Kim McDaniels estaba descalza, con un minivestido Juicy Couture de rayas azules y blancas, cuando la despertó un golpe en la cadera, un porrazo doloroso. Abrió los ojos en la oscuridad y a su mente afloraron preguntas.
¿Dónde estaba? ¿Qué sucedía?
Forcejeó contra la manta que le habían echado sobre la cabeza, logró liberar la cara y reparó en un par de cosas: la habían amarrado de manos y pies, y se encontraba en un compartimiento estrecho.
Otro golpe la sacudió.
– ¡Oye! -protestó.
Su grito fue sofocado por el espacio cerrado y la vibración de un motor. Comprendió que estaba dentro del maletero de un coche. «¡Absurdo!» Se dijo que debía despertarse.
Pero estaba despierta, sintiendo golpes reales, así que forcejeó, retorciendo las muñecas contra una soga de nailon que no cedía.
Se volvió sobre la espalda, pegando las rodillas al pecho, y pateó la tapa del maletero. La tapa no se movió.
Pateó una y otra vez, hasta sentir punzadas desde la planta de los pies hasta las caderas, pero siguió encerrada y dolorida. El pánico la hizo estremecer.
Estaba atrapada. Confinada. No sabía cómo ni por qué había ocurrido, pero no estaba muerta ni herida, así que podía escapar.
Usando las manos amarradas como una garra, Kim tanteó el compartimiento buscando una caja de herramientas, un gato, una palanca, pero no encontró nada, y el aire se enrarecía mientras ella jadeaba en la oscuridad.
¿Por qué estaba allí?
Buscó su último recuerdo, pero su mente estaba lerda, como si también le hubieran arrojado una manta sobre el cerebro. Sospechó que la habían drogado. Alguien le había dado un somnífero. Pero ¿quién? ¿Cuándo?
– ¡Socorro! ¡Soltadme! -gritó al tiempo que pateaba de nuevo la tapa del maletero, golpeándose la cabeza contra un borde de metal que la hizo lagrimear. Ya no sólo estaba muerta de miedo, sino furiosa.
A través de las lágrimas, Kim vio una reluciente barra de cinco pulgadas encima de ella. Tenía que ser la palanca para abrir el maletero desde dentro.
– Gracias a Dios -susurró.
Sus manos amarradas temblaban mientras Kim estiraba los brazos, enganchaba los dedos en la palanca y tiraba hacia abajo. La barra se movió con facilidad, pero la tapa no se abrió.
Lo intentó de nuevo, tirando una y otra vez, esforzándose frenéticamente a pesar de su sospecha de que la palanca estaba inutilizada, de que habían cortado el cable. Entonces notó que el coche abandonaba el asfalto. Sintió menos barquinazos, así que pensó que estaban avanzando sobre arena.
¿Se dirigían al mar?
¿Ella se ahogaría en ese maletero?
Gritó de nuevo, un estridente alarido de terror que se transformó en una frenética plegaria:
– ¡Dios mío, permíteme salir con vida de esto y te prometo…!
Cuando el grito se apagó, oyó música detrás de su cabeza. Una vocalista entonaba una especie de blues, una canción que ella no conocía.
¿Quién conducía el coche? ¿Quién le había hecho eso? ¿Por qué motivo?
Ahora la mente se le despejaba, retrocediendo, pasando revista a las imágenes de las horas anteriores. Empezó a recordar. Madrugón a las tres. Maquillaje a las cuatro. En la playa a las cinco. Con Julia, Darla, Monique y esa chica despampanante pero extraña, Ayla. Gils, el fotógrafo, bebía café con el equipo, y los hombres que remoloneaban alrededor de la escena, toalleros y corredores mañaneros embelesados por esas chicas con sus bikinis diminutos, por la maravilla de tropezarse con un rodaje de Sporting Life.
Kim evocó aquellos momentos, sus poses con Julia.
– Una sonrisa, Julia -decía Gils-. Estupendo. Divina, Kim, divina, así me gusta. Los ojos hacia mí, Perfecto.
Recordó que las llamadas telefónicas habían empezado después, durante el desayuno, y habían seguido todo el día.
