Capítulo 6

Stone estaba delante de la ventana de su despacho, como había venido haciendo durante las dos últimas semanas. La mejora de Cathy era notable. Ya podía moverse sin utilizar las muletas, aunque necesitaba un bastón para subir y bajar las escaleras.

La fisioterapeuta, cuyo nombre era incapaz de recordar, la dirigía haciendo ejercicio, y aunque Cathy seguía llevando los mismos pantalones grises y la camiseta de todos los días, Stone habría jurado que aquellas prendas le quedaban un poco más grandes que cuando empezó.

Ula había mencionado que su invitada prefería que le preparase comidas bajas en calorías. ¿Estaría intentando perder peso? Pensó en la vaga silueta que había visto bajo las sábanas en el hospital. Parecía algo más gruesa de lo que se había descrito a sí misma, pero no se había dado cuenta de que tuviera exceso de peso. Aun así, si estando en su casa conseguía algún logro personal, estaría encantado. Quería ayudarla tanto como le fuera posible.

Cathy se bajó de la mesa, la terapeuta dijo algo y Cathy echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas. Eso le hizo sonreír. Le gustaba su risa. Tenía la capacidad de recordarle que seguía vivo.

Y ese era el peligro. El peligro de querer demasiado. Los placeres del resto de mortales no tenían atractivo alguno para él. Todavía tenía que seguir pagando por sus pecados, y hasta que lo hiciera, no iba a pasar ni un minuto a la luz, ni figurada ni literalmente. Se merecía estar a oscuras.

Evelyn. Todo volvía a Evelyn. Al principio se había imaginado que sería capaz de superarlo y de seguir adelante. Pero ahora sabía que no iba a ser así. Aquel era su mundo… la soledad de la oscuridad. Durante un breve periodo de tiempo, Cathy estaría allí para mostrarle cómo era la luz, pero después volvería al silencio gris, que era donde debía estar. No tenía que esperar a que llegase el momento de la muerte para recibir el castigo que se merecía. Tenía ya su propio e íntimo infierno.

– Cathy está mejorando mucho.

Stone se volvió y encontró al ama de llaves de pie en el despacho. Era una de las pocas personas que había visto sus cicatrices. Como siempre, llevaba un impecable vestido gris y un delantal blanco. Muchas veces le había dicho que no tenía por qué llevar uniforme, pero ella se limitaba a darle las gracias y a seguir vistiéndose del mismo modo. Después de diez años, la conocía lo bastante como para no intentar hacerla cambiar de opinión.

Volvió a mirar a través de la ventana. Cathy estaba sentada en el banco y levantaba la pierna manteniendo los muslos inmóviles.

– Sí, ha mejorado mucho. En un par de meses, estará totalmente recuperada.

Y entonces querría marcharse, pero eso no era algo en lo que quisiera pensar en aquel momento.

Ula se acercó a su mesa y dejó sobre ella varios sobres.

– El correo.

– Gracias.

Normalmente le entregaba el correo y se marchaba, pero aquella mañana se quedó. Stone se acercó a la mesa.

– ¿Ocurre algo?

– No -sus ojos eran ilegibles, como su expresión-. Me preguntaba si querrías que hablásemos del menú del mes que viene.

Stone hizo una mueca.

– Sólo si la alternativa es abrirme en canal. Ya sabes que no me preocupa. Haz lo que quieras.

Y se preparó para la batalla acostumbrada. Ula pensaba que no comía lo suficiente, y a veces estaba en lo cierto. Últimamente había perdido peso, y es que no tenía apetito. La comida no tenía ningún interés para él. Su mundo había quedado reducido al trabajo y a Cathy.

Pero Ula no se marchó, así que Stone se acomodó en su sillón y la miró con atención.

– ¿Qué te ronda por la cabeza? -preguntó, e hizo un gesto para invitarla a sentarse. Ella lo rechazó.

– Tu invitada -dijo. Era una mujer pequeña, apenas metro cincuenta de estatura, pero nunca había parecido intimidada por él. Quizás fuese esa la razón de que estuviera todavía a su lado-. Cathy lleva dos semanas aquí. Va a recuperarse pronto, y he pensado que quizás empiece a aburrirse de estar encerrada en la casa constantemente. Puede que le gustase salir e ir de tiendas, o echar un vistazo a su casa.

Stone había abierto una de las cartas, pero volvió a dejarla sobre la mesa.

