Vuelo nocturno
Un hombre miraba el agua oscura y las nubes rosadas desde un murallón de lava mientras el alba se cernía sobre la costa oriental de Maui.
Se llamaba Henri Benoit, que no era su nombre auténtico, sino el alias que usaba en ese momento. Frisaba los cuarenta, tenía pelo rubio más o menos largo y ojos grises y claros, y medía más de un metro ochenta. Ahora estaba descalzo, con los dedos de los pies hundidos en la arena.
Su holgada camisa de lino blanco colgaba sobre sus pantalones grises de algodón, y miraba las aves marinas que graznaban mientras rozaban las olas.
Henri pensaba que esos graznidos podrían haber sido los acordes iniciales de otro día impecable en el paraíso. Pero el día se había malogrado aun antes de empezar.
Henri dio la espalda al mar, se guardó el PDA en un bolsillo del pantalón y, mientras el viento le hinchaba la espalda de la camisa como una vela, subió el parque en declive que conducía a su bungaló particular.
Abrió la puerta con cancel, cruzó el lanai y el entarimado claro hasta la cocina, se sirvió una taza de café kona. Regresó al lanai, se repantigó en la tumbona junto a la tina caliente y se puso a cavilar.
Ese lugar, el Hana Beach Hotel, estaba en el tope de su lista de favoritos: exclusivo, confortable, sin televisión, ni siquiera teléfono. Rodeado por cientos de hectáreas de bosques, encaramado sobre la costa de la isla, aquel plácido grupo de edificios constituía un refugio perfecto para los muy ricos.
Allí un hombre podía relajarse perfectamente, ser la persona que era, realizar su esencia como ser humano.
La llamada telefónica desde Europa oriental había estropeado su relajación. La conversación había sido breve, prácticamente un monólogo. Horst le había dado las noticias buenas y las malas en un tono de voz que semejaba una navaja cortando un órgano vital.
Horst le había dicho a Henri que su trabajo había tenido una buena acogida, pero que había problemas.
¿Había escogido la víctima adecuada? ¿Por qué la muerte de Kim McDaniels era como el sonido del aplauso de una sola mano? ¿Dónde estaba la prensa? ¿Habían recibido todo aquello por lo que habían pagado?
– Entregué una realización brillante -rugió Henri-. ¿Cómo puedes negarlo?
– Cuida tus modales, Henri. Aquí somos todos amigos, ¿sí?
Sí. Amigos en un proyecto estrictamente comercial en el que un grupo de camaradas controlaba la pasta. Y ahora Horst le decía que sus compinches no estaban conformes. Querían más. Más enredos en la trama. Más acción. Más aplausos al final de la película.
– Usa tu imaginación, Henri. Sorpréndenos.
Le pagarían más, desde luego, por servicios adicionales. Al cabo de un rato, la perspectiva de ganar más dinero atemperó el mal humor de Henri sin modificar básicamente su desprecio por el Mirón.
«Conque quieren más, ¿eh? Vale.»
Cuando terminó su segunda taza de café, había elaborado un nuevo plan. Sacó un teléfono inalámbrico del bolsillo y empezó a hacer llamadas.
Esa noche nevaba en Cascade Township, el suburbio boscoso de Grand Rapids, Michigan, donde vivían Levon y Barbara McDaniels. Dentro de la eficaz pero acogedora casa de ladrillos de tres dormitorios, los dos hijos varones dormían profundamente bajo las mantas.
Pasillo abajo, Levon y Barbara yacían espalda contra espalda, tocándose la planta de los pies sobre la divisoria invisible de su cama Sleep Number, y su contacto de veinticinco años no parecía romperse ni siquiera en sueños.
La mesilla de Barbara estaba abarrotada de revistas y periódicos a medio leer, carpetas de análisis y memorándums, una multitud de suplementos vitamínicos alrededor de su frasco de té verde. «No te preocupes, Levon, y por favor no toques nada. Yo sé dónde está todo.»
La mesilla de Levon congeniaba con su cerebro izquierdo, así como la de Barbara con el derecho: su pulcra pila de informes anuales, el ejemplar anotado de Against All Reason, una pluma, una libreta y una hueste de adminículos electrónicos (teléfonos, ordenador portátil, reloj meteorológico), todos alineados a diez centímetros del borde de la mesilla, enchufados en una toma de corriente detrás de la lámpara.
La nevisca había envuelto la casa en un silencio blanco y el ruido del teléfono despertó sobresaltado a Levon. Sus palpitaciones se aceleraron y su mente fue presa de un pánico instantáneo. ¿Qué sucedía?
El teléfono volvió a sonar, y Levon cogió el aparato de línea.
Miró el reloj: las tres y cuarto de la mañana. Quién demonios llamaría a esas horas… Luego lo supo. Era Kim. Estaba cinco horas retrasada respecto de ellos, y sin duda se había olvidado de la diferencia horaria.
– ¿Kim? ¿Cariño?-dijo Levon.
– Kim no está -respondió una voz masculina.
A Levon se le encogió el pecho y no pudo recobrar el aliento. ¿Estaba sufriendo un infarto?
– Disculpe, ¿cómo ha dicho?
Barbara se incorporó en la cama y encendió la luz.
– Levon, ¿qué sucede?-preguntó.
Levon alzó una mano, indicando que aguardara.
– ¿Con quién hablo? -preguntó, frotándose el pecho para aliviar el dolor.
– Sólo tengo un minuto, así que escuche con atención. Llamo desde Hawai. Kim no está. Ha caído en malas manos.
¿Qué significaba aquello?
– No le entiendo. ¿Está herida?
Ninguna respuesta.
– ¿Oiga?
– ¿Escucha lo que le digo, señor McDaniels?
– Sí. ¿Quién es usted, por favor?
– Sólo lo diré una vez.
Levon se tiró del cuello de la camiseta, sin saber qué pensar. ¿El hombre mentía o decía la verdad? Conocía su nombre, su número de teléfono, sabía que Kim estaba en Hawai. ¿Cómo sabía todo eso?
– ¿Qué sucede, Levon? -insistió Barbara-. ¿Se trata de Kim?
– Kim no se presentó para la filmación ayer por la mañana -dijo el hombre-. La revista ha tapado el asunto. Esperan tener suerte, esperan que ella regrese.
– ¿Han llamado a la policía? ¿Alguien ha llamado a la policía?
– Ahora colgaré -dijo la voz-. Pero si yo fuera usted, abordaría el primer avión a Maui. Con Barbara.
– ¡Aguarde! Por favor, aguarde. ¿Cómo sabe que ella ha desaparecido?
– Porque lo hice yo, amigo mío. La vi. Me gustó. La tomé. Buenas noches.
– ¿Qué quiere? ¡Dígame qué quiere!
Levon oyó un chasquido seguido por el tono de marcación. Pulsó el botón del directorio y leyó «desconocido» donde tenía que figurar el número de la llamada.
Barbara le tironeaba del brazo.
– ¡Levon! ¡Dime qué pasa!
Barbara siempre decía que ella era el lanzallamas de la familia y que él era el bombero, y esos papeles se habían fijado con el tiempo. Así que Levon comenzó a contarle lo que había dicho aquel hombre, pero eliminó el temor de su voz y se atuvo a los hechos.
El rostro de Barbara reflejaba el terror que llameaba dentro de Levon como una fogata. La voz le llegaba como desde lejos.
– ¿Y le has creído? ¿Te ha dicho dónde estaba Kim? ¿Te ha contado lo que ha ocurrido? Por Dios, ¿de qué estamos hablando?
– Sólo que ha desaparecido…
– Nunca va a ninguna parte sin el móvil -dijo Barbara con voz entrecortada, sufriendo un ataque de asma.
Levon se levantó bruscamente, tiró cosas de la mesilla de Barbara con su mano trémula, derramando píldoras y papeles en la alfombra. Encontró el inhalador entre aquel batiburrillo, se lo dio a Barbara y la miró mientras ella aspiraba largamente.
Las lágrimas le perlaban la cara.
Él le tendió los brazos, ella se dejó abrazar y lloró en su pecho.
– Por favor… llámala.
Levon cogió el teléfono de la manta y marcó el número de Kim. Contó los interminables tonos, dos, tres, mirando el reloj, haciendo el cálculo. En Hawai eran poco más de las diez de la noche.
Oyó su voz.
– ¡Kim! -gritó.
Barbara se pasó las manos por la cara con alivio, pero Levon comprendió su error.
– Es sólo un mensaje -le dijo a Barbara, al oír la voz grabada de Kim: «Deja tu nombre y tu número y responderé a tu llamada. ¡Chao!»
– Kim, soy tu padre. ¿Estás bien? Nos gustaría tener noticias tuyas. No te preocupes por la hora. Sólo llama. Aquí están todos bien. Te quiero, cariño.
Barbara sollozaba «Dios, santo Dios», estrujando las mantas y apretándoselas contra la cara.
– Aún no sabemos nada, Barbara -dijo Levon-. Podría ser un imbécil con un morboso sentido del humor…
– Dios mío. Llama a la habitación del hotel.
Sentado en el borde de la cama, mirando la grumosa alfombra entre sus pies, Levon llamó a información. Anotó el número, colgó y llamó al Wailea Princess de Maui.
Cuando atendió el operador, pidió hablar con Kim McDaniels, oyó cinco tonos distantes en una habitación que estaba a diez mil kilómetros de distancia y luego una voz grabada contestó: «Por favor, deje un mensaje para el ocupante de la habitación 314, o pulse cero para hablar con un operador.»
Levon volvió a sentir dolores en el pecho y se quedó sin aliento.
– Kim -le dijo al auricular-, llama a papá y mamá. Es importante. -Apretó el botón del cero, hasta que la voz cantarina del operador del hotel, al otro lado del mundo, apareció en la línea.
Le pidió que llamara a la habitación de Carol Sweeney, la representante de la agencia de modelos, que había acompañado a Kim a Hawai y debía estar allí para cuidarla.
Tampoco hubo respuesta en la habitación de Carol. Levon dejó un mensaje.
– Carol -dijo-, soy Levon McDaniels, el padre de Kim. Por favor, llámame cuando recibas este mensaje. No te preocupes por la hora. Estamos despiertos. Éste es el número de mi móvil…
Luego volvió a comunicarse con el operador.
– Necesitamos ayuda -dijo-. Por favor, póngame con el gerente. Es una emergencia.
Levon McDaniels tenía la mandíbula cuadrada, medía más de uno ochenta y pesaba unos ochenta kilos de puro músculo. Siempre había tenido fama de firme, enérgico, reflexivo, un buen líder, pero sentado allí con sus calzoncillos rojos, sosteniendo un minúsculo teléfono inalámbrico que no lo comunicaba con Kim, sentía revulsión e impotencia.
Mientras esperaba que el personal de seguridad del hotel fuera a la habitación de Kim e informara al gerente, su imaginación le trajo imágenes de su hija, lastimada o cautiva por un maldito maniático a saber con qué intenciones.
El tiempo pasó, quizá sólo unos minutos, pero Levon se imaginó surcando el cielo del Pacífico como un bólido, subiendo a grandes zancadas la escalera del hotel y abriendo a patadas la puerta de Kim. La veía apaciblemente dormida, con el teléfono descolgado.
– Señor McDaniels, seguridad está en la otra línea. La cama está sin deshacer. Las pertenencias de su hija parecen intactas. ¿Quiere que llamemos a la policía?
– Sí. De inmediato. Gracias. ¿Podría darme su nombre, por favor?
Levon reservó una habitación y llamó a United Airlines.
A su lado, Barbara respiraba con resuellos húmedos. Brillaban lágrimas en sus mejillas, y su trenza entrecana se deshacía mientras ella le pasaba los dedos una y otra vez. Su sufrimiento estaba al desnudo y ella no podía evitarlo. Barbara nunca ocultaba sus sentimientos.
– Cuanto más lo pienso -balbuceó entre sollozos espasmódicos-, más creo que es una broma pesada. Si se la hubiera llevado querría dinero, y no lo pidió, Levon. ¿Para qué llamó entonces?
– No sé, Barbara. Para mí tampoco tiene sentido.
– ¿Qué hora es allá?
– Las diez y media de la noche.
– Entonces… ¿hace dieciocho horas que no la ven? -continuó Barbara, secándose los ojos en la camiseta de él, tratando de encarar las cosas con optimismo-. Quizá fue a pasear con algún chico guapo y tuvieron un pinchazo. O el móvil no tenía cobertura, o algo así. Quizás esté muy contrariada por no haberse presentado en el rodaje. Ya sabes cómo es ella. Tal vez esté atascada en alguna parte, enfadada consigo misma.
Levon había omitido la parte más aterradora de la llamada telefónica. No le había contado a Barbara que el hombre había dicho que Kim había caído en «malas manos». Eso no ayudaría a su esposa, y no hallaba las fuerzas para decírselo.
– Tenemos que mantener la cabeza fría -dijo.
Barbara asintió.
– Desde luego. Bien, iremos allá, Levon. Pero Kim perderá los estribos cuando sepa que le pediste al hotel que llamara a la policía. Ya sabes cómo se enfada.
Él sonrió.
– Me ducharé después de ti -añadió ella.
Levon salió del baño cinco minutos después, rasurado, con el cabello castaño y húmedo erguido alrededor de la coronilla calva. Trató de imaginarse el Walea Princess mientras se vestía, vio imágenes de postal con recién casados que caminaban por la playa en el poniente. Pensó que nunca más vería a su hija y sintió el filo de un terror cortante.
«Por favor, Dios, por favor, que nada le ocurra a Kim.»
Barbara se duchó deprisa. Luego se puso un suéter azul, pantalones grises y zapatos bajos. Tenía una expresión de shock, pero había superado la histeria y su lúcida mente estaba activa.
– Sólo llevaremos ropa interior y cepillos de dientes, Le-von, nada más. Compraremos lo que haga falta en Maui.
En Cascade Township eran las cuatro menos cuarto. Había pasado menos de una hora desde que la llamada anónima había desgarrado la noche y sumido a los McDaniels en una incógnita aterradora.
– Llama a Cissy -dijo Barbara-. Yo despertaré a los niños.
Barbara suspiró y encendió el atenuador de luz, alumbrando gradualmente el cuarto de los niños. Greg se tapó con la colcha de Spiderman, pero Johnny se incorporó. Su cara de catorce años estaba alerta a algo nuevo y quizás emocionante.
Ella sacudió suavemente el hombro de Greg.
– Tesoro, despiértate.
– Mamá, no.
Barbara apartó la manta de su hijo menor y explicó a los niños una versión tranquilizadora de la historia. Que ella y papá viajaban a Hawai para visitar a Kim.
Sus hijos abrieron unos ojos como platos y la acribillaron a preguntas, hasta que Levon entró con gesto tenso.
– ¡Papá! ¿Qué sucede? -exclamó Greg al verle la cara.
Barbara estrechó a Greg entre sus brazos y le dijo que todo estaba bien, que la tía Cissy y el tío Dave los esperaban, que podrían dormirse de nuevo dentro de quince minutos. Podían quedarse con el pijama puesto pero tendrían que calzarse y abrigarse.
Johnny les suplicó que lo llevaran a Hawai, por las motos acuáticas y el buceo, pero Barbara, conteniendo las lágrimas, le dijo que esta vez no y se ocupó de juntar calcetines, zapatos, cepillos de dientes y Gameboys.
– Mamá, nos ocultas algo. ¡Todavía está oscuro!
– No hay tiempo para explicaciones, Johnny. Todo está bien. Pero tenemos que coger un avión.
Diez minutos después, a cinco calles de distancia, Christine y David esperaban frente a la casa mientras el aire ártico que barría el lago Michigan espolvoreaba el jardín con fina nieve blanca.
Levon vio que Cissy bajaba los escalones para salir al encuentro del coche mientras él entraba en la calzada. Cissy era dos años menor que Barbara y tenía la misma cara con forma de corazón, y Levon también veía a Kim en los rasgos de ella.
– Llamadme cuando hagáis escala -dijo Cissy.
Dave le entregó un sobre a Levon.
– Aquí tienes un poco de efectivo, unos mil dólares. No, no, acéptalos. Quizá los necesitéis al llegar allá. Taxis y todo eso. Levon, cógelos.
Los abrazaron y les desearon buen viaje y palabras de afecto vibraron en la quietud de la madrugada. Cuando Cissy y David cerraron la puerta, Levon le pidió a Barbara que se sujetara.
El Suburban retrocedió por la calzada, luego cogió Burkett Road y enfiló hacia el aeropuerto Gerald R. Ford a más de ciento treinta por hora.
– Más despacio, Levon.
– Vale.
Pero mantuvo el pie en el acelerador, internándose en la noche constelada de nieve, que de algún modo lo mantenía al borde del terror e impedía que se despeñara en el abismo.
– Llamaré al banco cuando trasbordemos en Los Ángeles -dijo-. Hablaré con Bill Macchio para que nos tramite un préstamo con la casa como garantía, por si necesitamos efectivo.
Vio que Barbara lagrimeaba, oyó el chasquido de sus uñas pulsando el Blackberry, enviando mensajes de texto a todos los parientes, amigos, a su trabajo. A Kim.
Barbara volvió a llamar al móvil de su hija cuando Levon aparcó el coche, y alzó el teléfono para que Levon oyera la voz mecánica: «El buzón de voz de Kim McDaniels está lleno. No se pueden dejar mensajes por el momento.»
Los McDaniels volaron de Grand Rapids a Chicago, donde figuraban en lista de espera para un vuelo a Los Ángeles que conectaba justo a tiempo con un vuelo a Honolulú. Una vez en Honolulú, corrieron por el aeropuerto, billetes y documentos en mano, y llegaron al aparato de Island Air. Fueron los últimos en embarcar, y se acomodaron en los asientos antes de que la puerta del avión se cerrara con un fuerte estampido.
Estaban a sólo cuarenta minutos de Maui.
Desde que habían salido de Grand Rapids habían dormido a ratos. Había pasado tanto tiempo que aquella llamada telefónica empezaba a parecer irreal.
Ahora barajaban la idea de que se reirían de todo una vez que Kim los hubiera regañado por causar tanta alharaca, y se sacarían una instantánea con Kim -con cara de fastidio- entre sus padres, todos luciendo guirnaldas, como típicos turistas felices en Hawai.
Y luego volvían a sentir miedo.
¿Dónde estaba Kim? ¿Por qué no podían comunicarse? ¿Por qué no había llamadas de ella en el teléfono de la casa ni en el móvil de Levon?
Mientras el avión sobrevolaba las nubes, Barbara comentó:
– Estaba pensando en la bicicleta.
Levon cabeceó y le asió la mano.
Lo que llamaban «la bicicleta» había empezado con otra terrible llamada telefónica, ocho o nueve años atrás, una llamada de la policía. Kim tenía catorce años. Salía en bicicleta después de la escuela, con una bufanda en el cuello. La bufanda ondeante se enredó en la rueda trasera, sofocando a Kim y arrojándola al arcén. Una mujer que pasaba en coche vio la bicicleta en el camino, frenó y encontró a la niña tendida junto a un árbol, inconsciente. Esa mujer, llamada Anne Clohessy, había llamado al 911, y cuando llegó la ambulancia no lograron que Kim recobrara el conocimiento. Su cerebro estaba privado de oxígeno, decían los médicos. Estaba en coma. El personal del hospital le dijo a Barbara que quizá fuera irreversible.
Cuando llamaron a Levon a la oficina, un helicóptero había trasladado a Kim a una unidad de traumatismos en Chicago. Levon y Barbara viajaron cuatro horas en coche, llegaron al hospital y encontraron a su hija en cuidados intensivos, aturdida pero consciente, con una tremenda magulladura en el cuello, tan azul como la bufanda que casi la había matado. Pero estaba con vida. Aún no se había recobrado del todo, pero se pondría bien.
– La mente me hacía jugarretas -había dicho Kim-. Era como soñar, sólo que mucho más real. Oí que el padre Marty me hablaba como si estuviera sentado al pie de la cama.
– ¿Qué te dijo, tesoro? -había preguntado Barbara.
– «Me alegra que estés bautizada, Kim.» Eso me dijo.
Ahora Levon se quitó las gafas y se secó los ojos con el dorso de la mano.
– Entiendo, querido, entiendo -le dijo Barbara, dándole un pañuelo de papel.
Así querían encontrar a Kim ahora. Bien. Totalmente recobrada. Levon le dirigió a su mujer una sonrisa oblicua, y ambos recordaron que la nota del Chicago Tribune la había llamado la «chica milagrosa», y a veces aún la llamaban así.
La chica milagrosa que entró en el equipo de baloncesto de la universidad cuando apenas había ingresado. La chica milagrosa que inició la carrera de Medicina en Columbia. La chica milagrosa a quien habían elegido para que posara en traje de baño para Sporting Life, con todas las probabilidades en contra.
