11 de febrero de 1983
Es una mañana de domingo, la nieve cae tan espesa que ciega por completo, y Aaron Kruller abre despacio la puerta del 349 de West Ferry Street de la que cuelga una decoración navideña con guirnalda plateada, ramito de bayas color rojo sangre y una gran cinta roja de falso terciopelo aunque Navidad -¡cielo santo!- hace ya mucho tiempo que pasó. Sabe que, probablemente, hay algo que está mal: la vida de su madre se ha echado a perder, a él le gustaría pensar que no ha sido culpa suya, pero Zoe se ha cansado de ser su madre igual que se ha cansado de ser la mujer de Delray Kruller y ¿a quién le podría extrañar? De manera que Aaron se está armando de valor para enfrentarse a lo que le espera dentro. Estores bajados en todas las ventanas que se ven desde la calle, tanto las de arriba como las de abajo; luego, al dar la vuelta a la casa de color morado, aunque la nieve le obligue a parpadear cuando mira con fijeza, advierte algo extraño que le parece preocupante: la puerta principal no está cerrada.
¿No hay nadie aquí? ¿Nadie en el piso de abajo? El cuarto de estar -si se le puede llamar así- está hecho una porquería. Como si se hubiera celebrado una fiesta y nadie después hubiese tenido tiempo para limpiar. Y una sola bombilla encendida, en pleno día, con la pantalla torcida. Aaron confía en no encontrarse con la amiga de Zoe; su madre asegura que la quiere como a una hermana, aunque Aaron nunca la había visto antes ni había oído hablar de la tal Jacky, cara reluciente, pelo teñido de color remolacha y pechos levantados con un artilugio de nailon con aspecto de corsé que a Aaron le incomodaba ver, allí estaba Jacky pasándose la lengua por los labios y mirándolo como si supiera sus pensamientos más íntimos, pensamientos nada presentables, los pensamientos francamente sucios y sexuales de un adolescente, su amiga Zoe Kruller no parece lo bastante mayor para tener un hijo del tamaño de Aaron, casi un metro ochenta con la cabeza afeitada y llena de bultos, unas cuantas cicatrices en la cara y una mirada sin piedad, como si la ira de Dios la estuviera juzgando.
Cualquier mujer, aunque sea mayor que su madre, como Jacky DeLucca, o una de sus profesoras del instituto o la madre de un amigo a la que ve cuando se para junto a la casa de uno de los jugadores de lacrosse después de un partido, Aaron se descubre mirándola como si no pudiera evitar ver lo que hay dentro de la ropa, el cuerpo desnudo de la mujer, de la hembra, que le fascina, le horroriza y le asombra y su turbación es como algo que pasa a duras penas por un tubo muy estrecho y sale convertido en una mueca de desdén, no se atreve a sonreír a esas personas por temor a que adivinen la clase de pensamientos que se le pasan por la cabeza, santo cielo le había faltado tiempo para dejar a la tal DeLucca cascársela, correrse y mancharse los pantalones con una porquería como clara de huevo batida.
Pero Jacky no está, o al menos eso parece. Ni siquiera está encendido el televisor.
La última vez que vino tampoco la puerta principal estaba cerrada, pero había gente dentro. Oyó voces. Ahora tanto silencio le resulta extraño y perturbador.
– ¡Eh! ¿Mamá? Soy yo.
Es de cretinos decir soy yo, soy yo Aaron, alzando la voz que según comentaba Zoe era tan potente como el mugido de un ternero, ella se reía tapándose los oídos, pero ahora Zoe no aparece para quejarse de su vozarrón.
Aaron está asqueado y enfadado. Se diría que Aaron siempre lo está, y no quiere pensar en lo mucho que le preocupa lo que pueda encontrar dentro de la casa.
Porque su madre no le ha llamado desde hace algún tiempo. Al principio, después de mudarse, le telefoneaba -a Aaron- a determinadas horas, como había prometido, y él estaba en casa para hablar con su madre, aunque hosco e insultante pero bueno, aquello era normal, Zoe le llamaba y hablaba con él e incluso aunque él dijera Mamá, vete a la mierda y colgara, las cosas estaban bien entre ellos y Zoe lo sabía. Y Aaron también lo sabía. Pero ahora llevaba unas dos semanas sin saber de su madre. Y no le había echado la vista encima desde sólo Dios sabía cuánto, quizá un mes. Estaba Navidad, una época jodida que preferiría olvidar… y Año Nuevo, todavía peor… fiestas que pasaron desdibujadas entre alcohol y drogas y Zoe le llamó para decirle que tenía su regalo de Navidad bien envuelto pero sin encontrar la ocasión para dárselo. Ven a la casa a recogerlo, dijo. ¿Cómo demonios va a hacer eso un crío de catorce años con una bicicleta? ¿Su bici de niño que se enganchaba a otra de persona mayor? ¿Deslizándose y resbalando por calles con la nieve convertida en hielo? Seguro que Delray no iba a llevarlo en coche.
Allí, no. No a la casa de West Ferry. Delray había dicho que no iría nunca, no se fiaba de lo que haría una vez allí.
La golfa de tu madre. Golfa y yonqui, vete a comprobarlo, lo verás con tus propios ojos.
La pesada mano de Delray cayó sobre el hombro de Aaron. Con un estremecimiento semejante al de un caballo que se espanta las moscas haciendo ondas con la piel, Aaron se libró de la mano de Delray como si estuviera reteniéndose para no pegarle un mamporro a su padre.
No me crees cuando te digo que es una golfa, ¿eh? Eso sólo demuestra que no tienes ni puta idea de quién puede ser una golfa.
Aaron llama con fuerza. «¿Mamá?» El mugido de ternero según su madre.
De hecho había oído unas cuantas veces mugir a un ternero, ¡era algo digno de oírse!
Piensa que quizá le grite una respuesta mientras todavía está al pie de la escalera. Como por ejemplo: Dios santo, ¿eres tú, Aaron? ¿Has venido? Espera que bajo enseguida, unos minutos, si tienes sed, coge algo del frigorífico, cariño, ¿de acuerdo? No subas aquí arriba, está todo muy revuelto, ¿vale?
Y él pensaría con un escalofrío de repugnancia Tiene a alguien ahí arriba, ¿no es eso?
Ha visto a su madre con un hombre, sólo una vez. Quizá más de una vez. Quizá no había llegado exactamente a verlos, había mirado deprisa hacia otro lado. O quizá -estaba un poco lejos- no se trataba de Zoe sino de otra rubia que se le parecía. Era sobre todo lo que había oído, sobre todo, lo que había oído sin querer. Delray por teléfono. Los parientes de Delray quejándose de ella. Quizá eran todo mentiras, ¿cómo lo podía saber? Cuando decían Eso es lo que hace una zorra blanca, no te puedes fiar de ellas, al final se reduce a que son blancas y tú no eres más que basura como si Delray fuese un seneca pura sangre lo que no era verdad, menos aún Aaron, y Aaron era hijo de Zoe no sólo de Delray y quizá pareciera indio pero había mucho más que eso en él. Claro que sí, joder.
Aaron se asoma a la cocina: no hay nadie. Sillas de plástico que parece como si alguien las hubiera corrido a patadas. Botellas, vasos, bandejas a remojo en el fregadero. Como si la fiesta se hubiese derramado hasta aquí y luego la marea alta, al transformarse en baja, hubiera hecho que las olas retrocedieran, y lo que queda en la playa es basura que no quieres examinar muy de cerca. Y debajo del olor a rancio y a basura, un leve recuerdo del perfume de Zoe.
El silencio es excesivo. A Zoe no le gusta tanto silencio. En la casa de Quarry Road, que estaba demasiado lejos de la ciudad para ser de su agrado, a no sé cuántos kilómetros, joder, siempre tenía la radio muy alta o cantaba sola, ensayando su voz de Black River Breakdown que se oía por toda la casa y era un sonido que resultaba a la vez consolador y preocupante porque ponía de manifiesto la otra vida de Zoe Kruller, la vida que llevaba lejos de su casa y ante los ojos de desconocidos que la admiraban, la vida que anhelaba y que ni Delray ni Aaron podían darle y que les molestaba. Por qué no te bastamos era una pregunta que nunca le hacían porque ni Delray ni Aaron disponían del vocabulario que se necesitaba para hacer una pregunta así. Pero también estaban los buenos recuerdos, en conjunto buenos recuerdos casi todos pensaba Aaron, cuando había vuelto a casa de aquel condenado instituto donde lo trataban como basura o de jugar a lacrosse magullado y deshecho y sangrando por cortes en la cara y allí estaba Zoe cantando en la cocina y sonaba como si fuera feliz.
Orgulloso de sus cicatrices de lacrosse. Los tipos de más edad lo respetaban. Si tenía el palo de lacrosse entraba con él en la cocina pero a Zoe no se le permitía tocarlo ¿sabes por qué? A las tías les está prohibido tocar tu palo de lacrosse. Ni siquiera se le permite a tu mamá.
Qué demonios de absurda superstición india es ésa, preguntó Zoe.
Aaron se había encogido de hombros y había murmurado algo en respuesta. Zoe rió molesta y dijo que era un insulto, como si yo fuese a contaminar esa cosa absurda y Aaron dijo con una sonrisita. Así son las cosas, mamá. Así es lacr…
Zoe había intentado un rápido ataque para tocar el palo. Sabiendo que iba a hacerlo Aaron lo alzó mucho por encima de su cabeza. Se rió con la cara encendida y Zoe dijo De acuerdo, caradura, ahora hazte tú la cena ya que eres tan listo.
No había tenido que hacérsela, de todos modos. Para la hora de la cena volvían a llevarse bien.
En la escalera, Aaron llama una vez más con su mugido de ternero.
– Eh, mamá, ¿estás ahí?
Marzo de 1990
La mujer se volvió hacia él, al tocarla se volvió hacia él y al ver su cara empezó a gritar. Y a él no le gustó aquello, maldita sea, no le gustó nada que le gritaran de aquel modo. Intentó calmarla extendiendo las manos, romas y torpes como las patas de un animal, pero al tocarla, la mujer, llevada del terror, empezó a gritar con más fuerza, un grito estridente que le hizo daño en los oídos, de manera que necesitaba que se callara pero en realidad era él quien se estaba despertando y no había ninguna mujer -la mujer había desaparecido- y los alaridos eran el timbre del teléfono que sonaba muy cerca de su cabeza aturdida, en el lugar donde él, Aaron, parecía haber caído, despatarrado y en diagonal, sobre un colchón manchado y sin ropa de cama alguna sólo con calzoncillos y camiseta subida hasta la mitad de la espalda y al buscar a tientas el condenado teléfono lo había tirado al suelo, pero al levantar por fin el auricular oyó una voz de mujer, verdadera, frenética, que se le metía en el oído ¡Aaron!¡Maldita sea, descuelga el teléfono! Se trata de Delray, ven a por él inmediatamente.
Pese a la borrachera y al aturdimiento Aaron consiguió incorporarse. Averiguar dónde estaba exactamente lo dejaría para más tarde. La cabeza le dolía como si le hubiesen golpeado con una pala. La boca tan agria como después de vomitar. Tenía los dedos de los pies, sucios, largos y estrechos, hundidos en la alfombra llena de manchas como si aquella parte de su cuerpo quisiera, de forma instintiva, agarrarse a algo sólido. La mujer con la que había estado parecía haberse esfumado. Había habido una mujer de carne y hueso allí con él, desnuda sobre aquel colchón, una mujer que había resoplado y se había esforzado pero que se había marchado ya. Gracias a un reloj luminoso vio que eran las cuatro y veinte de la madrugada. No había luna para reflejar la nieve en el exterior, de manera que el mundo estaba tan oscuro como si fuese el fondo del mar. Había visto un documental en la televisión sobre las profundidades del mar a donde nunca llegaba la luz, peces con formas extrañas en la oscuridad perpetua, seres que ningún ojo humano había visto jamás, ni tampoco las criaturas de las profundidades se veían unas a otras. Por qué existían semejantes seres era un misterio que nadie podía resolver. Qué finalidad tenía la vida en la tierra, nadie lo sabía. Pero la situación era que estabas aquí, que habías nacido y que tenías que jugar con las cartas que te habían tocado. Aaron se frotó los ojos y vio, a través de la puerta medio abierta, que daba al baño, que la luz estaba encendida, un rastro de vapor de agua de la ducha que le llegaba hasta las ventanas de la nariz, aunque la mujer se había ido.
¡Coño! al ver en el marco de la puerta y en la pared junto a la cama lo que parecían ser manchas de sangre provocadas por una mano al golpear.
Podía haber sido sangre que brotara de una nariz, a Aaron le parecía recordar una nariz de mujer que no había tenido intención de lastimar, o se trataba de su propia nariz, que la mujer había golpeado con un codo. Aaron no estaba seguro.
Del teléfono salía ahora con mayor claridad una voz femenina urgente y autoritaria:
– ¡Aaron! ¿Estás ahí? ¿Estás despierto? ¡Maldita sea, es Viola quien te habla! Te he dicho que Delray está malherido. Debe de haber perdido el conocimiento al golpearse la cabeza contra la acera. O alguien se encargó de hacerlo por él. Si no vienes a recogerlo, es tu padre, maldita sea, es lo menos que puedes hacer por él, si no vienes aquí, carajo, voy a llamar al 911 para que vengan a buscarlo. Llévalo a urgencias al hospital. Maldita sea, no me da la gana de que Delray se muera en esta casa.
Aaron tartamudeó tratando de decirle a su tía que no llamara al 911, que no llamara pidiendo ayuda, a su padre no le gustaría.
– Dime dónde está, Viola, iré a por él.
– ¿Que dónde está? ¿Es que no me acabas de oír? ¡Por el amor de Dios! ¿Estás borracho? ¿Estás colocado? ¡Aquí! ¡Está en mi casa! ¡No tiene ningún derecho a estar aquí! lodos vosotros, tú y él, y ella, tu condenada madre, ¡todo lo que habéis hecho ha sido crearnos problemas! ¡A la familia! La última vez que Delray apareció por aquí me pasé media noche tratando de localizarte, tardaste todo lo que te salió de las narices, y esta vez no voy a arrastrar a tu padre hasta casa, ni escaleras arriba, para que luego me vomite encima, que se vaya al carajo. Si quieres saber dónde está, Aaron, está delante de mi casa, en el camino de entrada para coches, en medio de la nieve donde alguien lo ha dejado caer. Uno de sus amigos moteros. O un amigo policía. Tú conoces a esa pandilla con la que va por ahí. Tiene que ser alguien que sabe que soy su hermana. Estaba en la cama cuando he oído un claxon, alguien que gritaba, he mirado por la ventana y había un hombre tumbado en el camino para coches, muerto o demasiado borracho para estar de pie. Delray debe de haber dejado su coche en algún sitio, en algún bar y no podía conducir en ese estado, así que lo han traído y me lo han largado a mí. Dios del cielo -Viola hizo una pausa y resopló. Cuando volvió a hablar lo hizo entre sollozos, furiosa-. ¿Qué pasa si tu padre tiene una lesión cerebral? Sabes que ahora mismo está medio loco. ¿Qué pasa si tiene el hígado envenenado? Si tratas de hablar con él, dice que sí, que seguro que va a beber menos, que se apuntará a un programa de desintoxicación, la mitad de la familia se ha ofrecido para llevarlo y para ir a verlo mientras está allí y luego sucede esto y me pega un susto de muerte. ¡Soy su hermana y no su madre! ¡Tampoco soy su mujer! ¡Ni su hijo! Tú eres su hijo, ¿sabes? De manera que ven aquí y llévatelo a casa porque de lo contrario voy a llamar al 911 y me da lo mismo que sea la policía o las urgencias del hospital, os podéis ir los dos a hacer puñetas.
Aaron dijo que iba enseguida. En cuanto se vistiera. Para entonces ya estaba en pie y razonablemente despierto. Superada la borrachera en diez segundos. Y diciéndole a su tía que no llamara ni a los malditos polis ni a una ambulancia, podrían acabar con Delray.
– Por ejemplo si lo «encierran» y no puede salir como aquella vez en el hospital de- ex combatientes de Watertown, que casi acabó con él.
Su tía había colgado. A Aaron se le cayó el auricular, que hizo ruido al chocar contra el suelo. Empezaba a darse cuenta de dónde estaba. Un lugar familiar convertido en desconocido. Iluminado por un rayo de luz procedente del cuarto de baño vio algo que hizo que se le erizara el vello de la nuca… ¿una serpiente? ¿Una serpiente en la casa? ¿En invierno? Tenía que ser algo más que una simple culebra de jardín porque el cuerpo era grueso, oscuro, con el lustre de la grasa. O quizá los ojos de Aaron no enfocaban bien, como su cerebro. Si se trataba de un «viaje» con metanfetamina, no cabía duda de que había dado un giro malévolo. Si sólo se trataba de una borrachera, cabía la posibilidad de que tuviera delírium trémens. Otra cosa extraña era que no estaba en su dormitorio, sino en una habitación trasera del piso bajo de la casa de Quarry Road, sucios colchones viejos en el suelo y una asquerosa alfombra de fibra por donde estaban desperdigados zapatos, misteriosas prendas de ropa, toallas con manchas, colillas y cadáveres de insectos, pero… ¿una serpiente? Quizás en verano, si la puerta de atrás se dejaba abierta inadvertidamente, por los resquicios y desgarrones de la puerta interior de tela metálica, tal vez una serpiente podría meterse en la casa por ese camino o quizá trepar desde el sótano, por las escaleras, hasta el piso de abajo, pero aquella serpiente parecía estar muerta o profundamente dormida. Aaron se acercó, cauteloso, y se atrevió a empujarla con el pie descalzo: pero no era más que una trenza, falso pelo oscuro y reluciente, como de unos veinticinco centímetros de largo.
¡Pelo postizo! Aquella trenza tan vistosa de mujer morena tenía que haber estado entretejida con el verdadero pelo de su pareja nocturna, reluciente y sexy y la primera cosa en la que Aaron se había fijado, pero que era mentira.
Está claro que no te puedes fiar de las mujeres. Ni siquiera de las chicas muy jóvenes. Nunca sabes en qué demonios están pensando, nunca sabes qué es lo que sienten, nunca sabes cómo te van a sorprender excepto que la sorpresa será desagradable.
Fue en coche a casa de su tía en Dock Street. Viola no le había perdonado del todo que se presentara allí, años atrás, con la hija de Diehl. Y ahora llegaba el turno de Delray. Aterrado, iba conduciendo por las calles de Sparta, completamente desiertas a aquella hora de la noche, con la inmovilidad de quien retiene el aliento, pensando Dios, no dejes que se muera mi padre. Así no, se merece algo mejor y mientras la furgoneta derrapaba por las calles heladas pensando Si se ha muerto cuando llegue allí, ¿quién tendrá la culpa? Aaron quería a su padre pero, francamente, llevaba demasiado tiempo aguantando sus tonterías. Desde que asesinaron a Zoe y Delray se convirtió en «sospechoso». Desde que Zoe se marchó de casa y dijo que seguro que volvería, que le dieran cinco meses de plazo. Necesitaba unos cuantos meses para respirar; Zoe lo había prometido pero Delray no se lo creyó nunca.
Era la tercera vez, desde el día de Año Nuevo, que lo despertaban y tenía que salir para volver a casa con Delray en el coche. Resultaba horrible, vergonzoso, un espectáculo insoportable ver a Delray Kruller borracho como una cuba y tan desamparado como un recién nacido. Había gente de su edad con padres como Delray, padres que habían sido alcohólicos más tiempo que Delray, y a la larga te hartas de ellos, llegaba un momento en que ya no podías más, pero tampoco se marchaban, ni se morían. Aguantaban muchísimo tiempo. A Aaron le molestaba mucho. Quería conservar sus buenos recuerdos de Delray -como sus buenos recuerdos de Zoe-, de cuando era pequeño. No como ahora. Lo de ahora le parecía injusto.
Era una noche de una quietud anormal, muy fría. Ni siquiera soplaba el viento procedente de las montañas o del río. Aaron llevaba la ropa apestosa que se había puesto de cualquier modo en su casa, pies descalzos metidos en las botas. Y allí, en Dock Street, más allá de una manzana de tiendas con los escaparates a oscuras, y de unos grandes almacenes A & P también cerrados, estaba la casa de ladrillos rojos en donde Viola vivía, alquilada, en un apartamento del segundo piso. En el camino de entrada para coches estaba lo que podría haber sido un fardo de ropa vieja. Un cuerpo arrojado de manera descuidada sobre la nieve, inmóvil. Se veía el sitio desde donde lo habían arrastrado unos cuantos metros hacia la casa, como si a pesar de lo que había dicho por teléfono Viola hubiera intentado llevárselo antes de renunciar y de taparlo con una manta en un gesto de consternación y de asco ya que al ocultarle la mayor parte del rostro la primera idea al verlo era que se trataba de un cadáver.
– ¿Papá? Despierta -dijo Aaron, alzando la voz.
De manera cautelosa apartó la manta del rostro de Delray. Quería pensar lo que siempre se quiere pensar en semejantes casos ¡No es él!
Tenía el rostro maltrecho, hinchado. Parecía un balón de fútbol que hubiera recibido demasiadas patadas. El pelo gris que, según Aaron recordaba, había sido de un negro lustroso, y que Delray se sujetaba con una cinta, como si fuera un guerrero comanche, para sembrar el terror en los corazones de los varones de raza blanca, se aclaraba en la coronilla y estaba apelmazado y sucio; por otra parte, una barba rala tan puntiaguda como las púas de un animal le cubría las mejillas. Delray no tenía más que cuarenta y ocho -¿cuarenta y nueve?- años, Aaron no estaba seguro, pero parecía diez años mayor, o incluso más, con contusiones bajo los ojos mal cerrados y la boca desencajada como la de un pez muerto. Había una máscara mortuoria seneca, antigua y raída, que Aaron había visto en un museo, órbitas vacías, boca en O muy abierta, y plumas ralas de búho en el tocado y no le quedaba más remedio que reconocer -maldita sea- que Delray se parecía ya a aquella máscara mortuoria de la que los críos se habían reído mientras pasaban en tropel ante las polvorientas vitrinas del museo. Los niños indios, en apretado grupito, se habían burlado con más fuerza y risas más ásperas.
Se tenía la sensación de que a Delray le habían pegado y pateado. Aquello no era el simple resultado de una caída de borracho. Aaron adivinó que todo el cuerpo de su padre debía de haber absorbido una considerable cantidad de golpes.
Desde el umbral de la casa de ladrillo rojo se alzó una voz de mujer. La tía de Aaron, envuelta en un abrigo y encorvada, le increpaba:
– ¡Llévatelo de aquí! ¡No lo soporto más! Se está matando pero, maldita sea, no quiero que me mate a mí.
Sin embargo, al ver a Aaron forcejeando con Delray, Viola se ablandó y acudió a ayudarle. Los dos resoplaron mientras trataban de alzarlo, consiguiendo al fin -ahora que estaba despierto en parte- ponerlo en pie.
– Escucha, papá, no puedes dormir aquí, ¿sabes? Se te va a helar el alma. Soy yo, Aaron, y Viola. Vamos, despierta.
Viola restregó con nieve la magullada cara de Delray, lo que ayudó a revivirlo. Aaron le pasó un brazo alrededor de la cintura para sostenerlo. Dios del cielo, ¡cuánto había engordado su padre! Era como un saco de patatas. No más alto que Aaron pero con quince kilos de más como mínimo. Delray rezongaba como si estuviera rabioso, indignado. Daba codazos a Aaron sin saber, al parecer, quién era, ni advertir su intención de ayudarlo.
– Vamos, papá, no fastidies. Tengo que llevarte a casa antes de que se presente la pasma.
Beber así, con tanta dedicación, era lo más parecido a una lesión cerebral. Nada divertido ni que pudiera tomarse a broma. Delray había estado bebiendo vodka últimamente para que el alcohol le llevara a un lugar del que un buen día, quizá, ya no volviera.
Donde sería posible verlo, a lo lejos. Un vapor con forma de hombre que se desvanecía a medida que se le miraba con más fijeza.
Con la ayuda de Viola, Aaron consiguió llevar a Delray hasta la furgoneta, alzarlo y meterlo dentro; una vez allí se desparramó, atravesado, en el asiento delantero, entre gruñidos y maldiciones. Viola se reía de pura exasperación, el rostro humedecido por las lágrimas. Ya había soportado más que bastante, dijo. Delray era su hermano mayor, al que había admirado toda su vida y que además la había cuidado en momentos cruciales de su existencia, como cuando su primer marido casi se volvió loco y trató de matarla -antes de que lo encarcelaran en Potsdam, donde murió-, y algunas otras veces, pero ahora, aquello era un giro nuevo, aquello era más de lo que Viola podía aguantar.
Entre los Kruller se decía en voz alta que Delray iba camino del infierno, detrás de ella.
Ella quería decir Zoe. Que ya estaba en el infierno.
– Llévalo a Watertown mañana -dijo Viola-, al hospital de ex combatientes. Tienen su historial. No les quedará más remedio que aceptarlo. Ponerle un tratamiento de desintoxicación. Otra noche como ésta y Delray se habrá ido al otro mundo.
Aaron dijo que sí, que lo haría. Y añadió que vería cómo estaban las cosas por la mañana.
– He dicho que lo lleves -dijo Viola con brusquedad-. Hay que internarlo. Nada de «cómo estén las cosas por la mañana», joder.
Aaron dijo que sí. Le asustaba el enfado de su tía, la cólera de una mujer se puede convertir en arañazos en la cara si no estás atento. Pensando en cómo siete años después de haber sido asesinada -¡siete años!- su madre seguía siendo la culpable. Cualquier cosa que sucedía en sus vidas desde entonces era consecuencia de lo que Zoe había empezado. Camino del infierno, detrás de ella.
Aaron condujo despacio hasta Quarry Road. Con cuidado. Su padre borracho podía ponerse a dar coletazos como un pez, a vomitar o a pelearse con él: un borracho en una situación tan extrema es peligroso, como un yonqui totalmente ido. El subidón de adrenalina del mismo Aaron había llegado a su punto más alto y ahora estaba disminuyendo. La cabeza le latía ya de dolor como si las venas y arterias del interior del cráneo fuesen de goma y se estirasen hasta casi reventar y aquello le asustaba.
Delante de él, un coche patrulla estaba torciendo por Post Road. Aaron disminuyó la velocidad. No quería atraer la atención de ningún polizonte. Estaba completamente seguro de haberse serenado ya, pero aquella misma noche había estado bebiendo, y si los polis lo paraban y le hacían pasar la prueba de la alcoholemia quizá le encontrasen alcohol en la sangre y lo acusaran de conducir «bajo la influencia», lo que le haría perder el carné de conducir ¿y entonces qué? No se puede vivir sin carné de conducir.
Después del trabajo había estado bebiendo con sus amigos en el Grotto. Dos tipos del garaje de Delray, gente casada de más edad, pero poco amiga de volver a casa con su familia. Y luego había aparecido una chica -mujer- algunos años mayor que Aaron… que se llamaba ¿Sheryl?, ¿Shirl?, y le había dado algún tipo de droga, deseosa de que se colocara con ella, no merecía la pena colocarse sola, había dicho, y Aaron había aceptado, como si tomar drogas fuese una de sus ocupaciones preferidas, a los veintiún años debería ser ella quien le excitara. Ahora empezaba a acordarse, un poco: Sheryl, con una trenza muy prieta que se balanceaba como una cola de caballo y una rápida respiración jadeante como un silbido de vapor de agua. En el aparcamiento detrás del Grotto los dos a tientas y resoplando y más tarde Aaron se la había llevado a casa imaginando que Delray no iba a estar allí -como así había sucedido- y de lo que pasó entre los dos en la casa, en aquella habitación trasera, Aaron no estaba seguro.
Excepto que la chica se había dejado la reluciente trenza de pelo falso, como una provocación.
La peor posibilidad era que él le hubiera hecho daño, o la hubiese insultado sin darse cuenta, y ella lo hubiera denunciado y ahora precisamente lo estuvieran buscando y comprobaran las matrículas de todos los coches, y con Delray borracho y enfermo, despatarrado en el asiento de al lado, lo hicieran detenerse, examinaran su carné de conducir, la documentación de la furgoneta, realizaran una comprobación en el ordenador y, por supuesto Kruller, Aaron estaba fichado, tenía un historial juvenil por peleas en el instituto, «agresiones» y faltas; según las leyes del Estado de Nueva York ese historial es secreto pero de todos modos su nombre aparecería en la base de datos del departamento de policía de Sparta y no era descabellado suponer que Kruller, Delray también estuviera fichado. Embriaguez y alteración del orden público, conducir ebrio, resistencia a la autoridad el carné de conducir de Delray Kruller suspendido por seis meses en 1987.
Pero sería la relación con Kruller, Zoe lo que dispararía más que cualquier otra cosa el interés de los polizontes.
– Papá, cálmate. Casi estamos en casa.
Delray había empezado a agitarse a su lado. En el reducido espacio tic la cabina tic la furgoneta, se mezclaban, en el olor que se desprendía de Delray, el alcohol, los vómitos, y su olor corporal característico. Quería saber dónde demonios le estaba llevando Aaron y por qué no era él quien conducía; se trataba de su furgoneta, ¿no era cierto?
– Papá -dijo Aaron-, acabo de recogerte en casa de Viola hace un momento. Algún amigo tuyo te dejó caer en la entrada para coches, podías haberte muerto por congelación si Viola no hubiera estado despierta.
Y a continuación añadió:
– ¿Sabes? Lo que estoy haciendo es llevarte a casa. Necesitas acostarte.
Necesitas acostarte. Como si aquello fuese lo que Delray necesitaba más.
Aaron estaba pensando en qué cosa tan desastrosa era tener que cuidar del propio padre de aquella manera. Como si fuese un niño pequeño. Era antinatural, puesto que se daba por sentado que los padres cuidan de sus hijos.
El resentimiento era inevitable. Como en el caso de Zoe cuando dejó de quererlo de aquella manera tan especial. Es cierto que una madre te quiere a pesar de todo y te perdonará siempre, excepto que ese amor un día puede gastarse y entonces tienes que valerte tú solo. Quizá se había hecho demasiado grande para ella. ¡Qué culpa tenía Aaron de una cosa así! Te quiero mucho, tesorito, y también a tu padre, es sólo que ahora necesito tener mi propia vida, un sitio donde poder respirar.
Había resultado un chiste cruel que terminara estrangulada. Se acabó el respirar.
Eran más de las cinco y media de la madrugada cuando Aaron torció por el camino que llevaba a la casa en donde había vivido desde que tenía recuerdos. La vieja granja que Zoe había hecho pintar de color melocotón: un color bonito pero poco resistente a la intemperie, por lo que ahora más bien parecía cemento sucio y desde que ella se había marchado -hacía ya más de siete años- las contraventanas se habían desteñido y algunas incluso soltado al pudrirse la madera. Los maceteros, que Aaron había ayudado a Zoe a colgar debajo de las ventanas y en los que su madre había plantado llores de un rojo brillante -¿geranios?- hasta que se desinteresó, también se estaban pudriendo. Ni Delray ni Aaron se fijaban en la casa, sólo vivían en ella como los moluscos viven en sus conchas, si bien Aaron se daba cuenta a veces, advertía que se estaba convirtiendo en una ruina lamentable, qué triste se sentiría Zoe si la viera, un barco desarbolado a la deriva en algún mar remoto.
¡Cariño! ¡Cómo ha pasado una cosa así! Nunca fue mi intención que sucediera nada parecido.
Zoe todavía hablaba con él, por supuesto. Más de lo que él hablaba con ella. Casi sentía su mano tocándole la muñeca. Casi tenía que hacer un esfuerzo para no volverse, desesperado y anhelante ¿Mamá? ¿Dónde estás?
– … nunca la toqué, Aaron. A tu madre.
– De acuerdo, papá. Claro.
– Lo sabes, ¿verdad que sí? ¿Aaron?
– Por supuesto.
Entre resoplidos y maldiciones consiguió sacar a Delray de la furgoneta y meterlo en casa. Una tarea nada fácil sin Viola para ayudar y con un padre demasiado borracho para cooperar. Ya dentro de la casa, Aaron lo llevó a la habitación trasera -imposible subir con él las escaleras- donde pocas horas antes había estado con Sheryl, o Shirl, la mujer de la falsa trenza reluciente. Dejó que Delray se derrumbara sobre el sucio colchón, le quitó las botas, los sucios calcetines de lana, la chaqueta de piel de oveja manchada de vómitos. Delray trató de colaborar alzando los brazos, alzando las piernas, murmurando ya con intención exculpatoria:
– … la quería. No me crees pero es verdad. Un crío como tú, no entiendes esas cosas. Quería a tu madre…
– Lo sé, papá. Por supuesto.
Aaron se acuclilló para aflojar los pantalones de su padre, una operación incómoda que le hacía avergonzarse y le impedía mirarlo a la cara. Luego fue a buscar un trapo húmedo en el cuarto de baño para lavar sin contemplaciones la cara magullada de su padre. Quizá Delray no estaba tan mal como hacía pensar su aspecto. Los boxeadores que sangran con facilidad siempre parecen peor de lo que están. O, en cualquier caso, las heridas graves no se ven. La sangre no significa que una herida sea grave. En un partido de lacrosse un jugador puede estar sangrando por media docena de cortes y seguir adelante. Es una cuestión de orgullo no retirarse. Aaron estaba decidido a no abandonar. Algunos tipos, amigos suyos que vivían en la reserva seneca, habían desertado, se alistaban en el ejército. Era la manera de escapar: el ejército. Pero Aaron Kruller no estaba dispuesto. Iba a quedarse en Sparta, a ayudar a su padre con el garaje y un buen día limpiar su apellido. No era una misión de la que Aaron hablase nunca con nadie. Desde luego no con Delray.
Al examinar ahora las manos de su padre, con sus nudillos desmesurados, sonrió al ver que los tenía despellejados, debía de ser que había intervenido en una pelea aquella noche y había golpeado a alguien, con fuerza. Tal vez había dado pie para empezar la pelea, la culpa de lo sucedido era de Delray.
– ¿Con quién has estado esta noche, papá? Me gustaría saberlo, nada más.
No pareció haberle oído, pero le quitó el paño húmedo y se lo apretó contra los ojos, gimiendo suavemente.
– … me crees, ¿verdad que sí? -dijo al cabo de un momento-. Acerca de tu madre. ¿Eh?
– Por supuesto, papá. No te preocupes por eso.
– Nunca informarías contra tu propio padre, ¿verdad que no, Aaron? ¿Eh?
Aaron rió incómodo. No era un tema nuevo entre ellos.
– ¿Por qué «informaría» ahora, papá? Nunca «informé» entonces.
Mejor retirarse ya, pensó. Dejar que su padre durmiera la mona. Quizá todo lo que Delray necesitaba era dormir; para cuando se despertara hacia mediodía se habría olvidado de aquel episodio y también Aaron tenía intención de olvidarlo.
Aquella noche. Sólo más adelante pensaría en ella como aquella noche.
A decir verdad, el mismo Aaron no había vuelto a casa hasta muy tarde aquella noche.
Se trataba de la noche en que murió Zoe. La noche en que asesinaron a Zoe. Aquella noche cambió todo. Y no lo supe hasta horas después, cuando ya era demasiado tarde.
Ahora funcionaban de otro modo. Habían cambiado las pautas de su existencia. Desde que vivían solos en la casa de Quarry Road a raíz de que Zoe se mudara. Después de las clases -esto sucedía antes de que lo expulsaran por alborotador habitual- Aaron trabajaba en el garaje de su padre. Se ocupaba de la gasolinera y estaba aprendiendo a reparar coches instruido por Delray y, cuando su padre no estaba, por Mitch Kremp, que era su mano derecha. Acompañaba a Mitch con la grúa y le ayudaba y, después de cerrar el garaje a eso de las seis, la mayoría de las veces Aaron se reunía con sus amigos todo el tiempo que podía antes de regresar a casa donde la mayor parte de las noches lo más probable era que Delray no hubiera vuelto.
Al torcer por el camino que llevaba a la casa había visto encendida una sola luz en una habitación del piso de abajo. Aunque sabía que no podía ser -Aaron lo sabía, con toda seguridad- el corazón le dio un salto en el pecho con la idea de que pudiera ser Zoe, de vuelta a casa. Si bien lo más probable era que el mismo Aaron se hubiera dejado la luz encendida por la mañana.
Aquella noche fue la del 11 de febrero de 1983. Cuando la vida de Aaron se partió en dos. Había estado en North Post Road con unos conocidos de la reserva india. Había una población sin nombre en un cruce de carreteras, y una tienda 7-Eleven donde el hermano mayor de un amigo de Aaron compró paquetes de seis latas de cerveza y cigarrillos para el grupo. Uno de los chicos de más edad fue a Sparta, donde tenía otro conocido en la estación de tren que les proporcionaría unas bolsas de marihuana. Aaron, uno de los más jóvenes, era temerario y optimista. Cualquier cosa absurda que se les ocurriera, estaba dispuesto a intentarla. Habían considerado la posibilidad de robar en los coches aparcados detrás de Sears, pero sólo encontraron juguetes y estupideces de mujeres como toallas, ropa interior y calcetines en bolsas de la compra que tiraron, molestos. Cualquier cosa de más valor, la gente tenía el sentido común suficiente para guardarla bajo llave, de manera que romper las ventanillas de los coches implicaba unos riesgos que no estaban dispuestos a correr. Quizá fuera su entrada ruidosa en el centro comercial, a la altura del CineMax, siguiendo a algunas chicas de instituto que los estaban mirando, lo que provocó que el gerente del CineMax llamara a los de seguridad, así que apareció un vigilante para expulsarlos. Esto es propiedad privada, chicos. No es un sitio público. Uno de ellos volcó un contenedor de basura, rompieron algún cristal y el vigilante gordinflón no pudo perseguirlos más que una corta distancia por un campo donde Aaron y sus amigos corrían como los perros de una jauría emocionados y excitados, gritando mientras rompían con los pies la costra de hielo y el vigilante les gritaba indignado ¡Mamones! La próxima vez os vamos a detener. Volved a la maldita reserva india de donde no teníais que haber salido.
Rieron juntos, pero el regocijo se esfumó como el aire que sale silbando de un neumático rajado, y a Aaron sólo le quedaron ganas de volver a casa lo más deprisa posible.
Ya habían dado las once cuando regresó. Ahora que Zoe se había ido, parecía que a nadie le importaba un pimiento a qué hora volvía a casa o si hacía novillos o si, sencillamente, no iba a clase en absoluto. Si comía y cenaba como las personas o devoraba como un animal lo que encontraba en el refrigerador: sobras, comida china para llevar, o pizzas y bocadillos hechos con barras de pan. Delray sólo mantenía las reservas de distintos tipos de cerveza.
