo con los dedos, me estaba exhibiendo orgulloso, condenadamente orgulloso de su bonita hija rubia que no se parecía en nada a la esposa que lo había rechazado, en nada a Lucille Bauer, que había llegado a conocer demasiado bien a Eddy Diehl. Al entrar en el bar lleno de humo donde la mayor parte de la luz era el chillón resplandor de neón arrojado por los anuncios de cerveza y de licores y por la cuadrada televisión en la pared por encima del mostrador, al entrar en aquel lugar tan ruidoso habíamos llamado inmediatamente la atención, habíamos atraído miradas y más que miradas. El barman, un tipo con palidez de masa de pan sin cocer y patillas a lo Elvis, que limpiaba el pringoso mostrador con un trapo, exclamó: «¡Caramba, nada menos que Ed Diehl en persona!». No quedó claro de inmediato si el saludo era amistoso -amistoso con precauciones, quizá-, pero procedieron a darse la mano, los dos altos, de la misma estatura aproximadamente, y con poco más de cuarenta años; casi lo bastante parecidos como para ser hermanos.

En el bar, mientras papá y el barman charlaban, otros clientes hicieron una pausa en su conversación para observar y escuchar, y también ellos se mostraron cautos, amistosos pero cautos, como si reconocieran a mi padre pero no estuvieran seguros de cómo dirigirle la palabra.

Papá dijo, alegre, entusiasta:

– Ésta es mi hija Krista, mi niña Krista, aunque mayor de lo que parece, juega al baloncesto en su instituto, di Hola a mis compinches, Krista.

¡Compinches! Lo encontré patético.

Impropio de mi padre, pensé.

Todavía como una niñita de tres años a la que se exhibe, sonreí y dije Hola. La cara me latía con algo así como un dolor agradable y vi que papá estaba contento conmigo, no le había defraudado.

Ahora parecía que Brent se había marchado ya. De manera cautelosa abrí la puerta del aseo para señoras: se había ido. Me acerqué rápidamente al teléfono público y me situé de cara a la pared con el fin de resultar lo más discreta posible. Los hombres entraban y salían de su aseo a un par de metros de distancia, y no quería que se fijaran en mí. Introduje una de las monedas de veinticinco centavos de papá y recé para que mamá contestara cuando marqué su número, pero recibí el rechazo inmediato de la señal de comunicar.

– Mamá, ¡cógelo! Por favor, mamá. Soy yo.

Aunque no tenía ni idea de lo que le diría si se ponía al teléfono. ¿Que había sido cómplice de mi padre, que había incumplido el mandamiento judicial que le prohibía acercarse a mí? ¿Que incluso le prohibía hablar conmigo? ¿Que había traicionado la confianza de mi madre, pasándome de buena gana al enemigo? ¿Por querer estar con él, y por no querer (al menos en aquel momento) estar con ella? ¿Por quererle a él (al menos en aquel momento) más de lo que la quería a ella?

Aunque quizá nada de todo aquello fuera cierto. Tal vez se tratase de una historia desesperada que me contaba a mí misma a los quince años. Quería a mi padre no porque fuera un buen padre ni un hombre bueno -cómo podía juzgarlo, cómo saber si era o no un hombre «bueno»- sino porque era mi padre, el único padre que tenía.

Y quizá él me había estado exhibiendo, un poco… y, ¿por qué era eso tan terrible? ¿Por qué no se le podía perdonar?

Papá no esperaba de verdad que mamá aceptase su invitación para ir a cenar a la County Line, ¿o sí? Había hablado con añoranza, con un punto de dolor en la voz. Pero me había guiñado un ojo, estaba bromeando.

Tu papá es un bromista, corazón. No creas que hago mucho caso a tu condenado papá.

Me estaba poniendo nerviosa al oír la señal de comunicar al otro extremo de la línea. Colgué y esperé a que cayera la moneda en el hueco de las devoluciones y marqué de nuevo el número de mi madre, y esta vez alguien desconocido, un hombre, respondió al teléfono -«¿Sí? ¿Quién llama?»- y resultó que había marcado mal, que me había equivocado de número. Y todo aquello mientras la puerta del aseo para hombres se abría y cerraba continuamente. Trataba de no aspirar el olor a cerveza derramada y a orines. Y un poderoso hedor a desinfectante por debajo. Hasta qué punto los hombres son sus cuerpos, no hay manera de escapar a los cuerpos de los hombres se me presentó como una deprimente epifanía. Me escondía de hombres que me silbaban al pasar, que me llamaban ricura al pasar, me ahuecaban la cola de caballo con dedos groseros y juguetones; me escondía de ellos apretando la frente contra la superficie de plástico negro llena de manchas grasientas del teléfono público. Marqué de nuevo el número de mi madre -es decir, el número de nuestra casa- y una vez más la señal de comunicar me salió al encuentro como una burla.

Por supuesto, era muy probable que mi madre estuviera hablando por teléfono. Sus parientes la llamaban todo el tiempo. Hablaba con su madre y con sus hermanas varias veces al día. Hablaba con las «nuevas amigas» de su iglesia y con el pastor y su mujer. Hablaba con funcionarios del tribunal de familia del condado y también era posible que hubiese hablado con un abogado. Y sin embargo, a mí me parecía que estaba siendo deliberadamente irresponsable, indiferente a mis necesidades, utilizando el teléfono en un momento en el que yo podía estar tratando de llamarla.

¡No te necesito! Te detesto. Papá ha venido para llevarme con él, lejos de ti.

Siempre que sea necesario elegir, una chica elegirá a su papá. Incluso aunque seas mamá, reconoces que tiene que ser así: te acuerdas de cuando también tú eras una jovencita.

Recuperé la moneda cuando me la devolvió el teléfono y regresé a la mesa donde me esperaba papá, bebiendo. Para entonces el local estaba casi lleno. Tuve que abrirme camino entre un laberinto de mesas. Tuve que abrirme camino entre la multitud junto al mostrador, largo, con forma de herradura, erizado de obstáculos. Sólo vi a una mujer -las jóvenes que reían se habían marchado- y era alguien de casi cuarenta años de pelo ondulado, elástico y suelto, parecido al de Zoe Kruller, el estilo de una popular serie de la televisión de una época anterior, Los ángeles de Charlie; un estilo joven y glamuroso, pero la mujer ante el mostrador no era ni joven ni glamurosa sino de mandíbula cuadrada, con una pintura de labios tan oscura que parecía negra. Al acercarme alzó la vista hacia mí con repentina atención. Y otros hombres me miraron también. Sonreí con timidez, era lo que me salía de manera instintiva, tal vez como un animal se encoge y enseña los dientes en un simulacro de sonrisa para evitar que le hagan daño. Me tiré de la cola de caballo para enderezarla. Mechones húmedos de pelo se me habían pegado a la frente. Existía una manera de caminar que envidiaba en algunas de las chicas de más edad del instituto, una manera de exhibirse, cabeza muy alta y mirada perdida ¡Que nadie me moleste!, pero aquella manera de andar estaba por encima de mis posibilidades, me faltaba seguridad sexual. Y hubo un sujeto que dio un paso al frente para detenerme. No era nadie a quien conociera, ¿o sí? Llevaba una perilla descuidada, su boca una ancha cicatriz húmeda.

– ¿Eres su hija? ¿Diehl? ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué te ha traído? ¿Qué está haciendo aquí? El muy desgraciado.

Me quedé atónita. Demasiado sorprendida para reaccionar de otro modo que tartamudeando tontamente:

– Lo siento…

Aquel individuo, aquel furioso personaje de la perilla que no había visto nunca, se atrevió a agarrarme del brazo. Para preguntarme de nuevo con voz de borracho llena de superioridad moral por qué estaba allí mi padre. ¿Por qué había vuelto a Sparta, donde sabía muy bien que nadie quería verlo? Y yo traté de decir, tartamudeando y disculpándole, que mi padre estaba «de visita».

– ¿A quién tiene que visitar ?

Dije que no lo sabía.

Lo que quería era quitarme de encima la mano de aquel hombre. Mi miedo era que nos viese papá, porque entonces sucedería algo terrible, y la víctima, posiblemente, sería papá. Tenía la esperanza de que no viera aquel enfrentamiento.

– Tu padre no ha estado en la cárcel, ¿verdad? ¿Por lo que hizo a la mujer de Delray Kruller? Sabes quién era… ¿Zoe? ¿Cuántos años tienes? ¿Por qué trae aquí a una chica como tú? ¿Cómo ha conseguido salir tan bien librado después de lo que hizo? ¿Por qué ha vuelto aquí? «De visita»… ¿a quién? Maldito asesino hijo de puta.

Traté de protestar. Me estaban empujando, otra persona tiraba de mí, el barman corpulento, de cara pálida que había estrechado la mano de mi padre. E intervino otra persona más, un amigo del tipo de la perilla, que dijo:

– Coño, Mack, deja en paz a la chica. No tiene nada que ver con todo eso. Vamos.

– El hijo de puta asesinó a la mujer de Delray y sigue tan campante. ¿Es el que está allí, en aquella mesa? ¿Es ése Diehl?

Traté de protestar, mi padre no había asesinado a nadie. A mi padre ni siquiera lo habían detenido. Ni siquiera le habían acusado de nada…

A Mack, la boca babeante, lo apartaron a un lado. Llegó alguien que empujó al barman, quien, a su vez, lo agarró por el cuello de la camisa como en un dibujo animado, lo zarandeó, desconcertándolo y le obligó a retroceder. Se alzaron voces vehementes. El barman, que se llamaba Deke, dijo:

– Cálmense. Vamos, hay que calmarse. Tranquilícense…

Entonces intervino también la mujer con el pelo elástico y suelto, una cara muy maquillada, y tantas arrugas como un mono:

– ¡No escuches a esos cretinos, corazón! Tu padre tiene todo el derecho a beber en cualquier sitio que se le antoje, joder, estamos en los Estados Unidos de América, por el amor de Dios.

Me consoló pensar que fuese amiga mía aquella mujer, con su blusa de satén de color rosa intenso y diseño exclusivo, y unos vaqueros muy ajustados, que tambaleaba sobre unos tacones ridículamente altos, como los que Zoe Kruller podría haber llevado en el escenario de Chautauqua Park. Su aliento apestaba a whisky barato y se me echó encima de manera agresiva.

– La tal Kruller… ¿cómo se llamaba?… La condenada Zoe, la irresistible Zoe… se lo andaba buscando. Todo el mundo sabía lo que era Zoe. Si no lo llega a hacer un hombre, lo habría hecho otro. «Acabas en la cama que te has preparado.» La cama que te mereces, ¿te das cuenta? ¿Quién coño tiene la culpa?

Me escapé y volví a la mesa de mi padre. Para mi asombro, no se había dado cuenta del alboroto junto al mostrador.

Papá, de hecho, estaba encorvado sobre la mesa, como un oso herido que trata de recuperar fuerzas. Unos pocos minutos sin su bonita hija rubia con la cola de caballo, y un hombre como Eddy Diehl podía deprimirse. Un hombre como Eddy Diehl podía deprimirse con toda la facilidad del mundo. Apoyados los codos en el tablero maltratado de la mesa, daba vueltas a las injusticias de la vida con la sólida mandíbula descansando en los puños y los ojos entornados como si estuviera muy cansado de repente, cansado hasta decir basta. Había pedido otra Coca-Cola para mí y para él un whisky junto con una espumosa jarra de cerveza oscura. Alzó la vista y me obsequió con una rápida sonrisa paternal mientras medio me caía en el asiento.

Estaba aturdida, pero sonreía. Otro papá tal vez habría advertido el aturdimiento por debajo de la sonrisa, pero no aquel papá que se bebía la mitad de su whisky de un solo trago.

– Escucha la canción que he pedido que toquen para ti… ¿sabes qué es?

Traté de escuchar. Pensé que podía ser importante. Tanto revuelo en el bar, más hombres mirando en nuestra dirección, no me podía concentrar muy bien.


Delia's gone, one more round!

Delia's gone [1]


Una voz de barítono muy grave, con el peculiar acento de la música country, ¿podía tratarse de Johnny Cash? Intenté escuchar, pero apenas conseguí oír.

Extraña la manera en que mi padre bajaba la cabeza, como si fuera imperioso oír la letra de la canción, como si la canción encerrase para él algún significado especial; como si Eddy Diehl hubiera estado recientemente en algún sitio (aunque, ¿qué lugar podía haber sido ése?) donde no se le había permitido oír aquella música. O no se le había permitido estar sentado así, bebiendo whisky y cerveza, fumando un cigarrillo, en un disfrute sensual y solitario; la peculiar soledad del que bebe en público.


Delia oh Delia

Where you been so long?


One more round, Delia's gone,

One more round. [2]


Aún seguíamos sometidos al escrutinio del mostrador. No me atrevía a mirar, excepto por el rabillo del ojo. Me daba cuenta de que el enfadado tipo de la perilla -y otros- nos observaban a papá y a mí. (Pero ¿por qué no se daba cuenta papá? ¿Estaba borracho o fingía aposta no ver?) Me animó la absurda esperanza de que la borracha con la blusa brillante de color rosa intenso saliera en nuestra defensa; que consiguiera la colaboración de otros en apoyo de mi padre.

Sabía, por supuesto, que en Sparta el apellido Diehl iba siempre acompañado ya de ciertas asociaciones. En todo Herkimer County. Tal vez en todos los Adirondack. Como también se conocía a Zoe Kruller y a Black River Breakdown, su grupo de música bluegrass. Casetes y cedés con la música del grupo se tocaban con frecuencia por toda la zona; papá tenía varios en la guantera de su jeep que yo le había pedido con frecuencia escuchar cuando lo acompañaba en algún trayecto.

– ¿Caballero? Aquí tiene.

Una camarera trajo una bandeja de patatas fritas y otra botella de cerveza a nuestra mesa. Papá despertó de su trance musical para ofrecerme patatas.

– Las he pedido para ahora. No es la cena, iremos a cenar a un sitio mejor… pero estoy tan hambriento que me comería cualquier cosa.

Se puso a comer con los dedos. Se había quitado la gorra de béisbol, estaba despeinado, el pelo oscuro, denso en unos sitios y escaso en otros, con finos mechones grises, y entradas en las sienes, enrojecidas y ligeramente marcadas por gotas de sudor. Me preocupó que papá empezara a parecerse a su padre -mi abuelo paterno que siempre había sido tan viejo- y a quien papá y sus hermanos solían llamar el viejo con afecto, aunque les sacara de quicio, el viejo cabrón, no hay quien le cuele una a ese viejo cabrón. Cuando un hombre empieza a perder el pelo, su cráneo cambia de forma y él mismo empieza a asumir una identidad distinta. Sentí una enorme ternura por papá, quería acariciarle la cara, que parecía tan maltrecha y curtida como si se la hubiera quemado el viento; era evidente que había estado trabajando al aire libre. Con más de cuarenta años, Eddy Diehl no era ya un hombre para quien una camisa blanca de algodón recién planchada fuese ropa de trabajo apropiada.

Había dejado de ser el esposo y padre de quien su mujer decía, fanfarroneando, que formaba parte de la clase directiva.

– ¿Krista? Vamos. Come con tu padre.

– No, gracias, papá. No me gustan las patatas fritas.

– Tienes que tener hambre, Gatita, después de todo lo que has corrido en la cancha de baloncesto. Vamos.

Tenía hambre, tenía mucha hambre. Pero no entraba en mis posibilidades comer aquellas gruesas patatas saladas y grasientas, recalentadas en un microondas detrás del mostrador, rociadas con ketchup, el tipo de alimento que mi madre catalogaba enseguida como probables sobras de otras comidas, recogidas de las bandejas de anteriores clientes.

Papá empujó la bandeja en mi dirección. Pensé ¡Ben se las comería!, de manera que cogí una o dos patatas para partirlas en trozos más pequeños y fingir que comía.

Vi que los nudillos de mi padre tenían arañazos, magulladuras recientes. Y quizá cicatrices por debajo. Sabía que había trabajado con árboles en una ocasión no hacía mucho tiempo, que había trabajado con motosierras, y sabía que había hombres en Sparta Construction que habían sufrido accidentes terribles con ese tipo de maquinaria. Lo que quería era coger con la mía la mano de mi padre -grande y llena de cicatrices- para decirle que le quería y que no creía lo que algunas personas decían de él, que sabía que no podía ser verdad.

Sin embargo, sin afeitar y con ojeras, además de malhumorado, papá tenía en torno a los ojos un aire de animal de presa; papá era un hombre orgulloso que no aceptaba condescendencias; la voz de la gramola, que se abría camino en la atmósfera cargada de humo de la abarrotada County Line Tavern en una tarde de entresemana, era la voz del alma de aquel hombre, y no era cuestión de mostrarte condescendiente con un hombre así. Sentí un escalofrío premonitorio como el que puede sentir un nadador cuando algo no del todo visible -oscuro, con aletas, silencioso- pasa cerca por detrás de él, algo que no llega a ver bien.

La canción de la gramola se estaba terminando. Había una solidez en aquella voz profunda de barítono, muy masculina, que parecía inadecuada para su tema:


So if your woman's devilish

You can let her run,

Or you can bring her down and

Do her like Delia got done.

Delia's gone, one more round!

Delia's gone [3]


Papá asentía con honda satisfacción mientras masticaba las patatas. Grandes patatas grasientas, fritas con manteca, tan grandes como sus dedos, generosamente rociadas con ketchup. Fuera lo que fuese lo que la canción de Johnny Cash significaba para él, había provocado una intensa reacción. Terminó su whisky y pidió otro. Acto seguido bebió a fondo de la botella de cerveza. Me hizo un guiño con los ojos medio cerrados y me obsequió con una escueta sonrisa paternal antes de hacerme por fin la pregunta que había estado retrasando desde mi vuelta a la mesa.

– Bueno, Krista: ¿qué ha dicho tu mamá?

¡Mamá! No había oído aquella palabra en boca de mi padre desde hacía muchísimo tiempo. Comprendí que se había hecho la ilusión de que quizá mi madre accediera a reunirse con nosotros, porque brillaba en sus ojos una absurda esperanza.

12

Marzo de 1983


El problema nos corroía la vida como las grandes manchas de herrumbre invaden los restos de un vehículo abandonado. El problema que nos robaba la alegría. Y también nos agobiaba la conciencia misma de la lentitud con que asimilábamos el problema, porque todas las mañanas queríamos que el día que empezaba, precisamente aquél, marcase el momento en que el problema desaparecería.

De manera retrospectiva se ve como inevitable y espantoso, pero en el momento mismo parece puro azar.

El hecho de que papá se marchara de casa para vivir con su hermano en East Sparta y un día Ben dijese, con muy mala idea: «Si pasa fuera trece días, es que se ha ido. Que no va a volver».

Zoe Kruller era un nombre que no se pronunciaba en nuestra casa. Zoe Kruller, sin embargo, era un nombre que todo el mundo repetía en Sparta.

En la emisora de radio local los disyoqueis ponían canciones de Black River Breakdown. La voz inconfundible de Zoe Kruller -gutural, íntima, casi al borde de la burla- se oía de repente por todas partes. La más popular de las canciones de Zoe Kruller era «Footprints in the Snow» [Huellas en la nieve] -cuya letra poseía una inquietante clarividencia, al describir lo que parecía ser la muerte misteriosa de una hermosa joven…


I traced ber little footprints in the snow

I found her little footprints in the snow

Now she's up in heaven she's with the angel band

know I'm going to meet her in tout promised land

I found her little footprints in the snow [4]


y «Little Bird of Heaven» [Ave del paraíso], mi favorita e imagino que también la preferida de papá, porque era la que escuchaba con más frecuencia cuando iba conduciendo uno de sus vehículos. La voz de Zoe Kruller resultaba etérea y juguetona en aquella canción, pero también melancólica, y te descubrías conteniendo el aliento y hasta se te escapaba un sollozo, tan hermosos eran aquellos versos:


Well love they tell me is a fragile thing

It's hard to fly on broken wings

I lost my ticket to the promised land

Little bird of heaven right here in my hand.


So toss it up or pass it round

Pay no mind to what you're carryin' round

Or keep it close, hold it while you can

There is a little bird of heaven right here in your hand [5]


En Sparta se llegó a pensar que Zoe Kruller había dejado un mensaje -«un reguero de pistas»- en aquella canción. En especial, jovencitas y mujeres pensaban que Zoe había «denunciado a su asesino» en la canción y que si se escuchaba con atención, o si se ponía la letra por escrito y se anotaban las primeras o las últimas letras de cada verso, se averiguaba quién era el culpable.


Fallen hearts and fallen leaves

Starlings light on the broken trees


I find we all need a place to land

There's a little bird of heaven right bere in your hand [6].


Íbamos en el coche de mamá cuando llegó a nuestros oídos, entrecortada y urgente, mezclada con el calor de la calefacción -porque era una mañana de marzo con un viento despiadado- la voz de la mujer asesinada que cantaba «Little Bird of Heaven»- y con un grito mi madre apagó la radio.

– ¡Ella! Esa mujer terrible.

¿Por qué es Zoe Kruller una mujer terrible?

¿Acaso por ser una fulana?

¿Y merece morir una fulana terrible?

Nadie entendía por qué Black River Breakdown no había grabado ningún disco, por qué nunca los había contratado una agencia discográfica de Nueva York o de Los Ángeles, ni por qué nadie los había invitado a actuar fuera de la región de los Adirondack. Ahora que su cantante había sido asesinada, el aturdido grupito de músicos se encontraba contagiado por parte del morboso glamour de las publicaciones sensacionalistas, como si un reflector les iluminara la cara. El violinista, que, con cuarenta y seis años, era el músico de más edad del grupo, había desaparecido, y se negaba a ser entrevistado por los medios de comunicación excepto para decir que había conocido a Zoe Kruller «desde que era la niñita más guapa que se pueda imaginar»; el joven guitarrista, en cambio, con sus patillas a lo Elvis y su pelo hasta los hombros, aparecía en cualquier sitio donde mirases, desde la televisión local a última hora de la tarde, hasta las páginas de «espectáculos» en el Journal, mano a mano con las historietas, y se dedicaba a desnudar el alma diciendo que no había dormido una sola noche desde el asesinato de Zoe, y que esperaba, Dios santo, que la policía encontrara al que lo había hecho, y deprisa; estaba componiendo una balada en memoria suya y confiaba en que el grupo y él pudieran interpretarla pronto…

Aquel artículo, y otros, los guardaba con mi cuaderno, en secreto. Parecía saber que Aquello iba a seguir conmigo toda la vida. Que aquello me cambiaría la vida.

Hacía mucho tiempo -nueve años- que nadie moría asesinado en Sparta, ni siquiera en todo Herkimer County. Si no se contaban -como tampoco lo hicieron los medios de comunicación- varias muertes en la reserva de los indios seneca, a los que se denominaba homicidios sin premeditación y que se habían resuelto sin juicios ni publicidad. Y muy raras veces se había asesinado a nadie en Herkimer County de aquella manera: en el domicilio de la víctima, en su cama, para que su propio hijo la descubriera una mañana de domingo.

El anterior asesinato en Sparta había tenido lugar durante un robo en la gasolinera de Sunoco en la Route 31; antes de aquello, un individuo sin hogar había asesinado a otro -a martillazos- en un refugio de Sparta. En ambos casos los culpables habían sido identificados y detenidos por la policía al cabo de un día o dos.

Qué diferente lo de ahora: El asesino de Zoe Kruller sigue en libertad.

Y existían sospechosos pero no se había practicado ninguna detención por el momento, los detectives de Sparta rehusaban hacer comentarios.

Estábamos asustados pero también emocionados. Se nos obligaba a volver a casa directamente desde el instituto y nuestras madres nos llevaban en coche a sitios donde hacía muy poco habíamos ido andando o, con tiempo más benigno, en bicicleta. No podíamos saber -quizá, en cierta manera, sí lo sabíamos, lo sentíamos-, y eso era parte de la emoción, que aquel intermedio iba a suponer un giro en nuestra vida como también en la vida de una ciudad pequeña como Sparta, un sentimiento de que Nunca volveremos a estar a salvo, nadie nos va a proteger para siempre.

A los chicos se les daba más libertad que a las chicas, por supuesto. Siempre había sido así, pero ahora más que nunca, porque quienquiera que hubiese matado a Zoe Kruller tenía que ser un hombre, y aquel asesino varón no querría matar a un muchacho o a otro hombre, sino sólo a otra mujer o a una muchacha. Hasta una niña de once años entendía el razonamiento.

A las chicas se les advertía que desconfiaran siempre de los desconocidos. Que ningún desconocido las convenciera para que se subieran a su coche, que nunca contestaran a un desconocido, que nunca le mirasen a los ojos y, si el desconocido se les acercaba, ¡que echaran a correr!

Pero también podía ser alguien a quien se conocía. No un forastero, sino alguien conocido. Un adulto.

Porque quienquiera que hubiera matado a Zoe Kruller, se tenía el convencimiento de que la conocía y de que ella le había dejado entrar en su casa de buen grado. Uno de los acompañantes de Zoe Kruller.

O Delray, su marido.

Al que a veces se designaba como Delray, el esposo distanciado.

Miré distanciado en un diccionario de la biblioteca de nuestro instituto. Aquel adjetivo tenía un toque exótico, aunque contenía el sustantivo más familiar distancia como algo directo y común -un guijarro, pongamos- dentro de un huevo de Pascua coloreado.

Separado, dividido, hostil, alienado, indiferente, seccionado, hendido: distanciado.

«¿Está papá «distanciado» de nosotros?» Con la cruel ingenuidad fingida de los muy jóvenes, una noche me atreví a hacerle a mi madre aquella pregunta cuando papá llevaba una semana ausente; noté la punzada de dolor en su rostro; no sé cómo escapé sin que me cruzara la cara de un bofetón.

¡Qué emocionantes se habían vuelto en muy poco tiempo nuestras vidas! Ansiosas e impredecibles y sin embargo la emoción dejaba tras sí una sensación de mareo como la que se sentía en una montaña rusa cuando eras muy pequeño: pensabas que era aquello lo que querías, que habías gritado y suplicado por ello, pero que quizá no lo habías querido, aquello, no. Habías querido asustarte y habías querido emocionarte; habías querido que algo te recorriera por dentro como una corriente eléctrica; habías querido chillar en un paroxismo de pánico pero quizás… quizás no era en realidad lo que querías.

Y quizás para cuando te diste cuenta ya era demasiado tarde.

– ¿Krista? Ven aquí, tengo algo que decirte.

Mi madre había hablado ya con Ben después de que volviera a casa del instituto. Había oído la voz de mi hermano bruscamente alzada y luego cómo salía de la casa dando un portazo y mamá llamándolo sólo una vez, un gritito agudo como de pájaro herido:

– ¡Benjamin!

Desde una ventana vi a Ben correr inclinado hacia adelante, bajo la luz del sol ya muy oblicua de última hora de la tarde, sin la chaqueta. Mi acongojado hermano dirigiéndose a trompicones sobre treinta centímetros de nieve al antiguo granero, a poca distancia detrás del garaje para dos coches que mi padre había construido pegado a nuestra casa; el granero se usaba como guardamuebles y como segundo garaje para la sucesión de vehículos de mi padre. Vi cómo el aliento de Ben se transformaba en vapor de agua mientras corría. Pensé que podría no haber reconocido a Ben corriendo de aquella manera, como si fuera un animal herido, con aspecto de ser más joven de lo que era en realidad, y más pequeño.

Lo vi todo desde el descansillo del piso alto. Me había apresurado a subir al llegar a casa del instituto nada más prepararme el tentempié de después de las clases -un cuenco de cereales con leche y pasas- de manera que pudiera empezar a hacer los deberes mientras comía. Los cereales eran madejas de trigo de tamaño pequeño; había que comérselas deprisa o de lo contrario se empaparían, convirtiéndose en pasta, y la leche se oscurecería, y lo que tendría que haber sido delicioso se convertiría en algo vagamente repugnante, que habría que esforzarse por comer.

Estaba empezando a darme cuenta de que todo lo que me gustaba -las cosas preferidas de mi infancia como los cucuruchos de helado de Honeystone's- podía muy fácilmente convertirse en repugnante, en asqueroso.

Desde la marcha de mi padre me encontraba expuesta a disparatados ataques de hambre. En especial por las tardes, después de la tensión de las clases. Devoraba un cuenco de cereales como un animal al borde de la inanición. Me invadía un júbilo pueril, como si no me importara más que aquello: comer.

Y estoy hablando de comer a solas. No me refiero a las horas de las comidas. No con mi madre y con Ben. Desde que faltaba papá al otro extremo de la mesa, había llegado a aborrecer las horas de las comidas. Comía de pie delante del frigorífico, comía sentada en los últimos peldaños de la escalera, comía en mi habitación o incluso en el cuarto de baño, la boca inundada de saliva. Y ahora, a toda velocidad, en el pequeño escritorio de mi habitación -una mesa que papá hizo para mí con madera de roble muy pulimentada que había sobrado en uno de sus trabajos- traté de acabarme las madejas de trigo antes de que mi madre me llamara como sabía que se disponía a hacer.

Primero Ben, después Krista. Tenía que haber cierta lógica en la crueldad de nuestra madre.

Ahogándome a medias iba devorando el cereal y la leche. Mientras pensaba No sé todavía. Lo que Ben sabe ya, no lo sé yo.

– ¿Krista? Ven aquí, tengo algo que decirte.

Mi madre me llamaba desde el pie de la escalera. Su voz era tan cortante como la hoja de un cuchillo, lo veía brillar y quería salir corriendo, ¡esconderme! Pero ya no era una niña pequeña, tenía once años.

No sabría decir hasta qué punto había madurado ya para mi edad. Cabe que pareciera menor de once años, pero me sentía mayor. Era la que, en el autobús escolar, cuando las otras chicas de más edad temblaban y se estremecían mientras susurraban Esa cosa terrible que le hicieron a Zoe Kruller peor que estrangularla seguía muy quieta y en silencio y parecía no estar oyendo.

Cuando descendí a la planta baja mi madre había vuelto al comedor, para sentarse ante la mesa plegable de madera de cerezo que era una «herencia familiar», siempre cubierta por un mantel. El comedor era una habitación que se utilizaba raras veces y cuando se usaba era casi siempre con motivo de alguna fiesta. Para disfrutar de más privacidad, mamá había llevado a aquel cuarto, mediante un alargador, el teléfono de- la cocina. Era una época en la que no existían aún ni los inalámbricos ni los móviles, y necesitabas irremediablemente un enchufe y un alargador. Encontré sorprendente ver tantas carpetas archivadoras sobre la mesa del comedor: extractos de cuentas bancarias, pólizas de seguros, recibos e impresos para la declaración de la renta, diversas cartas con aspecto oficial, documentos varios.

– ¿Mamá? ¿Qué son todas esas cosas?

– Siéntate, Krista. Olvídate de esas cosas.

– Pero…

– Límpiate la boca, Krista, ¡por el amor de Dios! Se diría que has estado lamiendo leche. He dicho que te sientes.

No me gustaban nada las sillas del comedor, que eran tan singulares. Cojines duros y respaldos de mimbre muy incómodos, nada comparable con las sillas de la cocina, de escay gastado. Las comidas familiares se hacían siempre en la cocina y el comedor se usaba sólo para ocasiones especiales, celebraciones obligatorias organizadas por mi madre y su familia con motivo de cumpleaños y otras festividades. Había un calendario inamovible de acuerdo con el cual Nochebuena, Navidad, Acción de Gracias y Pascua se rotaban entre mi madre y sus parientes.

Papá solía tomar el pelo a mamá con motivo del mantel: ¿de qué sirve la madera de cerezo si no la ve nadie? Y mamá replicaba que no estaba dispuesta a correr el riego de que alguien dejara un círculo con un vaso, o echara una mancha o le hiciera una quemadura.

Desde que papá se había ido a vivir con su hermano Earl, mamá estaba más ocupada que nunca. No paraba de moverse por la casa, de subir y bajar escaleras; hablaba de continuo por teléfono. Parientes de su lado de la familia venían a verla todos los días, y hablaban en el comedor con las puertas corredizas cerradas. También se presentaban varias amigas que me sonreían con tristeza y daban la sensación de que les gustaría estrecharme contra sus pechos caídos si no fuera porque yo me escabullía.

A Ben y a mí también nos presentó mamá, como «mi contable», a un individuo con cara de halcón que llevaba traje y corbata de lazo. Y a otro tipo con traje y corbata: «El señor Nagel, mi abogado».

Abogado. Prefería no pensar en lo que aquello podía significar.

Distanciado. Separado. Divorciado…

– ¿Krista? Quiero que escuches con atención…

En una torpe manifestación de ternura, mi madre se apoderó de mis manos, frías y escurridizas. Me hablaba con una voz tranquila que me resultaba perturbadora, una voz que sonaba falsa, una voz forzada, una voz en la que se agitaba un algo suplicante, aunque menos de una hora antes la había oído por teléfono hablando con tono cortante, salpicando sus palabras con estallidos de algo que sonaba como risas. Quería taparme los oídos contra ella, mientras pensaba con testarudez infantil Papá volverá y cambiará todo esto. Cualquier cosa que se esté haciendo, papá lo volverá a cambiar para dejarlo como debe estar. Tanto Ben como yo habíamos notado que los ojos de nuestra madre tenían un brillo extraño porque últimamente había estado tomando medicinas recetadas por los médicos para ayudarla a dormir y para calmarle los nervios. Como no quería ver los ojos de mamá, miré nuestras manos, tan extrañamente entrelazadas. Como si estuviéramos en algún sitio peligroso, una altura rocosa por ejemplo, y nos agarrásemos de manera instintiva, empujadas por el miedo. Y sin embargo el miedo que sentía era por mi madre. Por aquellos ojos vidriosos de párpados enrojecidos y por los labios embadurnados de carmín que quizá fuesen a decirme algo muy feo que no deseaba oír.

Una cosa sorprendente: mi madre se había quitado las joyas que solía llevar en las manos.

El anillo de compromiso de «oro blanco» con un pequeño brillante tallado en cuadrado y la alianza a juego, de la que decía que ya no podía sacársela del dedo, tanto era lo que había engordado. Los dos habían desaparecido y antes nunca había visto sin ellos los dedos de mi madre.

El recuerdo de algo trataba de abrirse camino y una sonrisa me curvó los labios.

Un juego muy antiguo»Ir papá cuando era una niña muy pequeña. Papá había escondido mis manos dentro de las suyas, enormes, fingiendo que se habían perdido, que no las encontraba.

¿Dónde están las patitas de mi Gatita? ¿Quién ha visto las patitas de mi Gatita? ¿Alguien ha visto dos patitas perdidas?

– ¿Por qué sonríes, Krista? ¿Es que pasa algo divertido?

Rápidamente le dije a mi madre que no. No pasaba nada divertido.

– Me alegro de que alguien piense que algo es divertido. Sí; es bueno saberlo.

Cuando mi madre se enfadaba fingía estar dolida. Si no te disculpabas de inmediato y repetías tus disculpas varias veces, mi madre se enfadaba más.

Le dije que nada era divertido. Que no sonreía. Pero que sentía estar sonriendo si es que estaba sonriendo.

Mi madre respiró hondo. Me apretó las manos, heladas y escurridizas, como para evitar que me marchase corriendo.

– Vamos a ver, Krista. Sabes que tu padre ha estado viviendo con tu tío Earl. Y quizá sabes también que tu padre ha estado «cooperando» con los detectives de la policía de Sparta que investigan -a la voz de mi madre empezó a fallarle el valor, y yo no era capaz de alzar los ojos hasta su cara- la muerte de… esa mujer… a la que agredieron… la señora Kruller… sabes quién es. Quién era. La que fue… asesinada -mi madre hizo una pausa, y respiró hondo de nuevo. Una vena le latió en la garganta como un frenético gusano azul-. Ellos… la policía… no ha capturado aún… a la persona que agredió… a la señora Kruller… pero acabarán por capturarlo. Aunque quería decirte a ti… y a Ben… que vuestro padre ha estado… ha «cooperado» con la policía… le ha dicho a la policía… primero me lo dijo a mí… que había sido un… un «amigo íntimo» de esa mujer. Y que la había visitado en el sitio donde vivía… a veces -ahora mi madre hablaba en rápidos estallidos y pausas, como alguien que está corriendo y cuya respiración se transforma en jadeos; como alguien cuyo corazón late de manera irregular. Me apretaba las manos hasta hacerme daño-. El… tu padre… le había dicho a la policía al principio que no había ido a verla… desde hacía mucho tiempo… y que ya no eran amigos… que no habían sido amigos desde hacía mucho tiempo… algunos años atrás, sí, pero no recientemente… eso es lo que le dijo a la policía… y lo que me había dicho a mí… pero hizo mal porque no era cierto… e hizo mal porque la policía ha acabado por descubrirlo… porque tendría que haber sabido que la policía lo descubriría… la policía está interrogando a todas las personas que conocieron a esa mujer y a su familia y a las personas que trabajaron con ella o vivieron con ella y a todos los Kruller… todos los de esa familia… están interrogándolos a todos, de manera que tu padre cometió una equivocación al mentirles. Tu padre mintió a la policía, Krista, y me mintió a mí. Tenía miedo, dijo. Quería proteger a su familia, dijo. Pero con esa equivocación ha conseguido que algunas personas… ha hecho pensar a la policía… que podía haber tenido algo que ver con…

Mi madre hizo una pausa, respirando deprisa. La venita azul le palpitó en la garganta. Algo grasiento le brilló en el nacimiento del pelo. Llevaba unos pantalones elásticos de punto de color negro que habían perdido por completo la forma, una camisa con el cuello retorcido y una rebeca mal abotonada pero cerrada hasta el cuello. El pelo se le había aplastado como si hubiera dormido sobre un lado y no se hubiera mirado después al espejo.

Tenía lágrimas en los ojos. Pero eran lágrimas como de vidrio, incapaces de acumularse y caer.

– ¡Bien, Krista! Hay que decírtelo: tu padre estaba allí, en la casa de esa mujer, aquel día. Quiero decir… estuvo aquella noche, tu padre ha confesado que estuvo allí. Anteriormente lo había negado, lo había «jurado»… Pero ahora ha confesado que estaba allí en su «residencia» de West Ferry Street y necesito decíroslo a ti y a Ben porque se va a publicar, en las noticias de esta noche y en los periódicos de mañana saldrá la información y lo sabrá todo el mundo. De manera que tu padre quiere que lo sepas, Krista. Que te lo diga yo. No puede hablar contigo ahora porque está «a disposición de la policía». Quiere que yo te lo diga. A ti y a Ben. Quiere que te diga cuánto lo siente. Lo avergonzado que está. Tu padre se hallaba en casa de esa mujer y había ido a verla allí otras veces, además, según ha confesado ahora. Pero dice que no estaba allí en ese momento… cuando la agredieron. La maltrataron de una manera terrible, Krista. La maltrataron con una brutalidad que no se merecía, Krista, porque nadie se merece ser tratado de esa manera, ni siquiera una mujer como Zoe Kruller. Tu padre dice que no sabe quién fue, que no tiene ni idea de quién lo hizo, pero que no fue él. Que la había visto, pero que eso había sucedido horas antes… de que lo otro sucediera. Dice que fue cuatro o cinco horas antes, por lo menos. Ha dicho, ha jurado que esta vez dice la verdad… que alguien llegó a casa de la señora Kruller después de que él se marchara y que lo que le sucedió… lo que le hicieron… pasó entonces -mi madre hizo una pausa, limpiándose los ojos-. Tu padre ha jurado, Krista. No hizo daño a esa mujer, lo ha jurado. Y le creo…

Con el aturdimiento que produce el no entender, había estado escuchando las palabras de mi madre, lanzadas en ráfagas titubeantes. Como una persona insegura sobre sus piernas -una persona cuyas piernas están a punto de ceder-, mi madre era capaz de aceleraciones repentinas, con un aire de desesperación por debajo de la decisión de no derrumbarse. Para entonces sus dedos apretaban los míos con tanta fuerza que tuve que apartar las manos. Apenas se dio cuenta. Estaba tratando ¿de no llorar?… ¿de no reír? Daba pena verle las manchas en la cara producidas por el calor y notarle en los ojos, que parecían carecer de pestañas, que parecían estar desnudos, un brillo como de vidrio.

– ¿Cómo lo sé? -dijo a continuación con amargura-. ¿Qué es lo que puedo saber? ¿Por qué le estoy diciendo estas cosas a mi hija, cuando en realidad no? Hay cosas que sí sé: no estaba en casa con su familia aquella noche. La noche en que murió esa mujer, en la madrugada del domingo, según dicen… mi marido Edward Diehl no estaba entonces en casa. Tu padre me había pedido que mintiera, que dijera que estaba en casa, y que estaba en nuestra cama, pero no era… no es… verdad, Krista. Me niego a mentir a la policía, como él me pidió. Me niego a mentir porque no estoy dispuesta a mentir por él, un adúltero. ¿Sabes lo que es un adúltero, Krista? Un hombre que traiciona. Que traiciona a su mujer y a su familia y del que no es posible fiarse. Nunca más. Me ha mentido durante años acerca de esa mujer, primero mintió al negar que hubiera nada entre ellos, era «sobre todo amigo» de Delray, el marido, pero era mentira, nos ha mentido durante años porque sabía cómo hacer lo que le diera la gana, Eddy Diehl siempre se ha salido con la suya, toda su vida desde que estaba en el instituto ha podido hacer lo que se le antojaba. ¿Por qué tendría que mentir por él? ¿Porque soy su mujer, Lucille? ¿Porque soy la mujer que ha abandonado y a la que ha traicionado, tendría que mentir por él? ¿Por qué tendría nadie que mentir por un hombre así, o quererlo? Tú y Ben, Krista… ¿por qué?

¿Por qué?… porque es mi padre. Porque lo quiero más de lo que te quiero a ti.

Porque todo lo que él me diga me lo creeré.

Estábamos en el instituto cuando, a principios de marzo, papá vino a casa a llevarse el resto de sus cosas.

Durante gran parte de un día frenético mi madre había hecho que la ayudáramos, Ben y yo, a colocar las cosas de papá -ropa, calzado, herramientas, incluidas las eléctricas, de su taller en el sótano- en cajas de cartón que luego arrastramos hasta el porche trasero para que papá no necesitara entrar en casa.

– No es más que basura, que se la lleve. Es la basura de la vida de ese hombre, no quiero tener nada que ver con todo eso.

De modo que, como si fuera un empleado del servicio de recogida de basuras, mi madre hizo que mi padre viniera y se llevara sus cosas sin entrar en casa.

Así supimos que papá no volvería a vivir con nosotros durante mucho tiempo. O quizá nunca.

Aturdida, con el corazón en un puño, no lloré. Creo que no lloré.

– ¿Para qué necesita -dijo Ben, desdeñoso- esas «herramientas eléctricas» tan importantes en el sitio al que va?

– ¿Adónde va papá? -pregunté yo.

Y Ben respondió con su risa nueva, tan aborrecible:

– Al infierno, estúpida. ¿Adónde crees que va?

13

Cuatro años después, las palabras de censura de mi padre resonaban en mi cabeza como afilados guijarros sueltos que se arrojaran contra algo blando.

Si no quieres arriesgarte, quizá sea mejor que no juegues en absoluto.

14

West Ferry Street, 349. Donde encontraron a Zoe Kruller.

La casa, de dos pisos, en una hilera de edificios iguales, ocupaba la esquina de West Ferry con una calle de dirección única llamada Mercy. La fachada era de color marrón apagado y la piedra, demasiado blanda, se desmoronaba. Ventanas sin visillos que parecían mirar fijamente y un desolado jardín delantero, donde se amontonaba la nieve, no mucho más grande que una mesa para jugar a las cartas, y en el que estaban marcadas las pisadas de innumerables pies y donde habían meado innumerables perros del vecindario. Aunque estaba a unos cuatro kilómetros de nuestra casa en Hurón Pike Road, no se podía ir directamente.

Todos los caminos eran tortuosos. Y los aprendería en secreto, a finales del invierno o comienzos de la primavera de aquel año.

