III

Cuando desistió el tío Paloma de la ruda educación de su nieto, éste respiró.

Se aburría acompañando a su padre a las tierras del Saler, y pensaba con inquietud en su porvenir viendo al tío Toni metido en el barro de los arrozales, entre sanguijuelas y sapos, con las piernas mojadas y el busto abrasado por el sol.

Su instinto de muchacho perezoso se rebelaba. No; él no haría lo que su padre; no trabajaría los campos. Ser carabinero, para tenderse en la arena de la costa, o guardia civil como los que llegaban de la huerta de Ruzafa con el correaje amarillo y la blanca cogotera sobre el cuello, le parecía mejor que cultivar el arroz sudando dentro del agua, con las piernas hinchadas de picaduras.

En los primeros tiempos de acompañar a su abuelo por la Albufera, había encontrado aceptable esta vida. Le gustaba ir errante por el lago, navegar sin dirección fija, pasando de un canal a otro, y detenerse en medio de la Albufera para conversar con los pescadores.

Alguna vez saltaba a las isletas de carrizales para excitar con sus silbidos a los toros solitarios. Otras, se entraba en la Dehesa, cog¡endo las moras de los zarzales y hurgaba las madrigueras de los conejos, buscando un gazapo en el fondo.

El abuelo le aplaudía cuando atisbaba una focha o un collvert dormidos a flor de agua y los hacía suyos con certero escopetazo.

Además le gustaba estar en la barca horas enteras con la panza en alto, oyendo al abuelo las cosas del pasado. El tío Paloma recordaba los hechos más notables de su vida: su trato con los personajes; ciertas entradas de contrabando allá en su juventud, con acompañamiento de tiros; y remontándose en su memoria, hablaba de su padre, el primer Paloma, repitiendo lo que él a su vez le había relatado.

Aquel barquero de otros tiempos también había visto cosas grandes sin salir de allí. Y el tío Paloma contaba a su nieto el viaje de Carlos IV y su esposa a la Albufera, cuando él aún no había nacido. Esto no le impedía describir a Tonet las grandes tiendas con banderolas y tapices levantadas entre los pinos de la Dehesa para el banquete real; las músicas, las traíllas de perros, los lacayos de empolvada peluca custodiando los carros de víveres. El rey, vestido de cazador, se rodeaba de los rústicos tiradores de la Albufera, casi desnudos y con viejos arcabuces, admirando sus proezas, mientras María Luisa paseaba por las frondosidades de la selva del brazo de don Manuel Godoy.

Y el viejo, recordando esta visita famosa, acababa por entonar la copla que le había enseñado su padre:

Debajo de un pino

verde le dijo la reina al rey:

«Mucho te quiero, Carlitos,

pero más quiero a Manuel».

Su temblona voz tomaba al cantar una expresión maliciosa, y acompañaba con guiños cada verso, como si fuese días antes cuando la gente de la Albufera había inventado la copla, vengándose de una expedición que con su fausto parecía insultar la resignada miseria de los pescadores.

Pero esta época, feliz para Tonet, no fue de larga duración. El abuelo comenzó a mostrarse exigente y tiránico. Cuando le vio hábil en el manejo de la barca, ya no le dejó vagar a su capricho. Le aprisionaba por la mañana llevándolo a la pesca. Tenía que recoger los mornells de la noche anterior, grandes bolsas de red en cuyo fondo se enroscaban las anguilas, y calarlos de nuevo: faenas de cierto esfuerzo, que le obligaban a estar de pie en el borde de la barca, con la espalda ardiendo bajo el fuego del sol.

Su abuelo presenciaba inmóvil la maniobra, sin prestarle ayuda. Al volver al pueblo, se tendía en el fondo de la barca como un inválido, dejándose conducir por el nieto que respiraba jadeante manejando la percha.

Los barqueros, desde lejos, saludaban la arrugada cabeza del tío Paloma asomada a la borda: «¡Ah, camastrón! ¡Qué cómodamente pasaba el día! Él descansando como el cura del Palmar, y el pobre nieto sudando y perchando». El abuelo contestaba con la gravedad de un maestro: «¡Así se aprende! ¡Del mismo modo le enseñó a él su padre!».

Después venían las pescas a la encesa: el paseo por el lago desde que se ocultaba el sol hasta que salta, siempre en la oscuridad de las noches invernales. Tonet vigilaba en la proa el haz de hierbas secas que ardía como una antorcha, esparciendo sobre el agua negra una gran mancha de sangre. El abuelo iba en la popa empuñando la fitora: una horquilla de hierro con las puntas dentadas, arma terrible, que, una vez clavada, sólo podía sacarse con grandes esfuerzos y horribles destrozos. La luz bajaba hasta el fondo del lago. Vetase el lecho de conchas, las plantas acuáticas, todo un mundo misterioso, invisible durante el día, y el agua era tan clara, que la barca parecía flotar en el aire, falta de apoyo. Los animales del lago, engañados por la luz, acudían ciegos al rojo resplandor, y el tío Paloma, ¡zas! no daba golpe con la fitora que no sacase del fondo un pez gordo coleando desesperado al extremo del agudo tridente.

Tonet se entusiasmó al principio con esta pesca; pero la diversión fue convirtiéndose poco a poco en esclavitud, y comenzó a odiar el lago, mirando con nostalgia las blancas casitas del Palmar, que se destacaban sobre las oscuras líneas de los carrizales.

Pensaba con envidia en sus primeros años, cuando, sin otra obligación que la de asistir a la escuela, correteaba por las calles del pueblo, oyéndose llamar guapo por todas las vecinas, que felicitaban a su madre.

Allí era dueño de su vida. La madre, enferma, le hablaba con pálida sonrisa, excusando todas sus travesuras, y la Borda le soportaba con la mansedumbre del ser inferior que admira al fuerte. La chiquillería que pululaba entre las barracas le reconocía por jefe, y marchaban unidos a lo largo del canal, apedreando a los ánades, que huían graznando entre las protestas de las mujeres.

El rompimiento con su abuelo fue la vuelta a la antigua holganza. Ya no saldría del Palmar antes del alba para permanecer en el lago hasta la noche. Todo el día era suyo en aquel pueblo, donde no quedaban más hombres que el cura en el presbiterio, el maestro en la escuela y el cabo de los carabineros de mar paseando sus fieros bigotes y su nariz roja de alcohólico por la orilla del canal, mientras las mujeres hacían red a la puerta de las barracas, quedando la calle a merced de la gente menuda.

Tonet, emancipado del trabajo, reanudó sus amistades. Tenía dos compañeros nacidos en las barracas inmediatas a la suya: Neleta y Sangonera.

La muchacha no tenia padre, y su madre era una vieja anguilera del Mercado de la ciudad, que a media noche cargaba sus cestas en la barcaza del ordinario, llamada el «carro de las anguilas». Por la tarde regresaba al Palmar, con su blanducha y desbordante obesidad rendida por el diario viaje y las riñas y regateos de la Pescadería. La pobre se acostaba antes de anochecer, para levantarse con estrellas y seguir esta vida anormal, que no la permitía atender a su hija. Ésta crecía sin más amparo que el de las vecinas, y especialmente el de la madre de Tonet, que la daba de comer muchas veces, tratándola como una nueva hija. Pero la muchacha era menos dócil que la Borda y prefería seguir a Tonet en sus escapatorias antes que permanecer horas enteras aprendiendo los d¡versos puntos de las redes.

Sangonera llevaba el mismo apodo de su padre, el borracho más famoso de toda la Albufera, un viejo pequeño que parecía acartonado por el alcohol desde muchos años. Al quedar viudo, sin más hijo que el pequeño Sangonereta, se entregó a la embriaguez, y la gente, viéndole chupar los líquidos con tanta ansia, lo comparó a una sanguijuela, creándole así su apodo.

Desaparecía del Palmar semanas enteras. De vez en cuando se sabía que andaba por los pueblos de tierra firme pidiendo limosna a los labradores ricos de Catarroja y Masanasa y durmiendo sus borracheras en los pajares. Cuando permanecía mucho tiempo en el Palmar desaparecían durante la noche las bolsas de red caladas en los canales; los mornells se vaciaban de anguilas antes que llegasen los amos, y más de una vecina, al contar sus ánades, ponía el grito en el cielo notando la falta de alguno. El carabinero de mar tosía fuerte y miraba de cerca al viejo Sangonera, como si pretendiese meterle los recios bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba, poniendo por testigos a los santos, a falta de fiadores de mayor crédito para su inocencia. ¡Era mala voluntad de las gentes, deseo de perderle, como si aún no tuviera bastante con su miseria, que le hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para apaciguar al fiero representante de la ley, que más de una vez había bebido a su lado, pero que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo sus viajes por la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar en algunas semanas.

Su hijo se negaba a seguirle en estas expediciones. Nacido en una choza de perros, donde jamás entraba el pan, había tenido que ingeniarse desde pequeño para conquistar la comida, y antes que seguir a su padre procuraba apartarse de él, para no compartir el producto de sus mañas.

Cuando los pescadores sentábanse a la mesa, vetan pasar y repasar por la puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa por fijarse en un lado del quicio, con la cabeza baja y la mirada hacia arriba, como un novillo próximo a embestir. Era Sangonereta, que rumiaba su hambre con expresión hipócrita de encogimiento y vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de pilluelo el afán de apoderarse de todo lo que veía.

La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre muchacho! Y atrapando al vuelo un hueso de fálica a medio roer, un pedazo de tenca o un mendrugo, llenaba la tripa de puerta en puerta. Si vela a los perros llamarse con sordo ladrido y correr hacia alguna de las tabernas del Palmar, Sangonereta corría también, como si estuviera en el secreto. Eran cazadores que guisaban su paella, gentes de Valencia que hablan venido al lago para comer un all i pebre; y cuando los forasteros, sentados ante la mesita de la taberna, tenían que defenderse a patadas, entre cucharada y cucharada, de los empujones de los perros famélicos, veíanse ayudados por el haraposo muchachuelo, que, en fuerza de sonrisas y de espantar los feroces canes, acababa por hacerse dueño de los restos de la sartén. Un carabinero le había dado un gorro viejo de cuartel; el alguacil del pueblo le regaló los pantalones de un cazador ahogado en un carrizal, y sus pies, siempre desnudos, eran tan fuertes como débiles sus manos, que jamás tocaron percha ni remo.

