TERCERA PARTE

1

Noviembre de 2002


Hoy es el día en que he visto a Aaron.

Me había visto él primero. Me estaba esperando. Antes de que pudiera hablar, pronuncié su nombre:

– Aaron.

Han pasado años. Pero Aaron Kruller habitaba mis sueños. Mis sueños más íntimos, los que nunca hubiera compartido con nadie, ni siquiera con él.

– Krista.

Dijo mi nombre sin entonación alguna. No había música en su voz, ninguna señal de nostalgia. Y entornó los ojos, desconfiado. Los ojos de un hombre de treinta y cuatro años que ha vivido todos y cada uno de ellos; pensé, sin embargo, con mucha calma, Viene para llevarme a Sparta.

También pensé No hay amor como el primero.


¡La esperanza en sus ojos! Tan cegadora a veces que tengo que mirar hacia otro lado.

O quizá sea furia. Furia ácida, rescoldo al rojo vivo, bloqueada en sus entrañas ulceradas.

Claude Loomis, por ejemplo. Que finge no recordarme aunque han pasado menos de dos meses desde que estuve con él en esta misma habitación, en esta misma mesa.

Y el modo en que choca -con lo que parecen ser espasmos musculares erráticos e involuntarios- contra el borde de la mesa con superficie metálica que nos separa. Su voz es un murmullo muy bajo apenas audible ¿Señora? No la he oído. Hombros huesudos y deformes de una manera tal que hacen preguntarse si, debajo del uniforme carcelario de color caqui, habrá señales de amputación, alas arrancadas de los hombros sin miramientos. Señora, no la he oído, señora. Falsamente cortés, torciendo un lado de la cara, de color morado tirando a negro, llena de marcas y rayas y con una mano formando bocina alrededor de la oreja, carnosa y mutilada.

Sí, hablo de la oreja. Carnosa, mutilada, pero «curada».

Entre nosotros, sobre la mugrienta mesa rectangular, hay una mampara de plexiglás de unos veinte centímetros de altura. Una barrera entre el visitante y el cliente (preso) que debe de ser puramente simbólica, simple sugerencia. Porque cualquiera de los dos podría extender el brazo por encima antes de que un oficial de prisiones tuviera tiempo de intervenir. Cualquiera de los dos podría alzarse y agarrar por encima.

… ¿señora? ¿Le importa repetirlo, señora?

Claude Loomis lleva preso en el Centro Penitenciario para Hombres del Estado de Nueva York, situado en Newburgh, desde 1991, acusado de homicidio en segundo grado, agresión con arma letal, posesión sin licencia de arma de fuego y resistencia a la autoridad. Se encuentra en su undécimo año de una sentencia de veinticinco a cadena perpetua y su cara ha llegado a parecerse a uno de esos rostros que son como máscaras primitivas en ciertos cuadros de Picasso, algo así como los restos de una cara que se ha derretido y vuelto a solidificarse numerosas veces. En el labio superior tiene una cruel cicatriz blanca en forma de hoz que parece una cosa viva, y sus ojos son oscuros y luminosos y saltones como si, desde dentro del cráneo, se ejerciera sobre ellos una presión tremenda.

¿No se lo dije, señora? Me esfuerzo lo más que puedo por recordar…

Señora es lo que me llaman en la mayoría de los casos. Una palabra farfullada y casi inaudible, que es como un ruido de flemas en el fondo de la boca. Señora porque no se acuerdan de mi nombre de una visita a otra o porque mi apellido les resulta problemático dado que si no se ve Diehl deletreado suena como Deal [trato] y Deal parece un error por tratarse de una persona encargada de representar a presos indigentes cuyas condenas se están investigando o han sido apeladas.

(¿Es «Claude Loomis» un nombre inventado? Sí. Estoy obligada por motivos profesionales y éticos a respetar la privacidad y la confidencialidad de todos los clientes incluidos en mi cartera de casos.)(Como «Krista Diehl» -el nombre que me he atribuido en este documento- es un nombre inventado, aunque sólo sea por unas pocas letras.) Mientras hablo con Claude Loomis, mientras le explico por qué estoy aquí, lo que espero hacer por él, me mira fijamente con sus ojos saltones de córneas amarillentas, entornados por la desconfianza. He aquí un hombre que ha sufrido decepciones en el pasado: no por mi mano, pero sí por la de alguien muy semejante a mí. En otro tiempo fue más joven y estuvo más esperanzado y en consecuencia sufrió una desilusión, quedó herido en sus expectativas. Confiar es arriesgar demasiado, algo así como ofrecerle la garganta a un extraño.

No parece que importe el número de veces que haya venido a reunirme con Claude Loomis. Soy una mujer de raza blanca que sonríe, nerviosa, y estoy sentada en el lado de la mesa que ocupa el visitante, de espaldas a la puerta, al otro lado de la cual hay un oficial de prisiones. Yo soy la extraña.

Señora, qué es lo que quiere me preguntó Claude Loomis, en nuestra primera entrevista hace varios meses, y yo respondí Lo que quiero es ayudar.

Y Claude Loomis se rió enseñando grandes dientes manchados ¿Es eso cierto, señora? No hay mucho dinero en esa ocupación, ¿no es así?

El guarda al otro lado de la puerta es un fornido hombre blanco de los Catskill que se apellida Emmet: me lo ha dicho él porque, a diferencia de mis colegas más agresivos, se lo he preguntado, ya que siempre me muestro amistosa con el personal de cualquier prisión o centro al que se me envía. Emmet debe de pesar más de ciento diez kilos, el pelo, de color limaduras de metal, lo lleva cortado al rape, y su rostro es una masa de músculos. Sus ojos de color piedra se deslizan sobre mí cuando me acerco, la boca esboza una sonrisa que podría ser amistosa o sólo sutilmente burlona; el personal de prisiones no siente respeto por mi profesión, de hecho su actitud es más bien de resentimiento, de desagrado. Porque lo que nosotros buscamos es anular, invalidar, poner en libertad, mientras que a ellos les preocupa encarcelar, mantener la seguridad. Pero soy una rubia joven -parezco más joven de lo que soy- y he conseguido hacerme amiga de Emmet, o al menos ésa es mi impresión. Quiero creer que este fornido hombre uniformado no es mi enemigo. Quiero creer que me protegerá si lo necesito. Y que no me mira con malos ojos aunque se me haya permitido entrar en la cárcel como visitante privilegiada, se me haya asignado una habitación para «entrevistas» y no se me obligue a reunirme con mi cliente en la gran sala de visitas, abierta, ruidosa, donde media docena de oficiales de prisiones están apostados de manera harto visible.

Quiero creer, sí, que Emmet es amigo mío. Una protesta por mi parte, el ruido de las sillas de plástico al caer al suelo, y Emmet estaría preparado para abrir la puerta y entrar a toda velocidad.

Preparado para salvarme de Claude Loomis, si es que necesito que me salven.

El señor Loomis lo sabe, todos los presos lo saben, y ése es el motivo de que me mire a mí, su asesora jurídica, con ojos irónicos. La llamativa cicatriz en su labio superior atrae mi atención, se da cuenta. Y la piel de color morado oscuro, la oreja mutilada. Sin embargo, le estoy explicando, con aparente calma:

– estos documentos, señor Loomis? Si usted pudiera confirmar… Siento que las fotocopias no sean muy claras, ¡es así como me han llegado! Y en su historial falta todavía una partida de nacimiento compulsada, he tratado varias veces de ponerme en contacto con el registro civil de Haggen County…

Haggen County, Alabama. Aunque es posible que nunca se haya expedido una partida de nacimiento a nombre de Claude Loomis.

Mi cliente es uno de los ciudadanos estadounidenses que -como él afirma- no vino al mundo en un hospital, y cuyo nacimiento nadie se preocupó de inscribir, nacimiento que, según mis cálenlos, debió de tener lugar hacia mediados de los años cincuenta.

Ni partida de nacimiento, ni número de la seguridad social. En este montón de documentos que han pasado por muchas manos y que pertenecen a Loomis, Claude T. la información relativa a «historia docente», «trayectoria laboral», «situación militar», «domicilio», «familia», y que parece haber sido cumplimentada por alguien que no era el señor Loomis, es incompleta, incoherente y poco fidedigna.

(¿Es Claude de verdad el nombre de pila de Loomis? En uno de los documentos más antiguos, el parte inicial del departamento de policía de Newburgh al detenerlo, el nombre mecanografiado es Cylde. ¿Clyde?)En esta habitación para entrevistas que carece de ventanas, iluminada con luz fluorescente, que está mal ventilada, y que mide quizá tres metros por cuatro, intento, sin éxito visible, conseguir de Claude Loomis información crucial. ¡Esta entrevista podría tener lugar en un bote salvavidas sobre un mar agitado! La luz es al mismo tiempo violentamente cegadora y débil. Mi estado de ánimo es por un lado profesionalmente optimista mientras que por otro crece mi preocupación. Claude Loomis está inclinado sobre los documentos que le he pasado y parpadea y bizquea como si tratara de enfocarlos. Joder, señora. El cliente descontento sabe bajar la voz para evitar que le oiga el funcionario al otro lado de la puerta.

Cliente es el término correcto, no preso. La organización para la que trabajo se ocupa de clientes y no de presos, internos, reclusos, delincuentes confesos. Sostenemos que el ciudadano Claude Loomis, de cuyo caso hemos decidido ocuparnos, ha sido injustamente encarcelado en esta prisión de máxima seguridad como consecuencia final de una serie de acciones injustificadas por parte del estado: agentes de la policía practican una detención errónea -«discriminación racial»-, y consideran a nuestro defendido «sospechoso» de uno o varios delitos; le someten a una «entrevista» de doce horas que fue de hecho un interrogatorio; obtienen una «confesión» de la que posteriormente se retracta; un jurado de acusación formula cargos, pese a la insuficiencia de las pruebas y a que el detenido se ha retractado de su supuesta confesión; sigue un proceso con un abogado defensor aquejado de exceso de trabajo y mal preparado; y todo concluye con una condena y una pena de prisión que pueden mantenerlo entre rejas durante lo que le quede de vida.

Para la visita me he puesto mi acostumbrada ropa de asesora jurídica: traje azul marino de lana (chaqueta y pantalón), blusa blanca de seda y estilizados botines negros. Esta vez estoy decidida a tener éxito y a no fracasar, me he trenzado el pelo -largo, sedoso y rubio claro- y me lo he sujetado alrededor de la cabeza con una peineta de carey por encima de la nuca. Llevo pendientes de perlas típicos de profesoras, y un reloj más grande de lo normal (de hombre) en la muñeca izquierda. Con mucha paciencia estoy diciendo con mi voz de calma forzada:

– … señor Loomis, ¡por favor! Si no distingue la letra pequeña, permítame que se la lea. Lo que el formulario requiere es…

¿Qué demonios hace Loomis? ¿Inclinado hasta tal punto sobre la mesa que da la sensación de tener rota la columna vertebral? En su breve historial no hay otra indicación de dolencias que la diabetes y la tensión sanguínea elevada, pero ahora parece proyectarse hacia adelante en una secuencia de estremecidos y breves movimientos bruscos como si -no quiero pensarlo, no lo estoy pensando- hubiera algo groseramente sexual en su agitación y yo fuera el objeto.

– ¡Señor Loomis! Permítame leerle estas líneas…

Loomis hace una pausa. Se frota la cabeza con las manos, hundiendo con fuerza los pulgares. Sus ojos brillantes siguen fijos en los textos que tiene delante. Mientras leo en beneficio suyo, estoy pensando que en ningún lugar de esos documentos se establece el hecho más evidente y desalentador de la vida de mi cliente en su condición de delincuente condenado: condenado, aunque es muy probable que sea inocente. Claude Loomis estaba casualmente en el lugar equivocado en el momento equivocado, por lo que en una noche de sábado un coche patrulla de la policía de Newburgh lo detuvo, lo «identificó» y lo anisó de un robo con homicidio en la jurisdicción de Newburgh que, al parecer, había sido cometido, a juzgar por las pruebas reunidas más adelante, por otra persona de color, aproximadamente de la edad, tamaño, apariencia y tono de piel de Loomis. Después de horas de interrogatorio se llegó a disponer de una «confesión» que más adelante se presentó como prueba en el juicio contra Loomis, confesión no de puño y letra del acusado -sólo capaz de reproducir letras de imprenta de la manera elemental en que lo hace un niño pequeño-, sino escrita por un detective de la policía de Newburgh, una sola hoja de papel en cuya parte inferior, en un espacio reservado para una firma, aparece el nombre de Loomis, como claud lomiss. El juicio duró dos días y el jurado deliberó durante cuarenta minutos antes de sentenciar. Nuestro cliente lleva ya más de diez años recluido en la cárcel de máxima seguridad de Newburgh.

Había firmado una hoja en blanco, afirmaba Loomis. Ni una sola de las palabras de la supuesta «confesión» era suya.

– … su primer abogado, en 1991, nos consta que no llegó a contrainterrogar a ninguno de los testigos de cargo. No llegó a…

No llegó. Se abstuvo. Tantos años transcurridos.

Gran parte de mi conversación con Claude Loomis es una repetición de conversaciones anteriores. Porque nuestros casos -de los que el de Claude Loomis es representativo- avanzan con torturadora lentitud, como estiércol fluyendo cuesta arriba. No consigo saber si mi cliente tiene dificultades para ver -podría ser miope o padecer de cataratas- o si se trata sencillamente de que no lee muy bien; también existe la posibilidad de que esté drogado; o de que no tenga muchas luces o de que esté enfermo. En realidad sé tan poco sobre Claude Loomis como Claude Loomis sabe sobre Krista Diehl. Si Loomis, como tantos presos, es analfabeto, no querrá que yo lo sepa; los analfabetos tienen su orgullo, como nos sucedería a nosotros en su caso. O quizá está inclinado sobre la mesa entornando los ojos para mirar a los documentos como una manera de no mirarme; quizá lo que siente no es una atracción sexual hacia mí sino repugnancia sexual. Claude Loomis se sentiría mucho más cómodo con un asesor varón, negro o hispano. Es algo que sé, pero no está en mi mano hacer nada para cambiarlo.

En Sparta lo aprendí de pequeña: tienes que jugar con las cartas que te tocan. En este caso Krista Diehl son las cartas de que se dispone y con ésas hay que jugar.

Con una sonrisa, siempre ilusionada, alegre y esperanzadora, digo:

– … mi despacho es optimista en lo relativo al tribunal de apelación. En una de sus decisiones recientes, Claude, en la que se anulaba una condena en un caso similar al de usted, porque se rechazó «la confirmación de la identificación del acusado por un testigo informante de la policía»… el testigo que el abogado de usted no llegó a contrainterrogar ni a cuestionar…

Cuánto recuerdan mis palabras a las de un abogado, aunque sólo sea una asesora jurídica. Al cliente se le ha explicado la diferencia pero es muy posible que la haya olvidado.

– Discúlpeme, Claude, ¿podría devolverme el expediente, para que…?

Le llamo Claude. No una, sino dos veces. Esforzándome para ganarme su confianza.

Sin querer pensar ¡Renuncia! No se fía de ti, chica blanca.

Por qué tendría que fiarse de ti, chica blanca.

Recupero el material que me entrega el cliente. De mi cartera de documentos han salido esas carpetas de papel manila, manchadas ya, con ejemplares (con las esquinas dobladas) de actas de las sesiones del tribunal, con documentos legales amarillentos y frágiles, con documentos grapados procedentes del despacho del fiscal del distrito del condado de Newburgh, y todo ello colocado entre nosotros encima de la mesa. Cientos de páginas, miles de palabras. Nadie es capaz de leer y de retener tantas palabras incluso aunque su destino esté contenido en ellas. ¡Qué agotador es esto, en este cuarto mal ventilado! Como sorber oxígeno por una pajita aplastada, queriendo respirar a toda costa.

La primera vez que me reuní a solas con un cliente, sin supervisión, fue hace varios años ya, y no aquí en Newburgh, sino en Ossining. Al cabo de quince minutos empecé a sentirme desorientada y después de una hora creía oír a lo lejos un pesado motor que vibraba y que repetía un ruido sordo, que daba golpes, pero a la larga no resultó ser más que el pulso de la sangre en mi cabeza. Y a veces he estado muy cerca de desmayarme y de vomitar. De hecho me he desmayado y he devuelto pero, afortunadamente, nunca con testigos. Como decía Lucille Quieres demostrar algo con tu vida, como si fuera tu fluido vital lo que quieres derramar, pero ¿para qué? Todo eso se acabó. No lo sabrá nunca.

Todo lo que mi padre me dijo fue que si no quería que me hicieran daño, quizá fuese mejor que no participara. Pero estoy jugando y creo que lo hago bien.

Al menos, no he fracasado aún.

Todavía soy joven. Y tengo mucho tiempo por delante.

– ¿… poner al día estos formularios? Pariente más próximo…

¿Ha sufrido Claude Loomis un ataque de apoplejía en la cárcel? ¿O le ha golpeado alguien, causándole una hemorragia cerebral? Eso explicaría la sensación de parálisis que da la mitad de su cara. Si le han pegado, no habrá denunciado la agresión.

