TERCERA PARTE

Recuento de víctimas

58

El guapo caballero rubio cruzó un pasillo rojo con cortinas de seda que terminaba en un vestíbulo recorrido por una suave brisa. Un mostrador de piedra se erguía en un extremo de la estancia y un joven recepcionista recibió al huésped con una sonrisa tímida.

– Su suite ya está preparada, señor Meile. Una vez más, bienvenido al Pradha Han.

– Encantado de estar aquí -dijo Henri. Se apoyó las gafas en la coronilla mientras firmaba el talón de la tarjeta de crédito-. ¿Has mantenido tibias las aguas del golfo, Raphee?

– Desde luego. No defraudaríamos a un apreciado huésped como usted.

Henri abrió la puerta de la suite de lujo, se desvistió en el suntuoso dormitorio y arrojó la ropa a la enorme cama cubierta por el mosquitero. Se puso una bata de seda y probó bombones y mango seco mientras miraba BBC World, disfrutando de las noticias sobre «la racha de asesinatos en Hawai que sigue desconcertando a la policía».

Estaba pensando que eso haría felices a los Mirones cuando la campanilla de la puerta anunció la llegada de sus amigos especiales.

Aroon y Sakda, adolescentes menudos de pelo corto y piel dorada, se inclinaron para saludar al hombre que conocían como Paule Meile, y luego, riendo, lo rodearon con los brazos mientras él los llamaba por su nombre.

Instalaron la mesa de masajes en el balcón privado que daba a la playa. Mientras los chicos alisaban las sábanas y sacaban aceites y lociones, Henri instaló la cámara de vídeo y encuadró la escena.

Aroon lo ayudó a quitarse la bata y Sadka dispuso las sábanas sobre la parte inferior del cuerpo, y luego los chicos iniciaron la especialidad del spa Pradha Han, el masaje de cuatro manos.

Henri suspiró mientras los chicos trabajaban a la vez, sobándole los músculos, frotándolo con la crema hmong, disolviendo las tensiones de la semana anterior. En la selva graznaban cálaos y el aire olía a jazmín. Era una experiencia sensorial deliciosa, y por eso iba a Hua Hin al menos una vez al año.

Los chicos le hicieron dar la vuelta y le tiraron de los brazos y manos al mismo tiempo, luego hicieron otro tanto con las piernas y los pies, le acariciaron la frente, hasta que Henri abrió los ojos.

– Aroon -dijo en tailandés-, ¿me traerías el billetero? Está en la cómoda.

Cuando Aroon regresó, Henri sacó un fajo de billetes, mucho más que los pocos centenares de bahts que costaba el masaje. Agitó el dinero frente a los chicos.

Yak ja yoo len game tor mai? -preguntó-. ¿Os gustaría quedaros para jugar un poco?

Los chicos rieron entre dientes y ayudaron al rico caballero a incorporarse en la mesa de masajes.

– ¿A qué quieres jugar, papá? -preguntó Sakda.

Henri se lo explicó y ellos asintieron y batieron las palmas, al parecer muy contentos de proporcionarle satisfacción. Les besó las palmas, uno por vez.

Amaba a esos dulces chicos.

Era un auténtico deleite estar con ellos.

59

Henri despertó a solas al oír el campanilleo.

– Adelante -dijo.

Entró una muchacha con una flor roja en el cabello, se inclinó y le sirvió el desayuno en una bandeja de cama: nahm prik, tallarines de arroz con salsa de chile y cacahuate, fruta fresca y un cuenco de té cargado.

La mente de Henri era un hervidero mientras comía, pensando en la noche anterior, disponiéndose a editar su vídeo para la Alianza.

Llevó el té a la mesa, examinó la filmación en su ordenador y echó un vistazo a la escena del masaje. Pasó a la escena del agua que caía en la tina bajo el ojo redondo de la claraboya y puso un título sobre el agua corriente: «Ochibashigure.»

La escena siguiente era una toma larga y morosa que empezaba con la cara inocente de los chicos y luego un pasaje por sus cuerpos jóvenes y desnudos, demorándose en la ropa que se habían quitado.

Cuando su propia cara apareció en la pantalla, Henri usó la herramienta de distorsión para deformar sus rasgos mientras alzaba a los niños para meterlos en la bañera. Esa toma era una belleza.

Cortó y pegó la secuencia siguiente, cerciorándose de que el montaje diera una impresión de impecable continuidad: un primer plano de sus manos sosteniendo a los chicos mientras forcejeaban y pataleaban, las burbujas que salían de sus bocas, ángulos de los cuerpos flotantes, ochiba shigure. En japonés: «como hojas flotando en un estanque».

A continuación, un plano de la cara desencajada de Sadka, las gotas de agua que se adherían al pelo y la piel. Luego la cámara retrocedía para revelar a ambos chicos muertos sobre las tumbonas junto a la tina, los brazos y las piernas extendidos como en una danza.

Una mosca aterrizó en la mejilla húmeda de Sadka.

La cámara se aproximó, la pantalla se ennegreció. En off, Henri susurró su frase característica: «¿Todos satisfechos?»

Pasó la película de nuevo, la trabajó y la redujo a diez minutos de hermosa videografía para Horst y su pandilla de pervertidos, un anticipo para que esperaran con ansia el siguiente rodaje.

Preparó un e-mail y adjuntó una foto fija del vídeo; ambos chicos con los ojos abiertos, bajo el agua, las caras contraídas de terror.

«Para placer de vuestra vista, os ofrezco a dos jóvenes príncipes por el precio de uno», escribió. Envió el e-mail cuando sonaba la campanilla de la puerta.

Se ciñó el cinturón de la bata y abrió. Los chicos le sonrieron y se echaron a reír.

– ¿Así que estamos muertos, papá? -dijo Aroon-. No nos sentimos muertos.

– No; estáis rozagantes. Mis dos niños buenos y vivarachos. Vamos a la playa -dijo Henri, apoyándoles las manos en los esbeltos hombros para salir por la puerta trasera de la villa-. El agua se ve maravillosa.

– ¿Sin juegos, papá?

Revolvió el pelo del chico y Sadka le sonrió.

– No, sólo nadar y chapalear. Y luego volveremos aquí para mi masaje.

60

Las merecidas vacaciones de Henri continuaron en Bangkok, una de sus ciudades favoritas.

Conoció a la chica sueca en el mercado nocturno, donde ella procuraba convertir los bahts a euros para comprar un pequeño elefante de madera. El sabía bastante sueco, así que le habló en ese idioma, hasta que dijo riendo:

– He agotado todo mi sueco.

– Probemos el inglés -repuso ella, en un inglés perfecto de acento británico. Se presentó como Mai-Britt Olsen, y le dijo que estaba de vacaciones con sus compañeras de estudios de la Universidad de Estocolmo.

Era una muchacha despampanante, de diecinueve o veinte años, un metro ochenta de estatura. Llevaba el pelo claro recortado sobre los hombros, llamando la atención sobre su adorable garganta.

– Tienes unos bonitos ojos azules -dijo él.

– Oh -dijo ella, y agitó las pestañas cómicamente. Henri rio. Ella le enseñó el pequeño elefante y dijo-: También estoy buscando un mono.

Cogió el brazo de Henri y caminaron por los pasillos entre tenderetes de luces coloridas que vendían frutas, baratijas y golosinas.

– Mis amigas y yo fuimos al polo de elefantes hoy -le dijo Mai-Britt-, y mañana estamos invitadas al palacio. Somos jugadoras de voleibol. Las Olimpíadas de 2008.

– ¿De veras? Magnífico. Me han dicho que el palacio es estupendo. En cuanto a mí, mañana por la mañana estaré amarrado a un proyectil que apuntará a California.

Mai-Britt rio.

– Déjame adivinar. Vuelas a Los Ángeles por negocios.

Henri sonrió.

– Bingo. Pero eso es mañana, Mai-Britt. ¿Has comido?

– Sólo un bocadillo en el mercado.

– Cerca de aquí hay un lugar que pocos conocen. Muy exclusivo y un poco atrevido. ¿Te apetece una arriesgada aventura?

– ¿Me estás invitando a cenar? -preguntó la chica.

– ¿Estás aceptando?

La calle estaba bordeada por restaurantes al aire libre, pabellones con tejado que se asomaban al golfo de Tailandia. Dejaron atrás los bulliciosos bares y locales nocturnos de la calle Selekam para llegar a un portal casi escondido que llevaba a un restaurante japonés, el Edomae.

El maître los acompañó al interior reluciente, bordeado de vidrio verde, dividido por estrechos acuarios que iban del suelo al techo y en los que había peces que parecían gemas.

De pronto Mai-Britt cogió el brazo de Henri y lo hizo detenerse para mirar con atención.

– ¿Qué están haciendo?

Señaló con la barbilla a la muchacha desnuda que estaba tendida grácilmente en el bar de sushi, y al cliente que bebía del recipiente formado por la hendidura de sus muslos cerrados.

– Se llama Wakesame -explicó Henri-. Significa «algas flotantes».

– Oh. Esto es nuevo para mí. ¿Has hecho eso, Paul?

Henri le guiñó el ojo y acercó una silla para su compañera, que no sólo era hermosa sino que tenía un temperamento osado y estaba dispuesta a probar el sashimi de carne de caballo y el edomae, el pescado crudo marinado que daba nombre al restaurante.

Henri casi se había enamorado de ella cuando notó que un hombre lo miraba fijamente desde otra mesa. Quedó pasmado, como si alguien le hubiera echado hielo en la espalda. Carl Obst. Un hombre que Henri había conocido muchos años atrás, y ahora estaba sentado con un travestí elegante, un prostituto de lujo.

Henri se dijo que su aspecto había cambiado mucho y que Obst no lo reconocería. Pero sería muy inconveniente que lo reconociera. Obst volvió a fijarse en su travestí y Henri desvió la mirada, aliviado, pero su ánimo se había enfriado.

La encantadora joven y el exótico y hermoso ambiente se esfumaron mientras él evocaba una época en que estaba muerto y sin embargo respiraba de algún modo.

61

Henri le había dicho a Marty Switzer que estar en una celda aislada era como estar dentro de tus propias tripas. Era oscura y hedionda, pero allí terminaba la analogía. Porque nada que Henri hubiera visto, oído nombrar o imaginado se podía comparar con aquel agujero inmundo.

Para Henri había empezado antes del derrumbe de las Torres Gemelas, cuando fue contratado por Brewster-North, una empresa privada especializada en contratos militares, más sigilosa y mortífera que Blackwater.

Había realizado una misión de reconocimiento con otros cuatro analistas de inteligencia. Como lingüista, Henri era el elemento crucial.

Su unidad estaba descansando en un refugio cuando el guardia fue destripado ante la puerta que vigilaba. El resto del equipo fue capturado, aporreado sin piedad y encerrado en una cárcel sin nombre.

Al final de su primera semana en el infierno, Henri conocía a sus captores por nombre, tics y preferencias: el Violador, que cantaba mientras colgaba a sus prisioneros como arañas, con los brazos encadenados encima de la cabeza durante horas; Fuego, a quien le gustaba quemar con cigarrillos; Hielo, que ahogaba a los prisioneros en agua fría. Henri tuvo largas conversaciones con un soldado, el Tentador, que hacía tentadoras ofertas de llamadas telefónicas, cartas a casa y una posible libertad.

Estaban los brutos y los refinados, pero todos los guardias eran sádicos. Había que reconocerles ese mérito. Todos disfrutaban de su trabajo.

Un día cambiaron la rutina de Henri.

Lo sacaron de su celda y lo llevaron a patadas al rincón de una habitación sin ventanas, junto con los tres hombres restantes de su unidad, todos ensangrentados, con magulladuras supurantes, quebrantados.

Se encendieron luces brillantes, y cuando Henri pudo ver, descubrió las cámaras y una media docena de hombres encapuchados alineados contra una pared.

Uno de esos hombres arrastró a su compañero de celda y amigo, Marty Switzer, hasta el centro de la habitación y lo obligó a levantarse.

Switzer respondió las preguntas. Dijo que era canadiense, que tenía veintiocho años, que sus padres y su novia vivían en Ottawa, que realizaba operaciones militares. Sí, era un espía.

Mintió tal como se esperaba, reconociendo que lo trataban bien. Luego uno de los encapuchados lo arrojó al suelo, le alzó la cabeza por el pelo y le pasó un cuchillo dentado por la nuca. Brotó sangre y se oyó el coro del takbir: Alahu Akbar. Alá es grande.

Henri quedó fascinado por la facilidad con que habían tronchado la cabeza de Switzer con pocos tajos, un acto definitivo y veloz al mismo tiempo.

Cuando el verdugo mostró la cabeza a la cámara, la expresión de angustia de Switzer estaba fija en su rostro. Henri había pensado en decirle algo, como si Marty aún pudiera escucharlo.

