PRIMERA PARTE. EL DIOS QUE ABRE LOS CAMINOS
LA NOCHE DE OSHÚN

I

Cuando Gaia escuchó los pasos, estuvo a punto de esconderse tras los arbustos que rodeaban el asiento del parque; pero ni siquiera llegó a levantarse. Fue el propio sonido lo que le advirtió que no se trataba de un delincuente vagando en busca de víctimas a esa hora de la noche. El pausado repiqueteo de los tacones le recordó su infancia, cuando ella y sus amigas jugaban a ser mujeres.

Una sombra delgada la cubrió.

– Disculpa -su voz era grave y musical-, ¿no pasó alguien por aquí?

– No he visto a nadie.

Sin ser invitada, la mujer se sentó junto a ella: una mulata alta, de piernas insuperables. Gaia no pudo ver sus ojos porque la luz de la luna le cubría la espalda como un manto sobrenatural; sólo advirtió el brillo de la mirada que la estudiaba desde aquel rostro invisible.

El viento movió las ramas de los árboles y unsilbido cercano hirió la noche, Gaia levantó la visita disimuladamente, oleando los alrededores. Algo vivo palpitaba en el aire. Tal vez fuera el hálito de una presencia… o de muchas. Unfulgor escapaba del suelo y delineaba los contornos de las nubes, que parecieron teñirse de azúcar helada. Miró sus manos. ¿Era su imaginación o brotaba de ellas una claridad láctea? El soplo de la brisa la hizo sentir desnuda, a merced de sus inseguridades. Aunque intuyó que esa sensación provenía de la súbita frialdad -tan anómala en el trópico-, su efecto se abatió sobre ella con la potencia de un embrujo.

– ¿Esperas a alguien?

– No -mintió.

No quería dar explicaciones acerca de su vida privada. Por lo demás, su acuerdo con Eri era un asunto secreto. Se quedaría allí esperando al mensajero con la contraseña, pero no tenía por qué hablarle a nadie de su extraña cita a ciegas.

– Pues yo vine a encontrarme con cierta persona -suspiró la desconocida, y volvió el rostro para mirar el entorno.

Gaia pudo contemplar su perfil, de ojos rasgados y nariz morisca.

– Tengo la impresión de que no va a venir. -La mujer la observó con fijeza y, al sonreír, sus dientes resplandecieron en la oscuridad-. ¿Te gustó la obra?

La joven se sobresaltó.

– ¿Qué obra?

– Te vi en el teatro… Supongo que era tu novio -y, sin esperar respuesta, continuó-: Mi marido y yo nos separamos hace unos días, pero ya estoy acostumbrada. Al final siempre regresa.

Gaia no dijo nada. Tuvo la incómoda sensación de que aquella mujer podría inmiscuirse en su vida con la misma facilidad con que se despojaría de una prenda de vestir, y eso no le gustó. Por si fuera poco, su inquietud crecía por minutos; no lograba librarse de su aprensión. Se sintió vigilada, pero no pudo determinar si su sospecha era cierta o resultado de una larga espera.

– Creo que debo irme.

– ¿Por qué no me acompañas? Tengo una invitación para dos.

– ¿Adónde? -preguntó con desconfianza-. A estas horas no debe de haber nada abierto.

– Sí, una casa de juegos.

Gaia se echó a reír.

– ¿Me has visto cara de idiota? -replicó, pero no estaba ofendida-. Las casas de juegos se cerraron hace más de treinta años.

– Ésta es diferente.

Se puso de pie, irritada por aquella conversación sin sentido.

– Tengo que irme -dijo, y le tendió la mano.

La otra se levantó con lentitud, como si el aire obstaculizara sus movimientos. Gaia imaginó un ave que tratara de alzar el vuelo desde el fondo de un lago.

– ¿Nunca has querido conocerte?

Su voz pareció provenir de otra época.

– Sé bien quién soy.

– Pero no quién puedes llegar a ser -susurró la otra, reteniendo aún su mano.

Gaia fue a soltarse, pero sintió que no quería abandonar aquella tibieza. Ahora podía verla mejor porque la luz de un farol se derramaba a plenitud sobre su rostro. Era realmente hermosa.

– No deberías renunciar al placer de ser tú misma.

Era obvio que nadie vendría; ya había esperado demasiado. Para colmo de males, el lenguaje ele la intrusa sólo contribuía a aumentar su nerviosismo. Presintió la cercanía de entidades invisibles; escuchó sus risas burlonas entre las ramas, sus vuelos rasantes, sus agudos chillidos inundando las inmediaciones. ¿Oeran sólo lechuzas?… Fuese lo que fuese, lo más cuerdo era marcharse. Hizo un gesto de despedida.

– No sé por qué huyes -escuchó a sus espaldas-. El dios que abre los caminos también puede cerrarlos.

La frase actuó como un ancla: era la contraseña que Eri le había prometido.

Al volverse, creyó percibir una vaga fosforescencia en torno a la mujer. Por un momento pensó que aquel halo era un reflejo engañoso provocado por el farol a sus espaldas, pero cuando la desconocida abandonó su puesto, el halo no desapareció; por el contrario, sus furiosos matices, de un azul intensamente dorado, parecieron adquirir una pureza prístina.

Gaia experimentó de nuevo aquella sensación de presagio que anegaba la noche desde sus comienzos. Olfateó el aire, aguzó el oído, y alertó su piel para recibir las impresiones de cualquier criatura que hubiera dejado huellas de su paso por esa zona. Estaba segura: la isla se había poblado de manes caribeños.

– ¿Quién eres? -preguntó Gaia.

– Si te dijera la verdad, ¿me creerías?

Prefirió ignorar su tono burlón.

– ¿Te envió Eri?

– Lo que se sabe no se pregunta.

Gaia se estremeció porque aquélla era una de las respuestas del oráculo que -meses atrás- la guiara hasta Eri, y su mención contribuyó a aumentar la irrealidad de la silueta enmarcada por un aura cristalina.

– Vamos -colocó sus manos sobre los hombros de la muchacha.

El contacto traslucía delicadeza y, al mismo tiempo, resultaba posesivo. Presa de un vago deseo, permitió que la desconocida rodeara su cintura y la condujera. ¿Adónde? No sabía, y tampoco le importaba. La frase había transferido una carga de sumisión a su voluntad. Le pareció caminar por un valle de niebla, rodeada de sonidos indefinibles. Vivía un sueño… o una pesadilla, porque era demasiado pronto para decidir si le agradaba o no aquella experiencia. Recordó haber visto cierto libro con fotos de citoplasmas que se desprendían de una médium y formaban siluetas espectrales. Algo semejante le estaba ocurriendo: tenía una sensación de irrealidad ante lo que parecía ser muy real.

En aquel estado de embriaguez, percibió los dedos de la mujer que se escurrían por su cadera. El roce le provocó vergüenza y excitación, pero ni por un instante se le ocurrió protestar. Eri le había advertido que debía obedecer al mensajero que pronunciara la contraseña.

Pese a su docilidad, volvió a preguntarse cómo había caído en una situación de la cual no osaba evadirse; sólo sabía que el poder de ese hombre sobre ella vetaba toda escapatoria… ¿Cómo lo había conocido? ¿Qué circunstancias la arrastraron hacia él? ¿Había sido su salvación o su castigo? ¿Se habría aprovechado de su maltrecha suerte?

Cerró los ojos para recordar, mientras los dedos de la mujer jugaban con su cintura.

Hacía tres años que su amante había muerto y todavía se masturbaba pensando en él.

Una amiga los presentó una tarde, cuando ambas se tropezaron en la escalinata de la universidad. Gaia conocía a Lisa desde que tenía uso de razón. Quizás por eso se atrevía a hablarle de temas que jamás hubiera mencionado delante de otros, y no era raro que a menudo comparasen sus frustraciones. La universidad no era aquel parnaso descrito en los libros. De no haber mediado una amistad de años, Gaia jamás se habría quejado ante Lisa de la aridez de sus asignaturas, y Lisa no se hubiera lamentado de cuan pocos temas podía debatir con alguna libertad. Sentadas en mitad de la enorme escalinata -un método que les permitía percatarse con antelación de la proximidad de intrusos-, se dedicaron a rezongar durante media hora y a compartir sus impresiones. Ya estaban al borde de un pacto suicida, cuando un grupo de personas cruzó la calle en dirección a la heladería Coppelia.

– Mira quién va por ahí -exclamó su amiga, olvidando por un momento sus lamentos existenciales.

Se refería a aquel cuarteto compuesto por un hombre y tres jovencitas que parecían estudiantes. Una de ellas le hizo señas con el brazo.

– ¡Y va con Melisa! -exclamó, afilando su mano.

– ¿Con quién?