Se podía caminar siguiendo la vía del tren a través de bosques y campos pantanosos en los que, a principios de abril, los extraños gritos agudos de las ranas asaltaban el oído por todas partes; se podían evitar las carreteras, y que te vieran las personas que circulaban por ellas, para entrar luego en Sparta cruzando el Black River por una pasarela de tablas que iba pegada al puente del ferrocarril, siempre con la esperanza de que no pasase ninguna locomotora a toda velocidad, sacudiendo y haciendo vibrar la pasarela cuando caminabas por ella.

Cabía hacer una pausa apoyándose contra la barandilla y sentir un poquito de vértigo, de mareo. Y mirar hacia abajo a la rápida corriente apenas ondulada que fluía hacia el norte y el oeste en dirección al lago Ontario de la manera incesante e implacable con que baja el agua por el sumidero de una bañera. Se veía que el río era relativamente poco profundo cerca de la orilla y que asomaban protuberancias de estratos de esquistos, semejantes a costillas de animales antiguos, y temías -un miedo visceral instintivo engendrado por aquel lugar- que fuese la pasarela la que se movía, y el agua apenas ondulada la que permanecía inmóvil. Y te podía asaltar la idea de que Este es un sitio y un lugar al que siempre podré volver. Esto permanecerá siempre.

Desde el otro lado del río llegaba un intenso olor a fertilizantes del almacén ferroviario de la línea Chautauqua & Buffalo. Y fuertes ruidos destemplados, que hacían estremecerse el aire, de vagones de mercancías a los que se acoplaba a golpes. Hombres que hablaban a voz en grito y que parecían al mismo tiempo enfadados y jocosos.

Incluso la risa de los hombres que trabajan al aire libre suena un poco a malhumorada.

Más allá del almacén -que era enorme y se extendía por varias hectáreas a la orilla del río y al que se había aislado con una valla- estaba la antigua estación de ferrocarril de Denver Street, que llevaba diez años sin usarse; una estructura de ladrillo que empezaba a desmoronarse ya, del tamaño aproximado de un vagón de mercancías, de ventanas cerradas con tablas y cubiertas con una filigrana como de encaje de grafiti en la que incluso las palabras obscenas -joder cono maricón- tenían aspecto de pertenecer a un misterioso código secreto. Alrededor de la estación abandonada de Denver Street había cristales rotos esparcidos por las aceras, olor a orines y, en ocasiones, figuras misteriosas -de ordinario solitarias, acurrucadas en bancos o despatarradas en estado comatoso sobre las aceras- de vagabundos, de hombres sin hogar con varias capas de ropa, envueltos en mantas improvisadas; aunque a veces eran hombres más jóvenes, de unos veinte años, muchachos todavía en edad de ir al instituto, muy posiblemente de piel morena, de aspecto indio, que se reunían por las noches para vender y comprar drogas y para colocarse con marihuana, anfetas, mezedrina, según Ben me había explicado. Mi hermano miraba con desdén a los drogatas y a los yonquis. Tenía planes de más altura que incluían abandonar Sparta tan pronto como terminara la enseñanza media para ingresar en una escuela de ingeniería al estilo del Instituto Politécnico Rensselaer.

Para mí, sin embargo, un aire perversamente romántico acompañaba a la estación abandonada, aunque resultara demasiado brutal y excesivo a la luz del día, de la misma manera que un aire perversamente romántico iba unido a las ruinas de búngalos con armazones de madera en putrefacción y edificios desvencijados en el antiguo barrio a la orilla del río por debajo de la pasarela sobre el Black River. Me preguntaba si Aaron, el hijo de Zoe Kruller, era uno de los adolescentes que frecuentaban la estación. Y si, después de la muerte de Zoe, seguía volviendo a aquel lugar, que no debía de estar a más de un kilómetro de la casa de piedra arenisca de West Ferry Street.

¡Ese pobre chico!¡Imagínate! Mi madre hablaba del hijo de la señora Kruller con un aire vehemente de preocupación como si lo que le había sucedido a él, la tragedia con la que se había tropezado, fuese culpa de Zoe Kruller.

El problema que había aparecido en nuestras vidas.

En una tarde de abril de 1983, dos meses después de que se encontrase el cadáver de la señora Kruller, el aire estaba lo bastante cálido y soleado para que las ranas se entregaran a un frenético alboroto en las tierras pantanosas cercanas a nuestra casa y para que sintiera un intenso deseo de abandonarla, de desaparecer sin decirle a mi madre dónde iba; de caminar siguiendo la vía del ferrocarril con cuidado para pisar sobre las traviesas y no en la grava gruesa que las separaba y que me hacía daño en los pies a través de las suelas de las botas; llena de valor crucé la pasarela con la esperanza de que ningún tren se precipitara por detrás y por encima de mí e hiciera que la pasarela temblase inconteniblemente; y dentro ya de Sparta bajé a una tierra de nadie que bordeaba el almacén ferroviario, dejé atrás la otra estación abandonada con los cortes en zigzag de los grafitis y una puerta trasera entreabierta… ¿había alguien dentro? No se veía el interior, de manera que crucé Denver Street, sin asfaltar, para encontrarme en West Ferry Street jadeante y emocionada. ¡Me hallaba en territorio prohibido! ¡Lo que hacía era una cosa terrible! Y, sin embargo, ¡qué ordinaria era la casa con el número 349, casi no podía creer que aquel edificio tan venido a menos, con su jardincito delantero en mal estado y sus ventanas vacías y unos cuantos folletos publicitarios en los escalones de la entrada fuese el sitio donde habían asesinado a Zoe Kruller!

Decenas de años atrás aquellas casas de apartamentos habían sido los hogares de los empleados de las fábricas. El barrio de West Ferry era entonces lo que mi madre habría juzgado «aceptable», «no venido a menos» como buena parte del centro de Sparta. Pero las fábricas de la orilla del río -artículos de algodón, calcetería- se cerraron a finales de los años sesenta, antes de que yo naciera.

Me sorprendió ver a gente en West Ferry. Además, estaban arreglando una casa en mal estado de Mercy Street. Había movimiento en la calle, madres paseando a sus pequeños en sus cochecitos, muchachos en bicicleta gritándose amistosamente. Me había imaginado inhóspita y aislada la casa donde Zoe Kruller había sido asesinada -algo así como una casa de pesadilla en una película de terror-, pero de hecho el edificio del número 349 se parecía a otras casas de la manzana: dos pisos, dos ventanas estrechas en cada piso, una entrada con muy poco espacio y un diminuto jardín delantero bordeado por aceras con grietas y desniveles. Algunos de los jardincitos delanteros de la calle parecían estar cuidados, se habían rastrillado los restos del invierno, pero en el 349 sólo había folletos empapados y en proceso de descomposición, y tierra sin hierba llena de cacas de perro. En cada una de las cuatro ventanas que daban a la calle se habían bajado los estores a diferentes alturas como para sugerir un ambiente de jolgorio etílico. Se vislumbraban cortinas grisáceas que tenían más bien aspecto de ropa interior.

En la puerta de entrada reconocí los restos de una decoración navideña con guirnalda plateada y rojas bayas de plástico.

¡Un adorno navideño! Me pregunté si lo habría puesto Zoe Kruller, y pensé que sí, que parecía muy propio de ella. (Pero ¿por qué no se había retirado después de que hubieran sacado su cadáver por aquella puerta? Lo encontré injustificado.)Muy despacio crucé por delante de la casa. Se decía que Zoe Kruller había dejado a su familia para vivir en un barrio terrible dentro de Sparta, pero aquella manzana de West Ferry no era muy distinta de porciones de Hurón Pike Road donde también había casas viejas venidas a menos, caravanas ancladas sobre bloques de cemento y los restos de vehículos inservibles en los jardines delanteros.

En el número 347, la casa vecina, debía de vivir una familia con hijos pequeños, porque había juguetes en el camino de entrada, un triciclo caído y ropa tendida en el patio trasero.

Sábanas de una blancura deslumbrante ondeando al viento.

– Eh, tú.

Una chica robusta de unos doce años con rasgos indios muy marcados, pelo oscuro y áspero, la boca torcida en una mueca semejante a una sonrisa-¿amistosa?, ¿burlona?- me adelantó por la acera empujando un cochecito con un niño pequeño, y me pasó tan cerca que me rozó la pierna con una de las ruedas de la silla. «¡Lo siento!» Me aparté, queriendo pensar que sólo se trataba de un accidente. No quería ver la sonrisa de la india.

¡Chica blanca! ¡Zorra blanca! ¡Qué estás haciendo aquí, blanquita del carajo!

Seguí andando, muy nerviosa. No me pareció que la jovencita de aspecto indio fuese a dar media vuelta con el cochecito para seguirme, y así fue. Pero advertía la presencia de chicos mayores en bicicleta, que gritaban y armaban jarana en la calle, y no sabía si se burlaban de mí o les tenía por completo sin cuidado… Al cabo de un rato, desaparecieron.

Mi di la vuelta como por casualidad y regresé en dirección a la antigua casa de Zoe Kruller. El corazón me latía con fuerza como si esperase algo: exactamente qué, no era capaz de imaginarlo. Había dado por sentado que la casa estaba deshabitada y, sin embargo, en una de las ventanas del primer piso hubo un repentino movimiento poco claro, como si alguien dentro apartase el estor para mirar fuera.

Una mano femenina, ¿no era eso? Uñas pintadas de rojo.

Seguí avanzando deprisa. Luego eché a correr. No pensé Es el fantasma de Zoe Kruller porque no creo en fantasmas, no era una niña tonta a los once años, pero el corazón me latió con fuerza y se me erizó el vello de la nuca. (ion í a ciegas por West Ferry hasta Denver, que estaba sin asfaltar, y pasé de nuevo junto a la estación abandonada, donde el aire apestaba a toxinas, y crucé la pasarela sobre el río mientras pensaba en cómo las uñas de Zoe Kruller siempre habían estado tan maravillosamente cuidadas, siempre tan bien pintadas cuando nos servía en Honeystone's y cuando cantaba para nosotros bajo las luces cegadoras en el quiosco de la música: daba lo mismo que el aire del verano de Sparta estuviera cargado de humedad, que la temperatura en el parque se mantuviera por encima de los treinta grados; pensaba en cómo Zoe Kruller reclamaba nuestra atención, nuestro amor, nuestro aplauso… Todas las chicas del público querían ser Zoe Kruller allí arriba en el escenario, cuando agitaba y retorcía su esbelto cuerpecito, sus caderas y sus pechos puntiagudos de un tamaño sorprendente, cuando sacudía la rubia melena ondulada y lanzaba destellos con aquellas uñas pintadas de rojo que tenían que ser dos veces más largas que las uñas vulgares y corrientes de Lucille Diehl, para hacer juego con la seductora pintura de labios de un rojo brillante en la boca de Zoe que parecía así más sensual.

Oye, ¿qué tal, Krissie? Pensé que eras tú.

Y aquél el coche de tu papá, seguro.

¿Qué puedo haceros a todos hoy?

Y ¿había ido Ben en bicicleta hasta West Ferry Street? Sí; estaba segura de que sí. Mucho antes de que fuera yo. Lo sabía, era evidente para mí, aunque no se lo habría preguntado, ya que, en el caso de que lo hubiera hecho, se habría librado de mí con un encogimiento de hombros. ¡Sandeces! Era la manera que tenía de enfrentarse a todas las molestias de su vida que ya no podía controlar. Reír, encogerse de hombros. ¡Sandeces!, como si me diera un golpe en las costillas.

Incapaz de vengarse de la persona, o personas, que le hacían sufrir, Ben sabía que conmigo siempre tenía una víctima propiciatoria.

– ¡Tú, chica! ¿A quién estás buscando?

Aquella voz de mujer era suavemente burlona, censuradora: una voz al estilo de la de Zoe Kruller. Había un entusiasmo en ella como un anzuelo cebado, en un instante de debilidad vacilas y ya se te ha clavado.

Era otra tarde, más avanzada la primavera. La primavera del año -año terrible, interminable- en que asesinaron a Zoe Kruller. Varias veces había caminado ya en secreto por las vías del tren y había atravesado la pasarela para volver a West Ferry Street; siempre sola y siempre sorprendida por la normalidad de aquel barrio que era lo que personas de raza blanca como mi madre llamaban mixto, un barrio de gente de distintas razas. Allí había muchas personas de piel blanca, aunque no tantas como personas que mi madre consideraría esas otras, y si sentía cierta inquietud no era por el color de mi piel, o el de la suya, sino, porque en West Ferry y en las calles de los alrededores había muchos camiones y muchos camioneros y entre los últimos era razonable suponer que algunos conocieran a mi padre, Eddy Diehl, y que, si alguna vez me habían visto, o me conocían, podían reconocerme y contárselo a mi padre, o a mi madre, contarles que a Krista Diehl, una niña de once años, se la había visto en un barrio de Sparta, a kilómetros de distancia de su casa, en un lugar en el que a todas luces no se le había perdido nada.

Como me había visto aquella mujer que me estaba llamando. No porque me reconociera como hija de Eddy Diehl sino en mi calidad de desconocida que había estado caminando por un callejón sin asfaltar -caminando y mirando fijamente-, por detrás de las casas de apartamentos de West Ferry y que había hecho una pausa ante el número 349.

¡Qué destartalada parecía ahora la casa vista desde detrás! Venida a menos, abandonada, con tablas que se pudrían en el patio trasero, pájaros negros -cuervos, estorninos- de larga cola, que chapoteaban y se bañaban en charcos llenos de barro como niños hiperactivos.

– Oye, corazón: ven a decir hola. Nadie te va a morder, te lo prometo.

La mujer se había presentado como una aparición en el porche trasero de la antigua casa de Zoe Kruller. Quizá me había estado vigilando desde una de las ventanas.

Con once años era aún lo bastante joven, o parecía lo bastante joven, como para que los adultos se dirigieran a mí como si todavía fuese una niña pequeña. Y no tenía aún la presencia de ánimo de una adolescente para, simplemente, dar media vuelta y marcharme. Sonreí, nerviosa, y murmuré Hola. La mujer me hizo señas para que me acercase y así lo hice.

Y ¡qué extraña resultaba aquella mujer! En un primer momento pensarías que era hermosa, con glamour; pero no, no era ni hermosa, ni tenía glamour, sino que era más bien una burla de la belleza «femenina», del glamour, una máscara cosmética desfigurada. La cara era grande, redonda, en forma de luna, como la de mi madre, pero parecía brillar como si la hubieran frotado con un trapo grasiento y estaba además hinchada. El pelo, que le llegaba hasta el hombro, teñido de color remolacha, parecía ensortijado y apelmazado como si acabara de levantarse de la cama. Sobre su carnoso cuerpo se había puesto algo como de encaje, negro y ceñido -¿un camisón?, ¿un salto de cama?-, y encima una camisa de hombre de franela descuidadamente abotonada de manera que se podía ver, aun sin quererlo, una franja de encaje negro y unos pechos grandes y pesados del color de la manteca. Al igual que el rostro, su cuerpo parecía hinchado, enfermo de bocio. Desprendía, sin embargo, una extraña seguridad sexual, con una boca minuciosamente pintada de rojo carmesí, cejas depiladas y dibujadas muy finas, y rasgos como de muñeca apretujados dentro de la adiposidad de la cara. Allí había una mujer -una hembra- cuyo atractivo para los hombres sería poderoso, pensé. Como algunas de las chicas del instituto que conocía -de más edad y más maduras-, aquella mujer parecía pertenecer a otra especie del reino animal.

Quise marcharme corriendo, ¡pero no pude! Me sonreía con mucha seriedad, muy esperanzadamente y de la manera más seductora.

– ¡Vaya! ¿Qué tal? Me llamo Jacky. ¿Y tú?

De nuevo, el extraño eco de Zoe Kruller. ¡Vaya!¿Qué tal?

En un artículo del periódico de Sparta sobre Zoe Kruller se había señalado que en el momento de su muerte vivía con una «amiga» en West Ferry Street; y que la amiga estaba ausente la noche en que asesinaron a Zoe; la policía, sin embargo, tenía motivos para creer que aquella mujer era una de las últimas personas que había visto a Zoe con vida. Se llamaba Jacqueline DeLucca -me había aprendido el nombre- y se la describía como «camarera de bar de copas, desempleada».

No sé cómo fue, pero el caso es que le dije mi nombre a «Jacky» DeLucca.

– Krista… qué nombre tan bonito. Poco frecuente, ¿no es cierto?

¿Cómo contestar a eso? Reí, avergonzada.

– Eres la primera Krista que conozco. ¡Eso está bien!

La manera de hablar de Jacky era, como su aspecto, exuberante, llena de animación. Con aquel cuerpo que se le salía a cada momento del camisón de encaje negro y de la camisa de franela, y con el pelo crespo teñido de color remolacha agitado por el viento como un halo enloquecido alrededor de la cabeza, aquella amiga de Zoe Kruller daba la impresión de que estaba a punto de aplaudir de puro deleite infantil. Aunque no tenía el menor deseo de entrar en su casa con ella, el caso fue que no encontré una manera cortés de decir no.

En aquel momento no se me pasó por la cabeza ninguna de las innumerables advertencias de mi madre sobre los peligros de que alguien a quien no conoces te dirija la palabra y acabe seduciéndote.

Dentro de la cocina -atestada de cosas- que olía a algo dulzón como vino, whisky, aromas de cocina y a alimentos chamuscados, Jacky estaba diciendo -con su voz como de Zoe que arrastraba las palabras- que yo era una «chica mona» pero que tendría que «sonreír más» para que la gente se sintiera a gusto en mi compañía, y no «acongojados».

– En la vida lo que sucede es que la gente quiere ser feliz, no desgraciada. Los hombres sobre todo. De todas las edades. El mundo es de los hombres y si haces desgraciado a un hombre, ten la seguridad de que te va a envitar. Da lo mismo que seas tan guapa como… no me acuerdo de su nombre… ahora está gorda y es vieja, pero… Liz Taylor… no importa que te parezcas a ella, si haces que un hombre sea desgraciado, que se sienta culpable y pesado como si llevara un peso colgado del cuello, acabarás por quedarte sola.

Jacky se agarró los carnosos brazos con las manos y se estremeció ante aquella perspectiva, o ante el recuerdo, de quedarse sola.

Envitar era una palabra nueva para mí. Deduje que Jacky quería decir evitar.

A mi madre le hubiera horrorizado el estado de aquella cocina: tan pequeña, tan abarrotada, con feas paredes amarillentas, armarios a los que les faltaban puertas, de manera que se veían bandejas amontonadas, tazas, cajas de cereales, latas sobre estanterías, un suelo de linóleo agrietado y pegajoso. Platos con manchas secas de comida que ni siquiera se habían puesto a remojo en el fregadero -algo que mi madre detestaba por ser una costumbre que denotaba pereza- se hallaban repartidos por las distintas superficies disponibles. Aunque el tiempo no era todavía cálido, las moscas zumbaban perezosamente por todas partes como si fuera aquél su lugar de reproducción. Sin dejar de charlar con alegría y nerviosismo, Jacky despejó un espacio para que nos sentáramos a la mesa, recalentó chocolate en un cazo en el fogón y lo sirvió en pesados tazones muy desportillados adornados con rojos corazones alusivos al día de los enamorados. El borde de mi tazón estaba algo manchado de pintura de labios y traté sin que se notara de quitarlo frotando. Parecía importante no insultar ni disgustar a aquella mujer tan amable, cuyo estado de ánimo podía cambiar sin previo aviso. «¡Maldita sea! Imagino que ha hervido.» Se había formado una telilla sobre la superficie del líquido, pero el chocolate caliente estaba muy bueno. Y las pastas con trocitos de chocolate, derramadas con entusiasmo de un paquete, abierto ya, sobre el tablero de fórmica, también estaban ricas.

– Vamos a ver, Krista… Krissie… ¿No es así como te llama la gente que te quiere?… «Krissie»… Cuando te he visto ahí en el callejón he pensado Esa niñita es una amiga de Zoe. Lo he sabido sin que nadie me lo dijera.

Sentí en la cara una sensación como si me pellizcaran. Miré hacia el suelo, incapaz de enfrentarme a los ojos relucientes de Jacky.

– ¿Estoy en lo cierto? ¿Verdad que sí? ¡Claro que sí! De cuando Zoe trabajaba en la granja, ¿no es cierto? Es lo que pensaba.

Jacky me preguntó cuántos años tenía, qué curso estudiaba y dónde vivía. Parloteaba sin parar como una locomotora desbocada mientras clavaba los ojos en mí de una manera ansiosa y expectante, al estilo de Zoe, que me desconcertaba. Sus modales eran sigilosos, insinuantes. En el cuello y en el antebrazo derecho -lo que podía ver del antebrazo- había débiles manchas amoratadas como nubes que se deshicieran y que, de forma inconsciente, Jacky se acariciaba con ternura. Aquello hizo que me acordara de cómo Zoe se había acariciado los brazos pecosos en la granja. Los brazos de Zoe, esbeltos y de una palidez lechosa, y en los que abundaban pecas y lunares semejantes a hormigas diminutas…

– ¿La echas de menos, Krissie? ¿Echas de menos a Zoe? Supongo que no era amiga de tu mamá, seguro que no. Pero era una amiga buenísima de sus amigos.

Jacky hablaba con vehemencia. No se me ocurrió cómo responderle. No le había dicho mi apellido -¿o sí?-, pero su pregunta parecía sugerir que sabía quién era. Al cabo de un momento se inclinó bruscamente desde la silla para buscar algo a tientas en un armario y se apoderó de una botella de ron jamaicano; luego vertió un chorro de líquido oscuro en su taza y bebió con avidez. Sonrió después, aliviada. Sonrió y me hizo un guiño. Desde más cerca vi ya que el carmín de los labios estaba mal aplicado y rotas y desiguales las uñas, nada parecido a la perfección característica de Zoe Kruller.

Por West Ferry cruzó pesadamente un volquete. La casa vibró como un ser vivo que se estremeciera. En algún sitio, calle arriba, unos muchachos gritaban. Era aquél un barrio de ruido, de sonidos continuos: un barrio mixto, como mi madre diría con pretensiones de objetividad. Un barrio poco seguro.

Jacky miraba ahora por encima de mi cabeza, distraída. Le parecía necesario no parar de hablar:

– … ¿once, has dicho? ¿O… doce? ¿Y vives fuera… junto al río? ¿Hurón Road?

Me dolió darme cuenta de que a Jacky DeLucca más que yo le interesaba mi presencia en su casa. Daba la sensación de que quería estar acompañada a cualquier precio.

– La señora Kruller, la persona que vivía aquí, y que murió, era amiga de mi madre -hablé de pronto, con tono desafiante. No tengo ni la menor idea de por qué aquellas palabras salieron de mi boca-. Sí. Era amiga.

– Ah… ¿amiga? Vaya… estupendo.

– Mi madre se llama Lucille. Lucille Diehl.

– Diehl. Ah.

Jacky me miró con los ojos muy abiertos. Ojos sorprendidos y desconfiados. Como mirarías a alguien que te acaba de desconcertar al decir algo del todo inesperado y muy poco probable.

– Eres su hija, ¿no es eso? «Diehl.»-Mi padre se llama Eddy Diehl.

– Sí. «Eddy.» Yo también lo conocía, conozco a Eddy.

Con mano torpe se sirvió más ron en la taza y bebió. Yo estaba esperando a que me ofreciera ron, pero no lo hizo. Su rostro era tan asombroso en su glamour emborronado, con tiznones, con un algo de payaso, sus ojos tenían una viveza tan vidriosa, que resultaba molesto mirarla, como una fotografía demasiado cerca de los ojos, pero también imposible mirar en otra dirección. Me recordaba a una de las tías de mi madre de más edad, viuda, una mujer desconsolada sin remedio por la pérdida de su marido, a quien yo apenas conocía; una mujer siempre necesitada de atenciones, de afecto. No bastaba con que tía Marlene te abrazara una vez, tenía que abrazarte dos, tres veces. No había manera de llenar el vacío de su corazón, así que al final te apartabas de ella, salías corriendo, le decías Déjame en paz, te aborrezco excepto que no eras tan cruel, y no aborrecías a tía Marlene, tan sólo a su terrible desamparo. Y allí estaba Jacky DeLucca respirando ruidosamente, apretándose el pecho con la mano como una mujer ofendida en una película en blanco y negro. Pese a los olores de la cocina percibía el aroma, mezcla de perfume y sudor, de la carne de Jacky, de su ropa, que necesitaba ser lavada; olía también el ron, un aroma que me pareció dulce, empalagoso y exquisito. Pensé También es amiga de papá. Papá ha estado aquí, donde estoy ahora.

Durante todo aquel tiempo bebía el chocolate que Jacky había calentado en el fogón y que era un preparado comercial. Después, durante horas, la boca me latiría con un dolor agradable.

– Zoe era mi mejor amiga, ¿sabes? Zoe era como una hermana para mí. Nos conocíamos desde… ¡Jesús! Años y años. Antes incluso de que se casara. ¡Ah, aquel Delray Kruller! Viéndolo ahora nunca te imaginarías cómo era Delray entonces, Zoe y él, ella no tenía más de quince o dieciséis años cuando se conocieron, y estaba loca por él y Delray también estaba loco por ella excepto… ya sabes… esos tipos con mezcla de razas… se dice que tienen lo peor de la sangre de los indios seneca, que se pueden volver más locos que nadie y dan muchísimo miedo, y lo peor de los blancos, de nosotros; la raza blanca también está muy loca, ¿sabes?… como… ¿los nazis?, ¿alemanes?, ¿vikingos, no es eso? No tienen inconveniente en colgarte por los pies y encender una pira… un fuego… en el nombre de la religión, o de lo que sea… -Jacky perdió pie, sin saber muy bien de qué era de lo que estaba hablando; luego se acordó-: ¡El tal Delray! Era más guapo que nadie, la cara india de rasgos muy marcados, y el pelo negro de los indios que es tan sexy, te sorprenderás cuando te diga que era… que es… sólo una cuarta parte indio… eso es lo que Zoe decía… el padre de Delray era alguna clase de… ¿austriaco?… ¿parecido a alemán?… «Kruller» es algún tipo de… no lo recuerdo, pero Delray por ese lado no es un indio seneca, eso es seguro. Y Zoe, siempre ha sido tan guapa, al menos para mí, una cerda gorda como yo, Jesús!… allí estaba Zoe como una especie de… cómo se dice… hada… con alas… sólo revoloteando… no serías capaz de apresar nada así con las manos… quiero decir que tendrías que agarrarlo, y apretar mucho, porque de lo contrario se escaparía. Había gente… todavía hay… que nunca creyó que Zoe fuese nada del otro mundo, con todas esas pecas. Los dos, en la Harley-Davidson tic Delray. Zoe es un poco más joven que yo. Era joven de verdad cuando ligaron, puede que Delray «se saltara» alguna norma… alguna ley… creo que se llama violación «estatuaria»… quiere decir que la chica es menor de edad… por eso es un delito… pero Zoe desde luego quería, estaba loca por casarse, le apetecía quedarse embarazada con el bebé de Delray, fue para ella como encontrar a Cristo en tu corazón, ¿sabes? Como para otras personas encontrar a su salvador en el corazón, así fue para Zoe, el porqué de que se casara con tan pocos años, dejara de estudiar y tuviera a su hijo, Aaron, tan joven… si los hubieras visto a los dos hace unos años, habrías pensado, seguro, que el chico era su hermano, no su hijo. Quiero decir que nunca pensarías que Zoe pudiera tener un hijo tan mayor y tan grande como Aaron -hizo una pausa, sonriendo. Luego se sirvió más ron y bebió despacio.

Volvió a oírse ruido de gritos en la calle, pero Jacky no pareció oírlo.

– Es cierto, Zoe y yo no fuimos siempre amigas. Zoe y Jacky no fueron siempre «hermanas». Los hombres se interponen en determinadas circunstancias. Una vez que Zoe dejó a Delray, y que las cosas no funcionaron con… ya sabes… Eddy Diehl… una vez que aquello tampoco funcionó como ella había pensado… hubo tensión entre nosotras en lo relacionado con los hombres. Porque siempre había un hombre… siempre había hombres… interesados en Zoe. Tenía una veta alocada, nadie me puede echar la culpa a mí. Una vez que se subió al escenario y se puso a cantar y el público estaba feliz con ella, le costaba demasiado trabajo decir que no. Si preguntas quién hizo que Zoe empezara con las drogas, no fui yo. Ni tampoco tengo la culpa de que bebiera mucho. Quiero decir que ya bebíamos en el instituto, los chicos nos abastecían. Nos proporcionaban hierba, anfetas, cocaína. Crack, no… eso vino después. Ahora los chicos de instituto consumen esa porquería, pero nosotras, no. Bebíamos cerveza y perdíamos el conocimiento. Fumábamos hierba y perdíamos el conocimiento. Éramos lo más parecido a… ¡hippies! Unas inocentes, si quieres saber la verdad. Crecí a menos de un kilómetro de Zoe, en North Fork Road. Íbamos juntas a la parada del autobús que nos llevaba a clase. Más adelante hubo tipos que nos llevaban en coche a las dos. Zoe podía ser la cosa más dulce del mundo, pero un poco retorcida. Nunca explicaba lo que quería pero siempre se salía con la suya. Algo así como el camino de un sacacorchos. Su familia eran los Hawkson. Podrían haberse ocupado de ella (cuando más o menos se desmoronó y vino aquí a vivir conmigo) pero no quisieron. La consigna en el caso de Zoe era «lavarse las manos». ¡Los muy cabrones! Se dicen cristianos, presbiterianos, la peor especie de santurrones. Bueno, Zoe hizo cosas que yo no hubiera hecho nunca… rompió promesas a determinadas personas que yo no habría roto nunca… Tenía una manera peligrosa de pensar que, como era muy sexy, como era guapa y una cantante de country con su grupo, se le iba a perdonar hacer cosas que otras, quizá no tan guapas, quizá con una figura no tan sexy ni con tan buena voz, nunca haríamos -Jacky dejó de hablar unos instantes, agitando la cara, de mejillas anchas, con el aire de satisfacción de un bulldog. Luego continuó, alzando la voz, como si se enfrentara con sus acusadores-: Hay gente que me culpa a mí, la maldita familia de Zoe me acusa a mí de ser quien la metió en las drogas duras… heroína… ¡Dios del cielo! Eso sí que es un chiste. Malditos hipócritas… ¿hipócritas?… Diciendo esas cosas sobre mí a la policía, citadas en el condenado periódico, salen de la comisaría y dicen… esa «amiga» de Zoe Kruller… esa tal Jacqueline DeLucca… es la responsable de que Zoe «se echara a perder». ¡Sandeces! ¡Es una mentira tan burda, tan cruel! Lo que pasó entre Del y ella, fuera lo que fuese, ¿cómo pude tener nada que ver con eso?… o cuando Zoe dejó su empleo en la granja porque estaba más aburrida que una mona, dijo, cuando aseguró que el olor de la leche le daba ganas de vomitar, por no decir nada de que nunca te daban propinas en un empleo como ése cuando la mitad del tiempo has de atender a unas condenadas criaturas. Y si un local no tiene licencia para servir alcohol, olvídate. Porque entonces no te van a dar ni una maldita propina. Ni lo sueñes. Sobre todo por estos alrededores, en los Adirondack, donde hay escasez de empleos. Por eso era c-n The Strip donde Zoe podía ganar dinero de verdad. En Tip Top, en Chet's Keyboard, Zoe era más popular que nadie, le daban más propinas que a ninguna de las camareras que servían cócteles, pero tenía la esperanza de cantar allí, y también estaba la esperanza de que su grupo, Black River Breakdown, consiguiera un contrato para grabar un disco cualquier día de éstos. Eso no pasó nunca, pero podía haber pasado. Y en The Strip los fulanos se pisaban para llegar hasta Zoe e invitarla a un trago, o a cenar, o a hacer un viaje a Montreal, o a Atlantic City, o a Las Vegas… que era a donde iba a ir, a Las Vegas, con un amigo nuevo al que acababa de conocer. Al menos eso era lo que creía cuando -Jacky hizo una pausa como si le hubiera venido un mal sabor a la boca y no le quedara otro remedio que tragárselo- sucedió lo que sucedió. Pero ¿te das cuenta?, Zoe a mí no me necesitó nunca. Es cierto que la presenté a unos cuantos tipos, gente como Csaba, el dueño de Chet's Keyboard Lounge y algunas otras personas en The Strip, porque yo los conozco y ellos me conocen a mí, y querían que les presentara a Zoe. Y esas personas, relacionadas con The Strip, que frecuentan los clubs, y tienen dinero, no son gente de Sparta, no habían nacido aquí y ni siquiera sabían quién era Delray Kruller, nunca habían oído hablar de él. «Motocicletas Kruller», «Taller de reparaciones Kruller», nunca lo habían oído y les tenía sin cuidado. Cosas que son importantes en Sparta, en algunos círculos de Sparta, la gente no sabe nada de ellas ni les importa un pimiento en otros sitios. Seguro que algunos de los tipos sabían que Zoe estaba casada, o que lo había estado, pero ¿qué más daba? Ella les decía que estaba «separada», que tramitaba el «divorcio». No había manera de que nadie adivinara que su marido era una especie de exaltado peligroso, con sangre de indio seneca y bebedor, o si lo sabían no se lo tomaban en serio o les importaba un comino, como ya te he dicho, ninguno de ellos hubiera sabido quién era Delray Kruller. Zoe tenía la esperanza de que el viaje que iba a hacer, a Las Vegas, pudiera terminar en algo más permanente, no es que Zoe quisiera casarse de nuevo, no quería, pero pongamos que un tipo estuviera dispuesto a invertir en su carrera de cantante, y de hacer algo así como cuidar de ella… eso a Zoe le hubiera gustado. Era capaz de sentirse muy esperanzada a veces, casi como si fuera una jovencita. ¡Podía haber tenido los años que tienes tú! «Necesito un cambio de escenario, Jacky», me dijo, «siento que hay un mundo distinto en algún otro sitio que me está esperando. Noto que aquí me voy a asfixiar» -en imitación de su amiga, Jacky habló con voz baja y gutural, muy juvenil. Luego, como si tomara conciencia poco a poco, una expresión de horror le apareció en la cara-. Es que no me puedo creer que Zoe… se haya ido. De todas las personas que conozco no había nadie que estuviera más vivo. Y ahora… pensar… que… -se le llenaron los ojos de lágrimas, de manera compulsiva se acarició la garganta magullada, en la que se marcaba el paso de los años-. Yo estaba convencida de que Delray le hacía otra vez la vida imposible. Porque aún estaba enamorado de ella… siempre estuvo loco por ella, y Zoe por él… excepto, ¿sabes?, a veces las cosas se interponen… «intervienen»… Delray aceptaba durante un tiempo que se podían divorciar, pero luego cambiaba de idea, y daba largas, y él, o uno de sus amigos, se presentaba donde estaba Zoe, como si la «acechara». Zoe me dijo: «Si me pasa algo malo, Jacky, será Delray». Se lo conté a la policía, pero hasta ahora, por lo que sé, no lo han detenido, ni a él ni a nadie, sólo lo interrogaron y le dejaron ir, estuvo «a disposición de la policía» y luego le dejaron marchar, ¿cuánto tiempo ha pasado ya, desde febrero? ¿Cuántas semanas? ¡Dios mío! ¡Pobre Zoe! Sabes que tu amiga se ha ido pero… de algún modo no te lo acabas de creer. Sigo pensando que Zoe va a bajar por la escalera… por ahí, ¿ves?… la escalera… medio dormida y bostezando o quizá vestida ya de punta en blanco, con tacones altos y muy buen aspecto, porque algún amigo va a llegar dentro de unos minutos a recogerla, y yo le pregunto que cuándo va a volver, si tiene una idea aproximada, y Zoe se ríe y dice: «Volveré cuando me parezca y esté dispuesta, Jacky. No cambias nunca». Aquella noche, Krista, quizá tuve yo la culpa, porque me había marchado. Aquella noche y la mitad del día siguiente. Un tipo, amigo mío de Watertown, apareció de pronto y quería verme, ir de fiesta, estuve con él mientras aquí mataban a Zoe, a muchos kilómetros de distancia a esa misma hora. Todo eso se lo conté a la policía. No volví a Sparta hasta cerca del mediodía y para entonces la puerta de la casa estaba abierta de par en par, como si hubiera habido un fuego, y la pobre Zoe… el cuerpo… se lo habían llevado… supongo… al depósito de cadáveres. ¡Como lo oyes! Entro por el jardín hasta la casa y me encuentro con un tipo muy fornido que me mira fijamente. «Jacqueline DeLucca, ¿es así como se llama usted?», con una expresión en la cara como si estuviera oliendo algo desagradable. Porque habían mirado por toda la casa, en todas las habitaciones, que no estaban muy limpias, supongo, y habían hablado con los vecinos. Porque te juzgan: sólo con mirarte los muy hijos de mala madre piensan que te conocen. Piensan que te pueden poner una etiqueta: «chica de alterne», «puta». El tal detective va y me dice: «Jacqueline DeLucca, usted se viene con nosotros», sin darme siquiera tiempo para enterarme de lo que le había sucedido a mi amiga, sin tiempo para llorar por Zoe, ni reponerme de la impresión cuando me dijeron que la habían asesinado. «Se ha cometido un homicidio aquí, ésta es la escena del crimen» estaban diciendo, a nadie le importaba un comino lo mucho que llorase yo, estuve a punto de desmayarme de la impresión, y ellos sin dejarme subir, sin dejarme entrar en mi propia casa… no estoy demasiado bien de salud… me han surgido «complicaciones» después de una operación… tengo la tensión alta… hay diabetes en mi familia y me da mucho miedo que me pase también a mí… temblaba y lloraba y a los hijos de puta de la policía de Sparta les traía al fresco como si mi pena por Zoe no fuese sincera… «Menos aspavientos, Jacky. Modérate.» Como si me conocieran y tuvieran derecho a llamarme Jacky. Me vi obligada a quedarme con unos amigos, ni siquiera me dejaron volver a mi propia casa durante no sé cuántos días, y luego tuve que… nadie me lo advirtió… tuve que limpiar el dormitorio de Zoe. Pensarías que la policía o alguien haría ese trabajo tan horrible, pero no, has de hacerlo tú misma, da igual lo agotada y desconsolada que estés. Y ahora ni siquiera soy capaz de subir al piso de arriba. Duermo abajo en un sofá cama. No consigo conciliar el sueño de todos modos, es como si quienquiera que vino aquí y se ensañó con Zoe como lo hizo, también me hubiera hecho daño a mí, el corazón me late a veces con tanta fuerza que parece que me va a estallar. No paro de pensar… ¿y si vuelve para matarme? ¿Y si me hace a mí las cosas terribles que le hizo a Zoe? La policía dijo que les tenía que contar todo lo que sé, los nombres de todos nuestros conocidos, me tuvieron mirando fotografías hasta que ya no pude más. Les supliqué «¡No quiero morir! No me pueden proteger ustedes todas las horas del día». Se lo dije, y también les conté que sabía de «testigos protegidos» a los que habían matado, y me miraron como si fuera basura, y dijeron: «Si no nos cuentas todo lo que sabes, te podemos detener, Jacky»… porque encontraron algunas drogas en la casa, aunque sólo calmantes y una bolsita de cocaína. Hay una ley, dijeron: sobre «sustancias controladas» si las tienes en tu casa, y me aseguraron que si no cooperaba me iban a acusar de posesión de estupefacientes con intención de distribuirlos. ¡Con una acusación como ésa te pueden caer hasta veinte años de cárcel! En aquel momento mismo casi me vine abajo. Apenas conseguí llegar a tiempo a un cuarto de baño. Les pareció todavía peor que a mí, como si yo hubiera hecho que se me descompusiera la tripa aposta. Lo que me indigna es que si había en la casa menos de cien dólares en drogas que, además, las había traído Zoe y no yo, ¿qué es eso comparado con todos los miles de dólares que esos tipos venden todos los días, de un extremo a otro del estado, y los polis lo saben perfectamente y cobran además un porcentaje? ¡Como si necesitaran perseguir a Jacky DeLucca para que les diga lo que ya saben! ¡Como si les fuese a dar los nombres de mis amigos! Y de los que no son amigos míos, ni que estuviera loca. ¡No te imaginas cómo temblaba! Los condenados polis no sienten ninguna simpatía por una persona como yo, una mujer que no es ni esposa ni madre, diciéndome «Necesitas ir a rehabilitación, Jacky. Eres una borracha y una yonqui», insultarme así, a la cara. «Vas a acabar como tu amiga Zoe si no cooperas con nosotros.» Les dije que no sabía absolutamente nada sobre la vida privada de Zoe, y es la verdad. No sabía quién era el tipo, el nuevo amigo que hacía a Zoe sentirse tan esperanzada, ni siquiera si era un amigo «nuevo» o alguien con quien ya había salido en el pasado. Porque Zoe era así, aunque rompiera, el novio no se marchaba exactamente. Mira Delray, que no llegó nunca a irse del todo, siempre estaba tratando de volver con ella. Y Zoe tenía otro amigo, no voy a decir su nombre, Krista, un hombre casado y loco por ella, decía Zoe, pero con él no tenía «futuro», ni siquiera estaba dispuesto a dejar a su familia. A su mujer podía dejarla, pero a sus hijos no, eso no era capaz de hacerlo. De manera que Zoe decía que era una situación imposible y no quería verlo, pero él la llamaba, y se presentaba aquí, eran como una mala costumbre el uno para el otro, y no había manera de quitársela. Tuve que decirle a la policía cómo se llamaba, lo hubieran descubierto de todos modos y me habrían causado problemas. Estaba muy asustada, me hubieran detenido por «obstrucción de la justicia»… por «obstaculizar una investigación de la policía». Nunca se creyeron que no supiera el nombre del otro, del que iba a llevarla a Las Vegas, con el que Zoe estaba tan esperanzada. Una noche en Chet's la invitaron a cantar con el grupo de jazz de allí, no eran más que tres músicos… y a Zoe le pidieron que cantara… «Both Sides Now», una de sus mejores canciones… y hay un fulano en el bar escuchando, dice que está impresionado, que le ha impactado de verdad… que puede arreglar las cosas para una audición en Las Vegas en uno de los casinos, dice, donde tiene contactos. Según recuerdo era al día siguiente cuando se iban a poner en camino para Las Vegas. Creo que es eso lo que me dijo Zoe. Dijo, incluso: «¡Hasta puede que no vuelva nunca, Jacky!», emocionada, me besó en la mejilla y me abrazó, demasiado nerviosa para quedarse sentada. «Dile adiós a Aaron de parte de su mamá, y que le telefonearé con toda seguridad, quizá dentro de pocos meses sea una primera figura allí, en uno de los casinos, y le pueda enviar un billete de avión para que venga a reunirse conmigo.» De manera que le dije a Zoe que claro que sí, que haría eso por ella. Y va Zoe y dice: «Y tú también, Jacky… podrás venir a visitarme a Las Vegas», como si fuese una cosa segura, tal como habla a veces la gente cuando está «colocada». Cuando estás colocado eres optimista. Te quitan las drogas y se llevan la esperanza. Y aquella noche… ¡Dios santo! -Jacky hizo una pausa, limpiándose con una servilleta de papel el rímel que se le había corrido. En las mejillas tenía churretes de algo de color ceniza que eran como lágrimas mezcladas con barro-. No sé qué es peor… pensar que, si yo hubiera estado aquí, aunque ya sé que no estaba, no habrían asesinado a Zoe; o que, si hubiera estado aquí, y ese tipo venía a por Zoe, me habría matado también a mí. Traté de decírselo a la policía, pero siguieron haciéndome las mismas preguntas. Me esforcé por explicarles que no conocía el nombre del fulano de Las Vegas o que, si Zoe me lo había dicho, no se me quedó. Y el tipo con el que estuve aquella noche, fuimos al casino Oneida, allí se emborrachó y perdió una barbaridad jugando a blackjack, a mí me pasó incluso quinientos dólares, y me habría gustado guardar algo, en lugar de perderlo todo; como ya te he dicho, cuando te colocas tienes esperanzas y entonces la cagas. El caso es que el nombre que me dijo era falso, según resultó luego; me aseguró que se llamaba «Cornell George Hardy», dando a entender que pertenecía a una familia con mucha clase, pero la policía descubrió que no se llamaba así, naturalmente se comportaron como si fuese yo quien lo había inventado… «Cornell George Hardy.» Dijo que era algo así como «banquero de inversiones» de Syracuse, aparecía de cuando en cuando, los fines de semana… se hospedaba en una suite muy lujosa en el Marriott, daba fiestas… montones de cocaína, era muy generoso… ¿cómo iba a saber que «Cornell George Hardy» no era su nombre? En primer lugar, había creído que decía «coronel», como en el ejército. ¿O es en la marina? Pero no era «coronel», era «Cornell». En cualquier caso era un nombre falso. Pero nos lo pasábamos estupendamente juntos. Me trataba como es debido. No era un borracho malasangre, sino divertido; eso sí, un poco triste, y acababa durmiéndose. La policía habló con el recepcionista del motel donde nos alojamos para ver si yo les estaba diciendo la verdad y resultó que sí, entonces, ¿para qué necesitan saber su nombre, si «Cornell George Hardy» estuvo conmigo toda la noche y yo con él? Se llamara como se llamase no podía tratarse del que acabó con Zoe, ¿verdad que no? ¡Como tampoco podía ser yo! IX' manera que a la larga me dejaron en paz. «No te vamos a trincar, Jacky. Lo nuestro son los homicidios, no el vicio.» Ja, ja. ¿Cómo regresé aquí aquel día? Tuve que llamar a un tipo que conocía, despertarlo a mediodía y pedirle que me fuese a buscar. Los muy cabritos tampoco querían traerme aquí. Y es que no tenía ningún otro sitio donde ir. Porque si me presentaba en casa de mi madre, me iba a decir «Jacqueline, Jesús te puede ayudar si le haces sitio en tu corazón». Eso me da miedo, es muy posible que mi madre tenga razón, pero ahora mismo no puedo hacer entrar a Jesús en mi corazón, hay demasiadas cosas más. No soy digna. La mayor parte de los días me enferma pensar en Zoe. Dios del cielo, me refiero a perder a Zoe. Mi amiga más íntima y mi hermana Zoe. Y estaba la pared, embadurnada con la sangre de la pobre Zoe. Y la cama empapada. Todas las sábanas, que yo le había prestado. Había un bonito edredón rosa. Y además la habían estrangulado… con una toalla, dicen. Algunas personas dirían que con las manos, pero no es exacto, fue con una toalla. Y le golpeó la cabeza con tanta fuerza que le rompió el cráneo. Ésa fue la causa de que saliera tanta sangre. Una herida en la cabeza sangra como un demonio, dijo el detective. Dijo que quienquiera que lo hiciese utilizó la toalla como «garrote»… se puede apretar, y soltar y apretar de nuevo. La golpeó con algo así como un martillo de carpintero, dijeron. No encontraron el martillo en la casa. El asesino se lo llevó consigo, probablemente lo tiró al río y no aparecerá nunca. ¿Quién demonios va a encontrarlo? Me preguntaron si yo tenía un martillo en casa y les dije que no, que me parecía que no, pero la casa es alquilada, podía haber estado en el sótano o en un armario en algún sitio. Pero si lo trajo él, eso querría decir que tenía intención de matarla ya antes de venir y hace que me asuste de verdad… ¿quizá vuelva y me mate a mí?. El asesino abrió una ventana, dijeron, de manera que entró nieve en el dormitorio y el aire estaba muy frío y el cuerpo de Zoe llegó a helarse en parte, dijeron, y él la cubrió con algo de la ropa de la cama y también con alguna prenda suya y, eso hace que me estremezca, roció a Zoe, y también la cama, por todas partes, con polvos de talco míos, polvos de talco blancos, «White Shoulders». Los esparció por las paredes, donde la sangre estaba húmeda y pegajosa, y se congeló allí. Y por todo el suelo. También dejó sus huellas en el suelo sobre el talco. De manera que parecía una «helada» dijeron los polis. Lo primero que pensaron fue que tenía que ser cocaína, pero no, era sólo «White Shoulders», que huele como lirios del campo, polvos de talco que Zoe compartía conmigo. Y esos polvos, mezclados por todas partes con sangre, también tuve que limpiarlos. Sollozaba y temblaba de lo horrible que era. No podía limitarme a pasar la aspiradora, la sangre se hubiera metido dentro y la hubiese echado a perder. Tuve que usar toallas de papel y una fregona con esponja, hasta que vomité y ahora ya no subo nunca al piso de arriba… a ningún sitio que esté cerca de esa habitación, nunca más. «¿Por qué haría eso con los polvos de talco?», le pregunté al detective, el que siempre me miraba como si diese mal, pero al que por otra parte le gusta bromear y sonreírse con suficiencia y me llama «Jacky» como si fuésemos viejos amigos, se apellida Egloff, nunca había oído yo de ningún «Egloff» y me pregunto de qué nacionalidad será, no me gusta, no me fío de él, y va y me dice: «¿Por qué tendría que haber un motivo en lo que hace ninguno de ellos? No hay lógica en lo que hace un animal». Una expresión desdeñosa en la cara como si estuviera pensando ¿No son amigos tuyos todos esos?

