– Rose-Anitra, tenemos una sorpresa para ti.
Rose suspiró. Las sorpresas de sus suegros no siempre eran agradables. Rose había pasado la noche en un cobertizo barrido por el viento ayudando a nacer a un ternero y su único deseo era meterse en la cama a descansar.
Además, no podía quitarse la carta de la cabeza. Entre el correo había llegado una carta certificada. Después de echarle una ojeada, la había metido en el bolsillo de los pantalones de peto para leerla con más tranquilidad y tratar de asimilar la información que contenía.
Pero conocía bien a sus suegros y sabía que lo mejor era atenderlos, así que se sentó en el borde de una silla y entrelazó los dedos preparándose para lo peor.
– Es una sorpresa maravillosa -dijo Gladys, nerviosa.
– Te va a encantar -dijo Bob, y Gladys lo miró de soslayo. Desde que su marido, Max, había muerto hacia dos años, Rose sospechaba que Bob, aunque sólo fuera ocasionalmente, sentía lástima por ella, pero nunca tanta como para enfrentarse a su mujer.
– Ya sabes que hoy se cumplen dos años de la muerte de Max -dijo Gladys.
– Por supuesto -¿cómo olvidarlo? Rose seguía echando de menos al hombre al que había amado, pero le parecía excesivo haber recibido en su clínica veterinaria tantas flores como el día de su muerte. Todo el pueblo adoraba a Max y con ello pretendía mantener viva la llama de su recuerdo.
– Hemos esperado hasta hoy para decírtelo -dije Gladys-, porque nos lo pidió Max. Dijo que tendrías que superar lo peor del duelo antes de poder plantearte tener un hijo.
– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Rose, clavándose las uñas en la palma de la mano. ¿Cómo iba a haber tenido hijos si había tenido que trabajar para pagarse los estudios de veterinaria, cuando había tenido que permanecer junto a Max a lo largo de su enfermedad? ¿Cómo habría podido cuidar de un hijo en el presente si necesitaba trabajar día y noche para sacar a la familia adelante?
– Pero ya ha llegado el momento -dijo Gladys. Y sonrió.
– ¿El momento? -preguntó Rose sin lograr comprender-. ¿De qué?
– Tenemos su esperma, Rose -dijo Bob con la voz teñida de ansiedad-. Hace muchos años, la primera vez que se puso enfermo, nos dijeron que el tratamiento podía dejarlo infértil y ya entonces, nos preocupó que se quedara sin descendencia.
Rose lo miró con expresión de horror.
– Así que congelamos su esperma -dijo Gladys-, y decidimos mantenerlo en secreto. Es un regalo de Max para ti. Ahora puedes tener un hijo suyo.
A novecientos kilómetros, en el bufete de abogados Goodman, Stern y Haddock de Londres, alguien recibía otra sorpresa.
Nikolai de Montez, abogado, miraba perplejo al hombre maduro que se sentaba al otro lado de su escritorio. Había llegado cinco minutos antes de lo acordado vestido elegantemente, algo encorvado por la edad y con manos levemente temblorosas. En la tarjeta que le había presentado se podía leer: Erhard Fritz. Asistente de la Corona.
– Tengo una pregunta muy sencilla -dijo sin preámbulos-. ¿Estaría dispuesto a casarse si con ello heredara el trono?
Como socio de un prestigioso bufete internacional, Nick estaba acostumbrado a recibir las propuestas más «inverosímiles, pero aquélla lo dejó sin habla.
– ¿Que si estaría dispuesto a casarme? -preguntó con incredulidad, como si temiera que las palabras fueran a estallarle en la boca-. ¿Y con quién habría de casarme?
– Con una mujer llamada Rose McCray. Puede que la conozca como Rose-Anitra de Montez. Es veterinaria en Yorkshire, pero resulta que también es la primera en la línea sucesoria al trono de Alp de Montez.
¿Sería capaz de marcharse? No lo creía posible, pero desde hacía dos días, Rose se sentía asediada por los recuerdos de su marido. No había rincón donde no estuviera presente.