«Vaya milagro que fue ése», pensó Levon.
– Nunca debí haberme entusiasmado tanto con esa agencia de modelos -dijo Barbara, arrugando un pañuelo de papel.
– Ella quería hacerlo, cariño. No es culpa de nadie. Ella siempre ha sido muy independiente.
Barbara sacó una foto de Kim de la cartera, un retrato de su cara a los dieciocho años, tomada para aquella agencia de Chicago. Levon miró la foto: Kim con un suéter negro de corte bajo, el cabello rubio por debajo de los hombros, una belleza radiante que mareaba a los hombres.
– Después de esto no trabajará más de modelo.
– Tiene veintiún años, Levon.
– Kim será médica. No hay motivos para que siga siendo modelo. Se terminó. Se lo haré entender.
La azafata les anunció que el avión aterrizaría dentro de poco.
Barbara apartó la cortinilla y Levon miró las nubes que pasaban bajo la ventanilla. Parecían iluminadas con candilejas.
Mientras las casas y carreteras diminutas de Maui se mostraban a la vista, Levon se volvió hacia su esposa y compañera.
– ¿Cómo te sientes, cariño? ¿Bien?
– Mejor que nunca -gorjeó ella, tratando de bromear-. ¿Y tú?
Levon sonrió, la abrazó y apretó su mejilla contra la de ella, olió la fragancia que ella se ponía en el pelo. «El aroma de Barbara.» La besó y le apretó la mano.
– Aguanta -le dijo, mientras el avión iniciaba un pronunciado descenso. Y le envió un pensamiento a Kim: «Vamos a buscarte, cielo. Mamá y papá van a buscarte.»
Los McDaniels bajaron del jet por una escalerilla tambaleante hasta la pista. El calor era sofocante después del aire acondicionado del avión.
Levon echó una ojeada al paisaje volcánico, un asombroso contraste con la negra noche de Michigan y la nieve que le rozaba la nuca mientras se despedía de sus hijos con un abrazo. Se quitó la americana y palmeó el bolsillo interior para cerciorarse de que sus billetes de regreso estaban seguros, incluido el que había comprado para Kim.
La terminal estaba atestada de gente, con la sala de espera en el mismo sector al aire libre que el reclamo de equipajes. Levon y Barbara mostraron sus documentos a un funcionario vestido de azul y declararon que no traían ninguna fruta. Luego buscaron un taxi.
Levon echó a caminar deprisa, ansioso por llegar al hotel, y casi tropezó con una niña de trenzas rubias. Ella aferraba un osito de peluche, de pie en medio del recinto, observándolo todo. Parecía una niña tan aplomada que Levon volvió a recordar a Kim y sintió una oleada de pánico que le provocó un retortijón de estómago.
Levon siguió andando, preguntándose si Kim no habría agotado su cupo de milagros. ¿Su tiempo prestado se había terminado? ¿La familia había cometido un tremendo error al creerse los titulares redactados por un reportero de Chicago, que les habían hecho pensar que Kim era tan milagrosa que nada podía lastimarla? Volvió a rogarle a Dios en silencio. Que por favor Kim estuviera a salvo en el hotel, que se alegrara de ver a sus padres, que dijera: «Lo lamento, no quería preocuparos.»
Rodeó a Barbara con el brazo y los dos salieron de la terminal, pero antes de llegar a la fila de taxis vieron que se acercaba un hombre, un chófer que alzaba un letrero con el nombre de ellos. Era más alto que Levon, de pelo y bigote oscuros, y usaba gorra de conductor, traje oscuro y botas de vaquero que parecían de piel de caimán, con tacos de casi ocho centímetros.
– ¿Los McDaniels? -preguntó-. Soy Marco. El hotel me contrató para que los llevara. ¿Tienen que recoger el equipaje?
– No hemos traído ninguna maleta.
– Vale. El coche está fuera.
Los McDaniels siguieron a Marco, y Levon reparó en su extraño andar ondulante con aquellas botas de vaquero, pensando en el acento del hombre, que parecía de Nueva York o Nueva Jersey.
Cruzaron la calzada hasta un tramo de cemento donde Levon vio un periódico abierto en un banco. Con estremecedora sorpresa, notó que el rostro de Kim lo miraba desde abajo de los titulares. Era el Maui News, y las grandes letras negras clamaban: «La Bella Ausente.»
Levon se aturdió y tardó unos instantes en entender que durante las once horas de viaje se había declarado la desaparición oficial de Kim.
Así pues, no los aguardaba en el hotel.
Como había dicho aquel hombre, Kim no estaba.
Cogió el periódico con manos trémulas y su corazón se encogió mientras miraba los ojos risueños de Kim y observaba el traje de baño que lucía en esa foto, quizá tomada un par de días atrás.
Levon plegó el periódico y alcanzó a Marco y a Barbara en el coche.
– ¿Tardaremos mucho en llegar al hotel? -le preguntó al chófer.
– Una media hora, sin cargo, señor McDaniels. El Wailea Princess me ha puesto a su disposición.
– ¿Por qué hacen eso?
– Bien, en vista de la situación…, señor McDaniels -respondió Marco con discreción.
Abrió las portezuelas y la pareja subió. Barbara arrugó el ceño al coger el periódico, y lloró mientras leía el artículo. El sedán se internó en el tráfico.
El coche llegó a la autopista y Marco, los ojos en el espejo retrovisor, les preguntó si estaban cómodos, si querían más aire o música. Levon no sabía si ir al hotel o directamente a la policía. Se sentía como si hubiera sufrido una amputación en el campo de batalla, como si le hubieran arrancado brutalmente un miembro y quizá no sobreviviera.
Al fin el coche enfiló lo que parecía un camino privado, bordeado por matojos morados y florecientes. Dejaron atrás una cascada artificial y pararon ante la suntuosa entrada portecochère del Wailea Princess Hotel.
Había fuentes azulejadas a ambos lados del coche, y a un lado, estatuas de bronce de guerreros polinesios que emergían del agua con lanzas; en el otro, embarcaciones con batanga llenas de orquídeas.
Los botones, con camisa blanca y pantalones cortos rojos, corrieron hacia el coche. Marco abrió su portezuela y Levon, mientras rodeaba el sedán para ayudar a Barbara, oyó que repetían su apellido por doquier.
Reporteros con cámaras y micrófonos corrían hacia la entrada del hotel.
Corrían hacia ellos.
Diez minutos después, Barbara, aturdida y desorientada por el largo viaje, entró en una suite que en otras circunstancias habría considerado majestuosa. Si hubiera mirado la tarjeta colgada detrás de la puerta, habría visto que la habitación costaba más de tres mil dólares diarios.
Entró en el salón como una sonámbula, mirando la alfombra de seda anudada a mano sin verla, un dibujo de orquídeas sobre un fondo color melocotón, los muebles tapizados, el enorme televisor de pantalla plana.
Fue a la ventana y miró la belleza también sin verla, buscando sólo a Kim.
Había una estupenda piscina con forma complicada, como un cuadrado superpuesto sobre un rectángulo, jacuzzis circulares en la parte baja, una fuente semejante a una copa de champán en el medio, derramando agua sobre los chiquillos que jugaban debajo.
Escrutó las filas de cabañas inmaculadamente blancas que rodeaban la piscina, buscando a una joven en una tumbona bebiendo un trago, buscando a Kim sentada por allí. Vio a varias muchachas, delgadas, gordas, altas y bajas. Ninguna era Kim.
Más allá de la piscina vio un pasaje cubierto, escalones de madera que conducían a la playa tachonada de palmeras, frente al mar azul zafiro, sólo agua entre esa orilla y las costas de Japón.
¿Dónde estaba Kim?
Quiso decirle a Levon que sentía la presencia de su hija allí, pero cuando se giró él no estaba. Reparó en un exuberante cesto de frutas en la mesa cercana a la ventana y fue hacia allí. Oyó el ruido del retrete mientras levantaba la nota, que era una tarjeta de presentación con un mensaje en el dorso.
Levon, su querido esposo, con ojos vidriosos detrás de las gafas, se le acercó.
– ¿Qué es eso, Barbara?
– «Estimados señor y señora McDaniels -leyó ella en voz alta-, llámenme, por favor. Estamos aquí para ayudar en todo lo posible.»
La tarjeta estaba firmada por «Susan Gruber, Sporting Life», y bajo el nombre había un número de habitación.
– Susan Gruber -dijo Levon-. Es la jefa de redacción. La llamaré de inmediato.
Barbara sintió renovadas esperanzas. Gruber estaba al mando. Ella sabría algo.
Quince o veinte minutos después, la suite de los McDaniels se había llenado con una pequeña multitud de personas.
Barbara estaba sentada en un sofá, las manos entrelazadas sobre el regazo, esperando que Susan Gruber, la enérgica ejecutiva neoyorquina, con su fulgurante dentadura de dentífrico y su rostro afilado como una navaja, les dijera que Kim había tenido una riña con el fotógrafo, o que no había salido bien en las fotos, así que le habían dado tiempo libre o cualquier otra cosa, algo que aclarase la situación, que les confirmara que Kim sólo estaba ausente, no desaparecida, ni secuestrada ni en peligro.
Gruber usaba un traje con pantalones aguamarina y muchos brazaletes de oro, y sus dedos estaban gélidos cuando le estrechó la mano a Barbara.
Del Swann, el director artístico -tez oscura, pelo platinado, alhajas en una oreja-, vestía tejanos desteñidos a la moda y una camiseta negra y ceñida. Parecía a punto de sufrir un colapso mental, y Barbara sospechó que sabía más de lo que declaraba, o quizá se sentía culpable porque había sido el último en ver a Kim.
Había otros dos hombres. El mayor era cuarentón y vestía traje gris, y era más que obvio que pertenecía al ámbito empresarial. Barbara había conocido hombres como él en las convenciones y fiestas de negocios de Merrill Lynch a las que asistía Levon. Estaba segura de que ese sujeto y el clon más joven que tenía a la derecha eran abogados neoyorquinos a quienes habían llevado a Maui como un paquete de Federal Express, para eximir a la revista de responsabilidades.
Barbara miró a Carol Sweeney, una mujer corpulenta ataviada con un caro vestido negro, aunque anodino, la representante de la agencia que le había conseguido ese trabajo a Kim y había asistido a la filmación como escolta de la modelo. Carol tenía aspecto de haberse tragado un sapo, tan sofocada estaba.
Barbara no soportaba estar en la misma habitación que Carol.
– Tenemos un equipo de seguridad trabajando para averiguar el paradero de Kim -dijo el cuarentón (Barbara había olvidado su nombre nada más oírlo) a Levon.
Ni siquiera miraba a Barbara. Concentraba su atención en Levon, como casi todos. Sabía que ella parecía conmociona-da, frágil. Y nadie podía afirmar que no tenía buenos motivos.
– ¿Qué más puede decirnos? -le preguntó Barbara al abogado.
– No hay indicios de que le haya pasado nada. La policía supone que está haciendo turismo.
Barbara deseaba que Levon les contara todo, pero éste, antes de que llegara la gente de la revista, le había dicho: «Asimilaremos información. Sólo escucharemos. Debemos tener en cuenta que no conocemos a esta gente.» Dicho de otro modo: cualquier persona vinculada con la revista podía estar relacionada con la desaparición de Kim.
Susan Gruber apoyó los codos en las rodillas.
– Kim estaba en el bar del hotel con Del -le dijo a Levon-. Él fue al servicio y cuando regresó Kim se había ido. Nadie se la llevó. Se fue por su cuenta.
– ¿Ésa es su versión? -preguntó Levon-. Kim se fue del bar del hotel por su cuenta y nadie tuvo más noticias de ella, y se ha ido hace un día y medio, y ustedes creen que abandonó la filmación para hacer turismo. ¿Interpreto bien?
– Es una persona adulta, señor McDaniels -dijo Gruber-. No sería la primera vez que una chica abandona un trabajo. Recuerdo a una joven, Gretchen, que se esfumó en Carines el año pasado, y apareció en Montecarlo seis días después. -Habló como si estuviera en su oficina y le explicara pacientemente su trabajo a Levon-. Tenemos ocho chicas en este rodaje -añadió, y contó a cuánta gente tenía que supervisar y todos los aspectos con que debía lidiar, y que debía estar en el plató cada minuto o mirando las tomas de ese día…
Barbara sentía una presión creciente en la cabeza. Susan Gruber estaba cubierta de oro, pero no tenía sortija de bodas. ¿Tenía un hijo? ¿Sabía lo que era un hijo? Aquella mujer no entendía nada.
– Queremos a Kim -le dijo Carol Sweeney a Barbara-. Yo… yo pensaba que Kim estaba segura aquí. Estaba cenando con otra modelo. Kim es una chica tan buena y responsable que nunca creí que tuviéramos motivos para preocuparnos.
– Yo sólo le di la espalda un minuto -dijo Del Swann. Y rompió a llorar.
Barbara entendió por qué Gruber había traído a su gente a verles. A Barbara le habían enseñado a ser amable, pero ahora que había dejado de negar lo obvio, tuvo que decirlo:
– ¿Ustedes no son responsables? ¿Por eso están todos aquí? ¿Para decirnos que no son responsables de Kim?
Nadie la miró a los ojos.
– Hemos dicho a la policía todo lo que sabemos -dijo Gruber.
Levon se levantó y apoyó la mano en el hombro de Barbara.
– Por favor, llámennos si se enteran de algo -le dijo a la gente de la revista-. Ahora quisiéramos estar solos. Gracias.
Gruber se levantó y cogió su bolso.
– Kim regresará -dijo-. No se preocupe.
– Más les vale que así sea. Ruegue por ello cada vez que respire -espetó Barbara.
Entre los reporteros reunidos frente a la entrada principal del Wailea Princess, un hombre esperaba el inicio de la rueda de prensa.
Se confundía con la muchedumbre, parecía un tío que vivía con lo puesto, que quizá dormía en la playa. Llevaba gafas de sol panorámicas que le cubrían la cara como un parabrisas, aunque el sol estaba cayendo, una gorra de los Dodgers sobre el pelo castaño, zapatillas Adidas, pantalones abolsados y arrugados, y en el frente de su barata camisa hawaiana colgaba una réplica perfecta de un pase de prensa que lo identificaba como Charles Rollins, fotógrafo de Talk Weekly, una revista que no existía.
Su cámara de vídeo era cara, una flamante Panasonic HD con micrófono estéreo y lente Leica, cuyo precio superaba los seis mil dólares.
Apuntó la lente a la suntuosa entrada del Wailea Princess, donde los McDaniels se estaban instalando detrás de un atril.
Mientras Levon ajustaba el micrófono, el supuesto Rollins silbó unas notas entre dientes. Disfrutaba del momento, pensando que ni siquiera Kim lo reconocería si hubiera estado con vida. Alzó la cámara sobre la cabeza y grabó a Levon saludando a los periodistas, pensando que los McDaniels le caerían simpáticos si llegaba a conocerlos. Qué diantre, ya le resultaban simpáticos. Era imposible que los McDaniels no ejercieran ese efecto.
«Míralos. La dulce y temperamental Barbara. Levon, con el corazón de un general con cinco estrellas. Ambos, la sal de la puta tierra.»
Estaban afligidos y aterrados, pero aun así se comportaban con dignidad, respondiendo preguntas insensibles, incluida la infaltable «¿Qué le diría a Kim si ella los estuviera escuchando?».
– Le diría: «Te queremos, tesoro. Por favor, sé fuerte» -respondió Barbara con voz trémula-. Y a quien nos escuche, por favor, ofrecemos veinticinco mil dólares por cualquier información que conduzca al regreso de nuestra hija. Si tuviéramos un millón, lo ofreceríamos…
Barbara se quedó sin aliento, y Rollins vio que respiraba con un inhalador. Las preguntas seguían lloviendo sobre los padres de la supermodelo.
– ¡Levon, Levon! ¿Le han pedido rescate? ¿Qué fue lo último que le dijo Kim?
Él se inclinó hacia los micrófonos y respondió con paciencia.
– La gerencia del hotel ha puesto un número de emergencia -dijo al fin, y lo leyó en voz alta.
Rollins miró a los periodistas que brincaban como peces voladores, barbotando más preguntas mientras los McDaniels bajaban y se dirigían al vestíbulo.
Rollins miró por la lente, hizo un acercamiento a la nuca de los McDaniels y vio a alguien que se abría paso en la muchedumbre, una celebridad de segunda que él había visto en C-Span, publicitando sus libros. Era un tío apuesto de casi, cuarenta años, periodista y autor de populares novelas de misterio, vestido con pantalones holgados y una camisa rosa arremangada. Le recordaba a Brian Williams enviando sus notas desde Bagdad. Quizás un poco más recio y enérgico.
Mientras Rollins observaba, el escritor estiró la mano para tocar el brazo de Barbara McDaniels y ella se volvió para hablar con él.
Charlie vio una entrevista con un auténtico periodista en acción. «Sensacional -pensó-. Los Mirones quedarán encantados. Kim McDaniels alcanzará el estrellato.» Aquello se estaba transformando en gran noticia.
Un periodista con pantalones holgados y camisa rosa.
Sí, ése era yo.
Vi una oportunidad cuando los McDaniels se alejaron del atril y la muchedumbre estrechó filas, rodeándolos como un tornado.
Me abalancé y toqué el brazo de Barbara McDaniels, llamándole la atención antes de que desapareciera en el vestíbulo.
Yo quería esa entrevista, pero aunque hayas visto a muchos padres de gente perdida o secuestrada rogando por el regreso de sus hijos, es imposible no conmoverse. Los McDaniels me conmovieron en cuanto les vi la cara. Me mortificaba verlos tan doloridos.
Toqué el brazo de Barbara McDaniels. Ella se volvió, y yo me presenté y le entregué mi tarjeta. Por suerte para mí, conocía mi nombre.
– ¿Es usted el Ben Hawkins que escribió Rojo?
– Todo en trazos rojos. Sí, ese libro es mío.
Dijo que le había gustado el libro, y su boca sonreía aunque su cara estaba rígida de angustia. En ese momento el personal de seguridad hizo un cordón con los brazos, un sendero a través de la muchedumbre, y entré en el vestíbulo con Barbara, que me presentó a Levon.
– Ben es un autor conocido, Levon. Recordarás que lo leímos para nuestro club del libro el otoño pasado.
– Estoy cubriendo la noticia de Kim para el L.A. Times -le dije a McDaniels.
– Si busca una entrevista, lo lamento -dijo Levon-. Estamos agotados y quizá sea mejor que no hablemos hasta habernos reunido con la policía.
– ¿Aún no han hablado con ellos?
Levon suspiró y sacudió la cabeza.
– ¿Alguna vez ha hablado con un contestador automático?
– Quizá pueda ayudarle -dije-. El L.A. Times tiene influencia aquí. Y yo fui policía.
– ¿De veras? -McDaniels tenía los párpados caídos, la voz ronca y áspera. Caminaba como un hombre que acabara de correr una maratón, pero de pronto se interesó en mí. Se detuvo y me pidió que le dijera más.
– Estuve en el Departamento de Policía de Portland. Era detective. Ahora investigo crímenes para las crónicas policiales del Times.
La palabra «crímenes» no le gustó.
– De acuerdo, Ben. ¿Cree que puede echarnos una mano con la policía? Nos están volviendo locos.
Caminé con los McDaniels por el fresco vestíbulo de mármol con sus techos altos y sus vistas al mar hasta un lugar apartado que daba a la piscina. Las palmeras susurraban en la brisa isleña. Chicos mojados en traje de baño pasaron corriendo, riendo despreocupadamente.
– Llamé a la policía varias veces -dijo Levon-. Obtuve un menú: «Billetes de aparcamiento, pulse uno. Juzgado de guardia, pulse dos.» Tuve que dejar un mensaje. ¿Puede creerlo? Barbara y yo fuimos a la comisaría de este distrito. El horario estaba pegado en la puerta. «Lunes a viernes de nueve a dieciocho. Sábados de diez a dieciséis.» No sabía que las comisarías cerraban. ¿Usted lo sabía?
La expresión de Levon era desgarradora. Su hija había desaparecido y la comisaría estaba cerrada. ¿Cómo podía este lugar tener ese aspecto paradisíaco cuando ellos vadeaban un pantano infernal?
– Aquí la policía se dedica principalmente a supervisar el tráfico, arrestar a conductores ebrios, esas cosas -dije-. Violencia doméstica, hurtos.
