VIII

Nadie supo cómo volvió Tonet a la taberna del difunto Cañamel. Los parroquianos le vieron una mañana sentado ante una mesilla, jugando al truque con Sangonera y otros desocupados del pueblo, y nadie lo extrañó. Era natural que Tonet frecuentase un establecimiento del que era Neleta única dueña.

Volvió el Cubano a pasar allí su vida, abandonando de nuevo al padre, que había creído en una total conversión. Pero ahora ya no se reproducía entre él y la tabernera aquella confianza que escandalizaba al Palmar con sus alardes de fraternidad sospechosa. Neleta, vestida de luto, estaba tras el mostrador, embellecida por cierto aire de autoridad. Parecía más grande al verse rica y libre. Bromeaba menos con los parroquianos; mostrábase de una virtud arisca; acogía con torvo ceño y apretando los labios las bromas a que estaban habituados los concurrentes, y bastaba que algún bebedor rozase al tomar el vaso sus brazos arremangados para que Neleta sacase las uñas, amenazando con plantarlo en la puerta.

La concurrencia aumentaba desde que había desaparecido el doliente e hinchado espectro de Cañamel. El vino servido por la viuda parecía mejor, y las tabernillas del Palmar volvían a despoblarse.

Tonet no osaba fijar sus ojos en Neleta, como temiendo los comentarios de la gente. ¡Ya hablaba bastante la Samaruca viéndole otra vez en la taberna! Jugaba, bebía, se sentaba en un rincón, como lo hacia Cañamel en otros tiempos, y parecía dominado a distancia por aquella mujer que a todos miraba menos a él.

El tío Paloma comprendía con su habitual astucia la situación del nieto. Estaba siempre allí por no disgustar a la viuda, que deseaba tenerle bajo su vista, ejercer sobre él una autoridad sin limites. Tonet «montaba la guardia», como decía el viejo, y aunque de vez en cuando sentía deseos de salir a los carrizales a disparar unos cuantos escopetazos, callaba y permanecía quieto, temiendo sin duda las recriminaciones de Neleta cuando se viesen a solas.

Mucho había sufrido ella en los últimos tiempos aguantando las exigencias del dolorido Cañamel, y ahora que era rica y libre se resarcía, haciendo pesar su autoridad sobre Tonet.

El pobre muchacho, asombrado de la prontitud con que la muerte arreglaba las cosas, dudaba aún de su buena fortuna al verse en casa de Cañamel, sin miedo a que apareciese el irritado tabernero. Contemplando aquella abundancia, de la que Neleta era única dueña, obedecía todas las exigencias de la viuda.

Ella le vigilaba con duro cariño, semejante a la severidad de una madre.

—No begues més —decía a Tonet, que, incitado por Sangonera, se atrevía a pedir nuevos vasos en el mostrador.

El nieto del tío Paloma, obediente como un niño, se negaba a beber y permanecía inmóvil en su asiento, respetado por todos, pues nadie ignoraba sus relaciones con la dueña de la casa.

Los parroquianos que habían presenciado su intimidad en tiempos de Cañamel, encontraban lógico que los dos se entendiesen. ¿Ño habían sido novios? ¿No se habían querido, hasta el punto de excitar los celos del cachazudo tío Paco…? Se casarían ahora, tan pronto como pasasen los meses de espera que la ley exige a la viuda, y el Cubano daríase aires de legítimo dueño tras aquel mostrador que ya había asaltado como amante.

Los únicos que no aceptaban esta solución eran la Samaruca y sus parientes. Neleta no se casaría: estaban seguros de ello. Era demasiado mala aquella mujercita de melosa lengua para hacer las cosas como Dios manda. Antes que realizar el sacrificio de ceder a los parientes de la primera esposa lo que era muy suyo, preferiría vivir enredada con el Cubano. Para ella nada tenía esto de nuevo. ¡Cosas más grandes había visto el pobre Cañamel antes de morir…!

Espoleados por el testamento que les ofrecía la posibilidad de ser ricos y por la convicción de que Neleta no había de allanarles el camino casándose, la Samaruca y los suyos ejercían un minucioso espionaje en torno de los amantes.

Por las noches, a altas horas, cuando se cerraba la taberna, la feroz mujerona, arrebujada en su mantón, espiaba la salida de los parroquianos, buscando entre ellos a Tonet.

Veía a Sangonera que se retiraba a su barraca con paso inseguro. Los compañeros le perseguían con sus burlas, preguntándole si había vuelto a encontrar al afilador italiano. Él, en medio de su embriaguez, se serenaba… ¡Pecadores! ¡Parecía imposible que siendo cristianos se burlasen de aquel encuentro…! Ya vendría el que todo lo puede, y su castigo sería no reconocerlo, no seguirlo, privándose de la felicidad reservada a los escogidos.

Algunas veces, al quedarse solo Sangonera ante su barraca, lo abordaba la Samaruca, surgiendo de la oscuridad como una bruja. ¿Dónde estaba Tonet…? Pero el vagabundo sonreía maliciosamente, adivinando las intenciones de la mujerona. ¡Preguntitas a él! Y extendiendo sus manos con un gesto vago, como si quisiera abarcar toda la Albufera, contestaba:

—Tonet…? Per lo món; per lo món.

La Samaruca era infatigable en sus averiguaciones. Antes de romper el día ya estaba frente a la barraca de los Palomas, y al abrir la puerta la Borda entablaba conversación con ella, mientras lanzaba ávidas miradas al interior de la vivienda para ver si Tonet estaba dentro.

La implacable enemiga de Neleta adquirió la convicción de que el joven se quedaba por las noches en la taberna. ¡Qué escándalo! ¡Cuando sólo hacía unos meses que había muerto Cañamel! Pero lo que más le irritaba de esta audacia amorosa era que el testamento del tabernero quedase sin cumplir y la mitad de sus bienes siguiera en poder de la viuda, en vez de pasar a los parientes de la primera mujer. La Samaruca hizo viajes a Valencia: se enteró de personas que conocían las leyes por las puntas de las uñas, y pasó el tiempo en continua agitación, acechando noches enteras por los alrededores de la taberna acompañada de parientes que habían de servirla de testigos. Esperaba que Tonet saliese de la casa antes del amanecer, para probar de este modo sus relaciones con la viuda. Pero las puertas de la taberna no se abrían en toda la noche: la casa permanecía oscura y silenciosa, como si todos durmiesen en su interior el sueño de la virtud. Por la mañana, cuando la taberna se abría, Neleta mostrábase tras el mostrador tranquila, sonriente, fresca, mirando a todos frente a frente, como la que nada tiene que reprocharse; y mucho tiempo después, Tonet aparecía como por arte de encantamiento, sin que los parroquianos supiesen ciertamente si había entrado por la puerta que daba a la calle o la del canal.

Era difícil pillar en falta a aquella pareja. La Samaruca se desesperaba, reconociendo la astucia de Neleta. Para evitar confidencias había despedido a la criada de la taberna, reemplazándola con su tía, aquella vieja sin voluntad, resignada a todo, que sentía cierto respeto no exento de miedo ante el genio violento de la sobrina y las riquezas de su viudez.