– Una amiga que no veía desde hace meses. Es medio lunática, pero inofensiva. Fíjale si es rara que hasta escribe cuentos de vampiros… ¡Ahora me lo explico! Por eso anda con él -agarró a Gaía por un brazo-. Vamos.

– ¿Adónde?

– Ven conmigo -Lisa va bajaba las escaleras-. Quiero presentarle a uno de nuestros mejores pintores.

Caia la siguió con interés, más por la promesa de conocer a un artista que por el hecho de tratarse de un tipo medianamente apuesto. Tuvo su primera sorpresa al estrecharle la mano. Era alto -mucho más de lo que supusiera al principio-, y a ella siempre le habían gustado los hombres altos; de esos que la obligaban a doblar el cuello hasta casi fracturarse una vértebra, como si estuviera frente a un altar donde hay que elevar la mirada para ver a Cristo en su lejana cruz. Además, éste era pintor, es decir, uno de esos seres que viven inmersos en la bruma de sus visiones… Gaia no recordaba sus cuadros, pero su nombre le resultaba familiar v eso era suficiente para convertirlo en una pieza de museo.

Jamás creyó que tuviera intenciones de llamarla cuando apuntó su teléfono. Supuso que aquél sería uno de esos actos que realiza cierta gente con la única intención de parecer amable. Sin embargo, cumplió su palabra. Y no sólo eso: empezó a propiciar reuniones semanales para conversar y discutir acerca de rodo lo imaginable. Su erudición era tan asombrosa que Gaia pronto olvidó que ese hombre pudiera ser algo más que un interlocutor ansioso por compartir el tipo de anécdotas que casi nunca aparecen en los libros. Era su manera habitual de seducir, pero ella no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.

El Pintor sabía que muchos temas eran asuntos prohibidos en el ámbito académico porque ocho años atrás también había navegado por aquellas aguas. Después de exponer ciertas obras polémicas, un tanto osadas para el gusto oficial, se vio obligado a trabajar en una oscura imprenta; experiencia que marcó para siempre su ánimo, incapaz de asimilar el desprecio o las amenazas. Su salida del ostracismo no le hizo olvidar la inmanencia de los censores. De ahí que pudiera entender perfectamente la pasión de Gaia por mamar de fuentes iconoclastas, y por eso no escatimó esfuerzos en proporcionar a la joven todo tipo de estímulos a su fantasía.

Para ella fueron semanas de turbia lucidez. Vivía en una perpetua exaltación del intelecto que, al mismo tiempo, le impedía distinguir con claridad lo que la rodeaba, consecuencia de un plan maestro que el propio vizconde de Valmont habría celebrado. Se reunían en cualquier punto de la ciudad y se sumergían en un universo que parecía habitado por sus propios fantasmas y demonios. Así llego la tarde en que, seguro de su reacción, el Pintor se preparó para escalar la fortaleza que intuía tras la curiosidad de su amiga.

Antes del asalto, por supuesto, previo hasta el último detalle. Le resultaba imposible abismarse en la profanación de la carne femenina sin estar rodeado de comodidades; era de esas personas que no pueden separar el lujo del placer. Por eso la llevó a uno de: los mejores bares de la ciudad, situado en la primera planta de un hotel. No era lacil entrar allí, pero él tenía sus contactos, a los que pagaba las generosas propinas que le permitían sus ingresos; y no porque su propia obra rindiera tales dividendos, sino porque había empezado a reproducir cuadros renacentistas para extranjeros: tarea que resultó ser un filón tan lucrativo como las legendarias minas de Zinnj.

Tras deslizar los billetes al portero, con ese ademán detectivesco que le encantaba lucir, subieron al bar rodeado de troncos de bambúes secos. La cortina tropical contrastaba con la bruñida superficie del suelo y con la repiqueteante cristalería que transportaban los mozos en sus bandejas. Los cocteles que rezumaban aguardientes olorosos a cañaveral, y embellecidos con rodajas de naranja y jardines de hierbabuena, se sumaron a la conversación, que él supo sazonar con imágenes sacadas de sus ídolos, donde figuraban los paraísos femeninos de Gauguin, la perversidad de Beardsley y la impudicia fotográfica de Hainilton. Gaia perdió la cuenta de los Mojitos, los Alexanders y los Bello-Montes que desfilaron frente a ella, enfrascada en seguir el hilo de un diálogo que requería la atención de todos sus sentidos; porque el Pintor, incluso inmerso en su labor seductora, no escatimaba referencias históricas ni juegos de palabras sobre sus personajes favoritos. Y ahí residía su mayor encanto. Era imposible rechazar las caricias de quien citaba a Catulo -"Mira adonde, mi Lesbia, por tu culpa / ha ido a parar mi alma…/'- mientras rozaba con sus dedos la mano absorta. No fue nada extraño que ella lo siguiera, sin oponer resistencia, al elevador que los condujo a uno de los pisos más altos del hotel.

Apenas llegaron a la habitación, Gaia abrió las cortinas. Y fue como si el mar Caribe penetrara de golpe con ese esplendor único, capaz de herir mor-talmente como sólo puede herir de belleza el mar de Cuba. Desde allí oteó la línea de la costa que ceñía a su ciudad. En ciertos trechos del malecón, la espuma salada embestía con el instinto de una bestia a la que han cerrado el paso, y su visión era suficiente para seducir sin remedio el alma que la contemplara.

Fascinada ante esa imagen, tardó un instante en percibir el aliento que retozaba sobre sus hombros. Fue entonces cuando reparó en las manos que emprendían la lenta y minuciosa labor de abrir la blusa.

– Nos van a ver -protestó débilmente.

Pero él ni siquiera se dio por aludido. Deslizó sus dedos hacia latitudes meridionales y palpó su ropa interior. Con delicadeza sopesó la firmeza de sus nalgas, la curva de sus caderas, la línea angulosa que descendía hasta la ingle… Gaia no se atrevió a hacer un solo gesto durante el tiempo que duró el examen. No estaba muy segura de que esos tocamientos fueran caricias o habría actuado en consecuencia. El instinto le indicó que debía permanecer ajena a esa suerte de reconocimiento. Una manipulación como aquélla pedía más bien ser aceptada que devuelta, ignorada que advertida; por eso lo dejó hacer, pese a que su nerviosismo aumentaba por momentos. Al rato, y sin que hubiera mediado palabra alguna, él se apartó suavemente, dejándola sola y confusa frente al balcón. ¿Qué haría ahora? ¿Permanecer de pie? ¿Seguir los movimientos del hombre? ¿Sentarse en la cama? ¿Tomar la iniciativa? Iónicamente al escuchar un chirrido a sus espaldas se atrevió a volverse.

El Pintor buscaba algo dentro de una misteriosa carpeta que llevara consigo toda la tarde. En el bar, ella había notado los abultados compartimientos que, según imaginó, debían contener los esbozos originales de un lienzo que ciaría que hablar a los críticos: tal vez -supuso con expectativa- se tratara de un onírico paisaje postmodernista, o bocetos de un posible happening, o un enfoque novedoso del conceptualismo. En cualquier caso, allí se guardaría un indudable aporte a la cultura nacional; eso era lo que suponía Gaia… Silenciosamente se acercó a la cama. Para su sorpresa, en el cartapacio sólo vio ropas. Pero no cualquier tipo de ropas: eran piezas del inconfundible uniforme escolar.

– ¿Te di permiso? -una venda oscura le cubrió los ojos.

Las manos comenzaron a desnudarla. Gaia se esforzó por prestarse al juego, pero el antifaz la ponía nerviosa. ¿Y si aquel hombre resultaba ser un maniaco sexual? ¿Y si era un asesino encubierto? ¿Y si tenía un cómplice en el hotel? ¿Y si la dejaba amarrada allí para hacerle después sabe-Dios-qué-cosas?

Una tela le cubrió la cabeza. Estuvo a punto de gritar, pero afortunadamente no llegó a hacerlo. La pieza de ropa se deslizó hasta su cintura: era una falda muy corta. Por los tanteos dedujo que tenía diversos broches, sin duda para permitirle encontrar la medida adecuada. Los dedos de la brisa acariciaron zonas de su piel que rara vez quedaban al descubierto. Eso le produjo una vergüenza inexplicable, lo mismo que si alguien aprovechara su vulnerabilidad para manosearla. Luego vino la blusa, que él dejó desabrochada a la altura de sus pechos.

– Estás perfecta -suspiró el Pintor-. Ven, siéntate aquí.

Nada en su experiencia anterior la había preparado para algo parecido; apenas se atrevía a moverse, mucho menos caminar. Imaginó cuan extraña debía de verse en mecho de la habitación, con su indumentaria y los ojos vendados. A tientas, y venciendo un terrible embarazo, terminó por acomodarse sobre sus piernas.