Diez malditas llamadas, hasta que desconectó el teléfono.
Douglas la había llamado, le había dejado mensajes, la había acechado, la había enloquecido. ¡Douglas!
Y recordó que esa noche, después de la cena, ella estaba en el bar del hotel con el director artístico, Del Swann, encargado de supervisar el rodaje, de protegerla después, y Del había ido al baño de caballeros, y él y Gils, ambos gais, habían desaparecido.
Y recordó que Julia hablaba con alguien en el bar y Kim trató de llamarle la atención pero no lograba establecer contacto visual, así que salió a caminar por la playa. Y eso era todo lo que recordaba.
Había ido a la playa con el móvil colgado del cinturón, apagado. Y ahora empezaba a pensar que Douglas se había desquiciado. Perdía fácilmente los estribos y se había convertido casi en un acosador. Quizá le hubiera pagado a alguien para que le echara algo en la copa.
Ahora empezaba a comprender. Su cerebro funcionaba bien.
– ¡Douglas! -gritó-. Doug…
Y entonces, como si el mismísimo Dios hubiera oído su invocación, un móvil sonó dentro del maletero.
Kim contuvo el aliento y escuchó.
Sonaba un teléfono, pero no era el timbre del suyo. Era un zumbido sordo, no las cuatro notas de Beverly Hills de Weezer. De todos modos, si era como la mayoría de los teléfonos, estaría programado para activar el contestador después de cuatro tonos.
¡No podía permitirlo!
¿Dónde estaba el puñetero teléfono?
Palpó la manta y la soga le rasguñó las muñecas. Estiró las manos, tocó el suelo, percibió el bulto bajo un trozo de alfombra cerca del borde, pero lo alejó con sus movimientos torpes. ¡No!
El segundo tono terminó. El frenesí le había acelerado el corazón cuando por fin cogió el teléfono, un aparato grueso y anticuado. Lo aferró con dedos trémulos mientras el sudor le empapaba las muñecas.
Vio la identificación de la llamada, pero no había nombre, y no reconoció el número.
Pero no importaba quién fuera. Cualquiera daría igual.
Kim pulsó la tecla ok y se llevó el auricular al oído.
– ¡Hola! -gritó con voz ronca-. ¿Con quién hablo?
En vez de una respuesta oyó un canto. Esta vez era Whitney Houston. «I'll always love you-ou-ou», decía el estéreo del coche, sólo que con mayor claridad y volumen.
¿La llamaban desde el asiento delantero?
– ¡Doug? ¿Doug? -gritó por encima de la voz de Whitney-. ¿Qué diablos sucede? Respóndeme.
Pero él no respondía y Kim temblaba en el estrecho maletero, amarrada como un pollo, sudando a mares, y la voz de Whitney parecía burlarse de ella.
– ¡Doug! ¿Qué diantre estás haciendo?
Entonces lo adivinó: él quería enseñarle lo que se sentía cuando no te prestaban atención, le estaba dando una lección; pero no podría salirse con la suya. Estaban en una isla, ¿verdad? ¿Cuán lejos podían ir?
Así que Kim se valió de su furia para estimular la mente que le había permitido iniciar la carrera de Medicina en Columbia, y pensó en cómo disuadir a Doug. Tendría que manipularlo, decirle cuánto lo lamentaba, y explicarle dulcemente que él debía entender que no era culpa de ella. Lo ensayó mentalmente.
«Comprende, Doug, no puedo recibir llamadas. Mi contrato me prohíbe estrictamente revelar dónde estamos rodando. Podrían despedirme. Lo entiendes, ¿verdad?»
Le insinuaría que, aunque ya habían roto su relación, aunque Doug actuaba como un demente al cometer ese acto criminal, él aún era su chico.
Pero tenía otros planes. En cuanto él le diera la oportunidad, le propinaría un rodillazo en los testículos o le patearía las rótulas. Sabía suficiente yudo para amansarlo, aunque él fuera corpulento. Luego pondría pies en polvorosa. ¡Y después los polis se encargarían de él!
– ¡Doug! -gritó al teléfono-. Responde, por favor. Te lo ruego. Esto no tiene ninguna gracia.
De pronto el volumen de la música bajó.
