II

La barraca del tío Paloma se alzaba a un extremo del Palmar.

Un gran incendio había dividido la población, cambiando su aspecto. Medio Palmar fue devorado por las llamas. Las barracas de paja se convirtieron rápidamente en cenizas, y sus dueños, queriendo vivir en adelante sin miedo al fuego, construyeron edificios de ladrillo en los solares calcinados, empeñando muchos de ellos su escasa fortuna para traer los materiales, que resultaban costosos después de atravesar el lago. La parte del pueblo que sufrió el incendio se cubrió de casitas, con las fachadas pintadas de rosa, verde o azul. La otra parte del Palmar conservó el primitivo carácter, con las techumbres de sus barracas redondas por los dos frentes, como barcos puestos a la inversa sobre las paredes de barro.

Desde la plazoleta de la iglesia hasta el final de la población por la parte de la Dehesa, se extendían las barracas, separadas unas de otras por miedo al incendio, como sembradas al azar.

La del tío Paloma era la más antigua. La había construido su padre en los tiempos en que no se encontraba en la Albufera un ser humano que no temblase de fiebre.

Los matorrales llegaban entonces hasta las paredes de las barracas. Desaparecían las gallinas en la misma puerta de la casa, según contaba el tío Paloma, y cuando-volvían a presentarse, semanas después, llevaban tras ellas un cortejo de polluelos recién nacidos. Aún se cazaban nutrias en los canales, y la población del lago era tan escasa, que los barqueros no sabían qué hacer de la pesca que llenaba sus redes. Valencia estaba para ellos al otro extremo del mundo, y sólo venía de allá el mariscal Suchet, nombrado por el rey José duque de la Albufera y señor del lago y de la selva, con todas sus riquezas.

Su recuerdo era el más remoto en la memoria del tío Paloma. El viejo aún creía verle con el cabello alborotado y las anchas patillas, vestido con redingote gris y sombrero redondo, rodeado de hombres de uniformes vistosos que le cargaban las escopetas. El mariscal cazaba en la barca del padre del tío Paloma, y el chiquitín, agazapado en la proa, le contemplaba con admiración. Muchas veces reía del chapurrado lenguaje con que se expresaba el caudillo lamentando el atraso del país o comentaba los sucesos de una guerra entre españoles e ingleses, de la que en el lago sólo se tenían vagas noticias.

Una vez fue con su padrea Valencia para regalar al duque de la Albufera una anguila maresa, notable por su tamaño, y el mariscal los recibió riendo, puesto de gran uniforme, deslumbrante de bordados de oro, en medio de oficiales que parecían satélites de su esplendor.

Cuando el tío Paloma fue hombre, y muerto su padre se vio dueño de la barraca y dos barcas, ya no existían duques de la Albufera, sino bailíos, que la gobernaban en nombre del rey su amo; excelentes señores de la ciudad que nunca venían al lago, dejando a los pescadores merodear en la Dehesa y cazar con entera libertad los pájaros que se criaban en los carrizales.

Aquéllas fueron las épocas buenas; y cuando el tío Paloma las recordaba con su voz cascada de anciano en las tertulias de la taberna de Cañamel, la gente joven se estremecía de entusiasmo. Se pescaba y cazaba al mismo tiempo, sin miedo a guardas ni multas. Al llegar la noche volvía la gente a casa con docenas de conejos cogidos con hurón en la Dehesa, y a más de esto, cestas de pescado y ristras de aves cazadas en los cañares. Todo era del rey, y el rey estaba lejos. No era como ahora, que la Albufera pertenecía al Estado (¡quién sería este señor!) y había contratistas de la caza y arrendatarios de la Dehesa, y los pobres no podían disparar un tiro ni recoger un haz de leña sin que al momento surgiese el guarda con la bandera sobre el pecho y la carabina apuntada.

El tío Paloma había conservado las preeminencias de su padre. Era el primer barquero del lago, y no llegaba a la Albufera un personaje que no lo llevase él a través de las isletas de cañas mostrándole las curiosidades del agua y la tierra. Recordaba a Isabel II joven, llenando con sus anchas faldas toda la popa del engalanado barquito y moviendo su busto de buena moza a cada impulso de la percha del barquero. Reía la gente recordando su viaje por el lago con la emperatriz Eugenia. Ella en la proa, esbelta, vestida de amazona, con la escopeta siempre pronta, derribando los pájaros que hábiles ojeadores hacían surgir a bandadas de los cañares con palos y gritos; y en el extremo opuesto, el tío Paloma, socarrón, malicioso, con la vieja escopeta entre las piernas, matando las aves que escapaban a la gran dama y avisándola en un castellano fantástico la presencia de los collverts. «Su Majestad…, ¡ojo! Por detrás le entra un collovierde».