Aquella noche. Delray no estaba en casa cuando volvió Aaron ni tampoco apareció mientras, tumbado en el sofá, veía la televisión, bebía cerveza directamente de una lata, y se acababa un bocadillo del día anterior sacado del frigorífico, pero no se planteó ningún problema, por lo que Aaron creería a su padre cuando Delray afirmó que durante aquellas horas había estado con una mujer, cuyo nombre no podía revelar porque todavía estaba casada y le hubiera desesperado perder la custodia de sus hijos. Aaron nunca llegaría a saber el nombre de aquella mujer que, al parecer, vivía en Star Lake, no en Sparta, de manera que para volver a casa Delray se había pasado cuarenta minutos o más conduciendo, todo lo cual parecía plausible. Aaron creyó sin la menor duda, cuando su padre se lo juró, que no había estado en Sparta, que no había estado en ningún sitio cercano a West Ferry Street, que no había visto a Zoe aquella noche.
Vio en los ojos inyectados en sangre de su padre la sinceridad de sus palabras. No causé ningún daño corporal a mi esposa Zoe a quien sigo queriendo hasta el día de hoy, me crees, Aaron, ¿verdad que sí?
Por supuesto, Aaron le creyó.
Al preguntarle la policía dónde había estado Delray aquel sábado por la noche y en la madrugada del domingo, Aaron dijo: «Mi padre estaba en casa, conmigo. Los dos juntos».
Muchacho de cara hosca, de ojos huidizos. Presionado, la piel de Aaron adquiría un color rojo oscuro, la piel con aspecto de estar chamuscada del indio americano, aunque su madre fuese una mujer de raza blanca y rubia por añadidura.
– ¿Toda la noche? ¿Pasaste aquella noche y las primeras horas de la mañana del domingo con tu padre? ¿Es eso lo que nos estás contando, Aaron?
Sí. Eso era lo que Aaron les contaba.
El detective de más edad -apellidado Martineau- sugirió, con voz en la que se mezclaban burla y comprensión, que quizá Aaron estaba mintiendo para proteger a su padre. ¿Era eso lo que sucedía?
Durante un momento que se prolongó mucho, Aaron no habló. Sangre oscura le latía pesadamente en la cara. Pero no se tragó el anzuelo, sino que se limitó a decir que no estaba mintiendo. Su padre había estado en casa con él, los dos juntos toda la noche.
– ¿En la misma habitación? ¿En la misma cama? ¿Toda la noche?
El detective hablaba desdeñosamente. Aaron, sin embargo, no se inmutó y siguió mostrándose terco, impasible. No estaba mintiendo. No pensaba que lo que hacía fuera mentir. Si Delray le había jurado que no le había hecho nada a Zoe, que no había estado en el 349 de West Ferry Street aquella noche, Aaron lo creía.
Sabes que no te mentiría, hijo mío. Lo que te estoy contando no es más que la verdad.
Al profundizar en el interrogatorio, Aaron les dijo a los detectives con voz lenta, vacilante, casi inaudible, que era así, efectivamente, que aquella noche no había sido una típica noche de sábado para su padre. Ni para él. Algunas veces Delray faltaba toda la noche, dos o tres días a la semana Delray podía ir a algún sitio sin que Aaron supiera dónde, pero la noche del 11 de febrero había sido diferente. Delray se quedó en casa. Quizás estaba enfermo de gripe, el caso es que se fue pronto a la cama. Aaron se había quedado viendo la televisión. De manera que él había estado en casa y su padre arriba en la cama, Aaron no tenía ningún inconveniente en jurarlo. Si era necesario, lo repetiría ante un tribunal bajo juramento.
Y por la mañana su padre aún seguía en la cama cuando Aaron salió, estaba seguro. Había decidido pasarse por la casa donde su madre se alojaba con una amiga, porque le había pedido que, antes de que ella se marchara de viaje, fuese a recoger un regalo de Navidad que tenía para él: Aaron pensó que era «un viaje en avión» para que «le hicieran una prueba» en algún club nocturno. No, Aaron ignoraba los detalles. Era muy del estilo de Zoe hablar de sus planes pero mostrarse reservada en cuanto a los detalles.
Había querido verlo tic todos modos, dijo Aaron, antes de emprender aquel viaje, que parecía ser una cosa importante para ella.
Le preguntaron con qué frecuencia veía a su madre desde que se había marchado de Quarry Road. Aaron se encogió de hombros y dijo que no con demasiada frecuencia.
– ¿«No con demasiada frecuencia»? ¿Cuándo habías visto a tu madre antes de aquella mañana, hijo?
Hijo. A Aaron se le llenó la boca de un sabor agrio que le hubiera gustado escupir sobre la mesa.
No con demasiada frecuencia, repitió. Pero Zoe le llamaba a casa.
– ¿Dijo que tenía un «regalo de Navidad» para ti? ¿Dónde está ese «regalo de Navidad»?
Aaron se encogió de hombros. No había vuelto a pensar en el regalo de Navidad hasta aquel momento.
– ¿Mencionó tu madre quién la acompañaba en aquel «viaje en avión»? ¿Y dónde?
Aaron negó con la cabeza, no. No había dicho nada.
– ¿Tuviste alguna «premonición» de que pudiera haberle sucedido algo? ¿Fuiste a verla por eso?
Aaron negó con la cabeza, no. No la había tenido.
La palabra premonición era nueva para Aaron. Pero sabía lo que quería decir.
Había conseguido que unos vecinos de Quarry Road que iban a la iglesia lo llevaran a Sparta. Eso fue hacia las nueve de la mañana. En aquella luminosa mañana de invierno se había despertado pronto.
– ¿Y tu padre estaba todavía en casa? ¿Acostado? ¿Dormido?
Aaron se encogió de hombros una vez más. Por lo que él sabía, sí.
Los detectives intercambiaron miradas de pensativo escepticismo. Aaron entendió que, en su opinión, mentía, pero no estaba dispuesto a caer en la trampa de hablarles de manera insolente.
– Entonces, ¿estás seguro, Aaron? -preguntó Brescia, el detective más joven. ¿Dices la verdad y no nos mientes para proteger a tu padre… quieres que nos creamos eso?
Que nos creamos esa tontería casi había dicho el detective. Aaron sintió el desagradable sabor agrio, como a alquitrán, más fuerte esta vez.
Se encogió de hombros. Sonrió. Sí. Estaba seguro.
En aquellas primeras semanas de la investigación, los detectives de Sparta tuvieron que reconocer que no habían conseguido ninguna prueba material que vinculase a Delray Kruller con el asesinato de su mujer. Entre las numerosas huellas dactilares encontradas en la escena del crimen a manera de cagaditas de mosca esparcidas por toda la destartalada casa, la realidad era que nunca apareció ni una sola que coincidiera con las huellas de Delray Kruller.
Ningún testigo del barrio afirmaría haber visto a Delray en ningún sitio cercano al 349 de West Ferry Street aquella noche, aunque sí informaron acerca de uno o dos varones, incluido Eddy Diehl en su reluciente Oldsmobile de color crema.
Nada de todo aquello sorprendió a Aaron. Sabía que Delray no le había mentido. Bastaba que Delray se lo jurase para que Aaron se hubiera apostado la vida.
Eddy Diehl era el nombre que se oía con más frecuencia en relación con el asesinato de Zoe Kruller.
Eddy Diehl había sido el amante de Zoe y se le había visto en la casa de West Ferry Street.
Eddy Diehl, casado y con hijos. Un hombre conocido por su genio vivo y por beber en exceso.
Empujó la puerta, que estaba ligeramente entreabierta. Y vio en aquel instante lo que había en la cama. Un cuerpo femenino medio desnudo, medio caído del lecho destrozado, y un brazo ensangrentado extendido por el suelo como haciéndole señas para que entrara.
Un grito se le escapó de la garganta. El grito de un animal herido que le dejó la garganta en carne viva.
No gritó Zoe sino mamá.
Muchas veces gritaría mamá mamá mamá entonces y en sucesivas ocasiones a lo largo de su vida.
Y recordaría cómo en aquel terrible primer momento algo pareció lanzarse hacia él, hacia su rostro, una forma oscura como un murciélago, dispuesta en apariencia a asfixiarlo. Había empezado a perder el conocimiento -las piernas se le doblaron- y se encontró en el suelo sobre manos y rodillas, sintiendo náuseas.
Un vómito caliente y ácido. Que se derramaba y le saltaba de la boca.
El significado de estar muerto. Si eres carne, acabas por pudrirte. Eso es lo que muerto significa.
La había olido, pensó. Estaba seguro.
Pese al aire helado. Estaba seguro.
Los medios de comunicación no revelarían lo que Aaron hizo en los minutos que siguieron.
No salió corriendo del dormitorio, como podría haber hecho otra persona. No bajó las escaleras a toda velocidad dando gritos para pedir ayuda. Ni por un momento se le ocurrió pensar en el peligro que quizá corría si el asesino o los asesinos de Zoe seguían en la casa.
No hizo nada de todo eso. Logró ponerse en pie y se acercó a donde estaba su madre, golpeada y ensangrentada entre las sábanas, y resopló con el esfuerzo de tumbarla de nuevo en la cama y de levantar el brazo rígido que descansaba sobre el suelo. Trató de enderezarle los brazos, extrañamente doblados, trató de cubrir su desnudez. Las sábanas, empapadas en sangre, se habían endurecido. Porque hacía mucho frío en el dormitorio, estaban casi a bajo cero, alguien había forzado una ventana para abrirla. Se notaba, sin embargo, el inconfundible olor a orines, a excrementos. Pese a la emoción que le embargaba, Aaron se sintió humillado y avergonzado. Se sintió humillado y avergonzado por su madre. Su madre, el cuerpo desnudo de su madre. ¡Era tal la vergüenza que se desprendía de un cuerpo desnudo! Y en la orina y las heces que le manchaban los muslos. Zoe Kruller había sido una mujer hermosa, vestida con su traje reluciente que tanto destacaba en el escenario del quiosco de la música, pero su cuerpo destrozado y mutilado no tenía nada de hermoso. Y el olor no era un olor agradable.
Alguien había abierto en parte la ventana y en la habitación había entrado nieve. Aaron llegó dando traspiés hasta la ventana y la alzó todo lo que pudo.
¿Por qué? ¿Por qué gastar tiempo en hacer una cosa así?
¿Estabas loco, Aaron? ¿Qué se te pasaba por la cabeza?
Al igual que la cama de Zoe, la habitación estaba destrozada. Se podía llegar a creer sin dificultad que había sido destrozada de manera sistemática, deliberada. Un forcejeo frenético había tenido lugar allí. Por todas partes había cosas tiradas por el suelo. Aaron tropezó con un zapato de tacón alto. Una pantalla rasgada, una lámpara de porcelana agrietada. Ropa interior de mujer, medias. Un suéter manchado y vuelto del revés. Un sujetador color carne roto y tan etéreo como una telaraña. Al otro lado de la ventana el sol de febrero brillaba cegador con el reflejo de la nieve recién caída. El sucio papel pintado de la habitación, salpicado de sangre, quedaba descarnadamente expuesto. Parecía como si un niño desquiciado hubiera lanzado pintura roja contra las paredes. Había una toalla empapada en sangre muy apretada en torno al cuello de Zoe y anudada en la nuca. Porque el cuero cabelludo le había estado sangrando, ya que tenía el cráneo roto. Se habían tirado al suelo los objetos que estaban encima de un buró. Un bolso de mujer cubierto de lentejuelas azules con una cadena de oro falso. Artículos de tocador femeninos. Un recipiente de polvos de talco con su contenido derramado por el suelo. Los polvos de talco olían a lirios del valle y rápidamente Aaron se acuclilló para rociar el cuerpo de su madre y la cama con puñados de polvos de talco. Polvos de talco también por el suelo y por las paredes pegajosas con sangre coagulada. Y Aaron cubrió el cuerpo con más ropa de cama, un montón de sábanas para ocultar el cuerpo maltrecho, todo lo que pudo encontrar, cualquier cosa que sus manos encontraron a tientas, lo que quedaba de los polvos de talco también lo vació encima del cadáver.
– Así está mejor. Eso ya está bien.
Exhausto, abandonó a continuación el dormitorio. Se marchó del dormitorio desmantelado que ahora olía a lirios del valle. Había dejado por todas partes sus huellas dactilares sin pensar en ello ni tampoco en quién podría estar aún en la casa, escondido en cualquiera de las habitaciones. No pensó nunca en Jacky DeLucca, la mujer que se había pasado la lengua por los labios sensuales al tiempo que le sonreía, y que también podría haber sido asesinada en otro lugar de la casa; Aaron se había olvidado por completo de Jacky DeLucca. No se detuvo a mirar en ninguna otra habitación. Tampoco echaría una ojeada al baño, muy próximo. Envuelto en una niebla de calma muy poco natural descendió las escaleras como alguien a quien se ha zarandeado para que deje de dormir y no está aún despierto del todo. Había sin embargo un olor, un olor a sangre y a muerte, y ahora a lirios del valle, enfermizamente dulce, en sus manos. Y también sangre. Y una mezcla de polvos de talco y de sangre en una mejilla, la parte del rostro donde se había tocado. Estuvo a punto de desmayarse en las escaleras, pero logró salir a duras penas al aire libre helador y se sentó pesadamente en los escalones de la entrada. Se había quedado sin fuerzas en las piernas, y lo mismo le sucedía con el resto del cuerpo. Sentía sin embargo una extraña calma, tenía un sentimiento de satisfacción, de haber logrado algo. Lo que estaba en su mano hacer por Zoe lo había hecho. Pero se sentía demasiado débil para marcharse. Demasiado débil para pedir ayuda. Sobre los sucios escalones de cemento de la entrada y la puerta entreabierta tras él, con el adorno navideño de oropel torcido. Quizá lo había torcido el mismo Aaron. Con los ojos bien abiertos y en apariencia tranquilo en su estupor doloroso, fue allí donde lo encontraron.
Pocas manzanas más allá, en Dock Street, repicaban las campanas de una iglesia, Saint Patrick. Porque fue a las once de aquella mañana de domingo del mes de febrero de 1983 cuando la vida de Aaron Kruller se partió en dos.
¿Cuánto tiempo permaneció sentado allí, en los escalones de la entrada, en lugar de buscar ayuda? Después le harían la pregunta. No tenía ni idea. ¿Diez minutos? ¿Quince? ¿Media hora? En el estupor de su desconexión con la realidad quizá estaba esperando a que Delray viniera a recogerlo. Podría-casi- haber estado esperando a que Zoe viniera a recogerlo. Ni siquiera se daba cuenta del frío, aunque la temperatura fuese de doce grados bajo cero, aunque temblara de manera convulsiva, con el anorak y los pantalones manchados de sangre, y con manchas de polvos de talco extrañamente mezclados con la sangre. Hasta que un vecino se fijó en él, un crío con aire solitario, sentado allí, en los escalones de la entrada como un perro abandonado, la cabeza descubierta, sin guantes, abrazándose las rodillas contra el pecho. La blancura deslumbrante de la nieve hacía que los pensamientos de Aaron se movieran con una lentitud nada corriente. Se acordaba de Zoe arriba en la cama pero no tenía un recuerdo claro de haber abierto la ventana ni de haber rociado a su madre con talco. Por qué hiciste esas cosas le preguntaron los policías y Aaron dijo sencillamente A mamá le gustaba que las cosas olieran bien. A mamá le hubiera parecido mal que la dejase como estaba.
Era cierto. Todo el mundo lo decía de Zoe Kruller. Que Zoe nunca salía de casa sin haberse esmerado en su arreglo personal. La intención de Zoe era tener un aspecto bárbaro, estar superbien. A Zoe le hubiera avergonzado muchísimo saber que unos desconocidos iban a encontrarla desnuda en una cama ensuciada con su propia orina, sus heces, su sangre. Aquella vergüenza la seguiría más allá de la muerte. Quizá podía ayudar un poco dijo Aaron tal vez fue eso.
Día del Trabajo de 1977
Sobre el escenario brillantemente iluminado en el parque estaba Zoe con su vestido rojo centelleante y sus zapatos de tacón alto, tan guapa que tú mirabas y mirabas sin cansarte y veías, sí, que era Zoe, que era mamá, pero, al mismo tiempo, una extraña con una relación singular con el público al que le hacía feliz que cantara su pieza más conocida, «Little Bird of Heaven», con un ritmo rápido y vibrante, de manera muy distinta a como se la había cantado a Aaron a modo de nana cuando era un niño pequeño y pensaba que era una canción especial, sólo para él, que mamá se había inventado. ¿Quién es mi avecilla del paraíso?, había preguntado Zoe inclinándose sobre la cama para frotar su cara contra la de Aaron, besándole la nariz, arropándole. ¿Quién es mi avecilla del paraíso?, ¡tú! Tú eres mi avecilla del paraíso. Y ahora, a los nueve años, era desconcertante y perturbador para Aaron -se sentía traicionado- oírle a Zoe la canción que él creía que era sólo para él, interpretada de aquella manera tan distinta y ver a mamá sonriendo y haciendo guiños a un público de desconocidos y con aquel vestido deslumbrante que no había visto nunca y que se hundía por delante para mostrar la parte superior de sus pechos y la tela que se le ceñía tanto al tórax, a la cintura y a las caderas como algo líquido.
I looked up and I looked back
Walked a hundred miles on the railroad track
Alls I can tell from where I stand
There's a little bird of heaven right here in my hand. [8]
Por supuesto, Aaron lo entendía: Zoe era la vocalista de un grupo, y las cosas se hacían así si eras cantante: te vestías con ropa especial, subías al escenario con micrófono, sonreías y cantabas como hacían en la televisión, y el público te vitoreaba y aplaudía. Aaron lo entendía y, sin embargo, a Aaron le dolía. Ver a la rubia glamurosa que ya no era mamá cantando bajo los focos con el conjunto que se había dado el nombre de Black River Breakdown que a papá no le gustaba nada, con aquellos tipos que tampoco le gustaban y de los que se quejaba a mamá, el violinista de pelo blanco, el guitarrista con aspecto de Elvis Presley y el tipo robusto que rasgueaba algo parecido a un violín muy grande que llegaba al suelo y que producía un sonido bajo profundo similar al de las ranas que croaban detrás de la casa de Quarry Road.
Aunque papá decía que sí, que también él se enorgullecía de mamá. De verdad.
Aaron y su padre estaban sentados en la primera fila, muy cerca del escenario al aire libre. Tenían que inclinar mucho la cabeza hacia atrás para ver. Y el potente sonido de la música les pasaba por encima, como olas. Aquellos asientos de la primera fila habían sido reservados para familiares y amigos del grupo, era un privilegio estar sentado tan cerca, junto al escenario. Había otras canciones de Zoe que también le gustaban mucho al público: «Big Rock Candy Mountain», «You Are My Sunshine», «Footprints in the Snow». Se veía lo emocionada y lo ansiosa que estaba Zoe de que el público la quisiera, la vitorease y la aplaudiera. Con los ojos entornados Aaron se volvía para mirar por encima del hombro a las filas de asientos, tanta gente, caras desconocidas para él, todos mirando a Zoe en el escenario, Aaron contó treinta y dos filas, y en cada fila veinticinco asientos, de manera que eran… ¿ochocientas personas viendo el espectáculo? Pero otros estaban de pie y, en el césped, había gente sentada sobre mantas y, cerca, en el parque, más espectadores en mesas con bancos adosados y parrillas al aire libre. Quizá otras setecientas personas. Black River Breakdown era el tercer o el cuarto conjunto que actuaba en el concierto del Día del Trabajo y el que había atraído a más público. Aaron lo sabía: debería enorgullecerse de su madre. Quería estar orgulloso de su madre. No quería pensar en cómo su mamá lo había traicionado, era una cosa que no estaba bien, Aaron lo sabía, pensamientos de niño pequeño, y ya era mayor, y estaba contento por su madre, aunque le hacía sentirse raro, hacía que se sintiera mareado, porque era como ver a alguien con una máscara, o el maniquí de una tienda que había confundido con una persona de carne y hueso, había algo absurdo en todo aquello, oír ave del paraíso en aquel sitio y con una voz de mamá que era distinta de la voz de la nana, la voz que era sólo para él.
Y al lado de Aaron en la silla plegable, con las piernas extendidas y una lata de cerveza sobre la rodilla, estaba papá escuchando con el rostro completamente inexpresivo, mirando a mamá en el escenario y alzando las manos para batir palmas sólo al final de una canción, no en un aplauso espontáneo como otros entre el público. De manera deliberada y con fuerza y alzando las manos para que Zoe pudiera ver -si quería- cómo batía palmas, y orgulloso de ella y feliz por ella.
Lo estaba.
No sólo los aplausos, también otros ruidos perturbaban a Aaron, y a Delray. Vítores, silbidos, gritos -procedentes de hombres, de muchachos- y la expresión en las caras de aquellos espectadores: se entendía perfectamente. Aaron sólo tenía nueve años, pero entendía.
Exhibiendo tu cuerpo de esa manera. No me digas que no. La manera en que mueves la boca, además. ¿Crees que no tengo ojos?
Ese era papá, diciéndole a mamá lo que ella no había querido oír.
Lo que no se suponía que Aaron oyera.
Después del concierto había una celebración. Aaron creía que iban a ir, pero antes incluso de que se apagaran los aplausos, Delray se alzó tambaleante y se marchó dejando que su hijo lo siguiera. Quizá había murmurado ¡Vámonos!, o quizá no había dicho nada en absoluto, de manera que Aaron no tuvo más remedio que abrirse camino entre la multitud, empujado por desconocidos, y preocupado, nervioso. Sintiendo el pinchazo de la traición de Zoe como una quemadura que el sol le hubiera hecho en la cara.
Cerca ya del aparcamiento le dijo a su padre, repentinamente audaz:
– Le has dejado hacerlo, no se lo has impedido.
Delray caminaba delante, sin oír.
– ¿Por qué le has dejado, papá? ¿Por qué no se lo has impedido?
La segunda vez Delray oyó. Estaba abriendo el coche. Y habló como si fuera un tema sobre el que había pensado y no una cuestión que le hiciera adoptar un tono despectivo:
– ¿Impedírselo? ¿Qué dices? Es algo que tu madre sabe hacer y que le gusta. Tiene buena voz. Siempre ha querido cantar con un grupo. No siempre va a tener la oportunidad.
Delray rió y ahora sí se pudo notar el desdén, la burla. En el coche al salir del parque -Delray fue uno de los primeros en abandonarlo- pareció que se había olvidado de encender los faros hasta que otros conductores se lo hicieron notar.
– ¿Por qué no nos hemos quedado con mamá? -preguntó Aaron-. ¿Cómo va a volver a casa?
Y Delray respondió:
– No te preocupes. Mamá siempre encontrará a alguien que la lleve a donde quiera ir.
En su cama, sin mamá para arroparlo, se sintió desgraciado, incapaz de dormir, inquieto, le escocía todo: los mosquitos le habían picado en el condenado parque. Todavía estaba emocionado; cerraba los ojos y veía a Zoe en el escenario, la oía cantar, y el sonido grave, como de rana toro, del músico con el violín descomunal. Pero no te quedaba más remedio que sentir cómo Zoe, al irse, te quitaba, en la cama, la luz y el calor, se los llevaba de cualquier habitación cuando se iba, y sentías cómo bajaba la temperatura, el frío de su ausencia. El vacío.
Mayo de 1978
– ¿Mamá? ¡Eh, mamá…!
Aaron deambulaba por la casa, llamándola. Aunque sabía que no estaba. Todo tan silencioso: ni radio, ni nadie que tararease o que cantara en la cocina. A primera hora de la mañana Zoe llamaba a la puerta de su habitación, y entraba para zarandearlo, para pincharlo, para hacerle cosquillas y animarle a que se levantara si no lo había hecho aún. Llamándole dormilón, haragán. Quitándole de un tirón la ropa de la cama mientras él se despertaba con dificultad, la piel húmeda y el corazón latiendo muy despacio como si fuera el de una criatura que dormitase en el fango del más profundo de los océanos.
Pero no aquella mañana. Una mañana silenciosa. A nadie le importaba lo más mínimo si Aaron se despertaba a tiempo para coger el autobús escolar. Ni siquiera si se levantaba.
Con voz tranquila, ahogada, Delray dijo No hay manera de impedirle que haga lo que quiere hacer. Lo que piensa que quiere hacer y que nosotros no podemos darle.
Aaron tenía nueve años. Era un niño de huesos grandes y ojos sombríos que miraban fijamente, y de cabellos oscuros sin brillo que se le ponían de punta en mechones en torno a un rostro que parecía tallado. Se frotaba los ojos con los puños, furioso y dolido con su madre desaparecida. Sabía que Zoe había hecho una cosa que estaba muy mal y que papá estaba enfadado con ella y que Aaron tenía que ponerse de parte de papá para que papá no se enfadara con él.
Había visto a papá perseguir a Zoe unas cuantas veces. Nadie se había enterado de que él estaba allí. A papá no le habría gustado si lo hubiera sabido. Aaron vio cómo papá salía escapado de una habitación persiguiendo a Zoe, la sujetaba pollos hombros y la zarandeaba una y otra vez, los dientes amarillos al descubierto en una amplia sonrisa malévola de calabaza de Halloween, aunque nunca había pegado a mamá, según afirmaba, a Aaron le había asegurado nunca con los puños.
Mamá, por su parte, se atrevía a abofetearlo, el pelo tapándole la cara encendida. Y también se atrevía a arañarlo, rompiéndose las uñas. Cabrón hijo de puta pegando a una mujer. Pesas el doble que yo gran hombre valiente miserable hijo de puta.
Si Aaron salía corriendo de su escondite, papá se enfrentaba con él, utilizando los dos puños para golpearle en la cabeza, en la tripa, en el culo si se atrevía a interponerse en su camino.
Mamá se había ido pero venía tía Viola, que se encargaba de cocinar para ellos. Viola, la hermana menor de Delray, defendía a Zoe ante él, diciéndole que tenía que aprender a tomarse las cosas con un poco más de calma, Ya sabes lo mucho que representa para ella esa carrera suya de cantante, qué voz tan estupenda tiene, todo el mundo está de acuerdo. Y Delray decía, con muy mala idea, Lo que tiene mi mujer es un culo estupendo. Nadie se molesta en escuchar su condenada voz.
Y Viola decía, riéndose, Bueno. Delray tendría que saberlo.
Una noche, cuando Delray había salido y sólo estaban en casa la tía Viola y Aaron, viendo la televisión mientras comían los macarrones con queso que había preparado ella, Viola le contó un secreto: que Zoe y sus amigos músicos de Black River Breakdown se habían ido a Nueva York para hacer una «prueba» con una compañía discográfica y, si aquella «prueba» iba bien, antes de que pasara mucho tiempo Aaron vería a Zoe en la televisión y la oiría por la radio. Quizá invitaran al grupo a ir a Nashville y a participar en el concierto Grand Ole Opry, que se celebra todos los fines de semana. Cabía que llegasen a ser amigos de Dolly Parton, Johnny Cash y June Cárter. La gente compraría sus discos, serían todos ricos y podrían dejar Sparta y mudarse a una ciudad como Nashville o Nueva York o a un barrio mejor de Sparta como Ridge View, donde la gente tenía muelles privados y barcos en el río.
Fue grande el asombro de Aaron cuando oyó todo aquello. Delray no le había dicho nada. Viola se bebió la cerveza de Delray directamente de la lata mientras comía, y habló con ojos soñadores de cómo había ido a despedirse de Zoe y a desearle buena suerte. No daba su aprobación a todo lo que Zoe hacía pero entendía por qué necesitaba hacerlo. Entendía que viajara con sus amigos músicos en una furgoneta Chevy con Black River Breakdown en letras moradas en los laterales y que en aquella furgoneta llevaran sus instrumentos (guitarras, batería) y su equipo de sonido para trabajar en lo que ellos llamaban «chapuzas»: bodas, reuniones familiares, conciertos veraniegos, quioscos de música. Black River Breakdown estaba formado por tres instrumentistas y una cantante: todos trabajaban en otras cosas a tiempo completo y tenían familias y nadie los conocía aún fuera de Herkimer County, aunque ya llevaban casi cinco años con aquellas «chapuzas» y, como decía Zoe, ¡No nos hacemos más jóvenes!
En la casa de Quarry Road había un anticuado piano vertical que Zoe compró de muy joven por cuarenta dólares a un anciano, vecino suyo. Zoe quería desde siempre que le dieran clases de piano, pero mientras tanto había aprendido a tocar de oído, con dos dedos, melodías de las que oía en la radio o en los discos. De esa manera conocía gran número de canciones, gracias a tener mucha paciencia y a ser muy optimista. Al oír a Zoe tocar de oído melodías en el piano, Aaron escuchaba con mucha atención como si las notas del piano -unas veces titubeantes, otras fluidas- fuesen un código especial que le correspondía a él descifrar.
Cuando Aaron golpeó las teclas con sus torpes dedos, o con los puños, las cuerdas vibraron dentro con alarma, doloridas. Lleno de frustración, Aaron colocó su pulgar contra el teclado lo más hacia la derecha que pudo y lo hizo correr con fuerza y deprisa hacia la izquierda produciendo un ruido terrible y despellejándose el dedo hasta hacerse sangre.
Zoe tenía además otra esperanza: ¡escribir canciones!
Quería escribir «baladas de amor», sobre todo pensando en grabarlas con Black River Breakdown, pero cada vez que escribía una canción, aunque sonara original en un primer momento, pronto se transformaba en algo de las Supremes.
– Como si su música se me hubiera metido en el cerebro. ¡Maldita sea!
Todos los días que Zoe pasó en Nueva York llamaba a casa a las seis de la tarde, para hablar primero con Delray y luego con Aaron. Delray se mostraba brusco y huraño con Zoe diciendo muy poco antes de pasar el auricular a Aaron, que se sentía raro oyendo a su madre por teléfono, una novedad para él, y al mismo tiempo la voz le resultaba tan cálida e íntima como si se inclinara sobre él cuando estaba en la cama, soplándole en un oído y haciéndole cosquillas hasta despertarlo.
Durante las tres primeras llamadas, Zoe, llena de emoción, le contó a Aaron lo maravillosamente que lo estaban pasando, qué ciudad tan fantástica era Nueva York, la próxima vez que fuera se llevaría con ella a su familia. Pero durante la cuarta, la última tarde, Zoe se echó a llorar diciendo que le faltaba tiempo para volver a casa, que los echaba mucho de menos a todos.
Al oír a su madre llorar por teléfono, Aaron se asombró mucho. Casi se echó a llorar también él, de no haber sido porque su padre le quitó el auricular.
– ¿Zoe? Vuelve a casa ahora mismo o iré yo a buscarte.
Después de que Zoe regresara alicaída y desanimada se llegó a saber que quizá Black River Breakdown había cometido una equivocación apresurándose a presentarse en Nueva York como lo había hecho. Y al aceptar la «grabación de una prueba» que se haría en Empire Music Productions, Inc., por una suma de 1.650 dólares.
– ¡Aquel terrible «estudio»! En el piso doce del edificio más viejo y destartalado de la calle Cuarenta y tres, sólo a unas pocas manzanas de Times Square, cualquiera pensaría que era un sitio legal con una dirección como ésa, ¿verdad que sí? A nosotros nos pasó, desde luego. Después de pagar el dinero que nos habían pedido resultó que había toda clase de «pagos adicionales» («gastos ocultos») y el contrato que teníamos que firmar era tan difícil y confuso que nos rendimos y lo firmamos.
Deberíamos habernos dado cuenta de que aquel edificio era una mala señal, porque delante había yonquis y vagabundos (en Nueva York los llaman «personas sin hogar») acampados en la acera, prácticamente tuvimos que pisarlos para entrar. Y el tal «señor Goetsche», que se presentó como «director de la compañía», se quedó con nuestro dinero, un cheque bancario, y luego había un «ingeniero de sonido» y una habitación que se suponía que era un «estudio de grabación» y nos pasamos allí por lo menos seis horas haciendo unos discos muy breves que se pueden escuchar, quiero decir que son verdaderos discos, pero pequeños, y te los dan y me daba vergüenza preguntar, ¿esto es todo? ¿Tanto dinero y todo lo que conseguimos a cambio son esos discos pequeños de plástico con canciones de Black River Breakdown de las que ya tenemos cintas y casetes en casa? El señor Goetsche nos dijo que tendríamos noticias suyas en un día o dos sobre nuestra «prueba» (si podríamos dar el paso siguiente) y mientras tanto nos alojábamos en un motel Howard Johnson en la calle Cuarenta y siete, y había cucarachas en los cuartos de baño, un ruido terrible durante toda la noche (sirenas, ambulancias, camiones de bomberos, ¿fuegos artificiales, quizá disparos?) como en las peores historias que hayas podido oír sobre Nueva York y que te hayan parecido exageradas. ¡Dios del cielo! Sólo te digo que estuve buscando chinches en mi cama. ¡Todavía me parece que siento esos bichos repugnantes trepándome por todas partes! Durante el día salíamos a hacer turismo, subimos por ejemplo al Empire State Building y al Rockefeller Center que no nos pareció que fuese tan impresionante, y por la noche veíamos espectáculos como el de las Rockettes, de manera que estaba bien pero muy caro, peor incluso de lo que la gente aquí pueda pensar y todo el dinero que había ahorrado con mi trabajo en Honeystone's casi ha desaparecido y eso hace que me sienta muy triste. Me pongo enferma sólo de pensarlo… Así que pasó un día, y luego otro, y una mañana más, y no sabíamos nada del señor Goetsche, que nos dijo que enviaría nuestros «discos de prueba» a distintos agentes, compañías musicales, pinchadiscos de la radio y algunas personas de televisión para conocer sus reacciones pero no nos había llamado y» u nido intentábamos llamarlo nosotros, la telefonista nos decía que la línea estaba ocupada. Así que se me ocurrió (estaba tan desesperada al llegar a aquel punto que me pareció que ya no tenía nada que perder) volver yo misma a ver al señor Goetsche, y como no podía ser menos había otro grupo haciendo una prueba, daban la sensación de ser críos en edad escolar que trataban de imitar a Mick Jagger, y el señor Goetsche me miró y fingió no reconocerme, dijo que no tenía tiempo para mí en aquel momento, pero le contesté que más le valía encontrarlo, porque de lo contrario iba a ir a la policía. El señor Goetsche casi se me rió en la cara, debí de parecerle completamente tonta.
»Tenía más años de lo que me pareció el primer día. Piel grasienta, cara hinchada y un inconfundible aroma a whisky, aunque todavía no eran las doce. Me tomó de la mano y me la apretó, como si hubiera algún vínculo especial entre nosotros, y me llevó a su despacho, que era deprimente y estaba abarrotado y lo único que se veía por la ventana era una pared desnuda y yo le dije, Señor Goetsche, sé que en música hay toda clase de aficionados con esperanzas de ser descubiertos, sólo quiero que me diga si hay alguna posibilidad para Black River Breakdown o para mí. Y el señor Goetsche empezó diciendo, Sí, claro que sí, querida Zoe, estamos en los Estados Unidos y siempre existe la posibilidad del éxito, pero luego se paró como si se hubiera quedado sin impulso, me obsequió con una sonrisa triste que era casi una mueca, revolvió en un cajón, sacó un mapa grande en papel satinado de las carreteras de los Estados Unidos, lo abrió sobre la mesa como podría hacerlo un profesor de instituto, se puso las gafas, bifocales, respiró ruidosamente por las ventanas de la nariz, llenas de vello, con un lápiz dio golpecitos en aquel mapa de carreteras, norte y sur, este y oeste, mientras decía con voz lúgubre, Zoe, pareces una joven encantadora y buena persona y sé que tienes muchísimo "corazón" y que podrías ser una intérprete legendaria, pero voy a ser sincero contigo, cariño, como te mereces: ¿ves todos estos pueblos?, ¿ciudades?, ¿por todas partes, en todos los estados? En cada uno hay por lo menos una chica muy guapa con buena voz, una voz «prometedora», que espera hacer carrera en el «mundo del espectáculo», que espera llegar a ser lamosa y rica y que su familia esté orgullosa de ella y que sus compañeras de instituto se pongan verdes de envidia, y también sueña con que un día personas que no conoce se le acerquen por la calle y le pidan un autógrafo y retratarse con ella. Hasta en los estados más remotos de este país, en todas las metrópolis, ciudades, pueblitos desolados en cruces de carreteras que tardarán muy poco en convertirse en poblaciones fantasma, cubiertas por el polvo en las próximas décadas, sin que quede nadie para acordarse de ellas ni para que a nadie le importen un pimiento; no son más que puntos en el mapa, ¿ves? Y la tragedia es, Zoe, que sois demasiadas. Demasiadas "Zoe Kruller", sin sitio suficiente. Como criaturas marinas en el océano, todas muy hambrientas y sin comida suficiente. De manera que las mismas criaturas marinas tienen que convertirse en alimento. Si no existieran todas las otras "Zoe", más las "estrellas", desesperadas por agarrarse como puedan a lo que ya tienen, cuyos nombres sin duda conoces, tendrías una posibilidad. Pero el caso es que existen, ¿lo entiendes, Zoe?, y no la tienes.
Al contar aquella historia Zoe bajaba la voz para imitar la de bajo profundo de Goetsche. Te dabas cuenta de que Zoe se proponía entretener a sus oyentes, pero los ojos siempre se le llenaban de lágrimas al final de la historia, lágrimas que se limpiaba discretamente con los dedos sin sacar el pañuelo.
Aaron se preguntaba si tenía que reírse. ¿Quería mamá que se riera? Cada vez que mamá contaba aquella historia a distintas personas se iba haciendo más divertida, las voces más exageradas, y la expresión de mamá más cómica, pero nunca faltaban las lágrimas, Aaron lo veía.
¡Cómo detestaba al hombre de Nueva York que le había dicho aquellas cosas a Zoe!
Le sacaba de quicio pensar en alguien que hacía llorar a su madre, tan guapa, y tampoco le gustaba nada pensar en la gente como peces hambrientos y tantos, por añadidura. Y en los muchísimos que acababan comidos.
– ¡Qué demonios! Debo reconocer que tenía razón. Tiene razón. Allí en Times Square, en el vórtice, ¿es eso lo que quiero decir?: en el «centro» de toda aquella hambre y de toda aquella esperanza. Y él lo sabe. Quizá ni siquiera se apellida «Goetsche», eso fue lo que pensamos después, cuando volvíamos a Sparta en la furgoneta, quizá su apellido de verdad era «Gotcha» [te pillé], como en «¡Te pillé, pardillo!», quizá aquel apellido era una broma. Aunque quizá no. Quizá no bromeaba entonces. Conmigo no, quiero decir. Con otras personas era distinto. A mí me habló con sinceridad. Había estado bebiendo pero no estaba borracho. Me llamaba Zoe con mucha ternura, me preguntó si me gustaría tomar una copa, para que los dos pudiéramos brindar por Break River Blackout (así era como llamaba al grupo, pero no bromeaba) y dije no, gracias, y él dijo de acuerdo Zoe y me besó en la mejilla. De acuerdo y bonheur toujours. Bajé en el ascensor para salir de allí y fui a pie hasta la calle Cuarenta y tres; iba llorando y también riendo Demasiadas Zoe Kruller, y todas muy hambrientas.
