Antes de levantarse el telón, ruido de címbalos y tambores. El telón se abre sobre una especie de barraca de feria. En el centro una colgadura, delante de la cual, sobre un pequeño estrado, se encuentran Helicón y Cesonia. Los cimbaleros a cada lado. Sentados, de espaldas a los espectadores, algunos Patricios y El Joven Escipión.
Helicón (recitando en tono de charlatán de feria). ¡Acercaos! Acercaos! (Címbalos.) Una vez más los dioses han dejado a la tierra. Cayo, César y dios, llamado Calígula, les ha prestado su forma humana. Acercaos, groseros mortales, el milagro sagrado se opera ante vuestros ojos. Por un favor especial al reino bendito de Calígula, los secretos divinos se ofrecen a todos los ojos.
Címbalos.
Cesonia. ¡Acercaos, señores! Adorad y dad vuestro óbolo. El misterio celestial hoy está al alcance de todos los bolsillos.
Címbalos.
Helicón. El Olimpo y sus entretelones, sus intrigas, sus pantuflas y sus lágrimas. ¡Acercaos! ¡Acercaos! ¡Toda la verdad sobre los dioses!
Címbalos.
Cesonia. Adorad y dad vuestro óbolo. Acercaos, señores. Va a empezar la función.
Címbalos. Movimiento de esclavos que llevan diversos objetos al estrado.
Helicón. Una reconstrucción de impresionante veracidad, una realización sin precedentes. Los decorados majestuosos del poder divino traídos a la tierra; una atracción sensacional y desmesurada, el rayo (los esclavos encienden fuegos greciscos), el trueno (hacen rodar un tonel lleno de guijarros), el mismo destino en su marcha triunfal. ¡Acercaos y contemplad!
Corre la colgadura y Calígula, disfrazado de Venus grotesca, aparece sobre un pedestal.
Calígula (amable). Hoy soy Venus.
Cesonia. La adoración comienza. Prosternaos (todos, salvo Escipión, se prosternan) y repetid conmigo la oración sagrada a Calígula-Venus: "Diosa de los dolores y la danza…"
Los patricios. "Diosa de los dolores y la danza…"
Cesonia. "Nacida de las olas, toda viscosa y amarga entre la sal y la espuma…"
Los patricios. "Nacida de las olas, toda viscosa y amarga entre la sal y la espuma…"
Cesonia. "Tú, que eres como la risa y el pesar…"
Los patricios. "Tú, que eres como la risa y el pesar…"
Cesonia. "El rencor y el impulso…"
Los patricios. "El rencor y el impulso…"
Cesonia. "Enséñanos la indiferencia que hace renacer los amores…"
Los patricios. "Enséñanos la indiferencia que hace renacer los amores…"
Cesonia. "Instrúyenos sobre la verdad de este mundo, que consiste en no tenerla…"
Los patricios. "Instrúyenos sobre la verdad de este mundo, que consiste en no tenerla…"
Cesonia. "Y concédenos fuerzas para vivir a la altura de esta verdad sin igual…"
Los patricios. "Y concédenos fuerzas para vivir a la altura de esta verdad sin igual…"
Cesonia. ¡Pausa!
Los patricios. ¡Pausa!
Cesonia (prosiguiendo). "Cólmanos de tus dones, extiende sobre nuestros rostros tu crueldad imparcial, tu odio objetivo; abre por encima de nuestros ojos tus manos llenas de flores y de crímenes".
Los patricios, "…tus manos llenas de flores y de crímenes".
Cesonia. "Acoge a tus hijos extraviados. Recíbelos en el desnudo asilo de tu amor indiferente y doloroso. Danos tus pasiones sin objeto, tus dolores privados de razón y tus alegrías sin porvenir…"
Los patricios, "…y tus alegrías sin porvenir…"
Cesonia (muy alto). "Tú, tan vacía y tan ardiente, inhumana pero tan terrenal, embriáganos con el vino de tu equivalencia y sácianos para siempre en tu corazón negro y salino".
Los patricios. "Embriáganos con el vino de tu equivalencia y sácianos para siempre en tu corazón negro y salino".