Hubo otra cosa que Henri no olvidaría nunca. Mientras aguardaba la muerte, sintió un torrente de excitación. No entendía esa emoción, ni podía definirla. Mientras yacía en el suelo, se había preguntado si estaba eufórico porque pronto lo liberarían del sufrimiento.

O quizás acababa de comprender quién era en verdad, y lo que había en su médula.

Disfrutaba de la muerte, incluso de la propia.

62

En el Edomae le sirvieron más té y Henri regresó al presente; le dio las gracias a la camarera mecánicamente. Sorbió el té, pero no podía desprenderse del recuerdo.

Pensó en el tribunal de encapuchados, el cuerpo decapitado de un hombre que había sido su amigo, el suelo pegajoso de sangre. En ese momento sus sentidos estaban tan agudizados que oía el zumbido de la electricidad en las lámparas.

Había clavado los ojos en los restantes hombres de su unidad mientras los separaban del montón: Raymond Drake, ex marine de Alabama, que gritaba pidiendo ayuda a Dios; el otro chico, Lonnie Bell, ex SEAL de Luisiana, que estaba en estado de shock y nunca decía una palabra, ni siquiera gritaba.

Ambos hombres fueron decapitados en medio de gritos exultantes, y luego arrastraron a Henri del pelo hasta el ensangrentado centro de la habitación. Una voz salió de la oscuridad más allá de las luces.

– Di tu nombre a la cámara. Di de dónde eres.

– Estaré armado y aguardando en el infierno -respondió en árabe-. Saluda a Saddam con mi mayor desprecio.

Se rieron y se burlaron de su acento. Sintió tufo a excremento cuando le vendaron los ojos. Esperaba que lo empujaran al suelo, pero en cambio le arrojaron una manta tosca sobre la cabeza.

Debía de haberse desmayado porque cuando despertó estaba amarrado con sogas y arqueado en la parte trasera de un vehículo donde viajó durante horas. Luego lo arrojaron en la frontera siria.

Tenía miedo de creerlo, pero era cierto.

Estaba vivo. ¡Vivo!

– Cuenta a los americanos lo que hemos hecho, infiel. Y lo que haremos. Al menos tú tratas de hablar nuestro idioma.

Una bota le pateó la espalda y el vehículo se alejó.

Regresó a Estados Unidos a través de una cadena clandestina de organizaciones amigas entre Siria y Beirut, donde obtuvo nueva documentación, y en un avión de carga de Beirut a Vancouver. Hizo autoestop hasta Seattle, robó un coche y logró llegar a un pueblo minero de Wisconsin. Pero Henri no se comunicó con su controlador de Brewster-North.

No quería volver a ver a Carl Obst, nunca.

Pero Brewster-North había hecho cosas magníficas por Henri. Habían borrado su pasado al contratarlo, eliminado su verdadero nombre, sus huellas digitales, todo su historial de los registros. Y ahora lo daban por muerto.

Contaba con eso.

Frente a él, ahora, en un exclusivo restaurante japonés de Tailandia, la adorable Mai-Britt había notado que la mente de Henri se había alejado.

– ¿Te encuentras bien, Paul? -preguntó-. ¿Te molesta que ese hombre me esté mirando?

Siguieron a Carl Obst con los ojos mientras él salía del restaurante con su travestí. Obst no miró atrás.

– No, no me molesta -dijo Henri con una sonrisa-. Todo está bien.

– Perfecto, porque me preguntaba si podríamos continuar la velada más íntimamente.

– Oye, lo lamento. Ojalá pudiera -le dijo Henri a aquella muchacha que tenía el cuello más elegante desde la segunda esposa de Enrique VIII-. Ojalá dispusiera de tiempo -añadió, asiéndole la mano-. Pero tengo un vuelo de madrugada.

– Al cuerno con los negocios -bromeó Mai-Britt-. Esta noche estás de vacaciones.

Él se inclinó sobre la mesa y le besó la mejilla.

Se imaginó acariciando ese cuerpo desnudo, pero se contuvo. Ya estaba pensando en el asunto que lo aguardaba en Los Ángeles, y se reía para sus adentros al pensar en la sorpresa que se llevaría Ben Hawkins.

63

Henri pasó un fin de semana largo en el Sheraton del aeropuerto de Los Ángeles, moviéndose anónimamente entre los demás viajeros de negocios. Aprovechó el tiempo para releer las novelas de Ben Hawkins y cada artículo periodístico que Ben hubiera escrito. Había comprado provisiones y había hecho viajes de ensayo hasta Venice Beach y la calle donde vivía Ben, muy cerca de Little Tokio.

Poco después de las cinco de la tarde del lunes llevó su coche de alquiler hasta la autopista 105. Las amarillentas paredes de cemento que bordeaban los ocho carriles estaban iluminadas por una luz dorada, salpicada de espinosas matas de buganvillas rojas y moradas y góticos grafitos de pandillas latinas que daban a la sórdida carretera un sabor caribeño, al menos para él.

Henri siguió la 105 hasta la salida de la 110 en Los Angeles Street, y enfiló en medio de un tráfico lento hasta Alameda, una arteria importante que llegaba al centro de la ciudad.

Era la hora punta, pero Henri no tenía prisa. Estaba entusiasmado con una idea que había rumiado en las tres últimas semanas y cuyo desenlace espectacular podía cambiarle la vida.

El plan se centraba en Ben Hawkins, periodista, novelista y ex detective.

Henri había pensado en él desde aquella noche en Maui, frente al Wailea Princess, cuando Ben había estirado la mano para tocar a Barbara McDaniels.

Esperó el semáforo, y cuando se encendió la luz verde viró a la derecha hacia Traction, una calleja paralela al río Los Ángeles cerca de las vías de la Union Pacific.

Siguiendo el coche abollado que lo precedía, Henri recorrió el acogedor vecindario de Ben, con sus restaurantes elegantes y exclusivas tiendas de ropa, y encontró un sitio para aparcar frente al edificio de ladrillo blanco y ocho pisos donde vivía Ben.

Se apeó del coche, abrió el maletero y sacó una americana de la bolsa. Se metió una pistola en la cintura de los pantalones, se abotonó la americana y se echó hacia atrás el pelo castaño estriado de plata.

Luego volvió al coche, encontró una buena emisora de música y pasó veinte minutos escuchando Beethoven y Mozart, mirando a los peatones que recorrían esa calle agradable, hasta que vio al hombre al que aguardaba.

Ben, vestido con pantalones holgados y un jersey, llevaba un elegante maletín de cuero en la mano derecha. Entró en el restaurante Ay Caramba, y Henri aguardó pacientemente a que saliera con su cena mexicana en un recipiente de plástico.

Henri cerró su coche y siguió a Ben por Traction hasta el corto tramo de escaleras. Ben estaba insertando la llave en la cerradura.

– Perdón -dijo-, ¿el señor Hawkins?

Ben se volvió con expresión alerta.

Henri sonrió, se abrió la chaqueta y le mostró su arma.

– No quiero lastimarte -dijo.

Ben habló con una voz que aún apestaba a polizonte.

– Tengo treinta ocho dólares encima. Cógelos. Mi billetera está en mi bolsillo trasero.

– No me reconoces, ¿verdad?

– ¿Debería?

– Piensa en mí como tu padrino, Ben -dijo Henri, con más acento-. Voy a hacerte una oferta…

– ¿Que no puedo rehusar? Sé quién eres. Eres Marco. -Correcto. Invítame a pasar, amigo. Tenemos que hablar.

64

– ¿Qué diantre es esto, Marco? -grité-. ¿De pronto tienes información sobre los McDaniels?

Marco no respondió, ni siquiera se mosqueó.

– Hablo en serio, Ben -dijo, y dando la espalda a la calle sacó la pistola de la cintura y me apuntó al vientre-. Abre la puerta.

Me quedé paralizado. Había conocido un poco a Marco Benevenuto, había pasado un par de horas sentado junto a él en un coche, y ahora se había quitado la gorra de chófer, el bigote, se había puesto una americana de seiscientos dólares y me tenía a su merced.

Yo estaba avergonzado y confundido.

Si me negaba a dejarlo entrar en mi edificio, ¿me dispararía? No podía saberlo, pero intuía que me convenía dejarlo entrar.

Mi curiosidad superaba ampliamente mi cautela, pero quería satisfacer esa curiosidad empuñando una pistola. Mi bien aceitada Beretta estaba en mi mesilla, y confiaba en poder echarle mano una vez hubiéramos entrado.

– Guarda esa cosa -dije, encogiéndome de hombros ante su media sonrisa burlona. Abrí la puerta, y subí los tres tramos de escaleras con el ex chófer de los McDaniels a mi zaga.

Aquel edificio era uno de esos ex almacenes que se habían usado con fines residenciales en los últimos diez años. Me encantaba el lugar. Una unidad por piso, techos altos, paredes gruesas. Ningún vecino entrometido. Ningún sonido molesto.

Abrí los gruesos candados de la puerta del frente y lo dejé pasar. Él cerró la puerta.

Apoyé el maletín en el suelo de cemento.

– Siéntate -dije, y me dirigí a la cocina. El anfitrión perfecto-. ¿Qué quieres beber, Marco?

– Gracias -dijo él detrás de mi hombro-. Por ahora, nada.

Reprimí el reflejo de abalanzarme sobre él, saqué una naranjada de la nevera y lo conduje a la sala de estar, donde me senté en un extremo del sillón de cuero. Mi «invitado» eligió el sofá.

– ¿Quién eres en verdad? -le pregunté mientras él echaba un vistazo a mi vivienda, mirando las fotos enmarcadas, los viejos periódicos del rincón, los títulos de los libros. Tuve la sensación de estar en presencia de un espía sumamente observador.

Al fin apoyó la Smith & Wesson en la mesilla, a tres metros de donde yo estaba, fuera de mi alcance. Hurgó en el bolsillo del pecho, extrajo una tarjeta con los dedos y la deslizó por la mesa de vidrio.

Leí el nombre impreso y el corazón me dio un vuelco.

Conocía la tarjeta. La había leído antes: «Charles Rollins. Fotógrafo. Talk Weekly.»

Mi mente hurgaba en el pasado. Me imaginé a Marco sin bigote, y traté de recordar la cara de Charles Rollins mientras rescataban del mar el cuerpo de Rosa Castro. Aquella noche, cuando Rollins me había dado su tarjeta, llevaba una gorra de béisbol y quizá gafas. Había sido otro disfraz.

El cosquilleo de mi nuca me decía que aquel tío guapo y elegante sentado en mi sofá había estado muy cerca de mí en las dos semanas que yo había pasado en Hawai. Casi desde mi llegada.

Me había estado vigilando. Y yo no había reparado en él. Pero ¿qué pretendía?

65

El hombre sentado en mi sofá de cuero favorito me escrutó la cara mientras yo procuraba armar el rompecabezas.

Recordé aquel día en Maui en que los McDaniels habían desaparecido y Eddie Keola y yo habíamos intentado encontrar a Marco, el chófer que no existía.

Recordé que, después del hallazgo del cuerpo de Julia Winkler en un hotel de Lanai, Amanda había tratado de ayudarme a localizar a un paparazzo llamado Charles Rollins, porque era la última persona que había estado con Winkler.

Recordé el nombre de Nils Bjorn, otro fantasma que se había alojado en el Wailea Princess en la misma época que Kim McDaniels. Nadie había interrogado a Bjorn, pues había desaparecido convenientemente.

La policía no había creído que Bjorn tuviera nada que ver con el secuestro de Kim, y cuando investigué a Bjorn, tuve la certeza de que usaba el nombre de un muerto.

Estos datos me indicaban que el hombre sentado en mi sofá era por lo menos un embaucador, un maestro del disfraz. Si eso era cierto, si Marco, Rollins y Bjorn eran la misma persona, ¿qué significaba?

Luché contra el maremoto de pensamientos lúgubres que me invadieron. Destapé la botella de naranjada con mano trémula, preguntándome si había besado a Amanda por última vez.

Pensé en mi vida embarullada, el artículo atrasado que Aronstein estaba esperando, el testamento que nunca redactaría, mi seguro de vida (¿había pagado la prima?).

No sólo estaba asustado sino furioso. Pensaba que ése no podía ser el último día de mi vida. Necesitaba tiempo para ordenar mis puñeteros asuntos.

¿Podía tratar de llegar a mi arma?

No, imposible.

Marco/Rollins estaba a medio metro de su Smith & Wesson. Y actuaba con una calma irritante. Tenía las piernas cruzadas, el tobillo sobre la rodilla, mirándome como si yo estuviera en la pantalla del televisor.

Dediqué ese momento aterrador a memorizar la cara blanda y simétrica de aquel cabrón. Por si llegaba a escapar. Por si tenía la oportunidad de describirlo a la policía.

