Hacía un día que había regresado de mi retiro en el desierto cuando Leonard Zagami llamó para decirme que quería publicar el libro pronto, así obtendríamos una cobertura periodística adicional por mostrar la historia de Henri en primera persona antes de que se resolvieran los homicidios de Maui.
Yo había llamado a Aronstein para pedir unas vacaciones del L.A. Times y había transformado mi sala de estar en un búnker, y no sólo por la presión de Zagami. Sentía la presencia de Henri continuamente, como si fuera una boa constrictora que me estrujara las costillas, mirando por encima de mi hombro mientras yo escribía. Ansiaba terminar de una vez con aquella historia obscena y expulsarlo de mi vida.
Desde mi regreso trabajaba desde las seis de la mañana hasta altas horas de la noche, y la trascripción de las cintas me resultó muy instructiva.
Escuchando la voz de Henri en mi casa, tranquilo y concentrado, pude captar inflexiones y pausas, comentarios susurrados que había pasado por alto cuando sufría el acecho de su presencia viperina y me preguntaba si saldría con vida de Joshua Tree.
Nunca había trabajado con tanto empeño ni tan regularmente, pero al cabo de dos semanas había concluido la trascripción, y también el bosquejo del libro. Faltaba un elemento importante, el gancho para la introducción, el interrogante que debía impulsar la narración hasta el final, la pregunta que Henri no había respondido: ¿por qué quería publicar este libro?
El lector querría saberlo, pero yo mismo no lo entendía. Henri era retorcido, pero también un superviviente. Esquivaba la muerte como si fuera el tráfico dominical. Era listo, tal vez un genio. ¿Por qué publicaría una confesión total cuando sus propias palabras podían llevar a su captura y condena? ¿Acaso por dinero? ¿Ansia de reconocimiento? ¿Su narcisismo era tan acuciante que se había tendido una trampa a sí mismo?
Eran casi las seis de la tarde del viernes. Estaba archivando la trascripción de las cintas en una caja de zapatos cuando apoyé la mano en la cinta final, la que contenía las instrucciones de Henri para salir del parque Joshua Tree. No había vuelto a escucharla porque el mensaje de Henri no me había parecido relevante para el libro, pero antes de guardarla inserté la cinta 31 en la grabadora y la rebobiné. Al instante comprendí que Henri no había usado una cinta nueva para su mensaje. Había grabado sobre la cinta que ya estaba en la máquina.
Oí mi voz aturdida y fatigada en el altavoz, diciendo «Esto es importante». Luego hubo un silencio. Yo había tenido un lapsus y olvidado lo que quería preguntarle. Luego la voz de Henri dijo: «Termina la frase, Ben. ¿Qué es importante?»
Mi respuesta: «¿Por qué quieres publicar este libro?»
Yo había apoyado la cabeza en la mesa, y recordé haber oído su voz como a través de una niebla. Ahora la escuché con toda claridad: «Buena pregunta, Ben. Si eres un escritor del calibre que espero, si aún eres el policía que eras, deducirás por qué quiero publicar este libro. Creo que te sorprenderás.»
¿Sorprenderme? ¿Qué demonios significaba eso?
Una llave giró en la cerradura y el pestillo se abrió. Di un respingo y giré en mi silla. ¿Henri? Pero era sólo Amanda, que trasponía el umbral con una bolsa de la compra. Me levanté de un brinco, cogí la bolsa y besé a mi chica.
– He conseguido los últimos dos pollos de granja de Cornualles. ¡Sí! Y mira, arroz integral y judías.
– Eres un ángel, ¿lo sabías?
– ¿Has visto la noticia?
– No. ¿Qué ha pasado?
– Esas dos chicas que encontraron en Barbados. Una estrangulada y la otra decapitada.
– ¿Qué dos chicas? No había encendido la televisión en una semana. No sabía de qué diablos hablaba Amanda.
– La noticia estaba en todos los canales, por no mencionar Internet. Necesitas emerger a la superficie, Ben.
La seguí a la cocina, dejé las compras en la encimera y encendí el televisor. Sintonicé MSNBC, donde Dan Abrams hablaba con John Manzi, ex investigador del FBI, que tenía mala cara.
«Hablamos de "asesino en serie" cuando hay dos o tres homicidios con un período de enfriamiento emocional intermedio -decía-. El homicida dejó el arma en una habitación de hotel, con el cuerpo decapitado de Sara Russo. Wanda Emerson fue hallada en el maletero de un coche, amarrada y estrangulada. Estos crímenes recuerdan las muertes de Hawai de hace un mes. A pesar de la distancia que los separa, yo diría que pueden estar vinculados. Apostaría por ello.»
Proyectaron imágenes de las dos jóvenes en pantalla dividida mientras Manzi hablaba. Russo parecía tener menos de veinte años, Emerson un poco más. Ambas jóvenes exhibían sonrisas grandes y ávidas, y Henri las había matado. Estaba seguro de ello. Yo también hubiera apostado.
Amanda pasó junto a mí, metió los pollos en el horno, movió cacharros y lavó las verduras. Subí el volumen.
«Es demasiado pronto para saber si el asesino dejó muestras de ADN -decía Manzi-, pero la ausencia de un móvil, el acto de dejar las armas homicidas, nos dan la imagen de un criminal muy experto. No empezó en Barbados, Dan. La pregunta es a cuánta gente ha matado, durante cuánto tiempo y en cuántos lugares.»
Durante la pausa comercial le dije a Amanda:
– Me pasé una eternidad escuchando a Henri hablar de sí mismo. Puedo asegurar que no siente el menor remordimiento. Está orgulloso de sí, casi en éxtasis. -Añadí que Henri me había dicho que esperaba que yo dedujera por qué quería que su historia apareciera en un libro-. Me está retando como escritor y como policía. Oye, quizá quiera que lo capturen. ¿Tiene sentido para ti?
Amanda se había mantenido firme, pero me mostró cuán asustada estaba cuando me estrujó las manos y me clavó la mirada.
– Nada de esto tiene sentido para mí. Ben. Ni el porqué ni lo que quiere, ni siquiera por qué te escogió para escribir el libro. Sólo sé que es un maldito psicópata. Y que sabe dónde vivimos.
Desperté en la cama, el corazón palpitante, la camiseta y los calzoncillos empapados de sudor.
En mi sueño, Henri me había ofrecido un tour por sus asesinatos de Barbados, y me hablaba mientras serraba la cabeza de Sara Russo. Sostenía la cabeza por el pelo, diciendo «Esto es lo que me gusta, ese momento fugaz entre la vida y la muerte», y, como ocurre en los sueños, Sara se transformaba en Amanda. Ésta me miraba, manchando de sangre el brazo de Henri, y me decía: «Ben, llama al 911.»
Me apoyé el brazo en la frente y me enjugué la cara.
Era fácil interpretar aquella pesadilla: me aterraba que Henri pudiera matar a Amanda. Y me sentía culpable por las chicas de Barbados. Si hubiera acudido a la policía, quizás aún estarían con vida.
¿Era sólo una ilusión? ¿O era verdad?
Me imaginé yendo al FBI, contando que Henri me había encañonado con un arma, había tomado fotos de Amanda y amenazado con matarnos a ambos. Habría tenido que contarles que Henri me encadenó a una caravana en el desierto durante tres días y me describió en detalle la muerte de treinta personas. Pero ¿habían sido verdaderas confesiones? ¿O meras patrañas?
Imaginé al agente del FBI con su mirada escéptica, luego las emisoras de televisión transmitiendo la descripción de «Henri»: sujeto masculino blanco, un metro ochenta y pico, unos ochenta kilos, treintañero. Eso irritaría a Henri. Y entonces, si podía, nos mataría.
¿Henri realmente pensaba que yo lo permitiría?
Miré los faros que se reflejaban en el techo del dormitorio.
Recordé los nombres de restaurantes y hoteles que Henri había visitado con Gina Prazzi. Había varios otros alias y detalles que Henri no había considerado importantes pero que quizá contribuyeran a desovillar la madeja.
Amanda se volvió en sueños, apoyó el brazo en mi pecho y se acurrucó contra mí. Me pregunté qué estaría soñando. La estreché entre mis brazos y le besé levemente la coronilla.
– Trata de no atormentarte -ronroneó contra mi pecho.
– No pretendía despertarte.
– ¿Bromeas? Casi me tiras de la cama con tus resuellos y suspiros.
– No sé qué hora es.
– Es temprano, demasiado temprano para estar levantados. Ben, no creo que ganes nada con obsesionarte.
– ¿Crees que estoy obsesionado?
– Piensa en otra cosa. Tómate un respiro.
– Zagami quiere…
– Al cuerno con Zagami. Yo también he estado pensando, y tengo un plan. No te gustará.
Me paseaba frente a mi edificio con mis petates cuando Amanda se acercó en su cuidada y rugiente Harley Sportster, una moto que irradiaba potencia, con asiento de cuero rojo.
Subí, rodeé su estrecha cintura con las manos y, con su largo cabello azotándome la cara, enfilamos hacia la 10 y desde allí a la Pacific Coast Highway, un tramo deslumbrante de carretera costera que parece prolongarse para siempre.
A nuestra izquierda y abajo, las olas encabritadas subían en arcos a la playa, desplazando a los surfistas que tachonaban las olas. Pensé que nunca había surfeado porque me parecía demasiado peligroso.
Me aferré mientras Amanda cambiaba de carril y aceleraba.
– ¡Bájate los hombros de las orejas! -me gritó.
– ¿Qué?
– Que te relajes.
Era difícil, pero me obligué a aflojar las piernas y los hombros.
– ¡Ahora actúa como un perro! -gritó Amanda.
Volvió la cabeza y sacó la lengua, y me hizo gestos hasta que la imité. El viento de setenta kilómetros por hora me pegó en la lengua, distendiéndome, y los dos nos reímos tanto que nuestros ojos se humedecieron.
Todavía sonreía cuando atravesamos Malibú y cruzamos la frontera del condado de Ventura. Minutos después, Amanda frenó en Neptune's Net, un restaurante de mariscos con un aparcamiento lleno de motocicletas.
Un par de tíos la saludaron cuando entramos. Sacamos dos cangrejos de la cuba y diez minutos después los recogimos en la ventanilla, cocidos al vapor y servidos en platos de cartón con recipientes de mantequilla derretida. Bajamos los cangrejos con Mountain Dew, y luego volvimos a montar en la Harley.
Esta vez me sentí más cómodo en la moto, y al fin lo entendí: Amanda me ofrecía el regalo del júbilo. La velocidad y el viento me despejaban las telarañas de la mente, haciendo que me entregara al entusiasmo y la libertad de la carretera.
Mientras viajábamos hacia el norte, la carretera descendió al nivel del mar y nos llevó por las deslumbrantes localidades de Sea Cliff, La Conchita, Rincón, Carpenteria, Summerland y Montecito. Y luego Amanda me pidió que me agarrara con fuerza mientras salía de la autopista por la salida de Olive Mill Road, hacia Santa Bárbara.
Vi los letreros y supe adónde nos dirigíamos. Siempre queríamos pasar un fin de semana en ese lugar, pero nunca encontrábamos el tiempo.
Mi cuerpo entero temblaba cuando me apeé de la moto frente al legendario Biltmore Hotel, con sus tejados rojos, sus palmeras y su vista panorámica del mar. Me quité el casco y abracé a mi chica.
– Cariño, cuando dices que tienes un plan, sin duda no te andas con chiquitas.
– Estaba ahorrando mi bonificación navideña para nuestro aniversario, pero ¿sabes lo que pensé a las cuatro de esta mañana?
– Dime.
– Ningún momento mejor que ahora. Ningún lugar mejor que éste.
El vestíbulo del hotel resplandecía. No soy de esos tíos aficionados a sintonizar el canal House Beautiful, pero conocía el lujo y el confort, y Amanda, caminando junto a mí, me describía los detalles. Señaló el estilo mediterráneo, las arcadas y los techos con vigas vistas, los rechonchos sofás y los leños que ardían en un hogar con azulejos. Debajo, el mar vasto y ondulante.