Sangonera, sucio, hambriento, metiendo su mano a cada instante bajo el gorro lleno de mugre para rascarse con furia, gozaba de gran prestigio entre la chiquillería. Tonet era más fuerte, le zurraba con facilidad, pero se reconocía inferior a él, siguiendo todas sus indicaciones. Era el prestigio del que sabe existir por cuenta propia, sin necesitar apoyo. La chiquillería le admiraba con cierta envidia al verle vivir sin miedo a correcciones paternales y sin obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto encanto, y los muchachos, que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas por la menor falta, creían ser más hombres acompañando a aquel tuno, que todo lo consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien, no viendo un objeto abandonado en las barcas del canal que no lo hiciese suyo.

Tenia guerra declarada a los habitantes del aire, ya que su captura exigía menos trabajo que la de los animales del lago. Cazaba con artes ingeniosas de su invención los gorriones llamados moriscos, que infestan la Albufera y son temidos por los agricultores como una mala peste, pues devoran gran parte de la cosecha de arroz. Su época mejor era el verano, cuando abundaban los fumarells, pequeñas gaviotas del lago, que aprisionaba por medio de una red.

El nieto del tío Paloma le ayudaba en esta tarea. Iban a medias en el negocio, según declaraba gravemente Tonet, y los dos muchachos pasaban las horas en acecho en las riberas del lago, tirando de la cuerdecita y aprisionando en la red a los incautos pájaros. Cuando tenían buena provisión, Sangonera, viajero audaz, emprendía el camino de Valencia llevando a la espalda la bolsa de red, dentro de la cual los fumarells agitaban sus alas oscuras y mostraban desesperados las panzas blancas. El pillete paseaba las calles inmediatas a la Pescadería pregonando sus pájaros, y los chicos de la ciudad corrían a comprarle los fumarells para hacerlos volar en las encrucijadas con un bramante atado a las patas.

Al regreso eran los disgustos entre los consocios y el rompimiento comercial. Imposible sacar cuentas con semejante tuno. Tonet se cansaba de zurrar a Sangonera, sin conseguir un ochavo de la venta; pero siempre crédulo y supeditado a su astucia, volvía a buscarlo en aquella barraca ruinosa y sin puerta donde dormía solo la mayor parte del año.

Cuando Sangonera pasó de los once años comenzó a repeler el trato de sus amigos. Su instinto de parásito le hizo frecuentar la iglesia, ya que ésta era el mejor camino para introducirse en la casa del vicario. En una población como el Palmar, el cura era tan pobre como cualquier pescador, pero Sangonera sentía cierta tentación por el vino de las vinajeras, del que oía hablar con grandes elogios en la taberna. Además, en los días de verano, cuando el lago parecía hervir bajo el sol, la pequeña iglesia se le aparecía como un palacio encantado, con su luz crepuscular filtrándose por las verdes ventanas, sus paredes enjalbegadas de cal y el pavimento de rojos ladrillos respirando la humedad del suelo pantanoso…

El tío Paloma, que despreciaba al pillete por ser enemigo de la percha, acogió con indignación sus nuevas aficiones. ¡Ah, grandísimo vago! ¡Y qué bien sabia escoger el oficio!

Cuando el vicario iba a Valencia le llevaba hasta la barca el ancho pañuelo, de los llamados de hierbas, lleno de ropa, y seguía por los ribazos despidiéndose del cura con tanta emoción como si no hubiera de verle más. Ayudaba a la criada del eclesiástico en los menesteres de la casa; traía leña de la Dehesa y agua de las fuentes que surgían en el lago, y sentía estremecimientos de gato goloso cuando en el cuartucho que servia de sacristía, solo y en silencio, se tragaba los restos de la mesa del vicario. Por las mañanas, al tirar de la cuerda del esquilón despertando a todo el pueblo, sentíase orgulloso de su estado. Los golpes con que los vicarios avivaban su actividad parectanle signos de distinción que lo colocaban por encima de sus compañeros.

Pero este afán de vivir a la sombra de la iglesia debilitábase algunas veces, cediendo el paso a cierta nostalgia por su antigua vida errante. Entonces buscaba a Neleta y Tonet, y juntos volvían a emprender los juegos y correrías por los ribazos, llegando hasta la Dehesa, que a sus simples compañeros les parecía el límite del mundo.

Una tarde de otoño, la madre de Tonet los envió a la selva por leña. En vez de molestarla jugueteando en el interior de la barraca, podían serla útiles trayendo algunos haces, ya que se aproximaba el invierno.

Los tres emprendieron el viaje. La Dehesa estaba florida y perfumada como un jardín. Los matorrales, bajo la caricia de un sol que parecía de verano, se cubrían de flores, y por encima de ellos brillaban los insectos como botones de oro, aleteando con sordo zumbido. Los pinos retorcidos y seculares se movían con majestuoso rumor, y bajo las bóvedas que formaban sus copas extendíase una dulce penumbra semejante a la de las naves de una catedral inmensa. De vez en cuando, al través de dos troncos se filtraba un rayo de sol como si entrase por un ventanal.

Tonet y Neleta, siempre que penetraban en la Dehesa, se sentían dominados por la misma emoción. Tenían miedo sin saber a quién; se creían en el palacio encantado de un gigante invisible que podía mostrarse de un momento a otro.

Caminaban por los tortuosos senderos de la selva, tan pronto ocultos por los matorrales que ondeaban por encima de sus cabezas, como subidos a lo más alto de una duna, desde la cual, al través de la columnata de troncos, se veía el inmenso espejo del lago, moteado por barcas pequeñas como moscas.

Sus pies resbalaban en el suelo, cubierto de capas de mantillo. Al ruido de sus pasos, al menor de sus gritos, estremecíanse los matorrales con locas carreras de animales invisibles. Eran los conejos que huían. A lo lejos sonaban lentamente los cencerros de las vacadas que pastaban por la parte del mar.

Los muchachos parecían embriagados por la calma y los perfumes de aquella tarde serena. Cuando entraban en la selva en los días de invierno, los matorrales escuetos y secos, el frío levante que soplaba del mar helándoles las manos, el aspecto trágico de la Dehesa a la luz gris de un cielo encapotado, hacían que recogiesen apresuradamente sus fajos de leña en los mismos linderos, huyendo en seguida hacia el Palmar. Pero aquella tarde avanzaban confiados, deseosos de correr toda la selva, aunque llegasen al fin del mundo.

Marchaban de sorpresa en sorpresa. Neleta, con sus instintos de hembra que desea hermosearse, en vez de buscar leña seca cortaba ramas de mirto, blandiéndolas sobre su cabeza despeinada. Después formaba ramos de menta y de otras hierbas olorosas cubiertas de florecillas, que la trastornaban con su picante perfume. Tonet cogía campanillas silvestres, y formando una corona la colocaba sobre los alborotados pelos de su amiga, riendo al ver cómo se asemejaba a las cabecitas pintadas en los altares de la iglesia del Palmar. Sangonera movía su hocico de parásito buscando algo aprovechable en aquella Naturaleza tan esplendorosa y perfumada. Se tragaba los racimos rojos de cerecitas de pastor, y con una fuerza que únicamente podía sacar a impulsos del estómago, arrancaba los palmitos de la tierra, buscando el margalló, el amargo troncho entre cuyas envolturas pulposas encontraba las tiernas hijuelas de dulce sabor.

En las calvas de la selva, llamadas mallaes, terrenos bajos desprovistos de árboles por estar inundados durante el invierno, revoloteaban las libélulas y las mariposas. Al correr los muchachos recibían en sus piernas las picaduras de los matorrales, los pinchazos de los juncos agudos como lanzas, pero reían del escozor y seguían adelante, asombrados de la hermosura de la selva. En los senderos encontraban gusanos cortos, gruesos y de vivos colores, como si fuesen flores animadas arrastrándose con nerviosa ondulación. Cogían estas orugas entre sus dedos, admirándolas como seres misteriosos cuya naturaleza no podían adivinar, y las volvían al suelo, siguiéndolas a gatas en sus lentas ondulaciones hasta que se ocultaban en el matorral. Las libélulas les hacían correr de un lado a otro, y los tres admiraban el vuelo nervioso de las más vulgares y rojas, llamadas caballete, y de las marotas, vestidas como hadas, con las alas de plata, el dorso verde y el pecho cubierto de oro.

Vagando al azar por el centro de la selva, al que nunca habían llegado, vieron de pronto transformarse el aspecto del paisaje. Se hundían en los matorrales de las hondonadas hasta verse en una lobreguez de crepúsculo. Sonaba un rugido incesante cada vez más cercano. Era el mar, que batía la playa al otro lado de la cadena de dunas que cerraba el horizonte.

Los pinos no eran rectos y gallardos, como por la parte del lago. Sus troncos estaban retorcidos; el ramaje era casi blanco y las copas se encorvaban hacia abajo. Todos los árboles crecían de través en una misma dirección, como si soplase un vendaval invisible en la profunda calma de la tarde. El viento del mar, en las grandes tempestades, martirizaba este lado de la selva, dándole un aspecto lúgubre. ‘

Los muchachos retrocedieron. Habían oído hablar de esta parte de la Dehesa, la más salvaje y peligrosa. El silencio y la inmovilidad de los matorrales les causaba miedo. Allí se deslizaban las grandes serpientes perseguidas por los guardas de la Dehesa; por allí pastaban los toros fieros que se separaban del rebaño, obligando a los cazadores a cargar con sal gruesa sus escopetas para espantarlos sin darles muerte.

Sangonera, como más conocedor de la Dehesa, guiaba a los suyos hacia el lago, pero los palmitos que encontraba en el camino le hacían desviarse, perdiendo el rumbo. Comenzaba a caer la tarde y Neleta se asustaba viendo oscurecerse la selva. Los dos muchachos reían. Los pinos formaban una inmensa casa; obscurecía allí dentro como en sus barracas cuando aún no se había puesto el sol, pero fuera de la selva todavía quedaba una hora de luz. No había prisa. Y continuaban en la busca de margallons, tranquilizándose la muchacha con las hijuelas que le regalaba Tonet, y que ella chupaba, retardándose en el camino. Cuando en la revuelta de un sendero se veía sola, corría para unirse con ellos.