El vicario don Miguel, enterado de los sordos trabajos de la Samaruca, agarró más de una vez a Tonet, sermoneándole para que evitase el escándalo. Debían casarse: cualquier día podían sorprenderles los del testamento, y se hablaría del hecho en toda la Albufera. Aunque Neleta perdiese una parte de su herencia, ano era mejor vivir como Dios manda, sin tapujos ni mentiras? El Cubano movía los hombros. Él deseaba el matrimonio, pero ella debía resolver. Neleta era la única mujer del Palmar que, con su acostumbrada dulzura, hacía frente al rudo vicario; por esto se indignaba al oír sus reprimendas. ¡Todo eran mentiras! Ella vivía sin faltar a nadie. No necesitaba hombres. Le precisaba un criado en la taberna, y tenía a Tonet, que era su compañero de la niñez… ¿Es que no podía escoger, en una casa como la suya, llena de «intereses», al que le mereciese más confianza? Ya sabía ella que todo eran calumnias de la Samaruca para que la regalase los campos de arroz de «su difunto»: la mitad de una fortuna a cuya creación había contribuido como esposa honrada y laboriosa. Pero ¡estaba fresca aquella bruja si esperaba la herencia! ¡Primero se secaría la Albufera!

La avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta con una fogosidad capaz de los mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban con envidia la riqueza de los que poseen campos y venden el vino a los pobres, apoderándose lentamente del dinero. Recordaba su niñez hambrienta, los días de abandono, en los que se colocaba humildemente en la puerta de los Palomas esperando que la madre de Tonet se apiadase de ella; los esfuerzos que tuvo que hacer para conquistar a su marido y sufrirle durante su enfermedad; y ahora que se veía la más rica del Palmar, ¿tendría, por ciertos escrúpulos, que repartir su fortuna con gentes que siempre la habían hecho daño? Sentíase capaz de un crimen, antes que entregar un alfiler a los enemigos. La posibilidad de que pudiese ser de la Samaruca una parte de las tierras de arroz que ella cuidaba con tanta pasión la hacía ver rojo de cólera, y sus manos se crispaban con la misma furia que en Ruzafa la hizo arrojarse sobre su enemiga.

La posesión de la riqueza la transformaba. Mucho quería a Tonet, pero entre éste y sus bienes, no dudaba en sacrificar al amante. Si abandonaba a Tonet, volvería más o menos pronto, pues su vida estaba encadenada para siempre a ella; pero si soltaba la más pequeña parte de su herencia, ya no la vería nunca.

Por esto acogió con indignación las tímidas proposiciones que le hizo por la noche Tonet en el silencio del piso alto de la taberna.

Al Cubano le pesaba esta vida de huidas y ocultaciones. Deseaba ser dueño legal de la taberna; deslumbrar a todo el pueblo con su nueva posición, hombrearse con las gentes que le habían despreciado. Además y esto lo ocultaba cuidadosamente—, siendo marido de Neleta le pesaría menos el carácter dominador de ésta, su despotismo de mujer rica que puede poner al amante en la puerta y abusa de la situación. Ya que le quería, ¿por qué no se casaban?

Pero en la oscuridad de la alcoba, al decir esto Tonet, sonaban los jergones de maíz del lecho con los movimientos impacientes de Neleta. Su voz tenía la ronquera de la rabia… ¿Él también…? No, hijo; sabía lo que necesitaba hacer, y no pedía consejos. Bien estaban así. ¿Le faltaba algo?, ¿no disponía de todo como si fuera el dueño? ¿Para qué darse el gusto de que los casase don Miguel, y después, tras la ceremonia, abandonar la mitad de su fortuna en las manos puercas de la Samaruca? ¡Antes se dejaría cortar un brazo que amputar su herencia! Además, ella conocía el mundo; salía algunas veces del lago, iba a la ciudad, donde los señores admiraban su desparpajo, y no se le ocultaba que lo que en el Palmar aparecía como una fortuna, fuera de la Albufera no llegaba a una decorosa miseria. Tenía sus pretensiones de ambiciosa. No siempre había de estar llenando copas y tratando con beodos; quería acabar sus días en Valencia, en un piso, como una señora que vive de sus rentas. Prestaría el dinero mejor que Cañamel; se ingeniaría para que su fortuna se reprodujese con incesante fecundidad, y cuando fuese rica de veras, tal vez se decidiera a transigir con la Samaruca, entregándola lo que ella miraría entonces como una miseria. Cuando esto llegase, podía hablarla de casamiento, si seguía portándose bien y obedeciéndola sin disgustos. Pero en el presente no, recordons; nada de casorios ni de dar dinero a nadie; ¡primero se dejaba abrir por el vientre como una tenca!

Y era tanta su energía al expresarse de esta manera, que Tonet no osaba replicar. Además, aquel mozo que pretendía imponerse por su valor a todo el pueblo sentíase dominado por Neleta y la tenía miedo, adivinando que no estaba tan seguro de su afecto como creyó al principio.

No era que Neleta se cansase de aquellos amores. Le quería, pero su riqueza la daba sobre él una gran superioridad. Además, la mutua posesión durante las noches interminables del invierno, en la taberna cerrada y sin correr riesgo alguno, había amortiguado en ella la excitación del peligro, la temblorosa voluptuosidad que la dominaba en tiempos de Cañamel al besarse tras las puertas o tener sus citas rápidas en los alrededores del Palmar, siempre expuestos a una sorpresa.

A los cuatro meses de esta vida casi marital, sin otro obstáculo que la vigilancia de la Samaruca fácilmente burlada, Tonet creyó por un momento que podrían realizarse sus deseos matrimoniales. Neleta se mostraba preocupada y grave. La arruga vertical de su entrecejo delataba penosos pensamientos. Por los más insignificantes pretextos reñía con Tonet; lo insultaba, repeliéndolo y lamentándose de su amor, maldiciendo el momento de debilidad en que le había abierto los brazos; pero después, a impulsos de la carne, lo aceptaba de nuevo, entregándose con abandono, como si la pena que la dominaba fuese irreparable.

Su humor desigual y nervioso convertía las noches de amor en agitadas entrevistas, durante las cuales alternaban las caricias con las recriminaciones, y faltaba poco para que se mordieran las bocas que momentos antes se besaban. Por fin, una noche, Neleta, con palabras entrecortadas por la rabia, reveló el secreto de su estado. Había enmudecido hasta entonces, dudando de su desgracia; pero ahora, tras dos meses de observación, estaba segura. Iba a ser madre… Tonet se sintió aterrado y satisfecho al mismo tiempo, mientras ella continuaba sus lamentaciones. Aquello podía haber ocurrido, viviendo Cañamel, sin peligro alguno. Pero el demonio, que sin duda andaba de por medio, había creído mejor hacer surgir el obstáculo en momentos difíciles, cuando ella estaba interesada en ocultar sus amores para no dar gusto a los enemigos.

Tonet, pasado el primer momento de sorpresa, la preguntó con timidez qué pensaba hacer. En el temblor de su voz adivinó ella los ocultos pensamientos del amante, y rompió a reír con una carcajada irónica, burlona, que revelaba el temple de su alma. ¡Ah! ¿creía que por esto iba a casarse? No la conocía. Podía estar seguro de que antes se mataba que ceder ante sus enemigos. Lo suyo era muy suyo, y lo defendería. ¡De ésta no se casaba Tonet, pues para todo hay remedio en el mundo…!

Pasó esta explosión de rabia por la jugarreta que se permitía la naturaleza, sorprendiéndolos cuando más seguros se creían; y Neleta y Tonet continuaron su vida como si nada ocurriese, evitando hablar del obstáculo que surgía entre ellos, familiarizándose con él, tranquilos porque su realización era aún remota y confiando vagamente en cualquier circunstancia inesperada que pudiera salvarles.

Neleta, sin hablar de ello al amante, buscaba el medio de deshacerse de la nueva vida que sentía latir en sus entrañas como una amenaza para su avaricia.