Todos los personajes quedaban satisfechos del viejo barquero. Era insolente, con la rudeza de un hijo de la laguna; pero la adulación que faltaba a su lengua la encontraba en su escopeta, arma venerable, llena de composturas, hasta el punto de no saberse qué quedaba en ella de la primitiva fabricación. El tío Paloma era un tirador prodigioso. Los embusteros del lago mentían a sus expensas, llegando a afirmar que una vez había muerto cuatro fálicas de un tiro. Cuando quería halagar a un personaje mediano tirador, se colocaba tras él en la barca y disparaba al mismo tiempo con tal precisión, que las dos detonaciones se confundían, y el cazador, viendo caer las piezas, se asombraba de su habilidad, mientras el barquero, a sus espaldas, movía el hocico maliciosamente.

Su mejor recuerdo era el general Prim. Lo había conocido en una noche tempestuosa llevándolo en su barca a través del lago. Eran los tiempos de desgracia. Los miñones andaban cerca; el general iba disfrazado de obrero y huía de Valencia después de haber intentado sin éxito sublevar la guarnición. El tío Paloma lo condujo hasta el mar; y cuando volvió a verle, años después, era jefe del gobierno y el ídolo de la nación. Abandonando la vida política, escapaba de Madrid alguna vez para cazar en el lago, y el tío Paloma, audaz y familiarote después de la pasada aventura, le reñía como a un muchacho si marraba el tiro. Para él no existían grandezas humanas: los hombres se dividían en buenos y malos cazadores. Cuando el héroe disparaba sin hacer blanco, el barquero se enfurecía hasta tutearle. «General de… mentiras. tY él era el valiente que tantas cosas había hecho allá en Marruecos…? Mira, mira y aprende.» Y mientras reía el glorioso discípulo, el barquero disparaba su escopetucho casi sin apuntar y una fálica caía en el agua hecha una pelota.

Todas estas anécdotas daban al tío Paloma un prestigio inmenso entre la gente del lago. ¡Lo que aquel hombre hubiese sido de querer abrir la boca pidiendo algo a sus parroquianos…! Pero él siempre cazurro y malhablado, tratando a los personajes como camaradas de taberna, haciéndolos reír con sus insolencias en los momentos de mal humor o con frases bilingües y retorcidas cuando quería mostrarse amable.

Estaba contento de su existencia, y eso que cada vez era más dura y difícil, conforme entraba en años. ¡Barquero, siempre barquero! Despreciaba a las gentes que cultivaban las tierras de arroz. Eran «labradores», y para él esta palabra significaba el mayor insulto.

Enorgullecíase de ser hombre de agua, y muchas veces prefería seguir las revueltas de los canales antes que acortar distancias marchando por los ribazos. No pisaba voluntariamente otra tierra que la de la Dehesa, para disparar unos cuantos escopetazos a los conejos, huyendo a la aproximación de los guardas, y por su gusto hubiese comido y dormido dentro de la barca, que era para él lo que el caparazón de un animal acuático. Los instintos de las primitivas razas lacustres revivían en el viejo.

Para ser feliz sólo le faltaba carecer de familia, vivir como un pez del lago o un pájaro de los carrizales, haciendo su nido hoy en una isleta y mañana en un cañar. Pero su padre se había empeñado en casarlo. No quería ver abandonada aquella barraca que era obra suya, y el bohemio de las aguas se vio forzado a vivir en sociedad con sus semejantes, a dormir bajo una techumbre de paja, a pagar su parte-para el mantenimiento del cura y a obedecer al alcaldillo pedáneo de la isla, siempre algún sinvergüenza —según decía él—, que para no trabajar buscaba la protección de los señorones de la ciudad.

De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había pasado junto a él rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos que su habilidad para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de la semana, todos los viernes, llevándolo a un horno de cúpula redonda y blanca, semejante a un hormiguero africano, que se alzaba en un extremo de la isla.

Habían tenido muchos hijos, muchísimos; pero, menos uno, todos habían muerto «oportunamente». Eran seres blancuzcos y enfermizos, engendrados con el pensamiento puesto en la comida, por padres que se ayuntaban sin otro deseo que transmitirse el calor, estremecidos por los temblores de la fiebre palúdica. Parecían nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las terciaras. Unos habían muerto de consunción, debilitados por el alimento insípido de la pesca de agua dulce, otros se ahogaron cayendo en los canales cercanos a la casa, y si sobrevivió uno, el menor, fue por agarrarse tenazmente a la vida, con ansia loca de subsistir, afrontando las fiebres y chupando en los pechos fláccidos de su madre la escasa substancia de un cuerpo eternamente enfermo.

El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas e indispensables. Había que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante ver cómo se aumentaban las familias en la miseria; y sin la bondad de Dios, que de vez en cuando aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría en el lago comida para todos y tendrían que devorarse unos a otros.

Murió la mujer del tío Paloma cuando éste, anciano ya, se veía padre de un chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Tono quedaron solos en la barraca. El muchacho era juicioso y trabajador como su madre. Guisaba la comida, reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lecciones de las vecinas para que su padre no notase la ausencia de una mujer en la vivienda. Todo lo hacia con gravedad, como si la terrible lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en él un rastro inextinguible de tristeza.