– A decir verdad, Kim, tiene su gracia, aparte de ser maravillosamente romántico.
Kim no reconoció la voz.
No era Doug.
Un nuevo temor la embargó como un fuego helado y estuvo a punto de desmayarse. Pero recobró la compostura, juntó las rodillas, se mordió la mano y se mantuvo alerta. Reprodujo mentalmente el sonido de esa voz.
«A decir verdad, Kim, tiene su gracia, aparte de ser maravillosamente romántico.»
No conocía esa voz, no la conocía en absoluto.
Todo lo que había imaginado un momento atrás, la cara de Doug, su debilidad por ella, el año que había pasado aprendiendo cómo apaciguarlo cuando se descontrolaba, todo eso se había esfumado.
Ahora había una nueva verdad.
Un desconocido la había maniatado y arrojado al maletero de un coche. La habían secuestrado. Pero ¿por qué? ¡Sus padres no eran ricos! ¿Qué le haría? ¿Cómo escaparía? Ella estaba… pero ¿cómo?
Kim escuchó en silencio.
– ¿Quién es usted? -preguntó al fin.
Cuando volvió a oírse, la voz sonó meliflua y serena.
– Lamento ser tan grosero, Kim. Me presentaré enseguida. Dentro de poco. Y no te preocupes. Todo saldrá bien.
La comunicación se cortó.
Kim se calmó cuando se cortó la llamada. Era como si también le hubieran desconectado la mente. Luego se agolparon los pensamientos. La voz tranquilizadora del desconocido le infundía esperanza. Así que se aferró a eso. Él era amable. «Todo saldrá bien», había dicho.
El coche viró a la izquierda y Kim rodó contra el flanco del maletero y apoyó los pies en el metal. Notó que aún aferraba el teléfono.
Se acercó el teclado a la cara. Apenas podía leer los números a la luz tenue de la pantalla, pero aun así logró pulsar el 911.
Escuchó tres tonos y luego la voz de la operadora.
– Nueve once. ¿Cuál es su emergencia?
– Me llamo Kim McDaniels. Me han…
– No la entiendo bien. Por favor, deletree su nombre.
Kim rodó hacia delante cuando el coche frenó. Luego oyó la portezuela del conductor, y el chasquido de la llave en la cerradura del maletero.
Aferró el teléfono, temiendo que la voz de la operadora fuera demasiado fuerte y la delatara. Pero no quería colgar para no perder la conexión GPS entre ella y la policía, su mayor esperanza de rescate.
Una llamada telefónica podía rastrearse. Eso era así, ¿o no?
– Me han secuestrado -jadeó.
La llave giró a izquierda y derecha, pero la cerradura no atinaba a abrirse. En esa fracción de minuto, Kim repasó desesperadamente su plan. Todavía le parecía acertado. Si el secuestrador quería acostarse con ella, podría sobrevivir a eso, pero obviamente tendría que ser lista, entablar amistad con él, y recordarlo todo para luego contarlo a la policía.
El maletero se abrió por fin y el claro de luna le bañó los pies.
Y el plan de seducir al secuestrador se esfumó. Kim encogió las rodillas y lanzó una patada a los muslos del hombre. Él saltó hacia atrás, eludiendo sus pies, y antes de que ella pudiera verle la cara, le echó una manta encima y le arrebató el móvil de la mano.
Kim sintió el pinchazo de una aguja en el muslo.
Oyó la voz mientras su cabeza se inclinaba hacia atrás y la luz se desvanecía.
– Es inútil que te resistas, Kim. No se trata de nosotros dos, sino de algo mucho más importante, créeme. Aunque, pensándolo bien, ¿por qué ibas a creerme?
Recobró el conocimiento acostada boca arriba en una cama, dentro de un cuarto reluciente y pintado de amarillo. Tenía los brazos sujetos y trabados detrás de la cabeza. Sus piernas, muy separadas, estaban amarradas al armazón metálico de una cama. Tenía una sábana de satén blanco hasta la barbilla, metida entre las piernas. No podía estar segura, pero le pareció que estaba desnuda bajo la sábana.