Y recordé que años atrás una turista de veinticinco años fue atacada en la isla grande por tres matones lugareños que la violaron y mataron. Era alta, rubia y dulce, muy parecida a Kim. Había otro caso, más famoso, una animadora de la Universidad de Illinois que se había caído del balcón de la habitación del hotel y había muerto en el acto. Estaba de parranda con un par de muchachos a quienes no hallaron culpables de nada. Y había otra chica, una adolescente lugareña, que visitó a sus amigos después de un concierto en la isla, y no fue vista nunca más.
– La rueda de prensa fue buena idea. La policía tendrá que tomar a Kim en serio -le dije.
– Si no recibo una llamada, volveré allí por la mañana -dijo Levon McDaniels-. Ahora queremos ir al bar, ver el lugar donde estaba Kim antes de desaparecer. Si quiere, puede acompañarnos.
El Typhoon Bar estaba en el entresuelo, abierto a los vientos alisios, maravillosamente aromatizado con sacuanjoche. Había mesas y sillas alineadas en la balaustrada que daba sobre la piscina. Más allá, una fila de palmeras descendía hasta la arena. A mi izquierda había un piano de cola, aún tapado, y a nuestras espaldas una larga barra. Un barman estaba cortando mondaduras de limón y sacando platos de fruta seca.
– El gerente de turno nos dijo que Kim estaba sentada a esta mesa, la más cercana al piano -dijo Barbara, palmeando tiernamente la superficie de mármol.
Luego señaló una puerta a unos quince metros.
– Aquél es el famoso baño de caballeros adonde fue el director artístico. Cuando le dio la espalda sólo un minuto.
Me imaginé el bar tal como debía de estar aquella noche. Gente bebiendo. Muchos hombres. Yo tenía muchas preguntas. Centenares.
Empezaba a encarar esta historia como si aún fuera policía. Si éste fuera mi caso, empezaría por las cintas de seguridad. Quería ver quién se hallaba en la barra cuando Kim estaba allí, saber si alguien la estaba observando cuando se levantó de la mesa, y quién había pagado la cuenta cuando ella se fue.
¿Se había ido con alguien? ¿Quizás a la habitación de él?
¿O había caminado hacia el vestíbulo, seguida por ojos
vigilantes mientras bajaba la escalera, ondeando su cabello rubio?
Entonces, ¿qué? ¿Había salido, dejando atrás la piscina y las cabañas? ¿Alguna de esas cabañas estaba ocupada a horas tardías de aquella noche? ¿Alguien la había seguido a la playa?
Levon limpió cuidadosamente las gafas, primero una lente y luego la otra, y las alzó para ver si habían quedado limpias. Cuando se las caló de nuevo, me vio mirando el pasaje cubierto que conducía a la playa.
– ¿Qué piensa, Ben?
– Todas las playas de Hawai son públicas, así que allí no habrá vídeos de vigilancia.
Me preguntaba si bastaría con la explicación más sencilla. ¿Kim había ido a nadar? ¿Se había metido en el agua y una ola la había arrastrado? ¿Alguien había encontrado sus zapatos en la playa y se los había llevado?
– ¿Qué podemos contarle sobre Kim? -me preguntó Barbara.
– Quiero saberlo todo -dije-. Si no les importa, me gustaría grabar la conversación.
Barbara asintió y Levon pidió gin-tonics para ambos. Yo rehusé el alcohol y opté por un refresco.
Ya había empezado a dar forma a la historia de Kim McDaniels en mi cabeza, pensando en esa hermosa muchacha del Medio Oeste, con cerebro y belleza, a punto de hacerse famosa en todo el país, que había llegado a uno de los lugares más hermosos del mundo y había desaparecido sin dejar rastro. Una exclusiva con los McDaniels superaba mis expectativas, y aunque aún no podía saber si esa historia daría para un libro, era ciertamente una gran oportunidad periodística.
Más que eso, los McDaniels me habían conquistado. Eran buena gente.
Quería ayudarlos, y los ayudaría.
En ese momento estaban agotados, pero resistían. La entrevista estaba en marcha.
Mi grabadora era nueva, con una cinta virgen y pilas flamantes. Apreté el botón de grabación, pero, mientras el aparato zumbaba suavemente sobre la mesa, Barbara McDaniels me sorprendió.
Fue ella quien empezó a hacer preguntas.
Se apoyó la mano en el mentón.
– ¿Qué pasó con usted y la policía de Portland? Y por favor, no me repita lo que dice la biografía de la solapa del libro. Eso siempre está maquillado, ¿verdad?
Con su énfasis y determinación, Barbara me daba a entender que no tenía motivos para responder mis preguntas si yo no respondía las suyas. Yo estaba dispuesto a satisfacer su curiosidad, pues quería que los McDaniels confiaran en mí.
Ese interrogatorio directo me hizo sonreír, pero no había nada divertido en la historia que ella me pedía que contara. Una vez que remití mi memoria a esa época y lugar, los recuerdos afloraron sin interrupción, y ninguno de ellos era glorioso ni agradable.
Mientras las vividas imágenes se proyectaban en la pantalla de mi mente, les hablé de un terrible accidente de coche ocurrido muchos años atrás; mi compañero Dennis Carbone y yo estábamos cerca y habíamos respondido a la llamada.
– Cuando llegamos al lugar, quedaba una media hora de luz diurna. Estaba oscuro con una llovizna persistente, pero había luz suficiente para ver que un vehículo se había salido de la carretera. Había derribado algunos árboles como una bola de bolera de dos toneladas, estrellándose fuera de control en el bosque. Pedí ayuda por radio. Luego me quedé allí para interrogar al testigo que conducía el otro coche, mientras mi compañero iba hasta el vehículo siniestrado para ver si había supervivientes.
Les conté a los McDaniels que el testigo conducía el coche que venía en dirección contraria, que el otro vehículo, una camioneta Toyota negra, había invadido su carril y se le echó encima a toda velocidad. Dijo que él había dado un volantazo, y también el Toyota. La camioneta se había salido de la carretera a gran velocidad y el testigo había logrado frenar su coche, dejando un rastro de goma quemada de cien metros en el asfalto.
– Acudieron vehículos de rescate -dije-. El personal auxiliar sacó el cuerpo de la camioneta. El conductor había muerto al chocar contra un abeto y no llevaba pasajeros. Mientras se llevaban el cadáver, busqué a mi compañero. Estaba a pocos metros de la carretera, y me miraba furtivamente. Eso me extrañó un poco.
Se oyó un súbito estallido de risas femeninas cuando una novia, rodeada por sus damas de honor, atravesó el bar rumbo a la sala. Era una rubia bonita y veinteañera. El día más feliz de su vida, como dicen.
Barbara miró el séquito un momento y luego volvió a centrarse en mi relato. Cualquiera que tuviera ojos podía ver cuáles eran sus sentimientos. Y sus esperanzas.
– Continúe, Ben -dijo-. Nos hablaba de su compañero.
Asentí. Dije que me había apartado de mi compañero porque alguien me llamó, y cuando volví a mirar Dennis estaba cerrando el maletero de nuestro coche.
– No le pregunté lo que hacía, porque ya estaba pensando en el trabajo que nos esperaba. Debíamos redactar informes, acabar ciertas tareas. Ante todo, teníamos que identificar a la víctima. Yo estaba cumpliendo con mi deber, Barbara. Creo que es bastante común negar las cosas que no queremos ver. Tendría que haberme enfrentado a mi compañero allí y entonces. Pero no lo hice. Y ese fugaz momento de vacilación acabó por cambiarme la vida.
Una camarera se acercó para preguntarnos si queríamos algo más, y me alegró verla. Tenía la garganta reseca y necesitaba una pausa. Había contado esta historia anteriormente, pero nunca es fácil superar la humillación.
Y menos cuando no es merecida.
– Sé que es difícil, Ben -me dijo Levon-. Pero le agradecemos que nos hable de usted. Es importante oírlo.
– Lo difícil viene ahora -respondí.
Él asintió, y aunque Levon quizá sólo me llevara diez años, noté su preocupación paternal.
Llegó mi segundo refresco y lo revolví con una pajita. Luego continué:
– Pasaron unos días. La víctima del accidente resultó ser un narcotraficante de poca monta, Robby Snow, y el análisis de sangre dio positivo en heroína. Y entonces nos llamó su novia, Carrie Willis. Estaba afligida por la muerte de Robby, pero algo más la angustiaba. Me preguntó qué había pasado con la mochila de Robby. Una mochila roja, con cinta reflectora plateada en el dorso, que contenía mucho dinero.
»Bien, no habíamos encontrado ninguna mochila roja, y hubo muchas bromas sobre el descaro de Carrie Willis, que le reclamaba a la policía dinero obtenido con las drogas. Pero la novia de Robby era convincente. Carrie no sabía que Robby era traficante. Sólo sabía que él estaba por comprar un terreno a orillas de un arroyo y el pago total por la propiedad, cien mil dólares, estaba en esa mochila porque él iba a ver al agente para cerrar el trato. Ella misma había puesto el dinero en la mochila. Su versión era coherente.
– Entonces le preguntó a su compañero por la mochila -dedujo Barbara.
– En efecto. Le pregunté, y él me respondió que no había visto ninguna mochila, ni roja ni verde ni de ningún color.
»Ante mi insistencia, fuimos al aparcamiento de vehículos incautados y registramos el coche a fondo, sin resultado. Luego fuimos a plena luz del día hasta el bosque donde se había producido el accidente y peinamos minuciosamente la zona. Al menos, yo lo hice. Me pareció que Dennis sólo movía ramas y pateaba hojarasca. Fue entonces cuando recordé aquella expresión furtiva que le había visto la noche del accidente.
«Aquella noche tuve una larga y seria charla conmigo mismo. Al día siguiente fui a ver a mi teniente para una conversación extraoficial. Le dije lo que sospechaba, que cien mil dólares en efectivo se habían hecho humo sin que nadie lo informara.
– No tenía opción -dijo Levon.
– Dennis Carbone era un sujeto agresivo, y yo sabía que procuraría vengarse si se enteraba de que yo había hablado con el teniente, pero corrí el riesgo. Al día siguiente Asuntos Internos estaba en el vestuario. Adivinen qué encontraron en mi taquilla.
– Una mochila roja -respondió Levon.
Bingo.
– Mochila roja, cinta reflectora plateada, documentos bancarios, heroína y diez mil dólares en efectivo.
– ¡Santo cielo! -exclamó Barbara.
– Me dieron a elegir: o renunciaba o me enjuiciarían. Yo sabía que no podía ganar en los tribunales. Sería mi palabra contra la suya. Y las pruebas, al menos una parte de ellas, habían aparecido en mi taquilla. Para rematarlo, sospeché que me endilgaban ese asunto porque el teniente era cómplice de Dennis Carbone. Fue un día nefasto. Entregué mi placa, mi arma y parte de mi respeto por mí mismo. Pude haber luchado, pero no podía correr el riesgo de ir a la cárcel por algo que no había hecho.
– Es una historia muy triste, Ben -dijo Levon.
– Ya. Y usted conoce el desenlace. Me mudé a Los Ángeles. Conseguí un puesto en el Times y escribí algunos libros.
– No sea modesto -dijo Barbara, palmeándome el brazo.
– Escribir es mi trabajo, pero no es lo que soy.
– ¿Y qué cree que es?
– En este momento, procuro ser un buen reportero. Vine a Maui para cubrir la historia de su hija, y al mismo tiempo, quiero que ustedes tengan un final feliz. Quiero verlo, informar al respecto, compartir los buenos sentimientos cuando Kim regrese a salvo. Ése soy yo.
– Gracias, Ben -dijo Barbara, y Levon cabeceó a su lado.
Como decía, buena gente.
Ámsterdam. Las cinco y veinte de la tarde. Jan van der Heuvel estaba en su despacho del quinto piso de un edificio clásico con gablete. Mataba el tiempo mirando por encima de los árboles la embarcación turística que surcaba el canal.
La puerta se abrió y entró Mieke, una guapa veinteañera de pelo corto y oscuro, de largas piernas desnudas hasta sus pequeñas botas acordonadas, que llevaba una falda diminuta y una chaqueta ceñida. Bajó los ojos y dijo que si él no la necesitaba se tomaría el resto del día libre.
– Que te diviertas -dijo Van der Heuvel.
La acompañó hasta la puerta, echó la llave, regresó a su asiento ante el gran escritorio y miró la calle que bordeaba el canal Keizersgracht hasta ver que Mieke subía al Renault de su novio y se alejaba.
Sólo entonces prestó atención a su ordenador. Faltaban cuarenta minutos para la teleconferencia, pero quería establecer contacto temprano para grabar la conversación. Pulsó teclas hasta que se comunicó y el rostro de su amigo apareció en la pantalla.
– Horst -dijo-. Aquí estoy.
A esa misma hora, una mujer rubia y cuarentona estaba en el puente de su yate de 35 metros de eslora, anclado en el Mediterráneo, en la costa de Portofino. Era un yate de diseño exclusivo, construido con aluminio de alta tensión, con seis camarotes, una suite y un centro de videoconferencias en el bar, que se convertía fácilmente en cine.
La mujer dejó a su joven capitán y bajó hasta el camarote, donde sacó una chaqueta Versace del armario y se la puso sobre el sujetador. Cruzó la cocina, fue hasta la sala de medios y encendió el ordenador. Cuando se estableció el contacto con la línea cifrada, le sonrió a la cámara web.
– Aquí Gina Prazzi, Horst. ¿Cómo estamos hoy?
A cuatro husos horarios de distancia, en Dubai, un hombre alto y barbudo con ropa tradicional de Oriente Próximo dejó atrás la mezquita y se metió en un restaurante calle abajo. Saludó al dueño y atravesó la cocina, que olía a ajo y romero. Apartó una gruesa cortina, bajó por la escalera hasta el sótano y abrió una puerta de madera maciza que conducía a una sala privada.
En Victoria Peaks, Hong Kong, un joven químico encendió su ordenador. Tenía poco más de veinte años y un cociente intelectual superior a 170. Mientras se cargaba el software, miró más allá de la pared de cerramiento, los rascacielos cilíndricos y las torres iluminadas de Hong Kong. El cielo estaba inusitadamente despejado para esa época del año. Su mirada se deslizaba hacia la gran bahía y las luces de Kowloon cuando el ordenador emitió un pitido y él se concentró en la reunión de emergencia de la Alianza.
En Sao Paulo, el cincuentón Raphael dos Santos llegó a su casa poco después del mediodía en su nuevo deportivo Weisman GT MF 5. El coche costaba 250.000 dólares, pasaba de cero a sesenta en menos de cuatro segundos y alcanzaba un máximo de 300 kilómetros por hora. Rafi, como lo llamaban, amaba ese coche. Se detuvo en la entrada del garaje subterráneo, le arrojó las llaves a Tomas y cogió el ascensor que llevaba directamente a su apartamento.
Allí cruzó varios cientos de metros cuadrados de entarimado, dejó atrás muebles ultramodernos y entró en una oficina con vistas a la reluciente fachada del Renaissance Hotel, en Alameda Campos. Apretó un botón del escritorio y una pantalla delgada subió verticalmente por el centro. Se preguntaba cuál era el propósito de esa reunión. Algo había salido mal. Pero ¿qué? Tocó el teclado y apoyó el pulgar en la pantalla de identificación.
Rafi saludó al jefe de la Alianza en portugués.
– Horst, viejo canalla. Espero que esto se justifique. ¡Tienes toda nuestra atención!
En los Alpes suizos, Horst Werner estaba sentado en el sillón tapizado de su biblioteca. Brincaban llamas en el hogar y lámparas diminutas iluminaban el modelo a escala de dos metros y medio de longitud del Bismarck montado por él mismo. Había anaqueles en todas las paredes pero ninguna ventana, y detrás de los paneles de sándalo había una muralla de acero forrada con plomo de ocho centímetros de grosor.
El centro de operaciones de Horst se conectaba con el mundo mediante sofisticados circuitos de Internet que daban la sensación de que esa cámara blindada era el centro del universo.
En ese momento, los doce integrantes de la Alianza se habían conectado con la red cifrada. Todos hablaban inglés en mayor o menor grado, y sus imágenes en vivo estaban en la pantalla. Después de saludarlos, Horst pasó rápidamente al objeto de la reunión.
– Un amigo americano ha enviado a Jan una película como entretenimiento. Estoy muy interesado en vuestra reacción.
Una luz blanca llenó doce pantallas conectadas y se aclaró a medida que la cámara enfocaba un jacuzzi. Dentro había una joven desnuda de tez morena, con pelo largo y negro, tendida de bruces en diez centímetros de agua. Estaba amarrada como la presa de un calador, manos y pies a la espalda y una soga ceñida al cuello.
Había un hombre en el vídeo, de espaldas a la cámara.
– Henri -dijo uno de los miembros de la Alianza cuando el hombre giró un poco.
Henri estaba desnudo, sentado en el borde del jacuzzi, y una máscara de plástico claro le deformaba los rasgos.
– Como veis -dijo a la cámara-, hay muy poca agua, pero suficiente. No sé qué es más letal para Rosa. No sé si se ahogará con el agua o con la cuerda. Veamos qué pasa.
Henri se volvió y le habló en castellano a la muchacha, que sollozaba, y luego tradujo para la cámara.
– Le he dicho que mantuviera las piernas alzadas hacia la cabeza. Que si podía aguantar así otra hora, la dejaría vivir. Quizás.
Horst sonrió ante el descaro de Henri, el modo en que acariciaba la cabeza de la joven, calmándola.
– Por favor, déjame ir. ¡Eres malvado! -gritó ella sin resuello, agotada por el esfuerzo de sobrevivir.
– Me pide que la suelte -tradujo Henri para la cámara-. Dice que soy malvado. Bien, la amo de todos modos. Qué chica tan dulce.
Rosa siguió sollozando, aspirando aire cada vez que sus piernas se relajaban y la soga se tensaba en su garganta. Gimió «Mamá», bajó la cabeza, y su exhalación final hizo burbujear la superficie del agua.
Henri le tocó el costado del cuello y se encogió de hombros.
– Ha sido la cuerda -dijo-. Pero lo cierto es que se ha suicidado. Una hermosa tragedia. Tal como prometí.
Sonreía cuando el vídeo hizo un fundido en negro.
– Horst, esto es una violación del contrato, ¿verdad? -dijo Gina con indignación.
– En realidad, el contrato de Henri sólo dice que no puede aceptar trabajos que le impidan cumplir con sus obligaciones hacia nosotros.
– Es decir que técnicamente no lo ha violado. Sólo tiene otros chanchullos.
– Sí -dijo la voz de Jan por los altavoces-. Como veis, Henri intenta provocarnos. Esto es inaceptable.
– Ya, es un tío difícil -interrumpió Raphael-, pero concedamos que Henri tiene su genio. Tendríamos que trabajar con él. Darle un contrato nuevo.
– ¿Que establezca qué, por ejemplo?
– Henri ha hecho películas cortas para nosotros, similares a la que acabamos de ver. Sugiero que le encarguemos un documental.
– Brillante, Rafi-intervino Jan, entusiasmado-. Las intimidades de Henri. «Un año en la vida de», ja? Sueldo y bonificaciones acordes con la calidad de la acción.
– Exacto. Y trabajará exclusivamente para nosotros -dijo Raphael-. Empieza ahora, en Hawai, con los padres de la muchacha del bikini.
Los miembros de la Alianza deliberaron sobre las condiciones e incluyeron algunas medidas drásticas en el contrato, penas por incumplimiento. Incumplimiento por impotencia, bromeó alguno, y rieron. Después de la votación, Horst hizo una llamada a Hawai.
Los McDaniels y yo aún estábamos en el Typhoon Bar cuando el ocaso cayó sobre la isla. Durante la última hora Barbara me había interrogado como una profesional y, tras cerciorarse de que podía confiar en mí, me contó sobre la vida de los McDaniels con apasionamiento y unas dotes para la narración que no habría supuesto en una profesora de Matemáticas y Ciencias de instituto.
Levon apenas podía hilvanar dos frases seguidas. No era por torpeza, sino por su estado: demasiado asustado y demasiado ansioso por su hija para concentrarse. Pero se expresaba vívidamente con sus gestos; apretaba los puños, desviaba la cara cuando asomaban las lágrimas, con frecuencia se quitaba las gafas y se apretaba los ojos con las palmas.
– ¿Cómo se enteraron de la desaparición de Kim? -le pregunté a Barbara.
En ese momento sonó el móvil de Levon. Él miró la pantalla y caminó hacia el ascensor.
– ¿Teniente Jackson? -le oí decir-. ¿Esta noche no? ¿Por qué no? De acuerdo. A las ocho de la mañana.
– Parece que tenemos una cita con la policía por la mañana. Ven con nosotros -dijo Barbara, tuteándome. Anotó mi número de teléfono, me palmeó la mano y me besó la mejilla.
