Capítulo 8

El día de la boda lucía un sol resplandeciente. La sirvienta abrió las cortinas y saludó a Rose.

– ¡Afortunada la novia a la que el sol sonríe!

Rose apartó las sábanas y Hoppy apareció a su lado. El palacio era enorme y daba miedo, y el perro había decidido que su ama necesitaba compañía.

Pero su protección no era necesaria. Los murmullos de protesta se habían acallado la misma noche de su llegada. El pueblo había acudido al palacio a expresar su descontento. Había habido algunos disparos, pero no se produjeron bajas entre los miles de ciudadanos que acudieron a la protesta.

Jacques y Julianna habían desaparecido con sus acólitos y habían accedido a regañadientes a que la sucesión fuera decidida por un jurado internacional. La reunión no se había producido todavía, pero Erhard parecía haber estado en lo cierto al asumir que, una vez se celebrara la boda, el trono sería entregado a Rose.

Ni ella ni Nick habían llegado a asimilar lo que estaba ocurriendo, pero en ningún momento se habían planteado echarse atrás.

Y el día de su boda había llegado.

– El príncipe Nikolai ha desayunado antes que usted, señora -dijo la sirvienta, sonriendo-, porque no es bueno que el novio vea a la novia.

Rose pensó que aquel día marcaba en realidad el principio del fin. En cuanto la sucesión quedara asegurada, Nick podría marcharse y volver a su trabajo. Lo que Rose no comprendía era por qué la idea le daba tanta tristeza.

– La peluquera llegará en una hora -dijo la sirvienta-. El vestido estará listo para las doce. Los fotógrafos, a las dos.

Ese debía ser el problema. Rose no había tenido en cuenta todo lo que implicaba ser princesa y reinar. Sobre todo, sin Nick.

Cuando la sirvienta se fue, Hoppy bajó de la cama y fue hacia la puerta del dormitorio. Llevaban allí sólo una semana, pero parecía encantado con la rutina. Desayuno con Nick; un par de horas de trabajo para descifrar documentos que a Nick le bastaba leer una vez. Luego, un paseo por el bosque, o un baño. Uno de los príncipes había instalado una espectacular piscina y Nick le estaba enseñando a nadar. Y para rematar la mañana, un almuerzo al aire libre.

Después de cenar, solían charlar prolongadamente.

Y después, se iban a la cama… Cada uno por su lado.

A lo largo de aquellos días, Rose había tenido que acallar una vocecita que le recordaba que pronto serían marido y mujer. Que podrían… Pero inmediatamente decidía en contra.

– Estoy a punto de alcanzar un final feliz sin príncipe -dijo Rose a su perro, para reafirmarse en su postura-.

Y la boda no es más que el último paso para lograrlo.

Nick esperaba junto al altar, al fondo de la nave central de la capilla del palacio, uno de los pocos rincones del palacio que normalmente invitaba a la intimidad y al recogimiento, pero que en aquel momento estaba ocupada por decenas de dignatarios y de cámaras de televisión que retransmitían el acontecimiento a todo el mundo.

Rose cruzó el umbral y se paró en seco.

Hasta aquel instante la idea de la boda había sido una fantasía, un sueño. Desde el encuentro en el restaurante, cinco semanas antes, su vida había avanzado a cámara rápida, en medio de la confusión y el desconcierto. Incluso el vestido que llevaba, al que el modisto de palacio había dedicado horas, alterándolo hasta convertirlo en una segunda piel, formaba parte del sueño de un pueblo que anhelaba aquella boda real.

Ése era el mensaje que había recibido una y otra vez cuando Nick y ella fueron liberados.

– La noticia de que están aquí ha dado esperanzas al pueblo de que pueda producirse un cambio sin derramamiento de sangre. ¡Es tan maravilloso! Y el príncipe Nikolai y usted hacen una pareja tan romántica…

Rose había intentado no pensar en aquellas palabras del modisto, pero no eran más que el eco de lo que todo el mundo parecía pensar.

Y en aquel instante, al oír los primeros acordes del órgano, necesitó tomar aire.

¿Qué estaba haciendo?