– … déjeme leerle esto, Claude. Vamos a ver si encontramos el sentido… -un olor a rancio me llega hasta las ventanas de la nariz, un olor a desesperación que surge de Claude Loomis o del montón de documentos. Siento unas ganas terribles de apoyar la cabeza en los brazos, de acunar la cabeza que me martillea y protegerme la cara del resplandor fluorescente, cerrar los ojos y hundirme en el sueño.

¿Es eso lo que está haciendo Claude Loomis? Tiene entornados los ojos saltones, sus párpados son pliegues de carne de reptil. Cuando le pregunto si se encuentra bien murmura lo que suena como ¡Señora!, o quizá Soy o Mmm…

En esta prisión de máxima seguridad, Claude Loomis es un anciano. Ha cumplido por lo menos cincuenta años y la mayoría de los presos son jóvenes -blancos, negros, hispanos- que tienen desde veinte a algo más de treinta. Unos cuantos, muy pocos, son mayores, alrededor de los cuarenta. Y a Claude Loomis le aquejan además problemas físicos. Entristece pensar en la posibilidad, nada remota, de que muera en este terrible lugar si el tribunal de apelación rechazara revisar su caso. Entristece todavía más pensar que a este hombre le han sorbido el espíritu, le han secado el tuétano de los huesos. Incluso si a Claude Loomis le conceden finalmente un nuevo juicio, incluso aunque lo absuelvan y lo pongan en libertad después de once años de cárcel…

El problema que se presentó en mi vida.

El problema que va a acabar con mi vida.

Cuando disimuladamente consulto mi reloj -el reloj que fue de mi padre, con su cadena extensible de oro blanco- compruebo con horror que llevo menos de treinta minutos en esta habitación. ¡Treinta minutos!

Entrar en estos lugares con vallas de piedra de cuatro metros de altura coronadas por espirales de alambres puntiagudos, en estos corredores laberínticos sin carteles que indiquen dónde está la salida y con pesadas puertas metálicas que sólo se abren si se marca un código, es entrar en un tiempo primitivo. En una curvatura en el tiempo. Dado que eres «visitante», tienes «libertad» de entrar y de salir. Y cuando te marchas, sales tambaleándote, exhausta, incapaz de creer que haya transcurrido tan poco tiempo, relativamente, desde que entraste. Una hora son muchas horas. Un solo día son muchos días. Un mes es un año. Los presos hablan de hacer tiempo. En sitios así tiempo es esfuerzo, como si se tratara de un trabajo corporal.

Mi padre, al menos, se libró de eso. Se consiguió una ejecución rápida por pelotón de fusilamiento.

Sueño con él a menudo: Edward Diehl. Puede que de continuo, todas las noches. Como si soñaras con algo anudado y retorcido en la región del corazón. Como si soñaras con un compás musical repetido hasta llegar a la locura. Como si soñaras con el hecho incognoscible e indecible de tu propia muerte. Y como si la ciudad de Sparta se hubiera convertido, en mi recuerdo, en una muda sensación física que hace que el corazón se me contraiga de emoción. Volver allí.

Donde los perdí a todos. A mi padre, a mi familia.

A Aaron Kruller, de quien me enamoré.

Por esas razones -de las que no he hablado a nadie en mi vida de ahora- trasladarme a la cárcel de Newburgh es para mí una acción con un significado profundo. Tiene para mí un significado profundo venir sola hasta aquí y entrar sola en estas instalaciones a través de sus sucesivos controles. El Centro Penitenciario para Hombres de Newburgh es una anticuada fortaleza de piedra sobre el río Hudson, azotada por el viento y del color del plomo fundido en esta tarde nublaba de noviembre, catorce años, once meses y quince días después de la muerte de Edward Diehl.

Cuánto me gustaría hacerle a Claude Loomis una confidencia acerca de mi padre. Cuánto me gustaría atreverme a tocarle un brazo, la muñeca: no sería difícil extender el mío por encima de la separación de plástico y tocarlo con suavidad. El corazón me late muy deprisa: estoy peligrosamente cerca de hacerlo.

Loomis me mira, atento y preocupado. Como si sintiera algo peligroso en el aire entre nosotros.

¡No toque, señora!

Por supuesto, ¡no voy a tocar a Claude Loomis! Gestos tan íntimos están prohibidos aquí. Como está prohibido el contrabando. Cualquier clase de toque personal, de comunicación. Así se te advierte todas las veces que entras en la cárcel.

(La habitación para entrevistas, sin embargo, no está sometida a vigilancia. A no ser que, en secreto, las autoridades penitenciarias violen las leyes federal y estatal que garantizan la privacidad y la confidencialidad de los intercambios entre abogados y clientes. Aquí no hay ninguna cámara, nadie vigila ni escucha.)Con paciencia trato de explicar a Claude Loomis la necesidad de escucharme con atención y de responder a las preguntas que le hago: se trata de preguntas cruciales. Trato de no parecer enfadada con él cuando le pregunto cómo espera que se le conceda un nuevo juicio, cómo espera salir de la cárcel si no coopera…

Loomis me sigue mirando, sin sonreír. No sirve de nada que continúe fingiendo creer que este hombre se fía de mí, que tiene confianza en mí. Menos todavía, que me mira con «simpatía». La boca le tiembla, sus palabras son ininteligibles, algo que suena como incluso si, dese cuenta, señora, están muertos, no hay familia allí, no soy más que yo, señora frunciendo el ceño y haciendo muecas como si discutiera con alguien. ¿Ha estado Claude Loomis discutiendo conmigo durante todo este tiempo? ¿Y soy yo quien no ha entendido su hostilidad? En uno de sus bruscos movimientos espasmódicos tira de la mesa una carpeta de papel manila, mi bolígrafo sale volando y se estrella contra el suelo, de repente hay ruido, agitación en el sofocante cuarto que es como una caja. De repente Claude Loomis se ha puesto en pie y de repente Claude Loomis está muy enfadado, pero ¿por qué?

Todo esto ha sucedido tan deprisa que más tarde no recordaré el orden de los acontecimientos.

Aunque creo que traté de hablar sin levantar la voz a aquel hombre tan nervioso, de hablarle con calma y como si no sucediera nada que no estuviera bien, al menos todavía. Le insté a que por favor se sentara, que por favor no hablara tan alto, el vigilante entraría en la habitación y nuestra entrevista concluiría. Pero Claude Loomis no está dispuesto a calmarse, no por obra mía. No por obra de esta jovencita blanca de los cojones con los ojos dilatados por el miedo. Loomis me mira como si yo fuera el enemigo: no me conoce, no me recuerda, una expresión de repugnancia, de cólera, brillantes ojos oscuros que muestran un borde blanco por encima del iris como los ojos de un animal presa del pánico. Sin saber lo que estoy haciendo -quizás fuera uno de los gestos con que me dirigí a mi padre, en la habitación del motel- extiendo el brazo hacia él, que me maldice y aparta mi mano como podría apartar a una serpiente.

Claude Loomis ha derribado su silla, las piernas se le han enredado en las patas de la silla, da violentas patadas a la silla lanzándola contra la pared. Pasa la mano por encima de la separación de plástico para agarrarme por el hombro, me arranca la solapa de la chaqueta de lana de color azul marino, me empuja contra la pared. Para entonces el fornido vigilante de raza blanca ha entrado en el cuarto y maldice a Loomis-es parte de la técnica del funcionario de prisiones gritar en tales momentos, decir palabrotas-, lo sujeta y lo tira al suelo a pesar de los forcejeos del recluso. La habitacioncita resuena con los gritos de ambos. Las voces de los hombres son ensordecedoras. Todo esto ha sucedido en el espacio de segundos, como un accidente de circulación. Más deprisa de lo que soy capaz de entender. Más deprisa de lo que puedo contarlo. Me estoy agarrando a algo para mantener el equilibrio. Me esfuerzo al máximo por no desmayarme. Ni perder el control de la vejiga. Me estalla la cabeza de dolor; de algún modo he sido arrojada contra la pared. Documentos inapreciables se han desparramado por todas partes. El expediente del caso Loomis, Claude T. está por los suelos. Documentos, carpetas, actas. La cartera de cuero y la de los documentos. Emmet tiene ya al recluso boca abajo, con la cara pegada al suelo. De manera eficaz el vigilante aplica una rodilla sobre la parte inferior de la espalda del hombre derribado y procede a esposarlo. Las muñecas de Loomis son gruesas, el metal de las esposas se le hunde en la carne de color morado oscuro. Emmet tira de las muñecas y de los brazos de Loomis hacia arriba por detrás de la espalda para potenciar al máximo el dolor. Esto es lo que se acostumbra a hacer, además de blasfemar y de decir palabrotas. Esta es la gran emoción del funcionario de prisiones, el momento de triunfo que el vigilante espera con paciencia durante horas de tedio, de aburrimiento. La adrenalina corre hasta el corazón, tan potente como cualquier droga. Mejor que el sexo.

Todavía estoy tratando de intervenir, aunque el desenlace depende exclusivamente del funcionario y del recluso, de los varones, aunque estoy tratando de explicar que lo que ha sucedido puede haber sido culpa mía, puedo haber dicho algo inadecuado, desconsiderado, hacer que Loomis pensara en su familia, el cliente ha reaccionado de forma exagerada, quizá no haya tomado sus medicamentos, no ha sido culpa suya, pero otro vigilante, tan parecido a Emmet que podría haber sido su hermano o su primo, se ha presentado corriendo, me saca de la habitación, cuando trato de resistirme me obliga a caminar por la fuerza, tenemos aquí a un hombre que pesa por los menos cincuenta kilos más que yo y que me llama señora mientras dice en voz muy alta La entrevista ha terminado, señora, la salida por aquí mientras yo tartamudeo tratando de explicar que necesito recoger mis documentos legales, que no puedo abandonar el centro sin mis documentos, a lo que el vigilante responde, sin apenas molestarse en disimular su desprecio Señora, eso lo decidirá el alcaide.


¡Volver a Peekskill sin los documentos!

¡Volver a Peekskill con el rabo entre las piernas, temblorosa!

Con la preocupación de que había sido culpa mía. Mi metedura de pata. Quizás había llegado a tocar a Claude Loomis. Confundiéndolo simplemente con un hombre herido, no con un hombre lleno de rabia.

No toques, chica blanca. No te acerques.

Cuando empecé a trabajar como asesora para Prosecution Watch, Inc., una organización sin ánimo de lucro, mi esperanza era «compartir», «establecer un vínculo» con los clientes. Con los indigentes, los mentalmente inestables, de los cuales un número desproporcionado son negros, hispanos, indios americanos. Me había mostrado entusiasta e ingenua cuando hablaba, tanto a hombres como a mujeres, de la experiencia de mi padre con la justicia en Sparta, Nueva York. Les decía Soy la hija de un hombre que fue asesinado por agentes de policía. De un hombre que murió no porque hubiera cometido un delito sino porque era sospechoso de haber cometido un delito.

Les decía Mi padre murió de ser sospechoso.

No decía que lo había visto morir. Que había sido testigo de cómo mi padre se retorcía de dolor alcanzado por una lluvia de proyectiles que había solicitado, aunque luego, presa de pánico, tratara de evitarlos con las manos en alto. No les decía Mi padre me tomó como rehén.

No había necesidad de decirles Mi padre me tomó como rehén por desesperación, porque me quería. Nunca me hubiera hecho daño.

No era necesario decir Papá me quería, ¿por qué iba a hacerme daño?

A veces veía las manos de papá en las manos de desconocidos. De hecho en las manos de Claude Loomis, más maltratadas que las suyas. Las manos fuertes y competentes de papá, de dedos rechonchos y poderosos, manos de trabajador manual.

A veces mis palabras eran eficaces hasta cierto punto. Eso era lo que creía.

En otras ocasiones, no. El cliente me miraba indiferente, o con sorna. O quizá no había estado escuchando. Mi pequeño momento dramático fracasaba. Llevada de la vanidad, con la esperanza de comunicar ¡Escuche, le entiendo! Soy uno de ustedes a causa de mi padre. No me aparte de su lado, estoy aquí para compartir y para ayudar pero no me daban crédito, no los había seducido.

El resultado es que ya raras veces hablo de mi padre. Nunca pronuncio el nombre «Edward Diehl». Con colegas y amigos, y cuando resultaría extraño evitarlo, menciono el hecho de que mi padre «no vive ya» y de que murió «hace años, cuando era una niña» en Sparta, Nueva York, en esa región montañosa en el límite occidental de los montes Adirondack.

Y ahora ya no tengo una «ciudad natal», sólo lugares donde vivo durante una temporada. Desde que todos abandonamos Sparta: mis padres, mi hermano Ben y yo.


– Aaron.

Antes de que pudiera hablar, pronuncié su nombre. Lo reconocí al instante.

Me estaba esperando en el corredor, delante de mi despacho, que comparto con varios asesores más. Aunque hacía muchos años que no nos habíamos vuelto a ver, dijo mi nombre sin entonación pero sin vacilar tampoco.

Sin sonreír ni tenderme la mano para que se la estrechara, como hace la gente en mi profesión, de manera que procedí yo a apoderarme de la suya.

– ¡Aaron! Qué placer verte …

Había pasado tan poco tiempo desde el incidente en Newburgh que me sentía aún aturdida, irreal. Sufría de ligero zumbido en los oídos que me aparecía a menudo cuando había trabajado demasiado y estaba agotada y entonces se me ocurrió la idea de que había venido para llevarme a Sparta.

Y ¡Ningún amor como el primero!

(Quizá fuese la voz de Lucille, burlona. En los últimos años, cuanto menos veía a mi madre, más descubría su voz profundamente impresa en mi cerebro.)Tanta facilidad de palabra, tanta cordialidad en mi saludo y una sonrisa que sugería confianza, seguridad, no eran cualidades habituales en la vida de Aaron Kruller, lo comprobé enseguida. Parecía avergonzado, incómodo. Me había localizado en Peekskill por medio de parientes míos en Sparta, dijo. Llevaba un chaquetón de piel de oveja y botas de trabajo. El pelo, oscuro, le crecía espeso e hirsuto, pero habían empezado a aparecerle entradas. Su rostro anguloso se había rellenado, era más ancho. Seguía teniendo marcas y cicatrices casi borradas y sus ojos eran acerados y tan inquietantes como recordaba. Los ojos que, aquella noche, había visto reflejados en el espejo con manchas, encima del lavabo, en el apartamento de su tía.

Pese a mi demostración de aplomo, me conmocionó mucho verlo. Sería una de las grandes sacudidas de mi vida adulta.

No quise preguntarle por qué no me había telefoneado antes de venir a Peekskill. Habría parecido descortés. Pero ¿por qué no lo había hecho, exponiéndose con ello a no encontrarme después de haber recorrido casi quinientos kilómetros? Había algo de obstinación y de fatalismo en su actitud, muy al estilo de lo que podría haber hecho mi padre: atravesar la mitad del estado con la esperanza de hablar con mi madre, o con Ben, o conmigo, o al menos de vernos. Sin atreverse a llamar antes, por el temor a ser rechazado.

O quizá, siendo la clase de persona que era, Aaron Kruller no había querido someterse a ninguna confrontación que no fuese un cara a cara. Quizás las conversaciones telefónicas lo colocaban en una situación de desventaja. Era una peculiar especie de timidez en el más agresivo y masculino de los hombres.

Cuando regresé al despacho después de la debacle en la cárcel de Newburgh, me sentí aliviada al descubrir que mi supervisor estaba ausente. Uno de los abogados de nuestra organización me dijo que alguien me esperaba arriba. Es un cliente, pregunté, porque me parece que ahora mismo no me puedo enfrentar con un cliente. El abogado dijo que no le parecía. Luego añadió: «O quizá lo fue, pero ha dejado de serlo».

Aaron había venido a traerme una noticia sorprendente: había alguien en Sparta con nueva información sobre lo que le había sucedido a Zoe, y esa persona quería contárnoslo a Aaron y a mí al mismo tiempo.

– ¿Nueva información…? ¿De qué se trata?

– No lo explica… quiere que vayamos a verla juntos.

Tenía que ser Jacky DeLucca, pensé. La mujer que se hizo amiga mía en la casa de West Ferry Street, la que me besó la coronilla con un extraño ardor antes de despedirse de mí. Aaron no tenía manera de saber que yo conocía a la compañera de Zoe. Me explicó que la mujer que quería vernos había sido «amiga íntima, casi una hermana» de Zoe en la época de su muerte y que ahora, enferma terminal de cáncer, quería revelarnos algo antes de que fuese demasiado tarde.

– Así es como lo dice… habla de «revelar». A los dos, juntos.

Con su voz sin entonación, pero brusca, Aaron conseguía ocultar cualquier emoción que pudiera sentir.

