Aterrizaron al poco tiempo.
– El marido de mi prima conducirá el coche real -dijo Griswold cuando el avión se detuvo-. Al igual que yo, deseará que tengan buena suerte.
Ésas fueron las últimas palabras que intercambiaron. Luego Griswold desapareció tras la mampara y se abrió la puerta del avión.
Ni Nick ni Rose sabían qué pasaría a continuación. Un hombre que se había identificado como el jefe del estado mayor, había anunciado a Nick que estaría esperándolos.
– Supongo que habrá una recepción oficial -dijo Nick.
En cuanto se asomaron a la escalerilla comprobaron que así era. Dos docenas de oficiales del ejército los esperaban en formación y un hombre de mediana edad, con un uniforme cubierto de galones, se presentó a ellos.
– Buenas tardes -saludó formalmente-. Bienvenidos a Alp de Montez, altezas. ¿Quieren pasar revista a la guardia?
– No -dijo Nick, adelantándose a Rose. Luego, se giró hacia ella-. A no ser que tú quieras, cariño.
¿Cariño?
Rose pestañeó, pero se dio cuenta de inmediato que Nick intentaba proyectar la imagen de una pareja de verdad. Tragó saliva y tomó la mano de Nick.
– ¿Por qué no? -dijo. Y luego, alzando la voz para que le oyera la tropa, añadió-: ¡No sabe lo felices que somos de estar aquí! Cuando era pequeña adoraba este país. Tuve que irme con mi madre pues, como ya saben, mis padres se separaron. Los dos tenemos mucho que aprender sobre nuestras costumbres y puede que cometamos alguna torpeza. Aun así, si quieren enseñamos, nosotros estamos aquí para aprender -sonrió con dulzura al oficial, que la miraba atónito, y concluyó-: Gracias por haber venido a recibirnos -y, sin previo aviso, le puso en los brazos a Hoppy al tiempo que daba al sorprendido hombre un par de besos-. Es usted muy amable.
A continuación, tomó la mano de Nick y caminó con él hacia la tropa. Sin dejar de sonreír preguntó al primer soldado su nombre. Antes de que Nick se diera cuenta, se encontró saludando a los soldados de uno en uno.
Para cuando terminaron, Nick no era el único perplejo. La fila de soldados había perdido el aire marcial, habían bajado las armas y una sonrisa bailaba en sus labios.
– ¿A quién tenemos que ver ahora? -dijo Rose, dedicando otra de sus luminosas sonrisas al oficial, al tiempo que le liberaba de Hoppy.
– La limusina los conducirá a palacio -dijo él, en tensión.
– No me ha dicho su nombre.
– Soy el jefe de estado.
– ¿Y su nombre? -al ver que el hombre seguía mirándola con incredulidad, Rose añadió-: Yo soy Rose; él es Nick.
– Señor. Señora.
– Sí, pero además tenemos un nombre -repitió ella con una sonrisa que dejó a Nick clavado en el sitio. Rose era una mujer fuerte, una mujer que había decidido interpretar el papel que le correspondía en aquella aventura.
– Jean Dupeaux -masculló el hombre.
– Encantada de conocerte, Jean. Supongo que te veremos a menudo. ¿Vienes en la limusina con nosotros?
– No.
– ¡Qué lástima! -la sonrisa de Rose se amplió aún más-. ¿Sabe el conductor dónde llevarnos?
– Por supuesto -respondió el oficial, ofendido.
– Perdón. Claro que sí, qué tonta soy. Tiene que tener paciencia con nosotros.
Ya en la limusina, tardaron un par de minutos en hablar.
– Griswold tenía razón -dijo Rose finalmente, mirando por la ventanilla-. Parece que nos han convertido en enemigos -continuó en tono reflexivo.
– Quizá era de esperar -dijo Nick.
Rose lo miró con gesto preocupado. Hoppy, que estaba en su regazo, cruzó la distancia que lo separaba de Nick y posó una pata sobre su muslo.
– Cree que necesitas un abrazo -dijo Rose.
– No es verdad -dijo Nick, envarado.
– Puede que yo sí.
– No creo que sea una buena idea.
– Tienes razón dijo Rose al tiempo que tomaba a Hoppy en brazos y lo estrechaba contra sí-. Lo siento.
¿Por qué no la había abrazado? ¿Por qué Rose lo desconcertaba tanto? Estaban juntos en aquella aventura. Era lógico que buscaran consuelo el uno en el otro.
Pero si la abrazaba… era mejor no pensarlo.
– Tenernos que enterarnos lo antes posible de unas cuantas cosas -dijo para abandonar el terreno emocional-. ¿Dónde demonios estará Erhard?
– Pensaba que vendría a recibirnos -dijo ella.
Nick hizo un esfuerzo sobrehumano para que su mente legal ganara la batalla a la emocional. Tenía que ignorar lo cerca que tenía a Rose y pensar, pensar.