Cuando los Patricios pronuncian la última frase, Calígula, hasta entonces inmóvil, resopla y dice con voz estentórea:
Calígula. Concedido, hijos míos; vuestros ruegos serán satisfechos.
Se sienta en cuclillas en el pedestal. Los Patricios se prosternan uno por uno, depositan el óbolo y se alinean a la derecha antes de desaparecer. El último, turbado, olvida el óbolo y se retira. Pero Calígula de un salto se pone de pie.
Calígula. ¡Alto! Ven aquí, muchacho. Adorar está bien, pero mejor es enriquecer. Gra cias. Así está bien. Si los dioses no tuvieran otras riquezas que el amor de los mortales, serían tan pobres como el pobre Calígula. Y ahora, señores, podéis marcharos y difundir por la ciudad el asombroso milagro que habéis presenciado: habéis visto a Venus, lo que se dice ver, con vuestros propios ojos, y Venus os ha hablado. Id, señores. (Movimiento de los Patricios.) ¡Un momento! Al salir, tomad por el pasillo de la izquierda. En el de la derecha aposté guardias para que os asesinaran.
Los Patricios salen con mucha prontitud y un poco de desorden. Los esclavos y los músicos desaparecen.
Helicón amenaza a Escipión con el dedo.
Helicón. ¡Escipión, otra vez haciéndote el anarquista!
Escipión (a Calígula). Has blasfemado, Cayo.
Calígula. ¿Qué puede significar eso?
Escipión. Mancillas el cielo después de ensangrentar la tierra.
Helicón. Este joven adora las grandes palabras.
Va a acostarse en un diván.
Cesonia (muy tranquila). Cómo te conduces, muchacho; hay en este momento en Roma hombres que mueren por discursos mucho menos elocuentes.
Escipión. He resuelto decir la verdad a Cayo.
Cesonia. Bueno, Calígula, era lo que faltaba a tu reinado; ¡una bella figura moral!
Calígula (interesado). ¿Así que crees en los dioses, Escipión?
Escipión. No.
Calígula. Entonces no comprendo: ¿por qué eres tan rápido para descubrir las blasfemias?
Escipión. Puedo negar una cosa sin creerme obligado a mancharla o a quitar a los demás el derecho de creer en ella.
Calígula. ¡Pero eso es modestia, modestia de verdad! ¡Oh, querido Escipión, qué contento estoy de ti! Y qué envidioso, ¿sabes? Porque es el único sentimiento que acaso no experimente jamás.
Escipión. No me envidias a mí, sino a los mismos dioses.
Calígula. Si lo permites, eso será el gran secreto de mi reinado. Todo lo que se me puede reprochar hoy es haber hecho otro pequeño progreso en la vía del poder y de la libertad. Para un hombre que ama el poder, hay en la rivalidad de los dioses algo irritante. La he suprimido. He probado a esos dioses ilusorios que un hombre, si se lo propone, puede ejercer, sin aprendizaje, el ridículo oficio que ellos desempeñan.
Escipión. Esa es la blasfemia, Cayo.
Calígula. No, Escipión, es clarividencia. Simplemente he comprendido que hay una sola manera de igualarse a los dioses: basta ser tan cruel como ellos.
Escipión. Basta convertirse en tirano.
Calígula. ¿Qué es un tirano?
Escipión. Un alma ciega.
Calígula. No es seguro, Escipión. Pero un tirano es un hombre que sacrifica pueblos a sus ideas o a su ambición. Yo no tengo ideas y ya no me queda nada que solicitar en materia de honores y poder. Si ejerzo el poder es para compensar.
Escipión. ¿Qué?
Calígula. La estupidez y el odio de los dioses.
Escipión. El odio no compensa el odio. El poder no es una solución. Y conozco una manera de contrabalancear la hostilidad del mundo.
Calígula. ¿Cuál?
Escipión. La pobreza.
Calígula (arreglándose los pies). Tendré que probarla también.
Escipión. Mientras tanto, muchos hombres mueren a tu alrededor.
Calígula. Tan pocos, Escipión, realmente. ¿Sabes cuántas guerras he rechazado?
