Capítulo 14

Stone estaba contemplando cómo Cathy se quitaba las horquillas del pelo. Ya se había quitado el vestido y el maquillaje, y llevaba una bata corta color melocotón a juego con un camisón también corto.

Se estiró bajo las sábanas y la esperó con impaciencia. Aunque le gustaba verla así, preparándose para dormir, aquella noche estaba ya excitado y esperándola. Quería tener la entre los brazos, pegada a su cuerpo; quería besarla y saborearla. Quería deslizar la mano entre sus muslos y encontrarla ya húmeda, esperándolo.

– Pensar en ello no me hace la espera más fácil -murmuró entre dientes.

Cathy lo miró.

– ¿Qué decías?

Terminó de quitarse las horquillas y empezó a pasarse el cepillo.

– Nada. Hablaba solo.

– Ah.

Volvió su atención al espejo y Stone frunció el ceño. Había algo diferente en ella aquella noche. En lugar de bromear, estaba callada.

– ¿Ocurre algo?

Cathy dejó el cepillo, apagó la luz del tocador y se acercó a la cama, pero en lugar de meterse bajo las sábanas con él, se sentó con las rodillas bajo la barbilla.

– He oído cosas en la fiesta -dijo.

Así que era eso…

– No me sorprende. Muchos de ellos llevaban años sin verme. Puede que incluso pensasen que había muerto.

Eso le valió una sonrisa.

– Estoy segura de que se alegraron de comprobar que no es así.

– No estés tan segura. A mis competidores les encantaría -se colocó una segunda almohada bajo la cabeza-. Dime qué te ha molestado.

Cathy inspiró profundamente.

– Yo no diría que me haya molestado. Es que… sé que no es asunto mío.

– No tengo demasiados secretos.

– Oí a dos mujeres hablar sobre Evelyn. Una de ellas la conocía, y la otra sólo la había visto un par de veces. Dijeron que no estabas de luto por ella, porque nunca la habías querido.

Entonces fue Stone quien dudó. No debería sorprenderle que la gente hablase. Al fin y al cabo, él era buen material para el chismorreo. Llevaba años siéndolo, y el tiempo que había pasado en soledad le habría hecho aún más interesante… al menos, para determinado tipo de personas.

En el fondo, siempre había sabido que la verdad terminaría por aflorar, y Cathy era una parte tan importante de su vida que no podía seguir manteniéndola oculta, siempre y cuando no tuviera que decirle todo.

– Supongo que ha llegado el momento de hablar de ello -dijo con desenfado, pero será mejor que te acomodes, porque es una historia larga.

Dio unas palmadas sobre la almohada, pero ella contestó que no con la cabeza.

– Estoy bien aquí.

– Sabes que Evelyn y yo éramos amigos -empezó-. Tras la universidad, empecé a trabajar en el negocio de mi familia. Evelyn siguió estudiando para obtener un título de postgrado. Mis padres se dieron cuenta de pronto de que tenían un hijo que andaba por los veinticinco años y que había que casar. Celebraron unas cuantas fiestas e invitaron a todas las chicas que ellos consideraban adecuadas. Yo sabía que se esperaba de mí que eligiese a una de ellas.

Recordó aquellos días. Era verano, por que Evelyn estaba mucho por su casa. Sus padres no querían invitarla a ella, por supuesto, pero sabían bien que no podían excluir a su mejor amiga.

– No pensé que fuese tan importante -admitió-. Yo nunca había estado enamorado, pero había tenido un montón de novias, y pensé que simplemente sería más de lo mismo. Pero el matrimonio es algo serio, y pasado un tiempo llegué a la conclusión de que no iba a permitir que me obligaran a escoger a alguien simplemente por quién fueran sus padres y por cuánto dinero pudiese aportar a la familia. La tensión se hizo tremenda entre mis padres y yo.

Recordaba bien las discusiones, los ruegos de su madre, la ira fría de su padre. Recordaba perfectamente la ocasión en que su padre lo llevó aparte para informarle de que los Ward llevaban generaciones casándose por el bien de la familia. Fue entonces cuando se dio cuenta de que sus padres no se habían casado por amor.

– Yo quería más -le explicó-. Al menos es así como empezó. Entonces, ya por puro espíritu de contradicción, me decidí a elegir a alguien que a ellos pudiera parecerles bien. Una tarde, me estaba quejando a Evelyn de la situación. Nombré todas las cualidades que quería encontrar en una mujer: alguien inteligente, buena conversadora, con un gran sentido del humor. Recuerdo que estábamos sentados en la playa. Me había tomado la tarde libre. Ella me miró y con una sonrisa me dijo: «alguien como yo». Entonces supe que tenía razón.