La última vez que había oído aquella música, estaba en una pequeña iglesia en Yorkshire, y Max la esperaba. En aquel momento, era Nick. Y también él era en cierta forma una dulce trampa. Se quedó sin aliento. Sus pies se negaban a moverse.

Nick estaba al final del pasillo, pero no era más que una imagen borrosa, estaba lo bastante lejos como para no ver el pánico reflejado en su rostro.

Un hombre mayor se levantó del banco más próximo a la puerta y posó la mano sobre su brazo. Rose se volvió, sobresaltada. Se trataba de Erhard.

Rose no lo había visto en todos aquellos días a pesar de que tanto ella como Nick habían solicitado verlo, pero sólo habían recibido evasivas.

Su aparición fue casi milagrosa. Estaba más delgado, pero conservaba su aspecto noble, al que contribuían un uniforme militar con numerosos galones y una espada. Sonreía.

– Nikolai no es Max -dijo con dulzura, y la asió con fuerza-. Lo sabes.

Rose lo miró atónita y él le sostuvo la mirada. ¿Cómo había adivinado sus temores?

– Está esperándote -dijo el anciano.

Rose se volvió hacia Nick y vio que la miraba con inquietud. Podía ver que fruncía el ceño levemente y que era consciente de que estaba abrumada. ¿Cómo era posible que lo supiera? ¿Y por qué ella sabía lo que pensaba?

Estaba guapísimo. Llevaba el mismo uniforme que Erhard, de un intenso azul marino, con una banda dorada cruzada en el pecho y una espada en el cinto.

Nikolai de Montez. El príncipe que retornaba a su hogar. Todo en él se correspondía con la imagen de un príncipe.

«Él debería ser el soberano, y no yo», pensó Rose. Él sí parecía pertenecer a la realeza y a aquel un mundo tan alejado del suyo.

Todos los presentes estaban pendientes de ella, pero Erhard no la apremiaba sino que se limitaba a permanecer a su lado, dejando que decidiera por sí misma.

Nikolai esperaba. Y de pronto, sonriendo, se agachó y levantó del suelo a Hoppy.

Rose lo había dejado al cuidado de uno de los jardineros del palacio.

El perrito se había hecho tantos amigos, que Nick solía decir que la insurrección había tenido lugar por la patada que Jacques le había dado. Cada vez que les sacaban una fotografía, los fotógrafos preguntaban por él.

Rose había considerado inadecuado que Hoppy acudiera a la ceremonia, pero era evidente que Nick había pensado lo contrario.

Sin dejar de sonreír, Nick se agachó para dejar a Hoppy en el suelo, al que había ataviado con un collar azul y oro a juego con su uniforme, y como si mandara un mensaje secreto a Rose, le susurró:

– Ve con Rose.

La marcha nupcial seguía sonando. Hoppy alzó la mirada hacia Nick y luego a su alrededor, como si supiera que todos los presentes estaban pendientes de él. Meneó la cola frenéticamente y cojeó feliz hacia su ama.

Rose rió y se agachó para darle la bienvenida. Hoppy se acomodó en sus brazos y ella lo estrechó contra su pecho. Luego se incorporó, y al mirar a Nick se dio cuenta súbitamente de que su boda con Max y la que estaba a punto de celebrarse eran tan distintas como el día y la noche.

En Yorkshire, Max la esperaba en tensión. Sus padres se sentaban en la primera fila. De acuerdo con las instrucciones dadas por la madre de Max, los amigos de la novia ocupaban los bancos de la izquierda, los del novio, los de la derecha. En su lado, sólo se sentaron los tres únicos amigos que se negaron a obedecer.

Había sido la boda de Max. La vida de Max.

Pero en aquel momento, la iglesia estaba llena de gente. Erhard estaba a su lado, sonriéndole con calma mientras Hoppy intentaba lamerle la cara y Nick la observaba sonriente.

Aquélla sí era su vida. Ésa era la certeza que había tenido al escuchar la proposición de Erhard y ver la cortesía y la amabilidad con la que Nick trataba al anciano.

No perdería su libertad. No se trataba de una jaula de oro en la que quedaría atrapada, como había quedado su madre. Nick estaba haciendo lo que hacía para liberar al país. La había reconfortado y había sido su sostén aquellos días sin pedir nada a cambio.