Tironeó de la cuerda que le sujetaba los brazos, teniendo aterradores vislumbres de lo que podría ocurrirle, nada que congeniara con la tranquilizadora promesa de que «todo saldría bien». Luego oyó gruñidos y chillidos que nacían en su garganta, sonidos que nunca había emitido.
No logró hacer nada con las cuerdas, así que irguió la cabeza y echó un vistazo al cuarto. Parecía irreal, como un plató.
A la derecha de la cama había dos ventanas cerradas cubiertas con cortinas de gasa. Bajo las ventanas había una mesa llena de velas encendidas de toda altura y color, y flores autóctonas de Hawai.
Estrelicias y jengibre, flores muy masculinas a su entender, realmente sexuales, erectas en un jarrón junto a la cama.
Otro vistazo y detectó dos cámaras. De tipo profesional, montadas en trípodes a ambos lados.
Vio luces sobre pedestales y un micrófono en el que no había reparado antes, situado sobre su cabeza.
Oyó el fragor del rompiente, como si las olas se estrellaran contra las paredes. Y allí estaba ella, clavada como una mariposa en el centro de todo.
Inhaló profundamente.
– ¡Socorro! -gritó.
Cuando cesó el grito, una voz sonó detrás de su cabeza.
– Calma, Kim, calma. Nadie puede oírte.
Ella movió la cabeza a la izquierda, estiró el cuello con gran esfuerzo, y vio a un hombre sentado en una silla. Usaba auriculares y se los quitó de la cabeza para apoyárselos en el pecho.
Su primera visión del hombre que la había capturado.
No lo conocía.
Tenía pelo rubio oscuro más o menos largo, y frisaba los cuarenta. Tenía rasgos regulares e imprecisos que casi podían considerarse agraciados. Era musculoso, y usaba ropa ceñida de aspecto caro, además de un reloj de oro que ella había visto en Vanity Fair. Patek Philippe. El hombre de la silla se parecía a Daniel Craig, el actor que había protagonizado la última película de James Bond.
Volvió a ponerse los auriculares y cerró los ojos mientras escuchaba. No le prestaba atención.
– ¡Oye, amigo, te estoy hablando! -gritó Kim.
– Tendrías que oír esto -dijo él. Le dijo el nombre de la pieza musical, le dijo que conocía al artista, que ése era el primer corte del estudio.
Se levantó, le acercó los auriculares y le apoyó uno en la oreja.
– ¿No es maravilloso?
El plan de fuga de Kim se evaporó. Había perdido su gran oportunidad de seducirlo. «Hará lo que quiera hacer», pensó. Aunque todavía podía suplicar por su vida. Decirle que sería más divertido si ella participaba. Pero su mente estaba embarullada por la inyección que él le había puesto y se sentía demasiado floja para moverse.
Escrutó los ojos grises del hombre y él la miró como si sintiera afecto por ella. Quizá pudiera valerse de eso.
– Escúchame -dijo-, la gente sabe que he desaparecido. Gente importante. Life Incorporated. ¿Has oído hablar de ellos? Tengo un toque de queda, como todas las modelos. La policía ya me está buscando.
– Yo no me preocuparía por la policía, Kim -dijo James Blonde-. He sido muy cuidadoso. -Se sentó en la cama junto a ella y le apoyó la mano en la mejilla, con admiración. Luego se puso guantes de látex.
Kim reparó en el color de los guantes porque eran azules. Él tomó algo de un clavo de la pared, una especie de máscara. Cuando se la puso, sus rasgos se distorsionaron. Y eran escalofriantes.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Qué vas a hacer?
Los gritos de Kim rebotaron en el cuartucho.
– Eso ha sido sensacional -dijo el hombre-. ¿Puedes hacerlo de nuevo? ¿Estás preparada, Kim?
Se aproximó a cada una de las cámaras, revisó el ángulo a través de las lentes, las encendió. Las brillantes luces resplandecieron.
Kim siguió los guantes azules mientras le apartaban la sábana de satén. La habitación estaba fresca, pero el sudor le perló la piel de inmediato.
Supo que él iba a violarla.
– No tienes que hacerlo así-le dijo.
– Claro que sí.
