VI

Llegó la gran fiesta del Palmar, la del Niño Jesús.

Era en diciembre. Sobre la Albufera soplaba un viento frío que entumecía las manos de los pescadores, pegándolas a la percha. Los hombres llevaban gorros de lana hundidos hasta las orejas y no se quitaban el chubasquero amarillo, que al andar producía un frufrú de faldas huecas. Las mujeres apenas salían de las barracas; todas las familias vivían en torno del hogar, ahumándose tranquilamente en una atmósfera densa de cabaña de esquimales.

La Albufera había subido de nivel. Las lluvias del invierno engrosaban las aguas, y campos y ribazos estaban cubiertos por una capa liquida, moteada a trechos por las hierbas sumergidas. El lago parecía más grande. Las barracas aisladas, que antes estaban en tierra firme, aparecían como flotando sobre las aguas, y las barcas atracaban en la misma puerta.

Del suelo del Palmar, húmedo y fangoso, parecía salir un frío crudo e insufrible, que empujaba a las gentes dentro de sus viviendas. Las comadres del pueblo no recordaban un invierno tan cruel. Los gorriones moriscos, inquietos y rapaces, caían de las techumbres de paja, encogidos por el frío, con un grito triste que parecía un lamento infantilLos guardas de la Dehesa hacían la vista gorda ante las necesidades de la miseria, y todas las mañanas un ejército de chiquillos se esparcía por el bosque, buscando leña seca para calentar sus barracas.

Los parroquianos de Cañamel sentábanse en torno de la chimenea, y sólo se decidían a abandonar sus silletas de esparto junto al fuego para ir al mostrador en busca de nuevos vasos.

El Palmar parecía entumecido y soñoliento. Ni gente en las calles, ni barcas en el lago. Los hombres salían para recoger la pesca caída en las redes durante la noche, y volvían rápidamente al pueblo. Los pies mostrábanse enormes con sus envolturas de paño grueso dentro de las alpargatas de esparto. Las barcas llevaban en el fondo una capa de paja de arroz para combatir el frío. Muchos días, al amanecer, flotaban en el canal anchas láminas de hielo, como cristales deslustrados. Todos se sentían vencidos por el tiempo. Eran hijos del calor, habituados a ver hervir el lago y humear los campos con su hálito corrompido bajo la caricia del sol. Hasta las anguilas, según anunciaba el tío Paloma, no querían sacar sus morros fuera del barro en aquel tiempo de perros. Y para agravar la situación, caía con gran frecuencia una lluvia torrencial que oscurecía el lago y desbordaba las acequias. El cielo gris daba un ambiente de tristeza a la Albufera. Las barcas que navegaban en la bruma tenían el aspecto de ataúdes, con sus hombres inmóviles metidos en la paja y cubiertos hasta la nariz por gruesos andrajos.

Pero al llegar Navidad, con su fiesta del Niño Jesús, el Palmar pareció reanimarse, repeliendo el sopor invernal en que estaba sumido.

Había que divertirse, como todos los años, aunque se helase el lago y se anduviera sobre él, como contaban que ocurría en lejanas tierras. Más aún que el deseo de divertirse, les impulsaba el de molestar con su alegría a los rivales, a la gente de tierra firme, aquellos pescadores de Catarroja que se burlaban del Niño del Palmar, despreciando su pequeñez. Estos enemigos sin fe ni conciencia llegaban a decir que los del Palmar sumergían a su divino patrón en las acequias cuando la pesca no era buena. ¡Oh, sacrilegio…! Por eso el Niño Jesús castigaba su lengua pecadora, no permitiendo que gozasen el privilegio de los redolins.

Todo el Palmar se preparaba para las fiestas. Las mujeres desafiaban el frío atravesando el lago para ira Valencia a la feria de Navidad. Al volver en la barca del marido, la impaciente chiquillería las esperaba en el canal, ansiosa por ver los regalos. Los caballitos de cartón, los sables de hojalata, los tambores y trompetas, eran acogidos con exclamaciones de entusiasmo por la gente menuda, mientras las mujeres mostraban a sus amigas las compras de mayor importancia.

Las fiestas duraban tres días. El segundo día de Navidad llegaba la música de Catarroja y se rifaba la anguila más gorda de todo el año, para ayuda de gastos. El tercero era la fiesta del Niño Jesús, y al día siguiente la del Cristo; todo con misas y sermones y bailes nocturnos al son del tamboril y la dulzaina.

Neleta se proponía este año gozar como nunca en las fiestas. Su felicidad era completa. Le parecía vivir en una eterna primavera tras el mostrador de la taberna. Cuando cenaba, teniendo a un lado a Cañamel y al otro al Cubano, todos tranquilos y satisfechos, en la santa paz de la familia, se consideraba la más dichosa de las mujeres y alababa la bondad de Dios, que permite vivir felices a las buenas personas. Era la más rica y la más guapa del pueblo; su marido estaba contento; Tonet, supeditado a su voluntad, mostrábase cada vez más enamorado… ¿Qué le quedaba por desear? Pensaba que las grandes señoras que había visto de lejos en sus viajes a Valencia no eran de seguro tan dichosas como ella en aquel rincón de barro rodeado de agua.

Sus enemigas murmuraban; la Samaruca la espiaba; ella y Tonet, para verse a solas, sin excitar sospechas, tenían que inventar viajes a las poblaciones inmediatas al lago. Neleta era la que aguzaba para esto el ingenio, con una facundia que hacia sospechar al Cubano si serian ciertas las murmuraciones sobre amores anteriores a los suyos, que acostumbraron a la tabernera a tales astucias. Pero ésta se mostraba tranquila ante la maledicencia. Lo que ahora hablaban sus enemigas era lo mismo que decían cuando entre ella y Tonet no se cambiaban más que palabras indiferentes. Y con la certeza de que nadie podía probar su falta, despreciaba las murmuraciones, y en plena taberna bromeaba con Tonet de un modo que escandalizaba al tío Paloma. Neleta se daba por ofendida. ¿No se hablan criado juntos? ¿No podía querer a Tonet como a un hermano, recordando lo mucho que su madre habla hecho por ella?