Amanda me hizo una advertencia, con toda seriedad.
– Si mencionas a ese individuo tan sólo una vez, la cuenta irá a tu tarjeta de crédito, no a la mía. ¿Vale?
– Vale -dije, estrechándola en un abrazo.
Nuestra habitación tenía hogar, y cuando Amanda empezó a arrojar la ropa en la silla, me imaginé el resto de la tarde retozando en la enorme cama.
Ella vio mi mirada y se echó a reír.
– Ah, ya veo -dijo-. Espera, ¿quieres? Tengo otro plan.
Me estaba volviendo fanático de los planes de Amanda. Ella se puso su bikini leopardo y yo me puse el bañador y fuimos a una piscina que había en el centro del jardín principal. Seguí a Amanda, me zambullí y oí -incrédulamente- música bajo el agua.
De vuelta en nuestra habitación, le quité el bikini y ella se encaramó sobre mí, ciñéndome la cintura con las piernas. Caminé hasta la ducha y pocos minutos después nos dejamos caer en la cama, donde hicimos el amor apasionadamente. Luego descansamos, y Amanda se durmió apoyada en mi pecho con las rodillas apoyadas contra mi costado. Por primera vez en semanas dormí profundamente, sin que ninguna pesadilla sangrienta me despertara sobresaltado.
Al caer el sol, Amanda se puso un vestido negro y se recogió el cabello hacia arriba, recordándome a Audrey Hepburn. Bajamos por la sinuosa escalera al Bella Vista, y nos condujeron a una mesa cerca del fuego. El suelo era de mármol, las paredes tenían paneles de caoba, y la vista del oleaje encrespado valía mil millones de dólares. El techo de cristal mostraba un poniente color cobalto sobre nuestras cabezas.
Eché una ojeada al menú y lo dejé cuando se acercó el camarero. Amanda pidió para los dos.
Volví a sonreír. Amanda Diaz sabía cómo rescatar un día que se iba a pique y crear recuerdos que pudieran acompañarnos hasta la vejez.
Iniciamos nuestra cena de cinco estrellas con escalopes gigantes salteados, seguidos por una suculenta lubina glaseada con miel y cilantro, setas y guisantes. Luego el camarero trajo el menú de postres y champán helado.
Giré la botella para ver la etiqueta. Dom Perignon.
– No habrás pedido esto, ¿verdad, Amanda? Cuesta trescientos dólares.
– No he sido yo. Debe de ser el champán de otro.
Cogí la tarjeta que el camarero había dejado en la bandeja de plata. Leí: «Invito a Dom Perignon. Champán de primera. Saludos, H. B.»
Henri Benoit.
Un escalofrío me bajó por la espalda. ¿Cómo había sabido ese cabrón dónde estábamos cuando ni siquiera yo sabía adónde íbamos?
Me puse de pie, tumbando la silla. Giré en redondo en una y otra dirección. Escruté cada rostro del restaurante; el viejo de patillas largas, el turista calvo con el tenedor suspendido sobre el plato, los recién casados que aguardaban en la entrada, cada uno de los camareros.
¿Dónde estaba? ¿Dónde?
Mi cuerpo bloqueaba a Amanda y sentí que el grito me raspaba la garganta:
– ¡Henri, maldito bastardo! ¡Déjate ver!
Después de la escena en el comedor, eché la llave a la puerta de nuestra suite y puse la cadena, revisé los cerrojos de las ventanas y corrí las cortinas. No había llevado mi pistola, un error garrafal que no volvería a cometer.
Amanda estaba pálida y trémula cuando me senté en la cama junto a ella.
– ¿Quién sabía que veníamos aquí? -le pregunté.
– He hecho la reserva esta mañana, cuando he ido a casa para recoger unas cosas. Eso es todo.
– ¿Estás segura?
– Ah, me olvidaba: también he llamado al número privado de Henri.
– Hablo en serio. ¿Has hablado con alguien cuando has salido esta mañana? Piénsalo, Amanda. Él sabía que estaríamos aquí.
– Acabo de decírtelo, Ben. De veras, no se lo he mencionado a nadie. Sólo le he dado el número de mi tarjeta al empleado de las reservas.
– Está bien, lo siento.
Por mi parte había sido cuidadoso. Estaba seguro de ello. Recordé aquella noche de un mes atrás, cuando acababa de regresar de Nueva York y Henri me llamó al apartamento de Amanda minutos después de mi llegada. Yo había revisado los teléfonos de Amanda y los míos, y peinado ambos apartamentos en busca de micrófonos.
Esa tarde en la carretera no había visto nada extraño. No había modo de que alguien nos hubiera seguido cuando bajamos por la rampa a Santa Bárbara. Habíamos estado solos tantos kilómetros que prácticamente éramos dueños del camino.
Diez minutos antes, cuando el maître nos acompañó fuera del comedor, me había dicho que habían encargado el champán por teléfono y pagado con una tarjeta de crédito a nombre de Henri Benoit. Eso no explicaba nada. Henri podía haber llamado desde cualquier lugar del planeta.
Pero ¿cómo había sabido dónde estábamos? Si Henri no había intervenido el teléfono de Amanda y no nos había seguido…
Un pensamiento asombroso cruzó mi mente como un rayo.
– Colocó un aparato de rastreo en tu motocicleta -dije poniéndome de pie.
– Ni sueñes con dejarme sola en esta habitación -repuso Amanda.
Volví a sentarme a su lado, cogí su mano entre las mías y la besé. No podía abandonarla allí, y tampoco podía protegerla en el aparcamiento.
– Mañana, en cuanto aclare, desmantelaré esa moto hasta encontrar ese aparato.
– No puedo creer que nos haga esto -dijo Amanda, y rompió a llorar.
Nos abrazamos bajo las mantas, con los ojos bien abiertos, alertas a cada pisada, cada crujido en el pasillo, a los ruidos del aire acondicionado. Yo no sabía si era algo racional o pura paranoia, pero sentía la mirada de Henri.
Amanda me estrechaba con fuerza cuando empezó a gritar:
– ¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
– Calma, cariño -traté de sosegarla-. No es tan terrible. Averiguaremos cómo nos ha rastreado.
– Dios mío… esto -dijo palpándome la nalga derecha-. Esto que tienes en la cadera. Te he hablado de ello pero siempre dices que no es nada.
– ¿Esto? Pues no es nada.
– Míralo.
Bajé de la cama y encendí las luces. Fui hasta el espejo del baño seguido por Amanda. Yo no podía verlo sin contorsionarme, pero sabía a qué se refería: un cardenal que había permanecido inflamado unos días después de que Henri me dejara sin sentido en mi apartamento. Había pensado que era una magulladura causada por la caída, o la picadura de un insecto, y al cabo de unos días la molestia había remitido.
Amanda me había preguntado sobre esa inflamación un par de veces y yo, en efecto, había dicho que no era nada. Palpé el pequeño bulto, del tamaño de dos granos de arroz.
Ya no parecía que no fuera nada.
Busqué entre mis artículos de tocador, los arrojé sobre la cómoda y encontré mi navaja. La golpeé contra el lavabo de mármol hasta que la hoja se desprendió.
– No pensarás… ¡Ben, no querrás que yo haga eso!
– No te preocupes. A mí me dolerá más que a ti.
– Muy gracioso.
– Estoy muerto de terror -dije.
Amanda cogió la hoja, la mojó en un antiséptico y pinchó el bulto de mi trasero. Luego pellizcó un pliegue de piel e hizo un corte rápido.
– Lo tengo -dijo.
Me puso en la mano un objeto de vidrio y metal ensangrentado. Sólo podía ser una cosa: un artilugio de rastreo GPS, como los que se insertan en el pescuezo de los perros. Henri debía de habérmelo injertado mientras yo estaba inconsciente. Hacía semanas que usaba ese maldito adminículo.
– Arrójalo al retrete -dijo Amanda-. Eso lo entretendrá un rato.
– Sí. ¡No! Arranca un poco de cinta de ese rollo, ¿quieres?
Me apreté el aparato contra el flanco y Amanda rasgó un trozo de cinta adhesiva con los dientes. Pasé la cinta sobre el aparato, pegándolo de nuevo a mi cuerpo.
– ¿Qué pretendes? -preguntó Amanda.
– Mientras lo esté usando, él no sabrá que sé que me sigue el rastro.
– ¿Y qué?
– Pues que las cosas empiezan a ir en dirección contraria: ahora sabemos algo que él no sabe.
Francia.
Henri acarició las caderas de Gina Prazzi mientras su respiración se aquietaba. Ella tenía un trasero perfecto, con forma de melocotón, caderas redondas con un hoyuelo en la unión de cada nalga con la espalda.
Quería follarla de nuevo. Mucho. Y lo haría.
– Ya puedes desatarme -dijo ella.
Él la acarició un poco más y luego se levantó. Buscó la bolsa que había puesto bajo la silla y fue hasta la cámara sujeta a los pliegues de las cortinas.
– ¿Qué haces? Vuelve a la cama, Henri. No seas cruel.
Él encendió la lámpara de pie y le sonrió a la lente. Luego regresó a la cama con baldaquino.
– Creo que no capté la parte en que invocabas a Dios -dijo-. Una pena.
– ¿Qué haces con ese vídeo? No pensarás enviarlo… Henri, estás loco si crees que pagarán por esto.
– ¿Ah, no?
– Te aseguro que no.
– De todos modos, es para mi colección privada. Deberías confiar más en mí.
– Desátame, Henri. Tengo los brazos cansados. Quiero un juego nuevo. Lo exijo.
– Sólo piensas en tu placer.
– Haz lo que quieras -bufó ella-. Pero pagarás un precio por esto.
– Siempre hay un precio -rio Henri.
Cogió el mando a distancia de la mesilla y encendió el televisor. Quitó la pantalla de bienvenida del hotel, encontró la guía de canales y sintonizó la CNN.
Pasaron noticias deportivas e información sobre los mercados, y luego aparecieron las caras de las chicas nuevas, Wendy y Sara.
– Me encantaba Sara -le dijo a Gina, que trataba de aflojar los nudos que le sujetaban las muñecas al cabezal-. Nunca rogó por su vida. Nunca hizo preguntas tontas.
– Si tuviera las manos libres, podría hacerte algunas cosas agradables.
– Lo pensaré.
Henri apagó el remoto, giró y se montó sobre el fabuloso trasero de Gina, le apoyó las manos en los hombros y trazó círculos bajo la nuca con los pulgares. Estaba teniendo otra erección. Muy dura, dolorosa.
– Esto empieza a aburrirme -dijo Gina-. Quizás este reencuentro fue una mala idea.
Henri le cerró los dedos suavemente sobre la garganta, siempre jugando. Sintió que ella se tensaba y una pátina de sudor le perlaba la piel.
Bien. Le gustaba que ella tuviera miedo.
– ¿Todavía te aburres? -Apretó hasta que Gina tosió y tiró de las amarras, jadeando el nombre de Henri mientras procuraba respirar.
La soltó y, mientras ella respiraba trabajosamente, le desató las muñecas. Ella sacudió las manos y rodó sobre sí misma.
– Sabía que no podías hacerlo -dijo, aún resollando.
– No. No podría hacer eso.
Gina se levantó de la cama y fue al baño. Henri la siguió con la mirada, se levantó, volvió a meter la mano en la bolsa y la siguió.
– ¿Qué quieres ahora? -preguntó ella, mirándolo por el espejo.
– El tiempo se ha acabado.
Henri le apuntó la pistola a la nuca y disparó. Miró los ojos que se agrandaban en el espejo salpicado de sangre, siguió el cuerpo que se desplomaba en el suelo. Le descerrajó dos balazos más. Luego le tomó el pulso, limpió el arma y el silenciador y la puso al lado de ella.
Después de ducharse, Henri se vistió. Luego descargó el vídeo a su ordenador, limpió las habitaciones, recogió sus cosas y verificó que todo estuviera como debía estar.
Miró un instante los tres relojes de diamantes que había en la mesilla y se acordó del día en que la había conocido.
«Tengo unas horas para ti.»