La tía, asustada por sus confidencias, hablaba de remedios poderosos. Recordaba sus conversaciones con las viejas del Palmar al lamentarse de la rapidez con que se reproducen las familias en la miseria. Por consejo de su sobrina, iba a Ruzafa o entraba en la ciudad para consultar las curanderas que gozaban de oscura fama en las últimas capas sociales, y volvía allá con extraños remedios compuestos de ingredientes repugnantes que volcaban el estómago.

Tonet, muchas noches sorprendía en el cuerpo de Neleta emplastos hediondos, a los que la tabernera concedía la mayor fe: cataplasmas de hierbas silvestres, que daban a sus veladas de amor un ambiente de brujería.

Pero todos los remedios demostraban su ineficacia con el curso del tiempo. Pasaban los meses y Neleta se convencía con gran desesperación de la inutilidad de sus esfuerzos.

Como decía la tía, aquel ser oculto estaba bien «agarrado», y en vano luchaba Neleta por anularlo dentro de sus entrañas.

Las entrevistas de los amantes durante la noche eran borrascosas. Parecía que Cañamel se vengaba, resucitando entre los dos, para empujarlos el uno contra el otro.

Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de su desgracia. Él era el culpable; por él veía comprometido su porvenir. Y cuando, con la nerviosidad de su estado, se cansaba de insultar al Cubano, fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que, libre de la opresión a que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de los extraños, parecía crecer cada noche con monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con furor salvaje el ser oculto que se movía en sus entrañas, y con el puño cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera aplastarlo dentro de la cálida envoltura.

Tonet también lo odiaba, viendo en él una amenaza. Contagiado por la codicia de Neleta, pensaba con terror en la pérdida de una parte de aquella herencia que consideraba como suya.

Todos los remedios de que había oído hablar confusamente en las libres conversaciones entre barqueros los aconsejaba a su amante. Eran pruebas brutales, atentados contra la naturaleza que ponían los pelos de punta, o remedios ridículos que hacían sonreír; pero la salud de Neleta se burlaba de todo. Aquel cuerpo, en apariencia delicado; era fuerte y sólido y seguía en silencio cumpliendo la más augusta función de la naturaleza, sin que los malvados deseos pudieran torcer ni retardar la santa obra de la fecundidad.

Pasaban los meses. Neleta tenía que hacer grandes esfuerzos, sufrir inmensas molestias para ocultar su estado a todo el pueblo. Se apretaba el corsé por las mañanas de un modo cruel, que hacía estremecer a Tonet. Muchas veces le faltaban las fuerzas para contener el desbordamiento de la maternidad.

Tira…, tira! —decía ofreciendo al amante los cordones de su corsé con un gesto fiero, apretando los labios para contener los suspiros de dolor.

Y Tonet tiraba, sintiendo en la frente un sudor frío, estremeciéndose de la voluntad que demostraba aquella mujercita, rugiendo sordamente y tragándose las lágrimas de su angustia.

Se pintaba el rostro y echaba mano de toda la perfumería barata para mostrarse en la taberna fresca, tranquila y hermosa como siempre, sin que nadie pudiese leerle en el rostro los síntomas de su estado. La Samaruca, que husmeaba como un perdiguero en torno de la casa, presentía algo anormal al lanzar sus rápidas miradas pasando por la puerta. Las demás mujeres, con la experiencia de su sexo, adivinaban lo que ocurría a la tabernera.

Un ambiente de sospecha y de vigilancia parecía formarse en torno de Neleta. Se murmuraba mucho en las puertas de las barracas. La Samaruca y los parientes disputaban con las mujeres que no querían aceptar sus afirmaciones. Las comadres chismosas, en vez de enviar a sus pequeños a la taberna por vino o aceite, iban en persona a plantarse ante el mostrador, buscando varios pretextos que la tabernera se levantase de la silla, que se moviera para servirlas, mientras ellas la seguían con mirada voraz, apreciando las líneas de su talle agarrotado.

—Sí que està —decían unas con aire de triunfo al avistarse con las vecinas.

—No està —gritaban otras—. Tot són mentires.

Y Neleta, que adivinaba la causa de tantas idas y venidas, acogía con sonrisa burlona a las curiosas… ¡Tanto bueno por aquí! ¿Qué mosca les había picado, que no podían pasar sin verla…? ¡Parecía que en su casa se ganaba un jubileo…!

Pero esta alegría insolente, la audacia con que provocaba la curiosidad de las comadres, evaporábase por la noche, después de una jornada de sufrimientos asfixiantes y de forzada serenidad. Al despojarse de la coraza de ballenas caía repentinamente su valor, como el del soldado que se ha excedido en un empeño heroico y no puede más. El desaliento se apoderaba de ella, al mismo tiempo que las hinchadas entrañas se esparcían libres de opresión. Pensaba con terror en el suplicio que había de sufrir al día siguiente para ocultar su estado.

No podía más. Ella, tan fuerte, lo declaraba a Tonet en el silencio de unas noches que ya no eran de amor, sino de zozobra y dolorosas confidencias. ¡Maldita salud! ¡Como envidiaba ella a las mujeres enfermizas en cuyas entrañas jamás germina la vida…!

En estos instantes de desaliento hablaba de huir, de dejar la taberna encomendada a su tía, refugiándose en un barrio apartado de la ciudad hasta que saliera del mal paso. Pero la reflexión la hacía ver inmediatamente lo inútil de la fuga. La imagen de la Samaruca surgía ante ella. Huir equivaldría a acreditar lo que hasta entonces sólo eran sospechas. ¿Dónde iría que no la siguiese la feroz cuñada de Cañamel…?

Además, estaban a fines del verano. Iba a recoger la cosecha de sus campos de arroz y despertaría la curiosidad de todo el pueblo una ausencia injustificada, tratándose de una mujer que con tanto celo cuidaba sus intereses.

Se quedaría. Afrontaría cara a cara el peligro: permaneciendo en su sitio la vigilarían menos. Pensaba con terror en el parto, misterio doloroso que aún aparecía más lúgubre envuelto para ella en las sombras de lo desconocido, y procuraba olvidar su miedo ocupándose de las operaciones de la siega, regateando con los braceros el precio de su trabajo. Reñía a Tonet, que por encargo suyo iba a vigilar a los jornaleros, pero llevando siempre en el barquito la escopeta de Cañamel y su fiel perra la Centella, y ocupándose más de disparar a las aves que de contar las gavillas del arroz.

Algunas tardes abandonaba la taberna al cuidado de la tía y marchaba a la era, una replaza de barro endurecido en medio del agua de los campos. Estas excursiones eran un calmante para su dolorosa situación.

Oculta tras las gavillas, arrancábase el corsé con gesto angustioso y se sentaba al lado de Tonet, sobre la enorme pila de paja de arroz, que esparcía un olor punzante. A sus pies daban vueltas los caballos en la monótona tarea de la trilla, y ante ellos extendía la Albufera su inmensa lámina verde, reflejando invertidas las montañas rojas y azuladas que cortaban el horizonte.

Estas tardes serenas calmaban la inquietud de los dos amantes. Se sentían más felices que en la cerrada alcoba, cuya oscuridad se poblaba de terrores. El lago sonreía dulcemente al arrojar de sus entrañas la cosecha anual; los cantos de los trilladores y de los tripulantes de las grandes barcas cargadas de arroz parecían arrullar a la Albufera madre después de aquel parto que aseguraba la vida a los hijos de sus riberas.