Cañamel asentía, alabando los buenos sentimientos de su mujer. En lo que no mostraba tanta conformidad el tabernero era en la conducta de Tonet como asociado. Aquel mozo había cogido su buena suerte lo mismo que si fuera un premio de la Lotería, y como el que no hace daño a nadie y se come lo suyo, divertíase, sin preocuparse de la pesca.

El puesto de la Sequiota daba buen rendimiento. No eran las pescas fabulosas de otra época, pero había noches en que se llegaba muy cerca del centenar de arrobas de anguilas, y Cañamel gozaba las satisfacciones del buen negocio, regateando el precio con los proveedores de la ciudad, vigilando el peso y presenciando el embarque de las banastas. Por este lado no iba mal la compañía; pero a él le gustaba la igualdad: que cada cual cumpliese su deber, sin abusar de los demás..

Había prometido su dinero y lo había dado: suyas eran todas las redes, aparejos y bolsas de malla, que podían formar un montón tan grande como la taberna. Pero Tonet prometió ayudarle con su trabajo, y podía decirse que aún no había cogido una anguila con sus pecadoras manos.

Las primeras noches fue al redolí, y sentado en la barca, con el cigarro en la boca, veta cómo su abuelo y los pescadores a sueldo vaciaban en la oscuridad las grandes bolsas, llenando de anguilas y tencas el fondo de la embarcación. Después, ni esto. Le molestaban las noches oscuras y tempestuosas, en las que el agua está movida y se realizan las grandes pescas; no gustaba del esfuerzo que había que hacer para tirar de las redes pesadas y repletas; le causaba cierta repugnancia la viscosidad de las anguilas escurriéndose entre las manos, y prefería quedarse en la taberna o dormir en su barraca. Cañamel, para animarlo con el ejemplo, echándole en cara su pereza, se decidía algunas noches a ir al redolí tosiendo y quejándose de sus dolores; pero el maldito, bastaba que hiciese él este sacrificio, para que mostrase mayor empeño en quedarse, llegando en su desvergüenza a manifestar que Neleta tendría miedo si se veta sola en la taberna.

Era cierto que el tío Paloma se bastaba para llevar adelante el negocio: nunca había trabajado con tanto entusiasmo como al verse dueño de la Sequiota; pero ¡qué demonio! el trato era trato, y a Cañamel le parecía que el muchacho le robaba algo viéndolo tan satisfecho de la vida y despegado por completo de su negocio.

¡Qué suerte la de aquel bigardo! El miedo a perder la Sequiota era lo único que contenía al tío Paco. Mientras tanto, Tonet, viviendo en la taberna como si fuese suya, engordaba sumido en aquella felicidad de tener satisfechos todos sus deseos con sólo tender la mano. Se comía lo mejor de la casa, llenaba su vaso en todos los toneles, grandes y pequeños, y alguna vez, con loco y repentino impulso, como para afirmar más su posesión, se permitía la audacia de acariciar a Neleta por debajo del mostrador, en presencia de Cañamel y estando a cuatro pasos los parroquianos, entre los cuales había algunos que no les perdían de vista.

A veces experimentaba un loco deseo de salir del Palmar, de pasar un día fuera de la Albufera, en la ciudad o en los pueblos del lago, y se plantaba ante Neleta con expresión de amo.

—Dóna’m un duro.

¡Un duro! ¿Y para qué? Los ojos verdes de la tabernera se clavaban en él imperiosos y fieros; erguíase con la soberbia de la adúltera que no quiere ser engañada a su vez; pero al ver en la mirada del mocetón únicamente el deseo de vagar, de desentumecerse de su vida de macho bien cebado, Neleta sonreía satisfecha y le daba cuanto dinero pedía, recomendándole que volviese pronto.

Cañamel se indignaba. Podría tolerársele aquello si atendiera al negocio; pero no: ¡le defraudaba en sus intereses, y además se comía media taberna, pidiendo encima dinero! Su mujer era muy buena: la perdía el agradecimiento que profesaba a aquellos Palomas desde la niñez. Y con su minuciosidad de avaro, iba contando lo que Tonet consumía en el establecimiento y la prodigalidad con que convidaba a sus amigos, siempre a costas del dueño. Hasta Sangonera, aquel piojoso expulsado de la taberna porque llenaba de miseria los taburetes, volvía ahora al amparo del Cubano, que le hacía beber hasta la embriaguez, y usaba para ello licores de botella, los más costosos, todo por el gusto de oír los disparates que se había forjado en sus lecturas de sacristán.

«El mejor día va a apoderarse hasta de mi cama», decía el tabernero quejándose a su Neleta. Y el infeliz no sabía leer en aquellos ojos, no veía una sonrisa diabólica en la mirada de malicia con que acogía ella tal suposición.

Cuando Tonet se cansaba de estar en la taberna días enteros, sentado junto a Neleta, con la expresión de un gozquecillo que espera el momento propicio para sus caricias, cogía la escopeta y la perra de Cañamel y se iba a los carrizales. La escopeta del tío Paco era la mejor del Palmar: un arma de rico, que Tonet consideraba como suya, y con la que rara vez marraba el golpe. La perra era la famosa Centella, conocida en todo el lago por su olfato. No habla pieza que se le escapara, por espeso que fuera el carrizal, buceando como una nutria para sacar del fondo de los hierbajos acuáticos el pájaro herido.

Cañamel afirmaba que no había dinero en el mundo para comprarle este animal; pero veía con tristeza que su Centella mostraba mayor predilección por Tonet, que la llevaba de caza todos los días, que por su antiguo amo, cubierto de pañuelos y mantas junto a la lumbre. ¡Hasta de la perra se apoderaba aquel tuno…!