El valor de esos relojes sumaba cien mil euros. Pero el riesgo no valía la pena. Los dejó sobre la mesilla. Una buena propina para la camarera.
Gina había utilizado su tarjeta de crédito, así que Henri salió de la habitación y cerró la puerta. Abandonó del hotel tranquilamente, subió a su coche alquilado y se dirigió al aeropuerto.
El domingo por la tarde estaba de vuelta en mi bunker, de vuelta en mi libro. En el armario tenía comida basura para un mes y estaba decidido a terminar el bosquejo de capítulos ampliado para Zagami, que lo esperaba en su e-mail por la mañana.
A las siete encendí la televisión. Acababa de empezar 60 Minutos y los homicidios de Barbados eran el principal titular.
«Los expertos forenses -comentaba Morley Safer- dicen que las muertes de Wendy Emerson y Sara Russo, combinadas con los cinco homicidios de Maui, forman parte de una serie de asesinatos sádicos y brutales cuyo fin no se adivina. En este momento, policías de todo el mundo vuelven a examinar casos de homicidio sin resolver, buscando cualquier pista que pueda conducir a un asesino en serie que no haya dejado testigos conocidos, víctimas vivas, ni una huella de sí mismo. Bob Simon, corresponsal de la CBS, habló con algunos de esos policías.»
Aparecieron vídeos en la pantalla.
Miré a policías retirados entrevistados en su hogar y me asombró su expresión lúgubre y voz trémula. Uno tenía lágrimas en los ojos mientras enseñaba fotos de una niña de doce años cuyo asesino nunca había sido descubierto.
Apagué el televisor y grité tapándome la boca.
Henri estaba vivo en mi mente, en el pasado, el presente y el futuro. Yo conocía sus métodos y sus víctimas y ahora adaptaba mi estilo a la cadencia de su voz. A veces, y esto me asustaba de veras, pensaba que era él.
Abrí una cerveza y la empiné frente a la nevera abierta. Luego regresé al ordenador. Revisé mi correo, algo que no hacía desde el fin de semana con Amanda. Abrí una docena de mensajes antes de llegar al marcado como «¿Todos satisfechos?». Tenía un archivo adjunto.
Mis dedos se paralizaron sobre el teclado. No reconocía la dirección del remitente, pero parpadeé ante el encabezado antes de abrir el mensaje: «Ben, sigo trabajando con frenesí. ¿Y tú?» La firma era H. B.
Toqué la cinta adhesiva pegada a mi costado izquierdo y palpé el adminículo que enviaba mi posición al ordenador de Henri.
Luego descargué el archivo adjunto.
El vídeo se iniciaba con un estallido de luz y un primer plano de la cara digitalmente distorsionada de Henri. Se volvía y caminaba hacia una cama con baldaquino de lo que parecía la habitación de un hotel exclusivo. Reparé en el exquisito mobiliario, la tradicional flor de lis que se repetía en los cortinajes, la alfombra y la tapicería.
Miré la cama, donde vi a una mujer desnuda tendida de bruces, estirando las manos, tirando de los cordeles que le sujetaban las muñecas al cabezal.
«Oh, no -pensé-. Aquí vamos de nuevo.»
Henri se metió en la cama con ella y ambos hablaron con tono displicente. No pude distinguir lo que decían hasta que ella alzó la voz para pedirle que la desatara.
Algo era diferente esta vez.
Me llamó la atención que ella no manifestara temor. ¿Era muy buena actriz? ¿O aún no sospechaba cuál era la culminación del número?
Detuve el vídeo con el botón de pausa.
Evoqué con nítido detalle el vídeo de noventa segundos que mostraba la ejecución de Kim McDaniels. Nunca olvidaría la expresión de Kim después de la muerte, como si aún sufriera el dolor aunque su cabeza ya estuviese separada del cuerpo.
No quería añadir otra producción de Henri Benoit a mi lista mental.
No quería ver eso.
Abajo era una típica noche de domingo en la calle Traction. Un guitarrista callejero tocaba Oh, Domino y los turistas aplaudían, los neumáticos de los coches suspiraban al pasar frente a mi ventana. Semanas atrás, en una noche así, habría bajado para beber un par de cervezas en Moe's.
Ojalá pudiera hacerlo ahora. Pero no podía alejarme.
Pulsé PLAY y miré las imágenes que se movían en la pantalla: Henri diciéndole a la mujer que ella sólo pensaba en su propio placer. «Siempre hay un precio.» Cogía el mando a distancia y encendía el televisor.
Después de la pantalla de bienvenida, un locutor de la BBC World dio un informe deportivo, en general fútbol. Siguió otro locutor con un resumen de varios mercados financieros internacionales, luego la noticia sobre las dos chicas asesinadas en Barbados.
En la pantalla, Henri apagó la televisión. Se montó a horcajadas sobre el cuerpo desnudo de la mujer, le apoyó las manos en el cuello. Su mirada era intensa y tuve la certeza de que la estrangularía, pero cambió de parecer.
Le desató las muñecas y yo exhalé, me enjugué los ojos con las palmas. La dejaba en libertad. ¿Por qué?
«Sabía que no podías hacerlo», le dijo la mujer a Henri. Hablaba en inglés, pero con acento italiano.
¿Era Gina?
Se levantó de la cama, se acercó a la cámara y guiñó el ojo. Era una bonita morena que frisaba los cuarenta. Se dirigió a una habitación contigua, quizás el baño.
Henri se levantó también y sacó una pistola de la bolsa. Parecía una Ruger de 9 mm con un silenciador acoplado al cañón. Siguió a la mujer y salió del cuadro visual.
Oí una conversación lejana, luego el zumbido del arma disparando con el silenciador. Una sombra pasó por el umbral. Hubo un golpe blando, otros dos disparos ahogados, ruido de agua.
Salvo por la cama vacía, fue todo lo que vi y oí hasta que la pantalla se fundió en negro.
Me temblaban las manos cuando volví a pasar el vídeo. Esta vez buscaba un detalle que me indicara dónde estaba Henri cuando había matado a esa mujer. En el tercer visionado, reparé en algo que me había pasado por alto. Detuve la acción cuando Henri encendía el televisor. Amplié la imagen y leí la pantalla de bienvenida con el nombre del hotel en la parte superior del menú.
Estaba filmada en ángulo y era difícil distinguir las letras, pero las anoté y luego busqué en Internet para ver si ese lugar existía.
Existía.
El Château de Mirambeau estaba en Francia, en la región vitivinícola cercana a Burdeos. Lo habían edificado sobre los cimientos de un fuerte medieval construido en el siglo XI, y en el siglo XIX lo habían reconstruido y transformado en hotel exclusivo. Las fotos del sitio web mostraban campos de girasoles, viñedos y el Château, un intrincado y feérico edificio de piedra abovedada, coronado con torres que rodeaban el patio y los jardines.
Hice otra búsqueda, encontré los resultados del fútbol y los cierres de mercado que había visto en la televisión de la habitación de Henri. Comprendí que el vídeo se había filmado el viernes, la misma noche en que Amanda había traído pollos de Cornualles y yo me había enterado de la muerte de Sara y Wendy.
Me apoyé la mano sobre la venda de la cadera y sentí el latido de mi corazón. Ahora todo estaba claro.
Dos días atrás Henri estaba en Francia, a cien kilómetros de París. La semana entrante comenzaba septiembre. Henri me había dicho que a veces iba a París en septiembre.
Yo creía saber dónde se alojaba.
Cerré la tapa del ordenador, como si así pudiera apagar las imágenes que Henri había activado en mi imaginación.
Luego llamé a Amanda. Hablé deprisa mientras arrojaba ropa a una maleta.
– Henri me envió un vídeo -le dije-. Parece que mató a Gina Prazzi. Quizás esté haciendo limpieza. Liberándose de la gente que lo conoce y sabe lo que ha hecho. Así que debemos preguntarnos qué hará con nosotros cuando el libro esté terminado.
Le describí mi plan y ella puso objeciones, pero yo tuve la última palabra.
– No puedo quedarme aquí sentado. Tengo que hacer algo.
Llamé un taxi, y cuando estuvimos en marcha, me arranqué la cinta adhesiva de las costillas y pegué el aparato de rastreo bajo el asiento trasero.
Cogí un vuelo directo a París, clase turista, ventanilla. En cuanto recliné el asiento, mis ojos se cerraron. Me perdí la película, las comidas precocinadas y el champán barato, pero obtuve nueve horas de sueño. Desperté sólo cuando el avión iniciaba el descenso.
Mi equipaje bajó por la cinta transportadora como si me hubiera echado de menos, y a los veinte minutos del aterrizaje estaba sentado en el asiento trasero de un taxi.
Le hablé al chófer en mi francés rudimentario, le dije que me llevara al hotel Singe Vert, el «mono verde». Me había alojado allí antes y sabía que era un establecimiento limpio de dos estrellas y media, conocido por los periodistas que trabajaban en la Ciudad de la Luz.
Atravesé la puerta del vestíbulo, dejé atrás la entrada del bar Jacques' Americaine a la derecha, entré en el vestíbulo oscuro con sus gastados divanes verdes, pilas de periódicos en todos los idiomas y una gran acuarela desvaída de monos verdes africanos detrás de la recepción.
«Georges», ponía en la identificación del encargado. Era un sujeto fofo y cincuentón, y estaba irritado porque había tenido que interrumpir una conversación telefónica para atenderme. Una vez que Georges pasó mi tarjeta de crédito y guardó mi pasaporte en la caja de seguridad, subí la escalera y encontré mi habitación en el tercer piso, al final de una alfombra raída en el fondo del hotel.
El empapelado tenía rosas y la habitación estaba abarrotada de muebles centenarios. Pero la ropa de cama estaba fresca y había televisión y conexión a Internet. Suficiente para mí.
Apoyé la maleta en el cubrecama y encontré una guía telefónica. Hacía una hora que estaba en París, y me era crucial conseguir un arma.
Los franceses se toman las armas de fuego en serio. Los permisos están limitados a la policía, las fuerzas armadas y unos pocos profesionales de seguridad que tienen que portar las pistolas en fundas a la vista.
Aun así, en París, como en cualquier gran ciudad, se puede conseguir un arma si uno la quiere de veras. Me pasé el día merodeando por el Goutte d'Or, el antro de venta de drogas cerca de la basílica del Sacré-Coeur.
Pagué doscientos euros por un viejo calibre 38 corto, un revólver para damas con un cañón de dos pulgadas y seis balas en el tambor.
Cuando regresé al hotel, Georges descolgó mi llave del tablero y señaló con la barbilla un bulto echado en un sofá.
– Tiene visita.
Tardé lo mío en asimilar lo que veía. Me acerqué, le sacudí el hombro y la llamé por su nombre.
Amanda abrió los ojos y se desperezó mientras yo me sentaba junto a ella. Me rodeó el cuello con los brazos y me besó, pero yo no pude responder. Se suponía que ella estaba a salvo en Los Ángeles.
– Vaya, al menos finge que te alegras de verme. París es para los amantes -dijo ella, sonriendo con cautela.
– Amanda, ¿qué mosca te ha picado?
– Ha sido un poco precipitado, lo sé. Mira, tengo que contarte algo que podría afectarlo todo.
– Al grano, Amanda. ¿De qué estás hablando?
– Quería decírtelo personalmente…
– ¿Y has cruzado el Atlántico para eso? ¿Se trata de Henri?
– No…
– Entonces lo lamento, Amanda, pero tienes que regresar. No, no sacudas la cabeza. Tu presencia es una desventaja. ¿Entiendes?
– Bien, gracias. -Hizo un puchero, algo inhabitual en ella, pero yo sabía que, cuanto más me opusiera, más terca se pondría. Ya podía oler la alfombra ardiendo mientras ella le clavaba los tacones.
– ¿Has comido? -me preguntó.
– No tengo hambre -dije.
– Yo sí. Soy experta en gastronomía francesa. Y estamos en París.
– No estamos de vacaciones.
Media hora después, estábamos sentados en la terraza de un café en la Rue des Pyramides. La noche diluía la luz del poniente, el aire estaba tibio y teníamos una vista de una estatua ecuestre de santa Juana, en la intersección de nuestra calle lateral con la Rue du Rivoli.