– Puedes llamarme Henri -dijo.

– ¿Henri qué?

– No tiene importancia. No es mi verdadero nombre.

– ¿Y ahora qué, Henri?

Sonrió.

– ¿Cuántas veces te han dicho: «Deberías escribir un libro sobre mi vida»?-preguntó.

– Por lo menos una vez por semana. Todos creen que tienen una vida digna de un best seller.

– Ajá. ¿Y cuántas de esas personas eran asesinos a sueldo?

66

El teléfono sonó en el dormitorio. Quizá fuera Amanda. Henri me indicó que no contestara con un gesto, así que dejé que la voz de mi amada enviara sus saludos al contestador automático.

– Tengo mucho que contarte, Ben -dijo él-. Ponte cómodo. Concéntrate sólo en el presente. Podríamos estar aquí largo rato.

– ¿Te molesta que traiga la grabadora? Está en mi dormitorio.

– Ahora no. Sólo cuando hayamos llegado a un acuerdo.

– Vale, cuéntame -le dije, preguntándome si hablaba en serio, si un asesino quería hacer un trato conmigo. Pero la pistola estaba al alcance de su mano. Yo sólo podía seguirle el juego hasta que pudiera hacer algo.

Las peores autobiografías de aficionados empiezan con «Nací…», así que me recliné en el sillón y me preparé para una saga.

Y Henri no me defraudó. Inició su historia incluso- antes de haber nacido.

Me dio una pequeña lección de historia, diciendo que en 1937 había un judío francés que poseía una imprenta en París, que era un especialista en viejos documentos y tintas. Contó que ese hombre había comprendido desde el principio el auténtico peligro del Tercer Reich y que él y otros huyeron antes de que los nazis tomaran París. Ese hombre, ese impresor, había huido a Beirut.

– Este joven judío se casó con una libanesa -dijo-. Beirut es una ciudad grande, el París de Oriente Medio, y él se adaptó muy bien. Abrió otra imprenta, tuvo cuatro hijos, vivió una buena vida. Nadie lo cuestionaba. Otros refugiados, amigos de amigos de amigos, acudían a él. Necesitaban papeles, documentos falsos, y este hombre los ayudaba para que pudieran iniciar una nueva vida. Su trabajo es excelente.

– ¿Es? ¿En presente?

– Todavía vive, aunque no en Beirut. Estaba trabajando para el Mossad, y ellos lo trasladaron para protegerlo. No hay manera de encontrarlo. Concéntrate en el presente, amigo, no divagues.

»Te hablo de este falsificador porque trabaja para mí. Yo le llevo comida a la mesa. Guardo sus secretos. Y él me ha dado a Marco, Charlie, Henri y otros personajes. Puedo transformarme en otro nada más salir de esta habitación.

El relato continuó durante horas.

Encendí las luces y regresé a mi sillón, tan enfrascado en la historia de Henri que me había olvidado del miedo.

Henri me contó que había sobrevivido a un brutal encarcelamiento en Iraq y que había decidido que ya no se dejaría restringir por la ley ni la moralidad.

– ¿Y sabes cómo es mi vida ahora, Ben? No me privo de ningún placer, y hay muchos placeres que ni siquiera imaginas. Pero para eso necesito mucho dinero. Ahí es donde entran en escena los Mirones. Y también tú.

67

La automática de Henri me retenía en mi asiento, pero estaba tan fascinado por su relato que casi me había olvidado del arma.

– ¿Quiénes son los Mirones? -pregunté.

– Ahora no. Te lo revelaré la próxima vez. Cuando regreses de Nueva York.

– ¿Qué piensas hacer? ¿Meterme en un avión por la fuerza? No podrás llevar el arma.

Henri sacó un sobre del bolsillo y lo deslizó por la mesa. Lo abrí y saqué un fajo de fotos.

Se me secó la boca. Eran instantáneas de Amanda de gran calidad, y recientes. Estaba patinando a sólo una calle de su apartamento, con el top blanco y los pantalones cortos rosados que llevaba cuando habíamos desayunado el día anterior.

Yo también aparecía en una foto.

– Guárdalas, Ben. Creo que son bastante bonitas. Lo cierto es que puedo llegar a Amanda en cualquier momento, así que nada de acudir a la policía. Es sólo un modo de suicidarte, y de paso matar a Amanda. ¿Entiendes?

Un escalofrío me bajó por la espalda desde la nuca. Una amenaza de muerte, con una sonrisa. Acababa de advertirme que podía matar a Amanda, y lo había dicho como si me invitara a almorzar.

– Espera un minuto -le dije. Dejé las fotos y extendí las manos como si empujara a Henri y su arma y su maldita biografía lejos de mí-. No soy el hombre indicado. Necesitas un biógrafo, alguien que haya escrito este tipo de libro y lo considere un trabajo de ensueño.

– Ben, es un trabajo de ensueño y tú eres mi autor. Recházame si quieres, pero tendré que aplicar la cláusula de rescisión, para mi propia protección. ¿Entiendes? -Y añadió con afabilidad, vendiéndome la parte positiva mientras me apuntaba al pecho con su arma-: Mira el lado bueno. Seremos socios. Este libro será un éxito. Hace un rato hablabas de best sellers. Pues eso es lo que pongo en tus manos.

– Aunque quisiera, no puedo… Mira, Henri, soy sólo un escritor. No tengo tanto poder como crees. Maldición, tío, no tienes idea de lo que me pides.

– Te he traído algo que puedes usar como argumento de venta -dijo con una sonrisa-. Noventa segundos de inspiración.

Metió la mano en la americana y extrajo un adminículo que colgaba de un cordel alrededor del cuello. Era una memoria USB, un dispositivo para guardar y transferir datos.

– Si una imagen vale más que mil palabras, calculo que esto vale, no sé, ochenta mil palabras y varios millones de dólares. Piénsalo, Ben. Podrías llegar a ser rico y famoso, o podrías morir. Me gustan las opciones claras. ¿Y a ti?

Se palmeó las rodillas y se levantó. Me pidió que lo acompañara hasta la puerta y luego que me pusiera de cara a la pared. Obedecí.

Cuando desperté un rato después, estaba tendido en el frío suelo. Tenía un chichón doloroso en la nuca y una jaqueca fatal.

El hijo de perra me había dado un culatazo antes de irse.

68

Me levanté penosamente y trastabillé contra las paredes mientras me dirigía al dormitorio. Abrí el cajón de la mesilla. El corazón me resonó en el pecho hasta que cerré los dedos sobre la culata de mi pistola. Me remetí la Beretta en la cintura y fui hasta el teléfono.

Amanda atendió al tercer tono.

– No le abras la puerta a nadie -dije, aún jadeando y sudoroso. ¿Esto había sucedido de veras? ¿Henri había amenazado con matarnos a Amanda y a mí si yo no escribía su libro?

– ¿Ben?

– No le abras la puerta a ningún vecino, ni siquiera a una niña exploradora. A nadie, ¿entiendes? Tampoco a la policía.

– ¡Ben, me estás matando del susto! ¿Qué pasa, cariño?

– Te lo contaré cuando te vea. Salgo ya.

Fui tambaleándome hasta la sala de estar, guardé las cosas que Henri había dejado y enfilé hacia la puerta. Aún veía la cara de Henri y oía su amenaza: «Tendré que aplicar la cláusula de rescisión… y de paso matar a Amanda, ¿entiendes?»

Sí, entendía.

La calle Traction estaba oscura, pero llena de bocinazos, turistas que hacían compras o se juntaban alrededor de un músico que tocaba en la acera.

Abordé mi vetusto Beeper y me dirigí a la autopista 10.

Pensé en el peligro que corría Amanda. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Dónde estaba Henri? Era un sujeto guapo que podía pasar por ciudadano modelo, y sus rasgos maleables le permitían adoptar cualquier tipo de disfraz. Me lo imaginé como Charlie Rollins, cámara en mano, tomando fotos de Amanda y de mí.

Usaba la cámara como un arma.

Pensé en la gente asesinada en Hawai. Kim, Rosa, Julia, mis amigos Levon y Barbara, todos torturados y despachados con destreza, sin dejar una sola huella ni rastro para la policía.

Eso no era obra de un principiante.

¿A cuántas personas más había matado Henri?

La autopista desembocaba en la calle Cuatro y Main Street. Viré a la derecha, hacia Pico, dejé atrás los restaurantes y talleres de reparaciones, los horrendos apartamentos de dos pisos, el gran payaso de Main y Rose, y entré en otro mundo, Venice Beach, un patio de juegos para los jóvenes y despreocupados, un refugio para los indigentes.

Tardé unos minutos más en rodear Speedway hasta encontrar un sitio a una calle de la vivienda de Amanda, una casa familiar dividida en tres apartamentos.

Caminé calle arriba alerta a los coches que se acercaban, al sonido de mocasines italianos en la acera.

Quizás Henri me estuviera observando, disfrazado de mendigo, o quizá fuese ese tío barbado que aparcaba el coche. Pasé frente a la casa de Amanda, miré el tercer piso y vi luz en la cocina.

Caminé otra calle antes de retroceder. Llamé al timbre, muerto de preocupación hasta que oí su voz detrás de la puerta.

– ¿Contraseña?

– Emparedado de queso. Déjame entrar.

69

Amanda abrió y la abracé, cerré la puerta de un puntapié y la estreché con fuerza.

– ¿Qué pasa, Ben? ¿Qué ha sucedido? Por favor, cuéntame qué ocurre.

Se zafó de mi abrazo, me cogió por los hombros y me estudió la cara.

– Tienes sangre en el cuello. Estás sangrando, Ben. ¿Te han atracado?

Aseguré la puerta, apoyé la mano en la espalda de Amanda y la conduje a la pequeña sala. La senté en el sillón y yo ocupé la mecedora.

– Habla de una vez, por favor.

No sabía cómo suavizarlo, así que se lo conté sin rodeos.

– Un sujeto se ha acercado a mi puerta con una pistola. Ha dicho que era un asesino a sueldo.

– ¿Qué?

– Me ha inducido a creer que él mató a toda esa gente en Hawai. ¿Recuerdas cuando te pedí que me ayudaras a encontrar a Charlie Rollins, de la revista Talk Weekly?

– ¿El Charlie Rollins que fue el último en ver a Julia Winkler? ¿Ese hombre ha ido a verte?

Le mencioné los otros nombres y disfraces de Henri, y que no sólo lo había conocido como Rollins, sino también como Marco Benevenuto, el chófer de los McDaniels. Le conté que horas atrás él se había sentado en mi sofá, apuntándome con un arma, contándome que era un asesino profesional a sueldo y que había matado muchas veces.

– Quiere que escriba su autobiografía. Y que Raven-Wofford la publique.

– Eso es increíble -dijo Amanda.

– Lo sé.

– No me entiendes. Digo que es increíble porque creo que nadie confesaría semejantes crímenes. Tienes que llamar a la policía, Ben.

– Me ha advertido que no lo haga.

Le entregué el fajo de fotos y noté que su incredulidad inicial se transformaba en pasmo y después en rabia.

– Vale, ese cabrón tiene un teleobjetivo -dijo-. Tomó algunas fotos. No prueba nada.

Saqué la memoria USB del bolsillo y la columpié con el cordel.

– Me ha dado esto. Dice que es un argumento de venta y que me inspirará.

70

Amanda salió de la sala y regresó con el ordenador portátil bajo el brazo, sosteniendo dos copas y una botella de pinot. Encendió la máquina mientras yo servía, y cuando el ordenador empezó a zumbar, inserté la memoria de Henri en el puerto USB.

Empezó a proyectarse un vídeo.

Durante un minuto y medio, Amanda y yo quedamos sobrecogidos por las escenas más horripilantes y obscenas que habíamos visto. Ella me aferró el brazo con tal fuerza que me dejó magulladuras. Cuando terminó, se desplomó en la silla, lagrimeando.

– Dios mío, Amanda, qué imbécil soy. Lo lamento. Debí mirarlo primero.

– No podías saberlo. Y yo no lo habría creído si no lo hubiera visto.

– Lo mismo digo.

Me guardé la memoria en el bolsillo y fui al baño a refrescarme la cara y la cabeza con agua fría. Cuando alcé la vista, Amanda estaba en la puerta.

– Quítate todo -me dijo.

Me ayudó con la camisa ensangrentada, se desvistió y abrió la ducha. Me metí en el plato y ella me siguió; me abrazó mientras el agua caliente llovía sobre ambos.

– Ve a Nueva York y habla con Zagami -dijo-. Haz lo que dice Henri. Zagami no puede rechazar esto.

– Lo dices con mucha convicción.

– Así es. Hay que mantener entretenido a Henri mientras pensamos qué hacer.