Aaron dijo, deseoso de proteger a Zoe:
– ¡Mamá, a mí me gusta cómo cantas!
– ¡Bien! Eso es lo que más importa, claro que sí. Zoe sonrió y se inclinó para besar a Aaron, pero perdió el equilibrio y sus labios no encontraron la nariz de su hijo, y también había un olor medio dulce, medio agrio, en el aliento de mamá, y Aaron se preguntó si se lo habría traído de Nueva York.
Abril de 1980
Tenía once años. Le habían hecho repetir curso. En Harpwell Elementary era, entre sus condiscípulos de diez, la encarnación de todo lo que estaba mal, lo veía en sus ojos. Lo veía en los ojos de sus profesores. Pensamientos de tamaño equivocado empezaron a abrirse camino en su cabeza.
Krull empezó a abrirse camino en su cabeza.
Los había visto en el vertedero de Garrison Road. Los había visto cuando él estaba sentado en su bicicleta. Aquel día de abril que olía a húmedo, Aaron estaba solo. Pasaba a solas la mayor parte del tiempo. Supo, por el golpe que sintió en el corazón, que la mujer de la camioneta era su madre. Aunque los ojos se le nublaran y la visión se le emborronase y su corazón se desbocara como un animal desesperado, supo que aquella mujer era Zoe. Tenía que ser Zoe, con su espeso pelo con mechas rubias sujeto atrás con un pañuelo rojo de seda. Aaron conocía aquel pañuelo. Conocía aquella risa que era como el pico afilado de un pájaro picoteando. La voz del hombre era más baja, susurrante.
Era un hombre al que había visto en Honeystone's más de una vez. No sabía cómo se llamaba, pero lo había visto con sus hijos, un chico de su misma edad, y una niña más pequeña. Aaron lo recordaba esperando hasta que Zoe quedaba libre para atenderlos, se había fijado en la manera en que trataba de ser discreto mientras vigilaba a Zoe con el rabillo del ojo. Y cómo Zoe reía feliz al darse cuenta. Como una gata cuya piel se estremecía de placer, pasándose la lengua por los labios mientras se inclinaba sobre el mostrador, demasiado alto para ella, apoyándose en los codos al murmurar Eh, vosotros, ¿qué puedo haceros hoy?
Aaron cerró los ojos y recordó Eddy.
¿Qué puedo hacerte hoy, Eddy?
La voz peculiar de Zoe. Voz suave, gutural y burlona. De la misma manera que Zoe se inclinaba sobre la cama de Aaron cuando aún dormía y tardaba en despertarse y ella le soplaba en el oído.
Aquel hombre, Eddy. Sin duda era blanco. Ni una sola gota de ninguna clase de sangre oscura, Aaron lo veía con claridad.
Un tipo apuesto con camiseta de manga corta, pantalones de color caqui. Gorra de béisbol calada hasta los ojos. Brazos musculosos cubiertos de vello rubio y aire expectante, no era una persona que de ordinario hiciese cola pacientemente en ningún sitio y sin embargo estaba dispuesto a esperar por Zoe Kruller.
Me ha parecido que eras tú ahí fuera, Eddy, tienes buen aspecto.
Lo mismo digo, Zoe.
El vertedero era un lugar al que Aaron iba. Por lo general solo, pero a veces con amigos. En el enorme montón de basura grandes pájaros desgarbados producían un ruido estridente que se oía desde la carretera. Como si se estuviera matando a algún animal. Cuervos, gaviotas, zopilotes. ¡Los zopilotes eran algo digno de verse! Los llamaban carroñeros. Chicos de más edad iban en bicicleta al vertedero para hacer «pum» contra aquellos bichos con escopetas de aire comprimido y rifles de calibre 22. Hacer pum era una manera de hablar que Aaron admiraba. Hacer pum significaba que el terror, la agresión, la terrible muerte violenta infligida a un ser vivo era sólo un ruido como el estallido de un globo, algo sacado de una película de dibujos. Hacer pum era algo que quizá a Krull le interesase algún día cuando tuviera un arma de fuego.
Delray la tenía. Delray tenía lo que él llamaba un rifle para ciervos. Delray no lo había mantenido limpio y engrasado y la última vez que lo sacó, para examinarlo, descubrió óxido en el cañón. El muy condenado podría estallarme en las manos había dicho Delray francamente molesto.
Aaron se había acurrucado detrás de un cajón de embalaje. Trataba de no respirar muy hondo, el olor a basura en putrefacción era intenso. No se había fijado en la camioneta de color verde oscuro mientras se acercaba en su bicicleta al vertedero, pero luego sí, estacionada muy cerca de la valla, en una zona con árboles, cardos muy altos y juncos, donde existía una vía de acceso entre la maleza. Oía voces pero no llegaba a descifrar palabras. A través de un grupo de árboles veía a los ocupantes de la camioneta: un hombre con una gorra de béisbol y una mujer que se recogía el pelo atrás con un pañuelo rojo. No estaba seguro de que le gustase la manera que tenía el corazón de latirle. Tal vez sí. Oyó que reían. La risa aguda de la mujer, que le resultaba familiar, pensó. Sin duda familiar. Una sensación como de hormigas rojas que le picaban se le extendió por la piel.
Aaron había pedaleado hasta Garrison Road en una tarde de soledad. Por la mañana estuvo esperando alrededor del garaje con la esperanza de que su padre le encargase algún trabajo, pero no había sido así y más adelante Delray se marchó con la grúa y se llevó a un mecánico joven y no tuvo necesidad de Aaron.
Zoe había ido de compras. O a dondequiera que fuese los sábados por la tarde. Antiguamente mamá se llevaba a Aaron con ella en el coche, quizá sólo para un paseo, pero eso se había acabado.
Ya eres un chico mayor, cariño, ¿dónde están tus amigos? ¿No te puedes ir a jugar?
Lo que mamá va a hacer hoy es muy aburrido. Me causarías problemas. ¡Te aseguro que si!
Aaron se atrevió a acercarse a la camioneta. Acuclillado, se movió sobre las caderas como alguna fea criatura atrofiada. En la clase de gimnasia los otros chicos lo miraban con recelo. Su tamaño, sus ojos negros y su piel más oscura. En Harpwell Elementary no había otros chicos como Aaron, como sucedería luego en los distintos tramos de la educación secundaria, cuando a los chicos de la reserva seneca se los trasladaba en autobús. Qué les has dicho a esos niños, has amenazado con hacerles daño le preguntó la maestra con un susurro de voz y el asombro de Aaron fue total, sin saber cómo defenderse.
Siéntate aquí. Aquí en este pupitre. ¡No te retuerzas! No vuelvas la cabeza.
Deja en paz a los otros niños. Eres mayor, eres más grande que ellos.
Le consumió la rabia al ver los cabellos rubios pegados a la ventanilla de la camioneta por el lado del pasajero. Donde el hombre la había empujado sin que ella se resistiese. Gata perezosa entregándose, extendiendo los brazos. Y ahora el hombre se inclinaba sobre ella. Eddy, con la gorra de béisbol. Los brazos de la mujer rodeaban el cuello del hombre, ciñéndolo.
Krull sabía lo que estaban haciendo. Krull sabía lo que era joder, lo que significaba: la cosa más asquerosa que se podía hacer. Chicos de más edad se lo habían contado. En el garaje los mecánicos decían joder, jodido con frecuencia. Delray decía joder con mucha violencia cuando estaba enfadado, pero no hacía falta estar enfadado para decir joder, no era más que una manera de hablar, incluso las mujeres lo decían a veces, hasta Zoe decía joder. Pero si Aaron lo decía, su madre le reñía.
¡Cuidado con esa boca! Hay señoras delante.
Un chiste de Zoe, que no era una señora. ¿Qué tenía eso de divertido?
Krull a la edad de once años sabía lo que eran joder, jodido y le repugnaba. Krull no podía imaginar por qué ninguna mujer consentiría que un hombre la jodiera.
Fuera quien fuese Eddy, conducía una camioneta Chevy de color verde oscuro. Modelo nuevo en buenas condiciones y Aaron se preguntó si lo había visto en el garaje de su padre. Quizá en la gasolinera. Quizá, incluso, le había llenado el depósito.
A Delray no le gustaría. Que Zoe estuviera con aquel tipo.
A Krull tampoco le gustaba. Hormigas rojas que le provocaban escozor en los sobacos, donde empezaba a brotarle un vello recio, y también se rascó la entrepierna con agotadora vehemencia.
Krull lo sabía todo sobre Aaron, pero Aaron sabía muy poco de Krull. Krull era un nombre especial con el que chicos de más edad lo habían bautizado, para indicar que les caía bien, quizá. Aaron era el nombre que Zoe había escogido para él, según palabras de su madre, antes de que naciera, un nombre sacado de la Biblia.
Zoe nunca había conocido a ningún Aaron en toda Sparta, según decía. Por eso era único, y tenía que hacer honor a su nombre.
Por qué soy único, le preguntó a su madre.
¡Porque eres mío!, respondió ella.
Zoe se echó a reír y le besó en la nariz. Entonces, ¿era un chiste? ¿O no era un chiste? Mamá era tan maravillosa que te podía hacer creer cualquier cosa si era algo que querías creer.
Porque eres mío y también de papá. Esa es la razón de que seas un niño especial.
Krull no se hacía ilusiones. Le molestaba muchísimo que le hicieran repetir cursos por insuficiencia en lectura y conducta social. Avergonzado y furioso, no volvería nunca más a fiarse de ningún condenado profesor.
Las palabras se le mezclaban cuando trataba de leer. Y también los números se le mezclaban. Le fastidiaba mirar una página de letra impresa y escribir en la pizarra, cerraba los ojos para defenderse, tanto le fastidiaba.
Y si a Aaron se le llamaba a la pizarra para que recogiera la tiza de manos del profesor y si Aaron no entendía qué números había que escribir era Krull quien le consolaba Que se jodan déjalos plantados. Márchate de la jodida clase, es todo lo que tienes que hacer, hombre.
Estuvo mucho tiempo mirando la camioneta Chevy en el lado más distante de la valla. Ya no se veía a nadie dentro de la cabina, incluso el relumbrón del pañuelo rojo había desaparecido. Y habían cesado las risas. Si uno acabase de llegar ahora en bicicleta al vertedero, pensaría que la camioneta estaba vacía, abandonada.
Cualquiera pensaría que quienquiera que la condujese debía de estar en algún lugar del vertedero o en los bosques cercanos, con un arma de fuego. Con un rifle. Cazando.
¡Pum!¡Pum pum pum! Krull oía las risitas de los cazadores, y uno de ellos le pasaba a él el rifle.
Durante aquellos años Krull creció.
Sonaba tan contundente como un puño: Krull.
Tenía tanta densidad como un bloque de hormigón:
Krull.
En casa, su padre lo llamaba chico. Otras Aaron si se proponía criticarlo. Eran muchas las formas de contrariar a Delray y muchas menos las de agradarlo, aunque, en conjunto, Aaron y su padre se llevaban bien. En el garaje, donde trabajaba a tiempo parcial -sin remuneración, la comida y el alojamiento es lo que te pago, chico-, Delray hacía a veces un aparte para hablar con él de una manera que se podría llamar personal, casi con ternura, a menudo en broma, pasando los grandes dedos manchados de grasa por la cabeza de Aaron mientras decía Bien, chico, esta vez no la has cagado. En realidad lo has hecho condenadamente bien.
Como en lacrosse. Cuando uno de los tipos de más edad miraba a Aaron y le daba su aprobación con una inclinación de cabeza. Aunque Aaron vivía en Sparta y no con ellos, en la reserva. Aunque la madre de Aaron era blanca y las madres de los demás la despreciaban. (¿Cómo sabía eso Aaron? Lo sabía.) Lacrosse era el juego de la salud. Lacrosse era el juego de la guerra. A lacrosse no podía jugar cualquiera: a las chicas les estaba prohibido. Incluso a las robustas chicas indias con buenos músculos que más se parecían a los chicos tampoco se les permitía. Los jugadores llevaban sus marcas de guerra con orgullo, cardenales y cicatrices, así como rodillas, tobillos y hombros que palpitaban de dolor, era un insulto que una tía empuñase un palo de lacrosse y todavía peor que saliera a la cancha deseosa de jugar. Aaron llevaba mucho tiempo oyendo relatos de jugadores de lacrosse de la reserva india de Herkimer County que habían sido elegidos por caza talen tos de equipos profesionales canadienses y los habían llevado a Canadá con todos los gastos pagados para jugar a lacrosse y ganarse la vida con eso. Tenían que renunciar a la ciudadanía estadounidense y hacerse canadienses, cosa que estaban dispuestos a hacer sin el menor problema.
Ahora, sobre todo, que ya era mayor y estaba en el instituto, se esperaba de Aaron que trabajara más horas en el taller de reparaciones de su padre. No había tiempo para lacrosse. No había tiempo para hacer los deberes. Las tareas que le mandaban en clase las dejaba en el instituto. Zoe protestaba diciendo que su hijo era demasiado joven para estar trabajando como un condenado ayudante de mecánico en el garaje, que no era más que un crío, ¿qué tal estaría que de verdad aprendiera algo en clase, terminara la enseñanza secundaria y consiguiera un título superior en alguna universidad local? Delray dijo que él nunca había terminado sus estudios en el instituto y menos aún en ninguna universidad y Zoe respondió Sí, en efecto, y ésa es la razón de que nuestro hijo no tenga que tomarte por modelo.
Delray se echó a reír ¿Y quién tendría que ser ese «modelo», estás pensando en ti misma?
A Zoe le preocupaba que Aaron tuviera un accidente en el garaje. ¿Y si un coche o una motocicleta levantados con el gato se caían y le rompían una pierna? ¿O lo aplastaban? El garaje de Kruller no era ni mucho menos el mejor equipado en la zona de Sparta. De hecho ocurrían accidentes, en ocasiones los mecánicos se lesionaban. El mismo Delray tenía un dedo aplastado e insensible en la mano izquierda y otro en un pie, también el izquierdo, con la uña tan gruesa y amarilla como una pezuña, pero él se reía de tales lesiones y decía que al menos a él no le habían amputado nada como a algunos de sus amigos que habían estado en Vietnam. Nada irritaba tanto a Zoe como que su hijo, apenas adolescente, regresara a casa hundido de hombros como un hombre maduro, con el mono tieso de grasa y apestando a aceite, gasolina y sudor; Zoe insistía en que se lavara las manos y los antebrazos con un detergente poderoso y, antes de dejarle que se sentara para cenar, también insistía en limpiarle, con su lima metálica para uñas, la grasa negra que se le metía debajo, y en cortárselas con sus tijeras diminutas; incluso en limárselas cuando se le habían roto. A veces Aaron se presentaba en casa con la cara manchada de grasa como si fueran pinturas indias de guerra, y hasta con grasa en las pestañas y en el pelo. De manera que Delray se lo llevó a que se lo cortaran como a un recluta de infantería de marina. Delray se reía de los temores de Zoe: Sandeces. Aaron está perfectamente bien conmigo.
Era verdad. Aaron estaba bien con Delray. La mayor parte del tiempo.
Tener un padre como Delray, que entendía de coches y de motocicletas, hacía que uno se sintiera orgulloso.
Un padre propietario de una Harley-Davidson que todavía utilizaba a veces, en compañía de sus amigos moteros.
Según un rumor, Delray Kruller había pertenecido en otro tiempo a los Ángeles del Infierno en la región de los Adirondack. Si alguien la interrogaba, Zoe se encogía de hombros para zafarse y decía Pregunta a Del. Lleva los tatuajes.
Debía de ser cierto: algo había sucedido con una pandilla de moteros, años atrás. Algo salió mal. Quizá fuese la época en la que el padre de Aaron había estado encarcelado en Potsdam. El chico no era tan tonto como para preguntar. Lo había sabido incluso cuando era todavía muy pequeño. La boca tenia bien cerrada, y si tu padre te quiere contar algo, te lo contará. Nada enfadaba tanto a Delray como oír a alguien preguntarle a Zoe cosas que tenían que ver con él.
Cuando era más pequeño, Delray había invitado a Aaron en alguna ocasión a salir con él en la Harley-Davidson. Rebosante de felicidad, Aaron se subía en el ancho asiento afelpado detrás de Delray, los brazos en torno a la cintura de su padre de una manera que habría sido impensable en cualquier otra circunstancia excepto en la moto y en ocasiones como aquélla. ¡Tan cerca de su papá! Y qué musculoso era, aunque la parte baja de la espalda y la cintura de Delray se estuvieran volviendo flácidas y acumulasen algo de grasa. Ya no había motivos para que Aaron y Delray se tocaran, y menos aún de forma tan íntima. La felicidad de Aaron en aquellos casos era una especie de enajenación que, en momentos de honda infelicidad, en clase por ejemplo, o en la cama, agitado y sudoroso, incapaz de dormir, podía repasar una y otra vez en la memoria como si se tratara de reposiciones en la televisión.
Zoe protestaba Del, ¡haz al menos que lleve casco! Los dos. Delray se burlaba diciendo Tranquilízate, cariño, el chico está a salvo conmigo. No nos vamos a estrellar.
De hecho los dos, padre e hijo, llevaban casco en la Harley-Davidson cuando Delray creía que era necesario. No para paseos cortos con entrechocar de dientes por caminos de tierra entre maizales donde plantas de más de dos metros se agitaban al viento y aullaban y restallaban como desamparadas criaturas vivas mientras la motocicleta pasaba a toda velocidad. Si el paseo era más largo y salían a una carretera asfaltada -por Quarry Road hasta Post, y luego a River Road, por ejemplo-, con una parada en la Post Tavern, Delray se ponía el casco y se lo ponía a su hijo, que no protestaba y que inclinaba la cabeza como un joven piloto de caza, o un astronauta, a quien prepara su comandante, para una misión que podría acabar con una muerte gloriosa.
Agárrate, chico. Puede que demos algunos saltos al principio.
Con Aaron detrás, abrazándolo con fuerza, Delray raras veces ponía a la Harley-Davidson, tan rugiente y estruendosa, a más de ciento quince kilómetros por hora. Y eso en tramos despejados de carreteras rurales. Más allá de ciento quince, de ciento veinte, la moto empezaba a vibrar y a estremecerse de manera ominosa. Delray no quería arriesgarse a tener un accidente. No con Aaron a bordo. La mayor parte de su vida había sido un temerario hijo de puta -nadie estaba más dispuesto a reconocerlo que Delray-, pero ahora, con más de cuarenta años, estaba aprendiendo a ser prudente. Incluso medio borracho, Delray se enorgullecía de su instinto como motorista que sabía frenar en rápidas sacudidas al entrar en las curvas -para no derrapar sobre gravilla suelta ni siquiera a velocidad moderada-, dado que había presenciado accidentes así en pleno día, uno de ellos condenadamente desagradable, y mortal.
Agarrado con fuerza a la cintura de Delray mientras aceleraban en la Harley-Davidson, a Aaron se le secaba la boca de asombro al ver cómo el paisaje familiar empezaba a desdibujarse como algo dentro del agua, como ondas en el agua -vehículos en dirección contraria por la carretera que se les acercaban a velocidades asombrosas y pasaban volando como juguetes ensartados en una cuerda- mientras el cielo, en lo alto, se disolvía, volviéndose tan pálido como vapor de agua penetrado por parpadeantes momentos de sol a través de nubes semejantes a llamaradas, y Aaron entendía con claridad que Esto es lo más feliz que puedes ser, nunca volverás a ser tan feliz como ahora.
Más adelante, Delray raras veces sacaba la Harley-Davidson. De hecho estaba tratando de vender aquel condenado trasto. Tenía problemas en la espalda -«presión en la columna vertebral a la altura de las cervicales»-, y al hacerse mayor se reconocen determinados riesgos.
Delray era, de todos modos, un hombre alto y fornido, con facciones indias nítidamente talladas, y pelo negro enmarañado como el de la piel de un bisonte, como decía Zoe medio entre la repugnancia y la admiración -el loco marido motorista con el que se había casado joven «demasiado joven para saber qué demonios estaba haciendo»-, que con el calor del verano llevaba una cinta para el pelo como un hippy de otra época, bebía cerveza y a veces incluso fumaba hierba en el taller de reparaciones, un negocio que a comienzos de los años ochenta apenas llegaba a ser solvente y que, según Zoe había acabado por entender, seguiría perdiendo clientes de manera inevitable a medida que otros talleres más nuevos y mejor equipados se establecieran en la zona de Sparta. Lo primero que se notaba en Delray eran sus tatuajes: hombros y brazos musculosos cubiertos de vello oscuro y, refulgentes con colores fantásticos, una bandera de los Estados Unidos enlazada con una cobra grabada en el antebrazo derecho, un águila de los Estados Unidos de deslumbrantes ojos broncíneos en el izquierdo y, en su espalda, que era ancha y de carne pálida y cubierta de pelos hirsutos como una piel de animal, un cráneo negro de sonrisa morbosa con llamas brotando tic las órbitas vacías y debajo de la calavera las misteriosas letras aiaól.
¿Ángeles del Infierno de los Adirondack 1961?
Eso era lo que Aaron imaginaba. Porque Delray desde luego no iba a revelar ningún secreto suyo.
Y en los curtidos nudillos de la mano derecha, un corazón carmesí con Zoe en letras negras.
Hablando de hombre a hombre Delray confesó con sinceridad a Aaron que tenía dudas acerca de sus tatuajes, en especial acerca de la bandera y el águila de los Estados Unidos.
– ¿Te das cuenta? Es como si entregaras tu piel a algo que no eres tú, y no puedes dar marcha atrás. Como un estúpido anuncio o algo parecido. Tienes que desollarte vivo para quitártelo, ¿entiendes? Y no merece la pena, joder.
Porque eres único. ¡Eres mío!
Ni por el forro. Nunca lo había sido. Apartándose de su madre mientras le alborotaba el pelo, le pinchaba y le hacía cosquillas de su manera característica. Zoe era una persona a quien le gustaba tocar mientras hablaba. O tocar sin necesidad de hablar.
Ahora él era Krull, y había dejado de creer las cosas que Zoe decía.
Llegó a darse cuenta de que -como era su madre y lo quería- muchas de las cosas que le contaba no pasaban de ser tonterías.
Krull entendió que un amor así era debilidad. Te agujereaba, te debilitaba. Como un cáncer de médula ósea. Aaron había sido tímido y se había sentido acomplejado en el instituto, tenía dificultades para leer y no le gustaba nada que los profesores le preguntaran, le daba miedo tartamudear, equivocarse al responder y que sus compañeros se rieran de él, de manera que se le consideraba malhumorado, «poco dispuesto a colaborar». Sus profesores se habían sentido incómodos con él tomándolo por quien no era -todavía- y luego llegó Krull cuando Aaron tenía trece años y empezaba a alcanzar su altura, peso y cuerpo musculoso y ya no cabía la menor duda de que había empezado de verdad a ser Krull.
Le empezó a gustar, en octavo grado, la manera en que sus condiscípulos retrocedían cuando él se acercaba. Algunos miraban rápidamente en otra dirección como si no lo hubieran visto. (Pero sus ojos volvían sobre él, a escondidas. Sobre todo los ojos de las chicas.) A Krull le hacía reír aquel destello de pánico en su cara. Krull ni siquiera tenía necesidad de apartarlos, de tropezar con ellos, de empujarlos contra la barandilla de una escalera o una hilera de armarios para provocar su miedo.
Primero miedo. Después respeto. Krull crecía.
A Krull lo respetaban los chicos mayores. Algunos eran de la reserva india y otros vivían en el distrito septentrional de Sparta, ya en las afueras, cerca de Quarry Road, y unos pocos eran vecinos suyos. Eran gente como él. Y sus padres tipos como Delray Kruller: canteros, trabajadores de la construcción, camioneros, soldadores, obreros de las fábricas, mecánicos. Aquellos chicos compartían con Krull pitillos, porros, cervezas e incluso whisky. Necesitabas un hermano o un primo de más edad para que te comprara aquellas cosas en 7-Eleven o en Circle Beer & Wine o robarlas en casa. En los aseos del instituto y a veces -con evidente descaro- en los corredores entre clases bebían precipitada y descuidadamente latas de cerveza tibia y el líquido hacía que les escocieran las cavidades nasales mientras se les escapaban risotadas, risas como aullidos de perros salvajes que sin duda llamaban la atención. Porque se comportaban así para llamar la atención, para alarmar, para intimidar y exhibirse con la esperanza, además, de que se los expulsara, de que se los mandara a sus casas de manera permanente y totalmente irreparable. Por supuesto que fumaban en los locales del instituto: venían haciéndolo desde primaria. Algunos de ellos -aunque nunca Krull, que tenía demasiado sentido común- esnifaban pegamento de frascos de plástico dentro de bolsas de papel que se pegaban a la cara. Era un «colocón» vertiginoso y aturdido, un «colocón» asesino del que se decía que freía el cerebro. Como la metanfetamina, que no estaba al alcance de sus bolsillos. Tenían enfrentamientos con otros chicos -«buenos» chicos- que los denunciaban a las autoridades. Pintarrajeaban bancos de parques con sprays, rompían ventanas, rajaban neumáticos. Krull formaba pocas veces parte de tales pandillas porque tenía que trabajar en el garaje de su padre. Se movían en oleadas, aparentemente sin rumbo, como manadas de perros, repletos de energía. Su lenguaje estaba, por así decirlo, cortado al rape y explosivo, repetitivo y mágico: joder, cabrón, gilipollas, hijoputa, mamón, capullo, zorra y pendón. Aquel lenguaje era sagrado para ellos, palabras con el poder de intimidar a otros e incluso de hacerles daño, en el caso de chicas, mujeres, muchachos más débiles. Si eras varón manejabas aquel lenguaje o no lo manejabas. Krull lo manejaba como si hubiera nacido con él. Era emocionante esgrimir aquellas palabras. Herir de aquel modo. Como disparar en el vertedero. Hacer «pum» contra aves carroñeras. Hacer «pum» contra ardillas, marmotas, mapaches, perros y gatos callejeros. Voy a cargarme a ese cabrón decía uno de ellos. Voy a dejarlo tuerto, no lo pierdas de vista. Uno de los amigos de Krull era Richie Shinegal que vivía a un par de kilómetros en Quarry Road. Richie tenía quince años, iba al instituto sin que se supiera bien en qué curso, y estaba esperando a cumplir los dieciséis para dejar de estudiar. Era más alto y más corpulento que Krull. Era más cruel que Krull. Tenía una pistola Remington de aire comprimido que disparaba perdigones de acero que podían matar animales pequeños y mutilar o dejar ciegos a otros. Si Richie te encañonaba con su pistola, apuntaba a los ojos. Lo hacía para que se te crispara el gesto y para que te taparas la cara con las manos, pero no apretaba el gatillo si eras amigo suyo. Un día la pandilla fue en bicicleta al vertedero y Richie se estaba luciendo con las prácticas de tiro -cornejas, cuervos, ratas correteando por la basura- y le cedió la pistola a Krull explicándole cómo usarla, cómo amartillarla y apretar el gatillo alzando el arma, apuntar siguiendo la línea del cañón y reteniendo el aliento, pero cuando Krull apretó el gatillo, tal como se le había explicado, apuntando a una corneja a unos diez metros, algo funcionó mal, saltó un misterioso mecanismo de la pistola que golpeó los nudillos de la mano derecha de Krull y Richie se desternilló de risa mientras Krull gemía de dolor como un gato alcanzado por un disparo, la cara con la palidez de la tiza por la intensidad del dolor inesperado. A Krull se le hinchó la mano, luego se le volvió de color azul casi negro y se le inflamó hasta el doble de su tamaño: apenas podía sujetar el manillar de la bici mientras regresaba a casa.
Aquella noche, durante la cena, Zoe vio la mano hinchada y preguntó qué demonios le había sucedido, pero Krull recurrió rápidamente a su expresión de muchacho resentido, en oposición a ella, una expresión que era como un puño cerrado, porque no quería que su madre lo tocara, nunca más.
Agosto de 1981
Seis años con salario mínimo, tratada como basura por la vieja Adele Honeystone, con su cara de pasa, una mujer que muy raras veces le sonreía, sin otro motivo que estar celosa de la popularidad de Zoe con los clientes, sobre todo los hombres, hasta el día en que Zoe, de repente, se despidió. Adele estaba diciendo con su voz más afectada (como si le hubieran metido un atizador por su huesudo trasero) Zoe, por favor, ¿podrías pasar una bayeta al mostrador aquí, donde está tan pringoso? Usa la bayeta limpia, por favor, no la vieja y sucia MUCHAS GRACIAS y Zoe se quedó muy quieta sin atreverse a hablar ni tampoco a moverse siquiera y luego, despacio, se quitó la condenada y jodida red para el pelo, la apretó hasta hacer una bola y la tiró a la basura.
– No, señora. Creo que no.
– ¿Cómo?
– He dicho que no, señora. Creo que no. Lo dejo.
¡Era algo que llevaba mucho tiempo fraguándose! Meses e incluso años de esconder su resentimiento detrás de dulces sonrisas al estilo Zoe, porque necesitaba un poco de dinero extra, dado que Delray se negaba a financiar cualquier cosa que tuviera que ver con lo que llamaba la carrera musical de su mujer, como si se tratara de un chiste y no del sueño más antiguo de Zoe desde niña. Carrera musical era algo para lo que Zoe tendría que encontrar dinero personalmente, de manera que se había tragado el orgullo y, aunque indignada, soportaba las críticas de la estirada señora Honeystone, que la acusaba de servir helados demasiado grandes, de añadir demasiados frutos secos y demasiada nata montada a los sundaes, pero, sobre todo, de lo que la señora Honeystone llamaba enredos, reír como un alma en pena, con lo que se refería a coquetear con los clientes (varones, admirativos) y, en general, a pasárselo bien.
De manera que, con los nervios de punta, Zoe se despidió.
– Zoe, ¿cómo? ¿Qué has dicho? -la asombrada anciana miraba a Zoe a través de sus gruesas gafas bifocales como a algún dócil animal de compañía que le hubiera dado una coz o que la hubiera mordido (siguiendo a Zoe a lo largo del mostrador y en dirección a la puerta mientras los clientes las miraban interesados y sonrientes, desconcertados)-. ¡Zoe, no puedes simplemente despedirte! ¡Así no! No seas absurda, Zoe, ponte otra vez la redecilla, no te puedes marchar en mitad de…
– Señora, he dicho que me voy. Búsquese a otra que aguante sus imbecilidades de vieja, señora. A Zoe se le ha acabado la paciencia.
Señora. Imbecilidades de vieja. A Zoe se le ha acabado la paciencia. Aquellas frases pronunciadas con la voz más dulce de cantante de Zoe Kruller se incorporarían a la leyenda local de Sparta al atardecer de aquel domingo mismo.
Tras la marcha de Zoe Kruller de la granja como una actriz de teatro después de quitarse la redecilla y de desatarse el delantal y dejarlo sobre el mostrador, proliferaron los rumores como el agua que se precipita por un sumidero. Zoe de hecho se había estado comportando de manera extraña durante meses no sólo en Honeystone's sino en todas partes. A nadie le sorprendería que Zoe hubiera cometido un desfalco en Honeystone's o por lo menos que se quedara con el dinero en lugar de registrarlo en la caja o posiblemente que lo robase sin más aunque nadie pudiera afirmar que la había visto hacerlo. En cualquier caso se sabía -en algunos círculos parecía saberse- que Zoe se acostaba con alguien que no era su marido, sólo que ¿quién era ese hombre?: el guitarrista de aquel grupo de música country era demasiado joven para ella, pero conociendo a Zoe podía haber sido él, o el violinista viejo al que se podía ver mirándola con muchísimo amor en el mismo escenario, lo que tenía que ser embarazoso para la familia de aquel tipo tan mayor. Y luego había hombres, media docena, una docena, que frecuentaban Honeystone's, pero sólo los fines de semana cuando trabajaba Zoe Kruller, y asegurándose, cuando iban, de que era Zoe y no otra dependienta quien los atendía. La risa rápida y aguda de Zoe sonaba como éxtasis o anfetas, una especie de epidemia en Sparta entre mujeres y chicas adictas a las píldoras para adelgazar: animadoras para los partidos del instituto, enfermeras del Hospital General, amas de casa, incluso abuelas. Las anfetaminas eran populares sobre todo entre trabajadoras de treinta a cuarenta años con la esperanza de mantener una reserva de glamour y dinamismo.
También hacían sexy a una mujer. Aumentaban su libido: la mantenían caliente.
Rumores más desagradables estaban relacionados con su marido: Delray habría forzado a Zoe a dejar su trabajo por celos, molesto con los hombres que su mujer trataba en Honeystone's. Todavía más, a Delray le molestaba que Zoe cantase con un grupo de música country. De Delray, ex presidiario, antiguo motero y maltratador, se sabía que tenía una cuarta parte de sangre india o quizá la mitad. En su rostro y en el pelo se veían claramente los rasgos de los indios seneca. No era otra la razón de que se volviera loco si tomaba unas copas. De que tuviera un carácter tan fogoso. Le había puesto los ojos morados a su mujer, y por eso Zoe llevaba a veces gafas oscuras. Cardenales en las muñecas, por eso llevaba tantos brazaletes tintineantes. La había medio estrangulado, por eso la voz de Zoe era tan gutural. Todo el mundo sabía que Delray era un borracho habitual, que usaba drogas y que maltrataba a su mujer para tenerla a raya.
Por qué me he despedido, porque estoy lista para un cambio, ésa es la razón.
Que os den por culo a todos por mirarme así, me merezco un poco de felicidad o al menos la posibilidad. Esa es la razón.
«Búsqueda de la felicidad»: ¡está en la Constitución de los Estados Unidos!
«Todos los hombres han sido creados iguales»: ¡eso incluye también a las mujeres!
No me estoy volviendo más joven, es un hecho. Nos pasa a todos.
Si tengo que estar de pie sonriendo a los clientes, más me valdría ser camarera de un bar de copas. ¡Ahí sí que dan propinas!
Un día voy a tener mi oportunidad. Eso lo sé.
No soy una persona supersticiosa. Ni religiosa. Pero creo.
Tienes que tener fe en tu destino. No puedes dudar.
En Checkers la clientela es distinta. Más dinero, más clase que en el resto de The Strip. El propietario ha prometido dejarme cantar algunos viernes por la noche. Pueden pasar muchas cosas.
¿Que qué le va a parecer a mi marido que su mujer trabaje en The Strip? Pregúntaselo.
Y pregúntale por qué. Por qué está allí su mujer. Pregúntale. A ver qué dice Delray.
Tenía doce años. Medía un metro setenta y tres centímetros, pesaba cincuenta y tres kilos, era musculoso y nervudo, muy rápido de movimientos y parecía mayor. También se sentía mayor.
No hablaba de su madre. De lo que estaba sucediendo entre ella y su papá. Él se iba de casa cuando se peleaban. Dormía fuera, en el viejo granero, sin quitarse ni la ropa ni los zapatos.
Claro está que lo había visto venir. Cuando Zoe se marchó corriendo de casa para subirse a la furgoneta de color crema con Black River Breakdown en los laterales. Llevándose la maleta, con Delray ausente de casa.
Desde el episodio del vertedero, Aaron sabía cómo se llamaba el acompañante de su madre en la camioneta Chevy: Ed Diehl.
Quizás había visto otra vez a Zoe con Ed Diehl. No estaba seguro. No podía jurarlo. Pero sí estaba seguro de haber visto a Diehl en el garaje de su padre llenando el depósito de gasolina.
Un día se presentó en Honeystone's con su bicicleta color de rata. Sin motivo alguno. Muchas de las cosas que hacía no tenían una razón clara. En una ocasión recogió a un pajarito que parecía despellejado y que se había caído del nido, y sus padres -petirrojos- chillaban y revoloteaban por encima, y él tenía la posibilidad de aplastarlo entre los dedos o de subirse a un montón de madera para devolverlo al nido, y sin tener una razón precisa eso fue lo que hizo mientras los padres bajaban en picado y chillaban peligrosamente cerca de su cabeza, mientras que otra vez, también sin motivo, había sacado a una tortuga a patadas de una carretera hasta tirarla por un talud y quizá el caparazón se le había quebrado contra una roca, no se había molestado en averiguarlo.
Le habría gustado tener la pistola de aire comprimido de Richie Shinegal. Mejor aún, un rifle del calibre 22. No estaba seguro de por qué. Todavía no.
En Honeystone's apoyó la bicicleta de color rata contra un muro exterior y empujó la puerta mosquitera aspirando los olores a leche, a chocolate, a bollos azucarados como si se tratara de un viejo sueño perdido de bienestar infantil. Aunque Zoe había trabajado en la granja durante varios años, Aaron no había ido por allí desde hacía mucho: le cohibía ver a su madre detrás del mostrador, joven y atractiva, con su uniforme blanco, lo guapa que estaba, revoloteante y juvenil y glamurosa, cómo la gente la miraba, cómo la miraban los hombres. Cuando veía entrar a Aaron, Zoe le hacía un guiño enseguida y le sonreía, llamándolo ¡Eh, cielo! Ven aquí. Pero Zoe ya no trabajaba en Honeystone's. Ya no había ninguna razón para que Aaron entrase allí dejando atrás el calor cegador del final del verano. Detrás del mostrador, una jovencita con cara de gato se le quedó mirando, sorprendida. Otras personas lo miraron también. A mitad de camino hacia el mostrador donde Zoe trabajaba en otro tiempo, la voz nasal de una anciana resonó con severidad:
– ¡Aaron Kruller! Aquí no eres bien recibido. Haz el favor de marcharte.
Detrás de una de las vitrinas refrigeradas, trémula, los labios apretados, se hallaba la señora Honeystone. La boca de Krull se movió, no con una incómoda sonrisa juvenil -no la sonrisa intranquila de Aaron Kruller-, sino una mueca grosera enseñando los dientes. Adele Honeystone conocía a Aaron desde muy pequeño -trataba a su madre desde hacía quince años o más- pero aquel muchacho casi no parecía Aaron Kruller. No era un niño demasiado crecido sino un adolescente de una edad que nadie podía adivinar, más alto que ella, y vestido con una camiseta negra muy sucia, unos pantalones de trabajo manchados de grasa y, a imitación de los moteros adultos, con una tira de cuero negro en la muñeca izquierda. Cualquiera creería que se trataba de un reloj de pulsera pero no era más que una tira de cuero negro. Ojos muy hundidos en las órbitas debajo de cejas espesas que brillaban con una especie de burla juvenil que turbó a la anciana. Llevada por la histeria, la señora Honeystone afirmó más adelante que había vislumbrado el mango de un cuchillo -o alguna otra arma, como un martillo- que sobresalía de uno de los bolsillos del pantalón, porque estaba claro que Aaron Kruller había entrado a robar y a aterrorizar, por lo que la anciana de cabellos blancos empezó a gritar:
– ¡Deténganlo! ¡Es un ladrón! ¡Llamen a la policía!