Escipión. No.
Calígula. Tres. ¿Y sabes por qué las rechacé?
Escipión. Porque te importa un bledo la grandeza de Roma.
Calígula. No: porque respeto la vida humana.
Escipión. Te burlas de mí, Cayo.
Calígula. O por lo menos la respeto más que a un ideal de conquista. Pero es cierto que no la respeto más que a mi propia vida. Y si me resulta tan fácil matar, es porque no me resulta difícil morir. No, cuanto más lo pienso más me convenzo de que no soy un tirano.
Escipión. ¿Qué importa si nos cuesta tan caro como si lo fueras?
Calígula (con un poco de impaciencia). Si supieras contar sabrías que la menor guerra emprendida por un tirano razonable os costaría mil veces más caro que los caprichos de mi fantasía.
Escipión. Pero por lo menos sería razonable y lo esencial es comprender.
Calígula. Nadie comprende el destino y por eso me erigí en destino. He adoptado el rostro estúpido e incomprensible de los dioses. Eso es lo que tus compañeros de hace un momento han aprendido a adorar.
Escipión. Y esa es la blasfemia, Cayo.
Calígula. ¡No, Escipión, es arte dramático! El error de todos esos hombres reside en no creer bastante en el teatro. Si no fuera por eso, sabrían que a todo hombre le está permitido representar las tragedias celestiales y convertirse en dios. Basta endurecer el corazón.
Escipión. Tal vez, Cayo. Pero si eso es cierto, creo que has hecho lo necesario para que un día, a tu alrededor, legiones de dioses humanos se levanten, implacables también, y ahoguen en sangre tu divinidad de un momento.
Cesonia. ¡Escipión!
Calígula (con voz precisa y dura). Deja, Cesonia. No sabes cuánta verdad dices, Escipión: he hecho lo necesario. Apenas imagino el día de que hablas. Pero lo sueño a veces. Y en todos los rostros que avanzan entonces desde el fondo de la noche amarga, en sus facciones torcidas por el odio y la angustia, reconozco, sí maravillado, el único dios que adoré en este mundo: miserable y cobarde como el corazón humano. (Irritado.) Y ahora, vete. Has hablado de más. (Cambiando de tono.) Todavía tengo que pintarme los dedos de los pies. Me corre prisa.
Todos salen salvo Helicón, que gira en tomo a Calígula, absorto en el cuidado de sus pies.
Calígula. ¡Helicón!
Helicón. ¿Qué hay?
Calígula. ¿Adelanta tu trabajo?
Helicón. ¿Qué trabajo?
Calígula. ¡Bueno… la luna!
Helicón. Es cuestión de paciencia. Pero quisiera hablarte.
Calígula. Quizá tuviera paciencia, pero no dispongo de mucho tiempo. Hay que darse prisa, Helicón.
Helicón. Ya te lo dije, haré lo que pueda. Pero antes tengo cosas graves que anunciarte.
Calígula (como si no hubiera oído). Fíjate que ya la he poseído.
Helicón. ¿A quién?
Calígula. A la luna. Helicón. Sí, naturalmente. ¿Pero sabes que conjuran contra tu vida?
Calígula. La he poseído enteramente. Sólo dos o tres veces, es cierto. Pero de todos modos la he poseído.
Helicón. Hace mucho que trato de hablarte.
Calígula. Fue el verano pasado. Después de mirarla y acariciarla mucho sobre las columnas del jardín, acabó por comprender.
Helicón. Terminemos con ese juego, Cayo. Mi obligación es hablar aunque no quieras escucharme. Peor para ti si no oyes.
Calígula (sigue ocupado en teñirse las uñas de los pies). Este barniz no vale nada. Pero volviendo a la luna, fue una hermosa noche de agosto. (Helicón se aparta con despecho y calla, inmóvil.) Hizo algunos remilgos. Yo ya me había acostado. Al principio, ella estaba ensangrentada, sobre el horizonte. Luego empezó a subir, cada vez más ligera, con rapidez creciente. Cuanto más subía, más clara iba haciéndose. Llegó a ser un lago de agua lechosa en medio de aquella noche llena de estrellas apretadas. Llegó entonces con el calor, dulce, ligera y desnuda. Cruzó el umbral del aposento y con segura lentitud llegó hasta mi cama, Decididamente, este barniz no vale nada. Pero ya ves, Helicón, puedo decir sin jactancia que la he poseído.