El ánimo de Amanda había cambiado. Parecía casi exaltada. Pidió la comida en francés, enumeró un plato tras otro, describiendo la preparación y la ensalada, él pate y el plat de mer.
Yo me conformé con galletas con queso y bebí café cargado, concentrando la mente en lo que tenía que hacer, sintiendo que el tiempo pasaba deprisa.
– Sólo prueba esto -dijo ella dándome una cucharada de crème brûlée.
– Amanda -repuse con exasperación-, no tendrías que estar aquí. No sé qué otra cosa decirte.
– Sólo di que me amas, Ben. Voy a ser la madre de tu hijo.
La miré boquiabierto: treinta y un años y apariencia de veinticinco, con un cárdigan celeste con cuello y puños alechugados y una perfecta sonrisa de Mona Lisa. Estaba asombrosamente bella, como nunca.
– Por favor, dime que eres feliz -dijo.
Le quité la cuchara de la mano y la dejé en su plato. Me levanté de la silla, le apoyé una mano en cada mejilla y la besé. Luego la besé de nuevo.
– Eres la chica más loca que he conocido, très étonnante.
– Tú también eres asombroso -dijo ella, radiante.
– Cuánto te amo.
– Moi aussi. Je t'aime muchísimo. Pero ¿estás feliz o no?
Me volví hacia la camarera.
– Esta encantadora dama y yo vamos a tener un hijo -le dije.
– ¿Es el primero?
– Sí. Y amo tanto a esta mujer, y estoy tan feliz por el bebé, que podría volar en círculos alrededor de la luna.
La camarera sonrió afablemente, nos besó a ambos en las mejillas e hizo un anuncio general que no entendí del todo. Pero ella aleteó con los brazos y la gente de la mesa contigua se echó a reír y aplaudió, y luego otros se sumaron con enhorabuenas y hurras.
Les sonreí a aquellos desconocidos, me incliné ante la beatífica Amanda, y sentí el torrente de una alegría inesperada y plena. Un mes atrás le agradecía a Dios no tener hijos. Ahora, resplandecía más que la pirámide de cristal de I. M. Pei, frente al Louvre.
No podía creerlo.
Amanda iba a tener nuestro hijo.
Así como mi expansivo amor por Amanda disparaba mi corazón a la luna, mi felicidad pronto fue eclipsada por un temor aún más grande por su seguridad.
Mientras regresábamos al hotel, le expliqué por qué tenía que irse de París por la mañana.
– Nunca estaremos a salvo mientras Henri tenga las riendas de la situación. Debo ser más listo que él, y eso no es fácil, Amanda. Nuestra única esperanza es que me anticipe a él. Por favor, confía en mí. -Añadí que Henri había dicho que a menudo se quedaba con Gina en París, y que me había contado que paseaban por la Place Vendôme-. Es como buscar una aguja en cien pajares, pero el instinto me dice que está aquí.
– Y si está aquí, ¿qué piensas hacer, Ben? ¿De veras vas a matarlo?
– ¿Tienes una idea mejor?
– Tengo cien ideas mejores.
Subimos a la habitación y le pedí que se apartara mientras empuñaba el pequeño Smith & Wesson y abría la puerta. Revisé los armarios y el baño, corrí las cortinas para mirar el callejón, viendo monstruos que brincaban de todas partes.
Cuando confirmé que no había peligro, dije:
– Regresaré en una hora. Dos horas, a lo sumo. No te muevas de aquí. Mira la televisión. Júrame que no te irás de la habitación.
– Por favor, Ben, llama a la policía.
– Cariño, insisto: no pueden protegerme. Nadie puede protegernos de Henri. Promételo.
A regañadientes, Amanda alzó la mano y extendió tres dedos en el saludo de las niñas exploradoras. Echó el cerrojo cuando yo salí.
Había hecho mis deberes. Había un puñado de hoteles de primera clase en París. Era posible que Henri se alojara en el Georges V o el Plaza Athenée. Pero aposté por mi corazonada.
Fue una tranquila caminata de veinte minutos hasta el hotel Ritz de la Place Vendôme.
Henri hizo crujir los nudillos en el asiento trasero del taxi Mercedes que lo llevaba desde Orly hasta la Rue du Rivoli, y de allí a la Place Vendôme. Estaba hambriento e irritado y el ridículo tráfico se arrastraba por el Pont Royal en la Rue des Pyramides.
Mientras el taxi se detenía ante un semáforo en rojo, Henri sacudió la cabeza, pensando una vez más en el error que había cometido, un fallo de aficionado, no saber que Jan van der Heuvel no estaría en la ciudad cuando visitó Ámsterdam ese día. En vez de largarse de inmediato, había tomado una decisión impulsiva, algo muy raro en él.
Sabía que el holandés tenía una secretaria. La había conocido y sabía que ella cerraría la oficina de su jefe al final de la jornada.
Así que había observado, esperando que Mieke Helsloot, con su cuerpecito apetecible, su falda corta y sus botas echara la llave a la puerta de la oficina a las cinco. Luego la había seguido en el intenso silencio del barrio de los canales. Sólo el tañido de las campanas de una iglesia y el graznido de las aves marinas rompían el silencio.
La siguió sigilosamente, a pocos metros, cruzó el canal detrás de ella, enfiló una tortuosa calle lateral, y entonces la llamó por su nombre. Ella se dio la vuelta. Él se disculpó de inmediato, la alcanzó, dijo que la había visto salir de la oficina y había tratado de alcanzarla en el último par de calles.
– Trabajo con el señor Van der Heuvel en un proyecto confidencial -le había dicho-. Me recuerdas, ¿verdad, Mieke? Soy monsieur Benoit. Una vez nos presentaron en la oficina.
– Sí-dijo ella dubitativamente-. Pero no sé en qué puedo ayudarle. El señor Van der Heuvel regresará mañana…
Henri le dijo que había perdido el número del móvil de Van der Heuvel, y que sería una ayuda si pudiera explicarle que había anotado mal la fecha de su reunión. Y continuó con su historia hasta que Mieke Helsloot se detuvo ante la puerta de su apartamento.
Ella sostuvo la llave en la mano con impaciencia, pero en su cortesía y su voluntad de ayudar a su jefe, lo dejó entrar para que llamara a Van der Heuvel.
Henri se lo agradeció, ocupó la única silla tapizada del apartamento de dos habitaciones, situada bajo una escalera, y esperó el momento apropiado para matarla.
Mientras la chica limpiaba dos vasos, Henri echó un vistazo a los anaqueles abarrotados de libros, las revistas de moda, el espejo sobre el hogar casi totalmente cubierto de fotos enmarcadas de su apuesto novio.
Luego, cuando comprendió lo que él iba a hacerle, ella gimió y suplicó, pidió por favor, dijo que no había hecho ningún mal a nadie, que nunca contaría ese episodio a nadie pero que por favor no le hiciera daño.
– Lo lamento. No es por ti, Mieke -repuso él-. Es por tu jefe. Es un hombre muy pérfido.
– Entonces, ¿por qué me hace esto a mí?
– Bien, es el día de suerte de Jan, ¿entiendes? No estaba en la ciudad.
Henri le ató los brazos a la espalda con un cordón de las botas, y empezó a desabrocharse el cinturón.
– Eso no, por favor -le rogó ella-. Estoy a punto de casarme.
No la había violado. No estaba de ánimo después de despachar a Gina. Así que le había dicho que pensara en algo bonito. Era importante tener buenos pensamientos en los últimos momentos de la vida.
Le rodeó la garganta con el cordón de la otra bota y apretó, apoyándole la rodilla en la espalda hasta que ella dejó de respirar. El cordón encerado era resistente como alambre. Abrió un tajo en el delgado cuello y ella sangró mientras expiraba. Luego acostó el cuerpo de la bonita muchacha bajo las mantas y le palmeó la mejilla.
Ahora pensaba que se había enfadado tanto consigo mismo por no encontrar a Jan que ni siquiera se le había ocurrido filmar esa muerte.
Pero Jan entendería el mensaje.
Era grato pensar en eso.
En medio del interminable atasco, Henri pensó en Gina Prazzi, recordando cómo sus ojos se habían agrandado cuando él le disparó, preguntándose si ella había entendido lo que él hacía. Era algo muy significativo. Gina había sido la primera persona que mataba por satisfacción personal desde que había estrangulado a aquella chica en el remolque veinticinco años atrás.
Y ahora había matado a Mieke por la misma razón, no por dinero.
Algo estaba cambiando en su interior.
Era como una luz que se filtrara bajo la puerta, y él no podía abrirla de par en par para ver el brillo cegador, ni tapiar el resquicio y escapar.
Ahora se multiplicaban los cláxones y notó que el taxi había llegado a la intersección de Pyramides y Rivoli, y se había detenido de nuevo. El conductor apagó el aire acondicionado y abrió las ventanillas para ahorrar gasolina.
Irritado, Henri se inclinó hacia delante y golpeó la mampara.
El conductor interrumpió su charla telefónica por el móvil para explicarle que la calle estaba abarrotada a causa de la comitiva del presidente francés, que acababa de salir del Elysée para dirigirse a la Asamblea Nacional.
– Yo no puedo hacer nada, monsieur. Relájese.
– ¿Cuánto tardaremos? -Quizás otros quince minutos. ¿Cómo saberlo?
Henri se enfureció aún más consigo mismo. Había sido estúpido ir a París como una suerte de epílogo irónico a la muerte de Gina. No sólo estúpido sino autocomplaciente, o quizás autodestructivo. ¿Era eso? «¿Resulta que ahora quiero que me pillen?»
Observó la calle por la ventanilla abierta, ansiando que la absurda caravana de políticos pasara de una vez, cuando oyó risas en una brasserie de la esquina.
Miró hacia allí.
Un hombre con chaqueta azul, jersey rosado y pantalones caqui, un americano, por supuesto, le hacía una cómica reverencia a una joven con suéter azul. La gente que los rodeaba se puso a aplaudir y Henri miró con mayor atención. El hombre le resultaba conocido. Su mente se paró en seco.
No dio crédito. Quiso preguntarle al conductor si él veía lo mismo. ¿Eran Ben Hawkins y Amanda Diaz? «Porque me parece que me he vuelto loco.»
Entonces Hawkins movió la silla de metal, la hizo girar, sentándose de frente a la calle, y Henri no tuvo más dudas. Era Ben. La última vez que había mirado el rastreador, Hawkins y la chica estaban en Los Ángeles.
Repasó el fin de semana hasta la noche del sábado, después de la muerte de Gina. Había enviado el vídeo a Ben, pero no había comprobado el rastreador GPS. No lo había hecho en un par de días.
¿Ben lo había descubierto y había tirado el chip?
Por un instante tuvo una sensación totalmente nueva para él: sintió miedo. Miedo de volverse chapucero, de distender su rígida disciplina, de perder la compostura. No podía permitir que ocurriera.
Nunca más.
Henri ladró que no podía esperar más. Pasó unos billetes al conductor, cogió la maleta y el maletín y se apeó.
Caminó entre los coches hacia la acera. Moviéndose deprisa, se agazapó en un recoveco entre dos tiendas, a sólo diez metros de la brasserie.
Observó con el corazón palpitante mientras Ben y Amanda se marchaban del restaurante caminando del brazo por Rivoli. Dejó que se adelantaran y los siguió, manteniéndolos a la vista hasta que llegaron al Singe Vert, un hotelucho de la Place André Malraux.
Una vez que ambos entraron, Henri fue al bar del hotel, el Jacques' Americaine, contiguo al vestíbulo. Pidió un whisky al camarero, que trataba de flirtear con una morena de cara equina.
Bebió la copa y vigiló el vestíbulo por el espejo del bar. Cuando vio que Ben bajaba, giró en el taburete y observó que le entregaba la llave al encargado.
Henri memorizó el número bajo el gancho de la llave.