Kim se puso a gemir, un lloriqueo que se convirtió en grito. Desvió la cara hacia las ventanas cerradas, oyó que el cinturón del desconocido caía al suelo. Rompió a llorar sin reservas al sentir la caricia del látex en los senos, la sensación en la entrepierna mientras él la abría con la boca, la brusquedad con que él la penetraba, los músculos que se tensaban para cerrarle el paso.
Él le habló al oído, respirándole suavemente en la cara.
– No te resistas, Kim. No te resistas. Lo lamento, pero es un trabajo que estoy haciendo por mucho dinero. Los espectadores son grandes admiradores tuyos. Trata de entender.
– Muérete -dijo ella. Le mordió la muñeca, haciéndole sangre, y él la pegó, le abofeteó con fuerza cada mejilla, y las lágrimas le escocieron la piel.
Quería desmayarse, pero aún estaba consciente, bajo el cuerpo de ese desconocido rubio, oyendo sus gruñidos, sintiendo… demasiado. Así que procuró bloquear todas las sensaciones salvo el fragor de las olas y los pensamientos sobre lo que le haría cuando escapara.
Kim despertó sentada en una bañera de agua tibia, con la espalda apoyada en el borde curvo, las manos atadas bajo las burbujas.
El desconocido rubio estaba sentado en un taburete, lavándola con una esponja con toda naturalidad, como si la hubiera bañado muchas veces.
A Kim le dio una arcada y vomitó bilis en la bañera. El desconocido la alzó con un movimiento vigoroso, diciendo «Arriba». Ella volvió a notar cuán fuerte era, y esta vez reparó en un leve acento. No podía identificarlo. Quizá ruso. O checo. O alemán. Luego él quitó el tapón de la bañera y abrió la ducha.
Kim se contoneó bajo la lluvia y él la alzó y le sostuvo el cuerpo mientras ella gritaba y forcejeaba, tratando de patearlo pero perdiendo el equilibrio. Estuvo a punto de caerse, pero él la sostuvo de nuevo, riendo.
– Eres una criaturilla especial, ¿verdad?-le dijo.
Luego la envolvió en toallas blancas muy mullidas y la arropó como a un bebé. La sentó en la tapa del retrete y le ofreció una copa de algo para beber.
– Bebe esto. Te ayudará. De veras.
Kim meneó la cabeza.
– ¿Quién eres? -preguntó-. ¿Por qué me haces esto?
– ¿Quieres recordar esta velada, Kim?
– ¿Bromeas, maldito pervertido?
– Este brebaje te ayudará a olvidar. Y te convendrá estar dormida cuando te lleve a casa.
– ¿Cuándo me llevarás a casa?
– Todo terminará pronto -dijo él.
Kim alzó las manos y notó que la cuerda que le sujetaba las muñecas era diferente: azul oscuro, probablemente seda, y la forma de los nudos era intrincada, casi hermosa. Aceptó el vaso y lo vació.
A continuación, el desconocido le pidió que agachara la cabeza. Ella obedeció y él le secó el cabello con la toalla. Luego lo cepilló, haciendo rulos y rizos con los dedos, y sacó frascos y cepillos del largo cajón del mueble que rodeaba el lavabo.
Le aplicó maquillaje en las mejillas, los labios y los ojos con mano diestra, cubriendo una magulladura cerca del ojo izquierdo, mojando el cepillo con la lengua, combinando todo con la base.
– Soy muy bueno en esto, no te preocupes -le dijo.
Terminó su trabajo, la rodeó con los brazos, alzó el cuerpo envuelto por la toalla y la llevó a la otra habitación.
La cabeza de Kim cayó hacia atrás cuando él la depositó en la cama. Notó que él la estaba vistiendo, pero no lo ayudó en nada mientras le subía la braguita de un bikini por los muslos. Luego le ató el sujetador del traje de baño a la espalda.
El traje se parecía mucho al Vittadini que Kim había usado al final de la filmación. Rojo con una pátina plateada. Debió de haber murmurado «Vittadini», porque James Blonde le respondió:
– Es mejor aún. Lo escogí personalmente cuando estaba en St. Tropez. Lo compré sólo para ti.
– Tú no me conoces -dijo ella, torciendo el gesto.