Krull se sorprendió. No ya Aaron, sino Krull, que no se había esperado una cosa así. Como un gilipollas se había presentado ingenuamente ante la enemiga de su madre sin plan alguno. El miedo y el odio que sentía brillaron en las gafas de la anciana mientras avanzaba, audaz, contra él al ver que Aaron retrocedía; con furia blandió -dirigido a la cabeza del muchacho- algo que podría haber sido una bandeja de horno de la que se había apoderado detrás del mostrador, esparciendo fragmentos de bizcocho de chocolate, algunos de los cuales caerían sobre la ropa de Krull.
– ¡Socorro! ¡Ladrón! ¡Es el hijo de Zoe Kruller! ¡Lo ha mandado aquí! ¡Llamen a la policía!
Había pocos clientes en Honeystone's en aquel momento. Unos cuantos hacían cola esperando a que los atendieran, otros estaban sentados en torno a las mesas de hierro fundido. Había madres con niños pequeños. Ninguna vería el arma en el bolsillo del muchacho y menos aún en su mano, tal como la señora Honeystone afirmaría en el futuro, pero rápidamente se contagiaron de la alarma, asustadas y abrazando a sus hijos, mientras la canosa señora Honeystone dirigía la bandeja de horno contra la cabeza del muchacho como para empujarlo hasta la puerta, pero con furia repentina Aaron dio un puñetazo ciegamente a la anciana, golpeándola en la cadera, provocando que perdiera el equilibrio y se tambaleara, al tiempo que con el rostro contraído, como un animal que ataca, se agachó para asestar un segundo puñetazo que habría sido un peligroso golpe bajo de no ser porque, de repente, algo le hizo darse cuenta de que mejor no, mejor marcharse con viento fresco, por lo que salió corriendo para subirse a la bicicleta de color de rata que había dejado fuera, mientras dentro de Honeystone's alaridos femeninos se alzaban tan estridentes como los chillidos de pájaros aterrorizados.
¡No, nunca! Jamás dije que la fuese a matar.
No tenía intención de golpearla, esa vieja bruja me atizó primero.
Nunca tuve un cuchillo. ¡Nadie vio un cuchillo!
… dijo mentiras sobre mi madre. Supongo que fue ésa la razón.
Lo buscaron en la dirección que indicaba la orden de detención: 1138 de Quarry Road. En dos coches patrulla de la policía que entraron a toda velocidad por el camino de tierra lleno de baches hasta la casa de color melocotón entre maizales. Se precipitaron sobre él con pistolas desenfundadas como si fuese un adulto del que se sabía que estaba armado y era peligroso. Le hablaron con dureza y cuando ingenuamente se resistió -alzando los brazos contra ellos, volviéndose como para escapar a la carrera- lo derribaron tres agentes encargados de la detención (sobre el suelo de linóleo de la cocina, que Zoe no mantenía tan limpio como los suelos -relucientes a no poder más- de los anuncios de la televisión), le volvieron del revés los bolsillos en busca de armas, y lo esposaron con las manos a la espalda de una manera muy profesional que le hizo gemir de dolor. Luego lo levantaron -dos polis jóvenes de rostro colorado por el esfuerzo lo sujetaban por los brazos sin miramientos-, y lo sacaron a la fuerza hasta el primer coche patrulla, mientras él casi se desmayaba del dolor. Delray no estaba en casa ni tampoco en el taller junto a la carretera y en cuanto a dónde estaba Zoe, Aaron tartamudeó que no lo sabía.
Lo que había jurado era no llorar. Maldita sea no iba a llorar.
En la jefatura de policía de Sparta se formularon contra él los cargos de agresión criminal y tentativa de robo con amenaza a la vida humana y a la propiedad. La denunciante era la señora Adele Honeystone. El nombre en la orden de detención era Aaron Kruller.
En el momento de detenerlo, Aaron tenía doce años, cuatro meses y seis días. Como había perdido curso estaba aún en sexto grado.
Fue horas más tarde cuando Zoe contestó al teléfono en su casa, se la convocó en la jefatura de policía y se presentó estremecida y asustada y furiosa y a su hijo se le dejó en libertad a su cuidado después de varias horas más de consultas con participación de los agentes que habían llevado a cabo la detención y de un representante del tribunal de menores de Herkimer County. Entre tartamudeos y la cara colorada como si fuese culpable -desde luego, su aspecto era de culpable-, Aaron repitió que había ido a la granja sin motivo alguno, sólo se trasladó en bicicleta hasta allí, entró únicamente por divertirse sin la menor intención de robar a nadie, sin propósito de «destrozar» nada ni de «amenazar» a nadie, la anciana había empezado a gritarle de inmediato como una loca, y él no había hecho nada en absoluto para provocarla.
Quizá la había golpeado, sí, quizá la había golpeado con el puño para hacerla retroceder mientras ella le pegaba, con algo parecido a una bandeja, en la cabeza y en los hombros. Para defenderse había golpeado a la anciana pero sólo una vez, juró. Y no con fuerza.
Al volver a casa a última hora de la tarde, Zoe se detuvo en una tienda de vinos y licores para comprar seis latas de cerveza y empezó a beber en el aparcamiento mismo para calmar sus nervios destrozados.
– Coge una, vamos, coge una cerveza -le dijo a Aaron, que se estaba frotando las muñecas y los brazos que empezaban a oscurecerse con los moratones-. Sé que bebéis aunque no seáis más que críos, puñetero -su hijo había estado tratando, en primer lugar, de explicarle por qué había ido a la granja (era la pregunta crucial, Zoe no se cansaba de insistir) ya que debería haber sabido, por el amor de Dios, si no era idiota ni subnormal, debería haber sabido que los Honeystone no lo querían en su establecimiento, y ninguna explicación que pudiera dar tenía el menor sentido ni siquiera para el mismo Aaron, hasta que por fin renunció a explicarlo y Zoe dijo-: El motivo de que hayas hecho eso, hijo, he sido yo. Lo has hecho por tu madre. Pero era una cosa que estaba mal, ¿no te das cuenta? Era una cosa insensata y equivocada. Incluso aunque hubieras ido después de que la granja estuviese cerrada, como para «destrozarla» o «prenderle fuego», era una cosa que no había que hacer. No porque los Honeystone no se lo merezcan, sino porque te iban a pillar. No lo dudes, te hubieran pillado. Así que se jodan, haremos que no salga adelante la acusación. Esos cargos contra ti son una mierda, esa vieja bruja no puede probar nada. ¡Que lo intente! Déjalos que traten todos de calumniarme, que digan sus asquerosas mentiras sobre mí, me importa un rábano lo que digan. Eso no es más que mi antigua vida de aquí en Sparta, ¿te das cuenta? Algún día me reiré de todo eso. Y tú también, corazón. No tienes más que esperar.
Qué querían decir aquellas palabras llenas de euforia, Aaron no lo sabía. Zoe terminó su primera lata de cerveza y abrió otra y bebió con tanta sed y avidez como él no había visto nunca beber a ninguna mujer y menos aún a su madre. También él bebía, pero con prudencia. Se sentía mareado, con náuseas. Uno de los polis jóvenes le había golpeado con la rodilla en el abdomen. En el forcejeo le habían dado muchas patadas, puñetazos y bofetadas. Su error había sido aquel intento inicial de escapar -como un animal que se deja llevar del pánico- lo que era una cosa desesperada y estúpida porque en el espacio de un segundo ya lo tenían en el suelo, cabeza abajo, los brazos retorcidos detrás de la espalda, uno de los polis arrodillado encima de él, el peso de un hombre adulto en la parte inferior de su columna vertebral, por lo menos tres agentes de policía del tamaño, corpulencia y agresividad de Delray Kruller que gritaban ¡Quieto! ¡No te muevas, mocoso! ¡Gamberro de mierda! ¿Lo tuyo es asustar a ancianas, eh? Pues aquí no hay ninguna y no le dejaban respirar, ni explicar nada, todos sus esfuerzos los había concentrado en seguir vivo, tenía cardenales y rozaduras en las muñecas, los brazos, las costillas, la espalda, los muslos, el vientre y el lado derecho de la cara, como si lo hubieran arrastrado por el suelo que quizá era lo que había pasado, fuera, en el camino de entrada para coches. Quizá había tropezado, o le habían derribado de nuevo y lo habían arrastrado semiinconsciente, gimoteando y tratando, maldita sea, con toda su alma de no llorar sabiendo que Delray lo miraría con repugnancia si lloraba. Y tampoco Zoe estaría muy orgullosa de él. Si por ejemplo se meaba encima, cosa que no había hecho. Antes, mientras miraba por la ventana de la cocina a los coches patrulla de la policía acercándose a toda velocidad por el camino como polis de televisión, Aaron había pensado que todo aquello tenía que ser algo así como un chiste, ¿o no lo era?
Sus amigos no hablarían de otra cosa durante días. Maravillándose durante semanas. ¿Has oído? ¡Detuvieron a Krull! Sonriendo débilmente al tratar de sentirse a gusto con algo, por lo menos.
Zoe le dio un capón en el lado menos amoratado de la cabeza.
– ¿Cómo? ¿Estás sonriendo? ¿Es que te parece divertido?
¡No, no! Aaron protestó enseguida. Nada era divertido.
– Como tu padre. Delray también consiguió tener antecedentes penales a tu edad.
Llegaron los dedos de Zoe, helados por la lata de cerveza, para apartarle de la frente el pelo sudoroso y apelmazado. Con una especie de ternura distante, como cuando miras a un animal herido en la cuneta mientras vas conduciendo, Zoe dijo:
– Eres como tu padre, eso se ve a la legua. Hay cosas buenas en Delray, muchas cosas buenas en Delray, junto con lo demás, así es él. Cierto tipo de hombre, así es Delray. Estás creciendo más deprisa de lo que esperaba, imagino. Condenadamente más deprisa de lo que puedo controlar. Los polis apenas se podían creer que tuvieras la edad que tienes, la verdad es que a mí me pasaría lo mismo si no fuese tu madre. Pero no necesito que intervengas en mi nombre, ¿sabes, corazón? Con eso sólo conseguirás hacerme daño. Y hacértelo también tú. Ahora voy a llevar mi vida en otra dirección. Hará falta que tengas fe en mí, que sepas que te quiero con todo el corazón y para siempre, aunque las cosas cambien durante una temporada. Vais a tener que dejarme ir, ¿sabes? Tú y él.
El. Zoe se refería a Delray.
Dejarme ir. Aaron no quería pensar en lo que aquello pudiera significar.
Zoe le tomó la cara entre las manos para besarlo. Un beso húmedo en la nariz con olor a cerveza. Aaron rió incómodo, queriendo escaparse. Estaban riendo juntos, un poco desatentadamente. ¿Qué era tan divertido? ¿Qué motivo tenía nadie para reír en la situación en la que se encontraban? Lo habían detenido, denunciado por una anciana histérica y despiadada, y se le acusaba de delitos graves de adulto y tendrían que volverlo a llevar al tribunal y si tenía suerte, el juez de familia lo dejaría en libertad condicional en lugar de obligarlo a pasar unos cuantos meses en el centro de detención de menores del condado. Y aquella misma noche su padre le iba a dar una buena paliza cuando volvieran a casa y Delray se enterase de las noticias que Zoe no le podría ocultar. Incluso al mismo Krull le preocupó la posibilidad de que lo mandaran al correccional como a algunos de sus amigos y tampoco le entusiasmaba la perspectiva de que su padre le diera una paliza después del estado lamentable en el que se encontraba ya.
– Quisiera haber visto la cara de esa vieja bruja cuando has ido hacia ella. Eso dará algo que pensar a esa mierda de Adele, por lo menos -Zoe se secó los ojos, que se le habían humedecido de tanto reír.
– No «me he ido hacia ella», mamá. No ha sido así.
– Bueno… ¿tenías un cuchillo? ¿No es eso lo que han dicho?
– No, mamá. No ha sido así, de verdad.
– Con tal de que no lo encuentren.
Zoe giró la llave del encendido con sus uñas de cinco centímetros y color carmesí metálico de camarera de bar de copas.
Voy a llevar mi vida en otra dirección. Tenéis que dejarme ir.
Tú y él.
Después de que la asesinaran siguieron viviendo juntos en la casa de Quarry Road, aunque ya no vivían como un padre y un hijo que están esperando a la esposa y madre que es su vínculo de unión, sino sencillamente como un hombre al que se califica de «padre» y un muchacho al que se define como «hijo». Pese a que ni Delray ni Aaron podrían haberlo explicado, la distinción era crucial. Y a veces ni siquiera era muy evidente que el hombre fuese «padre» y el muchacho «hijo» porque con frecuencia pasaban todo un día, un día y una noche, e incluso un segundo día sin verse y sin hablar, como sonámbulos o fantasmas que habitaran un idéntico espacio maldito. Desde la marcha de Zoe a comienzos del invierno de 1982 -aproximadamente dos meses antes de su muerte- la casa había empezado a deslizarse hacia el caos, hacia la desintegración. Como diría Delray con un suspiro de rabiosa satisfacción Se había ido al carajo.
Fue deseo de Zoe que la granja se pintara de color melocotón y, desaparecida Zoe de la casa, el color melocotón empezó a debilitarse como una luz que se apaga muy despacio. Las contraventanas de color verde oscuro comenzaron a pudrirse y aparecieron goteras en el tejado. Mucho antes de la muerte real de Zoe en otra casa, a kilómetros de distancia, empezaron a encontrarse huellas de calzado embarrado sobre alfombras y suelos. Los platos se acumulaban en el fregadero, cubiertos y vasos sucios que Aaron «lavaba» por el procedimiento de derramar encima agua hirviendo más o menos una vez a la semana. Los desechos se amontonaban en cualquier sitio, incluidas las escaleras. Había por todas partes pelusas del tamaño de ratones y mugrientas huellas de manos en las paredes. Ventanas que se dejaban imprudentemente abiertas, lluvia que entraba a ráfagas a través de las telas metálicas, charcos y manchas en los muebles, paredes, suelos. Grandes insectos morían dentro de la casa y sus caparazones se convertían en cáscaras vacías que crujían al pisarlas. Cuando los sumideros se atascaban y el maldito retrete se desbordaba -cosa que sucedía con frecuencia- Delray vertía Drano líquido y se apartaba para que no le alcanzaran los gases. Aaron aprendió a verter detergente en los suelos, a abrir el grifo del agua caliente sobre una mopa ya sucia y, en un frenesí de concentración, pasarla por todas partes hasta que bruscamente perdía interés y para entonces el suelo podía estar limpio, o no estarlo.
Zoe había dicho Claro que volveré, cielo. Quizá sólo a por ti. Pero volveré. Antes o después.
Una vez muerta, tardaron en asumir las consecuencias de aquel desastre: Zoe no iba a volver. Durante los meses anteriores habían compartido la vaga idea, tan poco investigada como la causa de las manchas que se extendían por los techos, de que sí, de que volvería, seguro que Zoe acabaría por volver y la oirían cantando o tarareando en la cocina como siempre y su voz alegre les levantaría la moral excepto que la nueva realidad, ya, era que Zoe no iba a regresar a Quarry Road, nunca.
Viola, la hermana menor de Delray, empezó a aparecer por la casa una vez a la semana o cada diez días. Viola y Zoe se habían entendido hasta cierto punto, pero Viola no aprobaba que Zoe se tomara tan en serio su carrera de cantante y menos aún que abandonase la casa familiar. Seguro que es un infierno vivir con Delray, pero era su marido. ¿Y qué me dices de Aaron? No es más que un crío.
Apareció la tía Viola pasando la aspiradora de Zoe por las habitaciones de la casa y silbando de una manera que hacía que Aaron se acordara de su madre y que le sacaba de quicio. A mitad de las escaleras, cuando se detuvo a mirar fijamente a su fornida tía, vestida con un mono y una camisa de hombre, Viola frunció el ceño y le preguntó por qué no echaba una mano, maldita sea, había trabajo para los dos, Aaron respondió:
– Nadie te lo ha pedido. No es necesario que hagas eso .
Bueno… es «necesario» que lo haga alguien. ¿En qué clase de pocilga se convertiría esta casa si nadie hiciera nada?
Aaron pasó junto a su tía con la cabeza baja. Aunque no murmuró las palabras de manera audible, Viola tuvo la seguridad de que había dicho Anda y que te den por culo, Viola.
Ella se echó a reír, escandalizada. O quizá sin escandalizarse. Aaron era esa clase de crío.
Viola, de todos modos, no se lo contó a Delray: no era una persona dispuesta a crear nuevos problemas entre los miembros de la familia Kruller cuando ya existían más que suficientes. Sobre todo no iba a crear problemas entre Delray y su hijo, ambos en un estado de profundo dolor del que no eran conscientes ni estarían dispuestos a reconocer.
Y además, el chico había mentido para favorecer a su padre. En el seno de la familia Kruller todos estaban convencidos. Era imposible que Delray estuviera en casa cuando asesinaron a Zoe -¡un sábado por la noche!-, pero Aaron así se lo había declarado a la policía y estaba dispuesto a jurarlo.
«Hay un vínculo especial entre tú y yo, Aaron», le había dicho Viola a su sobrino, que no tenía ni idea del significado de aquellas palabras.
Aaron no entendía lo que quería decir la mayoría de las mujeres. Incluso la mayoría de las personas mayores. Las palabras que salían de su boca podían haber estado en algún idioma extranjero, tan poco era lo que te podías fiar de ellas.
Aquel vínculo especial quería decir que la familia Kruller se mantendría unida, que la familia no se desharía por lo que le había sucedido a Zoe. Incluso aunque Delray la hubiera matado. Eso era asunto de Delray. Aaron suponía que debía de ser ése el significado de las palabras de Viola. Otros miembros de la familia Kruller le habían insinuado lo mismo mirándolo con preocupación, con algo así como respeto teñido de aprensión.
Mentir para proteger a Delray. Eso demuestra que el crío lo quiere.
A Aaron no le emocionaba nada todo aquello; sentía, si hubiera sido capaz de definir la sensación, lo mismo que un cerdo al que se ha abierto en canal y se le ha destripado pero que, por alguna razón, aún sigue vivo. Aquello era lo extraño, lo impensable: que aún siguiera vivo. Después de haber encontrado el cadáver de su madre aquella mañana. Después de haberla visto y de que los ojos entornados de Zoe, semejantes a uvas reventadas, lo hubieran visto a él.
En el instituto, en la clase de ciencias, habían estudiado la evolución: «La teoría de la evolución». Aaron no había sacado buenas notas ni en los exámenes ni en los ejercicios, pero del curso sacó la idea de que Las cosas siempre están cambiando. Nada se queda como está.
Sin Zoe entre ellos era difícil para Aaron y para su padre relacionarse. Si Aaron estaba en la cocina preparándose un desayuno rápido, copos de trigo vertidos en un cuenco, leche a punto de agriarse sobre los cereales, y procedía a comerse aquella mezcla junto al fregadero, mirando -por la ventana salpicada por la lluvia- a un maizal a quince metros de distancia, Delray podía pasar por delante de la puerta de la cocina como sin ver, o saludar con un simple murmullo entre dientes, porque Delray prefería desayunar la mayor parte de los días en el Star Grill Diner, en Garrison Street, donde las camareras lo conocían y lo miraban con simpatía y donde se tenía la idea de que había sido un marido maltratado por su mujer, que lo había abandonado, que se acostaba con otros hombres y que consumía heroína; todo lo cual demostraba que quien la había matado no podía ser Delray Kruller, que dejaba buenas propinas a las camareras, les sonreía y bromeaba con ellas, de manera que se podía ver la herida en el corazón de aquel pobre hombre, y lo muchísimo que se esforzaba por curarla.
Y si Delray, de pie en el cuarto de estar en penumbra, miraba la televisión, el mando a distancia en la mano, saltando de canal en canal, demasiado impaciente para sentarse o para ver nada durante más de unos pocos minutos, Aaron podía pasar en silencio por detrás de él, subir las escaleras, entrar en su habitación y cerrar la puerta.
Sabes que nunca le haría daño, ¿verdad? Quería a tu madre.
Eso lo sabes, ¿verdad que sí?
Vamos, quédate a ver la televisión conmigo. Sólo un ratito. ¿Eh, Aaron?
El único lugar donde padre e hijo se veían sin problemas era el taller. Allí Delray emanaba autoridad y daba instrucciones a los otros mecánicos. Encargaba piezas y accesorios por teléfono, hablaba con clientes, atendía las reclamaciones, preparaba presupuestos, registraba en la caja las facturas definitivas, se ocupaba de las tarjetas de crédito, comprobaba los talones, contaba dinero en metálico. Era Delray quien pagaba a los proveedores y entregaba sus talones a los asalariados. Todo aquello generaba satisfacción, pensaba Aaron. A los otros mecánicos les gustaba su padre y lo respetaban: Delray era un mecánico experto cuando se tomaba su tiempo. En el caso de Aaron los recuerdos más felices del taller Kruller eran las ocasiones en las que Delray lo llevaba a su despacho particular, que estaba separado del ruido y agitación del garaje, y en donde había un viejo escritorio de tapa corrediza y una silla giratoria que Zoe había comprado para Delray en una «subasta por quiebra» cuando estaba enamorada de él, y también estanterías con manuales de mecánica y catálogos de la industria automotriz y en las paredes anuncios, carteles, un calendario con mujeres dibujadas por Alberto Vargas en diferentes estadios de seductora desnudez, y a las que Aaron apenas se atrevía a mirar, porque era muy intensa la excitación sexual que se le transmitía en un instante a la entrepierna. Y sentado ante el escritorio de tapa corrediza Delray podía dedicar tiempo, si estaba de humor, si el condenado teléfono no sonaba a cada momento, ni se presentaba alguien con una queja, a dibujar diagramas para mostrar a Aaron lo que era necesario hacer con un vehículo:
– ¿Ves? Así.
A Aaron le resultaba fascinante que se le enseñara la lógica de los motores; cómo las palancas del cambio, las bielas, los cilindros, los tubos de alimentación del combustible y el encendido trabajaban juntos; eran las únicas ocasiones en las que Delray le hablaba así, describiéndole lo que se necesitaba hacer como si lo que se necesitaba hacer fuese algo crucial, y algo que había que tomarse en serio y respetar, y que lo de menos era quién lo hacía.
– Date cuenta, chico, un buen mecánico es mitad instinto, y naces con él. Pero la otra mitad son cosas que tienes que aprender. Y yo te las puedo enseñar.
Abril de 1983
Tuvo que haber sido la semana después de Pascua cuando un coche desconocido -un Ford Escort bastante viejo, de un modelo barato y de color verde chabacano- torció por la entrada para automóviles de la casa de Quarry Road y de su interior se apeó, como un blando molusco rezumante que se separa de su caparazón, la mujer apellidada DeLucca.
Krull no daba crédito a sus ojos. ¡Ella!
(Desde la muerte de Zoe, Aaron era todavía más Krull. Sobre todo a solas con sus pensamientos, pensamientos dolorosos llenos de rabia, semejantes a una tormenta de clavos punzantes, Aaron llamaba a Krull a su presencia.)Sin que nadie la hubiera invitado y sin avisar, la mujer apellidada DeLucca -«Jacqueline», «Jacky»- se disponía a llamar a su puerta. La mujer con la que Zoe vivía en el momento de su muerte, en la casa de West Ferry. La mujer que Aaron sólo había vislumbrado en una ocasión. Alguien a quien en los medios de comunicación locales se citaba cuando decía, con voz temblorosa de niña pequeña, Hubo tantos hombres en la vida de la pobre Zoe que sería difícil encontrar precisamente al que se ensañó con ella.
Y De algunos nunca supe cómo se llamaban. ¡Creo que Zoe tampoco lo sabía!
Delray calificaba a aquella terrible mujer -ante cualquiera dispuesto a escucharle- de puta, chica de alterne, yonqui y además la consideraba culpable de que Zoe hubiese sido asesinada. La mujer que se había llevado a Zoe a vivir con ella, que la había ayudado a conseguir trabajo en The Strip, y que le había presentado a hombres que le proporcionaban drogas duras como heroína: Delray estaba seguro de que antes Zoe sólo fumaba hierba y tomaba estimulantes, nunca sustancias que hubiera que inyectarse en vena. Pero lo que despertaba los instintos asesinos de Delray hacia Jacky DeLucca era que, supuestamente, le había dicho a la policía de Sparta que si a ella le sucedía algo, el responsable sería Delray.
¿Saben? A Zoe le daba miedo su marido, le había pegado decía ella, pero aún era peor lo que decía que le iba a hacer si llegaba a abandonarlo. No sólo a ella sino a su hijo, decía Delray.
No, nunca lo vi allí en persona. En la casa. No lo vi nunca. Pero yo faltaba con frecuencia. Aquella noche, por ejemplo, me había marchado.
En el Journal die. Sparta, en la televisión local, la mujer apellidada DeLucca dijo cosas así. No una sino muchas veces. Semejantes acusaciones pueden hacerlas supuestos «testigos» y ser ampliamente citadas, porque los periódicos y las cadenas de televisión sólo dan «noticias».
En los días y semanas que siguieron a la muerte de Zoe, la actividad en el taller de reparaciones disminuyó de forma brusca. Y a partir de entonces, un lento descenso. De manera especial las mujeres dejaron de ser clientes del garaje. Incluso en la gasolinera disminuyeron las ventas. Delray culpaba al departamento de policía de Sparta y a los medios de comunicación: «Hacen creer a la gente que soy un asesino, Jesús bendito, que soy el asesino de mi mujer».
Krull se alejó de la puerta de la cocina porque no quería que la mujer apellidada DeLucca lo viera.
Debió de ir primero al taller, buscando a Delray. Pero Delray no estaba allí. La tal Jacky llevaba semanas queriendo verlo. Trataba de hablar con él por teléfono, pero Delray la evitaba. En el taller, sus ayudantes escribían mensajes para él en trozos de papel manchados de grasa Por favor, llamar a Jacky DeLucca ¡urgente! y Delray, asqueado, los hacía trizas. En una ocasión Aaron había descolgado el teléfono en su casa y al otro extremo de la línea sonó una entrecortada voz femenina ¿Oiii-gaa? ¿Del-roy? ¿Estoy hablando con Del-roy Krul-ler? ¿Oi-ga? Aaron colgó precipitadamente porque al parecer sabía quién llamaba.
Ahora la tal Jacky se había atrevido a venir hasta la casa. Con unos zapatos diminutos desprovistos de puntera había subido la cuesta hasta la puerta principal, y llevaba en brazos lo que parecían ser dos grandes bolsas de la compra. DeLucca era una mujer rolliza que se movía deprisa, aunque de manera errática, como si transportase algo muy valioso que tenía miedo de que se le cayera. Aaron la observaba desde detrás de una cortina vaporosa. De hecho quien la observaba era Krull. Era alguien como Krull quien hacía falta en aquella situación. Y estaba viendo cómo la mujer hacía una pausa, entornando los ojos hacia él bajo la fría luz del sol de abril, el rostro reluciente como si le hubieran sacado brillo con un trapo. En cuanto a la voz, infantil y aguda.
– ¿Oiga? ¿Oi-ga? ¿Hay alguien ahí? ¿Eres… Aar-on?.
Lo había visto, en el interior de la casa. No había desaparecido a tiempo.
No fue Krull sino DeLucca quien abrió la puerta. Tropezó con él y le lanzó una mirada como si quisiera abrazarlo con todas sus fuerzas. En sus ojos, con el rímel corrido, brillaban las lágrimas. Como si la muerte de Zoe acabara de producirse y ahora los dos pudieran llorar juntos.
– ¡Vaya, Aar-on! Cariño… he intentado llamarte… y a tu papá… tantas veces he tratado de llamaros a ti y a Del-roy y n-nunca…
Pese a ser dos o tres centímetros más baja que Krull, era probable que DeLucca pesase diez kilos más, concentrados sobre todo en la parte alta del pecho y en las caderas. Desprendiendo un aroma a talco perfumado, pasó incómodamente cerca de él y entró en la sala de estar como si la hubieran invitado. (Aquel aroma a polvos de talco. Krull sintió que se le doblaban las rodillas.) No era un día caluroso, pero DeLucca no llevaba abrigo ni chaqueta, tan sólo unos pantalones elásticos de poliéster de color salmón y un pulóver negro con cuello de pico, de un tejido tan lustroso como laca que hacía que sus pechos resultasen tan enormes como dirigibles gemelos vistos muy de cerca. Los zapatos, que parecían de plástico, carecían de puntera y mostraban unos pies pequeños y rechonchos, pálidos como la cera y con las uñas pintadas, entre sus pesados pechos, en el escote que dejaba al descubierto el cuello de pico, relucía una crucecita de oro con su correspondiente cadena, también de oro. Pese al exceso de pliegues carnosos, Jacky DeLucca era toscamente glamurosa e irradiaba un poderoso halo sexual. Sus cabellos de color castaño oscuro brillaban como alambres que se alzaran como filamentos vertiginosos y sus cejas eran descarados triangulitos, pinceladas de marrón rojizo. La boca, carmesí y húmeda, destacaba como una herida abierta. Las pupilas, dilatadas y muy oscuras, hacían pensar en los efectos de algún medicamento: ¿Quaaludes? Krull conocía a mucha gente que tomaba aquel poderoso tranquilizante y a algunas personas que lo distribuían en el instituto de Sparta.
– ¡… una misión bien triste, Aar-on! ¡He estado retrasándolo y retrasándolo demasiado tiempo! Quería traer aquí las cosas de Zoe… las cosas bonitas de Zoe… sabía que Zoe habría querido que su familia las tuviera si por ejemplo había alguna prima joven o una sobrina o alguien a quien le sirvieran las tallas pequeñas (¡a mí no, desde luego!), pero por lo visto Delroy no está nunca en casa, ni contesta al teléfono, espero que no sea por causa mía. Quiero decir… no porque haya decidido que le caigo mal.
DeLucca hablaba como con nostalgia y con un aire de reproche insinuante como si adivinara que Delray podía estar en algún sitio cerca, escuchando.
Krull murmuró que podía dejarle a él las bolsas pero DeLucca pareció no oírle. Se había ido acercando al muchacho y lo miraba con hambre.
– ¿Sabes, Aar-on? Pareces cambiado. Pareces mayor. He estado leyendo cosas acerca de ti en el periódico. ¡Ah, tus ojos no son los ojos de un niño! Lo que esos ojos han visto… Krull, desconcertado, no supo qué decir. -… tuve que dejar aquella casa, Aar-on. Aquel lugar maldito. Imposible limpiarlo. Era superior a mí. Vivo en otro sitio ya… estoy tratando de cambiar de vida. Esos hijos de puta… el departamento de policía de Sparta… la gente del sheriff de Herkimer County también… ¡interrogándome como lo hicieron!… amenazando con «encancerarme»… «obstricción de la justicia»… ¡nunca supe nada ni tuve nada que ver con nada!… Lo que deseo ahora… lo que más deseo es que se me perdone.
¡Perdón! Krull retrocedió, inseguro sobre el significado de lo que oía. Krull no se había recuperado por completo del olor a sudor femenino impregnado de polvos de talco.
Habría querido que su padre estuviera en casa. Delray le habría parado los pies a aquella hembra prepotente, la habría llevado a buen paso hasta la puerta principal y, si no se marchaba como él quería, le habría dado un golpecito con la rodilla en la parte más baja de la espalda.
– ¡Si hubiera estado allí aquella noche, Aar-on! Con Zoe. Me habría arriesgado a que me mataran también a mí si con eso la hubiese salvado. Aquella noche, porque me marché sabiendo que podía ser una equivocación. Y con un hombre… ¡un hombre que estaba segura de que era una equivocación! Ahora estoy esperando a mi redentor. ¡Aar-on!
Krull retrocedía con torpeza al mismo tiempo que Jacky DeLucca avanzaba con pasos inseguros. Los ojos, aunque rebosantes de lágrimas de compasión, estaban fijos en él como los de un hipnotizador. En su turbación, Krull no tenía ni idea de si aquella mujer tan rolliza, de la edad de su madre -o mayor-, lo atormentaba aposta, como se sabía que tenían por costumbre determinadas chicas de Sparta, a salvo en un sitio público y en compañía de sus amigas, o si hablaba de manera ingenua y sincera y estaba suplicando a Krull que fuese su aliado:
– ¡Del-roy, tu padre, ha dicho unas cosas tan terribles de mí, Aar-on! Lo entiendo, por supuesto, me esfuerzo por entender la dureza del corazón humano, trato de perdonar. Desde aquella cosa tan trágica que le sucedió a mi queridísima amiga Zoe, mi amiga íntima, y de la que yo me libré, sólo Dios sabe por qué me libré yo, he tratado todos los días de rezar y de entender. ¡Zoe me habla a veces, Aaron! No con palabras propiamente dichas, pero sí con un susurro dentro de mi alma. Está muy cambiada. «Ahora ve los dos lados.» Me ha pedido que te lo diga, lo mucho que te quiere. El que haya cambiado de estado no significa que no te quiera, Aaron, ni que haya dejado de pensar en ti… sigue haciéndolo.
Ante aquello Krull no tenía respuesta alguna. Sus torpes dedos adolescentes se cerraban y abrían en puños sudorosos.
– Aquella vez que Zoe estaba bebiendo y dijo de repente: «Jacky, me siento muy mal, no soy una buena madre». Luego se rió y dijo: «Me encantan los niños pequeños, quería mucho a mi hijo cuando era pequeño, pero los bebés crecen». Otra vez, no mucho antes de que sucediera aquella cosa tan terrible, Zoe estaba un poco colocada y en vena frívola y dijo: «Me importa un pimiento lo que me pase, Jacky, con tal de que me suceda algo». ¡Zoe lo dijo! Y le respondí: «Zoe, no lo dices en serio», y ella dijo: «¿Te parece que no?» y se limitó a reír. Cualquier locura que se le venía a la cabeza cuando estaba así, la decía. Sólo por subirse a un avión, que era lo que planeaba hacer para ir a Las Vegas, podía comentar: «Es un juego de azar. Agitas tu vida como si fuera unos dados».
Krull, de algún modo, se sentía acorralado. Le dolía la cabeza. Trataba de decirle a aquella mujer que no quería hablar de Zoe con ella.
– ¡… es tan bueno llorar, corazón! Tú no eres más que un niño. Los chicos como tú crecen demasiado deprisa, es la sangre de Del-roy, la sangre seneca… lo sé demasiado bien… estuve en otro tiempo prometida con uno… no sabéis cómo llorar, y eso es malo. Y es que un hombre… un muchacho… también necesita que lo quieran. No sólo las mujeres. Si no tienes ese cariño, hay algún tipo de veneno que se encona -pareció, durante un inquietante momento desestabilizador, que Jacky DeLucca bajaba los ojos hacia la parte inferior del cuerpo de Krull (los muslos, la entrepierna) donde un único gran pulso latía deprisa y con fuerza-. Tú y yo, Aaron, tenemos la edad adecuada, creo yo. Podría ser tu madre… Zoe me daría su bendición, desde donde está ahora. Dios nunca me concedió un hijo y esto sería una señal muy clara de que Zoe me perdona.
Con voz muy roca Krull repitió que no quería hablar de su madre. Si Jacky tenía la amabilidad de dejar las cosas que había traído…
– ¡El piano de Zoe! ¿Es ése?
En un rincón del cuarto de estar se hallaba el viejo piano vertical de Zoe. Las teclas estaban amarillentas y cubiertas de polvo ya que, por supuesto, ni Delray ni Aaron se habían ocupado de él desde la marcha de Zoe; Aaron evitaba incluso mirarlo. Pero Jacky DeLucca corrió hasta él para golpear varias teclas con gesto dramático. Los nítidos sonidos crisparon los nervios de Krull. Sintió unas terribles ganas de llorar, y se mordió el labio inferir con tanta fuerza que casi se rompió la piel.
– ¡A Zoe le encantaba el piano! Conseguía que la gente le diera lecciones, aunque fuesen muy breves. En Chet's por ejemplo. El señor Csaba, que era nuestro jefe allí, le dijo a Zoe que le pagaría las clases, pero tu madre nunca insistió para que lo hiciera. En el club, las noches que había poco trabajo, Zoe improvisaba algunas melodías en el piano y se ponía soñadora. Y también cantaba, con aquella voz suya tan maravillosa. ¡Ah, Zoe sabía cantar! La persona que le hizo daño, fuera quien fuese, se aprovechó de Zoe de la manera más terrible, se aprovechó de sus grandes deseos de cantar. Eso es lo que creo.
Krull estaba tratando de pensar Entonces según ella Delray no fue el responsable.
Trató de interpretar sus palabras Sabe quién fue, entonces. Eso es lo que está revelando.
Al ver la expresión en la cara de Krull, que era al mismo tiempo dolorida y ausente, Jacky DeLucca dijo:
– Será mejor que lleve estas cosas arriba, corazón. Y que las cuelgue. Es lo que Zoe querría. Las arrugas desaparecerán en parte y podéis pedir a una de tus primas que se pase por aquí. O quizá, si tienes una amiguita, con una talla dos, tan sexy, le puedes decir que venga y que se lleve lo que quiera.
Krull se estremeció. ¿Quién de la familia habría querido nada de Zoe? Y una novia suya… la idea le repugnó.
Audazmente DeLucca se dirigió hacia la escalera, dejando atrás a Aaron. Como si hubiera estado antes en aquella casa y conociera el camino.
A Krull no le quedaba otro remedio que acompañar al piso de arriba a aquella mujer tan prepotente. Con la esperanza de no tener que explicarle nada a Delray. ¡No me escuchó, le lo aseguro! Decidió subir y no pude pararla.
Después del incidente en Honeystone's, cuando Krull perdió el control y le dio un puñetazo a la vieja en la cadera, no se le volvería a ocurrir tocar a una mujer. Tendría que pasar mucho tiempo.
Le habían acusado de agresión en segundo grado. Gracias al alegato de una funcionaría joven del tribunal de familia, los otros cargos -intento de robo a mano armada, intento de destrucción de propiedad privada, amenaza de grave daño corporal- se habían retirado. La vista se celebró en el despacho de la juez del tribunal de familia y la magistrada -de mediana edad y con cara de pocos amigos- habló con dureza al joven acusado y a sus padres, de rostro cariacontecido, y lo condenó a seis meses en el correccional de menores de Algonquin, aunque después de una pausa añadió condena condicional, lo que provocó que Zoe estallara en lágrimas de gratitud. ¡Muchas gracias, señoría! ¡Muchas gracias desde el fondo de nuestro corazón!