El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca seguido por el muchacho, casi oculto bajo el montón de redes. Crecía rápidamente, sus fuerzas eran cada vez mayores, y el tío Paloma enorgullecíase viendo con qué impulso sacaba los mornells del agua o hacía deslizarse la barca sobre el lago.

—Es el hombre más hombre de toda la Albufera —decía. a sus amigos—. Su cuerpo se la venga ahora de las enfermedades que sufrió de pequeño.

Las mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni locuras con los jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos con ciertos perdidos que, una vez terminada la pesca, se tendían panza abajo sobre los juncos, a espaldas de cualquier barraca, y pasaban las horas manejando una baraja mugrienta.

Siempre serio y pronto para el trabajo, Tono no daba a su padre el más leve disgusto. El tío Paloma, que no podía pescar acompañado, pues al menor descuido se enfurecía e intentaba pegar al camarada, jamás reñía a su hijo, y cuando, entre bufidos de mal humor, intentaba darle una orden, ya el muchacho, adivinándola, habla puesto manos a la obra.

Cuando Tono fue un hombre, su padre, aficionado a la vida errante y rebelde a la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que el primitivo tío Paloma. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la soledad de la vieja barraca? Le repugnaba ver a su hijo, un hombretón ancho y forzudo, inclinarse ante el hogar, en el centro de la barraca, soplando el fuego y preparando la cena. Muchas veces sentía remordimiento contemplando sus manos cortas y velludas, con dedos de hierro, fregando las cazuelas y haciendo saltar con un cuchillo las escamas duras, de reflejos metálicos, de los peces del lago.

En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que los alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el fogón a nivel del suelo: un pequeño espacio cuadrado con orla de ladrillos. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre fila de cacharros y antiguos azulejos. A ambos lados los tabiques de dos cuartos, construidos con cañas y barro, como toda la barraca, y por encima de estos tabiques, que sólo tenían la altura de un hombre, todo el interior de la techumbre negro con capas de hollín, ahumado por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un orificio en la montera de paja, por donde entraban silbando los vendavales de invierno. Del techo pendían los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas nocturnas: pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las mangas, la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpiaba estos extraños monigotes, que reflejaban en su grasienta superficie la luz roja del hogar. Parecía que los dos habitantes de la barraca se hablan ahorcado de la techumbre.

El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar; en la taberna juraba a su gusto, maltrataba a los otros pescadores, los deslumbraba con el recuerdo de los grandes personajes que había conocido; pero en su casa no sabía qué decir, su conversación no merecía la menor réplica del hijo obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un silencio respetuoso y abrumador. El barquero lo declaraba a gritos en la taberna con su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy bueno, pero no se le parecía; siempre silencioso y sumiso. La difunta debía haberle hecho alguna trampa.

Un día abordó a Tono con su expresión imperiosa de padre al uso latino, que considera a los hijos faltos de voluntad y dispone sin consulta de su porvenir y su vida. Debía casarse; así no estaban bien: en la casa faltaba una mujer. Y Tono acogió esta orden como si le hubiera dicho que al día siguiente había de aparejar la barca grande para esperar en el Saler a un cazador de Valencia. Estaba bien. Procuraría cumplir cuanto antes la orden de su padre.

Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero comunicaba sus propósitos a todas las comadres del Palmar. Su Tono quería casarse. Todo lo suyo era del muchacho: la barraca, la barca grande con su vela nueva y otra vieja que aún era mejor; dos barquitos, no recordaba cuántas redes, y encima de esto, las condiciones del chico: trabajador serio, sin vicios y libre del servicio militar por un buen número en el sorteo. En fin, no era un gran partido, pero desnudo como un sapo de las acequias no estaba su Tono; ¡y para las muchachas que habla en el Palmar…!

El viejo, con su desprecio a la mujer, escupía viendo las jóvenes, entre las cuales se ocultaba su futura nuera. No; no eran gran cosa aquellas vírgenes del lago, con sus ropas lavadas en el agua pútrida de los canales, oliendo a barro y las manos impregnadas de una viscosidad que parecía penetrar hasta los huesos. El pelo, descolorido por el sol, blanquecino y pobre, apenas si sombreaba sus caras enjutas y rojizas, en las que los ojos brillaban con el fuego de una fiebre siempre renovada al beber las aguas del lago. Su perfil anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el hedor de los zagalejos las daba cierta semejanza con las anguilas, como si una nutrición monótona e igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en aquella gente los rasgos del animal que les servía de sustento.

Tono escogió una: cualquiera, la que menos obstáculos opuso a su timidez. Se verificó la boda, y el viejo tuvo en la barraca un ser más con quien hablar y á quien reñir. Sentía cierta voluptuosidad al ver que sus palabras no quedaban en el vacío y que la nuera oponía protestas a sus exigencias de malhumorado.