Tonet, entusiasmado por el magnífico «arreglo» que el tío Paco tenla para la caza, consumía la provisión de cartuchos guardada en la taberna para los cazadores. Nadie del Palmar había cazado tanto. En los estrechos callejones de agua de las matas más cercanas al pueblo sonaba continuamente el escopetazo de Tonet, y la Centella, enardecida por el trabajo, chapoteaba en los carrizales. El Cubano sentía una voluptuosidad feroz en este ejercicio, que le recordaba sus tiempos de guerrillero. Se ponía al acecho, esperando los pájaros, con la mismas precauciones de astucia salvaje que empleaba al emboscarse en la manigua para cazar a los hombres. La Centella le traía a la barca las foches y los collverts: con el cuello blando y el plumaje manchado de sangre. Después venían los pájaros del lago menos vulgares, cuya caza llenaba de satisfacción a Tonet; y admiraba, muertos en el fondo de la embarcación, el gallo de cañar, con plumaje azul turquí y pico rojo; el agró o garza imperial, con su color verde y púrpura y un penacho de plumas estrechas y largas sobre la cabeza; el oroval, con su color leonado y el buche rojo; el piuló o pato florentino, blanco y amarillento; el morell o pelucón, con cabeza negra de reflejos dorados, y el singlot, hermosa zancuda, de espléndido plumaje de un verde brillante.

Por la noche entraba en la taberna con aire de vencedor, arrojando en el suelo su cargamento de carne muerta envuelta en un arco iris de plumas. ¡Allí tenia el tío Paco materia para llenar el caldero! Se lo regalaba generosamente: al fin, la escopeta era suya.

Y cuando, de tarde en tarde, cazaba un flamenco, llamado bragat por la gente de la Albufera, con enormes patas, largo cuello, plumaje blanco y rosa y cierto aire misterioso, semejante al de los ibis de Egipto, Tonet se empeñaba en que Cañamel lo hiciese disecar en Valencia, para su dormitorio; un adorno elegante, pues por algo lo buscaban tanto los señores de la ciudad.

El tabernero acogía estos regalos con mugidos que revelaban una satisfacción muy relativa. ¿Cuándo dejaría quieta su escopeta? ¿No sentía frío en los carrizales? Ya que tan fuerte era, ¿por qué no ayudaba por las noches al abuelo en el trabajo del redolí? Pero el condenado acogía con risotadas las lamentaciones del enfermizo tabernero,. y se dirigía al mostrador.

—Neleta, una copa

Bien se la había ganado pasando el día entre los carrizales, con las manos heladas sobre la escopeta para traer aquel montón de carne. ¡Y aún murmuraban que huía del trabajo…! En un arranque de impudor alegre, acariciaba las mejillas de Neleta por encima del mostrador, sin importarle la presencia de la gente ni temer al marido. ¿No eran como hermanos y habían jugado juntos de pequeños…?

El tío Toni nada sabía ni quería saber de la vida de su hijo. Se levantaba antes del alba y no volvía hasta la noche. Comía con la Borda, en la soledad de sus campos sumergidos, algunas sardinas y torta de maíz. Su lucha por crear nueva tierra le tenia en la pobreza, no permitiéndole mejores alimentos. Al volver a la barraca, cerrada ya la noche, se tendía en su camastro con los huesos doloridos, sumiéndose en el sopor del cansancio; pero su pensamiento velaba calculando entre las nieblas del sueño las barcas de tierra que aún faltaban en sus campos y las cantidades que debía satisfacer a los acreedores antes de considerarse dueño de unos arrozales creados con su sudor palmo a palmo. El tío Paloma pasaba las más de las noches fuera de la barraca, pescando en la Sequiota, Tonet no comía con la familia, y sólo a altas horas, cuando se cerraba la taberna de Cañamel, llamaba a la puerta con impaciente pataleo, levantándose la pobre Borda soñolienta y fatigada, para abrirle.

Así transcurrió el tiempo, hasta que llegaron las fiestas del Palmar.

La víspera de la fiesta del Niño, por la tarde, casi todo el pueblo se agolpó entre la orilla del canal y la puerta trasera de la taberna de Cañamel.

Era esperada la música de Catarroja, el principal aliciente de las fiestas, y aquel pueblo que durante el año no oía otros instrumentos que la guitarra del barbero y el acordeón de Tonet estremecíase al pensar en el estrépito de los cobres y el zumbido del bombo por entre las filas de barracas. Nadie sentía los rigores de la temperatura. Las mujeres, para lucir sus trajes flamantes, habían abandonado los mantones de lana y mostraban los brazos arremangados, violáceos por el frío. Lo hombres llevaban fajas nuevas y gorros rojos o negros que aún conservaban los pliegues de la tienda. Aprovechando la charla de sus compañeras, se escurrían hasta la taberna, donde la respiración de los bebedores y el humo de los cigarros formaban un ambiente denso que olía a lana burda y alpargatas sucias. Hablaban a gritos de la música de Catarroja, asegurando que era la mejor del mundo. Los pescadores de allá eran mala gente, pero había que reconocer que música como aquélla no la oía ni el rey. Algo bueno habían de tener los pobres del lago. Y al notar que en la ribera del canal se arremolinaba la gente, lanzando gritos anunciadores de la proximidad de los músicos, todos los parroquianos salieron en tropel y la taberna quedó vacía.

Por encima de los cañares pasaba el extremo de una gran vela. Al aparecer en un recodo del canal el laúd que conducta a la música, la muchedumbre prorrumpió en un grito, como si la enardeciera la vista de los pantalones rojos y los blancos plumeros que ondeaban sobre los morrioncillos.

La chavalería del pueblo, siguiendo la costumbre tradicional, luchaba por apoderarse del bombo. Metíanse los mozos agua adentro en aquel canal de hielo líquido, hundiéndose hasta el pecho con una intrepidez que hacía castañetear los dientes a los que estaban en la ribera.

