Capítulo 5

– Tú debes ser Cathy -dijo la joven que subía por la escalera.

Cathy estaba sentada en el patio porque Ula había insistido. Después del desayuno, el ama de llaves le había dicho que hacía un día precioso y que la terapia podía seguirse tanto dentro como fuera. A pesar de las protestas de Cathy, Ula la había ayudado a llegar hasta la escalera y a bajarlas muy despacio, así que ahora estaba sentada en la silla de hierro forjado de espaldas al sol y odiando la vida en general.

Los brazos y los hombros le dolían de las muletas, y la rodilla le palpitaba. Había disfrutado de su desayuno bajo en calorías, pero seguía teniendo hambre y en lo único que parecía capaz de pensar era en el chocolate. Y para colmo, la joven que sonreía delante de ella debía medir uno cincuenta y pesar al rededor de cincuenta kilos. Ula era pequeñita, y aquella mujer también. ¿Por qué tendría que estar en un mundo de gente perfecta y pequeña, y ser ella el único troll?

– Hola -contestó Cathy, intentando no mostrar su mal humor.

La mujer sonrió. Tenía el pelo rubio y corto y la clase de cuerpo que aparecía en las revistas de musculación, y que el pantalón corto tipo ciclista y la camiseta que llevaba dibujaban a la perfección.

– Soy Pepper, tu terapeuta. ¿Cómo te encuentras?

La voz de Pepper era tan alegre como su sonrisa. Cathy contuvo la náusea.

– Genial.

Pepper se sentó en la escalera, a los pies de Cathy.

– Pues esa no es la impresión que me da a mí. Pareces cansada. ¿Es que no has dormido bien?

– No demasiado -admitió Cathy. Los calmantes la habían ayudado, pero no había conseguido dormir bien. Tenía demasiadas cosas en la cabeza: el trabajo, o más bien la posible carencia de él, la operación, la rehabilitación, Stone…

– Los primeros días son los peores -dijo Pepper-. Tu cuerpo tiene que recuperarse de la agresión que supone la herida y la operación. Exteriormente te curarás con rapidez, pero no olvides que el cuerpo tarda un año en recuperarse completamente de cualquier operación, así que no te exijas demasiado. Si te sientes cansada, duérmete un rato. Intenta no agobiarte demasiado.

Quizás pudiera conseguirlo.

– ¿Y qué es exactamente lo que vas a hacer conmigo?

– Un par de cosas. Vamos a trabajar con tu pierna para asegurarnos de que no pierdes demasiado tono muscular. Voy a enseñarte unos cuantos ejercicios para fortalecer los músculos de la rodilla. Teniéndolos más fuertes, conseguirás una mayor estabilidad en la zona mientras cicatriza. En segundo lugar, vamos a trabajar en tu técnica con las muletas. Hay mucha gente que se maneja fatal con ellas. Hace falta mucha fuerza en el tronco, equilibrio y práctica, por supuesto. Me aseguraré de que no te hagas daño mientras tengas que usarlas. Te daré también algún masaje para ayudar a los músculos -tocó un punto por encima del seno izquierdo-. Te duele aquí, ¿verdad? Y en los hombros también, ¿no?

– Sí. Intento cambiar de postura cuando uso las muletas, pero no consigo nada.

– Intentaremos minimizar tu sufrimiento en una situación que ya de por sí es muy incómoda -se levantó y miró a su alrededor-. El ama de llaves ha sugerido que trabajemos aquí. A mí me parece lo suficiente íntimo. ¿Qué opinas?

Cathy siguió la dirección de su mirada. Frente a ellas, una magnífica vista del océano, y a cada lado, altos setos protegían aquella parte del jardín de la curiosidad de los vecinos. A su espalda quedaba la casa, y Ula y Stone no encontrarían nada interesante en aquella sesión; pero la verdadera razón era que la única otra alternativa era volver a subir a la habitación, y no se sentía con fuerzas para ello.

– Estaremos bien aquí -dijo. Ojalá sintiera un poco más de entusiasmo por todo aquello.

– Estupendo, voy por mis cosas.

Sus cosas consistían en una mesa portátil lo bastante grande para que Cathy se tumbara en ella, junto con unas bandas elásticas y un pequeño maletín. En cuestión de minutos, tenía la mesa abierta y una sábana limpia extendida sobre la superficie de plástico.

– Súbete -le dijo, dando una palmada en la sábana.

Cathy se puso de pie como pudo, tomó las muletas y se acercó con dificultad hacia ella. Pepper se adelantó para ayudarla.