– Y le pediste que se casara contigo -concluyó Cathy.

– Sí. Y ella aceptó -Stone se frotó los ojos-. No sé en qué estaba pensando. En cierto modo, me parecía casi una broma, pero cuando ella empezó a hablar, me di cuenta de que iba en serio, y creí que yo también.

El pasado volvió como tantas veces.

– Dijo que estaríamos bien juntos, y yo supe que tenía razón. Siempre nos habíamos llevado bien. Nos gustaban las mismas cosas, compartíamos los mismos sueños, así que decidí seguir adelante, al menos durante un tiempo. Mis padres se pusieron furiosos y reaccionaron de la peor manera posible: prohibiéndome que me casara con ella.

Cathy asintió.

– Y eso sólo sirvió para que tú te empeñases aún más.

– Tenía veintiséis años, pero tampoco puedo eludir mi responsabilidad.

Él era el culpable de lo ocurrido, porque había tenido ante las narices tantos signos…

– Estuvimos saliendo bastante tiempo después de comprometernos -dijo-. Más de un año. Fui yo quien insistió en que fuera así. Supongo que una parte de mí mismo sabía que lo que estábamos haciendo no estaba bien, pero no supe cómo pararlo o cómo mejorarlo -se aclaró la garganta-. Un par de meses después de sellar nuestro compromiso, me di cuenta de que Evelyn estaba enamorada de mí. Llevaba años estándolo. Casarse conmigo había sido su mayor deseo.

– Y tú no querías hacerle daño -dijo Cathy con suavidad.

Él asintió.

– Era tan importante para mí, que pensé que sería capaz de hacerlo funcionar. Yo la quería, pero como a una amiga, y en aquel tiempo no pensé que hubiera mucha diferencia. Estaba equivocado.

Había muchas cosas que no iba a contarle a Cathy. Cosas personales que Evelyn y él habían compartido. Todavía recodaba la primera vez que hicieron el amor, pero ese recuerdo no era como el de la mayoría de los hombres. Sabía que ella era virgen y había estado posponiéndolo todo lo posible. No es que tuviera problemas excitándose con ella, pero la pasión no había llegado a encenderse. Tras unas cuantas ocasiones, se dio cuenta de que empezaba a evitarla físicamente, y fue la inexperiencia de ella lo que le impidió darse cuenta de lo poco que hacían el amor, comparados con otras parejas. Al final, no había sido capaz ya de fingir.

– El matrimonio resultó ser un desastre -dijo-. Ella era incapaz de encontrar una razón que lo explicase, y yo me sentía culpable constantemente. Intenté solucionarlo, pero no sabía cómo. En lo único que podía pensar era en que yo había sido su único hombre y que nunca la había deseado a ella de ese modo.

Cathy se apretó las rodillas contra el pecho y se recordó que había sido ella quien había iniciado aquella conversación. Por razones que ya no podía recordar, había querido conocer toda aquella información, pero ahora lo lamentaba. Cuanto más le contaba, más real se volvía Evelyn. O peor: más similitudes encontraba entre sus situaciones.

Quería a Stone y sabía que él no la quería a ella. Pertenecían a mundos diferentes. Ella era virgen en su primer encuentro. La única diferencia era que no estaban casados y que él la deseaba físicamente… al menos, por el momento.

El cuerpo le dolía. Era como si los huesos se hubieran salido de su sitio. Le dolía respirar y tenía los ojos como llenos de arena. Sus palabras la laceraban como dagas. No importaba que no fuese Evelyn, porque ambas eran demasiado parecidas.

El amor no correspondido es una de las historias más antiguas del mundo, se dijo. Dios, cómo detestaba ser un cliché. La pena era que no había podido elegir. No había podido evitar querer a Stone, lo mismo que no podía dejar de respirar. Era involuntario.

– ¿Estás bien? -preguntó él-. Te has puesto pálida.

«No debe saberlo nunca», pensó.

– Sólo estaba pensando en lo que me has contado. Siento que las cosas no salieran bien entre Evelyn y tú. Debía ser una mujer encantadora.

– Te habría gustado.

Seguramente no, a pesar de que tenían algo en común. Y no creía que a Evelyn ella le hubiera gustado. Habrían sido competidoras en un juego que ambas estaban destinadas a perder.

Stone apartó la sábana y dio una palmada en la sábana.

– Ven a la cama -dijo.