Estábamos en mi despacho ya, en el espacio común dividido en compartimentos que se destinaba a asesores como yo. A Aaron le había costado trabajo seguirme hasta el interior. Quizá pensaba que Prosecution Watch, Inc. era un organismo gubernamental, que colaboraba con el fiscal del condado. Quizá pensaba que era abogada, que me había marchado de Sparta para incorporarme al mundo de los tribunales, de los agentes de policía, de las leyes y de las penas. Sin mirarme exactamente, habló despacio y con un aire de tensión como el de quien emplea la fuerza contra un objeto que apenas cede. Pensé ¡Todavía trabaja en el taller de su padre! Comprendí que aún era parte de la antigua vida de Sparta que desprendía en otro tiempo una especie de encanto romántico, un atractivo exclusivamente masculino, corporal. La conversación ordinaria suponía un esfuerzo para él, casi doloroso, al igual que también el tema le resultaba doloroso.

Recordé cómo me había arrancado, literalmente, de las manos poderosas de Duncan Metz. Recordé que en el rato que pasamos juntos en el baño de su tía y después en su coche, había hablado muy poco conmigo, aunque me comunicara muchísimo. Pensé Todavía se avergüenza. Se acuerda de lo que hizo.

Pensé No tiene ni idea de lo mucho que yo lo deseaba. Que cualquier cosa que pudiera hacerme era lo que yo deseaba.

A su manera, Aaron me recordaba a mi hermano Ben, al que ahora sólo veía una o dos veces al año, en la casa de nuestra madre en Port Oriskany, en la parte occidental del estado.

Lucille se había vuelto a casar. Su marido era quince años mayor, representante semirretirado de una fábrica de cojinetes de Port Oriskany, una persona que se autodefinía como cristiano. La vida de Lucille no era ya como la antigua de Sparta, de la que se había desprendido con la desesperación con que uno se puede desprender de una chaqueta empapada para salvarse así de morir ahogado.

– Jacky DeLucca. No la he vuelto a ver desde hace casi veinte años.

Si a Aaron le sorprendió descubrir que conocía el nombre de Jacky DeLucca, no dio la menor señal. Cuando le presioné para saber qué podía tener que contarnos aquella mujer, se encogió de hombros y dijo que no sabía y que no le apetecía hacer cábalas. Hablar de su madre nunca le había resultado fácil, tampoco ahora. Su voz monótona, con el acento típico del norte del estado, había temblado, casi imperceptiblemente, al decir Zoe.

Me asaltó un imprudente impulso de imitar a Zoe Kruller con su uniforme blanco de Honeystone's. ¡Vaya! ¿Qué tal? Me había parecido que eras tú.

Con aquella voz gutural, íntima ¿Qué puedo hacerte hoy?

Y aquella sonrisa picara, hambrienta. Aquellos ojos también hambrientos.

Aaron me miraba ya con menos timidez. También vi hambre en sus ojos: vi al varón sexualmente agresivo, no del todo seguro de su poder sobre mí, sobre la persona en la que me había convertido. Me pregunté si estaba recordando: si pensaba en el antiguo vínculo entre nosotros.

En el baño de Viola. En aquellos minutos en que su tía había estado en otro sitio. Aaron Kruller echándose sobre mí, sobre mi espalda; sus manos tensándose alrededor de mi cuello.

Su rostro enrojeció. Se acordaba.

– … hay que salir esta noche -dijo-. Ahora. Te llevaré, Krista.

– ¡Esta noche! No me puedo marchar esta noche…

Una absoluta sorpresa. Mi fingida calma al ver a Aaron Kruller en mi despacho después de quince años empezaba a tambalearse.

Pero Aaron insistió:

– Si salimos ahora, podemos estar en Sparta más o menos hacia las once de la noche. Luego, por la mañana, iremos a ver a DeLucca. Por teléfono me dijo que las mañanas eran su mejor momento.

Empecé a tartamudear. Me sentía aturdida, desorientada. Me resultaba vergonzoso y sorprendente, pero había empezado a sentir un atisbo de deseo sexual en presencia de aquel hombre. Aunque estaba diciendo:

– Aaron, ¡no hablas en serio! No me es posible salir ahora camino de Sparta. El trabajo que tengo no es de los que se pueden abandonar así por las buenas. Necesitaré… -rápidamente mi cabeza trabajó, pensamientos que giraban en el vacío como las ruedas sobre el barro. Estaba indignada, me sentía insultada. Quería que Aaron Kruller se enterase de que mi vida era una vida importante, de que mis responsabilidades eran considerables a pesar de la pequeñez del despacho compartido, del escritorio utilitario y del entorno sombrío, decorado con pósteres sin encuadrar de cuadros de Georgia O'Keeffe y Edward Hopper-. Necesito hacer cambios relativos a mi trabajo. Mañana tengo citas durante todo el día. Me corresponde visitar Ossining. Tendría que hacer una reserva en un hotel de Sparta.

– Te puedes alojar con algún pariente, ¿no es cierto? O con mi tía Viola, sabe que vienes.

Sabe que vienes. Tenía delante a un hombre acostumbrado a tomar decisiones por la fuerza y sin oposición; un hombre acostumbrado a dar órdenes.

Le dije que no, que no quería alojarme con ningún pariente. Ni con su tía. Dijo que podía llamar a un motel desde su coche. Cuando estuviéramos cerca de Sparta, «si eso es una cosa que te preocupa».

Había estado jugueteando con las llaves de su automóvil. Se le veía impaciente por ponerse en camino. En su rostro apareció un destello de superioridad masculina, sutilmente sexual, coercitiva. En él era inconsciente, pero sentí una punzada de desagrado. Quise protestar con toda mi alma: ¿por qué no me había telefoneado antes de recorrer toda aquella distancia hasta Peekskill? ¿Por qué, en quince años, no había hecho el menor intento de ponerse en contacto conmigo?

Lo que de verdad me había dolido fue que, cuando murió mi padre, Aaron no me hubiese llamado. No hubiera intentado verme. Existía aquel vínculo profundo, íntimo entre nosotros, más profundo que la conexión entre Ben y yo, un vínculo que no se podía deshacer.

Porque Aaron Kruller había sentido el pulso de la sangre en mi garganta. Había sentido el movimiento de la vida por mi cuerpo. Y yo había sentido el acaloramiento y el apremio de su cuerpo adolescente de varón, cuando por mediación de sus manos y de su entrepierna se había aplastado contra mí en un trance de deseo. No había sucedido nada parecido en toda mi vida adulta, lo que había sucedido entre nosotros no se podía deshacer jamás.

Que hubiera vuelto a las oficinas de Prosecution Watch Inc., en Seventh Street, Peekskill, en lugar de irme a casa había sido sólo una casualidad. Porque eran ya más de las cuatro de la tarde y un buen número de mis colegas, además de mi supervisor, se habían marchado. Lo sucedido en el centro penitenciario de Newburgh me había afectado mucho, me dolía la nuca y me sentía humillada, tenía un desgarrón en la chaqueta de lana de color azul marino y la trenza se me había deshecho en parte. La verdad era que no soportaba la idea del vacío que me esperaba en mi apartamento.

– Podría salir dentro de una hora más o menos, imagino. Pero he de ir antes a casa. Y viajaré con mi coche.

– No. Conduzco yo.

– Y después, ¿qué? ¿Me traerás de vuelta a Peekskill, mañana?

– Claro. Lo puedo hacer.

– ¿Seis horas? Eso es ridículo, Aaron.

Dije su nombre con despreocupación. Quería que «Aaron» sonara indiferente, ordinario. Quería que sonara como un nombre que no significaba nada para mí. Él me había llamado «Krista» de la misma manera, y me estaba preguntando si no lo había hecho a propósito.

¿Habíamos empezado a pelearnos? Se tenía la sensación de que a Aaron Kruller no le gustaba que se le llevara la contraria ni siquiera en cosas pequeñas. Había planeado llevarme a Sparta en su coche, y yo ponía objeciones, discrepaba de manera muy razonable, como Aaron podía haberse imaginado que sucedería; era puro sentido común utilizar mi propio coche. Quizá no se fiaba de que condujera con la competencia necesaria para llegar hasta allí, y era crucial que fuera con él para que Jacky DeLucca pudiera hablar con los dos.

O quizá quería que estuviésemos juntos en su coche. Durante el viaje nocturno de regreso a Sparta, de camino hacia el norte por la autopista, bordeada por tramos de paisaje desolado. Para llegar tarde a un motel en Sparta.

No hay amor como el primero.

Sentía una opresión en el pecho, una necesidad de resistir la voluntad de aquel hombre, de oponerme a él. Ya no era una muchachita de Sparta, era una mujer joven que trabajaba en Prosecution Watch, Inc.; tenía títulos universitarios, me ganaba la vida y vivía sola. No estaba ni casada ni prometida: ningún anillo en mi mano izquierda. Había hombres en mi vida pero ninguno indispensable. Quería que Aaron Kruller se diera cuenta de todo aquello.

Le dije que llevaría mi propio coche. Le expliqué que era una buena conductora. Dije que mantendría el coche por delante de él en la autopista, de manera que pudiera verlo desde el suyo.

Objetó que viajar los dos en un solo coche sería más fácil. En el caso de que empezase a nevar, según las predicciones en el norte del estado.

¿Predicciones para el norte del estado? No estaba enterada.

– Probablemente no estás acostumbrada a conducir de noche, Krista. Yo sí.

– ¿Probablemente? ¿Cómo lo sabes?

– ¿Estás acostumbrada? ¿Durante seis horas?

Seis horas. Sentí un conato de pánico. En mi estado de agotamiento, aquello era una locura. No era una buena idea. Y sin embargo, no iba a retractarme, iría por mi cuenta y saldría dentro de una hora.

– Quiero ir en mi coche, Aaron -dije-. O voy en mi coche o no voy.

Ante mi oposición, Aaron acabó por ceder. Se echó a reír para demostrar que tenía espíritu deportivo.

– De acuerdo, Krista. Lo que tú digas.


Y sólo si tienes una pierna fantasma que duele que se las mata, puedes conseguir una pierna artificial para ir a trabajar.

En la repisa de la ventana que tengo frente a mi mesa está pegado este comentario hecho por una cliente mía, escrito con letra de imprenta sobre cartulina.

Me hubiera gustado que Aaron Kruller se fijara e hiciese algún comentario. Pero no era ésa la manera de proceder de Aaron Kruller.

Mi cliente era una diabética corpulenta condenada a una «cadena perpetua» de duración indeterminada, acusada de asesinato en segundo grado por haber apuñalado en 1974 a su marido, maltratador habitual, causándole la muerte. Cuando alguien llamó la atención de Prosecution Watch, Inc. sobre aquel caso, Jasmine llevaba veintisiete años en Lyndhurst. Como no había recibido el adecuado tratamiento médico para su diabetes, se le había gangrenado el pie derecho y habían tenido que amputárselo; a la larga también tuvieron que amputarle la pierna derecha. Después siguió sintiendo el miembro que le faltaba, y en ocasiones padecía dolores muy intensos.

Jasmine creía, sin embargo, que el «dolor fantasma» era necesario para que ella, mentalmente, pudiera situar el pie y la pierna que le faltaban. Sin el dolor, no habría podido usar la pierna artificial que le colocaron.

La organización sin ánimo de lucro para la que trabajo consiguió que la acusación de asesinato en segundo grado se redujera a homicidio con circunstancias atenuantes, de manera que fue puesta en libertad por el «tiempo cumplido», después de casi veintinueve años.

Que era probablemente tres veces más del tiempo que habría tenido que pasar en la cárcel.

Jasmine tenía para entonces sesenta y un años. Se podía decir que le habían arrebatado y había perdido la mayor parte de su vida, pero ella no estaba amargada sino agradecida. Ningún cliente de Prosecution Watch, Inc. había estado nunca tan agradecido.

/ Gracias, MUCHÍSIMAS GRACIAS! Me has devuelto la vida y la esperanza, Krista.

Rodeando mis manos con las suyas. Mis manos suaves e incólumes de joven blanca con las suyas de piel oscura y de sesenta y un años que temblaban de emoción. Y cuando cogerme las manos no era suficiente, Jasmine me abrazaba con fuerza.

¿Sabes lo que te digo, Krista? Estoy rezando por ti. Estoy rezando por ti, no por mí, porque mis oraciones ya han sido escuchadas.

Quería pensar que era cierto, que había ayudado a devolver a aquella mujer vida y esperanza.

Quería pensar que era cierto, aunque no tenía en la práctica ningún poder para modificar mi propio pasado, ni lo que quedaba de mi futuro, pero, sin embargo, podía ayudar a otras personas como Jasmine. ¡Eso sí que lo podía hacer!

Con la ayuda de Prosecution Watch, Inc., trataba de hacerlo.

Aquella tarde en mi despacho tenía la esperanza de que Aaron Kruller advirtiera la frase en el alféizar de la ventana. Confiaba en que se detuviera un momento y la mirase con curiosidad; que la leyera en voz alta, como habían hecho otros visitantes, y que me preguntara por ella; y de ese modo procedería a contarle su génesis y lo que significaba.

Aaron diría Eso es estupendo, Krista.

O Aaron diría Eso es profundo, Krista. Eso es algo que hace pensar, Krista.

O A qué trabajo tan estupendo te dedicas, conseguir que se haga justicia a personas a quienes se les había negado. Como tu padre y el mío.

Por supuesto, Aaron Kruller no había dicho ninguna de aquellas cosas. Cabe que echara una ojeada a la frase en letra de imprenta sobre el alféizar, pero no se había acercado después para leerla; menos aún para leerla en voz alta, asombrado. Había dicho, en cambio, que me esperaría abajo en la puerta principal, porque le hacía mucha falta un cigarrillo y no se permitía fumar en nuestro edificio.

Por la autopista, Aaron me fue siguiendo con su coche, que era un Buick último modelo. Mi coche era un Saab de 1999, comprado a un colega a muy buen precio. En mi espejo retrovisor sus faros se mantenían constantes. Dadas las condiciones climatológicas -lluvia helada, viento- no podía ir a más de cien kilómetros por hora. Detrás de mí, Aaron Kruller se mostraba paciente, vigilante. Al cabo de quince años volvía de nuevo a protegerme. Quería pensar que era así.

Mi cabeza estaba en plena agitación: Aaron Kruller había vuelto a entrar en mi vida.

Aunque de formas que habrían resultado asombrosas para él, nunca había salido de ella.

Y Jacky DeLucca. Una persona de quien mujeres como mi madre habían dicho con desprecio ¿Es que no tiene vergüenza?

O quizá era de Zoe Kruller de quien mi madre hablaba. Las dos mujeres, que vivían juntas en West Ferry Street. «Camareras de bar de copas» en The Strip. Una manera de decir «prostitutas», personas que se merecían cualquier cosa que les sucediera a manos de los hombres.

Lucille Bauer no había andado escasa de motivos para avergonzarse. ¡Ella no! El alma de mi madre, saturada de vergüenza como si fuese grasa.

En coche hacia el norte por la autopista me estuve acordando de Jacky DeLucca: el rostro pálido, poco delicado, vistosamente maquillado, los ojos suplicantes realzados con rímel y un ansia de amor tan poderosa que era como un olor que brotara de su cuerpo carnoso. Zoe era mi corazón había dicho, nostálgica, mientras me acariciaba un brazo, haciendo que me estremeciera porque era una cosa extrañamente íntima para que la dijese una mujer adulta y en nada parecida a lo que era probable que dijera mi madre incluso en un momento de debilidad provocado por sus emociones.

Krissie, prométeme que volverás a verme.

Lo prometí. Pero no volví nunca.

Nadie me llamaba ya Krissie. Ni siquiera en mi familia. No, desde que nos fuimos de Sparta.

Sólo papá me había querido de aquella manera, pensaba yo. De una manera incondicional, ciega. Lo que no significa que no pudiera ser cruel conmigo; pero papá me había querido, por lo que su crueldad no había sido más que una parte de su amor. Sabes que papá te quiere, Gatita, ¿verdad que si? Y yo lo sabía, es cierto.

Trataba de recordar cómo había aparecido Zoe en nuestras vidas. Una tarde, al regresar inesperadamente de las clases, allí, en nuestra cocina, estaba Zoe, que había entrado después de marcharse mi madre, como una princesa en un cuento de hadas que entra en la choza de un mendigo y siempre con consecuencias sorprendentes. Al parecer también sabía, incluso de muy pequeña, que Zoe Kruller había entrado en otras habitaciones de la casa de mi madre, como el dormitorio de mi madre, que había compartido con mi padre.

La cama de mi madre, también Zoe se había metido debajo de aquella colcha tan hermosa de ganchillo y de color blanco ostra que era una «herencia de familia».

No era posible equivocarse: Zoe me había mirado con ojos amorosos, Zoe me había mirado y me había llamado ¡Krissie!

¡Zoe, por otra parte, me había dado, con el helado, un barquillo infestado de gorgojos! Me costó mucho trabajo perdonarla por aquello, y por el enfado de mi padre después. Pero a ella la había perdonado, por supuesto.

Aunque sin dejar de pensar en lo injusto que había sido todo, porque papá parecía culparme a mí de los gorgojos. Y si la persona que nos vendió los helados no hubiera sido Zoe Kruller, habría vuelto encantado a Honeystone's para que me dieran otro sin tener que pagar nada.