Despertaba y Max la miraba desde la fotografía que ocupaba la mesilla. A Gladys le había dado un ataque de histeria cuando había sugerido donar la ropa de Max, así que cada vez que abría el armario encontraba camisas y sus pantalones. El abrigo de Max seguía colgado del perchero de la entrada, sus botas continuaban sobre el banco del porche.
Rose había sentido un dolor profundo y sincero por la muerte de su marido, pero empezaba a sentirse abrumada por su recuerdo. Su vida transcurría en medio de una permanente adoración a Max. Y habían llegado al extremo de pedirle que tuviera un hijo suyo.
Se sentía tan aturdida que temía derrumbarse, pero en medio de su confusión, una verdad empezaba a emerger con claridad: las cosas no podían seguir así. Max llevaba muerto dos años. De haber tenido el dinero, ella se habría mudado a una casa propia, pero su salario servía para pagar la casa familiar v la clínica. No podía marcharse. No podía. A no ser que…
La proposición que incluía la carta era completamente disparatada, pero también lo era la situación en la que ella se encontraba. Era lo más parecido al canto de una sirena. Alp de Montez… un país que adoraba. Alzó la fotografía de Nikolai de Montez que acompañaba la carta. Era alto, delgado, con rasgos mediterráneos. Era espectacularmente guapo.
De hecho, Rose pensó mientras leía la carta por enésima vez que era el tipo de hombre opuesto a Max. Luego la dejó a un lado. No podía ser. Era imposible. La carta era una locura, le ofrecía una salida de emergencia sin garantías de que, al otro lado, las cosas fueran mejor.
Después de todo, estaba en la comunidad de Max y. por muy atrapada que se sintiera, su deber era permanecer. Si al menos olvidaban lo del bebé…
Volvió al salón decidida a decir lo que pensaba. La esperaban. Bob le estaba sirviendo un jerez.
– Hemos estado pensando en lo del niño -dijo Gladys antes de que ella pudiera decir nada-, y nos hemos dado cuenta de que tienes que darte prisa porque hay suficiente esperma como para que tengas más de un y como ya casi has cumplido treinta años… Si el primero no es chico, querremos… -Gladys rectificó querrás tener otro. Ya te hemos pedido cita con un especialista en Newcastle. Bob te ha conseguido un sustituto para mañana.
– Gracias -dijo Rose descorazonada, al tiempo que rechazaba el jerez.
Gladys sonrió con aprobación.
– Buena chica. Le he dicho a Bob que era mejor que era mejor que no bebieras.
– No estoy embarazada.
– Pero lo estarás pronto.
– No -dijo Rose con un hilo de voz. Luego, elevanando el tono continuó-. No. Si no os importa… -tomó aire-. Me alegro de que hayas encontrado alguien que me sustituya mañana. Tengo que ir a Londres un par de días. He recibido una carta.
– ¿Una carta?
– Si una carta certificada. Ha llegado a la clínica -explico sabiendo perfectamente que si la carta hubiera llegado a la casa habría sido requisada-. ¿Recordáis que mi familia tenía vínculos con la realeza?
– Si -dijo Gladys en actitud tensa.
– Parece ser que la semana pasada vino alguien de Alp Montez a buscarme y le dijiste que me había marchado.
– Yo… -Gladys miró a Bob y luego al suelo-. Dijo que tenia que hacerte una propuesta -masculló-, y pensé que no te interesaría.
Rose asintió. Dos proposiciones en una semana. La que tenía ante sí hacía que la otra resultara incluso razonable.
Pero lo que la ayudó a tomar la decisión definitiva fue lo que Gladys le había dicho hacía unos minutos. Aunque accediera a tener un hijo, lo que verdaderamente quería era un niño. Y si tenía un niño, se convertiría en el recuerdo viviente de Max. ¿No sería una locura tomar una decisión basada en ese deseo?
– Parece ser que me necesitan -continuó, pensando cada una de sus palabras-. Cuando he leído la carta por primera vez he pensado que se trataba de una locura, pero ahora no estoy tan segura. Al menos no me parece una mayor locura que vuestra propuesta. En cualquier caso, tengo que enterarme de qué se trata. Voy a ir a Londres a averiguar si he heredado un trono.