Ahora sí que anochecía de veras… Lo declaraba Sangonera, como conocedor de la Dehesa. Ya no sonaban a lo lejos los esquilones del ganado. Había que salir pronto de la selva, pero después de recoger la leña, para evitarse una riña al volver a casa. Buscaron al pie de los pinos, entre los matorrales, las ramas secas. Formaron apresuradamente tres pequeños haces, y casi a tientas comenzaron la marcha. A los pocos pasos la oscuridad era completa. Por la parte donde debía estar la Albufera marcábase un resplandor de incendio próximo a extinguirse, pero dentro de la selva apenas si los troncos y los matorrales se destacaban como sombras más fuertes sobre el lóbrego fondo.

Sangonera perdía la serenidad, no sabiendo ciertamente por dónde marchaba. Estaban fuera del sendero; se hundían en espinosos matorrales que les arañaban las piernas. Neleta suspiraba de miedo, y de pronto dio un grito y cayó. Había tropezado con las raíces de un pino cortado a flor de tierra, lastimándose un pie. Sangonera hablaba de continuar adelante, dejando abandonada a aquella maula que sólo sabía gemir. La muchacha lloraba sordamente, como si temiera alterar el silencio del bosque, atrayendo las horribles bestias que poblaban la oscuridad, y Tonet amenazaba por lo bajo a Sangonera con fabulosas cantidades de coces y bofetadas si no permanecía con ellos sirviéndoles de guía.

Marchaban lentamente, tanteando con los pies el terreno, hasta que de pronto no tropezaron ya con matorrales, encontrando el resbaladizo mantillo de los senderos. Pero entonces, al hablar Tonet, no recibió contestación de su compañero, que marchaba delante.

—¡Sangonera! ¡Sangonera!

Un ruido de ramas rotas, de matorrales rozados en la fuga, como si escapase un animal salvaje, fue la única respuesta. Tonet gritó de rabia. ¡Ah, grandísimo ladrón! Huía para salir pronto de la selva; no quería seguir con sus compañeros por no ayudar a Neleta.

Al quedar solos los dos muchachos, sintieron desplomarse de golpe la poca serenidad que les restaba. Sangonera, con su experiencia de vagabundo, les parecía un gran auxiliar. Neleta, aterrada, olvidando toda prudencia, lloraba a gritos, y sus sollozos resonaban en el silencio de la selva, que parecía inmensa. El miedo de su compañera resucitó la energía de Tonet. Había pasado un brazo por la espalda de la muchacha, la sostenía, la animaba, preguntándola si podía andar, si quería seguirle, marchando siempre adelante, sin que el pobre muchacho supiera adónde.

Permanecieron los dos unidos mucho tiempo: ella sollozando, él con el temblor que le producía lo desconocido, pero al cual deseaba sobreponerse.

Algo viscoso y helado pasó junto a ellos azotándoles la cara: tal vez un murciélago; y este contacto, que les produjo escalofríos, los sacó de su dolorosa inercia. Emprendieron la marcha apresuradamente, cayendo y levantándose, enredándose en los matorrales, chocando con los árboles, temblando ante los rumores que parecían espolearles en su fuga. Los dos pensaban lo mismo, pero se ocultaban el pensamiento instintivamente para no aumentar su miedo. El recuerdo de Sancha estaba fijo en su memoria. Pasaban en tropel por su imaginación todos los cuentos del lago oídos por las noches junto al hogar de la barraca, y al tropezar sus manos con los troncos, creían tocar la piel rugosa y fría de enormes reptiles. Los gritos de las fálicas sonando lejanos, en los carrizales del lago, les parecían lamentos de personas asesinadas. Su carrera loca a través de los matorrales, tronchando las ramas, abatiendo las hierbas, despertaba bajo la oscura maleza misteriosos seres que también corrían entre el estrépito de las hojas secas.

Llegaron a una gran mallada, sin adivinar en qué lugar estaban de la interminable selva. La oscuridad era menos densa en este espacio descubierto. Arriba se extendía el cielo de intenso azul, espolvoreado de luz, como un gran lienzo tendido sobre las masas negras del bosque que rodeaban la llanura. Los dos niños se detuvieron en esta isla luminosa y tranquila. Se sentían sin fuerzas para seguir adelante. Temblaban de miedo ante la profunda arboleda que se movía por todos lados como un oleaje de sombras.

Se sentaron, estrechamente abrazados, como si el contacto de sus cuerpos les infundiese confianza. Neleta ya no lloraba. Rendida por el dolor y el cansancio, apoyaba la cabeza en el hombro de su amigo, suspirando débilmente. Tonet miraba a todas partes, como si le asustase, aún más que la lobreguez de la selva, aquella claridad crepuscular, en la que creía ver de un momento a otro la silueta de una bestia feroz, enemiga de los niños extraviados. El canto del cuclillo rasgaba el silencio; las ranas de una charca inmediata, que habían callado al llegar ellos, recobraban la confianza, volviendo a reanudar su melopea; los mosquitos, pegajosos y pesados, zumbaban en torno de su! cabezas, marcándose en la penumbra con negro chisporroteo.

Los dos niños recobraban poco a poco la serenidad. No estaban mal allí; podían pasar la noche. Y el calor de sus cuerpos, incrustados uno en otro, parecía darles nueva vida, haciéndoles olvidar el miedo y las locas carreras a través de la selva.

Encima de los pinos, por la parte del mar, comenzó a teñirse el espacio de una blanquecina claridad. Las estrellas parecían apagarse sumergidas en un oleaje de leche. Los muchachos, excitados por el ambiente misterioso de la selva, miraban este fenómeno con ansiedad, como si alguien viniera volando en su auxilio rodeado de un nimbo de luz. Las ramas de los pinos, con el tejido filamentoso de su follaje, se destacaban como dibujadas en negro sobre un fondo luminoso. Algo brillante comenzó a asomar sobre las copas de la arboleda; primero fue una pequeña línea ligeramente arqueada como una ceja de plata; después un semicírculo deslumbrante, y por fin, una cara enorme, de suave color de miel, que arrastraba por entre las estrellas inmediatas su cabellera de resplandores. La luna parecía sonreír a los dos muchachos, que la contemplaban con adoración de pequeños salvajes.

La selva se transformaba con la aparición de aquel rostro mofletudo, que hacía brillar como varillas de plata los juncos de la llanura. Al pie de cada árbol esparcíase una inquieta mancha negra, y el bosque parecía crecer, doblarse, extendiendo sobre el luminoso suelo una segunda arboleda de sombra. Los buixquerots, salvajes ruiseñores del lago, tan amantes de su libertad, que mueren apenas los aprisionan, rompieron a cantar en todos los límites de la mallada, y hasta los mosquitos zumbaron más dulcemente en el espacio impregnado de luz.

Los dos muchachos comenzaban a encontrar grata su aventura.

Neleta ya no sentía el dolor del pie y hablaba quedamente al oído de su compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de gatita abandonada y vagabunda, la hacía superiora Tonet. Se quedarían en la selva, ¿verdad? Ya buscarían al día siguiente, al volver al pueblo, un pretexto para explicar su aventura. Sangonera sería el responsable. Ellos pasarían la noche allí, viendo lo que jamás habían visto; dormirían juntos: serían como marido y mujer. Y en su ignorancia se estremecían al decir estas palabras, estrechando con más fuerza sus brazos. Se apretaban, como si el instinto les dictase que su naciente simpatía necesitaba confundir el calor de sus cuerpos.

Tonet sentía una embriaguez extraña, inexplicable. Nunca el cuerpo de su compañera, golpeado más de una vez en los rudos juegos, había tenido para él aquel calor dulce que parecía esparcirse por sus venas y subirse a su cabeza, causándole la misma turbación que los vasos de vino que el abuelo le ofrecía en la taberna. Miraba vagamente frente a él, pero toda su atención estaba fija en la cabeza de Neleta, que pesaba sobre su hombro; en la caricia con que aquella boca, al respirar, envolvía su cuello, como si le cosquillease la piel una mano aterciopelada. Los dos callaban, y su silencio aumentaba el encanto. Ella abría sus ojos verdes, en cuyo fondo se reflejaba la luna como una gota de rocío, y revolviéndose para encontrar postura mejor, volvía a cerrarlos.

—Tonet… Tonet… —murmuraba como si soñase; y se apretaba contra su compañero.

¿Qué hora era…? El muchacho sentía cerrarse sus ojos, más que por el sueño, por la extraña embriaguez que parecía anonadarle. De los susurros del bosque sólo percibía el zumbido de los mosquitos que aleteaban como un nimbo de sombra sobre sus duras epidermis de hijos del lago. Era un extraño concierto que los arrullaba, meciéndolos sobre las primeras ondas del sueño. Chillaban unos como violines estridentes, prolongando hasta lo infinito la misma nota; otros, más graves, modulaban una corta escala, y los gordos, los enormes, zumbaban con sorda vibración, como profundos contrabajos o lejanas campanadas de reloj.

A la mañana siguiente les despertó el sol, quemando sus caras, y el ladrido de un perro de los guardas que les ponía los colmillos junto a los ojos.

Estaban casi en el límite de la Dehesa, y el camino fue corto para llegar al Palmar.

La madre de Tonet, siempre bondadosa y triste, para indemnizarse de una noche de angustia corrió percha en mano a su hijo, alcanzándole con algunos golpes a pesar de su ligereza. Además, por vía de adelanto, mientras venía la madre de Neleta en el «carro de las anguilas», propinó a ésta varios mojicones, para que otra vez no se perdiera en el bosque.

Después de esta aventura, todo el pueblo, con acuerdo tácito, llamó novios a Tonet y Neleta, y ellos, como ligados para siempre por la noche de inocente contacto pasada en la selva, se buscaron y se amaron sin decírselo con palabras, como si quedase sobrentendido que sólo podían ser uno del otro.

Esta aventura fue el término de su niñez. Se acabaron las correrías, la existencia alegre y descuidada, sin ninguna obligación. Neleta hizo la misma vida que su madre: salía para Valencia todas las noches con las cestas de anguilas, y no volvía hasta la tarde siguiente. Tonet, que sólo podía verla un momento al anochecer, trabajaba en las tierras de su padre o iba a pescar con éste y el abuelo.