Con esta satisfacción coincidió un disgusto. Su hijo parecía olvidar las tradiciones de la familia. Despreciaba el lago para buscar la vida en los campos, y en septiembre, cuando recogían el arroz y los jornales se pagaban caros, abandonaba la barca, haciéndose segador, como muchos otros que excitaban la indignación del tío Paloma. Esta tarea de trabajar en el barro, de martirizar los campos, correspondía a los forasteros, a los que vivían lejos de la Albufera. Los hijos del lago estaban libres de tal esclavitud. Por algo les había puesto Dios junto a aquella agua que era una bendición. En su fondo estaba la comida, y era un disparate, una vergüenza, trabajar todo el día con barro a la cintura, las piernas comidas de sanguijuelas y la espalda tostada por el sol, para coger unas espigas que, finalmente, no eran para ellos. ¿Iba su hijo a hacerse «labrador»…? Y al formular esta pregunta, el viejo metía en sus palabras todo el asombro, la inmensa extrañeza de un hecho inaudito, como si hablase de que algún día la Albufera podía quedarse en seco.

Tono, por primera vez en la vida, osaba oponerse a las palabras de su padre. Pescaría, como siempre, el resto del año. Pero ahora era casado, las atenciones de la casa resultaban mayores, y sería una imprudencia despreciar los magníficos jornales de la siega. A él le pagaban mejor que a los otros, por su fuerza y su asiduidad en el trabajo. Los tiempos habla que tomarlos como venían; cada vez se cultivaba más arroz en las orillas del lago, las antiguas charcas se cubrían de tierra, los pobres se hacían ricos, y él no era tan tonto que perdiese su parte en la nueva vida.

El barquero aceptaba refunfuñando esta transformación en las costumbres de la casa. La sensatez y la gravedad de su hijo le imponían cierto respeto, pero protestaba, apoyado en la percha, a orillas del canal, conversando con otros barqueros de su buena época. ¡Iban a transformar la Albufera! Dentro de pocos años nadie la conocerla. Por la parte de Sueca colocaban ciertos armatostes de hierro dentro de unas casitas con grandes chimeneas, y… ¡eche usted humo! Las antiguas norias, tranquilas y simpáticas, con su rueda de madera carcomida y sus arcaduces negros, iban a ser sustituidas por maquinarias infernales que moverían las aguas con un estrépito de mil demonios. ¡Milagro sería que toda la pesca no tomase el camino del mar, fastidiada por tales innovaciones! Iban a cultivarlo todo; echaban tierra y más tierra sobre el lago. Por poco que él viviese, aún había de ver cómo la última anguila, falta de espacio, se marchaba moviendo el rabo por la boca del Perelló, desapareciendo en el mar. ¡Y Tono metido en esta obra de piratas! ¡ Habría que ver a un hijo suyo, a un Paloma, convertido en «labrador»…! Y el viejo reía, como si imaginase un suceso irrealizable.

Pasó el tiempo, y su nuera le dio un nieto, un Tonet, que el abuelo llevaba muchas tardes en brazos hasta la orilla del canal, ladeando la pipa en su boca desdentada para que el humo no molestase al pequeño. ¡Demonio de muchacho, y qué guapo era! La larguirucha y fea de su nuera era como todas las hembras de la familia; lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se parecían a sus progenitores. El abuelo, acariciando al pequeño, pensaba en el porvenir. Lo enseñaba a los camaradas de su juventud, cada vez más escasos, y vaticinaba el porvenir.

«Éste será de los nuestros: no tendrá más casa que la barca. Antes de que le salgan todos los dientes ya sabrá mover la percha…»

Pero antes de que le salieran los dientes, lo que ocurrió para el tío Paloma fue el hecho más inesperado de su vida. Le dijeron en la taberna que Tono había tomado en arriendo, cerca del Saler, ciertas tierras de arroz propiedad de una señora de Valencia; y cuando por la noche abordó a su hijo, quedó estupefacto viendo que no negaba el crimen.

¿Cuándo se habla visto un Paloma con amo? La familia había vivido siempre libre, como deben vivir los hijos de Dios que en algo se estiman, buscándose el sustento en el aire o en el agua, cazando y pescando. Sus señores habían sido el rey o aquel guerrero franchute que era capitán general en Valencia, amos que vivían muy lejos, que no pesaban y podían tolerarse por su grandeza. Pero ¿un hijo suyo arrendatario de una lechuguina de la ciudad y llevándola todos los años en metal sonante una parte de su trabajo…? ¡Vamos, hombre! ¡Ya estaba tomando el camino para hablar con aquella señora y deshacer el compromiso! Los Palomas no servían a nadie mientras en el lago quedara algo que llevarse a la boca: aunque fuesen ranas.

Pero la sorpresa del viejo fue en aumento ante la inesperada resistencia de Tono. Había reflexionado bien sobre el asunto y estaba dispuesto a no arrepentirse. Pensaba en su mujer, en aquel chiquitín que llevaba en brazos, y se sentía ambicioso. ¿Qué eran ellos? Unos mendigos del lago, viviendo como salvajes en la barraca, sin más alimento que los animales de las acequias y teniendo que huir como criminales ante los guardas cuando mataban algún pájaro para dar mayor sustancia al caldero. Unos parásitos de los cazadores, que sólo comían carne cuando los forasteros les permitían meter mano en sus provisiones. ¡Y esta miseria prolongándose de padres a hijos, como si viviesen amarrados para siempre al barro de la Albufera, sin más vida ni aspiraciones que las del sapo, que se cree feliz en el cañar porque encuentra insectos a flor de agua!

