ACTO II

ESCENA I

Reunión de Patricios en casa de Quereas.

Primer patricio. Insulta nuestra dignidad.

El viejo patricio. ¡Me llama mujercita! ¡Me ridiculiza! ¡Muera!

Primer patricio. ¡Nos hace correr todas las noches alrededor de su litera cuando sale a pasear por el campo!

Segundo patricio. Y nos dice que correr es bueno para la salud.

El viejo patricio. No hay disculpa.

Tercer patricio. No, es imperdonable.

Primer patricio. Patricio, confiscó tus bienes; Escipión, mató a tu padre: Octavio, raptó a tu mujer y ahora la hace trabajar en su prostíbulo: Lépido, mató a tu hijo: ¿Vais a tolerar esto? Por mi parte, ya he elegido. Entre el riesgo y esta vida insoportable con el temor y la impotencia, no puedo vacilar.

Escipión. Al matar a mi padre, eligió por mí.

Primer patricio. ¿Dudaréis todavía?

Un caballero. Estamos contigo. Ha dado al pueblo nuestros asientos en el circo y nos ha obligado a luchar con la plebe para castigarnos mejor después.

El viejo patricio. Es un cobarde.

Segundo patricio. Un cínico.

Tercer patricio. Un comediante.

El viejo patricio. Es un impotente.

Tumulto desordenado. Hay blandir de armas. Cae una antorcha. Se vuelca una mesa. Todo el mundo se precipita hacia la salida. Pero entra Quereas, impasible y detiene este arrebato.

ESCENA II

Quereas. ¿A dónde corréis de esa manera?

Un patricio. Al palacio.

Quereas. Comprendo. ¿Pero creéis que os dejarán entrar?

El patricio. No es cuestión de pedir permiso.

Quereas. Lépido, ¿quieres cerrar esa puerta?

Cierran la puerta. Quereas se acerca a la mesa volcada y se sienta en una de las esquinas, mientras todos se vuelven hacia él.

Quereas. No es tan fácil como lo creéis, amigos míos. El miedo que sentís no puede hacer las veces de coraje y sangre fría. Todo esto es prematuro.

Un caballero. Si no estás con nosotros, vete, pero cierra la boca.

Quereas. Sin embargo, creo que estoy con vosotros. Pero no por las mismas razones.

Una voz. ¡Basta de charla!

Quereas (poniéndose de pie). Sí, basta de charla. Quiero las cosas claras. Pues aunque estoy con vosotros, no estoy por vosotros. Porque vuestro método no me parece bueno. No habéis reconocido al verdadero enemigo, ya que le atribuís pequeños motivos. Sólo los tiene grandes, y corréis a la perdición. Vedlo ante todo como es, podréis combatirlo mejor.

Una voz. Lo vemos como es: ¡el más insensato de los tiranos!

Quereas. No. Ya conocimos emperadores locos. Pero éste no es bastante loco. Y lo detesto, pues sabe lo que quiere.

Primer patricio. Quiere la muerte de todos nosotros.

Quereas. No, porque eso es secundario. Pone su poder al servicio de una pasión más elevada y mortal, nos amenaza en lo más profundo que tenemos. Y sin duda no es la primera vez que entre nosotros un hombre dispone de poder sin límites, pero por primera vez lo utiliza sin límites, hasta negar el hombre y el mundo. Eso es lo que me aterra en él y lo que quiero combatir. Perder la vida es poca cosa, y no me faltará valor cuando sea necesario. Pero ver cómo desaparece el sentido de esta vida, la razón de nuestra existencia es insoportable. No se puede vivir sin razones.

Primer patricio. La venganza es una razón.

Quereas. Sí, y la compartiré con vosotros. Pero sabed que no lo hago para ponerme de parte de vuestras pequeñas humillaciones. Lo hago para luchar contra una gran idea cuya victoria significaría el fin del mundo. Puedo admitir que os pongan en ridículo; no puedo aceptar que Calígula haga lo que sueña y todo lo que sueña. Transforma su filosofía en cadáveres, y para desgracia nuestra, es una filosofía sin objeciones. No queda otro remedio que golpear cuando la refutación no es posible.