La calma de la tarde dulcificaba el carácter irritado de Neleta, infundiéndola nuevas confianzas. Contaba con los dedos el curso de los meses y el término de la gestación que se verificaba en sus entrañas. Faltaba poco tiempo para el penoso suceso que podía cambiar la suerte de su vida. Sería al mes siguiente, en noviembre, tal vez cuando se celebrasen en la Albufera las grandes tiradas llamadas de San Martín y Santa Catalina. Al contar, recordaba que aún no hacía un año que Cañamel había muerto; y con su instinto de perversa inconsciente, deseosa de arreglar su vida de acuerdo con la dicha, se lamentaba de no haberse entregado meses antes a Tonet. Así hubiera podido ostentar su estado sin miedo, atribuyendo al marido la paternidad del nuevo ser.

La posibilidad de que la muerte interviniese en sus asuntos reanimaba su confianza. ¿Quién sabe si después de tantos terrores iba a nacer muerta la criatura? No seria la primera. Y los amantes, engañados por esta ilusión, hablaban del niño muerto como de una circunstancia segura, inevitable, y Neleta espiaba los movimientos de sus entrañas, mostrándose satisfecha cuando el oculto ser no daba señales de vida. ¡Se moriría! Era indudable. La buena suerte que la había acompañado siempre no iba a abandonarla.

El término de la recolección la distrajo de estas preocupaciones. Los sacos de arroz se amontonaban en la taberna. La cosecha ocupaba los cuartos interiores de la casa, se apilaba junto al mostrador, quitando sitio a los parroquianos, y hasta ocupaba los rincones del dormitorio de Neleta. Ésta admiraba la riqueza encerrada en los sacos, embriagándose con el polvillo astringente del arroz. ¡Y pensar que la mitad de aquel tesoro podía haber sido de la Samaruca…! Sólo al recordar esto, Neleta sentía renacer sus fuerzas a impulsos de la cólera. Sufría mucho con la dolorosa ocultación de su estado, pero antes morir que resignarse al despojo.

Bien necesitaba de estas resoluciones enérgicas. Su situación se agravaba. Hinchábanse sus pies, sentía un irresistible deseo de no moverse, de permanecer en la cama; y a pesar de esto bajaba al mostrador todos los días, pues el pretexto de una enfermedad podía avivar las sospechas. Movfase con lentitud cuando los parroquianos la obligaban a levantarse, y su forzada sonrisa era una crispación dolorosa que hacía estremecerse a Tonet. El talle agarrotado parecía próximo a hacer estallar la fuerte envoltura de ballenas.

No puc més! —gemía desesperada al desnudarse, arrojándose de bruces en el lecho.

Los dos amantes, en el silencio de la alcoba, cambiaban sus palabras con cierto terror, como si viesen levantarse entre ellos el fantasma amenazante de su falta… ¿Y si el niño no nacía muerto…? Neleta estaba segura de ello. Le sentía rebullir en las entrañas con una fuerza que desvanecía su criminal esperanza.

Sus rebeldías de mujer codiciosa, incapaz de confesar el pecado con perjuicio de la fortuna, infundíanle la audaz resolución de los grandes criminales.

Nada de llevar la criatura a un pueblo inmediato a la Albufera, buscando una mujer fiel que lo criase. Había que temer las indiscreciones de la nodriza, la astucia de los enemigos y hasta la falta de prudencia de ellos, que, como padres, tomarían afecto al pequeñuelo, acabando por descubrirse. Neleta razonaba con una frialdad aterradora, mirando los sacos de arroz amontonados en su dormitorio. Tampoco habla que pensar en ocultarlo en Valencia. La Samaruca, una vez sobre la pista, buscaría la verdad en el mismo infierno.

Neleta clavaba en el amante sus ojos verdes, que parecían extraviados por la angustia del dolor y el peligro de la situación. Había que abandonar al recién nacido, fuese como fuese. Debía tener ánimo. En los peligros se muestran los hombres. Lo llevaría por la noche a la ciudad, lo abandonaría en una calle, a la puerta de una iglesia, en cualquier sitio: Valencia es grande… ¡y adivina quiénes fueron los padres!

La dura mujer, después de proponer el crimen, intentaba encontrar excusas a su maldad. Tal vez sería una suerte para el pequeño este abandono. Si moría, mejor para él; y si se salvaba, ¡quién sabe en qué manos podía caer! Quizás le esperase la riqueza: historias más asombrosas se habían conocido. Y recordaba los cuentos de la niñez, con sus hijos de reyes abandonados en una selva, o sus bastardos de pastores, que en vez de ser comidos por los lobos, llegan a poderosos personajes.

Tonet la oía aterrado. Intentó resistirse, pero la mirada de Neleta impuso cierto miedo a su voluntad siempre débil. Además, también él se sentía mordido por la codicia: todo lo de Neleta lo consideraba como suyo, y se indignaba ante la idea de partir con los enemigos la herencia de la amante. Su indecisión le hacía cerrar los ojos, confiando en el porvenir. La cosa no era para desesperarse; ya vería de arreglarlo todo. Tal vez su buena suerte vendría a resolver el conflicto a última hora.

Y gozaba de una tranquilidad momentánea, dejando transcurrir el tiempo sin pensar en las criminales proposiciones de Neleta.

Estaba unido a ella para siempre: constituía toda su familia. La taberna era ya su único hogar. Había roto con su padre, que, enterado por las murmuraciones del pueblo de su vida marital con la tabernera, y viendo que transcurrían las semanas y los meses sin que el hijo durmiese una sola noche en la barraca, tuvo con éste una entrevista rápida y dolorosa. Lo que hacía Tonet era deshonroso para los Palomas. Él no podía tolerar que se llamara hijo suyo un hombre que vivía públicamente a expensas de una mujer que no era su esposa. Ya que quería vivir en el deshonor, alejado de su familia y sin prestarla auxilio… ¡como si no se conocieran! Se quedaba sin padre: únicamente podría encontrarlo otra vez cuando recobrase su honra. Y el tío Toni, después de esta explicación, continuó con el fiel auxilio de la Borda el enterramiento de sus campos. Ahora que la gran empresa tocaba a su fin, se sentía desalentado; preguntábase con tristeza quién había de agradacerle tantas fatigas, y únicamente por su tenacidad de trabajador siguió adelante en el empeño.

Llegó la época de las grandes tiradas: San Martín y Santa Catalina, las fiestas del Saler.

En todas las reuniones de los barqueros se hablaba con entusiasmo del gran número de pájaros que este año había en la Albufera. Los guardas de la caza, que vigilaban de lejos los rincones y las matas donde se congregaban las fúlicas, las veían aumentar rápidamente. Formaban grandes manchas negras a flor de agua. Al pasar una barca por cerca de ellas, abrían las alas volando en grupo triangular e iban a posarse un poco más allá, como una nube de langosta, hipnotizadas por el brillo del lago e incapaces de abandonar unas aguas en las que les esperaba la muerte.

La noticia se había esparcido por la provincia, y los cazadores serían más numerosos que otros años.

Las grandes tiradas de la Albufera ponían en conmoción todas las escopetas valencianas. Eran fiestas antiquísimas, cuyo origen conocía el tío Paloma de la época en que guardaba los papeles de Jurado, relatándolo a sus amigos en la taberna. Cuando la Albufera era de los reyes de Aragón y sólo podían cazar en ella los monarcas, el rey don Martín quiso conceder a los ciudadanos de Valencia un día de fiesta, y escogió el de su santo. Después la tirada se repitió igualmente el día de Santa Catalina. En estas dos fiestas toda la gente podía entrar libremente en el lago con sus ballestas, cazando los innumerables pájaros de los carrizales; y el privilegio, convertido en tradición, venia reproduciéndose a través de los siglos. Ahora las tiradas gratuitas tenían un prólogo de dos días, en los cuales se pagaba al arrendatario de la Albufera por escoger los mejores puestos, viniendo a ellas los tiradores de todos los pueblos de la provincia.