Las viejas protestaban:

—Condenats…! Pillareu una pulmonía!

Pero los muchachos abalanzábanse a la barca, se agarraban a la borda, entre las risas de los músicos, pugnando por que les entregasen el enorme instrumento: «¡A mí! ¡a mí…!». Hasta que uno más audaz, cansado de pedir, lo agarró con tal ímpetu, que casi fue al agua el gran tambor, y echándoselo al hombro, salió de la acequia, seguido por sus envidiosos compañeros.

Los músicos, al desembarcar, se formaban frente a casa de Cañamel. Desenfundaban sus instrumentos, los templaban, y el compacto gentío seguía a los músicos, silencioso y con cierta veneración, admirando aquel acontecimiento que se esperaba todo un año.

Al romper a tocar el ruidoso pasodoble, todos experimentaban sobresalto y extrañeza. Sus oídos, acostumbrados al profundo silencio del lago, conmovíanse dolorosamente con los rugidos de los instrumentos, que hacían temblar las paredes de barro de las barracas. Pero repuestos de esta primera sorpresa que turbaba la calma conventual del pueblo, la gente sonreía dulcemente, acariciada por la música, que llegaba hasta ellos como la voz de un mundo remoto, como la majestad de una vida misteriosa que se desarrollaba más allá de las aguas de la Albufera.

Las mujeres se enternecían sin saber por qué, y deseaban llorar; los hombres, irguiendo sus espaldas encorvadas de barquero, marchaban con paso marcial detrás de la banda, y las muchachas sonreían a sus novios, con los ojos brillantes y las mejillas coloreadas.

Pasaba la música como una ráfaga de nueva vida sobre aquella gente soñolienta, sacándola del amodorramiento de las aguas muertas. Gritaban sin saber por qué, daban vivas al Niño Jesús, corrían en grupos vociferantes delante de los músicos, y hasta los viejos se mostraban vivarachos y juguetones como los pequeñuelos que, con sables y caballitos de cartón, formaban la escolta del músico mayor, admirando sus galones de oro.

La banda pasó y repasó varias veces la única calle del Palmar, prolongando la carrera para que el público quedase satisfecho, metiéndose en los callejones que quedaban entre las barracas y saliendo al canal para retroceder otra vez a la calle, y el pueblo entero la seguía en estas evoluciones tarareando a gritos los pasajes más vivos del pasodoble.

Hubo por fin que dar término a este delirio musical, y la banda se detuvo en la plaza, frente a la iglesia. El alcalde procedió al alojamiento de los músicos. Se los disputaban las comadres según la importancia de los instrumentos, y el encargado del bombo, precedido por su enorme caja, tomaba el camino de la mejor vivienda. Los músicos, satisfechos de haber lucido sus uniformes, se arrebujaban en mantas de labriego, echando pestes contra la húmeda frialdad del Palmar.

Con la dispersión de la banda no se aclaró el gentío de la plaza. En un extremo de ella comenzó a sonar el redoble de un tamboril, y al poco rato se anunció una dulzaina con prolongadas escalas que parecían cabriolas musicales. La muchedumbre aplaudió. Era Dimoni, el famoso dulzainero de todos los años: un alegre compadre, tan célebre por sus borracheras como por la habilidad en la dulzaina. Sangonera era su mejor amigo, y cuando el dulzainero venía a las fiestas, el vagabundo no se separaba de él un momento, sabiendo que al final se beberían fraternalmente el dinero de los clavarios.

Iba a rifarse la anguila más gorda del año para ayuda de la fiesta. Era una costumbre antigua, que respetaban todos los pescadores. El que de ellos cogía una anguila enorme, la guardaba en su vivero, sin atreverse a venderla. Si alguien pescaba otra más grande, se guardaba ésta, y el dueño de la anterior podía disponer de ella. De este modo los clavarios poseían siempre la más enorme que se había cogido en la Albufera.

Este año, el honor de la anguila gorda correspondía al tío Paloma: por algo pescaba en el primer puesto. El viejo experimentaba una de las mayores satisfacciones de su vida enseñando el hermoso animal a la muchedumbre de la plaza. ¡Aquello lo había pescado él…! Y sobre sus brazos temblones mostraba el serpentón de lomo verde y vientre blanco, grueso como un muslo y con una piel grasienta en la que se_ quebraba la luz. Había que pasear la apetitosa pieza por todo el pueblo al son de la dulzaina, mientras los individuos más respetables de la Comunidad vendían los números de la rifa de puerta en puerta.

—Tin: treballa una vegà —dijo el barquero soltando el animal en brazos de Sangonera.

Y el vagabundo, orgulloso de la confianza que ponía en él, rompió la marcha con la anguila en los brazos, seguido de la dulzaina y el tambor y rodeado de las cabriolas y gritos de la chiquillería. Corrían las mujeres para verde cerca la enorme bestia, para tocarla con religiosa admiración, como si fuese una misteriosa divinidad del lago, y Sangonera las repelía con gravedad. «Fora, fora…!» ¡La iban a corromper con tantos tocamientos!

Pero al llegar frente a casa de Cañamel creyó que habla gozado bastante de la admiración popular. Le dolían los brazos, debilitados por la pereza; pensó que la anguila no era para él, y entregándola a la chiquillería, se metió en la taberna, dejando que siguiera adelante la rifa, llevando al frente, como trofeo de victoria, el vistoso animal.

La taberna tenía poco público. Tras el mostrador estaba Neleta, con su marido y el Cubano, hablando de la fiesta del día siguiente. Los clavarios eran, según costumbre, los agraciados con los mejores puestos en el sorteo de los redolins, y a Tonet y su consocio les correspondía el lugar de preferencia. Se habían hecho en la ciudad trajes negros para asistir a la gran misa en el primer banco, y estaban.ocupados en discutir los preparativos de la fiesta.