Una culebrilla se deslizó entre los recovecos de sus orejas, serpenteó a lo largo del cuello y descendió, brincona, hasta los montes endurecidos. Se comportaba como un animalejo que saltármele cima encima, provocando tremores en la superficie. Ladinamente prolongó su paseo por las cumbres mientras allá abajo, en tina región cercana al trópico, dedos laboriosos tanteaban la abertura del sexo.

– Estás toda mojada, criatura. ¿Cómo es posible, si apenas hemos empezado la primera clase? Así no podremos avanzar mucho…

Pero Gaia se derretía literalmente sobre su regazo, sintiendo aquel otro latido que le azotaba los muslos. Tras unos instantes que se le antojaron siglos, escuchó su voz:

– Haz lo que quieras.

Obediente -¿qué otra opción tenía sino rendirse a los impulsos de su instinto?-, abrió las piernas para sentarse a horcajadas. Ahí estaba la bestezuela mortificante, la sádica que se movía gozosa después de haber sido liberada. Afincó sus rodillas sobre el colchón y, a ciegas, intentó capturar aquella criatura que había crecido insospechadamente; pero él la agarró por las muñecas para impedírselo.

– Así no -oyó que le decía-. Si la quieres, debes atraparla como hacen las niñas buenas, sin tocarla.

Su pelvis se afanó ansiosa, buscando la punta del ofidio esquivo; lo encontró, y su sexo lo engulló con la avidez de una madreperla que descubre, por fin, una partícula alimenticia para la futura joya que crecerá en ella. Intentó apresurarse, pero él la contuvo. Sintió que la lentitud del balanceo la exasperaba hasta la agonía. Deseó moverse con más rapidez para ciar alivio al escozor, pero las manos que le atenazaban las muñecas controlaban sus movimientos.

– Prométeme que serás obediente -susurró con tono paternal.

Ella asintió.

– No te oí -la queja fue un regaño.

– Seré obediente.

Bajo la presión de sus puños cabalgó con lentitud, demorando el estallido que se acumulaba en sus labios. Dócilmente se dejó conducir como una virgen rota y alucinada. El ordenaba y ella obedecía. No existía otra posibilidad. Se desbocaba siempre, pero él volvía a sujetar sus bridas. Sintió sus pechos húmedos entre los dientes voraces. Él le pidió su boca y después su lengua, sólo su lengua. Eso la enervó aún más. Ardía como una diablesa en el centro del infierno. Sus muslos temblaban ante el esfuerzo que debía hacer por mantener aquel ritmo que no la dejaba saciarse de una vez. Casi a punió del estallido, la forzó a detenerse.

– Ahora tomaras tu lección.

Y así, abierta y expuesta, la obligó a contestar un largo cuestionario en donde tuvo que inventar historias para su placer. Fueron maestro y alumna, padre e hija, confesor y novicia… La hizo transitar por toda una gama de vivencias que ella jamás hubiera aceptado de otro modo, pero que en la atmósfera secreta de aquel cuarto cobraban una validez perdonable. En el transcurso de esas dos horas lúe seducida y manipulada por su amante, que asumía cada papel y la colocaba siempre al borde de un clímax que luego le escamoteaba. El final llegó durante la escena en que un profesor la forzaba a entregarse, a cambio de buenas calificaciones.

– Tendrás que portarle muy bien si quieres pasar de año.

Le alzó la falda del uniforme.

– Vamos a repasar la tabla de multiplicar.

Los dedos del hombre apartaron su ropa inferior para colocarle entre los muslos el duro instrumento de castigo.

– ¿-Ocho por ocho?

– Sesenta y cinco.

– ¿Ocho por ocho? -repitió.

Algo comenzó a inflamarse en ella mientras su maestro intentaba penetrarla.

– Sesenta.

Quiso escapar del dolor, pero las manos que la retenían le impidieron retroceder.

– Sesenta y siete.

La embestida le arrancó un quejido.

– Dime la tabla completa.

– Ocho por uno: ocho… Ocho por dos: dieciséis… Ocho por tres: treinta y cuatro…

Los movimientos siguieron el ritmo de las respuestas equivocadas, mientras él la sujetaba por las muñecas. Sus pechos fueron chupados y mordidos sin misericordia.

– Nueve por tres: once…

Pero ella quería que la humillaran, que la empalaran como él lo estaba haciendo.

– Nueve por cuatro: quince…

Porque era una gozadora innata; ya se lo había dicho su maestro.

– Nueve por cinco: treinta…

En adelante iría todos los días a aquella misma aula, se acostaría en la mesa y lo esperaría con la falda levantada para recibir su penitencia hasta que él decidiera que ya había aprendido su lección.

– Siete por cuatro: veintiséis…

El temblor embridado y oculto desde hacía horas se transformó en un sahumerio de gozo.

– Uno por uno: mil…

(Para que aprendas de una vez, zorra malcriada, calientahombres.)

Fue una sacudida de gusto, un bautizo natural. La cosquilla tibia que sube hasta invadir cada rincón del alma. Relámpagos de éxtasis. En temblor inagotable, como si el universo se aprestara a ser parido. Otra creación: un nuevo big bang. Los labios de la vulva son pétalos que estallan. Me inflamo. Soy de púrpura. Soy un génesis de luego. Me vuelvo luna, me vuelvo demonia. No me alcanza el tiempo para respirar. Clavo a Dios en mi entrepierna y El me toca con sus dedos infinitos. Perderse en la nada de otro cuerpo, en el hueco negro de una vida que parece muerte… una pequeña muerte. Sangre de mi sangre, boca de mi boca, leche de mi leche.

En aquel instante mágico nació otro universo con sus dioses y sus herejías, con sus normas y sus leyes. Terminaba la prehistoria; empezaba el porvenir. Al igual que un Cristo sacrílego, el Pintor había borrado la huella de los santos precedentes. A partir de entonces sería «antes de…» y «después de…».

– Te has portado muy bien -le escuchó decir, aún exhausta-. Ahora vístete. Iremos a comprarte un helado.

III

Esa fue su primera experiencia con él -una experiencia que se repetiría, engarzada a situaciones artificiales y absurdas; tan absurdas como su bien guardado secreto: a ese hombre, tan culto y elegante, se le hacía la boca agua con las niñas.

Era obvio que al Pintor lo enloquecían las púberes: la promisoria eclosión de su femineidad, el brote inminente de las curvas, su inocencia expuesta a la curiosidad del morbo… Sin embargo, jamás se hubiera arriesgado a ir más allá de una tímida caricia a alguna escolar incauta. Huía de la violencia y de todo lo que inspirara temor o desagrado. Así es que se contentaba con cazar a las jóvenes de aspecto infantil para educarlas a su manera.

Gaia reunía los requisitos convenientes: diecinueve años y una actitud de perpetuo desamparo. Por supuesto, no fue la primera ni la última víctima en la vida del Pintor, que siempre andaba tramando alguna nueva seducción. Gaia lo supo a través de sus propias confesiones, pero a ella no le importaban tales aventuras. Sus conquistas eran juegos; caprichos de artista. Se convirtió en una amoral. Mejor dicho, él la convirtió en una amoral cuando la convenció de que aquellos lances no tenían importancia, excepto para ser utilizados por ambos en la cama como material de inspiración. Eso le creó un extraño reflejo condicionado. Se excitaba sólo de oírlo hablar sobre lo que había hecho con otras mujeres; y esa láctica terminó por transformarlo en un fantasma imposible de eludir.

Por eso, tres años después de su muerte, todavía se masturbaba pensando en él. No había logrado despojarse de su influjo, especialmente porque nunca tuvo tiempo de prepararse para el fin. Una súbita enfermedad terminó con sus bromas eruditas y su imprevisible humor. Ella ni siquiera fue al hospital. Se sintió aterrada, incapaz de enfrentarse a la posibilidad de su pérdida. En el fondo guardaba la esperanza de que todo fuera una falsa alarma -incluso una broma macabra- o que se produjera una remisión milagrosa; pero finalmente no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Alguien la llamó una mañana y le dijo que el Pintor había muerto. Entonces le dolió no haberlo visitado, aunque sabía de sobra -porque hablaron de eso muchas veces- que él habría hecho igual. Ambos compartían el mismo terror patológico por la muerte; y estaba segura de que, en el fondo, él imaginó lo que pasaba por su cabeza. De cualquier manera, siempre cargaría con la agobiante impresión ele que pudo haber hecho algo: un rezo, una oración o unritual mágico. Pero su miedo era tan grande que abolió toda respuesta; algo que no se perdonaría nunca. Quizás debió decirle que aún lo amaba… Aunque ¿era cierto? ¿No sería todo una obsesión malsana?

