ACTO I

ESCENA I

Grupo de Patricios, entre ellos uno muy viejo, en una sala del palacio; dan muestras de nerviosidad.

Primer patricio. Como siempre, nada.

El viejo patricio. Nada a la mañana, nada a la noche.

Segundo patricio. Nada desde hace tres días.

El viejo patricio. Los correos parten, los correos vuelven. Menean la cabeza y dicen: "Nada".

Segundo patricio. Se ha recorrido toda la campiña; no hay nada que hacer.

Primer patricio. ¿Por qué inquietarse por anticipado? Esperemos. Quizá vuelva como se fue.

El viejo patricio. Yo lo vi salir del palacio. Tenía una mirada extraña.

Primer patricio. Yo también estaba y le pregunté qué le ocurría.

Segundo patricio. ¿Respondió?

Primer patricio. Una sola palabra: "Nada".

Pausa. Entra Helicón comiendo cebollas.

Segundo patricio (siempre nervioso). Es inquietante.

Primer patricio. Vamos, todos los jóvenes son así.

El viejo patricio. Por supuesto, la edad barre con todo.

Segundo patricio. ¿Os parece?

Primer patricio. Esperemos que olvide.

El viejo patricio. ¡Claro! Por una que se pierde, se encuentran diez.

Helicón. ¿De dónde sacáis que se trata de amor?

Primer patricio. ¿Y qué otra cosa puede ser? De todos modos, afortunadamente, las penas no son eternas. ¿Sois capaz de sufrir más de un año?

Segundo patricio. Yo no.

Primer patricio. Nadie tiene ese poder.

El viejo patricio. La vida sería imposible.

Primer patricio. Ya lo veis. Mirad, perdí a mi mujer el año pasado. Lloré mucho y después olvidé. De vez en cuando siento pena, pero en suma, no es nada.

El viejo patricio. La naturaleza hace bien las cosas.

Entra Quereas.

ESCENA II

Primer patricio. ¿Y?

Quereas. Como siempre, nada.

Helicón. Bueno, no perdamos la cabeza.

Primer patricio. Claro.

Helicón. No perdamos la cabeza, es la hora del almuerzo.

El viejo patricio. Es lógico, más vale pájaro en mano que cien volando.

Quereas. No me gusta esto. Pero todo marchaba demasiado bien. El emperador era perfecto.

Segundo patricio. Sí, era como es debido: escrupuloso e inexperto.

Primer patricio. Pero, ¿qué tenéis y por qué esos lamentos? Nada le impide continuar. Amaba a Drusila, por supuesto. Pero en fin de cuentas, era su hermana. Acostarse con ella ya era mucho.

Pero trastornar a Roma porque ha muerto, pasa de la raya.

Quereas. No importa. No me gusta esto y la huida no me dice nada bueno.

El viejo patricio. Sí, no hay humo sin fuego.

Primer patricio. En todo caso, la razón de Estado no puede admitir un incesto que adopta visos de tragedia. Pase el incesto, pero discreto.

Helicón. ¿Quién os dice que por Drusila?

Segundo patricio. ¿Y entonces por quién?

Helicón. Pues por nadie o por nada. Cuando todas las explicaciones son posibles, no hay en verdad motivos para elegir la más trivial o la más tonta.

Entra el joven Escipión. Quereas se le acerca.

ESCENA III

Quereas. ¿Y?

Escipión. Nada todavía. Unos campesinos creyeron verlo anoche, cerca de aquí, corriendo entre la tormenta.

Quereas vuelve hacia los senadores. Escipión lo sigue.

Quereas. ¿Ya son tres días, Escipión?

Escipión. Sí. Yo estaba presente, siguiéndole como de costumbre. Se acercó al cuerpo de Drusila. Lo tocó con los dedos. Luego, como si reflexionara, se volvió y salió con paso uniforme. Desde entonces lo andamos buscando.

Quereas (meneando la cabeza). A ese muchacho le gustaba demasiado la literatura.

Segundo patricio. Es cosa de la edad.