Para acudir al despacho de la juez, Zoe y Delray se habían vestido como si fuesen a la iglesia: Delray con chaqueta de pana y corbata y alisado el pelo rebelde, y Zoe con un vestido azul oscuro cuidadosamente abrochado hasta el cuello y el pelo también alisado y recogido atrás en un moño. La juez les dijo que, durante los seis meses de libertad condicional, el padre o la madre de Aaron estaban obligados a llevarlo a reuniones semanales con un agente judicial juvenil de Herkimer County y que si faltaba a una reunión sin justificación legítima, se le revocaría la libertad condicional y se le enviaría a Algonquin para cumplir el resto de la condena. Aaron no había faltado nunca, pero hacia el final de los seis meses Zoe se había marchado ya de casa y era Delray, despechado y amargado, quien lo llevaba a las reuniones semanales.
Maldita sea, fue una suerte que no mataras a esa vieja. Estarías en Potsdam y queda demasiado lejos para hacerte visitas, joder.
En las escaleras, Krull miró impotente -dentro de los ajustados pantalones de color salmón- las caderas de la mujer que iba por delante. Al advertir la sugerencia de una hendidura entre las nalgas de Jacky DeLucca, Krull sintió una molesta conmoción en la entrepierna como la que sentía a veces -Dios del cielo, qué cosa tan desagradable- al ver un animal muerto y destrozado, mapache, ciervo joven, roto e inmóvil a un lado de la carretera.
DeLucca dijo, corta de aliento debido a las escaleras, pero tan llena de entusiasmo como una atleta joven:
– Hay varias sorpresas aquí, creo yo. Algunos de los vestidos de Zoe son de verdad glamurosos. ¡Con mucha clase! La semana que estuvo en Nueva York, por Navidad, el amigo con el que fue le compró algunas cosas realmente bonitas, sólo que, de vuelta a Sparta, ¿dónde te las puedes poner? ¿En The Strip?… «Es como arrojar tus perlas a los cerdos»… Zoe decía que acababas por acostumbrarte a hacerlo por el hecho de ser mujer.
Aunque no había estado nunca en la casa de Quarry Road -Krull tenía la seguridad- DeLucca se dirigió sin la menor vacilación al dormitorio al fondo del pasillo, donde volcó sobre una cama el contenido de las bolsas: un vestido negro de seda con tirantes muy finos, que parecía una combinación o lo era, efectivamente; un vestido tubo de terciopelo de color rojo con un profundo escote en uve tachonado de perlas diminutas; un brillante vestido dorado que sin duda podía amoldarse al cuerpo de una mujer tan ajustado como un guante; otro, color bronce, de algún tejido rizado, con manchas en los sobacos. Y zapatos de tacón alto y joyas. Un sujetador de seda morada, a juego con bragas semitransparentes. Krull miraba sintiendo que la sangre le latía con fuerza en la cara.
DeLucca alzó la prenda negra de seda hasta su rostro para olería. Sin decir una sola palabra se la tendió a Krull, que se estremeció ante el aroma a polvos de talco perfumados y apartó la mano de la mujer.
– ¿Qué te sucede, Aaron? La mía es una misión bien dolorosa, ¿es que no sientes respeto por los muertos?
DeLucca, con muchos remilgos, se dispuso acto seguido a estirar sobre la cama, con el borde de la mano, las prendas arrugadas. Había un singular brillo como de drogas en sus ojos húmedos, le pareció a Krull. La cama, utilizada antaño por los padres de Aaron, tampoco la usaba ahora Delray, que dormía en otro lugar de la casa; estaba descuidadamente cubierta con una colcha de brocado, de color oro desvaído, con manchas de agua por goteras en el techo. Debajo de aquella tela no quedaba más que el colchón. Viola había retirado hacía meses la ropa de la cama. Delray dormía en un sofá del piso de abajo cuando dormía en casa; a raíz de la muerte de Zoe evitaba aquella habitación. Había ordenado a Viola que metiera en cajas las cosas de Zoe y las llevara a una de las tiendas Goodwill, pero Viola no lo había hecho. Cada vez que Krull entraba en aquel cuarto, aunque ignoraba la razón, algo le atraía, una sensación de ansiedad y de cansancio; una necesidad de llorar, porque a veces llorar hacía que uno se sintiera bien, pero tenías que estar a solas. Había registrado muchas veces los cajones del buró de Zoe como si buscase algo que su madre hubiera olvidado, pero sólo encontraba un botón y una barra de labios casi acabada. En una caja, en otro lugar de la casa, había descubierto una colección de viejas instantáneas que había terminado por mirar, aunque no quería verlas, con un Delray, sentado en su Harley- Davidson, más joven de lo que Krull lo había conocido, pelo negro largo y desgreñado, gafas oscuras, un pitillo en la boca y una chica rubia, a la que rodeaba con un brazo, sin duda Zoe, aunque con aspecto de alumna de instituto, lo que posiblemente era en aquel tiempo, ya tan lejano, anterior al nacimiento de Krull. Y qué hermosa era, mostrando su sonrisa más deslumbrante. Con un top mínimo, sin espalda, unos shorts muy cortos, piernas desnudas y descalza.
Maldita sea, no quería angustiarse. Era demasiado tarde para angustiarse, joder.
– ¿Me puedes echar una mano, corazón?
DeLucca le reprendía como se riñe a alguien a quien se conoce bien, mezclados irritación y afecto, mientras, con un exceso de ceremonia, colgaba en el armario la ropa de Zoe.
– A Zoe le gustaría, creo yo. Su espíritu puede instalarse aquí y no ir tan a la deriva ni estar tan solo. ¡Era tan veleidosa! Lo último que me dijo fue: «Si no vuelvo, Jacky, puedes venir a visitarme a Las Vegas y traer a Aaron. Quizá llegue a tener una suite en Caesar's Palace. Estaba pensando en ti, ¿te das cuenta? De lo que yo me fío ahora es del espíritu interior. Zoe me habla en susurros. Me gustaría que no estuvieras tan enfadado y confiaras en mí, Aaron. «Estamos aquí en la tierra para querernos los unos a los otros, eso es todo.»Krull se preguntó si aquello era de la Biblia. No sonaba como de la Biblia.
Quería con toda su alma salir corriendo de la habitación pero no parecía capaz de conseguir que sus piernas se movieran. Sabía que se tenía que ir de allí pero no podía. No conseguía dejar de mirar la húmeda herida carmesí en el rostro de aquella mujer.
A continuación, en voz más baja, DeLucca dijo:
– Imagino que fuiste tú, ¿Aaron? Los polvos de talco.
Al principio Krull no entendió lo que DeLucca quería decir. ¿Polvos de talco?
Luego se le hizo la luz. Y sintió la sacudida.
– Fue un gesto de amor, Aaron. Para «purificar».
Meses atrás los detectives le habían dicho a Krull que aquella información -cómo, presa del pánico, había reaccionado ante el descubrimiento del cadáver de su madre- se mantendría confidencial y no llegaría al público. De algún modo, sin embargo, Jacky DeLucca estaba enterada.
Por aquel entonces Aaron era Aaron, y no Krull. Cuando subía las escaleras de aquella casa que olía a muerte. Y lo que le esperaba en aquella habitación que no había visto nunca…
– ¡Pobre Aaron! La querías.
Jacky DeLucca hablaba con calor y lo habría abrazado si Krull no hubiese retrocedido rápidamente alzando los codos. Lo que sentía ya era pánico: ¡no me toque!, ¡aléjese de mí! No soportaría que aquella mujer lo tocara.
Tenía quince años: los había cumplido una semana antes, sin celebración alguna. Delray no se enteraba de los cumpleaños, no le interesaban y no habría sabido decir la edad exacta de su hijo, de la misma manera que, en su indiferencia, podía no recordar el nombre del presidente de los Estados Unidos, ni el del gobernador del Estado de Nueva York. Bastaba con que algunas personas supieran aquellas cosas, ¿por qué demonios tenía que saberlas él? Zoe no se había olvidado nunca del cumpleaños de Aaron, pero Zoe ya no estaba.
– ¿Por qué pareces tan enfadado? O… ¿es que tienes miedo? DeLucca rió en voz baja. Le estaba provocando: le había arrinconado contra la cama. Tenía que elegir entre dejarse caer pesadamente sobre la cama o dar un empujón a la amiga de su madre para escapar. Pero le daba miedo tocarla. Al ver que el esmalte de uñas de color rojo oscuro estaba desportillado y las uñas mismas desiguales, recordó, en un fogonazo repentino de memoria, que cuando descubrió a Zoe en aquella cama ensangrentada, oliendo a su cuerpo, las uñas de Zoe, de las que siempre había estado tan orgullosa, también estaban desportilladas y rotas como si hubiera peleado desesperadamente con su agresor para no morir.
– Para «purificar» lo que estaba contaminado. Para aliviar la vergüenza de aquella pobre mujer. Lo entiendo, Aaron.
Krull quería preguntar Pero ¿cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho?
– Ya sé que es un secreto, Aaron. No debería haberte hablado de ello, pero quería que lo supieras: «Jacky DeLucca es tu amiga». A falta de Zoe, puedo estar atenta a lo que te suceda. Tantos secretos horrendos, Aaron, y éste en cambio es un secreto muy hermoso que sólo sabremos nosotros. ¿Verdad que sí?
DeLucca estaba hurgando en un bolsillo de los pantalones de color salmón. En la palma de su mano aparecieron tres pastillas -oscuramente brillantes como caparazones de escarabajos- que pareció ofrecerle a Krull. Las rechazó con un movimiento de cabeza, no. Fueran lo que fuesen -¿anfetas? ¿Quaaludes?- no eran para él. No en aquel momento del día y no con aquella mujer.
– ¿No? ¿Estás seguro? Bueno… No quiero forzarte, Aaron. Nooo… todavía no.
Lo dejó libre. Había estado muy cerca de él, echándole el aliento en la cara. Como por accidente, le pasó el dorso de la mano por el vientre y la entrepierna, donde estaba teniendo una erección y donde todos sus sentidos clamaban como una campana que resuena.
– Perdóname, por favor. Vuelvo enseguida.
DeLucca salió a usar el baño que quedaba junto a la puerta del dormitorio. De nuevo se movió como si hubiera estado en aquella casa en alguna ocasión anterior y fuese ahora una invitada. Krull enrojeció de indignación. No era un niño para dejarse manipular. Estaba rabioso, DeLucca utilizaba el baño sin molestarse en cerrar del todo la puerta -la oía dentro, en el váter-, apretó las manos contra los oídos, salió a toda prisa de la habitación, con la idea de abandonar corriendo la casa y desaparecer en el granero o mejor todavía en el bosque en la parte de atrás de la propiedad donde frecuentemente se había escondido de pequeño sin ningún motivo especial, sólo por el gusto de hacerlo. Se detuvo, sin embargo, en el piso de abajo. Al oír el sonido de grifos y cañerías de la casa, los pasos de la mujer sobre su cabeza, unos pasos femeninos que no eran los de su madre. Casi con tranquilidad pensó Me está esperando. Está desnuda ahí arriba.
El corazón le latía con fuerza. El pene se le había endurecido de tal manera que se sentía atravesado por él como una criatura que ha sido acuchillada y destripada con una hoja afilada. Subió, vacilante, las escaleras que acababa de bajar lleno de pánico y allí estaba Jacky DeLucca saliendo del baño y sonriéndole.
– ¡Ah! Aar-on estás ahí.
Su voz era provocativa y cantarina, y su actitud pretendidamente infantil y tímida. No estaba desnuda del todo, sólo en parte: se había quitado el pulóver negro con cuello de pico, y también debía de haberse quitado el sujetador, porque sus pechos estaban al aire, enormes y péndulos, con pezones prominentes, como bayas u ojos. Aaron no podía mirarlos pero tampoco lograba apartar la vista. Despacio, DeLucca se sujetó los pechos con las manos ahuecadas, alzándolos. Krull se preguntó si estarían llenos de leche, dulce leche tibia, hasta reventar. DeLucca le sonrió, contenta por la manera en que la miraba y con voz susurrante dijo:
– No está en el garaje. No está en ningún sitio. Traté de llamarle. Primero lo busqué. Si quiere saberlo, se lo puedes contar.
Krull no entendió lo que le decía. No se había acercado él a la mujer, ella se había acercado a él; vio que estaba descalza. Se había quitado los zapatos sin puntera. Todavía llevaba los pantalones de color salmón, que tanto se le ajustaban a las caderas y al vientre. Empujó hacia abajo la cabeza de Krull, porque era más alto que ella. Le besó en la boca, toda la húmeda boca carmesí envolviendo la suya. Luego su lengua le entró en la boca, repentina y con velocidad de flecha.
Se apretaba contra él, sus pechos desnudos, derramados, contra Krull. Se rió de él y lo condujo de vuelta al dormitorio. Lo llevó como se lleva a un borracho o a un ciego. La colcha dorada de brocado que había sido una de las compras de Zoe estaba ya arrugada y manchada como si sobre ella se hubieran realizado cópulas extenuantes en numerosas ocasiones. La última cosa que Krull vio con claridad fue la cruz de oro resplandeciente entre los pechos péndulos que se balanceaban sobre él.
Zoe me bendecirá, dondequiera que se encuentre.
En su lugar, ¡soy yo quien te quiere!
11 de febrero de 1984
Al despertarse no había sabido en qué día estaban.
Abajo encontró sobre la mesa de la cocina el Journal de Sparta dejado para él, abierto y torcido -había oído a Delray salir de la casa dando un portazo pocos minutos antes-, además de oírle hablar por teléfono, alzando la voz, y ahora veía ya lo que había disgustado a su padre, porque en la primera página del periódico aparecía un titular muy destacado:
departamento de policía de sparta:
sin nuevas «pistas» en el homicidio de Kruller
… y allí estaba el pie Zoe Kruller, víctima del asesinato no resuelto de 1983, debajo de la fotografía que el Journal había impreso tantas veces que Krull no soportaba verla de nuevo… pero se quedó mirándola fijamente, inclinado sobre la mesa.
Era terrible pensarlo: había pasado un año entero. Zoe llevaba muerta todo un año. Y la rubia sonriente de la foto seguía sonriendo como para desafiar a su destino, aunque sin duda su destino era una burla de aquella sonrisa.
Hermosos ojos con tupidas pestañas, abiertos en una expresión de ingenua entrega a lo que fuese que se le estaba prometiendo a través del ojo de la cámara…
¡Sí! Aquí estoy. Quiéranme.
Más abajo había otras fotos, en apariencia gemelas, como si se tratara de hermanos, de Delray Kruller y Edward Diehl. El periódico también había publicado muchas veces aquellas fotos, al igual que otros medios de comunicación, porque la policía de Sparta los había interrogado por ser personas de interés en el caso.
No exactamente como sospechosos, porque no se había llegado a detener a ninguno de los dos.
Delray debía de haberle dejado el periódico dominado por la indignación. Con la misma facilidad, Delray podría haber hecho trizas el condenado periódico antes de tirarlo, pero quizá había pensado que su hijo debía verlo. El hijo de la víctima del asesinato y el hijo de una persona de interés.
Krull, con el ceño fruncido, echó un vistazo al artículo que ocupaba tres largas columnas de la primera página y que continuaba en la octava. El meollo del artículo parecía ser que en el «primer aniversario» del «asesinato todavía sin resolver» los investigadores de la policía de Sparta, pese a que ahora trabajaban en colaboración con investigadores del estado, carecían, al parecer, «de nuevas pruebas, de nueva información, de nuevas pistas, de nuevas "personas de interés" o "sospechosos" en el caso».
Krull rompió el periódico, repentinamente rabioso.
Con el deseo de poder hacer lo mismo con el autor de aquello, con quien lo había impreso. Con quien utilizaba el rostro de su madre para vender periódicos. El rostro sonriente de una muerta.
– Hijos de puta.
Aquella noche su tía Viola telefoneó.
– Sólo para saludar y ver qué tal estáis.
Viola hablaba con tono dubitativo. Krull murmuró una vaga respuesta.
– ¿Está mi hermano en casa?
No. Delray no estaba en casa.
– ¿Sabes cuándo volverá?
No. Krull no sabía cuándo iba a volver su padre.
– Imagino que has visto…
Sí. Había visto.
– … ¡malditos sean, por qué no nos dejan en paz! ¿Por qué no dejan a tu padre en paz? ¡Ya ha aguantado bastante!
Viola respiraba con dificultad. Era posible que estuviera sollozando. Un tipo de sollozo con la respiración acelerada que no se diferenciaba de la indignación.
– ¡Esas fotografías en el periódico! ¡Siempre las mismas fotografías! ¡Pobre Zoe y pobre Delray! Nunca piensas en lo que esas cosas tienen que ser para otros hasta que te suceden a ti… ¡Jesús bendito!
La familia de Delray era muy numerosa, con parientes diseminados por tres condados en los Adirondack meridionales y a lo largo de los ríos Black y Mohawk, y Krull se imaginó que todos se habían estado telefoneando durante el día, molestos e indignados y resentidos por aquel artículo inesperado. Y quizá la televisión local había emitido una noticia similar. Krull no lo sabía y no tenía intención de averiguarlo. Primer aniversario del asesinato, todavía sin resolver, de Zoe Kruller, residente de Sparta de treinta y cuatro años.
Viola estuvo hablando mucho tiempo, con amargura. Dijo que cómo era posible que los condenados periodistas no escribieran un reportaje de «interés humano» sobre un inocente que había sido acosado por la policía y por los reporteros, hasta el punto de que, como resultado, su negocio de reparación de coches estaba al borde de la quiebra. Por qué no publicaban una historia sobre la familia de la víctima del asesinato cuyas heridas nunca iban a cicatrizar, dado que artículos como aquél se ocupaban de mantenerlas abiertas.
Viola le preguntó a Krull qué estaba haciendo. Krull murmuró algo que sonaba como Nada.
De hecho Krull había estado fregando el suelo de la cocina. Harto, finalmente, de notar bajo los pies el linóleo pegajoso. Había utilizado detergente, agua caliente y un cepillo con mango de madera para entrar en las estrechas aberturas entre mostradores, frigorífico y cocina, donde se habían acumulado meses de porquería.
– Y esta noche, ¿qué es lo que tienes para cenar, Aaron?
Trataba de sonar alegre, comunicativa. Como si realmente se preocupara por él, el hijo de su hermano.
Krull murmuró que estaba bien. Tenía algunas cosas que Delray había dejado en casa para él.
– ¿Sí? ¿Como cuáles?
Krull murmuró de manera inaudible. Ojalá la pelma de su tía colgara el teléfono, aquella conversación le estaba poniendo nervioso.
– Delray tiene que estar un poco más pendiente de ti, Aaron. Se está desmoronando, pero tú no tienes por qué pagar los platos rotos. Eso lo sabe, he hablado con él, pero ¿dónde demonios está? En el garaje siempre me cuentan que «ha salido unos minutos».
Krull dijo que, bueno, eso no lo podía evitar. Su padre hacía lo que quería, imaginaba.
– Sí. Claro. Tu padre lo ha hecho siempre. Ese es el problema.
A Krull no se le ocurrió nada que responder. Desde el otro extremo de la línea le llegó un repentino aumento de sonido, como una radio. O una voz masculina y alguien que respondía. Risas.
– Aaron, cariño… tengo que colgar. No me gusta nada dejarte. Me parece que… bueno, no me gusta en absoluto. Hoy, entre todos los días. «Primer aniversario.» Delray tendría que estar contigo, maldita sea. Ya sé que no eres un niño pequeño, pero tendría que ocuparse más de ti -Viola hizo una pausa. Krull estaba esperando a que colgara. Se sentía molesto y resentido. ¿Para qué le llamaba, si ya se disponía a colgar? ¿Si no le iba a preguntar si tenía hambre, si estaba solo y tal vez quisiera cenar con ella? Le llegó por el teléfono un estrépito de bolos, ¿era eso lo que quería decir aquel ruido? Podía tratarse del Ten Pin en la autopista, junto al B &B Barbeque… Como si se le acabara de ocurrir, Viola dijo-: ¿Aaron? Si estás solo ahí y tienes hambre, podría pasar a recogerte. Estoy con unos amigos después del trabajo, no sería ningún problema. Podríamos tomar pizza, o un asado, ¿qué te parece?
Krull colgó el auricular y cortó la comunicación.
Viola no volvió a llamar.
Aquí en la tierra para querernos los unos a los otros.
Un hermoso secreto que mantendremos tú y yo.
Podría ser tu madre, ¡Zoe nos bendecirá!
Después, en un frenesí de repugnancia, había cerrado con llave la habitación.
El dormitorio de sus padres, con el papel floreado de Zoe, ya desvaído.
La cama en la que habían yacido. Revuelta como el barro de una pocilga.
Y la ropa tristemente glamurosa de Zoe, colgada del armario, los vestidos que no soportaba mirar, y menos aún regalar, como había sugerido la mujer apellidada DeLucca.
Nunca le había hablado a su padre de Jacky DeLucca, que se había presentado buscándolo, pero que se había conformado, en cambio, con Krull.
No quería pensar en ella -la mujer apellidada DeLucca- pero era lo que siempre acababa haciendo. Las cosas que ella le había hecho -la boca, las manos, los muslos de una gordura nacarada, la manera en que hizo que la penetrara tan profundamente, y todavía más- hasta que sus sentidos explotaron y llegaron a un delirante rojo vivo, llegaron a la ceguera.
Podría ser tu madre, Aar-on. Tenemos la edad adecuada.
Aterrado ante la posibilidad de que pudiera aparecer de nuevo por la casa, o por el taller… buscando a Delray Kruller. Pero, en ese caso, lo vería a él.
DeLucca estaba colocada. Algún tipo de anfetas. Su piel ardía. Sus besos eran mordiscos frenéticos. Había puesto los ojos en blanco. El pelo teñido de color remolacha producía un sudor con olor a química. Jadeaba y se agarraba y gemía como una criatura marina víctima de convulsiones Oh oh ohhhh Dios me ayude te quiero te quiero.
Lo que brotó de Krull, de su pene, una especie de mucosidad caliente. Krull supuso que era su alma.
Semanas después, las manos, el pelo le olían aún a los cabellos de Jacky, teñidos de color remolacha.
Y la espalda acribillada de arañazos. Algunos se le habían infectado y le escocían mucho. Aún tenía la boca desollada, mordida.
Había noches en las que no podía dormir y en las que se masturbaba con violencia, pese a lo irritado de su pene. Y cuando dormía, al soñar con aquella mujer, se despertaba con una explosión en el sexo que le hacía lanzar un grito ahogado, sacudido por un placer intenso y una vergüenza igualmente intensa.
Ohhh ¡Aar-on! Te quiero.
El colchón debajo de las sábanas revueltas de la cama de Krull estaba manchado con las fugas de su esperma. Aquel olor inconfundible. Desesperado, abría de par en par las ventanas de su habitación para que entraran el viento y la lluvia. Pero el olor prevalecía. Los olores.
– Repugnante.
No estaba seguro de si se refería a DeLucca o a él mismo.
Sus antiguos pensamientos morbosos sobre Zoe se veían desplazados por Jacky DeLucca. ¡Qué mal le parecía, maldita sea! Cuando se esforzaba por dormir en su cama pensaba en cambio en lo que habían hecho juntos -lo que aquella mujer le había hecho hacer-, su pene perpetuamente excitado y cada vez más sensible y entonces sentía el deseo sexual como una serpiente gorda y perezosa enroscada en su interior, en la boca del estómago, donde por propia iniciativa y sin que él lo deseara se desenroscaba, violenta como una trampa preparada para los conejos, una trampa donde más te valía tener cuidado para no caer tú mismo.
Ohhh ¡Aar-on! Eres fantástico, te adoro.
El negocio iba mal en el taller de reparaciones, sólo trabajaban uno o dos mecánicos la mayor parte de los días. Krull se ocupaba de los surtidores de combustible, la menos importante de las tarcas. Siempre que un coche pequeño torcía desde Quarry Road en dirección a la gasolinera, Krull se preguntaba si podría ser el Ford Escort de color verde chabacano conducido por Jacky DeLucca. Se imaginaba cómo bajaría el cristal de la ventanilla y lo miraría fingiendo sorpresa, cómo sonreiría pasándose la lengua por los labios carnosos y muy pintados Ohhh ¡Aar-on! Cómo te he echado de menos mientras Krull seguía con cara de palo, sin sonreír.
Fingiendo no reconocerla. Seguro que aquello la asustaba.
Pero Jacky DeLucca, que Krull supiera, nunca regresó a Quarry Road. Como si hubiera renunciado a buscar a Delray Kruller o lo hubiese encontrado de alguna otra manera y Krull fuese a ser el último en enterarse.
Quizás era un alivio que Zoe ya no viviera con ellos. Zoe -al ver salpicaduras de mucosidad endurecida por todas partes y el colchón vergonzosamente manchado- habría cambiado la ropa de la cama de Krull para lavar las sábanas. Zoe habría hecho algún chiste para avergonzarlo ¡En otros tiempos te orinabas en la cama, chico! Eso ya era bastante malo.
Los niños pequeños crecen, habría añadido.
Zoe no le había querido. Ése era el secreto entre ellos.
– Me alegro de que se haya ido. ¡Zorra!
Ya no se tenían que preocupar, ninguno de los dos, por el temor a perderla.
Marzo de 1985
Delray estaba diciendo que había cometido algunos errores en su vida.
Y le pedía a Dios que aquellas equivocaciones no se prolongaran en la siguiente generación, tal como la Biblia nos advierte.
Hacía declaraciones como aquélla aunque no estaba borracho. Su pesada mano caía sobre el hombro de su hijo y Krull se estremecía, pero no se apartaba. Y pensaba: Papá no está borracho. No está borracho en el sentido ordinario de la palabra.
Con aquel estado de ánimo tan sombrío y penitente, Delray podía hablar de su padre y del padre de su padre y de su conexión con la sangre india. La conexión con la nación seneca que, de algún modo, se había ido al traste en el caso de Delray.
– Lo que quieren de ti… es algo así como chuparte la sangre. Ni siquiera son capaces de decir lo que quieren. De lo que se trata es del «blanco» que hay en ti… como el tuétano de los huesos. Les gustaría sorbérselo. Cuando me casé con Zoe, aquello puso el punto final por lo que se refiere a mis parientes de la reserva. Jodió las cosas de una vez por todas. Tenía un primo al que estaba muy unido y que no volvió a dirigirme la palabra. Ahora ya está muerto y eso no se puede remediar.
El hijo escuchaba a su padre con la preocupación de lo que le iba a ser revelado.
El hijo quería al padre, aunque el padre fuese un hombre capaz de hacer daño de repente.
– … de manera que lo que estoy diciendo es que no creas que puedes volver allí. Porque no es posible. Juegas a lacrosse con unos tipos, pero no confundas eso con otras cosas.
No se te ocurra pensar que vas a ser algo así como un «hermano de sangre» ni ninguna estupidez parecida con ellos, porque no es cierto.
El padre de Delray era mestizo y su abuelo indio seneca de pura sangre y el hijo de Delray nunca los había tratado, no había estado nunca con ellos y ni siquiera los había visto de lejos.
Zoe le había dicho:
– Si tu padre quiere que sepas esas cosas, te las contará. Hay muchas cosas que no me ha contado y ¿sabes lo que te digo?
– ¿Qué? -había preguntado él.
– Tiene su razón de ser, eso es lo que te digo. Lo que se nos cuenta y lo que no. Así que no preguntes.
A la mañana siguiente llegaron noticias sobre la mujer apellidada DeLucca.
Una agresión salvaje informaba el Journal.
Jacqueline DeLucca, de treinta y nueve años, residente de East Sparta, que trabajaba como camarera en Chet's Keyboard Lounge, fue abandonada inconsciente y con heridas sangrantes en un aparcamiento detrás de Big Boy Discount Appliances. El lunes a primera hora de la mañana la encontró un guarda jurado.
Agresor o agresores desconocidos. En situación estable, en el Hospital General de Sparta. La policía investiga lo sucedido.
El artículo era breve y aparecía en una página interior del diario. No lo acompañaba ninguna fotografía. Krull no se habría enterado de no ser porque en el taller había un ejemplar del Journal, páginas sueltas de las que un cliente se había desprendido mientras esperaba.
Sin darse mucha cuenta, los labios de Krull se movieron:
– «Jacqueline DeLucca.»No quería pensar -carecía de motivos para hacerlo- que Delray pudiera tener algo que ver con aquella agresión. No existía ninguna razón para pensar que Delray tuviera algo que ver con DeLucca. Krull tampoco había tenido nada que ver con DeLucca desde hacía casi dos años, cuando se presentó en la casa de Quarry Road con la ropa de Zoe.
Podría ser tu madre. Zoe nos bendecirá.
Krull no la había vuelto a ver desde aquel día. Excepto en sus más escabrosos sueños sexuales. Pero no en carne y hueso. A la mujer de verdad, que había sido, como señalaba el artículo del Journal, amiga íntima de Zoe Kruller, la víctima del homicidio de 1983, ni siquiera la había visto de lejos y había hecho todo lo que estaba en su mano para olvidarla.
Aquella noche estuvo con sus amigos en la estación de ferrocarril. Las noches que no tenía que trabajar hasta tarde, o ayudar con la grúa (un servicio que el taller de reparaciones Kruller proporcionaba las veinticuatro horas del día), había empezado a reunirse con aquellos amigos nuevos que eran mayores que él y admirables a sus ojos. Porque Krull era menor de edad y ellos no. Qué transición tan rápida era aquélla: un buen día dejabas el instituto, y pocos años después ya tenías veintitantos e incluso más. Aquellos tipos probarían cualquier cosa, como Delray. Y también algunas chicas. Krull sentía debilidad por la cerveza, pero también había llegado a gustarle el sentimiento de maravillosa despreocupación que le proporcionaba fumar hierba. Era como la novocaína. La borrachera se convertía en anestesia y se llegaba a experimentar algo así como una visión de túnel ondulante, rostros que giraban despacio y se derretían y de los que uno se reía.
Zoe había sido una yonqui, consumidora de heroína. Eso era lo que se decía de la muerta después de que la asesinaran.
Lo que a Krull le gustaba de fumar hierba era la manera que tenían las caras de perder sustancia cuanto más las mirabas. Cualquier cosa que uno pueda ver en ese estado, al abrir una puerta, al ver lo que yace, enredado en sábanas ensangrentadas en aquella cama, ¿cómo iba a ser posible tomárselo en serio?
Sosiégate le había aconsejado a Krull su amigo Duncan Metz. Cualquier puñetera cosa que haya sucedido está acabada, nunca vas a poder volver atrás para cambiarla. Metz era por lo menos diez años mayor que Krull, pero le había cogido cariño, se decía que había habido un asesinato, quizá más de uno, en la familia de Metz, también era evidente que Metz era mestizo, que tenía una piel morena aceitunada más oscura que la de Krull y los mismos ojos oscuros hundidos en las órbitas y, de manera natural, tales personas se sentían atraídas entre sí como primos o hermanos.
A otra clase de hierba que Metz le daba a Krull para que fumase la llamaba jamaicana: era más cara y más difícil de conseguir, y producía un «colocón» como una coz brutal, hacía que te latiera el corazón como si hubiese enloquecido, lo que era un motivo para que no todo el mundo quisiera fumarla, las chicas, de manera especial, la veían con recelo, sobre todo en una relación de intimidad con hombres que también la fumaban, porque cuando el humo se aspiraba hasta el fondo de los pulmones te daba muchas ganas de follar, o de darle una buena paliza a alguien, y Krull había llegado a preferir la jamaicana sobre todas las demás drogas.
Diehl, B. Uno de una docena de nombres entre los alumnos del penúltimo curso de Sparta High en una lista colocada junto a la puerta del laboratorio de química en el segundo piso del edificio.
A Krull no le correspondía ir a clase de química. Tampoco a biología, ni a física, ni a matemáticas superiores ni a idiomas extranjeros. Krull no se preparaba para entrar en la universidad, sino para una formación profesional y todo lo que se pedía a aquel tipo de alumnos para graduarse en Sparta High eran cursos de inglés, estudios sociales, sanidad, educación física y educación vial, así como clases relacionadas con su formación profesional específica.
¡Educación vial! Como si Krull no hubiera conducido automóviles, incluso camiones, desde los once años.
Le fastidió lo indecible ver Diehl, B. en aquella lista y, junto al nombre, la calificación 9. Eddy Diehl no era más que un obrero de la construcción, un «trabajador manual», estaba seguro.
Por lo que Krull sabía, Eddy Diehl, el padre de Ben, ya no vivía en Sparta. El departamento de policía de la ciudad le había permitido marcharse y Krull no había oído que hubiese vuelto.
Los había visto en la camioneta. En el vertedero. Antes de que Zoe se marchara de casa. Antes de que la asesinaran. Cuando era Eddy Diehl con quien Zoe se entendía y Delray no lo había sabido.
La mucha frecuencia con que aquel año veía a Ben Diehl en el instituto era algo que parecía estar sucediendo para molestar a Krull. Debió de ser que sus horarios los acercaron. Una proximidad que Krull sentía como una provocación. En la cafetería, en las escaleras, por los pasillos, Krull avanzaba alto y desgarbado pero veloz como una cobra viendo al chico más bajo, un pelirrojo de cabellos cobrizos y gesto dolorido, que se alejaba de Krull con las piernas rígidas, dando la sensación de no haberlo visto, como si le hubieran metido un palo de escoba por el culo. Porque sin duda alguna Ben advertía la presencia de Krull como la presa de la cobra es consciente de la cobra pero está demasiado aterrorizada para reconocerlo.
Había una chica, además. Ben Diehl tenía una hermana. Menor.
Lo que sucedió aquella primera vez fue puramente por casualidad.
Krull no había acechado a Ben Diehl. Krull pensaba en otras cosas. Pero vio que Ben Diehl entraba en el vestuario de los chicos unos cuantos pasos por delante de él. Estaba solo, algo que parecía sucederle a menudo cuando Krull advertía su presencia. Se movía más bien a sacudidas, como si las diferentes partes de su cuerpo quisieran ir en distintas direcciones pero se mantuvieran juntas gracias a un esqueleto frágil y muy poco elástico. Se trataba de un muchacho que no era naturalmente un atleta, se veía enseguida. Gesto sombrío, muy pálido, los ojos bajos. Arrugas en la frente. Su boca se movía en silencio como si estuviera discutiendo con una voz interior dentro de su cabeza. Quizá medía un metro sesenta y cinco. Quizá pesaba cincuenta y cuatro kilos. Llevaba la ropa -camisa, vaqueros, zapatillas de deporte- popular entre la mayoría de sus condiscípulos, pero en el caso de Ben Diehl aquellas prendas no resultaban convincentes. ¡Diehl! Un bicho raro. Krull se fijó en ello porque era sorprendente lo poco que Ben se parecía a Eddy, su padre, un hombre apuesto, o que había sido apuesto. Ben Diehl por otra parte parecía arrastrar algo de la vergüenza y notoriedad de su padre, lo que significaba que era una persona afligida por la culpa y sin duda entendería la razón de que hubiera que castigarlo.
No era la hora de la clase de gimnasia de Krull. Krull estaba en segundo curso, no en tercero como Ben, porque había perdido un año. Sin embargo, como por instinto, siguió al chico Diehl al interior del vestuario adelantando a otros alum-nos como si no los viera hasta que divisó a Diehl que, en aquel momento, colocaba su mochila sobre un banco en el rincón del vestuario más alejado de la puerta. Quienes observaron cómo Krull se acercaba rápidamente a Diehl con la clara intención de agredirlo, se callaron de inmediato y retrocedieron, y aquellos cuyos armarios estaban cerca del de Diehl se marcharon a toda prisa de manera que, cuando Krull llegó junto a Diehl, con más de diez centímetros de diferencia en altura y unos diez kilos más de peso, no quedaban testigos para ver cómo el chico más pequeño, y en apariencia más joven, alzaba la vista sorprendido hacia Krull, aunque con una sorpresa que tenía algo de culpable, como si hubiera estado esperando que sucediera aquello; ni para ver cómo Diehl sólo tuvo tiempo de tartamudear «Qué… qué es lo…» antes de que Krull lo agarrase por los hombros, muy estrechos, y prácticamente con el mismo movimiento lo estampara contra los armarios con tanta fuerza que toda la hilera hizo ruido y tembló. El ataque fue silencioso y certero y dio la sensación de no haber requerido ningún gran esfuerzo por parte del chico de mayor tamaño.
Diehl no había tenido tiempo de protegerse (o no tuvo la fuerza para hacerlo) cuando cayó sobre el frío suelo de baldosas, encogiéndose debajo del banco largo y estrecho que Krull procedió a apartar de una patada para llegar hasta él, acercándosele con la cara encendida y temblando de indignación.
– Levántate. Maldita sea, capullo, levántate.
Ningún testigo informaría de haber oído suplicar a Ben Diehl «¡No me pegues! ¡Qué te he hecho yo! Déjame en paz, yo no te he hecho nada…» con una expresión tal de miedo en la cara, una súplica tan abyecta, que Krull le dio un puñetazo, otro más y una patada, y se dio la vuelta, lleno de desprecio.
Krull abandonó el vestuario sin dar la sensación de apresurarse. Tampoco hizo otra cosa que echar una ojeada a los compañeros de Ben Diehl que lo observaban, siete u ocho chicos que mantenían las distancias en un silencio tan respetuoso que Krull no vio la necesidad de amenazarlos. Aquellos chicos entendían.
Ahora ya sabes lo que te puedo hacer. En cualquier momento.
Es lo que te mereces, tu pudre mató a mi madre.
Durante algún tiempo después hizo caso omiso del chico Diehl. Le habría gustado matarlo sin más arma que las manos. Porque Krull pisaba fuerte. Sentía, sin embargo, que el tiempo de la proximidad entre los dos no iba a tardar en acabarse, dado que los días de Aaron Kruller en el sistema escolar público de Sparta tocaban a su fin: cumpliría pronto dieciséis años y era tal su deseo de dejar el instituto que saboreaba aquel placer de antemano.
Vas a seguir, maldita sea, sabes que tu madre quería que siguieras.
Y la protesta de Aaron Tú no terminaste la secundaria, papá… ¿por qué tendría que hacerlo yo?
Porque más te vale no acabar como yo. La época para gente como yo ha pasado ya.
Aquellas palabras en boca de Delray helaron el corazón de su hijo. No era posible que Delray Kruller lo creyera y, menos aún, que lo dijera en voz alta.
Tras la muerte de Zoe, las cosas más extrañas habían aparecido en la vida de los dos como un gas tóxico.
Delray que decía A tu madre nunca le gustó que trabajaras conmigo, tan joven. Decía: Aaron puede probar otras cosas. No ser un esclavo de la reparación de motores.
Que la jodan.
Delray lo miró como si no hubiera oído.
Que la jodan. A mamá. Me importa un rábano lo que quisiera para mí, nos dejó, ¿no fue eso lo que hizo?
Con la velocidad de una serpiente llegó el golpe de Delray con el dorso de la mano, que alcanzó a su hijo de gesto malhumorado en la sien y estuvo a punto de tirarlo al suelo.
No se te ocurra hablar así de tu madre, mequetrefe. Sé respetuoso o te rompo la crisma.