No; él se rebelaba; quería sacar a la familia de su miserable postración; trabajar, no sólo para comer, sino para el ahorro. Había que fijarse en las ventajas del cultivo del arroz: poco trabajo y gran provecho. Era una verdadera bendición del cielo; nada en el mundo daba más. Se planta en junio y se recolecta en septiembre; un poco de abono y otro poco de trabajo; total, tres meses; se coge la cosecha, las aguas del lago, hinchadas por las lluvias del invierno, cubren los campos, y ¡hasta el año siguiente! La ganancia se guarda, y en los meses restantes se pesca a la luz del sol y se caza ocultamente para mantener la familia. ¿Qué más podía desear…? El abuelo había sido un pobre, y después de una vida de perro sólo logró construir aquella barraca, donde vivían eternamente ahumados. Su padre, a quien tanto respetaba, no había conseguido guardar un mendrugo para la vejez. Que le dejasen a él trabajar a gusto, y su hijo, el pequeño Tonet, seria rico, cultivaría campos cuyos límites se perderían de vista, y sobre el solar de la barraca tal vez se levantase con el tiempo una casa mejor que todas las del Palmar. Hacía mal su padre en indignarse porque sus descendientes cultivaban la tierra. Más valía ser labrador que vivir errante en el lago, pasando hambre muchas veces y exponiéndose a recibir el balazo de un guarda de la Dehesa.

El tío Paloma, pálido de rabia al oír a su hijo, miraba fijamente una percha caída a lo largo de la pared, y las manos se le iban a ella para romperle de un golpe la cabeza. Se la hubiera roto de ocurrir la rebeldía en otros tiempos, pues se consideraba con derecho después de tal atentado a su autoridad de padre antiguo.

Pero veía a la nuera con el nieto en brazos, y estos dos seres parecían engrandecer a su hijo, poniéndolo a su nivel. Era un padre, un igual suyo. Por primera vez se dio cuenta de que Tono ya no era el muchacho que guisaba la cena en otros tiempos, bajando la cabeza aterrado ante una de sus miradas. Y temblando de rabia al no poder pegarle como cuando cometía una torpeza en la barca, exhaló su protesta entre bufidos. Estaba bien; cada cual a lo suyo: el uno al lago y el otro a aplastar terrones. Vivirían juntos, ya que no había otro remedio. Sus años no le permitían dormir en medio del lago, pues arrastraba una vejez de reumático; pero, aparte de eso, como si no se conocieran. ¡Ay, si levantase la cabeza el primitivo Paloma, el barquero de Suchet, y viese la deshonra de la familia…!

El primer año fue de incesantes tormentos para el viejo. Al entrar por la noche en la barraca, encontraba instrumentos de labranza al lado de los aparejos de pesca. Un día tropezó con un arado que Tono había traído de tierra firme para recomponerlo durante la velada, y le produjo el mismo efecto que un dragón monstruoso tendido en medio de la barraca. Todas estas láminas de acero le causaban frío y rabia. Le bastaba ver una hoz caída a unos cuantos pasos de sus redes, para que al momento creyese que la corva hoja iba a marchar por sí sola a cortarle los aparejos, y reñía a su nuera por descuidada, ordenando a gritos que arrojase lejos, muy lejos, aquellas herramientas de… «labrador». Por todas partes objetos que le recordaban el cultivo de la tierra. ¡Y esto en la barraca de los Palomas, donde no se había conocido más acero que el, de las facas para abrir el pescado…! ¡Vamos, que había para reventar de rabia!

En la época de la siembra, cuando las tierras estaban secas y recibían el arado, Tono llegaba sudoroso, después de arrear durante todo el día las caballerías alquiladas. Su padre rondaba en torno de él, husmeándolo con maligna fruición, y después corría a la taberna, donde dormitaban con el vaso en la mano sus camaradas de los buenos tiempos. ¡Caballeros, la gran noticia…! Su hijo olía a caballo. ¡Ji, ji! ¡Un caballo en la isla del Palmar! Ya había llegado lo del mundo al revés.

Aparte de estos desahogos, el tío Paloma conservaba una actitud fría y aislada en medio de la familia del hijo. Entraba por la noche en la barraca con el monot al brazo, una bolsa de red y aros de madera que contenía algunas anguilas, y empujaba con el pie a su nuera para que le dejase sitio en el fogón. Él mismo se preparaba la cena. Unas veces enrollaba las anguilas atravesándolas con una varita y las guisaba al ast, tostándolas pacientemente por todos los lados sobre las llamas. Otras iba a buscar en la barca su antiguo caldero lleno de remiendos, y guisaba en suc alguna tenca enorme o confeccionaba una sebollà, mezclando cebollas con anguilas, como si preparase la comida de medio pueblo.