Me despedí de ella y pedí otro refresco, sin lima ni hielo.
Me senté en un sillón confortable con vistas a ese paisaje de cien millones de dólares y en los siguientes quince minutos la atmósfera del Typhoon Bar se animó considerablemente. Gente guapa con bronceado reciente y ropa de colores chillones se sentó en las mesas junto a la balaustrada mientras los solteros ocupaban los taburetes de la larga barra. Las risas subían y bajaban como la brisa cálida que soplaba en ese amplio espacio abierto, agitando peinados y faldas.
El pianista abrió el Steinway, se ladeó en el asiento y acometió un viejo clásico de Peter Alien, deleitando al público mientras cantaba Río de Janeiro.
Reparé en las cámaras de seguridad que había sobre la barra, dejé diez dólares en la mesa, bajé la escalera y dejé atrás la piscina, ahora iluminada, de modo que parecía vidrio de color aguamarina.
Pasé por las cabañas, recorriendo el camino que Kim podría haber recorrido dos noches atrás.
En la playa casi no había gente, y el cielo aún tenía claridad suficiente para ver la línea costera que aureolaba Maui como el halo de un eclipse lunar.
Me imaginé caminando detrás de Kim el viernes por la noche. Tendría la cabeza gacha, el pelo le azotaría la cara, la fuerte rompiente ahogaría los demás ruidos.
Un hombre podría haberse acercado por detrás con una piedra o una pistola, o simplemente pudo haberla estrangulado.
Caminé por la arena apisonada, con hoteles a la derecha, tumbonas vacías y sombrillas arqueadas hasta donde podía ver.
Al cabo de medio kilómetro, salí de la playa y subí por un sendero que bordeaba la piscina del Four Seasons, otro hotel de cinco estrellas donde por ochocientos dólares la noche sólo se conseguía una habitación con vista al aparcamiento.
Atravesé el deslumbrante vestíbulo de mármol del hotel y salí a la calle. Quince minutos después estaba sentado en mi Chevy alquilado, aparcado a la fresca sombra que rodeaba el Wailea Princess, escuchando el rumor de las cascadas.
Si hubiera sido un asesino, podría haber arrojado a mi víctima al mar o habérmela llevado al hombro hasta mi coche. Y haberme marchado de allí sin que nadie se diera cuenta. Coser y cantar.
Puse el motor en marcha y seguí la luna hasta Stella Blue's, un alegre café de Kihei. Tiene techos altos y picudos y una barra en derredor, y con el fin de semana era un hervidero de lugareños y turistas recién desembarcados de sus cruceros. Pedí un Jack Daniels y mahi-mahi en la barra, y salí al patio para beber el trago en una mesa para dos.
Mientras la vela goteaba sebo en un vaso, llamé a Amanda.
Hace dos años que Amanda Diaz y yo estamos juntos. Es cinco años menor que yo, trabaja como chef y se describe como una motochica, lo cual significa que algunos fines de semana lleva a correr su antigua Harley por la carretera del Pacífico para aliviar el estrés que no puede descargar en la cocina. Amanda no sólo es lista y hermosa: cuando la miro, todas esas canciones de rock sobre corazones palpitantes y amor eterno cobran sentido.
En ese momento añoraba oír la voz de mi chica y ella no me defraudó, pues atendió al tercer tono. Después de saludarnos, le pregunté cómo había ido su jornada en Intermezzo.
– Un día demoledor, Ben. Remy ha despedido a Rocco, por enésima vez -dijo, e impostó su acento francés-. «¿Qué tengo que decirte para hacerte pensar como un chef? Esta confitura parece caca de paloma.» Dijo «caca» como un cacareo. -Se echó a reír-. Claro, volvió a contratarlo diez minutos después, como de costumbre. Y luego yo quemé la crème brûlée. «Merde, Amanda, mon Dieu. Me estáis volviendo loco.» -Rio de nuevo-. ¿Y tú, Ben? ¿Has conseguido material para ese artículo?
– Pasé buena parte del día con los padres de la chica desaparecida. Me han contado muchas cosas.
– Uf, qué deprimente.
Le resumí la entrevista con Barbara, y añadí que los McDaniels me caían bien, y que tenían otros dos chicos, dos varones adoptados en orfanatos rusos.
– El mayor se hallaba en tal estado de abandono que estaba casi catatónico cuando lo recogió la policía de San Petersburgo. Y el menor tiene síndrome de alcoholismo fetal. Kim decidió estudiar pediatría a causa de sus hermanastros.
– Ben, cariño.
– ¿Se corta la comunicación?
– No; te oigo perfectamente. ¿Tú me oyes?
– Sí, muy bien.
– Entonces escucha: ten cuidado, por favor.
Sentí una leve irritación. Amanda era bastante intuitiva, pero yo no corría ningún peligro.
– ¿Cuidado con qué?
– ¿Recuerdas cuando dejaste tu maletín con todas tus notas sobre el caso Donato en un restaurante?
– ¿De nuevo vas a recordarme lo del autobús? -Pues ya que lo mencionas…
– Estaba bajo tu hechizo, so tonta. Te miraba a ti cuando fui a cruzar la calzada. Si estuvieras aquí ahora, podría pasar lo mismo.
– Sólo digo que ahora tienes el mismo tono que entonces.
– ¿De veras?
– Sí. Así que abre los ojos, ¿de acuerdo? Presta atención. Mira a ambos lados.
A unos metros, una pareja brindó y se cogieron las manos sobre una mesa pequeña. «Recién casados», pensé.
– Te echo de menos -dije.
– Yo también. Te mantengo la cama caliente, así que regresa pronto.
Envié un beso inalámbrico a mi chica de Los Ángeles y me despedí.
A las siete y cuarto de la mañana del lunes, Levon vio que un sedán negro se detenía en la entrada del Wailea Princess. Levon subió al asiento delantero mientras Hawkins y Barbara ocupaban el trasero. Cuando todas las puertas estuvieron cerradas, le dijo a Marco que los llevara a la comisaría de Kihei.
Durante el trayecto, Levon escuchó los consejos que le susurró Hawkins acerca de cómo manejarse con la policía, diciéndole que fuera servicial, que tratara de amigarse con los agentes, que no fuera hostil si no quería ponerlos en su contra.
Levon asintió con gruñidos, pero estaba enfrascado en sus pensamientos y no habría podido describir el trayecto entre el hotel y la comisaría, pues iba concentrado en la inminente reunión con el teniente James Jackson.
Volvió al presente cuando Marco aparcó el coche en una pequeña galería comercial. Se apeó de un brinco antes de que el vehículo se hubiera detenido del todo. Se dirigió hacia la pequeña comisaría, flanqueada por un estudio de tatuajes y una pizzería.
La puerta de vidrio estaba cerrada, así que apretó el botón del interfono y dijo su nombre, anunciándole a la voz femenina que a las ocho tenía una cita con el teniente Jackson. Se oyó un zumbido, la puerta se abrió y entraron.
A Levon la comisaría le pareció la oficina de vehículos automotores de un pueblo. Las paredes estaban pintadas de verde burocrático, el suelo era de linóleo marrón, y la larga habitación estaba bordeada por hileras de sillas de plástico.
Al final de la angosta oficina había una ventanilla, con la persiana bajada, y al lado una puerta cerrada. Levon se sentó junto a Barbara, y Hawkins se sentó frente a ellos. Esperaron.
Poco después de las ocho, la ventanilla se abrió y entró gente que se dirigía a la ventanilla para pagar multas de aparcamiento y otros trámites. Tipos con peinado rasta, chicas con tatuajes complicados, jóvenes madres con críos chillones.
Levon sintió una punzada y pensó en Kim, ansiando saber si estaba bien, si padecía algún sufrimiento, y por qué había sucedido aquello.
Al rato se levantó y se paseó por la galería de fotos de personas buscadas, miró los ojos penetrantes de asesinos y delincuentes, y luego los retratos de niños desaparecidos, algunos de ellos alterados digitalmente para que aparentaran la edad que tendrían ahora, pues habían pasado años desde su desaparición.
– Qué barbaridad -le dijo Barbara a Hawkins-. ¿Cuánto hace que nos tienen esperando? Dan ganas de gritar.
Levon quería gritar, en efecto. ¿Dónde estaba su hija? Se inclinó para hablarle a la agente que atendía la ventanilla.
– ¿El teniente Jackson sabe que estamos aquí?
– Sí, señor, claro que sí.
Levon se sentó junto a su esposa y se pellizcó entre los ojos, preguntándose por qué Jackson tardaba tanto. Y pensó en Hawkins, que había entablado una relación muy amigable con Barbara. Levon confiaba en el juicio de su esposa pese a que, como muchas mujeres, hacía amigos con facilidad. A veces con demasiada facilidad.
Observó cómo Hawkins escribía en su libreta y luego a unas adolescentes que se sumaron a la fila del escritorio del frente, cuchicheando con unas voces agudas que le pusieron los nervios de punta.
A las diez menos diez, la agitación de Levon era como el rugido de los volcanes que habían levantado aquella isla del mar prehistórico. Estaba a punto de estallar.
Yo estaba sentado en una silla de plástico junto a Barbara McDaniels cuando oí que se abría la puerta del extremo de aquella sala larga y estrecha. Levon se levantó abruptamente y se plantó delante del policía casi antes de que cerrara la puerta.
Era corpulento, treintañero, de espeso pelo negro y tez marrón. Parecía una mezcla de Jimmy Smits con Ben Affleck, y también de dios surfista isleño. De americana y corbata, llevaba una placa enganchada en el cinturón; dorada, lo cual significaba que era detective.
Barbara y yo nos acercamos y Levon nos presentó al teniente Jackson.
– ¿Cuál es su relación con los McDaniels? -me preguntó Jackson.
– Amigo de la familia -respondió Barbara.
– Trabajo para el L.A. Times -dije al mismo tiempo.
Jackson soltó una risotada y me escrutó.
– ¿Conoce a Kim?-preguntó.
– No.
– ¿Tiene alguna información sobre su paradero?
– No.
– ¿Usted conocía a estos señores? ¿O acaba de conocerlos?
– Acabamos de conocernos.
– Interesante -dijo Jackson con una sonrisa burlona. Se volvió hacia los McDaniels-. ¿Ustedes entienden que el trabajo de este hombre consiste en vender periódicos?
– Lo sabemos -dijo Levon.
– Bien. Sólo quiero prevenirles que todo lo que le digan irá directamente a la primera plana del L.A. Times. Por mi parte, no me gusta su presencia. Señor Hawkins, tome asiento. Lo llamaré si lo necesito.
– Teniente -intervino Barbara-, mi esposo y yo hemos hablado de esto y de hecho confiamos en Ben. Él cuenta con la influencia del L.A. Times. Podría lograr mucho más que nosotros por nuestra cuenta.
Jackson resopló pero pareció asentir.
– Cualquier cosa que salga de mi boca -me advirtió- tiene que ser aprobada por mí antes de que se publique, ¿entiende?
Asentí.
El despacho de Jackson estaba en un rincón al fondo del edificio, tenía una ventana y un ruidoso aire acondicionado; había numerosas notas en las paredes azules, cerca del teléfono.
Jackson invitó a los McDaniels a asentarse y yo me apoyé en la jamba mientras él abría una libreta y anotaba los datos básicos. Luego pasó a las preguntas importantes, partiendo, me pareció, de la premisa de que Kim era una chica ligera de cascos, cuestionando sus hábitos nocturnos y preguntando sobre los hombres de su vida y el uso de drogas…Barbara le respondió que su hija era una estudiante con excelentes calificaciones. Que había apadrinado a un bebé ecuatoriano a través de la Christian Children's Fund. Que era una chica muy responsable y que era inaudito que no hubiera devuelto las llamadas.
Jackson escuchó con cara de aburrimiento.
– Ya, estoy seguro de que es un ángel -dijo al fin-. Todavía no he visto el día en que alguien venga aquí para admitir que su hija es una drogadicta o una pelandusca.
Levon se puso de pie y Jackson también se levantó, pero Levon le soltó un puñetazo en un hombro que lo lanzó contra la pared, que tembló con estrépito. Placas y fotos cayeron al suelo, lo que cabía esperar tras recibir el impacto de noventa kilos.
Jackson era más robusto y más joven, pero Levon era pura adrenalina. Sin más, cogió a Jackson por las solapas y le dio un empellón. La cabeza de Jackson resonó contra la pared. Se aferró al brazo de su silla, que se volcó, y él cayó por tercera vez.
Fue una escena estremecedora aun antes de que Levon diera el toque final.
– Maldita sea -le espetó a Jackson-, esto me ha hecho sentir bien, hijo de perra.
Una agente corpulenta irrumpió bruscamente mientras yo me quedaba allí petrificado, tratando de asimilar que Levon había atacado, empujado, tumbado e insultado a un policía en su propio despacho, y para colmo aseguraba que eso le hacía sentirse bien.
Jackson se levantó. Levon aún jadeaba.
– ¿Qué ocurre aquí? -exclamó la mujer policía.
– No pasa nada, Millie -dijo Jackson-. Sólo he trastabillado. Necesitaré una nueva silla. -La despidió con un gesto y se volvió hacia Levon.
– ¿Es que no lo entiende? -dijo éste-. Se lo dije anoche. Recibimos una llamada en Michigan. Un hombre dijo que tenía secuestrada a mi hija, y usted me insinúa que Kim es una cualquiera.
Jackson se ajustó la americana y la corbata y enderezó la silla. Tenía la cara enrojecida y el ceño fruncido. Movió la silla espasmódicamente.
– Usted está chiflado, McDaniels -le espetó-. ¿Se da cuenta de lo que acaba de hacer, imbécil? ¿Quiere que lo encierre? ¿Eso quiere? Se cree muy recio, ¿eh? ¿Quiere averiguar cuán recio soy yo? Podría arrestarlo y ponerlo entre rejas, por si no lo sabe.
– Sí, métame en la cárcel, maldición. Hágalo, porque quiero contarle al mundo cómo nos ha tratado. Usted es un energúmeno.
– Levon, cálmate -le rogó Barbara, tironeándole del brazo-. Basta, Levon. Contrólate. Pide disculpas al teniente, por favor.
Jackson se sentó y acercó la silla al escritorio.
– McDaniels, no vuelva a ponerme la mano encima -le advirtió-. Teniendo en cuenta que usted está como un cencerro, en mi informe minimizaré lo que acaba de ocurrir. Y ahora siéntese antes de que cambie de parecer.
Levon aún resollaba, pero Jackson señaló las sillas, y ambos esposos se sentaron.
El teniente se masajeó la nuca y se frotó el hombro.
– Casi siempre que desaparece un hijo -dijo al fin-, uno de los padres sabe lo que sucedió. A veces ambos. Yo necesitaba saber cuál era el caso de ustedes.
Levon y Barbara lo miraron boquiabiertos. Y todos entendimos. Jackson los había provocado para ver cómo reaccionaban.
Había sido un examen. Y habían aprobado. En cierto modo.
– Estamos investigando este caso desde ayer por la mañana. Como le dije cuando usted llamó -dijo Jackson, fulminando a Levon con la mirada-. Nos hemos reunido con la gente de Sporting Life, y también con el personal de la recepción y el bar del Princess. De momento no hemos descubierto nada.
Jackson abrió un cajón, cogió un móvil, uno de esos artilugios delgados y medio humanos que toman fotos, envían e-mails y avisan si le falta aceite al motor.
– Éste es el teléfono de Kim -dijo-. Lo encontramos en la playa detrás del Princess. Encontramos varias llamadas a Kim de un hombre llamado Doug Cahill.
– ¿Cahill? -dijo Levon-. Doug Cahill salía con Kim. Vive en Chicago.
Jackson sacudió la cabeza.
– Llamaba a Kim desde Maui. Insistió una hora tras otra hasta que el buzón de ella se llenó y dejó de aceptar mensajes de voz. Localizamos a Cahill en Makena, y anoche lo interrogamos dos horas antes de que pidiera un abogado. Dijo que no había visto a Kim. Que ella se negaba a hablarle. Y no pudimos retenerlo porque no podíamos acusarlo de nada -añadió Jackson, guardando el móvil de Kim en el cajón-. McDaniels, resumamos la situación. Usted tiene una llamada de alguien que le dice que Kim cayó en malas manos. Y nosotros tenemos el móvil de Kim. Ni siquiera sabemos si se ha cometido un delito. Si Cahill aborda un avión, no podemos impedir que se vaya.
Vi que Barbara se sobresaltaba, asustada.
– Doug no lo hizo -dijo Levon.
Jackson enarcó las cejas.
– ¿Y cómo lo sabe?
– Conozco la voz de Doug. El hombre que llamó no era Doug.
Estábamos de vuelta en el sedán negro, y esta vez yo iba en el asiento delantero, junto al conductor. Marco ajustó el espejo retrovisor e intercambiamos gestos, pero no había nada que decir. Lo importante sucedía en el asiento trasero, entre los McDaniels.
– Barbara -le explicaba Levon-, no te repetí literalmente lo que dijo ese cabrón porque nada se ganaba con ello. Perdóname.
– Soy tu esposa. No tenías derecho a ocultarme lo que dijo.
– «Cayó en malas manos», eso dijo, ¿vale? Fue lo único que no te conté, porque prefería que no lo supieras, pero tenía que decírselo a Jackson. Quería protegerte, cariño, quería protegerte.
– ¿Protegerme? -sollozó ella-. Me mentiste, Levon. Me mentiste.
Él también rompió a llorar, y comprendí que ése era el motivo por el que estaba tan crispado y tenía aquella mirada vidriosa y distante. Alguien le había dicho qué dañaría a su hija y Levon no se lo había contado a su esposa. Y ahora ya no podía seguir ocultándolo.
Quería darles cierta intimidad, así que bajé la ventanilla y contemplé las playas que iban quedando atrás, las familias que merendaban junto al mar, mientras los padres de Kim sufrían terriblemente. El contraste entre esos turistas y la pareja acongojada que tenía a mis espaldas era desgarrador.
Hice una anotación, me volví y traté de consolar a Levon.
– Jackson no es un hombre sutil, pero está investigando. Quizá sea buen policía.
Él me clavó los ojos.
– Ya, seguro que es buen policía. Él te caló en cinco segundos. Mírate, parásito, escribiendo tu artículo. Vendiendo periódicos a costa de nuestra aflicción.
Aquello me sentó como una patada en el vientre, pero había cierta verdad en ello. Me tragué el dolor y traté de ser compasivo con Levon.
– Tiene razón -le dije-, pero aunque sea como usted dice, la historia de Kim podría salirse de madre y hacerles mucho daño. Piense en los Ramsey, los Holloway, los McCann. Espero que Kim esté a salvo y que la encuentren pronto. Pero, pase lo que pase, le convendrá que yo esté con ustedes. Porque en lo que a mí concierne, no pienso avivar el fuego ni inventarme nada. Contaré la historia tal como es.
El conductor, «Marco», observó hasta que Hawkins y los McDaniels pasaron entre los estanques de carpas y entraron en el hotel. Después puso el coche en marcha, cogió por Wailea-Aluani Drive y se dirigió al sur.
Mientras conducía, palpó bajo el asiento, extrajo una bolsa de nailon y la puso a su lado. Luego metió la mano detrás del retrovisor, donde había instalado la flamante microcámara inalámbrica de alta resolución. Sacó la cinta y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
Temía que la cámara se hubiera desplazado durante el viaje de regreso y el ángulo fuera inadecuado, pero aunque sólo grabara los llantos, tenía la banda de sonido para otra escena. T evon hablando de sus «malas manos», las de Marco. Para partirse de risa.
El astuto Marco.
«Imagínate su sorpresa cuando deduzcan la verdad. Si es que alguna vez la deducen.»
Sintió excitación al pensar en el dineral que le supondría el nuevo contrato, el grueso fajo de euros con posibilidades de duplicarse si la Alianza aceptaba la totalidad del proyecto.
Les haría erizar el pelo hasta las raíces, tan buena sería esta película, y sólo tenía que hacer lo que él sabía hacer. Sin duda resultaría su mejor trabajo.
Vio que se aproximaba al giro, puso el intermitente, viró hacia el carril derecho y entró en el aparcamiento de las tiendas de Wailea. Aparcó el Caddy en el sector sur, lejos de las cámaras de vigilancia de la galería comercial, junto a su insípido Taurus alquilado.
A salvo detrás de los cristales tintados del Caddy, el asesino se quitó el disfraz de Marco: gorra y peluca, bigote postizo, librea, botas de vaquero. Luego sacó a «Charlie Rollins» de la bolsa: la gorra de béisbol, las ajetreadas Addidas, las gafas panorámicas, el pase de periodista y ambas cámaras.