Allí y entonces. Es mejor no pensar en ello, en esa herida paralizante en la región del corazón.

En la salida para Ámsterdam, más allá de Albany, dejamos la autopista para cenar algo. Aaron también había planeado aquello. Eran casi las ocho y media y no habíamos conseguido una media muy buena en la autopista, por donde aún circulaban camiones enormes, tan estruendosos como peligrosos. En una cafetería con el inexplicable nombre -dada su escasísima iluminación- de Lighthouse, adjunta a Wile-A-Way Motor Court, un complejo donde era posible alojarse y comprar casi cualquier cosa, nos sentamos frente a frente, cohibidos e incómodos. Una pareja mal avenida. Hay algo entre ellos que no funciona. No se miran, ¿por qué? Aaron había apoyado los codos sobre la mesa y se frotaba los ojos con los puños, bostezando. Había conducido unas seis horas hasta Peekskill para recogerme; y ahora regresaba a Sparta sin apenas descansar entremedias.

Una personalidad obsesiva y obstinada. Peligrosa, quizá.

En nuestro trabajo tratamos de evaluar a los clientes antes de aceptarlos. Si parece probable, dada su personalidad, que puedan resistir el estrés de reabrir su caso, una nueva investigación, posiblemente un nuevo juicio; porque algunos de ellos llevan mucho tiempo entre rejas y han abandonado toda esperanza. Otros posibles clientes se han vuelto locos en la cárcel. La meta ideal es una conmutación de la sentencia, o el perdón incondicional de un gobernador, o que el fiscal retire todos los cargos y que un juez declare nula la sentencia. Pero un nuevo juicio es un arma de doble filo.

Regresar a Sparta era algo parecido a una revisión de la causa. Iba sin duda a preguntarme si aquella decisión repentina había sido una buena idea.

Una camarera vino a tomarnos nota. Quedó claro que encontraba atractivo a Aaron, rieron juntos como viejos amigos, los ojos de Aaron la recorrieron de arriba abajo con tranquila familiaridad, pero en lo referente a mí estaba muy contenido. Daba la sensación de no saber qué hacer conmigo. Había en él un empecinamiento, un aire de ser dueño de sí, que me excluía por completo. Me sentí herida y enfadada. Me sentí apesadumbrada.

Había allí algo sexual que no sabía interpretar. De la misma manera que en mi despacho Aaron no se había dignado fijarse en el entorno, en los pósteres llenos de colorido de la pared ni en la cartulina del alféizar.

Finalmente, mientras bebía cerveza, Aaron me preguntó qué tal me iban las cosas, pero se refería a la conducción por la autopista, no a mi vida.

Le dije que todo iba bien.

Le expliqué que estaba acostumbrada a conducir sola y a menudo con mal tiempo y que me gustaba conducir sola. Le dije que escuchaba música.

Le conté que había estado escuchando preludios y fugas de Bach para clavicémbalo y conciertos para clave. Le conté que no había nadie como Bach para serenar la mente, «para dar esperanza».

Aaron respondió que había estado escuchando Axe, Mr. Big, Metallica. Tenía radio por satélite, dijo. En los vehículos que conducía, en las grúas, en camiones de plataforma, también había instalado radio por satélite.

Hablaba de manera monótona, ligeramente desdeñosa. Luego lanzó una risita brusca, con un ladrido, que me crispó los nervios.

¿Sabía yo lo que era la radio por satélite? No estaba segura. Tampoco sabía nada de Axe, ni de Mr. Big ni de Metallica. Pero me imaginaba de qué clase de música se trataba.

Aaron se había quitado el chaquetón de piel de oveja y lo había dejado en un extremo del banco que ocupaba. Se había remangado la camisa de franela. Me fijé en sus antebrazos musculosos, lo que me era posible vislumbrar de sus tatuajes morados que formaban como una tela de araña. Le miré las manos de grandes nudillos, cubiertas de cicatrices. Y las uñas, gruesas, con restos de grasa. Las manos de un trabajador. Como las de mi padre. Pensé Sabe que le quise, entonces.

No podía conocer mis sentimientos de ahora. Yo quería pensar que ahora no tenía hacia él sentimientos discernibles.

Aaron comía deprisa, sin fijarse en lo que se llevaba a la boca. Comía como alguien acostumbrado a comer solo, sin prestar atención a los alimentos. Bebía cerveza directamente de la botella. Hubiera encendido un pitillo a mitad de la comida, pero fumar estaba prohibido en el Lighthouse Café.

Necesitaba saberlo: ¿iba Jacky DeLucca a decirnos quién había matado a Zoe? ¿Era ése el secreto que Jacky iba a «revelar», después de casi veinte años? Pero no podía preguntarlo.

Porque ¿cómo lanzarle a Aaron Kruller las palabras matar, Zoe? No era posible.

En el Lighthouse Café, en nuestra mesa apenas iluminada, con el latido de la música como fondo, el murmullo de las voces de otros clientes, me vino el recuerdo de la County Line Tavern a la que mi padre me llevó aquella tarde. Ahora tenía una sensación de vértigo, de impotencia. Pensar en que mi padre estaba vivo entonces y ahora no; como Aaron Kruller estaba vivo ahora, sentado frente a mí.

¡Qué perturbadora era la presencia de Aaron Kruller! Sus manos, que me recordaban a las manos de mi padre, y que me moría de ganas de estrechar entre las mías. Como si una grieta se hubiera abierto en la tierra delante de mí, uno de esos incidentes de pesadilla que ocurren de cuando en cuando, que se leen en los periódicos, de hecho una cosa así había pasado en la cantera tic yeso de Sparta cuando era niña: un obrero que conducía un bulldozer había caído por una sima abierta en el suelo que no estaba allí unos segundos antes.

Enterrado en toneladas de grava. El cuerpo no se ha localizado aún.

Asfixiado. Declarado muerto. El cuerpo no se ha localizado aún.

Aaron extendió una mano y me dio un toque suave en el brazo. No me lo esperaba. El contacto fue abrupto y desconcertante.

– Eh. ¿Estás bien?

Rápidamente le dije que sí. Que estaba de maravilla.

Quizá un poco aturdida -deslumbrada- por el viaje. La autopista. El asfalto, los faros. Los malditos camiones con remolque.

– … pensaba en la mina de yeso. Al final de Quarry Road. Cerca de donde vives. Me preguntaba si el yacimiento sigue funcionando.

– Claro. Tengo amigos que trabajan allí.

– Y el garaje de tu padre… ¿sigue todavía funcionando? ¿En Quarry Road?

¡Qué ingenua sonaba! Como si Aaron Kruller necesitase que se le dijera dónde estaba el taller de su padre.

– No. Hubo que cerrarlo.

No supe cómo responderle. Aaron bebía cerveza, comía. Las mejillas oscurecidas por la barba de dos días y la mirada vuelta hacia el plato, sombría. O al menos me lo parecía a mí. La camarera regresó a nuestra mesa para preguntar alegremente, con voz entrecortada, aleteante:

– ¿Necesitan algo más?

Aaron alzó la botella de cerveza para indicar que quería otra, pero no se molestó en hablar, ni siquiera en mirarla. El gesto era de superioridad y desdeñoso, y sentí un estremecimiento de satisfacción, pequeño y miserable, mezquino.

– ¿Todavía tienes aquella bicicleta vieja? ¿La que parecía hecha con unos tubos ensamblados?

– Cielos, no.

Reímos juntos. De repente nos estábamos riendo. Mi pregunta había sido una pregunta totalmente idiota como la pregunta sobre Quarry Road, pero había servido para hacernos reír. El corazón me latía muy deprisa como si, al volverme, viera la tierra abriéndose delante de mis pies, pero no me pudiera mover, paralizada por el asombro.

– ¿Es eso lo que crees? ¿Que soy todavía un crío medio tonto? ¿Que voy aún por ahí con esa bicicleta imposible?

Aaron me miraba ya de manera más directa y me pregunté qué era lo que veía. Si le había sorprendido, al encontrarme en Peekskill. Yo tenía treinta años, lo que me parecía una edad adecuada para mí, que había dejado la adolescencia a los quince. También me gustaba mi nombre, que tenía un sonido nítido, cristalino: Krista Diehl. Y mi comportamiento en público, que era una cuestión de aplomo: mantenerme muy tranquila, como con una armadura, o una camisa de fuerza, incluso mientras otros -como Claude Loomis- se venían abajo. Mi pelo rubio era tan claro que casi parecía no tener color, un pelo plateado resplandeciente, que llevaba trenzado y sujeto alrededor de la cabeza. Un hombre que tenía esperanzas de convertirse en mi amante había dicho que era un Modigliani rubio. Pero, protesté, las mujeres de Modigliani tienen órbitas vacías en lugar de ojos.

A diferencia de Aaron, estaba decidida a ser sociable. Le pregunté por su familia: por su padre, su tía Viola, sus parientes Kruller. Había bajado la voz como si corriéramos el peligro de ser oídos.

Aaron dijo con su voz monótona, brusca, que no sugería otra emoción que el desdén, que su padre había muerto hacía algunos años.

Le respondí que lo sentía.

Aaron se encogió de hombros y bebió de la botella de cerveza.

Le pregunté por su tía Viola, y me contestó que estaba bien.

– Se casó por fin. Quiero decir que ya había estado casada antes. Esta vez parece que va mejor.

Le dije que me alegraba de oírlo.

Tu tía fue muy amable conmigo, aquella noche .

Colocada hasta decir basta, con constante sensación de náuseas, recordaba más bien poco de lo que sucedió. Excepto que la tía de Aaron llamó a mi madre y consiguió convencerla de que había estado en casa de una amiga y de que algún tipo de crisis familiar me había impedido llamarla. Al parecer Lucille se lo creyó.

¡Mi madre, tan preocupada y tan desconfiada, aplacada por la posibilidad de una crisis en otro hogar de Sparta!

Aaron se rió de repente, como si me hubiera leído los pensamientos. Con una de sus sucias uñas estaba despegando la etiqueta de su botella de cerveza.

– Sí, Viola es buena gente. Quizá la veas.

¿Por qué tendría que ver a la tía de Aaron? No se me ocurría la razón.

– Tu hermano, ¿qué tal está? Ben.

No habría pensado que Aaron Kruller se acordara de mi hermano, y menos aún de su nombre. O que quisiese preguntarme por él.

– Ben trabaja como ingeniero químico en los laboratorios Pierpont, en Schenectady. Se casó y tiene un hijo.

No le conté que entre Ben y yo existía un distancia- miento del que éramos incapaces de hablar. Y que aquel distanciamiento había empezado en el momento en que uno de nosotros empezó a creer que nuestro padre era un delincuente, un asesino; y el otro -la otra- había seguido queriéndole.

– No sabía que conocieras a Ben. No estabais en la misma clase, ¿no es cierto?

– Claro que nos conocíamos -Aaron hizo una pausa para beber. Después de terminar de comer había apartado ligeramente el plato. Una expresión peculiar apareció en su rostro, cautelosa, medio burlona-. Ben me conocía.

Recordé en aquel momento los rumores sobre cómo Aaron había vapuleado a mi hermano.

Y también recordé que había mentido para proteger a Delray, su padre. Con su mentira, había hecho más plausible la acusación contra el mío.

No que fuera más fácil probarla, pero sí plausible.

Ahora Delray Kruller había muerto, (lomo Eddy Diehl.

Había una hermandad en la muerte, pensé.

Quería preguntarle a Aaron por Mira y Bernadette, mis amigas del instituto. Mis crueles falsas amigas, que irradiaban un aire de glamour barato y temerario. Me había enterado de la muerte de Mira Roche por sobredosis, pero hacía años que no sabía nada de Bernadette. Y también me interesaba Duncan Metz.

Pregunté qué había sido de Metz. Aaron respondió, con su tono medio desdeñoso, que Metz había «desaparecido».

– ¿Desaparecido? ¿Cómo?

– Ejecutado por algún trato de drogas, probablemente. Su cadáver nunca se encontró.

¡Ejecutado! La palabra transmitía un aire de irreversibilidad, de reivindicación.

Gracias por salvarme la vida, querido Aaron.

Nunca llegué a enviar ninguna de aquellas cartas. Las hice mil pedazos para asegurarme de que mi madre no las leyera. Ahora, sin embargo, por un momento, sentí miedo de que Aaron, de un modo u otro, las hubiera visto.

Me preguntó entonces cuánto tiempo llevaba viviendo en Peekskill y se lo dije: dos años. Esperé a que me preguntara si estaba casada, pero, por supuesto, no me lo preguntó. Le dije que mi trabajo me resultaba fascinante, aunque agotador y, a veces, decepcionante y descorazonador. Prosecution Watch, Inc. era una organización sin ánimo de lucro fundada en 1972 para investigar casos de conducta improcedente tanto por parte de la policía como del fiscal.

– Cuando a las personas se las detiene sin justificación. Se las interroga, procesa, sentencia y se las manda a la cárcel sin que sean culpables. Y en algunos casos se las ejecuta.

Le conté que había ido a Binghamton University. Y que había hecho estudios de posgrado en Cornell, donde obtuve un máster en criminología. Era asesora jurídica, ayudante de abogado. La mayoría de los abogados de Prosecution Watch trabajaban gratis en la organización, pero los asesores recibían un salario. Estaba tratando de ahorrar, le dije a Aaron. Mientras tanto acumulaba experiencia y me proponía ir a la facultad de derecho al cabo de uno o dos años.

Aaron no tuvo nada que decir ante todo aquello. Como le había sucedido a mi hermano Ben.

Aaron no había terminado la secundaria, suponía. Recordaba que lo expulsaron del instituto en su penúltimo año.

Quería que conociera aquellos datos sobre mi vida. Porque eran realidades de mi vida hacia fuera, como una armadura.

Le conté que cuando empecé a trabajar como asesora había tratado de ponerme en contacto con los detectives de Sparta -Martineau, Brescia, nombres que nunca olvidaría- que investigaron la muerte de su madre. Pero Martineau se había jubilado y Brescia nunca contestó a mis llamadas. También traté de hablar con el jefe de policía, la persona que había ocupado el cargo al jubilarse Schnagel, pero tampoco había encontrado nunca tiempo que dedicarme. La última vez que llamé, amenacé con conseguir una citación para que se me permitiera ver lo que el departamento de policía de Sparta tenía en sus archivos, y una voz me respondió Señora, tendrá que esperar a que alguien esté en condiciones de hablar con usted.

Me eché a reír. Al parecer mi intención había sido que Aaron Kruller riera conmigo. En lugar de hacerlo volvió los ojos en otra dirección. El rostro se le tensó, su mirada se hizo distante.

Era la manera de comportarse de hombres como él cuando, por lo visto, entrabas sin autorización en su territorio.

Aaron había estado mirando, detrás de mí, el resplandor de unos faros en el momento en que giraban para entrar en el aparcamiento del restaurante.

El resplandor de los faros al otro lado de la ventana azotada por el aguanieve tenía algo de hipnótico. Vi su reflejo en el rostro de Aaron como un juego de luces acuáticas sobre una roca. Sentí una pequeña punzada de satisfacción: era él quien había venido a mí.

Le pregunté si Sparta había cambiado mucho desde mi marcha en 1988 y dijo que se imaginaba que sí, seguro.

– Cuando vives en un sitio no te das cuenta. Y estoy siempre allí.

Le pregunté si había vendido el taller de su padre y me dijo que sí, si es que se le podía llamar «vender»: había liquidado la propiedad para pagar los malditos préstamos e hipotecas de Delray. Pero ahora se había convertido en copropietario de un taller de chapa en Garrison Road y el negocio les iba bien.

– Ahora soy un «ciudadano». Propietario de un negocio, pago a gente que trabaja para mí. Aunque yo también trabajo.

– ¿Y disfrutas con lo que haces? ¿No es cierto? Lo mismo que hacía tu padre…

– Claro -Aaron se rió como si mi pregunta fuese una completa estupidez y no tuviera sentido tomársela en serio.

Estaba deseando preguntarle si se había casado. Sabía que por propia iniciativa no me proporcionaría nunca una información tan personal. Le pregunté en cambio por el taller de chapa, dónde estaba localizado en Garrison Road. Le pregunté quién era su socio y qué clase de trabajo hacía un taller de chapa.

Cuando la camarera nos trajo la cuenta, Aaron insistió en pagar la cena de los dos. Abrió la cartera y me enseñó una instantánea de un niño pequeño sonriente y con hoyuelos. Con voz enigmática dijo:

– Davy. Cuando tenía dos años. Ahora es mayor. -¿Tu… hijo?

Me quedé mirando la instantánea. La sangre me latió con fuerza, repentinamente envidiosa.

– Es muy guapo, Aaron.

– No se parece mucho a mí, eso ayuda. No está mal.

El niño tenía los ojos tristes de su padre y algo en la posición de la mandíbula que también hacía pensar en Aaron. Pero el pelo era rubio y ligeramente ondulado, la piel mucho más clara que la de Aaron. Apenas quedaba nada del aspecto indio. Me pregunté quién sería su madre. Por qué Aaron no decía nada de ella y por qué no tenía una foto suya para enseñármela.