El tío Toni antes bondadoso, era ahora exigente, como el tío Paloma, al ver crecido a su hijo, y Tonet, como bestia resignada, iba arrastrado al trabajo. Su padre, aquel héroe tenaz de la tierra, era inquebrantable en sus resoluciones. Cuando llegaba la época de plantar el arroz o de la recolección, el muchacho pasaba el día en las tierras del Saler. El resto del año pescaba en el lago, unas veces con su padre y otras con el abuelo, que le admitía de camarada en su barca, pero jurando a cada momento contra la perra suerte que hacia nacer tales vagos en su familia.

Además, el muchacho veíase impulsado al trabajo por el hastío. En el pueblo no quedaba nadie con quien entretenerse durante el día. Neleta estaba en Valencia, y sus antiguos compañeros de juegos, crecidos ya como él y con la obligación de ganarse el pan, iban en las barcas de sus padres. Quedaba Sangonera; pero este tuno, después de la aventura de la Dehesa, se alejaba de Tonet, recordando la paliza con que había agradecido el abandono de aquella noche.

El vagabundo, como si este suceso decidiese su porvenir, se había refugiado en la casa del cura, sirviéndole de criado, durmiendo como un perro detrás de la puerta, sin acordarse de su padre, que sólo aparecía de tarde en tarde en aquella barraca abandonada, por cuya techumbre caía la lluvia como en campo raso.

El viejo Sangonera tenía ahora una industria: cuando no estaba borracho se dedicaba a cazar las nutrias del lago, que, perseguidas encarnizadamente a través de los siglos, no llegaban a una docena.

Una tarde que digería su vino en un ribazo, vio ciertos remolinos y hervir el agua en grandes burbujas. Alguien buceaba en el fondo, entre las redes que cerraban el canal, buscando los mornells cargados de pesca. Metido en el agua, con una percha que le prestaron, persiguió a palos a un animal negruzco que corría por el fondo, hasta que consiguió matarlo, apoderándose de él.

Era la famosa Ilúdria, de la que se hablaba en el Palmar como de un animal fantástico; la nutria, que en otros tiempos pululaba en tal cantidad en el lago, que imposibilitaba la pesca, rompiendo las redes.

El viejo vagabundo se consideró el primer hombre de la Albufera. La Comunidad de Pescadores del Palmar, según antiguas leyes consignadas en los librotes que guardaba su jefe el jurado, venía obligada a dar un duro por cada nutria que le presentasen. El viejo tomó su premio, pero no se detuvo aquí. Aquel animal era un tesoro; y se dedicó a enseñarlo en el puerto de Catarroja, en el de Silla, llegando hasta Sueca y Cullera en su viaje triunfal alrededor del lago.

De todas partes le llamaban. No había taberna donde no le recibiesen con los brazos abiertos. ¡Adelante, tío Sangonera! ¡A ver el animalucho que había cazado! Y el vagabundo, después de hacerse obsequiar con varios vasos, sacaba amorosamente de debajo de la manta la pobre bestia, blanducha y hedionda, haciendo admirar su piel y permitiendo que la pasasen la mano por encima —pero con gran cuidado, ¿eh?para apreciar la finura de su pelo.

Jamás el pequeño Sangonereta, al venir al mundo, fue llevado en los brazos de su padre con tan cariñosa suavidad como aquel animalejo. Pero pasaron los días, la gente se cansó de la Ilúdria, nadie daba por ella ni una mala copa de aguardiente, y no hubo taberna de la que no despidieran a Sangonera como un apestado, por el hedor insufrible de aquella bestia corrompida que llevaba a todas partes bajo la manta. Antes de abandonarla aún sacó de ella nuevo producto, vendiéndola en Valencia a un disecador de animales, y desde entonces declaró a todo el mundo su vocación: sería cazador de nutrias.

Se dedicó a buscar otra, como quien persigue la dicha. El premio de la Comunidad de Pescadores y la semana de borrachera continua y gratuita, con el gaznate a trato de rey, no se apartaban de su memoria. Pero la segunda nutria no quería dejarse coger. Alguna vez creyó verla en las más apartadas acequias del lago, pero se ocultaba inmediatamente, como si todas las de la familia se hubieran pasado aviso de la nueva profesión de Sangonera. Su desesperación le hacía emborracharse a crédito de las nutrias que había de cazar, y ya llevaba bebidas más de dos, cuando una noche lo encontraron unos pescadores ahogado en un canal. Había resbalado en el fango, e incapaz de levantarse por su embriaguez, quedó en el agua acechando para siempre su nutria.

La muerte del padre de Sangonera hizo que éste se refugiase para siempre en la casa del vicario, no volviendo más a su barraca. Se sucedían los curas en el Palmar, pueblo de castigo, donde sólo iban los desesperados o los que estaban en desgracia, saliendo de esta miseria tan pronto como podían. Todos los vicarios, al tomar posesión de la pobre iglesia, se encargaban igualmente de Sangonera, como de un objeto indispensable para el culto. En el pueblo, sólo él sabía ayudar una misa. Conservaba en su memoria todas las prendas guardadas en la sacristía, con el número de desgarrones, remiendos y agujeros de polilla; y solicito en todo y deseoso de agradar, no formulaba su amo una orden que no estuviera cumplida al momento.

La consideración de que él era el único en el pueblo que no trabajaba percha en mano ni pasaba las noches en medio de la Albufera causábale cierto orgullo, haciendo que mirase con altanería a los demás.

Los domingos, al amanecer, él era quien abría la marcha con la cruz en alto al frente del rosario de la Aurora. Hombres, mujeres y niños, en dos largas filas, iban cantando con paso lento por la única calle del pueblo, esparciéndose después por los ribazos y las barracas aisladas, para que la ceremonia fuese de más duración. En la penumbra del amanecer brillaban los canales como láminas de sombrío acero, coloreábanse de rojo las nubecillas por la parte del mar, y los gorriones moriscos volaban en bandadas, surgiendo de las techumbres de los viveros, contestando con sus piídos alegres de vagabundos satisfechos de la vida y la libertad al canto triste y melancólico de los fieles.

«¡Despierta, cristiano…!», cantaba el rosario a lo largo del pueblo; y lo gracioso de la llamada era que todo el vecindario iba en la procesión, y en las casas, vacías, sólo despertaban los perros con sus ladridos y los gallos, que rasgaban la triste melopea con su canto sonoro como un trompetazo saludando la nueva luz y la alegría de un día más.

Tonet, al marchar en el rosario, miraba rabiosamente a su antiguo camarada, al frente de todos como un general, enarbolando la cruz a guisa de bandera. ¡Ah, ladrón! ¡Aquél había sabido arreglarse la vida a su gusto!

Él, mientras tanto, vivía sometido a su padre, cada vez más grave y poco comunicativo: bueno en el fondo, pero llegando hasta la crueldad con los suyos en la tenaz pasión por el trabajo. Los tiempos eran malos. Las tierras del Saler no daban dos buenas cosechas seguidas, y la usura, a la que acudía el tío Toni como auxiliar de sus empresas, devoraba la mayor parte de sus esfuerzos. En la pesca, los Palomas tenían siempre mala suerte, llevándose los peores sitios del lago en los sorteos de la Comunidad. Además, la madre se consumía lentamente, agonizaba, cual si la vida se derritiese dentro de ella como un cirio, escapándose por la herida de sus trastornadas entrañas, sin otra luz que el brillo enfermizo de los ojos.

La existencia era triste para Tonet. Ya no conmovía con sus diabluras el Palmar; ya no le besaban las vecinas, declarándole el chico más guapo del pueblo; ya no era el preferido entre sus compañeros, el día del sorteo de los redolins, para meter la mano en la bolsa de cuero de la Comunidad y sacar las suertes. Ahora era un hombre. En vez de hacer pesar en casa su voluntad de niño mimado, le mandaban a él; era tan poca cosa como la Borda, y a la menor rebelión alzábase amenazante la pesada mano del tío Toni mientras el abuelo aprobaba con chillona risa, afirmando que así se cría derecha a la gente.

Cuando murió la madre pareció renacer el antiguo afecto entre el abuelo y su hijo. El tío Paloma lamentó la ausencia de aquel ser dócil que sufría en silencio todas sus manías; sintió crearse el vacío en torno de él y se agarró al hijo, poco obediente a su voluntad, pero que jamás osaba contradecirle en su presencia.

Pescaron juntos, lo mismo que en otros tiempos; iban algún rato a la taberna como camaradas, mientras en la barraca la pobre Borda atendía a los quehaceres del hogar con la precocidad de las criaturas desgraciadas.

Neleta era también como de la familia. Su madre ya no podía ir al Mercado de Valencia. La humedad de la Albufera parecía habérsele filtrado hasta la médula de los huesos, paralizando su cuerpo, y la pobre mujer permanecía inmóvil en su barraca, gimiendo a impulsos de los dolores de reumática, gritando como una condenada y sin poder ganarse el sustento. Las compañeras del Mercado la daban como limosna algo de sus cestas, y la pequeña, cuando sentía hambre en su barraca, corría a la de Tonet, ayudando a la Borda en sus tareas con una autoridad de niña mayor. El tío Toni la acogía bien. Su generosidad de luchador en continuo combate con la miseria le hacía ayudar a todos los caídos.

Neleta se criaba en la barraca de su novio. Iba a ella en busca del sustento, y sus relaciones con Tonet tomaban un carácter más fraternal que amoroso.

El muchacho no se cuidaba mucho de su novia. Estaba seguro de ella. ¿A quién podía querer? ¿Tenía derecho a fijarse en otro, después que todo el pueblo los había reconocido como novios? Y tranquilo por la posesión de Neleta, que crecía en la miseria como una flor rara, contrastando su hermosura con la pobreza física de las otras hijas del Palmar, no la atendía gran cosa, y la trataba con la misma confianza que si ya fuesen esposos. Transcurrían a veces semanas enteras sin que él la hablase.