Una voz. Entonces, hay que obrar.

Quereas. Hay que obrar. Pero no destruiréis esa potencia injusta afrontándola mientras está en pleno vigor. Se puede combatir la tiranía, pero hay que emplear astucia con la maldad desinteresada. Es preciso seguirle la corriente, esperar que la lógica se convierta en demencia. Pero una vez más, y no hablo sino por honestidad, sabed que estoy con vosotros durante un tiempo. No serviré después ninguno de vuestros intereses, deseoso tan sólo de recobrar la paz en un mundo de nuevo coherente. No me mueve la ambición, sino un miedo razonable, el miedo a ese lirismo inhumano ante el cual mi vida no es nada.

Primer patricio (adelantándose). Creo haber comprendido, más o menos. Pero lo esencial es que en tu opinión, como en la nuestra, las bases de la sociedad están minadas. Para nosotros, ¿verdad?, la cuestión es ante todo moral. La familia tiembla, el respeto al trabajo se pierde, la patria entera está entregada a la blasfemia. La virtud nos pide socorro: ¿nos negaremos a escucharla? Conjurados: ¿aceptaréis que los patricios se vean obligados a correr todas las noches alrededor de la litera del César?

Segundo patricio. ¿Permitiréis que los llamen "mi querida"?

Una Voz. ¿Que les quiten sus mujeres?

Otra. ¿Y su dinero?

Clamor general. ¡No!

Primer patricio. Quereas, has hablado bien. Asimismo, hiciste bien en calmarnos. Es demasiado pronto para obrar; el pueblo aún estaría contra nosotros. ¿Quieres esperar con nosotros el momento oportuno?

Quereas. Sí, dejemos que Calígula continúe. Por el contrario/ alentémoslo. Organicemos su locura. Llegará el día en que esté solo frente a un imperio lleno de muertos y de parientes de muertos.

Clamor general. Afuera, trompetas. Silencio. Luego, de boca en boca, un nombre: Calígula.

ESCENA III

Entran Calígula y Cesonia, seguidos por Helicón y soldados. Escena muda. Calígula se detiene y mira a los conjurados. Va de uno a otro en silencio, a uno le arregla un bucle, retrocede para contemplar a otro, los mira una vez más, se pasa la mano por los ojos y sale sin decir una palabra.

ESCENA IV

Cesonia (irónica, mostrando el desorden). ¿Peleabais?

Quereas. Peleábamos.

Cesonia (siempre irónica). ¿Y por qué peleabais?

Quereas. Por nada.

Cesonia. ¿Entonces no es cierto?

Quereas. ¿Qué no es cierto?

Cesonia. No peleabais.

Quereas. Entonces no peleábamos.

Cesonia (sonriente). Acaso fuera preferible ordenar las habitaciones. Calígula detesta el desorden.

Helicón (al Viejo Patricio). ¡Acabaréis por sacar de sus casillas a ese hombre!

El viejo patricio. ¿Pero qué le hemos hecho?

Helicón. Nada, justamente. Es inaudito ser insignificantes hasta tal punto. Termina por resultar insoportable. Poneos en el lugar de Calígula. (Una pausa.) Naturalmente, conque conspirando un poquito, ¿no?

El viejo patricio. Vamos, eso es falso. ¿Qué es lo que cree Calígula?

Helicón. No lo cree, lo sabe. Pero supongo que en el fondo lo desea un poco. Vamos, ayudemos a reparar el desorden.

Se ponen a la tarea. Calígula entra y observa.