El niñito estaba extrañamente solo, en un prado iluminado por el sol. Con una sonrisa dulcemente confiada miraba boquiabierto la cámara sostenida por encima de él y orientada hacia abajo. La sombra de un adulto, la de su padre, caía en diagonal sobre él.

Aaron recuperó la cartera, la cerró y se la guardó. Quizá me había enseñado más de lo que era capaz de enseñar sin sentirse incómodo y su mirada se volvió de nuevo huidiza. Pensaba en la madre de su hijo, supuse. Se terminó la cerveza: había bebido varias botellas. Entre mis conocidos nadie bebería tanto si estaba conduciendo, pero Aaron Kruller no figuraba entre mis conocidos, ni estaba en mi mano hacerle la más suave advertencia, como podría habérsela hecho a un amigo.

– ¿Nunca has pensado que la vida es como una partida de dados? -dijo-. Se tiran y es así como nace un crío. Todas las probabilidades en contra. ¡Dios del cielo! -se rió, era un chiste para él.

– No -dije-. Creo que tiene un propósito, que existe un significado.

– ¿Un significado? ¿Sólo uno? ¿Igual que… para la vida? -Aaron se mostraba divertido, desdeñoso.

– El que estemos aquí juntos, ahora mismo; tú y yo juntos camino de Sparta. Después de tantos años. Eso tiene un significado.

La voz se me quebró con inesperada emoción. Me sentía inquieta, nerviosa. Aaron apartó la vista como avergonzado.

La camarera reapareció con una sonrisa esperanzada que tenía a Aaron por destinatario. Aaron dejó una propina de varios dólares, se apoderó de su chaquetón de piel de oveja y se levantó de la mesa.

Como si hubiéramos sido amantes mucho tiempo atrás. Antes de que nos convirtiéramos en los adultos que somos ahora. Imposible rechazar ese convencimiento, era casi como una música, música sexual, de manera que te bastaba con cerrar los ojos y sumergirte en el sueño, para que la música te inundara con una ola irresistible de deseo.

Sparta, una ciudad construida sobre colinas de origen glaciar. A través de una neblinosa cortina de lluvia helada, las luces de la ciudad eran apenas visibles mientras nos acercábamos en nuestros respectivos vehículos y cruzábamos el Black River, que quedaba casi sumergido en la oscuridad debajo de nosotros; luego seguimos hasta la Route 31, hacia el noreste de la ciudad, donde me alojaría en un hotel Sheraton recientemente inaugurado. Aaron había llamado con su móvil para hacer la reserva. Eran cerca de las once de la noche cuando llegamos, y me tambaleaba de agotamiento. Aaron me acompañó desde el aparcamiento e insistió en subir hasta mi habitación en el quinto piso. En el pasillo, mientras abría la puerta, vaciló como esperando a que le invitase a entrar. A que me volviera hacia él y le suplicara. Aaron, estoy muy sola, tengo miedo, Aaron, no me dejes.

Cuando le di las buenas noches y le tendí la mano con una sonrisa, se dio la vuelta diciendo que me recogería por la mañana a las nueve.

2

– … Quiero daros mi bendición. Antes de morir. Quiero bendeciros a ti, Krista, y a ti, Aaron. Ahora que Jesús vive en mi corazón, sé que puedo bendecir. Pero antes tengo que reparar el daño que os hice. He hecho daño a otros a lo largo de mi existencia pero vosotros sois las caras vivas, jóvenes, de aquellos a quienes hice tantísimo daño. ¡Por favor, perdonadme!

Jacky DeLucca hablaba apasionadamente, con una voz ronca que no era más que una cáscara.

Jacky DeLucca: tan cambiada que no la hubiera reconocido, después de casi veinte años.

Su cuerpo, opulento y descarado en otro tiempo, parecía haberse derrumbado sobre sí mismo, pero no por igual, como también sucede cuando la tierra se hunde. Había huecos y bultos y fisuras dentro de su ropa, que era una especie de chándal de franela, de un curioso color rosado; su rostro, en otro tiempo redondo y sensual, que con maquillaje brillaba como una luz de neón, estaba ahora hundido y apagado y amarillento; en sus mejillas planas había delicadas arrugas verticales que eran como erosiones sobre la arena. Sus ojos, antes brillantes, habían perdido las pestañas y estaban hundidos; las cejas, dibujadas antiguamente de manera tan espectacular, daban la sensación de haber desaparecido. Jacky tenía sin duda menos de sesenta años pero parecía cerca de los ochenta. ¡Pobrecilla! Llevaba una desenfadada peluca con forma de yelmo que brillaba como si estuviera hecha de alambres de plata. Con una sonrisa irónica Jacky se la tocó, ajustándosela con sumo cuidado.

– ¿El pelo? ¡No va a engañar a nadie, desde luego! Pero nadie quiere ver mi pobre cabecita calva. Ni siquiera yo.

Con un apagado sollozo, Jacky se inclinó para cogerme la mano, amasándome los dedos, llena de ansiedad. También se habría apoderado de la mano de Aaron, pero el hijo de Zoe se mantenía fuera de su alcance, de pie en algún lugar detrás de mí mientras yo me sentaba en una hundida butaca junto al raído sofá en el que Jacky estaba tumbada, sus piernas debilitadas cubiertas por un edredón deshilachado.

– El reverendo Diggs me la compró con su dinero. ¡El reverendo Diggs es un santo! Le había dicho «cualquier viejo pañuelo para la cabeza será más que suficiente, ya no me queda nada de vanidad femenina», pero el reverendo Diggs sonrió y dijo «Un poco de vanidad es necesaria para el alma, Jacky. Tanto para la de una mujer como para la de un hombre».

Me costó entender que Jacky hablaba de la peluca barata que parecía hecha de alambre plateado.

Estaba terriblemente impresionada por el espectáculo que ofrecía la pobre Jacky DeLucca, y distraída por los olores de la habitación y por un misterioso alboroto como de voces, gritos, risas y no sé si de muebles que se trasladaban en algún otro lugar del edificio. Estábamos en la habitación de Jacky DeLucca, escasamente amueblada, en una residencia de algún tipo, centro de reinserción social o centro para los sin techo y comedor de beneficencia dependiente de la Iglesia Central de Unidad Evangélica de Sparta. Se trataba de una iglesia de ladrillo rojo del siglo xix situada en Hamilton Avenue, en un barrio de grandes iglesias antiguas y edificios municipales; en otro tiempo ocupaba aquellas instalaciones la Primera Iglesia Episcopal. Hamilton Avenue corría paralela a Hurón Boulevard, que había sido, en alguna época muy remota antes de que yo naciera, el barrio residencial más prestigioso de Sparta: allí se construyeron casas de piedra, mansiones de ladrillo y granito, enormes casas particulares con columnas, pórticos y setos de aligustre de cuatro metros de altura. Ahora las casas particulares se habían transformado en pequeñas empresas, oficinas y apartamentos. Los setos de aligustre se habían arrancado.

– ¡Siéntate, por favor, Aar-on! Acerca más esa silla…

Tan reacio como un adolescente malhumorado, Aaron arrastró una silla de rota para sentarse frente a Jacky DeLucca, pero un poco de lado. Sus ojos evitaban los míos, pero veía en su rostro lo desgraciado que se sentía.

… tanto que revelar. Antes de que se me acabe el tiempo…

Aaron había estacionado su coche fuera, en un inmenso aparcamiento abierto que era como un páramo, y en donde se había procedido a arrasar un bloque de edificios en un intento de renovación urbana que parecía haber cesado bruscamente. Gran parte del centro envejecido y deteriorado de Sparta me resultaba irreconocible después de tantos años: un laberinto de calles de una sola dirección, un vistoso pero casi desierto centro comercial peatonal en South Main, y casi un kilómetro de zona verde en la orilla del río, todo ello limitado a un lado por gigantescos depósitos de combustible y al otro por la fábrica de cojinetes, y que se anunciaba con estandartes azotados por el viento explanada de black river: un proyecto de extensión comunitaria. Aquí, en la explanada, a la tenue luz fría de una mañana de noviembre, varias personas, muy abrigadas, con aspecto de vagabundos, parecían perdidos como restos de algún naufragio o descansaban inertes en bancos, a la manera de las figuras vendadas del escultor George Segal. Si se exceptuaban los sonidos de las embarcaciones fluviales, reinaba sobre todo ello el silencio, pero se trataba de un silencio inquieto, no meditativo. Me había llegado, como en una ola de algo semejante a la desesperación, la idea de que la ciudad que mi padre había conocido tan íntimamente, la ciudad en la que había crecido, donde había trabajado de carpintero y como capataz en la construcción y donde había vivido una existencia que era importante para él, había desaparecido. Y de que mi padre había muerto porque aquella vida había tenido importancia para él.

– … tu padre, Eddy Diehl, un hombre tan atractivo, Krista, recuerdo la primera vez que lo vi, en el antiguo Tip Top Club… -Jacky DeLucca hablaba con voz ronca, entusiasta, sujetándome la mano con sus dedos fríos, enflaquecidos, mirándome con ojos inquisitivos, como si esperase reconocerme. En algún otro lugar de la residencia había un chirriante ruido de voces, de patas de sillas que se arrastraban, de música pop- rock transmitida por radio. Un olor a desayuno: a grasa de beicon, a panqueques, a huevos demasiado fritos. A bollería empalagosamente dulce. Y también el olor del cuerpo deteriorado de Jacky DeLucca hizo que se me encogieran las ventanas de la nariz-, no llegué a conocer a tu pobre madre, Krista querida. Espero que esté bien, ¿no es así? Espero que haya sido una «superviviente»… de aquella época tan triste y tan dura -Jacky suspiró, turbada, al parecer. Le apreté la mano, con la esperanza de calentársela. El chándal de color rosa parecía ser, en realidad, ropa para estar en la cama. La peluca plateada se le había torcido un poco y sentí deseos de colocársela bien. Que Aaron Kruller se agitara en su asiento a pocos centímetros del mío me estaba poniendo nerviosa-… mi época más feliz ha sido trabajar aquí. En la cocina. ¡Me encanta cocinar! Panqueques y gofres son mi especialidad. Por supuesto, no basta con tener una masa azucarada, yo le añado bayas, manzanas, almendras. Antes de venir aquí era lo que se podría llamar una «mujer de la limpieza», pero enfermé, sí, ¡ya lo creo que enfermé!: hepatitis B. ¡Qué débil estaba mi hígado! ¡Y qué «susceptible» yo! Para entonces Jesús había entrado en mi corazón. De no haber sido por Él no habría superado aquella época tan terrible, y gracias a que tuve al reverendo Diggs para mostrarme el camino, y a las personas maravillosas de aquí, en Haven House, que me han dado un hogar; el reverendo Diggs ha dicho que me conseguirá un hospital para enfermos terminales «cuando llegue el momento pero ni un solo día antes». ¡Ah, este cáncer de hígado! Han intentado toda clase de quimioterapias, que son una cosa tan terrible, cariño, espero que no llegues a comprobarlo nunca, un día me dijeron que el cáncer me había «metistado» en los huesos y que ya no me darían más quimio. El médico dijo: «Ya no podemos hacer nada más por ti, Jacky. Tienes que hacer las paces con tu alma». El doctor Waldrop es un buen cristiano y un buen hombre. Y el reverendo Diggs… -Jacky hizo una pausa, y se enjugó los ojos. Me apretó la mano una última vez y la soltó. Aaron se levantó bruscamente de la silla de rota para forcejear intentando abrir la única ventana de aquella habitación mal ventilada, pero parecían haberla repintado para impedir que se abriera, aunque con la pura fuerza de la desesperación Aaron consiguió levantarla un exiguo par de centímetros, provocando las protestas de Jacky-: ¡Una corriente no, cariño! No soporto las corrientes, empezaré a toser, corazón. No me queda más remedio que estar siempre abrigada dentro de casa y echarme un edredón encima de las piernas, los pies los tengo siempre fríos, la circulación no es nada buena. El doctor Waldrop dijo… -Aaron procedió a cerrar la ventana, tirando de ella hacia abajo. Me arriesgué a mirarle a la cara, y su expresión era tensa y cautelosa e indiferente, si bien, cuando me miró a los ojos, lo que vi fue pura desesperación y rabia silenciosas.

Consigue que hable. ¡Haz que empiece!¡Dios del cielo!

Por mi trabajo de asesora disponía de abundante experiencia con clientes que tenían historias cruciales que transmitir pero que no parecían encontrar la manera de hacerlo, que se peleaban casi a brazo partido con su cuerpo para decir lo que era dolorosamente evidente y, en consecuencia, indecible; había aprendido a tener paciencia y una buena dosis de comprensión; había aprendido la humildad del fracaso repetido. Con toda la amabilidad de que fui capaz le pregunté a Jacky DeLucca si nos había invitado a visitarla aquella mañana porque tenía «algo muy importante» que contarnos. ¿Al hijo de Zoe Kruller y a mí? ¿Se… acordaba de nosotros?

Con un gesto de fingido dolor, Jacky me dio una palmada en el brazo.

– ¡Cómo! ¡Por supuesto que te recuerdo! Eres Kristine, ¿Krista?, la hija de Eddy Diehl, hecha toda una mujer, que se marchó de Sparta y que ha vuelto sólo para verme. Y tú eres -la voz de Jacky se alzó en una débil tentativa de reproche coqueto- Aaron, el hijo crecido de Zoe. ¿Os he dado las gracias por estas…? -había sido idea mía traer flores a aquella mujer enferma: un pesado tiesto de hortensias de un rosa encendido. En la floristería las hortensias habían parecido menos espectaculares, pero en aquella habitación desolada, con su destartalado sofá cama, muebles maltrechos de segunda mano y restos de alfombra llenos de manchas, se desprendía de aquella espléndida profusión de flores un aire de burla sutil- ¿… hermosas flores que parecen… algo así como papel para hacer claveles… papel crepé…? ¿Te he dado las gracias, corazón? A veces me olvido de lo que estoy diciendo, ¡es esta medicina! ¡Tantas condenadas píldoras! Zoe decía que le gustaban mucho las flores pero nunca tenía tiempo para ocuparse de ellas. Flores recién cortadas que le regalaba algún hombre, una docena de rosas que son tan caras ahora que casi resulta un chiste, o tal vez flores de Pascua en navidades, Zoe me las pasaba: «Jacky, ocúpate de ellas, ¿querrás?» como si ya tuviera demasiadas responsabilidades. Zoe iba siempre con prisas. Yo no era muy distinta de más joven. Dios me libre de hacer juicios sobre mi amiga. Por lo que a mí respecta estaba completamente ciega, tenía un velo que me tapaba los ojos, no era quién para juzgar a los demás y tampoco lo soy ahora. Jesús ha dicho: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Jesús ha dicho: «No juzgues y no serás juzgado».