Quereas. Pero no de su rango. Un emperador artista es inconcebible. Tuvimos uno o dos, por supuesto. En todas partes hay ovejas sarnosas. Pero los otros tuvieron el buen gusto de limitarse a ser funcionarios.

Primer patricio. Es más descansado.

El viejo patricio. Cada uno a su oficio.

Escipión. ¿Qué podemos hacer, Quereas?

Quereas. Nada.

Segundo patricio. Esperemos. Si no vuelve, habrá que reemplazarlo. Entre nosotros, no faltan emperadores.

Primer patricio. No, sólo faltan personalidades.

Quereas. ¿Y si vuelve de mal talante?

Primer patricio. Vamos, todavía es un niño, lo haremos entrar en razón.

Quereas. ¿Y si es sordo al razonamiento?

Primer patricio (ríe). Bueno, ¿no escribí, en mis tiempos, un tratado sobre el golpe de Estado?

Quereas. ¡Por supuesto, si fuera necesario! Pero preferiría que me dejaran con mis libros.

Escipión. Excusadme. Sale.

Quereas. Está ofuscado.

El viejo patricio. Es un niño. Los jóvenes son solidarios.

Helicón. No tiene importancia.

Aparece un Guardia: "Han visto a Calígula en el jardín del Palacio".

Todos salen.

ESCENA IV

La escena permanece vacía unos instantes. Calígula entra furtivamente por la izquierda. Tiene expresión de enajenado, está sucio, con el pelo empapado y las piernas manchadas. Se lleva varias veces la mano a la boca. Se acerca al espejo, deteniéndose en cuanto ve su propia imagen. Masculla palabras confusas, luego se sienta a la derecha, con los brazos colgando entre las rodillas separadas. Helicón entra por la izquierda. Al ver a Calígula se detiene en el extremo del escenario y lo observa en silencio. Calígula se vuelve y lo ve. Pausa.

ESCENA V

Helicón (de un extremo a otro del escenario). Buenos días, Cayo.

Calígula (con naturalidad). Buenos días, Helicón. Silencio

Helicón. Pareces fatigado.

Calígula. He caminado mucho.

Helicón. Sí, tu ausencia duró largo tiempo.

Silencio

Calígula. Era difícil de encontrar.

Helicón. ¿Qué cosa?

Calígula. Lo que yo quería.

Helicón. ¿Y qué querías?

Calígula (siempre con naturalidad). La luna.

Helicón. ¿Qué?

Calígula. Sí, quería la luna.

Helicón. ¡Ah! (Silencio. Helicón se acerca.) ¿Para qué?

Calígula. Bueno… Es una de las cosas que no tengo.

Helicón. Claro. ¿Y ya se arregló todo?

Calígula. No, no pude conseguirla.

Helicón. Qué fastidio.

Calígula. Sí, por eso estoy cansado. (Pausa.) ¡Helicón!

Helicón. Sí, Cayo.

Calígula. Piensas que estoy loco.

Helicón. Bien sabes que nunca pienso.

Calígula. Sí. ¡En fin! Pero no estoy loco y aun más: nunca he sido tan razonable. Simplemente, sentí en mí de pronto una necesidad de imposible. (Pausa.) Las cosas tal como son, no me parecen satisfactorias.

Helicón. Es una opinión bastante difundida.

Calígula. Es cierto. Pero antes no lo sabía. Ahora lo sé. (Siempre con naturalidad.) El mundo, tal como está, no es soportable. Por eso necesito la luna o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo.

Helicón. Es un razonamiento que se tiene en pie. Pero en general no es posible sostenerlo hasta el fin.

Calígula (levantándose, pero con la misma sencillez). Tú no sabes nada. Las cosas no se consiguen porque nunca se las sostiene hasta el fin. Pero quizá baste permanecer lógico hasta el fin. (Mira a Helicón.) También sé lo que piensas. ¡Cuántas historias por la muerte de una mujer! Pero no es eso. Creo recordar, es cierto, que hace unos días murió una mujer a quien yo amaba. ¿Pero qué es el amor? Poca cosa. Esa muerte no significa nada, te lo juro; sólo es la señal de una verdad que me hace necesaria la luna. Es una verdad muy simple y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar.

