SEGUNDA PARTE. TAMBIÉN PUEDE CERRARLOS
EN EL REINO DE OYÁ

I

Se despertó cuando el primer rayo de sol le dio en las mejillas. A su mente acudieron impresiones de temor y placer. Recordaba otras ocasiones en que había sentido lo mismo, al día siguiente de una experiencia amorosa y, sobre todo, después de una «primera vez». Un cosquilleo le apretaba la garganta: tenía la sensación de flotar, pero al mismo tiempo una náusea le ahogaba. Sabía que aquello era resultado de un condicionamiento: la sospecha de haber hecho algo prohibido… Y, no obstante, siempre llegaba la euforia de la liberación. En los últimos tiempos había empezado a perder la parte más angustiante de aquel reflejo, pero esa mañana había regresado. No era una experiencia agradable. Semejaba la cercanía del vacío: daría un paso y se hundiría en una brecha que la llevaría al infierno.

Se sentó en la cama y miró en torno. No recordaba cómo había llegado hasta allí. Apenas reconoció aquel íntimo desorden de ropas y libros. Era como si se hubiera ausentado de casa muchos meses.

Imágenes vagas empezaron a formarse en su cerebro. ¿Se había emborrachado? Su primer pensamiento coherente fue el rostro de Eri. Después evocó una función de teatro, cierta frase sobre alguien que abre o cierra los caminos, el encuentro con una mujer en la oscuridad de un parque, una mansión laberíntica de la cual deseaba escapar… Se frotó los ojos para borrar los restos de sueño. Su agitación aumentó mientras repasaba sus recuerdos. Estaba segura de que la habían drogado; por eso sus visiones eran tan absurdas: el contorsionista masturbatorio, el semen azul fluyendo de las vaginas, los jovencitos que limpiaban los genitales con agua de rosas… Una pesadilla alucinógena. Sólo la casa se le antojó verdadera. La santera debió de tramar aquella farsa para librarla de su frigidez y hacer quedar bien a sus supuestos dioses. Si era así, el propio Eri estaba involucrado en la conjura. ¿Sería cómplice Lisa?

Tuvo que dejar las especulaciones para otro momento; ahora tenía tareas más urgentes que resolver. Por lo pronto empezó a barruntar que le diría a su madre. De hecho le extrañaba no tenerla ya armándole un escándalo por no haber avisado que dormiría afuera, aunque últimamente se comportaba como si anduviera muy lejos, Gaia no sabía si su distanciamiento era producto de un automatismo deliberado para alejar las angustias cotidianas o si el entorno habría minado parte de su cordura.

Al llegar a la cocina se la encontró ordenando platos, apartando calderos y husmeando en el café que ya hervía sobre el fogón.

– Apúrate, que vas a llegar tarde y yo también.

– ¿Tarde? -Gaia se recostó en el marco de la puerta-. ¿Adónde?

Su madre dejó la cafetera sobre la mesa y la observó con atención.

– ¿No piensas ir a tus clases?

– Pero si hoy es domingo.

– Todavía estás dormida.

Gaia miró el reloj que tía Clara les trajera de Miami -un calendario digital que marcaba la hora y el día de la semana: sábado, 8:17 a.m. No era posible. Si la memoria no le fallaba, había ido al teatro el viernes por la tarde; y, según sus cálculos, debió pasar la noche en la mansión, durmió allí la mañana y la tarde del sábado hasta la noche -eso explicaría que nunca viera la luz del sol-, y luego se quedaría hasta bien avanzada la madrugada. Tenía que ser domingo.

– ¿No hubo apagón en estos días?

– Ya sabes que siempre hay apagones.

– Te lo digo porque el reloj anda atrasado.

La madre terminó de servir el café.

– Ese reloj funciona perfectamente. Tu tía me dejó baterías de repuesto y las cambié hace menos de dos semanas -se detuvo un momento-. ¿Qué te pasa? ¿No dormiste bien? Tienes una cara rarísima.

Gaia cogió una taza.

– ¿No me sentiste llegar anoche? -preguntó.

– La verdad es que después de la telenovela, caí rendida.

La telenovela. Entonces ayer había sido viernes.

– Lo siento, pero no hay pan -dijo la mujer-. Y no pude conseguir leche.

Gaia buscó con la vista la azucarera, desentendiéndose de su madre, que siguió murmurando para sí. Su charla era un telón de fondo que ya había oído demasiadas veces como para impedirle rumiar la única idea que le preocupaba: su visita a la mansión.

– … ¡Tan hipócritas que son! Claro, así es muy fácil… A ver, ¿por qué no vienen a vivir para acá? Yo les cedo mi puesto. Les regalo la casa y me voy sin nada para el Tíbet, a la cumbre del Himalaya a vivir con el yeti…

Gaia escuchaba a medias la letanía, dividida entre dos universos irreconciliables: uno tibiamente nocturno, sacudido por las imágenes de un sueño húmedo; y otro árido y soleado que copaba el ambiente como una pesadilla.