Se cambió rápidamente, guardó el disfraz de Marco e inició el viaje de regreso al Wailea Princess en el Taurus. Le dio al botones una propina de tres dólares, luego se registró en recepción, y tuvo la suerte de conseguir una habitación con cama grande y vistas al mar.
Henri, en su identidad de «Charles Rollins» se alejó de la recepción y se dirigió a la escalera en el extremo del deslumbrante vestíbulo de mármol. Vio a los McDaniels y a Ben Hawkins sentados ante una mesa de cristal, bebiendo café.
Sintió que se le aceleraba el corazón cuando Hawkins giró, lo miró y vaciló una fracción de segundo: tal vez su mente instintiva lo había identificado, antes de que la mente racional, engañada por el disfraz de Rollins, le hiciera desviar la mirada.
Todo podría haber terminado con aquella mirada, pero Hawkins no lo había reconocido, y él había estado sentado a su lado durante horas en el coche. Eso era lo más emocionante, exponerse al límite sin ser descubierto.
Así que Charlie Rollins, fotógrafo de la inexistente Talk Weekly, elevó la apuesta. Levantó su Sony («Sonreíd, amigos») y sacó tres fotos de los McDaniels.
«Os he pillado, mamá y papá.»
Su corazón aún palpitaba cuando Levon frunció el ceño y se inclinó hacia delante, impidiendo que la cámara registrara a Barbara.
Extasiado, el asesino subió a su habitación por la escalera, pensando en Ben Hawkins, un hombre que le interesaba aún más que los McDaniels. Hawkins era un gran escritor de misterio, y cada uno de sus libros era tan bueno como El silencio de los corderos. Pero Hawkins no había alcanzado la fama. ¿Por qué no?
Rollins insertó la tarjeta en la ranura, se encendió la luz verde y la puerta se abrió para mostrarle una escena de indolente magnificencia en la que él apenas reparó. Su cabeza era un hervidero de ideas, cavilando en cómo integrar a Ben Hawkins en su proyecto.
Sólo se trataba de encontrar el mejor modo de utilizarlo.
Levon bajó la taza de café y la porcelana tintineó contra el platillo. Sabía que Barbara, Hawkins y aquella turba de turistas japoneses que pasaban en tropel veían que le temblaban las manos. Pero no podía evitarlo.
¡Aquel paparazzo chupasangre apuntando su cámara hacia él y Barbara! Y todavía sentía las reverberaciones de su estallido en la oficina del teniente Jackson. Aún sentía el empellón en la palma de las manos, aún sentía mortificación al pensar que ahora podría estar en un calabozo. Pero qué diantre, lo había hecho y punto.
Lo bueno era que quizás hubiera motivado a Jackson para preocuparse un poco por el caso de Kim. De lo contrario, mala suerte. Ya no dependían totalmente de Jackson.
Levon notó que alguien se acercaba a sus espaldas y que Hawkins se levantaba.
– Allí viene -dijo.
Levon vio que un treintañero cruzaba el vestíbulo con pantalones holgados y una chaqueta azul sobre una colorida camisa estampada hawaiana, el pelo rubio decolorado con la raya en medio.
– Levon, Barbara-dijo Hawkins-, les presento a Eddie Keola, el mejor detective privado de Maui.
– El único detective privado de Maui -precisó Keola, y su sonrisa mostró que llevaba un aparato de ortodoncia.
«Cielos -pensó Levon-, no es mucho mayor que Kim. ¿Éste fue el detective que encontró a la chica de los Reese?»
Keola estrechó la mano de los McDaniels y se sentó en una de las sillas de junquillo.
– Encantado de conocerlos -dijo-. Y discúlpenme por anticiparme, pero ya he movido algunos hilos
– ¿Ya? -preguntó Barbara.
– En cuanto Ben me llamó puse manos a la obra. Nací a quince minutos de aquí y estuve en la policía unos años cuando salí de la Universidad de Hawai. Tengo una buena relación laboral con la poli. -No era una frase jactanciosa, sólo una presentación de credenciales-. Tienen un sospechoso -añadió.
– Lo conocemos -dijo Levon, y le contó que Doug Hill era el ex novio de Kim, y luego le habló de la llamada telefónica que había recibido en Michigan y había resquebrajado su universo como si fuera un huevo.
Barbara le pidió que les hablara de Carol Reese, la joven estrella del atletismo de Ohio desaparecida un par de años antes.
– La encontré en San Francisco -dijo Keola-. Tenía un novio violento e imprevisible, así que se secuestró a sí misma, se cambió el nombre y todo lo demás. Estaba furiosa conmigo por haberla encontrado -Sonrió sacudiendo la cabeza.
– Dígame cómo lo hará en nuestro caso -pidió Levon.
Keola dijo que necesitaría hablar con el fotógrafo de Sporting Life, para verificar si había filmado a los curiosos durante el rodaje, y que hablaría con el personal de seguridad para ver las cintas del Typhoon Bar correspondientes a la noche en que Kim desapareció.
– Esperemos que Kim aparezca sola -continuó Keola-, pero en caso contrario habrá que hacer un riguroso trabajo detectivesco. Usted será mi único cliente. Pediré ayuda adicional a medida que la necesite y trabajaremos las veinticuatro horas. Mientras usted quiera continuar. Es mi modo de hacer las cosas.
Levon discutió los honorarios con Keola, pero en verdad no le importaba. Pensaba en los horarios exhibidos en la puerta de la comisaría de Kihei. De lunes a viernes de 8 a 17. Fines de semana y festivos, de 10 a 16. Mientras, Kim estaba en una mazmorra o una zanja, indefensa.
– Está contratado -dijo Levon-. El trabajo es suyo.
Mi teléfono sonó en cuanto abrí la puerta de mi habitación.
– ¿Ben Hawkins? -preguntó una mujer con fuerte acento extranjero.
– El mismo. -Y esperé que me dijera quién era, pero no se identificó.
– Hay un hombre que se aloja en el Princess Hotel.
– Ajá.
– Se llama Nils Bjorn y usted debería hablar con él.
– ¿Y por qué?
La mujer dijo que Bjorn era un empresario europeo que valía la pena investigar.
– Estaba en el hotel cuando desapareció Kim McDaniels. Quizás él sea… Usted debería hablar con él.
Abrí el cajón del escritorio, buscando papel y pluma.
– ¿Por qué Nils Bjorn es sospechoso? -pregunté mientras anotaba el nombre.
– Hable con él. Ahora tengo que colgar -repuso la mujer. Y colgó.
Saqué una botella de Perrier de la nevera y salí al balcón. Yo me alojaba en el Marriott, a medio kilómetro de playa del mucho más costoso Wailea Princess, pero con la misma y deslumbrante vista del mar. Bebí mi agua y pensé en la pista que me habían dado. Para empezar, ¿cómo me había encontrado esa mujer? Sólo los McDaniels y Amanda sabían dónde me alojaba.
Crucé las puertas correderas, encendí mi ordenador portátil y busqué Nils Bjorn en Google.
El primer hallazgo fue un artículo publicado en el London Times un año antes, sobre un Nils Bjorn a quien habían arrestado en Londres como sospechoso de vender armas a Irán, posteriormente liberado por falta de pruebas.
Seguí consultando artículos, todos similares o idénticos al primero.
Abrí otra Perrier, seguí buscando, encontré otro artículo sobre Bjorn que se remontaba a 2005, una acusación de tentativa de violación. No se mencionaba el nombre de la mujer, sólo que era modelo y tenía diecinueve años, y tampoco esa vez Bjorn fue condenado.
Mi última parada en este viaje por Internet fue Skol, una revista europea dedicada a la alta sociedad. Había una foto tomada en la fiesta de recepción de un industrial sueco que había inaugurado una fábrica de municiones en las afueras de Gotenburgo.
Amplié la foto, estudié al hombre identificado como Bjorn, miré sus ojos luminosos como bombillas. Tenía rasgos regulares, cabello castaño claro, nariz recta, aparentaba poco más de treinta años y no presentaba ningún rasgo memorable.
Guardé la foto, llamé al Wailea Princess y pregunté por Nils Bjorn. Me dijeron que se había marchado el día anterior.
Pedí que me pusieran con los McDaniels.
Le comenté a Levon la llamada telefónica de la mujer y lo que sabía sobre Nils Bjorn: lo habían acusado de vender armas a un país terrorista, y también de intentar violar a una modelo. Ninguna de las dos acusaciones había podido comprobarse. Dos días atrás había sido huésped del Wailea Princess Hotel.
Traté de contener mi entusiasmo, pero se traslucía en mi voz.
– Ésta podría ser una buena pista -dije.
Levon esperaba al teniente Jackson. Después de cinco minutos de musiquilla ambiental, le dijeron que el teniente le devolvería la llamada. Colgó y encendió el televisor -un enorme aparato de plasma que ocupaba media pared- para ver las noticias.
Primero proyectaron la relampagueante presentación gráfica de All Island News at Noon, con Tracy Baker y Candy Ko'alani. Luego Baker habló de la «modelo aún desaparecida, Kim McDaniels», presentando una imagen de Kim en bikini, y luego apareció el rostro de Jackson con la leyenda «en directo».
Hablaba a los reporteros frente a la comisaría.
– ¡Barbara, ven! -llamó Levon, subiendo el volumen.
Su mujer a su lado en el sofá.
«Estamos interrogando a una persona relevante para el caso -decía Jackson-, y esta investigación continúa. Pedimos que nos llame cualquiera que posea información sobre Kim McDaniels. Se respetará la confidencialidad. Es todo lo que puedo decir por el momento.»
– ¿Han arrestado a alguien o no? -preguntó Barbara, aferrando la mano a su marido.
– Una persona relevante es un sospechoso. Pero no tienen suficientes pruebas, de lo contrario dirían que lo tienen retenido.
– Levon elevó el volumen un poco más.
«Teniente -dijo un reportero-, tenemos entendido que esa persona relevante es Doug Cahill.»
«Sin comentarios. Esto es todo lo que tengo que decir. Gracias.»
Jackson se alejó y los reporteros se agitaron. Tracy Baker volvió a la pantalla.
«Doug Cahill, defensa de los Bears de Chicago -dijo-, ha sido visto en Maui y fuentes bien informadas dicen que fue amante de Kim McDaniels.»
En la pantalla apareció una foto de Doug ataviado con el equipo de su club, el casco bajo el brazo, una ancha sonrisa, el pelo rubio cortado a cepillo, guapo al estilo huesudo del Medio Oeste.
– Me consta que la molestaba -dijo Barbara, mordiéndose el labio inferior, arrebatándole el mando a distancia a Levon para bajar el volumen-, pero ¿hacerle daño? No lo creo.
Sonó el teléfono. Levon atendió.
– Señor McDaniels, soy el teniente Jackson.
– ¿Piensa arrestar a Doug Cahill? En tal caso, comete un error.
– Hace una hora apareció un testigo, un lugareño que pasaba por allí y dice haber visto a Cahill acosando a Kim después del rodaje.
– Pero Doug dijo que no había visto a Kim…
– En efecto. Pero quizá nos mintió, así que lo estamos interrogando. Todavía niega toda participación.
– Hay alguien más sobre quien usted debería saber -dijo Levon, y le refirió la reciente llamada de Hawkins concerniente a una pista sobre un empresario internacional llamado Nils Bjorn.
– Sabemos quién es Bjorn. No nos consta ningún vínculo entre Bjorn y Kim. No hay testigos. No hay nada en las cintas de vigilancia.
– ¿Usted habló con él?
– Bjorn se marchó antes de que nadie se enterase de la desaparición de Kim. McDaniels, sé que usted no lo cree así, pero Cahill es nuestro hombre. Sólo necesitamos tiempo para que confiese.
Henri, con su disfraz de Charlie Rollins, almorzaba en el Sand Bar, el elegante restaurante playero del hotel. Relucían sombrillas amarillas y desde la playa subían adolescentes en cuyos cuerpos bronceados chispeaba el agua. Henri pensó que no sabía quiénes eran más hermosos, si los chicos o las chicas.
La camarera le llevó azúcar líquido para su té helado y un cesto de panecillos y le anunció que su ensalada saldría enseguida. Él asintió con una sonrisa, dijo que disfrutaba de la vista y que no tenía ninguna prisa.
Un camarero apartó una silla de la mesa contigua para que se sentara una bonita joven. Tenía el pelo negro y corto estilo varón, y llevaba un bikini blanco y pantalones cortos amarillos.
A pesar de las gafas Maui Jim, Henri sabía quién era.
– Julia, Julia Winkler -dijo cuando ella dejó el menú.
La chica alzó la vista.
– Disculpa, ¿te conozco?
– Yo te conozco a ti -dijo él, alzando la cámara para indicar que era del gremio-. ¿Estás aquí por un trabajo?
– Estaba. El rodaje terminó ayer. Mañana regreso a Los Angeles.
– Ah, el rodaje de Sporting Life.
Ella asintió con cara triste.
– Me he quedado por aquí con la esperanza… Yo compartía habitación con Kim McDaniels.
– Regresará -dijo Henri, amablemente.
– ¿En qué te basas para asegurarlo?
– Se ha tomado unas vacaciones. Suele suceder.
– Ya que eres vidente, dime dónde está.
– Está fuera del alcance de mis vibraciones, pero a ti te capto con toda claridad.
– Seguro. ¿Qué estoy pensando?
– Que te sientes triste y un poco sola y quisieras comer con alguien que te haga sonreír.
Julia sonrió y Henri llamó al camarero, le pidió que acomodara a la señorita Winkler a su mesa y la hermosa muchacha se sentó junto a él, ambos encarados al paisaje.
– Charlie -dijo él, extendiendo la mano-. Rollins.
– Hola, Charlie Rollins. ¿Qué almorzaré?
– Ensalada de pollo a la parrilla y una Coca light. Y ahora recibo otra señal. Piensas que te gustaría quedarte otro día porque un vecino se encarga de tu gato y este sitio es tan agradable que no tienes prisa por volver a casa.
Julia volvió a sonreír.
– Bruno. Es un rottweiler.
– Lo sabía -repuso Henri justo cuando la camarera le servía la ensalada y le preguntaba a Julia que tomaría.
Ella pidió pollo a la parrilla y un Mai Tai.
– Aunque me quedara otra noche, nunca salgo con fotógrafos -añadió luego, mirando la cámara apoyada en la mesa.
– ¿Yo te he pedido que saliéramos?
– Lo harás.
Sus sonrisas acabaron en risas.
– Vale -dijo Rollins-, te pediré que salgamos. Y te tomaré una foto para que los tíos de Loxahatchee no crean que me lo inventé.
– De acuerdo, pero quítate las gafas. Quiero ver tu mirada.
– Muéstrame la tuya y te mostraré la mía.
Julia gritaba de deleite mientras el helicóptero surcaba el cielo color coral y la pequeña isla de Lanai se agrandaba a ojos vistas. Al fin se posaron suavemente en el pequeño helipuerto privado del linde del increíblemente verde campo de golf del vasto Island Breezes Hotel.
Charlie bajó el primero, ayudó a Julia a descender y ella mantuvo el cuello de la zamarra cerrado. Su pelo rizado se alborotó y sus mejillas se sonrojaron mientras corrían hacia el coche agazapados bajo las hélices.
– Veo que tienes una bien provista cuenta de gastos -dijo ella, sin aliento.
– En nuestra cita de ensueño invito yo, Julia.
– ¿De veras?
– ¿Qué clase de persona cargaría una cita contigo a su cuenta de gastos?
– Oh.
El chófer abrió las puertas y luego los condujo lentamente por un camino de guijarros hasta el hotel. Julia jadeó al entrar en el vestíbulo, puro azul verdoso aterciopelado, oro y borgoña, con mullidas alfombras chinas y estatuas antiguas. La luz del poniente se derramaba en el espacio abierto, casi apropiándose del espectáculo.
Julia y Charlie pidieron una sesión de masajes en una choza de bambú abierta al rítmico retumbo del mar sobre la costa. Los masajistas plegaron las sábanas que los cubrían, aromatizadas con fragancias vegetales, y les frotaron la piel con manteca de cacao antes de proceder a las largas caricias con los antebrazos del tradicional masaje lomi-lomi.
Julia, tendida de bruces, le sonrió perezosamente al hombre que acababa de conocer.
– Esto es magnífico -dijo-. No quiero que termine nunca.
– A partir de ahora sólo mejorará.
Horas después cenaron en el restaurante del piso principal. Columnas e iluminación tenue fueron el decorado de su festín: gambas y chuletas de cerdo kurubuto con mango al chutney y un excelente vino francés. Julia se dejó conducir dócilmente por Charlie en una conversación sobre sí misma. Y le contó cosas personales, hablándole de su crianza en una base militar de Beirut, su vuelo a Los Ángeles, su golpe de suerte.
Charlie pidió vino de postre y productos de confitería: zucotto, almendras confitadas con leche, mousse de chocolate, bananas de Lanai con caramelo preparado en la mesa por el camarero. La deliciosa fragancia del azúcar quemado volvía a abrirle el apetito. Contemplaba a la muchacha, que ahora parecía una niña dulce, vulnerable, disponible.
Cuatro mil dólares bien gastados, aunque todo acabase allí.
Pero no acabó allí.
Se pusieron los trajes de baño en una cabaña junto a la piscina y dieron un largo paseo por la playa. El claro de luna bañaba la arena y transformaba el mar en un encuentro mágico de sonidos susurrantes y espuma hirviente.
Julia se echó a reír.
– El último en llegar al agua es un vejestorio, y ¡ése serás tú! -dijo.
Corrió, gritó cuando el agua le lamió los muslos y Charlie tomó algunas fotos antes de guardar la cámara en la bolsa y dejarla en la arena.
– Veremos quién es un vejestorio.
Brincó, se zambulló en las olas y al emerger atrapó a Julia entre sus brazos.
Regresé a mi habitación y revisé los mensajes. No tenía más llamadas de la mujer del acento extranjero, ni de nadie más. Encendí el ordenador y poco después envié una bonita nota de setecientas palabras a Aronstein en el L.A. Times.
Cumplida mi labor del día, encendí la televisión. La historia de Kim salió en los titulares de las noticias de las diez.
Apareció un letrero de «últimas noticias» y los locutores anunciaron que Doug Cahill era presunto sospechoso en el presunto secuestro de Kim McDaniels. La foto de Cahill apareció en la pantalla, con el equipo completo de los Bears de Chicago antes de un partido, el casco bajo el brazo, sonriéndole a la cámara como una estrella de cine, un corpachón de casi dos metros y más de ciento diez kilos.
Cualquiera podía sacar sus conclusiones: Cahill podía haber alzado fácilmente a Kim McDaniels, con sus cincuenta kilos, y llevarla bajo el brazo como un balón.
Entonces di un respingo.
Cahill estaba en pantalla, en un vídeo que se había filmado dos horas antes. Mientras yo comía pizza con Eddie Keola, la acción se había desarrollado frente la comisaría de Kihei.
Cahill estaba flanqueado por dos leguleyos, y reconocí a uno de ellos: Amos Brock, un abogado penalista de Nueva York, famoso por representar a celebridades y estrellas del deporte que se habían pasado al lado oscuro. Estaba muy elegante con su traje gris perla. Brock mismo era una estrella, y ahora defendía a Doug Cahill.
La emisora KTAU tenía las cámaras enfocadas en Cahill y Brock. Éste se acercó al micrófono.
«Mi cliente Doug Cahill -dijo- no está acusado de nada. Los cargos que se presentan contra él carecen de base legal. No existe la menor prueba para respaldar las pamplinas que han circulado, y por eso mi cliente no está acusado. Doug quiere hablar públicamente, por única vez.»
Cogí el teléfono y arranqué a Levon de lo que parecía un sueño profundo.
– Levon, soy Ben. Encienda la televisión. Canal Dos. Deprisa.
Cahill ocupó un primer plano. Estaba sin afeitar, y llevaba una camisa azul bajo una chaqueta deportiva de buena confección. Sin las almohadillas y el uniforme parecía relativamente dócil, como un estudiante de empresariales.
«Vine a Maui a ver a Kim -dijo con voz trémula, las lágrimas resbalándole por las mejillas-. La vi diez minutos hace tres días y ya no volví a verla. Yo no le hice ningún daño. Amo a Kim y me quedaré aquí hasta que la encontremos.»
Le devolvió el micrófono a Brock.
«Repito -dijo el abogado-: Doug no tiene nada que ver con la desaparición de Kim y emprenderé acciones legales contra cualquiera que lo difame. Es todo lo que tenemos que declarar por el momento. Gracias.»
– ¿Qué piensas de eso? -me preguntó Levon al teléfono.