Helicón. ¿Y cuál es la verdad?

Calígula (apartado, en tono neutro). Los hombres mueren y no son felices.

Helicón (después de la pausa). Vamos, Cayo, es una verdad a la que nos acomodamos muy bien. Mira a tu alrededor. No es eso lo que les impide almorzar.

Calígula (con súbito estallido). Entonces todo a mi alrededor es mentira, y yo quiero que vivamos en la verdad. Y justamente tengo los medios para hacerlos vivir en la verdad. Porque sé lo que les falta, Helicón. Están privados de conocimiento y les falta un profesor que sepa lo que dice.

Helicón. No te ofendas, Cayo, por lo que voy a decirte. Pero deberías descansar primero.

Calígula (sentándose y con dulzura). No es posible, Helicón, ya nunca será posible.

Helicón. ¿Y por qué no?

Calígula. Si duermo, ¿quién me dará la luna?

Helicón (después de un silencio). Eso es cierto.

Calígula se levanta con visible esfuerzo.

Calígula. Escucha, Helicón. Oigo pasos y rumor de voces. Guarda silencio y olvida que acabas de verme.

Helicón. He comprendido.

Calígula se dirige hacia la salida. Se vuelve.

Calígula. Y te lo ruego: en adelante ayúdame.

Helicón. No tengo razones para no hacerlo, Cayo. Pero sé pocas cosas y pocas cosas me interesan. ¿En qué puedo ayudarte?

Calígula. En lo imposible.

Helicón. Haré lo que pueda.

Calígula sale. Entran rápidamente Escipión y Cesonia.

ESCENA VI

Escipión. No hay nadie. ¿No le viste, Helicón?

Helicón. No.

Cesonia. Helicón, ¿de veras no te dijo nada antes de escapar?

Helicón. No soy su confidente, soy su espectador. Es más prudente.

Cesonia. Te lo ruego.

Helicón. Querida Cesonia, Cayo es un idealista, todo el mundo lo sabe. Sigue su idea, eso es todo. Y nadie puede prever a dónde lo llevará. ¡Pero si me lo permitís, el almuerzo!

Sale.

ESCENA VII

Cesonia se sienta con cansancio.

Cesonia. Un guardia lo vio pasar. Pero Roma entera ve a Calígula por todas partes. Y Calígula en efecto, sólo ve su idea.

Escipión. ¿Qué idea?

Cesonia. ¿Cómo puedo saberlo yo, Escipión?

Escipión. ¿Drusila?

Cesonia. ¿Quién puede decirlo? Pero en verdad la quería. En verdad es duro ver morir hoy lo que ayer estrechábamos en los brazos.

Escipión (tímidamente). ¿Y tú?

Cesonia. Oh, yo soy la antigua querida.

Escipión. Cesonia, hay que salvarlo.

Cesonia. ¿Así que lo amas?

Escipión. Lo amo. Era bueno conmigo. Me alentaba y sé de memoria ciertas palabras suyas. Me decía que la vida no es fácil, pero que están la religión, el arte, el amor que inspiramos. Repetía a menudo que hacer sufrir es la única manera de equivocarse. Quería ser un hombre justo.

Cesonia (levantándose). Era un niño. (Se dirige hacia el espejo y se mira.) Nunca tuvo otro dios que mi cuerpo y a este dios quisiera rezar hoy para que Cayo me fuese devuelto.

Entra Calígula. Al ver a Cesonia y a Escipión, vacila y retrocede. En el mismo instante entran por el lado opuesto los Patricios y El intendente de palacio. Se detienen, cortados. Cesonia se vuelve. Ella y Escipión corren hacia Calígula. El los detiene con un ademán.

ESCENA VIII

El intendente (con voz insegura). Te… te buscábamos, César.

Calígula (con voz breve y cambiada). Ya lo veo.

El intendente. Nosotros… es decir…

Calígula (brutalmente). ¿Qué queréis?

El intendente. Estábamos inquietos, César.

Calígula (acercándose). ¿Con qué derecho?