Escaseaban los barquitos y los barqueros para el servicio de los cazadores. El tío Paloma, conocido tantos años por los aficionados, no sabía cómo atender a las demandas. Él estaba enganchado desde mucho tiempo antes a un señor rico que pagaba espléndidamente su experiencia de las cosas de la Albufera. Mas no por esto los cazadores dejaban de dirigirse al patriarca de los barqueros, y el tío Paloma andaba de un lado a otro buscando barquitos y hombres para todos los que le escribían desde Valencia.

La víspera de la tirada, Tonet vio entrar a su abuelo en la taberna. Venía en su busca. Aquel año la Albufera iba a tener más escopetas que pájaros. Él ya no sabía de dónde sacar barqueros. Todos los del Saler, los de Catarroja y aun los del Palmar estaban comprometidos; y ahora, un antiguo parroquiano, a quien nada podía negar, encargábale un hombre y un barquito para un amigo suyo que cazaba por primera vez en la Albufera. ¿Quería ser Tonet ese hombre, sacando a su abuelo de un compromiso?

El Cubano se negó. Neleta estaba mala. Por la mañana había abandonado el mostrador, no pudiendo resistir los dolores. El momento tan temido sobrevendría tal vez muy pronto, y necesitaba estar en la taberna.

Pero su lacónica negativa fue interpretada como un desprecio por el viejo, que se mostró furioso. ¡Como ahora era rico, se permitía despreciar a su pobre abuelo, dejándolo en una situación ridícula! Él lo toleraba todo; había sufrido su pereza cuando explotaban el redolí, cerraba los ojos ante su conducta con la tabernera, que no honraba mucho a la familia; pero ¿dejarle en un apuro que él consideraba como de honor? ¡Cristo! ¿Qué dirían de él sus amigos de la ciudad cuando viesen que en la Albufera, donde le creían el amo, no encontraba un hombre para servirles? Y su tristeza era tan grande, tan visible, que Tonet se arrepintió. Negar su auxilio en las grandes tiradas era para el tío Paloma un insulto a su prestigio y al mismo tiempo algo así como una traición a aquel país de cañas y barro donde habían nacido.

El Cubano aceptó con resignación el ruego de su abuelo. Pensó, además, que Neleta podría esperar. Hacía tiempo que la alarmaban falsos dolores y la crisis del momento sería igual a las otras.

Al cerrar la noche, Tonet llegó al Saler. Como barquero, debía asistir a la demanà, presenciando con su cazador la distribución de los puestos.

El caserío del Saler —lejos ya del lago, al extremo de un canal por la parte de Valenciapresentaba un aspecto extraordinario con motivo de las grandes tiradas.

En la replaza del canal que llamaban el Puerto, agolpábanse a docenas los negros barquitos, sin espacio para moverse, haciendo crujir sus delgadas bordas unos contra otros y estremeciéndose con el peso de enormes cubos de madera que habían de fijarse al día siguiente sobre estacas en el barro. En el interior de estos cubos se ocultaban los cazadores para disparar a los pájaros.

Entre las casas del Saler, algunas buenas mozas de la ciudad habían establecido sus mesas de garbanzos tostados y turrones mohosos, alumbrándose con bujías resguardadas por cucuruchos de papel. En las puertas de las barracas, las mujeres del pueblo hacían hervir las cafeteras, ofreciendo tazas «tocadas» de licor, en las cuales era más la caña que el café; y una población extraordinaria discurría por el pueblo, aumentada a cada momento por los carros y tartanas que llegaban de la ciudad. Eran burgueses de Valencia, con altas polainas y grandes fieltros, como guerreros del Transvaal, contoneando fieramente su blusa de innumerables bolsillos, silbando al perro y exhibiendo con orgullo su escopeta moderna dentro del estuche amarillo pendiente del hombro; labradores ricos de los pueblos de la provincia, con vistosas mantas y la canana sobre la faja, unos con el pañuelo arrollado en forma de mitra, otros llevándolo como un turbante o dejándolo flotar en largo rabo sobre el cuello, delatando todos en el tocado de su cabeza los diversos rincones valencianos de que procedían.

La escopeta parecía igualar a los cazadores. Tratábanse con la fraternidad de compañeros de armas, animándose al pensar en la fiesta del día siguiente; y hablaban de la pólvora inglesa, de las escopetas belgas, de la excelencia de las armas de fuego central, estremeciéndose con fiera voluptuosidad de árabes, como si en sus palabras aspirasen ya el humo de los disparos. Los perros, enormes y silenciosos, con la viva mirada del instinto, iban de grupo en grupo oliendo las manos de los cazadores hasta quedar inmóviles al lado del amo. En todas las barracas convertidas en posadas, guisaban la cena las mujeres con la actividad propia de unas fiestas que ayudaban a vivir gran parte del año.

Tonet vio la casa llamada de los Infantes, un piso bajo de piedra, con alta montera de tejas rasgada por varias lucernas: un caserón del siglo XVIII, que se desmoronaba lentamente desde que los cazadores de sangre real no venían a la Albufera, y que en la actualidad estaba ocupado por una taberna. Enfrente estaba la casa de la Demanà, edificio de dos pisos, que parecía gigantesco entre las barracas, mostrando en sus desconchadas paredes varias rejas curvas y sobre el tejado un esquilón para llamar a los cazadores al reparto de los puestos.

Tonet entró en esta casa, echando una mirada a la sala del piso bajo, donde se verificaba la ceremonia. Un enorme farol despedía turbia luz sobre la mesa y los sillones de los arrendatarios de la Albufera. El estrado se aislaba del resto de la pieza con una barandilla de hierro.

El tío Paloma estaba allí, en su calidad de barquero venerable, bromeando con los cazadores famosos, fanáticos del lago a los que conocía medio siglo. Eran la aristocracia de la escopeta. Los había ricos y pobres: unos eran grandes propietarios y otros carniceros de la ciudad o labradores modestos de los pueblos inmediatos. No se veían ni se buscaban en el resto del año, pero al encontrarse en la Albufera todos los sábados, en las pequeñas tiradas, o al juntarse en las grandes, se aproximaban con cariño de hermanos, se ofrecían el tabaco, se prestaban los cartuchos y se oían mutuamente, sin pestañear, los estupendos relatos de cacerías portentosas verificadas en los montes durante el verano. La comunidad de gustos y la mentira los unían fraternalmente. Casi todos ellos llevaban visibles en su cuerpo los riesgos de esta afición que dominaba su vida. Unos, al mover sus manos con la fiebre del relato, mostraban los dedos amputados por la explosión de la escopeta; otros tenían surcadas las mejillas por la cicatriz de un fogonazo. Los más viejos, los veteranos, arrastraban el reuma como consecuencia de una juventud pasada a la intemperie; pero en las grandes tiradas no podían permanecer quietos en sus casas, y venían, a pesar de sus dolencias, a lamentarse de la torpeza de los cazadores nuevos.

La reunión se disolvió. Llegaban los barqueros para anunciarles que la cena estaba pronto, y salían en grupos, distribuyéndose por las iluminadas barracas, que marcaban las manchas rojas de sus puertas sobre el suelo de barro. En el ambiente flotaba un fuerte olor de alcohol. Los cazadores temían el agua de la Albufera; no podían beber el líquido del lago como la gente del país, por miedo a las fiebres, y tratan consigo un verdadero cargamento de absenta y ron, que al destaparse impregnaba el aire con fuertes aromas.