– Doug ha sido bastante convincente. O la ama o miente muy bien.
Pensé algo más, pero no se lo dije: las setecientas palabras que acababa de enviarle a Aronstein eran historia antigua.
Llamé a mi jefe de redacción para decirle que Doug Cahill se prestaría al circo mediático y por qué: un testigo misterioso le había visto hostigar a Kim, y Cahill estaba representado por Amos Brock, un peso pesado.
– Acabo de enviarte una nueva versión de mi nota -le dije a Aronstein-. No seré bueno, pero soy rápido.
Luego llamé al jefe de la sección deportiva, Sam Paulson.
Paulson me tiene simpatía, pero no confía en nadie.
– Mira, Sam -le dije-, necesito saber qué clase de persona es Doug Cahill. Mi nota no afectará la tuya.
El regateo duró quince minutos. Sam Paulson protegía su posición como figura suprema de la crónica deportiva, yo trataba de sonsacarle algo que me indicara si Cahill era peligroso fuera del campo de juego.
Al fin Sam me dio una pista.
– Hay una chica de relaciones públicas. Yo le conseguí un puesto de trabajo en los Bears. Hawkins, no bromeo. Esto es extraoficial. Esa chica es amiga mía.
– Entiendo.
– Cahill la dejó encinta hace un par de meses. Ella habló con su madre al respecto. También nos lo contó a Cahill y a mí. Piensa darle a Cahill la oportunidad de hacer lo correcto, sea esto lo que sea.
– ¿Salía con Kim cuando dejó preñada a esa otra mujer? ¿Estás seguro?
– Sí.
– ¿Sabes si él tiene un historial de violencia?
– Todos lo tienen, por supuesto. Riñas en bares. Una bastante peliaguda cuando jugó en Notre Dame. Esas tonterías.
– Gracias, Sam.
– No hay de qué. Literalmente. Yo no te he dicho nada.
Me senté sobre esa bomba unos minutos, pensando qué significaba. Si Kim sabía que Cahill la había engañado, era motivo suficiente para plantarlo. Si él quería recuperarla, si estaba desesperado, una confrontación pudo haber derivado en una pelea de consecuencias imprevisibles.
Llamé a Levon y su reacción me dejó azorado.
– Doug es una máquina de testosterona -dijo-. Kim decía que era tozudo y todos sabemos cuán arrollador se mostraba en los partidos. ¿Cómo saber de qué es capaz? Barbara aún cree en él, pero yo empiezo a pensar que quizá Jackson tenga razón. Quizás hayan pillado al culpable, a fin de cuentas.
Julia se sentía ingrávida en los brazos de Henri, como un ángel. Sus largas piernas le ciñeron la cintura y él sólo tuvo que alzar las rodillas para que ella se le sentara encima.
Eso fue lo que hizo mientras se mecían en las olas, hasta que ella alzó la cara y le dijo:
– Charlie, esto ha sido el no va más, lo mejor.
– A partir de ahora mejorará -repitió él, su cantinela para esa cita.
Ella sonrió, lo besó suavemente y luego profundamente, un beso largo y salado, seguido por otro. Una electricidad cimbreante los rodeaba como el calor de un relámpago.
Él le desató el tirante del cuello y luego el de la espalda.
– Cuántos nudos para un simple bikini blanco.
– ¿Qué bikini?
– Olvídalo -dijo él, mientras el sujetador se alejaba a la deriva, una cinta blanca en las olas negras hasta que desapareció sin que ella le diera importancia.
Estaba demasiado ocupada lamiéndole la oreja, con los pezones erectos como diamantes contra su pecho, gruñendo mientras él la movía para frotarla ávidamente contra su miembro.
Él pasó los dedos bajo el elástico de la braguita y tocó los puntos sensibles, haciéndola chillar y retorcerse como una niña.
Ella se bajó los pantalones cortos.
– Espera -dijo él-, pórtate bien.
– Pienso portarme muy mal -jadeó ella, besándolo, tirando de nuevo de los pantalones-. Me muero por ti.
Él le separó las piernas y tiró de la braguita. Luego salió de las olas llevando a la muchacha desnuda en los brazos. El agua les perlaba el cuerpo, plateado en el claro de luna.
– Aférrate a mí, pequeña -dijo Charlie.
La llevó hasta el lugar donde había dejado la bolsa de mano, junto a un montículo de roca de lava negra. Se agachó, la abrió y extrajo dos toallas playeras.
Todavía con la muchacha en brazos, extendió una toalla como pudo y depositó suavemente a Julia, para a continuación cubrirla con la segunda toalla.
Giró brevemente, puso la cámara Panasonic sobre la bolsa y la encendió, ladeándola un poco.
Luego se puso delante de Julia, se quitó el bañador y sonrió al ver que ella gemía de excitación. Se arrodilló entre sus piernas, lamiéndola hasta que ella gritó que no podía más, y entonces la penetró.
El rugido del océano tapó los gritos, tal como él había supuesto, y cuando terminaron, metió la mano en la bolsa y sacó un cuchillo de hoja dentada. Puso el cuchillo sobre la toalla.
– ¿Para qué es eso? -preguntó Julia.
– Más vale ir con cuidado -dijo Charlie, restándole importancia-. Por si algún chico malo anda merodeando. -Le acarició el pelo corto, le besó los ojos y la abrazó-. Duérmete, Julia -dijo-. Conmigo estás a salvo.
– ¿Mejorará todavía más? -bromeó ella.
– Quizá se ponga más guarro.
Ella rio, se acurrucó contra su pecho y Charlie le cubrió los ojos con la toalla. Julia pensó que le hablaba a ella cuando él le dijo a la cámara:
– ¿Todos satisfechos?
– Totalmente satisfechos -suspiró ella.
Otras desgarradoras veinticuatro horas pasaron para Le-von y Barbara, y yo me sentía incapaz de aliviar su desesperación. Los canales de noticias repetían las mismas informaciones cuando me acosté esa noche, y estaba en medio de un sueño perturbador cuando sonó el teléfono.
– Ben -me dijo Eddie Keola-, espérame frente a tu hotel en diez minutos, pero no llames a los McDaniels.
El jeep de Keola estaba en ralentí cuando salí a la noche tibia y me encaramé al asiento delantero.
– ¿Adónde vamos? -le pregunté.
– A una playa llamada Makena Landing. Parece que la policía ha encontrado algo. O a alguien.
Diez minutos después, Eddie aparcó en el arcén curvo entre seis coches patrulla, camiones del Equipo Especial y de la Oficina del Forense. A nuestros pies había un semicírculo de playa, una caleta ahusada rodeada por dedos de roca de lava.
Un ruidoso helicóptero revoloteaba sobre nosotros, perfilando con su foco la silueta de los policías que se desplazaban por la costa.
Keola y yo bajamos a la playa; en la arena había un vehículo del Departamento de Bomberos. Había botes inflables en el agua y unos submarinistas se disponían a zambullirse.
Sentí náuseas de sólo pensar que el cuerpo de Kim estuviera sumergido allí y me despedí de la idea de que, como esa otra chica que Keola había descubierto, Kim hubiera desaparecido para escapar de un viejo novio.
Keola interrumpió mis reflexiones para presentarme a un tal detective Palikapu, un joven corpulento con chaqueta del Departamento de Policía de Maui.
– Aquellos turistas dieron aviso -dijo Palikapu, señalando un apiñamiento de niños y adultos en el otro extremo del muelle de lava-. Durante el día vieron algo que flotaba.
– Un cuerpo, quieres decir -repuso Keola.
– Al principio pensaron que era un tronco o basura. Vieron tiburones rondando, así que no se metieron en el agua. Luego las mareas lo llevaron bajo la burbuja de roca y lo dejaron ahí. Allí están ahora los buzos.
Keola me explicó que la burbuja de roca era una plataforma de lava con un interior cóncavo. A veces la gente se internaba nadando en esas cavernas con la marea baja, no se percataba de la llegada de la marea alta y se ahogaba.
¿Eso le había pasado a Kim? De pronto parecía muy posible.
Llegaban furgonetas de la televisión, y fotógrafos y reporteros bajaban a la playa. Los policías trataban de tender las cintas amarillas para preservar la escena.
Un fotógrafo se me acercó y se presentó como Charlie Rollins. Dijo que era independiente y que si yo necesitaba fotos para el L.A. Times él podía proveerlas.
Acepté su tarjeta, y al volverme vi que los primeros submarinistas salían del agua. Uno de ellos cargaba un bulto en los brazos.
– Tú estás conmigo -dijo Keola, y soslayamos la cinta amarilla. Estábamos en la orilla cuando llegó el bote.
El foco brillante del helicóptero iluminó el cuerpo que el buzo traía en brazos. Era menuda, una adolescente, quizás una niña. Su cuerpo estaba tan hinchado por el agua que no se distinguía la edad, pero tenía las manos y los pies atados con cuerdas.
El teniente Jackson se acercó y con una mano enguantada apartó el largo pelo negro, revelando la cara de la chica.
Me alivió que no fuera Kim; no tendría que hacer una funesta llamada a los McDaniels. Pero mi alivio fue sofocado por una pena abrumadora. Era evidente que otra muchacha, la hija de otras personas, había sido asesinada brutalmente.
Se oyó el alarido de una mujer por encima del bramido del helicóptero. Me giré, vi a una mujer morena, un metro sesenta, quizá cuarenta y cinco kilos, corriendo hacia la cinta amarilla.
– ¡Rosa, Rosa!-gritaba en español-. ¡Madre de Dios, no!
– ¡Isabel, no vayas ahí! -le gritaba un hombre que la seguía de cerca-. ¡No, Isabel!
La alcanzó y la estrechó en sus brazos, y la mujer lo golpeó con los puños, tratando de zafarse.
– ¡No, no, no! -gritaba-. ¡Mi niña, mi niña!
Los policías rodearon a la pareja y los gritos frenéticos de la mujer se apagaron mientras se la llevaban de allí. Una manada de reporteros corrió hacia los padres de la chica muerta. Sus ojos lobunos parecían relucir. Patético.
En otras circunstancias, yo habría formado parte de esa manada, pero ahora estaba con Eddie Keola, subiendo por la costa rocosa donde estaban emplazadas las cámaras de los medios. Los corresponsales de la televisión local hablaban ante las cámaras mientras una camilla llevaba el maltrecho cuerpo a la furgoneta del forense. Cerraron las puertas y el vehículo se alejó.
– Se llamaba Rosa Castro -me dijo Keola mientras subíamos al jeep-. Tenía doce años. ¿Has visto esas ligaduras? Los brazos y las piernas sujetos a la espalda.
– Sí, lo he visto.
Había visto violencia durante casi la mitad de mi vida, y había escrito sobre ella, pero el asesinato de esa niña me trajo imágenes tan horrorosas que sentí náuseas. Me tragué la bilis y cerré la portezuela del jeep.
Keola enfiló hacia el norte.
– Por eso no quería que llamaras a los McDaniels -me dijo-. Si hubiera sido Kim… -Su móvil lo interrumpió. Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y se apoyó el teléfono en la oreja-. Hola, Levon -dijo-, no, no es Kim. Sí, he visto el cadáver. Estoy seguro. No es vuestra hija.
Añadió que pasaríamos por su hotel y diez minutos después estábamos en la entrada del Wailea Princess.
Barbara y Levon estaban en la galería, y el céfiro les hacía ondear el pelo y el nuevo atuendo hawaiano. Se cogían de las manos fuertemente y tenían el semblante pálido de fatiga.
Caminamos con ellos hasta el vestíbulo y Keola explicó que la niña muerta había sido asfixiada, sin entrar en los detalles truculentos.
Barbara preguntó si podía haber una relación entre la muerte de Rosa y la desaparición de Kim, un modo de pedir una tranquilidad que nadie podía darle. Aun así, yo lo intenté. Dije que los asesinos en serie tenían preferencias y sería raro que uno de ellos matara a una niña y también a una mujer. «Raro, pero no inaudito», pensé.
No sólo le decía a Barbara lo que ella quería oír, sino que me confortaba a mí mismo. En ese momento no sabía que el asesino de Rosa Castro tenía un apetito voraz y variado para torturar y asesinar.
Y jamás se me pasó por la cabeza que ya lo conocía, que había hablado con él.
Horst saboreó el Domaine de la Romanée-Conti; en 2001 Sotheby's lo vendía a 24.000 dólares la botella. Le dijo a Jan que acercara la copa. Era una broma. Jan estaba a muchos kilómetros de distancia, pero la conexión por cámara web creaba la impresión de que estaban en el mismo cuarto.
El motivo de la reunión: Henri Benoit le había escrito a Horst diciendo que esperase la descarga de un archivo a las nueve de la noche, y Horst invitó a Jan, su amigo de muchos años, a ver el estreno del flamante vídeo antes de enviarlo al resto de la Alianza.
El ordenador emitió un pitido y Horst se dirigió al escritorio. Le dijo a su amigo que se estaba efectuando la descarga y reenvió el e-mail a la oficina de Jan en Ámsterdam.
Las imágenes aparecieron simultáneamente en ambas pantallas.
El trasfondo era una playa iluminada por la luna. Una bonita muchacha yacía desnuda de espaldas sobre una toalla grande. Tenía caderas delgadas, pechos pequeños y pelo corto estilo varón. Los contornos y sombras en blanco y negro daban a la película un aire melancólico, como si la hubieran filmado en los años cuarenta.
– Hermosa composición -dijo Jan-. El hombre tiene criterio.
Cuando Henri entró en el cuadro, su rostro estaba digitalmente pixelado para parecer un borrón, y la voz también estaba alterada electrónicamente. Henri le habló a la muchacha con voz traviesa, llamándola «monita» y a veces diciendo su nombre.
– Interesante, ¿no? -comentó Horst a Jan-. La chica no siente el menor temor. Ni siquiera parece drogada.
Julia le sonreía a Henri, extendiendo los brazos y abriendo las piernas. Él se quitó el bañador, mostrando un miembro robusto y erecto, y la muchacha se tapó la boca y alzó la vista. «Dios mío, Charlie», exclamó.
Henri le dijo juguetonamente que era una golosa. Le vieron arrodillarse entre los muslos de la muchacha, alzarle las nalgas y bajar la cara para lamerla hasta que la muchacha se retorció, meneando las caderas, hundiendo los dedos de los pies en la arena, gritando «¡Charlie, por favor, no aguanto más!».
– Creo que Henri la está enamorando -dijo Jan a Horst-. Tal vez él también se está enamorando. Eso sería digno de verse.
– ¿Crees que Henri puede sentir amor?
Mientras los dos hombres observaban, Henri acariciaba a la muchacha, la estimulaba y la penetraba, diciéndole que era hermosa y que se entregara a él, hasta que los gritos se convirtieron en sollozos. Ella le echó los brazos al cuello, y Henri la estrechó y le besó los ojos, las mejillas y la boca. Luego su mano se acercó a la cámara, bloqueando un poco la imagen de la muchacha, y se retiró empuñando un cuchillo de caza. Puso el cuchillo junto a la muchacha en la toalla.
Horst se inclinó para observar la escena, pensando: «Sí, primero la ceremonia, y ahora el sacrificio supremo.» Entonces Henri volvió su cara borrosa hacia la cámara.
«¿Todos satisfechos?», preguntó.
«Totalmente satisfechos», respondió la muchacha, y la imagen se ennegreció.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Jan, despertando de lo que era casi un estado de trance.
Horst rebobinó el vídeo, volvió a ver los últimos momentos y comprendió que había terminado. Al menos para ellos.
– Jan, nuestro chico nos excita también a nosotros. Nos hace esperar el producto terminado. Un chico listo. Muy listo.
Jan suspiró.
– Qué gran vida lleva a nuestras expensas.
– ¿Hacemos una apuesta sólo entre tú y yo?
– ¿Sobre qué?
– Sobre cuánto falta para que pillen a Henri.
Eran casi las cuatro de la mañana y no lograba conciliar el sueño. En mi mente aún ardían las imágenes del cuerpo torturado de Rosa Castro, y todavía pensaba en lo que le habían hecho antes de que su vida terminara bajo una roca en el mar.
Pensé en sus padres y los McDaniels, buena gente que pasaba por un infierno que El Bosco no podría haber imaginado ni siquiera en sus momentos de mayor inspiración. Quería llamar a Amanda, pero me contuve. Temía cometer un desliz y decirle lo que pensaba: «Gracias a Dios que no tenemos hijos.»
Me levanté y encendí las luces. Saqué de la nevera una lata de POG, un refresco de piña, naranja y guayaba, y encendí el ordenador. Mi correo se había llenado de spam desde mi última revisión, y la CNN me había enviado un alerta noticioso sobre Rosa Castro. Eché un rápido vistazo a la nota y comprobé que mencionaban a Kim en el último párrafo.
Escribí el nombre de Kim en la casilla de búsqueda para ver si la CNN había introducido alguna noticia en su sitio web. Nada.
Abrí una lata de patatas fritas, comí una, preparé café en la cafetera y seguí trabajando en Internet.
Encontré imágenes de Doug Cahill en YouTube: vídeos del club universitario, travesuras en el vestuario, un vídeo de Kim sentada en las gradas durante un partido de fútbol, aplaudiendo y meneándose. La cámara iba y venía entre ella y tomas de Doug Cahill jugando brutalmente contra los Giants de Nueva York. Traté de imaginarme a Cahill matando a Kim y hube de admitir que un tío que podía arremeter contra jugadores de ciento diez kilos era alguien que podía abofetear a una muchacha que se resistiera y, por accidente o adrede, desnucarla. Pero en el fondo creía que las lágrimas de Cahill eran genuinas, que amaba a Kim. Además, si él la hubiera matado, contaba con recursos para perderse en cualquier parte del mundo.
Busqué el nombre que me había soplado aquella mujer por teléfono, el sospechoso de tráfico de armas, Nils Bjorn, cuyo primer apellido era Ostertag. La búsqueda arrojó los mismos resultados del día anterior, pero esta vez abrí los artículos redactados en sueco.
Usando un diccionario on line mientras leía, traduje las palabras suecas que significaban «municiones» y «blindaje protector» y luego encontré otra foto de Bjorn fechada tres años antes. Era una foto directa del hombre, con sus rasgos regulares y olvidables, saliendo de un Ferrari en Ginebra. Vestía un elegante traje de rayas blancas bajo un sobretodo de buena confección, y empuñaba un maletín Gucci. En esa foto Bjorn no se veía igual que en la cena de gala, porque ahora tenía el pelo rubio. Casi blanco.
Pinché el último artículo sobre Nils Ostertag Bjorn y otra foto llenó mi pantalla, esta vez un joven de uniforme militar. Aparentaba unos veinte años, tenía los ojos muy separados y la barbilla cuadrada. Pese al mismo nombre no se parecía a las otras fotos de Nils Bjorn.
Leí el pie de foto y distinguí las palabras suecas que significaban «Golfo Pérsico» y «fuego enemigo», y entonces comprendí.
Estaba leyendo una necrológica.
Aquel Nils Ostertag Bjorn había muerto quince años atrás.
Fui a ducharme y dejé que el agua caliente me masajeara la cabeza mientras trataba de unir las piezas. ¿Se trataba sólo de dos hombres con el mismo nombre, un nombre poco habitual? ¿O alguien que usaba la identidad del muerto se había registrado en el Wailea Princess?
En tal caso, ¿había secuestrado y asesinado a Kim McDaniels?
Henri Benoit despertó entre sábanas suaves y blancas en la elegante cama con baldaquino de su habitación del Island Breezes Hotel de Lanai.
Julia roncaba suavemente bajo su brazo, la cara tibia contra su pecho. El sol de la mañana se filtraba por las cortinas transparentes, y el ancho Pacífico estaba sólo a cincuenta metros.
Aquella chica. Aquel ambiente. Aquella luz inimitable. Era el sueño de un fotógrafo de cine.
Con los dedos, apartó el pelo de los ojos de la muchacha. La dulce criatura estaba bajo el hechizo del kava kava, más la generosa dosis de Valium que él le había echado en la copa. Había dormido profundamente, pero era hora de despertarla para su primer plano.
– Despierta, despierta, carita de mono -le dijo, sacudiéndole suavemente el brazo.
Julia entreabrió los ojos.
– ¿Charlie? ¿Qué? ¿Ya es la hora de mi vuelo?
– Todavía no. ¿Quieres dormir diez minutos más?
Ella asintió y se acurrucó contra su hombro.
Henri se levantó y se puso a trabajar, encendiendo lámparas, reemplazando la tarjeta de la cámara por una nueva, apoyando la cámara en la cómoda, enfocando la escena. Satisfecho, desató los cordeles con borlas de las cortinas, dejando que la gruesa colgadura se cerrara.