ESCENA V

Calígula (al Viejo Patricio). Buenos días, mi querida. (A los otros.) Señores, me aguarda una ejecución. Pero he decidido cobrar fuerzas en tu casa antes, Quereas. Acabo de dar órdenes para que nos traigan víveres. Mucio, me he permitido invitar a tu mujer. (Una pausa.) Rufio tiene la suerte de que yo siempre esté tan dispuesto a sentir hambre. (Confidencial.) Rufio es el caballero que ha de morir. (Una pausa.) ¿No me preguntáis por qué ha de morir? (Silencio general. Entretanto, los esclavos han puesto la mesa y traído víveres. De buen humor.) Vamos, veo que os volvéis inteligentes. (Mordisquea una aceituna.) Acabasteis por comprender que no es necesario haber hecho algo para morir. (Deja de mordisquear y mira a los invitados con aire burlón) Soldados, estoy contento de vosotros. (Entra la mujer de Mucio) Vamos, sentémonos. Al azar. Nada de protocolo. (Todo el mundo se sienta.) Con todo, ese Rufio tiene suerte. Y estoy seguro de que no aprecia esta pequeña tregua. Sin embargo, unas horas ganadas a la muerte son inestimables.

Come, los otros también. Es evidente que Calígula se comporta mal en la mesa. Nada lo obliga a no arrojar los carozos de las aceitunas en el plato de sus vecinos inmediatos, ni a escupir los restos de carne en el plato, ni a escarbarse los dientes con las uñas, ni a rascarse la cabeza frenéticamente. Son hazañas que hará, sin embargo, durante la comida, con sencillez. Pero bruscamente deja de comer y mira a uno de los convidados, Lépido, con insistencia.

Calígula (brutalmente). Pareces de mal humor. ¿Será porque hice morir a tu hijo?

Lépido (con la garganta apretada). No, Cayo, al contrario.

Calígula (resplandeciente). ¡Al contrario! Ah, cómo me gusta que el rostro desmienta las inquietudes del corazón. Tu rostro está triste. Pero, ¿y tu corazón? Al contrario, ¿verdad, Lépido?

Lépido (resueltamente). Al contrario, César.

Calígula (cada vez más feliz). Ah, Lépido, a nadie quiero más que a ti. Riamos juntos. ¿Quieres? Y cuéntame algo divertido.

Lépido (que ha sobreestimado sus fuerzas). ¡Cayo!

Calígula. Bueno, bueno, contaré yo, entonces. Pero te reirás, ¿no es cierto, Lépido? (Con mirada maligna.) Aunque más no sea por tu segundo hijo. (De nuevo risueño.) Por otra parte, no estás de mal humor. (Bebe; luego, dictando.) Al…, al… Vamos, Lépido.

Lépido (con cansancio). Al contrario, Cayo.

Calígula. En buena hora. (Bebe.) Ahora, escucha. (Soñador.) Había una vez un pobre emperador a quien nadie quería. El, que amaba a Lépido, hizo matar al hijo más pequeño de éste, para arrancarse ese amor del corazón. (Cambiando de tono.) Naturalmente, no es cierto. Gra cioso, ¿verdad? No te ríes. ¿Nadie ríe? Escuchad, entonces. (Con violenta cólera.) Quiero que todo el mundo ría. Tú, Lépido, y todos los demás. Levantaos, reíd. (Golpea en la mesa.) Lo quiero, ¿oís?, quiero veros reír.

Todo el mundo se levanta. Durante la escena entera, los actores, salvo Calígula y Cesonia, actuarán como títeres.

Calígula (tendiéndose en el lecho, resplandeciente, con una risa irresistible). No. Pero míralos, Cesonia. Nada. La honestidad, la respetabilidad, el que dirán, la sabiduría de las naciones, nada significa ya nada. Todo desaparece ante el miedo. El miedo, ¿eh Cesonia?, ese hermoso sentimiento, sin mezcla, puro y desinteresado, uno de los pocos que obtienen su nobleza del vientre. (Se pasa la mano por la frente y bebe. En tono amistoso.) Ahora hablemos de otra cosa. Vamos, Quereas, estás muy silencioso.

Quereas. Estoy dispuesto a hablar, Cayo. En cuanto lo permitas.

Calígula. Perfecto. Entonces, cállate. Me gustaría oír a nuestro amigo Mucio.