»O, Caramba, Jacky, tú eres también un animal, ¿no es eso? Una vez me puso una de sus manazas en el brazo como si fuera por casualidad, pero fingí no darme cuenta. Lo peor, Krista, aunque procuro no pensar en ello, es que fue Aaron, el hijo de Zoe, quien la encontró. Es un chico triste, de todos modos, se parece a su padre, con ese aspecto de melancolía india, como apesadumbrado, y ese rostro afilado que no llega a serlo, como les pasa a la gente con sangre mezclada, la primera vez que te los tropiezas los encuentras feos y desagradables de ver, pero a la segunda ocasión resulta que son algo así como, bueno, apuestos, sexys. Quiero decir incluso ese chico, que no es más que un crío. Pero muy alto ya, tan alto como un hombre. O casi. Dijeron que Aaron llegó aquí a eso de las nueve aquella mañana, era domingo… los chicos se levantan pronto, imagino… no había visto a su madre desde hacía tiempo, según parece, de manera que se vino hasta aquí, no tiene edad de conducir, así que vino andando, tres o cuatro kilómetros deben de ser, la puerta principal no estaba cerrada con llave, así que la empujó para abrirla, entró y… dice… que de inmediato "supo que algo no funcionaba"… "olió algo malo"… se quedó abajo y llamó a Zoe sin tener contestación… pensó que estaría durmiendo, si es que estaba en la casa, acabó por subir al piso de arriba… ¡Dios del cielo, imagínatelo encontrándola! ¡Imagina que fueras el hijo de Zoe! Unas pocas horas después habría sido yo la que entrase en su habitación… Zoe solía hablar de lo culpable que se sentía por Aaron, tan joven no estaba en condiciones de ser madre, había dejado el instituto y se había casado con Delray que era seis o siete años mayor, pero que no pasaba de ser un crío exaltado. No es que Zoe no quisiera a su pequeño, pero nunca sintió que le tocara ser madre precisamente entonces. Como tampoco Delray servía para padre. Del tenía dos primos, indios seneca, con los que estaba muy unido y pasó tiempo en la cárcel para menores de Black River, Zoe dijo que no sabía nada de esa época excepto lo que él le había contado, que no era toda la verdad, ¿sabes?… uno de los primos de Del estuvo en chirona por homicidio en segundo grado, algo que fuera de la reserva podría haber sido asesinato en segundo grado, pero a ellos les importa un pimiento lo que un indio borracho le haga a otro indio borracho, ya sería harina de otro costal si uno de ellos golpeara a un blanco hasta matarlo, ¿verdad que sí? De manera que Zoe estaba siempre preguntándose acerca de eso, hasta qué punto Del había intervenido en aquel homicidio y eso la asustaba, como no podía ser menos… cuando un tipo bebe y tiene esos antecedentes, no sabes qué terminará por hacer. "Si primero hubiera hecho carrera como cantante, ahora podría tener un hijo, con poco más de treinta, sería un buen momento para eso", solía decir Zoe, "pero convertirte en madre cuando no eres más que una cría es un obstáculo en tu vida, ¿entiendes?" y yo respondí: "Bueno, Zoe, no sabría decirte". Me reía para demostrar que no me había ofendido, claro que no, y añadía: "Quizá, si mi hijo hubiera vivido, me habría ido mejor en la vida", y Zoe me abrazaba, me besaba y diría "Jacky, lo siento mucho, de verdad. No quería decir una cosa así. Pero, Jacky, ¿quién sabe? Quizá la vida te hubiera asfixiado. Ningún bebé ha salvado nunca la vida de nadie que yo sepa". Conocí a Aaron de muy pequeño, piel oscura y aspecto feroz con ese pelo oscuro tan basto como el de una ratita; lloraba con mucha fuerza y se ponía rojo, pero sin lágrimas, sólo bramaba como un becerro y pataleaba y tú pensabas Si ese niño tuviera dientes, mordería. Y Zoe se reía diciendo que Aaron chupaba con tanta fuerza cuando mamaba que casi la tiraba, y que le hacía daño. Casi todos los niños pequeños que ves son guapos de alguna manera, pero Aaron no, hasta que fue algo mayor, cuatro o cinco años: más adelante ya no tenía las facciones tan apretujadas, ni tampoco parecía tan bizco. Por entonces no conocía a Zoe demasiado bien pero creo que surgieron algunos problemas cuando Aaron empezó a ir a la escuela por las dificultades con la lectura, ¿se dice dixlia?. Sale a su padre porque tiene el genio corto y es muy susceptible, como si fuese siempre el insultado o el ofendido y no tú. "Son los Kruller", decía Zoe. "No sólo los parientes mestizos de Del, sino todos. Como un clan. Les tiene sin cuidado pisotear tus sentimientos, pero a la menor cosa que les digas, como ¡Discúlpame! ¡Confío en no estar sangrando sobre tu traje nuevo! se ofenden y estallan. O los lastimas, se les rompe el condenado corazón y necesitan romper el tuyo, para igualar el marcador. Tienen que castigarte." Para mí fue una sorpresa ver a Aaron Kruller en febrero, cuando estuvo en la comisaría al mismo tiempo que yo. ¡Santo cielo! Había crecido una barbaridad, y parecía mucho mayor de lo que es. Pasa con los seneca, ves a una chica que aparenta dieciocho años, y resulta que tiene diez u once. No les crecen pechos sino músculos, y son fuertes como toros. Aaron no es un chico que te caiga bien con facilidad, eso tengo que decirlo. No sabes lo mucho que lo sentí por él y me ofrecí a prepararle algo de cena pero dijo, no, gracias, sin mirarme siquiera. Me asusta un poco caerle mal a ese chico tan grande. Y es que les caigo mal a todos los Kruller, como si fuese yo la culpable de que Zoe se fuera de casa. Porque íbamos las dos juntas a los sitios en mi coche. Cuando Zoe ya estaba harta de Del y el hombre casado al que había estado viendo le dio más o menos la patada, o quizá fue ella quien se la dio a él, Zoe lo pasó muy mal y vino a verme y ¿qué iba a hacer yo, despedirla sin más? Zoe era mi corazón, eso no lo haría nunca.

De la boca de Jacky DeLucca salían las palabras a torrentes y estaba tan agitada que casi parecía haberse olvidado de mí. Pero ahora se limpió el rímel corrido de los ojos y me miró fijamente.

– Krista… Krissie… dijiste… eres su hija… quiero decir de Eddy Diehl, ¿no es eso? Tiene que ser una señal, que estés aquí… que hayas venido aquí, a verme…

Me apresuré a decir que tenía que marcharme. Aquella mujer rubicunda con el pelo crespo teñido de color remolacha me estaba dejando tan exhausta como si ella sola hubiera absorbido todo el oxígeno que había entre nosotras.

– No, corazón… ¡espera! No te vayas aún.

Jacky se levantó haciendo un gran esfuerzo y tambaleándose. Me obsequió con una dulce sonrisa tontorrona y un poco torcida, como si se dispusiera a abalanzarse sobre mí y besarme, pero con destreza, producto del pánico, la evité. La camisa masculina de franela se entreabrió y el enorme pecho izquierdo de Jacky -de un blanco lechoso y surcado de venas azules- casi se liberó por completo, como un apéndice supernumerario, alarmante al verlo tan de cerca. No quería que Jacky me abrazara, ni sentir aquellos pechos descomunales, semejantes a gomaespuma.

– Krissie, quédate un poco más. Eres una chica preciosa y bien educada, y además escuchas. Hay alguien que va a venir hoy… creo… se puede presentar en cualquier momento… podrías ayudarme, Krissie, podrías decirle «Jacky no está aquí en este momento», podrías decirle «Jacky está pasando unos días con su hermana en Port Oriskany». ¿Harías eso por mí, Krissie, corazón? Si te ve dentro de la casa, no intentará entrar, se quedará ahí, en la puerta de atrás, y le puedes decir que eres mi sobrina… y que tu madre está arriba… ¿harías eso por mí, Krissie? ¡Por favor! Hazlo también por Zoe.

Me asustó el apremio que sentí en la voz de Jacky. Comprendí que durante todo aquel tiempo había estado esperando a alguien por eso me quería con ella con su piel caliente y húmeda cubierta de sudor grasiento, con sus ojos suplicantes. El olor a ron era intenso, embriagador. Quería huir de Jacky y al mismo tiempo sentía el impulso de arrojarme entre sus brazos, de apretarme contra aquel cuerpo de gomaespuma. Tartamudeé de nuevo para decir que me tenía que marchar, que mi madre me echaría de menos y le preocuparía mi ausencia.

– Muchas gracias por la taza de chocolate, estaba muy rico… -dije-. ¡Y por las pastas! Las pastas estaban estupendas. Hasta la vista.

Jacky trató de abrazarme corriendo hacia la puerta con prisa un poco torpe, pero sorprendentemente ágil una vez que había sido capaz de ponerse en pie.

– ¡Krissie! ¡Sólo un abracito, corazón! Ahora somos amigas, ¿verdad que sí? Claro que sí.

En la puerta, Jacky consiguió apoderarse de mi brazo, de la parte superior de mi brazo, tan delgaducho, porque yo no había sido suficientemente rápida. Sus dedos resultaron tan fuertes como los dedos de un hombre. No traté de zafarme, sabía que me haría daño, y que en la piel de mi brazo quedarían las marcas de sus dedos. Con una risa muy sonora -una risa triste, llena de reproche- Jacky me besó en la coronilla y después me soltó.

– Krissie, prométeme que volverás a verme. Que vendrás a ver a tu amiga Jacky DeLucca.

No sé por qué, pero se lo prometí.

Salí al callejón medio corriendo. ¡Y luego seguí a toda velocidad! A través de charcos de barro donde pájaros negros habían estado chapoteando y bañándose, por la calzada sin asfaltar sembrada de desechos, donde, con el aire fresco y húmedo de la primavera, hasta la basura que se pudría bajo mis pies olía bien.


– ¿Krista? ¿Qué mancha es esa que tienes en el suéter?

Miré hacia abajo sintiéndome culpable: ¿era una mancha de chocolate? ¿O un lamparón de algo grasiento que había en la cocina de Jacky DeLucca? Algo así como una flor sucia, mi madre lo señaló con un gesto de repugnancia.

– Espero que no sea sangre. ¿Te has hecho algún corte?

– ¡No! Me…

– Parece sangre. ¡Ay, Krista! No me puedo fiar de ti, a pesar de lo mayor que eres. Ven aquí.

Mi madre me llevó a la fuerza hasta el fregadero, donde restregó frenéticamente el delantero de mi suéter con un paño húmedo, dando muestras de preocupación y regañándome. Vi que tenía torcida la raya del pelo, y que le aparecían algunas canas, sobre todo cerca del cuero cabelludo, nada como la cabellera glamurosa, bien teñida, de Jacky DeLucca. Y el olor de mamá -un olor áspero, severo, a un detergente de toda la vida- no era ni remotamente parecido al de Jacky DeLucca. En las semanas que siguieron al desalojo de mi padre, con nuestras vidas sumidas en la confusión, mi madre se comportaba a menudo de forma imprevisible con Ben y conmigo, y tan pronto estallaba indignada o manifestaba repugnancia, llorando por nuestros fallos como, de manera inexplicable, nos estrechaba contra su pecho como si fuésemos algo precioso para ella y muy vulnerable.

– Bueno, imagino que no es sangre, está saliendo. Al menos no te has hecho daño, Krista, dondequiera que hayas estado toda la tarde.

Con exasperada ternura mi madre me abrazó: se inclinó sobre mí y me abrazó, besándome con suavidad en la coronilla, en el mismo sitio donde me había besado Jacky DeLucca menos de una hora antes y, durante un largo momento, me retuvo con fuerza entre sus brazos trémulos.

Ahora ya somos amigas, ¿verdad, Krissie?

Prométeme que volverás, Krissie. Que vendrás a ver a tu amiga Jacky DeLucca.

15

– ¿Edward Diehl? Necesitamos hablar con usted.

Aquellas palabras, pronunciadas con severidad, cambiarían para siempre la vida de mi padre.

La destrucción de la vida de mi padre, que era la existencia -por completo ordinaria- de un varón estadounidense de aquella época y de aquel lugar, imposible de distinguir en sus aspectos externos de incontables cientos de miles de vidas de otros varones estadounidenses, es algo en lo que hubiéramos preferido no pensar las personas que lo queríamos.

Fue a primera hora: las siete y cuarto. La mañana del 13 de febrero de 1983.

El lugar, un sitio terriblemente público: el despacho de Eddy Diehl en Sparta Construction, 991 Reservoir Street, Sparta.

Dios, al menos, le había dejado descansar el domingo.

Lo había sabido, desde luego. Había sabido que la policía de Sparta se presentaría buscándolo. Lo supo tan pronto como oyó las noticias sobre Zoe.

Noticias tan asombrosas -tan horrorosas-, un golpe tal para Eddy Diehl, que, en un primer momento, no había sido capaz de hacerse cargo del todo. Como un borracho que se tambalea. Un borracho al que se le golpea en la cabeza con un mazo.

¿Zoe muerta? Pero… ¿cuándo?¿Por qué?

Repitiéndolo como si fuera un acertijo ¡Zoe ha muerto! ¡Zoe está… muerta!

No, no lo entendía. Tuvo que tomarse un whisky, dos whiskies… no hubiera podido funcionar de lo contrario.

En coche a todo lo largo del Black River. Conduciendo como un ciego, de manera temeraria. El cristal de la ventanilla bajado a medias a pesar del frío, con un viento helador azotándole el rostro surcado por las lágrimas, porque, de algún modo, era lo que necesitaba para lograr entender lo sucedido.

Una parte de su cerebro había quedado anonadada, pero otra, más astuta, entendió que si Eddy Diehl había «tenido relaciones» con Zoe Kruller, y otras personas lo sabían, porque era imposible que otros no lo supieran pese a los esfuerzos de ambos por mantener el secreto, la policía querría interrogarlo, pero no podía saber cuándo.

Si hubiera sido capaz de pensar con un poco más de calma, podría haberse presentado de manera voluntaria. Eso habría demostrado el deseo de Eddy Diehl de ayudar a la policía en su investigación, lo que habría sido un punto positivo para reconocer su inocencia.

Habría puesto de manifiesto el asombro y el dolor de Eddy Diehl ante la pérdida de Zoe Kruller.

Pero Zoe era una mujer casada, o lo había sido; y Eddy Diehl era un hombre casado con dos hijos pequeños. Sintió una compasión tan intensa por su mujer, mezclada con el sentimiento de culpabilidad, como el sabor de algo podrido y venenoso en la boca: ¡ah, qué terrible humillación para Lucille! ¡Cómo se avergonzaría! Lucille nunca sobreviviría a una cosa así, a la dimensión pública de haber sido engañada por su marido.

Porque Eddy Diehl sentía, sí, que había traicionado a su mujer. A su familia. Era un adúltero, había tenido otras relaciones sexuales con diferentes mujeres, de naturaleza más efímera, algunas incluso en una sola ocasión, pero no era el hecho del adulterio lo que le consternaba sino el hecho de que otros lo supieran, y de que Lucille quedara desprotegida, destrozada.

Y sus hijos: Ben, Krista. No había querido dejar a Lucille para vivir con Zoe aunque estaba enamorado de ella, no había podido aceptar la idea de renunciar a sus hijos. Era un adúltero, bebía mucho, era un tipo duro, según otros lo veían, desaprobándolo o con admiración, pero en su yo más profundo era padre, se tomaba la paternidad con la misma seriedad con que se la había tomado su padre, un deber sagrado, un lazo indestructible. Y lo que pensó, cuando recibió la llamada y colgó el teléfono poco después del mediodía de aquel domingo en el que Aaron había encontrado a su madre muerta, fue: Que Dios me libre sólo hoy de lo que me espera, mañana ya se verá…

Si se salvaba de que la policía fuese a buscarlo el domingo a su casa de Hurón Pike Road, en presencia de su mujer y de sus hijos, acompañaría de buen grado a los agentes el lunes por la mañana. Aunque no era creyente, en su desesperación le pareció posible aquel trato. De la misma manera que en Vietnam, en momentos de terror, había imaginado acuerdos semejantes con un Dios Padre remoto e improbable al que había dejado de tomarse en serio en la adolescencia.

En la puerta de su pequeño despacho de Sparta Construction había una placa de alguna sustancia sintética que imitaba la madera de nogal: edward diehl, encargado. Qué orgullosa había estado Lucille de aquella promoción, del despacho, de la placa, al principio iba con frecuencia a visitarlo en su oficina, y había llevado a sus hijos, convirtiéndolo en un acontecimiento. Este es el despacho de papá, la mesa de papá. Mirad, ahí está el nombre de papá en la puerta…

Eddy Diehl renunciaría a aquel orgullo. Si se le concedía seguir siendo un hombre libre el domingo en que Zoe Kruller había encontrado la muerte.

– Nunca podré perdonarlo. Que permitiera que me enterase de la manera en que acabé por enterarme. Eso fue una traición.

De las muchas amargas acusaciones que mi madre haría contra mi padre una fue que, aunque era evidente que para la una y media de la tarde de aquel domingo ya se había enterado de la muerte de Zoe, se marchó de casa sin contárselo a ella.

De manera brusca, sin la menor explicación, salió de la casa y no dijo ni dónde iba ni cuándo volvería, aunque sin duda sabía que Edward Diehl iba a quedar implicado en la investigación de la policía.

De manera que permanecimos ignorantes de lo sucedido durante la mayor parte del domingo. Mi madre, Ben y yo. No teníamos ni idea de que, en algunos sectores, las noticias sobre el asesinato de Zoe Kruller se estaban extendiendo por Sparta como un fuego devorador, antes incluso de que la radio local lo anunciase y empezaran a emitirse comunicados por la televisión; una red de amigos, parientes, antiguos compañeros de instituto de Zoe y Delray se telefoneaban ya unos a otros con la asombrosa noticia. No una mujer asesinada en West Ferry Street sino Zoe Kruller asesinada en ese lugar donde había estado viviendo lejos de su familia.

Y en donde las exclamaciones de horror se mezclaban con los reproches Dada la vida que llevaba, algo así tenía que suceder…

A última hora de la tarde del domingo se empezaba a saber que Delray Kruller, el marido «distanciado», había sido conducido a la jefatura de policía de Sparta para interrogarlo sobre la muerte de su esposa y al llegar la noche empezaba a decirse que Delray había «confesado» ser el autor del asesinato.

No del asesinato, pero sí de «maltratar» a Zoe.

De esto no se informaría en los medios de comunicación excepto como rumor y resultaría ser falso. Pero Eddy Diehl lo creyó, por entonces. Su reacción había sido de horror, furia, sentimiento de culpa… Si Delray había matado a Zoe, era por él.

¡Delray! Ese hijo de puta… Tenía que haber estado borracho…

El maltrato que Zoe había estado recibiendo de aquel maldito cabrón…

Ahora sí que ha terminado de arreglarlo, qué pensaría que iba a solucionar con eso…

Eddy Diehl había tenido que marcharse de casa por lo muy afectado que estaba. Se llevó el jeep y un paquete de seis latas de cerveza Molson. Le había hecho creer a su mujer que algo había ido mal en una de las obras en marcha, y que su jefe lo había llamado para hacer una comprobación; era muy de Paul Cassano llamar a Eddy Diehl en momentos así -«emergencias»- y si Eddy no regresaba a tiempo para la cena del domingo, Lucille lo entendería.

A Lucille no le gustaría, pero lo entendería.

Porque en la construcción siempre se tropieza uno con algún obstáculo. Puede presentarse, de manera simultánea, más de un obstáculo con el que tropezar. Sobre todo cuando los electricistas empiezan a intervenir, cuando el edificio está a punto de terminarse. Fontaneros, techadores, electricistas. Cuantas más personas intervienen, mayor es la probabilidad de que surjan problemas. Lucille había llegado a resignarse, hasta cierto punto. Le preocupaba el humor de su marido, su estado de ánimo cuando Cassano lo llamaba los fines de semana, no protestaba porque Eddy tuviera que marcharse de buenas a primeras ni tampoco preguntaba -de ordinario- dónde había ido después de visitar la obra ni por qué había tardado tanto tiempo en volver a casa. A veces Eddy se tomaba unas copas con los clientes, salir a tomar unas copas era «trabajo» y estaba del todo justificado, incluso en domingo. En cuanto a la noche anterior -la noche de aquel sábado, antes de la muerte de Zoe, a primera hora de la mañana del domingo- Eddy Diehl había estado ausente, y se aseguraba que había regresado hacia medianoche, subiendo la escalera a trompicones para acostarse.

Con quién había estado, no se acordaba.

Sólo unos tipos. En diferentes sitios.

Vuelve a dormirte, Lucille. Donde haya estado es un asunto que sólo me concierne a mí, cono.

– ¡Cómo se lo puedo perdonar! No tuvo el valor de contármelo. Me dejó que lo descubriera yo sola, los grandes titulares en el periódico, el retrato de Zoe por todas partes, «hombres que la visitaban»…

Mi padre tenía la idea de que a Zoe Kruller la habían matado hacia medianoche, pero de hecho, como determinaría el forense de Herkimer County, Zoe había muerto entre la una y las cuatro de la madrugada del domingo. Era difícil calcular de manera más exacta el momento de la muerte por cuanto se había dejado abierta una ventana en el dormitorio de la difunta y su cuerpo se había congelado en parte. Eddy Diehl aguantaría el domingo en un estado de embotamiento y desesperación. En el jeep, a lo largo del río, sin saber adónde iba, ni por qué se había puesto en movimiento, se fue metiendo bruscamente por carreteras que llevaban al campo, al norte, hacia las estribaciones de los Adirondack, y luego las seguía a ciegas y con un aire de desesperación hasta darse cuenta de que 110, de que no era aquello lo que quería, de que era la dirección equivocada, porque el firme se desintegraba para convertirse en grava y la grava acababa por transformarse en barro helado y con rodadas. Bebía mientras iba al volante -seis latas de cerveza Molson- y después sintió la apremiante necesidad de detenerse en uno u otro de los bares de carreteras secundarias donde en un interior en penumbra, no muy diferente de una cueva, los hombres se sentaban ante el mostrador, bebían, entablaban conversaciones o, si no querían hablar, veían retransmisiones deportivas en la televisión durante un largo y desolado día invernal.

– ¿Diehl? Hola.

En la County Line Tavern, conocía a Deke Jones, que llevaba en el bar desde los años de instituto y que se quedó mirando a Eddy Diehl, porque tenía que estar enterado -seguro que sí- de que Delray Kruller se había declarado culpable de asesinar a Zoe, su mujer. Los otros clientes hablaban entre sí en voz baja y con tonos apremiantes mientras Deke le servía una copa que Eddy se llevó a la boca con mano temblorosa y se bebió de un trago. Lo sabían -otros en la County Line que conocían a Eddy Diehl lo sabrían, y quizá estuvieran hablado de ello antes de que entrara él en el local-, desde su estado de agitación, con los nervios a flor de piel, Eddy Diehl lo dio por sentado, que otros lo estaban observando, sabían de Zoe y de él y de las probabilidades de que, si Delray había matado a Zoe, todo ello fuera consecuencia de una cadena de hechos que había comenzado con Eddy Diehl.

– ¡Santo cielo, Eddy! ¡Qué putada de noticia!

Deke sirvió a aquel hombre acongojado otra copa de Jim Beam.

Eddy bebió. En la County Line, en la Riverview Inn y en el Grotto de East Sparta. Bebió sin emborracharse ni tampoco, estaba seguro, quedar ligeramente obnubilado, enajenado; no lograba beber lo suficiente para dejar de pensar ¡Esto no puede haber sucedido! Condenada Zoe, es otra de sus puñeteras jugarretas. No te lo creas, no es más que una sandez.

Fue así como transcurrió el domingo. Una pesadilla turbulenta con una carga tal de vida real que Eddy Diehl podría haber creído que era él el muerto. Las mejillas, con barba de dos días, le dolían con la tensión de todas las cosas por las que quería protestar y no le era posible. Le zumbaban los oídos, tenía la ropa empapada en sudor y estaba tan agotado como un caballo al que se ha fustigado y se le ha hecho correr hasta casi matarlo. Le dolían los pulmones, respiraba agitadamente. Corría, avanzaba a trompicones por un aparcamiento nevado, en dirección al jeep. Su respiración se transformaba en vapor, un hilo de sudor semejante a sangre le bajaba por la cara desde la sien izquierda. Quizás estuviera Zoe en el jeep: acurrucada en el asiento del pasajero, los pies metidos debajo del cuerpo, piececitos cálidos y escurridizos que a él le gustaba tener entre las manos, y hacerle cosquillas en las plantas con sus hábiles pulgares Ahhh Eddy no hagas eso que me pongo a cien ah, ah, ha. ¡Ed-dy! estremeciéndose como si le hubiera provocado un orgasmo sólo con acariciarle los pies, a no ser que sólo estuviera de broma, uniendo su lengua cálida y húmeda con la punta de la suya, lanzando su aliento humeante en la boca de Eddy, excepto que la cabina del jeep estaba vacía, no había nadie en el asiento del pasajero, Zoe Kruller no había vuelto a estar en el jeep de Eddy Diehl desde diciembre, cuando rompieron.

No comió a lo largo de todo aquel domingo interminable. No era que no le apetecieran los alimentos ni que le repugnaran, sino que la idea de comer ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Tampoco se daba cuenta de que Lucille podía estar esperándolo en casa, esperando a que volviera y cenase con su familia. Si pensaba en Zoe, no pensaba en nadie más. Se le ocurrió La próxima vez que oiga las noticias, Zoe estará perfectamente. Y habrán detenido a Delray por maltratarla. Eso es todo. Bastante menos malo. Algo que se puede aceptar.

A mí me despertaron sus pasos en la escalera. Dos noches seguidas: sábado, domingo. Sólo de manera retrospectiva sabría yo qué noches eran ésas. Lo que significaban. Es papá. Ha vuelto a casa. Ahora estoy a salvo, me puedo dormir.

La conciencia del tiempo que tiene un niño es etérea, insustancial. A un niño se le puede convencer de que cualquier cosa ha sucedido en un momento, y no en otro, aunque el niño, de hecho, ha vivido ese tiempo y es testigo de ese tiempo. Un niño, o una niña, creerá lo que se le diga, si se le ti ice de la manera adecuada y por la persona debida.

Sabes que hay cosas que suceden dentro de una casa y de una familia que son secretas y que no se deben revelar nunca a nadie de fuera de la familia, ¿sabes eso, Krista? Sí. Lo sabes.

Tal era la advertencia que mi madre me hacía. Poniéndome el índice sobre los labios para cerrarlos.

¡Fue un tiempo de confusión! Como hojas muertas arrastradas por un vendaval, arremolinadas y en apariencia locas, que te empujan a querer cerrar los ojos, dejar de oír y gritar ¡Marchaos!

Un tiempo de confusión, y no es posible confiar en la memoria de un niño porque ningún niño piensa en términos de días del calendario, de fechas. Ningún niño piensa en términos de años. Ningún niño piensa con lógica antes, después. De manera causal esto, seguido de esto. Esto es consecuencia de esto. Un niño piensa Esto está aquí, ahora. Esto es lo que está sucediendo, ahora.

Aquel domingo por la noche, cuando mi padre regresó tarde a casa: debió de ser después de las once, y la casa estaba a oscuras a excepción de una luz en la cocina encima del fogón y la del porche trasero que mi madre dejaba encendida hasta que regresaba mi padre: para Lucille habría sido impensable por aquel entonces no dejar encendida la luz del porche; estaba tumbada en la cama, intranquila, inquieta, sin angustiarse todavía porque no había visto las noticias locales en la televisión, las «noticias de última hora» sobre el asesinato de una residente de Sparta a primera hora de la mañana de aquel domingo, ni ninguno de los Bauer la había llamado, porque ¿cuál podía ser el pretexto para semejante llamada? ¿La suposición de que Lucille entendería al instante la relación que existía entre Zoe Kruller y ella? Nadie se hubiera atrevido. Incluso las mujeres de la familia de mi madre para quienes dar noticias terribles habría sido apetecible no se atrevieron, era un golpe demasiado cruel.

A oscuras, Eddy tropezó mientras se desnudaba. Maldijo en voz baja, jadeante y sin aliento como un gran animal herido: un bisonte, un oso. Herido y peligroso. Apartó las sábanas y cayó en la cama, en su lado de la cama, por supuesto había estado bebiendo, Eddy Diehl estaba más que borracho. Con voz seca Lucille se atrevió a preguntar dónde había estado. Y él dijo que en ningún sitio, vuelve a dormirte, y Lucille protestó porque ¡no estaba dormida antes de que él llegara! Había estado tumbada en la cama esperándolo y él le dijo que se fuera al carajo, nadie le había pedido que se quedara allí tumbada esperándolo, ¿o sí?

Se mostró grosero, desdeñoso. No se disculpó como lo hacía a veces, con ocasión de otras borracheras, como consecuencia de recordar que era lógico sentir la culpa. Demasiado borracho para desnudarse por completo, con calzoncillos y camiseta sudados, calcetines finos de lana, le había supuesto un esfuerzo enorme quitarse las malditas botas, mandarlas lejos de una patada y ahora boca arriba en su lado de la cama, incapaz de quedarse quieto, con los músculos de las piernas que le empezaban a temblar, con una sensación de que había hormigas rojas corriéndole por los sobacos, por la entrepierna, por la sudada mata de vello en el pecho, mientras apretaba al límite las mandíbulas y su respiración jadeante resultaba tan dificultosa y errática que para su mujer era como tratar de dormir con alguien a quien le están desgarrando las entrañas. De manera que Lucille se atrevió a preguntarle de nuevo que dónde había estado. ¿Algo que no funcionaba en el trabajo? ¿Había habido un accidente en una de las obras? ¿Se trataba de eso? ¿Alguien herido, alguien muerto en una de las obras?

Lucille intuyó que alguien había muerto. Lo supo en aquel instante.

Eddy no contestó. Tumbado de espaldas a ella, la camiseta empapada en sudor, de la que sobresalían mechones de vello, repulsivo para la mujer que en momentos así tenía la sensación de enfrentarse por vez primera con el cuerpo masculino, el cuerpo mismo de la otredad masculina.

De manera que Lucille se retiró, herida. Con resentimiento y con el comienzo del miedo. Sabiendo que lo que había sucedido era un suceso que se interpondría entre los dos. Porque cuando ella se apartó, alejándose del cuerpo acalorado de su marido rodo lo que la gran cania de matrimonio le permitía, cuando se retiró herida, y no dijo ya nada más, Eddy no le prestó la menor atención, apenas se daba cuenta de su presencia, y ella supo No hay nada para mí en el corazón de este hombre. Ni siquiera estoy en sus pensamientos.

Eddy había trabajado veintidós años en Sparta Construction, Inc. Un edificio de un piso y tejado de secuoya en Garrison Road, que tenía detrás un amplio almacén de madera y ladrillos. Allí se le conocía como «Ed Diehl», la persona con la que se hablaba cuando el dueño no estaba en el local o mientras mantenía una conversación telefónica, un hombre muy apreciado por otros hombres y que despertaba confianza. Y que ahora disponía de despacho propio, al que se accedía directamente desde el aparcamiento. Al abrir su puerta a las siete de la mañana, tomó nota -de manera objetiva, como lo haría un hombre de ciencia- de lo mucho que le temblaban las condenadas manos, una mala señal. Aunque todavía seguía diciéndose con un mínimo de calma Quizá no suceda. O le suceda a alguna otra persona. Quizá le haya sucedido ya.

La noche había sido dura. Pronto renunció a tratar de dormir, bajó la escalera a eso de las tres, y se sentó en la cocina a oscuras fumándose el último de los cigarrillos, bebiéndose la última de las cervezas Molson que tenía en el frigorífico y con un nudo en la garganta por el deseo de sollozar, allí estaba Zoe Kruller delante de él, con su sonrisa burlona y dulce ¡Vaya! Una cocina de verdad bonita la que construiste para tu mujer, ¿no es cierto? ¿Qué es lo que tengo que hacer yo, Eddy querido, para conseguir una cocina igual de bonita? No tienes más que decírmelo, amigo muy querido, y lo haré.

Eddy se lo dijo. Riendo se lo dijo. Y allí, en la bonitísima cocina de Lucille, Zoe lo hizo.

Varias veces la había llevado a la casa de Hurón Pike Road. Porque sabía que Lucille se había marchado y que sus hijos estaban en clase. Deseoso de mostrarle a aquella mujer sus detalles de excelente carpintero, los armarios de madera de arce, la gran calidad de las baldosas de linóleo, la terraza de secuoya en la parte de atrás. Deseoso de que viera aquel otro lado suyo, el de marido y padre. Y la t asa que había construido para su familia y que era mucho más agradable, sin comparación, que la que Delray Kruller le proporcionaba a ella.

Sólo necesitas decirme lo que tengo que hacer y lo haré.

Todas las veces.

Así era Zoe cuando estaba de un humor como de música folk. Quizás era sincera al decirlo, pero sólo mientras lo decía, sólo en el momento de decirlo.

Aquel día, ¡santo cielo!, cuando se había presentado Krista.

Krista, de vuelta de sus clases a mediodía, inesperada. Y allí estaba Zoe en el fregadero, enjuagando tazas, cantando para sus adentros, silbando, y él bajaba por la escalera y había oído voces en la cocina y había entrado, lleno de asombro al ver a su hija, mirándolo con una sonrisa como de quien se disculpa: ¿Papá? ¿He vuelto a casa cuando no debía?

Eso era lo que había dicho, lo que Eddy recordaba. No tenía ni idea de lo que le había respondido.

Una vez en su oficina necesitaba hacer distintas llamadas. Las llamadas de cada día a proveedores, a clientes, a trabajadores en nómina. Todos los días, y hoy no sería diferente de cualquier otro día, al menos era eso lo que quería pensar.

Excepto: un trago rápido de la botella de Jim Beam que guardaba en el cajón inferior del escritorio:

– Sólo para aclararme la cabeza.

Sentía la necesidad de dar explicaciones. A Lucille, o a quien fuera.

Extraña necesidad de hablar en voz alta, de darse instrucciones a sí mismo. ¿Estaba borracho? ¿No con resaca sino todavía borracho? No había dormido la mona, no había vomitado ni había meado el largo recorrido de la curda de ayer.

Y en consecuencia estaba teniendo un problema fundamental: comprender.

Porque, ¿qué significaba Zoe Kruller está muerta, ha muerto, la han matado?

Todavía más desconcertante: Zoe Kruller se ha ido, no vas a volver a verla nunca.

Le estaba partiendo por el eje tener que pensar en Zoe Kruller como muerta, muerta una persona que había estado tan llena de vida en toda su existencia, y también cuando la estrechaba entre sus brazos. Nadie más vital que Zoe Kruller, tan cálida como un rasgueo de guitarra. Además de estar presente en la cocina de su casa, también lo estaba en la cama del piso de arriba. La cama en la que tenía que dormir, o al menos intentarlo, con su mujer. Cerraba los ojos y veía la boca hambrienta y húmeda de su amante, las encías descubiertas cuando le obsequiaba con su gran sonrisa feliz, un espectáculo que algunas veces prefería no ver porque le parecía demasiado íntimo, como si Zoe quedara desprotegida. Los tibios brazos pecosos alrededor del cuello, brazos serpenteantes que tiraban de él hacia abajo, risas, besos con la lengua, el vientre, pequeño y caliente, apretado contra el suyo, sexo contra sexo, Eddy no lo soportaba. ¿Has echado de menos follar conmigo?¿De verdad?¿Mucho? Demuéstramelo.

O apartándolo, malhumorada y entre mohines, con lo que tenía un momento de pánico al no saber si era sincera o se estaba burlando ¿Sabes lo que te digo? Puesto que no me quieres, vuelve con esa mujer tuya tan gorda y engreída, ¡hijo de puta!

Estaba al teléfono, hablando con el proveedor de materiales para techar. Encendió torpemente un pitillo, tenía que ser el segundo, había ya una colilla humeante en el cenicero negro de plástico con sparta construction, inc. en letras rojas. Para consternación suya, como un actor en una película cuando la música se llena de aristas y de percusión, interrumpió el diálogo al ver por la ventana de su despacho dos vehículos que entraban en el aparcamiento: un coche patrulla de la policía de Sparta y un pesado Oldsmobile de un modelo nuevo y color de limaduras de acero que tenía que ser un automóvil sin marcar de los que también utilizaba la policía.

Rápidamente cerró de una patada el cajón del escritorio. Había bebido muy poco whisky, nada que se pudiera detectar.

Le temblaban las manos. Un nudo en el estómago. A decir verdad no estaba seguro, en aquel instante no habría podido afirmar su inocencia. Si había sido ¿1, o el otro tipo, Delray, el marido, quien había estrangulado a Zoe. No habría podido decirlo.

¡No me tientes, Zoe! No vayas demasiado lejos.

En el despacho exterior, Myrtle, la recepcionista, que acababa de llegar sin aliento y con una caja de cartón con café en dos vasos grandes de espuma de poliestireno -uno para ella, otro para Eddy Diehl-, sería la primera en recibir a los agentes. No tuvo tiempo de avisar a Eddy, porque los malditos polis abrieron la puerta de su despacho y entraron sin más contemplaciones.

Cuatro hombres: dos agentes uniformados más bien jóvenes y dos detectives de paisano. En aquel instante se le ocurrió Esperan que me resista. Tienen intención de matarme. ¡Han mandado a cuatro!

– ¿Edward Diehl? Necesitamos hablar con usted.

Necesitamos. Notó aquello, no habían dicho queremos. Y nada de preguntar.

Sentado detrás de su mesa, mirándolos. ¿Cómo se comportaría un hombre inocente? ¿Sin sonreír, sorprendido? ¿Cortés pero… inflexible? Había colgado el teléfono, las manos extendidas sobre la superficie de la mesa que tenía delante. Ningún movimiento brusco, eso lo sabía de sobra. Sintió cierto alivio, los polis que habían enviado no eran gente que conociera. En la comisaría de policía de Sparta y en el despacho del sheriff de Herkimer County había gente que conocía y habría sido embarazoso que uno de ellos hubiera venido a buscarlo. Pero los cuatro que tenía delante eran todos desconocidos.

– ¿Sí? ¿Por qué?

De pronto se le ocurrió, quizá Delray no había confesado. Quizá no era más que un rumor. En las noticias locales de las seis de la mañana no se había mencionado la confesión del marido de Zoe.

– ¿No se le ocurre por qué, señor Diehl? -el detective de más edad habló con despreocupación, con una sonrisa que era como un modesto anzuelo.

– Quizá sea… sobre…

Le falló la voz, guardó silencio. En su rostro había un acaloramiento producido por el whisky, tuvo la seguridad de que los detectives lo notaban.

Y el whisky, en el estómago, lo sentía como un tapón de flemas abrasadoras, indigestible, espantoso. No se explicaba cómo había hecho algo tan irracional a las siete de la mañana de un lunes.