Ese angustioso torbellino de ideas no fue nada comparado con la oscuridad que la invadió después, como si su espíritu se hubiera transformado en una sustancia volátil y devastada. Se dio cuenta de lo que ocurría cuando los meses comenzaron a transcurrir sin que su libido diera señales de vida. Pasó de la sorpresa al desespero, de la pasividad a las caricias; pero su antiguo eros había desaparecido. Abandonó todo esfuerzo cuando se convenció de que explorar aquel vacío era como intentar revivir un cadáver.

«Ya está», concluyó al sospechar que su frigidez sería definitiva. «Ahora podré parecerme a sor Juana Inés de la Cruz.»

No se opuso a lo que creyó irremediable; todo lo contrario. A grandes males, grandes remedios. Decidió encerrarse en un convento. No era católica. Ni siquiera estaba segura de que Dios existía, pero siempre podría esforzarse y fingir lo contrario. Ya lo tenía casi resuelto cuando Claudia, una estudiante de su facultad, le advirtió que la vida en un convento era muy diferente a lo que ella imaginaba: no podría pasarse todo el día en su celda, recibiendo comida por un orificio y leyendo hasta las tantas de la noche cualquier libro que cayera en sus manos; tendría la obligación de rezar muchos rosarios, atender enfermos y cuidar de un jardín. Claudia estaba segura de eso porque -años atrás- su mejor amiga se había hecho monja y, antes de entrar al convento, le había contado los pormenores de su nueva existencia… Gaia la escuchó por cortesía. Nada la haría desistir: una mujer que ya no era mujer sólo podía pertenecer a un claustro. Como santa Teresa de Jesús. Como santa Brígida de Irlanda. Únicamente abandonó la idea cuando se enteró de que era obligatorio levantarse al amanecer para ir a misa.

«¡Eso sí que no!», pensó, indignada. «Yo no estoy para nadie hasta las diez de la mañana. Ni muerta pondré mi despertador a esa hora.»

Tuvo que resignarse a su rutina de estudiante, saturada de reuniones interminables; y a la aridez de lo cotidiano, siempre histérica por las colas para conseguir comida y harta del constante bombardeo de las vallas que anunciaban tina guerra que jamás llegaba.

Y en medio de su ascética vida -o quizás a causa de ella-, las pesadillas habitaron sus noches. El Pintor estaba en todas. No lograba apartarlo de sus sueños; se manifestaba disfrazado de cualquier cosa que sólo reconocía al despertar: en los rostros de amigos que le provocaban humedades y en los gestos incestuosos de familiares: reencarnaba en extraños animales que nacían de ella, y en objetos que lanzaba al océano y en seguida luchaba por recuperar.

Por si fuera poco, continuaba sin tener relaciones con nadie. Se sentía sola, aislada, condenada al destierro entre tantos hombres. La humanidad se había convertido en una masa de criaturas sin atractivo ninguno. Fue Lisa, su amiga de la infancia, quien la conminó a hacer algo.

– No puedes seguir así -le dijo una tarde en que la acompañaba hasta la parada.

– Ya lo sé -admitió Gaia-. Voy a sacar un turno para el médico.

– ¿Otro más? ¿A cuántos has visto este año?

– Cuatro o cinco.

– Así no vas a curarte.

– ¿Y qué quieres que haga? Iría hasta el Santo Sepulcro si supiera que iba a salir de este hueco.

Llegaron a la parada repleta de personas.

– ¿Harías cualquier cosa, con tal de zafarte del trauma?

– ¿Qué te crees? ¿Que soy masoquista?

– Entonces vamos a lo de tía Rita.

– ¿Es psiquiatra?

– Es mi iyalocha.

– ¿Tu qué?

– Sabe tirar los cocos y ha ayudado a mucha gente con problemas peores que el tuyo. Ella te dirá qué hacer para acabar con tu obsesión.

– ¿Vas a llevarme a una santera?

– Como los médicos no te curan…

– ¡Estás loca! Yo no creo en esas cosas.

– No te hagas la intelectual.

– No me estoy haciendo nada, Lisa.

– Una vez, me dijiste que creías en la magia, ¿no te acuerdas? Después de leerle aquel libro…

– Sólo te comenté que las hadas podían ser restos de energías psíquicas: entidades que se han vuelto reales después que tanta gente las ha invocado.

– ¿Ylos orishas no?… ¿O piensas que porque tus hadas sean irlandesas y blanquitas son mejores que nuestros santos negros?

– Por favor, Lisa, no estoy para esa descarga.

– Es que hablas sin saber.

– Me basta con lo que sé -dijo Gaia, y su tono creció como una ola que anuncia tempestad-. ¡Y bastantes rollos tengo va en mi vida! No quiero que me enredes más.

– Te guste o no, son nuestras deidades.

– Y superstición de la buena. -Un día de éstos le vas a llevar un susto, por irreverente.

– Perdóname, pero tú sabes cómo pienso.

– El caso es que no puedes seguir así o vas a terminar igual que tu adorable tormento: en una tumba… Iremos a que tía Rita te consulte.

– Pero, Lisa, si ni siquiera estoy segura de que exista un dios, ¿cómo voy a creer en varios?

– Vendrás conmigo y se acabó -dijo su amiga, terminante-. No vas a perder nada y puedes ganar mucho.

Convencida de que Pisa no la dejaría en paz hasta salirse con la suya, optó por seguirle la corriente.

– ¿Le has hablado de mí a tu tía?

– Déjame aclararte algo antes de seguir. Rita no es mi tía, sino mi madrina de religión -y añadió en voz baja-: Tengo hecho santo.

Gaia abrió la boca, pero no pudo hablar.

– No me mires con esa cara -rezongó su amiga.

– Es que no puedo creerlo.

– No seas idiota, chica. Aquí todo el mundo camina pa'l monte.

Gaia tardó unos segundos en digerir el significado de la frase.

– Entonces ¿por qué le dices tía Rita?

Lisa se encogió de hombros.

– Todos la llaman así.

– ¿Y ella sabe de mi problema?

– ¡Claro que no! ¿Te piensas que yo ando por ahí contándole a la gente tus cosas? Además, ella no necesita que le digan. Tiene sus propios medios para averiguar.

IV

Y por eso estaba ahora en aquella encrucijada: porque el oráculo había hablado por boca de tía Rita, una santera descendiente de gallegos que vivía en Guanabacoa.

Tres días antes, sentada sobre una estera que ocupaba la mitad de la habitación, la anciana había lanzado varias veces los cuatro trozos de cascara de coco, casi grises por el uso, murmurando ohí are antes de cada lanzamiento; y a cada pregunta los dioses habían dado una respuesta. Al final, logró resumir la situación de Gaia de un modo que hizo persignarse a su propia ahijada.

– Elegguá dice que deberá ponej'le miel en una esquina de su casa -la mujer hablaba con los ojos en blanco y tragándose letras-. Sin eso no podrá ayudadla.

– ¿Elegguá? -repitió Gaia.

– Es el orisha que abre y cierra loj caminoj -explicó la vieja-. Usté sólita se lo ha cerrao poqque tiene el espíritu de un muerto atrá, y no hace na' por zafarse d'él. Eso no la deja vivir.

Gaia observó a Lisa. Su expresión fue la mejor prueba de que ésta no le había contado nada a la mujer.

A esto siguió una serie interminable de preguntas que las cascaras iban contestando negativa o afirmativamente, en un lenguaje casi binario que obligaba a interrogar de nuevo. Guiada por cada respuesta, la mujer formulaba otras preguntas hasta encontrar causas y soluciones.

– Usté va de la mano con Oyá y Oshún -le dijo la anciana, y al notar la mirada de Gaia le aclaró-: Oshún Awé, la que llora al muetto, la que ya no se parece a ella.

– ¿Por qué no se parece a ella? -se atrevió a preguntar Gaia.

– Poqque no ej la Oshún de siempre, poqque ya no se ocupa de suj zalameríaj con los 'ombre.

– ¿Oshún es como Venus?

Lisa le dio un codazo a su amiga para que se callara. La santera abandonó por un instante su actitud de trance para observarla con aire suspicaz.

– Oiga, joven, ¿usté entiende algo de esto?

– Tía -intervino Lisa-, mi amiga quiere saber; pero tendrá que explicarle mejor porque ella es una ignorante.

– Haberlo dicho antes, m'hija. Vamos a ver -carraspeó para concentrarse-: Empecemos por Oshún, la que guía en cuestiones de amor…

– Pero usted dice que llora a un muerto.