Mucio (a regañadientes). A tus órdenes, Cayo.

Calígula. Bueno, pues háblanos de tu mujer. Y empieza por mandarla a mi derecha.

La mujer de Mucio se acerca a Calígula.

Calígula. Eh, Mucio, te estamos esperando.

Mucio (un poco perdido). Mi mujer… pero yo la quiero.

Risa general.

Calígula. Claro, amigo mío, claro. ¡Pero qué vulgar!

Ya tiene a la mujer a su lado y le lame distraído el hombro izquierdo.

Calígula (cada vez más a sus anchas). En realidad, cuando entré estabais conspirando, ¿no es así? Marchaba la conspiracioncita, ¿eh?

El viejo patricio. Cayo, ¿cómo puedes…?

Calígula. No tiene importancia, preciosa. La vejez es así. No tiene importancia, de veras. Sois incapaces de un acto valiente. Ahora recuerdo que debo resolver algunas cuestiones de Estado. Pero antes demos satisfacción a los deseos imperiosos que nos crea la naturaleza.

Se levanta y lleva a la mujer de Mucio a una habitación vecina.

ESCENA VI

Mucio hace ademán de levantarse.

Cesonia (amablemente). Oh, Mucio, volvería a tomar de ese vino excelente.

Mucio, dominado, le sirve en silencio. Momento penoso. Las sillas crujen. El diálogo siguiente es un poco acompasado.

Cesonia. Bueno, Quereas, ¿y si me dijeras ahora por qué luchabais hace un rato?

Quereas (fríamente). Todo fue, Cesonia, porque discutíamos sobre si la poesía debe ser asesina o no.

Cesonia. Es muy interesante. Sin embargo, excede mi entendimiento de mujer. Pero me admira que vuestra pasión por el arte os lleve a cambiar golpes.

Quereas (siempre frío). Es cierto. Pero Calígula me decía que no hay pasión profunda sin cierta crueldad.

Cesonia (comiendo). Hay cierta verdad en esa opinión. ¿No os parece?

El viejo patricio. Calígula es un fino psicólogo.

Primer patricio. Nos habló con elocuencia del coraje.

Segundo patricio. Debería resumir todas sus ideas. Sería inestimable.

Quereas. Sin contar que le proporcionaría una distracción. Pues es evidente que la necesita.

Cesonia (siempre comiendo). Os encantará saber que lo pensó y está escribiendo en este momento un gran tratado.

ESCENA VII

Entran Calígula y la mujer de Mucio

Calígula. Mucio, te devuelvo a tu mujer. Pero perdonadme, tengo que dar algunas instrucciones. (Sale rápidamente.)

Mucio, pálido, se ha puesto de pie.

ESCENA VIII

Cesonia (a Mucio que ha permanecido de pie). Ese gran tratado igualará a los más célebres, Mucio, no lo dudamos.

Mucio (mirando siempre la puerta por la cual ha desaparecido Calígula). ¿Y de qué trata, Cesonia?

Cesonia (indiferente). Ah, es superior a mi entendimiento.

Quereas. Entonces debemos inferir que trata del poder asesino de la poesía.

Cesonia. Así es, creo.

El viejo patricio (con jovialidad). Bueno, eso lo distraerá, como decía Quereas.

Cesonia. Sí, preciosa. Pero lo que sin duda os molestará un poco es el título de la obra.

Quereas. ¿Cuál es?

Cesonia. "La espada".

ESCENA IX

Entra rápidamente Calígula.

Calígula. Perdonad, pero los asuntos de Estado son urgentes. (Al Intendente.) Intendente, harás cerrar los graneros públicos. Acabo de firmar el decreto. Lo encontrarás en la cámara.

El intendente. Pero…

Calígula. Mañana habrá hambre.

El intendente. Pero el pueblo va a protestar.