– Tienen mal regulada la altura. Deberían revisar esas cosas, pero no te preocupes, que yo lo arreglaré. Pero primero veamos esa pierna.

Y la ayudó a subirse en la mesa. Cathy se sorprendió de sentir la fuerza que tenía, y su mirada de sorpresa la hizo reír.

– Ya sé que mi talla engaña -dijo ella-. Soy fuerte. Crecí con cinco hermanos, así que o me fortalecía, o me ganaban siempre que peleábamos. Decidí aprender a dar patadas. Aprendí a boxear, y a pesar de que mis hermanos son todos bien grandes, conseguí hacerles huir.

Hizo que Cathy se tumbara y probó con ella toda una serie de estiramientos. Pepper tomó notas en una libreta.

– ¿Haces ejercicio? -preguntó.

– La verdad es que no -los pantalones de chándal sueltos que llevaba ya debían haber contestado por sí solos la pregunta-. He intentado empezar con un programa de ejercicios varias veces, pero nunca los he terminado. Ahora no sé qué hacer.

– Ya verás como conseguimos ponerte en forma en un abrir y cerrar de ojos -prometió Pepper-. Dentro de unos meses, ni siquiera recordarás que te han operado.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer mientras tanto? -preguntó, recordándose que aquella era la oportunidad perfecta para los cambios en su vida-. Ula me sugirió que te preguntase al respecto.

– Claro. Hay varios ejercicios aeróbicos que pueden hacer personas sentadas en silla de ruedas. Podrías hacer unos cuantos -Pepper arrugó su naricilla-. Te prepararé algo para el próximo día.

– Estupendo. Gracias.

– Para eso estoy aquí. Ahora vamos a trabajar con esa pierna.

Pepper le hizo realizar unos cuantos ejercicios y más estiramientos. Cuando la pierna le dolía y ya no pudieron continuar, siguieron con la parte superior del cuerpo. Cathy aprendió a estirar los músculos contraídos por las muletas, así como a fomentar la fuerza del tronco. Apenas podía levantar un peso de ocho kilos, pero no se dejó desanimar. Al final estaba haciendo algo, y viendo el brazo bien definido de Pepper, se preguntó si eso sería posible para ella.

Cuando terminaron, Pepper aplicó calor a su cuello y a la parte superior de la espalda.

– Ahora, relájate. Empezaremos con la sesión de muletas, y para cuando acabemos, correrás con ellas como una profesional.

– No me imagino a mí misma corriendo con ellas, pero sí me gustaría poder manejarlas con más facilidad.

Pepper miró a la casa.

– Ya me lo imagino. Debe haber cientos de escaleras dentro.

– No lo sé.

La terapeuta la miró sorprendida.

– Pero tú vives aquí, ¿no?

Cathy se volvió boca abajo con la almohadilla de calor en la espalda.

– No. Yo soy…

Pero no encontró las palabras. ¿Qué era ella, exactamente? ¿Amiga de la familia? ¿Compañera de trabajo? ¿Qué?

– El señor Ward y yo tenemos una relación profesional -dijo al final-. No tengo familia, y cuando supo lo que ocurrió en el incendio, me ofreció quedarme en su casa hasta que me recuperase.

– Un buen trabajo, entonces -dijo Pepper con cierta envidia-. Imagínate: conocer en persona a Stone Ward. He leído sobre él, por supuesto. Esta casa es increíble. ¿Cómo es él en persona?

Cathy dudó, no sólo porque no sabía qué decir, sino porque respetaba la intimidad de Stone.

– Es un hombre muy celoso de su intimidad, pero una buena persona. No nos conocemos a fondo.

Eso era cierto, y todo lo ocurrido sólo había servido para confundirle. Quería que su relación fuese diferente, pero no sabría decir en qué. Sólo sabía que echaba de menos la regularidad de sus vidas de antes… cuando podía contar con hablar con él todos los días a medianoche.

Lo echaba de menos. Estaban en la misma casa y lo echaba de menos. Qué locura.

Pepper tocó la almohadilla.

– Dejaremos esto otros cinco minutos más y luego empezaremos con la lección.

Cathy sonrió.

– Gracias.


Stone estaba junto a la ventana, observando. Aunque sabía que no tenía derecho a espiar a Cathy, no había sido capaz de apartarse del cristal. La terapeuta parecía una profesional capaz, pero apenas la había mirado. Toda su atención estaba puesta en su invitada.

La vio evolucionar por el patio con paso lento e inseguro. La terapeuta la hizo pararse y ajustó la altura de las muletas. Cathy pudo erguirse un poco y pareció ganar estabilidad.