Ella asintió, se quitó la bata y se unió a él. Aquella historia era mucho más larga, pero no iba a presionarlo para que se la contara.

Stone la abrazó.

– ¿Preferirías que no te hubiese hablado de Evelyn? -preguntó.

– No, en absoluto.

Él le apartó unos mechones de la cara y la besó.

– Te deseo -murmuró junto a su boca.

Más tarde, cuando ambos habían estado perdidos en el abismo de la pasión y habían encontrado el camino de vuelta a la realidad, Cathy estaba tumbada boca arriba en la oscuridad. Stone dormía a su lado. Aún tenían las manos entrelazadas.

Se dijo a sí misma que no importaba; que ella no era Evelyn y que su relación era muy diferente. Pero las palabras no le ofrecieron ningún consuelo, porque no eran verdad. Sí que importaba. No había forma de ignorar el pasado, ni la verdad inherente a la historia de su esposa. Él no la amaba, del mismo modo que no la amaba tampoco a ella. Y sin embargo, las dos lo habían querido. Al final, ese desamor había destruido a Evelyn. ¿Qué le ocurriría a ella?


Stone cerró el expediente.

– Ya basta por ahora -dijo, y miró el reloj de la pared-. Ula traerá la comida en un momento. Me ha dicho que ha preparado esa ensalada de pollo y mango que tanto te gusta.

Cathy sonrió.

– Es un encanto, pero no tengo hambre. ¿Podrías decirle que me la guarde para más tarde?

Stone frunció el ceño.

– ¿No vas a comer?

– Puede que más tarde. Quiero ir a correr.

Y se levantó.

El principio del mes de septiembre estaba siendo caluroso, pero soplaba una agradable brisa del océano. Cathy llevaba una falda corta y una blusa sin mangas, y ambas cosas mostraban con perfección su figura. Stone se encontró deseándola. No importaba el número de veces que hicieran el amor: él seguía sintiendo necesidad de ella. Pero Cathy entró en su despacho sin mirar hacia atrás, y de pronto no estuvo seguro de qué le diría si se lo proponía.

Algo había cambiado entre ellos. Lo venía notando desde un par de días después de la fiesta. Intentaba convencerse de que era cuestión hormonal o de presión de trabajo, pero ya no se lo creía. ¿Sería por lo que le había contado sobre Evelyn? ¿Estaría celosa?

No, no podía ser. Le había explicado lo de su matrimonio, y sabía ya que no quería a su mujer, al menos del modo que se espera. Desde luego, nunca la había deseado del modo en que la deseaba a ella. Eso tenía que saberlo. Su relación sexual era maravillosa para ambos, y ella siempre estaba preparada para él. Eran perfectos juntos. ¿Cuál sería entonces el problema?

Quizás estuviera sintiendo la misma confusión que él. Le gustaba tenerla a su lado, y a pesar de sus intentos por evitarlo, había llegado a sentir algo por ella. No estaba preocupado porque pudiera llegar a quererla, ya que nunca volvería a querer a nadie, pero tampoco deseaba perderla. No estaba muy claro qué clase de situación estaba viviendo.

Alguien llamó con los nudillos a la puerta. Por un instante, pensó que era Cathy que volvía, pero después se dio cuenta de que habían llamado a la puerta que daba al recibidor, y no del otro despacho.

– Adelante -llamó.

Ula entró. Como siempre, estaba perfecta con su vestido gris.

– He dispuesto la comida.

– Gracias. Cathy va a salir a correr, así que comerá un poco más tarde.

Ula asintió.

– Me he cruzado con ella en el recibidor y me lo ha dicho.

Hizo una pausa y él supo que tenía algo más que decir.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó, ya que sería absurdo intentar evitar lo inevitable.

Dio un par de pasos en la habitación. A pesar de su estatura, o mejor de su falta de ella, era imponente.

– No puede seguir haciendo esto mucho más tiempo -le dijo, mirándolo a los ojos.

No estaba seguro de a qué se refería con «esto», pero tenía la impresión de que Ula iba a darle todos los detalles, así que se recostó en su sillón y permaneció en silencio.

– Ella no es un juguete -dijo Ula.

Ella era Cathy, por supuesto.

– Lo sé. Yo la respeto. Trabaja para mí y hace un gran trabajo.

Sabía que todo, aquello no tenía nada que ver con el trabajo, pero era la única carta que podía jugar.

– La chica está enamorada, y la está tratando como si sintiera algo por ella, cuando al final va a tener que enfrentarse al dolor. Debe dejarla marchar ya.