»En aquellos años antes de que Jesús entrara en mi corazón, no juzgaba a los demás, y tampoco era cruel ni vengativa. Al morir Zoe, de la forma en que lo hizo, entré en el Valle de la Sombra de la Muerte y atravesé una época muy oscura, me hice adicta a la heroína, y la adicción me costaba doscientos dólares diarios y más… Sí, me prostituía y me importaba un pimiento la salud. ¡Tan culpable me sabía de que Zoe hubiera muerto de aquella manera terrible! -Jacky hizo una pausa, respirando con fuerza. No me atrevía a mirar a Aaron Kruller, todavía de pie, junto a la ventana que había tenido que cerrar-. No me refiero a que fuese yo quien presentó a Zoe a su asesino, no es eso. Aquel hombre, el propietario de Chet's, que se llamaba Antón Csaba, habría conocido a Zoe de cualquier otra manera sin necesidad de que yo interviniera, eso lo sé. Pero fui amiga de Antón antes que Zoe, dado que Antón era amigo de muchas mujeres. Cuando Zoe se vino a vivir conmigo, las dos empezamos a trabajar en Chet's. Antón dejaba cantar a Zoe algunas veces en el club, y nos tomábamos unas rayas de coca juntas, si algún fulano nos la proporcionaba, cosa que pasaba con frecuencia. Era lo que hacía todo el mundo. Malditos polis hipócritas, los «detectives» vinieron a interrogarme comportándose como si nadie hubiera tomado nunca coca ni hubiese fumado hachís, veías a aquellos hijos de puta en The Strip, cuando no estaban de servicio, fingiendo trabajar de incógnito, ¡sandeces! Me avergüenza decirlo, pero me gustaba que Zoe fuese amiga mía porque era más glamurosa que nadie y, además, cuando cantaba con aquel grupo suyo, no había nadie más sexy. Y Zoe era una verdadera amiga, como por ejemplo a la hora de compartir drogas, Zoe me buscaba, puede ser peligroso, necesitas una persona en la que confíes por si algo sale mal. De un hombre no te puedes fiar… Algunas personas dicen que si te mantienes bien de salud, si tomas vitaminas, ¡puedes consumir heroína durante toda la vida si no aumentas la dosis y si las venas no se te vienen abajo! Incluso ahora, me avergüenza confesar que sigo teniendo el mono. Zoe decía: "El sexo es para gente que no dispone de heroína" -Jacky rió ante aquella observación ingeniosa sin prestar atención a la manera que tenía Aaron de mirarla. Desde otra parte de la residencia llegó en sordina un ruido atronador como de pies bajando por escaleras en una corriente que era más bien una cascada. A toda prisa Jacky añadió-: Zoe por supuesto no era "adicta" (no era una yonqui), ni muchísimo menos. Y tampoco yo, a decir verdad. Hay hombres que proporcionan drogas a las mujeres para controlar su alma, pero Zoe era demasiado independiente, le importaba su "carrera" y tenía miedo de no llegar nunca, a su edad. Por entonces, me avergüenza decirlo, a veces sentía celos de Zoe, porque si quería llevarse a un hombre, no le importaba a quién tuviera que apartar para conseguirlo. Y se salía con la suya mucho más a menudo que el resto de nosotras. Si pedía dinero prestado, por ejemplo. Un hombre le "perdonaba" el préstamo, cuando a mí nunca me lo perdonaría. Antón Csaba era uno de ésos. La equivocación de Zoe fue pensar que Antón se lo iba a consentir todo. Os sentiríais inclinados a creerlo si lo hubierais conocido, porque Antón era una persona afable que nunca alzaba la voz. Como estaba enamorado de ella, Zoe pensó que le estaba permitido todo y cometió algunas equivocaciones. Antón le había prometido algunas cosas. Zoe tenía sin embargo a aquel otro hombre, "agente musical" era como se definía, algún tipo de empresario, cuyo negocio era contratar a grupos. No sé con seguridad cómo lo conoció Zoe. Imagino que la oyó cantar alguna noche en Chet's. Ahora bien, yo sabía que Antón podía ser peligroso, ya había hecho daño antes a otras mujeres que lo habían traicionado. Era la manera de hablar de Antón, que usaba la palabra traicionar. Hay que explicar que tenía todo el aspecto de un caballero. Los modales de un caballero. Había nacido en Budapest, decía. Que está en Hungría, la parte de Europa realmente más antigua. Antón se vestía con mucho estilo, llevaba un abrigo de piel de foca, sombrero de fieltro y guantes hechos con la piel de "corderos nonatos". (¿Habéis oído hablar alguna vez de pieles de corderos nonatos}) Sólo conducía Cadillac y Lincoln y nunca más de un año, siempre eran coches de lujo con todos los extras imaginables. También tenía una manera de "ser propietario" de las mujeres. Cuando se cansaba de ti ya no quería volver a verte y te hacía un "regalo de despedida", pero si aún no se había cansado, no te podías marchar por las buenas. Yo le caía bien, "mi chica Jacky", me llamaba, cuando había que hacer alguna sustitución en el club sabía que podía contar conmigo, y eso era una suerte para mí, que "le cayera bien", pero nada más. Zoe fue la que "lo volvía loco". Antón hablaba de Zoe como de una enfermedad infecciosa, como los piojos, una cosa que no había manera de quitarse de encima. Llevaba trajes muy caros que no acababan de sentarle bien, hacían que pareciese un cadáver vestido por los empleados de una funeraria. Zoe se reía de él a sus espaldas. "Mi diminuto maniquí", lo llamaba. "Mi Boris Karloff." Y nos reíamos. Y quizá alguien se lo contó a Antón. He olvidado decir que Antón podía ser muy generoso. En ese sentido nadie en Sparta era como Antón Csaba. Si trabajabas para él y cumplías, te hacía regalos, si le caías bien. Por supuesto si te quejabas o dabas problemas, te ibas a la calle. Alguna de la ropa tan bonita que llevé a tu casa, Aaron, aquella vez, Antón se la había regalado a Zoe, y ella siempre le daba las gracias muy sinceramente pero al cabo de pocos días, ya sabéis cómo era Zoe, se olvidaba… Y luego estaban los polis que frecuentaban Chet's. El "jefe de policía" de entonces era amigo de Antón. Podías verlos fumándose puros juntos. Era sabido que Antón pagaba a la policía de Sparta para que no se entrometiera en su negocio, que tenía muchas facetas. Cuando mataron a Zoe, "Antón Csaba" fue un nombre que algunas personas mencionaron a la policía, pero la cosa nunca fue mucho más allá. Los detectives sabían que no podía ser Eddy Diehl quien la había matado porque las huellas de Eddy estaban por todas partes en la habitación de Zoe, pero ninguna de ellas con sangre. Eso lo oí. Era una cosa que se sabía. Que el asesino de Zoe tenía que llevar guantes. Sabían que Eddy no había estado allí en ese momento. En el momento en que mataron a Zoe. Fueron a buscar a Eddy y le interrogaron y le hicieron la vida imposible pero no porque pensaran que era él quien había matado a Zoe, fue sólo porque no les caía bien personalmente. Si les haces la puñeta a los polis, se vengan como pueden. Habían tratado de detener a Delray, pero el sentimiento general en Sparta era que a Delray ya lo había tratado Zoe suficientemente mal portándose como se portaba, y el hijo de Delray, es decir, Aaron, a quien llegué a conocer, declaró bajo juramento que su padre y él habían pasado la noche juntos, que habían estado juntos toda la noche. De manera que si se llegaba a un juicio con jurado supusieron que Delray acabaría por ser declarado "inocente", así que no detuvieron a nadie. Todas las preguntas que aquel condenado Martineau me hacía tenían truco. Intentaba por todos los medios que dijera "Eddy Diehl". Pero no estaba dispuesta. Y tampoco decía "Antón Csaba", porque no hubiera vivido más de una semana. En Sparta, no. ¿Y adonde podría haberme ido? ¿Adonde, sin que Antón me encontrara? Aquel hijo de puta de Martineau me mandaba llamar, o se pasaba por donde vivía, acabé marchándome de la casa donde había muerto la pobre Zoe, y me fui a Towaga, y él, según decía, se dejaba caer por allí de camino a su casa, y también, según decía, cuando ya no estaba de servicio, y entonces el muy pervertido hijo de puta, con su voz falsamente amable, me preguntaba "Qué tal, Jacqueline? ¿Te pusieron ese nombre por Jacqueline Kennedy? ¿A ti te pusieron su nombre?". Las cosas que aquel cabrón me obligó a hacer, se necesitaba estar colocada o más borracha que una cuba para soportarlas, y ¿creéis que semejante malnacido mostró alguna vez la menor gratitud? "Tienes la suerte de no estar en la cárcel, gorda del carajo, por obstaculizar la justicia, por ayudar e instigar a un homicida, y por tener drogas en casa." Me dejaba como una especie de juguete roto en la cama o en el suelo. Nunca me dio un condenado céntimo. Un hombre así, y el "jefe de policía" también, Schnabel, Schnagel, las cosas que se decían, nunca pondría su firma para investigar a Antón Csaba, y no digamos nada de detenerlo. Oh, no. Claro que no.

Jacky hizo una pausa, tiritando. A mí me parecía que la habitación estaba demasiado caliente, y sin embargo también creía sentir, casi, una corriente que procedía de la ventana. Así que me recorrió un escalofrío mientras buscaba una manta que echarle a Jacky por los hombros. Aaron aún seguía manteniendo las distancias, como un crío que se vuelve más y más peligroso a medida que crece su inquietud y está a punto de explotar. Durante la última parte de su monólogo, Jacky parecía haberse olvidado de que había una tercera persona en la habitación, y parpadeaba mirándome con los ojos humedecidos y tan llenos de nostalgia que yo tenía que apartar la vista. El olor de su cuerpo me iba pareciendo menos fuerte a medida que pasaban los minutos. Pensé Cuando esto acabe, la puedo bañar.

– … fue tres años después cuando sucedió. Nadie sabe qué, exactamente. Antón estaba en Buffalo reunido con algunos «inversores» cuando «desapareció», sin más. Era una época en la que, con algún socio, estaba comprando propiedades en The Strip y había ampliado el club y la gente dijo que se había hecho enemigos y que lo habían matado. Son cosas que se oyen. Nunca apareció una necrológica de Antón Csaba en los periódicos de aquí porque nunca se encontró el cuerpo, pero sí hubo artículos en los periódicos, en la primera página del Journal, «destacado promotor de Sparta lleva doce días desaparecido» es el que corté y que guardé. Nadie se lo podía creer, pero el periódico dijo que tenía cuarenta y nueve años, aunque parecía por lo menos diez años mayor. Era cierto que había nacido en Budapest, pero «dejaba» un hijo que vivía en Nueva York, nadie se imaginaba que Antón tuviera familia como una persona normal. Así que Antón desapareció, eso pasaba en algún momento de 1986. Y tenía que estar muerto, enterrado en cemento en algún sitio, o arrojado al río Niágara, eso era lo que oías. Vendieron Chet's, que se convirtió en un local de striptease como otro cualquiera, ya no tiene nada de elegante. De manera que al final hubo alguna especie de justicia para la pobre Zoe, «justicia poética», y para su familia, aunque no pudieron valorarlo. Porque nadie sabía nada de Antón Csaba, y los que sí sabían siguieron callados. A veces yo veía a Delray en The Strip, o a Eddy Diehl, cuando regresaba, de visita en Sparta, me hubiera gustado explicárselo, aquellos pobres infelices tan acosados, pero, demonios, ¿cómo podía? Era imposible probar nada, en un caso como éste no hay nada porque se ha destruido todo. Si no tienes a la policía recogiendo pruebas, no se puede demostrar nada. Incluso después de que Antón desapareciera, años después, aún quedaban amigos suyos en Sparta que se enterarían si yo dijese algo, ¡ésta es una ciudad condenadamente pequeña en determinados círculos! Como ese tipo cruel e hipócrita, ese hijo de puta que es el tal Martineau, y Schnagel, su jefe. De manera que nunca dije una palabra. De eso me avergüenzo, pero no tuve la fortaleza, entonces. Lo único que me consolaba era que Zoe me había perdonado. Eso lo supe. Zoe se arrepintió de su vida, al final. Había visto ya «los dos lados». Llegado el momento, creo que tuvo que ser Zoe quien intercedió con Jesús para que me llenara el corazón de pasmo cuando no tenía ningún deseo de seguir viva. Estaba en aquella casa de Towaga, pasaba días sin poder levantarme de la cama, Zoe se me presentaba: «¿Jacky? ¡Me había parecido que eras tú!», como tomándome el pelo, aunque amable, de la manera que tenía Zoe de burlarse si le caías bien o te quería. Sólo si estaba sola, y receptiva, sentía su presencia como algo brillando en el aire, y oía su voz que parecía salir del aire, la voz dulce y sexy de Zoe cuando cantaba aquellas canciones tan suyas. ¡Pero a Zoe no la veía! Excepto si cerraba los ojos, a veces. Hay una clase especial de colocón que se consigue con la cocaína, que no estás completamente ida, como si el cielo «se rasgara», eso te sucede dentro de la cabeza, y entonces, a veces, «veía» a Zoe, como un ángel, toda luz. Y entonces le decía, Zoe, ¿por qué aceptaste tanto dinero de aquel hombre? ¿Y toda la ropa? ¿No sabías quién era? ¿Creías que era sencillamente alguien de Sparta? ¿No sabías que era el demonio, el demonio que viene a nosotras en la tierra; si aceptas regalos del demonio, estás en deuda con él; si te ríes del demonio, el demonio se reirá de ti y te llevará consigo al infierno? Eran las drogas que Zoe tomaba, o que le daban a Zoe para que se las tomara, cuando estás colocada dejas de razonar, Zoe perdió «el sentido de la realidad», fue lo que dijeron. Zoe pensó que se podía deshacer de Antón Csaba como de algún hombre del que se había deshecho en Sparta, o de su marido, o de un amante, y que no tendría consecuencias. Zoe iba a irse a Las Vegas con aquel «promotor», Antón se enteró cuando Zoe estaba planeando marcharse, y me preguntó qué sabía de él, y dije: «Zoe no estará mucho tiempo fuera de Sparta, echaría demasiado de menos a su hijo», y Antón no dijo una palabra, pero me abofeteó con fuerza, me dio en la boca, me abofeteó y me eché a llorar y pregunté: «¿Por qué haces eso…?», y Antón contestó que era porque le estaba mintiendo, de manera que vi que no había esperanza, que el demonio ve en nuestro corazón si Jesús no está en él para protegernos, así que dije: «Sí, Zoe se marcha mañana por la mañana, con…». Se llamaba Scroon, creo. Una cosa así como «Walter Scroon». Al menos así lo llamaba Zoe, aunque después sería como con «George Hardy», no había nadie que se llamara así, la policía no consiguió localizar a nadie con ese nombre. A Antón le dije todo lo que sabía, porque me aterraba que me hiciese más daño, le conté que Zoe se iba a marchar con «Walter Scroon» que era «productor musical» y que iba a venir por la mañana a recogerla, quizá a eso de las diez, y que irían en coche hasta el aeropuerto de Albany. «Pero si ves a Zoe, no le cuentes que te lo he dicho yo», ésas fueron mis palabras, eso fue lo que le dije a Antón Csaba. Y Antón se limitó a reír. Y fue a continuación cuando me presentó a «George Hardy»: se trataba de que pasara con él aquel fin de semana, por lo que me pagaría mil dólares, estuvimos en un hotel «histórico» de Chautauqua Falls, que es muy elegante y muy caro, y cuando regresé a Sparta y a West Ferry Street era como una escena de una película, todos aquellos coches en la calle (cenada al tráfico) delante de nuestra casa, y la puerta principal completamente abierta y los polis que había dentro me dijeron que mi «compañera» estaba muerta, «golpeada y estrangulada en su cama», y la expresión en sus caras, como si fuese un castigo que Zoe se merecía, y que a mí me tendría que haber pasado lo mismo. No había una sola mujer en la casa, sólo hombres, polis uniformados y detectives y personal médico de emergencia, todos hombres, mirándome como si fuese basura. Me desmayé, supongo… era mi momento para entrar en el Valle de la Sombra de la Muerte, donde tendría que habitar durante años, hasta que…

Con breves gritos entrecortados, semejantes a risas ahogadas, Jacky había empezado a llorar. Se le arrugó el rostro como si fuera el de una niñita envejecida. La peluca plateada se le había torcido y le daba un aire desenfadado. Se la enderecé con cuidado y le ajusté la manta alrededor de los hombros.

Aaron estaba en algún sitio detrás de mí. Había dejado de dar vueltas por la habitación y no se movía. Los ojos de Jacky se dilataron al verlo como si, por un momento, se hubiera olvidado de quién era. Con voz suplicante, nos dijo, a Aaron y a mí:

– … por favor, creedme, Kristine, ¿Krista?, y Aaron, os lo suplico, Zoe era mi amiga más querida. Zoe era mi corazón. Nunca le hubiera hecho daño a sabiendas. Nunca la hubiese traicionado. Pero en aquellos años, antes de Jesucristo, yo era una persona muy débil. El demonio, con una mirada, con una caricia, con una promesa, me podía seducir para que hiciera cualquier cosa. Además, los celos me consumían el corazón. Y la envidia, y el rencor. Y el orgullo. No tuve valor para salvar a mi hermana en Cristo, ésa es la terrible verdad con la que tengo que vivir. Porque si hubiera mentido a Antón Csaba y le hubiera convencido; si, partiendo de mí, una mentira así hubiera sido posible, y hubiera podido salvar a Zoe, luego la mentira se habría vuelto contra mí. Si no hubiera dicho que Zoe se marchaba temprano a la mañana siguiente, si hubiera dicho que tardaría unos días en irse a Las Vegas, creo que Zoe habría podido irse de Sparta, y que Anión Csaba habría tenido que seguirla a Las Vegas para vengarse, y pienso que eso no lo habría hecho. Pero en ese caso la mentira se habría vuelto contra mí. Ésa fue mi elección, fui demasiado débil para elegir a Zoe porque quería salvarme yo. Por ese pecado me hundí entre la escoria y las cenizas de la humanidad y fui pisoteada como la basura más inservible y los justos me despreciaron hasta que en mi hora de mayor oscuridad, después de que me dejaran salir enferma y sin un céntimo del centro de detención, es decir, de la Casa de Detención para Mujeres, detrás del juzgado, donde me pusieron en la «sala psiquiátrica», allí no hacía más que llorar, arrancarme el pelo, arañarme la cara, por qué me detuvieron no lo supe nunca, quizá fue por «posesión de drogas», quizás algo que Martineau colocó en mi habitación… cuando me dejaron en libertad encontré el camino de la Iglesia de Unidad Evangélica y del reverendo Myron Diggs y a estos cristianos maravillosos que no juzgaron a Jacky, su hermana caída, sino que rezaron por ella y con ella, hasta que finalmente un día, durante la oración de la tarde, cuando el reverendo Diggs nos llamó para dar un paso al frente y recibir a Jesús en nuestro corazón, sentí de repente una fuerza tal, como una corriente eléctrica, que me empujaba hacia el altar, y Jesús inundó mi corazón con su calor y con su amor y ha seguido conmigo desde entonces. Porque era cierto, Jacky DeLucca se había arrepentido de verdad de sus pecados y del pecado aún más terrible de la desesperación, que, como dice el reverendo Diggs, es que no te importe vivir o morir, y mi hora más feliz fue cuando Jesús me permitió saber Estás perdonada, Jacky. Y ya han pasado seis años desde entonces. ¡Seis años! Así que se me ha concedido fuerza para soportar la enfermedad, es una prueba de mi fe, que me envuelve como en olas, ahora que la quimioterapia se ha terminado y «no se puede hacer nada más». Jesús me da fuerzas, y me estará esperando. De manera que os he abierto el corazón, para que me perdonéis. ¿Querrás darme tu bendición?