En Londres, el asunto de la sucesión parecía razonable, pero en aquel momento había pasado a ser temerario. No eran más que dos personas en un país desconocido amenazando a aquellos que detentaban el poder.
– Deberíamos pedir un margen de tiempo para replantearnos la situación -dijo, pensativo-. No había previsto esto… Mi gente…
– ¿Tu gente?
– Mis colegas del bufete hicieron pesquisas sobre el país. Nunca ha habido una insurrección armada, así que asumimos que no corríamos peligro. Pero ahora…
– No pienso volver a casa -dijo Rose.
– Puede que no tengamos otra opción.
– No pienso volver a casa -repitió Rose, estrechando a Hoppy contra sí-. No pienso volver a Yorkshire.
– ¿Cuál es el problema con Yorkshire?
– Una familia obsesionada con protegerme -masculló Rose-. Por cierto, olvidaba decirte que si intentas protegerme, no respondo de mis actos. Además, no pienso ir a ningún sitio hasta que solucionemos los problemas de este país -concluyó con mirada fiera.
Nick alzó las manos como si se rindiera. -Muy bien -dijo-. Yo siento lo mismo.
– Me alegro -dijo ella con ojos centelleantes-, porque no pienso huir ni aunque cambie de opinión. También a mí me ha preocupado la desaparición de Erhard, pero tendremos que trazar un plan de acción y hacer lo que él nos pidió.
Su determinación hizo sonreír a Nick y por primera vez se dio cuenta de que también él, aunque por diferentes motivos, quería avanzar. Necesitaba un reto. Y quería enfrentarse a él con Rose. Bastaría con que reprimiera el deseo de abrazarla… de besarla hasta dejarla sin aliento.
– En primer lugar, tenemos que organizar unas cuantas reuniones -dijo, logrando que se expresara su lado racional-. Debemos convocar en el palacio a los líderes de las fuerzas armadas y explicarles lo que queremos. Además, deberíamos hablar con los consejeros individualmente.
– ¿Eso quiere decir que vas a quedarte?
Nick miró a Rose sorprendido.
– Por supuesto. Tanto tiempo como haga falta, Rose. Siempre cumplo mis promesas.
– Es que… Sé que me corresponde a mí ser la soberana -dijo Rose-, pero no tengo la preparación necesaria.
– Yo tampoco, pero has dicho que no piensas huir y yo tampoco.
– Gracias.
Nick sonrió.
– Además, los príncipes consortes lo pasan en grande -dijo-. Pueden actuar en la sombra. Seré yo quien te aconseje qué cabezas debes cortar. Tú harás el trabajo sucio y serás quien reciba las críticas.
– ¡Qué alivio! -masculló ella, pero no pudo reprimir una sonrisa.
Nick pensó que estaba preciosa. Cuanto más la miraba más encantadora la encontraba. Seguía envuelta en la trenca, con Hoppy en sus brazos.
– No creo que esto funciones si tú eres sólo príncipe consorte -dijo Rose tras una pausa.
Nick reflexionó unos segundos.
– Pero ésa es la idea.
– No. Yo creo que tú deberías heredar y yo ser tu segunda.
– Lo siento, pero no…
– Yo no tengo sangre real -interrumpió Rose-. Mi padre se casó con mi madre, pero la abandonó en menos de un año. No creo que volviera a tocarla. Los escándalos se sucedieron durante el tiempo que vivimos en el palacio y que mi madre cuidó al viejo príncipe. Recibía numerosas visitas y yo nací con el cabello pelirrojo -Rose se llevó la mano al pelo-. Así que, aunque nací en la familia real, no pertenezco a la realeza… Tu madre, en cambio, era princesa.
– Sí, pero tú eres la primera en la línea sucesoria.
– Pero tú quieres el poder -dijo Rose, pensativa-. Estás deseando intervenir y no podrás hacerlo si no tienes autoridad.
– No puedes decidir cómo repartir la autoridad hasta que la tengas -argumentó Nick.
– Supongo que tienes razón -susurró Rose. Luego, adoptó un tono más decidido y añadió-: Está bien. Puedo asumir la responsabilidad. Ya lo he hecho en otras ocasiones.
A Nick le hizo pensar en David a punto de atacar a Goliat.
Estaban llegando a la ciudad. Empezaba a atardecer,
– ¿Dónde irá la gente el sábado por la tarde? -preguntó Rose súbitamente. Y cuando Nick la miró perplejo, ella se inclinó hacia delante y abrió la mampara de cristal que los separaba del conductor-. Si usted y su familia quisieran pasar un buen rato esta noche, ¿dónde irían?
– ¿Señora? -preguntó el conductor, atónito. Rose repitió la pregunta-. Los oficiales del ejército van a Maison d'Etre -respondió el hombre.
– No, los oficiales, no -dijo Rose. Nick la miraba tan desconcertado como el conductor-. Usted, o los granjeros que hemos visto en el camino.