En la barca-correo llegarían al día siguiente los músicos y cantores y un cura célebre por su elocuencia, que diría el sermón del Niño Jesús, ensalzando de paso la sencillez y virtudes de los pescadores de la Albufera.

Una barcaza estaba en la playa de la Dehesa. cargando mirto y arrayán para esparcirlo en la plaza, y en un rincón de la taberna guardaba el polvorista varios capazos de masclets, petardos de hierro que se disparaban como cañonazos.

En la madrugada siguiente, el lago se conmovió con el estrépito de los masclets, como si en el Palmar se librase una batalla. Después se aglomeró en el canal la gente, mordiendo sus almuerzos metidos entre el pan. Esperaba a los músicos que venían de Valencia, y se hacia lenguas de la esplendidez de los clavarios. ¡Bien arreglaba las cosas el nieto del tío Paloma! ¡Por algo tenía a su alcance el dinero de Cañamel!

Al llegar la barca-correo, bajó a tierra primeramente el predicador, un cura gordo, de entrecejo imponente, con una gran bolsa de damasco rojo que contenía sus vestiduras para el púlpito. Sangonera, impulsado por sus antiguas afabilidades de sacristán, se apresuró a encargarse del equipaje oratorio, echándoselo a la espalda. Después fueron saltando a tierra los individuos de la capilla musical: los cantores, con cara de gula y rizadas melenillas; los músicos, llevando bajo el brazo los violines y flautas enfundados de verde, y los tiples, adolescentes amarillos y ojerosos, con gesto de precoz malicia. Todos hablaban del famoso all i pebre que se hacia en el Palmar, como si hubiesen hecho el viaje sólo para comer.

La gente les dejaba entrar en el pueblo sin moverse de la ribera. Quería ver de cerca los instrumentos misteriosos depositados junto al mástil de la barca, y que unos cuantos mocetones comenzaban a remover. Los timbales, al ser trasladados a tierra, causaban asombro, y todos discutían el empleo de aquellos calderos, semejantes a los que se usaban para guisar el pescado. Los contrabajos alcanzaron una ovación, y la gente corrió hasta la iglesia siguiendo a los portadores de las «guitarras gordas»..

A las diez comenzó la misa. La plaza y la iglesia estaban perfumadas por la olorosa vegetación de la Dehesa. El barro desaparecía bajo una gruesa capa de hojas. La iglesia estaba llena de candelillas y cirios, y desde la puerta se veía como un cielo oscuro moteado por infinitas estrellas.

Tonet había preparado bien las cosas, ocupándose hasta de la música que se cantaría en la fiesta. Nada de misas célebres, que hacían dormir a la gente. Eso era bueno para los de la ciudad, acostumbrados a las óperas. En el Palmar querían la misa de Mercadante, como en todos los pueblos valencianos.

Durante la fiesta se enternecían las mujeres oyendo a los tenores, que entonaban en honor del Niño Jesús barcarolas napolitanas, mientras los hombres seguían con movimientos de cabeza el ritmo de la orquesta, que tenia la voluptuosidad del vals. Aquello alegraba el espíritu, según decía Neleta: valía más que una función de teatro, y servía para el alma. Y mientras tanto, fuera, en la plaza, trueno va y trueno viene, se disparaban las largas filas de masclets, conmoviendo las paredes de la iglesia y cortando muchas veces el canto de los artistas y las palabras del predicador.

Al terminar, la muchedumbre se detuvo en la plaza esperando la hora de la comida. La banda de música, algo olvidada después de los esplendores de la misa, rompió a tocar a un extremo. La gente se sentía satisfecha en aquel ambiente de plantas olorosas y humo de pólvora, y pensaba en el caldero que le aguardaba en sus casas con los mejores pájaros de la Albufera.

Las miserias de su vida anterior parecían ahora de un mundo lejano al cual no habían de volver.

Todo el Palmar creta haber entrado para siempre en la felicidad y la abundancia, y se comentaban las frases grandilocuentes del predicador dedicadas a los pescadores, la media onza que le daban por el sermón, y la espuerta de dinero que costaban seguramente los músicos, la pólvora, las telas con franja de oro manchadas de cera que adornaban el portal de la iglesia y aquella banda que los ensordecía con sus marciales rugidos.

Los grupos felicitaban al Cubano, rígido dentro de su traje negro, y al tío Paloma, que se consideraba aquel día dueño del Palmar. Neleta se pavoneaba entre las mujeres, con la rica mantilla sobre los ojos, luciendo el rosario de nácar y el devocionario de marfil de su casamiento. De Cañamel nadie se acordaba, a pesar de su aspecto majestuoso y de la gran cadena de oro que aserraba su abdomen. Parecía que no era su dinero el que pagaba la fiesta: todos los plácemes iban a Tonet, en su calidad de dueño de la Sequiota. Para aquella gente, el que no era de la Comunidad dé Pescadores no merecía respeto. Y el tabernero sentía crecer en su interior el odio hacia el Cubano, que poco a poco se apoderaba de lo suyo.

Este mal humor le acompañó todo el día. Su mujer, adivinando el estado de su ánimo, tuvo que hacer esfuerzos de amabilidad durante la gran comida con que obsequiaron en el piso alto de la taberna al predicador y a los músicos. Hablaba de la enfermedad de su pobre Paco, que le ponía muchas veces de un humor endiablado, rogando a todos que le perdonasen. A media tarde, cuando la barca-correo se llevó a la gente de Valencia, el irritado Cañamel, viéndose solo con su mujer, pudo soltar toda la bilis.

Ya no toleraba por más tiempo al Cubano. Con el abuelo se entendía bien, por ser hombre trabajador, que cumplía sus compromisos; pero aquel Tonet era un perezoso, que se burlaba de él, aprovechando su dinero para darse una vida de príncipe, sin más méritos que su fortuna en el sorteo de la Comunidad. Hasta le quitaba la poca satisfacción que podía proporcionarle gastar tanto dinero en la fiesta. Todo se lo agradecían al otro, como si Cañamel no fuese nadie, como si no saliese de su bolsillo el dinero para la explotación del redoll y todos los resultados de la pesca no se le debieran a él. Acabarla por echar de su casa a aquel vago, aunque perdiese con ello el negocio.