Helicón. ¿Quieres escucharme y enterarte de lo que te amenaza?
Calígula (se detiene y lo mira fijamente). Sólo quiero la luna, Helicón. Sé de antemano quién me matará. Todavía no he agotado todo lo que puede hacerme vivir. Por eso quiero la luna. Y no reaparezcas antes de habérmela conseguido.
Helicón. Entonces cumpliré con mi deber y diré lo que tengo que decir. Han organizado una conspiración contra ti. Quereas es el jefe. He sorprendido esta tablilla que puede enterarte de lo esencial.
Helicón deja la tablilla en uno de los asientos y se retira.
Calígula. ¿Adonde vas, Helicón?
Helicón (en el umbral). A buscarte la luna.
Llaman débilmente a la puerta del fondo. Calígula se vuelve con brusquedad y ve al Viejo Patricio.
El viejo patricio (vacilante). ¿Me permites, Cayo?
Calígula (impaciente). Bueno, entra. (Mirándolo.) ¡Vaya, preciosa, venimos a ver de nuevo a Venus!
El viejo patricio. No, no es eso. ¡Shh! ¡Oh!, perdón, Cayo… Quiero decir… Tú sabes que te quiero mucho… y además lo único que deseo es terminar tranquilo mis últimos días…
Calígula. ¡Démonos prisa! ¡Démonos prisa!
El viejo patricio. En fin… (Muy rápido.) Es muy grave, eso es todo.
Calígula. No, no es grave.
El viejo patricio. ¿Pero qué cosa, Cayo?
Calígula. ¿De qué hablábamos, amor mío?
El viejo patricio (mirando a su alrededor). Es decir… (Se retuerce y termina por estallar.) Una conspiración contra ti…
Calígula. Ya lo ves, es lo que yo decía, nada grave.
El viejo patricio. Cayo, quieren matarte.
Calígula (se le acerca y lo toma de los hombros). ¿Sabes porqué no puedo creerte?
El viejo patricio (haciendo ademán de jurar). Por todos los dioses, Cayo…
Calígula (suavemente y empujándolo poco a poco hacia la puerta). No jures, sobre todo no jures. Escucha, en cambio. Si lo que dices fuera cierto, tendría que suponer que traicionas a tus amigos, ¿no es así?
El viejo patricio (un poco perdido). Es decir, Cayo, que mi amor por ti…
Calígula (en el mismo tono). Y no puedo suponer eso. He detestado tanto la cobardía que nunca podría evitar la muerte de un traidor. Bien sé lo que vales. Y seguramente no querrás traicionar ni morir.
El viejo patricio. ¡Seguramente, Cayo, seguramente!
Calígula. Ya ves, entonces, que tenía razón al no creerte. No eres un cobarde, ¿verdad?
El viejo patricio. Oh, no…
Calígula. Ni un traidor.
El viejo patricio. Ni qué decirlo, Cayo.
Calígula. Y en consecuencia, si no hay conspiración, dime, ¿sólo era una broma?
El viejo patricio (descompuesto). Una broma, una simple broma…
Calígula. Nadie quiere matarme, ¿no es evidente?
El viejo patricio. Nadie, claro está, nadie.
Calígula (respirando con fuerza; luego, lentamente). Entonces lárgate, ricura. Un hombre honorable es un animal tan raro en este mundo que no podría soportar su vista demasiado tiempo. Necesito quedarme solo para saborear este gran momento.
Calígula contempla un instante la tablilla desde su sitio. La toma y la lee. Respira hondo y llama a un guardia.
Calígula. Trae a Quereas.
El guardia sale.
Calígula. Un momento.
El guardia se detiene.
Calígula. Con cuidado.
El guardia sale.
Calígula va y viene. Luego se dirige hacia el espejo.