La voracidad de aquel viejo pequeño y enjuto era la de todos los antiguos hijos de la Albufera. No comía seriamente más que por la noche, al volver a la barraca, y sentado en el suelo en un rincón, con el caldero entre las rodillas, pasaba horas enteras silencioso, moviendo a ambos lados su boca de cabra vieja, tragando cantidades enormes de alimento, que parecía imposible pudieran contenerse en un estómago humano.

Comía lo suyo, lo que había conquistado durante el día, y no se cuidaba de lo que cenaban sus hijos ni les ofrecía parte de su caldero. ¡Cada cual que engordase con su trabajo! Sus ojillos brillaban con maligna satisfacción cuando veía sobre la mesa de la familia, como único alimento, una cazuela de arroz, mientras él roía los huesos de algún pájaro cazado en el interior de un carrizal al ver lejos a los guardias.

Tono dejaba hacer su voluntad al padre. No había que pensar en someter al viejo, y el aislamiento continuaba entre él y la familia. El pequeño Tonet era el único lazo de unión. Muchas veces el nieto se aproximaba al tío Paloma, como si le atrajese el buen olor de su caldero.

Tin, pobret, tin! —decía el abuelo con cariñosa lástima, como si lo viese en la mayor miseria.

Y le regalaba un muslo de fálica, grasiento y estoposo, sonriendo al ver cómo lo devoraba el pequeñuelo.

Cuando arreglaba algún all i pebre con sus viejos amigotes en la taberna, se llevaba al nieto sin decir palabra a los padres.

Otras veces la fiesta era mayor. Por la mañana, el tío Paloma, sintiendo la comezón de las aventuras, había desembarcado con algún camarada tan viejo como él en las espesuras de la Dehesa. Larga espera tendidos sobre el vientre entre los matorrales, espiando a los guardas, ignorantes de su presencia. Así que asomaban los conejos dando saltos en torno de los tallos de la maleza, ¡fuego en ellos! dos al saco y a correr, a ganar la barca, riéndose después, desde el centro del lago, de las carreras de los guardas por la orilla buscando en vano a los cazadores furtivos. Estas audacias rejuvenecían al tío Paloma. Había que oírle por la noche, al guisar la caza en la taberna, entre sus amigotes que pagaban el vino, cómo se vanagloriaban de su hazaña. ¡Ningún mozo del día era capaz de hacer otro tanto! Y cuando los prudentes le hablaban de la ley y sus penalidades, el barquero erguía fieramente su busto encorvado por los años y el manejo de la percha. Los guardas eran unos vagos, que aceptaban el empleo porque les repugnaba trabajar, y los señores que arrendaban la caza unos ladrones, que todo lo querían para ellos… La Albufera era de él y de todos los pescadores. Si hubiesen nacido en un palacio, serían reyes. Cuando Dios les había hecho nacer allí, por algo sería. Todo lo demás eran mentiras inventadas por los hombres.

Y después de devorar la cena, cuando apenas quedaba vino en los porrones, el tío Paloma contemplaba el nieto dormido entre sus rodillas y se lo mostraba a los amigos. Aquel pequeño sería un verdadero hijo de la Albufera. Su educación corría a cargo suyo, para que no siguiese los malos caminos del padre. Manejaría la escopeta con asombrosa habilidad, conocería el fondo del lago como una anguila, y cuando el abuelo muriese, todos los que vinieran a cazar encontrarían la barca de otro Paloma, pero remozado, tal como era él cuando la misma reina venía a sentarse en su barquito riendo sus chuscadas.

Aparte de estos enternecimientos, la animosidad del barquero contra su hijo continuaba latente. No quería ver las despreciables tierras que cultivaba, pero las tenía fijas en su memoria y reía con diabólico gozo al saber que los negocios de Tono marchaban mal. El primer año le entró salitre en los campos cuando estaba granándose el arroz, y casi perdió la cosecha. El tío Paloma relataba a todos esta desgracia con fruición; pero al notar en su familia la tristeza y alguna estrechez a causa de los gastos, que habían resultado improductivos, sintió cierto enternecimiento y hasta rompió el mutismo con su hijo para aconsejarle. ¿No se había convencido aún de que era hombre de agua y no labrador? Debía dejar los campos a la gente de tierra adentro, dedicada de antiguo a destriparlos. Él era hijo de pescador, y a las redes había de volver.

Pero Tono contestó con gruñidos de mal humor, manifestando su propósito de seguir adelante, y el viejo volvió a sumergirse en su odio silencioso. ¡Ah, el testarudo…! Desde entonces deseó toda clase de calamidades para las tierras del hijo, como un medio de domar su orgullosa resistencia. Nada preguntaba en casa, pero al cruzarse su barquichuelo en el lago con las grandes barcazas que venían de la parte del Saler, se enteraba de la marcha de la cosecha y sentía cierta satisfacción cuando le anunciaban que el año sería malo. Su testarudo hijo iba a morir de hambre. Aún tendría que pedirle de rodillas, para comer, la llave del antiguo vivero con la montera de paja desfondada que tenía junto al Palmar.