Tonet, al ver tan animado el Saler, como si en él acampase un ejército, recordaba los relatos de su abuelo: las orgías organizadas en otros tiempos por los cazadores ricos de la ciudad, con mujeres que corrían desnudas, perseguidas por los perros; las fortunas que se habían deshecho en las míseras barracas durante largas noches de juego, entre tirada y tirada: todos los placeres estúpidos de una burguesía de rápida fortuna que al verse lejos de la familia, en un rincón casi salvaje, excitada por la vista de la sangre y el humo de la pólvora, sentía renacer en ella la humana bestialidad.

El tío Paloma buscó al nieto para presentarle su cazador. Era un señor gordo, de aspecto bonachón y pacifico: un industrial de la ciudad, que después de una vida de trabajo, creía llegado el momento de divertirse como los ricos y copiaba los placeres de sus nuevos amigos. Parecía molesto por su terrorífico aparato: le pesaban las bolsas para la caza, la escopeta, las altas botas, todo nuevo, recién comprado. Pero al fijarse en la canana en forma de bandolera que le cruzaba el pecho, sonreía bajo su enorme fieltro, juzgándose igual a uno de aquellos héroes bóers cuyos retratos admiraba en los periódicos. Cazaba por primera vez en el lago, y confiábase a la experiencia del barquero para escoger el sitio cuando llegase su número.

Los tres cenaron en una barraca con otros cazadores. La sobremesa era ruidosa en veladas como aquélla. Medíase el ron a vasos, y en torno de la mesa, como perros hambrientos, se agrupaban los vecinos del pueblo, riendo los chistes de los señores, aceptando cuanto les ofrecían y bebiéndose uno solo lo que los cazadores creían suficiente para todos.

Tonet apenas comía, escuchando como a través de un sueño los gritos y risas de aquella gente, la regocijada protesta con que acogían las mentirosas hazañas de los cazadores fanfarrones. Pensaba en Neleta; se la imaginaba encogida de dolor en el piso alto de la taberna, revolcándose en el suelo, ahogando sus rugidos, sin poder gritar para alivio de su sufrimiento.

Fuera de la barraca sonaba el esquilón de la casa de la Demanà, con un timbre tembloroso de campana de ermita.

—Ja en van dos —dijo el tío Paloma, que contaba el número de toques con gran atención, temiendo más llegar tarde a la demanà que perder una misa.

Cuando sonó el esquilón por tercera vez, abandonaron la mesa cazadores y barqueros, acudiendo todos al lugar donde se designaban los puestos.

La luz del farolón había sido aumentada con la de dos quinqués, colocados sobre la mesa del estrado. Detrás de la verja estaban los arrendatarios de la Albufera, y tras ellos, hasta la pared del fondo, los cazadores abonados perpetuamente al lago, que ocupaban este sitio por derecho propio. Al otro lado de la verja, llenando el portal y esparciéndose fuera de la casa, estaban los barqueros, los cazadores pobres, toda la gente menuda que acudía a las tiradas. Un hedor de mantas húmedas, de pantalones manchados de barro, de aguardiente y tabaco malo, esparcíase sobre el gentío que se estrujaba contra la verja. Las blusas impermeables de los cazadores resbalaban sobre los cuerpos cercanos con un chirrido que aguzaba los dientes. En el gran marco de sombra de la puerta abierta se marcaban como indecisas manchas los blancos frontones de las barracas inmediatas.

A pesar de esta aglomeración no se alteraba el silencio que parecía dominar a todos apenas pisaban el umbral. Se notaba la misma ansiedad muda que reina en los tribunales cuando se resuelve la suerte de un hombre, o en los sorteos al decidirse la fortuna. Si alguien hablaba era en voz baja, con tímido cuchicheo, como en la alcoba de un enfermo.

El arrendatario principal se levantó:

Caballers

El silencio se hizo aún más profundo. Iba a procederse a la demanda de los puestos.

A ambos lados de la mesa, erguidos como heraldos de la autoridad del lago, estaban los dos guardas más antiguos de la Albufera: dos hombres delgados, pardos de color, de ondulantes movimientos y rostro hocicudo, dos anguilas con blusa, que parecían vivir en el fondo del agua para no presentarse más que en las grandes solemnidades cinegéticas.

Un guarda pasaba lista para saber si todos los puestos estarían ocupados en la tirada del día siguiente.

L’u el dos…!

Iban por turno, según la cantidad que pagaban anualmente y su antigüedad. Los barqueros, al oír el número de sus amos, contestaban por éstos:

Avant! avant!

Después de pasar lista venia el momento solemne, la demanà, la designación que cada barquero, de acuerdo con su cazador o por propia cuenta como más experto, hacía del sitio para la tirada.

El tres. —decía uno de los guardas.

E inmediatamente el que tenía dicho número lanzaba el nombre que llevaba pensado. «La mata del Siñor…» «La barca podrida…» «El racó de l’Antina.» Así iban sonando los sitios de la caprichosa geografía de la Albufera; lugares bautizados al gusto de los barqueros; títulos muchos de ellos que no podían repetirse sin rubor ante mujeres o que revolvían el estómago al nombrarse en la mesa, a pesar de lo cual sonaban en este acto con solemnidad, sin producir la más ligera sonrisa.

El segundo guarda, que tenía una voz de clarín, al oír la designación hecha por los barqueros erguía la cabeza, y con los ojos cerrados y las manos en la verja, decía a todo pulmón, con un grito desgarrador que se extendía en el silencio de la noche:

—El tres va a la mata del Siñor… El quatre va al racó de San Roc… El cinc a la ca… del barber.

Duró cerca de una hora la designación de los puestos; y m¡entras los cantaban los guardas con lentitud, un muchachuelo los inscribía en un gran libro sobre la mesa.

Terminada la designación se extendían las licencias de caza ambulantes para la gente menuda: unos permisos que sólo costaban dos duros y con los cuales podían ir los labradores en sus barquitos por toda la Albufera, a cierta distancia de los puestos, rematando los pájaros que escapaban del escopetazo de los ricos.

Los grandes cazadores se despedían estrechándose las manos. Unos querían dormir en el Saler, con el propósito de ir a su puesto cuando rompiese el día; otros, más fogosos, partían inmediatamente para el lago queriendo vigilar por sí mismos la instalación del enorme tanque dentro del cual habían de pasar la jornada. «Vaja…! bona sort i divertir-se!» Y cada uno llamaba a su barquero para convencerse de que nada faltaba en los preparativos.

Tonet ya no estaba en el Saler. En el silencio del acto de la demanà le había acometido una angustia grande. Tenía ante sus ojos la imagen dolorida de Neleta retorciéndose con los sufrimientos, sola allá en el Palmar, caída en el suelo, sin encontrar quien la consolase, amenazada por la vigencia de los enemigos.

No pudo resistir su pena y salió de la casa de la Demanà dispuesto a volver inmediatamente al Palmar, aunque esto le costase reñir con su abuelo. Cerca de la casa de los Infantes, donde estaba la taberna, oyó que le llamaban. Era Sangonera. Tenía hambre y sed; había rondado las mesas de los cazadores ricos sin alcanzar la más insignificante piltrafa; todo se lo comían los barqueros.

Tonet pensó en ser sustituido por el vagabundo; pero el hijo del lago se extrañó de que le propusieran tripular una barca más aún que si el vicario del Palmar le invitase a pronunciar la plática del domingo. Él no servía para eso; además, no le gustaba perchar para nadie. Ya conocía su pensamiento: el trabajo era cosa del demonio.