– Tienes razón. Debería haberlo pensado. Debe sentirse prisionera.

– Tú tampoco sales mucho -dijo, y se sentó en el borde de una de las sillas que había frente a la mesa-. ¿Por qué crees que los demás tienen que ser diferentes?

– No has sido ni siquiera sutil, Ula.

– No lo pretendía.

Y sonrió.

– De acuerdo: hablaré con Cathy esta noche cuando vaya a verla. Puede llevarse el coche e ir a donde le plazca.

– Yo sospecho que lo que le gustaría es tener compañía.

– ¿Amigos quieres decir? -tenía la impresión de que carecía de ellos. A juzgar por los detalles, su vida era bastante solitaria-. Puede invitar a quien quiera con toda libertad.

Algo ardió en su vientre al pensar en una visita masculina, pero intentó no pensar en ello.

– Eso también -contestó Ula-, pero yo estaba pensando en otra cosa. Siempre come sola. No estaría mal que cenases con ella alguna noche.

Sin querer, Stone se rozó la mejilla izquierda. Las arrugas eran viejas ya, y él ya se había acostumbrado a ellas, pero eso no quería decir que Cathy se sintiera cómoda en su presencia.

Cenar. Con otra persona. No había experimentado semejante placer desde hacía tres años y el deseo de hacerlo resultó de pronto tan intenso como inesperado, pero consiguió apaciguarlo utilizando la mano de hierro que todavía no le había fallado.

Tomó otro sobre y lo abrió.

– No creo que sea buena idea.

Ula hizo un gesto con la mano.

– Le das más importancia a esas cicatrices de la que debieras. A ella no le importarían.

– Pero a mí sí -replicó con frialdad, haciéndole saber que había traspasado la línea.

Ella suspiró y se levantó.

– Muy bien, señor.

Stone sabía que la intención de Ula era buena. De hecho, había sido muy buena con él durante todos aquellos años.

– Es que no creo que saliera bien -dijo, como oferta de paz.

– ¿Por qué no? Estás haciendo de todo esto -hizo un gesto hacia su cara-, una tragedia desmedida.

Eso espoleó a Stone, que se levantó inmediatamente. Soltó los papeles sobre la mesa y no se dio cuenta de que uno de ellos cayó en silencio al suelo.

– Es que es trágico -espetó-. ¿Acaso has olvidado que Evelyn murió aquella noche? ¿Ya no te acuerdas de que fue culpa mía?

– No he olvidado que usted quiere que lo sea. Esa es la diferencia. Han pasado ya tres años, señor Ward, y es hora de seguir adelante.

– Te agradecería que recordases que aquí eres sólo una empleada, y como tal te agradecería que te guardases tus opiniones para ti.

Ula no contestó, sino que se limitó a erguirse, dio media vuelta y se marchó. Stone se quedó de pie durante unos minutos escuchando en el silencio el latido de su propio corazón. Sintió la amenaza de los recuerdos, como si la explosión de ira hubiese abierto la tapa de la caja donde los mantenía a buen recaudo.

Y cuando empezaron a cobrar vida en su cabeza, persiguiéndole, cegándole a cualquier cosa que no fuera el pasado y su culpabilidad en lo ocurrido, se sentó en el sillón y se preparó para el ataque.


– Estás muy callada hoy -dijo Stone.

Como siempre, el sonido de su voz la hizo desear bailar de alegría, pero se limitó a cambiar de postura en el sofá y a mirarlo.

– Lo siento. Estaba pensando.

– ¿En qué?

Estaba de verdad allí. A veces le resultaba difícil creerlo, a pesar del hecho de que llevaba dos semanas acudiendo cada noche a su habitación. Temía despertarse y que todo hubiera sido un sueño. Pero allí estaba, sentado, apenas a medio metro de ella.

Desde que había conseguido deshacerse de las muletas y moverse con más facilidad, ocupaba el sofá cada vez que él venía a verla. Aunque no podía verlo mejor porque la oscuridad seguía siendo la misma, le gustaba pensar que eran una pareja normal en una cita.

Le gustaba su presencia. Estaban lo bastante cerca para percibir el olor de su colonia, o para que apoyase la mano de vez en cuando en su hombro cuando quería explicar algo. Le gustaba que, cuando hablaban de libros o de política, él se inclinase hacia delante, como si pretendiese convencerla de que viera las cosas como él. A veces le llevaba la contraria sólo para tomarle el pelo. Le gustaba todo de él. Era como volver a estar enamorada como cuando lo estaba en el instituto.