Las tormentas a fines de verano le llenaban de gozo. Deseaba que se abriesen las cataratas del cielo; que viniera de orilla a orilla aquel barranco de Torrente que desaguaba en la Albufera alimentándola; que se desbordase el lago sobre los campos, como ocurría algunas veces, quedando bajo el agua las espigas próximas a la siega. Morirían de hambre los labradores; pero no por esto le faltaría a él la pesca en el lago, y tendría el gusto de ver a su hijo royéndose los codos e implorando su protección.

Por fortuna para Tono, no se cumplían los deseos del maligno viejo. Los años volvían a ser buenos; en la barraca reinaba cierto bienestar, se comía, y el animoso trabajador soñaba, como una dicha irrealizable, con la posibilidad de cultivar algún día tierras que fuesen suyas, que no impusieran la obligación de ir una vez por año a la ciudad para entregar el producto de casi toda la cosecha.

En la vida de la familia hubo un acontecimiento. Tonet crecía y su madre estaba triste. El muchacho iba al lago con su abuelo; después, cuando fuese mayor, acompañaría a su padre a los campos; y la pobre mujer pasaba el día sola en la barraca.

Pensaba en su porvenir, y el aislamiento futuro la daba miedo. ¡Ay, si tuviese otros hijos…! Una hija era lo que con más fervor pedía a Dios. Pero la hija no venía; no podía venir, según afirmaba el tío Paloma. Su nuera estaba descompuesta; cosas de mujeres. La habían asistido en su parto las vecinas del Palmar, dejándola de modo que, según el viejo, cada cosa andaba por su lado. Por esto parecía siempre enferma, con un color pálido, de papel mascado, no pudiendo permanecer mucho tiempo de pie sin quejarse, andando ciertos días como si se arrastrara, con quejidos que se sorbía entre lágrimas para no molestar a los hombres.

Tono ansiaba cumplir los deseos de su mujer. No le disgustaba una niña en la casa; serviría de ayuda a la enferma. Y los dos hicieron un viaje a la ciudad, trayendo de allá una niña de seis años, una bestezuela tímida, arisca y fea, que sacaron de la casa de expósitos. Se llamaba Visanteta, pero todos, para que no olvidase su origen, con esa crueldad inconsciente de la incultura popular, la llamaron la Borda.

El barquero refunfuñó indignado. ¡Una boca más…! El pequeño Tonet, que tenía diez años, encontró muy de su gusto aquella chiquilla para hacerla sufrir sus caprichos y exigencias de hijo mimado y único.

La Borda no encontró en la barraca otro cariño que el de aquella mujer enferma, cada vez más débil y dolorida. La infeliz se forjaba la ilusión de que tenía una hija, y por las tardes, haciéndola sentar en la puerta de la barraca, cara al sol, peinaba los rabillos rojos de su cabeza, bien untados de aceite.

Era como un perrillo vivaracho y obediente que alegraba la barraca con sus trotecitos, resignada a las fatigas, sumisa a todas las maldades de Tonet. Con un supremo esfuerzo de sus bracitos arrastraba un cántaro tan grande como ella, lleno de agua de la Dehesa, desde el canal hasta la casa. Corría el pueblo a todas horas cumpliendo los encargos de su nueva madre, y en la mesa comía con los ojos bajos, no atreviéndose a meter la cuchara hasta que todos estaban a mitad de la comida. El tío Paloma, con su mutismo y sus feroces ojeadas, le inspiraba gran miedo. Por la noche, como los dos cuartos estaban ocupados, uno por el matrimonio y el otro por Tonet y su abuelo, dormía junto al fogón, en medio de la barraca, sobre el barro que rezumaba a través de las lonas que le servían de lecho, tapándose con las redes de las corrientes de aire que entraban por la chimenea y por la puerta desvencijada, roída por las ratas.

Sus únicas horas de placer eran las de la tarde, cuando, en calma todo el pueblo y los hombres en la laguna o en los campos, se sentaba ella con su madre a coser velas o tejer redes a la puerta de la barraca. Las dos hablaban con las vecinas, en el gran silencio de la calle solitaria e irregular, cubierta de hierba, por entre la cual correteaban las gallinas y cloqueaban los ánades extendiendo al sol sus dos mangas de húmeda blancura.

Tonet ya no iba a la escuela del pueblo, casucha húmeda pagada por el Ayuntamiento de la ciudad, donde niños y niñas, en maloliente revoltijo, pasaban el día gangueando las tablas del abecedario o entonando oraciones.

Era todo un hombre, según decía su abuelo, que le tentaba los brazos para apreciar su dureza y le golpeaba con la mano el pecho. A su edad, el tío Paloma podía comer de lo que pescaba y había disparado sobre todas las clases de pájaros que existen en la Albufera.

El muchacho siguió con gusto al abuelo en sus expediciones por tierra y agua. Aprendió a manejar la percha, pasaba como una exhalación por los canales sobre uno de los barquitos pequeños del tío Paloma, y cuando llegaban cazadores de Valencia se agazapaba en la proa de la barca o ayudaba a su abuelo a manejar la vela, saltando al ribazo en los pasos difíciles para agarrar la cuerda, remolcando la embarcación.