Ya eran las ocho y media cuando llegué a la Place Vendôme, un cuadrado enorme con calzadas por los cuatro lados y un monumento de bronce de veinte metros en el centro, en memoria de Napoleón Bonaparte. Al oeste de la Place está la Rue St. Honoré, paraíso de compras de los ricos, y frente a la plaza se yergue la apabullante arquitectura gótica francesa del hotel Ritz; piedra color miel, luces, toldos demie-lune sobre las puertas y ventanas.
Caminé por la alfombra roja y atravesé la puerta giratoria para entrar en el vestíbulo y miré los suntuosos sofás, los candelabros que arrojaban una luz tenue sobre las pinturas al óleo y la cara feliz de los huéspedes.
Encontré los teléfonos internos y pedí a la operadora que me pusiera con Henri Benoit. Mis palpitaciones marcaron los segundos, hasta que la mujer respondió que esperaban a Monsieur Benoit, pero que aún no se había registrado. ¿Quería dejarle un recado?
– Volveré a llamar -dije-. Merci.
No me había equivocado.
Henri estaba en París, o vendría pronto. Y se alojaba en el Ritz.
Al colgar el auricular, sentí un borbotón de emociones pensando en todas las personas inocentes que Henri había matado. Pensé en Levon y Barbara, y en los días y noches sofocantes que había pasado encadenado en una caravana, sentado frente a un lunático homicida.
Y luego pensé en Henri amenazando con matar a Amanda.
Me senté en un rincón desde donde vigilar la puerta, oculto detrás de un International Herald Tribune, pensando que era lo mismo que vigilar desde un coche patrulla, aunque sin el café ni la cháchara de un compañero. Podía quedarme allí para siempre, porque al fin me había adelantado a Henri, ese maldito psicópata. Él no sabía que yo estaba allí, pero yo sabía que él vendría.
En las dos eternas horas siguientes, me imaginé viendo a Henri entrar en el hotel con su maleta, registrarse en la recepción. Yo lo identificaría a pesar del disfraz, lo seguiría al ascensor y le daría la misma sorpresa escalofriante que una vez él me había dado.
Aún no sabía qué haría después.
Tal vez amarrarlo, llamar a la policía y hacerlo detener bajo la sospecha de haber matado a Gina Prazzi. Pero eso era demasiado arriesgado. Pensé en meterle un balazo en la cabeza y entregarme en la embajada de Estados Unidos, para lidiar con la situación después.
Analicé la primera opción: los policías me preguntarían quién era Gina Prazzi y cómo sabía que estaba muerta. Me imaginé mostrándoles la película de Henri, en que el cadáver de Gina no se veía. Si Henri se había deshecho del cuerpo ni siquiera lo arrestarían. Y yo quedaría bajo sospecha. Más aún, sería el principal sospechoso.
Luego la segunda opción: me imaginé apuntándole con el 38, obligándolo a volverse, diciendo: «¡Las manos contra la pared, no te muevas!» Esa idea me gustaba.
Eso pensaba cuando entre las muchas personas que cruzaban el vestíbulo vi pasar a dos bellas mujeres y un hombre que se dirigían a la recepción. Las mujeres eran jóvenes y elegantes, anglófonas, hablaban y reían, prodigándole atenciones al hombre que iba entre ambas.
Entrelazaban los brazos como compañeros de estudios, y se separaron cuando llegaron a la puerta giratoria. El hombre se rezagó caballerosamente para cederles la delantera a las dos atractivas mujeres.
La euforia que sentí estaba a kilómetros de mi pensamiento consciente. Pero registré los rasgos blandos del hombre, su contextura, su modo de vestir. Ahora era rubio, usaba gafas grandes de montura negra, andaba un poco encorvado.
Así era como se disfrazaba Henri. Me había dicho que sus disfraces funcionaban porque eran sencillos. Adoptaba cierto modo de andar o hablar, y luego añadía algunos detalles visuales desorientadores pero recordables. Se transformaba en su nueva identidad. Y yo sabía esto al margen de la nueva identidad que él hubiera adoptado.
El hombre que iba con aquellas dos mujeres era Henri Benoit.
Dejé el periódico y los seguí con la mirada mientras salían a la calle por la puerta giratoria, uno a uno.
Me dirigí hacia la puerta principal para ver adónde se encaminaba Henri. Pero antes de llegar a la puerta giratoria, un rebaño de turistas se agolpó frente a mí, tambaleándose, riendo, apiñándose dentro de la puerta mientras yo aguardaba, queriendo gritarles: «¡Imbéciles, no estorbéis!»
Cuando logré salir, Henri y las dos mujeres ya estaban lejos, caminando por la galería que bordea el lado oeste de la calle. Cogieron por la Rue de Castiglione, hacia la de Rivoli. Atiné a ver que giraban a la izquierda cuando llegué a la esquina. Luego vi que las dos mujeres miraban el escaparate de una zapatería exclusiva y vislumbré el cabello rubio de Henri más allá. Procuré no perderlo de vista, pero él desapareció en la estación de metro Tuilleries, al final de la calle.
Corrí en medio del tráfico, bajé al andén por la escalera, pero es una de las estaciones más concurridas y no logré localizar a Henri. Traté de mirar a todas partes al mismo tiempo, escudriñando los grupos de viajeros que circulaban por la estación.
Allá estaba, en el extremo del andén. De pronto se volvió hacia mí y me quedé helado. Por un minuto eterno, me sentí totalmente vulnerable, como si me hubieran iluminado con un foco en un escenario negro.
Forzosamente tenía que verme.
Estaba en su línea de visión.
Pero no reaccionó y yo seguí mirándolo mientras mis pies parecían pegados al suelo.
Entonces su imagen pareció oscilar y aclararse. Mientras lo miraba directamente, percibí la forma de la nariz, la altura de la frente, la barbilla con papada.
¿Me había vuelto loco?
Antes estaba seguro, pero ahora estaba igualmente seguro de que me había equivocado en todo, de que era un necio, un inepto, un fracaso como detective. El hombre al que había seguido desde el Ritz no era Henri, ni por asomo.
Salí del metro, recordando que le había dicho a Amanda que estaría de vuelta en una hora pero ya habían transcurrido tres.
Regresé al Singe Vert con las manos vacías, sin bombones, sin flores, sin joyas. Mi expedición al Ritz no había arrojado ningún resultado, salvo un dato que podía resultar crítico.
Henri había reservado una habitación en el Ritz.
El vestíbulo de nuestro pequeño hotel estaba desierto, aunque una nube de humo de tabaco y de conversación estentórea flotaba desde el bar hacia la desconchada sala principal.
La recepción estaba cerrada.
Fui detrás del escritorio, pero mi llave no estaba en el gancho. ¿Acaso no la había devuelto? No lo recordaba. ¿Amanda la habría usado para salir a pesar de mi insistencia en que se quedara en la habitación? Subí la escalera enfadado conmigo mismo y con Amanda, y ansiando dormir.
Golpeé la puerta con los nudillos y llamé a Amanda. No respondió. Accioné el picaporte dispuesto a decirle que ya no tenía derecho a comportarse como una niña irresponsable, que ahora tenía que cuidar de dos.
Abrí la puerta y al instante noté que algo andaba mal. Amanda no estaba en la cama. ¿Estaría en el baño? ¿Se encontraría bien?
Entré llamándola, y la puerta se cerró a mis espaldas. Giré y traté de entender lo imposible: un hombre negro aferraba a Amanda, cruzándole el brazo izquierdo sobre el pecho. Con la mano derecha empuñaba un arma que le encañonaba la cabeza. Usaba guantes de látex. Azules. Yo había visto unos guantes como ésos.
Amanda estaba amordazada. Tenía los ojos desencajados, y sofocaba un grito.
El hombre negro me sonrió, la apretó con más fuerza y apuntó el arma hacia mí.
– Amanda -dijo-, mira quién ha llegado. Hemos esperado mucho tiempo, ¿verdad, cariño? Pero ha sido divertido, ¿no?
Todas las piezas del rompecabezas encajaron: los guantes azules, el tono conocido, la cara detrás de los ojos oscuros, el maquillaje. Esta vez no me equivocaba. Había oído esa voz durante horas, directamente en mi oído. Era Henri. Pero ¿cómo nos había encontrado?
Mi mente se disparó en cien direcciones al mismo tiempo.
Yo había ido a París por miedo. Pero ahora que Henri me visitaba, ya no sentía más temor. Sentía furia, y mis venas bombeaban adrenalina pura, la clase de adrenalina que permite que un bebé levante un coche, el torrente que puede impulsarte a correr hacia un edificio en llamas.
Saqué el revólver y lo amartillé.
– Suéltala -ordené.
Supongo que él no creía que le dispararía. Henri sonrió socarronamente.
– Deja el arma, Ben. Sólo quiero hablar.
Caminé hacia aquel maníaco y le apoyé el cañón en la frente. Él sonrió y un diente de oro centelleó, parte de su último disfraz. Disparé en el mismo instante en que me dio un rodillazo en el muslo. Caí contra un escritorio, cuyas patas de madera se astillaron mientras me desplomaba.
Temí haber herido a Amanda, pero vi que el brazo de Henri sangraba y oí el ruido de su arma deslizándose por el parquet del suelo. Le dio un empellón a Amanda, que cayó sobre mí. La aparté, y mientras trataba de incorporarme, Henri me apoyó el pie en la muñeca, mirándome con desdén.
– ¿Por qué no te limitaste a hacer tu trabajo, Ben? Si hubieras cumplido, no tendríamos este pequeño contratiempo, pero ahora no puedo fiarme de ti. Lástima que no he traído la cámara.
Se agachó, me retorció los dedos hacia atrás y me arrebató el revólver. Luego me apuntó, y después a Amanda.
– Bien, ¿quién quiere morir primero? ¿Vous o vous?
Todo se puso blanco ante mis ojos. Era el final, sin duda. Amanda y yo íbamos a morir. Sentí el aliento de Henri en la cara mientras me apretaba el cañón del 38 en el ojo derecho. Amanda trató de gritar a pesar de la mordaza.
– Cierra el pico -ladró Henri.
Ella obedeció.
Mis ojos lagrimearon. Quizá fuera el dolor, o la triste certeza de saber que no volvería a ver a Amanda. Que ella moriría también. Que nuestro hijo no nacería.
Henri disparó a la alfombra, junto a mi oído, ensordeciéndome. Luego tiró de mi cabeza y me gritó al oído.
– ¡Escribe el maldito libro, Ben! Vete a casa y haz tu trabajo. Llamaré todas las noches a Los Ángeles y, si no atiendes el teléfono, te encontraré. Sabes que te encontraré, y os prometo a ambos que no tendréis una segunda oportunidad.
Apartó el revólver de mi cara. Cogió una bolsa y un maletín con el brazo sano y dio un portazo al salir. Oí sus pasos alejarse por la escalera.
Me volví hacia Amanda. La mordaza era una funda de almohada metida en su boca, anudada sobre la nuca. Tiré del nudo con dedos trémulos, y cuando ella quedó libre la abracé y la mecí suavemente.
– ¿Estás bien, cariño? ¿Te ha hecho daño?
Ella lloraba y balbuceaba que estaba bien.
– ¿Estás segura?
– Vete -dijo-. Sé que quieres seguirlo.
Me arrastré, tanteando los bordes ondulados de aquella abarrotada colección de muebles antiguos.
– Sabes que tengo que ir -dije-. De lo contrario seguirá vigilándonos.
Encontré la Ruger de Henri bajo la cómoda y la empuñé. Abrí el picaporte ensangrentado y le dije a Amanda que regresaría pronto.
Apoyándome en el balaustre, caminé hasta disipar el dolor del muslo mientras bajaba la escalera, tratando de darme prisa, sabiendo que tenía que matar a Henri.
El cielo estaba negro, pero las farolas de la calle y el vasto y siempre reservado Hotel du Louvre acababan de transformar la noche en día. Los dos hoteles estaban a pocos cientos de metros de las Tullerías, el inmenso parque que se extiende frente al Louvre.
Esa semana había una especie de festejo; juegos, carreras, música umpapa, no faltaba nada. A las nueve y media, turistas mareados y personas con niños salieron a la acera, añadiendo su risa estentórea a los estampidos de los fuegos artificiales y los cláxones de los coches. Me recordó una escena de una película francesa que había visto en alguna parte.