Neleta intervenía, asustada por la amenaza. Le recomendaba la calma; debía pensar que era él quien había buscado a Tonet. Además, a los Palomas los miraba ella como de la familia: la habían protegido en la mala época.

Pero Cañamel, con una testarudez de niño, repetía sus amenazas. Con el tío Paloma, bueno: estaba dispuesto a ir a todas partes. Pero o Tonet se enmendaba, o rompía con él. Cada cual en su puesto; no quería partir más sus ganancias con aquel majo que sólo sabia explotarle a él y al pobre abuelo. El dinero le costaba mucho de ganar, y no toleraba abusos.

La discusión entre los esposos fue tan acalorada, que Neleta lloró, y por la noche no quiso ir a la plaza, donde se celebraba el baile.

Grandes hachones de cera, que servían en la iglesia para los enrierros, iluminaban la plaza. Dimoni tocaba con su dulzaina las antiguas contradanzas valencianas, la chàquera vella o el baile al estilo de Torrente, y las muchachas del Palmar danzaban ceremoniosamente, dándose la mano, cruzándose las parejas, como damas de empolvada peluca que se hubieran disfrazado de pescadoras para bailar una pavana a la luz de las antorchas. Después venía l’u i el dos, baile más vivo, animado por coplas, y las parejas saltaban briosamente, promoviéndose una tempestad de gritos y relinchos cuando alguna muchacha, al girar como una peonza, mostraba sus medias bajo la ondeante rueda de los zagalejos.

Antes de media noche, el frío disolvió la fiesta. Las familias se retiraban a sus barracas, pero quedaron en la plaza los jóvenes, la gente alegre y brava del pueblo, que se pasaba los tres días de fiesta en continua embriaguez. Presentábanse con la escopeta o el retaco al hombro, como si para divertirse en un pueblo pequeño, donde todos se conocían, fuese preciso tener el arma al alcance de la mano.

Organizábanse les albaes. Había que pasar la noche, según la costumbre tradicional, corriendo el pueblo de puerta en puerta, cantando en honor de todas las mujeres jóvenes y viejas del Palmar, y para esta tarea los cantadores disponían de un pellejo de vino y varias botellas de aguardiente. Algunos músicos de Catarroja, muchachos de buena voluntad, se comprometieron a corear la dulzaina de Dimoni con sus instrumentos de metal, y la serenata de les albaes comenzó a rodar en la noche oscura y fría, guiada por una antorcha del baile.

Toda la juventud del Palmar, con su vieja arma al hombro, marchaba en apretado grupo tras el dulzainero y los músicos, que agarraban sus instrumentos con la manta, temiendo el frío contacto del metal. Sangonera cerraba la comitiva, cargado con el pellejo de vino. Con frecuencia creía llegado el momento de echar la carga en el suelo y preparaba el vaso para «refrescar».

Comenzaba la copla uno de los cantores, entonando los dos primeros versos con acompasado baqueteo del tamborcillo, y le contestaba otro completando la redondilla. Generalmente, los dos últimos versos eran los más maliciosos, y mientras la dulzaina y los instrumentos de metal saludaban la terminación de la copla con un ruidoso ritornello, la gente joven prorrumpía en gritos y agudos relinchos y hacía salva disparando al aire sus retacos.

¡El diablo que durmiera aquella noche en el Palmar! Las mujeres, desde la cama, seguían mentalmente la marcha de la serenata, estremeciéndose con el estrépito y el tiroteo, y adivinaban su paso de una puerta a otra por las alusiones mortificantes con que saludaban a cada vecino.

En esta expedición, el pellejo de Sangonera no permanecía quieto mucho tiempo. Los vasos circulaban por los grupos, aumentando el calor en medio de la helada noche, y los ojos eran cada vez más brillantes así como las voces se hacían roncas.

En una esquina, dos jóvenes fueron a las manos por cuestión de quién debía beber antes, y después de abofetearse se separaron algunos pasos, apuntándose con las escopetas. Todos intervinieron, y a golpes les quitaron las armas. ¡A dormir! ¡Les había hecho daño el vino: debían irse a la cama! Y los de les albaes siguieron adelante en sus cantos y relinchos. Estos incidentes entraban en la diversión: todos los años ocurrían.

A las tres horas de lento paseo por el pueblo, todos iban borrachos. Dimoni con la cabeza pesada y los ojos cerrados, parecía estornudar en la dulzaina, y el instrumento gemía indeciso y vacilante como las piernas del tañedor. Sangonera, viendo el pellejo casi vacío, quería cantar, y coreado por un continuo «fora, fora!» entre silbidos y relinchos, improvisaba coplas incoherentes contra los «ricos» del pueblo.

No quedaba vino, pero todos confiaban en dar fondo a la mitad de su viaje frente a casa de Cañamel, donde renovarían la provisión.

Cerca de la taberna, oscura y cerrada, los de les albaes encontraron a Tonet envuelto en la manta hasta los ojos y enseñando por bajo de ella la boca del retaco. El Cubano temía la indiscreción de aquella gente; recordaba lo que él habla hecho en noches iguales, y creta contenerlos con su presencia.

La comitiva, abrumada por la embriaguez y el cansancio, pareció recobrar nueva vida frente a la casa de Cañamel, como si al través de las rendijas de la puerta llegase a todos el perfume de los toneles.

Uno cantó una canción respetuosa al siñor don Paco, halagándole para que abriese, apellidándolo «la flor de los amigos» y prometiendo las simpatías de todos si llenaba el pellejo. Pero la casa permaneció silenciosa: no se movió una ventana; no sonó el más leve ruido en su interior.