Después vino el amaestrarse en la caza. La escopeta del abuelo, un verdadero arcabuz, que por su estampido se distinguía de todas las armas de la Albufera, llegó a manejarla él con relativa facilidad. El tío Ploma cargaba fuerte, y los primeros tiros hicieron tambalearse al muchacho, faltando poco para que cayese de espaldas en el fondo de la barca. Poco a poco fue dominando a la vieja bestia y lograba abatir las fálicas, con gran contento del abuelo.

Así se debía educar a los muchachos. Por su gusto, Tonet no comerla otra cosa que lo que matase con la escopeta o pescase con sus manos.

Pero al año de esta ruda educación, el tío Paloma notó una gran flojedad en su discípulo. Le gustaba disparar tiros y sentía placer por la pesca. Lo que no parecía complacerle tanto era levantarse antes del amanecer, pasar todo el día con los brazos estirados moviendo la percha y tirar de la cuerda del remolque como un caballo.

El barquero vio claro: lo que su nieto odiaba, con una repulsión instintiva que ponla de pie su voluntad, era el trabajo. En vano el tío Paloma le hablaba de la gran pesca que harían al día siguiente en el Recatí, el Rincón de la olla o cualquier otro punto de la Albufera. Apenas el barquero se descuidaba, su nieto había desaparecido. Prefería corretear por la Dehesa con los chicuelos de la vecindad tenderse al pie de un pino y pasar las horas oyendo el canto de los gorriones en las redondas copas, o contemplando el aleteo de las mariposas blancas y los abejorros bronceados sobre las flores silvestres.

El abuelo le amenazaba sin resultado. Intentó pegarle y Tonet, como una bestiecilla feroz, se puso en salvo, buscando piedras en el suelo para defenderse. El viejo se resignó a seguir en el lago solo como antes.

Había pasado su vida trabajando; su hijo Tono, aunque descarriado por las aficiones agrícolas, era más fuerte que él para la faena. ¿A quién se parecía, pues, aquel arrapiezo? ¡Señor! ¿De dónde había salido, con su resistencia invencible a toda fatiga, con su deseo de permanecer inmóvil, descansando horas enteras al sol como un sapo al borde de la acequia…?

Todo cambiaba en aquel mundo del que jamás había salido el viejo. La Albufera la transformaban los hombres con sus cultivos y desfigurábanse las familias, como si las tradiciones del lago se perdiesen para siempre. Los hijos de los barqueros se hacían siervos de la tierra; los nietos levantaban el brazo armado de piedras contra sus abuelos; en el lago se veían barcazas cargadas de carbón; los campos de arroz se extendían por todas partes, avanzaban en el lago, tragándose el agua, y roían la selva, trazando grandes claros en ella. ¡Ay, Señor! ¡Para ver todo aquello, para presenciar la destrucción de un mundo que él consideraba eterno, más valía morirse!

Aislado de los suyos, sin otro afecto que el amor profundo que sentía por su madre la Albufera, la inspeccionaba, la pasaba revista diariamente, como si en sus ojos vivos y astutos de viejo fuerte guardase toda el agua del lago y los innumerables árboles de la Dehesa.

No derribaban un pino en la selva sin que inmediatamente lo notase a gran distancia, desde el centro de la laguna. ¡Uno más…! El claro que dejaba el caído entre la frondosidad de los árboles inmediatos le causaba un efecto doloroso, como si contemplase el vacío de una tumba. Maldecía a los arrendatarios de la Albufera, ladrones insaciables. La gente del Palmar robaba leña en la selva; no ardían en sus hogares otras ramas que las de la Dehesa, pero se contentaba con los matorrales, con los troncos caídos y secos; y aquellos señores invisibles, que sólo se mostraban por medio de la carabina del guarda y los trampantojos de la ley, abatían con la mayor tranquilidad los abuelos del bosque, unos gigantes que le habían visto a él cuando gateaba de pequeño en las barcas y eran ya enormes cuando su padre, el primer Paloma, vivía en una Albufera salvaje, matando a cañazos las serpientes que pululaban en la ribera, bichos más simpáticos que los hombres del presente.

En su tristeza ante el derrumbamiento de lo antiguo, buscaba los rincones más incultos del lago, aquellos adonde no llegaba aún el afán de explotación.

La vista de una noria vieja causábale estremecimientos, y contemplaba con emoción la rueda negra y carcomida, los arcaduces desportillados, secos, llenos de paja, de donde salían las ratas en tropel al notar su proximidad. Eran las ruinas de la muerta Albufera; recuerdos, como él, de un tiempo mejor.

Cuando deseaba descansar, abordaba el llano de Sancha, con sus lagunas de gelatinosa superficie y sus altos juncales, y contemplando el paisaje verde y sombrío, en el que parecían crujir los anillos del monstruo de la leyenda, se regocijaba al pensar que algo existía aún libre de la voracidad de los hombres modernos, entre los cuales ¡ay! figuraba su hijo.

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