– ¿Cathy?

– Ah… lo siento. Estaba distraída -enrojeció. Menos mal que no podía verla-. ¿Cuál era la pregunta?

– ¿En qué estabas pensando?

¿Qué pensamiento elegir?

– En… el instituto.

– ¿Qué tal fue el instituto para ti?

– Pues no demasiado divertido -admitió, a pesar de las mentiras que le había contado en otras ocasiones. ¿Importaba que supiera la verdad?-. No tenía muchos amigos, sobre todo porque no podía hacer nada después de las clases. No me importaba ir a su casa, pero no podía invitarlos a venir a la mía, y siempre tenía que estar en casa pronto.

Hizo una pausa, esperando la pregunta inevitable, pero Stone guardó silencio.

– Mi madre bebía mucho -continuó-, y nunca sabía lo que podía encontrarme -cerró los ojos e intentó borrar los recuerdos, pero fue inútil. Estaban ahí, justo en la superficie-. A veces estaba bien, como la madre de cualquiera, pero la mayoría de las veces estaba bebida o desmayada. Ocuparme de ella me llevaba mucho tiempo. No quería tener que explicar por qué se comportaba de un modo extraño o por qué estaba dormida en el sofá, así que procuraba evitar esas situaciones. Al final, resultó que estar sola era más fácil.

– Lo siento.

– No es culpa de nadie.

– ¿Y tu padre no estaba nunca?

– No. Se marchó cuando yo era pequeña.

Nunca supe si porque mi madre se quedó embarazada, porque bebía, o por la razón que fuese. Ella nunca quiso darme esa información, y a mí me daba demasiado miedo preguntar.

Cathy apretó los dientes. Había dicho demasiado. Stone estaría sorprendido o escandalizado. Se llevó la rodilla sana a la barbilla y la rodeó con los brazos.

– Mi niñez fue diferente -dijo él-. Crecí en una casa bonita. Había bastante dinero, pero poca atención. No es que me descuidaran, pero creo que no se acordaban demasiado de mí. Siempre que obedeciera las reglas y al ama, me dejaban en paz.

Estiró los brazos sobre el respaldo del sofá. Sus dedos estaban a escasos centímetros de su hombro.

– Era bastante popular en el instituto -dijo, encogiéndose de hombros-. Afortunadamente no resultó ser mi mejor momento. Siempre he sentido lástima por la gente cuya mejor edad fueron los diecisiete años.

– Seguro que tenías montones de novias -bromeó.

– Montones no, pero sí las suficientes.

No podían haber sido más distintos. Ella jamás había tenido un novio. Su única experiencia romántica consistía en haberse emborrachado en una fiesta el último año de instituto y jugar a un juego en el que había que besarse.

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– No; sólo Evelyn. Ella fue mi mejor amiga desde primaria. Al final terminamos casándonos.

Cathy sintió que el estómago se le encogía al oír el nombre de la otra mujer, y se dijo que el hecho de que confiase en ella lo bastante para compartir los detalles de su vida era una buena señal, ¿no? Pero ella no se sentía bien. Si al menos pudiera ver la cara de Stone y saber qué estaba pensando…

– Una historia preciosa.

– Sí. Murió hace tres años. Todavía la echo de menos -su tono de voz no revelaba nada, pero antes de que Cathy pudiera insistir en ello, cambió de tema-. Pero el pasado es el pasado. Hablemos del futuro. De mañana, en concreto.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que llevas encerrada dos semanas en esta casa y supongo que debes tener ganas de salir, al menos un rato.

Cathy parpadeó.

– La verdad es que no lo había pensado -y era cierto. La casa era tan grande que era difícil sentirse encerrada. Pero de pronto, se le ocurrió una desagradable posibilidad-. ¿Quieres que me vaya? Al fin y al cabo, llevo ya dos semanas aquí. Lo siento. Debería habérseme ocurrido. Has sido muy amable y yo…

Él posó un dedo sobre sus labios para hacerla callar, y el gesto fue más efectivo que una mordaza.