El intendente. ¡Oh!… (Súbitamente inspirado y muy rápido.) En fin, de todos modos, bien sabes que debes arreglar algunas cuestiones concernientes al Tesoro Público.

Calígula (con un acceso de risa inextinguible). ¿El Tesoro? Pero es cierto, claro, el Tesoro; es fundamental.

El intendente. Cierto, César.

Calígula (siempre riendo, a Cesonia). ¿No es verdad, querida, que es muy importante el Tesoro?

Cesonia. No, Calígula, es una cuestión secundaria.

Calígula. Pero es que tú no entiendes nada. El Tesoro tiene un poderoso interés. Todo es importante; ¡las finanzas, la moral pública, la política exterior, el abastecimiento del ejército y las leyes agrarias! Todo es fundamental. Todo está en el mismo plano: la grandeza de Roma y tus crisis de artritismo. ¡Ah! Me ocuparé de todo. Escúchame un poco, intendente.

El intendente. Te escuchamos.

Los Patricios se adelantan.

Calígula. ¿Me eres fiel, verdad?

El intendente (en tono de reproche). ¡César!

Calígula. Bueno, pues tengo un plan que proponerte. Vamos a revolucionar la economía política en dos tiempos. Te lo explicaré, intendente…, cuando hayan salido los patricios.

Los Patricios salen.

ESCENA IX

Calígula se sienta junto a Cesonia.

Calígula. Escúchame bien. Primer tiempo. Todos los patricios, todas las personas del Imperio que dispongan de cierta fortuna -pequeña o grande, es exactamente lo mismo- están obligados a desheredar a sus hijos y testar de inmediato a favor del Estado.

El intendente. Pero César…

Calígula. No te he concedido aún la palabra. Conforme a nuestras necesidades, haremos morir a esos personajes siguiendo el orden de una lista establecida arbitrariamente. Llegado el momento podremos modificar ese orden, siempre arbitrariamente. Y heredaremos.

Cesonia (apartándose). ¿Qué te pasa?

Calígula (imperturbable). El orden de las ejecuciones no tiene, en efecto, ninguna importancia. O más bien, esas ejecuciones tienen todas la misma importancia, lo que demuestra que no la tienen. Por lo demás, son tan culpables unos como otros. (Al intendente, con rudeza.) Ejecutarás esas órdenes sin tardanza. Todos los habitantes de Roma firmarán los testamentos esta noche, en un mes a más tardar los de provincias. Envía correos.

El intendente. César, no te das cuenta…

Calígula. Escúchame bien, imbécil. Si el Tesoro tiene importancia, la vida humana no la tiene. Está claro. Todos los que piensan como tú deben admitir este razonamiento y considerar que la vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo. Entretanto, yo he decidido ser lógico, y como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica. Exterminaré a los opositores y la oposición. Si es necesario, empezaré por ti.

El intendente. César, mi buena voluntad no admite duda, te lo juro.

Calígula. Ni la mía, puedes creerme. La prueba es que consiente en adoptar tu punto de vista y considerar el Tesoro público como un objeto de meditación. En suma, agradéceme, pues intervengo en tu juego y utilizo tus cartas. (Pausa, luego, con calma.) Además mi plan, por su sencillez, es genial, lo cual cierra el debate. Tienes tres segundos para desaparecer. Cuento: uno…

El intendente desaparece.

ESCENA X

Cesonia. ¡No te reconozco! Es una broma, ¿verdad?

Calígula. No es exactamente eso, Cesonia. Es pedagogía.

Escipión. ¡No es posible, Cayo!

Calígula. ¡Justamente!

Escipión. No te comprendo.

Calígula. ¡Justamente! Se trata de lo que no es posible, o más bien, de hacer posible lo que no lo es.

Escipión. Pero ese juego no tiene límites. Es la diversión de un loco.

Calígula. No, Escipión, es la virtud de un emperador. (Se echa hacia atrás con un gesto de fatiga.) ¡Ah, hijos míos! Acabo de comprender por fin la utilidad del poder. Da oportunidades a lo imposible.

Hoy, y en los tiempos venideros, mi libertad no tendrá fronteras.