– No pienso dejarte sola aquí.

– Sé cuidarme. Ya sé que suena a tópico, pero sé cuidarme, de veras.

Salió de la ducha y desapareció tanto tiempo que cerré el agua, me envolví en una toalla y fui a buscarla.

La encontré en el dormitorio, de puntillas, estirando el brazo hacia el anaquel más alto del armario. Bajó una escopeta y me la mostró.

La miré estúpidamente.

– Sí, sé usarla -me dijo.

– ¿Y piensas llevarla en la cartera?

Cogí el arma y la guardé bajo la cama. Luego descolgué el teléfono, pero no llamé a la policía, pues sabía que no podía protegernos. No tenía huellas dactilares y mi descripción de Henri no serviría de nada. Uno ochenta, pelo castaño, ojos castaños: podía ser cualquiera.

La policía vigilaría mi casa y la de Amanda durante una semana y luego estaríamos de nuevo por nuestra cuenta, vulnerables a la bala de un francotirador o a cualquier cosa que Henri optara por hacernos.

Me lo imaginé agazapado detrás de un coche, o de pie a mis espaldas en Starbucks, o vigilando el apartamento de Amanda con una mira telescópica.

Amanda tenía razón. Necesitábamos tiempo para trazar un plan. Si yo colaboraba con Henri, si él se sentía cómodo conmigo, quizá cometiera un desliz, quizá me diera pruebas condenatorias, algo que la policía o el FBI pudieran usar para encerrarlo.

Dejé un mensaje en el contestador de Leonard Zagami, diciendo que era urgente que nos reuniéramos. Luego reservé billetes para Amanda y para mí, ida y vuelta Los Ángeles-Nueva York.

71

Cuando Leonard Zagami me aceptó como autor, yo tenía veinticinco años y él cuarenta, y Raven House era una editorial prestigiosa que publicaba una veintena de libros al año. Desde entonces Raven se había fusionado con la gigantesca Wofford Publishing y la nueva Raven-Wofford ocupaba los seis pisos superiores de un rascacielos que daba sobre Bloomingdales.

Leonard Zagami también había crecido. Ahora era director ejecutivo y presidente, la flor y nata, y la nueva editorial publicaba doscientos libros al año.

Al igual que la competencia, Raven-Wofford perdía dinero o salía pareja con la mayor parte del catálogo, pero tres autores (yo no era uno de ellos) generaban más ingresos que los otros ciento noventa y siete juntos.

Leonard Zagami ya no me veía como un autor lucrativo, pero yo le gustaba y no le costaba nada mantenerme a bordo. Yo esperaba que después de nuestra reunión me viera de otra manera, que oyera cajas registradoras tintineando de Bangor a Yakima.

Y Henri retiraría su amenaza de muerte.

Tenía mi discurso preparado cuando llegué a la moderna y elegante sala de espera de Raven-Wofford a las nueve. Al mediodía, la secretaria de Leonard cruzó la moqueta rayada para decirme que el señor Zagami tenía quince minutos para mí.

La seguí.

Cuando traspuse el umbral, Leonard se puso de pie, me estrechó la mano y me palmeó la espalda. Dijo que se alegraba de verme, pese a mi pésimo aspecto.

Se lo agradecí y le dije que había envejecido un par de años mientras esperaba nuestra reunión de las nueve.

Leonard rio, se disculpó, dijo que había hecho lo posible para recibirme y me invitó a sentarme. Con un metro sesenta, menudo detrás del enorme escritorio, Leonard Zagami irradiaba poder y una astucia indudable.

Me senté.

– ¿De qué trata este libro, Ben? La última vez que hablamos no tenías nada en mente.

– ¿Has seguido el caso de Kim McDaniels?

– ¿La modelo de Sporting Life? Claro. Ella y otras personas fueron asesinadas en Hawai hace… Oye, ¿tú cubrías esa nota? Ah, entiendo.

– La cubrí durante dos semanas, y traté con algunas de las víctimas…

– Mira, Ben -me interrumpió Zagami-, mientras no pillen al asesino la prensa sensacionalista no soltará el hueso. Todavía no es un libro.

– No es lo que crees, Leonard. Ésta es una revelación total en primera persona.

– ¿Quién es la primera persona? ¿Tú?

Relaté mi historia como si la vida me fuera en ello.

– El asesino me abordó de incógnito -dije-. Es un maníaco muy frío e inteligente. Quiere hacer un libro sobre los homicidios que ha cometido y pretende que lo escriba yo. No está dispuesto a revelar su identidad, pero sí a contar cómo cometió los crímenes y por qué.

Esperaba que Zagami dijera algo, pero permanecía impávido. Crucé los brazos sobre el escritorio tapizado de cuero, me aseguré de que mi viejo amigo me mirase a los ojos.

– Leonard, ¿me has oído? Este sujeto podría ser el hombre más buscado del país. Es listo. Está suelto. Y mata con las manos. Está emperrado en que yo escriba sobre lo que ha hecho porque quiere el dinero y la notoriedad. Sí. Quiere que lo admiren por haber hecho bien su trabajo. Y si no escribo el libro, me matará. También podría matar a Amanda. Así que necesito un simple sí o no, Leonard. ¿Estás interesado o no?

72

Leonard Zagami se reclinó en la silla, se meció un par de veces y, alisándose el poco pelo blanco que conservaba, me miró. Luego habló con desgarradora sinceridad, y eso fue lo que más dolió.

– Sabes que te tengo simpatía, Ben. Hemos estado juntos… ¿cuánto? ¿Diez años?

– Doce.

– Doce buenos años. Somos amigos, así que no te vendré con paparruchas. Mereces la verdad.

– Vale -dije, pero mi pulso latía con tanto estruendo que apenas oía sus palabras.

– Yo sólo digo en voz alta lo que pensaría cualquier buen empresario, así que no me malinterpretes, Ben. Has tenido una carrera prometedora pero tranquila. Ahora crees tener un libro que te quitará de la lista de los perdedores, elevará tu perfil en Raven-Wofford y en la industria editorial. ¿Me equivoco?

– ¿Crees que es una maniobra publicitaria? ¿Crees que estoy tan desesperado? ¿Me tomas el pelo?

– Déjame concluir. Tú sabes lo que pasó cuando Fritz Keller publicó la presunta historia real de Randolph Graham.

– Un escándalo, sí.

– Primero las «maravillosas reseñas», luego Matt Lauer y Larry King. Oprah puso a Graham en su club del libro, y luego empezó a saberse la verdad. Graham no era un asesino. Era sólo un matón y un escritor bastante bueno que adornó bastante su biografía. Y cuando estalló, la explosión arruinó a Fritz Keller.

Y añadió que Keller recibía amenazas por la noche en su casa, que los productores de televisión lo llamaban a su teléfono móvil, que las acciones de su empresa se habían ido a pique, que Keller había sufrido un infarto.

Mi propio corazón empezó a fibrilar. O bien Leonard pensaba que Henri mentía o que yo estaba inflando exageradamente un artículo periodístico. En ambos casos la respuesta era negativa. ¿Leonard no me había escuchado? Henri había amenazado con matarnos a Amanda y a mí. Leonard hizo una pausa, así que aproveché el momento.

– Leonard, voy a decir algo muy importante.

– Dilo, porque lamentablemente sólo tengo cinco minutos más.

– Yo también dudé. Me pregunté si Henri era de verdad un asesino, o si sólo era un embaucador talentoso que veía en mí el timo de su vida.

– Exacto.

– Bien, Henri es lo que dice. Y te lo puedo demostrar.

Puse la memoria USB en el escritorio.

– ¿Qué es eso?

– Todo lo que necesitas saber y más. Quiero que conozcas a Henri personalmente.

La pantalla del ordenador de Leonard mostró una habitación crepuscular, con velas ardiendo y una cama centrada en una pared. La cámara se acercó a una joven delgada que estaba tendida de bruces en la cama. Tenía el pelo rubio y largo, llevaba un bikini rojo y zapatos negros con suelas rojas, y tenía las muñecas atadas a los barrotes con sogas intrincadamente anudadas. Parecía drogada o dormida, pero rompió a llorar cuando el hombre entró en el cuadro. El hombre estaba desnudo, salvo por una máscara de plástico y guantes de látex azules.

Yo no quería ver el vídeo de nuevo. Fui hasta la pared de vidrio de la oficina, que daba a la fuente del atrio, y cuarenta y tres pisos más abajo gente diminuta cruzaba la plaza de la planta baja.

Oí las voces que venían del ordenador, oí la exclamación de Leonard. Me volví y vi que corría hacia la puerta. Cuando regresó minutos después, estaba blanco como la cera y había cambiado.

73

Leonard se desplomó en su silla, sacó la memoria y la miró como si fuera la serpiente del Jardín del Edén.

– Llévate esto -dijo-. Convengamos en que nunca lo he visto. No quiero tener ningún tipo de complicidad o lo que sea. ¿Has hecho la denuncia a la policía? ¿Al FBI?

– Henri dijo que si hacía eso me mataría, y también a Amanda. No puedo correr ese riesgo.

– Ahora entiendo. ¿Estás seguro de que la chica de ese vídeo es Kim McDaniels?

– Sí, es Kim.

Leonard cogió el teléfono, canceló su reunión de las doce y media y se reservó el resto de la tarde. Pidió bocadillos a la cocina y nos sentamos en los sillones del otro lado de la oficina.

– Bien, empieza por el principio -dijo-. No omitas un solo punto ni una sola coma.

Empecé por el principio. Le hablé de esa minúscula noticia de Hawai que se había transformado en un asesinato misterioso multiplicado por cinco. Le conté que había trabado amistad con Barbara y Levon McDaniels y que Henri me había engañado con sus disfraces: Marco Benevenuto y Charlie Rollins.

La emoción me quebró la voz cuando hablé de los cadáveres, y también cuando le conté que Henri había entrado en mi apartamento a punta de pistola y me había mostrado las fotos que le había tomado a Amanda.

– ¿Cuánto quiere Henri por su historia? ¿Te dio una cifra?

Le dije que Henri hablaba de varios millones, y el editor no se alteró. En la última hora había dejado de lado su escepticismo y mostraba un gran interés. Por el fulgor de sus ojos, pensé que había evaluado el mercado para ese libro y veía que su bache presupuestario quedaría tapado por una montaña de dinero.

– ¿Cuál es el paso siguiente? -me preguntó.

– Henri dijo que permanecería en contacto. Estoy seguro de que así será. De momento es todo lo que sé.

Leonard llamó a Eric Zohn, principal abogado de Raven-Wofford, y pronto un cuarentón alto, delgado y nervioso se reunió con nosotros.

Leonard y yo le informamos sobre «el legado del asesino», y Zohn presentó objeciones.

Zohn citó la ley «hijo de Sam», que sostenía que un homicida no podía ganar dinero con sus delitos. Él y Leonard hablaron de Jeffrey McDonald, que había entablado pleito a su escritor, y del libro de O. J. Simpson, pues la familia Goldman había reclamado las ganancias del libro para costear su pleito civil contra el autor.

– Me temo que seremos económicamente responsables ante las familias de las víctimas -dijo Zohn.

No me prestaban atención mientras deliberaban sobre los resquicios legales, pero noté que Leonard peleaba por el libro.

– Eric -dijo-, no digo esto a la ligera. Éste es un best seller garantizado en ciernes. Todos quieren saber qué hay en la mente de un asesino, y este asesino hablará sobre crímenes que todavía no están resueltos. Ben no tiene un libro sobre los delirios de un maníaco, sino sobre un maníaco que ha cometido estos actos.

Zohn quería más tiempo para estudiar las implicaciones jurídicas, pero Leonard se valió de su prerrogativa como ejecutivo.

– Ben, por ahora eres el escritor anónimo de Henri. Si alguien comenta que te vio en mi oficina, dile que viniste a presentar una nueva novela. Que la rechacé. Cuando Henri te llame, dile que estamos afinando una oferta que le gustará.

– ¿Eso es un sí?

– Lo es. Tienes mi aprobación. Éste es el libro más escalofriante que he abordado, y quiero publicarlo.

74

A la noche siguiente, de vuelta en Los Ángeles, aún me sentía en un mundo irreal. Amanda preparaba una cena de cuatro estrellas en su cocina minúscula mientras yo exploraba Internet sentado a su escritorio. En mi mente tenía imágenes indelebles de la ejecución de Kim McDaniels que me llevaron a muchos sitios web que comentaban trastornos de la personalidad. Pronto me centré en la descripción de los asesinos en serie.

Media docena de expertos convenían en que estos homicidas casi siempre aprenden de sus errores. Evolucionan. Toman distancia y no sienten el dolor de las víctimas. Siguen aumentando el peligro para realzar la emoción.