En la segunda copla ya le hablaban de tú al pobre Cañamel, y la voz de los cantores temblaba con cierta irritación que prometía una lluvia de insolencias.

Tonet mostrábase inquieto.

Che…!, no feu el porc —decía a sus amigos con acento paternal.

¡Pero buena estaba la gente para oír consejos!

La tercera copla fue para Neleta, «la mujer más resalada del Palman›, compadeciéndola por estar casada con el tacaño Cañamel, «que para nada servía…». Y a partir de esta copla, la serenata se convirtió en un venenoso chaparrón de escandalosas alusiones. La concurrencia se divertía. Encontraban las coplas más gustosas aún que el vino, y reían con esa preferencia que muestra la gente rural por divertirse a costa de los infortunios. Se enfurecían todos, haciendo causa común, si a un pescador le quitaban un mornell que valía unos reales, y reían como locos cuando a alguien le robaban la mujer.

Tonet temblaba de ansiedad y de cólera. En ciertos momentos deseaba huir, presintiendo que sus amigotes irían demasiado lejos; pero le retenía el orgullo, con la falsa esperanza de que-su presencia sería un freno.

—Che…!, mireu lo que feu! —decía con un tono de sorda amenaza.

Pero los cantores se tenían por los muchachos más bien plantados del pueblo; eran los matoncillos que habían salido a la luz mientras él rodaba por las tierras de Ultramar. Tenían deseos de hacer ver que no les inspiraba ningún miedo el Cubano, y reían de sus recomendaciones, inventando apresuradamente coplas, que lanzaban como proyectiles contra la taberna.

Un muchachuelo, sobrino de la Samaruca, hizo desbordar la cólera de Tonet. Cantó una copla sobre la asociación de Cañamel y el Cubano, diciendo que no sólo explotaban juntos la Sequiota, sino que se repartían a Neleta, y terminó afirmando que pronto tendría la tabernera la sucesión que en vano pedía a su marido.

El Cubano se plantó de un salto en medio del corro, y a la luz de la antorcha se le vio levantar la culata del retaco, golpeando la cara del cantor. Como éste se rehiciera, echando mano a su escopeta, Tonet dio un salto atrás, disparando su carabina casi sin apuntar… ¡La tormenta que se armó…! Perdióse la bala en el espacio, pero Sangonera creyó oír su silbido junto a la nariz, y se arrojó al suelo dando espantosos alaridos.

M’han mort…! Asesino…!

En las casas se abrían las ventanas con estrépito, asomando sombras blancas, algunas de las cuales avanzaban el cañón de la escopeta sobre el alféizar.

Tonet fue desarmado en un instante, y empujado por muchos brazos, acorralado contra la pared, se agitaba como un furioso, pugnando por sacar el cuchillo que guardaba en la faja.

Solteu-me! —gritaba entre espumarajos de rabia—. Solteu-me! A eixe pillo el mate jo!

El alcalde y su ronda, que seguían de cerca a les albaes, presintiendo el escándalo, se mezclaron entre los combatientes. El pare Miquel, con gorra de pelo y carabina, comenzó a repartir culatazos, con la satisfacción que la causaba pegar impunemente ejerciendo de autoridad.

El cabo de los carabineros se llevó a Tonet hacia su barraca, amenazándole con el máuser, y al sobrino de la Samaruca lo metieron en una casa para lavarle la sangre del culatazo.

Sangonera dio más que hacer. Seguía revolcándose en el suelo, asegurando entre berridos que estaba muerto. Le daban el último vino del pellejo para animarlo, y el vagabundo, satisfecho del remedio, juraba que estaba pasado de parte a parte y no podía levantarse; hasta que el enérgico vicario, adivinado su marrullería, le largó dos saludables patadas, que instantáneamente le pusieron en pie.

El alcalde ordenó que les albaes siguieran su marcha. Ya habían cantado bastante a Cañamel. El funcionario sentía por el tabernero ese respeto que inspira en los pueblos el hombre rico, y quería evitarle nuevos disgustos.

Se alejó la serenata, como desmayada; en vano hacía escalas la dulzaina de Dimoni, pues los cantores, viendo seco el pellejo, sentían obstruida su garganta.

Fueron cerrándose las ventanas, la calle quedó solitaria, pero los últimos curiosos, al retirarse, creyeron oír en el piso alto de la taberna rumores de voces, choque de muebles y algo como un lejano llanto de mujer interrumpido por las exclamaciones sordas de una voz furiosa.

Al día siguiente sólo se hablaba en el Palmar de lo ocurrido en les albaes frente a la casa de Cañamel.

Tonet no osaba presentarse en la taberna. Temía abordar le penosa situación en que le había colocado la imprudencia de los amigos. Durante la mañana vagó por la plaza de la Iglesia, sin atreverse a ir más adelante, viendo de lejos la puerta de la taberna llena de gente. Era el último día de jolgorio y vagancia para el pueblo. Se celebraba la fiesta del Cristo, y por la tarde la música se embarcaría para Catarroja, dejando al Palmar sumido en su tranquilidad de convento para todo un año.

Tonet comió en la barraca con su padre y la Borda, que, durante los tres días de fiesta, para no dar que hablar a los vecinos, habían suspendido a regañadientes el rudo trabajo contra las aguas. El tío Tono debía ignorar lo ocurrido en la noche anterior. Su gesto grave, pero igual al de todos los días, así lo revelaba. Además, había pasado el tiempo reparando los desperfectos que el invierno causaba en su barraca, pues el mido trabajador no podía descansar un instante.

La Borda debía saber algo: se leía en sus ojos puros, que parecían iluminar su fealdad; en la mirada compasiva y tierna que fijaba en Tonet, estremeciéndose por el peligro que habla arrostrado en la noche anterior. En un momento que los dos jóvenes quedaron solos, ella se quejó con dolorosas exclamaciones. ¡Señor! ¡Si el padre sabía lo ocurrido…! ¡Lo iba a matar a disgustos…!