Si había habido dudas antes, ya no quedaba ninguna. Incluso después de que la lealtad del hijo a su padre fuese innegable.
Tuvo que parecer que surgía de la nada. Como por accidente. El muchacho de aspecto indio, alto y grande, conocido como Krull -el chico cuya madre había sido asesinada- surgió en el lateral de un camino de tierra que descendía hasta el río en el momento en que Ben Diehl ascendía por aquel mismo camino hacia el puente para peatones por el que se cruzaba el río.
Se pudo ver el miedo en la cara de Ben Diehl: ¿debería correr? O… ¿era mejor no hacerlo?
Desde el ataque en el vestuario, que no había sido premeditado y en apariencia se había producido sobre la marcha, podía ser que Ben Diehl esperase que no sucediera nada más, porque había aceptado la cólera de Krull con aire culpable y no lo había denunciado a su profesor de gimnasia ni a las autoridades escolares ni tampoco a Lucille, su madre, a quien había explicado con convincente autoironía cómo había tropezado con un banco del vestuario y había caído golpeándose contra un armario.
Ningún otro alumno confirmó aquello. Ningún otro chico parecía haber intervenido.
Habían pasado ya varias semanas, y el tiempo era húmedo y ventoso. Ben Diehl vestía una cazadora de pana marrón con una capucha que le cubría la cabeza y Krull una chaqueta que parecía hecha de plástico plateado y sin capucha. Ben Diehl llevaba además una mochila con aspecto de estar llena de libros y cuando caminaba tendía a mirar al suelo. Una especie de fuerza de gravedad le hacía bajar los ojos. La mirada de Krull era una mirada de depredador, elevada, alerta. No tenía un plan consciente de seguir -de «acechar»- a Ben Diehl aquel día, excepto que, de algún modo, había sucedido así.
No me gusta, pero imagino que las cosas suceden así.
¿Era la voz de Zoe? ¿Zoe cantando una de sus canciones de estilo country?
Krull casi la oía. Era una canción famosa -quizá cantada por Johnny Cash- pero Krull la oía con la voz de Zoe, susurrándosela al oído.
No había planeado ningún segundo ataque. Excepto que esta vez no habría testigos.
Krull pensó ¡Mejor ocasión imposible! Compensa por la otra.
Se refería a su repentina felicidad. Como un relámpago. A unos siete metros por detrás de su asustado condiscípulo, Krull echó a correr, las piernas llenas de fuerza, músculos poderosos, un júbilo vigoroso en las extremidades; fugazmente vio el aviso PUENTE PARA PEATONES CERRADO POR REPARACIONES. NO UTILIZAR pero Ben Diehl no podía darse la vuelta, Krull lo empujaba hacia adelante y, ya dentro del puente y en el espacio de unos segundos, lo alcanzó y lo agarró del brazo y lo sacudió como se sacude a un muñeco de trapo:
– ¿Corres huyendo de mí? Vuélveme la espalda y te hago pedazos.
Ben trató de empujar a Krull para escapar. Había una fuerza frenética en sus brazos y enseñaba los dientes en una mueca de terror y de furia que sorprendió a Krull, el chico Diehl era como una rata desesperada peleando con él. Lo zarandeó todavía con más fuerza, lo estampó contra la barandilla del puente hasta oír cómo al otro se le cortaba la respiración. También él jadeaba de manera apreciable. Debajo el Black River corría oscuro y crecido a causa de las lluvias recientes. Krull pensó Lo puedo matar aquí, nadie se enteraría. Tardarían semanas en encontrar el cuerpo.
Lo que le dijo a Ben Diehl fue:
– Tu padre, ¿dónde está?
Ben Diehl tartamudeó que no lo sabía.
– ¡Sí que lo sabes! Asesinó a mi madre.
Ben Diehl tartamudeó no.
– ¡Sí que lo hizo! ¡Y no le ha pasado nada! ¡Ahora está viviendo en otro sitio y nunca lo han castigado!
Forcejearon torpemente, porque Ben Diehl trataba de librarse de Krull, que lo sujetaba por el hombro y el cuello. Krull lo tenía apresado con algo parecido a una llave de lucha libre. Existía un deseo de hacer daño, pero, al mismo tiempo, una extraña intimidad. Krull dijo, como si suplicara:
– ¡Por qué lo hizo! ¡Por qué la mató!
Y Ben protestó:
– No lo hizo. No fue él.
Entonces, de algún modo, Ben Diehl se sacó de un bolsillo de la cazadora un arma, una navaja de resorte, consiguió abrir la hoja de diez centímetros e intentó apuñalar frenéticamente a Krull antes de que éste entendiera lo que estaba sucediendo, pero la hoja rebotó contra la manga de la chaqueta de Krull y, de manera temeraria, Krull la sujetó, apretó los dedos contra la hoja, cortándoselos, aunque apenas consciente del corte, el dolor fue muy agudo pero pasajero, en la tensión del forcejeo fue algo tan pasajero que Krull no llegó a tomar conciencia. Ben Diehl sollozaba al tiempo que trataba de liberar la navaja para poder apuñalar con ella a Krull, y un frenesí se apoderó de él. Krull lo maldijo luchando por la navaja, las dos manos de Krull sangraban ya, pero consiguió golpear a Ben Diehl con un puño, un golpe fuerte con los nudillos, tuvo la sensación de que rompía un hueso debajo de la órbita del ojo derecho de su adversario. Diehl soltó la navaja que se le escapó de la mano, mientras caía de rodillas, atontado por el puñetazo de Krull, al que siguió una lluvia de golpes dirigidos a su cara, cabeza y hombros. La cara de Diehl había adquirido una palidez enfermiza manchada de sangre, mientras que a Krull le ardía la suya, completamente roja.
– ¡Te podría matar, condenado! Tirarte por encima de la barandilla, te ahogarías. Sin nadie que lo viera.
La navaja brillante de sangre, Krull tenía que suponer que era la de Diehl, había salido despedida de una patada a un par de metros de distancia, Krull se apoderó de ella y la arrojó al río por encima de la barandilla. Para no tener la tentación de usarla. En su estado de ánimo asesino entendió que era una decisión prudente. Tirar a Ben Diehl al río ya era otra cosa, no habría heridas de arma blanca. No habría nada que permitiera incriminar a otra persona. Estaba dando patadas a Ben Diehl que se había acurrucado sobre el puente de tablas como un gusano se puede enroscar para protegerse. Krull golpeaba las piernas, los muslos, las nalgas de Ben Diehl, pero no las costillas, podía rompérselas si lo hacía, y también con cuidado para no darle patadas en la cara, el pobre chico ya la tenía ensangrentada.
– Podría matarte, ¿ves? -jadeante y medio sollozando-. ¡Díselo al hijo de puta de tu padre! Dile que Aaron Kruller podría haberte matado, pero no lo hizo. Díselo.
Dejó a Ben Diehl allí, sobre el puente. Le volvió la espalda y al llegar al camino de tierra echó a correr y no miró para atrás. Tenía la cara húmeda como si hubiera estado llorando. Le sangraban las manos y se las había estado limpiando con la ropa. El espectáculo de su propia sangre era algo desconocido para Krull, estaba empezando a sentir dolor, un dolor punzante muy violento en las manos y pensó Esto es una buena cosa. Algo ha quedado decidido. Y aquella noche, borracho y colocado en la estación de ferrocarril se enganchó con una chica llamada Mira, allí estaba Mira colocada y sin dejar de reír, a caballo sobre la entrepierna de Krull y Mira lo besaba en la boca y gemía y Krull se limpió las manos en donde las torpes vendas se habían soltado, sus manos grasientas y ensangrentadas en el pelo enredado de la chica.
Y la chica. La hermana de Diehl, más pequeña que él.
Krull tenía que pensar que era una coincidencia. Al principio.
Básicamente era demasiado joven para que el radar sexual de Krull la detectase. Una chica rubia delgada de ojos tristes que de forma sistemática se encogía cuando Krull por casualidad la miraba en el 7-Eleven próximo al instituto, por ejemplo.
Y la chica se daba la vuelta demasiado deprisa, retrocediendo hasta el fondo del establecimiento. Krull se la quedaba mirando al tiempo que pensaba ¡Santo cielo! ¿No me estará siguiendo? Desconcertado, consternado. Krull tenía quince años, la chica parecía mucho más joven.
Acordándose luego de que la había visto en algún otro sitio. Y volvería a verla, como por casualidad, en los días que siguieron: en la calle, cuando él pasaba en bicicleta; en el callejón por detrás de Post Street, que era un atajo para Krull cuando iba en bicicleta; detrás del instituto, donde los alumnos dejaban sus bicis y Krull la suya, una vieja Schwinn reducida a la mínima expresión, con un sillín de goma dura, el manillar muy bajo y el cuadro salpicado de orín semejante a acné. Con algún retraso Krull se preguntaría por qué una chica que no era alumna de Sparta High estaba en un sitio así, mirándolo a él. A cierta distancia.
Dándose cuenta entonces Tiene que ser ella. La hija de Diehl. ¡Qué demonios quiere de mí!
Krull sintió una punzada de alarma, de miedo. Un principio de pánico.
Lo que no había hecho al hermano. Lo que se había forzado a no hacerle. Y ahora la hermana… siguiéndolo.
Existía un peligro. Krull se dio cuenta. Mejor hacer caso omiso de la chica. No mirarla nunca directamente cuando ella lo observaba con aquellos ojos nostálgicos, inescrutables, mientras él se daba la vuelta y empezaba a pedalear en su vieja Schwinn reducida a la mínima expresión sin mirar una sola vez atrás.
Desde su enfrentamiento en el puente para peatones, Krull no se había vuelto a acercar a Ben Diehl.
Como si existiera un entendimiento entre ellos. Algo así como una tregua. Porque a Krull le bastaba con saber, y que Ben Diehl lo supiera también, que le había perdonado la vida. Podría haberlo arrojado desde el puente para que se ahogara en el río, podría haberlo apuñalado con su propia navaja hasta matarlo. (¡Echar mano de una navaja contra Krull, nada menos! Había que reconocérselo a Ben Diehl, tenía agallas.) Su contención había sido un acto de clemencia al que no estaba obligado en absoluto. Con aquello bastaba, Krull se había cortado los dedos y las palmas de las manos con la navaja de Ben Diehl y los cortes tardaban una increíble cantidad de tiempo en curar.
Todas las cosas que le pasan a cualquiera son cosas que le suseden a la sosiedad. Pero no al mismo tiempo. Si hay una persona muerta, eso no significa que puedas hablar con ella aunque a veces ella te hable. Excepto en un sueño, de ordinario la persona muerta no habla. La persona muerta te puede mirar de cierta manera para decir Aquí estoy. Querrás creer que hay un dios para poder creer que hay justicia. Pero eso no significa que ninguna de las dos cosas exista.
La señora Haré, su profesora de recuperación de inglés, lo animaba. Devolvía las redacciones de Aaron Kruller, minuciosamente escritas a mano, con observaciones en tinta morada que se asemejaban a un trabajo de encaje. Fuera cual fuese el tema, Aaron no parecía capaz de escribir más de dos o tres párrafos lacónicos, que se asemejaban a un arroyuelo de palabras murmuradas, a lo que con frecuencia se añadía la naturaleza más bien de adivinanza de aquellas palabras, cuyo significado la señora Haré no encontraba evidente de manera inmediata. Incluso en la clase de recuperación la mitad de los alumnos entregaban sus tareas mecanografiadas con diferentes grados de limpieza y claridad, pero Aaron escribía con una letra grande e infantil, como alguien que empuñase la pluma con dificultad; las páginas de su cuaderno estaban arrugadas por la tensión de su esfuerzo, y presentaban leves manchas de grasa.
Las calificaciones en la clase de recuperación de inglés no se expresaban en números como en otras asignaturas sino sólo con A o S: «aprobado» o «suspenso». (En recuperación de inglés la mayoría de las notas eran A.) Si Aaron no sacaba una A en alguno de sus deberes, lo más probable era que se encontrase un ambiguo signo de interrogación con una nota de la señora Haré para que fuese a verla durante la hora de estudio vigilado.
La tinta morada era la firma de Marsha Haré, a diferencia de la tinta roja, que era la que usaban otros profesores. Porque la señora Haré creía que la tinta morada «no era cruel» como la roja. El rojo era el color de las señales para detenerse, de las señales de peligro, de los sitios por donde escapar y de los fuegos: la tinta roja, en el trabajo de un alumno, sugería sangre saliendo de heridas en miniatura. Por el contrario, el color morado era «amable», un color «tranquilizador». La señora Haré había sido profesora suplente mucho tiempo: el sistema de escuelas públicas de Sparta la había contratado a toda prisa en el otoño del penúltimo año de Aaron Kruller para que sustituyera a un profesor que dimitió por razones de salud. A la señora Haré se la conocía por su voluntad de no ofender ni herir ni desanimar a sus alumnos, porque eran adolescentes aquejados, como si se tratara de acné resistente, de «problemas con la lectura», «aptitudes limitadas», «problemas de personalidad»; y de algunos de aquellos adolescentes, como Aaron Kruller, se desprendía un aire de hosco malestar rayano en la amenaza.
– ¡Aaron Kruller! Qué tal.
La señora Haré siempre saludaba alegremente al muchacho cuando lo veía por los pasillos del instituto o si entraba a hurtadillas en su clase justo cuando el timbre daba la hora. Aaron era bastantes centímetros más alto que Marsha Haré, un olor a gasolina se desprendía de su pelo negro cortado al rape, y aunque sus ojos, huidizos, quedaban casi ocultos tras los párpados, a la señora Haré, Aaron le parecía el más prometedor de los treinta y siete alumnos que se le habían confiado.
Y, dados sus antecedentes familiares, también el más peligroso.
La señora Haré, a quien faltaban dos o tres años para cumplir los cincuenta, era una mujer atractiva en la que parecían despertarse de continuo pequeños torbellinos de calor maternal que la dejaban sin aliento, ansiosa y anhelante. Sus ojos, de pestañas poco tupidas, eran de un color avellana acuoso que brillaba de emoción; su rostro tenía un algo infantil, aunque descolorido y manchado, como una acuarela. Casi en solitario entre los miembros del claustro de Sparta High, la señora Haré se esforzaba por vestir «con estilo»: llevaba blusas de diseño exclusivo con generosos lazos y trajes a medida de color arándano, fucsia, o de un intenso rojo anaranjado. Su pelo de color pardo estaba primorosamente peinado y sostenido con peinetas de carey; utilizaba un maquillaje muy pálido y su lápiz de labios era rojo anaranjado. Al dirigir la palabra a sus alumnos, su voz ascendía en cantos de entusiasmo y aliento, sus frases estaban llenas de expresiones como promesa, ¡sigue intentándolo!, ¡sí, puedes! Nunca digas jamás. Se contaba que se había sometido a una cirugía femenina de tipo siniestro: un pecho mutilado, el útero extirpado. Se decía que tenía un marido de edad avanzada en silla de ruedas, a no ser que el marido de avanzada edad fuese su padre o, más siniestro todavía, un hijo terriblemente enfermo. Los estudiantes varones bromeaban acerca de la señora «Hair-y» [peluda] a espaldas suyas, porque cuando llevaba manga corta se podían vislumbrar hirsutos mechones de vello en sus axilas; las chicas más sensibles se estremecían e intercambiaban miradas de dolor. En una ocasión, chicos crueles colocaron lo que parecía ser una compresa usada en la papelera junto a su mesa, cubriéndola sólo en parte con papeles arrugados; pero antes de que empezara la clase, Aaron Kruller, con el rostro encendido, sacó fuera la papelera, para arrojar el contenido en un incinerador. La señora Haré nunca se enteró de cuál podía ser el chiste que había producido en el aula tanto hilaridad como bochorno, de manera que la broma se quedó en nada.
A Krull, la señora Haré le recordaba incómodamente a la mujer apellidada DeLucca. Los ojos húmedos fijos en su cara, el cuerpo juvenil que se había vuelto demasiado carnoso con el paso de los años. Un indefinible aire de hambre, de anhelos femeninos.
– ¿Aaron? Si alguna vez quieres hablar de algo conmigo, basta con que me lo hagas saber. En cualquier momento. Y:
– Si hay algo que quieres compartir, Aaron.
Sin mirar.1 los ojos, llenos de ansiedad, de su interlocutora, Aaron murmuró algo que sonó como Sí, señora.
Entre los dos -la profesora de recuperación de inglés y el muchacho al borde de los dieciséis años- existía una relación curiosa y torpe. Como entre familiares: una tía, un sobrino malhumorado.
Una tarde, a petición de la profesora, Aaron acudió a regañadientes a una cita con ella. La señora Haré estaba sentada detrás de su pupitre y tenía delante una de las redacciones de Kruller, cubierta con una filigrana de tinta morada.
Krull se sentó en una silla de plástico que parecía endeble bajo su peso, mientras la señora Haré se apretaba contra el pecho las manos, largas y delicadas. Luego respiró hondo y empezó, como alguien que, temerosa de que le falte el valor, corre para tirarse desde un trampolín muy alto:
– Aaron. He debatido conmigo misma la conveniencia de contarte esto. También hubo un crimen en mi familia. En la familia de mi madre en Troy. Sucedió una cosa terrible… una chica prima mía… mi prima de más edad… secuestrada, la apuñalaron hasta quitarle la vida… arrojaron su cuerpo al canal… estuvo desaparecida durante semanas antes de que por fin la encontraran. Aquel terrible asesinato… de una hermosa joven de diecinueve años, prometida para casarse… no se «resolvió» nunca… A lo largo de los años, son décadas las que han pasado ya, aquel asesinato sigue arrojando una sombra sobre nuestras vidas. Tenía doce años por entonces, y ahora soy una mujer de mediana edad. De manera que entiendo, Aaron -la audacia y la esperanza habían hecho que a la señora Haré le temblara la voz-. Tengo la esperanza de entender.
Aquellas palabras fueron como una descarga eléctrica para la que Krull no estaba preparado. Habría necesitado armarse previamente de valor y no lo había hecho.
– … si quisieras hablar de ello, ¿sabes? O escribir sobre ello. De forma más directa, Aaron. Tengo la sensación de que siempre estás escribiendo acerca de un tema determinado (no voy a decir cuál) pero nunca te enfrentas con él. Casi te ha devorado. Has de romper amarras.
Incómodo y oprimido por una de las sillas del aula -plástico barato, patas de aluminio- Krull se mantuvo rígido, inflexible. Parecía confundido, su boca se movía en silencio. Nerviosa, la señora Haré continuó:
– ¡Bien! Lo que te quiero señalar, Aaron, es que a pesar de todo puedes elegir. Me refiero a… más allá de la clase. Más allá de este instituto. Puedes ser un ciudadano o puedes ser un «solitario». A la manera de un elefante «solitario». Elefantes peligrosos y rebeldes, furiosos. Puedes vivir al margen de la sociedad con la justificación de que te han herido y estás furioso, muy furioso, sobre eso no hay duda; sé que otros alumnos te tienen miedo, y que has participado en peleas e «incidentes». Por mi parte he de agradecerte que hayas hecho un buen trabajo en mi clase, un trabajo muy bueno, un trabajo prometedor, pero déjame decirte que mientras seas joven vas a poder vivir de esa manera, e incluso, después de cumplir los treinta, durante algún tiempo más quizá. Pero llegará un momento en que se acabe. Si te conviertes en ciudadano, el crimen que te obsesiona terminará por cicatrizarse y podrás llevar una vida de verdad, una vida útil, de persona adulta. Pero si eres un solitario y un marginado, esclavo de la herida que se te infligió, no tendrás esa vida -la señora Haré hizo una pausa. Le temblaba la voz, insegura. Como si hubiera subido hasta una altura peligrosa y estuviera ahora mirando a Aaron, que estaba abajo, desde aquella altura-. No vivirás mucho… eso es lo que temo que te suceda.
El pretexto para la entrevista de aquella tarde era un trabajo que Krull había entregado el día anterior, sobre el tema «El individuo en la sociedad». Krull sólo había conseguido escribir un único párrafo con dos frases. Veintiuna palabras ahogadas y apelotonadas con las que había trabajado penosamente en el taller de reparaciones, sentado en el escritorio de Delray. Tuvo que interrumpir la redacción al producirse una llamada inesperada: a él y a otro mecánico se los necesitaba en la interestatal, porque había habido un accidente y hacía falta acudir con la grúa. Después, al leer lo que había escrito Todas las cosas que le suceden a cualquiera son cosas que le suceden a…. sintió una ola de vergüenza, de furia. Maldita sea, sabía lo que quería decir pero no conseguía decirlo, las palabras se le atascaban dentro.
Ahora echó una ojeada al trabajo que la señora Haré le había devuelto. Vio que había cometido una falta de ortografía al escribir sociedad. También había escrito mal suceden. Sintió ganas de arrugar allí mismo el condenado papel.
– ¿Aaron? Estás escuchando, ¿verdad que sí?
Qué cerca había estado la señora Haré de decir Estás escuchando, querido, ¿verdad que sí?
Krull murmuró algo vago. Se sintió enrojecer y empezó a agitarse en la silla en preparación para marcharse.
– Pareces tan… triste, Aaron. Tu expresión es…
Krull se puso en pie, agarrado al papel. El condenado trabajo que iba a arrugar hasta convertirlo en una bola tan pronto como saliera del aula.
– Bien. En cualquier caso espero… espero que revises tu redacción. Quiero decir que espero que la desarrolles. Siempre parece que tienes muchas más cosas que decir pero que no llegas a decirlas. El mínimo que se pedía para el trabajo era quinientas palabras, Aaron. No es que sea necesario contarlas, pero…
Krull se marchaba muy abatido. Esperaba que aquello no tuviera un mal final. Como en un relámpago le vino el recuerdo del rostro destrozado de Zoe, de las órbitas magulladas y rotas. Krull murmuró ¡Sí, señora!
La profesora fue con él hasta la puerta del aula. Como cuando en un programa de televisión la señora de la casa acompaña a alguien que se despide. La sala donde estaban era el aula personal de Marsha Haré, decorada por ella misma con brillantes fotografías de animales, paisajes, vistas de ríos. La había adornado con lo que Zoe habría reconocido como bonitos toques femeninos, flores artificiales en jarrones, helechos y violetas africanas en tiestos de barro, pequeñas tallas de madera. Sentada, la señora Haré había parecido casi de la misma altura que Krull, pero una vez en pie, se veía lo baja que era a su lado; lo rápidamente que disminuía su autoridad. Seguro, de acuerdo, gracias, señora Haré Aaron volvería a escribir el trabajo Sí, señora excepto que al día siguiente en gimnasia Krull tuvo un altercado con dos chicos -chicos «blancos»- que lo habían cabreado porque lo miraban como si oliera mal y otros chicos se habían unido, algunos del lado de Krull, la mayoría en contra, y se produjo una batalla campal que duró varios clamorosos minutos, y esta vez había testigos del comportamiento de Krull, incluido el señor Casey, el profesor de gimnasia, que sangraba por la nariz, de manera que en el espacio de unas pocas horas de confusión Krull fue arrestado por agentes de la policía de Sparta, que se lo llevaron a la jefatura de policía donde se le acusó de agresión, alteración del orden público, resistencia a la autoridad. Aaron Kruller no regresaría nunca a Sparta High, ya que la expulsión fue permanente. Tampoco se graduaría con su curso. Ni volvería a ver a la señora Hare.
La chica. La hija de Eddy Diehl.
Ya sabía su nombre: Krista. Sabía exactamente quién era. Pero no por qué lo seguía. Una chica de pelo rubio muy claro, demasiado joven para merecer una segunda mirada de Krull.
Seguía observándolo, sin embargo, desde lejos. Retrocediendo cuando él advertía su presencia. Pero no demasiado deprisa.
En la cara de la chica había una expresión que tenía algo de súplica. En sus ojos tristes. ¡Hazme daño! Inténtalo.
Krull había agredido a Ben, su hermano. Quizá lo supiera. Quizá Ben se lo había contado. (Aunque Krull dudaba de que Ben le hubiera contado a nadie la humillación de la que había sido víctima.) Pero Krull nunca pegaría a una chica. Ni siquiera a la hija de Eddy Diehl.
Ni tampoco se acercaría. Nunca.
Ahora que Krull había advertido la presencia de la chica -de Krista Diehl- que era hija de Eddy, se dio cuenta de que había oído hablar de ella a Mira Roche: de lo joven que era y de lo confiada. Bastante encantadora e ingenua. Casi te daba pena de la pobre criatura, con un padre como el suyo…
Krull no preguntó por el padre.
… su padre que había tenido problemas con la policía, la gente decía que se había marchado de Sparta.
Y por otro lado estaban Duncan Metz y sus amigos, Krista no tenía ni idea de los planes que habían hecho para ella.
Mira rió, incómoda, al ver que Krull se había hundido en uno de sus peculiares estados de ánimo.
(Krull por supuesto no iba a tomar parte. Trataba de mantener las distancias con aquel grupo. No se les podía llamar amigos, Krull no habría sabido cómo llamarlos. Las chicas estaban locas por él -por Krull- pero aquello no era nada halagador, sólo querían colocarse y harían cualquier cosa que les pidiera un tipo a cambio de drogas; una vez que estaban colocadas, hacían todavía más, hasta perder el conocimiento. Y chicas muy guapas, como Mira Roche… También estaba Duncan Metz, que afirmaba ser un buen amigo suyo, pero del que Krull no acababa de fiarse. De Metz se decía con admiración que lo habían trincado muchas veces desde los dieciséis años pero que nunca había pasado ni un solo día en la trena, ni siquiera en un correccional. Y a Metz ya no lo iba a trincar nadie, era demasiado listo. Ganaba demasiado dinero. Tenía alguna conexión misteriosa con el departamento del sheriff de Herkimer County, uno de sus primos era ayudante del sheriff, o Metz era un soplón de confianza, que pasaba información a la policía a cambio de favores especiales. La última vez que estuvieron juntos, Metz puso su Firebird descapotable a ciento cincuenta por hora en la interestatal… ciento sesenta… ciento setenta y más aún… Y Krull, en el asiento del pasajero, decía ¡No tan deprisa! Dios del cielo pero Metz, colocado con metanfetamina, se limitó a reír. Calma, Krull, yo no cometo errores.)Desde su expulsión del instituto, Krull trabajaba más horas en el garaje. Ahora, en invierno, el taller Kruller se ofrecía para servicios de quitanieves, y el trabajo aumentaba mucho. De todos modos, Delray sólo tenía dos mecánicos a tiempo completo y dos o tres jóvenes más que trabajaban a tiempo parcial. En su calidad de hijo de Delray, a Kruller se le pagaba de manera caprichosa y algunas semanas nada en absoluto. Cuando Delray no estaba en el taller, era Krull quien contestaba al teléfono y hablaba con los clientes. Estaba aprendiendo a hacer estimaciones. Nadie que le oyera decir por teléfono Sí señor, sí señora habría adivinado que no tenía más que dieciocho años. Delray le confiaba cada vez con más frecuencia la grúa, y las tareas nocturnas de retirar la nieve. El tipo de trabajo que hay que hacer sobre todo de noche, después de una fuerte nevada, y después de haber completado una jornada entera en el garaje. Delray lo llamaba trabajo de mierda, pero da dinero.
A Krull en realidad le gustaba quitar la nieve, sobre todo de noche. Tenía un algo loco y emocionante, como jugar a lacrosse; trabajabas con otros, formabas un equipo, podía ser trabajo peligroso, pero mientras estuvieras siempre en movimiento y no cerrases nunca los ojos para tomarte un momento de descanso, no había problemas.
La idea era aceptar todo el trabajo que se pudiera conseguir. Decir sí, sencillamente, y hacerlo. Hacerlo bien. Y cobrar unos dólares menos que la competencia. Eso era importante.
Contaba además la sensación de ser útil. Gente agradecida porque te habías presentado. En particular las mujeres y las personas de edad. Condenadamente agradecidos, porque sin alguien que les quitara la nieve estaban atrapados.
Ser útil: una sensación que a Krull acabó por gustarle. Pensaba en la señora Haré, que había puesto en él tantas esperanzas. Extraño cómo a aquella profesora parecía gustarle Aaron Kruller y cómo, después de que lo expulsaran -meses después de que lo expulsaran-, Krull pensaba en ella de repente y la echaba de menos. Krull, que detestaba el instituto, y que en sueños regresaba derribando paredes y causando estragos. Lo que la señora Haré le había dicho: puedes ser un «solitario» o un «ciudadano». Era una distinción razonable. No es que Krull creyera en una vida «útil» -¿útil para quién?- y menos aún quería ser un «ciudadano», pero necesitaba ayudar a Delray. Y no tenía ningún deseo de morir joven.
Todos los martes por la mañana a las nueve Aaron Kruller se presentaba en el juzgado de Union Street, en Sparta. Aguardaba su turno en la oficina de Libertad Condicional del Departamento Correccional del Estado de Nueva York. A raíz de que lo detuvieran en el instituto lo habían condenado a tres años de libertad condicional. Delray se había puesto con él como una fiera y además del enfado se le había visto sobrio y asustado. Krull estaba decidido a no volver a cagarla aunque sólo fuese por su padre.
Así que estaba la chica. La hija de Eddy Diehl.
Menor de edad. Se veía con sólo mirarla. Un encanto, decía Mira Roche. Muy confiada.
Más bien patética, de tan confiada.
Krull no tenía la menor intención de acercarse a Krista Diehl. Dijera lo que dijese Mira de ella, a Krull le traía completamente al fresco. No era problema suyo. No existía la menor relación entre ellos. De todos modos, aquella noche de abril, después de cerrar el garaje, Krull se fue a la ciudad, a la estación donde se reunían sus conocidos. Donde estaban las chicas y la pequeña Krista, con los cabellos rubios tan claros. Allí se encontró a Metz con la chica. No le quedó más remedio que intervenir. Metz tenía que estar colocado, un colocón muy serio, una extraña mirada incendiaria y casi sin enterarse apenas de que quien tenía delante era Krull, su amigo. Y Krull le dijo a Metz que dejara en paz a la chica; añadió que la llevaría él en coche a casa. Hubo un intercambio de palabras, un forcejeo. Krull, después, no recordaría con claridad lo sucedido. Excepto que le sorprendió ver cómo Duncan Metz retrocedía ante él. Llévatela y que te jodan. Que os jodan a los dos. A quién cono le importa.
Tales fueron las palabras exactas de Metz. Krull se hubiera reído, excepto que se trataba de la vida real y no era nada divertido.
Así que allí estaba la chica: Krista Diehl. Y también Krull, con la responsabilidad de llevarla a su casa.
La hija de Eddy Diehl. La chica que le había estado siguiendo, a cierta distancia. Y que lo miraba con ojos tristes. Y Krull pensaba Esto es una prueba. Como si viniera de Dios, una prueba para ver dónde la llevo. Qué hago con ella.
Krull no creía en Dios. Krull no creía en casi nada. Sin embargo, había algo en aquello. Algo como en la Biblia.
Puesto a prueba para ver qué haces. Para ser juzgado.
Zoe no había creído en Dios, la mayor parte del tiempo. Pero Zoe era lo bastante astuta como para darse cuenta de que, si no creías en Dios en el momento justo, cuando de verdad importaba, estabas jodido.
Otras veces, cuando no importaba, estabas perfectamente. Pero tenías que andarte con ojo para no descuidarte y confundir una ocasión con otra.
«No te duermas. No cierres los ojos. Si te duermes ahora no te despertarás.»¡Cielo santo! Krull vio con asco el pelo rubio reluciente de la chica en mechones endurecidos por el vómito.
El vómito de la chica, tenía que ser. El vómito que también le había caído en la ropa, por delante, y hasta en los zapatos. Un escalofrío de repugnancia le recorrió el cuerpo.
Dada su manera de respirar, rápida y superficial, y la palidez mortal de la cara, Krull pensó que quizá fuese víctima de una sobredosis. El último verano, detrás de la estación, Krull había visto a una chica, víctima de una sobredosis por mezcla de heroína y de cocaína, en la furgoneta de alguien, con los ojos en blanco, la cara relajada y la boca abierta como un bebé enfermo. El fulano que estaba con ella la zarandeaba para que no se durmiera y le daba bofetadas, así que Krull zarandeó a Krista Diehl como se sacude a una muñeca de trapo, la cabeza cayéndosele sobre los hombros. La chica gemía débilmente para que Krull parase.
Al menos estaba consciente. Con la ayuda de Krull podía mantenerse en pie. De repente tuvo náuseas de nuevo y siguió vomitando la porquería que le hubieran dado, devolviendo hasta la primera papilla. Al ver que le había salpicado las botas, Krull maldijo por no haberse apartado a tiempo.
– ¡Dios santo! Mírate.
Estaba asqueado, furioso. Y sin embargo tenía que reírse de ella, de aquella chiquita rubia, lánguidamente bonita, con aire de pájaro mojado, las plumas pegadas al cráneo.
Para Krull era emocionante pensar que allí estaba la hermana de Ben Diehl. La hija de Eddy Diehl. Acudiendo a él para que la ayudara.
Krull la metió en su coche, con la ropa manchada de vómito. Sintiendo asco pero contento, condujo por Ferry Street hasta Union y luego Post sin saber dónde demonios iba mientras pensaba ¡Llévala a urgencias! Que le vacíen ellos el estómago.
Sucedía a veces que a un adicto con una sobredosis lo abandonaran detrás del hospital de Sparta. Lo dejaban en la acera, y luego el conductor se marchaba lo más deprisa que podía.
Krull, en cambio, llevó a Krista a casa de su tía Viola, que se quedó viendo visiones ante el espectáculo de aquella chica rubia semiinconsciente que se movía con dificultad, y tan joven; antes incluso de enterarse de quién era, la actitud de Viola fue de escándalo y condenatoria, pensando que aquella jovencita menor de edad -¿quince?, ¿catorce años?- era una novia de su sobrino Aaron con la que había tenido relaciones sexuales, a la que había dado drogas y con la que se había acostado, lo que era equivalente a una violación, una chica tan joven, que además parecía víctima de una sobredosis y que al cabo de unos minutos se habría muerto. ¿Por qué demonios la has traído aquí?, le preguntó a Krull su tía, y Krull dijo que no se le había ocurrido nada mejor. No la podía llevar a casa de su madre en el estado en que se hallaba y no quería arriesgarse a dejarla en emergencias, por si alguien veía la matrícula de su coche o le veía a él la cara. Como tampoco había querido deshacerse de ella en una esquina, ni en medio del campo, ni en un vagón de mercancías en el almacén ferroviario, que era lo que parecía dispuesto a hacer el cabrón de Duncan Metz. Viola preguntó si la chica era su novia y Krull negó con vehemencia que lo fuera. No se acostaba con chicas tan jóvenes y no había tenido relaciones con ella, por los clavos de Cristo. Y Viola dijo, el rostro encendido:
– Es una violación, Aaron. Con el agravante de tratarse de una menor y de que tú, en cambio, no lo eres.
– He dicho que no he tenido relaciones sexuales con ella.
– ¿Ha habido otra persona que las haya tenido?
Krull no lo sabía. No quería pensar en lo que Metz pudiera haber hecho con Krista Diehl en la estación.
Estaba mirando a la chica, que se tambaleaba, aunque sin llegar a caerse. Su tía la sujetaba ahora, limpiándole la cara con un pañuelo de papel. La chica Diehl, que apenas parecía estar consciente de lo que la rodeaba. ¡Krista Diehl aquí! Krull no pudo por menos de pensar en lo que los ligaba; en el vínculo entre ellos, tan poderoso como un lazo de sangre, y del que ninguno de los dos podría haber hablado .
¡Hazme daño! Inténtalo.
Lo que sucedió entre ellos entonces.
Tampoco habría manera de hablar de aquello.
Después de que le dijera a su tía quién era la chica. Después de que Viola mirase, incrédula, a su sobrino. Después de que se marchara para hacer una llamada telefónica y Krull se quedase a solas con Krista, en el baño de su tía. Krull abrió los dos grifos y la chica trató de lavarse la cara, aunque insegura por encima del agua, mareada, torpe.
Krull no había querido tocarla más. Le había dado una toallita para lavarse que a ella se le enredaba entre los dedos. Y de repente las manos de Krull se cerraron alrededor de su cuello. Estaba detrás, pegado a ella, los dos delante del lavabo. Krull no parecía capaz de controlar sus manos, que rodearon el esbelto cuello de la chica. Y al sentir su miedo instantáneo, su pánico, en aquel momento tuvo una erección. Sangre en el pene, duro como un palo. Su cerebro próximo a la extinción, a la aniquilación.
Burlándose de ella:
– ¿Fue así como lo hizo? Tu padre…
La manera en que Eddy Diehl había estrangulado a Zoe en su cama. Excepto que Krull parecía recordar que había una toalla retorcida alrededor del cuello de su madre. Pero quizá Eddy Diehl la había estrangulado antes de usar la toalla. Quizá quedaban en el cuello de Zoe las señales de los dedos de un hombre, la sombra de unos dedos sobre la piel descolorida.
Krull no había visto la garganta de su madre pero sí su cara. Siempre, en cualquier momento, al cerrar los ojos Krull veía el rostro de su madre muerta. Un rostro hinchado como un melón magullado y roto, piel amarillenta, piel ensangrentada, pómulos rotos y órbitas rotas y los ojos abiertos, como uvas.
Y en los ojos los capilares reventados, la presión del estrangulamiento.
Krull había visto a su madre muerta, y había tenido que olería. La madre de Krull, tan hermosa, excepto que ya no lo era. Aquélla había sido la recompensa de Zoe. Aquél había sido su castigo. ¡Le dieron su merecido como no podía ser menos! Esa pobre mujer, decían. Krull había oído cosas así, o casi las había oído. Una terrible rabia ahogada se alzó en Krull, un deseo de castigar.
– ¿… así? ¿De esta manera? ¿Así…?
Se apretaba contra ella, todo su peso contra su espalda. Le apretaba la garganta. Débilmente la chica quiso apartar los dedos de Krull, pero carecía de la fuerza para liberarse. Sin atreverse a arañarle, frenética, como podría haberlo hecho otra chica, por el miedo a provocar en él una furia todavía mayor. Porque quizá -la aterrada chica podía estar razonando- Krull sólo bromeaba, no iba en serio como -quizá- tampoco Duncan Metz iba en serio, y no se había propuesto violarla y dejarla morir de sobredosis en un vagón de mercancías; quizás un momento después Krull dejaría de apretarle el cuello y se reiría de ella. Se reiría de su miedo. Haría ver que se trataba de una broma.
Los hombres hacían cosas así. Te llevaban hasta el límite. Te mostraban lo que había más allá. Y si te lo creías, el fulano se reía de ti, te despreciaba. Se lo contaría a sus amigos, que también se reirían de ti.
Pero no lo podías saber. A veces no lo podías saber hasta que era demasiado tarde.
Mira Roche se lo había dicho a Krista. Y Bernadette. ¡Sus dos amigas!