La mujer colocó su taza bajo el grifo del fregadero.

– Ya volvieron a quitar el agua -masculló cuando la tubería silbó sin dejar salir una gota-. Mal rayo los parta.

Abrió el refrigerador, echó agua en un vaso y se lo llevó al baño para cepillarse los dientes.

Gaia quedó pensativa ante la mesa, dándole vueltas a su taza, antes de tomar una decisión. Desde su dormitorio llamó a Lisa por teléfono.

– Tengo que verte -la apremió-. ¿Puedes faltar al primer turno?

– Y al segundo.

– Espérame en el Parque de los Cabezones.

Desde tiempos inmemoriales, los estudiantes le daban ese nombre a un territorio casi boscoso donde abundaban los bustos de personajes ilustres. El apodo hacía referencia al tamaño de las venerables testas. Era un refugio apartado y fresco, protegido por los muros del recinto universitario. Allí solían darse cita los amantes, los conspiradores y los poetas.

Gaia recordaba la primera vez que se sentó bajo uno de esos árboles. Mientras intentaba leer, había asistido a una disputa que la distrajo. Varios estudiantes discutían con dos turistas, incapaces de distinguir entre el espiritismo y la santería. Para los extranjeros, toda criatura del trópico que viera un muerto o un fantasma estaba relacionada con el vudú. Nueva discusión para explicarle a aquellos analfabetos que el vudú y la santería eran cosas diferentes. Tampoco la mediumnidad tenía nada que ver con los orishas, aunque ocurriera en las Antillas. La primera era un residuo espiritual importado de Europa; lo segundo tenía un origen africano y no solía incluir visiones, sino comunicaciones a través de oráculos o la manifestación de los dioses en el cuerpo de los vivos… Gaia se divirtió tanto que quizás por eso adquirió la costumbre de sentarse a leer en aquel rincón. Regresaba allí con cualquier pretexto y pronto se convirtió en su lugar preferido.

– Me voy -anunció su madre, besándola en la frente-. No te demores o vas a llegar tarde.

Gaia escuchó el golpe de la puerta que se cerraba, dejándola a solas con el lujo de revolver calmadamente sus gavetas. Sin abandonar del todo sus recuerdos, sacó ropa limpia y la puso sobre una vieja canasta junto al lavamanos. Su madre había comprado aquel cesto poco antes de que ella naciera y ahora el mimbre se deshacía sobre las losetas amarillas. Ya se disponía a entrar en la ducha cuando se acordó de que no había agua.

Volvió a vestirse y fue al patio para sacar un cubo del tanque destinado a las emergencias. Por suerte era verano y los aguaceros abundaban en aquellos días. Dentro del tanque flotaban algunas florecillas del naranjal vapuleado por los alisios; pero no se tomó el trabajo de apartarlas. Sabía que tanto los espiritistas como los santeros recomendaban bañarse con ciertas yerbas o llores, a manera de despojo: ebbó sagrado y rutinario que realizaban incluso quienes no practicaban ninguna de esas creencias. Remedio de brujas blancas. Magia eterna y neolítica que había sobrevivido, contra todo karma, hasta los albores de la era espacial. Allí estaban los azahares, como arrojados del cielo por la mano de un dios; aguardando su destino en esa isla, que era flotar en el agua fresca antes de precipitarse en cascada sobre los cuerpos desnudos de sus habitantes… Gaia tomó del cubo una de las flores para olería. Sería una buena limpieza para librarse de los malos sueños.

II

– ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? Tía Rita sería incapaz.

Las pupilas de Lisa relampaguearon como una espada que se agita bajo el sol.

– No creo que lo haya hecho con mala intención -repuso Gaia suavemente-. Quizás no lo conozca bien.

– Te digo que no; ella nunca enviaría a nadie a hacer algo así… ¡Si ni siquiera se enteró a qué restaurante irías! ¿No te acuerdas que nosotras mismas lo escogimos?

– Sí, asesoradas por tu hermana.

Lisa captó el tono.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -protestó-. A Irene esas cosas le dan risa. Si nos ayudó fue porque yo se lo pedí.

– Pero Rita pudo mandar a que me siguieran.

– Esto no es Hollywood, Gaia. Pon los pies en la tierra. Mi madrina es una santera respetable; su única preocupación es darle de comer a sus orishas y atenderlos para poder ayudar a sus ahijados. Ahora no vayas a echarle la culpa si lo que encontraste te asustó o no era lo que esperabas… Aunque me gustaría saber si valió la pena.

– ¿Qué cosa?

– No te hagas la loca; ibas a sacarte un muerto con un vivo. Dime la verdad, ¿funcionó?

– Eri es especial, pero me da miedo.

Lisa sonrió con aire malévolo.

– Te fue de maravillas.

– Ese no es el problema.

– ¿Y cuál es entonces?

– Necesito estar segura de que tu madrina no tiene nada que ver con esto.

– Ya te lo dije: va contra sus principios -la miró con incredulidad-. ¿Tan fuerte te ha dado?

– No se trata de él, sino de un sitio al que me llevó.