Entendía por qué Henri estaba tan feliz y satisfecho. Le pagaban por hacer lo que le encantaba hacer, y ahora un libro sobre su pasión sería una especie de desfile de la victoria.

Llamé a Amanda, que vino a la sala con una cuchara de madera en la mano.

– La salsa se quemará.

– Quiero leerte algo. Esto es de un psiquiatra, un veterano de Vietnam que ha escrito mucho sobre asesinos en serie. Aquí está. Escucha, por favor: «Todos tenemos algo de asesino en nosotros, pero cuando llegamos al proverbial borde del abismo, podemos retroceder un paso. Los sujetos que matan una y otra vez han saltado al abismo y han vivido en él durante años.»

– No diré «Ten cuidado con lo que deseas», Ben, porque eso no basta para describir lo que será trabajar con esta… criatura.

– Si pudiera alejarme de esto, Amanda, echaría a correr. A correr.

Ella me besó la coronilla y siguió removiendo su salsa. Poco después sonó el teléfono.

– Aguarde, lo llamaré -dijo Amanda.

Me entregó el teléfono con una expresión que sólo puedo describir como horror puro.

– Es para ti.

– ¿Sí? -dije al auricular.

– ¿Cómo ha ido nuestra gran reunión en Nueva York? -me preguntó Henri-. ¿Tenemos un contrato?

Mi corazón dio un brinco. Hice lo posible por conservar la calma.

– Estamos trabajando en ello -dije-. Hay que consultar a mucha gente, con la cantidad de dinero que pides.

– Lamento oír eso.

Yo tenía la aprobación de Zagami y se lo podía haber dicho, pero estaba escrutando el crepúsculo por la ventana, preguntándome dónde se encontraba Henri, cómo sabía que Amanda y yo estábamos allí.

– Haremos ese libro, Ben -dijo-. Si Zagami no está interesado, se lo llevaremos a otro. Pero, de cualquier modo, recuerda tus opciones. Escribir o morir.

– Henri, no me he expresado con claridad. Tenemos un acuerdo. Están trabajando en el contrato. Papeleo. Abogados. Hay que llegar a una cifra y hacer una oferta. Es una empresa enorme, Henri.

– Perfecto, entonces. Descorchemos el champán. ¿Cuándo tendremos esa oferta en firme?

Le dije que esperaba noticias de Zagami en un par de días y que luego habría que redactar un contrato. Era la verdad, pero aun así sentí vértigo. Iniciaría una sociedad con un gran tiburón blanco, una máquina de matar que no dormía nunca.

Henri nos observaba en ese preciso momento, ¿o no?

Nos observaba continuamente.

75

Henri no me había aclarado el destino final cuando me describió el trayecto.

– Coge la Diez y ve hacia el este -dijo-. Después te diré qué hacer.

Tenía los papeles en el maletín, el contrato de Raven House, las cesiones, las líneas punteadas de «Firmar aquí». También tenía una grabadora, libretas, ordenador, y en el bolsillo con cremallera del dorso del maletín, junto al equipo de recarga del ordenador, mi pistola. Esperaba tener oportunidad de usarla.

Subí al coche y me dirigí a la autopista. No era gracioso, pero la situación era tan extravagante que sentía ganas de reírme.

Tenía un contrato para un «best-seller garantizado» que había soñado durante años, sólo que este contrato tenía una cláusula de rescisión bastante drástica.

Escribir o morir.

¿Algún autor de la historia moderna firmó un contrato sujeto a la pena de muerte? Estaba seguro de que esto era único, y era todo mío.

Era un sábado soleado de mediados de julio. Eché a andar por la autopista, mirando el espejo retrovisor a cada instante, esperando que me siguieran, pero no vi a nadie. Me detuve para repostar gasolina, compré café y un donut, y volví a la carretera.

Al cabo de cien kilómetros y dos horas, sonó mi teléfono móvil.

– Coge la Ciento once a Palm Springs -dijo Henri.

La aguja del velocímetro había subido cuando vi la salida para la 111. Cogí la rampa y seguí por la autopista hasta que se transformó en Palm Canyon Drive, una calle de una sola dirección.

El teléfono volvió a sonar y recibí más instrucciones de mi «socio».

– Cuando llegues al centro, vira a la derecha en Tabquitz Canyon, y a la izquierda en Belardo. No cuelgues el teléfono.

Hice los dos giros, presintiendo que estaba cerca del sitio de reunión.

– Ya tienes que verlo -dijo Henri-, El Bristol Hotel.

Nos reuniríamos en un edificio público.

Eso era bueno. Era un alivio. Sentí un estallido de euforia.

Llegué a la entrada del hotel, le di las llaves al mozo del tradicional y famoso spa, conocido por su refinamiento y sus servicios.

Henri me habló al oído:

– Ve al restaurante que está junto a la piscina. La reserva está a mi nombre. Henri Benoit. Espero que tengas hambre, Ben.

Eso era positivo: me había dado un apellido. No sabía si era real o ficticio, pero me pareció una muestra de confianza.

Atravesé el vestíbulo y me dirigí al restaurante, pensando que todo iba a ser muy civilizado.

«Descorchemos el champán.»

76

El restaurante Desert Rose estaba bajo un dosel largo y azul cerca de la piscina. La luz rebotaba en el patio de piedra blanca y tuve que taparme los ojos para protegerme del resplandor. Le dije al maître que almorzaría con Henri Benoit.

– Usted es el primero en llegar -me dijo.

Me condujo a una mesa con una vista perfecta de la piscina, del restaurante y un sendero que serpenteaba alrededor del hotel y conducía al aparcamiento. Estaba de espaldas a la pared, con el maletín a mi derecha.

La camarera vino a la mesa, me habló de las diversas bebidas, que incluían la especialidad de la casa, un cóctel de granadina y zumo de frutas. Pedí una botella de Pellegrino y, cuando llegó, empiné una copa entera, la llené y esperé la llegada de Henri.

Miré la hora: sólo llevaba esperando diez minutos. Tenía la sensación de haber esperado el doble. Siempre alerta, llamé a Amanda y le dije dónde estaba. Luego usé el teléfono para hacer una búsqueda en Internet de cualquier mención de Henri Benoit.

No encontré nada.

Llamé a Nueva York para hablar con Zagami y le dije que estaba esperando a Henri. Maté otro minuto mientras le describía a Leonard el viaje al desierto, el hermoso hotel, mi estado de ánimo.

– Empiezo a entusiasmarme con esto-dije-. Sólo espero que firme el contrato.

– Sé cauto -dijo Zagami-. Guíate por el instinto. Me sorprende que llegue tarde.

– A mí no. No me gusta pero no me sorprende.

Fui al servicio y luego regresé a la mesa con precipitación. Me temía que Henri hubiera llegado mientras yo no estaba y estuviera sentado frente a mi silla vacía.

Me preguntaba qué apariencia tendría hoy. Si habría sufrido otra metamorfosis. Pero no había llegado.

La camarera se acercó, dijo que el señor Benoit había telefoneado para decir que se retrasaría y yo tendría que empezar sin él.

Pedí el almuerzo. La sopa de habichuelas a la toscana con col negra estaba bien. Probé algunos penne con desgana, sin saborear lo que me imaginaba era una gastronomía excelente. Acababa de pedir un espresso cuando sonó mi móvil.

Lo miré un instante.

– Hawkins -respondí, tratando de fingir que no estaba hecho un manojo de nervios.

– ¿Estás preparado, Ben? Tienes que conducir un poco más.

77

Coachella, California, situado a cuarenta kilómetros al este de Palm Springs, tiene una población de 25.000 personas. Un par de días al año, en abril, ese número casi se duplica durante el festival anual de música, un Woodstock en miniatura, sin el lodo.

Cuando termina el concierto, Coachella vuelve a ser una planicie agrícola en el desierto, hogar de jóvenes familias latinas y jornaleros, un lugar de paso para los camioneros que usan esa localidad como parada.

Henri me había dicho que buscara el Luxury Inn, y fue fácil encontrarlo. Estaba aislado en un largo tramo de carretera, y era un clásico motel con forma de U y piscina.

Dirigí el coche hacia el fondo, como me había dicho, busqué el número de habitación que me había dado, el 229.

Había dos vehículos en el aparcamiento. Uno era un Mercedes negro de modelo reciente, un coche alquilado. Supuse que Henri lo habría llevado allí. El otro era una camioneta Ford azul enganchada a una vieja caravana de nueve metros. Plateada con rayas azules, aire acondicionado, matrícula de Nevada.

Apagué el motor, cogí el maletín y abrí la puerta.

Un hombre apareció en el balcón. Era Henri, con la misma apariencia que la última vez que lo había visto; el cabello castaño peinado hacia atrás, rasurado, sin gafas, un sujeto guapo de cabeza bien proporcionada que podía adoptar otra identidad con un bigote, un parche en el ojo o una gorra de béisbol.

– Ben, deja el maletín en el coche -dijo.

– Pero el contrato…

– Yo buscaré tu maletín. Pero ahora sal del coche y por favor deja el móvil en el asiento. Gracias.

Una parte de mí gritaba: «Lárgate de aquí. Enciende el motor y márchate.» Pero una voz interior opuesta insistía en que, si abandonaba en ese momento, no habría ganado nada. Henri seguiría suelto y podría matarnos en cualquier momento, y sólo porque le había desobedecido.

Aparté la mano del maletín y lo dejé en el coche junto con el móvil. Henri bajó corriendo la escalera y me dijo que apoyara las manos en el capó. Luego me cacheó con pericia.

– Pon las manos a la espalda, Ben -dijo con amable tranquilidad. Sólo que me apoyaba el cañón de una pistola en la columna vertebral.

La última vez que le di la espalda a Henri, él me había dejado fuera de combate de un culatazo en la nuca. Ni siquiera pensé demasiado, sólo usé el instinto y el entrenamiento. Me moví al costado, dispuesto a girar para desarmarlo, pero lo que vino a continuación fue una oleada de dolor.

Los brazos de Henri me estrujaron como un tornillo de banco y me derribó. Fue una caída violenta y dolorosa, pero no tenía tiempo para examinar mi estado. Henri estaba encima de mí, su pecho sobre mi espalda, sus piernas entrelazadas con las mías. Me enganchó con los pies de tal modo que nuestros cuerpos quedaron unidos y su peso me aplastaba contra la calzada. Sentí la presión del cañón del arma en la oreja.

– ¿Alguna otra idea? -dijo-. Venga, Ben, ¿quieres intentarlo de nuevo?

78

Esa llave me había dejado tan inmovilizado como si me hubieran partido la columna vertebral. Ningún cinturón negro aficionado podría haberme derribado así.

– Podría desnucarte en un santiamén -dijo-. ¿Entiendes?

Asentí con un jadeo, y él se levantó, me aferró el antebrazo y me ayudó a incorporarme.

– Trata de hacerlo bien esta vez. Da media vuelta y pon las manos a la espalda.

Entonces me esposó y luego subió las esposas, y casi me dislocó los hombros.

Me empujó contra el coche y puso mi maletín en el techo. Lo abrió, encontró mi pistola, la arrojó al suelo del vehículo. Luego aseguró las puertas y me llevó hacia la caravana.

– ¿Qué demonios es esto? -pregunté-. ¿Adónde vamos?

– Lo sabrás cuando lo sepas -dijo el monstruo.

Abrió la puerta y entré a trompicones.

Era una caravana vieja y maltrecha. A mi derecha estaba la cocina: una mesa unida a la pared, dos sillas atornilladas al suelo. A mi derecha había un sofá que podía usarse como cama plegable. Un gabinete albergaba un retrete y un catre.

Henri me condujo a una de las sillas y me obligó a sentarme con un golpe detrás de las rodillas. Me puso un saco de tela negra en la cabeza y me ciñó la pierna con una argolla. Oí el rechinar de una cadena y el chasquido de un cerrojo.

Estaba engrillado a un gancho del suelo.

Henri me palmeó el hombro.

– Cálmate, no quiero lastimarte. No me interesa matarte sino que escribas el libro. Ahora somos socios, Ben. Trata de confiar en mí.

Yo estaba encadenado y prácticamente ciego. No sabía adónde me llevaba Henri. Y sin duda no confiaba en él.

Oí que atrancaba la puerta, y luego puso en marcha la camioneta. El aire acondicionado bombeaba una brisa fría a través de un conducto del techo.

Anduvimos sin traqueteos durante media hora, luego viramos a la derecha por una carretera irregular. Siguieron otros giros. Traté de aferrarme al liso asiento de plástico con los muslos, pero repetidamente me golpeaba contra la pared y la mesa.

Al rato perdí la cuenta de los virajes y de la hora. Me deprimía que Henri me hubiera dominado totalmente. Era la pura y sencilla verdad.

Henri estaba al mando. Él tenía la voz cantante. Yo sólo seguía el tirón de la traílla.