El caso era que Krull no estaba del todo solo con Krista. Cerca, en aquel apartamento, su tía Viola hablaba por teléfono. Si hubiera estado solo con Krista, si se la hubiera llevado a la granja de Quarry Road, algo distinto podría haber sucedido. Pero la tía de Krull estaba en el apartamento, y Krull sólo se restregó con fuerza a través de la ropa de la chica. Y a través de su propia ropa, porque no se había desabrochado los pantalones. No se había sacado el pene, para forzarla. No le había bajado los vaqueros, para meterle el pene dentro. Por la raja de su tierno culito. Le habría hecho un desgarro importante, la habría hecho sangrar, pero todo aquello no había sucedido, porque la tía de Krull estaba muy cerca. En el espacio de unos veloces segundos Krull se había corrido, y con gran violencia. Se corrió desmayándose casi. Y Krull pensaría de inmediato No se está dando cuenta. Ninguna de las dos se ha dado cuenta.
De manera abrupta terminó todo. Sus dedos la soltaron, retiró su peso de la espalda de Krista. Medio desmayado y con las rodillas que casi se le doblaban y sin embargo diciéndose No ha pasado nada. No la he tocado.
Habló con voz ahogada:
– Oye. Nadie te ha hecho daño. Vamos, respira.
Se echó a reír. La empujó un poco. Se comportaría como si nada hubiera sucedido entre ellos. La chica estaba medio tumbada sobre el lavabo, jadeando para recuperar el aliento. Krull esperaba no haberle mojado la ropa, pero había agua en el lavabo, agua que salía de los grifos, la chica había estado tratando de lavarse la cara. No debía de pesar más de cuarenta kilos. Un sudor frío se apoderó de él, podría haberle roto la columna vertebral al apretarse contra ella, podría haberle roto el cuello al perder el control como lo había hecho, el frenesí sexual era demasiado fuerte, imparable.
Cuando Viola regresó todo había terminado. Krull quería pensar que había terminado, se había apartado de la chica, se había arreglado la ropa sudada. Y allí llegaba Viola agitada y quisquillosa como alguien que ha tomado una difícil decisión:
– Déjame. Le lavaré la cara. ¡Por el amor de Dios! Tiene vómito en el pelo.
Fue idea de Viola que Krista telefonease a su madre cuando estuviera lo bastante recuperada para hablar de manera coherente. Para explicarle que estaba en Sparta, en casa de una amiga. Se había quedado hasta tarde en el instituto, había habido una -¿qué?- reunión para el anuario, o un entrenamiento deportivo: ¿baloncesto? Krista explicaría que había tratado de llamar antes pero sin lograr establecer la comunicación. O no había encontrado un teléfono. Quizás había habido una avería en el servicio telefónico. Debía explicar a Lucille que había cenado con su amiga. Y que la madre de su amiga se disponía a llevarla a casa.
De hecho, Viola quiso devolver a Krista Diehl a su casa. Pero Krull insistió. Krull había empezado aquello y Krull lo acabaría. Sacó una cerveza del frigorífico para bebérsela mientras llevaba a la chica hasta la carretera junto al río donde sabía que vivían los Diehl. Apenas intercambiaron una sola palabra. Para entonces Krull se estaba olvidando ya de cómo había estado a punto de estrangular a la chica, de cómo la había embestido sin importarle hasta qué punto pudiera hacerle daño; terminaría por olvidarse de cómo se había corrido, y con qué intensidad, hasta doblársele las rodillas, entre gemidos; y acabaría por pensar que probablemente nada había sucedido. Nada de todo aquello había sucedido. O había sucedido de otra manera distinta, diferente. Posiblemente había querido que sucediera, pero su tía lo había impedido. Su tía había aparecido en la puerta del cuarto de baño y por eso no había seguido. Lo que fuera que Krull estaba haciendo, el intento del grosero, del cerdo de Krull, de cepillarse a la chica que había traído a su casa para salvarla de morir de una sobredosis se había quedado en nada. Su tía sería testigo de que no había sucedido. Nada de agresión sexual. Nada de violación de una menor. No, tratándose de Krull. De Krull que era demasiado astuto y demasiado cauto.
Dejó a la chica delante de su casa. Volvió a la granja de Quarry Road, que estaba a oscuras como de costumbre, desde que Zoe los había abandonado, maldita para siempre. No la perdonaría. No los perdonaría a ninguno de ellos, malditos todos. Cogió otra cerveza del frigorífico de un paquete de seis de Delray, y se la tuvo que beber deprisa para evitar las náuseas, para hacer desaparecer cualquier idea que pudiera repugnarle como cucarachas saliendo de las grietas en el papel pintado mientras llegaba a su habitación a trompicones y caía en la cama para sumirse en un sopor desprovisto de sueños.
17 de noviembre de 1987
De vuelta de Booneville, a donde había ido para sacar un Dodge Colt accidentado de un canal de desagüe donde el adolescente borracho que lo conducía había muerto detrás del volante, aplastado de hecho contra él cuando el motor barato de cuatro cilindros que estaba debajo del capó se chafó como el hocico de un cerdo, y mientras la peste a gasolina y aceite hacía que le doliera la cabeza, a Krull le distrajo oír en la radio de la grúa, con el volumen muy alto ¡últimas noticias!, ¡boletín! porque le pareció reconocer el apellido Diehl, pero no tuvo la seguridad hasta que a las once de la noche, en el telediario local, que pilló en un bar de Garrison Road, vio unas borrosas imágenes de vehículos del departamento de policía de Sparta en el aparcamiento de un motel, acompañadas de la voz emocionada de una locutora con el inserto fotográfico de un hombre identificado como Edward Diehl, sospechoso en un asesinato no resuelto de 1983. Y a la mañana siguiente el Journal hablaba sin ahorrar adjetivos de cómo Edward Diehl, de cuarenta y cinco años, «sospechoso» durante mucho tiempo en el asesinato de Zoe Kruller había muerto por los disparos de la policía de Sparta y de los ayudantes del sheriff del condado en un tiroteo en el motel Days Inn en la Route 31.
Las primeras informaciones daban a entender que, antes de morir, Diehl se había «confesado autor» del asesinato de Zoe Kruller en febrero de 1983. El que «durante mucho tiempo fuera sospechoso» había tomado como «rehén» a su hija de quince años en la habitación del motel y había exigido la presencia de su ex esposa para que hablara con él, pero la ex esposa, identificada como la señora Lucille Diehl, de Hurón Pike Road, había llamado al 911.
Krull se quedó atónito pensando ¿Se ha terminado entonces? ¿Ya está?
En boletines posteriores se revelaría que Edward Diehl no había disparado «ni una sola vez» contra los agentes en el exterior de la habitación del motel, aunque supuestamente empuñaba un revólver calibre 38 Smith & Wesson y también supuestamente habría apuntado con él a los agentes y habría amenazado con disparar.
Más adelante se reveló asimismo que Edward Diehl nunca se había confesado autor del asesinato de Zoe Kruller.
En la primera página del Journal, y de manera destacada, había una fotografía de Eddy Diehl con una dolorida media sonrisa, y con los ojos entornados de un muchacho que parece haberse despertado en un cuerpo de un hombre de mediana edad, desconcertado, receloso y, sin embargo, esperanzado: Krull había visto muchas veces ya aquella foto de Diehl, tanto en el Journal como en otros periódicos locales y en la televisión, y había llegado a conocer a Eddy Diehl como si fuera de su familia. (¡El hombre que estaba con su madre en el vertedero! Donde, en opinión de Krull, todas sus desdichas habían empezado.) Y como era también inevitable allí estaba, en la columna vecina del periódico, la misma fotografía de la madre de Krull que el maldito periódico había publicado mil veces con el morboso pie de foto Zoe Kruller, víctima del brutal asesinato de 1983.
Krull buscó una fotografía de la hija del muerto, la rehén de quince años Krista Diehl, pero no la encontró.
De todos modos, no necesitaba ver su cara, que conocía de sobra.
«Krista.»Durante horas, durante días después de aquello, Krull no podía pensar en otra cosa. En nadie más.
Quería verla desesperadamente. A la chica.
Sin saber qué demonios iba a decirle si la veía, aunque quizá -si la veía- se le ocurriera algo.
Demasiado tímido para llamar. Pese a que Krull estaba en condiciones de resolver por teléfono asuntos relacionados con la reparación de coches de una manera que Delray calificaba de expeditiva, detestaba sin embargo hablar por teléfono para cuestiones personales.
Tenía diecinueve años y una mujer a la que veía con frecuencia, una divorciada de veintitantos con dos hijos. También veía a otras mujeres. «Chicas», en cambio, no muchas. Con esas otras mujeres se acostaba a veces. De ordinario no pasaba la noche con ellas. No se sentía cómodo en situaciones de intimidad. Tampoco le resultaba fácil hablar. No estaba a gusto con emociones que le parecían burdas y desmedidas como las aspas de molinos de viento que girasen con esporádicas ráfagas de aire. No te acerques a ella. Mantén lejos de ella tus manos de cerdo. Podías haberla desgarrado por dentro, haberla violado, y te podían haber mandado a pasar veinte años en Attica. Estás avisado.
Marzo de 1990
A media tarde del día que siguió a la noche en que su tía Viola llamó para que se llevara a casa a su padre, borracho y magullado, y Delray acabó en el colchón que descansaba directamente sobre el suelo de la habitación de invitados, en la casa que los dos compartían en Quarry Road, Krull procedió a decirle a su padre, que tenía sin duda muy mal aspecto, que se disponía a llevarlo a desintoxicación a Watertown, refiriéndose al hospital de ex combatientes en donde ya había estado ingresado una vez, algunos años antes, durante muy poco tiempo; y Delray se estremeció, se frotó los ojos inyectados en sangre con unos puños que tenían los nudillos en carne viva, y respondió, con una voz apesadumbrada que Krull no supo juzgar si era sincera o burlona:
– De acuerdo. Más me vale.
Krull insistió, como si el hombre de más edad no hubiera cedido ya como cede una puerta podrida al empujarla:
– O eres hombre muerto, ¿te das cuenta, papá? Tu hígado está hecho polvo.
– Tienes razón. ¿No acabo de decirte que más me vale?
Delray estaba sentado en la cocina, los hombros caídos, en una silla a la que había llegado tambaleándose para dejarse caer encima, tan pesado como un saco de cemento. Entornando los ojos en dirección a su hijo, como si esperase enfocarlo mejor así.
Delray estaba desnudo de medio cuerpo para arriba, con unos pantalones de trabajo que no se había sujetado con un cinturón. Su torso era una masa de hirsuto vello gris, de carne adiposa, y de manchas de color que eran lunares y granos. Tan desdibujados como sueños medio olvidados se distinguían además tatuajes de colores brillantes pero ya desvaídos: águila, cráneo, palabras escritas sobre banderas al viento. Con la luz irónica de la tarde los viejos tatuajes glamurosos de Delray tenían aire de tiras cómicas.
Krull encendió un cigarrillo y exhaló el humo a manera de risa incrédula.
– ¿Vas a ir? ¿Irás? ¿En serio?
– Maldita sea, he dicho que sí, ¿no lo has oído? Entre Viola y tú me habéis convencido.
Quedaba sólo la decisión final: si Delray se iba a presentar solo en el hospital de ex combatientes o si sería mejor que fuera Krull con él y quizá su hermana. Delray insistía en que podía llevar el coche hasta Watertown, que estaba perfectamente sobrio ya, que seguiría estándolo y que ya había hecho aquello antes, con buenos resultados.
– ¿Qué clase de resultados? -preguntó Krull.
– Buenos resultados. Dos semanas internado y me dieron de alta.
Krull no estaba seguro de que hubiera sido así. Le parecía recordar alguna escena con Zoe gritando a Delray en la cocina, llorando y rompiendo cosas. Pero quizás aquello hubiera sido en alguna otra ocasión. Una visita a algún otro hospital. Quizá no había sido Delray quien estaba ingresado, sino algún otro familiar. Krull estaba deseoso de creerse una noticia tan buena como aquélla, que Delray estuviera dispuesto a ir a Watertown de buen grado.
Por teléfono, cuando llamó a su tía para darle la buena nueva, Viola perdió el control. Dijo que Dios había intervenido, que sin duda Dios había escuchado sus plegarias, que llevaba todo el día suplicándole, diciendo que si Delray no aceptaba ayuda profesional para su problema con la bebida, había acabado con él, con su hermano mayor al que siempre había querido, porque no volvería a hablarle nunca, aunque se condenara por ello. Cosa que Dios podía evitar, si quería hacerlo.
Ahora a Viola le parecía que Dios había intervenido.
– Y también rezo por ti, Aaron. Para que dejes entrar a Dios un poco en tu corazón.
Se tomaron las oportunas disposiciones en Watertown. Se hicieron llamadas telefónicas. Se reservó una cama para Delray en la sala de desintoxicación. Krull pensó Tiene que estar asustado de verdad. Zoe nunca se creería una cosa así.
A las cuatro de la tarde de aquel mismo día Delray salió camino de Watertown, lo que suponía un viaje de tres horas hacia el noroeste, hasta llegar al río San Lorenzo. Para entonces Krull había ayudado a Delray a darse una larga ducha con el agua muy caliente para limpiarse la suciedad y la vergüenza de muchos días y le había recortado el recio pelo enmarañado que le crecía cuello abajo y las patillas de hombre montaraz que ya griseaban con una de las tijeritas de Zoe, de manera que su padre ya no parecía ni un borracho, ni un loco, ni -lo más patético de todo- un motero envejecido. Viola se presentó, emocionada y llena de esperanza, y ayudó a Delray a preparar una sola maleta y un talego en el que, según la confidencia que le hizo a su sobrino, había metido una Biblia; y los dos, tanto Viola como Krull, se ofrecieron a llevar a Delray al hospital y a ayudarlo a instalarse, pero él insistió en que no era un condenado inválido, que había resuelto dejar de beber por decisión propia y así se presentaría en el hospital.
Y cuando se hubiera «secado», añadió, saldría.
– Zoe decía que lo más vergonzoso de un borracho es que enreda a su familia en su sufrimiento. Esta vez os voy a evitar eso.
De manera que era Zoe en quien Delray había estado pensando. Todo aquel día se había estado preparando para Watertown. Todo aquel día había estado pensando, con aire sombrío. Estar tan sobrio como una piedra helada, le llamaba Delray a su situación.
– Como revolverte las entrañas con un rastrillo. Duele tanto que casi hace que te sientas bien.
Fuera de la familia no hay gran cosa. Era un pensamiento consolador o terrible. Krull no sabía cuál de los dos.
Aquella noche, desde el hospital de Watertown, llamó un supervisor de la clínica de desintoxicación. Para informar a Aaron Kruller de que Delray, su padre, se había incorporado al programa de rehabilitación de alcohólicos y quería que su familia lo supiera. Su nombre y demás datos estaban ya en el ordenador del hospital y se había confirmado su condición de ex combatiente. Krull preguntó cuánto tiempo estaría hospitalizado, y se le respondió que de seis a ocho semanas como mínimo.
¡Seis a ocho semanas! Krull tendría que llevar el negocio de su padre durante todo aquel tiempo.
Tenía veintiún años para entonces. Había sido una persona adulta desde siempre, antes incluso de la muerte de Zoe. Sólo vagamente recordaba Krull a un chico -a un niño llamado «Aaron»-, en el periodo anterior a la muerte de Zoe, situándolo en un rincón en sombras de la casa de Quarry Road.
Krull preguntó cuándo podría recibir su padre visitas en el hospital y le respondieron que las visitas no se consideraban oportunas hasta que el paciente progresase de manera «apreciable». Para un paciente en la situación de Delray, aquello podía suponer cuatro o cinco semanas.
Krull dijo que irían. Tan pronto como su padre pudiera verlos, su tía y él irían a Watertown.
En el taller Krull les dijo a los mecánicos que Delray estaría «ausente» una temporada. Lo que quería decir que Joe Susa, el mecánico con más experiencia, supervisaría el trabajo en el garaje mientras que Krull atendería las llamadas telefónicas y se ocuparía de facturas, recibos, pedidos, clientes, además de hacer sustituciones cuando se le necesitara. La manera sorprendida y desanimada con que los empleados de Delray recibieron la noticia, sin mirar a Krull a los ojos, le hizo adivinar que estaban al cabo de la calle: Delray tenía que volver a rehabilitación o algo peor aún.
– ¿Krull? Abre.
Krull. Ninguno de los mecánicos lo llamaba así, ni nadie que lo conociera como hijo de Delray Kruller. Supo, por tanto, que se le venía encima algún problema.
Pasadas las diez de la noche, Krull seguía en la parte trasera del taller de reparaciones, que cerraba a las ocho. Llevaba desde entonces inclinado sobre el viejo y destartalado escritorio de tapa corrediza de su padre, tratando de poner en orden la contabilidad de Delray. Había facturas, recibos, pedidos de suministros, ilegibles anotaciones a mano, talones sueltos, algunos de los cuales se habían cobrado y otros no. Cajones abarrotados de cuentas antiguas, declaraciones del impuesto sobre la renta estatal y federal, extractos de cuentas bancarias. Para Krull no estaba claro si el taller ganaba dinero -si obtenía «beneficios»- todos los meses, o si la desigual contabilidad de Delray no reflejaba la realidad económica. Delray tendía a pagar talones sin sustraer el importe de la cuenta corriente del negocio; y también tendía a guardar facturas sin pagarlas. Y había talones de clientes casi indescifrables y de una fecha tan remota que ya no tenían valor alguno.
Ser propietario de tu negocio sonaba bien. Llevar tu propio negocio era el problema.
Habían pasado menos de tres días desde el ingreso de Delray en el hospital de ex combatientes de Watertown y Krull llevaba trabajando quince horas como mínimo al día en el garaje. Que un negocio fuese tuyo quería decir que nunca tenías tiempo para pensar en otra cosa.
Eso explicaba por qué un hombre necesitaba emborracharse, reivindicaba Delray. Por qué un hombre tenía que colocarse.
La mayor parte de aquel día de todos los demonios Krull había estado tumbado debajo de un todoterreno, levantado con un gato, y pasándolo de lo más jodido para arreglarle el motor: reparar los todoterrenos no era la especialidad de Krull, y echaba de menos a Delray, maldita sea. Estaba además manchado de grasa, con círculos de mugre en torno a los ojos -lo que le daba una apariencia de mapache asustado-, y tieso de suciedad el pelo que no protegía la gorra de béisbol. Los tatuajes morados y sinuosos que le habían hecho en un salón de tatuajes de Niagara Falls al que, no hacía aún mucho tiempo, había acudido en compañía de algunos amigos, se habían desdibujado ya como un mal sueño de borracho. Pero Krull no quería volver a casa y ducharse hasta que hubiera localizado en el escritorio de Delray algunos documentos cruciales que, según parecía en aquel momento, no iba a ser capaz de encontrar.
Ser propietario de tu propio negocio significaba cierta dosis de orgullo. Esa era la idea. Ir a la bancarrota no era la idea.
Ahora llegaba alguien -¿Dutch Boy Greuner?- que golpeaba con el puño la puerta trasera del taller de una forma que hacía pensar que no se trataba de la primera vez. El garaje estaba cerrado y a oscuras; sólo una luz en la parte de atrás, en el despacho de Delray; a través de la ventana Krull vio a Dutch Boy, escuálido y alto, como una aparición. Y cuando Krull abrió la puerta, Dutch Boy, que tenía unas pestañas muy pálidas, dijo, parpadeando mucho:
– ¿Don… dónde está tu padre, Krull? Necesito hablar con Del-roy. ¿Dónde coño está Del-roy?
Dutch Boy hablaba muy deprisa para superar un tartamudeo que parecía empezarle en el plexo solar para subir hasta la garganta en sacudidas peristálticas. Su forma de pronunciar Del-roy era malévola, burlona. Dutch Boy tenía reputación de imprevisible, de peligroso. Al igual que Duncan Metz, no sabías de antemano cómo te iba a recibir, si de manera amistosa o no tan amistosa. Mientras estuvo en el instituto, y durante algún tiempo después, Krull había tenido trato con Dutch Boy, que trabajaba para Duncan Metz y cuya familia lo había echado de casa a los quince años. Dutch Boy era tres o cuatro años mayor que Krull, le aventajaba unos centímetros en altura, tenía hombros huesudos como de buitre, pliegues parecidos a papel encima de los ojos, y una alternancia de dientes manchados y relucientes empastes de oro. Había estado preso en Potsdam por delitos relacionados con drogas y armas de fuego y había cumplido en su totalidad una condena de tres años, lo que quería decir que no se hallaba en libertad condicional y que la policía de Sparta no tenía autorización para vigilarlo ni para detenerlo por comportamiento «sospechoso». Se rumoreaba que había intervenido en la ejecución de otro preso en Potsdam, a petición de Duncan Metz. Dutch Boy vestía de cuero negro y calzaba botas de motero, si bien el supuesto cuero negro era plástico barato y no olía como estaba mandado; las botas, por su parte, tampoco eran de cuero, sino de caucho vulcanizado. Le brillaban los ojos con un ardor producido por las drogas y su pelo, teñido de color bronce, estaba peinado en pinchos. Con voz emocionada y temblorosa, Dutch Boy dijo:
– Del-roy me debe dinero, Krull. Dónde cojones está Del-roy. La próxima vez lo que le van a romper es la cabeza, no sólo el miserable trasero.
Krull entendió entonces: a su padre le habían pegado adrede.
Delray, por tanto, había recibido una paliza relacionada con Dutch Boy Greuner, lo que equivalía a drogas. Podía ser hierba y anfetaminas para alumnos de instituto, pero también cosas más fuertes como metanfetamina, cocaína y heroína. Con ventas que se hacían desde la trastienda del taller, aunque no fuese Delray en persona, sino uno de los mecánicos jóvenes, y Krull tenía una idea bastante precisa de quién. Maldita sea, aquello ya era demasiado.
– ¿Por qué pones esa cara? ¿Es que no me crees? ¿Es eso? Ve a preguntárselo a tu padre, Krull. Pregúntale por qué le dieron una paliza la otra noche, seguro que te lo contará.
Krull dijo que su padre estaba ausente.
– ¿Sí? ¿Qué coño significa «ausente»? ¿Quieres decir que ha salido por pies?
– ¿Cuánto os debe?
– «Cuánto nos debe»… ¡como si fuera tan sencillo, Krull! ¿Sabes? No es tan sencillo.
Necesitado de dinero. Ése era el problema. Desesperado porque tenía que devolver préstamos, los malditos intereses por los préstamos era lo que estaba matando a su padre. Delray había solicitado una segunda hipoteca sobre la casa. Después de la muerte de Zoe, cuando todo se fue a paseo. El negocio no generaba suficientes beneficios, a Delray se le tachó de maltratador primero y de asesino después. Cualquiera pensaría que la gente se lo tomaría con más calma una vez que la policía mató a tiros a Eddy Diehl, pero no había sucedido así o, en cualquier caso, aquello no había servido para arreglar las cosas. Era como si los habitantes de Sparta hubieran decidido de una vez por todas lo que estaban dispuestos a pensar tanto sobre Delray Kruller como sobre Eddy Diehl, y en ningún caso se iban a tomar la molestia de pensar de otra manera.
Por añadidura había nuevas gasolineras y talleres de reparaciones en The Strip. Una nueva concesión Harley-David- son. Delray pertenecía a una generación de ex combatientes de Vietnam que empezaba a desaparecer. Como si ya te comieran cuando aún estabas vivo, lo llamaba Delray. Y no había cumplido aún los cincuenta.
Dutch Boy se había invitado a entrar en el despacho de Delray. Era un espacio pequeño lleno de cosas y separado del garaje por una pared de placa de yeso adornada con calendarios, pósteres, anuncios. Krull llevaba quizá todo un año sin ver siquiera de lejos a Dutch Boy. Del círculo de amigos fracasados y drogadictos de Krull, la mayoría habían tenido con Dutch Boy tratos que no habían acabado demasiado bien, como Mira Roche, muerta a los dieciocho años de sobredosis, con una combinación de metanfetamina y crack cocaína, y su foto en los periódicos y en la televisión durante un día o dos y después olvidada.
JEFE DE POLICÍA HABLA DE «EPIDEMIA DE DROGAS»
ENTRE ADOLESCENTES DE SPARTA
POLICÍA DE ESPARTA Y DEPARTAMENTO DEL SHERIFF
DEL CONDADO SE ALÍAN EN GUERRA CONTRA LAS DROGAS
CUARTA MUERTE RELACIONADA CON DROGAS EN LO QUE
VA DE AÑO EN HERKIMER COUNTY
Desde que Delray lo necesitaba, Krull había tratado de distanciarse del mundo de la droga. Krull, aunque sentía debilidad por cualquier cosa rápida que pudiera entusiasmarlo, por cualquier cosa que le hiciera pensar ¡Bien! ¡Esto es lo bueno!, había llegado a ver el inconveniente de que le temblaran las manos, de sentirse aturdido y mareado después de haber dormido durante veinte horas tan empapado de sudor como una esponja. Un día, al ponerse la ropa, descubrió que le sobraba sitio en la cintura del pantalón, como si hubiera empezado a encoger, debía de haber perdido cinco kilos en pocos días: tuvo un miedo loco a quedarse sin tejido muscular, como los drogadictos que conocía, y con los dientes pudriéndosele en la boca.
Ahora Dutch Boy acosaba a Krull. Su tartamudeo iba acompañado de gotitas de saliva. Decía deber dinero a otras gentes -él, Dutch Boy- y Krull se imaginó que era como una escalera, alguien te debe, alguien que está en un peldaño por debajo del tuyo, el muy cretino no paga lo que debe, de manera que tampoco tú puedes pagar lo que debes al que está en el peldaño por encima del tuyo, y se produce un punto de ruptura. No hay posibilidad de volver atrás.
– Así que la escalera se puede romper, ¿te das cuenta, Krull?
Krull se encogió de hombros. No era problema suyo, sugirió.
– Será mejor que le llames, Krull. A tu padre. Sabes dónde está, lo puedes llamar. Que tu viejo se ponga al teléfono, K-Krull. No me jodas.
Krull pensó sin perder la calma Podría matarlo aquí. ¿Quién se iba a enterar?
– ¿Me oyes, Krull? Llámalo. Desde aquí.
I labia un teléfono sobre la mesa de Delray, y Dutch Boy lo empujó en dirección a Krull, que alzó las manos, apartándolas. Con un movimiento de cabeza indicó que no sabía dónde estaba su padre, que no sabía cómo llamarlo. Krull se había puesto en pie, fastidiado por la manera en que Dutch Boy lo acosaba, apropiándose demasiado espacio en un lugar en el que no se le veía con buenos ojos. Al descubrir en un estante, detrás de la cabeza teñida de bronce de Dutch Boy, una pesada llave inglesa, pensó que si conseguía maniobrar hasta colocarse en la posición adecuada, podría (quizá) abrirle el cráneo con un solo golpe y el problema quedaría resuelto para Delray aunque quizá no para Krull.
Movido por un subidón de adrenalina, Krull pensó que no le importaba matar a Dutch Boy pero que sí le importaba, y muchísimo, que lo pillaran. Malgastar su vida en Potsdam o en Attica y quizá morir allí. Aquello sí que le rompería el corazón a Delray, perder a su único hijo. No se podía arriesgar a una cosa así.
El nombre de pila de Dutch Boy era Dennis. En primaria se le conocía por Dennie Greuner, aquejado de una tartamudez que era como un ataque epiléptico, y que provocaba la risa de los otros chicos.
Había sido flacucho y de aspecto enfermizo, pero, de algún modo, logró imponerse, y en secundaria creció mucho de repente, consiguiendo una especie de fuerza malévola semejante a un gas tóxico que explota con la menor chispa.
Sin alzar la voz, Krull dijo que su padre era un hombre enfermo.
Siempre en voz baja, preguntó cuánto debía.
Dutch Boy se lo dijo. Krull silbó de manera casi inaudible. Con la esperanza de que, fuera lo que fuese lo que Delray había hecho con aquel dinero, le hubiera merecido la pena.
A la mañana siguiente Aaron Kruller recibió una llamada de la Clínica de Rehabilitación para Alcohólicos y Drogadictos del Hospital de Ex Combatientes de Watertown para informarle de que Delray, su padre, se había ausentado en algún momento de la noche anterior sin decirle a nadie adónde se dirigía. Tampoco le había dicho a nadie que se marchaba.
Krull colgó el teléfono. Sintió como si le hubieran dado una patada en la tripa.
– Que te den por culo, entonces. Se acabó.
La vez anterior Delray había hecho más o menos lo mismo. En la misma clínica de desintoxicación. Duró un poco más, pero se marchó antes de que le dieran el alta. Y estaba siguiendo exactamente el mismo tratamiento que ahora. Fue Zoe quien descolgó el teléfono entonces y Krull oyó sus gritos.
No había más que hablar. Aquello era el fin. Que se matase con la bebida. A Krull le tenía sin cuidado.
Había llegado a un acuerdo con Dutch Boy para devolverle el dinero a plazos. Quinientos dólares cada vez. Ya había hecho el primer pago. Quedaban otros seis. No le había dicho nada del dinero ni a su tía Viola ni a ninguno de los Kruller. Tampoco se sentía con ánimos para contarle a Viola las malas noticias. De cabeza al infierno, tras ella. Krull bebió cerveza hasta que la cabeza le dio vueltas y tuvo la tripa tan abultada como algo muerto e hinchado que flotara sobre el agua pensando que era así: era verdad que Zoe había caído en el infierno y estaba tirando de ellos como agua sucia que se arremolina en el sumidero. La clase de situación familiar, se le podría llamar herencia, que te obliga, con toda la lógica del mundo, a colocarte y seguir colocado todo el tiempo que puedas.
11 de mayo de 1990
Bastantes semanas después, Delray seguía sin aparecer.
Flotando por ahí se podía decir de él. Krull creía, sin embargo, que Delray continuaba vivo. De algún modo, lo sabía.
Krull descendía con las alas rotas. No en arcos elegantes como los halcones de gran envergadura que describen círculos sobre su presa -un mamífero de pequeño tamaño- mientras se preparan para lanzarse y agarrarla y hacerla pedazos, sino que se deslizaba dando tumbos de borracho a través de violentas corrientes de aire. Se había tomado una dosis de metanfetamina muy a primera hora, pero la mañana se había acabado hacía ya mucho tiempo.
– ¿Krull? ¿Estás bien? Mira.
Demasiado esfuerzo volver la cabeza. Y cuando la volvió ya era algún tiempo después. En cualquier caso, había un sol. Un sol que sangraba sobre la oscuridad de debajo como una yema de huevo reventada, por lo que no necesitaba encender los faros todavía. No quería encenderlos hasta que fuera absolutamente necesario, era un principio que Delray también respetaba.
Blanco en movimiento. No recordaba si era una cosa buena o no tan buena.
Un día templado y agradable de mayo. Tendría que haber sido un día corriente si no fuera porque Krull se había despertado con una premonición. Zoe también las tenía: premoniciones. Como supersticiones. Como grasa para ejes que se te mete debajo de las uñas y a una profundidad tal que no consigues eliminarla ni sacarla.
– Krull, joder. Abre los ojos, vas a hacer que nos estrellemos.
Krull no era lo que se llama un yonqui. En absoluto. No era usuario habitual de ninguna droga. No tenía propensión, por lo tanto, a las premoniciones ni a las supersticiones pero, de todos modos, había sentido algo especial al recibir la llamada de Dutch Boy.
Por la carretera de Sparta a Booneville. Colinas formadas por glaciares, como las espaldas dobladas de animales antiguos, crestas y barrancos profundos. En la ciudad, donde había colinas abruptas que se alzaban desde el río, no era difícil pasar días enteros sin ver el cielo. Tenías que estirar el condenado cuello y hacer un esfuerzo para mirar hacia arriba. En el campo, entre aquellas largas colinas lentas, se veía más. De ahí surgía la ilusión: la de poder ver en el futuro.
– Para, Krull, joder. Conduzco yo.
Krull dio un empujón a quien estaba a su lado. Luego murmuró entre risas algo que sonó como ¡Que te den por culo, cabrón! Pero en tono amistoso.
Dada la manera en que Dutch Boy había escupido el nombre Krull… K-Krull… por teléfono, casi se veían las gotas de saliva que provocaba la indignación.
– Es un tarado. Está jodido. Que le den por culo.
Krull conducía un Dodge monovolumen de 1988, un coche que le gustaba. Que se conducía con facilidad tratándose de un vehículo tan grande. Matriculado a nombre de Aaron Kruller. Cuatro mil dólares la entrega inicial, dinero suministrado por Dutch Boy. En metálico.
Excepto que Krull se hallaba sumido en una situación de paranoia y no estaba seguro de si ya había llevado a cabo su misión e iba a ser recompensado o no la había llevado a cabo y lo iban a reprender. Como pasa en los sueños, no sabía en qué consistía la misión ni si había sido ya. Algo importante, urgente. Dutch Boy había dicho Piensa que esta vez más te vale no echarlo a perder.
Como cuando resbalas sobre hielo negro. Giras en redondo. Y el vehículo está en movimiento, de manera que pasas un rato de lo más jodido para decidir en qué dirección estabas viajando y por qué.
Señora, lo siento. Es una transacción en metálico.
Aquello lo había dicho en casa del médico de Fairway Lane. Lorene, la mujer del médico, había invitado a Krull a entrar, aunque estaba claro que Krull tenía mucha prisa y que sus botas de trabajo, pesadas como cascos de caballo, estaban embarradas e iban dejando huellas sobre la delicada alfombra beis. Nada más pasar la puerta trasera de la casa del médico se tenía, a través de paneles de cristal, sensación de hotel de lujo. ¿Había una piscina dentro de la casa?: un brillo débil y tenue de color aguamarina.
No era la primera vez que Krull había hecho una entrega en la casa de cristal y ladrillo con dos alturas y vistas al puñetero campo de golf Sparta Hills, pero la vez anterior Lorene, la mujer del médico, vino hacia Krull contoneándose, y se apoyó contra él con tanto descaro, con un deseo tal de ser amada o por lo menos acariciada, tocada, follada, que a continuación le había acercado la cara, había presionado los labios de Krull con los suyos y le habría besado con la lengua de no ser porque él se horrorizó tanto como si una serpiente hubiera sacado su lengua bífida por la boca de la mujer o como si una serpiente se le hubiera deslizado muslo arriba hasta la entrepierna.
– ¡Dios! Señora, apártese.
Dada su edad y su tamaño y su aspecto indio, Krull se asustaba con facilidad de mujeres que se le acercaban a toda velocidad, borrachas o colocadas: eran tales las historias que se oían sobre acusaciones de violación y de amenazas de muerte, así como de agresiones sexuales que nadie pondría en duda ya cualquier cosa que una mujer afirmase que le había hecho un varón. Y en este caso se trataba de una mujer completamente blanca, mientras que la piel de Krull era de un moreno muy oscuro y tenía una barba tan densa que necesitaba afeitarse dos veces al día, a tomar por culo, Krull tenía cosas mejores que hacer. De manera que le dio un empujón a Lorene, la mujer del médico (asombrada ya, herida como si la hubiese abofeteado), ¡como si diera por sentado que el mensajero tenía que marcharse sin otro pago que un beso húmedo con la lengua y la promesa de una relación sexual! Y además, la esposa del doctor Jacobi rondaba como mínimo los cuarenta. A Dutch hoy le repitió su lacónica respuesta como si se tratara de una morcilla televisiva «Señora, lo siento. Sólo hacemos transacciones en metálico» para hacerle reír.
Provocar la risa de Dutch Boy era como hacer reír a una condenada vaca para carne todavía con los cuernos puestos. Lenta y estúpida pero peligrosa si te acercas demasiado. Un paso en falso y puedes acabar entre sus cuernos.
A Krull se le conocía ya como lugarteniente de Dutch Boy. La mano derecha de Dutch Boy. El único fulano de quien Dutch Boy se podía fiar, eso era lo que decía.
Y un tipo que le hacía reír.
Krull sólo era divertido cuando estaba colocado. Si a eso se le podía llamar divertido. Más bien raro, como los programas televisivos de madrugada. Enciende el aparato, ahí está Krull.
– Vamos, Krull. Párate aquí. Voy a…
Krull quería reírse pero le castañeteaban los dientes. Tenía sin embargo tanto calor que se había subido la camiseta hasta las axilas. La piel, tensa sobre las costillas, brillaba a causa del sudor. Había perdido peso, joder, era bien difícil quedarse sentado el tiempo suficiente para tomar un bocado. Si es que se tenía el apetito necesario. El humo de la metanfetamina le anestesiaba el gusto, y la lengua se le quedaba entumecida, como si se le hubiera metido una cosa muerta en la boca, aunque sentía la necesidad de hablar, el ansia de hablar, pero sin palabras que decir. Cuando aquella mujer enardecida se apretó contra él, antes incluso de que tratara de introducir su lengua de serpiente en la sorprendida boca de Krull, ya lo había abrazado hábilmente como hace una madre con un hijo intransigente para apretarlo contra ella, manos maternas juntas sobre su trasero mientras lo sujetaba con fuerza diciendo que estaba muy sola, cielos qué sola estaba, deseaba quererlo, le pedía permiso, por favor, estaba loca por él desde la primera vez que lo había visto, Krull tuvo que apartar a la mujer de un empujón, escandalizado. La hambrienta boca femenina tan dispuesta a tragarse la suya.
Años antes, Jacky DeLucca, la amiga de Zoe. Krull todavía soñaba con aquella hembra que nunca había vuelto a ver.
No llegó a descubrir si fue Delray quien le dio una paliza. Era una cosa que no le podías preguntar a tu padre.
Tampoco llegó nunca a averiguar si Eddy Diehl, antes de que la policía acabara con él, había confesado de verdad ser el asesino de Zoe. Si quizá había sido ésa la razón de que lo mataran a tiros. Aunque la historia se alterase después. Por puro despecho, para destruir a Delray Kruller. Por puro despecho, los enemigos de Delray en el departamento del sheriff. El novio de una prima de Zoe, ésa era la relación. Toda Sparta convertida en una telaraña de aquel tipo de relaciones.
Y en el centro de la tela estaba la araña Muerte.
Después de que la policía acabara con Diehl, su familia se había marchado de Sparta. Lucille, la ex esposa; Ben, el hijo; y Krista, la hija.
La chica a la que Krull casi había estrangulado. A la que casi había follado. Pero no, no lo había hecho, no habían sido más que sus manos.
No lo había hecho. La chica lo confirmaría.
Durante aquellas últimas semanas había cedido, le había dicho sí a Dutch Boy. Lo que le había sucedido a su anterior lugarteniente no era algo que supiera todo el mundo.
Si Krull había estado aquella tarde en casa de la mujer del médico y llevaba el dinero encima, eso quería decir que había hecho la transacción. Si Krull aún tenía la droga, no había hecho la transacción. Si Krull no tenía ni el dinero, ni la bolsita con la mercancía, se había metido en un buen lío.