Cesonia (tristemente). No sé si hay que alegrarse, Cayo.

Calígula. Tampoco yo lo sé. Pero supongo que de eso habrá que vivir.

Entra Quereas.

ESCENA XI

Quereas. Supe tu regreso. Hago votos por tu salud.

Calígula. Mi salud te lo agradece. (Pausa; de improviso.) Vete, Quereas, no quiero verte.

Quereas. Me sorprendes, Cayo.

Calígula. No te sorprendas. No me gustan los literatos y no puedo soportar la mentira.

Quereas. Si mentimos, es sin saberlo muchas veces. No me considero culpable.

Calígula. La mentira nunca es inocente. Y la vuestra da importancia a los seres y a las cosas. Eso es lo que no puedo perdonaros.

Quereas. Y sin embargo, no hay más remedio que abogar por este mundo, si queremos vivir en él.

Calígula. No abogues, la causa está juzgada. Este mundo no tiene importancia, y quien así lo entienda conquista su libertad. (Se ha levantado.) Y justamente, os odio porque no sois libres. En todo el Imperio romano soy el único libre. Regocijaos, por fin ha llegado un emperador que os enseñará la libertad. Vete, Quereas, y tú también, Escipión, pues, ¿qué es la amistad? Id a anunciar a Roma que le ha sido restituida la libertad y que con ella empieza una gran prueba.

Salen. Calígula se ha vuelto.

ESCENA XII

Cesonia. ¿Lloras?

Calígula. Sí, Cesonia.

Cesonia. Pero al fin, ¿qué ha cambiado? Si es cierto que amabas a Drusila, la amabas al mismo tiempo que a mí y a muchas otras. Eso no basta para que su muerte te arroje tres días y tres noches al campo y te devuelva con ese rostro enemigo.

Calígula (se vuelve). ¿Quién te habla de Drusila, loca? ¿No puedes imaginar que un hombre llore por algo que no sea el amor?

Cesonia. Perdón, Cayo. Pero trato de comprender.

Calígula. Los hombres lloran porque las cosas no son lo que deberían ser. (Ella se le acerca.) Deja, Cesonia. (Cesonia retrocede.) Pero quédate cerca.

Cesonia. Haré lo que quieras. (Se sienta.) A mi edad se sabe que la vida no es buena. Pero si hay mal en la tierra, ¿a qué querer aumentarlo?

Calígula. Tú no puedes comprender. ¿Qué importa? Quizá salga de esto. Pero siento subir en mí seres sin nombre. ¿Qué haré con ellos? (Se vuelve hacia Cesonia.) ¡Oh, Cesonia! Yo sabía que era posible estar desesperado, pero ignoraba el significado de esta palabra. Creía, como todo el mundo, que era una enfermedad del alma. Pero no, el cuerpo es el que sufre. Me duelen la piel, el pecho, los miembros. Tengo la cabeza vacía y el estómago revuelto. Y lo más atroz es este gusto en la boca. Ni de sangre, ni de muerte, ni de fiebre, sino de todo a la vez. Basta que mueva la lengua para que todo se ponga negro y los seres me repugnen. ¡Qué duro, qué amargo es hacerse hombre!

Cesonia. Hay que dormir, dormir mucho, dejarse llevar y no cavilar más. Velaré tu sueño. Al despertar, el mundo recobrará su sabor para ti. Que tu poder sirva entonces para amar lo que aún puede ser amado. Lo posible también merece una oportunidad.

Calígula. Pero para eso se necesita el sueño, la despreocupación. No es posible.

Cesonia. Es lo que uno cree cuando está rendido de fatiga. Llega el momento en que la mano vuelve a ser firme.

Calígula. Pero hay que saber dónde posarla. ¿Y qué me importa una mano firme, de qué me sirve este asombroso poder si no puedo cambiar el orden de las cosas, si no puedo hacer que el sol se ponga por el este, que el sufrimiento decrezca y que los que nacen no mueran? No, Cesonia, es indiferente dormir o permanecer despierto si no tengo influencia sobre el orden de este mundo.

Cesonia. Pero eso es querer igualarse a los dioses. No conozco locura peor.