Otras aficiones atraían a aquel hombrecito, que pasaba por ser el mozo más bien plantado del Palmar. Enorgullecíale el prestigio de valiente que había adquirido entre sus antiguos compañeros de juegos, hombres ahora como él. Se había peleado con unos cuantos, saliendo siempre vencedor. Percha en mano había descalabrado a algunos, y una tarde corrió por los ribazos, con la fitora de pescar, a un barquero de Catarroja que gozaba fama de temible. El padre torcía el gesto al conocer estas aventuras, pero el abuelo reía, reconciliándose momentáneamente con su nieto. Lo que más alababa el tío Paloma era que el muchacho, en cierta ocasión, hubiera hecho frente a los guardas de la Dehesa, llevándose por la brava un conejo que acababa de matar. No era trabajador, pero tenía su sangre.

Aquel mocito que aún no había cumplido los dieciocho años, y del que se hablaba mucho en el pueblo, tenía su escenario favorito, adonde corría apenas dejaba atracada en el canal la barca del padre o la del abuelo.

Era la taberna de Cañamel un establecimiento nuevo del que se hacían lenguas en toda la Albufera. No estaba, como las otras tabernillas, instalada en una barraca de techo bajo y ahumado, sin más respiradero que la puerta. Tenía casa propia, un edificio que entre las barracas de paja parecía portentoso, con paredes de mampostería pintadas de azul, techo de tejas y dos puertas, una a la única calle del pueblo y otra al canal. El espacio entre las dos puertas estaba siempre lleno de cultivadores de arroz y de pescadores, gente que bebía de pie frente al mostrador, contemplando como hipnotizada las dos filas de rojos toneles, o se sentaba en los taburetes de cuerda, ante las mesillas de pino, siguiendo interminables partidas de brisca y de truque.

El lujo de esta taberna enorgullecía a los parroquianos. Las paredes estaban chapadas de azulejos de Manises hasta la altura de las cabezas. Por encima extendíanse paisajes fantásticos, verdes o azules, con caballos como ratas y árboles más pequeños que los hombres, y de las vigas pendían ristras de morcillas, alpargatas de esparto y manojos de cuerdas amarillas y punzantes que se empleaban como jarcias en las grandes barcas del lago.

Todos admiraban a Cañamel. ¡El dinero que tenía aquel gordo…! Había sido guardia civil en Cuba y carabinero en España; después vivió muchos años en Argelia; conocía algo de todos los oficios, y sabía tanto, ¡tanto! que, según expresión del tío Paloma, se enteraba durante su sueño del lugar donde se acostaba cada peseta, y al día siguiente corría a cogerla.

En el Palmar nunca se había bebido vino como el suyo. Todo era de lo mejor en aquella casa. El amo recibía bien a los parroquianos y arañaba en los precios de un modo razonable.

Cañamel no era del Palmar, ni siquiera valenciano. Era de muy lejos, de allá donde hablan en castellano. En su juventud había estado en la Albufera de carabinero, casándose con una muchacha del Palmar, pobre y fea. Después de una vida accidentada, al reunir algunos cuartos, había venido a establecerse en el pueblo de su mujer, cediendo a los deseos de ésta. La pobre estaba enferma y revelaba poca vida: parecía gastada por aquellos viajes que la hacían soñar con su tranquilo rincón del lago.

Los demás taberneros del pueblo vociferaban contra Cañamel al ver cómo se apoderaba de los parroquianos. ¡Ah, grandísimo tunante! ¡Por algo daba tan barato el vino bueno! Lo que menos le interesaba era la taberna: en otra parte estaba su negocio, y por algo había venido de tan lejos a establecerse allí. Pero Cañamel, al enterarse de tales palabras, sonreía bondadosamente. ¡Al fin todos habían de vivir!

Los más íntimos de Cañamel sabían que no eran infundadas estas murmuraciones. La taberna le importaba poco. Su principal negocio era por la noche, después de cerrarla; por algo había sido carabinero y recorrido las playas. Todos los meses caían fardos en la costa, rodando en la arena a impulsos de un enjambre de bultos negros que los levantaban en alto, llevándolos a través de la Dehesa hasta las orillas del lago. Allí, las barcas grandes, los laúdes de la Albufera, que podían cargar hasta cien sacos de arroz, se abarrotaban con los fardos de tabaco, emprendiendo lentamente la marcha en la oscuridad hacia tierra firme… Y al día siguiente, ni visto ni oído.

Escogía la tropa para estas expediciones entre los más audaces que concurrían a su taberna. Tonet, a pesar de sus pocos años, fue agraciado dos o tres veces con la confianza de Cañamel por ser muchacho valiente y reservado. En este trabajo nocturno podía ganarse un hombre de bien dos o tres duros, que después dejaba otra vez en manos de Cañamel bebiendo en su taberna. Y todavía los infelices, comentando al día siguiente los azares de una expedición de la que eran ellos los principales protagonistas, se decían admirados: «¡Pero qué agallas tiene ese Cañamel…! ¡Con qué atrevimiento se expone a que le metan mano…».

Las cosas marchaban bien. En la playa todos eran ciegos, gracias a la buena maña del tabernero. Sus antiguos amigos de Argel le enviaban con puntualidad los cargamentos, y el negocio rodaba tan suavemente, que Cañamel a pesar de que correspondía con extraordinaria generosidad al silencio de los que podían perjudicarle, prosperaba a toda prisa. Al año de estar en el Palmar ya había comprado tierras de arroz y tenía en el piso alto de la taberna su talego de plata para sacar de apuros a los que solicitaban préstamos.

Su respetabilidad crecía rápidamente. Al principio le habían dado el apodo de Cañamel por el acento suave y dulzón con que se expresaba en un valenciano trabajoso. Después, al verle rico, la gente, sin olvidar el apodo, le llamaba Paco, pues, según declaraba su mujer, así le llamaban en su país, y él se enfurecía sordamente si le apelaban Quico, como a los otros Franciscos del pueblo.

Al morir su mujer, pobre compañera de la época de infortunio, su hermana menor, una pescadora fea, viuda y de carácter dominante, pretendió acampar en la taberna con carácter de dueña, escoltada por todos los de la familia. Halagaban a Cañamel con los cuidados que inspira un pariente rico, hablándole de lo difícil que era para un hombre solo seguir al frente de la taberna. ¡Allí faltaba una mujer! Pero Cañamel que había odiado siempre a la cuñada por su mala lengua y temblaba ante la posibilidad de que aspirase a ocupar el puesto aún caliente de su hermana, la puso en la puerta, desafiando sus protestas escandalosas. Al cuidado del establecimiento le bastaban dos viejas, viudas de pescadores, que guisaban los all i pebres para los aficionados que venían de Valencia, y limpiaban aquel mostrador en el que gastaba sus codos todo el pueblo.

Cañamel al verse libre, hablaba contra el matrimonio. Un hombre de su fortuna sólo podía casarse por conveniencia con alguna que tuviese más dinero que él. Y por las noches reía oyendo al tío Paloma, que era elocuente cuando hablaba de las mujeres.

El viejo barquero declaraba que el hombre debía ser como los buixquerots del lago, que cantan alegremente mientras están en libertad, y cuando los meten en una jaula prefieren morir antes que verse encerrados.

Todas sus comparaciones se las facilitaban los pájaros de la Albufera. ¡Las hembras…! ¡Mala peste! Eran los seres más ingratos y olvidadizos de la creación. No había más que ver a los pobres collverts del lago. Vuelan siempre en compañía de la hembra, y no saben ir sin ella ni a buscar la comida. Dispara el cazador. Si cae muerta la hembra, el pobre macho, en vez de escapar, vuela y vuela en torno del sitio donde pereció su compañera, hasta que el tirador acaba también con él. Pero si cae el pobre macho, la hembra sigue volando tan fresca, sin volver la cabeza, como si nada hubiese pasado, y al notar la falta del acompañante se busca otro… ¡Cristo! Así son todas las hembras, lo mismo las que llevan plumas que las que visten zagalejos.

Tonet pasaba las noches jugando al truque en la taberna y ansiaba la llegada del domingo para estar allí todo el día. Le gustaba la vida de inmovilidad, con el porrón al alcance de la mano, manejando los mugrientos naipes sobre la manta que cubría la mesilla y apuntando con pequeños guijarros o granos de maíz, que representaban el valor de las apuestas. ¡Lástima que no fuese rico como Cañamel para proporcionarse siempre esta vida de señor! Rabiaba al pensar que al día siguiente tendría que fatigarse en la barca, y tan creciente era su pasión por la pereza, que Cañamel ya no le buscaba para los trabajos nocturnos, al ver con qué mal gesto cargaba los fardos y cómo disputaba con los compañeros de trabajo para evitarse fatigas.

Sólo mostraba actividad y sacudía su somnolencia de perezoso ante una diversión próxima. En la gran fiesta del Palmar en honor del Niño Jesús, el tercer día de Navidad, Tonet se distinguía entre todos los mozos del lago. Cuando en la víspera llegaba la música de Catarroja en una gran barca, los jóvenes se metían en el agua del canal, pugnando por quién avanzaba más y cogía el bombo. Era un honor que hacia pavonearse altivo ante las muchachas, apoderarse del enorme instrumento y cargárselo a la espalda, paseándolo por el pueblo.

Tonet se metía hasta el pecho en el agua, fría como hielo liquido, disputaba a puñetazos la delantera a los más audaces y se agarraba a la borda de la barca, haciendo suya la voluminosa caja.

Después, en los tres días de fiestas, venían las diversiones tormentosas, que las más de las veces acababan a palos. El baile en la plaza a la luz de teas resinosas, donde obligaba a Neleta a permanecer sentada, pues por algo era su novia, mientras él bailaba con otras menos guapas, pero mejor vestidas, y las noches de albaes, serenatas de la gente joven, que iba hasta el amanecer de puerta en puerta cantando coplas, escoltada por un pellejo de vino para tomar fuerzas y acompañando cada canción con una salva de relinchos y otra de tiros.

Pero transcurrida esta corta temporada, Tonet volvía a aburrirse en su vida de trabajo, sin otro horizonte que el lago. Se escapaba a veces, despreciando la cólera de su padre, y desembarcaba en el puerto de Catarroja, recorriendo los pueblos de la tierra firme, donde tenía amigos de la época de la siega. Otras veces tomaba el camino por el Saler, y llegaba a Valencia con el propósito de quedarse en la ciudad, hasta que el hambre le empujaba de nuevo a la barraca de su padre. Había visto de cerca la existencia de los que viven sin trabajar y abominaba de su mala suerte, que le hacía permanecer como un anfibio en un país de cañas y barro, donde el hombre, desde pequeño, tiene que encerrarse en una barquichuela, eterno ataúd sin el cual no puede moverse.