Podía casarse con él y ser libre, porque él se iría.

Nick seguía observándola expectante. Toda la iglesia la miraba. ¿Qué iba a hacer? ¿Provocar un ataque al corazón a Nick y a Erhard? ¿Causar un escándalo delante de la prensa mundial?

– ¿Estás bien? -susurró Erhard. Y Rose consiguió sonreír.

– Me gusta hacer sufrir a mis futuros maridos -dijo. Y el rostro de Erhard se arrugó con una amplia sonrisa. El anciano miró a Nick e intercambió con él un gesto de complicidad.

– No es una boda de verdad -susurró Rose, más para sí misma que para ser oída-. Puedo hacerlo. ¡Que empiece la ceremonia!


No era un matrimonio de verdad, pero cada vez le resultaba más difícil recordarlo. Estaban en el altar, y Nick sentía que los votos que hacía eran… sinceros.

Rose estaba preciosa en su vestido de novia. Su belleza ya le había dejado sin aliento en su primer encuentro, y los días de convivencia sólo habían afianzado su convicción de que no era un atributo meramente exterior.

Por eso tenía que hacer un esfuerzo para recordar que las palabras que estaba pronunciando en aquellos momentos no eran reales.

– Yo, Rose-Anitra, te tomo a ti, Nikolai…

Era una farsa, una actuación. «¿Hasta que la muerte nos separe?». No, hasta el divorcio.

Pero ésa era la teoría. Por el momento, Nick se estaba dejando llevar, olvidándose de la necesidad de ejercer el control, de no implicarse.

Tomó la mano de Rose, la sostuvo entre las suyas y pronunció las palabras:

– Yo, Nikolai, te tomo a ti, Rose-Anitra, por esposa y te prometo fidelidad mientras viva.

Y mientras la besaba delante de los congregados, se dijo que daba lo mismo lo que hubiera dicho en el pasado o los teóricos planes para el futuro.

Todo daba igual. Porque todo había cambiado.

Él, Nikolai de Montez, era un hombre casado.

Las formalidades de la boda fueron tediosas. Tuvieron que firmar, firmar y firmar documentos. Luego, fotografiarse cientos de veces. Sólo entonces… empezó la diversión.

Hubo un gran baile en los jardines de palacio. Erhard había sugerido que se invitara a gentes de todos los estratos sociales y de todos los rincones del país. Tantos como cupieran en los terrenos del palacio. Y por todo el país se celebraron fiestas en las que la población brindó por los novios y confió por primera vez en la posibilidad de un futuro mejor.

Cuando el sol se puso, Rose y Nick fueron escoltados al interior del palacio y vitoreados a medida que subían la amplia escalera de mármol. Al llegar al rellano, Rose tropezó levemente y, sin hacer caso de sus protestas y ante la risa general, Nick la tomó en brazos.

– Da las buenas noches a nuestro amigos -dijo, sonriendo con picardía e ignorando las protestas de Rose-. Saluda -ordenó.

Rose obedeció automáticamente mientras Nick se giraba con ella y continuaba andando hasta llegar a la primera puerta, que abrió con el pie. Era su dormitorio.

La puerta se cerró a su espalda y desde abajo llegaron aplausos y risas.

– Bájame ahora mismo -dijo Rose al instante.

Nick la dejó en el suelo. Un hombre recién casado debía actuar con cautela, y más cuando no conocía los sentimientos de su esposa.

– Había pensado que si dormíamos esta noche en habitaciones separadas, despertaríamos sospechas.

– ¿De quién?

– De todos. ¿No ves que nuestras puertas se ven desde el vestíbulo?

– Pues esperaremos a que todos se retiren e iré a mi dormitorio.

– De acuerdo -dijo él con aparente indiferencia-. ¿Sabes que estás preciosa?

– Tú también estás muy guapo -replicó ella-. El uniforme te favorece.

– Me he esmerado -reconoció Nick.

– Tengo que marcharme aunque la gente me vea -insistió Rose.

– No daría una buena imagen ver a la novia volver a su dormitorio -insistió Nick. Y para distraerla, cambió de tema-. Ha sido una ceremonia muy hermosa.

– Así es.