– Basta. No pretendo deshacerme de ti. Ya te he dicho que me gusta tu compañía, pero como me ha dicho Ula esta mañana, llevas dos semanas sin salir, y si hay algo que quieras hacer, o alguien a quien quieras visitar, estaré encantado de poner el coche y el chofer a tu disposición.

El contacto de su dedo era suave y cálido. Casi podía saborear su piel. El pulso se le aceleró, al igual que la respiración. Con aquel roce él no pretendía más que llamar su atención, pero para ella fue un gesto íntimo y muy especial. Cuando bajó la mano, tuvo que contener un gemido de protesta. Menos mal que estaban a oscuras, se dijo mientras se lamía los labios intentando encontrar la prueba de que de verdad la había tocado.

– Te lo agradezco -le dijo, intentando quitarse de la cabeza aquellos pensamientos. La verdad es que no había ningún sitio al que quisiera ir-. No creo que…

– Insisto.

Insistía. Genial. ¿Y ahora qué?

– Estoy segura de que podría conducir yo misma -empezó, pero un gesto de su cabeza la detuvo. Sabía lo que iba a decir: que no estaba en condiciones de conducir-. Gracias -dijo al fin, intentando inyectar a su voz un entusiasmo que no sentía-. Te lo agradezco.

– Haría cualquier cosa por ti.

Cathy se quedó mirando la oscuridad. Ojalá fuese cierto.


– ¿Qué planes tiene para hoy? -preguntó Ula mientras le servía otra taza de café.

– No estoy segura. Stone me ha dicho que puedo utilizar su coche durante todo el día, y he pensado que debería dar una vuelta por mi casa.

Lo cual le tomaría al menos dos horas, teniendo en cuenta el camino de ida y de vuelta, pero no quería volver tan pronto que él pensase que su vida era tan increíblemente aburrida que no podía llenar unas cuantas horas fuera de casa.

Ula se sentó frente a ella. Cathy llevaba casi una semana desayunando con el ama de llaves. No es que la mujer fuese demasiado abierta, pero iba acercándose a ella poco a poco. Y Cathy estaba fascinada por su perfecta educación en cualquier momento.

– Tengo una sugerencia que hacer -dijo-, siempre que no le parezca que me estoy entrometiendo.

– Entrométase, por favor -le rogó-. Lo único que se me ha ocurrido hacer es ir al cine, pero no me hace demasiada gracia ir sola.

– Conozco una peluquería muy buena en la zona oeste. Hacen verdaderas maravillas con el pelo, y he pensado que quizás le gustaría cambiar de estilo en el pelo. Sería divertido.

Cathy sabía que el ama de llaves tenía buenas intenciones. A su modo estirado y algo áspero, Ula le mostraba amistad. Aun así, la crítica implícita de su comentario le dolió. El pelo castaño le llegaba hasta la mitad de la espalda, y lo mejor que podía decir de él era que se mantenía limpio con facilidad.

Empujó los pequeños trozos de fruta de la macedonia por el plato mientras intentaba encontrar la forma de contestar.

– Lo siento -dijo Ula-. No pretendía… es sólo que le ha ido tan bien con la dieta y los ejercicios. Es una mujer preciosa, pero no hace nada para acentuar sus cualidades. No sé si es porque piensa que no merecen la pena o porque no sabe qué hacer.

Cathy la miró a los ojos.

– Yo no soy preciosa.

– ¡Vamos! Tiene una piel perfecta y unos grandes ojos verdes.

– No son verdes -siempre había deseado que lo fueran-. Son una especie de color barro.

– Con el pelo y la ropa adecuada, el verde resaltaría. Tiene una sonrisa que ilumina la habitación, y es lista y divertida. ¿Por qué no reconoce su valía? Siéntese erguida. Entre en una habitación como si tuviera pleno derecho a estar allí. No tenga miedo.

Sus comentarios hicieron que Cathy se irguiera en su silla, pero del resto no estaba tan segura. El comentario de Ula había sido sorprendente. ¿De verdad pensaría que tenía todo ese potencial? Con dos dedos, tomó un mechón de pelo.

– ¿Qué clase de corte?

Ula sirvió otra taza de café para cada una.

– Algo a capas. Las capas le darían más volumen. Puedo llamar al dueño de la peluquería ahora mismo y ver si puede hacerle un hueco.


Dos horas más tarde, Cathy estaba cubierta por una capa de vinilo púrpura y se miraba en un amplio espejo. Ernest, un hombre de mediana edad dueño del salón, estaba detrás de ella.