El detective de más edad se presentó y presentó a su compañero -«Martineau», «Brescia»- pero no a los agentes uniformados, más jóvenes. Acto seguido procedió a decir que «sería una buena idea» que el señor Diehl los acompañara a la jefatura de policía, en el centro de Sparta: tenían que hacerle algunas preguntas con motivo de la investigación acerca de la muerte de Zoe Kruller en la madrugada del domingo. Todo aquello Eddy lo oyó a través de un rugido en los oídos como si una excavadora estuviera trabajando a poca distancia. Martineau le aseguró que la entrevista no llevaría mucho tiempo y, en su desesperación, Eddy se aferró a las palabras no llevará mucho tiempo como si fuera una promesa a un niño asustado ¡no llevará mucho tiempo, no llevará mucho tiempo!, la más descarada y transparente de las falsedades y sin embargo Eddy Diehl se aferraría a aquellas palabras -no llevará mucho tiempo, señor Diehl- mientras, tembloroso, se levantaba de la silla giratoria detrás de la mesa, buscaba a tientas el chaquetón con grueso forro de lana de borrego que había arrojado sobre una mesa cercana y los guantes de cuero. No pudo por menos de advertir, pese a su estado de agitación, cómo los dos agentes más jóvenes estaban preparados para lanzarse sobre él, para sujetarlo, en el caso de que «se resistiera»; en el caso de que hiciese un brusco movimiento imprudente como el de abrir un cajón para apoderarse de un arma, o hundiera la mano en un bolsillo del chaquetón. Había sido soldado en otro tiempo: un joven nervioso en uniforme, armado, entrenado y listo para la acción. Sobre todo, listo para la acción cuando se creía en presencia de un peligro. El pensamiento de cómo en el espacio de unos segundos aquellos jóvenes le habrían sujetado los brazos, inmovilizándoselos detrás de la espalda y le habrían obligado a tumbarse en el suelo, boca abajo, al mismo tiempo que le decían a voz en grito, frenéticamente ¡Al sucio! ¡Al suelo! ¡Boca abajo en el suelo! bastaba para serenar a cualquiera.

Después recordaría cómo, cuando Martineau se presentó y presentó también al otro detective, ninguno hizo intención de estrecharle la mano. ¡Aquello le dolió! ¡Aquello fue insultante! Siempre había sido un hombre bien visto por otros hombres desde el primer momento; un hombre en el que otros confiaban. Y ahora, los ojos de aquellos desconocidos -que lo valoraban con frialdad- le hicieron saber que desconfiaban de él y que no les gustaba; estaban más que dispuestos a creer que había asesinado a una mujer en su cama; no era una persona cuya mano desearan estrechar.

Comienza mi castigo pensó. Una extraña sonrisa dolo- rosa le deformó la cara, la mandíbula inferior que le escocía debido… -¿a qué?- a un corte mientras se afeitaba horas antes, cuando se había raspado la piel en el baño del piso de abajo de su casa con temblorosa mano de borracho.

También creyó que aquello -el sombrío coágulo de sangre bajo el labio inferior, el ligero temblor de los dedos- lo veían los detectives, y que lo archivaban como síntomas de culpabilidad.

En el despacho exterior Myrtle lo miró fijamente. Cincuenta años, divorciada, pero con su ex marido muerto, por lo que se consideraba viuda, afligida y ofendida, y enamorada durante ocho años de Eddy Diehl; pelo teñido de negro y piel con la blancura del pan, labios de color rojo anaranjado en los que nunca faltaba una sonrisa para su jefe, tan bien parecido, si bien ahora, en esta mañana de lunes, Myrtle, en lugar de sonreír, miraba fijamente, avergonzada y sorprendida, al comprobar que sin lugar a dudas los agentes de policía de Sparta se llevaban a Eddy y no daban ninguna explicación. Fuera, en el aire frío y cortante de una mañana de febrero gris y húmeda, estaba Paul Cassano, calvo y sin pelos en la lengua, el jefe de Eddy, apeándose de su furgoneta Scout y mirando con asombro a Eddy Diehl como si no lo hubiera visto nunca; Eddy alzó la mano en un pálido saludo:

– Paul, ha surgido algo imprevisto. Estaré de vuelta en cuestión de una hora.

Empleados que cargaban madera en un camión hicieron una pausa para mirar en silencio mientras Eddy Diehl era conducido hasta el Oldsmobile de color de limaduras de acero, y se le hacía subir humildemente, humillado, en el asiento trasero, detrás de una partición de plástico.

Como un preso en una celda provisional, aunque sin esposas.

Eran personas que conocían a Ed Diehl desde hacía años. Algunos habían trabajado con él cuando era carpintero, uno más del equipo. Ahora, aunque había sido ascendido a un puesto burocrático, seguía siendo uno de ellos, las simpatías naturales de Ed Diehl iban hacia ellos y no hacia Cassano, su jefe. Y a aquellos hombres Ed Diehl les gustaba muchísimo más que Paul Cassano, que era quien pagaba su sueldo.

Sabían de la «relación» de Eddy con la mujer de Delray Kruller, quizá. Algunos de ellos, con toda seguridad. No era exactamente un secreto.

¡Eddy Diehl, cielo santo!¿Detenido?

¿Ha matado a esa tal Zoe? ¿Él?

¡Una hora! Qué equivocado estaba.

Retendrían a Edward Diehl -«una persona de interés para la investigación»- durante siete horas y cuarenta minutos. Aquel primer día en la jefatura de policía de Sparta.

Como un hombre en trance -nunca despierto del todo, nunca inconsciente- permitió, con docilidad inusitada, que lo llevaran a una habitación del segundo piso -sin ventanas y con luz fluorescente- en el destartalado edificio de ladrillo -en la esquina de South Main Street e Iroquois- contiguo al juzgado y a la cárcel de Herkimer County. Aquella zona de Sparta incluía en parte edificios municipales, estructuras de muchos pisos para estacionamiento de vehículos y «espacios públicos» llamativamente abiertos y, en parte, zonas urbanas deprimidas: en los intersticios de los edificios oficiales había tiendas de empeño, oficinas de avalistas de fianzas, tiendas de vinos y licores con rejas en los escaparates que eran como muecas. Había establecimientos con carteles bien visibles: se canjean cheques. Había centros de inspiración religiosa: asesoramiento para familias cristianas de herkimer county. En Iroquois Street había tiendas de saldos, peluquerías, una farmacia de la cadena Rite Aid, pequeños restaurantes y pizzerías con escaparates deprimentes, bares. De todos ellos, Eddy Diehl sólo conocía el Iroquois Bar & Grill donde policías que no estaban de servicio y personal del juzgado pasaban el rato y donde el barman era un tipo con el que había ido al instituto: un fracasado que regresó de Vietnam con una placa de acero en la cabeza y cuyo saludo Qué tal Diehl cómo te va era para Eddy como el saludo de un hermano enfermo y triste que nunca hubiera ido a la guerra.

– No tiene necesidad de un abogado, señor Diehl. Todavía no.

Le gustó que Martineau siguiera llamándolo «señor Diehl». No había mucha gente que llamase «señor Diehl» a Eddy; el último que recordaba era uno de los profesores de su hijo, con el que se había tropezado por la calle.

No quería un abogado, por supuesto. Maldita sea, no. Todos los Diehl desconfiaban de los abogados, sólo tenían comentarios desdeñosos que hacer sobre los abogados, y llamar ahora a uno, a raíz del asesinato de Zoe, sería la decisión de un hombre culpable.

Repetidas veces, durante el asedio de siete horas y cuarenta minutos que siguió, a Eddy le aseguraron que no había sido detenido, que sólo se le estaba «entrevistando». Se trataba de una «conversación», no de un «interrogatorio», si bien, en pro de la exactitud, se iba a grabar. Era inocente, aunque Eddy no pronunció la palabra inocente, le asustaba la palabra inocente, una palabra ridícula ¡inocente!, y les iba a decir a aquellos agentes todo lo que sabía, absolutamente todo, sin ocultar nada, juró que no se guardaría nada, porque estaba dispuesto a cooperar de cualquier manera que le fuese posible, para ayudarlos en su investigación sobre la muerte de Zoe Kruller.

La mujer, la esposa de Delray Kruller, a la que Eddy Diehl «conocía», ¿no era eso cierto?

Sí, era cierto.

Se pasó la lengua por los labios y frunció el ceño. Se había estado rascando la barbilla y en los dedos le aparecieron tenues manchas de sangre, el corte que se había hecho al afeitarse. Se preguntaba qué podría decir que los detectives no supieran ya. La estrategia de quienes lo interrogaban era hacer preguntas y nunca responder a preguntas. Se limitaban a repetir las mismas desde perspectivas ligeramente distintas. Eddy empezó a oír su voz demasiado alta y ronca en la habitación sin ventanas, la voz de un hombre culpable, de un hombre muy turbado. Resultaba extraño pensar -como podría pensarlo un insecto capturado en las pegajosas hebras de una tela de araña- que cuanto más se debatía para librarse, con los esfuerzos y la agitación del que actúa sin malicia, más enredado quedaba.

Y sin embargo, era cierto: ignoraba quién se podía haber ensañado con Zoe Kruller, de verdad. Había quienes creían -así lo explicó Eddy, como si los detectives pudieran no saberlo aunque los medios de comunicación llevaban más de veinticuatro horas repitiéndolo- que Delray, el marido de Zoe, era la persona con más probabilidades de haberla «agredido», existía incluso un rumor -«No sé si es verdad»- según el cual Delray habría confesado, pero, por supuesto, Eddy Diehl no tenía ni idea de si eso era así, ningún conocimiento de primera mano de que fuese así.

Le preguntaron cómo había conocido a los Kruller y se lo contó: taller de reparaciones Kruller. Taller de motocicletas. Delray era muy conocido en algunos ambientes de Sparta. Si alguien necesitaba un buen mecánico, Kruller era la persona indicada. Si te gustaban coches que se salieran de lo corriente, Kruller era tu hombre. Eddy habló con admiración de cómo Delray había reconstruido para él un Pontiac GTO algunos años atrás. «¿Saben de lo que hablo? El modelo del año 75.» Había llevado a Delray un Stingray 1980 para que se lo adaptara a sus necesidades, más un Mustang, un Plymouth Barracuda y el jeep que todavía utilizaba. ¡Cuánto calor! Mientras hablaba se daba cuenta de que no decía lo que debía decir, de que no pronunciaba el nombre Zoe Kruller, que era lo que los detectives, pacientemente, esperaban oír. ¡Cuánto calor! Era como un chiste -era un chiste- y le hubiera gustado hacerles un guiño, para reconocer que captaba el chiste: cómo sus enemigos le estaban haciendo sudar, cómo le estaban haciendo sudar la gota gorda hasta sacárselo.

Excepto que no había nada que sacarle.

No había nada que pudiera contarles y que los pudiera llevar hasta el asesino de Zoe Kruller.

(¿O asesinos? ¿Cómo podía saber nadie con seguridad que no era más de uno?)(Si Zoe había tenido que ver con drogas, extremo que era de conocimiento público, podía haber sido más de uno. Pero Eddy no quería contar aquello a los detectives, no quería insultar a Zoe.) Se había quitado la chaqueta deportiva de pana, que estaba gastada por los codos, su chaqueta favorita que llevaba años usando, junto con las camisas blancas de algodón de manga larga para el despacho. En la frente, maldita sea, le brillaban gotas de sudor, sentía la piel encendida, la cabeza hundida entre los hombros y en la cara la expresión de un toro acosado.

Los muy cabrones no pueden hacerme decir lo que no es cierto. Incriminarme.

¿ Cómo podría decir algo comprometedor? No puedo, soy inocente.

Finalmente, al continuar con las preguntas, reconoció que sí, que también había conocido a Zoe. Delray era amigo suyo y Zoe era su mujer -porque Zoe era la mujer de Delray- y de esa manera la había conocido Eddy. Sí, había oído que los Kruller estaban «distanciados» -ésa no era exactamente una palabra que la gente usara, se tendía más bien a decir que los Kruller «no vivían juntos», que «estaban separados», que «tenían problemas»-, pero Eddy Diehl no conocía los detalles, no era de las personas que se interesan por ese tipo de cosas. Si bien había sabido por un amigo que Zoe había dejado a Delray y vivía por su cuenta, que Zoe veía a otros hombres, que Zoe se sentía frustrada por vivir en Sparta y porque su carrera -su «carrera de cantante»- no progresaba en absoluto; lo más probable era que los amigos de Delray fueran duros con Zoe, y dijeran que había dejado a Delray y al hijo de ambos, que había dejado a su familia, con todo lo que Del había tenido que aguantar de aquella mujer, nadie podría culparlo si hubiese perdido el control.

Se tapó la cara con las manos y se frotó los ojos con los nudillos. ¡Hacía tanto calor! Aunque se daba cuenta de que debería marcharse, de que debería decir a los detectives que ya había tenido bastante, que había contado todo lo que sabía, un deseo se había apoderado de él, sin embargo: Voy a conseguir caerles bien, voy a hacer que confíen en mí. No son personas tan distintas de mí.

Es extraño cómo, al igual que un hombre que estuviera en un río, un hombre que se hallara en algún tipo de embarcación pequeña sin timón en un río turbulento, había dejado de pensar en dónde podría estar si no estuviera donde estaba: había dejado de pensar en su despacho en Sparta Construction, y en las cuadrillas de obreros a las que estaba dirigiendo en aquel momento; había dejado de pensar en su casa, en su hogar de Hurón Pike Road, donde para entonces era probable que sólo se encontrase su mujer Lucille, porque sus hijos estaban en clase, se alegraba de que ninguno supiera adonde había ido a parar, la vergüenza habría sido insoportable. ¿Papá interrogado por la policía? ¿Papá en la comisaría, como un personaje de la televisión? Interrogado por la policía, ¿con qué motivo?

Martineau preguntaba, Brescia preguntaba, los dos hacían con mucha calma las preguntas más íntimas del mundo, con palabras que nunca habrías imaginado que se pronunciaran delante de ti excepto cuando de hecho alguien las pronuncia, y con una calma tan asombrosa, incluso con una especie de lógica, pensativos, pacientes, advirtiendo el acaloramiento de la indignación en el rostro del entrevistado y deseosos de mitigarlo, haciendo la pregunta de otra manera, había tenido «relaciones íntimas», «relaciones sexuales» con Zoe Kruller, para cambiar de nuevo la frase, había tenido alguna vez «una relación» con Zoe Kruller que fuese «más que de simple amistad» y Eddy Diehl se oyó decir maldita sea no, no la había tenido.

Con mucha calma entonces, volvieron a preguntarle. Le preguntaron de nuevo y todavía una vez más. Calmosa, la mirada de Brescia, aunque en tensión, detrás de las gafas oscuras, al igual que la mirada en los ojos de Martineau, sabían que estaba mintiendo, no había duda, aunque, si lo sabían, por qué cojones se lo preguntaban. Pero se lo preguntaban, y de nuevo dijo No. Se aclaró la garganta para decir con más energía ¡No! Maldita sea, ya se lo he dicho.

Aquellas palabras eran como piedrecitas en su boca, apenas conseguía hablar con piedras en la boca, y con el peligro además de tragárselas y de ahogarse. Apenas lograba hablar. Regueros de sudor le caían por el rostro acalorado. Su corazón era un puño que le golpeaba despacio las costillas. El estómago, donde el tapón de flema caliente del whisky Jim Beam sin digerir se había vuelto tan sólido como una piedra. Se atrevían ya a preguntarle si había tenido «una aventura» con Zoe Kruller -si había tenido «relaciones sexuales» con Zoe Kruller- durante mucho tiempo, o sólo el año anterior; si era ésa la razón de que Zoe hubiera abandonado la casa de su marido o si Zoe se había mudado antes; si Delray Kruller estaba al tanto de que él, Eddy Diehl, «hacía el amor» con su mujer; y Eddy negaba con la cabeza. ¡No! Nada de eso es cierto.

Lo miraban con ojos tranquilos, absortos. Como los cazadores mantienen cierta distancia mientras miran al bisonte que han cazado, al oso derribado, a la criatura herida, que se debate, peligrosa en esos momentos, de manera que la dejan que sangre sobre la hierba, eran ellos quienes habían vencido y el tiempo estaba de su parte.

Le preguntaron una y otra vez si estaba seguro. ¿El señor Diehl estaba seguro? ¿Era aquélla su declaración, estaba seguro de que quería firmarla?

Les dijo sí. Aquélla era su declaración y quería firmarla.

Pero también le preguntaron si había visitado a Zoe Kruller en la dirección de West Ferry Street, y ciegamente, muy deprisa, dijo No. Y al preguntarle si la había visto allí, el sábado de la semana anterior, si la había visto sólo dos noches antes, si había ido en coche hasta allí, había aparcado en la calle, había subido y la había visto, y cuándo había sucedido todo aquello, y cuánto tiempo había estado allí, y si había tenido relaciones sexuales con ella entonces, y si se había enfadado con ella, y la había golpeado, la había estrangulado, la había matado y había dejado el cuerpo en la cama, ¿había sucedido todo aquello, señor Diehl? ¿Era aquello lo que había sucedido? Y para entonces Eddy estaba tosiendo, sudaba y se encontraba muy mal y era incapaz de pensar excepto que deseaba salir de aquella habitación, lejos de aquellas luces fluorescentes, irse lejos, a algún lugar donde pudiera estar solo, echar un trago para calmarse los nervios, hundirse en el sueño porque estaba cansadísimo.

No dijo no lo hice. Ni por lo más remoto.


Maldita sea ¿por qué tendría que contratar a un abogado? Gastar dinero en un maldito abogado del que no te puedes fiar. No soy culpable, no he matado a Zoe. No le he hecho nunca daño, Dios del cielo. Por qué iba yo a hacerle daño a Zoe. No toqué a Zoe ni mucho menos le hice daño. Fui yo quien le dijo que tenía que ir a rehabilitación. Se lo dije en diciembre. Antes de Navidad se lo dije. Me estaba volviendo loco la manera que tenía de vivir, tan descuidada, porque acababa diciéndome Vete al infierno, Eddy, no me quieres entonces vete al infierno hay otros que me querrán si no me quieres tú. Muerto de preocupación por Zoe pero que la den por culo si quiere matarse, señales en los brazos y en el interior de los muslos Zoe había tratado de decir que eran de las uñas de un gato pero la realidad era que se estaba inyectando heroína, casi la había pillado con las manos en la masa en una ocasión. Inyectándose muerte en las venas, ¿por qué lo hacía? Los hermosos brazos de Zoe, pecosos y suaves. Las hermosas piernas de Zoe, no carnosas como las piernas de las mujeres, sino esbeltas, con músculos. Cielo santo se había estado inyectando aquella porquería en una vena del tobillo. Y decía que era buenísima, pruébala Eddy, sólo una vez, no te matará. Excepto que Zoe se había llevado varios sustos terribles. Se chutaba con un tipo con el que se trataba, o quizás más de uno, que le proporcionaba todas las drogas que necesitaba, un tipo de Port Oriskany y nadie que yo conozca, nadie a quien yo quiera conocer, y me contó que había perdido el conocimiento durante cuarenta minutos y él gritaba y la abofeteaba tratando de revivirla, llenó la bañera de agua fría, la llevó y la metió dentro, no habría llamado a una ambulancia, la habría dejado morir, un tipo como ése evita a los polis a toda costa, basta mirarlo una vez y un poli sabe, un poli sabe ver, ex presidiario, camello al que un poli identifica, le dije a Zoe por el amor de Dios eso es una locura, vivir así es una locura, tan cerca del abismo, una mujer tan hermosa como tú, qué es lo que te pasa, y Zoe dice tienes razón Eddy, sé que tienes razón, dice sabes qué, Eddy, ¡te quiero!, se inclina para besarme, la boca cálida y húmeda de Zoe en la mía, lengua como una serpiente lanzada, bésame Eddy, vamos Eddy bésame, fállame Eddy si me quieres fállame y haz que me olvide de otras cosas y los brazos de Zoe alrededor de mi cuello para llevarme a la horizontal, y las piernas musculosas y prietas de Zoe alrededor de mi cintura, tobillos cruzados detrás de mis nalgas, trato de mantener la cabeza clara pero no puedo, trato de creerla pero no puedo, si no me mintiera si no me faltara al respeto como a ella le falta al respeto su marido Delray, empieza a reír, se está riendo y un sollozo se le quiebra en la garganta, Eddy te lo prometo, Eddy de verdad te lo prometo, no más agujas malditas si me quieres, nunca más.

16

– Orden de registro, señora. Tenemos que entrar en la casa.

Salieron de la nada como carros de combate en tiempo de guerra. Vehículos de la policía de Sparta entraron a toda velocidad hasta la casa y llamaron con violencia a la puerta principal, sin nadie para abrirles más que Lucille, la olvidada esposa de Eddy Diehl, pálida y asombrada.

Mi madre con una camisa de franela, pantalones deportivos, calcetines de lana, el pelo alborotado y la mitad de la cara aturdida por el sueño y con las marcas del sitio, contra la tela áspera de un sofá, donde se había echado la siesta tras una noche de insomnio. Mi madre que tartamudeaba roncamente:

– ¿Co… cómo? ¿Qué…?

Aquello sucedía poco después de que mi padre hubiera sido «convocado para hacerle unas preguntas», «puesto a disposición de la policía». Una nueva vergüenza que mi madre nunca superaría.

Jamás perdonó a mi padre que hubiera desacreditado así a nuestra familia.

Más adelante diría -nosotros la oiríamos, cuando hablaba por teléfono-, con un tono de voz que oscilaba de quejumbroso y atónito a indignado y rabioso -enfadado, resignado, acongojado-, entre palabras con frecuencia incoherentes, interrumpidas por sollozos, que era como si hubieran invadido su propio cuerpo, como si la hubiesen cacheado unos desconocidos. La privacidad del hogar del que se sentía tan orgullosa y que tanto cuidaba. ¡Y nada de todo aquello era culpa suya! ¡Cómo iba a serlo! ¡Cómo se atrevía la policía de Sparta a invadir de aquel modo el hogar de Lucille! Sin cansarse de seguir a los agentes por las habitaciones de la casa incluso cuando hacían caso omiso de ella porque sólo Martineau, el detective de más edad, que custodiaba la orden de registro, estaba autorizado a hablar con la esposa de Eddy Diehl-, nunca dejó de protestar:

– ¡Deténganse! ¡Váyanse! ¡No tienen ningún derecho! Se lo diré a mi…

Pero no había marido alguno a quien decírselo. Marido había dejado de ser una palabra en el vocabulario de Lucille.

A mi madre le enseñaron una orden de registro que, en su estado de agitación, apenas era capaz de leer. El detective que dirigía la operación -Martineau en aquel caso- le explicó que no se estropearía nada ni se sacaría nada de la casa sin un recibo y que cualquier cosa que se retirase se devolvería pasado un tiempo si no se descubría que se trataba de una «prueba» crucial para su investigación y mi madre sólo oyó el término prueba y todavía se alteró más, preguntando:

– ¿Prueba para qué, agente? ¿Prueba para qué? A lo que Martineau respondió con cortesía pero sin andarse por las ramas:

– Se trata de la investigación de un homicidio, señora. Se le ha informado ya.

Pero a Lucille no se la había informado. No lo creía así. En la extraña calma del terror, como después de un trueno violento, mi madre se oyó preguntarle a aquel hombre -un individuo robusto, de pelo gris, sin nada que lo distinguiera, excepto que le había mostrado su placa reluciente del departamento de policía de Sparta como un personaje de la televisión- de qué «homicidio» se trataba y qué relación tenía con ella.

Aunque Lucille sabía. Tenía que saberlo. Sí; lo sabía con total seguridad. Todos aquellos días en los que Zoe Kruller era un nombre que no se pronunciaba en nuestra familia.

Supo preguntarle a Martineau con voz suplicante si su marido había sido detenido. Y Martineau dijo: -No, señora, todavía no. -¿ Todavía no? ¿ Todavía no está detenido? Pero… -Todavía no, señora. Es todo lo que estoy autorizado a decir.

– ¿Dónde se encuentra? Está… ¿con ustedes? ¿En la jefatura de policía?

Era ahí donde Eddy Diehl estaba, sí. Era una información que Lucille conocía ya.

– Y el marido de esa mujer que… la que… ha sido asesinada, ¿lo han detenido… a él?

No. Tampoco se había detenido a Delray Kruller, aún.

Los agentes habían registrado ya el jeep de mi padre, que seguía aún en el aparcamiento junto a las oficinas de Sparta Construction, y ahora, a la entrada de nuestra casa, registraron el coche familiar, que era un Plymouth sedán de 1981, de color pardo, en razonable buen estado, que ahora había pasado a ser de mi madre. Con adusta y ceñuda meticulosidad revisaron el asiento de atrás del Plymouth y miraron debajo de los asientos y dentro del maletero con la misma meticulosidad con que habían registrado el sótano y todos sus rincones, incluida la habitación con la caldera y el depósito del agua, así como la lavandería de mamá, además de llevarse de la mesa de trabajo muchas de las herramientas de papá porque los agentes buscaban el «arma del crimen» -no hay nada más crucial en la investigación de un homicidio que el arma del crimen- dado que, entre las herramientas que mi padre más apreciaba, siempre perfectamente colocadas, colgando de ganchos en la pared o puestas unas al lado de las otras sobre la superficie de la mesa, había varios martillos de distintos tamaños, incluido un martillo de carpintero de treinta centímetros recién adquirido; y todos aquellos martillos los agentes se los llevaron en sus cajas de cartón cuidadosamente etiquetadas.

¿Se preguntó mi madre Es uno de ellos el que utilizó? ¿Debería haberme deshecho de él? Oh Dios mío ¿qué debería haber hecho?

O pensó ¡Bien! Si uno de ésos es el martillo que buscan, ya lo tienen. Ya es demasiado tarde.

Aquel registro de nuestra casa -desde el sótano al ático, todas las habitaciones-, con motivo del cual mi madre seguiría profundamente alterada durante horas, días, semanas, tuvo lugar a última hora de la mañana de un día de entresemana mientras Ben y yo estábamos en el instituto. Cuando regresamos a casa supimos de inmediato que algo había sucedido -que unos desconocidos habían estado en nuestra propiedad-, la nieve del camino de entrada para los coches estaba marcada por huellas de neumáticos, y dentro de la casa mi madre limpiaba febrilmente con la aspiradora el cuarto de estar. Había abierto varias ventanas y hacía frío.

– ¿Mamá? -llamó Ben-. Eh, mamá, ¿sucede algo? -porque los ojos de mi madre estaban hinchados y enrojecidos y tenía el rostro arrebolado, pero no pareció oír a Ben hasta que mi hermano desenchufó el aparato (el rugido de la aspiradora cesó bruscamente) y mamá empezó a gritarle, trató incluso de tirarle el mango del cepillo, pero el tubo era demasiado corto.

Después, cuando se tranquilizó un poco más, nos explicó lo que había sucedido: el «registro» de la policía de Sparta, sin aviso previo. Las cosas que se habían llevado en sus cajas de cartón, procedentes de armarios, de cajones de escritorios, del cuarto de huéspedes donde mi padre guardaba archivos económicos, incluso prendas sacadas del cesto de la ropa, así como el tubo de pasta de dientes casi acabado, la crema de afeitar, pañuelos de papel usados y otras cosas por el estilo en los bolsillos de sus pantalones de trabajo, mi madre se estaba riendo ya, y Ben se reía con ella y, con un extraño torcimiento de boca, como si aquéllas fueran palabras pensadas para divertirnos a las dos -a su madre y a su hermana pequeña- dijo:

– Si han encontrado algún martillo suyo, joder, ¿cómo sabrán que no está ya lavado y limpiado? Se puede calentar agua y quitar la sangre con detergente o lejía, seguro que sí. Eso lo tiene que saber hasta él, ¿no es cierto? Y si faltaba un martillo, papá tiene tantos martillos ahí abajo que ¿cómo demonios iban a saber si faltaba uno? -Ben se echó a reír de nuevo. Últimamente la risa de mi hermano se había vuelto cortante, áspera y burlona como si se forzase a pasar por un molinillo a alguna criatura sólo a medias viva, una risa horrible de oír-. Podría habérmelo llevado yo mismo, joder. Tirarlo al río. Quizá fui yo quien le rompió la cabeza. Quien le abrió el cráneo, por lo visto los sesos tenían que estar por rodo el suelo, según he oído. Yo también sé cómo usar un martillo. Lo sabe cualquier gilipollas.

Mi madre miró fijamente a Ben. Por un momento pen sé que le iba a dar un bofetón -me daba cuenta de que mi hermano lo estaba esperando, por un temblor en el párpado, la sonrisa burlona que no desaparecía-, pero no hizo más que mirarlo, estremecerse a causa de la corriente fría que entraba por las ventanas abiertas y dar media vuelta.

Arriba, en su dormitorio, mamá durmió durante el resto del día. Durmió y durmió y a la mañana siguiente nos pre paramos el desayuno con cereales que no había que calentar y caminamos con dificultad por el camino de entrada hasta el autobús escolar sobre una nieve recién caída que cubría la mayor parte de las huellas de los neumáticos, de manera que casi no había quedado rastro de la visita de la policía.

Ben dijo con una risa muy desagradable que deberíamos haberla despertado, y que quizá estaba desmayada o muerta.

Pero era demasiado tarde. Ninguno de los dos iba a volver a casa. Esperamos como siempre a que apareciese el autobús escolar. Había una curva en Hurón Pike Road a cosa de medio kilómetro y a partir de ahí se veía acercarse al autobús de color zanahoria. Una curva en la carretera siguiendo el brillo del río, donde el hielo estaba roto a lo largo de la orilla, como dientes destrozados.

En algún sitio próximo cantaba un pájaro. Era un canto lleno de vida, persistentemente nítido, muy hermoso de oír. Tan hermoso que me rompió el corazón. En las ramas nevadas de un árbol de hoja perenne vi un cardenal -brillantes plumas rojas y coronilla negra, un macho- y la hembra también estaba allí, plumas verde oliva, idéntica coronilla negra y robusto pico naranja. Los dos cantaban y yo dije:

– ¿Te parece que pueda ser ésa el «ave del paraíso», ahí mismo en nuestro árbol?

Y Ben respondió, riendo:

– No.

17

Creo que debería decir, sin más, Fue el momento de mi vida en que me enamoré de Aaron Kruller.

Debería haber alguna manera de redactar esto que permitiera entender al lector Se está enamorando de ese chico. Su humillación va a ser enorme, va a hacer el tonto del modo más terrible, ¿es que no la puede parar nadie?; una forma que fuese indirecta y elíptica, que fuese una sugerencia y no una afirmación categórica; pero quiero hablar con franqueza, quiero decir algo que no me permita retractarme Sí; estaba enamorada del hijo de Zoe Kruller, era la primera vez en mi vida que me enamoraba. Y ninguna otra vez es como la primera.

Incluso antes de que mataran a su madre de aquel modo tan terrible y tan salvaje, y antes de que todo Sparta hablara de ello y de que, además, los chicos de mente depravada encontraran motivos para reírse, Aaron Kruller era ya un problema.

Tenía problemas y los causaba.

Aaron Kruller era uno de los chicos con aspecto indio del instituto de mi hermano, pelo oscuro, áspero y liso, y ojos negros y desafiantes, un poderoso resalte óseo encima de los ojos y unas cejas espesas y prominentes como las de un adulto, el rostro con cicatrices de los golpes recibidos jugando a lacrosse. En noveno grado medía un metro setenta y ocho, pesaba sesenta y ocho kilos y sobresalía sobre sus condiscípulos más jóvenes -en su mayoría de raza blanca-, por lo que resultaba una amenaza tan llamativa como una navaja de resorte entre varios cuchillos para cortar el pan. Era un chico al que había que evitar, cerca de él nunca darías un empujón en las escaleras ni en la cola de la cafetería ni le mirarías a los ojos, Aaron Kruller era en sus movimientos cauto e impulsivo al mismo tiempo, fríamente remoto y sin embargo impaciente, imprevisible, Dado que tenía un padre mestizo y una madre blanca, no estaba nada claro qué era; sí, en cambio, lo que no era: ni chico blanco, ni indio seneca pura sangre como los de la reserva.

Se llamaba «Aaron», sin embargo, un nombre bello y misterioso salido de la Biblia, creo yo. Al igual que «Zoe», aquel nombre había adquirido un significado especial en mis oídos, y repetía los dos en voz alta, acariciándolos: «Aaron», «Zoe».

¡Pobre chico! Fue su padre quien mató a su madre, y él encontró el cadáver.

O ¡Pobre chico! Su madre era adicta a la heroína y prostituta, uno de sus clientes la mató, y Aaron encontró el cadáver.

O ¡Qué pobre desgraciado ese chico Kruller! Después de la manera tan horrible en que mataron a su madre, no han detenido a nadie todavía. Aaron encontró el cadáver, Lo que tiene que haber jodido al chico por completo, pero es bien difícil que te caiga bien, con esa pinta que tiene. Y el tamaño…

En sus clases del instituto Aaron Kruller era una presencia perturbadora. Con frecuencia se mostraba inquieto, aburrido. Su estado de ánimo cambiaba a ojos vistas, como las nubes en el cielo de los montes Adirondack. Al fondo del aula donde se le permitía sentarse -en los centros docentes públicos de Sparta de todos modos la mayoría de los chicos de aspecto indio preferían sentarse al fondo de las aulas- fijaba su mirada acerada en el profesor que tenía delante como un cazador cuando divisa a su presa. Tenía una forma de alzar el pupitre con sus muslos musculosos, forzando el respaldo de su asiento (que estaba unido al pupitre) contra la pared trasera, arañándola y marcándola con un ritmo constante que parecía calculado para molestar a otros y enfurecer y exasperar al profesor, aunque probablemente era un proceder instintivo, sin premeditación. Aaron no parecía una persona muy consciente de sus actos, que meditara mucho las cosas. Como si sus pensamientos estuvieran en otro sitio y requirieran toda su atención. Con frecuencia llegaba a clase con ojeras muy marcadas, como si no hubiera dormido en toda la noche; tenía una mirada vidriosa, soñadora; se dormía con la cabeza apoyada en los brazos cruzados y a ningún profesor se le hubiera ocurrido despertarlo.

Con mucha frecuencia, también, faltaba a clase.

Luego regresaba con el rostro magullado, costras recientes en los brazos y también en la cara y si algún adulto preocupado le preguntaba qué había sucedido, se encogía de hombros y murmuraba algo que sonaba como lacrós.

(Lacrosse no era un deporte que se practicara en los centros docentes de Sparta. Lacrosse era una variedad peligrosa y feroz de hockey sobre hierba a la que jugaban exclusivamente los chicos de aspecto indio; ningún blanco se hubiera atrevido a jugar con ellos por miedo a que le rompieran los dientes o el cráneo.)La mayor parte de los días, Aaron Kruller llevaba camisetas y vaqueros negros o pantalones de trabajo manchados de grasa. También se ponía camisas de franela que podían estar lavadas -si es que lo estaban- pero no planchadas. Usaba un sucio chaleco de color verde lagarto que parecía proceder de los desechos de un motero. Un cinturón de cuero con una hebilla de latón y forma de cabeza de cobra, cintas de cuero trenzadas para el pelo y brazaletes de metal en las muñecas como los que usan los moteros de más edad. Botas con refuerzos delanteros, y manchas de grasa por el trabajo en el taller de reparaciones de Quarry Road del que era propietario Delray Kruller, ya que, según se decía, Delray necesitaba que su hijo le ayudara porque no podía permitirse mecánicos a tiempo completo, y que estaba al borde de la quiebra por los préstamos sin pagar, y por los abogados locales que había tenido que contratar en aquella temporada en que la mala suerte los perseguía tanto a él como a Eddy Diehl.

No hay que ser exigentes con los chicos indios era la actitud consensuada entre los enseñantes de los centros públicos de Sparta la mayoría dejarán de estudiar a los dieciséis años, desaparecerán en la reserva india o en el ejército de los Estados Unidos o en Attica. Debido a que era mestizo, Aaron Kruller era algo así como una excepción, conocido como hijo de Zoe Kruller, que había sido durante años -antes de la notoriedad de su muerte- una «cantante» popular en la zona, con un grupo también popular, de manera que los profesores se esforzaban más con Aaron pese a sentirse incómodos en su presencia, y aunque recelasen de su mal genio; era un caso típico de alumno difícil de quien un profesor inclinado al optimismo juvenil decía ¿Sabes?, ese muchacho Kruller es de verdad inteligente, si tienes paciencia con él acabará por responder al interés que te tomes.

O Aaron es tímido, le falta confianza en sí mismo. Le da miedo que alguien se ría de él, eso es lo que le hace peligroso.

A partir de la muerte de su madre se daba por sentado que Aaron estaba gravemente perturbado, por lo que sus faltas de asistencia a clase raras veces se investigaban; su pupitre vacío al fondo del aula se veía con agrado, tanto por los profesores como por sus compañeros de clase. Sin embargo, ya mucho antes de la muerte de Zoe Kruller, Aaron había sido una fuente de dificultades porque no sabías decir, en el caso de que fueras una persona adulta con autoridad, si el chico alto y desgarbado de aspecto indio estaba siendo cortés a su manera peculiar cuando murmuraba Sí señora no señora ¡síseñor! ¡noseñor! o si estaba siendo grosero, maleducado. A menudo Aaron, si estaba sentado, se ponía de pie a trompicones cuando alguien se le acercaba; su reacción parecía respetuosa, pero le proporcionaba la ventaja de sobresalir sobre los profesores más bajos, de ordinario del sexo femenino. Las personas mayores que conocían a Zoe creían detectar en el hijo algunas de las amables cadencias cantarinas del habla de su madre, pero en su rostro, cerrado como un puño, nunca aparecía el cálido destello de la sonrisa de su madre, aquel destello de rosadas encías descubiertas y vulnerables.

Sólo se veían los ojos oscuros e implacables, los iris como cabezas de alfiler. Asombroso cómo te hacía sentir que estabas siendo observado a través de la mira de un rifle telescópico.

Más de una vez en sus primeros años de escolarización se le había apartado de las aulas -por peleas en el recinto escolar, por amenazar a sus condiscípulos, por «insolencia» en su trato con personas mayores que representaban a la autoridad-, pero siempre se le había permitido reincorporarse, aunque sometido a un periodo de prueba. Incluso los profesores con optimismo juvenil que aseguraban reconocer, pese a todo, al Aaron Kruller «real», daban por sentado que, al año siguiente, cuando cumpliera los dieciséis, y sin la exigencia legal de seguir sus estudios en el Estado de Nueva York, dejaría el instituto, como lo había hecho su padre, Delray.

– Todo le sale mal. Hay que compadecerse de él.

Aunque Ben, con su voz agria y burlona, no sonaba en absoluto como si se compadeciera de Aaron Kruller.

Con frecuencia ya -desde que nuestro padre se había marchado de casa, desde que el problema había sacudido nuestras vidas como una inundación repentina cargada de agua sucia y de desechos- mi hermano hablaba con aquel aire de dolorida indignación y de sarcasmo. Ben no había sido nunca un niño con mucho carácter, se mostraba tímido en presencia de nuestro padre, deseoso de que Eddy se fijara en él y deseoso de ser querido, pero poco dispuesto a hacerse notar como -en mi condición de niñita de papá- me sucedía a mí; y ahora, en cambio, de la noche a la mañana, Ben parecía haberse apropiado de algo del violento desdén de nuestro padre, incluso sus expresiones faciales: frente con arrugas, ojos entornados, mirada de serpiente venenosa que reflejaba una malevolencia casi regocijada.

Yo pensaba que nuestra madre empezaba a tenerle miedo. Las dos habíamos quedado marcadas por las horribles palabras que salieron de su boca después de que la policía de Sparta registrase la casa. ¡Abrirle la cabeza! ¡Romperle el cráneo! Yo también sé cómo usar un martillo. Lo sabe cualquier gilipollas.

¡Sólo bromeaba! Seguro.

En aquellos días -finales de febrero, marzo- no estábamos más que mi madre, Ben y yo en la casa de Hurón Pike Road. Ben y yo regresábamos de clase aterrados. Esperábamos que sucediera algo: esperábamos la noticia de que Edward Diehl ha sido detenido en relación con el homicidio de… o la noticia de que Edward Diehl ha quedado libre de sospecha en el caso del homicidio de… o a la espera de que nuestra madre nos llamara, cuando entrábamos en casa por la puerta de atrás ¡Papá vuelve a casa! Todo está resuelto.

Por el instituto y por el autobús escolar circulaba el rumor de que Aaron Kruller había abordado a Ben en el vestuario que los dos compartían. Aaron Kruller, con su metro setenta y ocho de persona mayor, sobresaldría por encima de Ben Diehl, con poco más de un metro sesenta, como un hombre adulto por encima de un niño, intimidándolo con su sola presencia. Según los rumores que me habían transmitido -por separado y jubilosamente- varias condiscípulas, de las cuales una era una Bauer prima segunda nuestra -una chica que debería tener una actitud protectora hacia mi hermano-, el chico Kruller habría empujado a Ben contra una hilera de armarios sin explicación ni aviso previo, y cuando Ben intentó devolverle el empujón, y golpearlo con los puños, Aaron Kruller le abofeteó calmosamente -no utilizó los puños, sino la mano abierta- haciéndole sangrar por la nariz, mientras otros chicos, temerosos de Aaron Kruller, se apartaron, mirándolo todo pero manteniendo sus distancias; tampoco había ido nadie a denunciar el ataque al profesor de gimnasia, ni siquiera el pobre Ben.

– Me he caído. Me he caído en el hielo. Me he golpeado en la cara y me ha sangrado la nariz. No es nada. No te preocupes.

Así explicó Ben su rostro maltrecho a nuestra madre aquella noche. Abrumada por lo que fuese que había sucedido aquel día -algo de lo que Ben y yo sabíamos más bien poco, aunque adivinábamos que incluía llamadas telefónicas, viajes hasta la ciudad para hacer «recados», visitas de los Bauer, una consulta con su abogado- nuestra madre apenas pareció oírle.

Otro incidente, del que se me informó, fue que Aaron Kruller había seguido a Ben hasta la pasarela encima del río, amenazándolo con empujarlo, y que luego se había reído de él cuando Ben rompió a llorar.

Me di cuenta de que Ben estaba tenso, disgustado. Vi el diente roto, la cara magullada. Me daba miedo enfadar a mi hermano, pero tuve que preguntarle si era verdad que Aaron Kruller lo estaba siguiendo, que le había amenazado, y Ben dijo que no, que no era cierto.

– Sandeces.

Debió de notarme incrédula, por lo que repitió con aire despectivo no no no; no es cierto, es mentira, joder.

– No le digas nada a mamá, Krista. Para empezar llamaría al instituto, ¿comprendes? Llamaría al director y me complicaría la vida todavía más. O peor aún, llamaría a los polis. Ten la boca cerrada.

Le pregunté a Ben si Aaron Kruller lo miraba mal porque creía que papá era el culpable de lo que le había sucedido a su madre y Ben respondió muy alborotado:

– ¿Estás loca, Krista? ¿Qué te propones diciendo una cosa así? Eso es una tontería.

Le pregunté por qué era una tontería, y me contestó, empujándome (estábamos solos en casa, nuestra madre se había marchado a hacer uno de sus desesperados recados a la tienda de comestibles, o a la farmacia, porque parecía que Lucille Diehl estaba siempre en Walgreen con la receta de una medicina):

– Hay que compadecerse de Kruller, que es un pobre desgraciado. Su padre, que es un borracho, mató a su madre, que era una yonqui y una puta, ¿se te ocurre algo más patético que todo eso?

La manera en que Ben torció la boca al decir una yonqui y una puta me hizo ver que también había llegado a aborrecer a Zoe Kruller.

Pero a nosotros siempre nos gustó Zoe, ¿verdad que sí?

En Honeystone's siempre queríamos que nos sirviera Zoe, ¿no es cierto?

¿Cómo sucede que ante alguien que te gusta mucho, alguien incluso a quien quieres, quizá, más adelante, no mucho más adelante, lo que sientes es odio? ¿ Un odio terrible que te incita a la violencia? ¿Un odio con ganas de matar?

¿Por qué?

Ya cuando estaba en octavo grado, a los trece años, y compartía el autobús escolar con chicos de más edad, empecé a oír palabras como puta, fulana, prostituta y a tener una idea de lo que aquellas palabras podían significar. Sin necesidad de preguntar, entendí que se trataba de malas palabras que se aplicaban exclusivamente a las mujeres.