– Yo vivo cerca de aquí -dijo el hombre dubitativo-. Estamos en periodo de cosecha y hace buen tiempo. Según la tradición, nos reunimos en la ribera del río para celebrar comidas campestres -titubeante, añadió-. Ya no tenemos dinero para salir a locales públicos. Los impuestos están muy altos y muchos han tenido que cerrar por falta de clientela.
– Por eso vais al río?
– Cada distrito tiene un punto de encuentro. O vamos a él o nos quedamos en casa.
– ¿Y los más jóvenes no van al cine o algo así?
– Sólo si tienen un trabajo bien remunerado, pero los buenos trabajos escasean.
– Y si quisiéramos conocer a la gente…
– Podría ir a la televisión -sugirió el conductor.
– Preferiría no hacerlo -dijo Rose, pensativa.
– ¿Qué estás pensando? -preguntó Nick, convencido de que, una vez que Rose tomaba una decisión, la llevaba hasta sus últimas consecuencias.
– No pienso marcharme, Nick -dijo Rose, confirmando lo que él sospechaba-. Entre las obligaciones que tengo aquí y las que he dejado atrás en Yorkshire, prefiero enfrentarme a las de este país. Ha llegado el momento de entrar en acción. ¿Por qué has tenido que ponerte traje?
– ¿Y tú esa trenca?
– La trenca es más apropiada que lo que tú llevas -replicó Rose-. Quítate la corbata. ¿Llevas una chaqueta en la maleta?
– No sé dónde está mi maleta.
– Va en otro coche -dijo el conductor, mirándolos divertido por el espejo retrovisor.
– Si fuéramos a la fiesta… -dijo Rose. Miró hacia atrás y vio que los seguía un convoy además de los doce motoristas uniformados que los precedían-. ¿Cree que nos detendrían si fuéramos al río?
– No podemos parar, señora. Tengo órdenes de llevarlos directamente a palacio.
– ¿Y quién ha dado esas órdenes? -preguntó Rose con una súbita altivez que hizo que Nick y el conductor intercambiaran una mirada de sorpresa.
Después, el conductor sonrió y dijo:
– ¿Quiere ir al picnic?
– Quiero conocer a la gente -dijo ella-. Y ésta es la manera más rápida de hacerlo. La escolta tendrá que acompañarnos. Pero no me gustaría ir sin llevar nada.
– La gente compartirá lo que tenga.
– Aun así. Quiero llevar algo. Y mi prometido también, ¿verdad, cariño? -Rose miró a Nick, que la contemplaba perplejo-. ¿Qué podemos hacer?
El conductor la miraba con la misma perplejidad que Nick.
– Se me ocurre… -dijo titubeante-. Un par de cajas de cerveza serían muy bien recibidas. La cerveza es muy cara y está racionada.
Rose sonrió encantada. Nick no podía sino admiraría.
– Mi prometido comprará la cerveza -dijo ella. Y para que sólo le oyera Nick, le dijo-: Erhard me ha dicho que eres muy rico. Supongo que no te importa. En cuanto gane mi primer sueldo de princesa te lo devolveré.
Nick no pudo contener la risa. Rose era increíble. Iban en una limusina, escoltados por el ejército, camino del palacio y ella estaba negociando un préstamo para comprar cerveza. Metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de crédito.
– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó Rose al conductor.
– El marido de la prima de mi mujer es repartidor en un hotel de la armada -dijo el hombre, uniéndose con entusiasmo al nuevo plan-. Le diré los detalles de la tarjeta por radio y llevará las cajas al punto de encuentro.
– Pídale también limonada para los niños -dijo Nick-. Aunque no sé por qué confiamos en usted tan…
– Hay poca gente en las altas jerarquías en quien puedan confiar -dijo el conductor-. Tampoco entre el pueblo. Pero no estamos acostumbrados a que la realeza lleve abrigos con olor a granja. Además, he hablado un momento con Griswold y me ha dicho que debemos darles una oportunidad. La situación es desesperada, pero confiaremos en ustedes.
– ¿Pueden despedirle si cambia la ruta? -preguntó Rose.
– Puesto que la decidieron hace tiempo con Erhard, diré que no he tenido más remedio que seguir sus órdenes -dijo el hombre.
– Exactamente -lo tranquilizó Rose-. Se limita a cumplir órdenes.
El conductor tomó la radio y dio las instrucciones precisas. Al devolver la tarjeta a Nick dijo:
– Gracias a los dos -sonrió y añadió-. Bajo el asiento delantero hay una chaqueta que puede servirle. Agárrense fuerte -dijo. Y dio un giro de noventa grados para ir hacia el río.
Nick no salía de su estupor. No tanto por la situación como por la mujer que tenía a su lado.
Rose. Una princesa en potencia. Su esposa en potencia. Hasta ese momento no había llegado a pensar demasiado en ella como esposa.
Pero en aquel momento, cuando debía estar pensando en cientos de asuntos preocupantes, ésa era la palabra que iluminaba su mente como un rayo de luz en medio de la penumbra: esposa.