79

Al cabo de una hora y media el vehículo se detuvo y abrieron la puerta. Henri me arrancó la capucha.

– Última parada, amigo. Estamos en casa.

A través de la puerta abierta vi un desierto llano y hostil; dunas de arena hasta el horizonte, yucas desgreñadas y gallinazos surcando el cielo en círculos.

Mi mente también volaba en círculos alrededor de un pensamiento: «Si Henri me mata aquí, nunca encontrarán mi cuerpo.» A pesar del aire refrigerado, el sudor resbalaba por mi cuello cuando él se apoyó en la angosta mesa de formica.

– Hice un poco de investigación sobre las colaboraciones literarias -dijo-. La gente dice que se requieren unas cuarenta horas de entrevistas para obtener material para un libro. ¿Es correcto?

– Quítame las esposas, Henri. De aquí no puedo fugarme.

Abrió la pequeña nevera y vi que estaba aprovisionada con agua, Gatorade, alimentos envasados. Sacó dos botellas de agua y apoyó una en la mesa.

– Si trabajamos ocho horas por día, estaríamos aquí cinco días.

– ¿Dónde es aquí?

– El parque Joshua Tree. Un campamento cerrado por reparaciones viales, pero el equipo eléctrico funciona -dijo.

El parque nacional Joshua Tree consiste en 400.000 hectáreas de desierto, kilómetros de nada salvo yuca, broza y formaciones rocosas en todas las direcciones. Se dice que las vistas desde lo alto son espectaculares, pero la gente normal no acampa en él en la canícula de pleno verano. Yo ni siquiera entendía a la gente que iba allí.

– Por si crees que podrías escapar de aquí -añadió-, permíteme ahorrarte la molestia. Esto es Alcatraz, pero en desierto. Esta caravana se encuentra en medio de un mar de arena. Las temperaturas diurnas llegan a cincuenta grados. Aun si huyeras de noche, el sol te freiría antes de que llegaras a una carretera. Con toda franqueza, te aconsejo que no lo intentes.

– Cinco días, ¿eh?

– Estarás de vuelta en Los Ángeles para el fin de semana. Palabra de niño explorador.

– Vale. Entonces, ¿por qué no me sueltas?

Extendí las manos y Henri me quitó las esposas.

80

Me froté las muñecas, me levanté y empiné una botella de agua fría de un solo trago, y ese pequeño alivio me dio una dosis de inesperado optimismo. Pensé en el entusiasmo de Leonard Zagami. Imaginé que mis viejos sueños de escritor se concretaban.

– Bien -dije-, manos a la obra.

Ambos instalamos el toldo del flanco del remolque, pusimos un par de sillas plegables y una mesa bajo la delgada franja de sombra. Con la puerta del remolque abierta, sintiendo el cosquilleo del aire fresco en la nuca, nos pusimos a trabajar.

Le mostré el contrato, le expliqué que Raven-Wofford sólo haría pagos al autor. Yo le pagaría a Henri.

– Los pagos se efectúan por partes -le expliqué-. El primer tercio se liquida contra la firma. El segundo se efectúa cuando se acepta el manuscrito, y el pago final se hace contra la publicación.

– Tienes un buen seguro de vida -dijo Henri, y esbozó una sonrisa radiante.

– Términos estándar para proteger al editor de los escritores que se atascan en mitad del proyecto.

Discutimos qué porcentaje le correspondía a cada uno, una negociación ridículamente unilateral.

– Es mi libro, ¿verdad? -dijo-, y tu nombre figura en él. Eso vale mucho más que dinero, Ben.

– ¿Propones que trabaje gratis? -repliqué.

Henri sonrió.

– ¿Tienes una pluma? -preguntó.

Le entregué una y él firmó con su nom de guerre en las líneas punteadas, y luego me dio el número de una cuenta bancaria de Zurich. Guardé el contrato y Henri sacó un cable de electricidad de la caravana. Encendí el ordenador y la grabadora, probé el sonido.

– ¿Listo para empezar? -pregunté.

– Te contaré todo lo que necesitas saber para escribir este libro, pero no dejaré un rastro de migajas, ¿entiendes?

– Es tu historia, Henri. Cuéntala como quieras.

Se reclinó en la silla de lona, plegó las manos sobre el vientre duro y comenzó por el principio.

– Me crié en el quinto infierno, en un pueblucho rural en el linde de la nada. Mis padres tenían una granja avícola y yo era el único hijo. Su matrimonio era horrible. Mi padre bebía y golpeaba a mi madre. Y a mí. Ella también me golpeaba y a veces intentaba golpear a mi padre.

Henri describió una destartalada casa de cuatro habitaciones, su cuarto en la buhardilla, sobre el dormitorio de sus padres.

– Había una fisura entre los tablones del suelo -dijo-. Yo no llegaba a ver la cama, pero veía sombras y oía lo que hacían. Sexo y violencia. Todas las noches me dormía con ese arrullo.

Describió los tres cobertizos largos para los pollos, y me contó que a los seis años su padre lo puso a cargo de sacrificar los pollos a la antigua usanza: decapitación con hacha sobre un tajo de madera.

– Yo hacía mis quehaceres como un buen chico. Iba a la escuela y a la iglesia. Hacía lo que me decían y trataba de esquivar los golpes. Mi padre no sólo me apaleaba, sino que me humillaba. En cuanto a mi madre, la perdono. Pero durante años tuve el sueño recurrente de que los mataba a ambos. En el sueño, les apoyaba la cabeza en aquel viejo tocón del gallinero, empuñaba el hacha y miraba correr sus cuerpos decapitados. Durante un rato, al despertar de ese sueño, creía que era verdad. Que lo había hecho en serio.

Henri me clavó los ojos.

– La vida continuó. Figúrate, Ben, un chiquillo encantador con un hacha en la mano, con el mono empapado de sangre.

– Es una historia muy triste, Henri. Pero parece un buen comienzo para el libro.

Meneó la cabeza.

– Tengo un principio mejor.

– Vale. Adelante.

Inclinó el cuerpo y entrelazó las manos.

– Yo empezaría la película de mi vida en la feria estival -dijo-. La escena se centraría en mí y una hermosa rubia llamada Lorna.

81

Yo revisaba continuamente la grabadora, veía que las ruedecillas giraban despacio.

Una brisa seca barría la arena y una lagartija pasó sobre mi zapato. Henri se mesó el pelo con las dos manos; parecía nervioso, agitado. Nunca le había visto esa crispación, y me transmitía su nerviosismo.

– Por favor, descríbeme la escena, Henri. ¿Era la feria del condado?

– Podrías llamarla así. A un lado del camino principal había productos agrícolas y ganado. Al otro lado estaban los juegos mecánicos y la comida. Ningún rastro, Ben. Esto podría haber ocurrido en las afueras de Wengen, Chipping Camden o Cowpat, Arkansas.

»No importa dónde fue. Sólo imagínate las luces brillantes de la feria, la gente feliz y las competencias entre animales. Allí estaban en juego los negocios, las granjas de la gente y su futuro.

»Yo tenía catorce años. Mis padres mostraban pollos exóticos en la tienda de aves de corral. Se hacía tarde y mi padre me dijo que sacara el camión del terreno reservado para los vehículos de los exhibidores, a cierta distancia de la feria.

»En el camino, tomé por uno de los pabellones de comida y vi a Lorna vendiendo productos horneados. Lorna tenía mi edad y éramos compañeros en la escuela. Era rubia, un poco tímida. Llevaba sus libros contra el pecho para que no le viéramos el busto. Pero lo veíamos de todos modos. Todo me apetecía en Lorna.

Asentí y Henri continuó con su historia.

– Recuerdo que aquel día llevaba ropa azul. Su pelo parecía aún más rubio y cuando la saludé pareció alegrarse de verme. Me preguntó si quería comer algo en la feria. Yo sabía que mi padre me mataría si no regresaba con el camión, pero me dispuse a aguantar la tunda, pues estaba loco por aquella hermosa chica.

Contó que le había comprado una pasta a Lorna y habían ido juntos a una de las atracciones, y que ella le apretó la mano cuando la montaña rusa hizo su vertiginoso descenso.

– Sentía una especie de ternura dulce y desbocada por ella. Después de la montaña rusa, se acercó otro chico, Craig. Era un par de años mayor. A mí no me dio ni la hora, y le dijo a Lorna que tenía billetes para la rueda de la fortuna, que era sensacional ver la feria al despuntar las estrellas, con todas las luces debajo. Lorna dijo que le encantaría ir, y se volvió hacia mí para preguntarme si me molestaba y luego se fue con aquel tipo.

»Bien, Ben, la verdad es que me molestó. Y mucho.

»Los seguí con la vista, y luego fui a buscar el camión, resignado a recibir el castigo. El terreno estaba oscuro, pero encontré el camión de mi padre junto a un remolque de ganado. Junto a éste había otra chica que conocía de la escuela, Molly, y tenía un par de terneros con cintas en los arreos. Trataba de subirlos al remolque, pero no le obedecían. Me ofrecí para ayudarla. Molly dijo que no hacía falta, que ya los tenía dominados, y trató de empujar los terneros rampa arriba.

»No me gustó su modo de contestarme, Ben. Entendí que se había extralimitado. Así que empuñé una pala que había apoyada en el remolque. Y cuando Molly me dio la espalda, la descargué contra su nuca. Hubo un ruido húmedo, un sonido que me estremeció, y cayó al suelo.

Henri hizo una pausa. El momento se prolongó, y yo esperé.

– La arrastré al remolque -dijo al fin-, y cerré la puerta. Se había puesto a gemir. Le dije que nadie la oiría, pero no se callaba. Así que le puse las manos en el cuello y la estrangulé con tanta naturalidad como si repitiera algo que había hecho antes. Quizá lo había hecho en sueños.

Giró la pulsera del reloj y contempló el desierto. Cuando volvió a mirarme, sus ojos no tenían expresión.

– Mientras la estrangulaba, oí que pasaban dos hombres hablando y riendo. Le estrujaba la garganta con tanta fuerza que me dolían las manos, así que apreté más y seguí apretando hasta que Molly dejó de respirar.

»Le solté la garganta y ella trató de inspirar, pero ya no gemía. La abofeteé con fuerza. Le quité la ropa, la volví y la follé, siempre apretándole el cuello, y cuando terminé, la estrangulé definitivamente.

– ¿Qué te pasaba por la cabeza mientras hacías eso?

– Sólo quería seguir haciéndolo. No quería que cesara esa sensación. Imagínate, Ben, tener un orgasmo con el poder de vida y muerte en tus manos. Sentía que me había ganado el derecho a hacerlo. ¿Quieres saber cómo me sentía? Me sentía como Dios.

82

Por la mañana desperté cuando se abrió la puerta de la caravana y entró la luz del sol.

– Café y panecillos -dijo Henri-. Para ti, amigo. También huevos. Desayuno para mi socio.

Me incorporé en la cama plegable y Henri encendió la cocina, batió los huevos en un cuenco, hizo sisear la sartén. Una vez que comí, mi «socio» me llevó a un puesto de guardabosques cerrado, a un kilómetro de distancia, para que me duchase.

Durante el trayecto mantuve la mano en la manija de la puerta y escruté las dunas. No vi ninguna criatura viviente, salvo un conejo que se ocultaba detrás de un montículo de pedrejones y docenas de yucas que arrojaban su sombra filosa en la arena.

Después de mi ducha regresamos a la caravana y nos pusimos a trabajar bajo el toldo. Yo seguía pensando que Henri había confesado un homicidio. En alguna parte, una chica de catorce años había muerto estrangulada en una feria. Aún constaría algún registro de su muerte.

¿Henri me dejaría vivir con ese conocimiento?

Él volvió a la historia de Molly, en el punto donde se había interrumpido la noche anterior.

Estaba de buen talante, y gesticulaba con las manos para mostrarme cómo había arrastrado el cuerpo de Molly al bosque y lo había sepultado bajo la hojarasca. Dijo que se imaginaba el miedo que se propagaría de la feria a los pueblos circundantes cuando se denunciara la desaparición de Molly.

Él se había sumado a la búsqueda de Molly, había pegado carteles y asistido a la vigilia a la luz de las velas, y mientras tanto guardaba su secreto: que había matado a Molly y se había salido con la suya.

Describió el funeral de la muchacha, el ataúd blanco bajo un manto de flores. Había observado a la gente que lloraba, sobre todo a la familia de Molly, los padres y hermanos.

– Me preguntaba cómo sería tener esos sentimientos -me dijo-. Tú sabes algo sobre los asesinos en serie más famosos, ¿verdad, Ben? Gacy, Arder alias BTK, Dahmer, Bundy. Todos estaban motivados por compulsiones sexuales. Anoche pensaba que es importante para el libro establecer una distinción entre esos asesinos y yo.