Calígula. Habías decidido ser lógico, idiota. Sólo es cuestión de saber hasta dónde llegarán las cosas. (Irónico.) Si te trajeran la luna, todo cambiaría, ¿verdad? Lo imposible resultaría posible y al mismo tiempo, de una vez, todo se transfiguraría. ¿Por qué no, Calígula? ¿Quién puede saberlo? (Mirá a su alrededor.) Cada vez hay menos gente a mi alrededor, es curioso. (Al espejo, con voz sorda.) Demasiados muertos, demasiados muertos; todo queda desguarnecido. Aunque me trajeran la luna, no podría echarme atrás. Aunque los muertos se estremecieran de nuevo bajo la caricia del sol, los asesinatos no volverían bajo tierra. (Con acento furioso.) La lógica, Calígula, hay que perseguir la lógica. El poder hasta el fin, el abandono hasta el fin. ¡No, no es posible volver atrás; es preciso llegar hasta la consumación!
Entra Quereas.
CALÍGULA se ha echado un poco hacia atrás en el asiento, envuelto en su manto. Parece extenuado.
Quereas. Me has llamado, Cayo.
Calígula (con voz débil). Sí, Quereas.
Silencio.
Quereas. ¿Tienes algo especial que decirme?
Calígula. No, Quereas.
Silencio.
Quereas (un poco irritado). ¿Estás seguro de que mi presencia es necesaria?
Calígula. Absolutamente seguro, Quereas.
Nuevo silencio.
Calígula (Súbitamente solícito). Pero discúlpame. Estoy distraído y te recibo muy mal. Siéntate y conversemos como amigos. Necesito hablar un poco con alguien inteligente.
Quereas se sienta.
Calígula (natural, al parecer, por primera vez desde el comienzo de la obra). Quereas, ¿crees que dos hombres de alma y orgullo semejantes pueden hablarse, por lo menos una vez en la vida, con el corazón en la mano, como si estuvieran desnudos uno frente al otro, despojados de los prejuicios, de los intereses particulares y de las mentiras de que viven?
Quereas. Pienso que es posible, Cayo. Pero creo que tú eres incapaz.
Calígula. Tienes razón. Sólo quería saber si pensabas como yo. Cubrámonos, pues, con las máscaras. Utilicemos las mentiras. Hablemos como se combate, cubiertos hasta la guarnición. Quereas, ¿por qué no me quieres?
Quereas. Porque no hay nada amable en ti, Cayo. Porque estas cosas no se ordenan. Y además, porque te comprendo demasiado bien y no se puede querer ese rostro que tratarnos de enmascarar en nosotros mismos.
Calígula. ¿Por qué me odias?
Quereas. En eso te equivocas, Cayo. No te odio. Te juzgo nocivo y cruel, egoísta y vanidoso. Pero no puedo odiarte porque no te creo feliz. Y no puedo despreciarte porque sé que no eres cobarde.
Calígula. Entonces, ¿por qué quieres matarme?
Quereas. Ya te lo dije: te juzgo nocivo. Me gusta la seguridad y la necesito. La mayoría de los hombres son como yo. Son incapaces de vivir en un universo donde el pensamiento más descabellado puede en un segundo entrar en la realidad; donde, la mayoría de las veces, entra en ella como el cuchillo en el corazón. Tampoco yo quiero vivir en semejante universo. Prefiero la seguridad.
Calígula. La seguridad y la lógica no marchan juntas.
Quereas. Es cierto. No es lógico pero es sano.
Calígula. Continúa.
Quereas. No tengo nada más que decirte. No quiero entrar en tu lógica. Tengo otra idea de mis deberes de hombre. Sé que la mayoría de tus súbditos piensa como yo. Eres molesto para todos. Es natural que desaparezcas.
Calígula. Todo eso es muy claro y muy legítimo. Para la mayoría de los hombres hasta sería evidente. No para ti, sin embargo. Eres inteligente y la inteligencia se paga caro o se niega. Yo pago, pero tú, ¿por qué no la niegas y no quieres pagar?