Le dije a Jacky que sí, por supuesto, que la bendeciríamos. No fui capaz de volverme para mirar a Aaron Kruller detrás de mí.

Estreché entro mis brazos a una Jacky DeLucca que sollozaba. Sostuve el cuerpo ardiente y consumido que se estremecía. Una especie de parálisis se apoderó de mí, creo que estaba sonriendo. Nos veía a las dos, a Jacky DeLucca con su peluca plateada, y a Krista Diehl con sus cabellos rubios trenzados, nuestros rostros brillantes por las lágrimas, como una pietà, algo así como la caricatura de una pietà, aunque no estaba claro quién era la madre, o sobre quién se derramaba la mayor gracia divina. Me zumbaban los oídos y estaba muy cerca de desmayarme. Tenía los labios tan secos como papel de lija. Pensé Pero no tengo que besarla, ¿verdad que no? Estoy dispensada de besarla.

Sólo nosotras dos en la habitación: Jacky DeLucca, Krista Diehl. Porque el otro, el hombre, Aaron Kruller, se había marchado en algún momento. Nos había dejado, asqueado o furioso, o quizá sintiendo una terrible compasión por nosotras, no sabría decirlo. En la confusión de nuestro abrazo, el tiesto con la espléndida hortensia se había caído de lado, y procedí a enderezarlo. Algunos de los tallos estaban rotos. En la mesita junto al raído sofá cama de Jacky había varios frasquitos de píldoras y un vaso de agua con un poco de espuma. Reparé ahora en que las paredes blancas de la habitación de Jacky estaban adornadas con imágenes religiosas que se asemejaban a estampas bíblicas ampliadas. El más llamativo de los objetos devotos de Jacky era un retrato de Jesús de un metro de altura, sobre una franja de terciopelo negro, que ofrecía con rigidez sus manos abiertas, agujereadas y sangrantes: llamativamente pálido, con grandes ojos oscuros y una boca carmesí como la de una muchacha, y en la frente una ensangrentada corona de espinas, toscamente pintada con colores brillantes. En la esquina inferior izquierda, destacaban, conspicuas, las iniciales J. D.

Jacky me vio mirarlo. Con un estremecimiento infantil me dijo que lo había pintado después de tener una visión. ¿Me gustaba?

– Es muy hermoso, Jacky -le dije-. Exactamente tal como sería Jesús si estuviera ahora con nosotros.

– ¡Aire fresco! ¡Dios del cielo!

Aaron me esperaba fuera. Cogiéndome del brazo me hizo salir, lleno de impaciencia, por la puerta de atrás de la residencia, murmurando entre dientes sin parar Joder joder joder.

Juntos descendimos las escaleras a trompicones. Escalones de cemento que se desmoronaban. El aire era frío y húmedo. Empezaron a brotarme lágrimas que corrieron por mis mejillas acaloradas. No me había dado cuenta de hasta qué punto, en la habitación de enferma de Jacky DeLucca, el olor dulzón de la carne deteriorada era tan penetrante que, sin darme cuenta, había respirado todo el tiempo de manera superficial, metiéndome muy poco oxígeno en los pulmones. Estaba aturdida, mareada. El impacto del aire frío fue tan intenso como una bofetada.

Aaron estaba desconcertado, furioso. Y asustado, como un hombre que escapa de un edificio que se derrumba.

– Aaron -dije-, tienes que volver. A despedirte de ella. No puedes echar a correr sencillamente. Se está muriendo.

– Que le den por culo. Que les den por culo a todos. Por mí que se mueran.

Retiré de mi brazo la mano de Aaron. Me agarraba del brazo como si fuéramos íntimos -un hermano mayor, una hermana pequeña muy fastidiosa-, sin dar la sensación de saber lo que hacía, en el paroxismo de su furia. Tenía el aspecto de un hombre a punto de usar los puños con cualquier blanco que se le pusiera a tiro.

– Aaron, no nos podemos marchar así. No me voy a ir contigo.

– Ya lo creo que sí, joder. ¡En marcha!

Nos empujamos. Cuando ya tenía unas ganas locas de golpear con los puños a aquel hombre tan testarudo para quitarle la expresión de la cara, aquella expresión de terquedad, de deliberada tozudez, se echó inesperadamente a reír, con una risa brusca como un ladrido, cruel y sin alegría. De algún modo yo iba siguiendo a Aaron, que hacía caso omiso de mis ruegos, apartaba mis súplicas de buena chica con un gesto de la mano, mi compasión hacia la mori bunda era una completa imbecilidad para aquel hombre, algo que no merecía en absoluto la pena tratar .

Juntos pasamos al lado de un contenedor demasiado lleno. ¡Qué peste a basura! Pensé La pobre mujer ya se ha muerto. Está en el infierno, que es a donde hemos ido a verla.

En aquella zona casi desierta de Sparta, próxima a la Iglesia de Unidad Evangélica, había una actividad inusual. El ruido que habíamos estado oyendo desde la habitación de Jacky DeLucca procedía de un camión de mudanzas del que unos voluntarios estaban descargando muebles destartalados que alguien había regalado. Cerca, aunque sin relación alguna con el trabajo del camión de la mudanza, había una larga cola desordenada, formada sobre todo por varones -de carnosos rostros veteados, ojos llorosos y extremidades que parecían disparejas-, unos cuarenta en total, y entre ellos algunas mujeres apenas distinguibles, extrañamente pacientes todos ellos, tan resignados como penitentes, o quizá se situaban más allá de los penitentes: eran los condenados, eran, al igual que Jacky DeLucca, los habitantes del infierno, aunque sin protestar por su condena, estoicos y conformes, porque se trataba de una condena comunitaria, y se tenía derecho a que te dieran de comer: iban cruzando, arrastrando los pies, el umbral de lo que parecía ser un comedor de beneficencia. Deliciosos aromas calientes flotaron hasta nosotros, en claro contraste con el hedor de la basura. Nadie reparó en absoluto ni en Aaron Kruller ni en mí.

Pensé Algún día regresaré aquí. Trabajaré de voluntaria. Cuando tenga la fuerza suficiente.

Caminamos hacia el coche de Aaron por un amplio solar abierto y ventoso, donde se amontonaban los escombros de edificios derribados. Si me hubieran llevado a aquel sitio con los ojos vendados para preguntarme que dónde estaba, no habría sabido responder. Las ruinas de una ciudad americana devastada por la guerra, o una ciudad americana de la época postindustrial en el norte del Estado de Nueva York, aunque ¿qué era exactamente lo que había sucedido allí? Surgía una extraña belleza deslumbrante de aquel solar sembrado de escombros, porque eran como unas ruinas de la antigüedad, si bien se trataba de unas ruinas que no se podían nombrar y menos aún celebrar. Eran unas ruinas carentes por completo de memoria, de identidad.

¡Qué alivio, entrar en el automóvil de Aaron! Nuevo modelo, fabricado en los Estados Unidos, de líneas elegantes, tracción en las cuatro ruedas para nuestros duros inviernos del norte del estado, radio por satélite. De repente nuestras manos se encontraron. Agarré al hombre al que había querido aporrear un momento antes, y lo sujeté con desesperación. La chaqueta de piel de oveja de Aaron estaba abierta y me llegaba el olor de su cuerpo. Él metió una mano dentro de mi abrigo, lo abrió, y me arrastró hacia él. Un viento húmedo nos alcanzó, trayendo el olor del río. Alegre, burlón. Aaron me empujó sin miramientos contra el lateral del coche, me sujetó la cabeza con las dos manos y me besó con la boca abierta. Nos mordisqueamos, un frenesí sexual pareció apoderarse de nosotros. Cualquiera diría que habíamos evitado de milagro algún peligro terrible. Cualquiera pensaría que los dos estábamos borrachos. Viéndonos desde la parte de atrás de la residencia de la iglesia, cualquiera habría pensado que estábamos borrachos como cubas, borrachos, con absoluto descaro, ya antes del mediodía de una jornada laborable.

De camino hacia el Sheraton en el extremo septentrional de Sparta, en la Route 31, Aaron se detuvo en una tienda de vinos y licores para comprar una botella de whisky escocés y dos paquetes de latas de cerveza. Durante el trayecto sostenía el volante con una mano y con la otra me apretaba y acariciaba el muslo mientras yo me pegaba mucho a él. Estábamos aturdidos, locos de deseo. Había vivido durante tanto tiempo una vida anestesiada y sin sexo, habitando en mi cuerpo como si habitara en el capullo de un gusano de seda, que me resultaba asombroso notar con qué fuerza sentía la necesidad sexual, cómo reaccionaba mi cuerpo, con qué franqueza. ¿O era aquella otra clase de anestesia, la anestesia del anonimato, del puro anhelo físico? De repente era muy feliz, algo se había decidido por fin. Ha terminado, están todos muertos. Sólo quedamos nosotros.

Iba,i cruzar una última vez -por el antiguo y majestuoso puente suspendido- el Black River, ancho, de rápida corriente y atormentado por la espuma, en su serpentear a través de Sparta. Nunca volvería a cruzarlo. Nunca más en toda mi vida -parecía saberlo, con un fatalismo extático-, mientras veía desde lo más alto del puente la curva sinuosa, serpenteante, del río y, a lo lejos, las cumbres neblinosas de los Adirondack meridionales. De muy joven me había aprendido sus nombres:

Star Lake, Little Mouse, Bullhead, White Ridge y Hammer, apenas visibles en el horizonte.

Nunca más los muelles en la orilla del río, los embarcaderos envejecidos, los almacenes y las fábricas; los camiones de dieciocho ruedas que se cargaban y descargaban en las calles de adoquines. Bidones de aceite, charcos grasientos. Refinerías, altas chimeneas coronadas de llamas como pequeños labios burlones. Pero ¿dónde, a lo largo de la orilla del río, estaba la fábrica de medias de lujo para señoras? No logré encontrarla.

Aquel día de noviembre era húmedo, ventoso, salpicado con repentinas apariciones del sol y, sobre nuestras cabezas, un intenso cielo azul por el que corrían nubes enormes, empujadas, rotas, desperdigadas como si fueran escombros.

– Es lo que pensaba -dijo Aaron-. Lo que ha dicho. Sabía que no había sido Delray.

Pegada a aquel hombre excitado, no me era posible hablar. No podía decir Supe siempre que no había sido mi padre. No podía decir Te quiero dentro de mí. Lo más hondo que nadie pueda llegar.

Aaron entró conmigo en el Sheraton. En una mano llevaba una bolsa de papel con la botella de whisky y las latas de cerveza y con el otro brazo me sujetaba, como temeroso de que me escapase. Su rostro encendido reflejaba excitación, y ya no estaba tan enfadado. Al recepcionista -cuya distraída mirada inicial pasó enseguida a manifestar considerable interés- le dije que me quedaría una noche más.

En mi habitación del quinto piso, Aaron cerró la puerta y dio dos vueltas a la llave; corrí las cortinas sin fijarme mucho y enseguida estábamos tirando el uno del otro, quitándonos la ropa, riéndonos, casi sin aliento, como si hubiéramos subido a pie los cinco pisos, y a continuación en la cama, Aaron con todo su peso, lanzando resoplidos y besándome de la manera en que lo había hecho en el aparcamiento, la boca abierta, sus dientes golpeando los míos. Estábamos medio vestidos, él tumbado entre mis piernas, yo agarrada a él, las caras contraídas como las de nadadores que se han hundido mucho, con un repentino miedo a ahogarse. Pensé Pero ¿es esto, Krista?¿Es esto… lo que quiero? Volvimos a reír los dos mientras nos besábamos. Nuestra risa era áspera, atónita. Mis brazos le apretaban el cuello, no había tiempo para la ternura. Los codos unidos como si, en el caso de quererlo, pudiera romperle el cuello.

Era como caer juntos. Como caer desde una gran altura. El impacto de la tierra contra la carne. Me quedé sin aliento. Mi cerebro estaba muerto, a oscuras. No había palabras, tan sólo sonidos. Cuál de los dos producía tales sonidos, no podría decirlo.

Una ocasión para que Krista confesara Siempre te he querido. Siempre he soñado con esto.

Excepto que había algo impersonal, anónimo en la manera que tenía Aaron de hacer el amor. Sentías que eras la presa de una hambrienta necesidad sexual, del apetito voraz de un depredador.

Más tarde Aaron abrió la botella de whisky. Bebimos -bebí atolondradamente, de un vaso de plástico, el licor quemándome la boca- e hicimos el amor de nuevo, y al cabo de un rato bebimos, Aaron bebía whisky y cerveza, las dos cosas, y volvimos a hacer el amor. Nuestros besos apestaban a alcohol. Nuestros cuerpos apestaban a sudor. Nos habíamos mordisqueado tanto la boca que la almohada debajo de nuestras cabezas estaba empapada de saliva. Dormimos entre ropa de cama revuelta que olía demasiado. Dormimos abrazados. Al despertarme no entendía dónde estaba, con quién estaba acostada y que era como hallarse entre los anillos de una serpiente pitón, una pierna mía sobre la cadera y el final de la espalda de Aaron.

Cuando nos despertábamos usábamos por turno el baño: Krista primero, luego Aaron. La desnudez parecía hacernos inusitadamente torpes. Tropezaba, cegada por la luz demasiado brillante del baño. Nuestras risas eran bruscas e imprevisibles. Es posible que nos avergonzáramos. Es posible que fuésemos muy felices. Cabe que estuviéramos borrachos. Desde luego desnudos y sudorosos y sin que nos importase el tiempo. Habíamos dejado de oír las aspiradoras en las habitaciones vecinas y delante de la nuestra, en el pasillo. Pasó la mañana, las primeras horas de la tarde, y algún tiempo después ya habíamos empezado a oír las voces del nuevo turno de huéspedes. Puede que estuviéramos cerca del ocaso. Más allá de las cortinas descuidadamente cerradas, el día de noviembre se había encendido en una especie de llama luminosa que se apagaba ya y a la que siguió velozmente el anochecer. En Peekskill, aquél era -o habría sido- un momento melancólico del día. En Sparta busqué a tientas mi vaso de plástico, siempre necesitada de nuevas dosis de whisky. Aaron avanzaba ya por el segundo paquete de latas de cerveza. Había encargado que nos trajeran algo de comer a la habitación: hamburguesas con queso, sándwiches de pavo de dos pisos con beicon y más queso, patatas fritas y ketchup, ensalada de repollo con exceso de azúcar, de manera que las cortezas y los restos malolientes de aquellos alimentos seguían allí, en una bandeja empujada contra la pared, sobre la alfombra de pelo largo, detrás del televisor apagado, donde la descubriría una de las doncellas del hotel horas más tarde. A través de una rendija en las cortinas mis ojos distinguían lo que parecía ser la luna, una luna en cuarto creciente, a no ser que se tratara, sencillamente, de una de las luces del aparcamiento, sobre un poste muy alto. Besaba con ansia la boca del hombre, que sabía a cerveza. Besaba una boca que era como la boca de mi padre. El hombre yacía despatarrado y desaliñado en su desnudez entre ropa de cama completamente arrugada. El hombre retenía con una mano mi pecho izquierdo, amasándolo y apretándolo, apretándolo y soltándolo de la manera en que se acaricia o se dan palmaditas a un animal, para hacerle saber que se siente afecto por él pero que no se le puede prestar plena atención precisamente en ese momento. Yo estaba medio llorando, de repente me golpeó la emoción y dije:

– Aaron, Dios mío… Me olvidé de lo que me había propuesto hacer por ella…

– ¿Hacer por… quién? -preguntó el hombre.

– Jacky DeLucca -respondí-. Me olvidé de lo que me había propuesto hacer.

– ¿Qué era, cielo? -preguntó.

– Quería bañaría -dije, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas-. Lavarla y cambiarle la ropa de la cama. Esa pobre mujer, también quería apuntar su dirección para mandarle dinero.

– ¡Dios bendito, otra vez ella! -respondió el hombre, riendo-. Que le den por saco a la vieja Jacky.

– Aaron, no hablas en serio.

– ¿No? ¿Por qué no?

– Ha dado un descanso a nuestras almas, Aaron, la tuya y la mía. No necesitaba hacerlo, ha sido una muestra de afecto.

El hombre había dejado de amasarme el pecho. Despreocupadamente dio una patada a la ropa de la cama que le limitaba el movimiento de una pierna.