El tío Paloma no se presentó en la barraca: sin duda comía con Cañamel. Por la tarde, lo encontró Tonet en la plaza. Su rostro arrugado no reflejaba ninguna impresión, pero habló a su nieto con sequedad, aconsejándole que fuese a la taberna. El tío Paco tenía algo que decirle.

Tonet retardó algún tiempo la visita. Se entretuvo en la plaza viendo cómo se formaba la banda para tocar por última vez lo que la gente llamaba el «pasacalle de las anguilas». Los músicos se consideraban chasqueados si al volver del Palmar no llevaban alguna pesca a sus familias. Todos los años, antes de partir, recorrían el pueblo entonando el último pasodoble, mientras al frente del bombo algunos chiquillos con espuertas iban recogiendo lo que cada vecina quería darles: anguilas, tencas y lisas, sin contar el llobarro (la buscada lubina) que los clavarios reservaban para el músico mayor.

La música rompió a tocar, andando con paso lento para que las pescadoras depositasen sus ofrendas. Entonces fue cuando Tonet se decidió a entrar en casa de Cañamel.

Buenas tardes, caballers! —gritó alegremente para darse ánimos.

Neleta, tras el mostrador, le lanzó una mirada indefinible y bajó la cabeza para que no viese sus ojeras profundas y los párpados enrojecidos por el llanto.

Cañamel le contestó desde el fondo del establecimiento, señalando majestuosamente la puerta de las habitaciones interiores.

Passa, passa; tenim que parlar.

Los dos hombres entraron en un estudi inmediato a la cocina, que servía algunas veces de dormitorio a los cazadores de Valencia.

Cañamel no dio tiempo a su socio para sentarse. Estaba lívido; sus ojillos brillaban más hundidos que nunca entre los bullones de grasa, y su nariz corta y redonda temblaba con un tic nervioso. El tío Paco abordó la cuestión. «Aquello» habla de acabarse: ya no podían seguir juntos el negocio ni ser amigos. Y como Tonet intentase protestar, el gordo tabernero, que estaba en un momento de pasajera energía, tal vez el último de su existencia, le detuvo con un gesto. Nada de palabras: era inútil. Estaba resuelto a concluir; hasta el tío Paloma reconocía su razón. Habían emprendido el negocio con el trato de que él pondría el dinero y el Cubano el trabajo. Su dinero no había faltado: el esfuerzo del socio es lo que nadie veía. El «señor» lo pasaba a lo grande, mientras su pobre abuelo se mataba trabajando por él… ¡Y si sólo fuese esto! Se había metido en aquella casa como si fuese su propiedad. Parecía el amo de la taberna. Comía y bebía de lo mejor; disponía del cajón como si no tuviese duefio; se permitía libertades que no quería recordar; se apoderaba de su perra, de su escopeta, y según decía ahora la gente… hasta de su mujer.

Mentira…, mentira! —gritó Tonet, con el ansia del culpable.

Cañamel le miró de un modo que le hizo ponerse en guardia, con cierto miedo. Sí; seguramente era mentira. También creía él lo mismo. Esto les valía a Neleta y a Tonet; porque si él llegase a sospechar remotamente que pudieran ser ciertas las porquerías que aquellos canallas habían cantado la noche anterior, era hombre para retorcerle el pescuezo a ella y meterle un escopetazo a él entre ceja y ceja. ¿Qué se había figurado? El tío Paco era muy bueno, pero a pesar de su enfermedad, resultaba tan hombre como cualquiera cuando le tocaban lo suyo.

Y el tabernero, temblando de sorda cólera, se paseaba, como el caballo viejo y enfermo, pero de raza fuerte, que sabe encabritarse hasta el último momento. Tonet miraba con admiración al antiguo aventurero, que, en su enfermiza indolencia, panzudo y ablandado, encontraba aún la energía de sus tiempos de luchador libre de escrúpulos.

En el silencio de la habitación resonaba el eco lejano de los instrumentos de metal que recorrían el pueblo.

Cañamel volvió a hablar, y sus palabras fueron acompañadas por la música, cada vez más próxima.

Sí; todo era mentira. Pero él no estaba allí para ser burla de la gente. Además, le cargaba vera Tonet siempre en la taberna, tomándose con Neleta aquellas familiaridades de hermano. No quería en su casa más hermanazgos postizos: se acabó. Estaba de acuerdo con el tío Paloma. En adelante seguirían el negocio de la Sequiota los dos solos, y el abuelo ya se entendería con el nieto para que cobrase su parte. Tonet nada tenía que tratar con Cañamel. Si no estaba conforme, podía decirlo. Él era el amo de la Sequiota por el sorteo, pero el tío Paco retiraría sus redes y su capital, Tonet disgustaría a su abuelo, y ¡allá vertamos cómo se las arreglaba solo!

Tonet no protestó ni opuso resistencia. Lo que acordase su abuelo bien hecho estaba.

La música llegó enfrente de la taberna. Se detuvo, y su armónico estrépito hizo estremecer las paredes.

Cañamel levantó la voz para ser oído. Una vez resuelto lo del negocio, quedaba el hablar los dos, de hombre a hombre. Y él, con su autoridad de marido que no quiere que se le rían y de hombre que cuando era preciso sabía poner en la puerta a un parroquiano molesto, ordenaba a Tonet que no se acercase más por la taberna. ¿Lo entendía bien? ¡Se acabó la amistad! Era lo más acertado, para impedir murmuraciones y mentiras… La puerta de aquella casa debía de ser en adelante para el Cubano tan alta… tan alta como el Miguelete de Valencia.

Y mientras los trombones lanzaban sus rugidos a la puerta de la casa, Cañamel erguía su figura casi esférica sobre las puntas de los pies y elevaba el brazo al techo para expresar la altura enorme, inconmensurable, que en adelante había de separar al Cubano del tabernero y su mujer.

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