– ¡Déjame terminar! Como toda orisha que se respete, Oshún tiene muchos caminos: puede ser Oshún Aña, que enloquece con los tambores; Oshún Yeyé Moró, que siempre está de juerga; Oshún Fumiké, que se enternece con los niños… Pero la que veo junto a usté es Oshún Awé, la tristona; a ésa, ni Shangó la alegra.

– Shangó es un dios guerrero, ¿no? -aventuró Gaia, recordando vagamente una leyenda.

– Sí. Y es el orisha del trueno y de la hombría, siempre vestío de rojo -alzó la vista para mirarla-. Usté también va guiá por Oyá, que es otra de sus mujeres…

– ¿Shangó tiene dos mujeres?

La anciana se echó a reír.

– El tiene todas las que se le antojan, pero sólo tres son las oficiales. Oshún es una de ellas; Oyá es la otra; y también la pobrecita Obba, que se cortó una oreja para demostrarle su amor, por un mal consejo de Oshún…

– ¿Cuál consejo? – inlerrumpió Gaia.

– Oshún le aseguró que el plato favorito de Shangó era la sopa de orejas; pero no era cierto. Por eso Obba nunca ha podido perdonarla. Ahora tiene que andar todo el tiempo con un pañuelo amarrado en la cabeza.

– ¿Y esa Oyá está triste o alegre? -preguntó Gaia, intentando recuperar el hilo de la conversación.

La santera la observó con una expresión que oscilaba entre la lástima v la incredulidad. Luego se volvió a su ahijada, y su mirada fue tan elocuente que incluso Gaia la comprendió. Parecía preguntar: ¿a quién diablos me has traído, muchacha?

– Explíquele más, tía -la animó Lisa-. Ya ve lo despistada que anda la pobre.

La anciana suspiró, casi resignada.

– Oyá está por encima de esas cosas, niña. No creo que se sienta triste ni alegre, sino más bien… apagada; y puede que a veces se enfurezca, aunque sólo si la atacas o le faltas el respeto. La mayor parte del tiempo anda ajena a lo que otros puedan sentir por ella.

– ¿Por qué?

– Porque los vivos le somos indiferentes. Ella reina en los cementerios y es dueña de la tempestad -se detuvo un momento para estudiar el semblante de Gaia-. Entre los muertos, Oyá se mueve como en familia; y ahora, para más desgracia, se ha juntao con Oshún la triste. Así mismo anda usté: carcomía por el deseo hacia un muerto. Y ese muerto no la deja en paz… Tiene que hacerse una limpieza de cama.

– ¿De cama? -se asombró Gaia-. ¿Las limpiezas no se hacen con yerbas?

– Sonará raro -admitió la mujer-, pero eso es lo que dicen los santos: pa' sacarse a ese muerto tiene que buscarse a un vivo… y uno muy especial, tan especial que no entiendo bien lo que me dice el obí. Sólo sé que es alguien relacionado con Inle.

– ¿Quién es ése?

– Otro marido de Oshún.

– ¿También es guerrero?

– Inle es médico y pescador.

– Estás de suerte, m'hijita -susurró Lisa.

– ¿Por qué?

– Es un tipo precioso.

– ¿Sí?

– Es tan bello que otra orisha se lo quiso robar -añadió la santera.

La palabra «orisha» la hizo volver en sí. ¿Qué le importaba que un santo fuera mejor o peor parecido? Ni que fuera a salir con él.

Se dirigió a la anciana:

– ¿Y ese Inle me puede ayudar?

– O alguien relacionado con él; no estoy segura -la mujer vaciló un poco, antes de añadir-: Es que a Inle no le gustan los cocos y no entiendo bien lo que me dice. Pero voy a hablar con Elegguá, que es mi regencia.

– ¿Su qué?

– Su orisha protector-le sopló Lisa.

La anciana lanzó los trozos al suelo.

– ¿Ese vivo vendrá a ella? -observó la posición de los cocos-. No.

De nuevo arrojó las cascaras.

– ¿La joven tendrá que ir a buscarlo? -y, al ver su emplazamiento, susurró para sí-: Lo que se sabe no se pregunta.

Volvió a lanzar.

– ¿Deberá buscarlo en esta ciudad?

La misma respuesta.

La santera continuó interrogando a aquel oráculo que exigía un poder de deducción digno del legendario inquilino de la calle Baker. Al cabo de cinco minutos, su mano se cerró sobre las cascaras.

– Hay un lugar donde se come -anunció, observando a Gaia con fijeza-. Usté debe ir allí y sentarse a esperar. Su salvador la hallará en ese sitio.

– ¿Cómo se llama el lugar?

– Eso es asunto suyo -se quedo mirando al vacío, como si intentara escuchar mejor-. Tiene un nombre raro. O extranjero. No sé… Algo que no es de aquí.

– Hay muchos restaurantes y cafeterías con nombres raros. ¿No puede ser más precisa?

La mujer suspiró y lanzó de nuevo los cocos, indagando en cada tirada por una zona diferente de la ciudad.

– Busque por el Vedado -dijo finalmente.

V

Pese a su escepticismo inicial, la exactitud con que la santera describiera su relación con el muerto la llevó hasta ese rincón… sin muchas esperanzas, por cierto; y no porque dudara de su excepcional clarividencia, sino porque estaba segura de que no la dejarían entrar en un sitio reservado sólo para turistas y diplomáticos.

Mientras se acercaba, repasó diversas excusas; trató de imaginar cuál sería la más plausible y al final decidió decir lo primero que se le ocurriera, aunque imaginó que todo sería inútil. Seguramente la echarían de allí a cajas destempladas. Respiró hondo y se aproximó al portero. Fue entonces cuando quedó convencida de la validez del oráculo. El autómata humano ni siquiera notó mi presencia. Antes bien, hizo algo insólito: abrió la puerta v se apañó para permitirle el paso.

Lo había previsto todo, menos aquello. Se internó en la atmósfera helada, sintiendo que andaba sobre nubes. La puerta se cerró a sus espaldas y durante unos segundos permaneció inmóvil hasta que sus pupilas se adaptaron a las tinieblas. Eso le permitió acercarse al bar, situado a un costado de la entrada. Allí se sentó en unrincón, estremecida ante el doble milagro, pues -para colmo- era época de vacaciones y el local debería estar repleto de extranjeros; sin embargo, sólo algunas sombras se movían en la oscuridad. Encargó un Mojito, aún sin creer lo que estaba viviendo; pero hizo un esfuerzo por comportarse a la altura de las circunstancias, es decir, como si no sucediera nada fuera ele lo común.

Cuando acabó su trago, se dedicó a pescar del vaso la hierbabuena, Una tras una fue masticando las hojas mentoladas hasta que sólo quedó un tallo oscuro flotando entre los hielos. Miró su reloj. Eran cerca de las diez de la noche. Pidió otro Mojito. A cada instante se volteaba para observar las figuras que entraban o salían, pero no distinguió a ningún promisorio varón. Al cabo de media hora decidió irse. Apenas extendió el billete, temiendo represalias cuando descubrieran que no tenía dólares, una mano se posó sobre la suya.

– Pago yo.

La penumbra era casi lobreguez, pese a la luz arrojada por algunos faroles que pretendían ser hawaianos, melanesios o de algún otro paraíso engañosamente primitivo. La mano que aún descansaba sobre la suya resultaba delicada al tacto, pero a su dueño no consiguió verlo bien.

– Eri -se presentó el hombre.

– Gaia -contestó ella, estrechándole la mano.

– La Madre Tierra.

– ¿Cómo?

– Te llamas como la diosa griega.

– Ah, sí -suspiró ella, y trató de sonreír-. Mis padres querían que yo fuera especial a toda costa, pero eso del nombre no siempre funciona.

– Te invito a cenar.

– Es que…

– No te preocupes, tengo dinero.

Sin embargo, ésa no era la causa de su titubeo. ¿Habría querido decir que tenía dólares? En aquella época, a ningún cubano le estaba permitido semejante lujo. ¿Sería un contrabandista? ¿O quizás uno de los pocos funcionarios autorizados a manejar divisas extranjeras? ¿Tal vez un músico o un pintor «oficial»? Pero ni su voz ni sus ademanes le resultaron conocidos.

– Bueno -consintió.

Ocuparon una mesa apartada. Mientras la ayudaba a sentarse, un pensamiento la dejo paralizada. ¿Y si se trataba de un alto militar, de un viceministro, o de algo semejante? Ella no quería tratos con esa gente. Sólo la recomendación de la santera impidió que buscara cualquier excusa para marcharse.

– En seguida les traigo la carta -prometió un camarero.

– ¿Qué hacías en el bar? -preguntó su acompañante-. ¿Esperabas a alguien?

– No… Sí… Es algo complicado.

– A lo mejor me esperabas a mí.