– No es así -protestó, intentando no recordar la primera vez que habían hecho el amor. Cuando se dormía, Cathy había susurrado un «te quiero». Después no había vuelto a repetirlo, y casi había conseguido convencerse de que no había pronunciado aquellas palabras en realidad… o bien, si lo había hecho, que no había puesto el corazón en ellas.

Desgraciadamente, ni siquiera él podía convencerse de una cosa así. Sentía algo por él lo bastante fuerte como para salir malherida. No quería que lo quisiera, porque él no merecía la pena, y por otro lado, sabía bien que no debía dejarse llevar por los sentimientos.

– Yo nunca le he dicho que pudiera esperar nada -dijo a la defensiva, tanto ante sí mismo como ante Ula.

– Se merece algo mejor. Ha sido maravillosa con usted, y así es como se lo paga, utilizándola como si no fuese una persona de carne y hueso, merecedora de consideración.

– No es eso -protestó, aunque en el fondo sabía que podía tener razón.

– Es exactamente eso, y no sé que es peor: si que se esté mintiendo a sí mismo tratando de ocultarse la verdad, o que esté tan ciego e inmerso en sí mismo y en sus propios problemas que no sea capaz de ver lo que está ocurriendo en realidad.


Cathy se quedó mirando aquel pequeño vaso de plástico.

– ¿Tengo que hacerlo?

La enfermera de pelo rizado sonrió.

– Eso me temo.

– Si es que he ido al baño justo antes de salir de casa.

– Hay una fuente de agua fría al final del pasillo -sugirió la enfermera-. Podría probar a beberse un par de vasos.

– En fin… primero probaré a ver lo que puedo hacer yo sola.

Cuando terminó, la enfermera la condujo a una consulta y le entregó una bata de papel.

– Estoy segura de que conoce ya la rutina -dijo-. El aire acondicionado sigue estropeado, así que puede dejarse los calcetines puestos.

– Ah, vale. Mucho mejor.

Cathy entró tras la cortina. Aunque detestaba ir al médico, sabía que era importante someterse a una revisión anual. Y quería que le recetasen anticonceptivos.

Dobló su ropa y se puso la bata. Como siempre, se sentía ridícula e indefensa en aquella camilla, y para distraerse, pensó en Stone. Su buen humor se desvaneció, y sólo entonces se dio cuenta de que había sido un error.

¿Cuánto tiempo pasaría hasta que Stone se diera cuenta de que algo iba mal? Seguramente ya lo sabía, pero le estaba dando tiempo. Además, no podía culparle de nada, porque se había metido en aquella relación sabiendo que nunca se enamoraría de ella, y que estar con él y perderle después siempre sería mejor que haberse quedado con la duda. No podía olvidarlo. Lo había prometido.

– Una promesa fácil de hacer cuando no sabes lo mucho que va a doler mantenerla -admitió.

A veces el dolor era tan intenso que no le dejaba respirar. Creía saber lo que hacía al iniciar aquella aventura, pero ahora no estaba ya tan segura. Seguía queriéndolo, y si acaso, sus sentimientos eran ahora más fuertes. Sería cuestión de tiempo el que se cansara de ella. Y entonces, ¿qué? ¿Qué sería de ella? ¿Adónde iría? ¿Podría seguir trabajando para él? ¿Querría él seguir teniéndola como asistente?

Unas preguntas demasiado peligrosas. Le gustaba su trabajo y no quería pensar que había creado aquel puesto por lástima. Por lo menos quería que respetase su capacidad. Quizás podría…

La puerta de la consulta se abrió y entró la doctora. Era una mujer de pelo gris y expresión agradable.

– ¿Cathy? Soy la doctora Chastin, pero llámame Maddy, por favor. ¿Qué tal estás?

– Bien. Un poco nerviosa. Creo que a nadie le guste pasar por esto, pero sé que es necesario. Ah, le he dicho a la enfermera que me gustaría que me recetases anticonceptivos.

– Sí, me lo ha mencionado -la doctora se sentó en un taburete junto a la camilla-. ¿Mantienes una relación estable?

– Sí. Soy monógama, si es eso a lo que te refieres.

– Sí, pero no por las razones que te imaginas.

La doctora tenía una expresión bondadosa y las líneas de alrededor de sus ojos y su boca sugerían un carácter alegre que hacía que Cathy se sintiera muy cómoda.

– Es un poco tarde para anticonceptivos -le dijo, tomando su mano entre las suyas-. Siempre hacemos la prueba de orina a nuestros pacientes, y la tuya ha dado positivo. Estás embarazada.

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