Seguí un delgado hilillo de sangre hasta la calle, pero desapareció a pocos metros de la puerta. Henri había vuelto a esfumarse. ¿Se había ocultado en el Hotel du Louvre? ¿Había tenido suerte y encontrado un taxi?
Estaba mirando la muchedumbre cuando oí sirenas en la Place André Malraux. Obviamente, alguien había denunciado disparos. Además, me habían visto correr con un arma en la mano.
Dejé la Ruger de Henri en un macetón frente al Hotel du Louvre. Luego entré cojeando en el vestíbulo del Singe Vert, me senté en un sofá y esperé la llegada de los agents de police.
Tendría que explicarles quién era Henri y todo lo demás.
Me pregunté qué diantres les diría.
Las sirenas eran cada vez más estridentes, los hombros y el cuello se me pusieron rígidos, pero el gemido ululante pasó de largo y continuó hacia las Tullerías. Cuando tuve la certeza de que había terminado, subí la escalera como un viejo. Llamé a la puerta de nuestra habitación.
– Amanda, soy yo. Estoy solo. Puedes abrir.
Abrió segundos después. Tenía la cara surcada de lágrimas, y la mordaza le había dejado magulladuras en las comisuras de la boca. La acuné entre mis brazos y ella se apoyó en mí, sollozando como una niña inconsolable.
La mecí largo rato. Luego la desvestí, me quité la ropa y la ayudé a acostarse. Apagué la luz del techo, dejando sólo una pequeña lámpara sobre la mesilla. Me deslicé bajo las mantas y abracé a Amanda. Ella apretó la cara contra mi pecho, se pegó a mi cuerpo con brazos y piernas.
– Háblame, cariño -le dije-. Cuéntame todo.
– Él ha llamado a la puerta. Ha dicho que traía flores. ¿Te imaginas un truco más simple? Pero le he creído, Ben.
– ¿Ha dicho que yo las enviaba?
– Eso creo. Sí, eso dijo.
– No sé cómo ha averiguado que estábamos aquí. ¿Cómo ha obtenido esa pista? No lo entiendo.
– Cuando he abierto la puerta, le ha dado una patada y me ha agarrado.
– Ojalá lo hubiera matado, Amanda.
– Yo no sabía quién era. Un hombre negro. Me ha inmovilizado los brazos a la espalda. Me ha dicho… Oh, esto me da náuseas -dijo, sollozando.
– ¿Qué ha dicho?
– «Te amo, Amanda.»
La escuchaba y oía ecos al mismo tiempo. Henri me había contado que amaba a Kim, que amaba a Julia. ¿Cuánto habría esperado Henri para demostrarle su amor a Amanda, violándola y estrangulándola con las manos enfundadas en aquellos guantes azules?
– Lo lamento -susurré-. Lo lamento mucho.
– Yo soy una idiota por haber venido aquí, Ben. Oh, Dios. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí? ¿Tres horas? Soy yo quien lo lamenta. Hasta ahora no había entendido lo que habrás sufrido en esos tres días con él.
Rompió a llorar de nuevo y la calmé, le repetí que todo saldría bien.
– No lo sé, cariño -me dijo con voz tensa y ahogada-. ¿Por qué estás tan seguro?
Me levanté de la cama, abrí el ordenador portátil y reservé dos vuelos de regreso a Estados Unidos por la mañana.
Era medianoche y yo todavía me paseaba por la habitación. Tomé un par de Tylenol y volví a acostarme, pero no podía dormir. Ni siquiera lograba mantener los ojos cerrados más de unos segundos.
El televisor era pequeño y viejo, pero lo encendí y sintonicé la CNN.
Miré los titulares y me erguí cuando una voz anunció:
«La policía no tiene sospechosos en el homicidio de Gina Prazzi, heredera de la fortuna de los Prazzi, magnates navieros. La hallaron asesinada hace veinticuatro horas en una habitación del exclusivo hotel francés Château de Mirambeau.»
Cuando la cara de Gina apareció en la pantalla, tuve la sensación de que la conocía íntimamente. La había visto pasar ante la cámara en un hotel, cuando ella no sabía que su vida estaba a punto de terminar.
Contemplé las declaraciones del comisionado de policía a la prensa. Tradujeron y repitieron sus palabras para los que acababan de sintonizar. La señorita Prazzi se había registrado en el Château de Mirambeau. Los empleados creían que había dos personas en la habitación, pero nadie había visto al otro huésped. La policía no divulgaría más información sobre el asesinato por el momento.
Era suficiente para mí. Yo conocía toda la historia, pero antes no sabía que Gina Prazzi era un nombre real, no un alias.
¿Qué otras mentiras me había dicho Henri? ¿Por qué motivo? ¿Por qué había mentido? ¿Para contarme la verdad?
Miré la pantalla.
«En los Países Bajos, una joven fue hallada asesinada esta mañana en Ámsterdam -decía el presentador-. Esta tragedia llama la atención de los criminólogos internacionales porque ciertos elementos recuerdan al homicidio de las dos jóvenes de Barbados, y también la muerte de las famosas modelos americanas asesinadas hace dos meses en Hawai.»
Subí el volumen mientras las caras aparecían en la pantalla: Sara Russo, Wendy Emerson, Kim McDaniels y Julia Winkler. Y una cara nueva, una joven llamada Mieke Helsloot.
«La señorita Helsloot, de veinticinco años, era la secretaria del célebre arquitecto Jan van der Heuvel, de Ámsterdam, que se hallaba en una reunión en Copenhague en el momento del homicidio. El señor Van der Heuvel ha sido entrevistado en su hotel hace unos minutos.»
Cielo santo. Yo conocía ese nombre.
La pantalla mostró a Van der Heuvel saliendo de su hotel de Copenhague, maleta en mano, los periodistas agolpados al pie de una escalera redonda. Tenía unos cuarenta años, cabello cano y rasgos angulosos. Parecía sinceramente conmocionado y asustado.
«Acabo de enterarme de esta terrible tragedia -declaró ante los micrófonos-. Estoy conmovido y dolorido. Mieke Helsloot era una joven correcta y decente, e ignoro por qué alguien querría hacerle algo tan espantoso. Es un día muy luctuoso. Mieke estaba a punto de casarse.»
Henri me había dicho que Jan van der Heuvel era el alias de un miembro de la Alianza; él lo llamaba «el holandés». Van der Heuvel era el sujeto que había acompañado a Henri y a Gina durante su viaje por la Riviera francesa.
Y ahora, a menos de un día de la muerte de Gina Prazzi, la secretaria de Van der Heuvel aparecía asesinada.
Si no hubiera sido policía, habría considerado que estas dos muertes eran mera coincidencia. Las mujeres eran diferentes y los crímenes habían ocurrido a cientos de kilómetros de distancia uno de otro. Pero ahora veía dos piezas más del rompecabezas, parte de un dibujo.
Henri había amado a Gina Prazzi, y la había matado. Odiaba a Jan van der Heuvel. Quizás había querido matarlo también, así que pensándolo bien… Quizás Henri no sabía que ese día Van der Heuvel estaba en Dinamarca.
Quizás había matado a la secretaria como sucedáneo.
Cuando desperté, la luz entraba por un ventanuco. Amanda yacía de costado, mirando hacia el otro lado, su largo pelo oscuro derramado sobre la almohada. Y de pronto me enfurecí al recordar a Henri con su cara ennegrecida, apuntando el arma a la cabeza de Amanda, los ojos desencajados de ella.
En ese momento no me importaba por qué Henri había matado, qué se proponía hacer, por qué el libro era tan importante para él ni por qué parecía estar perdiendo el control. Sólo me importaba una cosa: proteger a Amanda y al bebé.
Cogí mi reloj, vi que eran casi las siete y media. Sacudí suavemente el hombro de Amanda, que abrió los ojos. Jadeó, pero al ver mi cara el semblante se le demudó.
– Por un momento he pensado…
– ¿Que todo era un sueño?
– Sí.
Apoyé la cabeza en su vientre y ella me acarició el pelo.
– ¿Es la manita del bebé? -pregunté.
– Bobo… Tengo hambre.
Fingí que hablaba para el bebé y me hice bocina con las manos.
– Hola, Rorro. Soy papá -dije, como si esa diminuta combinación de nuestros ADN pudiera oírme.
Amanda lanzó una carcajada y me alegré de robarle una risa, pero yo lloré bajo la ducha cuando ella no me veía. Ojalá hubiera matado a Henri cuando lo tenía encañonado. Ojalá lo hubiera hecho. Entonces todo habría terminado.
Mantuve a Amanda cerca de mí mientras pagaba la cuenta en la recepción, y luego llamé un taxi para que nos llevara al aeropuerto Charles de Gaulle.
– ¿Cómo vamos a irnos a Los Ángeles justo ahora? -preguntó Amanda.
– No lo haremos.
Ella ladeó la cabeza y me miró sorprendida.
– ¿Y qué estamos haciendo?
Le dije lo que había decidido, le di una breve lista de nombres y números en el dorso de mi tarjeta, y añadí que alguien la recibiría cuando aterrizara el avión. Ella me escuchó, sin poner reparos cuando le dije que no me telefoneara ni enviara e-mails, nada. Sólo tenía que descansar y comer bien.
– Si te aburres, piensa en el vestido que querrás ponerte.
– Sabes que no uso vestidos.
– La excepción confirma la regla.
Saqué un bolígrafo de la funda del ordenador y dibujé una sortija sobre el anular izquierdo de Amanda, con líneas que salían de un gran diamante refulgente en el centro.
– Amanda Diaz, te amo de todo corazón. ¿Quieres casarte conmigo?
– Ben.
– Tú y el Rorro.
Lágrimas de felicidad le surcaron las mejillas. Me rodeó con los brazos y dijo «Sí, sí, sí», y juró que no se lavaría el anillo dibujado hasta que tuviera uno real.
En el aeropuerto desayunamos cruasanes de chocolate y café con leche, y cuando anunciaron el vuelo de Amanda la acompañé hasta donde pude. Entonces la abracé y ella lloró contra mi pecho hasta que yo también rompí a llorar. ¿Podía haber una situación más escalofriante? No lo creía. El temor a perder a alguien que amas tanto.
Una y otra vez besé su boca magullada. Si el amor contaba para algo, ella estaría a salvo. Y también nuestro bebé. Y yo volvería a ver a ambos.
Pero el pensamiento opuesto me atravesó como una lanza. Quizá nunca volviera a ver a Amanda. Aquello podía ser el fin para nosotros.
Me sequé los ojos con las palmas y seguí a Amanda con la mirada cuando cruzó el puesto de control. Ella se despidió con la mano y me lanzó besos antes de enfilar el largo pasillo.
Cuando ya no pude verla más, salí del aeropuerto, tomé un taxi a la Gare du Nord y abordé un tren de alta velocidad para Ámsterdam.
Cuatro horas después de abordar el tren en París, me apeé en la Centraal Station de Ámsterdam, donde llamé a Jan van der Heuvel desde un teléfono público. Antes de irme de París me había comunicado con él para pedirle una reunión urgente. Volvió a preguntarme por qué ese encuentro era tan urgente, y esta vez se lo dije.
– Henri Benoit me envió un vídeo que usted debería ver.
Hubo un largo silencio, hasta que me indicó cómo llegar a un puente que cruzaba el canal Keizersgracht, a pocas calles de la estación de trenes.
Encontré a Van der Heuvel junto a una farola, mirando el agua. Lo reconocí por la entrevista que le habían hecho en Copenhague, cuando los reporteros le preguntaban cómo se sentía después del crimen de Mieke Helsloot.
Ahora llevaba un elegante traje de gabardina gris, una camisa blanca y una corbata color carboncillo con una pátina plateada. Tenía rasgos angulosos y la raya que le dividía el pelo parecía trazada con precisión quirúrgica.
Me presenté, diciendo que era un escritor de Los Ángeles.
– ¿Cómo conoce a Henri? -preguntó tras una pausa.
– Estoy escribiendo su biografía. O autobiografía. Él me la encargó.