El hambre de placeres se despertaba en él, rabiosa y dominadora. Jugaba en la taberna hasta que Cañamel lo ponla en la puerta a media noche; había probado todos los líquidos que se beben en la Albufera, incluso la absenta pura que traen los cazadores de la ciudad para mezclarla con el agua hedionda del lago, y más de una noche, al tenderse en su camastro de la barraca, los ojos del padre le habían seguido con expresión severa, percibiendo su paso inseguro y su respiración jadeante de alcoholizado. El abuelo protestaba con palabras de indignación. Santo y bueno que le gustase el vino; al fin vivían eternamente sobre el agua, y el buen barquero debe conservar la panza caliente… Pero ¿bebidas «compuestas»…? ¡Así empezó el viejo Sangonera!

Tonet olvidaba todos sus afectos. Golpeaba a la Borda, tratándola como a una bestia sumisa, y apenas si prestaba atención a Neleta, acogiendo sus palabras con bufidos de impaciencia. Si obedecía a su padre era de un modo tan forzado, que el gran trabajador palidecía, moviendo sus manazas poderosas como si fuese a despedazarle. El muchacho despreciaba a todo el pueblo, viendo en él un rebaño miserable nacido para el hambre y la fatiga, de cuyas filas debía salir a cualquier precio. Los que tornaban orgullosos de la pesca, mostrando los cestones de anguilas y tencas, le hacían sonreír. Al pasar frente a la casa del vicario veta a Sangonera, que, dedicado ahora a la lectura, pasaba las horas sentado en la puerta leyendo libros religiosos y disfrazando su gesto de pillo con una expresión compungida. ¡Imbécil! ¿Qué le importarían aquellos libracos que le prestaban los vicarios…?

Quería vivir, gozar de un golpe todas las dulzuras de la existencia. Se imaginaba que cuantos habitaban al otro lado del lago, en los pueblos ricos o en la ciudad grande y ruidosa, le robaban una parte de los placeres que le correspondía por indiscutible derecho.

En la época de la siega del arroz, cuando miles de hombres llegaban a la Albufera de todos los extremos de la provincia, atraídos por los grandes jornales que ofrecían los propietarios faltos de brazos, Tonet se reconciliaba momentáneamente con la vida en aquel rincón del mundo. Veía caras nuevas, hacía amigos, encontraba una rara alegría en estos vagabundos que, con la hoz en la mano y el saco de ropa a la espalda, iban de un punto a otro trabajando mientras lucía el sol, para emborracharse así que llegaba la noche.

Le gustaba esta gente de existencia accidentada y le entretenían sus relatos, más interesantes que los cuentos murmurados junto a la lumbre. Unos habían estado en América, y olvidando su miseria en los remotos países, hablaban de éstos como de un paraíso donde todos nadaban en oro. Otros contaban sus largas estancias en la Argelia salvaje, en los mismos límites del Desierto, donde se habían ocultado mucho tiempo por un navajazo dado en su pueblo o un robo que les «acumulaban» los enemigos. Y Tonet, al oírles, creía percibir en el vientecillo putrefacto de la Albufera el perfume exótico de aquellos países maravillosos, y en el brillo de los azulejos de la taberna veta sus portentosas riquezas.

Esta amistad con los vagabundos se estrechaba, hasta el punto de que, al terminar la siega y cobrar ellos sus jornales, los acompañaba Tonet en una orgía brutal a través de todas las poblaciones inmediatas al lago; carrera loca de taberna en taberna, de albaes por la noche ante ciertas ventanas, que terminaba con una pelea general cuando, escaseando el dinero, parecía el vino más agrio y se disputaba por quién era el obligado a pagar…

Una de estas expediciones fue famosa en la Albufera. Duró más de una semana, y en todo este tiempo el tío Toni no vio a su hijo en el Palmar. Se supo que la banda de alborotadores iba como una fiera suelta por la parte de la Ribera, que en Sollana apalearon a un guarda y en Sueca habían sido descalabrados dos de la cuadrilla en una pelea de taberna. La Guardia Civil iba al alcance de estas expediciones de locos.

Una noche avisaron al tío Toni que su hijo acababa de aparecer en casa de Cañamel con las ropas sucias de barro, como si hubiese caído en una acequia, brillándole aún en los ojos la borrachera de siete días. El sombrío trabajador fue allá, silencioso como siempre, con un ligero bufido que movía sus labios como si se pegasen uno a otro.

Su hijo bebía en el centro de la taberna con la sed del ebrio, rodeado de un público atento, al que hacia reír con el relato de las barrabasadas cometidas en esta expedición de recreo.

De un revés, el tío Toni le rompió el porrón que llevaba a su boca, abatiéndole la cabeza sobre un hombro. Tonet, anonadado por el golpe y viendo a su padre frente a él, se encogió por unos momentos; pero después, brillando en sus ojos una luz turbia e impura que daba miedo, se lanzó contra él, gritando que nadie le pegaba impunemente, ni aun su mismo padre.

Pero no era fácil rebelarse contra aquel hombretón grave y silencioso, firme como el deber, y que llevaba en sus brazos la energía de más de treinta años de continua batalla con la miseria. Sin despegar los labios contuvo a la fierecilla, que pretendía morderle, con una bofetada que le hizo tambalearse, y casi al mismo tiempo, con el empuje de uno de sus pies lo envió contra el muro, haciéndole caer de bruces en la mesilla de unos jugadores.

La gente se abalanzó sobre el padre, temiendo que en su cólera de atleta silencioso aporrease a todos los concurrentes de la taberna. Cuando se restableció la calma y soltaron al tío Toni su hijo ya no estaba allí. Había huido levantando los brazos en actitud desesperada… ¡Le habían pegado…! ¡A él, que tan temido era…! ¡Y en presencia de todo el Palmar…!

Transcurrieron algunos días sin que se tuvieran noticias de Tonet. Poco a poco se supo algo por la gente que iba al Mercado de Valencia. Estaba en el cuartel de Monte-Olivete, y muy pronto se embarcaría para Cuba. Había sentado plaza. Al huir desesperado hacia la ciudad, se había detenido en las tabernas inmediatas al cuartel donde estaba el banderín de enganche para Ultramar. La gente que pululaba por allí, voluntarios en espera de embarque y reclutadores astutos, le habían decidido a tal resolución.

El tío Toni en el primer momento quiso protestar. El muchacho no tenia aún veinte años; se había cometido una ilegalidad. Además, era su hijo, su único hijo. Pero el abuelo le hizo desistir con su habitual dureza. Era lo mejor que podía hacer su nieto. Crecía torcido: ¡que corriese mundo y que sufriera!, ¡ya se encargarían de enderezarlo! Y si moría, un vago menos; al fin, todos, más pronto o más tarde, habían de morir.

El muchacho partió sin protesta. La Borda fue la única que, escapándose de la barraca, se presentó en Monte-Olivete y le despidió llorando, después de entregarle toda su ropa y los cuartos de que pudo apoderarse sin que se enterara el tío Toni. A Neleta ni una palabra: el novio parecía haberla olvidado.

Dos años transcurrieron sin que el muchacho diese señales de vida. Un día llegó una carta para el padre, encabezada con frases dramáticas, de un sentimentalismo falso, en la cual Tonet solicitaba su perdón, hablando luego de su nueva existencia. Era guardia civil en Guantánamo y no lo pasaba mal. Se notaba en su estilo cierto aplomo petulante, como de hombre que corría los campos con un arma al hombro e inspiraba temor y respeto. Su salud era magnífica. Ni una ligera enfermedad desde que desembarcó. La gente de la Albufera soportaba perfectamente el clima de la isla. El que se criaba en aquella laguna, bebiendo su agua de barro, podía ir sin miedo a todas partes: estaba aclimatado.

Después surgió la guerra. En la barraca del tío Toni temblaba la Borda, llorando por los rincones cuando llegaban al Palmar confusas noticias de los combates que ocurrían allá lejos. En el pueblo dos mujeres llevaban luto. Se marchaban los muchachos al entrar en quinta, entre llantos desesperados, como si sus familias no los hubieran de ver más.

Pero las cartas de Tonet eran tranquilizadoras y revelaban gran confianza. Ahora era cabo en una guerrilla montada y parecía muy contento de su existencia. Él mismo se describía, con gran minuciosidad, vestido de rayadillo, con un gran jipijapa, medias botas de charol, el machete golpeándole el muslo, la carabina máuser cruzada en la espalda y la canana repleta de cartuchos. No había cuidado; aquella vida era la, suya: buena paga, mucho movimiento y la gran libertad que proporciona el peligro. «¡Venga guerra!», decía alegremente en sus cartas. Y adivinábase a larga distancia el soldado fanfarrón, satisfecho de su oficio, encantado de sufrir fatigas, hambre y sed, a cambio de librarse del trabajo monótono y vulgar, de vivir fuera de las leyes de los tiempos normales, de matar sin miedo al castigo y considerar como suyo todo cuanto ve, imponiendo su voluntad al amparo de las duras exigencias de la guerra.

Neleta se enteraba de tarde en tarde de las aventuras de su novio. Su madre había muerto. Ella vivía ahora en la barraca de una tía suya, y para ganarse el pan servia de criada en casa de Cañamel los días en que llegaban parroquianos extraordinarios y eran muchas las paellas.

Se presentaba en la barraca de los Palomas preguntando a la Borda si había carta, y escuchaba su lectura con los ojos bajos, apretando los labios como para concentrar más su atención. Parecía haberse enfriado su afecto por Tonet desde aquella fuga, en la que no tuvo para la novia el más leve recuerdo. Le brillaban los ojos y sonreía murmurando «gràcies!» cuando al final de las cartas la nombraba el guerrillero enviándole sus recuerdos; pero no mostraba ningún deseo por que el muchacho regresase, ni se entusiasmaba cuando hacía castillos en el aire, asegurando que aún volvería al Palmar con galones de oficial.