Quereas. Porque tengo ganas de vivir y de ser feliz. Creo que no es posible ni lo uno ni lo otro llevando lo absurdo hasta sus últimas consecuencias. Soy como todo el mundo. Para sentirme liberado de ello, deseo a veces la muerte de aquellos a quienes amo, codicio mujeres que las leyes de la familia o de la amistad me vedan. Para ser lógico, debería entonces matar o poseer. Pero juzgo que esas ideas vagas no tienen importancia. Si todo el mundo se metiera a realizarlas, no podríamos vivir ni ser felices. Una vez más lo digo: eso es lo que me importa.
Calígula. Así que necesitas creer en alguna idea superior.
Quereas. Creo que unas acciones son más bellas que otras.
Calígula. Yo creo que todas son equivalentes.
Quereas. Lo sé, Cayo, y por eso no te odio. Pero eres molesto y tienes que desaparecer.
Calígula. Es muy justo. Pero, ¿a qué anunciármelo con riesgo de tu vida?
Quereas. Porque otros me reemplazarán y porque no me gusta mentir.
Silencio.
Calígula. ¡Quereas!
Quereas. Sí, Cayo.
Calígula. ¿Crees que dos hombres de alma y orgullo semejantes pueden hablarse, por lo menos una vez en la vida, con el corazón en la mano?
Quereas. Creo que es lo que acabamos de hacer.
Calígula. Sí, Quereas. Sin embargo, tú me juzgabas incapaz de ello.
Quereas. Me equivocaba, Cayo, lo reconozco y te doy las gracias. Ahora espero tu sentencia.
Calígula (distraído). ¿Mi sentencia? Ah, quieres decir… (Sacando la tablilla de debajo del manto.) ¿Conoces esto, Quereas?
Quereas. Sabía que estaba en tus manos.
Calígula (con pasión). Sí, Quereas, y tu misma franqueza era simulada. Los dos hombres no se han hablado con el corazón en la mano. Pero no importa. Ahora vamos a interrumpir el juego de la sinceridad y reanudaremos la vida del pasado. Aún debes tratar de comprender lo que voy a decirte, aún debes soportar mis ofensas y mi mal humor. Escucha, Quereas. Esta tablilla es la única prueba.
Quereas. Me voy, Cayo. Estoy cansado de todo este juego grotesco. Lo conozco demasiado y no quiero verlo más.
Calígula (con la misma voz apasionada y atenta). Quédate un momento. Es la única prueba, ¿verdad?
Quereas. No creo que necesites pruebas para hacer morir a un hombre.
Calígula. Es cierto. Pero por una vez quiero contradecirme. A nadie le molesta. Y es tan grato contradecirse de vez en cuando. Es un descanso. Necesito descanso, Quereas.
Quereas. No comprendo, y no me gustan las complicaciones. Calígula. Por supuesto. Quereas. Tú eres un hombre sano. ¡No deseas nada extraordinario! (Lanzando una carcajada.) ¡Quieres vivir y ser feliz! ¡Sólo eso!
Quereas. Creo que es preferible terminar.
Calígula. Todavía no. Un poco de paciencia, ¿quieres? Tengo esta prueba, mírala. Quiero pensar que no puedo haceros morir sin ella. Es mi opinión y mi descanso. Bueno, ¡mira cómo terminan las pruebas en manos de un emperador! (Acerca la tablilla a una antorcha. Quereas se le acerca. La antorcha los separa. La tablilla se derrite.) ¡Ya lo ves, conspirador! Se derrite, y a medida que desaparece esta prueba, una mañana de inocencia se levanta sobre tu rostro. ¡Qué admirable frente pura tienes, Quereas! ¡Qué hermoso, qué hermoso es un inocente! Admira mi poder. Ni los mismos dioses pueden restituir la inocencia sin castigar antes. Y a tu emperador le basta una llama para absolverte y alentarte. Continúa, Quereas, prosigue hasta el fin el magnífico razonamiento que expusiste. Tu emperador aguarda el descanso. Es su manera de vivir y de ser feliz.
Quereas mira a Calígula con estupor. Esboza apenas un ademán, parece comprender, abre la boca y parte bruscamente. Calígula continúa sosteniendo la tablilla en la llama y, sonriente, sigue a Quereas con la mirada.
Telón