Ella se sobresaltó. Habría jurado que la expresión del hombre era divertida. Bajo la escasa luz, trató de adivinar sus rasgos. Ora se le antojaba un fauno, ora un pez, ora un macho cabrío, como si su rostro fuera una máscara que se derretía constantemente, igual que el marciano solitario en aquel cuento de Bradbury.

– ¿Te gustan los mariscos? -aventuró el hombre.

Gaia respiró con cierto alivio.

– Mucho -decidió arriesgarse-, pero ya sabes cómo es este país.

– Hoy es una noche especial -afirmó su anfitrión-. Podrás comer lo que quieras.

El camarero llegó con la carta. Ella casi se desmayó al ver el listado, que se le antojó una parodia de aquel capítulo bíblico donde los nombres forman una longaniza genealógica que no termina nunca, aunque en ese menú no aparecía descendencia real alguna; sólo platos creados para condimentar la imaginación: Langosta Borracha, Frutas en Cópula sobre un Lecho de Crema, Sardinas Licenciosas a la Italiana, Bistec de Semental, Tortillitas Amorosas, Pollo Estilo Burdel, Remolacha Kamasutra en Crema Agria, Alcachofas Genitales, Hidromiel a la Griega… Pero más extraordinario que la variedad de platos fue el hecho de que no viera por ningún sitio la consabida aclaración de que sólo estaban disponibles por dólares. Cuando alzó la mirada, tropezó con los ojos de Eri que la observaban como un gato a un ratón.

– Tú trabajas aquí, ¿verdad?

– No.

– ¿Y cómo sabías…?

– Eres muy curiosa. ¿Qué vas a pedir?

Los Camarones en Salsa Báquica fueron servidos en fuentecillas ovaladas donde los mariscos yacían como en un diván. En aquel néctar oloroso a vino, canela y azúcar, los trozos de carne rosada y casi fosforescente refulgían bajo la luz de las velas.

Detrás llegó la Sopa de Testículos de Toro, fuertemente sazonada. Gaia comenzó a transpirar como si sus poros también quisieran gozar de aquella vaharada picante. Su pareja sorbía el caldo sin decir palabra, mirándola entre los vapores. En la penumbra, sus ojos adquirían una luminosidad intensa; pero ella no quiso mostrar temor o embarazo, y adoptó una expresión de lejana indiferencia.

Las Almejas Eróticas a la Vvikinga vinieron adornadas con perejil. Resultó una verdadera fiesta verter el limón y la mantequilla derretida sobre cada valva, cuidando de que la mezcla no chorreara mientras era bebida de la misma concha.

Después de esto, Gaia quiso dar por terminada la cena, pero su acompañante no se lo permitió. Nada de irse hasta que no probara lo que había encardado para ambos. Cuando el camarero levantó la tapa de una cazuela para mostrar lo que aún se cocía en su vientre, ella no pudo contener un suspiro. Ostras, mejillones, cangrejos, ostiones y otros restos marinos, dotaban, se enroscaban o confundían en el mar dulcemente avinado donde se había cocinado esa Orgía Marisquera.

A decir verdad, Gaia había sido extremadamente parca en su afirmación acerca de sus preferencias. Los mariscos no sólo le gustaban, sino que la enloquecían. Las pocas veces que los había comido, se transmutaba en algo que ni ella misma lograba definir. Le fascinaba el ruido de los carapachos rotos, el crujido de las muelas al deshacerse bajo las pinzas metálicas, el placer ele arrancar la carne de las conchas… Eran procesos que despertaban en ella un ansia remota e indescifrable corno el anticipo de un orgasmo.

Los mariscos desaparecieron rociados con vino blanco. Dos minutos después, el camarero destapó la fuente humeante donde reposaba una enorme Langosta Libertina. Los vegetales y las especias, cocidos en mantequilla, se mezclaban con los trozos de carne blanca ahogados en champán. ¡Y qué delicia bucear en los dorados carapachos para sacar la masa fragante a tomillo y pimienta!

Gaia se declaró incapaz de seguir comiendo, pero Eri aseguró que no debía irse sin probar los deliciosos Cojoncillos de San Pedro, hechos con una pasta de buñuelos muy acanelada, en forma de pequeñas esferas colocadas por pares, y mojadas en abundante almíbar… Sólo cuando terminó de beber su último sorbo de vino, se dio cuenta de que había tres botellas vacías sobre la mesa. No se sentía mareada, sino curiosamente agitada.

– Si te digo algo, ¿prometes no reírte?

– Bueno.

– Me siento surrealista.

– No hay nada risible en eso -respondió él, jugueteando con su vaso-. Vivimos en un país surrealista.

– Ya lo sé, pero me parece como si estuviera en otra dimensión… Es Cuba, pero al mismo tiempo no lo es.

– A ver, ¿cómo es eso?

– Nos dejaron entrar aquí sin hacer preguntas, hemos comido… -se detuvo-. ¿Ya pagaste?

– Sí -su anfitrión se había puesto de pie y la ayudaba con la silla.

– ¿Seguro? -insistió ella-. No vi que el camarero trajera la cuenta. No te vi sacando dinero.

– Vamos, todo está en orden.

– Todo no está en orden -murmuró ella, pero se dejó llevar a la noche.

Afuera la atmósfera fluía densa. Las pocas luces que iluminaban el corazón de La Rampa tenían un brillo húmedo, igual a esas imágenes fílmicas donde los colores del neón resplandecen sobre el asfalto espejeante de las calles. Gaia decidió que no era su imaginación: estaba en otra Habana. Era como si la ciudad hubiera resuelto mostrar otro rostro, ese que siempre había ocultado.

Una idea fue creciendo en su mente. ¿Acaso las ciudades tenían alma? ¿Era posible, bajo ciertas condiciones, descubrir la comarca oscura donde se esconde su verdadera esencia? ¿Habría penetrado, sin darse cuenta, en el espíritu de una metrópolis plagada de brujos que tal vez hubieran creado un espacio donde existía lo prohibido? ¿Sería ésa la zona hacia la cual escapaban los sueños y las represiones de sus habitantes? Porque si eso era posible, ella estaba en su mismo centro, tras cruzar el paso invisible hacia otra dimensión. De algún modo había caído en ese Shambhala caribeño, junto a una criatura perteneciente a aquella región escurridiza. O quizás estaba viviendo los resultados de un hechizo.

– ¿Qué te pasa?

– No me siento bien.

– ¿Estás mareada?

– No sé. Creo que sí.

– Mi consultorio está cerca. ¿Quieres que vayamos?

– ¿Eres médico?

Por toda respuesta, la tomó del codo para ayudarla a sortear un hueco de la acera.

– Vamos.

Lo siguió sin chistar. ¿Un médico? Gaia rumió la revelación mientras ambos caminaban por las desoladas calles. ¿Era sólo una coincidencia o existía un truco detrás de todo? Tres minutos después entraron en un edificio y Gaia se detuvo en el vestíbulo desierto.

– ¿Qué ocurre?

– Esto no es un hospital.

– Nunca te hablé de un hospital, sino de un consultorio.

Ella no supo qué decir. Algo andaba mal, pero de momento no pudo determinar dónde estaba el problema. Quizás fuese culpa del vino.

Las puertas del elevador se abrieron con la presteza de una planta carnívora pronta a devorar cualquier insecto; y las pupilas de Gaia, asustadas por aquel contraste de claroscuros, se contrajeron ante el primer baño de luz que recibían en muchas horas. Fue también la primera oportunidad de ver bien a su acompáñame.

Era hermoso, mucho más hermoso de lo que intuyera en la penumbra: de una piel acanelada y tersa, como la que sólo pueden tener los mulatos dorados de su país, fruto de esa mezcla que España y África legaran a su isla. Tenía los ojos de un verde leonado que le recordó la descripción de aquellas praderas asturianas tan añoradas por su bisabuelo, un aventurero oriundo de Villaviciosa que había desembarcado en Cuba un siglo atrás. Casi se avergonzó de su propia piel, de una palidez ridícula en un país que había engendrado toda la gama posible de tonalidades en el ser humano.

Seis pisos más arriba, la puerta se abrió. La consulta quedaba frente al elevador. El entró primero y encendió una luz.

– Pasa, no te quedes ahí parada.

– Esto no es un consultorio.

– Es mi apartamento.

De pronto supo que era lo que andaba mal.

– Nadie tiene consultas privadas en su casa.

– Los profesionales viejos, sí -repuso él sin inmutarse-. Esto era de mi padre.

La columna vertebral del apartamento era un pasillo largo y sombrío, que terminaba en una puerta semiabierta. Allí el hombre encendió otra luz que, a juzgar por su amarillez, sólo podía provenir de una lámpara.

– ¿Vas a entrar o no? -la conminó desde el interior.