– No hace falta que me mires así -protestó Nick-. No voy a asaltarte.

– Más te vale.

– ¿Qué te hace pensar que eso es lo que quiero? -preguntó Nick, consiguiendo desconcertarla.

– ¿Y no lo es?

– Sólo si tú lo quisieras.

– No quiero.

– ¿Ni un poquito? Rose lo miró indignada.

– Yo…, no…

– Yo pensaba… -empezó Nick con fingida inocencia- que, siendo viuda, echarías un poco de menos el sexo.

– Eso no es de tu incumbencia.

– Tienes razón, pero a mí el sexo me gusta mucho -dijo Nick con una mezcla de dulzura y picardía-. Y odiaría que mi esposa echara de menos algo que yo le puedo proporcionar.

Rose dio un paso atrás.

– Ni se te ocurra.

– Seguro que no quieres que…

– Esto es sólo un matrimonio de conveniencia.

– Ya. Pero yo te encuentro preciosa y tú a mí, guapo.

– Sólo por el uniforme -dijo Rose, jadeante.

– ¿Quieres que me lo quite? -preguntó él, y empezó a desabrocharse.

Rose dio un grito sofocado.

– ¡Para! -ordenó.

– Si no me desvisto no vamos a poder consumar el matrimonio.

– Porque no vamos a consumarlo -dijo Rose, desviando al mirada.

– Rose-Anitra,

– ¿Sí?

– ¿Te he dicho alguna vez que es un nombre muy bonito? ¿Te das cuenta de que eres la princesa de Alp de Montez y mi esposa?

– Eso no te da ningún derecho sobre mí.

– Claro que no. Jamás haría nada que tú no quisieras. Pero si lo deseas…

– No lo deseo.

– Ya lo sé -dijo Nick con resignación, mirando a su alrededor.

La habitación constaba de salón y de dormitorio, ambos decorados al estilo imperio. La cama tenía un dosel del que colgaban pesadas cortinas de terciopelo granate. De cada poste colgaba una gran borla dorada. Los muebles eran también dorados, así como los dos leones esculpidos que flanqueaban la chimenea.

– Tus pacientes de Yorkshire no te reconocerían si te vieran ahora -comentó.

Rose esbozó una sonrisa.

– Desde luego que no.

– ¿No has invitado a tus suegros?

– Sí, pero dicen que les he traicionado.

– ¿Por qué?

– Porque he abandonado a Max.

– Max murió hace dos años -dijo Nick, frunciendo el ceño.

– Querían que tuviera un hijo suyo.

– Entiendo -dijo Nick, aunque no comprendía nada-. ¿Y cuál es la razón de que no quieras dormir conmigo?

– No estoy enamorada de ti.

– ¿Y si lo estuvieras? Rose pareció vacilar.

– No puedo estar enamorada -dijo finalmente-, porque de estarlo, perdería mi libertad.

– Yo jamás te ataría. Rose frunció el ceño.

– Eso suena a proposición.

– Sólo estaba pensando que… -en realidad Nick no estaba seguro de lo que pensaba. Sólo estaba dejándose llevar.

Rose era encantadora, estaba allí, ante él, con aquel gesto de desconcierto… Y él acababa de pronunciar unos votos que de pronto habían dejado de parecerle una estupidez. Ya ni siquiera lo asustaban. Pero Rose sí estaba asustada. Dio un paso atrás. -Nick, no vamos a traspasar la línea.

– No.

– Me quedaría embarazada.

– Puede ser -dijo Nick con cautela-. Pero he leído en algún sitio que puede evitarse.

– El único anticonceptivo seguro es una pared gruesa.

– ¿Has estado hablando con mi madre adoptiva? -bromeó Nick.

Pero Rose no sonrió.

– Nunca tendré un hijo.

Nick frunció el ceño. Hasta ese momento había tratado la situación con ligereza, como una broma compartida. Si Rose no quería acostarse con él, no insistiría. Pero después del día tan romántico que habían pasado, y puesto que cuanto más tiempo pasaba con Rose más deseable la encontraba, se había dejado llevar por el espíritu de cuento de hadas en el que estaban inmersos.

Sin embargo, el tono de la conversación había cambiado súbitamente. La voz de Rose se había teñido de dolor. «Nunca tendré un hijo».