Yonqui era una mala palabra que también se aplicaba a los varones. Un yonqui podía ser de un sexo u otro y significaba que eras un drogadicto, un toxicómano.

También había empezado a oír hablar de hacer trucos [7]. Aquello sonaba atractivo: te podías imaginar trucos espectaculares de distintas clases -trucos con cartas, trucos de magia, enseñar a un perro a caminar sobre las patas de atrás- para provocar la envidia y la admiración de otros.

Para provocar el aplauso. Silbidos de aprobación.

Como en el quiosco de la música de Chautauqua Park. Zoe Kruller con su brillante vestido de lentejuelas tan ceñido a su esbelto cuerpo, tan vibrante, como mercurio líquido, e inclinándose ante la multitud -la multitud que la adoraba- sacudiendo el pelo rubio con mechas hasta caerle por encima de la cabeza en un gesto de rápida y completa abyección.

Inclinándose mucho y después enderezándose de nuevo, doblando la espalda. Sonriendo con tanta felicidad a la multitud que aplaudía y que silbaba que pensarías que iba a estallarle el corazón.

Creo que fue mi hermano quien dijo de Zoe que había estado haciendo trucos, pero quizá se tratara de otra persona, un chico mayor en nuestro autobús escolar. Chicos groseros que reían muy alto y a los que evitabas mirar, fingiendo no oírlos. Incluso cuando te llamaban por tu nombre ¡Kris-ta! ¡Krisss-taaa!¡Kiss-kiss-Krisss-taaa! fingías no oírlos.

Se decían cosas muy crueles sobre Zoe Kruller haciendo trucos. Cualquiera habría pensado que con Zoe muerta y enterrada en el cementerio luterano de Howell Road -nosotros no habíamos ido al funeral, por supuesto, pero una compañera del instituto sí fue- la mayoría de la gente se compadecería de ella y de los Kruller, pero no parecía ser el caso, no con todo el mundo.

(Como Ben. Como mi madre. Como la mayoría de nuestros parientes Bauer.)

Adulterio era otra palabra que también había llegado a conocer. Adúltero.

Un punto de consuelo con aquellas palabras era que tenías que ser adulto para cometer adulterio, ¿no es eso?

– Tu padre es un adúltero, Krista. Más vale que te lo diga. Tu padre faltó a sus promesas matrimoniales, las promesas que había hecho en la iglesia, delante de Dios. Ha traicionado la santidad de esta familia. Nos ha traicionado a todos nosotros. Fueran cuales fuesen sus relaciones con esa mujer… lo siento por ella porque imagino que también la traicionó a ella.

Yo esperaba que mamá añadiera Pero tu padre no la mató.

No lo hizo, sin embargo. Fue un momento triste entre nosotras; estábamos las dos en la cocina, solas. Ben había empezado a trabajar después de las clases a tiempo parcial -hacía poco que papá se había mudado a Port Oriskany- y a menudo no estábamos más que mamá y yo en la cocina preparando la cena que nos tomaríamos puntualmente a las seis -mamá, Ben y yo- y a continuación, con toda solemnidad, mamá se inclinó sobre mí para apretar sus labios, que parecían mordisqueados, secos y agrietados, sobre mi coronilla, en la raya nada recta que me dividía el pelo, como si me bendijera.


– Aaron.

Repetía su nombre en secreto. Aquel nombre bello y misterioso, sacado de la Biblia, que nunca me había atrevido a decir en voz alta a nadie.

En otoño, cuando era alumna de Sparta Middle School, el centro para los más jóvenes, adjunto al instituto propiamente tal, a veces llegaba a vislumbrar a Aaron Kruller de lejos. Estaba en décimo grado, segundo curso en el instituto; llevaba un año de retraso. Ben, que era de la edad de Aaron -a punto de cumplir los dieciséis-, iba un año por delante, estaba en tercero. Yo pensaba que tenía que ser humillante para Aaron que le hicieran repetir curso. (Todos los años había tres o cuatro adolescentes con aspecto indio que perdían curso, chicas además de chicos. Se hacían compañía en el fondo de las aulas y en grupitos cerrados en la cafetería. Aunque estaba prohibido, fumaban cigarrillos en los terrenos del instituto mientras esperaban el autobús especial de Herkimer County que los llevaba a la reserva india.) Hacía cábalas sobre si Aaron Kruller sabía de mi existencia: de la existencia de la hermana pequeña de Ben. Si me aborrecía como aborrecía a Ben.

¿Me atrevía a seguir a Aaron Kruller? No me atrevía.

Sucedía, sin embargo, que de algún modo Krista Diehl estaba a veces en el 7-Eleven, el establecimiento de Chambers Street, un sitio por el que Aaron Kruller aparecía a veces después de las clases. Allí se encontraba Krista Diehl, que fingía estar haciendo un recado de su madre y fruncía el ceño ante los envases de leche expuestos en el frigorífico, tratando de leer las etiquetas, las fechas de caducidad. Allí estaba Aaron Kruller que abría una coca-cola y devoraba algo pastoso y blando en un envoltorio de celofán que llevaba en la mano. En el 7-Eleven era normal que hubiera un ambiente frenéticamente festivo: chicos de instituto amontonados en los pasillos que se llamaban a voz en grito, flirteaban, bromeaban intercambiando obscenidades. Mientras, en silencio, siempre tímida, la rubia Krista se decidía a no comprar la leche y se escabullía por la puerta principal sin llamar la atención.

¡Me ha visto! Sabe quién soy.

Aquellas tardes no tomaba el autobús escolar para volver a casa. Regresaba caminando. Evitaba a las amigas con las que habría tenido que sentarme en el autobús, las que habrían dicho Krista, ¿estás loca?, y que podrían haber adivinado que era un chico, un chico de más edad, el objeto de mi interés.

En esos años terribles de la adolescencia, la felicidad sólo es ¡Me ha visto! Sabe quién soy.

El callejón sembrado de escombros por donde a veces Aaron Kruller pasaba en bicicleta, para salir a Quarry Road. La acera delante de la estación de ferrocarril donde chicos mayores y algunas chicas, que reían escandalosamente, que alborotaban, se reunían después de clase para beber cerveza en latas que luego se tiraban sin cuidado alguno entre los matojos, y para fumar cigarrillos o «hierba».

Sabía lo que era «hierba»: marihuana. Reconocía el olor dulce y acre a medias que se adhería a la ropa y al pelo de ciertas chicas de más edad.

Aaron se quedaba muy poco tiempo con aquellos amigos suyos. Aaron fumaba con ellos, bebía con ellos, se reía con ellos. Se veía que Aaron Kruller era uno de ellos pero nunca se quedaba mucho tiempo, tenía que regresar a casa para trabajar en el taller de su padre en Quarry Road.

La hierba era cosa corriente en el instituto. María. Colocarse.

Yo suponía que colocarse tenía que estar bien, la sensación de ascender que conllevaba. Como un globo con helio que se alza por encima de los tejados, de las copas de los árboles, donde nadie te puede hacer daño.

Ben hablaba con desdén de los chicos del instituto que eran drogatas.

Pinchotas, fumetas, porreros. Fracasados. Ben despreciaba las drogas, la bebida.

Ben no sería nunca uno de los expulsados por llevar cerveza al recinto del instituto, ni por beber lo que tuviera en la casilla del vestuario, ni por fumar hierba en los aseos. Ben despreciaba cualquier tipo de debilidad. Se proponía trabajar a fondo en todas sus asignaturas. La primavera anterior, con nuestro padre desaparecido, y con el problema j odiándonos la vida, la capacidad de concentración de Ben se había ido a paseo, no lo había hecho muy bien en los exámenes finales y culpaba de eso a nuestro padre, nunca perdonaría a nuestro padre, de manera que había decidido que no sería un puto carpintero como Eddy Diehl, ni ebanista, a la mierda trabajar con las manos, a la mierda la construcción, Ben se matriculó en dibujo industrial y matemáticas para ingresar en la universidad. Había dejado de alternar con sus antiguos amigos: no es que fueran chicos aficionados a las drogas, porque no lo eran, pero no les interesaba la universidad, y ya no hizo amigos nuevos. No tenía tiempo para amigos. Trabajaba después de clase en la tienda de comestibles Laird's. Impresionaría a sus profesores. Impresionaría al director del instituto, al orientador vocacional. Superaría la curiosidad que les inspiraba -la compasión-, cierta hostilidad, tal vez, porque para él el apellido Diehl se había convertido en algo así como un garabato obsceno dibujado en la espalda.

Ya en su penúltimo año de instituto Ben hacía planes sobre dónde iría cuando se graduara: no Herkimer County Community College, que era el destino de la mayoría de sus compañeros de clase, si es que accedían a algún tipo de educación superior, sino algún lugar fuera de Sparta: al Instituto Politécnico Rensselaer de Troy o, mejor aún, la Universidad Estatal de Nueva York en Cantón, donde había una buena escuela técnica.

Un lugar donde el apellido Diehl no despertara una desagradable asociación, como si se tratara de un mal olor.


Por mi parte yo estaba triste; a veces, furiosa; y la mayor parte del tiempo, desconcertada. ¿Cómo había sucedido? Antiguamente había tenido un hermano mayor que era amigo mío, a quien parecía gustarle, que «estaba de mi parte», pero ya no lo tenía.

«¿Estás enfadado conmigo, Ben? ¿Por qué estás enfadado conmigo?» No servía de nada preguntarle, preguntas como ésas sólo avergonzaban a mi hermano y le molestaban. Durante sus últimos años de instituto, Ben pasaba cada vez más tiempo fuera de casa trabajando en la tienda de comestibles o en algún otro empleo a tiempo parcial, con la esperanza de evitar a su madre y a su hermana, tan solas ellas, todo lo más que le fuera posible, mientras ahorraba dinero para escapar de Sparta.

En mis sueños -que me parecían a veces demasiado grandes, como si me fuese a estallar la cabeza- Ben y Aaron Kruller se confundían de una manera extraña. El sueño cálido, palpitante, parecía insistir en que Este es Ben pero la persona que veía era Aaron Kruller, como si por la autoridad de alguien que yo no controlaba Aaron Kruller fuese quien tenía que ser mi hermano, y no Ben.

¡La increíble autoridad de los sueños! Siempre me ha asombrado cómo nos rendimos a esas presencias nocturnas, tan confiados y vulnerables como si nos hubieran despojado de la capa más exterior de nuestra piel. En el sueño no hay protección, ningún sitio a donde ir, donde esconderse; no puede haber consuelo si el sueño mismo no es un consuelo.

En octavo grado, a la edad de trece años, seguía con creciente audacia -¿temeridad?- a Aaron Kruller después de las clases cuando se daba el caso de que lo veía. Y si en el 7-Ele- ven miraba en mi dirección burlonamente, con el ceño fruncido o sin expresión alguna, a toda prisa apartaba la vista, mientras la cara se me encendía a gran velocidad.

¡Me veía! ¡Quizás me veía! Yo era una chica tímida, o ésa era la impresión que causaba. Era muy joven, estaba en octavo grado. Tenía pelo sedoso de color rubio pálido y facciones como de muñeca, una chica «bonita» -una «buena» chica-; en el caso de que Aaron Kruller advirtiera mi presencia, sería para desecharme en el mismo instante. Me sentía al mismo tiempo aliviada y decepcionada y me decía No sabe de quién soy hija. No me conoce como conoce a Ben.

Para pensar a continuación, con un escalofrío de miedo ¿Es eso cierto?

En Sparta por aquellos días, fuera cual fuese tu edad, a no ser que fueses joven de veras, lo más probable era que pensases que si Delray Kruller no había asesinado a su esposa en «un ataque de rabia provocado por los celos», la siguiente posibilidad era que la hubiese asesinado Eddy Diehl más o menos por la misma razón. Había otras «personas en las que la policía estaba interesada», «otros sospechosos», había «pistas», pero esencialmente se trataba de Kruller o se trataba de Diehl. Como en las competiciones deportivas, la gente tomaba partido. Era una cuestión de lealtad familiar, de barrios, de amigos: vínculos con un hombre o con el otro. Tanto Delray Kruller como Eddy Diehl tenían un amplio círculo de amigos y conocidos desde los tiempos del instituto -los dos habían frecuentado Sparta High más o menos en la misma época a finales de los años cincuenta- y también por razones de trabajo; los dos, además, tenían familias numerosas, extensas, en Herkimer County; Delray Kruller, incluso, parientes que eran indios seneca, de los que se aseguraba que se había distanciado hacía tiempo. (¿Había sido quizá Zoe, su esposa de raza blanca, la causante de la ruptura?) A falta de las llamadas «pruebas concluyentes» que ligaran a Kruller o a Diehl con el asesinato, la policía de Sparta, según se decía, se inclinaba más a sospechar de Eddy Diehl, dado que había conseguido «enemistarse con ellos» al comienzo de su investigación, por el hecho de haberles mentido: como un imbécil había tratado de negar su condición de amante de Zoe Kruller, así como sus visitas a la casa de West Ferry Street… Mientras que Delray había dado la sensación de cooperar con la policía. O quizá tenía un amigo o dos en el departamento de policía de Sparta que hablaban de él comprensivamente por ser un hombre maltratado por su mujer, ¡imposible tratar peor a alguien! Y estaba Aaron, el hijo de Delray, de catorce años, que juró a la policía, en una declaración con todos los requisitos, que su padre había estado con él «toda aquella noche» -la noche de la muerte de Zoe Kruller-, proporcionándole una coartada, mientras que para el mismo periodo de tiempo, durante varias horas cruciales, Eddy Diehl, mi padre, no tenía a nadie que le proporcionara una coartada.

Al ver a Aaron Kruller, pensaba Está mintiendo. Pensaba Quiere acabar con mi padre. Era sin embargo incapaz de renunciar a buscarlo.


No voy a mentir por él, ¿por qué tendría que hacerlo? Todo lo que le puedo decir a la policía es que no lo sé. No tengo nada que contar. Estaba dormida. No sé cuándo volvió a casa. Regresó, sí, en algún momento durante la noche, pero no sé cuándo, estaba dormida.

Y por tanto no puedo decir…

Ben y yo nunca sabríamos si era verdad, como nuestra madre afirmaba, que nuestro padre le había pedido que «mintiera» por él. Que le dijera a la policía que había estado en casa, por lo menos desde las doce, la noche en que Zoe Kruller, algunas horas después, fue asesinada. Ben, por su parte, dijo que dormía -«igual que mamá, no tengo nada que contar»- y cualquier cosa que yo pareciera recordar, cualquier cosa que hubiera estado dispuesta a decir a la policía, a jurarle a la policía -que sí, que pensaba que papá había estado en casa desde medianoche, por lo menos- nadie se la tomó en serio.

Una mirada a la hija de Eddy Diehl, y era obvio que tenías delante a una chica desesperadamente dispuesta a mentir por su papá. Una chica que diría cualquier cosa por su papá. Una chica cuyo testimonio no era de fiar, e incluso el abogado defensor de Eddy Diehl dudaba del valor de semejante «testigo».

Durante gran parte de aquella noche, Eddy Diehl afirmaba haber estado solo. No había tenido conciencia del tiempo. Condujo su todoterreno por carreteras rurales y se sintió muy mal, debido a su relación con Zoe; en un momento era posible que se hubiera dormido dentro del coche en un aparcamiento, o a un lado de la carretera, donde se había detenido para cerrar los ojos, media hora, cuarenta minutos, el motor encendido, quizá alguien lo había visto, pero probablemente no… Más temprano aquella noche había estado en la County Line, había estado en el Iroquois, quizá en la River Tree Inn, bebiendo en el mostrador, con su estado de ánimo negro, deprimido, lleno de ansiedad, pero había tipos que lo conocían, tipos que él conocía, tenía que haberlos, quizá una mujer, mujeres, lo más probable era que Eddy Diehl conociera tanto a mujeres como a hombres en cualquier bar o taberna que pisara en Herkimer County, un sábado por la noche -aunque era sospechoso lo inseguro que Eddy se mostraba a la hora de precisar nombres- como tampoco los barman recordaban con exactitud cuándo había estado bebiendo en su presencia, de manera que Eddy Diehl no presentaba una «coartada» que los detectives pudieran corroborar.

Y les había mentido, en un primer momento. Como un imbécil, sí, había mentido. Todavía con resaca, había bebido aquel desacertado trago de Jim Beam en su despacho antes de que vinieran a buscarlo, lo que le hizo pensar que podía decir cualquier cosa, que iba a lograr salirse con la suya; si hubiera estado completamente despejado se habría dado cuenta de su error, Eddy Diehl no era un estúpido. De acuerdo, había querido «proteger» a su familia, eso era cierto. Incómodo y avergonzado -la vergüenza por lo que Lucille pudiera sentir, al quedar en evidencia-, había optado por mentir a los detectives, convirtiéndolos de ese modo en enemigos suyos, así como a su superior en la comisaría y de ahí en adelante, hasta llegar al jefe de la policía de Sparta.

Delray, en cambio, no mintió. Su relato fue desde el primer momento el mismo de su hijo: los dos habían pasado la noche en la casa de Quarry Road, de la que, meses antes, se había marchado su mujer.

¿Qué fue lo que dijo Zoe Kruller? Necesito un lugar donde pueda respirar. Necesito vivir mi propia vida mientras pueda, por favor, no tratéis de impedírmelo y, por favor, no me sigáis; no pienso volver hasta que sea el momento de hacerlo.

Eso es lo que tenías que creer si creías a Delray Kruller y a su hijo Aaron. Más o menos, eso era lo que creías que Zoe les había dicho.

A la larga mi padre contrató a un abogado. Días después de que lo interrogaran los detectives de Sparta, cuando ya era casi demasiado tarde. Y luego, siguiendo el consejo de su abogado, cambió su declaración: sí, había «mantenido una relación» con Zoe Kruller durante varios años; sí, había «visitado» a Zoe Kruller en la casa de West Ferry cierto número de veces; sí, «había mantenido con ella relaciones sexuales» en la noche del 11 de febrero.

¡Aquella noche! No mucho antes de la muerte de Zoe, pero antes de las once, de eso estaba seguro.

Quizá a las nueve. Tal vez a las diez. No era tarde. Zoe no había querido que se quedara. No se había quedado. Eso Edward Diehl lo juraba.

Todo lo cual el Journal de Sparta procedería a revelar con grandes titulares escabrosos, para horror, humillación, repugnancia de Lucille Diehl, que se consoló al menos por el hecho de no haber mentido en favor de su marido adúltero. De nuevo la foto glamurosa de Zoe Kruller en la primera página del periódico, junto a otra, tirando a oscura, de un Edward Diehl pensativo.


sospechoso de homicidio en el caso Kruller

confiesa que existió aventura

Diehl cambia declaración:

«Estuve con Zoe aquella noche»


Cada vez que Aaron Kruller y yo nos veíamos, era inevitable que recordáramos aquellos hechos.

18

La imposible bicicleta de montaña de Aaron Kruller.

Era grande, desgarbada, fea. Su cuadro era poco más que tres tubos soldados, de color plomo y muy toscos, con dos ruedas debajo. El manillar cromado, más bajo de lo normal con el fin de parecerse a los cuernos de un toro que embiste, estaba deslucido por la herrumbre; apenas se podía leer el nombre Scbwinn Flyer grabado en una especie de medallón por encima de la rueda delantera. Los guardabarros se habían caído o alguien los había quitado. El asiento estaba hecho de goma negra y era tan duro que al tacto parecía una roca, completamente rígido. ¿Cómo se puede sentar nadie en esto? Me atreví a tocarlo.

Me atreví a agarrar los dos brazos del manillar, también forrados de goma negra, gastada al límite. La barra me llegaba más o menos a mitad del pecho, la bicicleta tenía que ser el doble de grande que la mía.

Nadie me vio nunca allí, detrás de los edificios de Sparta High. En el sitio donde Aaron Kruller dejaba su imposible bicicleta vieja apoyada contra una pared. (La mayoría de las bicicletas de alumnos aparcadas detrás del instituto se colocaban con todo cuidado sobre soportes específicos, con las ruedas prudentemente bloqueadas. Las bicicletas más maltrechas, las que nadie querría robar, o no se hubiera atrevido a robar, se dejaban apoyadas sin más contra la pared como si hubieran sido abandonadas de momento, sin protección.) Más de una vez me escapé de clase en mi edificio y por los corredores que los unían llegué al instituto de los mayores y después a la parte de atrás donde Aaron dejaba su bicicleta con todas las demás. Pero nunca tuve que buscarla, dado su color de plomo entre tantas otras relucientes, siempre la encontraba al instante. Sólo para tocar el cromo salpicado de herrumbre, para acariciar el asiento de goma durísima con los dedos…

– Aaron Kruller .

No tenía edad para conducir un vehículo en un lugar público. Aunque era lo bastante mayor para conducir en la propiedad de su padre y llevaba años haciéndolo. Excepto en los días más crudos del invierno, Aaron Kruller iba en bicicleta a clase desde su casa en Quarry Road, y tenía que recorrer aproximadamente una distancia de cinco kilómetros. Por carreteras estatales de dos carriles y luego, dentro de Sparta, por calles llenas de baches, por callejones, por aceras y a través del aparcamiento agrietado y repleto de cristales rotos de un centro comercial de Sears abandonado, siempre inconfundible con su equipo de ciclista: chaqueta de cuero, o chaleco, a veces descubierto y otras con una gorra de béisbol (puesta del revés), nunca con casco protector: con denuedo y eficacia Aaron daba a los pedales de la Schwinn Flyer sin manifestar el menor interés por lo que le rodeaba, excepto cuando se acercaba a un cruce o se incorporaba a una calle con tráfico. A diferencia de la mayoría de los ciclistas que se veían por Sparta, Aaron se inclinaba mucho sobre el manillar de la bici, por lo que cabía pensar que le dolía la espalda, aunque había en su postura algo que era una actitud adulta y, a la vez, de autocastigo.

¡Emocionaba verlo y que él no te viera! Aaron Kruller en su fea bici de color plomo entre el tráfico detenido de Union Street, su cara, como con cicatrices de quemaduras, tenía la impasibilidad de una máscara de arcilla.

– ¿Quién era ése? -en una ocasión, en Union Street, cuando se disponía a entrar en el aparcamiento de Walgreen, mi madre vio a Aaron Kruller en su bicicleta como si de pronto la hubieran sacado de un ensueño; y yo (que ocupaba junto a mi madre el asiento del pasajero, ya que era su única acompañante aquel día porque Ben estaba en otro sitio) dije que el ciclista era un chico de la clase de Ben en el instituto, nadie que conociéramos, con la esperanza de que mi madre no hubiera identificado a Aaron, porque con frecuencia mi madre nos sorprendía sabiendo más de lo que creíamos que sabía. Pero comentó únicamente-: ¿En la clase de Ben? ¿Son de la misma edad? No parece posible, ese ciclista era un adulto.

Dada la entonación con que mi madre dijo un adulto, cualquiera pensaría que estaba hablando de alguna especie de monstruo.

Y un momento después, en el aparcamiento, añadió una observación que había estado esperando de ella, que podría haber hecho yo misma con la voz maternal, remilgadamente censuradora y ligeramente condenatoria, de Lucille:

– Parecía indio. Ese chico. Crecen deprisa, dada su manera de vivir. Así que deberías saber, Krista, y Ben también, mantener las distancias.

Sucedió que me eché a reír. Mamá me miró con cara de pocos amigos.

– Sólo estaba pensando, el problema de papá, y lo enfadada que estás con él, ¿no tiene nada que ver con el hecho de que alguien sea indio, verdad que no?

– ¡Muy bien, Krista! Basta ya de sacar los pies del tiesto.

– Mamá, sólo estaba pensando. Cualquier problema que tenga papá… siendo como es de raza blanca…

– Sí. Y si fuera mestizo, como Kruller, el marido de esa mujer, sería muchísimo peor.

Con el rostro encendido y muy indignada, mi madre salió del coche dando un portazo, apresurándose para llegar a la farmacia Walgreen antes de que cerrase.

Tal era la lógica de mi madre. Tal era la lógica de la raza blanca. Por risible que fuera. Tal el aire de Sparta que no nos quedaba más remedio que respirar para existir.

Una segunda vez en el coche con mi madre -el Plymouth sedán de color pardo que mi padre dejó para mi madre cuando le obligaron a marcharse- íbamos siguiendo Front Street junto al río, acabábamos de abandonar Hurón Pike Road y nos acercábamos al concurrido cruce con Chadd Boulevard -el distrito de los almacenes, de los camiones de mudanzas Mayflower-, cuando tuve ocasión de vislumbrar a un muchacho en bicicleta que se acercaba rápidamente por nuestra derecha, hacia Chadd, donde había un semáforo en rojo, y también vehículos esperando a que cambiara la luz, antes de ver que el ciclista era Aaron Kruller y que no tenía intención de detenerse como el resto de los vehículos sino de atravesar el cruce a toda velocidad (a no ser que estuviera incluso acelerando, sus musculosas piernas pedaleando con rapidez, las manos enguantadas apretando con fuerza el manillar) mientras yo, paralizada por el horror, no era capaz de avisar a mi madre -tan deprisa había aparecido Aaron, tan velozmente se movía su figura inclinada sobre la bicicleta-, no pude avisar a mi madre de que Aaron se disponía a ocupar el recorrido inmediato de nuestro coche, sin prestar la menor atención a su existencia, mientras mi madre -distraída por sus pensamientos como por el enloquecedor zumbido incesante de una colmena- y aquél había sido un día malo para Lucille, me parecía saberlo -¡pobre mamá!-. proseguía su marcha haciendo caso omiso de la existencia del ciclista, y ponía su fe -en este caso se trataba de fe ciega, testaruda fe ciega- en la luz verde situada encima del cruce y en la que tenía clavada la vista (mamá en su típica postura de conductora, inclinada hacia adelante, fruncido el ceño y apretados los labios, agarrada al volante como si temiera que se le escapara de golpe, de manera que su campo visual estaba probablemente limitado a un espacio en forma de túnel justo delante de ella) cuando pasó de repente, a tres o cuatro palmos del parachoques delantero del Plymouth, el temerario ciclista: el arrogante, el insolente ciclista, ajeno a todo lo que le rodeaba y que no podía ser otro que Aaron Kruller con su chaqueta de cuero y su gorra de béisbol al revés, lo que provocó que mi pobre madre pisara el freno a fondo, logrando además que las dos gritáramos sorprendidas y alarmadas…

– ¡Dios mío! Esa bicicleta… de dónde ha salido…

Con frecuencia, para consternación suya, Lucille tenía accidentes en casa. De hecho todos nosotros -Ben, mamá, yo- nos habíamos vuelto torpes y descoordinados en los últimos meses. Como personas atacadas por una desconocida enfermedad neurológica se nos caían las cosas, nos tropezábamos con ellas, nos magullábamos y cortábamos y nos quemábamos; la mayor parte del tiempo nuestros percances eran poco importantes y se podía ver el lado cómico -volcar un paquete de cereales y sembrar el suelo de diminutas oes de trigo, calcular mal las distancias y tropezar y caernos en las escaleras- pero además habían empezado a aparecer en el coche de mi madre misteriosos arañazos, abolladuras y marcas, y sabía que a mamá la habían multado por una u otra infracción de tráfico, ya que había encontrado el justificante traspapelado con las bolsas para la compra que se alisaban y guardaban en un cajón de la cocina.

En el coche, mi madre se había vuelto excepcionalmente cautelosa, preocupada. Tomaba pastillas «para los nervios» y también «para dormir» y la combinación de tales medicamentos no podía ser buena para su capacidad de ver, pensar y reaccionar deprisa. Muy afectada ahora, frenó el coche hasta una estremecida parada en seco. Nos encontrábamos en una calle muy concurrida y otros conductores tocaron el claxon contra nosotras muy enfadados, pero daba lo mismo, mi madre tenía que parar. Y estaba tan trastornada que ni siquiera se le ocurrió reñirme por no haberla avisado, que era su reacción habitual en tales situaciones.

– ¡Krista, hija mía! ¡Si hubiera atropellado a ese hombre! Dios se apiade de mí, si lo hubiera alcanzado… si lo hubiera matado…

Por suerte, Lucille no sabía que el ciclista que había estado a punto de arrollar era el hijo de Zoe Kruller.

A mí el corazón me latía dolorosamente. No porque casi hubiéramos atropellado a Aaron Kruller sino porque si él se hubiera vuelto para mirar y me hubiera visto… me habría muerto de vergüenza.

– Mamá, no pasa nada. No le has dado.

Hablaba con forzada vehemencia. Me daba pena mi madre, a la que resultaba tan difícil querer.

– Pero ¡Dios mío, Krista! ¡Y si lo hubiera atropellado! Con tantas cosas que ya van mal en nuestra vida…

– No habría sido culpa tuya, mamá. Habría sido suya… tú ibas bien.

– Eso no cambia las cosas, Krista -mi madre rió amargamente, limpiándose los ojos con un clínex-. «Bien», «mal», cuando te llegan los problemas, el castigo lo recibe todo el mundo.

Era noviembre de Mi padre, Edward Diehl, vivía ahora en Buffalo, donde había encontrado trabajo en la construcción, y mi madre había iniciado los «trámites del divorcio», trabajaba en la tienda donde se vendían mercancías en depósito y tenía la cabeza muy ocupada, lo que unas veces la hacía sentirse emocionada y esperanzada y otras irritable, desesperanzada, deprimida. En cuanto a mí, ya no era una niña sino una astuta jovencita -¡casi con doce años!- cuya percepción de las complejidades y matices de la vida de los adultos se había afinado muchísimo en los últimos nueve meses, algo así como el gusto por el chocolate puro o por la cerveza amarga. Para mí no era un secreto que mi madre todavía estaba enamorada de mi padre, y que mi madre estaría siempre enamorada de mi padre, quien, por otra parte, le había destrozado la vida, tal era el destino de Lucille.

– No. Eso no es cierto. Mamá lo detesta.

Así hablaba Ben, con aire de estar al cabo de la calle. En nuestra familia eran mi madre y Ben quienes estaban unidos, Ben era el preferido de mi madre aunque fuese yo quien pasaba más tiempo en casa y era mucho más amable con mi madre que Ben.

– Quiere que la gente piense que lo detesta. También quiere que papá lo piense. Pero no es cierto.

– Sí que lo es.

– No estaría tan dolida, entonces. Ya se habría divorciado de él a estas alturas. No quiere librarse de él, ése es su problema.

– Vete a la mierda, Krista: ése es tu problema.

En público, quiero decir fuera de nuestra casa y en compañía de otras personas que no fuéramos Ben y yo, o sus parientes Bauer más cercanos, mi madre lograba mantener un aire de dignidad, incluso de altivez. La mayor parte del tiempo.

En público, Lucille no era la clase de mujer que se encoge ante la mirada de otros. Su rostro no era ya el de una mujer que pudiera, con la luz adecuada, pasar por joven, como tampoco su cuerpo -sólido, imperturbablemente carnoso sin llegar a la gordura- era el cuerpo de una joven. Ser juvenil, muy bonita, «sexy» -la Lucille Bauer de las antiguas instantáneas en compañía de su apuesto novio Eddy Diehl- todo aquello estaba acabado ya, desaparecido.

Excepto en Sparta Hills, el centro comercial, donde casi se podían oír los murmullos a nuestro paso, no del todo hostiles, pero realistas y terribles. ¿Ves a esa mujer? Es Lucille Diehl. Casada con Eddy Diehl, que asesinó en West Ferry Street a aquella mujer con la que estaba liado; dicen que la mató, mira a su pobre esposa, a la pobre mujer de Eddy Diehl tratando de ser valiente.

19

– ¡Esa mujer! ¡Qué poca vergüenza!

La voz de mi madre era tan rotunda como una bofetada. Aunque se podían oír el dolor, la rabia y la indignación presentes en ella.

Lucille miraba una noticia del Journal de Sparta. No en la primera página sino en una página interior, una única columna de texto debajo del titular:


mujer de sparta agredida

Residente de Towaga Street hospitalizada


La fotografía adjunta era de una mujer glamurosa de cara ancha, rasgos como de muñeca pero nada convincentes, cejas muy depiladas y una boca en arco de Cupido: ¿Jacky DeLucca?

Conseguí ocultar el interés que sentía, porque de lo contrario habría despertado las sospechas de mi madre. Juntas leímos cómo en las primeras horas de la mañana del 2 de marzo de 1985 -aquello había sucedido varios días antes-Jacqueline DeLucca, de treinta y nueve años, residente de Towaga Street 32, East Sparta, había sido encontrada semiinconsciente en una vía de acceso que desembocaba en la Route 31, a medio kilómetro de Chet's Keyboard Lounge, donde trabajaba como camarera en el bar de copas.

La policía de Sparta que patrullaba por The Strip -que es el nombre que recibe esa sección de la Route 31- la encontró y llamó a una ambulancia que la trasladó al Hospital General de Sparta donde fue ingresada con heridas en el rostro y en la cabeza, varias costillas rotas, una muñeca dislocada y «niveles muy elevados de alcohol» en la sangre. Su estado se describía como «estable».

Jacqueline DeLucca contó a la policía que no había visto a su atacante o atacantes, que no tenía idea de qué había provocado el ataque ni recordaba las circunstancias que la habían llevado hasta allí. Había abandonado Chet's Keyboard Lounge poco después de las dos de la madrugada, «en compañía de amigos», pero no recordaba lo sucedido en el intervalo desde que dejó el establecimiento en el que trabajaba hasta que la despertaron -en estado crítico- dentro de la ambulancia que se desplazaba a toda velocidad. El artículo concluía con las siguientes frases:

Jacqueline DeLucca es una antigua residente de West Ferry Street 349, donde en febrero de 1983 se encontró asesinada a la señora Zoe Kruller, con quien DeLucca compartía casa.

No se ha efectuado todavía ninguna detención en el caso Kruller, al que los detectives de Sparta describen únicamente como «en curso».

Mi madre dobló el periódico con energía y golpeó con él la silla de la cocina situada junto a la puerta de atrás, donde colocábamos cosas de poco grosor como periódicos, revistas, folletos y correo publicitario para después incorporarlos a la basura de todos los días. Qué extrañamente afectada y condenatoria parecía, sin proporción alguna con aquel pequeño incidente tan sórdido.

– ¡Una mujer así! Justo igual que la otra. «Camarera de bar de copas.» «The Strip.» Cualquiera pensaría que tendrían que aprender, ¿no te parece? ¡Que Dios las ayude!

Pensé No es Dios quien quieres que las ayude, ¿verdad que no, mamá?

– Esa mujer sólo parece triste, mamá -dije yo-. Quizá debería darte pena… «camarera de bar de copas» es el mejor empleo que tiene a su alcance.

– ¿Darme pena? ¿De cualquiera de las dos?

Mi madre me miró como si le estuviera apeteciendo darme un bofetón. Los ojos se le llenaron de lágrimas de indignación, se sentía insultada.

De las dos, había dicho. Me marché pensando que más que la pobre Jacky DeLucca era la otra quien tanto había sacado de sus casillas a mi madre.

20

– Ese pobre desgraciado. ¿Has oído?

Ben entró en casa dando un portazo, su voz juvenil gozosamente alta.

Era una tarde de un día de entresemana, hacia las seis y media. Después de las clases y de su trabajo, un vecino lo había acercado a casa. Cenábamos casi siempre hacia las siete y a veces más tarde aún, si mi madre estaba ocupada. En ocasiones ni siquiera cenábamos juntos, sino que cada uno cenaba -si es que lo hacía- por su cuenta, sobras guardadas en el frigorífico o un bote de sopa Campbell's o, en mi caso, cereales en el piso de arriba, en mi habitación, donde hacía los deberes.

Para mí era un motivo de vergüenza, y no hubiera querido que lo supieran mis amigas del instituto, ni mis primas, que papá, al marcharse, se hubiera llevado tantas cosas. Preparar las comidas con mi madre, todos aquellos años: aquello se había terminado, en su mayor parte, aunque no había entendido del todo cuándo.

Y comer juntos, en la mesa de la cocina, los cuatro. Todo aquello, terminado.

¡Krista no seas ridícula! No va a volver, que le den por saco. A tomar por saco todos ellos, no los necesitas, por qué los necesitas, NO LOS NECESITAS.

Era extraño que Ben se anunciara con aquel tono, me armé de valor para escuchar sus noticias.

De hecho, ya había oído rumores en clase: a Aaron Kruller lo habían «expulsado de manera permanente» del instituto.

Yo no había sido una de las personas que se apiñaron junto a las ventanas para ver a un vehículo de la policía de Sparta subir por la entrada de coches seguido muy de cerca por un segundo vehículo, un acontecimiento memorable que durante mucho tiempo sería relatado y vuelto a relatar por testigos tanto de primera mano como de segunda, encantados, jubilosos, sobrecogidos por el hecho de que uno de sus condiscípulos no sólo mereciera la presencia de agentes de policía uniformados sino que ofreciera la suficiente «resistencia» a Sus esfuerzos como para hacer necesario ponerle las esposas y que se le sacara por la fuerza hasta meterlo en la trasera de uno de los coches.

Estaba convencida de que a Aaron lo habían provocado. Su mal genio, sus puños rápidos y fuertes saliendo disparados… lo habían herido, era natural que quisiera herir a otros.

Sentí pena por él y por mí misma: reparé en la desoladora posibilidad de no volver a verlo nunca.

– Podría matar a alguien, como el borracho de su padre. Es peligroso. Tiró al suelo al señor Farolino. Un verdadero psicópata.

Ben hablaba con entusiasmo, regodeándose. Estaba convencido de que Delray Kruller, el padre de Aaron, había matado a Zoe, y de que Aaron había mentido para protegerlo al decir que Delray pasó aquella noche en casa.

Le pregunté por qué no le daba pena Aaron; después de todo su madre había sido asesinada.

– ¿No es eso bastante, por qué detestarlo, además?

– ¿Por qué? -Ben me miró con una atención más bien burlona, como si quien le hablaba fuese un niño muy pequeño o un retrasado mental-. Porque mintió sobre su padre, estúpida.

– ¿Cómo sabes que mintió, Ben? ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque eso es lo que yo no hice, ni mamá tampoco, para proteger a papá.

Papá era una palabra que Ben llevaba mucho tiempo sin pronunciar. No pude saber si se daba cuenta de haberla usado ahora o si se avergonzaba de que hubiese salido de sus labios porque Ben estaba mirando en otra dirección. Un ligero sonrojo semejante a un sarpullido le había aparecido en la cara, y empezó a rascarse como si le picara.

– Ésa es una lógica muy rara, Ben -reí, incómoda-. Eso es ilógico en realidad.

En matemáticas habíamos estudiado «lógica», la lógica deductiva de los teoremas. Había otra clase de lógica, la inductiva. Sin embargo, no siempre podías fiarte de ninguna de las dos, porque en la vida real la mayoría de las reglas no parecían funcionar.

– ¿Sabes lo que te digo, Krista? Que los detesto a todos, ojalá se murieran. Los Kruller.

Kruller. Ben pronunció el apellido como si fuese una palabra obscena.

Subí a toda velocidad al piso de arriba, a mi habitación. Con frecuencia corría a mi cuarto -pequeño, con techo inclinado y una sola ventana, que papá había construido con vistas a un pastizal abandonado junto al granero- para esconderme.

No quería pensar que, si era cierto lo que decía Ben sobre la mentira de Aaron Kruller para proteger a su padre, su juicio acerca de los Kruller era más lógico que el mío.

Había chicas en mi clase a las que podría haber telefoneado aquella tarde para preguntarles qué habían oído, cuáles eran las noticias sobre un chico de los cursos superiores al que habían detenido y que la policía se había llevado, un alumno cuyo nombre no sabía; pero no me atreví, no me podía arriesgar a que alguien adivinase que estaba enamorada de Aaron Kruller.

Ni tampoco me podía arriesgar a que mi madre o mi hermano me oyeran por casualidad haciendo aquellas preguntas por teléfono.

Sí me enteré de cómo Ben, en el piso bajo, le contaba a mi madre aquellas noticias tan emocionantes. Mi hermano debió de repetir media docena de veces todo lo que sabía. Su voz y la de mi madre que murmuraban y que se alzaban juntas en una ola simultánea de júbilo y rencor. Me arrojé sobre la cama. Me tapé los oídos. No quería oírlos tan unidos en su odio, quizá me daban envidia.

Al menos tenían aquello que compartir.

21

No regresé nunca al 349 de West Ferry Street excepto con el recuerdo, nunca volví a ver a Jacky DeLucca en los años en los que me hice mayor en Sparta y en aquellos otros en los que me distancié de Sparta, aunque con frecuencia en momentos de debilidad -en momentos de soledad- sintiera los carnosos brazos tibios de aquella mujer abrazándome, la elasticidad como de gomaespuma de sus grandes pechos, la fragancia dulce y añeja de su cuerpo sin lavar que me había parecido repugnante en aquel momento y que sin embargo en el recuerdo no me resultaba en absoluto repugnante sino agradable, así como la impresión de sentir sus labios en mi coronilla. El gesto me había parecido tan por completo espontáneo e involuntario como el repentino beso de un perro, o el de un gato: instinto puro, el cálido sentimiento de un ser por otro. Y recordaba igualmente el ruego, entrecortado e infantil, con su trasfondo de coacción de adulto Ahora somos amigas, ¿verdad que sí, Krissie?

Prométeme que volverás a verme.

No había vuelto nunca, por supuesto. Y casi con toda probabilidad, Jacky DeLucca se marchó de West Ferry Street poco después.

Para vivir, quizá entre otros sitios, en una calle llamada Towaga, de East Sparta, una zona muy poco elegante.

Mi fascinación por la casa venida a menos donde Zoe Kruller había muerto era también la fascinación por un sitio -prohibido, nunca reconocido dentro de nuestra familia- al que mi padre había ido, según llegó a admitir demasiado tarde y a regañadientes. Sí, había visitado allí a la víctima. Había tenido allí relaciones sexuales con la víctima. Sí, horas antes de su muerte. Sí, había mentido. Sí, insistía en que era inocente, en que ahora no mentía.

Bruscamente mi fascinación por aquella casa cesó porque, al mejorar el tiempo, y poder ir en bicicleta hasta Quarry Road, la casa que me atraía era la de los Kruller, donde Zoe había vivido en otro tiempo, y donde aún vivían Aaron y su padre Delray. ¡Aaron vive aquí! Está vivo, disfruta de buena salud y no sabe nada de ti.

Qué cosa tan misteriosa es estar enamorado. Porque se puede estar enamorado de alguien que no sabe nada de ti. Quizá nuestra mayor felicidad surge de añoranzas como ésa: estar enamorado de alguien que hace caso omiso de ti.

Cierro ahora los ojos, años después y, sin embargo, con qué claridad revivo aquel trayecto en bicicleta a lo largo de Hurón Pike Road hasta el paso elevado y adoquinado que llevaba las vías del tren hasta el río -me hacía falta empujar la bicicleta por un empinado camino de tierra hasta las vías- y pedalear por el arcén con desniveles y cubierto de ceniza hasta el río a medio kilómetro, y desde allí hasta la pasarela por encima del río donde, a raíz de los daños causados por una tormenta reciente había un cartel que advertía puente para peatones cerrado por reparaciones. si lo cruza es bajo su responsabilidad personal. Debajo estaba el Black River de rápida corriente que nacía muy arriba en los Adirondack, formado por la confluencia de innumerables arroyos y ríos, y que desembocaba en el inmenso lago Ontario hacia el oeste, lago al que habíamos hecho excursiones de un día cuando papá estaba de humor para semejantes viajes familiares con destino a la amplia playa de arena en México Bay (¡nombre bien extraño! Ben y yo nos reíamos de eso), muy cerca de la diminuta población de Texas. Aunque todo aquello lo sabía, no lograba imaginarme cómo un río tan ancho, de aspecto traicionero y que brillaba como una serpiente podía empezar en ningún sitio, como tampoco me imaginaba cómo algo tan intensamente real para mí como mi propia vida podía empezar: porque comienzo implicaba un tiempo y un punto antes del cual una cosa o un ser no existe aún y ¿cómo es posible algo así?

Como mis sentimientos hacia Aaron Kruller. No habría podido decir con precisión cuándo empezaron, me parecía que habían sido parte de mí desde siempre.