Julia murmuró una queja mientras él la ponía de bruces.
– Está todo bien -la tranquilizó él.
Le sujetó las piernas a los postes del pie de la cama, haciendo un nudo ballestrinque con los cordeles, y luego le ató los brazos al cabezal, usando un exótico nudo japonés que salía espectacular en una filmación.
Julia suspiró mientras caía en otro sueño.
Henri hurgó su bolsa, se puso la máscara de plástico clara y los guantes de látex azul, y finalmente desenvainó el cuchillo de caza.
Enmascarado y enguantado, pero desnudo, Henri apoyó el cuchillo en la mesilla y se arrodilló detrás de Julia. Le acarició la espalda antes de alzarle las caderas y penetrarla por detrás. Ella gimió en sueños, sin despertar mientras él la embestía. Entonces el placer se impuso a la razón y Henri le dijo que la amaba.
Después se desplomó junto a ella, apoyándole el brazo en la espalda hasta que su respiración se calmó. Luego se puso a horcajadas de la muchacha dormida, le revolvió el pelo corto con los dedos de la mano izquierda, y le alzó la cabeza.
– Ay-dijo Julia, abriendo los ojos-. Me lastimas, Charlie.
– Lo lamento. Tendré más cuidado.
Esperó un instante antes de rozar con la hoja la nuca de Julia, dejando una línea roja y delgada.
Julia sólo dio un respingo, pero con el segundo corte abrió los ojos de par en par. Volvió la cabeza, y agrandó los ojos al ver la máscara, el cuchillo, la sangre.
– Charlie, ¿qué estás haciendo? -gritó.
Henri se enfadó. Estaba lleno de amor por esa chica y ahora ella se rebelaba, arruinando la toma, arruinándolo todo.
– Por favor, Julia, actúa con elegancia.
Julia gritó y forcejeó contra las amarras. Su cuerpo tenía más capacidad de movimiento del que Henri esperaba. Le dio un codazo en la mano, haciendo volar el cuchillo. Julia inspiró hondo y soltó un largo y ondulante alarido de terror.
No le dejaba opción. No era de buen gusto, pero a fin de cuentas era el mejor medio para un fin. Cerró las manos sobre la garganta de Julia y apretó. Ella se sofocó y se revolvió desesperada mientras él le sacaba el aire, controlaba cada segundo final de su vida, soltando el cuello y volviendo a apretarlo, una y otra vez, hasta que se quedó tiesa. Porque estaba muerta.
Henri se levantó jadeando y caminó hacia la cámara.
Se acercó a la lente, se apoyó las manos en las rodillas.
– Mejor de lo que planeaba -dijo con una sonrisa-. Julia no respetó el guión y terminó nuestro idilio con un gesto grandilocuente. La amo. ¿Todos satisfechos?
Henri salía de la ducha cuando llamaron a la puerta. ¿Alguien había oído los gritos de Julia?
– Servicio de limpieza -dijo una voz.
– ¡Váyase! -espetó-. ¿No sabe leer? En el letrero pone «No molestar».
Se ajustó el cinturón de la bata, caminó hacia las puertas de vidrio del otro extremo de la habitación, las abrió y salió al balcón.
La belleza del terreno se extendía ante él como el Jardín del Edén. Gorjeaban aves en los árboles, crecían piñas en los canteros. Corrían niños alrededor de la piscina mientras el personal del hotel instalaba tumbonas. Más allá de la piscina, el mar estaba azul brillante y el sol alumbraba otro perfecta día hawaiano.
No había sirenas ni policías a la vista. Todo despejado.
Henri cogió el móvil y llamó al helicóptero. Luego fue hasta la cama y cubrió el cuerpo de Julia con las mantas. Después limpió la habitación meticulosamente y encendió la televisión mientras se vestía de Charlie Rollins. La cara de Rosa Castro le sonrió desde la pantalla, una dulce niña, y luego siguió una nota sobre Kim McDaniels. Ninguna noticia, pero la búsqueda continuaba.
¿Dónde estaba Kim? ¿Dónde podía estar?
Henri metió sus cosas en la bolsa de viaje y luego repasó de nuevo la habitación por si había pasado por alto algún detalle. Una vez conforme, se puso las gafas panorámicas de Charlie y la gorra, se echó la bolsa al hombro y salió.
Camino del ascensor pasó frente al carro de la mujer de la limpieza, una mujer robusta y morena que pasaba la aspiradora.
– Estoy en la 412.
– ¿Ahora puedo limpiar? -preguntó ella.
– No, aún no. Por la tarde, por favor. Le he dejado algo en la habitación -añadió.
– Gracias -respondió ella.
Henri le guiñó el ojo, bajó por la escalera hasta aquel vestíbulo maravilloso que parecía un joyero, con aves que entraban volando por un lado y salían por el otro.
Pagó su cuenta en recepción y pidió que lo llevaran al helipuerto. Elaboró sus planes mientras el coche eléctrico atravesaba el campo de golf. El viento arrastraba nubes hacia el mar.
Le dio una propina al conductor y corrió hacia el helicóptero sujetándose la gorra.
Al ajustarse el cinturón, intercambió saludos breves con el piloto. Se puso el auricular y mientras el helicóptero despegaba tomó fotos de la isla con su Sony, lo que haría cualquier turista. Pero todo era para disimular. La magnificencia de Lanai no conmovía a Henri.
Cuando el helicóptero descendió en Maui, hizo una llamada importante.
– ¿Señor McDaniels? Usted no me conoce. Me llamo Pe-ter Fisher -dijo con leve acento australiano-. Debo decirle algo sobre Kim: tengo su reloj de pulsera, un Rolex.
El albergue Kamehameha se había construido a principios del siglo XX, y para Levon tenía aspecto de haber sido una pensión, con sus pequeños bungalós y la playa más allá de la carretera. En el horizonte, los surfistas se agazapaban sobre sus tablas, hendiendo las olas, patinando sobre el agua, esperando la Gran Ola.
Levon y Barbara pasaron junto a unos mochileros mientras subían la escalera del edificio principal. El oscuro vestíbulo de madera tenía un olor mohoso, a humedad con una pizca de marihuana.
El recepcionista parecía haber recalado en esas playas cien años atrás: ojos inflamados, el pelo recogido en una trenza blanca más larga que la de Barbara, y una camiseta manchada que rezaba «Creo en Estados Unidos» y un nombre: «Gus.»
Levon le dijo que él y su mujer tenían una reserva por una noche y Gus le respondió que tenía que pagarle al contado antes de recibir las llaves, que así eran las normas.
Levon le entregó noventa dólares en efectivo.
– No hay reembolsos y deberá dejar la habitación al mediodía.
– Estamos buscando a un huésped llamado Peter Fisher -dijo Levon-. Tiene acento australiano o sudafricano. ¿Sabe cuál es su habitación?
El empleado hojeó el libro de registros.
– No todos firman -dijo-. Si vienen en grupo, sólo necesito la firma del que paga. No veo a ningún Peter Fleisher.
– Fisher.
– Da igual, no lo veo. La mayoría de la gente cena en nuestro comedor. Seis dólares, tres platos. Pregunte más tarde y quizá lo encuentre. -Gus miró a Levon con atención-. Yo les conozco. Ustedes son los padres de esa modelo que mataron en Maui.
Levon sintió que su presión sanguínea subía. Se preguntó si ése sería el día en que sufriría un infarto de miocardio fatal.
– ¿Dónde ha oído eso? -rugió.
– ¿Cómo que dónde? En la tele y en los periódicos.
– Ella no ha muerto -espetó Levon.
Cogió las llaves y subió hasta el tercer piso seguido por Barbara. La habitación daba pena: dos camas pequeñas, con sábanas roñosas perforadas por los muelles del colchón, la ducha sucia de moho, años de mugre en las persianas, humedad en la alfombra, la tapicería y la moqueta.
Un letrero sobre el fregadero rezaba: «Por favor, limpie usted mismo. Aquí no hay camarera.»
Barbara miró a su esposo con desaliento.
– Dentro de un rato bajaremos a cenar y hablaremos con la gente. No tenemos que quedarnos aquí. Podemos regresar.
– Después de encontrar al tal Fisher.
– Ya -dijo Levon, pero se preguntó si Fisher no se habría marchado de ese tugurio, si ese asunto no era un timo, como el teniente Jackson le había advertido el día que se conocieron.
Henri no se basaba sólo en el disfraz: las botas de vaquero, las cámaras y las gafas panorámicas. El atrezo era importante, pero el arte del disfraz consistía en los gestos y la voz, además del factor X. El elemento que distinguía a Henri Benoit como camaleón de primera era su talento para transformarse en el hombre que fingía ser.
A las seis y media de esa tarde, Henri entró en el tosco comedor del albergue Kamehameha. Vestía tejanos, un suéter ligero de cachemir azul con las mangas recogidas, mocasines italianos sin calcetines, reloj de oro y sortija de matrimonio. Su cabello entrecano estaba peinado hacia atrás y sus gafas sin montura enmarcaban el semblante de un hombre refinado y rico.
Echó un vistazo a la rústica sala, las filas de mesas y sillas plegadas y la larga mesa de comidas. Se sumó a la fila y recibió la bazofia que le ofrecieron antes de dirigirse al rincón donde Barbara y Levon aguardaban frente a unos platos que no habían tocado.
– ¿Puedo sentarme con ustedes? -preguntó.
– Estamos por marcharnos -dijo Levon-, pero si usted tiene la valentía de comer eso, siéntese, por favor.
– ¿Qué demonios cree que es esto? -preguntó Henri, acercando una silla a Levon-. ¿Animal, vegetal o mineral?
– Me dijeron que era guisado de carne -rio Levon-, pero no confíe en mi palabra.
Henri extendió la mano.
– Andrew Hogan -se presentó-. De San Francisco.
Levon le estrechó la mano y le correspondió.
– Aquí somos los únicos que tenemos más de cuarenta -dijo-. ¿Usted sabía cómo era este antro cuando reservó habitación?
– En realidad no me alojo aquí. Estoy buscando a mi hija. Laurie acaba de terminar sus estudios en Berkeley -dijo con modestia-. Le dije a mi esposa que Laurie lo estaría pasando bomba, acampando con un grupo de jóvenes, pero hace varios días que no llama a casa. Una semana, para ser preciso. Así que mi mujer está muy nerviosa, a causa de esa pobre modelo que desapareció en Maui.
Henri revolvió el guisado con el tenedor.
– Es nuestra hija, Kim -dijo Barbara, y Henri alzó la vista-. La modelo desaparecida.
– Caramba, lo lamento. Lo lamento muchísimo. No sé qué decir… ¿Cómo lo llevan?
– Es horrendo -respondió Barbara, sacudiendo la cabeza, la mirada gacha-. Rezamos y tratamos de dormir. Procuramos conservar la lucidez.
– Nos aferramos a cada hilo de esperanza -dijo Levon-. Estamos aquí porque recibimos una llamada de alguien llamado Peter Fisher. Dijo que estuvo con Kim la noche que desapareció, que ella dejó su reloj y que si nos reuníamos con él nos daría el reloj y nos hablaría de Kim. Sabía que mi hija usaba un Rolex. Usted se llama Andrew, ¿no?
Henri asintió.
– La policía nos dijo que la llamada debía de ser falsa, que hay chiflados que juegan con el dolor ajeno. Lo cierto es que aquí hemos hablado con todos y nadie conoce a Peter Fisher. No se ha registrado en el maravilloso Kamehameha Hilton.
– No les conviene quedarse aquí, además -dijo el hombre de azul-. Escuche, he alquilado una casa a diez minutos de aquí, tres habitaciones y dos baños, y está limpia. ¿No quieren alojarse allí esta noche? Me harán compañía.
– Muy amable de su parte, señor Hogan -dijo Barbara-, pero no queremos molestar.
– Llámeme Andrew. Y me harían un favor. ¿Les gusta la comida tailandesa? Hay un restaurante a poca distancia de aquí. ¿Qué me dicen? Nos largamos de este tugurio y por la mañana vamos a buscar a nuestras hijas.
– Gracias, Andrew -dijo Barbara-. Es un ofrecimiento muy amable. Si nos permite, lo invitamos a cenar y hablamos de ello.
Barbara despertó en la oscuridad presa de un terror profundo.
Tenía los brazos atados a la espalda y le dolían. Tenía las piernas amarradas en las rodillas y tobillos. Estaba ovillada en posición fetal contra el rincón de un compartimiento estrecho que se movía.
¿Estaba ciega o estaba demasiado oscuro? Por Dios, ¿qué estaba pasando?
– ¡Levon! -gritó.
Algo se movió a sus espaldas.
– ¿Barbara? ¿Estás bien?
– Ah, cariño, gracias a Dios estás aquí. ¿Te encuentras bien?
– Estoy atado. Maldición. ¿Qué diablos es esto?
– Creo que estamos en el maletero de un coche.
– ¡Por Dios! ¡Un maletero! Es Hogan. Hogan nos ha hecho esto.
Oyeron una música sofocada a través del asiento trasero contra el cual iban acurrucados como gallinas en un cesto.
– Me estoy volviendo loca -gimió Barbara-. No entiendo nada. ¿Qué quiere de nosotros?
Levon pateó la tapa del maletero.
– ¡Oiga! ¡Déjenos salir!
La patada ni siquiera movió la tapa. Los ojos de Barbara se acostumbraron a la oscuridad.
– ¡Levon, mira! ¿Ves eso? La palanca para abrir el maletero.
Los dos giraron dolorosamente, raspándose mejillas y codos contra la alfombra. Barbara se quitó los zapatos y tiró de la palanca con los dedos de los pies. La palanca se movió sin encontrar resistencia y el cerrojo no cedió.
– Por favor, Dios -gimió Barbara, con un acceso de asma. Su voz se perdió en un jadeo y luego en un estallido de tos.
– Los cables están cortados -dijo Levon-. El asiento trasero. Podemos patear el asiento trasero.
– ¿Y después qué? ¡Estamos maniatados! -jadeó Barbara.
Aun así lo intentaron, y patearon sin poder aprovechar toda la fuerza de sus piernas, pero no consiguieron nada.
– Está trabado, maldición -dijo Levon.
Barbara respiraba en resuellos, tratando de calmarse para impedir un ataque total. ¿Por qué Hogan les hacía eso? ¿Por qué? ¿Qué pensaba hacerles? ¿Qué ganaba con secuestrarlos?
– Leí en alguna parte que, si apagas las luces traseras y sacas la mano, puedes agitarla hasta que alguien te vea -dijo Levon-. Con sólo apagar las luces, quizás un policía detenga el coche. Hazlo, Barbara. Inténtalo.
Ella pateó y el plástico se resquebrajó.
– ¡Ahora tú!-jadeó.
Mientras Levon metía la mano por el hueco de la luz de su lado, Barbara giró, de modo que su cara quedó cerca de las astillas y los cables. Podía ver el asfalto que pasaba bajo los neumáticos. Si el coche se detenía, gritaría. Ya no estaban desvalidos. ¡Aún estaban con vida y presentarían batalla!
– ¿Qué es ese sonido? ¿Un móvil? -preguntó Levon-. ¿Aquí en el maletero?
Barbara vio la pantalla iluminada de un teléfono a sus pies.
– Saldremos de aquí, cariño. Hogan ha cometido un gran error.
Forcejeó para acomodar las manos mientras sonaba el segundo tono, palpando los botones a ciegas a su espalda.
– ¡Sí, sí! -aulló Levon-. ¿Quién llama?
– Señor McDaniels, soy yo. Marco. Del Wailea Princess.
– ¡Marco! Gracias a Dios. Tienes que encontrarnos. Nos han secuestrado.
– Lo lamento. Sé que están incómodos ahí atrás. Pronto les explicaré todo.
Y la comunicación se cortó.
El coche se detuvo.
Henri sintió que la sangre bombeaba en sus venas. Estaba tenso del mejor modo, con adrenalina, mentalmente alerta, preparado para la escena siguiente.
Registró de nuevo la zona, echando un vistazo a la carretera y a la curvada costa. Tras cerciorarse de que el paraje estaba desierto, sacó su bolsa del asiento trasero, la arrojó bajo una maraña de arbustos y regresó al coche.
Caminando alrededor del sedán con tracción a las cuatro ruedas, se detuvo ante cada neumático, reduciendo la presión del aire de ochenta a veinte libras, golpeando el maletero al pasar, abriendo la puerta del lado del pasajero. Metió la mano en la guantera, arrojó el contrato de alquiler al suelo y sacó su cuchillo de caza. Parecía formar parte de su mano.
Cogió las llaves y abrió el maletero. El claro de luna alumbró a Barbara y a Levon.
– ¿Todos bien en clase turista? -preguntó.
Ella gritó a todo pulmón hasta que Henri se agachó para apoyarle el cuchillo en la garganta.
– Barbara, Barbara, deja de gritar. Nadie puede oírte salvo Levon y yo, así que olvidemos la histeria, por favor. No me agrada.
El grito de la mujer se transformó en un jadeo y un sollozo.
– ¿Qué demonios hace, Hogan? -preguntó Levon, moviendo el cuerpo para ver el rostro de su captor-. Soy un hombre razonable. Explíquese.
Henri se puso dos dedos bajo la nariz, imitando un bigote, bajó y engrosó la voz.
– Cómo no, señor McDaniels. Usted es mi máxima prioridad.
– Santo cielo. ¿Usted es Marco? ¡Sí, es él! No puedo creerlo. ¿Cómo ha podido asustarnos así? ¿Qué quiere?
– Quiero que te comportes, Levon. Tú también, Barbara. Si os ponéis traviesos, deberé tomar medidas drásticas. Si os portáis bien, os paso a primera clase. ¿Vale?
Henri cortó las cuerdas de nailon que ceñían las piernas de la mujer y la ayudó a salir del coche y acomodarse en el asiento trasero. Luego fue por el hombre, cortó las cuerdas, lo llevó al asiento trasero y sujetó a ambos con los cinturones de seguridad.
Luego subió al asiento delantero. Trabó las puertas, encendió la luz del techo, estiró la mano hasta la cámara que estaba detrás del espejo retrovisor y la activó.
– Si queréis, podéis llamarme Henri -les dijo a los McDaniels, que lo miraban con los ojos desorbitados. Metió la mano en el bolsillo de la zamarra, sacó un elegante reloj que parecía un brazalete y lo sostuvo frente a ellos.
– ¿Veis? Lo prometido. El reloj de Kim. El Rolex. ¿Lo reconocéis? -Y lo metió en el bolsillo de la chaqueta de Levon-. Bien-dijo Henri-, me gustaría contaros qué está pasando y por qué tengo que mataros. A menos que tengáis alguna pregunta.
Cuando desperté esa mañana y puse las noticias locales, Julia Winkler estaba en todas partes. Su rostro bellísimo llenaba la pantalla, con un titular bajo su foto: «Supermodelo asesinada.»
¿Cómo podía haber muerto Julia Winkler?
Me erguí en la cama, subí el volumen y miré la foto siguiente. Kim y Julia posaban juntas para los archivos de Sporting Life, uniendo sus rostros adorables, risueños, radiantes de vida.
Los locutores repetían la gran noticia «para aquellos que acaban de sintonizarnos».
Me quedé mirando el aparato, asociando los asombrosos detalles; el cuerpo de Julia Winkler había aparecido en una habitación del Island Breezes, un hotel de cinco estrellas de Lanai. La encargada de la limpieza había corrido por los pasillos gritando que había una mujer estrangulada con magulladuras en el cuello, que había sangre en las sábanas.
Luego entrevistaron a Emma Laurent, una camarera. La noche anterior había atendido las mesas del Club Room y había reconocido a Julia Winkler. Cenaba con un hombre guapo de unos treinta años. Era blanco y robusto, de cabello castaño. «Sin duda hace ejercicio.»
El acompañante de Winkler había cargado la cuenta a un número de habitación, la 412, registrada a nombre de Charles Rollins. Éste dejó una buena propina y Julia le había dado el autógrafo a la camarera. Personalizado: «Para Emma, de Julia.» Emma mostró la servilleta firmada a la cámara.
Saqué un refresco de la nevera y lo bebí viendo tomas en directo frente al Island Breezes Hotel. Había coches patrulla por doquier, las radios de la policía crepitaban de fondo. La cámara se centró en un reportero de la filial local de la NBC.
Kevin de Martine era respetado y había trabajado con una unidad militar en Irak en 2004. Ahora daba la espalda a una valla con forma de herradura y la lluvia le mojaba la cara barbada, mientras las palmeras se cimbraban detrás de él.
«Esto es lo que sabemos -dijo De Martine-: Julia Winkler, supermodelo de diecinueve años, ex compañera de habitación de la supermodelo Kimberly McDaniels, que aún sigue desaparecida, ha sido hallada muerta esta mañana en una habitación registrada a nombre de Charles Rollins, de Loxahatchee, Florida.»