– Los setenta se terminaron hace mucho -dijo-, y el pelo largo y liso desapareció con ellos. Un corte -su tono era seguro-. Algo de color, quizás un poco caoba con algún toque de miel para dar calor a las facciones.

Él estaba ya medio calvo, pero el pelo que le quedaba iba recogido en una coleta, y los pendientes brillaban en ambas orejas.

– Ula me ha hablado del incendio y de la operación -dijo, apoyando las manos en sus hombros-. Pobrecilla, has debido pasarlo fatal. Pero hoy vamos a ponerte guapa. ¿Quieres una revista mientras esperas?

– Eh… sí, gracias.

– Yo me ocuparé de todo -dijo, sonriéndole en el espejo-. Confía en mí, cariño.

Cuatro horas después, Cathy se encontró de nuevo en la misma silla, mirándose en el mismo espejo. Emest casi había hecho magia.

– ¿Te gusta? -preguntó.

Su pelo caía en suaves capas hasta la altura de los hombros. Los reflejos rojizos y color miel extraían el verde de sus ojos y hacía brillar su piel. Selena, Marta o cualquiera de las otras mujeres, era imposible diferenciar las porque iban todas de negro y eran increíblemente guapas, la había maquillado. No mucho; sólo lo justo para realzar los pómulos y la boca. Cathy sonrió.

– Me gusta mucho.

– Bien. Entonces tendrás que concertar una cita para dentro de seis semanas. El corte hay que retocarlo cada seis semanas, y el color, cada doce. Se necesita tiempo para estar guapa, pero merece la pena.

Cathy lo siguió hasta la recepción, donde concertó una cita para el corte y ni siquiera parpadeó al anunciarle el total que iban a cargarle en la tarjeta de crédito. Era la primera vez que hacía algo así en toda su vida. Nunca había creído que mereciese la pena.

Al dar la vuelta para salir, se vio a sí misma en el espejo de la entrada y tuvo que sonreír. Caminaba más erguida, y no porque Ula se lo hubiera sugerido, sino porque se sentía mejor consigo misma. Sabía que había perdido unos cuantos kilos; no muchos, pero lo bastante para que la ropa le quedara grande. Siempre llevaba prendas holgadas con la esperanza de que disimularan su exceso de peso, pero ahora aquellos viejos vaqueros casi se le caían. Un par nuevo no estaría mal. Quizás pudieran pasarse por ese almacén de ropa asequible en el que solía comprar antes de volver a casa de Stone.

Al acercarse al brillante BMW que la esperaba aparcado en la curva, tuvo que echarse a reír. Un flamante cochazo la llevaba por la ciudad, y de vuelta a la fabulosa mansión en la que vivía, quería pasarse por una tienda de saldos. ¿Qué era lo que no encajaba en aquella imagen?


Cathy subió todo lo deprisa que pudo las escaleras de la entrada. Sonreía de alegría y felicidad. La compra había ido tan bien que llevaba los vaqueros nuevos puestos. ¡Una talla más pequeña!

Se encaminó a la cocina para compartir su nuevo aspecto con Ula, pero de pronto, cambió de opinión y subió la escalera. Quería que Stone la viera. Al fin y al cabo, la última vez que la había visto a la luz del día estaba en el hospital, lo cual no debía haber sido una imagen halagadora.

Como siempre, la puerta de su despacho estaba cerrada. Cathy dudó. ¿Qué pensaría de su nuevo corte de pelo? ¿Le gustaría? ¿Le parecería una estupidez que quisiera compartirlo con él? Quizás si esperaba a la noche…

– ¡Basta! -Se dijo en voz alta-. Hazlo o no lo hagas, pero deja de darle vueltas.

Decidida, llamó a la puerta y entró.

– Stone, siento molestarte, pero Ula me sugirió esta mañana que me cortase el pelo y he ido a…

Fue justo al mirarlo cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Con toda la excitación del día, simplemente había olvidado que nunca le había visto a la luz. Y que había una buena razón.

Estaba junto a la ventana. Las cortinas estaban descorridas y la luz brillante de la tarde inundaba la habitación. Él se volvió y sus ojos se clavaron en ella. Cathy se dijo que debía disculparse, salir corriendo de allí o lo que fuera, pero lo único que pudo hacer fue quedarse inmóvil, clavada en el suelo, mirándolo.

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