Lo sé de manera racional, y con toda seguridad lo sabía entonces: mi amor por Aaron se basaba únicamente en Zoe Kruller y en mi padre. Una misteriosa conjunción de aquellas dos personas. ¿Cómo explicar, sin embargo, la profundidad de mis sentimientos y su carácter obsesivo, el hecho de que me sujetaran con la misma fuerza que los anillos de una enorme boa?

Pedaleaba por el puente con muchas precauciones. Se suponía que para cruzar puentes para peatones como aquél tenías que caminar en lugar de montar en bicicleta, pero no había ningún adulto para reprenderme. Traté de no mirar hacia abajo -de no distraerme con vislumbres del río debajo, fugazmente visible a través de las junturas entre las tablas, encajadas sin demasiada precisión, porque una sensación terrible de mareo se estaba apoderando de mí- hasta que llegué sana y salva al otro lado y descendí con torpeza por otro empinado sendero de tierra hasta una vía de acceso junto al almacén ferroviario de la línea Chautauqua & Buffalo, más allá de la estación cubierta de grafitis, para llegar luego a Front Street, y a Chadd y seguir algo más de un kilómetro hasta la carretera estatal de dos carriles donde enormes camiones con remolque me adelantaban a toda velocidad envolviéndome en una nube de gases del tubo de escape y de calor y en ocasiones tocando el claxon en mi honor, sus terribles cláxones de agudo rebuzno a una ciclista solitaria en aquel peligroso trecho de carretera en el que los vehículos, de manera sistemática, superaban con mucho el límite de velocidad y a continuación llegaba la furiosa reprimenda de los adultos Márchate de aquí con viento fresco, chica, éste no es sitio para ti.

Tenía que seguir la autovía hasta una zona de emplazamientos industriales, almacenes y pequeñas fábricas, Atlas Van Lines, el Control de Animales de Herkimer County, a donde papá había llevado en una ocasión a un perro callejero herido que habíamos encontrado en Hurón Pike Road, sin esperanzas para el perro porque papá dijo No, no nos lo vamos a quedar, eso no va a suceder, de manera que no insistáis, chicos. Y allí, detrás de Sparta Salvage estaba Quarry Road, por donde traqueteaban a lo largo del día pesados camiones volquete en su ir y venir a la cantera de yeso situada a cosa de kilómetro y medio más allá de un barrio de casitas de madera con paredes asfaltadas y de caravanas de color estaño, decoradas con banderas de los Estados Unidos: allí estaba el taller de reparaciones de coches y motocicletas Kruller.

Había dos garajes contiguos, rodeados por una multitud de motocicletas de segunda mano y de otros vehículos en venta en un amplio espacio delantero en su mayor parte desprovisto de hierba. Y en la zona de atrás de la parcela, al final de una larga entrada para automóviles hecha de grava, se hallaba la casa de los Kruller, una granja de madera al viejo estilo, corriente en Herkimer County, que había sido renovada y pintada de color melocotón pálido, con contraventanas verde lima. Se advertía el toque de Zoe Kruller en aquellos colores sorprendentes que ya se estaban apagando. Qué extraño me parecía que Zoe Kruller hubiera vivido en aquella casa, la mujer sonriente y pecosa de Honeystone's Dairy que había aparecido una vez -a no ser que me lo hubiera inventado- en la cocina de nuestra casa y que me había hablado con una intensidad que tenía algo de febril, llamándome Krissie y sonriéndome y asegurándome que no hacía falta que le hablara a mi madre de su visita, que ya se lo diría ella; qué extraño pensar que la misma mujer era la cantante que actuaba en el quiosco de la música de Chautauqua Park, y a quien la gente aplaudía con tanto entusiasmo; una mujer que había sido esposa y madre, y que vivía en Quarry Road, en la clase de barrio que mi madre llamaba de blancos pobres y que implicaba una clase de pobreza distinta de la de la gente de color y de la de los indios, quizá peor.

Qué extraño: Zoe, tan viva, estaba ahora muerta.

Más que muerta, asesinada.

Zoe había estado viva sobre todo en Chautauqua Park, cantando con Black River Breakdown, su grupo, en las noches de verano, noches en las que se me permitía seguir levantada después de mi hora habitual de acostarme, que eran las nueve. En el escenario estaba Zoe Kruller con un aspecto tan distinto del que tenía en Honeystone's, glamurosa y sexy como una artista de la televisión, cantando «Are You Lonesome Tonight» con su voz grave y gutural, y también «Up the Ladder and Through the Roof», «Footprints in the Snow», «Little Bird of Heaven». Mosquitos y mariposas nocturnas le rodeaban la cabeza como una estremecida aureola desquiciada de la que Zoe se esforzaba al máximo por hacer caso omiso. Lucía vestidos centelleantes con faldas muy cortas a no ser que fueran muy largas, con aberturas a los lados hasta medio muslo. Le brillaban las piernas gracias a medias muy pálidas, o negras de encaje, y los zapatos eran de tacón alto excepto en una ocasión -creo que no me lo estoy inventando- en que actuó descalza o sólo con medias. En una muy calurosa noche de verano hace mucho tiempo.

Sí: Zoe se había quitado los zapatos a patadas. También se había soltado el pelo -con extrañas mechas- que antes tenía sujeto, gracias a algún tipo de cinta, para apartárselo de la cara, y lo había agitado hasta dejarlo completamente libre, mientras el público silbaba y aplaudía.

Se sabía que había llegado el final de una actuación cuando el intérprete hacía una reverencia. Allí estaba Zoe Kruller inclinándose -sonriendo con su amplia sonrisa refulgente y optimista- alzando una mano para protegerse los ojos y ver más allá de las candilejas, algo que una cantante con más experiencia nunca hubiera hecho y dando las gracias a los espectadores por ser «el mejor de los públicos, incomparable… Os quiero…».

Las luces se apagaban. Con terrible brusquedad, como si cayera una pesada cortina.

Esa mujer.

¿Sí? ¿ Qué mujer?

Ya sabes qué mujer.

¿La mujer de Del Kruller? ¿ Qué sucede?

¿Hay algo entre vosotros dos?

Algo… ¿qué?¿Como qué, Lucille?

He preguntado si hay algo entre vosotros dos.

Basado en… ¿qué?

Basado en ti. Y en ella.

Más o menos lo mismo que hay entre tú y Del.

¡Apenas conozco a Delray Kruller! Y él no me conoce a mí.

Ahí lo tienes, Lucille. Estamos empatados.

Maldita sea, eso que has dicho es una cosa rastrera. Vete al infierno.

En el coche, de vuelta a casa. Papá conducía, mamá ocupaba el asiento del pasajero y Ben y yo íbamos detrás, a punto de dormirnos.

Pensaba en aquellas cosas mientras pedaleaba más allá de la entrada de coches hacia la casa de los Kruller. Era un calinoso día de verano, con el cielo cubierto y una luz de sol despiadada que se reflejaba por todas partes. Tenía catorce años, era larguirucha y flaca y, si se me veía a cierta distancia, parecía aún más joven de mi edad. Para entonces Zoe Kruller llevaba muerta -asesinada- tres años y cuatro meses y seguía sin encontrarse al responsable.

El taller de reparaciones Kruller de coches y motocicletas era un sitio al que se llevaba toda clase de vehículos: coches, camionetas y camiones pequeños, tractores, motocicletas. El local parecía una caja tumbada de lado, de la que se salía el contenido: vehículos, herramientas y equipo, música de rock muy alta, mecánicos con monos tiesos de grasa. Los hombres también alzaban la voz. Las risas eran sonoras, ásperas. Me cuidé de pasar por el otro lado de la calzada, porque no quería que se rieran de mí, no quería llamar la atención de nadie en el taller: ni empleados, ni clientes, ni Aaron Kruller, que podía ser uno de los mecánicos más jóvenes que había vislumbrado con el rabillo del ojo.

A menudo había otros ciclistas en Quarry Road, pero se trataba, en su mayor parte, de varones adolescentes. No era corriente ver a una chica por allí, sola. Con vaqueros y jersey podría haber pasado por un chico de no ser por la cola de caballo de un rubio muy claro que ondeaba detrás de mí. Si alguien en el taller silbaba apreciativamente en mi dirección o me decía ¡Oye, chica!¡Eh, muñeca!, mi corazón se aceleraba lleno de alarma -a no ser que fuera por la emoción- pero nunca me volvía a mirar porque sabía que no podía tratarse de Aaron Kruller -Aaron Kruller no era de los que se metían con las chicas- y con toda seguridad tampoco se trataría de su padre Delray, y fuera quien fuese, uno de los mecánicos, o un cliente, o sencillamente algún tipo que perdía el tiempo en el taller, donde montones de tipos parecían perder el tiempo, habría dejado de verme más o menos en el mismo instante en el que me había elegido para un momentáneo interés masculino y no habría tenido tiempo de verme la cara lo bastante bien como para darse cuenta: ¡Esa chica! Era la hija de Eddy Diehl.

22

No vi a quien me agredió. Nunca supe quién era.

Esa sería mi declaración. Mi testimonio. No había manera de hablar de lo que me había pasado que no fuera una forma de reconocer lo que había querido que sucediera porque, de lo contrario, por qué habría ido con aquellas personas, por qué aquel día después de las clases en la destartalada furgoneta en lugar de ir al consejo de redacción para el anuario del curso, dado que la señora Finder, nuestra asesora, me estaba esperando y se llevó una decepción.

Con la esperanza de que Aaron estuviera allí, en el otro sitio. En la estación.

Donde algunos tipos se reunían después de las clases. Si bien algunos no iban ya al instituto. Había gente de más de veinte años, que eran los que proporcionaban las drogas. Se sabía que Aaron Kruller era amigo suyo. Drogatas diría Ben con desdén fumetas yonquis fracasados pero puede haber felicidad en tales riesgos. ¿Quieres venir de fiesta con nosotros, Krissie? ¿Te quieres colocar? Da la sensación de que necesitas colocarte, corazón, vamos, yo sé el camino.

Así que me fui con ellas. Quizá fue una equivocación -quizá toda mi vida ha sido una equivocación-, ¿cómo lo habría sabido, sin correr el riesgo?

Aunque Aaron Kruller no estaba allí.

Si bien al final resultó que sí.

… no vi a quien me agredió. Cualquiera de ellos. No les vi la cara, no sé sus nombres.

No recuerdo dónde empezaron a estropearse las cosas. Ni por qué. Quizá no hay un porqué. Cuando la culpa es tuya. Cuando lo provocaste. Cuando sabías de antemano que aquello era una insensatez, que era arriesgado, que era temerario, que aquellas chicas no eran amigas tuyas. Por qué estabas allí pero no había ningún porqué.

Humedad y frío. Dentro de la estación, como un sótano. Toses y ahogos. Náuseas. Fuera lo que fuese lo que me habían dado -¡Vamos, Krissie! Necesitas colocarte, corazón- regresaba en ardientes monedas de un vómito increíblemente ácido que me manchaban el delantero del jersey. Menudo colocón tiene, ¿quién cojones es? Nada más que una cría, joder, está flipando, si se desgracia y es una sobredosis, ¿quién se va a deshacer de ella?¡Yo no!

Una de las chicas me cogió por el brazo clavándome las uñas. No conocía su nombre ni su cara, excepto que era una cara de preocupación, de impaciencia feroz. Quizá yo había llorado, y su novio trataba de consolarme. Vamos, nena: ¡despierta! Abre los ojos, Chiquitina, te vas a poner bien.

Aquella supuesta amiga me tiraba del pelo para despertarme. Hacía que la cabeza se me moviera como si fuese una marioneta, las otras reían. Estábamos amontonados. Gracias a tanta proximidad se generaba un calor frenético. De todos modos, la estación -de paredes de piedra- resultaba fría y húmeda como la parte más remota, todavía sin terminar, de nuestro sótano, más allá del cuarto de la caldera. Y la otra chica, Bernadette. Estaban todos colocados y se reían. Zumbido de voces, no habría sabido decir cuántas, y después no lo recordaba, dominada por los ataques de náuseas, por los vómitos de coágulos ácidos y calientes de líquido como leche cortada, por lo que las chicas que habían sido tan amigas mías estaban indignadas y furiosas conmigo Vomitándome en las botas. Maldita sea, Krista, lo has hecho aposta. Los chicos se reían. Risas como animales chillando. Las chicas que se pelean entre sí son muy divertidas. Yo no tenía que saber que Chiquitina era un regalo que habían traído para los varones.

Lo que me llamaban en realidad era Tetitas, Coñito. Delante de mí, Chiquitina.

Cuántos años tiene, joder, parece una niña. Esto puede ser un desastre.

¡Tiene nuestra edad, no deis el coñazo! Está en el mismo curso que nosotras.

Aquellas chicas que consideraba amigas mías. Piel caliente, ojos que relucían como cristales rotos. Una de ellas me rasgó el suéter. Otra me sujetó la cabeza para torcérmela y hacer que vomitara -si es que aún se corría el peligro de que vomitara- en una esquina donde había un montón de desperdicios que ya apestaba a orines. Por qué aquello era tan divertido, no lo sabía. La risa corría por la habitación como un reguero de pólvora, como chispas azules que saltaran de uno a otro entre mis atormentadores, y allí estaba Duncan que acababa de llegar y exigía que se le presentara a Chiquitina/Tetitas/Coñito ya que se trataba de algún tipo de intercambio por la droga que traía. Vomitaba, de rodillas, y me reía queriendo pensar Pero también les gusto, ¿no es verdad? Piensan que soy guapa y me quieren con ellos.

Empezaron a pasarse porros, me encontré con uno entre mis torpes dedos, una de mis amigas tuvo que sujetarme la mano. Humo caliente, abrasador, me entró en la boca, en los pulmones, era un error respirar, pero no pude evitar hacerlo porque de lo contrario me hubiera ahogado, sin embargo era eso lo que me estaba sucediendo, pasó ante mis ojos una rápida visión de mi madre mirándome horrorizada y asqueada Ya no eres hija mía, sólo de tu padre. Me corrían las lágrimas por las mejillas y tenía náuseas pero me reía y las chicas que me habían llevado -Mira Roche, Bernadette, mis amigas del instituto- me empujaban para apartarme mientras reían a carcajadas ¡No se te ocurra vomitar otra vez! Dios del cielo a no ser que aquello hubiera sucedido ya y de algún modo estuviera sucediendo de nuevo, aquel sabor agrio en la boca, el delantero de mi bonito suéter amarillo pálido bordado con capullos de rosas y salpicado ya de vómito, manchas de color amarillo oscuro como suero de leche rancio, mi ropa olía y estaba húmeda y debajo del suéter, mi sujetador blanco de algodón, también rasgado.

Uno de los chicos debía de haber metido la mano dentro del suéter. Firmes dedos masculinos que quizá podrían confundirse con cosquillas o con una caricia.

¿Por qué pasaba aquello? Al principio habían sido amables con Chiquitina pero luego de manera brusca se produjo un cambio, como un viento helado que llegaba del río, con olor salobre, malvado, sentí la maldad como calor que les brotara de la piel, los ojos como punzones para romper el hielo. Duncan Metz era mayor -más de veinte-, hacía mucho que había dejado de estudiar, cuello de músculos poderosos, pelo desgreñado y barbita en punta le daban un aire de cabra perversa, de macho cabrío que tiene que ser el que manda. Duncan Metz era amigo de Aaron Kruller. Los había visto juntos por la calle. Quizá Duncan Metz trabajaba en el taller de Kruller y al pasar en bicicleta delante del garaje lo había visto, y él me había visto, quizá Duncan no era uno de los mecánicos, sino sólo iba por allí a pasar el rato, o llevaba su coche para ponerlo a punto o le había comprado un automóvil a Delray Kruller, y había pedido que le hicieran algún cambio, tal vez se trataba de un Chevy Camaro, o de un Pontiac Firebird, papá habría sabido los nombres de aquel tipo de coches, aunque no fueran lo bastante especiales para Eddy Diehl. Al ver a Duncan pensé Ahora aparecerá Aaron. Ahora mi vida cambiará, todo esto se convertirá en algo hermoso.

No era cierto que Krista Diehl fuese alumna del último año de Sparta High ni que estuviera en la misma clase que Mira Roche y Bernadette Hedwig. Krista cursaba décimo grado, tenía quince años, era menor de edad y Duncan, Jake y R. J., personas de más de veinte años, estaban sopesando aquellos hechos. Duncan había estado admirando el pelo de Krista, que no era teñido, preguntó si su coño era rubio, le retorció el pelo con el puño e hizo que gimiera de dolor, le tiró de la cabeza hacia abajo, hacia su entrepierna, Duncan quería hacerse el gracioso (¿no era eso?), se estaba exhibiendo delante de sus amigos, Krista gemía como una niñita asustada, lo que siempre tiene gracia. El malvado macho cabrío Duncan Metz tiraba de la cabeza de Krista hacia arriba, ahora la obligaba a ponerse de puntillas como una bailarina, Tetitas sobre las puntas de los pies era todavía más divertida y con una parte de su cerebro que no estaba drogada ni aturdida se daba cuenta de que todo aquello era una equivocación, un error suplicar a alguien que disfruta haciéndote daño, exhibiéndote delante de otros, pero Krista no podía evitar suplicarle No por favor no me hagas daño por favor y uno de los otros fulanos trató de intervenir, su objeción era de tipo práctico, simple sentido común Déjala, Duncan, es demasiado joven, Tetitas hará que te detengan, hombre y Duncan dice Tetitas está completamente ida, va a tener una suerte de la leche si no sale de ésta con los sesos cocidos. Dentro de la estación el aire estaba enrarecido a causa de un fuego que alguien había empezado, de un hedor a basura que se quemaba mal, periódicos viejos en descomposición, madera podrida, hojas secas que al quemarse producían un humo acre hasta el punto de que hubo que sofocar la hoguera a pisotones. De todos modos hacía frío y el interior de la vieja estación abandonada estaba húmedo, se podía ver aún el hueco del mostrador donde se despachaban los billetes, bancos para usuarios ahora volcados, destrozados, olor a orines y a excrementos, porque hombres sin hogar dormían a veces allí, cuando el tiempo era frío, sobre los bancos rotos, o debajo, envueltos en periódicos sobre el suelo mugriento. Se compartían porros, acurrucados juntos en torno a los restos de la hoguera que no daba calor, sólo el hedor a basura que se quemaba mal mientras querías pensar Estamos compartiendo como en una familia, excepto que la droga que Duncan había traído era hachís mezclado con anfetas, tan fuerte que parecía fuego, el interior de la boca me vibraba de calor, y la cabeza y el cráneo, el corazón empezaba a correr, luego llegaba una oleada de felicidad repentina, tibieza, un loco sentimiento de júbilo que hacía que quisiera reír como papá me hacía reír cuando recurría a las cosquillas para sacar a su hijita de un humor melancólico, así de deprisa, en cuestión de segundos lanzando grandes carcajadas, o quizá sea el comienzo del ahogo, de la asfixia definitiva -me habían llevado allí para asfixiarme- se me estaban metiendo demasiadas cosas en el cráneo, el cerebro se me estaba hinchando dentro del cráneo como un globo a punto de explotar. Chica, tienes que haber querido esto, por qué estás aquí si no. Estúpida Coñito por qué demonios estás aquí si no.

De algún modo Zoe Kruller me estaba consolando. De puntillas inclinada sobre el mostrador de Honeystone's preguntando ¿Qué puedo hacerte, Krissie? Necesitaba saber, desesperadamente, si también Zoe había estado aquí. Si era un sitio al que también a ella la habían traído. Y si supo lo que le iban a hacer. Adónde iba y de dónde no volvería. Si supo que iba a morir cuando él empezó a golpearle con el martillo, cuando le abrió la cabeza como un melón, la arrojó sobre la cama, a no ser que Zoe ya hubiera sido arrojada en la cama, tenía que ser tan grande la rabia en él, tal la necesidad de hacer daño, tal el frenesí, tal la locura mientras le retorcía la toalla alrededor del cuello y la apretaba hasta que sus terribles sacudidas se debilitaron y acabaron -hasta que Zoe dejó de respirar-, y cesó el forcejeo. Y después de aquello ya no hubo Zoe. Y pasados más de cuatro años, nadie sabía por qué. Nadie sabía quién. Nada había cambiado. Nada se había resuelto. El rostro del asesino era un borrón, no se conocía su nombre. Ni un día, ni una hora en los que no me diera cuenta de que era la hija de mi padre. Hasta el mismo día de hoy, como adulta, y con la misma fuerza que entonces, como jovencita de quince años, pensando desafiante Pero le quiero, nunca dejaré de quererlo. Nunca dejaré de creerle.

Poco después del mediodía, hora de estudio en el quinto periodo de clases, miraba el libro de geometría y me mordía el labio inferior, con aquel vacío dentro de mí que era como un agujero que nunca pudiera llenarse, y allí estaba Mira Roche a quien apenas conocía, una chica mayor, de último curso, con rostro y figura de adulta, que me sonreía y se inclinaba sobre mí para susurrarme Oye, Krista: ¿quieres venir a una fiesta con nosotras? ¿Esta noche? Y Bernadette Hedwig, sentada detrás de mí se inclinó tanto que sentí la caricia de su aliento en la nuca mientras decía Hay un tipo, Krissie, un tipo bien de verdad que te quiere conocer. Y Mira dice ¡Sí, como lo oyes! Me lo ha dicho. Y en el aseo de las chicas después, a donde me siguieron, Mira Roche a un lado, Bernadette al otro, me estaba poniendo colorada, tan halagada, tan confundida, ¿por qué se interesaban por mí aquellas chicas mayores? Y Mira dijo que yo era endemoniadamente sexy, con aquel pelo rubio para morirse, y Bernadette me lo estaba acariciando, inclinándose mucho como para besarme y sentí una repentina felicidad, creí que aquellas chicas eran un camino para llegar.1 A.non Kruller, que era de Aaron Kruller de quien hablaban. ¡La emoción de ser elegida así! La emoción de gustar mientras pensaba Estas chicas quieren ser amigas mías. Mis amigas íntimas. Porque había dejado de tener amigas en el instituto. Ya no me era posible confiar en las chicas de mi clase en las que antes creía poder confiar. O quizá fuese que no lo deseaba ya. Había transcurrido muchísimo tiempo desde la última vez que me había quedado a pasar la noche con una amiga de Sparta, como antiguamente. Antes de que hubiera aparecido el problema en nuestras vidas, cambiándolas, de manera que Ben y yo éramos conscientes de que dábamos pena a la gente, de que la gente se compadecía de nosotros, por lo que habíamos llegado a aborrecerlos, era un error hacer confidencias a un amigo, tanto Ben como yo lo habíamos aprendido. Si le confesaba a una amiga que echaba de menos a mi padre, si le decía dónde vivía ahora papá (que era en Buffalo), y qué tipo de trabajo estaba haciendo («Como el que hacía aquí», lo que no era exactamente verdad), si decía cómo la realidad era que nunca lo habían detenido, que la policía de Sparta no lo había detenido nunca porque no tenían motivos para hacerlo, ninguna prueba, ni concluyente ni circunstancial, que nunca habían tenido ninguna y sin embargo había tantísima gente que pensaba que había matado a Zoe Kruller, y de manera cada vez más imprudente me sentía empujada a hacer confidencias a mi amiga, podía sucederme que me echara a llorar, y entonces mi amiga tal vez me consolara y me animase a contarle más cosas, que era lo que yo hacía, y le explicaba lo triste que estaban mi madre y mi hermano, lo enfadados que estábamos, lo injusto y lo inmerecido que era, tanto hablar sobre Edward Diehl en la televisión, en los periódicos, y nada era verdad, y no había manera de borrarlo ni de arreglarlo. Y aquella chica fingía simpatizar conmigo, fingía ser mi amiga, diciendo Vaya, Krista, tiene que ser muy duro, es como si alguien se hubiera muerto en la familia, mi madre lo siente tanto por ti y por tu madre y dice que no se imagina cómo tu madre ha sobrevivido todo este tiempo teniendo que preguntarse si tu padre se ensañó con aquella mujer, si quizá fue él quien la mató.

Pero Mira y Bernadette no eran así, pensé.

Ella y yo nos vamos a dar un paseo en coche. Sólo nosotros dos.

Duncan me llevaba fuera, dijo. Retorciéndome el pelo dentro del puño. Era la clase de individuo con el que una chica no tendría dificultad en ir, una chica se iría con él sin miedo y sin necesidad de que la forzaran pero no era eso lo que Duncan quería, eso era aburrido para Duncan, que alzaba mucho la voz, así que sonaba como un rebuzno cuando Duncan afirmaba ¡Aburrido! Y era también la razón de que Duncan necesitara con frecuencia un cambio de escenario y un cambio de personas. Estaba enfadado con Tetitas y Coñito o quizá sólo fingía -fingía estar enfadado y me reñía como un papá chapado a la antigua- tirándome del pelo de manera que iba cojeando tras él como un perro con una correa muy corta tratando de reír, sabía que Duncan Metz era un bromista, Duncan Metz estaba orgulloso de hacer reír a la gente, por lo que si me reía como todo el mundo, no sería crueldad, ¿verdad que no? Si me reía y no gemía de miedo ni le suplicaba que se detuviera, no me iba a hacer daño, ¿no es cierto? O, si me hacía daño, si mi cuero cabelludo gritaba de dolor, se trataba de un accidente y no era deliberado, Duncan sólo estaba bromeando.

En el exterior de la estación había estado lloviendo. Un olor húmedo y dulzón a tierra y a putrefacción, a fertilizante que se había derramado en el vagón de mercancías de Chautauqua & Buffalo hasta el que Duncan estaba tratando de alzarme -¡Vamos, nena, coopera! Un dos tres- aquello tenía su lógica, Duncan Metz me quería meter en el abandonado vagón de mercancías y trepar después de mí, tal vez, o Duncan Metz me iba a meter dentro del vagón de mercancías abandonado y a hacer fuerza con la puerta corrediza hasta cerrarla y dejarme atrapada dentro, tenía que haber una lógica en lo que Duncan estaba tratando de hacer y también para mis risas dominadas por el pánico, pero mi cerebro parecía haberse desconectado excepto para registrar que alguien había intervenido -un extraño-, otro tipo que sujetaba furioso y disgustado el brazo de Duncan Deja en paz a la chica, vete al infierno, joder. De repente los dos tipos forcejeaban, intercambiaban maldiciones, rápidos golpes violentos, Duncan vacilaba y se apartaba, soltándome, incluso me empujaba hacia el otro tipo murmurando un insulto ¡Anda y que te jodan, Kruller! Me di cuenta de que el otro era Aaron Kruller, que estaba furioso, como si nos hubiera vigilado desde lejos a Duncan y a mí sin querer intervenir pero de algún modo había terminado por hacerlo, maldita sea no le quedaba otro remedio.

Cuando Duncan me empujó, perdí el equilibrio y caí al suelo. Ninguna fuerza en las piernas. ¡Tan cansada! ¡Tan exhausta! De repente lo único que quería con desesperación era dormir, escaparme mediante el sueño tumbada en la acera húmeda, excepto que Aaron Kruller se había agachado y tiraba de mí Levántate, vamos, chica, levántate, no te puedes dormir aquí…

Consiguió que me sostuviera. A poca distancia, Duncan se burlaba de nosotros. Aaron no le hacía caso y dijo Muy bien, apóyate en mí, no cierres los ojos, trata de estar despierta. ¡Vamos, hazme el favor!

Qué ganas tenía de dormirme. De tumbarme en el suelo acurrucada con la forma de una larvita blanca, sin ojos ni oídos, apenas los latidos del corazón y mis huesos vacíos llenándose de sueño como si fuera éter excepto que Aaron Kruller me estaba zarandeando, agarrándome por los hombros me zarandeaba, no me dejaba dormir ¡Zas!¡Zas!, la mano abierta de Aaron Kruller contra mi cara despertándome para que los ojos se me abrieran.

Más tarde entendería la lógica de sus actos. Pensaría Eso era lo que tenía que suceder, precisamente así.

Me sangraba la boca. Tenía un corte en el labio superior. Quizá de la bofetada de Aaron Kruller o de uno de los golpes de Duncan Metz. Y el vómito que se me salía de la boca y me caía por la ropa. Sedoso pelo rubio tapándome la cara, apelotonado por el vómito. Sigue despierta decía Aaron. Mantén los ojos abiertos. Si te duermes, el efecto será de sobredosis. Obligándome a caminar sin miramientos como se hace con un borracho que no se sostiene. Medio arrastrándome hasta la calle, su brazo apretándome la cintura, sosteniendo todo mi peso mientras Duncan Metz nos gritaba desde lejos como alguien que se ha vuelto loco.

Aaron hacía caso omiso de Duncan Metz. Aaron me hablaba, insistía Vamos, chica, puedes andar. Casi hemos llegado.

Había un coche estacionado y con el motor en marcha. Aaron me ayudó a ocupar el asiento del pasajero. Absoluta flojera en las piernas, al parecer había perdido un zapato. Sentía la cabeza suelta sobre el cuello, como a punto de caérseme. ¡Estaba todavía tan dormida, tan atontada! Me asaltó otro ataque de náuseas, aleadas y vómito aunque no tenía ya prácticamente nada que expulsar, mis tripas estaban enfermas, envenenadas, y me sentía tan avergonzada como para pensar Esto no me puede estar sucediendo, no soy una chica a la que le pueda suceder una cosa tan horrible pero cuando la vomitona parecía haber concluido Aaron Kruller me limpió la boca con naturalidad con un clínex usado que se sacó de un bolsillo de la chaqueta. Tenía que estar asqueado pero medio maravillado también ¡Dios santo, chica! Mira qué aspecto tienes.

Y yo sabía que estaba a salvo con él. Pensaba Me conoce. Todos estos años Aaron Kruller ha sabido quién soy.


Los mestizos crecen deprisa decían.

Mi madre y su gente decían eso. En Sparta, los blancos decían eso. No con desprecio ni con desdén o, al menos, no siempre, sino con algo así como un asombro culpable.

Crecen deprisa. No tienen muchas posibilidades de elegir.

Así que a mí me parecía que Aaron Kruller no era un chico como mi hermano Ben. Aaron Kruller no era un crío. Sin haber cumplido los dieciocho -creo que el dato es correcto- Aaron se comportaba como un hombre, alto y decidido y lanzando maldiciones para sus adentros como si supiera que lo que hacía era complicarse la vida, buscarse complicaciones, pero que no le quedaba otro remedio.

Tener que tratarse con Krista Diehl. Pero no había tenido otra posibilidad.

Me llevó hasta una casa de ladrillo dentro de una hilera de casas iguales en algún lugar de Sparta, no lejos de la estación.

Una casa de ladrillos rojos empapada en agua y cuyo interior olía a patatas fritas y a grasa. Me hizo entrar ciñéndome la cintura con el brazo y yo me escurría todo el tiempo, cayéndome casi, al borde del desmayo y demasiado aturdida para llorar siquiera. A paso ligero Aaron me llevó más allá de una mujer con expresión de asombro -pariente suya de mediana edad, desconocida para mí- que había salido a abrir la puerta cuando Aaron la golpeó con el puño y dio voces para entrar -«¡Soy Aaron!»- y me condujo por un estrecho pasillo que descendía bruscamente como el tobogán de una verbena hasta un baño que era poco más que un cuchitril y me ordenó que me lavara la cara y me limpiara, porque si me llevaba a mi casa y mi madre me veía tal como estaba, le daría un ataque y llamaría a la pasma.

Y si la pasma me veía, seguro que me trincaba.

En el lavabo me costó abrir el grifo. Las rodillas se me doblaban, no parecía ser capaz de mantener el equilibrio. Aaron maldijo en voz muy baja -algo que sonaba como qué jodienda me ha caído- pero me bajó la cabeza, abrió el agua fría y me roció la cara ardiente hasta que empecé a toser y a resoplar, repuesta en parte.

Aaron me preguntó cuántos años tenía. Se lo dije. Movió la cabeza de una manera peculiar suya, medio indignado y medio maravillado. Joder.

Quería decir que era demasiado joven. Una menor. Si estaba conmigo, en el estado en que me encontraba, consecuencia de las drogas, y con el aspecto que tenía, como si hubiera sido víctima de algo, de algo violento y desagradable y sexual, significaba problemas para él con toda seguridad.

– ¿Aaron? ¿Quién es?

La mujer se introdujo por la fuerza en el cuarto de baño detrás de nosotros, nerviosa y borrascosa como si su paciencia estuviera más que en carne viva y ella enfadada al límite. Dado que en la desquiciada familiaridad con la que había pronunciado el nombre de mi acompañante se oía un acento que era un eco del de Aaron, se podía deducir que eran de la misma familia, que estaban emparentados. Aaron le hizo un resumen muy sucinto de lo sucedido en la estación. Habló todo el tiempo de ella como si yo no estuviera presente. Como si yo fuese un problema que se le había presentado a él, que no lo había querido pero que no podía abandonar.

– ¡Dios del cielo! ¿Le ha… está… lastimada?

– No creo.

– ¿Colocada? ¿Con qué?

– Pregúntale.

La mujer apartó a Aaron. A partir de entonces se ocupó de mí como si fuese una niñita enferma. Su aliento olía cálidamente a cerveza y la camisa roja de franela se tensaba mucho sobre sus amplios y pesados pechos. Se llamaba Viola, y me pareció que había visto Viola en una placa de identificación en algún sitio, quizá en Kmart.

Viola era tía de Aaron Kruller -hermana de Delray Kruller- y se daba cierta coincidencia en cuanto a rasgos faciales, tez morena, marcadas cejas oscuras.

Viola, la tía de Aaron, se correspondía mucho mejor que Zoe Hawkson con la idea que uno se podía hacer de su madre.

De manera muy vaga reparé en un lavabo de porcelana con manchas y cañerías al aire, un retrete muy anticuado con una cubierta para el asiento de felpilla rosa, y una bañera grande y con desconchones en la que parecía haberse volcado un cesto de ropa sucia: toallas, sábanas, ropa interior de mujer. No pude dejar de pensar en la repugnancia que habría sentido mi madre ante semejante desaliño. Semejante negligencia. Semejante abandono. Viola le preguntaba a Aaron si alguien nos había seguido hasta allí y Aaron dijo que le parecía que no. Ella le preguntó si había visto coches patrulla por el barrio y Aaron dijo que no. Siguió preguntando si aquello tenía algo que ver con alguien cuyo nombre no entendí, pero que sonaba algo así como dutcbboy, y Aaron dijo «¡Joder, no!».

A Aaron no le pareció bien todo aquel interrogatorio y acabó dejándome con su tía, a quien el aliento le salía con violencia por la boca, como si hubiera tenido que subir corriendo unas escaleras empinadas. De manera brusca me tiraba del pelo y me lo separaba con un cepillo mugriento y con los dedos -sus uñas tenían una forma extraña, cuadradas, y se las había pintado de un rojo anaranjado muy chillón, ahora perdido en parte-separaba marañas o coágulos de lo que había reconocido de inmediato como vómitos. Exasperada, lanzó un grito entrecortado:

– ¡Maldita sea!

– ¿Cuál es el problema?

Aaron había vuelto, con una lata de cerveza recién abierta. A través de mis pestañas casi completamente pegadas le vi bebérsela a tragos sedientos, a la manera en que un hombre que se ahoga podría sorber aire. Me enamoré de él entonces. Me enamoré todavía más.

Aaron, el chico de los Kruller. El chico al que llevaba persiguiendo tanto tiempo y con el que había soñado tantas veces: ahora podía ver lo tosca que era su cara, la hirsuta barba oscura que le crecía con fuerza, la solidez de sus maxilares, las cicatrices de acné en la frente y en las mejillas, además de las de lacrosse o quizá cicatrices de peleas y en la ceja izquierda una cicatriz de aspecto especialmente desagradable, como si se hubiera clavado un anzuelo. Y al verlo ahora tan de cerca pensé que podría no haberlo reconocido, me daba miedo y, sin embargo, lo amaba sin remedio, un amor enfermizo, desesperado, que debió de brillar en mis ojos inyectados en sangre, porque Aaron se me quedó mirando y enseguida apartó la vista.

Y murmuró de nuevo para sus adentros lo que sonó como Hay que joderse un par de veces.

Viola le estaba preguntando a Aaron por qué me había llevado allí «colocada hasta decir basta» y «tan joven» y Aaron dijo que no había tenido otro remedio. Viola preguntó si sabía quién era yo y Aaron no contestó la primera vez y luego dijo, con una risa áspera y amarga:

– Adivina.

– ¿Que adivine? ¿Cómo demonios voy a adivinar?

– Se apellida Diehl.

– Apellida… ¿cómo?

– Diehl.

Viola estaba junto al lavabo a mi lado y alzó la cabeza para mirar, en el espejo lleno de manchas encima del lavabo, a Aaron, que se hallaba detrás de nosotras, recostado en el marco de la puerta bebiendo cerveza.

– ¿Diehl…? Quieres decir… ¿él?

– ¿Qué otro puede ser? ¡Joder, Vi! ¿Cuántos Diehl hay?

Aaron se encogió de hombros. En el espejo Viola me siguió mirando con algo parecido a fascinada consternación. Ahora con más claridad que antes veía yo el parecido entre ella y su sobrino: no sólo las facciones y la piel morena, sino su forma de apretar las mandíbulas como si estuviera tratando de impedir que se le escaparan palabras terribles que no se atrevía a pronunciar.

Quería encontrar consuelo en la proximidad de aquella mujer. Quería consolarme con su calor corporal, con la manera en que la tela de su gastada camisa de franela se le tensaba sobre los pechos y en la manera en que me miraba como si fuera incapaz de saber los sentimientos que le inspiraba. Tenía, quizá, la edad de mi madre. Delicadas arrugas de preocupación junto a los ojos y una mínima pizca de carne debajo de la barbilla, pero Viola Kruller era todavía una mujer bien parecida, los hombres se volverían a mirarla en la calle.

A modo de rechazo, aunque tardío, me dio un empujoncito.

– ¡La hija de Ed Diehl! ¡Cielo santo!

No tenía respuesta para aquello. En el lavabo, la cara encendida y el pelo en los ojos, podía fingir que no había entendido. Estaba ida, «colocada». Podía fingir que no entendía muchas cosas.

Ablandándose, Viola dijo, después de esforzarse por conseguir que sus labios dibujaran algo parecido a una sonrisa:

– Bueno, supongo que no es culpa tuya, después de todo. No eres más que una niña. Su pequeña. Como que nadie tiene la culpa de quién sea su padre, se trate o no de un asesino.

Quise protestar ¡Pero mi padre no lo es! Papá no es pero tenía la garganta cerrada.

De repente sentí que me desmayaba. El desfallecimiento iba y venía en oleadas y aquélla era una muy fuerte. La tía de Aaron me sujetó por debajo de los brazos y me ayudó a sentarme sobre la taza del váter que tenía la tapa bajada. Un asiento de felpilla rizada. Viola Kruller y Lucille Bauer tenían al menos una cosa en común: el asiento del váter con cubierta de felpilla rizada.

En el baño del piso de abajo mamá tenía una cubierta amarilla. En el de arriba, de color rosa.

Sonreí al pensar ¡A mamá no le gustaría ver esto!

Me sentía otra vez mareada. Quería deslizarme hasta el suelo, acurrucarme sobre el linóleo manchado del pequeño cuarto de baño y dormir.

Una larvita blanca muy acurrucada, que cualquiera podría aplastar sin darse cuenta.

– ¡No, cielo! Eso no. No tienes que dar cabezadas, cariño. Sabes que no es una buena idea, en el estado en que te encuentras, cielo. Mejor no. No-o-o-o… -con energía me sacudió por los hombros para mantenerme despierta. Con dedos inseguros busqué a tientas una de sus manos, y me agarré a ella con una tenacidad que debió de sorprenderla. No recordaba cuándo era la última vez que me había agarrado a la mano de una persona mayor de aquella manera-. Muy bien, cielo. Aquí me tienes. Estás bien. Vas a estar perfectamente.

Detrás de nosotras habló Aaron, sorprendente la cercanía de su voz, había olvidado que estaba allí:

– Si la puedo sacar de aquí y llevarla a su casa, si es que se despeja…

Su tía dijo:

– Maldita sea, Aaron, tendrías que haber pensado en eso antes de traerla.

Aaron respondió:

– Era el sitio más cercano que conocía. Tú hubieras hecho lo mismo, Vi.

– ¿Por qué no la llevaste al hospital, si pensabas que estaba mal por una sobredosis? -preguntó ella.

– Respiraba bien y podía andar -dijo Aaron.

– Entonces… podrías llevártela ahora, quitártela de encima -dijo Viola.

– Me da miedo cagarla con mi libertad condicional -dijo Aaron.

– ¿Tu libertad condicional? ¿Y qué hay de la mía? Mal dita sea, Aaron. Los chicos como tú 110 pensáis.

Reprendido, Aaron guardó silencio. Estaba claro que se trataba de un diálogo repetido con frecuencia. Había un afecto lleno de exasperación en la voz de la tía y un algo conciliador y confiado en el sobrino. Encontré fascinante que aquellos dos extraños hablaran de mí como si yo tuviera importancia. Como si tuviera importancia que fuera víctima de una sobredosis por drogas. Y qué extraño que hablaran de mí como si fuera una niña pequeña, sin responsabilidad por mi comportamiento. La mujer volvió a preguntar si me habían hecho daño -supe que tenía que traducir aquello como si me habían violado- y Aaron dijo que estaba convencido de que no, habría habido «señales» en el caso contrario.

– Parece que se ha orinado encima, pobrecita -dijo la mujer, frotándome la ropa con una toalla húmeda.

Y Aaron dijo, con su risa áspera y amarga:

– Con tal de que no se trate de sangre, la humedad no me importa.

Rieron los dos. Tía y sobrino riendo juntos. Los Kruller riendo juntos. Viola me dio en la cara con la toallita húmeda, reprendiéndome con dureza:

– Te lo he dicho, cielo. No te duermas -y a Aaron-: Si entra en coma, si se muere en el suelo aquí mismo, eso te va a jorobar la libertad condicional a base de bien, señor sabelotodo.

– Joder, tía -protestó Aaron-. Ya se habría muerto a estas alturas si estuviera para morirse.

Me temblaron los labios con un alivio pueril. ¡No me iba a morir!

Viola se marchó al ver que me mantenía bien sobre el asiento del váter y no me iba a caer. Desde otra habitación la oí hablar por teléfono. No me pareció que estuviera llamando a emergencias.

Solos los dos, Aaron Kruller y yo. Parecía una clase distinta de soledad que antes.

Como si ahora ya nos conociéramos. Nos habíamos identificado y presentado mutuamente.

– Tú. Eres «Krista», ¿no es eso? Algunos días, después de las clases… te veía.

Queriendo decir Te vela siguiéndome. Y sabía por qué.

No era una pregunta. Aaron sabía la respuesta.

– El cretino de tu hermano… Ben. Sabe que más le vale no cruzarse en mi camino.

¡Qué desprecio en la voz de Aaron! La fea cicatriz como de anzuelo en la ceja se le destacó con una palidez de cera.

Era desconcertante pensar en lo joven que resultaba mi hermano -mi «blanco» hermano Ben- al ponerlo junto a Aaron Kruller. Ben apenas necesitaba afeitarse, su voz era una voz de adolescente todavía quebrada, mientras que a Aaron ya le crecía la barba, su voz era grave y burlona y sus manos, grandes, se parecían más a las de mi padre que a las de mi hermano, que eran todavía las manos de un adolescente, de manera que el odio entre los dos podía ser peligroso para Ben. Hubiera querido defenderlo ¡Pero Ben nunca te ha agredido!

En la puerta del baño, Aaron Kruller se alzaba muy por encima de mí y, en el aire inmóvil de aquel baño tan pequeño, olía su cuerpo y también, en su aliento, el aroma un poco salobre de la cerveza. Se había quitado la chaqueta y llevaba una camiseta negra con una desteñida inscripción de color lila: Black River Breakdown. Sus hombros eran anchos, los brazos tenían músculos como cuerdas tensas y los dos antebrazos estaban cubiertos de falsos tatuajes con pequeños jeroglíficos que daban a su piel oscura un resplandor morado fosforescente.

Esos tatuajes son nuevos, pensé. De después de que lo expulsaran para siempre del instituto.