Gaia se aventuró a explorar lo que semejaba ser un consultorio de los años cincuenta.

– Siéntate -dijo él, indicándole una silla.

La tomó de un brazo y sostuvo una de sus muñecas entre los dedos. Al cabo de varios segundos, colocó una palma sobre su frente y otra en su nuca. Aquello le produjo a Gaia un alivio inexplicable; una bolsa de hielo sobre su cabeza no hubiera surtido mejor efecto. Por último, el hombre deslizó sus dedos sobre el plexo solar, manteniéndose a unos centímetros de la piel, sin tocarla. El examen aumentó en ella la incómoda sensación de que el universo andaba patas arriba. De nuevo era algo que parecía, pero no era; es decir, todos esos procedimientos parecían exámenes de algún tipo, pero no estaba segura de que fuesen médicos.

– Tienes la presión un poco baja -dictaminó-, aunque no mucho. Y estás algo tensa.

– ¿Cómo puedes saber mi presión sin haberla medido?

– Pero si lo hice…

– ¿Sin ningún equipo?

Él sonrió.

– Yo no necesito equipos para eso.

– Tiene que ver con los chinos, ¿verdad? -inquirió ella con voz insegura-. Una especie de acupuntura…

– ¿Sabes una cosa? -la interrumpió-. Debería darte un masaje.

– ¿Qué?

– No te preocupes -prosiguió él, quitando unos papeles de la camilla-. No voy a cobrarte.

Gaia observó sus movimientos, tratando de adivinar sus intenciones.

– Los médicos no recetan masajes; mucho menos los dan.

– Nunca te dije que fuera médico. Soy masajista, igual que mi padre.

Gaia escrutó la expresión de su rostro. Se resistía a confiar en alguien sin otras referencias que las que él mismo había dado.

– ¿Quieres que te muestre mis títulos? -su ofrecimiento la tomó por sorpresa-. Están ahí, en la pared.

– Podrían ser de tu padre.

– Únicamente los que están a la izquierda. El resto es mío.

Gaia revisó los diplomas, algunos de los cuales estaban escritos en lenguas desconocidas. Se fijó en las fechas y logró encontrar lo que buscaba: los de la izquierda, en efecto, se remontaban a unas cuatro décadas atrás; a la derecha, se hallaban certificados expedidos cinco o seis años antes. Pero ¿y si ese lugar era de otra persona? Rechazó la idea de inmediato. Después de todo, él no podía haber previsto que se toparía con ella. Y en el supuesto caso de que su encuentro hubiese sido preparado, le habría resultado imposible saber que ella se sentiría mal y mucho menos que aceptaría ir con él hasta ese sitio. No, la previsión humana tenía un límite. Aquel apartamento era suyo, y los diplomas también.

Cuando apartó la vista de la pared, Eri la observaba pacientemente. Su actitud era la de un adulto que espera por la decisión de un niño. Casi avergonzada, se escurrió detrás del biombo.

– Hay toallas limpias en las gavetas -escuchó.

Se despojó de su vestido y, tras dudarlo un poco, se sacó la ropa interior. En el mueble encontró una enorme toalla con la que se envolvió.

Antes de empezar, Eri apartó la lámpara hacia la pared. Haciendo presión con los dedos, fue tanteando rincones dolorosos a lo largo de su columna. Poco a poco el empuje se transformó en fricción. Las manos embadurnadas en aceite bajaban a lo largo de la espalda, se apoyaban en la cintura y penetraban en los músculos de sus costados. Un sopor se extendió por la habitación. En cierto momento, Gaia dejó de sentir las manos sobre su piel y volvió la vista hacia el espejo. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie la tocaba? Se abandonó a una dulce soñolencia. Las manos se deslizaban y se hundían en su carne, frotando incluso su nuca. Alivio, placer, olvido: imágenes de otro mundo poblaron su letargo. El Pintor sonreía. EI Pintor la buscaba. El Pintor regresaba una y otra vez con la insistencia de un íncubo, porque él la había acariciado para que nunca pudiera olvidarlo. Ahora su fantasma volvía a pulsar las mismas cuerdas.

Gaia entreabrió los parpados. Ya las manos no pulían; ahora se deslizaban en una caricia, bajaban hasta los muslos v volvían a trepar. Cerró los ojos para abandonarse al contacto. Debió de quedarse dormida. Al abrirlos otra vez, sintió un sonido zumbante y mecánico que se deslizaba sobre sus corvas. Trató de volverse, pero no pudo: tenía las manos atadas a los costados de la camilla. Intentó palear, mientras el pánico trepaba por su pecho al descubrir que también sus tobillos estaban sujetos.

– Vov a gritar si no me desatas.

El se agachó junto a ella.

– Te juro que no haré nada que pueda lastimarte -su voz era suave, casi profesional-. Sólo quiero curarte.

– ¿Curarme de qué?

– De tu mal.

– ¿Te envió tía Rita?

– No sé de quién hablas.

– Seguro que…

El le cubrió la boca con una gasa.

Impotente primero, rabiosa después, bufó bajo la mordaza; pero su ira estaba más dirigida a ella misma que al hombre. Qué estúpida había sido. ¿Cómo pudo dejarse engañar así? Pronto comprendió la inutilidad de sus esfuerzos y decidió permanecer tranquila, dispuesta a soportar aquella situación que acumulaba en sus nervios una carga explosiva. El cataclismo se precipitó cuando una mano se deslizó entre sus muslos y exploró su interior húmedo. La gasa no fue suficiente para contener sus gemidos de placer.

Con un brazo, el hombre la alzó por la pelvis; con el otro, la colocó sobre un banquillo. Lento y exasperante, el aparato se aproximó a esa región donde se acumulan los instintos. Casi en contra de su voluntad, disfrutó del movimiento que imperceptiblemente se fue convirtiendo en penetración. Hasta entonces había creído que aquel instrumento era casi cuadrado; ahora le pareció más bien tubular.

Una caricia oleaginosa la dejó rígida, a medio camino entre el temor y la excitación, al comprender que estaba siendo preparada para otro tipo de asalto. Sólo un momento se revolvió en su sitio, pero en seguida renunció a sus vaivenes de culebra. De cualquier modo, no había nada más que hacer; sólo aguardar a que pasara todo. Cerró los ojos y se abandonó, dejando la entrada posterior al arbitrio de un animal resbaloso y persistente que poco a poco se internó entre los pliegues de su intocada carne -una vía que se hollaba por primera vez-, mientras el instrumento tubular continuaba ronroneando en el umbral de su vulva como un felino satisfecho.

No se requirió mucho tiempo para que un temblor distinto hiciera crujir la camilla. Provenía de territorios donde las leyes eran simples e impetuosas. Nacía de parajes a merced de los atavismos. Era la eclosión del instinto, el brote de una Fuerza que surgía de aquella doble emboscada. Se resistió al orgasmo, más por orgullo que por instinto. No quería. No le daría el gusto. Pero lodo en su interior se incendiaba, a merced del doble asalto donde la cosquilla masturbatoria y el empuje del miembro aceitado se fundían en una sola fuente de voluptuosidad. Luchó contra su propio placer, pero el forcejeo no hizo más que aumentarlo. Gimió ahogadamente. La tensión se hizo intolerable, y sus sentidos alcanzaron esa zona del cerebro donde las experiencias paranormales se funden con el nirvana. Fue inundada por elixires hirvientes. Su garganta -prisión abierta apenas él le arrancó la mordaza- pobló de quejidos la noche; pero nadie la oyó. Y nadie la habría oído aunque hubiese gritado para pedir ayuda: aquel ala del edificio sólo albergaba oficinas vacías a esa hora de la madrugada…

Cuando sus muñecas y tobillos fueron excarcelados, él se comportó como un amante tan solícito que ella casi se arrepintió de su furia. Sintió los besos cayendo a raudales sobre su espalda y sus muslos, sobre sus pechos y rodillas: caricias volátiles y diminutas como libélulas que le arrancaron suspiros de alivio. El torrente no se detuvo hasta que ella misma tomó su rostro entre las manos y lo besó largamente. Sólo entonces él recogió su ropa y empezó a vestirla con cuidado, como si se tratara de una niña. Ella lo dejó hacer, pero volvió a experimentar un amago de inquietud. ¿Habría sido juicioso seguir los consejos de la santera? Aún dudaba si aquel violador complaciente sería la ruta apropiada para su salvación. Lo peor de todo era que ni siquiera se sentía ultrajada por lo que acababa de ocurrir. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo podía conocer tan bien cada resorte de su cuerpo? ¿De qué manera se las arreglaba para tensar sus nervios hasta que ella respondía para entregarse con el mayor placer? Sobre todo, ¿debía seguirlo viendo?