Calígula. También tú me crees loco. Y sin embargo, ¿qué es un dios para que yo desee igualarme a él? Lo que deseo hoy con todas mis fuerzas está por encima de los dioses. Tomo a mi cargo un reino donde lo imposible es rey.

Cesonia. No podrás hacer que el cielo no sea cielo, que un rostro hermoso se vuelva feo, un corazón humano, insensible.

Calígula (con exaltación creciente). Quiero mezclar el cielo con el mar, confundir fealdad y belleza, hacer brotar la risa del sufrimiento.

Cesonia (erguida delante de él y suplicante). Hay lo bueno y lo malo, lo grande y lo bajo, lo justo y lo injusto. Te aseguro que todo esto no cambiará.

Calígula (en el mismo tono). Mi voluntad es cambiarlo. Haré a este siglo el don de la igualdad. Y cuando todo esté nivelado, lo imposible al fin en la tierra, la luna en mis manos, entonces quizá yo mismo esté transformado y el mundo conmigo; entonces, al fin, los hombres no morirán y serán dichosos.

Cesonia (en un grito). No podrás negar el amor.

Calígula (estallando y con voz llena de rabia). ¡El amor, Cesonia! (La toma por los hombros y la sacude.) He aprendido que no es nada. El otro tiene razón: ¡el Tesoro público! Lo oíste, ¿verdad? Todo empieza con eso. ¡Ah, por fin voy a vivir ahora! Vivir, Cesonia, vivir es lo contrario de amar. Te lo digo yo y te invito a una fiesta sin medida, a un proceso general, al más bello de los espectáculos. Y necesito gente, espectadores, víctimas y culpables.

Se precipita hacia el gong y empieza a darle, sin tregua, golpes redoblados.

Calígula (sin dejar de golpear). Haced entrar a los culpables. Necesito culpables. Y todos lo son. (Siempre golpeando.) Quiero que entren los condenados a muerte. ¡Público, quiero tener público! ¡Jueces, testigos, acusados, todos condenados de antemano! ¡Ah, Cesonia, les mostraré lo que nunca han visto, el único hombre libre de este imperio!

Al sonido del gong, el palacio se llena poco a poco de rumores que aumentan y se acercan. Voces, ruidos de armas, pasos y pataleos. CALÍGULA ríe y sigue golpeando. Los Guardias entran y salen.

Calígula (golpeando). Y tú, Cesonia, me obedecerás. Me ayudarás siempre. Será maravilloso. Jura que me ayudarás, Cesonia.

Cesonia (enajenada, entre dos golpes de gong). No necesito jurar, porque te amo.

Calígula (siempre golpeando). Harás todo lo que te diga.

Cesonia (en el mismo tono). Todo, Calígula, pero detente.

Calígula (golpeando). Serás cruel.

Cesonia (llorando). Cruel.

Calígula (golpeando). Fría e implacable.

Cesonia. Implacable.

Calígula (siempre golpeando). También sufrirás.

Cesonia. Sí, Calígula, pero enloquezco.

Entran Patricios estupefactos, y con ellos las gentes del palacio. Calígula da un último golpe, levanta el mazo, se vuelve hacia ellos y los llama.

Calígula (fuera de sí). Venid todos. Acercaos. Mando que os acerquéis. (Patalea.) Un emperador exige que os acerquéis. (Todos avanzan, llenos de temor.) Venid en seguida. Y ahora acércate, Cesonia. (La toma de la mano, la lleva junto al espejo y con el mazo, borra frenéticamente una imagen sobre la superficie bruñida. Ríe.) Nada, ya ves. ¡Ni un recuerdo, todos los rostros han huido! ¡Nada, nada más! ¿Y sabes lo que queda? Acércate un poco más. Mira, Acercaos. Mirad.

Se planta delante del espejo en una actitud demente.

Cesonia (mirando el espejo, con espanto). ¡Calígula!

Calígula cambia de tono, apoya el dedo en el espejo y con la mirada súbitamente fija, dice con voz triunfante.

Calígula. ¡Calígula!


Telón

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