Llevaba el pelo suelto tapándole la cara, y una camiseta y unos pantalones de deportes holgados ocultaban su cuerpo. No era de ningún modo lo que le había dicho que era, pero eso no le importaba. Su relación nunca había tenido que ver con su aspecto, sino con la persona que era por dentro.

Aunque el cristal oscuro impedía que pudiera verse desde fuera, se separó de la ventana. Quería saber qué progresos hacía Cathy, nada más. La terapeuta era tan competente como le habían prometido, así que ahora podría olvidarse de su invitada y seguir con lo demás. Todo iba según lo previsto. Estaba ayudando a Cathy a restablecerse, física y de cualquier otro modo en que lo necesitara. Esa era su meta.

Sin embargo, al examinar lo escrito en la pantalla del ordenador, se encontró pensando en ella en lugar de en el balance. Se encontró deseando que llegase la oscuridad para poder volver a hablar con ella. Como había hecho cientos de veces desde el accidente, hacía ya tres años, maldijo el día y la luz que lo acompañaba.


Cathy miró con tristeza la bandeja que tenía junto a la cama. Había devorado la cena en menos de diez minutos. El pescado estaba delicioso, preparado en una salsa exquisita, acompañado de champiñones y arroz. Incluso la guarnición de verduras estaba buenísima. El pequeño plato de frutas cortadas en rodajas con una sola cucharada de yogur helado había sido una agradable sorpresa para el postre. El único problema era que seguía teniendo un hambre canina. Habría vendido su alma por una hamburguesa, incluso por un poco de chocolate.

Con un suspiro, se recostó en la almohada. No podía tener hambre. Al fin y al cabo, acababa de cenar. Quizás debiera comer más despacio para que su cerebro tuviese tiempo de darse cuenta de que la comida estaba en su estómago. Al menos, eso era lo que decían las revistas. Quizás fuese psicológico. Aun que físicamente estuviera saciada, quería la comida rica y llena de grasa que le proporcionase consuelo emocional. Necesitaba algo con lo que distraerse. Con un poco de tiempo, llegaría a acostumbrarse a comer menos. Los resultados valdrían la pena.

El teléfono sonó en la mesilla y dio un respingo. No lo había oído llamar antes, y sin embargo, Stone debía recibir llamadas. Debía tener varias líneas. Quizás la que sonaba era su línea particular.

El teléfono sonó cuatro veces más; Cathy lo ignoró y abrió la guía de televisión que Ula le había traído. Quizás hubiese alguna película buena aquella noche. O una de miedo. Si le preocupaba el ataque de los alienígenas o de los vampiros, no pensaría en la comida.

Hojeó la guía, pero no vio nada interesante, y acababa de dejarla sobre la cama, cuan do alguien llamó a la puerta. Era Ula.

– ¿Qué tal ha estado la cena? -preguntó.

– Deliciosa. Yo creía que no me gustaba el pescado, pero lo que ha preparado estaba para chuparse los dedos.

Ula recogió la bandeja vacía con una sonrisa.

– Me alegro de que haya disfrutado con la comida. A mí me gusta probar recetas nuevas. Mañana probaremos una de pollo.

Eran ya las siete de la tarde, pero el ama de llaves parecía tan fresca como a las siete de la mañana. Ni un pelo fuera de su sitio, ni una sola arruga en su vestido gris. ¿Quién era aquella mujer? ¿Vivía también allí? Tuvo intención de preguntárselo, pero cambió de opinión. Donde viviera o dejase de vivir no era asunto suyo. Además, estaba empezando a ser algo más cordial con ella, y no quería echarlo a perder haciendo preguntas personales.

– El teléfono ha sonado hace un momento -dijo Ula-. ¿Es que estaba en el baño?

Cathy parpadeó.

– No contesté porque no creía que fuese para mí.

– Era el señor Ward que quería saber qué tal está. Le dije que seguramente no se habría dado cuenta usted de que la habitación de invitados tiene una línea independiente. Si suena este teléfono, puede contestar si lo desea.

– ¿Que Stone ha llamado? ¿Es que no está en la casa?

– Sí, sí que está. Casi nunca sale. Está en su despacho. Le diré que puede llamar de nuevo, si quiere.

– Por favor -le pidió, e inspiró profundamente antes de hacer la siguiente pregunta-: Ula, ¿Stone está bien?

El ama de llaves la miró un momento antes de contestar.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó. La sonrisa había desaparecido, sin duda porque, en su opinión, acababa de transgredir los límites permitidos.

– Es que me ha hablado de las cicatrices que tiene en la cara y… bueno, como parece ser esa la razón de que no salga mucho… -no consiguió terminar la frase. ¿Cómo era aquel refrán? Quien no se moja…-. ¿Hay algo más? ¿Tiene algún otro problema físico por el accidente?