Calígula (con fuerza y precisión). Digo que habrá hambre mañana. Todo el mundo conoce el hambre, es una calamidad. Mañana habrá calamidad… y detendré la calamidad cuando me plazca. (Explica a los demás.) Después de todo, no tengo tantos modos de probar que soy libre. Siempre se es libre a expensas de alguien. Es fastidioso, pero normal. (Con una ojeada a Mucio.) Aplicad este pensamiento a los celos y veréis. (Pensativo.) Con todo, ¡qué feo es ser celoso! ¡Sufrir por vanidad y por imaginación! Ver a la mujer de uno…

Mucio aprieta los puños y abre la boca.

Calígula (muy rápido). Comamos, señores. ¿Sabéis que trabajamos firme con Helicón? Estamos perfeccionando un tratadito sobre la ejecución; ya me diréis qué tal.

Helicón. Suponiendo que os pidan vuestra opinión.

Calígula. ¡Seamos generosos, Helicón! Descubrámosles nuestros secretitos. Vamos, sección III, parágrafo primero.

Helicón (se pone de pie y recita mecánicamente). "La ejecución alivia y libera. Es tan universal, fortalecedora y justa en sus aplicaciones como en su intención. Muere el que es culpable. Se es culpable por ser súbdito de Calígula. Ahora bien, todo el mundo es súbdito de Calígula. Luego todo el mundo es culpable. De donde resulta que todo el mundo muere. Es cuestión de tiempo y paciencia."

Calígula (riendo). ¿Qué os parece? Paciencia, ¿eh?, qué hallazgo. ¿Queréis que os lo diga?: es lo que más admiro en vosotros. Ahora, señores, podéis disponer. Quereas ya no os necesita. ¡Sin embargo, que se quede Cesonia! ¡Y Lépido! Mereya también. Quisiera discutir con vosotros la organización de mi prostíbulo. Me causa grandes preocupaciones.

Los otros salen lentamente. Calígula sigue a Mucio con la mirada.

ESCENA X

Quereas. A tus órdenes, Cayo. ¿Hay algo que no marcha? ¿El personal es malo?

Calígula. No, pero las entradas no son buenas.

Mereya. Hay que aumentar las tarifas.

Calígula. Mereya, acabas de perder una ocasión de callarte. Dada tu edad, estas cuestiones no te interesan y no te pido opinión.

Mereya. Entonces, ¿por qué me has hecho quedarme?

Calígula. Porque en seguida necesitaré una opinión desapasionada.

Mereya se aparta.

Quereas. Si puedo hablarte del asunto con pasión, Cayo, diré que no hay que tocar las tarifas.

Calígula. Naturalmente, claro. Pero necesitamos aumentar las ganancias. Y ya expliqué mi plan a Cesonia, quien os lo expondrá. He bebido demasiado vino y empiezo a tener sueño.

Se tiende y cierra los ojos.

Cesonia. Es muy sencillo. Calígula crea una nueva condecoración.

Quereas. No veo la relación.

Cesonia. Sin embargo la hay. Esta distinción constituirá la Orden del Héroe Cívico. Recompensará a aquellos ciudadanos que más hayan frecuentado el prostíbulo de Calígula.

Quereas. Es luminoso.

Cesonia. Ya lo creo. Olvidaba decir que la recompensa se otorga todos los meses, después de examinar los bonos de entrada; el ciudadano que no haya obtenido una condecoración al cabo de doce meses es desterrado o ejecutado.

Lépido. ¿Por qué "o ejecutado"?

Cesonia. Porque Calígula dice que eso no tiene ninguna importancia. Lo esencial es que él pueda elegir.

Quereas. Bravo. El Tesoro Público sale hoy a flote.

Calígula abre a medias los ojos y ve que el viejo Mereya, aparte, saca un frasquito y bebe un trago.

Calígula (siempre acostado). ¿Qué bebes, Mereya?

Mereya. Es para el asma, Cayo.

Calígula (se le acerca apartando a los otros y le huele la boca). No; es un contraveneno.

Mereya. Pero no, Cayo, ¿quieres burlarte? Me ahogo de noche y ya hace mucho que me cuido.

Calígula. ¿Así que tienes miedo de que te envenenen?