También Delray Kruller estaba «cubierto» de tatuajes. Al menos eso se decía. Los parientes de mi madre hablaban de él con repugnancia, con indignación. Creían que el marido de Zoe Kruller no sólo era un mestizo con una mezcolanza de sangres sino un asesino adicto al crack y miembro de los Ángeles del Infierno.

En público decían -como muchas personas en Sparta-, al menos aquellos que simpatizaban con mi padre, que tratándose de un hombre que había pasado tiempo en Attica, conocido ex presidiario y motero, no podía ser una sorpresa para nadie que un hombre como él hubiera matado a su mujer golpeándola con un martillo y estrangulándola, así como cualquier otra cosa que hubiera podido hacer con ella, dado que Delray Kruller era un enfermo y un pervertido.

Como si estuviera oyendo aquellos pensamientos, Aaron dijo de pronto, de manera grosera:

– ¿Sabes una cosa, Krista? Apestas. Apestas a vómitos. Más valdrá que te enjuagues la boca.

¡Tanto odio en su voz! El rostro parecía cambiarle deforma, hacerse tan triangular como el de una cobra.

A continuación y sin miramientos, me empujó por detrás hasta apretarme contra el borde duro y rígido del lavabo y llenó de agua un reluciente vaso de plástico de color rosa que había cogido de la repisa de la ventana y que tenía que ser de su tía, el vaso donde colocaba el cepillo de dientes. El borde de plástico tenía una costra de pintura de labios antigua, pero, de todos modos, cuando Aaron alzó el vaso hasta mis labios no torcí la cabeza con asco sino que, como una niña deseosa de agradar que espera así evitar el castigo, me enjuagué la boca obedientemente y escupí en el lavabo agua de color rosa.

La boca me sangraba por dentro. Sangre mezclada con saliva y con agua tibia del grifo.

Luego cerré los ojos y apoyé la frente en el lavabo con la esperanza de hundirme en el sueño y dormir sobre el sucio suelo de linóleo, pero Aaron me zarandeó de nuevo:

– ¡Maldita sea! He dicho que no.

Mis labios se movieron, pero con una voz demasiado débil para que el indignado muchacho me oyera. Estaba tratando de decir Pero si sólo quiero dormir unos minutos. Luego me iré a casa.

– No cierres los ojos, joder. Esfuérzate un poco.

Dormiría en tus brazos. Luego me iría a casa.

Aaron me estaba diciendo, en voz baja para que su tía no le oyera.

– Tu padre se entendía con mi madre, ¿no es cierto? Eddy Diehl. Los veía juntos. Mogollón de veces. Es a Eddy Diehl a quien buscan, no a mi padre… quien fuera que la asesinó, era él.

Llevado por la emoción que sentía, Aaron no hablaba con mucha coherencia. Pero le entendía perfectamente.

– También tú me quieres causar problemas, ¿no es eso? ¡Por qué me seguías! ¡Por qué me mirabas! Como diciéndome: «Aquí estoy. Ven a por mí. Inténtalo».

Aaron se apretaba mucho contra mí, encorvado por encima como en una torpe llave de lucha libre. La maciza parte superior de su cuerpo, la entrepierna, yo sentía la tensión en él como la vibración elemental de un motor, una repentina oleada caliente de necesidad sexual. Conocía los cuerpos de los chicos -sabía cómo eran-, aunque el único chico desnudo que había visto era mi hermano, cuando era mucho más pequeño, sabía que era el pene de Aaron Kruller lo que hacía presión contra mis nalgas, con dureza de músculo en tensión, urgente, y que sus manos de abultados nudillos se cerraban alrededor de mi garganta. «¿Es así como lo hizo? ¿Así?-» Forcejeaba débilmente, demasiado débil para rechazarlo, sus dedos apretándose alrededor de mi cuello, aquel chico tan grande encorvado sobre mí gruñendo y su peso sobre mi espalda, su peso aplastándome el vientre, la pelvis, la delicada espina del hueso ilíaco contra el borde del lavabo. ¡Oh!¡Oh! Traté de quedarme quieta, sabiendo que si seguía resistiéndome, Aaron podía apretarme la garganta todavía con más fuerza. Era lo que me dictaba el instinto, rendirme. Aplacar la cólera de la persona que me odiaba, que quería hacerme daño. Creía que si renunciaba a resistirme, se apiadaría de mí. Me dije Tengo que conseguir que me quiera para que no piense en hacerme daño.

Aquella certeza me llegó desde tan lejos que a lo largo de toda mi vida se la atribuiría a Dios.

Porque Dios nos habla sólo en momentos así, en forma de instinto.

O quizá estaba empezando a morirme. Quizá eran aquéllos los síntomas de la agonía. Cuando no puedes respirar pero el deseo de respirar es tan poderoso que empiezas a alucinar y la alucinación consiste en creer que respiras y la alucinación prosigue con la perspectiva de ponerte bien al cabo de un momento siempre que no te muevas en absoluto y no te resistas a quien te agrede. Ni siquiera deseas que tu agresor sepa que te estás resistiendo, porque entonces querrá castigarte aún con más dureza. Y quizá estaba empezando a desmayarme por falta de oxígeno en el cerebro, quizá las manos que me rodeaban el cuello apretaban más de lo que yo quería creer, tal vez Aaron Kruller no era un hermano para mí sino que deseaba únicamente hacerme daño y disfrutar con ello y no tenía manera de resistirme porque la resistencia provocaría una rabia aún mayor y aquello era rabia sexual que, una vez desencadenada, tenía que seguir su curso.

Aunque supiera poco sobre sexo, aquello lo sabía. Una vez iniciado, el acto sexual es una corriente en la que confluyen frenéticos afluentes que aumentan el caudal, aceleran el flujo, descienden a toda velocidad e inundan los sentidos hasta reventar.

En el acto sexual se produce la muerte pequeña, el ahogarse. Lo temes y lo prevés y no hay otra solución que precipitarse hacia ella como uno se abalanza hacia un precipicio para sumergirse en el abismo líquido y ahogarse.

– Así es como lo hizo, ¿eh? Así…

Aaron se refería a mi padre, me daba cuenta. Mi padre, con las manos alrededor del cuello de Zoe Kruller. Estrangulamiento, agresión sexual. Eso era lo que Aaron Kruller quería decir.

En la habitación vecina, Viola hablaba aún por teléfono. No era que hiciese caso omiso de lo que su sobrino perpetraba contra la chica menor de edad que había traído a su casa, porque en realidad no se daba cuenta de lo que sucedía. No se daba cuenta en absoluto. Porque no grité; si hubiera tratado de gritar, Aaron Kruller me habría tapado la boca. Si hubiera tratado de forcejear, Aaron Kruller me habría hecho daño, tal era la rabia que llevaba dentro.

Había pasado muy poco tiempo. Escasamente dos minutos. En el espejo lleno de manchas del armarito de las medicinas podría haber visto a Viola en la otra habitación, vuelta de espaldas, hablando por un teléfono de plástico y olvidada de nosotros dos en el cuarto de baño a menos de cinco metros.

Un gritito ahogado salió de la garganta de Aaron, dejó de jadear y su cuerpo estremecido se inmovilizó. Había terminado.

– Dios…

En su desvarío me empujó para apartarme. Había acabado conmigo, me había utilizado. Me apartaba como a un trapo sucio.

Cuando se le calmó la respiración dijo:

– Escucha. Estás perfectamente. Nadie te ha hecho daño, chica. Mírame.

No podía mirarlo. Sus dedos me sujetaron la cara, como quien alza una máscara.

Estaba aturdida, no pensaba con claridad. Los hombros, donde me había sujetado, la espalda, el vientre, gran parte de mi cuerpo, todo me dolía mucho.

Trataba de volver a respirar, de respirar con normalidad, jadeaba en busca de aire. En la garganta una arteria me latía con violencia.

– Maldita sea. He dicho que nadie te ha hecho daño. Respira.

Hice lo que se me decía: respiré.

Conseguí mantenerme de pie, aunque con muy poca estabilidad. No gemí y aguanté el dolor. Pude mostrar a aquel indignado muchacho con la cara encarnada y con los ojos enfurecidos de quien arranca esquirlas con un punzón que estaba respirando, y que respiraba con normalidad.

Nadie me había agredido. Así eran las cosas.

Ni Duncan Metz. Ni Aaron Kruller. Si mi cuerpo estaba dolorido por la brusquedad de sus manos y mi garganta enrojecida por la presión de unos dedos de acero y si a la mañana siguiente mi piel estaba espectacularmente amoratada, procedería a disfrazarme, llevaría un suéter de cuello alto, nadie vería, nadie sabría, si mi madre descubriera las más evidentes de mis magulladuras, si mi madre me quitase la ropa y gritara al ver las huellas de mis agresores en los brazos, los muslos, las costillas, le diría lo que Jacky DeLucca le contó a la policía No vi quién era la persona que me agredió. Nunca supe quién era.

Me llevó a casa. Aaron Kruller se atrevió a llevarme aquella noche a nuestra casa de Hurón Pike Road.

Hablamos poco por el camino. Era tarde, casi media noche. Viola, la tía de Aaron, me había preparado café instantáneo y dijo con tono solemne Algo de cafeína te ayudará. Sólo Dios sabe lo que le vas a contar a tu madre, pero no mezcles a Aaron y por lo que más quieras no me mezcles a mí.

Prometí que no lo haría.

El primer sorbo de café, muy cargado y caliente, me produjo náuseas, pero conseguí bebérmelo, apurarlo hasta el final.

Con la misma docilidad con que me había enjuagado la boca que apestaba a vómitos, utilizando su reluciente vaso de plástico.

Cuando la muerte está cerca, aprendes a obedecer. Aprendes a disfrutar obedeciendo, un dulce placer desgarrador que no podrías imaginar de otra manera.

Buena cosa que no te murieras en aquel sitio. Se hubieran deshecho de tu cadáver, chica. En un vagón de mercancías. Debajo del terraplén del río. Aaron te ha salvado la vida, así que no le busques problemas, ¿me oyes, chica?

La oía. Le di las gracias. Veía en su rostro -y en el de su sobrino- hasta qué punto querían librarse de mí como si nuestra relación de aquella noche nunca hubiera tenido lugar.

Aaron me llevó a casa sin necesidad de preguntarme dónde vivía. Podía haber fingido que no sabía dónde estaba la casa de Eddy Diehl, pero, como es lógico, todos los Kruller sabían dónde había vivido.

Aaron Kruller sin la menor duda. También yo había pasado en bicicleta por delante de la casa de su familia y del taller de su padre en Quarry Road, podía darse que Aaron Kruller hubiera cruzado alguna vez en bicicleta por delante de nuestra casa en Hurón Pike Road.

Fuimos en silencio casi todo el tiempo. Ahora que ya me había despejado -o casi-, que llevaba la cara restregada con fuerza con un trapo húmedo por la mano desaprobadora de Viola, ahora que sentía como si me hubieran frotado la piel con papel de lija, y que había desaparta ido de mi pelo hasta el último de los coágulos de vómito, todas las preguntas que se me ocurría hacer me parecían tan estúpidas como palabras que flotaran en un globo sobre la cabeza de algún personaje de cómic.

Sí recuerdo haberle preguntado a Aaron «qué era aquella cosa que se mo… movía» con voz repentinamente asustada. Había estado tratando de enfocar mis ojos doloridos en la carretera que se lanzaba contra nosotros iluminada por los faros teñidos de amarillo de Aaron y en un extremo de mi campo visual, como una grieta en el borde de mi cerebro, había aparecido algo líquido y estremecido como plomo fundido o mercurio no del todo visible o identificable en las sombras a la izquierda de la carretera y Aaron dijo que era el río.

– ¿El ri… río?

– El río. Donde tú vives.

Yo estaba mirando a aquella cosa enigmática y ondulante como algún metal fundido. No me parecía que hubiera visto nunca aquella cosa, aunque llevara toda mi vida en Hurón Pike Road junto al Black River.

Quizá Aaron vio el miedo en mi cara. Quizá miró en otra dirección porque no quería verlo.

– Estás bien -dijo al cabo de un momento-. Necesitas dormir y después te encontrarás bien. Lo que sientes no será permanente.

Sí. Lo será, pensé.

Al final de nuestro camino de entrada para coches, Aaron detuvo el suyo. Preocupado y cauteloso al ver todo el camino hasta la casa, Aaron vaciló e hizo una mueca:

– ¿Crees que llegarás? No voy a entrar.

Rápidamente le dije sí.

– ¿Sabes? Si llego hasta la casa, luego tardaría mucho tiempo en dar la vuelta. En el caso de que tu madre quiera ver quién soy.

Le dije que podía llegar por mi cuenta y que daría alguna excusa plausible a mi madre para explicar por qué volvía tan tarde a casa, por qué no la había telefoneado, y que no le contaría dónde había estado ni con quién.

23

17 de abril de 1987

Querido Aaron:

Gracias por salvarme la vida.

Krista Diehl


Pero aquello no estaba bien. Probablemente no. Era una exageración.

Duncan Metz no me hubiera matado, seguro que no. Cuanto más tiempo lo pensaba, y fue bastante, con más claridad llegaba a ver que se había estado burlando de mí, quizá tenía la intención de hacerme daño, sí, quizá violarme, pero no creía que hubiera llegado a matarme y tampoco pensaba que la droga que había fumado hubiera llegado a matarme.

Pongamos que Duncan me hubiera abandonado en el vagón de mercancías. Pongamos que me hubiera quedado allí. Toda la noche. Mi madre habría llamado a la policía con toda seguridad si no hubiera vuelto a casa pasadas las doce y fuera cual fuese el estado en que me encontrara, comatoso, medio inconsciente, entre quejas y gemidos y gritos pidiendo auxilio por la mañana, algún empleado del ferrocarril habría acabado por encontrarme.

O mejor aún, como concluí cuando pensé con más calma, en los días que siguieron, una de las chicas, Mira o Bernadette, se habría compadecido de mí, y se habría preocupado, y habría acabado por llamar al 911 en algún momento durante la noche. Aunque fuese de manera anónima, habría informado de la presencia de una chica en aquel vagón de mercancías -Parece que sufre de una sobredosis, o quizá alguien le ha pegado- y la policía y alguien de Protección Civil habrían salido a buscarme y me habrían encontrado antes de que fuera demasiado tarde.

De eso estaba segura. Me habrían encontrado y no habría muerto.

Duncan Metz y sus amigos no me querían muerta.

17 de abril de 1987

Querido Aaron:

Muchas gracias.


Tu amiga,

Krista Diehl


Pero tampoco podía enviar aquello. Tan lacónico, tan sencillo, sonaba tacaño, tonto. No se parecía en nada a lo que quería decir.

De la misma manera que el silencio que rodea el repique de una campana te permite oír la campana. Sin el silencio habría sólo ruido. Esa era la manera en que necesitaba hablar con Aaron Kruller. Con palabras breves y sencillas tan cortantes como piedras afiladas.

Rompí aquellas dos notitas y las tiré. Me imaginaba a Aaron Kruller que abría un sobre y fruncía el ceño mientras desplegaba la hoja de bloc. Podía tratarse de la primera «carta» que Aaron Kruller recibía en su vida y era posible que le avergonzara, o le hiciera sonrojarse de incomodidad.

Si era su padre quien recogía el correo aquel día, le habría tomado el pelo.

¿Una chica que te escribe?¿Quién demonios…?


23 de mayo de 1987


Querido Aaron:

Creo que hubo una época, cuando era pequeña, en la que quería a tu madre. No me mires mal por decir que «Zoe» era un nombre que me gustaba mucho. «Zoe» era como música para mí. Como las canciones que «Zoe» cantaba en el quiosco de la música para hacernos sonreír. Algunas veces llorar, pero casi siempre sonreír. Cuando tu madre trabajaba en Honeystone's se acordaba siempre de que me llamo Krissie. Una niñita puede querer a la madre de otra persona tanto como a la suya. Una niñita puede querer que la madre de otra persona sea su madre. Incluso aunque no conozca en realidad a esa persona. Como tampoco te conozco a ti en realidad. Pero te quiero.


Krista Diehl


¡Qué cosa tan ridícula! Lamentable. Si Aaron Kruller hubiera recibido una carta así, la habría roto en mil pedazos. El rostro de piel ordinaria de Aaron Kruller torcía el gesto como si estuviera notando un mal olor.


12 de junio de 1987


Querido Aaron:

Necesito intentarlo de nuevo. No consigo encontrar las palabras. Nunca olvidaré tu amabilidad conmigo. La tuya y la de tu tía cuando cuidasteis de mí aquella noche. Estabas avergonzado, creo. Por lo que habías hecho conmigo. La parte de sexo. ¡Las cosas que hago conmigo pensando en ti, Aaron! Me aprieto la garganta con las manos hasta que casi no puedo respirar. Mi visión se llena de puntos, no veo. El sexo es muy fuerte. El sexo es muy dulce. Dijiste Así fue como lo hizo, estranguló a mi madre pero eso no es cierto, Aaron. Crees que fue mi padre quien estranguló a tu madre pero eso no es verdad, Aaron. Eso lo sé.


Krista


Rompí aquélla y otras cartas para Aaron Kruller, asqueada. Por supuesto nunca le envié ninguna, ni siquiera en los momentos de mayor debilidad ni cuando estaba más perdidamente enamorada, pero sigo, hasta el día de hoy, recordando su dirección: Quarry Road, 1138.

Después de aquella vez nunca volví a pasar en bicicleta por delante del taller de reparaciones Kruller. Tampoco volví nunca a Quarry Road pedaleando.

Después de aquella noche de abril de 1987 tardé quince años en volver a hablar con Aaron Kruller.

24

El gruñido salió del fondo de una garganta, acariciador y terrorífico como el roce de la hoja de un cuchillo:

– ¡Vaya, guapa! ¡Hoy estás en forma!

Silbidos ensordecedores. Abucheos burlones. Con un reptilesco giro del torso y un rápido movimiento de las manos había arrebatado el balón a una de las chicas grandes y pechugonas de la reserva seneca y acto seguido Irene Griggs, echando llamas por los ojos, se lanzó contra mí con los dos codos levantados y me derribó ¡zas! La árbitro pitó. Las chicas de los dos equipos se reían de mí. Debía de resultarles muy cómica, ¿qué demonios le pasa a Krista Diehl? Tres o cuatro veces durante aquel partido había ido a por la pelota como si mi vida dependiera de hacerla serpentear bajo el brazo de una defensora, para driblar después rápidamente, cancha adelante, en dirección al aro de mis contrarias, como si tuviera alguna posibilidad de anotar, la más remota oportunidad de anotar, antes de ser detenida por una chica como Kiki, o como Dolores, o antes de que Irene Griggs, con el pelo de punta, me derribara de culo con violencia.

La árbitro era nuestra profesora de gimnasia, a la que llamábamos señora Ritsos. Su nombre de pila era Marian, que era como a veces la llamaban las chicas mayores, más amigas suyas.

– ¡Krista! Te harán daño si juegas de esa manera tan imprudente.

La señora Ritsos adoptaba conmigo una actitud protectora pero al mismo tiempo me desaprobaba: ¿por qué no jugaba al baloncesto con chicas del mismo curso que yo, en lugar de con estas otras, mayores, de los dos últimos años de instituto? Yo era la jugadora más joven y más menuda y siempre me estaban haciendo faltas. Me derribaban y me levantaba con la cara roja y avergonzada y cojeando pero ansiosa de reanudar el juego.

Tienes que ser más agresiva había dicho mi padre. Me había reñido Poner peor intención, arriesgarte más.

Si no quieres que te hagan daño, tal vez no deberías jugar en absoluto.

Me estaba riendo. Me sequé la cara, enrojecida, con mi camiseta de Sparta High. Me gustaba saber que disponía de dos tiros libres: fallé el primero pero metí el segundo. Mis compañeras de equipo me vitorearon: «¡Krissie está que se sale!».

Lo que las impresionaba, incluso cuando se reían de mí, era que no tenía miedo a hacerme daño. No me daba miedo arriesgarme.

Jugar al baloncesto me producía euforia, y la euforia se intensificaba cada vez que me exponía. Eso era así desde que papá me había visto y me había censurado. Desde que papá había descubierto cuál era mi defecto y cómo corregirlo. Ahora algo al rojo vivo me ardía en el vientre, la emoción del riesgo, de que me hicieran daño si no era lo bastante rápida o hábil. Y me imaginaba con el rabillo del ojo que era a papá a quien veía junto a las puertas del gimnasio, donde se situaban algunos espectadores, varios tipos de más edad que veían a sus novias en la pista, y que preferían apoyarse en las puertas a sentarse en la tribuna brillantemente iluminada. Dijo que iba a pasar esta semana en Sparta y que se alojaría en el Days Inn. Se presentaría en el gimnasio sin llamar la atención, de repente estaría allí, sin más. Quedaría impresionado al ver que jugaba ya de una manera mucho más agresiva. Que casi trataba de tú a aquellas chicas tan grandes y tan fuertes.

Una de las defensoras de mi equipo me pasó el balón. Casi se me escapó, pero ¡no!, ¡lo sujeté!, me agaché y di la vuelta y driblé tan deprisa que la defensora que me vigilaba no reaccionó a tiempo y me perdió mientras yo corría hasta el otro extremo de la cancha, saltaba y lanzaba el balón que se hundió en la red…

Silbidos, hurras por Krissie Diehl. Excepto que Irene, la de los pelos en punta, que era quien me marcaba, se enfadó de verdad, me puso la zancadilla, añadiendo un codazo en la espalda por si acaso, como un gesto amoroso. Caí patas arriba por segunda vez en cinco minutos y de nuevo la señora Ritsos utilizó el silbato, esta vez enfadada y molesta, inclinada a mi lado. «¿Krista? ¿Estás bien?» Dije que sí, mientras me ponía de rodillas, aunque la cabeza me martilleaba y me zumbaban los oídos. Un círculo de chicas que me miraba, un largo momento de silencio mientras yo no estaba segura de encontrarme efectivamente bien, porque con el lado derecho de la cabeza había chocado contra el suelo de madera, y el tobillo del mismo lado lo sentía como si estuviera atrapado en un torno, además del dolor punzante en la espalda, consecuencia del violento codazo de Irene y-¡cielo santo!- la sangre me goteaba hasta el suelo, un corte en la ceja derecha.

– Vamos, Krissie -dijo la señora Ritsos-, tienes que ir a la enfermería -pero me resistí, quería volver al partido, me correspondían dos tiros libres y estaba decidida a meterlos, excepto que las paredes del gimnasio se estaban inclinando y el techo, muy alto por encima, brillaba con una extraña luz amenazadora y me pareció que papá estaba allí observándome, orgulloso de Krista ya, de que su hija ya no se diera fácilmente por vencida. Se me saltaron las lágrimas. Papá, ven a llevarme contigo, estoy muy sola.

Sería la última vez que, en Sparta High, jugara al baloncesto con aquellas chicas, o con cualquier otra chica.


Llamé al Days Inn. Pregunté por «Edward Diehl» y la recepcionista me dijo que allí no se hospedaba nadie con ese nombre.

Protesté: no podía ser cierto. Se trataba de mi padre y me había prometido que estaría allí.

Mi interlocutora comprobó de nuevo, o fingió hacerlo.

– Nadie llamado Edward Diehl figura entre nuestros huéspedes -repitió.

– ¿Tal vez otro nombre? Podría figurar con otro nombre.

– En ese caso no la puedo ayudar, señorita.

– Tengo que hablar con él, es urgente. Es…

Mi padre. Es mi padre.

Ayúdeme a encontrar a mi padre.

Colgué. Estaba muy disgustada. Dolida, porque ¿no había dicho que se iba a quedar varios días en Sparta? Sólo estábamos a jueves. El vínculo entre nosotros dos era muy fuerte, no podía creer que papá se hubiera marchado sin despedirse de mí.

Era tal la desesperación que sentía, que no hubiera podido explicarla. Para entonces Edward Diehl llevaba años apartado de nuestra vida. Y, sin embargo, la necesidad que sentía de él era muy grande. Ayúdeme a encontrar a mi padre.

Tenía amoratado el lado derecho de la cara por el choque con el suelo de la cancha de baloncesto, además de un corte muy limpio en la ceja. Se curaría sin dejar cicatriz, a diferencia de la de Aaron Kruller, en forma de anzuelo. Me dolía el tobillo derecho y eso hacía que cojeara un poco al andar. Tropecé en las escaleras del instituto. Esto es obra de mi padre afirmaría yo. Mi padre es el responsable.

Sin embargo, cuando mi madre reparó en mis heridas y me preguntó qué había sucedido, se lo dije: baloncesto.

– ¡Baloncesto! -exclamó-. No pensaba que fuese un deporte tan duro tratándose de chicas.

– Cualquier cosa que se juega de verdad es dura.

Hablé con un encogimiento de hombros. Era una observación que habría hecho mi padre.

Mi madre contuvo la respiración. Había oído la entonación de Eddy Diehl en mis palabras y sintió el rechazo.

Más tarde dijo, como si hubiera estado preparando aquel anuncio con cuidado y se propusiera formularlo con calma:

– Si ese hombre trata de volver a verte, Krista. Si se presenta donde se le ha prohibido que lo haga. No irás con él. De ninguna de las maneras.

No respondí. No miré a mi madre a los ojos.

Me explicó que había llamado al instituto. Que había hablado con el director, con el subdirector y con el orientador vocacional que era un antiguo amigo y condiscípulo suyo.

– Los he alertado, los he advertido dijo-. Saben del mandamiento judicial. Si tu padre le secuestra, si contraviene ese mandamiento hallándose en los locales del instituto, se les considerará legalmente responsables.

Me pregunté si aquello era posible. Sonreí, dubitativa, como si no estuviera segura de haber oído correctamente.

– ¡Sí! Se les considerará legalmente responsables. Y a él lo detendrán. ¿Entiendes?

Mi corazón latió con amargura en oposición a aquella mujer. Pero no dije nada.

La piel de mi madre parecía masilla. Estrías verticales debajo de los ojos como si las lágrimas hubieran abierto allí riachuelos.

Pensé Sí, sé que te ha herido. Que te ha traicionado. Sí, sé que estás dolorida pero me da lo mismo, soy hija de mi padre y no tuya.

¿Era aquello cierto? ¿O sólo quería pensar que podía ser cierto?

– Krista, ¿me escuchas? -Sí.

Cuando mi madre estaba asustada -cuando se sentía amenazada- hablaba en breves ráfagas, semejantes a respiraciones entrecortadas. Vi cómo sus manos anhelaban sujetarme. Unas manos que me resultaban más familiares que las mías. Vi que las manos de mi madre anhelaban tocarme, acariciarme, hacerme cosquillas, pellizcarme, abrazarme como cuando era una niña pequeña, pero que ya no se atrevían.

Era demasiado joven e inconsciente para entender El amor debe ser tocar, una madre tiene que tener ese derecho. De lo contrario está privada de algo esencial. De lo contrario no tiene idea de quién es.

– … ¡necesito saber que puedo confiar en ti, Krista! Después de todo lo que hemos soportado en esta familia por causa de tu padre. Tienes que saberlo, tu padre es… tu padre no es… una persona estable. Por supuesto es «atractivo»… desde el punto de vista de ciertas personas. Pero también dañino y…

Su boca se movió. Sus palabras escocían de la misma manera molesta que las picaduras de insectos tales como los mosquitos y los jejenes. Vi que mis manos se buscaban para completar un gesto que yo había llegado a temer, porque había empezado a imitarlo de forma inconsciente: un apretarse, un retorcerse como si estuvieran escurriendo un trozo de tela. Para protegerme del sentimiento de simpatía hacia ella recordé las palabras llenas de furia que habían salido de aquella boca pocas noches antes ¡Me das asco, Krista! Eres una embustera y vas a acabar siendo una traidora como tu padre…

– ¿… lo harás? ¿Me prometes…?

– Sí, mamá. Te lo prometo.

– Porque se ha acabado todo, tienes que darte cuenta. Da lo mismo lo que te cuente, lo que te suplique, está terminado. No queda nada.

Pensé Voy a avisarle. Pero no tenía manera alguna de contactarlo, de decirle que no pisara las instalaciones del instituto. Había esperado con ansiedad al jueves -y después al viernes- y no había aparecido, y una nueva ansiedad se apoderó de mí Quizá se haya marchado de Sparta. Se ha ido sin decirme adiós.

El fin de semana transcurrió envuelto en una bruma. Sabía que mi padre no vendría nunca a la casa de la que había sido expulsado. Eddy Diehl sabía que mi madre llamaría a la policía y haría que lo detuvieran y para impedírselo tendría que hacerle daño y no estaba tan desesperado, aún.

– ¿Lo has visto? -preguntó Ben-. ¿Qué demonios quiere?

Dije que no lo había visto.

– Eres una mentirosa. He oído a mamá hablar contigo. ¿Qué es lo que quiere? ¿Volver aquí? Que le den por saco.

No dije nada. Estaba pensando que el lunes sería el día crucial: mi padre me iría a buscar al instituto. Era el sitio lógico donde encontrarme, lejos de nuestra casa.

Pero el lunes fue una desilusión. No hubo entrenamiento de baloncesto, de manera que no tenía, después de las clases, ninguna razón para quedarme remoloneando en las puertas de atrás mientras mis compañeras de clase las abrían para salir al aire frío, y los autobuses abandonaban su sitio junto a la acera soltando gases por el tubo de escape. Me quedé sola como si esperase -¿esperar qué?, ¿a quién?-, mientras otros alumnos pasaban a mi lado sin prestarme mucha atención, o mirándome con fastidio o desconcierto, y yo me daba cuenta de que no tenía que estar allí, que mi sitio no estaba con aquellos desconocidos, incluso Ben se había convertido en un extraño para mí, no me podía fiar de él. Enviaba mis pensamientos a mi padre, que tenía que estar pensando en mí, dada la intensidad con que yo pensaba en él y le prometía Papá, me voy a arriesgar, ¡no me doy fácilmente por vencida!

El autobús que tendría que haberme llevado a casa abandonó, con los demás, el instituto. Tontamente me quedé allí y esperé, esperé dentro, junto a las puertas traseras, demasiado inquieta y nerviosa para buscar un aula vacía donde hacer los deberes, me quedé allí en la puerta, la frente pegada al cristal hasta que al cabo de una hora el último autobús apareció junto a la acera, y tuve que tomarlo para volver a casa con los demás.

Y al día siguiente: sonámbula por los pasillos abarrotados y con un zumbido continuo en la cabeza como el interior de un avispero mientras trataba de que no me tocaran. Mientras trataba de que nadie se tropezara conmigo, de que nadie me diera un codazo. Había chicos que deliberadamente se lanzaban contra algunas chicas -chicas solitarias, como Krista Diehl- y tenía que evitar a esos chicos sin dar la impresión de que reparaba en ellos. Incluso los profesores a los que en apariencia siempre había caído bien y que siempre me sonreían, me miraban ya tristemente compasivos ¿Diehl? ¿No es su padre el hombre que mató a aquella mujer hace unos años…?

O Pobre Krista. Su padre está en Attica, ¿no es eso…?

Me preguntaba cómo Ben lo soportaba. Porque Ben lo sabía sin duda. Y su resentimiento sería mucho más intenso que el mío.

Me escondí en el aseo de alumnas del primer piso como si fuera uno de los drogatas del instituto. Falté a la clase de inglés que era mi favorita, pese a saber que el profesor se fijaría en mi pupitre vacío y diría ¿Krista Diehl falta hoy a clase? No consta que esté ausente. Fueron muchas las veces en Sparta High en las que no podía soportar ser vista y tenía que ir a uno de los aseos y esconderme en un váter con las paredes pintarrajeadas y arañadas, con corazones e iniciales toscamente dibujados como en un código secreto del deseo. En aquellas ocasiones, con tanta frecuencia como en mi cama en casa, mis manos se movían para cerrarse alrededor de mi cuello. Probaba a apretar hasta que sentía la aceleración del pulso. Si insistía, estallaban en mi campo de visión puntos de luz. La intensa vida de la sangre, la gruesa arteria que latía llena de vida. El cuerpo tiene su propia vida que el alma no controla. ¿Es así como lo hizo? ¿Así? Olía el cuerpo de Aaron Kruller, acalorado por el deseo. Y sentía que iba a desmayarme anhelándolo.

No había visto a Aaron desde aquella noche. Hacía ya más de un año. Hacía ya más de seis meses. Lo aceptaba como parte de mi castigo por ser hija de Edward Diehl, por ser alguien a quien Aaron Kruller no quería volver a ver.

Pero quedaba papá, que me quería y que iba a venir a buscarme. Estaba segura. No podía dejar de creerlo. El amor de mi padre era puro y no como el de Aaron Kruller, porque papá sólo quería protegerme, no se habría marchado de Sparta sin mí, de eso estaba segura.

Traté de recordar si de verdad había prometido volver a verme en aquella visita a Sparta. Me parecía que se lo había oído decir, pero quizás no. Pensé ¿¡Claro que sí!¿Fue así?¿Así? Dedos en la garganta, provocativos, asfixiantes. Aaron creía que mi padre había estrangulado a su madre, pero Aaron tenía que estar equivocado, no me cabía la menor duda. Así.

Aquellos días en que esperé el regreso de mi padre como una muerta viviente.

Que viniera a por mí. Para protegerme y quererme.

Más adelante me enteraría -se daría a conocer de manera pública- que mientras tanto Edward Diehl había hecho más de treinta llamadas telefónicas desde su habitación en el Days Inn, algunas de ellas una y otra vez al mismo número: mi padre quería hablar con Martineau y Brescia, los detectives del departamento de policía de Sparta, y con Schnagel, el jefe de policía; también pidió hablar con Decker, el fiscal del distrito de Herkimer County; con el redactor jefe del Journal, y con varios jueces del condado que no habían tenido nada que ver con su «caso»… Quería solicitar que se hicieran públicos todos los documentos «confidenciales», «secretos», relacionados, entre otras cosas, con la investigación del departamento de policía de Sparta sobre el asesinato de Zoe Kruller; al comprobar que sus llamadas telefónicas no producían ningún fruto, trató de hablar con las mismas personas cara a cara, en sus despachos, y fue rechazado; al día siguiente lo intentó de nuevo, y una vez más se le rechazó. En un estado de «intensa angustia», como algunos testigos reconocerían, Edward Diehl se presentó el viernes por la mañana en las oficinas del Journal, para hablar con el director: se trataba, en realidad, de una antigua petición que mi padre intentaba resucitar, la de que el periódico publicara en su primera página una retractación de los numerosos artículos que habían aparecido en el periódico desde febrero de 1983 difamando a Edward Diehl al calificarlo de «principal sospechoso» en el asesinato de Zoe Kruller, aunque esta vez se presentó con una nueva idea: el Journal debería hacerle una entrevista en su calidad de «inocente» que había sido perseguido por la policía de Sparta pero al que nunca se había detenido y al que nunca se le había acusado oficialmente de ningún delito y, en consecuencia, nunca se le había absuelto de unos cargos que no existían, pero que habían conseguido arruinarle la vida, su vida de marido, de padre y de ciudadano. Había perdido a su familia y había perdido su trabajo. Había perdido su casa. Había perdido la vida. Ahora quería justicia y lo que pedía era precisamente eso. ¿Por qué se le negaba a él? ¿Es que se necesitaba ser millonario y poder permitirse abogados con honorarios astronómicos para limpiar el propio nombre? ¿Es que existía en el caso de Zoe Kruller algún tipo de encubrimiento? ¿Acaso los detectives, el jefe de policía y el fiscal del distrito encubrían a alguien? ¿Habían aceptado sobornos? ¿Existía una red de sobornos, de corrupción policial? ¿Estaba involucrado el sheriff de Herkimer County? ¿Estaba involucrado el Journal?

Cuando todas aquellas peticiones, repetidas una y otra vez, cayeron en saco roto, mi padre fue a la emisora de televisión WWSP-TV para pedir «tiempo en antena», y un gerente muy asustado procedió a despedirlo. A continuación se presentó en el despacho de un abogado en el centro de Sparta cuyo nombre había encontrado en las páginas amarillas e insistió en hablar con Schell -así era como se apellidaba- con la esperanza de interesarlo y conseguir que se hiciera cargo de una serie de demandas con acusaciones de «calumnias», «injurias», «difamación», «pérdida de ingresos» contra la policía de Sparta, el fiscal del distrito, el Journal y otros periódicos del estado que lo habían difamado, pero su actitud vehemente y beligerante así como su falta de dinero no animaron a Schell a aceptarlo como cliente.

¿Ni siquiera por el sistema de «honorarios eventuales»? Edward Diehl habría renunciado sin problemas al noventa por ciento del dinero que le produjeran los pleitos, que, según creía, ascendería a «millones de dólares». Schell, de todos modos, rehusó la oferta.

Tampoco recomendó a ningún otro abogado.

Después dijo: «¡Cielos, el pobre desgraciado! Me miraba como una rata que se ahoga… y que acaba de darse cuenta de que nadie la va a sacar del agua para evitar que se vaya al fondo».

De manera que Edward Diehl, mi padre, llegó por fin a entender que todas aquellas personas, en apariencia sin relación unos con otros, se habían aliado en secreto. Lejos de mirarlo con simpatía, como algunos de ellos fingían, estaban de hecho en contacto unos con otros y se reían de él en su sufrimiento.

Primero lo acusaron de asesinato. Trataron de conseguir que confesara, de culparlo por un delito que no había cometido. Pero ahora ya habían renunciado a eso. Ninguno de ellos, estaba convencido, creía de verdad que hubiera matado a Zoe Kruller. Tampoco habían podido probar que lo hubiera hecho Delray Kruller. Todo aquello era agua pasada, estaba olvidado. Ahora se reían de Eddy Diehl por su condición de maniático, de «chiflado», objeto de ridículo.

Era lo mismo que sucede con una manada de animales: uno de ellos había sido herido, cojeaba y estaba condenado. Los otros se apartaban de él. Moriría solo, expulsado de la manada; a no ser que la manada se volviera contra él en un frenesí de sed de sangre y le saltara al cuello.

La risa feroz de criaturas feroces. De lobos.

Con sangre en el hocico. Hermosas criaturas crueles que hacían piruetas y daban saltos sobre la nieve, y en el suelo el animal caído, un cadáver destripado.


El martes atardecía ya cuando papá llegó por fin a mi instituto. No había renunciado a esperarlo y sin embargo me sobresalté al verlo en el Cadillac Seville de un color oscuro semejante al cobre, tal como se había presentado pocos días antes. ¡De manera que esto es real después de todo! Papá es real.

Edward Diehl se había pasado bebiendo la mayor parte del día. Ya eran las cuatro de la tarde y llevaba bebiendo whisky y cerveza desde por la mañana. Además de varios días sin dormir. Y había tomado una decisión.

– ¡Krista, cariño! Sube al coche.

Rápidamente corrí hacia el Cadillac que tenía aspecto de recién estrenado. Quizá me observaban algunas de mis compañeras de clase… y les daría envidia, pensaba yo.

Tiene padre. Ha venido a recogerla. ¡Un coche con clase!

Olí el whisky en el aliento de papá cuando se inclinó para abrazarme y lo hizo con tanta fuerza que me cortó la respiración. Reí emocionada, me encantaba el olor a whisky de papá, su barbilla rasposa.

– Sabía que estarías aquí, Gatita. Siento haberme retrasado. Tenía algunos asuntos pendientes. Ahora ya estoy libre. Sabía que no me fallarías.

Salimos del aparcamiento. Me di cuenta de que se había producido un cambio en mi padre desde la última vez que lo había visto: todavía llevaba la chaqueta de ante, pero parecía sucia, incluso desgarrada. Su pelo rojo, entrecano ya, estaba en desorden, como si no se hubiera peinado después de descabezar un sueño. Su rostro evidenciaba los estragos del tiempo, pero su aspecto era radiante y los ojos, aunque empañados por las lágrimas e inyectados en sangre, estaban despiertos y llenos de vida. Eddy Diehl era un hombre desesperado pero también un hombre honrado. En la clase de historia nos habían hablado de John Brown, el líder abolicionista, el «loco sediento de sangre» vilipendiado por otros, aunque se hubiera sacrificado por sus principios. Lo ahorcaron y se convirtió en mártir debido a su deseo de acabar con la esclavitud en los Estados Unidos. En nuestro libro de texto, John Brown, en fotografía, se parecía a mi padre, pensaba yo.

– De ahora en adelante somos tú y yo, Krista. Necesito a mi hija conmigo.

respondí, cegada por la felicidad ¡Sí!

– Pero si vienes conmigo ahora, ¿te das cuenta?, no podrás volver con ella. No vas a poder volver con ninguno de ellos, estarás conmigo.

dije, cegada de felicidad ¡Ah sí!

– Porque no querrá que vuelvas. Tu madre no querrá volver a verte.

dije Lo sé, papá, eso es también lo que yo quiero.

Una vez en el Days Inn me enseñó la pistola.

La sacó con mucha calma de una bolsa de lona, donde la llevaba envuelta en una camiseta blanca de algodón. Colocó la bolsa de lona -manchada, adornada con insignias y sellos misteriosos como si hubiera pertenecido antes a otra persona- con mucho cuidado sobre la cama para abrirla. De la misma manera que su sonrisa juvenil, en parte tímida, en parte fanfarrona, le abrió, iluminándola, la cara maltrecha. Y se le aceleró la respiración.

¡Un arma de fuego! ¡Un arma corta! Había visto muchas veces rifles a poca distancia, rifles de calibre 22, y carabinas de aire comprimido: Ben tenía una, mi padre se la había comprado a los doce años. Y estaba la escopeta de mi abuelo, que utilizaba para cazar faisanes cuando era más joven y que a Ben y a mí se nos había advertido que nunca debíamos tocar.

Pero un arma corta, un revólver, sólo lo había visto en el cine y en la televisión.

Chato, feo y con un oscuro brillo mate, un espectáculo alarmante en la mano de mi padre, donde apenas se advertía la inseguridad.

Las dos manos, al empuñarla. Apuntando con el mismo gesto que un policía de la televisión y con la frente llena de- arrugas, mientras, adoptada aquella postura, se miraba en el espejo situado encima de una cómoda.

– Nuestro secreto, corazón. ¿No es eso?

Estaba demasiado sorprendida para reaccionar en un primer momento. Sonreí estúpidamente como me sucedía con frecuencia cuando me quedaba parada en la cancha de baloncesto, en el primer instante de aturdimiento, antes de que empezara a salirme sangre por la nariz a causa de un pelotazo descuidado o cruel contra mi rostro provocador de niñita blanca.

– ¿Krista? No pongas ese gesto de espanto, corazón. Una pistola es nuestra amiga cuando corremos peligro. Cuando tenemos enemigos que están armados. Ves, cariño…

Papá me quería enseñar algo acerca del revólver, pero estaba demasiado disgustada, demasiado trastornada para entender lo que me decía, lo que me quería enseñar, más tarde se me ocurriría Tenía puesto el seguro, ¿se trataba de eso?

– Nunca recurriría a un «arma mortífera» excepto en caso de verme forzado. Para protegerme o para proteger a mi familia. Para protegerte a ti. Si por ejemplo entraran aquí y trataran de separarte de mí.

También aquello era confuso. Tampoco era capaz de entenderlo.

– ¿Entrar? ¿Aquí?

– Si nos localizan. Si saben que Edward Diehl se encuentra en esta habitación.

El corazón martilleaba mi angosta caja torácica. Las palabras de mi padre carecían de sentido para mí. Versos de la canción que Zoe Kruller cantaba con su voz gutural llena de promesas sexuales, ¡Ave del paraíso! ¡Ave del paraíso, que en mi mano reposas!, se me pasaban por la cabeza, burlándose de mí porque mi corazón se había convertido en la avecilla que agitaba sin freno las alas tratando de escapar.

Sin dejar de empuñar el revólver, papá se dirigió a la puerta de la habitación del motel para cerrarla con pestillo y dos vueltas de llave. Rápidamente procedió a bajar la veneciana y cubrir así la única ventana, que daba a un aparcamiento de asfalto agrietado, casi vacío a aquella hora del día.

Papá trató también de correr las cortinas. Pero el cordón, del que había tirado con demasiada brusquedad, se le rompió en la mano.