Pero Tonet, impaciente y angustiado, no estaba para oír las tonterías de Sangonera. Nada de resistencias, o le aliviaba el hambre y la sed echándolo en el canal de una patada. Los amigos sirven para sacar de un apuro a los amigos. ¡Bien sabía perchar en barquitos ajenos cuando iba a meter sus uñas en las redes de los redolins, robando las anguilas! Además, si tenía hambre, podía refocilarse como nunca en el cargamento de provisiones que aquel señor traía de Valencia. Al ver dudoso a Sangonera por la esperanza del hartazgo, acabó de decidirle con fuertes empujones, llevándolo hasta la barca del cazador y explicándole cómo había de disponer todos los preparativos. Cuando se presentase el amo, podía decirle que él estaba enfermo y lo había buscado como sustituto.

Antes de que el absorto Sangonera acabase de titubear, ya Tonet había montado en su ligero barquito y emprendía la marcha, perchando como un desesperado.

El viaje era largo. Había que atravesar toda la Albufera para ir al Palmar, y no soplaba viento. Pero Tonet sentíase espoleado por el miedo, por la incertidumbre, y su barquito resbalaba como una lanzadera sobre el oscuro tisú del agua, moteado por los puntos de luz de las estrellas.

Era más de media noche cuando llegó al Palmar. Estaba fatigado, con los brazos rotos por el desesperado viaje, y deseaba encontrar tranquila la taberna para caer como un leño en la cama. Al amarrar su barquichuelo frente a la casa, la vio cerrada y silenciosa como todas las del pueblo, pero las rendijas de las puertas marcábanse con líneas de roja luz.

Le abrió la tía de Neleta, y al reconocerle hizo un gesto de atención, designando con el rabillo del ojo a unos hombres sentados ante el hogar. Eran labradores de la parte de Sueca que habían venido a la tirada; antiguos parroquianos, que tenían campos cerca del Saler, y a los que no se podía despedir, so pena de inspirar sospechas. Habían cenado en la taberna y dormitaban junto al fuego, para montar en sus barquitos una hora antes de romper el día y esparcirse por el lago, esperando los pájaros que escapasen ilesos de los buenos puestos.

Tonet los saludó a todos, y después de cambiar algunas palabras sobre la fiesta del día siguiente, subió al dormitorio de Neleta.

La vio en camisa, pálida, las facciones desencajadas, oprimiéndose los riñones con ambas manos y con una expresión de locura en los ojos. El dolor la hacía olvidar la prudencia, y lanzaba rugidos que asustaban a su tía.

—Te van a oír! —exclamaba la vieja.

Neleta, sobreponiéndose al sufrimiento, se ponía los puños en la boca o mordía las ropas de su cama para ahogar los gemidos.

Por consejo de ella, Tonet bajó a la taberna. Nada había de remediar permaneciendo arriba. Acompañando a aquellos hombres, distrayéndolos con su conversación, podía impedir que oyesen algo que les infundiera sospechas.

Tonet pasó más de una hora calentándose en el rescoldo de la chimenea, hablando con los labradores de la pasada cosecha y de las magníficas tiradas que se preparaban. Hubo un momento en que se cortó la conversación. Todos oyeron un grito desgarrado, salvaje: un chillido semejante al de una persona asesinada, pero la impasibilidad de Tonet los tranquilizó.

—Lama està un poc mala —dijo.

Y siguieron hablando, sin prestar atención a los pasos de la vieja que iban de un lado a otro apresuradamente, haciendo temblar el techo. Pasada media hora, cuando Tonet creyó que todos habían olvidado el incidente, volvió a subir al dormitorio. Algunos labradores cabeceaban, dominados por el sueño.

Arriba vio a Neleta tendida en el lecho, blanca, pálida, inmóvil, sin más vida que el brillo de sus ojos.

—Tonet…, Tonet —dijo débilmente.

El amante adivinó en su voz y en su mirada todo lo que quería decirle. Era una orden, un mandato inflexible. La fiera resolución que tantas veces había asustado a Tonet volvía a reaparecer en plena debilidad, después de la crisis anonadadora. Neleta habló lentamente, con una voz débil como un suspiro lejano. Lo más difícil había pasado ya: ahora le tocaba a él. A ver si mostraba coraje.

La tía, temblando, con la cabeza perdida, sin darse cuenta de sus actos, presentaba a Tonet un envoltorio de ropas, dentro del cual se revolvía un pequeño ser, sucio, maloliente, con la carne amoratada.

Neleta, al ver próximo a ella al recién nacido, hizo un gesto de terror. ¡No quería verlo: temía mirarlo! Se tenía miedo a sí misma, segura de que si fijaba un instante la vista en él, renacería la madre y le faltaría valor para dejar que se lo llevasen.

—Tonet…, enseguida…, emporta-te-lo!

El Cubano dio sus instrucciones rápidamente a la vieja y bajó para despedirse de los labradores, que ya dormían. Fuera de la taberna, por la parte del canal, la vieja le entregó el animado paquete a través de una ventana del piso bajo.

Cuando se cerró la ventana y Tonet quedó solo en la oscuridad de la noche, sintió que de golpe se desplomaba todo su valor. El lío de ropas y de carne blanducha que llevaba bajo su brazo le infundía miedo. Parecía que instantáneamente se había despertado en él una nerviosidad extraña que aguzaba sus sentidos. Oía todos los rumores del pueblo, hasta los más insignificantes, y le parecía que las estrellas tomaban un color rojo. El viento estremeció un olivo enano inmediato a la taberna, y el rumor de las hojas hizo correr a Tonet como si todo el pueblo despertase y se dirigiera hacia él preguntando qué llevaba bajo el brazo. Creyó que la Samaruca y sus parientes, alarmados por la ausencia de Neleta durante el día, rondaban la taberna como otras veces y que la feroz bruja iba a aparecer en la orilla del canal. ¡Qué escándalo si le sorprendían con aquel envoltorio…! ¡Qué desesperación la de Neleta…!

Arrojó en el fondo de su barquito el paquete de ropas, del cual comenzó a salir un llanto desesperado, rabioso; y cogiendo la percha, pasó el canal con una velocidad loca. Perchaba furiosamente, como espoleado por los lloros del recién nacido, temiendo ver iluminadas las ventanas de las casas y que las sombras de los curiosos le preguntasen adónde iba.

Pronto dejó atrás las viviendas silenciosas del Palmar y salió a la Albufera.

La calma del lago, la penumbra de una noche tranquila y estrellada, pareció darle valor. Arriba el azul oscuro del cielo; abajo el azul blanquecino del agua, conmovido por estremecimientos misteriosos que hacían temblar en su fondo el reflejo de las estrellas. Chillaban los pájaros en los carrizales y susurraba el agua con el coleteo de los peces persiguiéndose. De vez en cuando confundíase con estos rumores el llanto rabioso del recién nacido.

Tonet, cansado por aquella noche de continuos viajes, seguía moviendo su percha, empujando el barquito hacia el Saler. Su cuerpo sentíase embrutecido por la fatiga; pero el pensamiento, despierto y aguzado por el peligro, funcionaba con más actividad aún que los brazos.

Ya estaba lejos del Palmar, pero aún le faltaba más de una hora para llegar al Saler. De allí a la ciudad, otras dos horas largas de camino. Tonet miró al cielo: debían ser las tres. Antes de dos horas surgiría el alba y el sol estaría ya en el horizonte cuando llegase él a Valencia. Además, pensaba con terror en la larga marcha por la huerta de Ruzafa, vigilada siempre por la Guardia Civil; en la entrada en la ciudad bajo la mirada de los del resguardo de Consumos, que querrían examinar el paquete que llevaba bajo el brazo; en las gentes que se levantaban antes del amanecer y le encontrarían en el camino, reconociéndolo. ¡Y aquel llanto desesperado, escandaloso, que cada vez era más fuerte y constituía un peligro aun en medio de la soledad de la Albufera…!