– Un momento, Henri. Me contaste cómo te sentías al violar y matar a Molly. Y está el video en que apareces con Kim McDaniels. ¿Y ahora me dices que no eres como esos otros? No parece congruente.

– Pasas por alto lo importante. Presta atención, Ben. Esto es crucial. He matado a muchas personas y tuve relaciones sexuales con la mayoría de ellas. Pero, a excepción de Molly, cada vez que maté lo hice por dinero.

Afortunadamente la grabadora lo estaba registrando todo, porque mi mente estaba dividida en tres partes: el escritor, procurando unir las anécdotas de Henri en una narración atractiva; el policía, buscando pistas de la identidad de Henri a partir de lo que me revelaba, lo que excluía y los puntos ciegos psicológicos que él ignoraba que tenía; y la parte de mi cerebro que trabajaba con más intensidad era el superviviente.

Henri decía que había matado por dinero, pero había matado a Molly por furia. Y me había advertido que me mataría si yo no hacía lo que él decía. En cualquier momento podía infringir sus propias reglas.

Escuché. Traté de aprehender a Henri Benoit en todas sus dimensiones. Pero ante todo procuraba averiguar qué debía hacer para salvar el pellejo.

83

Henri regresó al remolque con bocadillos y una botella de vino.

– ¿Cómo anda tu negocio con los Mirones? -le pregunté después de que descorchara la botella.

– Ellos se hacen llamar la Alianza -dijo. Sirvió dos copas y me pasó una-. Una vez los llamé los Mirones y me dieron una lección: ni trabajo ni paga. -Remedó un acento alemán-. «No te portes mal, Henri. No juegues con nosotros.»

– Así que la Alianza es alemana.

– Uno de los miembros es alemán. Horst Werner. Ese nombre ha de ser un alias. Nunca lo verifiqué. Otro es Jan van der Heuvel, holandés. Ése también podría ser un alias. Huelga decir, Ben, que cambiarás todos los nombres en el libro, ¿verdad? Aunque estas personas no son tan estúpidas como para dejar huellas.

– Descuida.

Él asintió y continuó. Ya no estaba agitado, pero su voz era más dura. No podía encontrarle una sola fisura.

– Hay otros en la Alianza, pero no sé quiénes son. Viven en el ciberespacio. Aunque conozco a una muy bien: Gina Prazzi. Ella me reclutó.

– Eso suena interesante. ¿Te reclutaron? Háblame de Gina.

Henri bebió un sorbo de vino y comenzó a contarme que había conocido a una bella mujer después de sus cuatro años en una prisión iraquí.

– Yo almorzaba en un bistro de París cuando reparé en una mujer alta, esbelta, extraordinaria, sentada a una mesa cercana. Tenía la tez muy blanca y las gafas apoyadas en un pelo espeso y castaño. Pechos erguidos, piernas largas, y tres relojes de diamantes en una muñeca. Parecía rica, refinada e inaccesible, y yo la deseé.

»Ella puso dinero sobre la cuenta y se levantó para marcharse. Yo quería hablarle, y lo único que se me ocurrió fue preguntarle la hora. Me echó una mirada larga y lenta, desde mis ojos hasta mis zapatos, y luego a la inversa. Mi ropa era barata. Hacía pocas semanas que había salido de la cárcel. Los cortes y magulladuras habían sanado, pero aún estaba escuálido. La tortura, las cosas que había visto, las imágenes estaban grabadas en mis ojos. Aun así, reconoció algo en mí. Esa mujer, ese ángel cuyo nombre yo aún no conocía, me respondió: «Tengo la hora de París, la hora de Nueva York, la hora de Shangái… y también tengo unas horas para ti.»

La voz de Henri se suavizó mientras hablaba de Gina Prazzi. Era como si al fin hubiera saboreado la satisfacción tras una vida de privaciones.

Dijo que habían pasado una semana en París, y que él aún la visitaba cada septiembre. Describió sus paseos por la Place Vendôme, las compras que hacían. Dijo que Gina pagaba todo, le compraba regalos y ropa cara.

– Su familia era rica y tenía cierto abolengo -me dijo-. Tenía relaciones con un mundo de fasto y riqueza que yo desconocía por completo.

Después de esa semana en París, recorrieron el Mediterráneo en el yate de Gina. Henri evocó imágenes de la Costa Azul, diciendo que era uno de los sitios más bellos del mundo. Recordaba sus retozos en la cabina, el vaivén de las olas, el vino, las comidas exquisitas en restaurantes con vistas panorámicas del Mediterráneo.

– Probé el whisky Glen Garloch de 1958, a 2.600 dólares la botella. Y hay una comida que nunca olvidaré. Raviolis de erizo de mar seguidos por conejo con hinojo, mascarpone y limón. No estaba mal para un patán del campo, ex prisionero de Al Qaeda.

– Yo prefiero el bistec con patatas.

Henri se echó a reír.

– Eso porque no has hecho un tour gastronómico por el Mediterráneo. Podría enseñarte. Podría llevarte a una repostería de París, Au Chocolat, y nunca más serías el mismo, Ben.

»Pero estaba hablando de Gina, una mujer de paladar refinado. Un día apareció un tío nuevo a nuestra mesa. El holandés Jan van der Heuvel.

Henri tensó el rostro al hablar de Van der Heuvel, que los había acompañado a la habitación del hotel y había dado instrucciones escénicas desde una silla en el rincón mientras Henri hacía el amor con Gina.

– No me gustaba ese tipo ni ese número, pero un par de meses antes yo dormía sobre mi propia inmundicia, comiendo bichos. ¿Qué cosa no haría por estar con Gina, con o sin Jan van der Heuvel?

El rugido de un helicóptero que sobrevolaba el valle ahogó su voz. Me advirtió con los ojos que no me moviera de la silla. Cuando regresó el silencio del desierto, tardó unos instantes en continuar con la historia de Gina.

84

– Yo no amaba a Gina -me dijo-, pero estaba fascinado por ella, obsesionado. Bien, quizá la amaba en cierto modo -añadió, concediendo por primera vez que tenía una vulnerabilidad humana-. Un día, en Roma, ella conoció a una muchacha…

– ¿Y el holandés? ¿No estaba con vosotros?

– No del todo. Había regresado a Ámsterdam, pero él y Gina tenían una conexión extraña. Siempre hablaban por teléfono. Ella susurraba y reía cuando hablaba con él. ¿Te imaginas? A ese tío le gustaba mirar, pero físicamente ella estaba conmigo.

– Me hablabas de Gina en Roma -le recordé, para que siguiera con el hilo de la narración.

– Sí, por cierto. Gina conoció a una estudiante que brincaba de cama en cama mientras cursaba su carrera. Una golfa de Praga en la Università degli Studi di Roma. No recuerdo el nombre, sólo que era atractiva y demasiado confiada.

»Los tres estábamos en la cama cuando Gina me dijo que cerrara las manos sobre el cuello de la muchacha. Es una práctica sexual llamada "juego del aliento". Intensifica el orgasmo, y sí, Ben, antes de que me preguntes, fue emocionante revivir mi singular experiencia con Molly. La muchacha se desmayó y yo aflojé el apretón para que respirara. Gina me aferró la polla y me besó. «Despáchala, Henri», dijo luego. Iba a montarme sobre la muchacha, pero Gina añadió: «No, Henri. No entiendes. Despáchala.» Estiró la mano hacia la mesilla, alzó las llaves de su Ferrari y meció las llaves ante mis ojos. Era una oferta: el coche por la vida de la chica.

»Maté a la chica. E hice el amor con Gina con la chica muerta junto a nosotros. Gina estaba frenética de excitación. Cuando se corrió, fue como si muriese y renaciera como una mujer más blanda y dulce.

Los gestos de Henri se distendieron. Me contó que había conducido el Ferrari en un viaje de tres días hasta Florencia, y me describió la vida en que se estaba iniciando.

– Poco después del viaje a Florencia, Gina me habló de la Alianza, y me contó que Jan era un miembro importante.

El turismo por Europa occidental había concluido. Henri se enderezó y abandonó su voz lánguida para adoptar un tono crispado.

– Gina me dijo que la Alianza era una organización secreta compuesta por las mejores personas, con lo cual quería decir gente de fortuna, obscenamente rica. Dijo que podían utilizarme… «Aprovechar mi talento» fue su expresión. Y dijo que me darían una suculenta recompensa. Así pues, Gina no me amaba. Quería usarme para algo. Eso me dolió un poco, desde luego. Al principio pensé en matarla. Pero no era necesario, ¿verdad, Ben? Más aún, habría sido estúpido. -¿Porque ellos te contrataban para matar?

– Desde luego.

– Pero ¿en qué beneficiaba eso a la Alianza?

– Benjamin -dijo pacientemente-, ellos no me contrataban para liquidar a sus enemigos. Yo filmo mi trabajo. Hago películas para ellos. Pagan por mirar.

85

Henri había dicho que mataba por dinero y ahora todo encajaba. Había matado y filmado esas ejecuciones sexuales para un público selecto por un precio principesco. Ahora la escenografía de la muerte de Kim tenía sentido. Había sido el trasfondo cinematográfico de su perversión. Pero yo no entendía por qué había ahogado a Levon y a Barbara. ¿Cómo se explicaba eso?

– Estabas hablando de los Mirones. El trabajo que realizaste en Hawai.

– Lo recuerdo. Bien, entiende: los Mirones me conceden un amplio margen de libertad creativa. Reparé en Kim a causa de sus fotos. Usé una treta para obtener información en su agencia. Dije que quería contratarla y pregunté cuándo regresaría de… ¿dónde era la filmación?

»Me dijeron el lugar y yo averigüé el resto: qué isla, la hora de llegada, el hotel. Mientras esperaba la llegada de Kim, maté a la pequeña Rosa. Era un aperitivo, un amuse-bouche…

¿Amuse qué?

– Significa un entremés, y en este caso la Alianza no había encargado el trabajo. Ofrecí la película en una subasta… Sí, hay un mercado para esas cosas. Gané un dinero adicional y me aseguré de que el holandés viera la película. Jan tiene predilección por las niñas jóvenes y yo quería que los Mirones se engolosinaran con mi trabajo. Cuando Kim llegó a Maui para el rodaje, yo la vigilaba.

– ¿Usabas el nombre de Nils Bjorn? -pregunté.

Henri dio un respingo y frunció el ceño.

– ¿Cómo has sabido eso?

Había cometido un error. Mi salto mental había asociado a Gina Prazzi con la mujer que me había telefoneado en Hawai diciéndome que investigara a un huésped llamado Nils Bjorn. Al parecer Henri había hecho la misma asociación, y no le había gustado.

Pero ¿por qué Gina traicionaría a Henri? ¿Qué era lo que yo no sabía acerca de ambos?

Parecía un gancho importante para la historia de Henri, pero me hice una advertencia a mí mismo: por mi seguridad, debía cuidarme de no alertar a Henri. Cuidarme mucho.

– La policía recibió una pista -dije-. Un traficante de armas con ese nombre se marchó del Wailea Princess en el momento en que Kim desapareció. Nunca lo interrogaron.

– Te diré una cosa, Ben: yo era Nils Bjorn, pero he destruido su identidad. Nunca volveré a usarla. Ya no te sirve de nada.

Se levantó abruptamente del asiento. Acomodó el toldo para bloquear los rayos bajos del sol. Aproveché esa pausa para calmar mis nervios.

Estaba cambiando la casete por una nueva cuando Henri dijo:

– Viene alguien.

Mi corazón se desbocó.

86

Me cubrí los ojos del sol con las manos, miré el camino que surcaba el desierto hacia el oeste, vi un sedán oscuro subiendo una loma.

– ¡Muévete! -dijo Henri-. Coge tus cosas, tu copa y tu silla y métete dentro.

Entré a trompicones en el remolque con él detrás de mí. Desenganchó la cadena del suelo y la metió bajo el fregadero. Me dio mi chaqueta y me dijo que entrara en el baño.

– Si nuestro visitante se entromete demasiado -dijo Henri, lavando las copas de vino-, quizá tenga que eliminarlo. Eso significa que podrías ser testigo de un homicidio, Ben. No es saludable para ti.

Me acurruqué en el diminuto aseo y me miré la cara en el espejo antes de apagar la luz. Tenía barba de tres días y la camisa arrugada. Ofrecía un pésimo aspecto. Parecía un pordiosero.

La pared del baño era delgada y a través de ella se oía todo. Llamaron a la puerta de la caravana y Henri abrió. Oí unos pasos pesados subiendo la escalinata.

– Entre, agente, por favor. Soy el hermano Michael -dijo Henri.