De Martine explicó que Charles Rollins no estaba en su habitación, que lo habían buscado para interrogarlo, y que cualquier dato sobre él debía informarse al número de teléfono que aparecía en la parte inferior de la pantalla.
Traté de asimilar aquella espantosa historia. Julia Winkler había muerto y el único sospechoso había desaparecido.
El teléfono sonó junto a mi oído, sobresaltándome. Cogí el auricular.
– ¿Levon?-pregunté.
– Soy Dan Aronstein. El que te paga el sustento. Hawkins, ¿estás enterado del caso Winkler?
– Sí, jefe, estoy en ello. Siempre que cuelgues y me dejes trabajar, ¿vale?
Volví a mirar la televisión. Los locutores locales, Tracy Baker y Candy Ko'olani, habían añadido una nueva cara procedente de Washington.
«¿Las muertes de Rosa Castro y Julia Winkler podrían estar relacionadas? -le preguntó Baker a John Manzi, ex investigador del FBI-. ¿Estamos ante un asesino en serie?»
Una expresión aterradora. Asesino en serie. La historia de Kim recorría el mundo entero, y éste estaría pendiente de Hawai y el misterio de la muerte de dos bellas muchachas.
El ex agente Manzi se tiró del lóbulo de la oreja, dijo que los asesinos en serie solían dejar una impronta inequívoca en su manera de matar.
«Rosa Castro fue estrangulada, pero con cuerdas. Su deceso se produjo por ahogo. Sin hablar con el forense, sólo puedo basarme en los informes de testigos, según los cuales Julia Winkler murió a manos de alguien que la estranguló. Es prematuro afirmar que estas muertes sean obra de la misma persona, pero sí puedo adelantar que la estrangulación manual revela un toque personal. El asesino disfruta más porque la víctima tarda en morir. No es como dispararle.
Kim. Rosa. Julia. ¿Era coincidencia? Ansiaba hablar con Levon y Barbara, comunicarme con ellos antes de que vieran la noticia de Julia, para prepararlos de algún modo, pero no sabía dónde estaban.
Barbara había llamado el día anterior por la mañana para avisarme de que ella y su marido irían a Oahu para verificar lo que quizá fuera una pista falsa, y desde entonces no tenía noticias de ellos.
Bajé el volumen del televisor y llamé al móvil de Barbara. No obtuve respuesta, así que colgué y llamé a Levon. Él tampoco respondió. Tras dejar un mensaje, llamé al conductor, y me enviaron al buzón de voz de Marco, así que le dejé mi número de teléfono y le dije que mi llamada era urgente.
Me duché y me vestí deprisa, ordenando mis ideas, sintiendo una inquietud difusa pero apremiante. Algo me molestaba, pero no lograba precisar qué era. Parecía un mosquito que no puedes aplastar. O ese tenue olor a gas cuyo origen desconoces. ¿Qué era?
Llamé de nuevo a Levon y le dejé un mensaje. Luego llamé a Eddie Keola; él tenía que saber cómo encontrar a los McDaniels.
Era su trabajo.
Keola ladró su nombre al auricular.
– Eddie, soy Ben Hawkins. ¿Has visto las noticias?
– Peor que eso. He visto la realidad.
Keola había estado en el Island Breezes desde que la noticia sobre Julia Winkler había circulado por la radio policial. Había estado allí cuando sacaron el cuerpo y hablado con los policías presentes en la escena del crimen.
– Era la compañera de habitación de Kim -dijo-. ¿Puedes creerlo?
Le conté que no había podido comunicarme con los McDaniels ni con su chófer, y le pregunté si sabía dónde se alojaban.
– En un tugurio de la costa este de Oahu. Barbara me dijo que no conocía el nombre.
– Quizá yo esté paranoico, pero esto me preocupa. Ellos no suelen desaparecer tanto tiempo sin telefonear.
– Nos vemos en su hotel dentro de una hora -me dijo Keola.
Llegué al Wailea Princess poco antes de las ocho. Me dirigía a la recepción cuando oí que Eddie Keola me llamaba. Cruzó el vestíbulo de mármol a paso rápido. Su pelo plateado estaba húmedo y revuelto, y tenía ojeras de fatiga.
El gerente de turno era un joven con una elegante corbata de cien dólares, una americana de gabardina azul con una identificación en la que ponía «Joseph Casey».
Cuando dejó el teléfono, Keola y yo le explicamos nuestro problema: que no podíamos localizar a dos huéspedes y tampoco al chófer contratado por el hotel. Le dije que nos preocupaba la seguridad de los McDaniels.
El gerente sacudió la cabeza.
– No tenemos chóferes en el personal, y no contratamos a nadie para conducir a los McDaniels. Y menos a alguien llamado Marco Benevenuto. No lo hacemos y nunca lo hemos hecho.
Me quedé atónito.
– ¿Por qué ese hombre les diría a los McDaniels que era un chófer del hotel? -preguntó Keola.
– No conozco a ese hombre. No tengo ni idea. Tendrán que preguntarle a él.
Keola le enseñó su identificación, diciendo que era empleado de los McDaniels y quería ver su habitación.
Tras consultar al jefe de seguridad, Casey accedió. Llevé una guía telefónica a una silla del vestíbulo. Había cinco servicios de limusinas en Maui, y ya los había llamado a todos cuando Eddie Keola se dejó caer en la silla de al lado.
– Nadie ha oído hablar de Marco Benevenuto -le dije-. No figura en ninguna guía de Hawai.
– Y la habitación de los McDaniels está vacía. Como si nunca hubieran estado allí.
– ¿Qué diantre pasa? ¿Barbara y Levon se fueron de aquí y no sabías adónde iban?
Parecía una acusación. No era mi propósito, pero mi pánico se había disparado. Hawai tenía una tasa de delincuencia baja. Y ahora teníamos dos chicas muertas, la desaparición de Kim, la desaparición de los padres de ésta y el chófer, todo en una semana.
– Le dije a Barbara que yo debía encargarme de esa pista en Oahu -dijo Keola-. Esos antros para mochileros están alejados y son bastante precarios. Pero Levon me disuadió. Me dijo que quería que yo dedicara mi tiempo a buscar a Kim aquí.
Keola jugueteaba con su reloj de pulsera y se mordía el labio. Los dos, ex policías sin ninguna autoridad, tratábamos desesperadamente de comprender lo incomprensible.
El vestíbulo del Wailea Princess se estaba transformando en un circo de tres pistas. Una fila de turistas alemanes se alineaba ante la recepción, un grupo de chiquillos pedía al jardinero que les dejara alimentar a las carpas, y a diez metros se desarrollaba una presentación sobre atracciones turísticas, con diapositivas, películas y música nativa.
Eddie Keola y yo parecíamos invisibles. Nadie se dignaba mirarnos.
Empecé a analizar los datos, asociando a Rosa con Kim, a Kim con Julia y el chófer, Marco Benevenuto, que les había mentido a los McDaniels y a mí, y la desaparición de los McDaniels.
– ¿Qué te parece, Eddie? ¿Ves la conexión? ¿O estoy atizando las llamas de mi calenturienta imaginación?
Keola suspiró.
– Te diré la verdad, Ben: esto me supera. No pongas esa cara. Yo me encargo de infidelidades y reclamaciones de seguros. ¿Qué crees? ¿Que Maui es Los Ángeles?
– ¿Por qué no presionas a tu amigo, el teniente Jackson?
– Lo haré. Insistiré para que se comunique con la policía de Oahu y los convenza de buscar a Barbara y a Levon. Si se pone difícil, pasaré por encima de él. Mi padre es juez.
– Eso puede ser útil.
– Ya lo creo.
Keola dijo que me llamaría, y luego me dejó con el teléfono en el regazo. Miré el mar esmeralda desde el vestíbulo j abierto. A través de la niebla matinal veía el contorno de Lanai, la pequeña isla donde se había extinguido la vida de Julia Winkler.
En Los Ángeles eran las cinco de la mañana, pero tenía que hablar con Amanda.
– ¿Qué cuentas, florecilla? -canturreó en el teléfono.
– Cosas malas, abejorro.
Le comenté la última noticia, y mi sensación de lúgubre desasosiego. Le aclaré que en los últimos tres días no había bebido nada más fuerte que zumo de guayaba.
– Kim ya habría aparecido si pudiera -le dije a Amanda-. No conozco el quién, el dónde, el porqué, el cuándo ni el cómo, pero te juro que creo conocer el qué.
– «Un asesino en serie en el paraíso.» La gran nota que esperabas. Quizás un libro.
Apenas oí sus palabras. El dato elusivo que me había molestado desde que había encendido el televisor dos horas antes centelleó en mi cabeza como un letrero de neón rojo. Charles Rollins. El nombre del sujeto al que habían visto con Julia Winkler.
Yo conocía ese nombre.
Le pedí a Amanda que aguardara, saqué la billetera del bolsillo trasero y con una mano trémula ojeé las tarjetas reunidas en la funda transparente.
– Amanda.
– Sigo aquí. ¿Y tú?
– Un fotógrafo llamado Charles Rollins se me acercó en la escena del crimen de Rosa Castro. Trabajaba para la revista Talk Weekly, de Loxahatchee, Florida. La policía cree que puede haber sido la última persona que vio a Julia Winkler con vida. Y no aparece por ninguna parte.
– ¿Hablaste con él? ¿Podrías identificarlo?
– Quizá. Necesito tu ayuda.
– ¿Enciendo el ordenador?
– Por favor.
Aguardé, apretando el móvil contra la oreja, y oí el ruido del retrete en Los Ángeles. Al fin, la voz de mi amada reapareció en la línea.
Se aclaró la garganta.
– Ben -dijo-, hay cuarenta páginas de Charles Rollins en Google, tiene que haber dos mil tíos con ese nombre, cien de ellos en Florida. Pero no aparece ninguna revista Talk Weekly. Ni en Loxahatchee ni en ninguna parte.
– Sólo por probar, mandémosle un e-mail.
Le pasé la dirección electrónica de Rollins y le dicté un mensaje.
– Me lo han devuelto, Ben -dijo Amanda segundos después-. Dirección desconocida. ¿Y ahora qué?
– Te llamo después. Tengo que ir a la policía.
Henri iba sentado a dos filas de la cabina en un vuelo chárter casi sin pasaje. Miró por la ventanilla mientras el elegante y pequeño avión despegaba de la pista y se elevaba al ancho cielo azul y blanco de Honolulú.
Bebió champán y tomó caviar y tostadas que le ofreció la azafata, y cuando el piloto lo permitió, Henri abrió el ordenador en la mesilla.
Había tenido que sacrificar la minicámara instalada en el espejo retrovisor, pero antes de ser destruida por el mar, había enviado el vídeo a su ordenador.
Henri se moría por ver la nueva grabación.
Se puso los auriculares y abrió el archivo MPV.
Tuvo ganas de soltar un hurra. Las imágenes que aparecían en la pantalla eran bellísimas. El interior del coche relucía bajo la luz del techo.
Una tenue luminosidad bañaba a Barbara y Levon, y la calidad del sonido era excelente.
Como Henri estaba en el asiento delantero, no aparecía en la toma, y eso le gustaba. Ninguna máscara. Ninguna distorsión. Sólo su voz al desnudo, a veces como Marco, a veces como Andrew, siempre razonando con las víctimas.
«Le dije a Kim cuán bella era, Barbara, mientras hacía el amor con ella. Le di algo para beber, para que no sintiera dolor.
Tu hija era una persona encantadora, muy dulce. No pienses que hizo algo por lo que mereciera morir.»
«No puedo creer que usted la haya matado -dijo Levon-. Usted es un enfermo. ¡Un embustero compulsivo!»
«Te di su reloj, Levon… De acuerdo, mirad esto.»
Henri abrió el móvil y les mostró la foto de su mano sosteniendo la cabeza de Kim por las raíces del cabello rubio y desmelenado.
«Tratad de entender -dijo, por encima de los gemidos y sollozos de los McDaniels-. Esto es un negocio. La organización para la que trabajo paga mucho dinero por ver a gente que muere.»
Barbara se sofocaba con su llanto, le pedía que se callara, pero Levon pasaba por otra clase de infierno, y obviamente trataba de equilibrar su dolor y su horror con el ansia de salvar la vida de ambos.
«Vamos, Henri. Ni siquiera sabemos quién es usted -le dijo-. No podemos perjudicarlo.»
«No es que yo quiera mataros, Levon. Se trata del dinero. Sí, ganaré mucho dinero con vuestra muerte.»
«Puedo conseguir el dinero -dijo Levon-. ¡Puedo hacerle una oferta mejor!»
Y ahora, en la pantalla, Barbara suplicaba por sus hijos, y Henri la silenciaba, diciéndole que ya tenía que irse.
Había acelerado, y los neumáticos blandos habían rodado suavemente por la arena. Cuando el coche tuvo buen impulso, Henri se apeó y caminó junto al vehículo hasta que el agua cubrió el parabrisas.
En el interior, la cámara había grabado los ruegos de los McDaniels, el agua que chapoteaba contra las ventanillas, elevando los asientos donde los brazos de los McDaniels estaban amarrados a la espalda, los cuerpos sujetos con los cinturones de seguridad.
Aun así, les había dado esperanzas.
«Dejaré la luz encendida para que podáis grabar vuestra despedida -se oyó decir en la pantalla del ordenador-. Y alguien podría veros desde la carretera. Os podrían rescatar. No desechéis esa posibilidad. En vuestro lugar, yo rezaría por eso.»
Les había deseado suerte y había subido a la playa. Se había quedado bajo los árboles mirando el coche, que se hundió por completo en sólo tres minutos. Más rápido de lo que esperaba. Piadoso. Quizás existiera Dios, a fin de cuentas.
Cuando el coche desapareció, se cambió de ropa y caminó carretera arriba hasta que consiguió que alguien lo llevara.
Ahora, cerró el ordenador y terminó el champán mientras la camarera le entregaba el menú. Escogió pato a la naranja, se puso los auriculares Bose y escuchó música de Brahms. Sedante, bella, perfecta.
Los últimos días habían sido excepcionales, un drama tras otro, un período singular de su vida.
Sin duda todos estarían satisfechos.
Horas después, Henri Benoit estaba en el lavabo de la sala de espera de primera clase de LAX. El primer tramo del vuelo había sido un placer, y esperaba lo mismo en su viaje a Bangkok.
Se lavó las manos, examinó su nueva personalidad en el espejo, la de un empresario suizo oriundo de Ginebra. Su cabello rubio platino era corto, la montura de carey de sus gafas le daba un aire erudito, y vestía un traje de cinco mil dólares con finos zapatos ingleses.
Había enviado algunas tomas de los últimos momentos de los McDaniels a los Mirones, sabiendo que al día siguiente habría muchos euros más en su cuenta bancaria de Ginebra.
Salió del lavabo, se dirigió a la zona principal de la sala, apoyó el maletín a su lado y se distendió en un mullido sillón gris. Por la televisión pasaban las últimas noticias, un especial, y la locutora Gloria Roja describía un crimen que, según decía, suscitaba «horror e indignación».
«El cuerpo de una joven decapitada se halló en una cabaña alquilada en una playa de Maui -dijo Roja-. Fuentes cercanas al Departamento de Policía dicen que la víctima había fallecido varios días atrás.»
Roja se volvió hacia la gran pantalla que tenía detrás y presentó a una reportera local, Kai McBride, que informaba desde Maui.
«Esta mañana -dijo McBride a la cámara-, la señorita Maura Aluna, propietaria de este camping playero, encontró la cabeza y el cuerpo decapitado de una joven. La señorita Aluna reveló a la policía que había alquilado la cabaña telefónicamente y que la tarjeta de crédito del cliente estaba aprobada. En cualquier momento, esperamos declaraciones del teniente Jackson, de la policía de Kihei.»
McBride se apartó brevemente de la cámara.
«Gloria -dijo-, el teniente Jackson está saliendo de la cabaña.»
McBride echó a correr seguida por el cámara y la imagen bailó.
«Teniente Jackson -llamó McBride-, ¿puede concedernos un minuto?»
El cámara enfocó al teniente.
«De momento no tengo ninguna información para la prensa.»
«Una sola pregunta, teniente.»
Henri se inclinó en el asiento de la sala de espera, cautivado por la dramática escena que se proyectaba en la gran pantalla. Estaba presenciando el final del juego en tiempo real. Era demasiado bueno para ser cierto. Luego descargaría esa emisión del sitio web de la emisora y la incluiría en su vídeo. Tenía toda la saga hawaiana, principio, nudo y estupendo final. Y ahora, este epílogo.
Henry sofocó el impulso de decirle al hombre que estaba a dos asientos: «Mire a ese poli, por favor. Ese teniente Jackson. Tiene la piel verde. Creo que va a vomitar.»
En pantalla, la reportera insistió.
«Teniente Jackson, ¿es Kim? ¿El cuerpo que ha encontrado pertenece a la supermodelo Kim McDaniels?
«Sin comentarios. Estamos en medio de una investigación. ¿Quiere apagar esa cosa? Nunca hacemos comentarios sobre una investigación en curso, McBride, y usted lo sabe.»
Kai McBride giró hacia la cámara.
«Me arriesgaré a sacar una conclusión y diré que la renuencia del teniente Jackson ha sido una confirmación, Gloria. Ahora todos esperamos una identificación que corrobore que la víctima era Kim McDaniels. Aquí Kai McBride, desde Maui.»
Esa mañana, con la marea baja, un corredor había visto el techo de un coche que parecía la concha de una gigantesca tortuga de mar. Había llamado a la policía, que había acudido con varios vehículos de emergencias.
Ahora la grúa depositaba el coche anegado en la playa. La dotación de bomberos, el personal de rescate y policías de las dos islas formaban corrillos en la arena, mirando el agua del Pacífico que chorreaba del chasis.
Un policía abrió una de las puertas traseras.
– Dos cuerpos con los cinturones abrochados -exclamó-. Los reconozco. Santo cielo, son los McDaniels. Los padres de la modelo.
Me estremecí y espeté una serie de amargos juramentos para no ponerme violento ni vomitar.
Eddie Keola estaba junto a mí al lado de la cinta amarilla que iba desde un tronco arrojado por el mar hasta un trozo de roca de lava a treinta metros. Keola no sólo era mi billete para conseguir información policial y entrar en las escenas del crimen, sino que empezaba a considerarlo el hermano menor que no había tenido.
No nos parecíamos en nada, salvo que ambos éramos piltrafas en ese momento.
Se aproximaron más vehículos, algunos con sirena, y se detuvieron en el asfalto lleno de baches que corría paralelo a la playa, una carretera cerrada por reparaciones.
Estos nuevos aditamentos a la flota de la ley eran vehículos utilitarios negros, y los hombres que se apearon de ellos llevaban chaquetas con la leyenda «FBI».
El amigo policía de Eddie se nos acercó.
– Lo único que puedo deciros -comentó- es que se vio a los McDaniels cenando hace dos noches en el albergue Kamehameha. Estaban con un hombre blanco, un metro ochenta y pico, pelo cano y gafas. Salieron con él, y eso es todo lo que tenemos. Con esa descripción, el sujeto que cenó con ellos pudo ser cualquiera.
– Gracias -dijo Eddie.
– De nada, pero ahora tendréis que iros.
Eddie y yo subimos por una rampa arenosa hasta el jeep.
Me alegré de irme.
No quería ver los cadáveres de esas dos buenas personas a las que había cobrado tanto afecto. Eddie me llevó de vuelta al Marriott y nos quedamos un rato en el aparcamiento, rumiando lo sucedido.
Las muertes de todas las víctimas de esa orgía sangrienta habían sido premeditadas, calculadas, casi artísticas, la obra de un asesino muy listo y experto que no dejaba pistas. Compadecí a los investigadores que tuvieran que resolver el caso. Y ahora Aronstein ponía fin a mis vacaciones en Hawai con todos los gastos pagados.
– ¿Cuándo sale tu vuelo? -preguntó Keola.
– Alrededor de las dos.
– ¿Quieres que te lleve?
– Te lo agradezco, pero de todos modos tengo que devolver el coche.
– Lamento que esto haya salido así.
– Éste será uno de esos casos sin resolver. Y si alguna vez se resuelve, será dentro de muchos años. La confesión de un moribundo o una componenda con un presidiario.
Poco después me despedí de Eddie, recogí mis cosas y me marché del hotel. Regresaba a Los Ángeles insatisfecho y angustiado, con la sensación de haber sufrido un desgarrón. Lo habría apostado todo a que la historia había terminado, al menos para mí.
Una vez más, me equivocaba.