– ¿Lo conoce personalmente?
– En efecto, sí.
– Todo esto me sorprende. ¿Él le dio mi nombre?
– En el mundo editorial, este tipo de libro se conoce como tell-all, porque se cuenta todo. Y Henri así lo hizo.
Van der Heuvel parecía sumamente incómodo. Evaluó mi aspecto, como si no supiera si continuar con aquella conversación.
– Puedo concederle unos minutos -dijo al fin-. Mi oficina está cerca. Venga.
Cruzamos el puente y nos dirigimos a un elegante edificio de cinco pisos en lo que parecía una exclusiva zona residencial. Abrió la puerta y me dijo que pasara yo primero. Subimos hasta el piso más alto por cuatro tramos de escalera iluminados. Mis esperanzas se acrecentaban mientras subía.
Van der Heuvel era perverso como una serpiente. Siendo miembro de la Alianza, era tan culpable de los asesinatos como si los hubiera cometido con sus propias manos. Pero aunque fuera despreciable, yo necesitaba su colaboración, así que debía controlar mi furia y mantenerla oculta. Si aquel holandés podía conducirme a Henri Benoit, tendría otra oportunidad de liquidarlo.
Esta vez no fallaría.
Van der Heuvel me condujo por su estudio de diseño, una vasta estancia muy iluminada, de madera y cristal. Me ofreció una cómoda silla frente a él, ante una mesa larga de dibujo, cerca de unas altas ventanas.
– Es gracioso que Henri le esté contando su biografía-dijo-. Me imagino cuántas mentiras le habrá dicho.
– Dígame si esto le parece gracioso -respondí. Encendí el ordenador, lo giré hacia él y pulsé PLAY para que Van der Heuvel viera los últimos minutos de Gina Prazzi.
Creo que no había visto el vídeo antes, pero lo miró con expresión inmutable.
– Pues lo gracioso es que creo que él la amaba -dijo cuando terminó.
Detuve el reproductor de vídeos y Van der Heuvel me miró a los ojos.
– Antes de ser escritor fui policía -le dije-. Creo que Henri está haciendo limpieza. Está matando a la gente que conoce su identidad. Ayúdeme a encontrarlo, Van der Heuvel. Soy su mejor oportunidad de supervivencia.
Van der Heuvel daba la espalda a las altas ventanas. Su larga sombra caía sobre la mesa de roble, y la luz de la tarde le aureolaba el rostro.
Sacó un paquete de cigarrillos de un cajón, me ofreció y luego encendió uno para él.
– Si supiera cómo encontrarlo -dijo-, ya no sería un problema, pero Henri es un genio del escapismo. No conozco su paradero. Nunca lo he conocido.
– Trabajemos en esto juntos -propuse-. Compartamos algunas ideas. Usted debe de saber algo que pueda conducirme hasta él. Sé que estuvo prisionero en Iraq, pero Brewster-North es una empresa privada, hermética como una bóveda. Sé que el falsificador que trabaja para Henri está en Beirut, pero ignoro su nombre…
– Ah, esto es demasiado -dijo Van der Heuvel, riendo. Era una risa estremecedora porque había auténtico humor en ella. Yo le parecía cómico-. Henri es un psicópata. ¿Acaso no lo ha descubierto aún? Ese hombre alucina. Es narcisista, y ante todo es un mitómano. Henri nunca estuvo en Iraq. Él mismo falsifica sus documentos. Entienda una cosa, señor Hawkins: Henri se glorifica ante usted, inventa una biografía mejorada. Usted es como un perrito al que llevan a rastras…
– ¡Oiga! -exclamé, golpeando la mesa y poniéndome de pie-. No se ponga difícil. He venido aquí para encontrar a Henri. No tengo el menor interés en usted, ni en Horst Werner, ni en Raphael dos Santos ni los demás patéticos pervertidos de ese club. Si no puede ayudarme, sólo me queda acudir a la policía y contarles todo.
Van der Heuvel volvió a reír y luego pidió que me calmara y me sentara. Yo estaba conmocionado. ¿Acababa de responder a mi pregunta sobre el porqué del libro? ¿Henri quería glorificar su biografía?
El holandés abrió su ordenador.
– Hace dos días recibí un mensaje de Henri -dijo-. El primero que me envía directamente. Quería venderme un vídeo. Creo que acabo de verlo gratuitamente. Usted dice que no tiene interés en nosotros. ¿Seguro?
– Ninguno en absoluto. Sólo me interesa Henri. Él ha amenazado mi vida y a mi familia.
– Quizás esto le ayude en su trabajo de detective. -Pasó los dedos por el teclado del ordenador mientras hablaba-. Henri Benoit, como se hace llamar, fue un monstruo desde su infancia. Hace treinta años, cuando él tenía seis, estranguló a su hermanita en la cuna.
No pude ocultar mi sorpresa mientras Van der Heuvel asentía sonriendo y echaba la ceniza en un cenicero, asegurándome que decía la verdad.
– Un chiquillo precioso. Mejillas regordetas y grandes ojos. Asesinó a un bebé. El diagnóstico fue trastorno psicopático de la personalidad, y es muy raro que un niño reúna todos los síntomas. Lo enviaron a una institución psiquiátrica, la Clinic du Lac de Ginebra.
– ¿Esto está documentado?
– Claro que sí. Yo me encargué de investigarlo cuando le conocí. Según el jefe de psiquiatría de esa institución, el doctor Carl Obst, el niño aprendió mucho durante sus doce años de reclusión. Antes que nada, a imitar a la gente. También aprendió varios idiomas v un oficio: artes gráficas.
¿Van der Heuvel me decía la verdad? En tal caso, eso explicaba cómo Henri podía adoptar una personalidad, falsificar documentos, escurrirse a voluntad entre las hendijas.
– Cuando le dieron el alta, a los dieciocho años, nuestro muchacho se dedicó a homicidios y robos. Me consta que robó un Ferrari, entre otras cosas. Pero cuando conoció a Gina hace cuatro años, ya no tuvo que conformarse con las sobras del festín.
Me contó que Gina «estaba prendada de Henri», que él le había hablado de sus intimidades y predilecciones sexuales. Le dijo a Gina que había cometido actos de violencia extrema. Y que quería ganar mucho dinero.
– Ella tuvo la idea de que Henri brindara entretenimiento a nuestro pequeño grupo, y Horst aprobó la propuesta.
– Y allí apareció usted.
– Así es. Gina nos presentó.
– Henri dijo que a usted le gustaba mirar desde un rincón.
Van der Heuvel me observó como si yo fuera un insecto exótico y no supiera si aplastarme o incluirme en su colección.
– Otra mentira, Hawkins. A él le daban por culo y gemía como una hembra. Pero esto es lo que debe saber usted, porque es la verdad. Nosotros no hicimos de Henri lo que es. Sólo lo alimentábamos.
Los dedos de Van der Heuvel volvieron a volar sobre el teclado.
– Y ahora una rápida ojeada. Estrictamente confidencial. Le mostraré cómo se desarrolló este joven.
Su cara resplandecía de deleite cuando volvió el ordenador hacia mí.
Por la pantalla desfiló una serie de fotos fijas extraídas de vídeos de mujeres atadas, torturadas y decapitadas.
Apenas lograba asimilar lo que veía mientras Van der Heuvel pasaba las imágenes, fumando y haciendo comentarios joviales sobre una exhibición de horror absoluto e inimaginable.
Sentí que me mareaba. Empecé a pensar que Van der Heuvel y Henri eran la misma persona. Los odiaba por igual. Tuve ganas de matar al holandés, aquel cerdo inmundo, y pensaba que podía hacerlo sin pagar ninguna consecuencia.
Pero necesitaba que él me condujera hasta Henri.
– Al principio yo no sabía que los asesinatos eran reales -me decía-, pero cuando Henri empezó a cortar cabezas, me di cuenta, por supuesto. En el último año empezó a escribir sus propios guiones. Demasiada petulancia y codicia. Era peligroso. Y nos conocía a Gina y a mí, así que no había modo fácil de liquidar el asunto. -Exhaló una bocanada de humo-.
La semana pasada, Gina me dijo que podríamos acallarlo con dinero, o hacerlo desaparecer. Es obvio que lo subestimó. Nunca me dijo cómo se ponía en contacto con él, así que se lo repito, Hawkins: ignoro el paradero de Henri. Es la verdad.
– Horst Werner firma los cheques de Henri, ¿verdad? Dígame cómo encontrar a Werner.
Van der Heuvel apagó el cigarrillo. Ya no sentía deleite. Me habló con gravedad, enfatizando cada palabra.
– Señor Hawkins, no le conviene conocer a Horst Werner. A usted menos que a nadie. A él no le gustará el libro de Henri. Hágame caso y no deje cabos sueltos. Borre los datos de su ordenador. Queme las cintas. Nunca mencione la Alianza ni a sus miembros ante nadie. Este consejo puede salvarle la vida.
Era demasiado tarde para borrar el disco duro. Le había enviado a Zagami las transcripciones de las entrevistas con Henri y el bosquejo del libro. En Nueva York, las transcripciones se habían fotocopiado y habían circulado entre los correctores y los consultores legales de Raven-Wofford. Los nombres de los miembros de la Alianza estaban en todo el manuscrito.
Traté de hacerme el recio.
– Si Werner me ayuda a mí, yo lo ayudaré a él.
– Tiene usted un ladrillo por cerebro, Hawkins. Escuche lo que le digo. Horst Werner es un hombre poderoso con brazos largos y puños de acero. Puede encontrarle dondequiera que usted esté. ¿Entiende, Hawkins? No tenga miedo de Henri, no es más que nuestro pequeño juguete de cuerda. Tenga miedo de Horst Werner.
Van der Heuvel puso un fin abrupto a nuestra reunión, y me despidió diciendo que debía tomar un vuelo.
Mi cabeza parecía una olla a presión a punto de estallar. La amenaza contra mí se había duplicado, una guerra en dos frentes: si no escribía el libro, Henri me mataría; si lo escribía, me mataría Werner.
Aún no había encontrado a Henri, y ahora debía impedir que Van der Heuvel le hablara a Werner del libro y de mí.
Saqué la Ruger de Henri de la funda del ordenador y encañoné al holandés.
– ¿Recuerda que le dije que no tenía interés en usted ni en la Alianza? -dije con la voz crispada por el miedo y la furia contenidos-. He cambiado de parecer. Tengo un gran interés.
Él me miró con desdén.
– Hawkins, si me mata se pasará el resto de su vida entre rejas. Y Henri seguirá suelto y viviendo a todo lujo en alguna parte del mundo.
– Quítese el abrigo -ordené, moviendo la pistola-, y todo lo demás.
– ¿A qué viene esto, Hawkins?
– Me gusta mirar. Ahora cierre el pico. Quítese toda la ropa. La camisa, los zapatos, los pantalones, todo.
– Usted es un auténtico imbécil -dijo, obedeciendo-.
¿De qué puede acusarme? ¿Un poco de pornografía en mi ordenador? Esto es Ámsterdam. No somos mojigatos como los americanos. No puede vincularme con nada de esto. ¿Me ha visto a mí en alguno de esos vídeos? No lo creo.
Aferré la pistola con ambas manos, encañonándolo, y cuando estuvo desnudo le dije que se apoyara contra la pared de cara a la misma. Luego le propiné un culatazo en la nuca, el mismo tratamiento que Henri me había dado a mí.
Dejándolo inconsciente en el suelo, recogí la corbata de la ropa amontonada en la silla y le maniaté las muñecas a la espalda.
Su ordenador estaba conectado a Internet y trabajé deprisa, adjuntando los vídeos de Henri Benoit a mensajes dirigidos a mi correo. ¿Qué más podía hacer? De la mesa cogí un marcador fluorescente y me lo metí en un bolsillo de la americana.
Luego recorrí el inmaculado loft de Van der Heuvel, que abarcaba toda la planta. El hombre cuidaba su vivienda. Tenía objetos hermosos. Libros caros. Dibujos. Fotografías. El guardarropa era como un museo de la indumentaria. Era indignante que un hombre tan ruin, tan depravado, pudiera llevar una vida tan lujosa y despreocupada.