Tonet veía ante él un camino interminable, infinito, y sentía que las fuerzas le abandonaban. Nunca llegaría a las calles de la ciudad, desiertas al amanecer, a los portales de las iglesias, donde se abandonaba a los niños como un fardo enojoso. Era fácil desde el Palmar, en la soledad silenciosa del dormitorio, decir: «Tonet, haz esto»; pero la realidad se encargaba después de ponerse delante con sus obstáculos infranqueables.

Aun en el mismo lago crecía por momentos el peligro. Otras veces podía navegarse de una orilla a otra sin encontrar a nadie; pero aquella noche la Albufera estaba poblada. En cada mata, en cada replaza, notábase el trabajo de hombres invisibles, los preparativos de la tirada.

Todo un pueblo iba y venia en la oscuridad sobre los negros barquitos. En el silencio de la Albufera, que transmitía los ruidos a prodigiosas distancias, sonaban los mazos clavando las estacas de los puestos de los cazadores, y como rojas estrellas brillaban a flor de agua los manojos de inflamadas hierbas, a cuya luz terminaban sus preparativos los barqueros. ¿Cómo seguir adelante, entre gentes que le conocían, acompañado por el lloro del recién nacido, lamento incomprensible en medio del lago? Cruzóse con una barca que pasó a larga distancia, pero al alcance de la voz. Sin duda se habían extrañado de aquel llanto.

—Compañero —gritó una voz lejana—, què portes ahí?

Tonet nada dijo, pero sus fuerzas le abandonaron para seguir el viaje, y se sentó en un extremo del barquito, soltando la percha. Quería permanecer allí, aunque le sorprendiese el amanecer. Tenía miedo a continuar, y se abandonaba, con el anonadamiento del rezagado que se arroja al suelo sabiendo que va a morir. Reconocíase impotente para cumplir su promesa. ¡Que le sorprendiesen, que todos se enteraran de lo ocurrido, que Neleta perdiese su herencia…! ¡Él no podía más!

Pero apenas hubo adoptado esta resolución desesperada, comenzó a marcarse en su cerebro una idea que parecía quemarle con su contacto. Primero fue un punto de fuego, después un ascua, luego una llamarada, hasta que por fin rompió como formidable incendio que hinchaba su cabeza, amenazándola como un estallido, mientras un sudor helado se esparcía por su frente como la respiración de este hervidero.

¿Para qué ir más lejos…? El deseo de Neleta era que desapareciese el testigo de su falta, para no perder una parte de la fortuna; abandonarlo, ya que con su presencia podía comprometer la tranquilidad de los dos; y para esto, ningún sitio como la Albufera, que había ocultado muchas veces a hombres buscados por la justicia, salvándolos de minuciosas persecuciones.

Temblaba al pensar que el lago no conservaría la existencia de aquel cuerpecillo débil y naciente; pero ¿acaso el pequeño tenía más asegurada la vida si lo abandonaba en cualquier callejón de la ciudad? «Los muertos no vuelven para comprometer a los vivos.» Y Tonet, al pensar esto, sentía resucitar en él la dureza de los viejos Palomas, la cruel frialdad de su abuelo, que veía morir sus hijos pequeños sin una lágrima, con el pensamiento egoísta de que la muerte es un bien en la familia del pobre, pues deja más pan para los que sobreviven.

En un momento de lucidez, Tonet se avergonzó de su maldad, de la indiferencia con que pensaba en la muerte del ser que estaba a sus pies y que callaba ahora, como fatigado por el llanto rabioso. Le había contemplado un instante, y sin embargo, su vista no le produjo ninguna emoción. Recordaba su rostro amoratado, el cráneo puntiagudo, los ojos saltones, la boca enorme, que se contraía, estirándose de oreja a oreja: una ridícula cabeza de sapo que le había dejado frío, sin que latiese en él el más débil sentimiento. ¡Y sin embargo, era su hijo…!

Tonet, para explicarse esta frialdad, recordaba lo que muchas veces había oído a su abuelo. Sólo las madres sienten una ternura instintiva e inmensa por sus hijos desde el momento que nacen. Los padres no los aman enseguida: necesitan que transcurra el tiempo, y sólo cuando crece el pequeño se sienten unidos a él por un continuo contacto, con cariño reflexivo y grave.

Pensaba en la fortuna de Neleta, en la integridad de aquella herencia que consideraba como propia. Alterábanse sus duras entrañas de perezoso que ve resuelto para siempre el problema de la existencia, y su egoísmo se preguntaba si era prudente comprometer la buena fortuna de su vida por conservar un ser pequeño y feo, igual a todos los recién nacidos, que no le causaba la más leve emoción.

Porque él desapareciese nada malo ocurriría a los padres; y si él vivía, tendrían que regalar a gentes odiadas la mitad del pan que se llevaban a la boca. Tonet, confundiendo la crueldad y el valor con esa ceguera propia de los criminales, se reprochaba su indecisión, que le tenía como clavado en la popa de la barca, dejando pasar el tiempo.

La oscuridad era cada vez más tenue. Se adivinaba la proximidad del día. Sobre el cielo gris del amanecer pasaban, como resbaladizas gotas de tinta, algunos grupos de aves. Lejos, por la parte del Saler, sonaban los primeros escopetazos. El pequeñuelo comenzó a llorar, martirizado por el hambre y el frío de la mañana.

—Cubano…!, eres tú?

Tonet creyó oír este llamamiento desde una barca lejana.

El miedo a ser reconocido le hizo ponerse de pie, empuñando la percha. En sus ojos lucía una punta de fuego, semejante a la que iluminaba algunas veces la verde mirada de Neleta.

Lanzó su barquito por dentro de los carrizales, siguiendo los tortuosos callejones de agua abiertos entre las cañas. Iba a la ventura, pasando de una mata a otra, sin saber ciertamente dónde se encontraba, redoblando sus esfuerzos como si alguien le persiguiese. La proa del barquito separaba los carrizos, rompiéndolos. Se abrían las altas hierbas para dar paso a la embarcación, y los locos impulsos de la percha la hacían deslizarse por sitios casi en seco, sobre las apretadas raíces de las cañas, que formaban espesas madejas.

Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos bogasen a su espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre el barquito, tendiendo una mano a aquel envoltorio de trapos del que salían furiosos chillidos, y la retiró inmediatamente. Pero al enredarse la barca en unas raíces, el miserable, como si quisiera aligerar la embarcación de un lastre inmenso, cogió el envoltorio y lo arrojó con fuerza, por encima de su cabeza, más allá de los carrizos que le rodeaban.

El paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se agitaron un instante en la penumbra del amanecer, como las alas de un pájaro blanco que cayese muerto en la misteriosa profundidad del carrizal.

Otra vez sintió el miserable la necesidad de huir, como si alguien fuese a sus alcances. Perchó como un desesperado a través del carrizal, hasta encontrar una vena de agua; la siguió en todas sus tortuosidades entre las altas matas, y al salir a la Albufera, con el barquito libre de todo peso, respiró, contemplando la faja azulada del amanecer.

Después se tendió en el fondo de la embarcación y durmió con sueño profundo y anonadador: el sueño de muerte que sobreviene tras las grandes crisis nerviosas y surge casi siempre a continuación de un crimen.

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