Mereya. El asma…

Calígula. No. Llamemos a las cosas por su nombre: temes que te envenene. Sospechas de mí. Me espías.

Mereya. ¡No, por todos los dioses!

Calígula. Sospechas de mí. En cierto modo, desconfías de mí.

Mereya. ¡Cayo!

Calígula (con rudeza). Responde. (Matemático.) Si tomas un contraveneno, me atribuyes la intención de envenenarte.

Mereya. Sí…, quiero decir…, no.

Calígula. Y no bien crees que decidí envenenarte, haces todo lo necesario para oponerte a esta voluntad.

Silencio. Desde el comienzo de la escena, Cesonia y Quereas se han retirado al fondo. Sólo Lépido sigue el diálogo con expresión angustiada.

Calígula (cada vez más preciso). De este modo son dos crímenes y una alternativa de la que no saldrás: o yo no quería hacerte morir y sospechas injustamente de mí, o lo quería y tú, insecto, te opones a mis proyectos. (Una pausa. Calígula contempla satisfecho al anciano.) Eh, Mereya, ¿qué me dices de esta lógica?

Mereya. Es… es rigurosa, Cayo. Pero no se aplica al caso.

Calígula. Y, tercer crimen, me tomas por un imbécil. Siéntate y escúchame bien. (A Lépido.) Sentaos todos. (A Mereya.) De estos tres crímenes, sólo uno te honra: el segundo, porque el hecho de atribuirme una decisión y contradecirla, implica una rebeldía en ti. Eres un conductor de hombres, un revolucionario. Está bien. (Tristemente.) Te quiero mucho, Mereya. Por eso serás condenado por tu segundo crimen. Morirás virilmente, por haberte rebelado.

Durante todo el discurso, Mereya se achica poco a poco en su asiento.

Calígula. No me lo agradezcas. Es muy natural. Toma. (Le tiende una ampolla y le dice amablemente:) Bebe este veneno.

Mereya, sacudido por los sollozos, rehúsa con la cabeza.

Calígula (impacientándose). Vamos, vamos.

Mereya intenta entonces huir. Pero Calígula con un salto salvaje lo alcanza en medio del escenario, lo arroja en un asiento bajo y después de una lucha de algunos instantes, le hunde la ampolla entre los dientes y la rompe a puñetazos. Tras unos sobresaltos, con el rostro lleno de agua y sangre, Mereya muere.

Calígula se levanta y se enjuga maquinalmente las manos.

Calígula (a Cesonia, dándole un fragmento de la ampolla de Mereya). ¿Qué es? ¿Un contraveneno?

Cesonia (con calma). No, Calígula. Es un remedio contra el asma.

Calígula (mirando a Mereya, después de un silencio). No importa. Es lo mismo. Un poco antes, un poco después…

Sale bruscamente, con aire atareado, siempre enjugándose las manos.

ESCENA XI

Lépido (aterrado). ¿Qué hacer?

Cesonia (con sencillez). Primero, retirar el cuerpo, creo. ¡Es demasiado feo!

Quereas y Lépido cargan el cuerpo y lo sacan entre bastidores.

Lépido (a Quereas). Habrá que darse prisa.

Quereas. Tenemos que ser doscientos.

Entra el Joven Escipión. Al ver a Cesonia, intenta marcharse.

ESCENA XII

Cesonia. Ven aquí.

El joven escipión. ¿Qué quieres?

Cesonia. Acércate.

Le levanta la barbilla y lo mira a los ojos. Pausa.

Cesonia (fríamente). ¿Mató a tu padre?

El joven escipión. Sí.

Cesonia. Lo odias.

El joven escipión. Sí.

Cesonia. ¿Quieres matarlo?

El joven escipión. Sí.

Cesonia (soltándolo). Entonces, ¿por qué me lo dices?

El joven escipión. Porque no temo a nadie. Matarlo o que me maten, son dos maneras de terminar. Además, tú no me traicionarás.

Cesonia. Tienes razón, no te traicionaré. Pero quiero decirte algo, o más bien, quisiera hablar a lo mejor de ti mismo.