– Soy la teniente Brooks -dijo la voz cortante de una mujer-. Servicio de Parques. Este campamento está cerrado, señor. ¿No vio el bloqueo del camino y el letrero de «No entrar»?

– Lo lamento. Quería rezar en completa soledad. Pertenezco al monasterio camaldulense de Big Sur. Estoy en un retiro.

– No me importa si es acróbata del Cirque du Soleil. No tiene derecho a estar aquí.

– Dios me condujo aquí. Él me dio ese derecho. Pero no tenía ninguna mala intención. Lo siento.

Podía sentir la tensión fuera de la puerta. Si la teniente intentaba usar su radio para comunicar la situación, podía darse por muerta. Años atrás, en Portland, yo había retrocedido con el coche patrulla y había tumbado a un viejo en silla de ruedas. En otra ocasión, encañoné con mi arma a un chiquillo que saltó entre dos coches, apuntándome con una pistola de agua.

En ambas ocasiones pensé que mi corazón no podía latir más deprisa, pero con toda franqueza lo que estaba viviendo en ese momento era peor. Si la hebilla de mi cinturón chocaba contra el lavabo de metal, la mujer lo oiría. Si me veía, si me interrogaba, Henri podría decidir matarla y su muerte recaería sobre mi conciencia.

Y luego me mataría a mí.

Recé para no estornudar. Recé.

87

La teniente le dijo a Henri que comprendía muy bien lo que era un retiro en el desierto, pero que ese lugar no era seguro.

– Si el piloto del helicóptero no hubiera visto la caravana, no habría ninguna patrulla por aquí. ¿Qué sucedería si se quedara sin combustible? ¿O sin agua? Nadie lo encontraría y usted moriría -dijo Brooks-. Esperaré mientras recoge sus cosas.

Oí el crepitar de una radio.

– Lo tengo, Yusef -dijo la teniente.

Esperé el inevitable disparo, pensé en abrir la puerta de un puntapié y tratar de arrebatarle el arma a Henri, salvar a esa pobre mujer.

– Es un monje, una especie de anacoreta -dijo la teniente por radio-. Sí, está solo. No; todo bajo control.

– Teniente, es tarde -intervino la voz de Henri:-. Puedo partir por la mañana sin dificultad. Agradecería una noche más aquí, para mis meditaciones.

– Lo siento, pero no es posible.

– Claro que sí. Sólo pido una noche más -insistió él.

– ¿Su depósito de gasolina está lleno?

– Sí. Lo llené antes de entrar en el parque.

– ¿Y tiene agua suficiente?

La puerta de la nevera se abrió con un chirrido.

– Está bien. Pero mañana por la mañana se va de aquí -cedió la mujer-. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Lamento las molestias.

– Vale. Que tenga buenas noches, hermano.

– Gracias, teniente. Que Dios la bendiga.

Oí que el coche de la mujer arrancaba. Un minuto después, Henri abrió mi puerta.

– Cambio de planes -dijo mientras yo salía penosamente del baño-. Yo cocinaré. Trabajaremos toda la noche.

– Muy bien -dije.

Miré por la ventana y vi que los faros del coche patrulla regresaban a la civilización. A mis espaldas, Henri puso unas hamburguesas en la sartén.

– Esta noche tenemos que avanzar bastante -dijo.

Yo pensaba que al mediodía del día siguiente estaría en Venice Beach contemplando a los fisicoculturistas y las chicas en tanga, los patinadores y ciclistas en las sinuosas sendas de cemento de la playa y la costa. Pensaba en los perros con pañuelo y gafas, los críos con sus triciclos, y que comería huevos rancheros con salsa extra en Scotty's con Amanda.

Le contaría todo.

Henri me puso delante una hamburguesa y un bote de kétchup. -Aquí tienes, don bistec-con-patatas.

Se puso a preparar café.

La vocecilla de mi cabeza dijo: «Todavía no estás en casa.»

88

Cuando realizas una entrevista, no escuchas de la manera habitual. Yo tenía que concentrarme en lo que decía Henri, hilvanarlo con la historia, decidir si necesitaba que se explayara sobre ese tema o si debíamos seguir adelante.

La fatiga me envolvía como niebla y la combatí con café, manteniendo mi objetivo a la vista: «Consigna todo y sal de aquí con vida.»

Henri volvió a la historia de sus servicios para el contratista militar, Brewster-North. Me dijo que había aportado su conocimiento de varios idiomas, y que había aprendido varios más mientras trabajaba para ellos.

Me contó que había entablado cierta relación con el falsificador de Beirut. Encorvó los hombros al describir en detalle su encarcelamiento, la ejecución de sus amigos.

Hice preguntas y situé a Gina Prazzi en la cronología. Le pregunté si ella conocía su verdadera identidad y él dijo que no. Había usado el nombre que congeniaba con los documentos que el falsificador le había dado: Henri Benoit de Montreal.

– ¿Has mantenido el contacto con Gina?

– Hace años que no la veo. Desde Roma. Ella no confraterniza con la servidumbre.

Avanzamos desde su romance de tres meses con Gina hasta las muertes por encargo de la Alianza, una seguidilla de homicidios iniciada cuatro años atrás.

– En general mataba mujeres jóvenes -me dijo-. Me mudaba continuamente, cambiaba mi identidad con frecuencia. -Y empezó a narrar las muertes, varias jóvenes en Yakarta, una israelí en Tel Aviv-. Qué luchadora, esa chica judía. Por Dios. Por poco me mata a mí.

Visualicé la estructura narrativa. Me entusiasmaba al pensar cómo organizaría el borrador, y por un momento casi me olvidé de que no se trataba del libro de una película.

Los homicidios eran reales.

El arma de Henri estaba cargada.

Numeraba las cintas y las cambiaba, hacía anotaciones para tener presentes nuevas preguntas mientras Henri enumeraba sus víctimas; las jóvenes prostitutas de Corea, Venezuela, Bangkok.

Explicó que siempre había amado el cine y que al filmar películas para la Alianza había mejorado como cazador. Los asesinatos eran cada vez más complejos y cinematográficos.

– ¿No te preocupa que esas películas anden recorriendo el mundo?

– Siempre oculto mi rostro -dijo-. O bien uso una máscara, como hice con Kim, o bien trabajo en el vídeo con una herramienta de distorsión. El software que uso me permite eliminar mi cara fácilmente.

Me dijo que sus años en Brewster-North le habían enseñado a abandonar los cuerpos y las armas in situ y que, aunque no había ningún registro de sus huellas dactilares, nunca dejaba ningún rastro personal.

Me contó cómo había matado a Julia Winkler, cuánto la amaba. Reprimí un comentario desagradable sobre lo que significaba ser amada por Henri. Y me habló de los McDaniels, y cuánto los admiraba. En ese punto tuve ganas de abalanzarme sobre él para estrangularlo.

– ¿Por qué, Henri, por qué tuviste que matarlos? -pregunté al fin.

– Formaba parte de una serie cinematográfica que estaba haciendo para los Mirones, lo que llamábamos un documental. Maui fue muy lucrativa, Ben. Cinco días de trabajo por mucho más de lo que tú ganas en un año.

– Pero el trabajo en sí… ¿Cómo te sentiste al quitar esas vidas? Según mi cuenta, has matado a unas treinta personas.

– Quizás haya omitido a algunas.

89

Eran más de las tres de la mañana cuando Henri me describió lo que más lo fascinaba de su trabajo.

– Me he interesado en ese momento fugaz que hay entre la vida y la muerte -dijo.

Pensé en los pollos decapitados de su infancia, los juegos de asfixia que practicaba después de matar a Molly. Él me contó mucho más de lo que yo quería saber.

– Había una tribu del Amazonas -continuó- que ataba un dogal bajo la mandíbula de las víctimas, justo bajo las orejas. El otro extremo de la cuerda estaba amarrado a la copa de un árbol joven y cimbrado. Cuando decapitaban a la víctima, el árbol se enderezaba y catapultaba la cabeza hacia arriba. Esos indios creían que era una buena muerte. Que la última sensación de la víctima sería de vuelo.

»¿Has oído hablar de un asesino que vivió en Alemania a principios del siglo XX, Peter Kurten? El Vampiro de Dusseldorf. Era un sujeto de aspecto insulso cuya primera víctima fue una niña que encontró durmiendo mientras robaba en la casa de los padres. La estranguló, le abrió la garganta con un cuchillo y se excitó con la sangre que brotaba de las arterias. Ése fue el inicio de una gran carrera. En comparación, Jack el Destripador parece un aficionado.

Henri me contó que Kurten había matado a demasiadas personas para contarlas, de ambos sexos, hombres, mujeres y niños, y que había usado toda clase de instrumentos. Lo esencial era que le excitaba ver sangre.

– Antes de que Peter Kurten fuera guillotinado -me dijo-, le preguntó al psiquiatra de la prisión… Aguarda. Quiero citarlo con precisión. Bien, Kurten preguntó si, una vez que le cortaran la cabeza -abrió comillas con los dedos-, «podría oír el sonido de mi propia sangre brotando del cuello tronchado. Ese placer sería la culminación de todos los placeres».

– Henri, ¿me estás diciendo que ese momento entre la vida y la muerte es lo que te provoca el deseo de matar?

– Creo que sí. Hace tres años maté a una pareja en Big Sur. Les anudé cuerdas bajo la mandíbula -dijo, formando una V con el pulgar y el índice para mostrarme-. Sujeté el otro extremo de las cuerdas a las paletas de un ventilador de techo. Les corté la cabeza con un machete y el ventilador giró con las cabezas colgadas.

»Creo que los Mirones supieron que yo era especial cuando vieron esa película. Elevé mis honorarios y me pagaron. Pero todavía me intrigan esos dos enamorados. Me pregunto si al morir sintieron que estaban volando.

90

El agotamiento me tumbó cuando salía el sol. Habíamos trabajado treinta y seis horas consecutivas, y aunque le ponía mucho azúcar al café y lo bebía hasta las heces, mis párpados se cerraban, y el pequeño mundo del remolque y las rugosas hectáreas de arena se desdibujaban.

– Esto es importante, Henri -dije, pero tuve un lapsus y olvidé lo que iba a decir, así que Henri me sacudió por los hombros.

– Termina la frase, Ben. ¿Qué es importante?

Era la pregunta que se haría el lector al principio del libro, y había que responderla al final.

– ¿Por qué quieres publicar este libro? -pregunté. Luego apoyé la cabeza en la mesa, sólo por un minuto.

Oí que Henri caminaba por la caravana, creí ver que limpiaba las superficies. Le oí hablar, pero no supe si me hablaba a mí.

Cuando desperté, el reloj del microondas indicaba las once y diez.

Llamé a Henri, que no respondió. Me levanté del lugar estrecho que ocupaba a la mesa y abrí la puerta del remolque.

La camioneta no estaba.

Los engranajes de mi cerebro empezaron a lubricarse y regresé al interior. El ordenador y el maletín seguían en la mesa de la cocina. El montón de cintas que yo había etiquetado cuidadosamente formaba una pulcra pila. Mi grabadora estaba enchufada a la toma de corriente. Y entonces vi una nota junto a la máquina: «Ben, escucha esto.»

Apreté el botón y oí su voz.

«Buenos días, socio. Espero que hayas descansado bien. Lo necesitabas, así que te di un sedante para ayudarte a dormir. Entenderás que quisiera pasar un tiempo a solas. Ahora deberías seguir el camino hacia el oeste, veinte kilómetros hasta la autopista Veintinueve Palms. He dejado suficiente agua y comida. Si esperas hasta el ocaso, podrás salir del parque por la mañana.

»Es muy posible que la teniente Brooks o uno de sus colegas pasen para echarte una regañina. Ten cuidado con lo que dices, Ben. Guardemos nuestros secretos por ahora. Recuerda que eres un novelista, así que procura pergeñar una excusa creíble. Tu coche está detrás del Luxury Inn, donde lo dejaste, y te he puesto las llaves en el bolsillo de la chaqueta, con el billete de avión.

»Ah, me olvidaba de lo más importante. Llamé a Amanda. Le dije que estabas a salvo y que pronto volverías a casa.

»Ciao, Ben. Trabaja con empeño. Trabaja bien. Estaré en contacto.»

La cinta siseó y el mensaje terminó.

El muy cabrón había llamado a Amanda. Era otra amenaza.

Fuera del remolque, el desierto ardía en el infierno de julio, obligándome a esperar hasta el ocaso para iniciar la caminata. Entretanto, Henri estaría borrando sus rastros, asumiendo otra identidad, abordando un avión sin impedimentos.

Ya no tenía la menor sensación de seguridad, ni volvería a tenerla hasta que «Henri Benoit» fuera a la cárcel o al otro mundo. Quería recobrar mi vida, y estaba dispuesto a obtenerla a cualquier precio.

Aunque yo mismo tuviera que matar a Henri.

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