Fui hasta la suntuosa cocina y encendí los hornillos de gas.
Arrojé servilletas y corbatas de doscientos dólares al fuego y cuando las llamas llegaron al techo, se activó el sistema antiincendios.
Una alarma vibró en la escalera y tuve la certeza de que otra alarma sonaría en un cuartel de bomberos cercano.
Mientras el agua anegaba los exquisitos suelos de madera, regresé a la sala principal, guardé ambos ordenadores y me los eché al hombro.
Luego abofeteé al holandés, lo llamé por su nombre y lo obligué a levantarse.
– ¡Arriba! ¡Levántese! ¡Vamos!
Pasé por alto sus preguntas mientras lo llevaba escalera abajo hasta la calle. El humo brotaba por las ventanas y, tal como esperaba, una multitud de mirones y curiosos se había congregado delante de la casa; hombres y mujeres bien vestidos, viejos y niños con bicicletas que la ciudad ofrecía gratis a los residentes.
Obligué a Van der Heuvel a sentarse en el bordillo y destapé el marcador. «Asesino», le escribí en la frente. Él le habló a la multitud con voz estridente. Estaba rogando, pero la única palabra que le entendí fue «policía». Comenzaron a aparecer teléfonos móviles.
Pronto aullaron las sirenas, y cuando se aproximaron yo quería ulular con ellas. Pero mantuve la pistola de Henri apuntada a Van der Heuvel y esperé la llegada de la policía.
Cuando llegaron, dejé la Ruger en la acera y señalé la frente de Van der Heuvel.
Suiza.
Dos policías iban en el asiento delantero y yo iba en el trasero de un coche que se dirigía velozmente hacia Wengen, una localidad alpina que parecía de juguete, a la sombra del Eiger.
Mientras el coche serpeaba en las carreteras angostas y heladas, yo aferraba el reposabrazos, me inclinaba hacia delante y clavaba los ojos en el camino. No temía que el coche saltara por encima de un guardarraíl. Temía que no llegáramos a tiempo para detener a Horst Werner.
El ordenador de Van der Heuvel contenía su lista de contactos, y además de la lista completa de vídeos de Henri, yo había entregado mis transcripciones de sus confesiones en aquella caravana. Expliqué a la policía el vínculo entre Henri Benoit, asesino en serie a sueldo, y la gente que le pagaba.
La policía estaba eufórica.
Sólo habían reparado en el vínculo que unía a las víctimas de Henri (decenas de muertes horribles en Europa, América y Asia) después del crimen de las dos jóvenes de Barbados. Ahora la policía suiza confiaba en que Horst Werner entregara a Henri si se lo presionaba lo suficiente.
Mientras nos dirigíamos a la villa de Werner, agentes de la ley estrechaban el círculo sobre los miembros de la Alianza en diversos países. Deberían haber sido horas triunfales para mí, pero yo era presa del pánico. Había llamado a varios amigos, pero no había teléfonos en el lugar donde estaba Amanda. Ignoraba si pasarían horas o días hasta que pudiera saber si estaba a salvo. Y aunque Van der Heuvel había dicho que Henri era un juguete, yo tenía más pruebas que antes de su crueldad, su ingenio, su afán de venganza. Y finalmente entendí por qué Henri me había fichado para escribir el libro: quería que apresaran a sus titiriteros, los miembros de la Alianza, para librarse de ellos, para cambiar de nuevo su identidad y llevar una vida autónoma.
El coche frenó, y los neumáticos patinaron sobre el hielo y la gravilla hasta que se detuvo al pie de un muro de piedra. El muro protegía un complejo semejante a una fortaleza, erigido al pie de una colina.
Se oyeron portazos, el crepitar de las radios. Unidades especiales nos flanquearon, docenas de hombres con chaleco antibalas, armados con armas automáticas, lanzagranadas y equipo de alta tecnología que yo ni siquiera sabía nombrar.
A cincuenta metros, más allá de un campo nevado, estallaron cristales de ventana en una esquina de la villa. El tiroteo se incrementó y desde dentro nos devolvían el fuego; las granadas tronaban al explotar dentro de la finca.
Cubiertos por el fuego de sus compañeros, varios agentes avanzaron hacia la villa y se oyó el rugido de la nieve que se desprendía de la empinada roca que había detrás de la fortaleza de Horst. Se oían gritos en alemán, más fuego de armas ligeras, y me imaginé el cadáver de Horst Werner saliendo en una camilla, el acto final de su caída.
Pero, si Horst Werner moría, ¿cómo encontraríamos a Henri?
La enorme puerta de la villa se abrió. Los hombres parapetados a ambos lados contra la pared apuntaron sus armas.
Y entonces lo vi.
Horst Werner -el engendro que Van der Heuvel había definido como un hombre de brazos largos y puños de acero, al que no me convenía conocer- salía de su morada de piedra. Era robusto y barbado, llevaba gafas con montura de oro y sobretodo azul, y aun con las manos entrelazadas encima de la cabeza tenía un porte confiado, casi diría militar.
Aquél era el libertino corrupto que lo dirigía todo, el mirón de mirones, el asesino de asesinos, el mago de una Oz infernal y pervertida.
Estaba con vida, y en manos de la policía.
Metieron a Werner en un vehículo blindado, y los policías suizos lo siguieron en caravana. Yo fui en otro coche con dos investigadores de la Interpol. Una hora después de la captura, llegamos a una comisaría y comenzó el interrogatorio del detenido.
Yo miraba ansiosamente desde un cuarto de observación cuya ventana-espejo mostraba la sala de interrogatorios.
Mientras Werner aguardaba la llegada de su abogado, su cara estaba perlada de sudor. Supe que habían subido la calefacción, que las patas delanteras de la silla de Werner eran más cortas que las traseras, y que el comisario Voelker, que lo interrogaba, no obtenía mucha información.
Un joven agente sentado detrás de mi silla me traducía.
– Herr Werner dice que no conoce a Henri Benoit, que no ha matado a nadie. Que él mira pero no hace nada.
Voelker salió un momento de la sala y regresó con un CD. Le habló a Werner y el intérprete me dijo que habían hallado ese disco dentro de un reproductor de DVD, junto con otros CD, en la biblioteca de Werner. El rostro de éste se demudó cuando Voelker insertó el disco en un reproductor.
¿Qué vídeo era ése? ¿El asesinato de Gina Prazzi? ¿Otra muerte perpetrada por Henri?
Moví la silla para ver el monitor y contuve la respiración.
En la pantalla había un hombre con la cabeza gacha. Podía verle desde la coronilla hasta la mitad de la camiseta. Cuando irguió la cara hinchada y ensangrentada, miró hacia otro lado, impidiendo que lo viera. Por ese breve atisbo, parecía rondar los treinta y carecer de rasgos distintivos. Era obvio que se estaba realizando un interrogatorio. Sentí una tensión extrema mientras observaba.
«Henri, di las palabras», dijo una voz en off.
Mi corazón dio un brinco. ¿Era él? ¿Habían capturado a Henri?
«Yo no soy Henri -respondió el cautivo-. Mi nombre es Antoine Pascal. Se han equivocado de hombre.»
«No es difícil pronunciarlas -repuso la voz-. Sólo di las palabras y quizá te soltemos.»
«Insisto, no me llamo Henri. Mi identificación está en mi bolsillo. Mire en mi cartera.»
El interrogador apareció ante la cámara. Aparentaba más de veinte años, de cabello oscuro, y en el cuello tenía tatuada una telaraña que ascendía hasta la mejilla izquierda. Ajustó el objetivo para obtener una toma amplia de un cuartucho desnudo y sin ventanas, un sótano alumbrado por una bombilla. El cautivo estaba amarrado a una silla.
«De acuerdo, Antoine -le dijo el hombre del tatuaje-. Hemos visto tu identificación y admiramos tu capacidad para transformarte en otra persona. Pero me estoy cansando del juego. Pronuncia las puñeteras palabras de una vez. Contaré hasta tres.»
El hombre del tatuaje empuñaba un largo cuchillo dentado con el que le golpeó el muslo mientras contaba.
«El tiempo se acaba -dijo-. Creo que esto es lo que siempre quisiste, Henri. Conocer ese momento entre la vida y la muerte. ¿Correcto?»
La voz del cautivo me resultaba familiar, y también la expresión de sus ojos claros y grises. Era Henri. De pronto lo supe.
Me embargó el horror cuando comprendí lo que sucedería. Quise gritarle a Henri, expresar una emoción que yo mismo no entendía. Había estado dispuesto a matarlo, pero no soportaba aquello. No podía limitarme a mirar.
Henri soltó un escupitajo contra el objetivo y el hombre del tatuaje le aferró un mechón de pelo castaño. Tiró del cuello hasta tensarlo.
«¡Pronuncia las palabras!», aulló.
Y a continuación le asestó tres vigorosos cuchillazos en la nuca, separando de los hombros la cabeza de Henri.
Borbotones de sangre salpicaron a Henri, a su verdugo, la lente de la cámara.
«Henri. ¿Me oyes, Henri?», preguntó el verdugo, y acercó la cabeza cortada a la cámara.
Me aparté del cristal, pero no pude dejar de mirar el vídeo. Me parecía que Henri me clavaba los ojos a través del monitor. Aún los tenía abiertos. Y de repente parpadeó. De veras. Parpadeó.
El verdugo se inclinó ante la cámara; su barbilla goteaba sangre y sudor.
«¿Todos satisfechos?», dijo sonriendo con satisfacción.
Se me hizo un nudo en la garganta y temblaba espasmódicamente, sudando. Me aliviaba que Henri hubiera muerto, pero al mismo tiempo mi sangre gritaba en mis arterias. Me aterraban las imágenes morbosas e indelebles que acababan de grabarme en el cerebro.
Dentro de la sala de interrogatorios, la expresión impávida de Horst Werner no había cambiado, pero alzó la cara y sonrió dulcemente cuando se abrió la puerta y entró un hombre de traje oscuro que le apoyó una mano en el hombro.
Mi intérprete confirmó mi intuición: había llegado el abogado de Werner.
La conversación entre el abogado y el comisario Voelker fue un breve y áspero cruce de palabras que se resumía en un hecho inapelable: no había pruebas suficientes para retener a Werner.
Me quedé pasmado viendo cómo Werner salía de la sala con su abogado. Libre.
Un momento después, Voelker se reunió conmigo en el cuarto de observación y me dijo que aún no había terminado. Ya se habían obtenido órdenes judiciales para inspeccionar los datos bancarios y telefónicos de Werner. Presionarían a los miembros de la Alianza allá donde estuvieran, aseguró. Sólo era cuestión de tiempo, y acabarían encerrando a Werner. La Interpol y el FBI ya trabajaban en el caso.
Salí de la comisaría con las piernas flojas, pero disfruté del aire puro y la luz diurna. Un coche aguardaba para llevarme al aeropuerto. Le dije al chófer que se diera prisa. Encendió el motor y subió el cristal de la mampara, pero tras arrancar mantuvo una velocidad moderada.
En mi cabeza, Van der Heuvel decía: «Tenga miedo de Horst Werner.» Y vaya si tenía miedo. Werner se enteraría de que yo había hecho transcripciones de la confesión de Henri. Se podían usar como prueba contra él y los Mirones. Yo había reemplazado a Henri como el gran testigo, el que podía arruinar a Werner y a los demás con acusaciones de asesinato múltiple.
Mi cerebro cruzaba continentes. Golpeé la mampara. -Más aprisa -le grité al conductor-. Vaya más aprisa.
Tenía que llegar hasta Amanda en avión, en helicóptero, en lo que fuera. Tenía que llegar el primero. Teníamos que ocultarnos. No sabía por cuánto tiempo, ni me importaba.
Sabía lo que haría Horst Werner si nos encontraba.
Lo sabía.
Y no podía dejar de preguntarme otra cosa: ¿Henri estaba muerto de verdad?
¿Qué había visto en la comisaría?
Aquel parpadeo, ¿era un guiño? ¿Aquella filmación era una de sus artimañas?
– Más aprisa.