– Tendrás que confiar en mí.

Gaia se sobresaltó. Eso de que alguien respondiera a sus pensamientos no se encontraba entre sus experiencias preferidas.

– Para probarte que hablo en serio, te invito mañana al teatro.

Ella no creyó lo que oía. Después de aquello, ¿el teatro?

– Ya ves que no te hice nada malo -comenzó a secarla con una toalla-. ¿Lo pasaste bien?

– No, tuve miedo.

– Era sólo un juego, bobita. ¿No le gusta jugar?

– Depende.

– A mí me fascinan los juegos -confesó él-. Me gusta jugar porque me gustan los riesgos, y cada riesgo implica un poco de peligro. Peligro de perder o de ganar… Esta noche, por ejemplo, ¿te he ganado o te he perdido?

Gaia no contestó. En realidad, no sabía qué decir. El repitió la pregunta de una manera menos directa.

– ¿Vendrás mañana al teatro? -sonrió con inocencia-. Estaremos rodeados de gentes, así es que no podré atarte a ningún sitio.

Gaia demoró unos segundos en responder. Parecía una propuesta segura, con riesgo mínimo. Sopesó posibles trampas, pero no logró entrever ninguna.

– Bueno -asintió.

Él la ayudó a vestirse.

– Mañana te enseñaré algo -regresó la lámpara a su posición inicial.

– ¿Qué cosa?

– Es un secreto. Después de la función te daré una frase y un lugar; allí esperarás a la persona que repita mi contraseña.

– ¿Cuál contraseña?

– La frase que te daré en el teatro será la contraseña -volvió a sonreír con esa expresión que la desarmaba-. Y por favor, no hagas preguntas.

Le entregó papel y lápiz. Ella se le quedó mirando sin entender, hasta que un chispazo cruzó por su mente. En seguida escribió su número de teléfono.

– Hasta mañana -le alzó la barbilla para besarla en la boca-. Y nada de ropa interior, ¿eh?

– ¿Y si el vestido se transparenta?

– Eres muy cabecidura -suspiró-. No me equivoqué contigo.

VI

Ahora iba caminando por calles oscuras y desiertas, en compañía de una desconocida que destilaba un aura tan sensual como la de su amante. Pensó en la coincidencia de que ambos tuvieran esa piel tenuemente acanelada y una belleza inusual, incluso para un país donde abundan las criaturas hermosas. Observó de reojo a su guía. ¿Qué se proponía? ¿Adónde la llevaba? Sabía que su guardiana cumplía órdenes de Eri. ¿Qué lazos la unirían a él? ¿Sería acaso su confidente, su hermana, su cómplice? Las manos de la desconocida se habían negado a abandonar las caderas de Gaia. Por encima del vestido, sus dedos palparon con insistencia.

– ¿No llevas ropa interior?

– Eri me lo prohibió.

Lamujer soltó una risita.

– Típico de él.

Gaia sintió crecer unos celos molestos.

– ¿Eres su amante?

– ¿Yo? -respondió la mujer, sin dejar de arrastrar consigo a Gaia-. ¿Lo eres tú?

Gaia pensó un segundo, absorta en el taconeo producido por ambas al caminar sobre las maltrechas aceras del Vedado.

– Creo que sí… ¿Y tú?

– Cuidado con ese hueco -advirtió la mujer.

Estaban en un callejón que siempre había intrigado a Gaia. Algún insólito accidente de la naturaleza, que los hombres pasaron por alto cuando decidieron construir en sus inmediaciones, había creado ese rincón que sólo conocían quienes vivían cerca o ciertos exploradores citadinos, expertos en descubrir recovecos. En medio de la apretada urbanización, la calle terminaba abruptamente y el suelo se convertía en un cráter de roca viva. Desde esa aluna, la tierra mostraba sus entrañas marmóreas. Daba la impresión de que algún meteorito se hubiese estrellado en aquella parcela, abriendo una llaga extraterrena y rojiza que aún sangraba manantiales de barro cuando los aguaceros se abatían sobre la zona. Algunos transeúntes le llamaban «cráter del Vedado» y Gaia creía que, de no haber estado en medio de la civilización, hubiera podido ser un centro turístico.

Junto a la hondonada se alzaba un edificio, al cual se llegaba aventurándose por un corredor de cemento suspendido encima del abismo. Aunque tenía una baranda de hierro, Gaia nunca confió en ese paso; las pocas veces que debió cruzarlo, se mantuvo alerta al primer síntoma de derrumbe. Su salvación -calculaba- estaría en llegar al umbral de un apartamento, treparse al escalón y aferrarse al picaporte de la puerta. Cada vez que pasaba por allí las manos le sudaban; pero sabía que se trataba de una fobia injustificada. Centenares de personas habían deambulado por aquel sitio durante generaciones, entrando y saliendo de los apartamentos o simplemente atravesando el paso para ir de una calle a la otra, y jamás había ocurrido algo. No obstante, para ella seguía siendo una excursión desagradable que evitaba siempre que podía. Por suerte era de noche y las tinieblas impedían ver el foso que se abría debajo de la baranda. De cualquier modo, rogó por llegar lo antes posible a terreno firme. Fue un alivio cuando sus pies tocaron la acera al final de la oquedad. Se sintió a salvo, como un náufrago que hubiera cruzado un estrecho infestado de tiburones.

Después de eso, las mujeres caminaron casi a tientas. Nunca hubo mucha luz en aquella parte de la ciudad, especialmente porque los árboles habían crecido con una desmesura boscosa y sus ramas cubrían los escasos faroles sobrevivientes. Ahora, sin embargo, la oscuridad se había convenido en una presencia casi definitiva. Era como llegar a un Averno sin llamas. Gaia creía conocer ese vecindario, pero admitió que se había perdido cuando le pareció que pasaba dos veces por la misma esquina. Sospechó que su guía daba vueltas para hacerle perder el rumbo.

Por fin se detuvieron ante un palacete versallesco, rodeado por una sólida verja de hierro. Tras la maleza del jardín se destacaba el cromatismo de los vitrales, con sus escenas inspiradas en ánforas griegas, paisajes caribeños y arborescencias al estilo art nouveau, donde el alma cubana revelaba sus alistas más alucinanres. Los faunos tocaban sus zampoñas entre las palmeras; ninfas amulatadas se sumergían en un río para atrapar cangrejos; varios querubes se reclinaban perezosos bajo el sol del mediodía, adormecidos por el susurro de las malangas ornamentales que caían sobre ellos en abanico; un Mercurio en taparrabos sobrevolaba una ciénaga tropical, ignorando a los caimanes con sus fauces abiertas entre los mangles… La noche actuaba como una cámara negra donde relucían las imágenes, permitiendo su contemplación desde la acera.

– Es aquí.

Gaia se quedó contemplando la reja ele altura infranqueable.

– No veo ninguna entrada.

El viento trajo risas provenientes de la mansión.

– Ven -susurró la mujer, tomándola de una mano.

Alguien había desprendido dos barrotes de la verja y por allí entraron.

– ¿Habrá mucha gente allá dentro? -preguntó Gaia.

La mujer se detuvo un instante, pero en seguida pareció desentenderse para observar los alrededores.

– Recuerda lo que te dijo Eri: nada de preguntas.

– Una sola, antes de entrar.

– Muy bien -murmuró su guía, que anduvo unos pasos más como si explorara el terreno-, pero te advierto que es mejor no averiguar mucho.

– ¿Quién eres?

La desconocida se volvió.

– ¿No tienes otra cosa que preguntar?

– Sólo quiero saber quién eres.

– Para muchos, soy un enigma -suspiró-. Para otros, una condición.

– Eso no es una respuesta.

– Mi nombre no significa nada-le aseguró la mujer, que se alejó hacia la casa por el trillo enyerbado.

– No me vengas con evasivas -insistió Gaia, siguiendo sus pasos.

– Lo que preguntas no tiene sentido. Me llaman de muchas formas.

– Por qué no me dices una?

– Todo depende del lugar, del momento o de las circunstancias.

– No sé de qué hablas -rezongó Gaia-. Sólo quiero que me digas tu nombre.

– De eso se trata -replicó la otra-. Dudo que saques algo de esa información. Además, hay tantas cosas que pudieras conocer…

– Déjate de idioteces.

Las pupilas de la desconocida se incendiaron en la penumbra como las de un súcubo, pero Gaia no lo notó porque la otra siguió andando sin mirarla.

– Dime tu nombre o me iré -advirtió Gaia.

La mujer giró para enfrentarse a ella y, cuando habló, su tono había adquirido la consistencia de una tormenta cuando su vaho azota al viajero desprevenido.

– Tengo muchos nombres, y mi apellido es Andiomena… En Cuba me dicen Oshún.

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