– Todos te conocen, primor. Kimberly McDaniels, bello nombre, por lo demás. -Le movió el cabello a un costado y
le anudó el cordel del sujetador sobre la nuca. Hizo un lazo y se disculpó por haberle tirado del pelo.
Kim quiso hacer un comentario, pero se olvidó de lo que iba a decir. No podía moverse. No podía gritar. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Escrutó aquellos ojos grises que la acariciaban.
– Asombroso -dijo él-. Estás bellísima para un primer plano.
Ella intentó decir «Vete a la mierda», pero las palabras se enredaron y salieron como un suspiro largo y cansado.
– Veieeerda.
En una biblioteca privada al otro lado del mundo, un hombre llamado Horst estaba sentado en su sillón tapizado de cuero y miraba la gran pantalla ED junto al hogar.
– Me gustan las manos azules -le dijo a su amigo Jan, que agitaba su bebida en un vaso tintineante. Horst subió el volumen con el control remoto.
– Es un toque delicado -convino Jan-. Con ese traje de baño y esa tez, ella es tan americana como el pastel de manzana. ¿Estás seguro de que grabaste el vídeo?
– Claro que sí. Ahora mira -dijo Horst-. Observa cómo él tranquiliza a su animal.
Kim estaba tendida de bruces, amarrada como una presa de cazador, las manos a la espalda y sujetas a las piernas flexionadas. Además del traje de baño rojo, usaba zapatos negros de charol con tacones de doce centímetros y elegante suela roja. Era un calzado exclusivo, Christian Louboutin, el mejor, y Horst pensó que parecían más juguetes que zapatos.
Kim le suplicaba al hombre que sus espectadores conocían como «Henri».
«Por favor -sollozaba-. Por favor, desátame. Haré mi papel. Será mejor para ti y jamás se lo contaré a nadie.»
– Eso es verdad -rio Horst-. Jamás se lo contará a nadie.
Jan bajó el vaso.
– Horst -dijo con tensa impaciencia-, por favor, haz retroceder el vídeo.
«Jamás se lo contaré a nadie», repitió Kim en la pantalla.
«Está bien, Kim. Será nuestro secreto, ¿verdad?»
Henri llevaba una máscara en el rostro y su voz sonaba alterada digitalmente, pero su actuación era enérgica y su público estaba ansioso. Ambos hombres se inclinaron en el asiento y contemplaron cómo Henri acariciaba a Kim, le frotaba la espalda y la arrullaba hasta que ella dejaba de gimotear.
Y luego, cuando ella parecía a punto de dormirse, él se montó a horcajadas en su cuerpo, envolviéndose la mano con el pelo largo, húmedo y rubio de la mujer.
Le alzó la cabeza, tirando hasta que Kim arqueó la espalda y la fuerza del tirón la hizo gritar. Tal vez vio que él había empuñado un cuchillo dentado con la mano derecha.
«Kim -dijo él-, pronto despertarás. Y si alguna vez recuerdas esto, te parecerá una pesadilla.»
La bella joven guardó un asombroso silencio cuando Henri abrió el primer tajo profundo en la nuca. Luego, cuando sintió el dolor -que la arrancó bruscamente de su modorra-, abrió los párpados y soltó un alarido ronco con la boca pintada. Sacudió el cuerpo mientras Henri aserraba los músculos, y luego el alarido se interrumpió, dejando un eco mientras Henri terminaba de tronchar la cabeza con tres tajos largos.
Chorros de sangre salpicaron las paredes pintadas de amarillo, se derramaron en las sábanas de satén, mojaron el brazo y la entrepierna del hombre desnudo arrodillado sobre la muchacha muerta.
La sonrisa de Henri era visible a través de la máscara mientras sostenía la cabeza de Kim por el cabello, de modo que oscilaba suavemente frente a la cámara. Una expresión de pura desesperación estaba tallada en aquel bello rostro.
La voz digitalizada del asesino era turbadora y mecánica, pero Horst la encontraba muy satisfactoria.
«Todos felices, espero», dijo Henri.
La cámara se demoró ante el rostro de Kim un largo instante y luego, aunque el público quería más, la pantalla se ennegreció.