– Ah… No. Está bien. Son sólo las cicatrices.

Cathy hubiera querido preguntarle hasta qué punto eran importantes, pero no consiguió encontrar la forma de hacer la pregunta de un modo cortés, así que no ha hizo.

– Todo ocurrió en el mismo accidente en el que falleció su mujer, ¿no?

– Sí.

Vale. Así que Ula no estaba dispuesta a facilitarle ninguna información.

Cathy carraspeó. No quería preguntar, pero tenía que saberlo.

– No me mencionó a su esposa en todo el tiempo que nos conocemos. Debía quererla mucho.

– La señorita Evelyn lo era todo para él -confirmó, y su expresión se suavizó, como perdida en agradables recuerdos-. Se conocían desde niños. Ella era su mejor amiga. Creo que nunca se recuperará de su pérdida -hizo una pausa-. ¿Necesita algo más?

Cathy casi no podía hablar.

– No, gracias -contestó, a pesar del dolor que la desilusión le había clavado en la garganta.

Ula volvió a sonreír, y en aquella ocasión a punto estuvo de alcanzar sus ojos oscuros.

– Entonces, buenas noches.

– Buenas noches, Ula.

La puerta se cerró y Cathy se quedó a solas con el torbellino de sus pensamientos. Era culpa suya por preguntar. Si no quería saber de la relación de Stone con su esposa, no debería haber abierto la boca. ¿Qué esperaba oír? ¿Que Stone odiaba a su mujer? ¿Que había sido un matrimonio de conveniencia y que se alegraba de que hubiera muerto? Por supuesto que no, pero aun así, saber que había querido tanto a Evelyn que no se había recuperado de su muerte no era la forma en que quería empezar la tarde.

¿Cómo sería querer tanto a alguien?, se preguntó mirando al techo. Querer y que alguien te quiera. No tenía referencias al respecto, no podía comparar. Siempre había querido querer a alguien, pero los hombres no formaban parte de su mundo. No sabía dónde podía ir a encontrarlos, y aunque lo supiera, no lo haría. Aparte del hecho de que no era capaz de iniciar una conversación con un desconocido aunque le fuese la vida en ella, no era de la clase de mujeres que atraen a los hombres. No era guapa ni especialmente divertida. No tenía una personalidad brillante. Era, simplemente, corriente.

Se dejó caer sobre las almohadas y miró la pantalla apagada del televisor. ¿Y ahora, qué? ¿Por qué demonios había tenido que preguntar? Porque no estaba dispuesta a pasarse lo que quedase de tarde pensando en lo que Ula le había dicho. Quería reír. Quería ser feliz y sentirse a gusto consigo misma. Quizás encontrase algo entretenido en la tele. Una película divertida, o un…

El teléfono volvió a sonar y descolgó.

– ¿Diga?

– Hola. ¿Qué tal estás?

Aquella voz tan familiar la llenó de alegría. Se olvidó de que tenía hambre, de que le dolía la rodilla o de que tenía agujetas de los ejercicios que había hecho aquella tarde. Se olvidó de lo que Ula le había dicho y de lo mucho que había estado pensando en la mujer de Stone. Incluso se olvidó de que estaba sola.

– Mejor -contestó, consciente de que él pensaría que se refería a sus heridas, cuando en realidad de lo que ella hablaba era de que se sentía mucho mejor oyendo su voz.

– Me alegro. ¿Qué tal la terapia?

– Bien. Pepper es una chica muy agradable y sabe lo que se hace. Me dijo que llevaba las muletas bajas y me las ha ajustado. Ahora me muevo bastante mejor con ellas.

– Me la habían recomendado mucho, y me alegro de que te haya servido de algo. ¿Y el resto del día?

Cathy miró a su alrededor. Se había pasado todo el tiempo allí. ¿Qué podía haber ocurrido?

– Me ha llamado mi jefe -le dijo-. Ula recogió el mensaje mientras yo estaba con Pepper. Están buscando oficina nueva y tardarán un par de semanas en volver a ponerlo todo en marcha. Dice que puedo tomarme todo el tiempo que necesite.

Eddie se había mostrado preocupado por ella. Quería saber si estaba teniendo algún problema con el seguro, y le había dicho que, de darse el caso, hablase con él. Era un buen hombre, aunque no quería tener que pensar en volver a aquel aburrido trabajo.

– Una cosa menos de la que preocuparte -dijo Stone-. Sé que eso es un alivio.

– Esto es muy raro -dijo.