El joven escipión. Lo mejor de mí mismo es el odio.

Cesonia. Escúchame tan sólo. La palabra que quiero decirte es a la vez difícil y evidente. Pero es una palabra que, si fuera realmente escuchada, realizaría la única revolución definitiva en este mundo.

El joven escipión. Entonces dila.

Cesonia. Todavía no. Piensa primero en el rostro convulsionado de tu padre cuando le arrancaban la lengua. Piensa en aquella boca llena de sangre y en aquel grito de bestia torturada.

El joven escipión. Sí.

Cesonia. Ahora piensa en Calígula.

El joven escipión (con todo el acento del odio). Sí.

Cesonia. Escucha ahora: trata de comprenderlo.

Sale, dejando desamparado al joven Escipión. Entra Helicón.

ESCENA XIII

Helicón. Calígula me sigue. ¿Y si fueras a comer, poeta?

El joven escipión. ¡Helicón, ayúdame!

Helicón. Es peligroso, paloma. Y no entiendo nada de poesía.

El joven escipión. Podrías ayudarme. Sabes muchas cosas.

Helicón. Sé que los días pasan y que hay que apresurarse a comer. También sé que podrías matar a Calígula… y que él no lo vería con malos ojos.

Entra Calígula. Sale Helicón.

ESCENA XIV

Calígula. Ah, eres tú. (Se detiene, en cierto modo como si buscara aplomo.) Hace tiempo que no te veo. (Acercándose lentamente.) ¿Qué haces? ¿Sigues escribiendo? ¿Puedes mostrarnos tus últimas obras?

El joven escipión (incómodo también, dividido entre el odio y no sabe qué). He escrito poemas, César.

Calígula. ¿Sobre qué?

El joven escipión. No sé, César. Sobre la naturaleza, creo.

Calígula (más cómodo). Hermoso tema. Y vasto. ¿Qué te ha hecho la naturaleza?

El joven escipión (recobrándose, con aire irónico y maligno). Me consuela de no ser César.

Calígula. ¡Ah! ¿Y crees que podría consolarme de serlo?

El joven escipión (en la misma actitud). Bueno, ha curado heridas más graves.

Calígula (extrañamente sencillo). ¿Heridas? Lo dices con maldad. ¿Es porque he matado a tu padre? Si supieras, sin embargo, qué justa es esa palabra. ¡Heridas! (Cambiando de tono.) No hay como el odio para que las personas se vuelvan inteligentes.

El joven escipión (rígido). He contestado a tu pregunta sobre la naturaleza.

Calígula se sienta, mira a escipión, luego le toma bruscamente las manos y lo atrae a la fuerza a sus pies. Le sujeta el rostro entre las manos.

Calígula. Recítame tu poema.

El joven escipión. Por favor, César, no.

Calígula. ¿Por qué?

El joven escipión. No lo he traído.

Calígula. ¿No lo recuerdas?

El joven escipión. No.

Calígula. Dime por lo menos de qué trata.

El joven escipión (siempre rígido y como a pesar suyo). En él hablaba de cierto acuerdo…

Calígula (interrumpiéndolo, en tono absorto). …de la tierra y el pie.

El joven escipión (sorprendido, vacila y continúa). Sí, más o menos eso, y también de la línea de las colinas romanas y de ese sosiego fugitivo y turbador que a ellas lleva la noche…

Calígula…Del grito de los vencejos en el cielo verde.

El joven escipión (abandonándose un poco más). Sí, también. Y de ese momento sutil en que el cielo aún lleno de oro, bruscamente gira y nos muestra un instante la otra faz, colmada de estrellas resplandecientes.

Calígula. De ese olor a humo, árboles y agua que sube entonces de la tierra hacia la noche.

El joven escipión (entregado). …El grito de las cigarras y la declinación del calor, los perros, el rodar de los últimos carros, las voces de los granjeros…

Calígula… Y los caminos inundados de sombra entre los lentiscos y los olivares…

El joven escipión. Sí, sí. ¡Todo eso! ¿Pero cómo te has enterado?