– Sólo tomo precauciones, cielo. Nadie debería saber que estoy aquí (ni que tú me acompañas) a no ser que me hayan espiado, o te hayan espiado a ti. A no ser que tu vengativa mamá les haya facilitado las cosas o lo haya hecho uno de los Kruller, todavía con la esperanza de echarme la culpa a mí y no a Delray que, como todos ellos tienen que saber, es el que… Ojalá Dios se lleve al infierno sus lastimosas almas enfermas.

Me costaba mucho trabajo tragar. Se me había secado la boca. Papá hablaba con una voz que sonaba tranquila, como si estuviera seguro de que iba a darle la razón.

Cuando lo que quería era decirle Papá, ¿por qué tienes un arma de fuego? ¡Por favor, deja esa pistola!, pero las palabras se me enganchaban en la garganta. Papá no me hacía ningún caso, ni el más mínimo caso, como tampoco un padre presta atención al parloteo de un niño muy pequeño al que quiere, pero al que no tiene ninguna necesidad de escuchar.

Mareada, necesitaba sentarme cuanto antes, pero me daba miedo hacerlo en la cama donde papá había dejado sus cosas, la bolsa de lona abierta y extrañamente decorada con los símbolos privados de algún desconocido, así como una bolsa de papel marrón de la que sobresalían, brillantes, botellas de largo cuello -¿whisky?- y una caja de cartón que contenía carpetas marrones, mugrientas por el mucho uso. Como tampoco me habría sentido cómoda en la única silla de la habitación, cerca del televisor, porque estaba cubierta con la ropa manchada de papá, camiseta muy sudada y los calzoncillos que se había puesto para dormir y que luego había extendido por la mañana para que se secaran.

El olor de mi padre llenaba la habitación. Era un olor que recordaría durante mucho tiempo, salobre y sudoroso y acre y desesperado, el olor de un hombre que ha perdido la esperanza.

Como si papá leyera mis pensamientos dijo alegremente:

– Krissie, cariño, obsequia con una sonrisa a tu papá, ¿eh? Como me has sonreído al subir al coche. ¿Ves? Este revólver es un Smith & Wesson calibre 38 de una calidad excepcional. Esta arma no va a hacer daño a Krissie. Esta arma es sólo para actuar en defensa propia. Todo lo que necesitas saber es que aquí estamos a salvo. Si nos hubieran estado siguiendo, ya habrían entrado aquí a estas alturas.

En el camino de entrada para llegar con el coche al Days Inn, mi padre había estado mirando tanto por el espejo retrovisor encima del salpicadero como por el exterior. En aquel momento pensé que otro vehículo se le debía de estar acercando demasiado. Antes había torcido en varias esquinas de manera brusca y en los cruces había seguido adelante con descaro cuando las luces amarillas se cambiaban a rojas. Ahora comprendía que se había estado asegurando de que nadie nos seguía.

Los enemigos de papá. Nuestros enemigos. Pero estábamos a salvo en aquella habitación cerrada con llave.

Me preguntaba por qué estábamos allí. Qué se iba a perpetrar allí.

– ¿Quieres una coca-cola, Krista? Hay una máquina expendedora ahí fuera. Te traeré una. Tú quédate aquí.

Rápidamente dije No, papá, no, muchas gracias.

Si abría la puerta y salía fuera, tal vez corriera peligro. Quizá -aquellos pensamientos cruzaron revoloteando por mi cerebro como mariposas aturdidas- podría apartarlo, salir corriendo y pedir auxilio y papá nunca más volvería a confiar en mí ni a quererme.

– ¿Estás segura? Voy a beber algo. ¿Estás segura de que no quieres nada?

Mi padre seguía empuñando el revólver. Aunque no apuntaba a ningún sitio con intención, ni tampoco en aquel momento, hablando con propiedad, era aquello una pistola, un arma de fuego; se podría argumentar que era sencillamente un objeto.

Ocupábamos una habitación al fondo del primer piso de un edificio blanco de dos plantas un tanto venido a menos e impregnado de melancolía; algo en la desenvoltura misma del cartel Days Inn Habitaciones Libres desprendía ya ese aire gastado y melancólico. De los libros se dice que tienen significado, en la clase de inglés nuestro profesor nos leía poemas de Robert Frost y a mí me parecía asombroso, y me daba un poco de miedo, ver todo el significado que tienen las palabras de un poema, pero en la vida real, en sitios como el motel Days Inn, no existe mucho significado, son cosas que se limitan a ser. En el exterior de nuestra habitación había un seto achaparrado de hoja perenne que daba toda la sensación de estar muriéndose, y más allá del seto se encontraba un contenedor para basura que olía muy mal. La habitación misma era deprimente, como cabía esperar; la cama estaba «hecha» de manera tan descuidada como para sugerir burla o indignación: alguien, al parecer mi padre, al levantarse por la mañana se había limitado a tirar en diagonal de la colcha de felpilla para cubrir las sábanas, arrojando de paso al suelo una almohada manchada de sudor. En casa, nuestra madre insistía en que nos hiciéramos la cama a diario, incluso Ben había aprendido a cumplir con aquella obligación poco después de levantarse, era algo así como cepillarse los dientes, lavarse la cara y peinarse, era algo que se hacía. Pero no papá, y no en el motel.

Desperdigadas por la habitación estaban las cosas de papá: carpetas de papel marrón, documentos de aspecto oficial, periódicos, una botella vacía de bourbon Four Roses en la mesilla de noche, un paquete de seis latas de Pilsner Ale del que sólo quedaban dos. En casa existía el acuerdo de que el territorio de papá en el sótano, que era casi su totalidad, no había que tocarlo: el «banco de trabajo» de papá, que era como él lo llamaba, una mesa larga hecha de tablones donde tenía sus numerosas herramientas de carpintero, así como las eléctricas, algunas colgadas de escarpias, siempre en el mismo orden, era algo sagrado. Se podía ver que Eddy Diehl era un tipo serio, pese a sus chistes y a sus bromas y a su afición a beber con los amigos, que Eddy era un hombre responsable que se tomaba su trabajo y sus herramientas con la mayor seriedad; nada de hacer el tonto -menos aún engañar o tratar mal a nadie- en el taller de papá, nunca jamás.

Pero en aquella habitación, en aquella terrible habitación del Days Inn, las pertenencias de papá daban la sensación de estar tiradas, como si un vendaval hubiera devastado la habitación aunque, eso sí, dejando intacto el aire viciado.

Después se llegaría a saber que varias noches antes mi padre se había inscrito en el registro del hotel con el nombre de «John Cass». No quedaba claro -aunque las explicaciones del recepcionista fueron imprecisas, se podía deducir que no había examinado a fondo el documento de identidad que mi padre le mostró- por qué había elegido el nombre «John Cass», pero yo lo supe de inmediato: Ha sido por Johnny Cash.

Sonreiría al recordarlo. No una sonrisa feliz pero sí una sonrisa que podría haber compartido con papá. Uno de sus secretos que yo no revelaría a nadie.

Como tampoco revelaría la mayoría de las confidencias que me hizo en las dos horas que siguieron. Habló, como nunca lo había hecho antes, del tiempo pasado en el ejército de los Estados Unidos: en un campo de entrenamiento en Fort Pendleton y después en Vietnam durante cinco meses; lo «raro y asustado» que había estado en Vietnam; cómo la blanda tierra negra había parecido entrar en erupción desde dentro, como si la explosión hubiera surgido de debajo de sus pies y no por el aire; cómo al recordarlo quería reír, por lo fácil que había sido; caer, perder el conocimiento, renunciar… tan fácil; sabía, por tanto, que morir tenía que ser fácil, lo difícil era volver a la vida, vivir tu vida, despertarte delirando a causa del dolor en una cama de hospital y funcionar con dolor durante el resto de tu vida, así como determinados recuerdos, eso era lo más duro. Y luego trabajar en la construcción en las Mil Islas después de que le dieran de baja en el ejército y lo enviaran a casa cojo, con dolores de cabeza y un zumbido en los oídos con el que iba a tener que vivir; habló de cómo había llegado a vislumbrar, el verano en que cumplió los veintidós años, lo que era la «riqueza», lo que era «ser rico de verdad», no sólo el «chalet» que su cuadrilla estaba construyendo para un millonario, hombre de negocios, del sur del estado, sino la mayoría de las propiedades de la isla en la que trabajaba y que era Harbor Island: residencias de verano con quince, con veinte habitaciones, y no se trataba de habitaciones pequeñas, las maderas de mejor calidad (secuoya, cedro), las mejores cocinas, baños, calderas, todo tipo de instalaciones y accesorios eléctricos; y los embarcaderos de diez metros, y los yates, tantísimos yates, todos ellos de un blanco deslumbrante y algunos tan grandes que se necesitaba una tripulación para manejarlos; y barcos de vela de un tamaño y de una calidad que Eddy Diehl no había sabido que existían, motoras de lujo, incluso canoas. ¡Canoas! ¡Se podían gastar cientos de dólares en una canoa! Aquel verano fue lo que suele llamarse una «revelación», dijo papá, limpiándose la boca mientras bebía.

– Hizo que me planteara qué demonios es la vida, cómo podía haber llegado a la edad que tenía, después de haber estado en el ejército de los Estados Unidos que Dios confunda como era mi caso, y creyera que sabía algunas cosas, como ver saltar a la gente por los aires hecha pedazos y sentir que tú mismo te vaciabas por dentro como algo que se escapa por un sumidero, pero que eso no era nada, sólo material para cine, para historietas, no como lo que el mundo es de verdad. Lo que el mundo es, Krissie, es que la gente posee cosas y te posee a ti. No es algo que nadie te enseñe ni que puedas ver con la simple luz del día. Yo tenía veintidós años y no sabía un carajo. Ni una mínima parte de lo que sucede. No más de lo que sabe un escarabajo cuando se arrastra por el casco de uno de esos yates Chris-Craft de trece metros de eslora. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo, Krissie? -me guiñó un ojo. Bebió de nuevo, limpiándose la boca con brusquedad-. Tienes que darte cuenta de que duele como un demonio, igual que si te metieran una barra de hierro por el culo, enterarte de todo lo que no vas a tener. Todo lo que nunca vas a tener por mucho que te rompas los cuernos, aunque te sacaran del cuerpo hasta la última gota de sangre no sería suficiente, ¿lo entiendes? Nunca es suficiente, tratándose de un tipo como yo. Lo supe entonces. Era más duro saber aquello que saber que te vas a morir. Porque con esto tienes que seguir viviendo; en el otro caso, sencillamente te rindes. Ya por entonces, en realidad no era más que un crío, supe cómo se desarrollaría todo. Tenía a mi padre y a mi abuelo. Y gente que trabajaba en la construcción, que se «ganaba bien la vida» en el sindicato. Nunca me hice ilusiones de grandeza como algunas personas. A tu madre le hubiera gustado que «invirtiera» con sus hermanos (decía que quizá pudiera crear mi propio negocio de construcción), y aunque no sabía ni lo más elemental sobre mi trabajo, me sacaba de quicio tratan do de decirme qué era lo que tenía que hacer. De manera, Krissie, que no es una clase de saber que te ayude a avanzar en la vida, pero por lo menos sabes a qué atenerte. Y lo tenía todo allí delante.

Papá hizo una pausa, sonriendo. Estaba limpiando el revólver con una esquina de la colcha de felpilla, con devoción, absorto.

– Todas las condenadas casas que ayudé a construir en las Mil Islas, me hubiera gustado volver por la noche y prenderles fuego. Tenía sueños así y me despertaba riendo. Pero esas cosas no las haces nunca.

Estaba sentado con todo su peso en la cama, que crujía. Había empezado a sudar a ojos vistas. Se había quitado la chaqueta de ante y la había dejado a un lado: me sorprendió ver que era una prenda barata, que no tenía forro, y me pregunté cómo había podido confundirla con algo mucho más caro. El rostro de papá reflejaba los estragos de los últimos tiempos, pero a la vez resplandecía; el sudor hacía que le brillara la piel, pero apenas parecía darse cuenta de la incomodidad, y limpiaba el revólver con movimientos cariñosos y precisos como si pudiera extraer algo mágico de su sombría e irreductible fealdad. Recordaba cómo en la granja de mi abuelo se nos había dicho que no tocáramos sus armas de fuego; ahora, convertido ya en anciano, había dejado de cazar; incluso parecía haberse vuelto enemigo de la caza; aunque se negaba a hablar sobre ello, se había producido un «accidente» en la familia algunos años atrás protagonizado por un primo nuestro de más edad al que no habíamos llegado a conocer y que había muerto en algún lugar de la propiedad del abuelo. Mi madre nos advirtió que no teníamos que hacer preguntas sobre aquel primo, ni sobre la caza del faisán; también nos había prohibido acercarnos a las viejas escopetas que el abuelo guardaba en un armario en la parte trasera de la granja. Y ahora parecía que era con mi madre con quien estaba argumentando Pero papá no me haría daño, papá me quiere. Al ver la expresión desdeñosa de mi madre, protesté Papá tampoco se hará daño si estoy aquí con él.

– Krista, escucha, ¿seguro que no quieres una coca-cola? -papá me guiñó un ojo con una especie de maniática cortesía un poco ebria que estaba al borde de la coacción-. Porque puede que pasemos algún tiempo aquí, en esta habitación.

Incapaz de reaccionar, moví la cabeza para decir no. Me negaba a oír lo que mi padre estaba diciendo.

– Tenemos que decidir un asunto esta noche, Krista. Tu madre y yo. Esa mujer es todavía mi «esposa» y yo soy su «marido»; eso no va a cambiar. Y te concierne a ti, por eso estás aquí. Y también, demonios, lo sabes de sobra, tu padre te quiere.

A continuación se sirvió bourbon y bebió. Durante un momento muy largo estuvo meditando, sin dejar de mirarme. Sopesando el revólver que tenía en la mano.

Deseaba decir También yo te quiero, papá. Pero tenía la garganta muy seca.

A papá le brillaban los ojos con tanta emoción, con tanto amor -yo quería creer que era amor- que asustaba, porque transmitía sus sentimientos con mucha fuerza. Me estaba diciendo que tenía pruebas que enseñarme, y que enseñar a mi madre, que las llevaba reuniendo, ¿cuánto tiempo?, ¿años?, para presentar su caso a la opinión pública si es que ésa era la única alternativa.

– ¿Te das cuenta? Han hecho de mí un hombre desesperado, Krista. Pero también me han hecho mejor persona, creo. Más fuerte. Mi alma es como… el acero.

Extendidos sobre la cama había cuadernos de notas, hojas manuscritas, carpetas llenas de recortes de periódicos, fotocopias de cartas escritas a mano o torpemente mecanografiadas, con numerosas correcciones, cartas que, dijo papá, había enviado a la policía de Sparta, a la policía del condado, a la estatal y a la federal, a las emisoras locales de televisión, y a las cadenas nacionales, al Journal de Sparta, y a otros periódicos de Buffalo y de Albany, al New York limes y a la revista Time.

Había escrito a jueces, dijo. Jueces de Herkimer County, y a jueces federales del Estado de Nueva York. Todos los nombres, todas las direcciones de jueces que había conseguido localizar. Había escrito al fiscal general de los Estados Unidos y a todos los magistrados del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en Washington, D.C.

Al ver mi expresión, sorprendida y apenada, papá dijo muy deprisa:

– Sí, claro, cariño, no creas que no lo sé: la mayoría de esos hijos de puta no leen las cartas de gente ordinaria. De simples «ciudadanos». Pero tienen secretarias, ¿no es cierto? Alguien abre las cartas, alguien las lee. No les queda otro remedio, de lo contrario… ¿qué pasa si una carta contiene una «amenaza»? Tienen que saberlo. Seguro que quieren saberlo. No hay nada en ninguna de mis cartas que se parezca a eso, Krista; no, no soy un imbécil. Ni siquiera insinúo. Simplemente presento el caso, el modo en que me ha tratado la «justicia», las «autoridades», sólo hechos, nada de «amenazas», mi esperanza era que alguien tomase nota, que alguien se interesara… Me doy cuenta de que… probablemente…

Empezó a fallarle la voz. Yo trataba de sonreír, me dolía la cara con el esfuerzo de sonreír y con la atención a lo que mi padre estaba diciendo y que yo sabía que era crucial, que eran conocimientos que me transmitía por alguna razón. Con voz también entrecortada le dije que era maravilloso que hubiese trabajado tanto, que hubiera recogido tantas pruebas, quizá podía ayudarle… de un modo u otro podría ayudarle…

– Lo más irónico es, maldita sea, preguntarse ¿y si me hubieran detenido? ¿Y si me hubieran «juzgado»? Porque, tal como dicen, un ciudadano ¿no tiene derecho a un juicio?, ¿para limpiar su nombre? Porque si lo hubieran hecho, habrían tenido que declararme «inocente».

La palabra irónico sonaba extraña en mis oídos con la voz apremiante de mi padre; una palabra que nadie en la familia Diehl era probable que pronunciara, excepto ahora Eddy Diehl que podía reivindicarla; como para subrayar su rareza y confirmar su reivindicación, papa hizo una pausa para beber, limpiándose después la boca una vez más. En los últimos años se había producido una transformación en él: ya no era joven. Ya no era un hombre bien parecido que caminaba con arrogancia y al que las mujeres miraban con deseo en sitios públicos. En sus mejillas habían crecido toscas patillas, oscuras y desiguales. Aquellas patillas provocaban la risa, papá se parecía a un pirata en una película de aventuras para niños, y esperabas que un personaje con aquella catadura guiñara un ojo y se echara a reír. Pero en lugar de eso papá dijo:

– Pedí someterme a una segunda prueba con el detector de mentiras… La primera fue calificada de «no concluyente». ¿Qué demonios significa eso, «no concluyente»? Significa que no demostró que mintiera, ¿no es eso? Pero mi picapleitos, el muy condenado, interviene y dice no, no es buena idea, no te sometas a una segunda prueba. Porque estaba mal de los nervios, con la tensión alta, y pensó que la prueba podría «incriminarme» si no funcionaba como era debido, y entonces estaría jodido de verdad. De manera que no seguí adelante, le hice caso. Estaba medio atontado, no pensaba con claridad. Y más tarde me di cuenta de que había sido un error. Fueron muchas las equivocaciones que cometí entonces. Ahora es demasiado tarde. Tendría que pagar una prueba privada con el detector de mentiras y no me lo puedo permitir, y de todos modos esos cabrones no le darían crédito, los tribunales no aceptan los resultados de los detectores de mentiras. Ahora ni siquiera están dispuestos a hablar conmigo. Me refiero a la policía de Sparta, mis perseguidores, quiero decir acusadores. Como si hubiera dejado de existir. Nunca encontraron al culpable porque nunca lo buscaron en el sitio adecuado. También Delray ha tenido muy mala suerte con los abogados. Los muy hijos de puta te chupan la sangre como sanguijuelas. Tienes la sensación de que no saben qué demonios están haciendo, o que les trae al fresco, no es más que un trabajo para ellos. Luego te dejan sin dinero y te abandonan, te quedas solo. ¿Por qué los polis no detuvieron nunca a Delray? Fue él quien la mató. ¿Quién si no? Zoe estaba siempre diciendo «Si me pasa algo», no te quepa la menor duda de que habrá sido Delray. Pero no me va a suceder nada». Luego se reía de aquella manera tan peculiar, como si tuviera que suceder algo y fuera imposible evitarlo. Cuando estás colocado (a Zoe le encantaba colocarse) ni siquiera te cabe en la cabeza que te puedas estrellar. Esa fue su equivocación. Una de ellas. Pensaba que sabía lo que iba a suceder, pero en el fondo de su corazón no se lo podía creer. Como todos nosotros, imagino -papá hizo una pausa, frotándose las mejillas. Una idea se le había metido en la cabeza como si fuese una cuña, y cambió de repente-. ¿Sabes? Puede que Delray no fuese el culpable. Estoy recordando ahora cosas que se han dicho que fueron una sorpresa para mí, quiero decir que me impresionaron mucho… Hubo otros hombres que veían a Zoe. Hombres de quienes aceptaba dinero. Delray y yo, ese pobre hijo de puta… necesitábamos hablar. Lo necesitábamos más que comer, pero nunca lo hicimos. Sólo Delray y yo, y este revólver… Delray podría haberme contado lo que sucedió aquella noche, ¿no te parece?

Papá se echó a reír. No hablaba de manera muy coherente, sus pensamientos cambiaban bruscamente de dirección y daban bandazos como un esquiador borracho que baja muy deprisa por una pendiente traicionera. Llevado de la impaciencia había empezado a meter de nuevo documentos dentro de carpetas, como si le dieran vergüenza, la torpeza hizo que se le cayeran algunos de los sujetapapeles amarillentos y, sin pensarlo, me agaché para reunidos ordenadamente y ponerlos de nuevo en su mano temblorosa.

Los nudillos de papá estaban despellejados y con magulladuras. Como si hubiera golpeado algo. O a alguien.

– Gracias, corazón. Eres un encanto. ¡Cielo santo! Qué cansado estoy.

La mano temblorosa que sostenía el revólver -el arma pesada y fea con un brillo apagado- se tranquilizó; el revólver se le deslizó de entre los dedos y cayó suavemente sobre la cama. Pensé Se lo puedo quitar ahora. Quiere que se lo quite. Y, sin embargo, fui incapaz de moverme. Me hallaba a menos de medio metro de donde había caído el revólver, pero no me podía mover. Siempre recordaría después la imposibilidad de moverme. Y de apoderarme del arma. Porque si me hubiera apoderado de ella, ¿qué habría hecho? ¿Volverla contra mi padre? No la habría vuelto contra mi padre. No habría retrocedido, ni habría alzado el revólver con manos temblorosas para dirigir el cañón hacia mi asombrado padre. Eso nunca.

Se había olvidado de mí y empezó a mecerse. Un olor corporal se desprendió de él, y las ventanas de la nariz se me encogieron con una especie de agradable repugnancia. Mucho tiempo atrás, cuando vivía con nosotros, mi padre había olido así a veces al regresar del trabajo, después de haber empapado la ropa del sudor durante el largo día de verano, y mi madre retrocedía de manera perceptible -no con grosería, no para insultar-, aunque por supuesto sí que lo había insultado… «Discúlpame, Lucille». No querías estar cerca, no querías ser testigo de lo que les pasaba. En el rostro de papá el instintivo resentimiento masculino hacia la fémina -la fémina demasiado maniática- y el gusto que le hubiera dado abofetearla en aquel instante mismo.

Pero no había pegado a mi madre. Nunca, en mi presencia.

Estaría dispuesta a jurarlo. Cuando me «entrevistaron» -no «interrogaron» sino sólo «entrevistaron» en presencia de mi madre y de un funcionario del tribunal de familia- así lo juré.

Papá estaba diciendo de nuevo con aire de sorpresa y de desilusión lo cansado que estaba, y pensé Ahora se tumbará y se dormirá. Voy a poder correr para pedir auxilio.

En la mesilla de noche un reloj digital hacía un ruido semejante a un ronroneo, como un corazón defectuoso: eran las seis cincuenta y seis de la tarde.

En casa, mi madre me estaría esperando. Preocupada. Y enfadada, y dolida porque sabía que en lo más íntimo de mi corazón quería a mi padre más que a ella. Pese a todo Es algo que no puedo evitar. Ni siquiera ahora. ¡Perdóname!

Iba a correr y a pedir ayuda para mi padre. No para mí.

En el exterior del motel se alzaban voces, y ruido de portezuelas de coches que se cerraban con fuerza. Se escuchaba el continuo zumbido del milico en la carretera. Pero nadie ven dría a la habitación 23 del Days Inn. Nadie vendría a aquella habitación donde se hospedaba un tal «John Cass» para ayudarnos a nosotros, que estábamos tan necesitados.

Debí de hacer un repentino movimiento involuntario -limpiarme los ojos con las puntas de los dedos de las dos manos- porque la cabeza de papá se alzó bruscamente, sus ojos estaban alertas y preocupados y vi que se había apoderado del revólver.

– ¿Qué sucede? ¿Alguien fuera? ¿Quién?

– Nadie. Sólo… alguien que ha aparcado.

Tambaleándose, papá se acercó a la ventana. Vi que es taba muy borracho, narcotizado. Sus ojos, sin embargo, brillaban peligrosamente. Se pasó la lengua por los labios como un perro hambriento. Metió los dedos entre las láminas de la persiana veneciana para mirar fuera. Quienquiera que viese acabó por no parecerle importante. Luego se volvió hacia mí, con aquel temblor de alegría en las patillas.

– Krista, sabes que te quiero, cariño… eso lo sabes.

Sí, lo sabía. Y también lo mucho que sonaba como una condena aceptar aquello.

– Siempre has sido mi corazón. Mi «ave del paraíso».

Los dos estábamos recordando que papá solía cogerme en brazos cuando era muy pequeña, tirarme al aire como si fuese tan ligera como un cojín, y recogerme casi de inmediato mientras yo chillaba y pataleaba. Nunca corría el menor peligro. Papá me tenía bien segura. Si me asustaba, si empezaba a llorar -si chillaba y pataleaba con demasiada fuerza-, a papá no le gustaba.

– Creo que deberías llamar a tu madre, Krista. Es el momento ya. Dile que estás conmigo, y que quiero hablar con ella, no por teléfono sino cara a cara. Explícale, «papá no te hará daño» -mi padre hizo una pausa, sonriendo. El esfuerzo que suponía aquella sonrisa era como el de un hombre que se agacha para alzar un peso que le destrozará la columna vertebral.

Nerviosa, respondí que mi madre quizá colgara antes de que pudiera explicarle nada.

Nerviosa, le expliqué que me gustaría que dejara el revólver. Me daba miedo aquella arma.

Papá frunció el ceño. Era un padre a quien no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, nunca.

A veces lo olvidabas. Cuando apelaba a ti, cuando parecía que se ablandaba contigo. Pero luego te dabas cuenta de que era una equivocación, una equivocación que tenías que aprender a no cometer, y que era confundir el amor que papá sentía por ti con su respeto hacia ti. A un niño se le quiere pero no se le respeta. Uno se olvida de eso.

– No colgará el teléfono. Esta vez sabrá que no tiene que colgar el teléfono.

– Sí, pero… Ya sabes que mamá…

– ¡Al carajo con mamá! ¿Qué ha hecho mamá por ti? Soy tu padre, que te quiere, ¿no es cierto?

– Sí pero, papá, la pistola me…

Queriendo decir me da miedo. Pero mi voz era débil y sonaba culpable.

– No te voy a hacer daño, Krista -dijo papá con tono de reproche-. Tienes que saberlo. Se acabará en un instante. Un latido. Te ahorrará dolor. Cariño, la vida es sobre todo dolor… es como dice la Biblia… «Todo es vanidad bajo el sol.» «Vanidad y necedad» -rió, como alguien que ha dicho algo ingenioso por casualidad. Con el revólver indicaba el teléfono en la mesilla de noche-. Tu madre está esperando esa llamada, Krista. Tu madre es una mujer lista, una mujer astuta, sabe que su «ex esposo» está en Sparta, y si sabe eso, sabe por qué estoy aquí, y que ésta es la última vez que voy a suplicarle. Es la última vez para todos nosotros. Eso lo sabe, creo yo. Creo que lo sabe. Quiero que se me devuelva la familia que se me arrebató injustamente. Quiero que se me devuelva la vida que se me quitó injustamente. La decisión corresponde a tu madre. Es su responsabilidad. Se dice cristiana, ¿no es cierto? Se arrodilla y reza, y a quién demonios rece, a Dios Padre, o a su Hijo el Salvador, tiene que darle buenos consejos, ¿no es cierto? «Hasta que la muerte os separe.» «En la salud y en la enfermedad.» Mejor hacer lo que quiere tu marido, Lucille. ¡Es tu marido! Cuando firmé los papeles para cederle la».asa, roda la propiedad, dije: «Te estoy confiando todo esto, Lucille. Espero que un día se me permita volver y se me dé la bienvenida». Tu madre no dijo no a eso. Dábamos por sentado que diría sí. Porque tenía la certeza de que mi nombre iba a quedar limpio. Porque no había hedió daño a aquella mujer, no había hecho daño a nadie. ¡No por voluntad mía, y nunca a vosotros, mis hijos! Esa era mi confianza en ella, en tu madre. Era cierto, como ella sabía, que había sido «adúltero». Eso era cierto. Pero no lo otro -aquí papá hizo una pausa, como si el reconocimiento de lo otro (el acto atroz, el irrevocable acto que era el asesinato) fuese agotador para él.

Fuera se oía el ruido de más portezuelas de coches al cerrarse de golpe. En el Days Inn comenzaba la actividad al acercarse la noche. Llegaban familias, parejas. Una de ellas, que sonaba como si los dos estuvieran borrachos, en la habitación vecina.

Papá no les hizo ningún caso. Señalaba el teléfono con el revólver, y de una manera que me ponía muy nerviosa.

– Vas a llamar a tu madre, Krista, y le vas a explicar la situación. Que has elegido venir conmigo. Que estás a salvo conmigo. Que no te va a suceder nada, ni a ninguno de nosotros, si ella acepta su responsabilidad que es lo que no ha hecho hasta el momento. Si viene a verme esta noche. Sólo tiene que subirse al coche, venir aquí y verme. Si es que te quiere como es obligación de una madre. Y escucha esto, le vas a explicar además: «Papá dice que me puedo marchar si vienes tú». Llámala «mamá», para ti es «mamá». Dile a mamá que papá te dejará que te marches si viene ella. Si «mamá» ocupa tu lugar. Ya te das cuenta, Krissie, que el vínculo del matrimonio es lo fundamental. La promesa «Hasta que la muerte nos separe». Lucille viene y Krista se puede marchar. Con la promesa de no hablar de nosotros a nadie, ¿de acuerdo? La promesa de no entrometerse. Todo lo que necesito es un poco de tiempo cara a cara con tu madre, y creo que podemos arreglar las cosas. Sé que podemos. Esos documentos, se los quiero enseñar. Tiene que darse cuenta. Tú también tienes que darte cuenta, Krissie, tu papá nunca te haría daño. Ni a tu hermano, nunca. Es una promesa. Ni siquiera necesita ser una promesa, es evidente. Es un hecho. Pero Lucille tiene que verme, esta noche. Díselo.

Me quedé mirándolo. Hablaba de manera tan razonable. La boca torcida en una sonrisa dolorosa, como si lo que estaba diciendo fuese algo tan obvio que casi no necesitaba decirlo.

– Pero, papá, si mamá sabe que estás aquí… conmigo… como ya he dicho antes, me temo que se limite a colgar el teléfono. Ni siquiera va a escuchar.

Papá enrojeció.

– No. No colgará. En el fondo de su corazón quiere hablar conmigo.

¿Era aquello cierto? A mí no me lo parecía. Quería pensar sí, pero temblaba de miedo, allí estaba papá con el revólver en la mano, no apuntándome exactamente, pero sosteniéndolo de tal manera que el más ligero movimiento lo dirigiría contra mí, a la altura del pecho. O quizá fuese papá tomándole el pelo a Krissie. Quizá papá quería que me riera. Quizá al cabo de un momento papá iba a sonreír y a guiñarme un ojo. ¡Un papá puede ser tan divertido! Pensé Papá bromea. Papá es un bromista de mucho cuidado.

– Sabes el número, Krissie. Márcalo.

Allí estaba mi mano alzando el auricular de plástico, pegajoso de las manos sudorosas de muchos desconocidos. Como en sueños marqué el teléfono de casa pero todo lo que conseguí fue un pitido frenético y papá dijo:

– Cariño, primero tienes que marcar «nueve» para hablar con el exterior, esto es un motel.

Papá se echó a reír y lo intenté de nuevo, esta vez empecé por el nueve, seguí con el número de casa y recé para que mamá respondiera, pero antes de que terminara de sonar la primera vez ya había descolgado, como si hubiera estado esperando ansiosamente junto al aparato.

– ¿Mamá? Es…

Tan pronto como oyó mi voz, dijo con tono cortante:

– ¡Krista! ¿Está ahí contigo?

Dije que sí, y mi madre preguntó:

– ¿Ha estado bebiendo ?

Dije que sí, y mi madre preguntó:

– ¿Es… peligroso?

Vacilé, no podía decir sí, no podía traicionar a papá.

Mi madre preguntó:

– ¿Dónde estás?

Vacilé una vez más, porque papá estaba muy cerca, le brillaban los ojos de la emoción, una especie de miedo jubiloso, sentía el calor húmedo que le brotaba de la piel, el feo revólver apuntando hacia el suelo y en aquel instante pensé Puedo, debo… tengo que quitarle el arma, ésta puede ser mi última oportunidad, debo gritar, debo sorprenderlo y asustarlo, tengo que correr con el revólver hasta la puerta… pero la puerta no sólo estaba cerrada con llave sino echada además la cadena que sólo permitía entreabrirla, de manera que no me habría sido posible abrirla todo lo deprisa que hacía falta para ponerme a salvo. En el espacio de unos segundos aquel hombre me habría alcanzado, aquel varón grande, robusto, sudoroso, desesperado, caería sobre mí, furioso por haberle desobedecido, por burlarme de su autoridad, por atreverme a quitarle algo sin tener el menor derecho a hacerlo. Y en consecuencia se me castigaría. Se me haría daño. Lo sabía. Me quedé paralizada, indefensa, mientras al otro extremo de la línea la voz de mi madre se alzaba llena de enojo, de inquietud, de miedo al preguntar ¿dónde? ¿Adónde me había llevado? Y a papá se le acabó la paciencia y me arrancó el auricular de las manos.

– ¡Lucille! Estamos en Sparta, Lucille. Ven a reunirte con nosotros y todo esto se aclarará -papá acunaba el teléfono en la mano izquierda con un extraño gesto que le exigía levantar el codo, colocando el micrófono del auricular pegado a la boca, pero en ángulo. Hablaba con una voz de entusiasmo contenido, al tiempo que sonreía.

Oía que mi madre alzaba la voz pero no sus palabras y papá dijo, con calma:

– No es como dices, Lucille. Puede que te siente como un tiro, pero Krista está conmigo porque quiere estar aquí. Ésa es la realidad, Lucille. Así que ven a reunirte con nosotros y aclararemos estos malentendidos y de nuevo oí la voz de mi madre pero no sus palabras y papá escuchó pacientemente durante varios segundos antes de interrumpirla-: ¿Conoces el motel Days Inn, Lucille? ¿En la autovía? Seguro que sí. Está más allá del Holiday Inn, y de Mack's, ya sabes, la rotonda. El Days Inn. No te puedes equivocar, el anuncio luminoso se ve desde lejos. Creo que es amarillo. Nada más pasar Mili Road. Estoy en la habitación 23, Lucille. Dos-tres. Te estaré esperando, Lucille. No hace falta que llames… sólo llegar hasta la puerta, te espero. Krista y yo estamos descansando aquí…, sólo esperándote, Lucille. Tenemos que ser de nuevo una familia. Podemos llamar a Ben dentro de un rato. Empezaremos sólo contigo y con Krissie, Lucille. Sabes cuánto he querido hacer esto, Lucille. Sabes cómo soy. Krissie quiere estar aquí, Lucille. Nadie le ha hecho daño. Y nadie le hará daño. A nadie le pasará nada, lo prometo. Nadie te hará daño, en absoluto. Sólo tienes que venir aquí, Lucille, venir sola, ahora mismo y aclararemos todo esto. Escucha lo que te voy a decir… si crees que Krista está disgustada, si estás preocupada por Krista, la dejaré que salga tan pronto como tú entres en la habitación. Quiero decir que Krista puede salir. Esperar en el coche. Quizá después, si las cosas funcionan, podemos llamar a Ben, recogerlo e irnos todos a comer una pizza en algún sitio. ¿Qué te parece? A los chicos les encantan las pizzas. Nunca nos hemos comunicado de verdad, creo yo. Me han hecho suponer algo de ti que quizá no sea más que un malentendido. Me parece que te has apartado de mí, ¡que has endurecido tu corazón demasiado pronto! Pero ahora podemos rectificar. No es demasiado tarde. Descubrirás que he cambiado, Lucille. Coge el coche, cariño, ve por Garrison hasta Mohawk, y en Mohawk recto al norte hasta la Route 31, no te llevará más de diez o quince minutos. Pero tienes que salir ahora mismo. No llames a nadie. Sólo tienes que subirte al coche y llegar aquí. Sabes cómo te quiero, Lucille, eres mi mujer «hasta que la muerte nos separe», ésta es una decisión que no he tomado a la ligera, seguro que te das cuenta de que es la decisión correcta, y que tenía que haberla tomado mucho antes Lucille?

Papá escuchó. Luego frunció el ceño y la interrumpió :

– No, Lucille. Ahora.

Y acto seguido colgó el teléfono.


El fin, cuando llega, lo hace a toda velocidad.

No lo puedes prever. Bueno, sí que lo has previsto, por supuesto.

El problema que apareció en mi vida debía tener un final, simultáneamente con aquella vida.

Porque, también por supuesto, mi madre llamó a la policía. No hubo nunca ni un atisbo de posibilidad de que Lucille aceptara la petición de mi padre de presentarse en la puerta de la habitación 23 del motel Days Inn, y aún menos que un atisbo de posibilidad de que quisiera presentarse en mi lugar para que de esa manera se me permitiera marcharme. Aterrada y casi dominada por la histeria, mi madre llamó al 911 y contó, tartamudeando, lo que sabía, todo lo que sabía, acerca de mi padre que «tenía secuestrada a su hija» en el Days Inn en la Route 31; acerca de mi padre Edward Diehl que había estado «implicado» en el asesinato de Zoe Kruller, en 1983, pero al que nunca se había detenido; acerca de Edward Diehl que había sido su marido pero que había «pronunciado amenazas contra mi vida, y la vida de mis hijos, muchas veces…». Y en el espacio de seis minutos después de aquella llamada, agentes de policía de Herkimer County empezaron a llegar al Days Inn. Al igual que vehículos de la policía de Sparta. En total se reunieron doce coches, además de otro vehículo para emergencias médicas; tampoco tardó mucho en llegar una furgoneta con un equipo de cámaras de la televisión local; a todo esto se unieron las sirenas, las luces rojas que lanzaban destellos, las voces de desconocidos que exigían que Edward Diehl abriera la puerta -que saliera con las manos en alto-, que dejara caer el arma de fuego si es que tenía una, y que lo hiciera de inmediato.

Para entonces -como un animal paralizado por el terror- estaba encogida de miedo en un rincón de aquella habitación con olor a moho. Me había introducido entre la pared y un buró, estaba tumbada y jadeaba y me decía Que intervenga mi madre si está aquí. Que hable con él, la dejarán que hable con él, todo se arreglará. Diciéndome No le harán daño, ni tampoco a mí. Todo se arreglará. Papá me vio y se apiadó de mí; no me reprendió, no me regañó; se movía inquieto por la habitación empuñando el revólver y monologaba entre resoplidos. La euforia y el entusiasmo hacían que le brillase la cara. Las luces rojas que llegaban desde el aparcamiento, por otra parte, le iluminaban el rostro de pirata patilludo y maltrecho y los ojos desafiantes pero de mirada vidriosa.

– ¡Te quiero, Gatita! Más vale que no se te olvide.

La voz exterior se había convertido ya en una voz de megáfono, tan atronadora como si estuviese en la habitación con nosotros. Un grito, una voz masculina furiosa, instrucciones repetidas a Edward Diehl para que abandonara su arma, abriera la puerta y dejara salir a su hija; que cruzara el umbral despacio y con las manos en alto y bien visibles y nadie le haría daño, repitiendo No se hará daño a Edward Diehl y quizá mi padre se echó a reír, creo que sí, que oí reír a papá, o fue quizá el sonido de un sollozo que se parecía a la risa, la cara de papá aturdida y roja y con el aire regocijado como de pirata provocado por las patillas y la boca que se movía y los ojos desbocados sorprendidos por el resplandor de un reflector poderoso enfocado a la puerta y a la ventana de la habitación que atravesaba las venecianas agrietadas y sucias que papá había bajado de un tirón para protegernos de los ojos de los extraños. En aquellos últimos y sorprendentes minutos de su vida mi padre no habló, no me dijo nada más, como si con la urgencia del momento se hubiera olvidado de mí, una especie de olvido le había lavado el alma, su alma tan dura como el acero, y se había olvidado de mí, se había olvidado de su mujer a quien con tanta desesperación había llamado a su lado. Se había olvidado de su familia, de su vida que se había torcido tanto. Porque su sabiduría secreta era que la muerte es fácil, que morir es mucho más fácil que vivir. Ya en la puerta, calmosamente girando la llave y retirando la cadena tal como se le había ordenado y, entre los dedos de la mano vi también, mientras seguía tumbada, paralizada por el terror, en un rincón de la habitación maloliente y entre bolas de pelusa, a través de las láminas torcidas de la veneciana, la brillante luz deslumbradora dirigida contra nosotros desde hura, una violenta luz cegadora, de un blancor llevado a sus últimas consecuencias, un blanco que se podría confundir con la luz más pura de las estrellas, que iluminaba y consagraba todo lo que tocaba incluso aunque significara olvido, aniquilación y extinción; y bañado por aquella luz -porque mi padre ya había abierto la puerta de una patada y la habitación del motel con su olor a moho había quedado expuesta a las miradas de los desconocidos- vi a papá agachándose, los hombros encorva dos y la cabeza baja; el rostro estaba ya de espaldas a mí y no podía ver si sonreía, nunca volvería a ver de nuevo la cara de papá y así tengo que abandonarlo ya, en su temblorosa mano derecha el revólver que los medios de comunicación identificarían como un Smith & Wesson de calibre 38, ilegalmente en posesión de Edward Diehl, vi cómo papá avanzaba, seguro, hacia aquella luz cegadora y alzaba el arma como si se dispusiera a hacer fuego en lo que al parecer fue un espontáneo gesto de burla que se convertiría en el gesto final de su vida.

25

Titulares de cinco centímetros, llenos de malévola satisfacción, en el Journal de Sparta.


Diehl, antiguo residente de Sparta

sospechoso en el homicidio de kruller del 83,

muerto por la policía en un tiroteo


En el Journal y en otros sitios era posible enterarse de que el nombre completo de mi padre era Edward James Diehl, así como de las fechas de su nacimiento y de su muerte, 1942-1987, respectivamente. También se enteraba uno de que había nacido en Sparta, Nueva York, y de que, por tanto, parecía apropiado que hubiese muerto en Sparta. Se facilitaba igualmente la información de que, aunque nunca se le había detenido en relación con aquel delito, había sido un «sospechoso destacado» en un caso de homicidio: Edward Diehl estaba destinado a seguir siendo un sospechoso incluso después de muerto.

Tanto en el Journal como en otros medios se informó falsamente de que mi padre había muerto en un «tiroteo» con agentes de la policía, ya que en realidad no había sido un «tiroteo» -con connotaciones de noticia morbosa y melodramática adecuada para periódicos y televisiones sensacionalistas- sino una masacre: mi padre no disparó ni una sola vez. Aunque su revólver estaba cargado, no se le había quitado el seguro y quedaba claro que no se había propuesto disparar ni una sola vez y que nunca se informó de ese hecho, circunstancia de la que no tuve conocimiento hasta meses después.

Papá había querido morir. No había querido matar. No había tenido intención de hacerme daño. Eso es algo que llegaría a creer. Algo que tengo por cierto.

Se pudo saber que ocho agentes de policía dispararon contra Edward Diehl en un lapso de pocos segundos y que ninguno de ellos falló el blanco. Según las normas de Herkimer County, los agentes de policía no deben hacer menos de dos disparos contra el blanco elegido. Por lo que un total de dieciocho proyectiles habían agujereado la cabeza y la parte superior del cuerpo de mi padre, algunos mientras caía, otros después de caído y algunos más mientras yacía, agonizante, retorciéndose' sobre la alfombra, dentro de la habitación donde la fuerza de los proyectiles lo había tumbado de espaldas, brazos y piernas separados y el revólver Smith & Wesson saltándole de la mano.

Todo aquello no lo vi. No tengo recuerdos de nada. Aunque era la hija de Edward Diehl que había «sido secuestrada» en aquella habitación, aunque era la hija de Edward Diehl de quince años de edad a quien la policía había «rescatado» en aquella habitación, no vi morir a mi padre, no recordaría ya nada excepto los disparos ensordecedores.

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