– ¿Que estemos hablando por teléfono? Lo hemos hecho siempre.

– Lo sé, pero ahora estamos en la misma casa.

– ¿Me estás invitando?

Cathy se estremeció. Hubiera deseado hacerse una bola y gritar de alegría. No es que Stone estuviese flirteando, pero con aquello bastaba. Además, ¿qué tenía de malo soñar?

– ¿Te gustaría que lo hiciera?

– Sí -contestó-. Eché de menos nuestras conversaciones mientras estabas en el hospital, pero ahora que estás en mi casa, no quiero que te sientas obligada.

– Jamás he hablado contigo por obligación.

¿Cómo podía siquiera pensar en eso? ¡Si sus llamadas eran el mejor momento del día! ¡De su vida!

– Entonces, ahora mismo subo. Apaga la luz.

Por un segundo, sus palabras crearon una imagen de intimidad que hizo enrojecer y temblar a Cathy. Entonces recordó que era porque no quería que viese sus cicatrices; nada más.

– Lo haré -dijo, y colgó.

Por un segundo, deseó poder correr al baño y peinarse o maquillarse un poco, pero aunque había mejorado con las muletas, no conseguiría volver a tiempo. Además, no tenía maquillaje e iban a estar a oscuras, así que, ¿qué más daba?

Apagó la luz, y la habitación quedó tan en silencio que podía oír, además de sentir, el latido de su corazón.

Hubo una sola llamada a la puerta y Stone entró.

– Hola. ¿Siempre dejas que los extraños entren sin más en tu habitación?

– Tú eres el primero.

– Intentaré no abusar del privilegio. Te he traído un regalo -dijo, y le vio acercarse a la cama para dejar algo junto a ella.

– ¿Qué es? -preguntó ella mientras él se iba hacia el sofá-. Libros. ¿Cuáles?

– Los dos sobre los que no nos poníamos de acuerdo.

Cathy sonrió.

– Sí que nos pusimos de acuerdo. Dijiste que leerías la biografía.

– Y la compré, junto con la historia de espionaje que quería. He pensado que podíamos leerlos los dos.

– Pienso hacerte un examen sobre la biografía. No pienses que vas a poder salir del paso con leer la contraportada.

Él suspiró.

– Me lo imaginaba. La leeré.

Su tono de sufrimiento le hizo sonreír.

Siguieron hablando sobre los dos libros nuevos y después su conversación giró hacia los libros que ya habían leído juntos. Cathy reparó en la forma en que utilizaba sus manos para dar énfasis a alguna opinión.

La suya era una intimidad poco corriente, pensó. Aunque no podía verlo, estaba cerca. La había llamado. Parecía incluso querer subir a verla, y aquella idea la llenó.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó él tras un momento de silencio.

– En que hablar en la oscuridad es muy extraño, pero me gusta.

– A mí también. No tengo muchos amigos, así que tenerte en casa es una verdadera delicia.

– Eres un adulador.

– No. Estoy siendo sincero.

– Puede.

– Nada de puede. Lo soy. Quiero que te quedes, Cathy. Quiero asegurarme de que te pones bien, y la mejor forma de hacerlo es esta.

– Así que de verdad quieres ser el protector del mundo occidental, ¿eh? -bromeó.

– Algo así.

Cathy se rió. No podría decir por qué había tenido tanta suerte con él, por qué le gustaba, o por qué se preocupaba por ella. Lo único que sabía es que era así, y no iba a poner en tela de juicio su buena fortuna.

– Cuéntame: ¿qué tal te ha ido la sesión de fisioterapia? ¿Qué has hecho?

Mientras le explicaba los ejercicios y las cosas que Pepper le había dicho, deseó poder estar más cerca. En un principio le había parecido que el sofá estaba demasiado cerca, pero ahora tenía la sensación de que había todo un océano entre ellos. Quería que la tocase, que la besara como había hecho la noche anterior.

Más sueños. Pero sueños a los que no tenía por qué renunciar mientras estuviese allí.

Stone mencionó un par de cosas en las que estaba pensando invertir. Hablaron de su trabajo, del tiempo y después, se levantó.

– Se está haciendo tarde y tienes que descansar -dijo-. Te veré mañana por la noche, si te parece bien.

– Me parece perfecto -contestó, y contuvo la respiración.

Pero a diferencia de lo ocurrido la noche anterior, aquella vez se limitó a salir de la habitación. Cathy lo vio marchar y después se desplomó sobre las almohadas, con los libros apretados contra el pecho. Pero eran un pobre sustituto de la fantasía que Stone Ward era en sí mismo.

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