Quienquiera que le estuviera tirando de las manos, Krull lo apartó de un empujón. Aquella persona trataba de razonar con Krull y Krull perdió la paciencia, lo maldijo de repente, riéndose enfadado y extendió el brazo para abrir la portezuela, el maldito tirador, Krull lo agarró y trató de alzarlo en la dirección equivocada, luego rectificó, la portezuela se abrió del todo, el imbécil salió despedido gritando, y Krull apretó el acelerador hasta el fondo.
Había estado allí, en casa de la mujer del médico. Ahora lo recordaba. Había sido real sin ninguna clase de duda. La mujer medio se había caído, el pelo sobre la cara. Sus ojos sorbiendo los de Krull como si se estuviera ahogando y era él quien tenía que levantarla, pero no lo había hecho. Miserable hijo de puta. Palurdo ignorante apártate del rostro de melocotón de la mujer del médico.
Siempre presente el deseo de que Delray regresara. Krull recurriría con toda franqueza a su padre para que le dijera qué hacer con Dutch Boy. De no ser por la desaparición de Delray, Dutch Boy no habría entrado en la vida de Krull.
Duncan Metz había abandonado Sparta. Corría el rumor de que se le había dicho que se fuera o que se atuviese a las consecuencias. Tal vez se hubiera instalado en Buffalo. Quizá en Erie, en Pennsylvania. Dutch Boy se había quedado con el arsenal de Metz, así era como lo llamaba. Rifles del ejército, escopetas y pistolas semiautomáticas. Una Remington de un solo disparo y accionada con cerrojo. Y otras armas además.
Tramabas matar a tu enemigo antes de que descubriera que también tenía buenas razones para matarte. El riesgo era, sin embargo, que tu enemigo ya se hubiera dado cuenta. Tu enemigo está esperando a que unos faros se acerquen a su casa en el campo, mientras el mundo se oscurece como algo que se solidifica, aunque todavía hay luz en el cielo y unas nubes estriadas y densas como rocas esculpidas.
Flotando por ahí. Pero dónde, nadie lo sabía.
Cualquiera pensaría que Delray iba a acabar por ponerse en contacto con alguno de sus parientes en Sparta. Pero no se sabía nada de él. Luego, a mediados de abril, Krull oyó que Delray «había pasado por» Long Lake y había visto a uno de sus primos y a su familia, pero cuando Krull llegó en coche a aquella zona de los montes Adirondack, Delray «ya se había marchado».
Qué tal habían encontrado a su padre, preguntó Krull.
Aunque, por la expresión en los ojos de sus familiares, sabía que era una pregunta dolorosa, difícil de contestar.
Más adelante en abril, Krull se enteró de que Delray se había presentado de forma inesperada en casa de otro pariente en Plattsburgh, cerca de la frontera con C Canadá; aquel primo se había alistado en el ejército y lo habían mandado a Vietnam más o menos en la misma época que a Delray. Su mujer llamó a Krull para decirle que su padre «había llegado y se había marchado», que daba la sensación de «beber mucho» y que «a veces, hablaba de manera confusa». Krull preguntó si había dicho algo sobre rehabilitación, sobre volver a Watertown, o sobre volver a Sparta, y algo acerca de él, pero la mujer del primo respondió:
– Luke y él no gastaron demasiado aliento en hablar, sobre todo bebían. Luke tiene la mala costumbre de hablar prescindiendo del que escucha (¿sabes a qué me refiero?), y cuando decía algo acerca de Vietnam, la maldita guerra en la que estuvieron, Delray se limitaba a gruñir y a reír como diciendo que había pasado tanto tiempo que a quién demonios le importaba ya. Traté de alimentar un poco a Del, porque no se puede decir que comiera mucho, le pregunté por su familia en Sparta, qué tal estaba su hijo, es decir, tú, y me respondió una cosa que helaba el corazón: «También de eso hace ya mucho tiempo». Pensé que quizá había sido una equivocación por mi parte llamar la atención de Delray, ya sabes, sobre tu madre y todo lo demás, pero no se ofendió conmigo. Más tarde por la noche me desperté oyéndolos a él y a Luke todavía en el piso de abajo riéndose, aunque quizá no fueran risas sino otra cosa. A la mañana siguiente se había ido.
– ¿Adónde?
– Aaron, ¿cómo quieres que lo sepa? Ni siquiera llegó a decirnos de dónde venía.
El primero de mayo Krull se enteró por un cliente del taller que conocía a su padre desde los tiempos del instituto que Del estaba viviendo con una mujer en Saranac Lake y que trabajaba allí de mecánico.
– Para qué cojones iba a hacer papá una cosa así -dijo Krull-; tiene aquí su propio garaje.
Cuando pudo ponerse en camino para llegar a Saranac Lake, para lo que necesitó hacer mucho camino por la Route 28 y luego hacia el norte por las montañas y por carreteras llenas de curvas traicioneras, habían pasado unos cuantos días y una vez en Saranac fue parando en todos los garajes, y talleres de chapa y pintura y en todos los restaurantes, cafeterías y bares de los alrededores para enseñar fotos de un Delray más joven y en mejor estado de salud, de manera que tuvo que explicar qué aspecto era probable que tuviera en aquel momento. En ninguno de los garajes recordaba nadie haber visto a Delray, lo que era una mala señal, pero en un bar a la orilla del lago una camarera joven afirmó que sí, que podía ser que lo hubiera visto varias veces en aquel local, pero solo y no con una mujer, y que recordaba su cara, la de alguien «un tanto venido a menos, maltrecho», pero le había dejado buenas propinas, era un hombre generoso.
A Krull no le quedó más remedio que sonreír. ¡Generoso! Cuanto menos dinero tenía, con más facilidad se desprendía de él su padre. Había una atmósfera tal de vértigo e insensatez a su alrededor en tales momentos que hacía pensar en un hombre camino del patíbulo.
La joven dijo que le había preguntado cómo se llamaba y que el padre de Krull se había echado a reír y había farfullado algo que sonaba como «De eso hace ya mucho tiempo».
Krull pasó día y medio en Saranac. Como no quería gastar dinero en un motel durmió en su coche. Lo que necesitaba era un afeitado y se daba cuenta de que la ropa le olía a desesperación y a las cervezas que había tenido que beber tratando de localizar a su padre, aunque, maldita sea, estaba decidido a encontrarlo, excepto que la búsqueda era un recorrer uno tras otro bares, cafeterías, tabernas y restaurantes a lo largo de la carretera más frecuentada, una búsqueda inútil, como Krull llegó a descubrir, porque aquello no era la televisión, donde, después de unas cuantas averiguaciones un hijo encontraba a alguien -como la camarera joven- que le ayudaba a localizar a su padre y a llevarlo a casa y a volverlo a ingresar en el hospital para desintoxicarlo y de ese modo salvarle la vida. Lo que Krull encontraba en cambio eran desconocidos entre los cuales algunos tenían tiempo para él y otros no; desconocidos que eran en su mayor parte cordiales y estaban deseosos de ser útiles y compasivos, en especial mujeres que miraban con fijeza las viejas instantáneas un poco arrugadas que Krull extendía delante de ellas y que decían Ah, ¿es éste tu padre?¿Buscas a tu padre?¿Es que está enfermo? Y añadían El parecido es muy grande entre él y tú. Se ve en los ojos.
Y miraban a Krull como si él, Krull, fuese el enfermo, y no Delray. O quizá el padre había contagiado ya la enfermedad al hijo y se le notaba en la cara pese a su juventud.
La clase de situación familiar en la que el remedio es colocarse. Y seguir colocado todo el tiempo que sea posible, joder.
Krull regresó a casa para encontrarse con una sorpresa, y no buena.
– … no me gusta nada dejaros tirados a Del y a ti, Aaron, pero, qué demonios, ¿cómo puedo saber cuándo va a volver? ¿O si de verdad va a volver? Tengo que mirar por mi familia, ¿te das cuenta? Hay un taller de chapa en la ciudad, me dejan empezar el lunes que viene. Dile a Del, la próxima vez que hables con él, que…
¡Joe Susa! Krull quedó petrificado. No se lo esperaba. Joe Susa era el más experto de los mecánicos de Delray.
Quizá doce años de trabajar con su padre fuera suficiente. Krull vio en los ojos de su interlocutor lo profundamente angustiado que se sentía, qué culpable se sentía y el tremendo alivio ante la perspectiva de abandonar el taller de Kruller.
… un tanto venido a menos, maltrecho…
Como perseguir a un animal herido. Un macho ya mayor. El macho viejo con una herida en la tripa que va dejando un rastro de sangre por los bosques, sobre la nieve de la que sobresalen ramas rotas, amasijos de hojas. A Krull no le había dado nunca por la caza, pero sabía que existía un código, que los indios seneca, sobre todo, creían que el cazador está moral- mente obligado a encontrar el animal al que ha herido y a poner fin a sus sufrimientos.
Excepto que primero necesitas encontrarlo.
– ¡Vale! Estoy llegando.
Krull había adquirido la costumbre de hablar en voz alta cuando estaba solo. No tenía a nadie más de quien pudiera fiarse.
En Booneville Junction, a una veintena de kilómetros al oeste de Sparta, parecía no vivir nadie, tan sólo se veía, en proceso de desintegración, un granero más o menos de la altura de una casa de tres pisos al lado de las vías del ferrocarril Chautauqua & Buffalo. Y por todas partes campos abandonados. La carretera de Booneville estaba agrietada y desmoronada. Si se giraba a la izquierda por la Seven Mile Road, que era estrecha y estaba sin asfaltar, se llegaba, al cabo de kilómetro y medio, a lo que tenía que haber sido en otro tiempo el enclave de una familia de agricultores. De las seis casas, dos se habían derrumbado sobre sus cimientos de piedra, una había ardido y sólo quedaban los cimientos, y otra había empezado a arder del tejado para abajo, destripando el ático y dejando a la vista las habitaciones, de manera que se veía el papel de las paredes chamuscado por el fuego, trozos de cristal en lo que quedaba de las ventanas, visillos ennegrecidos, tan delicados como encaje, agitados por el viento. Dado el nerviosismo que lo dominaba, Krull se quedó mirando una ventana de aquella vieja granja arruinada pensando que una mujer lo vigilaba desde allí y que apartaba el visillo de encaje negro para hacerle señas.
– ¿Sí? ¿Qué pasa?
La voz de Krull era áspera, extraña. Krull la oía como algo que volvía de nuevo hacia él a través de un embudo.
– ¡No me conoce usted! No soy el que cree.
Krull rió para mostrar que no hablaba en serio. Por supuesto no había ninguna mujer en aquella casa. Nadie que vigilase a Krull, por supuesto que no.
Lo más extraño era que no se trataba de la primera vez que Krull veía un rostro femenino, la sombra de una figura en la ventana. A alguien que sabía que no estaba allí. Que sabía que no era Zoe por el amor de Dios sabía que Zoe estaba muerta. ¿Acaso no había visto su cuerpo, no lo había olido? ¿No había rociado con polvos de talco aquel cuerpo, como se rocía con cal un animal muerto que quieres que se queme deprisa sin que siga despidiendo aquel terrible olor?
Krull había estado ya dos veces allí con Dutch Boy. La primera cuando era Duncan Metz el propietario de los edificios. O los alquilaba. Según un rumor, que sólo había llegado a oídos de Krull una semana antes, Metz estaba enterrado allí.
Dutch Boy la llamaba su casa de campo. Lo importante era que quedaba fuera de la jurisdicción de la policía de Sparta y justo en la línea divisoria con Kattawago County. Dutch Boy presumía de tener un amigo en el departamento del sheriff de Kattawago, lo que probablemente era cierto.
Krull salió de su automóvil: un Ford Charger. Cuatro puertas, ocho cilindros, color bronce oscuro, el modelo del año anterior. La clase de coche que a Delray le hubiera impresionado ver conducir a su hijo, aunque ¿de dónde demonios había sacado el dinero para comprarlo? Esa habría sido su primera pregunta.
– Se quedaron con el viejo. Me hicieron un precio de puta madre.
El caso es que ya estaba fuera, dando patadas a las hojas. Había hierbas altas allí -¿juncos?- y el viento producía ondas, las agitaba y las revolvía hasta el punto de que Krull sintió un picor en el cuero cabelludo, casi se podía ver algo, una cosa gigantesca -animal o figura humana- no del todo visible, pero se la percibía como una sombra que se moviera abriéndose camino entre las hierbas, aplastándolas y dejando luego que se alzaran de nuevo, y el mérito estaba en no dejarse llevar por el pánico, porque allí no había nadie.
Un cadáver es una cosa muerta. Lo entierras o lo quemas. De la misma manera que la basura se entierra o se quema. Era un sentimentalismo propio de un cretino imaginar que alguna clase de espíritu sobrevivía después de que el cuerpo se iba a hacer puñetas. Krull se dijo Tu madre está muerta y no va a volver.
Exploró la casa que había ardido. Maderas medio quemadas, ripias, ladrillos desperdigados y a medio deshacer y trozos de árboles muertos como seres caídos de los que la vida se había escapado. Agradables hierbas aromáticas habían empezado a aparecer entre los escombros, incluso lilos silvestres que habían crecido altos y delgados como los arbustos de detrás de la granja pintada de color melocotón en Quarry Road. Corazones perdidos, hojas caídas, mirlos posados en árboles rotos era lo que Zoe estaba cantando. Aaron había cortado una ramita de lilo para llevársela, la había roto como se arranca un brazo de su articulación, pero Zoe no le había reñido, no había parecido que se diera cuenta. No era la clase de mamá que se fijara mucho en esas cosas, aunque sí le había dado las gracias y le había besado. Sólo necesitamos un lugar donde descansar, ave del paraíso que en mi mano reposas. Ahora el perfume de las lilas inundó los sentidos de Krull, de manera que se sintió borracho, colocado, un colocado muy agradable aunque mezclado con olores de podredumbre y madera quemada. De las seis casas una seguía siendo habitable: la casa de los abuelos Weggens, que Jimmy, su nieto, había heredado, un inmueble en bastante mal estado y extrañamente inclinado, como si la tierra misma se hubiera corrido por debajo. Era allí donde vivían Dutch Boy y algunas otras personas.
Desde lejos la casa era una granja vieja de aspecto adusto con tejados muy empinados, porche delantero combado y varios pararrayos como punzones para hielo en los puntos más altos del edificio. La chimenea era de ladrillo y se había desmoronado en parte, y el tejado del porche brillaba con un extraño fulgor de putrefacción. Trozos translúcidos de plástico se agitaban en las ventanas como vendas manchadas. Se mantenía cierta medida de dignidad en el porche, que era amplio y daba la impresión de alzarse mucho, de postes con tallas ornamentales, como algo sacado de un libro con ilustraciones. El patio delantero carecía de hierba y estaba marcado por los neumáticos de numerosos vehículos, y en aquel final de tarde -era evidente que empezaba a anochecer, aunque Krull estaba seguro de que había salido de Sparta a primera hora de la tarde-, había varios coches estacionados, de los cuales el más llamativo era el Barracuda 1984 de color morado oscuro descapotable, propiedad de Dutch Boy, con el lateral izquierdo rayado como con un tenedor gigante y el parachoques delantero sujeto al chasis con alambre.
Krull había vuelto a subir a su coche y siguió avanzando. Aparcó en el patio de la casa de Dutch Boy. No llevaba ningún arma, si se exceptúa un desmontador de neumáticos parcialmente escondido debajo del asiento del pasajero. Dutch Boy había tratado varias veces de darle una de las pistolas semiautomáticas de calibre 22 y seis disparos, lo bastante pequeña para guardársela en el bolsillo de la chaqueta, pero Krull no había querido un arma de fuego con el razonamiento de que si la llevaba tendría ganas de usarla, querría encontrarle una utilidad. Cuando estaba colocado con metanfetamina -la mezcla con hachís era la peor- sus nervios estaban tan tensos que con el menor ruido o con cualquier movimiento brusco, como el de una mariposa agitando las alas, un colibrí, o incluso un simple milano que volara empujado por el viento, el corazón empezaba a palpitarle y a llenarlo de adrenalina, lo que incluso en su habitual estado de sobreexcitación Krull llegaba a entender que no era una cosa buena.
El colocón con metanfetamina había ido perdiendo intensidad pasadas dieciocho horas, o el tiempo que fuese. Ahora su corazón sólo palpitaba de aprensión, con miedo. No había encendido los faros. Por lo menos en eso había hecho lo correcto. El sol no había desaparecido aún. Buena parte del cielo permanecía iluminado hacia el oeste, por encima del lago Ontario, encendido con el rojo del atardecer.
Un sol rojo en el momento de hundirse. Delray había hablado de llevarlo alguna vez, un amigo tenía un bote, podían salir a pescar. En una parte de la cabeza de Krull, la excursión al lago Ontario era todavía una posibilidad. Algo que aún podía suceder. Su padre regresaba y se «retiraba» del taller de reparaciones. Claro que podrían hacerlo, cualquier fin de semana.
Dutch Boy no estaba tan loco en pleno día como a veces en la oscuridad. Krull estaba pensando que en aquella época del año los días eran más largos.
Se estaba dejando llevar por una vena melancólica: pensaba en cómo los abuelos de Jimmy Weggens habían vivido allí en Booneville toda su vida con aquella carretera sin asfaltar y se habían dedicado a la agricultura -trigo, soja, maíz, vacas lecheras- y habían dejado a sus hijos la granja y las tierras, con una extensión de veinticinco hectáreas, y en cambio los hijos, al hacerse mayores, se habían mudado a Sparta o a alguna otra ciudad dado que no sentían el menor interés por la agricultura, y poco a poco habían vendido la propiedad, o quizá se la arrendaban a granjeros de los alrededores, pero la casa vieja había quedado deshabitada hasta que por fin, a mediados de los años ochenta, pasó a manos de Jimmy Weggens, un yonqui de treinta y cinco años, consumidor de metanfetamina, con los dientes podridos y una sonrisa como la de una calabaza de Halloween.
Jimmy había sido en otro tiempo socio de Duncan Metz en la fabricación de metanfetamina para fumar y ahora lo era de Dutch Boy Greuner. En el sótano de la casa existía un «laboratorio» y fuera, detrás del edificio, un vertedero hediondo de residuos químicos. El olor llegaba hasta más allá de un kilómetro, pero ningún agente de policía del condado había investigado nunca aquella propiedad ni era probable que lo hiciera, fanfarroneaba Dutch Boy.
Dutch Boy era además proveedor de otras drogas convencionales: hierba, cocaína, analgésicos y antidepresivos que sólo se vendían, en teoría, por prescripción facultativa, píldoras para adelgazar y heroína. Y Krull sin otra arma que el desmontador de neumáticos con el que, evidentemente, no podía entrar en la casa.
Hizo bocina poniendo las manos delante de la boca. Era siempre arriesgado presentarse allí, incluso cuando a uno lo esperaban.
– ¡Eh! Soy yo, Krull.
Había visto una cara en una de las ventanas del piso de abajo.
Dentro de la casa, junto a la puerta, Sarabeth, la novia de Dutch Boy, una chica muy joven, se cubría el pecho con los brazos, tiritando. Llevaba un brillante clip de metal en la ceja izquierda. Nerviosa, y en apariencia avergonzada, Sarabeth le dijo a Krull:
– Está muy cabreado en este momento. No sé por qué.
Sarabeth había sido en otra época pareja de Krull. No la única en aquel momento ni por mucho tiempo, pero existía un lazo sentimental entre ellos, un aire de pesar, de disculpa. Sarabeth tenía dieciocho años, o quizá veinte. Por algunas de las cosas que contaba se podía pensar que tuviera veinticinco, o incluso más. Las historias sobre su vida eran atractivas y extravagantes. Hija de un hombre adinerado, se había escapado de Averill Park, un barrio residencial de Albany de nivel muy alto. Ella misma había sido modelo destacada, a no ser que fuese puta de lujo en Syracuse. Sus ojos -pequeños-, miopes y húmedos, de color de té, estaban dilatados y podrían haber manifestado miedo en circunstancias normales. Con la boca muy seca a causa de la droga que había tomado, Sarabeth se humedeció los labios con la lengua y posó una mano temblorosa sobre el brazo de Krull para advertirle, con un susurro entrecortado:
– Está nervioso.
En una habitación interior, que había sido cocina en otro tiempo, Dutch Boy hablaba por teléfono. Su voz era inconfundible: una sucesión de furiosas olas tartamudeantes. Hablaba con su proveedor de Syracuse, supuso Krull. Recordaba ya que había hecho cinco entregas en Sparta aquel día y que no habían surgido dificultades con ninguna, de manera que tenía dinero que entregar a Dutch Boy, un fajo de billetes arrugados que olían demasiado. Incluso billetes nuevos que llegaban a poder de Krull desde las manos temblorosas de clientes de clase acomodada, como la mujer del médico, conseguían apropiarse los olores del cuerpo de Krull. Se necesitaría tiempo para que Dutch Boy contara aquellos billetes, porque no se fiaba de los que llamaba «intermediadores». A continuación Dutch Boy colgó el auricular y fijó la mirada en Krull, dando la sensación, en un primer instante, de no reconocerlo. Luego dijo:
– Tú. Maldita sea, dónde cojones te habías metido .
A Krull 110 le pareció que aquella pregunta requiriese una respuesta.
Dejó los billetes sobre la mesa de la cocina, de un modelo antiguo, con superficie esmaltada, muy estropeada ya, y con manchas. Una mesa esmaltada de la clase que Krull recordaba haber visto en la cocina de sus abuelos, los padres de Zoe, en una época ya muy remota, cuando su madre y él iban a visitarlos casi todos los domingos.
Krull no estaba seguro de que aquellos abuelos suyos vivieran todavía. Si hubieran tenido deseos de verlo a él, su cara les habría recordado a la de Delray.
En el suelo, de linóleo, habían ido apareciendo bultos semejantes a ampollas. Varias ventanas, recubiertas con capas de suciedad, recogían la luz del sol que declinaba, como en una película en tecnicolor. Un hedor químico llenaba el aire, un fuerte olor a fertilizante. ¿Nitrógeno? Krull no intervenía para nada en la preparación de drogas, recelaba de sus peligros y no tenía la menor intención de participar en aquel proceso aunque se lo pidieran, cosa que no había sucedido. Nadie en la casa parecía notar el fuerte hedor químico excepto Krull y sólo en el momento de llegar. Dutch Boy estaba de un humor peculiar, agitado, tal como le había advertido Sarabeth, y presa de ansiedad. Posiblemente algo había salido mal. Vestía su chaleco de plástico, imitación de cuero, sobre el pecho desnudo, de color almeja y cóncavo, sin rastro de vello. Sus pezones eran como bayas diminutas. Los hombros y la parte alta de los brazos, descarnados, parecían carecer de tejido muscular. El pelo, teñido de color bronce, era castaño ya en las raíces. Excepto por las mejillas sin afeitar, los ojos inyectados en sangre y las arrugas de la cara, podría haber sido un niño disfrazado para Halloween, una figura que invitaba a la sonrisa. Mientras hablaba con Krull, queriendo tratar algo urgente con un torrente de palabras que se interrumpía a cada paso, brillaban sus dientes manchados. Los ojos parecían disparejos, desenfocados y, sin embargo, daba la sensación de hacer un esfuerzo sincero para hablar razonablemente con Krull, para convencerlo de algo, quizá para hacerle una advertencia y para amena/arlo, pero, de algún modo, sus palabras resultaban incomprensibles, como pronunciadas en un idioma que resultaba tan extranjero para su interlocutor como para él. Krull murmuró Sí, bien. De acuerdo con tono conciliador. Había estado mirando en busca de algún arma de fuego sin encontrarla. En algunas ocasiones Dutch Boy tenía una pistola a la vista, otras veces uno de sus rifles militares Enfield, y cerca, en algún sitio, estaba la escopeta Rottweil de calibre 12. Según la información de Krull, Dutch Boy no había disparado nunca con aquellas armas excepto para tirar al blanco, contra postes de vallas y pájaros carroñeros. Desperdigados sobre la mesa esmaltada estaban los cuadernos de Dutch Boy, páginas llenas con los complicados sombreados de cierta clase de dibujos de cómics, y las figuras de cómic del mismo Dutch Boy, así como intrincados dibujos de soles o átomos dando vueltas, calaveras sonrientes y rostros de payasos malévolos. Dutch Boy soñaba con llegar a ser algún día un famoso dibujante de cómics, al estilo de R. Crumb.
Krull fue a usar el baño en la parte trasera de la casa. Dutch Boy siguió hablándole mientras, ya de espaldas, se alejaba.
De lo que sucedió después, Krull no conservaría ningún recuerdo. Coincidiendo con su salida del cuarto de baño vio el destello de unos faros en el camino de entrada para los coches, una llegada que tuvo que ser algo inesperado porque Dutch Boy se alteró mucho. Krull le oyó maldecir como pueda hacerlo un niño mientras gimotea, y acto seguido salir al porche, cojeando. Lo que siguió fueron tres disparos en rápida sucesión, tan ensordecedores como si hubieran estallado a un par de centímetros de la cabeza de Krull. Un momento de silencio tan profundo como el que sigue a un trueno y luego la voz de Sarabeth:
– Oh, no, no. Oh, Dios, no.
Krull vio desde una ventana que un hombre con barba que si no era Metz se le parecía lo bastante como para ser su hermano, caía de rodillas cerca de la casa, hacia donde había huido a trompicones, y enseguida aparecía Dutch Boy que gritaba «¡Cabrón! ¡Hijo de puta!» y que se fue hacia él mientras el otro trataba de arrastrarse hasta las hierbas altas gimiendo y lloriqueando, al tiempo que la espalda se le llenaba de sangre resplandeciente. Si se trataba de Metz, Dutch Boy no le tenía ni pizca de miedo, porque Krull vio que se le acercaba corriendo, le disparaba a quemarropa en la nuca y que el otro caía hacia adelante sin la menor resistencia. Otro disparo más y una gran cantidad de sangre brotó de la cabeza del caído.
Todo aquello sucedió más deprisa de lo que Krull era capaz de asimilar. Casi más deprisa de lo que era capaz de ver.
Como en lacrosse, donde tampoco llegabas siempre a ver. Las jugadas son tan rápidas que tus ojos se quedan atrás.
Krull preguntándose ¿Era Metz? Que venía… ¿de dónde?
Mientras pensaba Si salgo de ésta, no volveré a traficar.
Se apartó de la ventana. Detrás de él gemía Sarabeth, entre lamentos. Dutch Boy regresó cojeando a la casa, hablando entre dientes consigo mismo, muy nervioso, mientras agitaba el arma que llevaba en la mano derecha. Era una pistola de cañón largo, pesada, de aspecto muy amenazador, tal vez de calibre 45, Krull estaba seguro de no haberla visto nunca. Los ojos de Dutch Boy, enloquecidos por la metanfetamina, se clavaron en él.
– T-tú. K-K-Krull, qué es lo que estás m-m-mirando.
Krull sintió un peligroso deseo de echarse a reír, pero logró contenerse, de hecho le invadió una tranquila variedad de pánico: Una de dos, o me mata ahora o no me mata. Junto al fregadero, un cajón estaba abierto a medias; trató de mirar dentro para ver si había algo, un cuchillo por ejemplo, un cuchillo de mango largo, que pudiera usar para defenderse, pero al instante se presentó Dutch Boy jadeando como un perro sin resuello.
– ¿K-K-Krull? Eso no lo has visto, ¿v-verdad que no?
Krull respondió al instante que no había visto nada. Y Dutch Boy dijo:
– Maldita sea, pensaba que me podía fiar de ese hijo de puta, y mira lo que he tenido que hacer.
Krull preguntó entonces:
– No era Duncan, ¿verdad que no?
Dutch Boy dijo:
– ¿Quién? ¿No era… quién? Y Krull respondió:
– Sólo para que lo sepas, Dutch, de mí te puedes fiar.
Dentro del cajón había lo que parecía ser un cuchillo de caza, pero Krull sabía que no le iba a ser posible sacarlo del cajón, que no tenía esperanzas de usarlo; aunque, entre un revoltijo de otros utensilios, llegara a rodear el mango con los dedos, no tendría tiempo.
– ¿K-Krull? ¿Me estás escuchando?
La necesidad de combatir un picor se apoderó de Dutch Boy. Con el cañón de la pistola se rascó el sobaco izquierdo y el pecho, que le sudaba por debajo del chaleco de plástico. En aquel momento Krull se dio la vuelta sin pensárselo más y se abrió camino para salir por la puerta trasera de la casa. En un instante estuvo fuera, en contacto con el aire del crepúsculo, más frío, corriendo llevado por el pánico, tropezando entre las hierbas altas de olor fragante y los rosales silvestres que le arañaban. Dutch Boy lo llamaba «¡K-K-Krull! ¡K-K-Krull!» con voz cada vez más alta como un niño dolido y ofendido. Dutch Boy disparó una vez, Krull oyó silbar el proyectil, que desapareció entre las hierbas. Siguió corriendo sin volverse, porque quería creer que Dutch Boy sólo había disparado al aire, a modo de advertencia, seguro que no quería disparar contra él. ¿Acaso no era su lugarteniente? ¿Su mano derecha? Quizás fuese una manera de indicarle que estaba despedido y que sería reemplazado, así que continuó corriendo entre un granero en parte derruido y los restos de una cerca de alambre espinoso. Detrás de él, Dutch Boy gritaba, y luego disparó una vez más. Krull oyó cómo Sarabeth alzaba la voz, aunque sin fuerza, y también oyó otra voz, masculina, que podría haber sido la de Jimmy Weggens.
Krull corrió con toda su alma. Agachándose y haciendo zigzags como un animal que ya ha sido herido, desesperado por salvar la vida.
… tropezando mientras atravesaba campos pantanosos. No podía arriesgarse a volver a su coche. El sol había desaparecido ya como si nunca hubiera existido. Agradables hierbas aromáticas que le llegaban a la altura de la cabeza y blanda y fértil tierra negra, un estruendo de canto de animales, diminutas ranas que vivían en los árboles. Se le habían mojado los pies. La cabeza le palpitaba dolorida. Era la jaqueca de después de la metanfetamina, cuando las arterias del cerebro se hinchan. Al limpiarse la cara y la nuca tuvo la sensación de que sangraba. (Quizá le había rozado uno de los proyectiles de Dutch Boy. Quizá Dutch Boy daba por sentado que estaba tocado y que se alejaría, arrastrándose para morir como un ciervo con una herida en las entrañas.) Imposible saber los kilómetros que anduvo, medio corriendo y medio tropezando, jadeante, por campos que habían sido en otro tiempo de cultivo, ahora entregados a las malas hierbas, entre grupitos de árboles, mientras retumbaban los truenos por la parte oriental del cielo, en las estribaciones de los montes Adirondack. Luego caminó por una pista asfaltada de dos carriles que no tenía nombre, con la esperanza de conseguir que alguien lo llevara, si bien cada vez que unos faros surgían de la oscuridad lo que hacía era apartarse y esconderse entre la maleza. No podía descartar del todo pensar que Dutch Boy y Jimmy Weggens estuvieran persiguiéndolo. Finalmente, y por casualidad, encontró la vía férrea que ya había visto en Booneville Junction, vía férrea que en aquel sitio se alzaba hasta una altura de metro y medio, y optó por seguirla en lo que supuso era la dirección de Sparta, aunque no tenía ni la más remota idea de cuántos kilómetros le faltaban por recorrer. De manera instintiva se adivinaba que la buena dirección era cuesta abajo, hacia un río. El río era el Black River y en aquella dirección estaba su casa. A la larga, agotado ya, tropezó, durante la noche, junto a la vía, con lo que parecía haber sido un cobertizo con una báscula: dentro, el suelo de tierra estaba cubierto en parte con tiras de cartón alquitranado sobre las que se tumbó con muchas precauciones, exhausto y acurrucándose como un perro apaleado. El frío era helador aunque estaban en mayo y la humedad se le metía dentro de los huesos. Zoe le estaba diciendo Conserva el calor, lo puedes hacer, cariño. Sigue respirando. ¡Te quiero! Sintió que se le destrozaba el corazón, tanto era lo que la echaba de menos. Y, ¡Dios del cielo!, también echaba de menos a Delray. Había llegado a aceptar la pérdida de Zoe, al menos eso creía, pero con Delray aún había una posibilidad de recuperarlo. No se había esforzado lo suficiente por encontrar a su padre y ya era casi demasiado tarde. Se le estaba olvidando ya lo que había sucedido en casa de Dutch Boy. Sin duda tenía alguna lógica. Siempre había una lógica si se conocían las circunstancias. Sigue la senda del dinero aconsejaba Delray. Acabó por hundirse en un sueño de puro agotamiento. Se despertó y se durmió de nuevo, y se despertó oyendo a lo lejos una voz furiosa, con su cortejo de gotitas de saliva, que trataba de explicarle algo, si bien el idioma era ininteligible. Luego Delray se acuclilló a su lado explicándole qué herramientas utilizar. Ahora todo se entendía con claridad y el corazón de Krull se llenó de afecto. La llave inglesa se usa así y así. A este destornillador se le llama un Phillips, ¿ves? Fíjate en la crucecita de la punta. Te puedo enseñar lo que haga falta. Encima de ellos estaba el chasis de un vehículo semejante a un insecto gigantesco que mostrase su esqueleto por debajo. Cigüeñal, transmisión. Tubos de conducción del combustible. A sus dedos de niño se les cayó la herramienta y papá los rodeó con los suyos y alzó la llave inglesa. Ves, Aaron, aprenderás si yo te enseño. Tómatelo con calma. No se acordaba ya de dónde demonios estaba, fue todo un sobresalto despertarse en el cobertizo, sobre el suelo helador de tierra, con las tiras de cartón alquitranado, la columna vertebral rígida y las articulaciones doliéndole de frío como él se imaginaba que les pasaba a las articulaciones de un anciano. A causa de la violencia y de la temeridad del lacrosse se acababa con dolores, esguinces, fisuras en los huesos que salían a relucir años después, afirmaba la gente de más edad. Pon toda la carne en el asador cuando juegas de joven porque es la única ocasión que tendrás, qué demonios importa lo que suceda después. Un viejo a los cuarenta y cinco años. Lisiado a los cincuenta. Artritis, hernias discales. Estaba mirando a algo que se movía en la pared derruida. Sombras o un agitarse, fuera, de algo que estaba vivo. Eh, chico. Soy yo, chico. Krull se incorporó, se arrastró hasta la entrada del cobertizo y miró fuera. Aún era de noche. No se trataba de un verdadero amanecer. Ráfagas de viento removían cosas rotas por todos lados. Ráfagas de viento en los árboles. Se le erizó el vello de la nuca. Dios del cielo, era una cosa terrible ver a papá allí fuera tan extrañamente tranquilo, a menos de cuatro metros. Delray estaba de pie, pero como si lo apuntalara el tronco de un gran árbol de hoja caduca. El rostro de su padre, con manchas oscuras, estaba estriado, como con pliegues en diagonal. Era un rostro desfigurado, el rostro de un fenómeno de circo, Krull lo miró asombrado. Ya ha pasado mucho tiempo, chico. Deja que me vaya, ¿de acuerdo, chico? Estoy cansado. Y luego se despertó al amanecer para descubrir que la figura que había creído que era su padre, de pie, apoyado contra un árbol con forzada rigidez, era en realidad una densa masa estriada de hongos sobre el tronco muerto de un árbol; pálidos anillos parásitos que parecían ripias colocadas con una inclinación uniforme. Krull no había visto nunca nada como aquella colonia de hongos que podía tener más de cuatro metros de altura, abrazada a un tronco, del que eclipsaba incluso la base misma. Los hongos habían succionado la vida del gran árbol, y en las ramas rotas y desgajadas sólo quedaban hileras de hojas muertas. Había algo así como un rostro en la masa de hongos, un rostro humano si mirabas fijamente, pero uno no querría acercarse para verlo, ni para comprobar, a menor distancia, el sufrimiento que reflejaba.
– ¡Eh, usted! ¿Quiere que lo lleve a algún sitio?
Se acercaba el camión de plataforma de un granjero. Faros en la niebla. Krull se había lavado la cara -necesitada ya de un afeitado y con varias heridas y cortes- y se había humedecido los cabellos, que tenían algo de púas, con el agua de una acequia; también se había arreglado la ropa, sucia y con desgarrones, y caminaba por la carretera con cierta dosis de dignidad como podría haberlo hecho un Delray de mediana edad al apearse de su Harley-Davidson sin dejar ver hasta qué punto tenía un dolor punzante en la espalda. ¡Cielo santo! Podías fingir ser casi cualquier cosa que no eras, dado que eran tan pocas las que podías ser de verdad.
– Ya lo creo que sí. Si es tan amable. Muchas gracias.
Dándose perfecta cuenta de la buena suerte que no se había merecido, Krull recorrió en el camión los veinte kilómetros que le separaban del Black River, y entró en Sparta mientras la ciudad y sus abruptas colinas glaciales pasaban del amanecer envuelto en niebla a la bruma matutina creada por la pálida luz del sol; algunas luces, sin embargo, seguían encendidas: faroles, iluminación de vallas publicitarias, luces de porches en las casas; algo en aquellas luces perseverantes le pareció a Krull patético o triste; o tal vez esperanzador. Y el granjero -que se llamaba Floyd Donahower y a quien Krull estrechó la mano- se disponía, por pura casualidad, a depositar su tractor John Deere -estropeado- en el taller de reparaciones Kruller, a cuyo propietario, Delray, conocía desde mucho tiempo atrás, por lo que llevó a Krull hasta Quarry Road y hasta su hogar, que pocas horas antes había creído que nunca volvería a ver; y, avanzada ya la tarde, sonó el teléfono en el despacho de Delray en el garaje y Krull lo descolgó y lo que sonó en su oído fue una voz entrecortada de mujer, Sarabeth informándole de que Dutch Boy quería que supiera que no «le guardaba rencor» ni existía por su parte un «deseo de represalia» y que el problema se había «resuelto», enterrado en un antiguo montón de heno y estiércol en putrefacción detrás del granero.
A Krull no se le ocurrió nada que responder. Había estado trabajando en los tubos de conducción del combustible del tractor y le faltaba muy poco para terminar de arreglar la avería. Tenía grasa en las manos, que le temblaban un poco, pero saldría adelante.
– ¿Krull? ¿Estás ahí?
Krull emitió un ruido para indicar que sí.
– ¡Estaba tan asustada anoche! No sé muy bien qué fue lo que pasó… quiero decir que no lo vi… no estaba exactamente allí. Pero ya se ha acabado, creo. Las cosas se van a arreglar, dice Dutch Boy. Sólo quiere que sepas… lo que acabo de contarte.
– Me parece muy bien -dijo Krull-. Dile a Dennis que muy bien.
Iba a hacer limpieza en su vida. No había cumplido aún veintidós años. Hay algunas cosas que te puedo enseñar, había prometido Delray. Krull procuraría enterarse de cuáles eran aquellas cosas.