Otras cosas preocupaban a Neleta. Se había convertido en la muchacha más guapa de la Albufera. Era pequeña, pero sus cabellos, de un rubio claro, crecían tan abundantes, que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro antiguo descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez transparente, surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo ofrecía lejana semejanza con la de las tencas del lago. Sus ojos eran pequeños, de un verde blanquecino, brillantes como dos gotas del ajenjo que bebían los cazadores de Valencia.

Cada vez frecuentaba más la casa de Cañamel. Ya no prestaba su ayuda en circunstancias extraordinarias. Pasaba todo el día en la taberna, limpiándola, despachando copas tras el mostrador, vigilando el hogar donde burbujeaban las sartenes, y al llegar la noche marchaba ostentosamente hacia la barraca de su tía, escoltada por ésta, llamando la atención de todos, para que se enterasen bien las parientas hostiles de Cañamel, las cuales comenzaban a murmurar si Neleta veía salir el sol al lado de su amo.

Cañamel no podía pasar sin ella. El viudo, que hasta entonces había vivido tranquilo con sus viejas criadas, despreciando públicamente a las mujeres, era incapaz de resistir el contacto de aquella criatura maliciosa que le rozaba con gracia felina. El pobre Cañamel sentíase inflamado por los ojos verdosos de aquella gatita, que apenas le veía en calma procuraba hacérsela perder con encontronazos hábiles que marcaban sus encantos ocultos. Sus palabras y miradas sublevaban en el maduro tabernero una castidad de varios años. Los parroquianos le veían unas veces con arañazos en la cara, otras con alguna contusión junto a los ojos, y reían ante las excusas que confusamente formulaba el tabernero. ¡Bien sabía defenderse la muchacha de los irresistibles arranques de Cañamel! ¡Lo inflamaba con los ojos para aplacarlo con las uñas! A veces, en los cuartos interiores de la taberna rodaban con estrépito los muebles, temblaban los tabiques con furiosos empujones, y los bebedores reían maliciosamente… ¡Cañamel que intentaba acariciar a su gata! ¡De seguro que saldría al mostrador con un nuevo arañazo…!

Esta lucha habla de tener fin. Neleta, era demasiado firme para no rendir a aquel panzudo, que temblaba ante sus amenazas de no volver más a la taberna. Todo el Palmar se conmovió con la noticia del matrimonio de Cañamel a pesar de que era un suceso esperado. La cuñada del novio iba de puerta en puerta vomitando injurias. Las mujeres formaban corrillos ante las barracas… ¡La mosquita muerta! ¡Y qué bien había sabido manejarse para pescar al hombre más rico de la Albufera! Nadie se acordaba del antiguo noviazgo con Tonet. Habían transcurrido seis años desde que partió, y raramente se volvía de allá donde él estaba.

Neleta, al tomar posesión como dueña legítima de aquella taberna, por la que pasaba todo el pueblo y a la que acudían los menesterosos implorando la usura de Cañamel no se enorgulleció ni quiso vengarse de las comadres que la calumniaban en su época de servidumbre. A todas las trataba con cariño, pero interponía el mostrador entre ella y las visitantes, para evitar familiaridades.

Ya no volvió a la barraca de los Palomas. Hablaba con la Borda como con una hermana, cuando ésta iba a comprarle algo, y al tío Paloma le servia el vino en el vaso más grande, procurando olvidar sus pequeñas deudas. El tío Toni frecuentaba poco la taberna; pero Neleta, al verle, lo saludaba con expresión de respeto, como si aquel hombre silencioso y ensimismado fuese para ella algo así como un padre que no quería reconocerla, pero al que veneraba en secreto.

Estos eran los únicos afectos del pasado que vivían en ella. Dirigía su establecimiento como si nunca hubiese hecho otra cosa; sabía dominar a los bebedores con una palabra; sus brazos blancos, siempre arremangados, parecían atraer a la gente de todas las orillas de la Albufera; la taberna marchaba bien, y ella se mostraba cada día más fresca, más hermosa, más arrogante, como si de golpe hubiesen entrado en su cuerpo todas las riquezas del marido, de las que se hablaba en el lago con asombro y envidia.

En cambio, Cañamel mostraba cierta decadencia después de su matrimonio. La salud y frescura de su mujer parecían robadas a él. Al verse rico y dueño de la mejor moza de la Albufera, había creído llegado el momento de enfermar por primera vez en su vida. Los tiempos no eran buenos para el contrabando; los oficiales jóvenes e inexpertos encargados de la vigilancia de la costa no admitían negocios, y como de la taberna entendía Neleta mejor que Cañamel, éste, no sabiendo qué hacer, se dedicaba a estar enfermo, que es diversión de rico, según afirmaba el tío Paloma.

EL viejo sabía mejor que nadie dónde estaba la dolencia del tabernero, y hablaba de ella con expresión maliciosa. Se había despertado en él la bestia amorosa, dormida durante los años en que no sintió otra pasión que la de la ganancia. Neleta ejercía sobre él la misma influencia que cuando era su criada. El brillo de las dos gotas verdes de sus ojos, una sonrisa, una palabra, el roce de sus brazos que se encontraban al llenar las copas en el mostrador, bastaban para que perdiese la calma. Pero ahora Cañamel ya no recibía arañazos, ni al quedar abandonado el mostrador se escandalizaban los parroquianos… Y de este modo transcurría el tiempo: Cañamel quejándose de extrañas enfermedades; doliéndole tan pronto la cabeza como el estómago; grueso y flácido, con una creciente obesidad tras la cual se adivinaba la consunción de su organismo; y Neleta cada vez más fuerte, como si al derretirse la vida del tabernero cayese sobre ella cual lluvia fecundante.

El tío Paloma comentaba esta situación con cómica gravedad. La raza de los Cañamels iba a reproducirse tanto, que llenaría todo el Palmar. Pero transcurrieron cuatro años sin que Neleta fuese madre, a pesar de sus fervientes deseos. Deseaba un hijo para asegurar su posición, hábilmente conquistada, y darles en los morros, como ella decía, a los parientes de la difunta. Cada medio año circulaba por el pueblo la noticia de que estaba encinta, y las mujeres, al entrar en la taberna, la examinaban con inquisitorial atención, reconociendo la importancia que tendría este acontecimiento en la lucha de la tabernera con sus enemigas. Pero siempre se deshacía la esperanza.

Las más atroces murmuraciones se cebaban en Neleta así que surgía la posibilidad de que fuese madre. Las enemigas pensaban maliciosamente en cualquier propietario de tierras de arroz de los que venían de los pueblos de la Ribera y descansaban en la taberna; en algún cazador de Valencia; hasta en el teniente de carabineros, que, aburrido de su soledad de Torre Nueva, venía algunas veces a amarrar su caballo en un olivo ante la casa de Cañamel después de atravesar el barro de los canales; en todos, menos en el enfermizo tabernero, dominado más que nunca por aquella furia insaciable que parecía consumirlo.

Neleta sonreía ante las murmuraciones. No amaba a su marido, estaba segura de ello; sentía mayor afición por muchos de los que visitaban su taberna, pero tenía la prudencia de la hembra egoísta y reflexiva que se casa por la utilidad y desea no comprometer su calma con infidelidades.

Un día circuló la noticia de que el hijo del tío Toni estaba en Valencia. La guerra había terminado. Los batallones, sin armas, con el aspecto triste de los rebaños enfermos, desembarcaban en los puertos. Eran espectros del hambre, fantasmas de la fiebre, amarillos como esos cirios que sólo se ven en las ceremonias fúnebres, con la voluntad de vivir brillando en sus ojos profundos como una estrella en el fondo de un pozo. Todos marchaban a sus casas, incapaces para el trabajo, destinados a morir antes de un año en el seno de las familias, que habían dado un hombre y recibían una sombra.

Tonet fue acogido en el Palmar con curiosidad y entusiasmo. Era el único del pueblo que volvía de allá. ¡Y cómo volvía…! Demacrado por la miseria de los últimos días de la guerra, pues era de los que habían sufrido el bloqueo en Santiago. Pero aparte de esto, mostrábase fuerte, y las viejas comadres admiraban su cuerpo enjuto y esbelto, las posturas marciales que tomaba al pie del raquítico olivo que adornaba la plaza, atusándose el bigote, adorno viril que en todo el Palmar sólo lo usaba el cabo de los carabineros, y exhibiendo la gran colección de jipijapas, único equipaje que había traído de la guerra. Por las noches se llenaba la taberna de Cañamel para oír su relato de las cosas de allá.

Había olvidado sus fanfarronadas de guerrillero, cuando apaleaba a los pacíficos sospechosos y entraba en los bohíos revólver en mano. Ahora todos sus relatos eran sobre los americanos, los yanquis que había visto en Santiago; unos tíos muy altos, muy forzudos, que comían mucha carne y usaban unos sombreros pequeños. Aquí terminaban sus descripciones. La enorme estatura de los enemigos era la única impresión que sobrevivía en su memoria. Y en el silencio de la taberna resonaban las carcajadas de todos al contar Tonet que uno de aquellos tíos, viéndole cubierto de andrajos, le había regalado un pantalón antes de embarcar, pero tan grande, ¡tan grande! que le envolvía como una vela.

Neleta, detrás del mostrador, le oía mirándolo fijamente. Sus ojos eran inexpresivos; las dos gotas verdes carecían de luz, pero no se apartaban un instante de Tonet, como si tuviesen ansia por retener aquella figura marcial tan distinta de las otras que la rodeaban y que en nada recordaba al muchacho que diez años antes la tenía por novia.

Cañamel, tocado de patriotismo y entusiasmado por la extraordinaria concurrencia que Tonet atraía a la taberna, chocaba la mano con el soldado, le ofrecía vasos y le hacía preguntas sobre cosas de Cuba, enterándose de las modificaciones ocurridas desde él remoto tiempo en que él estuvo allá.

Tonet iba a todas partes escoltado por Sangonera, que admiraba a su compañero de la infancia. Ya no era sacristán. Había abandonado los libros que le prestaban los vicarios. Las aficiones de su padre a la vida errante y al vino habíanse despertado en él, y el cura lo arrojó de la iglesia, cansado de las chuscas torpezas que cometía ayudándole en la misa en plena embriaguez. Además, Sangonera no estaba conforme, según afirmaba gravemente, entre las risas de todos, con las cosas de los curas. Y aviejado en plena juventud por una embriaguez interminable, roto y mugriento, vivía al azar como en su infancia, durmiendo en su barraca, peor que una pocilga, y asomando a todos los sitios donde se bebía su enjuta figura de asceta, que apenas si marcaba en el suelo una raya de sombra.