– ¿No puedes tener hijos? -Nick no quería resultar indiscreto, pero la tristeza de Rose lo conmovió.

– Yo… No.

– ¿Max y tú lo intentasteis?

– ¡No!

– Ah -dijo Nick sin llegar a comprender. Luego añadió-: Ni tú ni yo habíamos considerado esto.

– ¿El qué?

– La sucesión.

– ¿Por qué tendría que preocuparnos?

– Si murieras, Julianna heredaría el trono.

– Erhard dijo que podríamos introducir cambios. Este país dejará de depender de la monarquía.

– No -dijo Nick, dubitativo.

– No te atrevas a decirme que tener un hijo es mi deber -dijo Rose, airada.

Nick alzó las manos en señal de rendición.

– Oye, yo no he dicho eso.

– Pero lo has insinuado.

– Sólo he dicho que sería divertido practicar maneras de no tener hijos -dijo él, fracasando en el intento de hacer sonreír a Rose.

– Déjalo, Nick.

– Desde luego que voy a dejar lo de los niños -dijo él, arisco-. Nunca he querido tenerlos, y si tú no puedes…

– Se acabó la discusión.

– De acuerdo -dijo Nick, y desenvainó la espada.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Rose, nerviosa.

– ¿No creerás que voy a atacarte? Sólo voy a colgarla detrás de la puerta -dijo Nick-. Para que mi esposa vea que no voy a atacarla, lo mejor que puedo hacer es deponer las armas.

– Todas las armas.

– Sólo tengo una espada.

– Deja de sonreír -dijo Rose.

Y Nick, tras colgar la espada, se volvió lentamente.

– ¿Mi sonrisa te afecta tanto como la tuya a mí?

– Yo… ¿Qué?

– ¿Sabes cuál es el problema? -dijo Nick-. Que te tengo delante, estás preciosa y sonríes, y luego te enfadas, y de pronto te asustas… Y cada una de tus expresiones hace que sienta ganas de besarte.

– Lo que… Lo que sería un error -balbuceó Rose.

– Ya lo sé. Pero no sé qué hacer para remediarlo.

– Será mejor que me vaya a mi dormitorio.

– Escucha -dijo Nick. Se oían voces y música-. Todavía quedan invitados y algunos de los diplomáticos se alojan en el palacio. ¿Qué vas a hacer? ¿Ir a gatas hasta tu dormitorio?

– Tienes razón -dijo Rose, sonriendo con resignación-. ¿Qué podemos hacer?

– Leer -dijo Nick-. Tengo que revisar un montón de documentos.

– Yo prefiero dormir. Estoy exhausta -Rose miró hacia la cama-. Escucha, tú acuéstate; yo dormiré en el sofá.

Nick suspiró.

– No. Yo dormiré en el sofá.

– Pero…

– No digas nada, sé que soy un héroe -bromeó Nick-. Déjame unas almohadas y uno de los edredones y sufriré en silencio mientras tú me despojas de mi cama.

Rose rió y Nick sonrió aliviado. Por fin le había hecho reír. Había tantas cosas de ella que quería saber… Ansiaba besarla, acercarse a ella, explorar los límites de aquella relación. Se había insinuado y Rose lo había rechazado, pero en lugar de sentirse herido, quería descubrir por qué. Y adoraba hacerla reír.

Intuía que Rose no había dicho del todo la verdad cuando habían hablado de tener hijos, pero confiaba en llegar a ganarse su confianza y a conocerla mejor. Pero, por el momento, había conseguido devolverle el brillo a los ojos, y eso le bastaba.

– Buenas noches, esposa mía -dijo. Y tomándole las manos, tiró de ella y le besó la punta de la nariz-, que duermas bien. Tu caballero andante velará tus sueños.

– ¿Mi caballero andante?

– No sé exactamente qué significa -confesó Nick-, pero soy yo y significa que tengo que dormir con la espada a mano para defenderte -concluyó, y sin que ella lo oyera, añadió-: En lugar de dormir junto a mi señora, que es lo que verdaderamente deseo.

Pero antes tendría que conquistarla y, por el momento, lo fundamental era que su dama siguiera sonriendo.

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