– Que le den por saco al que tenga alma.

– Tú tienes alma.

Le sujeté la cara con las manos. Le dije que tenía un alma y que yo la había visto.

El amor me hacía decir aquellas cosas tan profundas.

El amor borracho, de manera especial. Locas profundidades.

Aaron se rió y me apartó las manos.

Dije que insistía. En lo de su alma. La había visto, Krista era la única que la había visto.

Estaba borracha, dijo Aaron. Pero le gustaba, dijo.

Rió, avergonzado. Pero también complacido. Le brillaba la cara de satisfacción. Me agarró y me empujó hasta ponerme de espaldas a su lado y hundió la cara en mi cuello, de manera que no podía vérsela, igual que podría hacer un niño para esconderse. Sus brazos, rodeándome los costados, la espalda, sus manos, inquietas sobre mí, eran lo bastante fuertes como para romperme los huesos. Casi con voz inaudible, dijo:

– No te vayas. Quédate aquí.

– Quedarme, ¿dónde? -pensé que se refería al hotel.

– Quédate conmigo. Donde vivo. Hay sitio.

– No me puedo quedar contigo. Ni siquiera te conozco.

– Sí. Me conoces.

Más tarde: agitaba la cabeza, para aclarármela. De algún modo me había quedado dormida bajo el pesado brazo del hombre. Y el brazo, por otro lado, se me había dormido, retorcido bajo mi cuerpo. No estaba acostumbrada a beber nada que fuese más fuerte que el vino blanco, y eso sólo de tarde en tarde, y nunca me había emborrachado, pero me gustaba estar borracha. Tuve que levantar el pesado brazo tibio del hombre, cubierto de espeso vello, para zafarme de él. Estaba incómodamente caliente, excesivamente acalorada, me ardía la nuca, riachuelos de sudor me corrían por los costados. ¡Cómo me hubiera reñido mi madre! ¡Krista, hueles a tu cuerpo! Porque no hay nada más vergonzoso para una chica que oler a su cuerpo. El olor del hombre era intenso, acre, inconfundible. Era el olor sexual del varón, franco y sin disimulo. Y él no se preocupaba en lo más mínimo, dormía despatarrado, con el placer del abandono total, hundido en el sueño, la boca abierta en parte, su respiración fuerte y húmeda. Pensé El varón tiene que roncar para asustar a los depredadores. Me reí, quizá fuese una percepción radicalmente nueva, una subteoría de la evolución del todo nueva e ingeniosa. Donde Aaron me había besado, donde había restregado sus mejillas sin afeitar, la piel me escocía como quemada por el sol. La piel imposiblemente suave de mis pechos, pequeños y elásticos, y el estómago, y el interior de los muslos, estaban enrojecidos e irritados como si los hubieran frotado con papel de lija. Donde me había penetrado, también aquellas partes estaban irritadas. Las sentía en carne viva, poseídas. Pensé Nadie ha llegado nunca tan hondo dentro de mí. Pero incluso ahora puedo dejarlo y marcharme.

El hombre dormía boca arriba, con un pesado sueño aletargado, un brazo extendido por encima de la cabeza, en un gesto de alarma detenido. Tenía arrugas en la frente, pliegues en los extremos de los párpados, porque incluso en aquel sueño aletargado estaba tenso, inquieto. Gimió suavemente y le rechinaron los dientes. En su rostro, que era juvenil pero con un toque de aspereza, se percibían unas cuantas cicatrices antiguas. En los antebrazos, musculosos y cubiertos de un espeso vello negro, había tatuajes de color morado oscuro, con formas y significado difíciles de precisar. Y en el pecho, vientre e ingles había remolinos de vello, también oscuro, con aspecto de algas marinas. Juntos habíamos forcejeado bajo el agua. Habíamos luchado, cada uno en brazos del otro. A todo lo largo de nuestros cuerpos en tensión, desnudos y estrechamente unidos. Como peces escurridizos. Como anguilas. No era sólo que estuviéramos desnudos, sino que había sido como si no existiera entre nosotros la barrera de la piel. Ahora, sin embargo, estaba ya completamente despierta y me daba cuenta con toda claridad de la presencia del hombre dormido, allí tumbado y por completo ajeno a mí. Donde me sentía más viva era dentro de mí, donde Aaron había entrado, su pene, su pene ambicioso, pero también sus dedos, me había metido los dedos dentro, había estado a punto de desmayarme, la sensación era casi insoportable. No quedaba ninguna parte de mí que el hombre no se hubiera apropiado. Pensé en lesiones neuroanatómicas: una parte de la corteza cerebral lesionada, el sentido correspondiente (vista, olfato) confiscado, borrado. Ahora, sin embargo, me mantenía alerta y separada, por encima de él. Con suavidad le pasé una mano por el pecho, se lo acaricié, el calor de su piel un poco basta, los pechos del varón, duros por la capa de músculos que había debajo. Su piel tenía color de pergamino manchado y los pezones eran pequeños y densos como bayas secas. Con la palma de la mano me atreví a sentir su corazón, que le latía hondo dentro del pecho, un corazón vigoroso del tamaño de un puño, más fuerte que el mío. Me acordé de los muchachos indios de nuestro instituto que jugaban, solos, sus violentos partidos de lacrosse, y Aaron Kruller entre ellos, me acordé de cómo se decía que las chicas no podían tocar el palo de un jugador, porque quedaba profanado, y pensé Eso es lo que puedo hacer sin que él lo sepa: tocarlo. En un deliquio de adoración me incliné sobre él, casi perdí el equilibrio al tocarle el pecho con un lado de la cara, la suavidad de su vello me deslumbró, sentí el corazón, lo oí, sorprendente para mí, una especie de enajenación me dominó, inenarrable. Estaba enferma de amor por él, no era capaz de soportarlo. Acaricié la carne más flácida de la cintura, la parte más baja de la espalda. Sonreí al pensar en los secretos del cuerpo de un hombre dormido, pequeñas bolsas de carne donde en otro tiempo sólo existía la esbeltez de un muchacho insolente y larguirucho. Aaron Kruller de aspecto indio. El muchacho contra el que mi madre me había prevenido. Crecen deprisa dada su manera de vivir. Has de saber mantener las distancias.

Me aparté despacio, para observarlo. Al hombre que dormía olvidado de mí. Nunca más durante su sueño iba a poder observarlo así. Lo cubrí hasta el estómago con una sábana arrugada. Siguió durmiendo ajeno a todo. No había visto nunca nada tan hermoso. Nadie hubiera dicho que aquel hombre fuese hermoso, su rostro no lo era, tallado con dureza, un rostro tosco, un rostro que podía ser cruel, un rostro que reflejaba terquedad, estupidez masculina. Y sin embargo, a mí me parecía una cara hermosa, me sentía perdida en asombro ante ella. La belleza del hombre, su masculinidad, me inundaba dejándome débil, desorientada. Me quedaría con él en Sparta si era eso lo que quería. Creería que me necesitaba de verdad. Creería que su hambre sexual devoradora era auténtico amor por mí. Imaginé nuestra vida juntos en Sparta. Sería la madre de su siguiente hijo. (¿Tendría un hijo suyo? ¿Era eso posible?) (¡Por supuesto que era posible! El fluido caliente que brotaba de aquel hombre hervía de vida con un deseo devorador de reproducirse.) Vi nuestras existencias, tan dispares y tan distintas, reunidas en una sola en Sparta. Porque Aaron Kruller y yo sólo podíamos tener una vida común en Sparta. Éramos un idilio de Sparta, nuestros padres habían nacido allí. Nosotros habíamos nacido allí. Mi padre había muerto allí. Dondequiera que Delray hubiese muerto al fin, también había sido en Sparta. Pensé Quizá no ha terminado. Quizá nada termina nunca. Vi que el hombre era como mi padre, un varón depredador. Su cuerpo destilaba una poderosa inquietud sexual. Le amaba pero no lo soportaría. Cada vez que hiciéramos el amor su posesión de mí sería más intensa. Yo le amaría más y él me amaría menos. Nunca puede haber igualdad en el amor sexual. Lo esperaría por las noches. Esperaría la luz de los faros en el techo. Como había hecho mi madre. Porque Aaron Kruller tenía que apropiarse de Krista Diehl, lo había comprendido al ver la determinación en su rostro en la mesa del restaurante, en el espejo lleno de manchitas encima del lavabo de su tía, porque de lo contrario a Aaron Kruller yo le repelía, le repelía que fuese tan rubia, le repelía mi cuerpo de chica blanca de huesos pequeños. Porque de lo contrario hubiera querido estrangularme, acabar conmigo. Matar su deseo por mí. Y además, yo era un insulto para él, por mi condición de chica que había dejado Sparta y lo había dejado a él; me había convertido en una mujer adulta para quien palabras como criminología, citación, parte querellante, ética profesional eran corrientes. Aaron Kruller se casaría conmigo para reivindicarme y para apropiarse de mí como hija de Sparta, de la misma manera que él era hijo de Sparta, la ciudad condenada a orillas del Black River. Era probable que no me abandonara nunca. Su primer matrimonio había acabado en desastre, pero no cometería la misma equivocación una segunda vez, su orgullo no se lo permitiría. No dejaría a su familia como mi padre no había dejado a la suya, aunque al final le hubieran obligado a marcharse. Preveía que aquel hombre acabaría traicionándome, porque ¿cómo era posible que Aaron Kruller no traicionara a Krista Diehl? Él era el varón depredador, promiscuo por naturaleza, inquieto y cruel, no podía evitarlo. Que yo fuera mujer era un desafío para él y un triunfo, en la cama del hotel me había hecho gritar al penetrarme, pero para él no era una amiga, eso no era posible tratándose de Aaron Kruller. Yo lo sabía, ya lo había sabido en el instituto. Cuando me rodeó la garganta con sus manos de abultados nudillos, ya lo sabía. Preví el lento desmoronamiento de mi vida si me rendía ante él. En Peekskill se diría de mí con asombro y compasión ¿Dónde está Krista Diehl? ¿Por qué se ha ido a otra ciudad? ¿Es cierto que se ha casado? ¿Con alguien de Sparta que ya conocía? ¿Cuando era una adolescente? ¿Y es en Sparta donde vive ahora?

El resto de mi vida en Sparta, a orillas del Black River, en Herkimer County, Nueva York.

Me lavé apresuradamente bajo la luz cegadora del baño. Me lavé distintas partes del cuerpo, alzando una pierna hasta el lavabo. Ya no estaba tan borracha, en una parte de mi cerebro empezaba a martillearme la resaca, y de momento me dispuse a aliviarla tomando una aspirina y enjuagándome la cara y los ojos. No estaba del todo sobria, pero tampoco iba ya haciendo eses. Ni tenía la boca tan seca como antes. Deprisa y todo lo silenciosamente que pude me lavé como se lavan las personas sin hogar: sólo las partes cruciales del cuerpo. Las que más huelen, las más reveladoras. Para secarlas -sobacos, entrepierna- no utilicé las toallas de felpa de un blanco inmaculado del cuarto de baño, sino pañuelos de papel. Pensando aún De lo contrario vería que soy tan dejada como él, y sentiría repugnancia. Porque aún me dominaba el ingenuo exceso de delicadeza de las mujeres, una especie de horror, de que un hombre, cualquier hombre, incluso un hombre que había estado conmigo en la cama durante horas haciendo el amor en el abandono de la ebriedad, incluso a un hombre así era necesario evitarle que tuviera que ver lo sucias y arrugadas que había dejado las toallas. Me enjuagué la boca por segunda vez. La boca con sabor a whisky que sabía también a la lengua del depredador y a su saliva. Escupí en el lavabo. Estaba todavía mareada, aturdida como después del placer sexual, aquella penetración en la parte inferior de mi cuerpo que me dejaba anonadada y muda como si me hubieran atravesado una zona del cerebro, la que controla el lenguaje. Si cerraba los ojos y volvía a abrirlos, los azulejos de las paredes del cuarto de baño empezaban a torcerse y a dar bandazos, tenía que concentrarme en un horizonte, el borde del espejo con marco de filigrana encima del lavabo. (El lavabo de fórmica parecía estar hecho de burbujas de plástico de color rosa, como protoplasmas en plena ebullición.) Forzada por la necesidad me había introducido cierta cantidad de papel higiénico en la vagina, que me palpitaba y me ardía, para absorber el semen de Aaron. De lo contrario se me saldría y mancharía mi ropa de asesora jurídica. La había buscado a tientas y la había localizado para llevármela al cuarto de baño. Creía tenerlo casi todo, incluida la ropa interior de la que Aaron me había despojado, torpe por la impaciencia; aquellas prendas conseguí ponérmelas con dedos temblorosos. Lo que después me metí por la cabeza -una blusa blanca de seda con manga larga y botoncitos de perlas- no me molesté en comprobar si estaba del derecho o del revés; ni si el delantero estaba en la espalda, o viceversa; el peinado se me había deshecho en parte, también Aaron había metido los dedos para tirar en una dirección y en otra, le había maravillado poder juguetear con mi pelo rubio tan claro y aplastarlo entre sus grandes dedos, por lo que ahora estaba igual de alborotado que la peluca plateada de la pobre Jacky DeLucca. La cara la tenía igualmente irritada y con la sensación de que se me había hinchado, y pensé que era mejor no mirarla demasiado de cerca en ningún espejo; la boca estaba igualmente hinchada por haber sido besada y mordisqueada. Los zapatos los encontré fuera, sobre la alfombra de pelo largo. Me los había quitado a patadas nada más cruzar la puerta. Y mi abrigo negro de lana con cinturón, abandonado sobre una silla y caído en parte. El pesado chaquetón de piel de oveja de Aaron estaba en el suelo. Y el bolso de buen cuero italiano que una amiga me había regalado por mi cumpleaños, una amiga a la que ya no veía, una amiga perdida. Porque eran muchos los amigos que había perdido. Y muchos, también, los familiares que había perdido. Encontré mi maleta, casi había olvidado mi maleta ligera con ruedas, de cuadros escoceses, tan práctica para alguien que viajaba con mucha frecuencia y utilizaba puentes aéreos. En la cama, el hombre dormía aún, roncando húmedamente, desparramado y desaliñado. Cuando pasé junto a él, sólo iluminado por un resto de luz del cuarto de baño, porque había dejado la puerta entornada, apenas me fue posible mirarlo, por miedo a empezar a quererlo con tal desesperación que me arrastrara con él al interior de aquella cama caverna, y entonces lo abra/,aria, enterraría el rostro en su cuello y no me marcharía nunca, jamás. Como si lo sintiera, Aaron extendió un brazo hacia mí, todavía dormido; demasiado dormido para abrir los ojos, y sin embargo parecía estar viéndome con una parte del cerebro. Murmurando: «Vuelve, vamos. Ven aquí». Tuve que preguntarme si podría haber dicho mi nombre, precisamente entonces. Si quizás hubiera dicho, en el caso de que me hubiese inclinado para besarlo en la boca: «¿Krista? Vuelve…».

Vuelve, Krista, te quiero.

¡Salí de la habitación! Me moví deprisa y sin vacilación alguna. Quería pensar que ya estaba por completo serena. Habían empezado las punzadas del dolor de cabeza, aquello era ya el pleno estado de vigilia, mi penitencia. El dolor era algo con lo que era capaz de codearme. El dolor era una herencia que conocía y que aceptaba. Gran parte de mi vida -personal y profesional- era una estrategia para enfrentarme al dolor, era algo para lo que estaba preparada. Por mi reloj vi que eran las ocho y diez de la tarde. El día había ido pasando haciendo eses de borracho. Como había pagado la habitación con mi tarjeta Visa, no tuve necesidad de hablar con ningún recepcionista, ni siquiera de ser vista. Me escapé por una puerta lateral con el letrero de salida. Al cabo de unos minutos de búsqueda durante los que llegué al borde del pánico, localicé mi coche, mi automóvil extranjero de segunda mano, metí dentro la maleta, me senté ante el volante y huí. Pensando en lo prudente que había sido al regresar a Sparta con mi coche. Al no rendirme ante la insistencia de Aaron para que lo acompañara en el suyo. Emprendí el camino hacia el sur por la Route 31. Tuve cuidado de no superar el límite de velocidad porque me preocupaba pensar que se considerase disminuida mi capacidad para conducir. No me podía arriesgar a que me detuviese un agente, me sometiera a una prueba de alcoholemia y diese positivo. Me incorporaría a la autopista del Estado de Nueva York en el cruce donde la había abandonado, la noche anterior, seguida de cerca por Aaron Kruller en su coche. Y pondría rumbo sur y este. Los carteles de la autopista me hablarían de Utica, de Albany y de la ciudad de Nueva York.

Con el tiempo aparecería Peekskill.

Al salir de Sparta, el aire era denso y había zonas de niebla, pero tuve ocasión de ver, en el espejo retrovisor de mi coche, las luces de la ciudad sobre sus colinas glaciares, luces que brillaron y resplandecieron como una galaxia remota en el cielo nocturno hasta que quedaron ocultas por la bruma y la distancia y desaparecieron de mi vista.

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