Calígula (estrechando contra sí al Joven Escipión). No sé. Quizá porque nos gustan las mismas verdades.

El joven escipión (estremecido, esconde la cabeza en el pecho de Calígula). ¡Oh, qué importa, si todo adopta en mí el rostro del amor!

Calígula (siempre acariciador). Es la virtud de los grandes corazones, Escipión. ¡Si por lo menos pudiera conocer tu transparencia! Pero conozco demasiado la fuerza de mi pasión por la vida; no le bastará la naturaleza. Tú no puedes comprenderlo. Eres de otro mundo. Eres puro en el bien, así como yo soy puro en el mal.

El joven escipión. Puedo comprender.

Calígula. No. Eso que hay en mí, ese lago de silencio, esas hierbas podridas… (Cambiando bruscamente de tono.) Tu poema ha de ser hermoso. Pero si quieres mi opinión…

El joven escipión (siempre estremecido). Sí.

Calígula. A todo eso le falta sangre.

Escipión, como picado por una víbora, se echa bruscamente hacia atrás y mira a Calígula con horror. Sigue retrocediendo y habla con voz sorda frente a Calígula, a quien mira con intensidad.

El joven escipión. ¡Ah, monstruo, monstruo infecto! Otra vez has representado. Acabas de hacer una comedia, ¿eh? ¿Y estás contento contigo mismo?

Calígula (con un poco de tristeza). Hay algo de verdad en lo que dices. Hice comedia.

El joven escipión (en el mismo tono). ¡Qué corazón hediondo y sangriento has de tener! ¡Oh, cómo deben de torturarte tanto mal y tanto odio!

Calígula (suavemente). Calla, ahora.

El joven escipión. ¡Cómo te compadezco y cómo te odio!

Calígula (colérico). Calla.

El joven escipión. ¡Y qué soledad inmunda ha de ser la tuya!

Calígula (estallando, se arroja sobre él, lo toma del cuello y lo sacude). ¿Soledad? ¿Acaso tú conoces la soledad? La de los poetas y la de los impotentes. ¿Soledad? ¿Pero cuál? Ah, no sabes que nunca se está solo. Y que a todas partes nos acompaña el mismo peso de porvenir y pasado. Los seres que hemos matado están con nosotros. Y con ésos sería fácil. Pero los que hemos querido, los que no hemos querido y que nos quisieron, los pesares, el deseo, la amargura y la dulzura, las prostitutas y la pandilla de los dioses. (Lo suelta y retrocede hasta su sitio.) ¡Solo! ¡Ah, si por lo menos en lugar de esta soledad envenenada de presencias que es la mía, pudiera gustar la verdadera, el silencio y el temblor de un árbol! (Sentado, con súbito cansancio.) ¡La soledad! No, Escipión. La puebla un crujir de dientes y en toda ella resuenan ruidos y clamores perdidos. Y junto a las mujeres que acaricio, cuando la noche se cierra sobre nosotros y, lejos por fin de mi carne satisfecha, creo asir un poco de mí mismo entre la vida y la muerte, mi soledad entera se llena del agrio olor del placer en las axilas de la mujer que aún naufraga a mi lado.

Parece extenuado. Largo silencio.

EL JOVEN ESCIPIÓN pasa detrás de Calígula y se acerca, vacilante. Tiende una mano hacia Calígula y la apoya en su hombro. Calígula, sin volverse, la cubre con una de las suyas.

El joven escipión. Todos los hombres tienen una dulzura en la vida. Eso los ayuda a continuar. A ella recurren cuando se sienten demasiado gastados.

Calígula. Es cierto, Escipión.

El joven escipión. ¿No hay, pues, en la tuya, nada semejante? ¿La proximidad de las lágrimas? ¿Un refugio silencioso?

Calígula. Sí, a pesar de todo.

El joven escipión. ¿Y qué es?

Calígula (lentamente). El desprecio.


Telón

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