Al amparo de Tonet encontraba obsequios, y él era el primero en pedir en la taberna que contase las cosas de allá, pues sabía que tras el relato llegaban los vasos.

El repatriado se mostraba satisfecho de esta vida de descanso y admiración. El Palmar parecíale ahora un lugar de delicias, recordando las noches pasadas en la trinchera con el estómago desfallecido por el hambre y la penosa travesía en el buque cargado de carne enferma, sembrando el mar de cadáveres.

Al mes de esta vida regalada, su padre le habló una noche en el silencio de la barraca. ¿Qué se proponía hacer? Ahora era un hombre y debía dar por terminadas las aventuras, pensando seriamente en el porvenir. El tenía ciertos planes, de los que deseaba hacer partícipe al hijo, a su único heredero. Trabajando sin descanso, con la tenacidad de hombres honrados, aún podían crearse una pequeña fortuna. Una señora de la ciudad, la misma que le había dado en arriendo las tierras del Saler, conquistada por su sencillez y su afán en el trabajo, acababa de regalarle una gran extensión de terreno junto al lago: un tancat de muchas hanegadas.

No había más que un inconveniente para comenzar el cultivo, y era que el regalo estaba cubierto de agua y había que rellenar los campos trayendo muchas barcas de tierra, ¡pero muchas!

Había que gastar dinero o trabajar por cuenta propia. Pero ¡qué demonio! no debían desmayar; así se habían formado todas las tierras de la Albufera. Las ricas posesiones de hoy eran lago cincuenta años antes, y dos hombres sanos, animosos y sin miedo al trabajo pueden realizar grandes milagros. Mejor era esto que pescar en malos sitios o trabajar en tierras ajenas.

A Tonet le sedujo la novedad de la empresa. Si le hubieran propuesto cultivar los mejores y más antiguos campos inmediatos al Palmar, tal vez habría torcido el gesto; pero le gustaba batallar con el lago, convertir en tierra laborable lo que era agua, hacer surgir cosechas donde coleaban las anguilas entre las hierbas acuáticas. Además, en su ligereza de pensamiento, sólo veía los resultados, sin fijarse en el trabajo. Serían ricos y él podría alquilar las tierras, dándose una vida de holgazán, que era su aspiración.

Padre e hijo se lanzaron a la faena, ayudados por la Borda, siempre animosa para todo lo que diese prosperidad a la casa. Con el abuelo no había que contar. El proyecto le había puesto de igual humor que al dedicarse su hijo por primera vez al cultivo de tierras. ¡Otros que querían achicar la Albufera convirtiendo el agua en campos! ¡Y eran de su familia los que cometían tal atentado! ¡Bandidos…!

Tonet se entregó al trabajo con el ardor momentáneo de los seres de escasa voluntad. Su deseo era llenar de un solo golpe aquel rincón del lago donde su padre buscaba la riqueza. Desde antes del amanecer, Tonet y la Borda iban en dos barquitos a buscar tierra, para llevarla después, en un viaje de más de una hora, al gran espacio de agua muerta cuyos límites marcaban los ribazos de barro.

El trabajo era penoso, aplastante; una tarea de hormigas. Sólo el tío Toni con su audacia de trabajador infatigable, podía acometerlo sin otro auxilio que su familia y sus brazos.

Iban a los grandes canales que desembocan en la Albufera, a los puertos de Catarroja y el Saler. Con perchas de ancha horquilla arrancaban del fondo grandes pellas de barro, pedazos de turba gelatinosa, que esparcía un hedor insoportable. Dejaban a secar en las orillas estos jirones del seno de las acequias, y cuando el sol los convertía en terrones blancuzcos, cargábanlos en los dos barquitos, que se unían, formando una sola embarcación. Percha que percha, tras una hora de incesante trabajo, llevaban al tancat el montón de tierra tan penosamente reunido, y la charca se la tragaba sin resultado aparente, como si se disolviera la carga sin dejar rastro. Los pescadores veían pasar todos los días dos o tres veces a la laboriosa familia deslizándose como moscas de agua sobre la pulida superficie del lago.

Tonet se cansó pronto de esta tarea de enterrador. La fuerza de su voluntad no llegaba a tanto; pasada la seducción del primer momento, vio la monotonía del trabajo y calculó con terror los meses y aun los años que faltaban para dar cima a la obra. Pensaba en lo que había costado de arrancar cada montón de tierra, y temblaba de emoción viendo cómo se enturbiaba el agua al recibir la carga, y después, al aclararse, mostraba el suelo siempre igual, siempre profundo, sin la más pequeña giba, como si toda la tierra se escapase por un agujero oculto.

Comenzó a faltar al trabajo. Pretextaba cierto recrudecimiento de las dolencias adquiridas en la guerra para quedarse en la barraca, y apenas partían su padre y la Borda, corría en busca del fresco rincón en casa de Cañamel donde nunca le faltaban compañeros para un truque y el porrón al alcance de la mano. A lo más, trabajaba dos días por semana.

El tío Paloma, en su odio a los enterradores que descuartizaban el lago, celebraba con risas la pereza del nieto. ¡Ji, ji…! Su hijo era un tonto al confiar en Tonet. Conocía bien al mozo. Había nacido con un hueso atravesado que le impedía agacharse para trabajar. De soldado se le había endurecido, y no había que esperar remedio. Él sabía la medicina única: ¡a palos se rompía aquello!.

Pero como en el fondo le alegraba ver a su hijo sufriendo dificultades en la empresa, aceptaba la pereza de Tonet y hasta sonreía al verlo en casa de Cañamel.

En el pueblo comenzaban las murmuraciones por la asiduidad con que Tonet visitaba la taberna. Se sentaba siempre ante el mostrador, y Neleta y él se miraban. La tabernera hablaba con Tonet menos que con los otros parroquianos; pero en los ratos de poco despacho, cuando hacia alguna labor sentada ante los toneles, cada vez que levantaba sus ojos, éstos iban instintivamente hacia el joven. Los parroquianos también observaban que el Cubano, al dejar los naipes, buscaba con su mirada a Neleta.

La antigua cuñada de Cañamel hablaba de esto de puerta en puerta. ¡Se entendían, no había más que verlos! ¡Bueno iban a poner al imbécil tabernero! ¡Entre los dos se comerían toda la fortuna que había amasado la pobre de su hermana! Y cuando los menos crédulos hablaban de la imposibilidad de aproximarse, en una taberna siempre llena de gente, la arpía protestaba. Se entenderían fuera de casa. Neleta era capaz de todo y él un enemigo del trabajo, que habla dado fondo en la taberna, seguro de que allí le mantendrían.

Cañamel, ignorando estas murmuraciones, trataba a Tonet como a su mejor amigo. Jugaba a la baraja con él y reñía a su mujer si no lo convidaba. Nada leía en la mirada de Neleta, en los ojos de extraño resplandor, ligeramente irónicos, con que acogía estas reprimendas mientras ofrecía un vaso a su antiguo novio.

Las murmuraciones que circulaban por el Palmar llegaron hasta el tío Toni, y una noche, sacando éste a su hijo fuera de la barraca, le habló con la tristeza del hombre fatigado que lucha inútilmente contra la desgracia.

Tonet no quería ayudarle, bien lo veía. Era el perezoso de otros tiempos, nacido para pasar la existencia en la taberna. Ahora era un hombre; había ido a la guerra, y su padre no podía levantar sobre él la mano, como en otros tiempos. ¿No quería trabajar…? Bien; él continuarla la obra completamente solo, aunque reventase como un perro, siempre con la esperanza de dejar al morir un pedazo de pan al ingrato que le abandonaba.

Pero lo que no podía ver con calma era que su hijo pasase los días en casa de Cañamel frente a su antigua novia. Podía ir si quería a otras tabernas; a todas menos a aquélla.

Tonet protestó con vehemencia al oír esto. ¡Mentiras, todo mentiras! ¡Calumnias de la Samaruca, aquella bestia maligna, cuñada de Cañamel, que odiaba a Neleta y no reparaba en murmuraciones! Y Tonet decía esto con la energía de la verdad, afirmando por la memoria de su madre no haber tocado un dedo de Neleta ni haberle dicho la menor palabra que recordase su antiguo noviazgo.

El tío Toni sonrió tristemente. Lo creía, no dudaba de sus palabras. Es más: tenía la convicción de que hasta el presente eran calumnias todas las murmuraciones. Pero él conocía la vida. Ahora sólo eran miradas, y mañana, atraídos por el continuo roce, caerían en la deshonra, como consecuencia de este juego peligroso. Neleta siempre le había parecido una casquivana, y no sería ella la que diese ejemplo de prudencia.

Después de esto, el animoso trabajador tomó un acento tan sincero, tan bondadoso, que impresionó a Tonet.

Debía pensar queera el hijo de un hombre honrado, con mala fortuna en sus negocios, pero al cual nadie podía reprochar una mala acción en toda la Albufera.

Neleta tenía marido, y el que busca la mujer ajena une la traición al pecado. Además, Cañamel era amigo suyo; pasaban el día juntos, jugaban y bebían como compañeros, y engañar a un hombreen estas condiciones era una cobardía, digna de pagarse con un tiro en la cabeza.

El tono del padre se hizo solemne.

Neleta era rica, su hijo pobre, y podían creer que la perseguía como un medio para mantenerse sin trabajar. Esto era lo que le irritaba, lo que convertía su tristeza en cólera.

Antes ver muerto a su hijo, que avergonzarse ante tal deshonra. ¡Tonet! ¡Hijo…! Había que pensar en la familia, en los Palomas, antiguos como el Palmar: raza de trabajadores tan desgraciados como buenos; acribillados de deudas por la mala suerte, pero incapaces de una traición.

Eran hijos del lago, tranquilos en su miseria, y al emprender el último viaje, cuando los llamase Dios, podrían llegar perchando hasta los pies de su trono, mostrándole al Señor, a falta de otros méritos, las manos cubiertas de callos como las bestias, pero el alma limpia de todo crimen.

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