– ¿Cuál?

– Un lugar donde hay orishas.

– ¿Qué?

Gaia no quería entrar en detalles, pero no le quedó otro remedio que contarle sobre la ceremonia de Iroko y el dios de semen azul en aquella mansión con apariencia de paraíso… Sus mañas por lograr un relato coherente no impidieron que la propia Lisa terminara dudando de ella. ¿Y si su amiga era una mitómana delirante? Nunca lo hubiera sospechado. ¿Se habría vuelto loca? Imposible, no podía ser más cuerda ni más racional. También descartó otras posibilidades, incluida una borrachera mayúscula. Gaia sólo bebía traguitos afeminados, llenos de yerbitas, fruticas y todas esas mariconerías con las que se pasaba horas jugando.

– ¿Dices que esa mujer pronunció una frase cuando se encontró contigo?

– La contraseña que Eri me había dado.

– Seguro que fue una sugestión.

– ¿Una sugestión?

– Si Eri es médico…

– En realidad, es masajista.

– Da igual. Si tiene nociones de medicina, pudo hipnotizarte en algún momento y darte una frase a la que responderías de determinada manera.

– ¿Y eso se puede hacer?

– Una vez vi cómo hipnotizaban a alguien. Le advirtieron que, cada vez que escuchara cierta palabra, vería una paloma roja posada sobre el hombro de quien tuviera delante, y así fue. Samuel podía estar hablando contigo muy normal; pero si tú le insertabas esa palabra en la conversación, en seguida se quedaba embelesado mirando lo que sólo él podía ver.

– ¿Una paloma roja? Eso no existe.

– Díselo al subconsciente. El es capaz de ver dragones rojos o extraterrestres, si a su hipnotizador se le antoja.

Gaia repasó los acontecimientos de las noches previas. Sí, eso pudo ocurrir; aunque existía aquel detalle…

– Hay algo que no encaja.

– ¿Qué cosa?

– El tiempo.

– ¿Qué hay con el tiempo?

– Hoy tenía que haber sido domingo. Pasé dos noches en ese sitio, y ni siquiera mi madre se dio cuenta de mi ausencia.

– A ver, explícame eso.

– Oshún ya me lo había anunciado -y aclaró al ver la expresión de Lisa-. Una mujer que dijo llamarse Oshún me aseguró que, cuando uno entraba en esa casa, el tiempo se detenía afuera; y que, al salir, era como si no hubiera transcurrido… ¿La hipnosis produce ese efecto?

– No sé.

– Tengo que hablar con Eri.

– Ándate con cuidado.

– ¿Quién es la aprensiva ahora?

– No estoy aprensiva. El que haya curado tu frigidez no quiere decir que debas confiar en él.

– Fue tu madrina quien me aconsejó buscarlo.

Lisa se mordió los labios.

– Si hubiera querido hacerme daño…

– ¿Qué piensas de él realmente?

– Es un hombre misterioso. Tiene cara de santo y cuerpo de dios griego.

– No te pongas vaginal.

– Hablo con el corazón.

Un timbre resonó en el edificio próximo al parque, alborotando a los gorriones que se guarecían en la fronda centenaria. La marea de aves se elevó por un instante hacia las nubes en un remedo de plaga langostera. La bandada le dio la vuelta a la Plaza Cadenas y regresó de nuevo al árbol, cuyas ramas volvieron a oscurecerse.

– Me voy -dijo Gaia, poniéndose de pie-. Si estoy de humor, te llamaré por la noche.

En silencio subieron las escaleras cercanas a la cafetería, casi siempre vacía por la habitual carencia de abastecimientos. Un rápido beso y se separaron. Lisa ingresó en uno de los edificios aledaños a la plaza -espléndida congregación del neoclásico tropical- y Gaia se dirigió a la salida de autos y peatones. Aún debía pasar junto a la Facultad de Física y descender la pendiente hasta el edificio de Letras.

Cuando entró al aula, la profesora no había llegado. Evadió la primeras filas y se sumergió en el abarrotado centro, donde era más difícil encomiar un asiento vacío que un espacio en la platea del teatro Lorca durante el estreno de un ballet. Cuando halló uno, dejó sus bártulos en el entrepaño inferior del pupitre y se dedicó a revisar sus cuadernos. Alguien le pasó un papel.

– ¿Qué es esto?

– Tienes que firmarlo -le pidió Castillo, el responsable ideológico del aula.

– ¿Para qué?

– Es un acuerdo.

Gaia leyó: los estudiantes se comprometían a poner al descubierto las inconsistencias filosóficas e ideológicas que atentaran contra los principios del marxismo-leninismo, en el marco de los lineamientos que velaban por la pureza de la moral comunista de la juventud…

¡Dios mío! Otra de aquellas estupideces. Esos documentos semanales provocaban el efecto de una epidemia por contagio. Por culpa de ellos tenía que esconderse para leer a Jung y a Blavatsky; por culpa de ellos apenas podía conseguir de contrabando ciertos filmes de Wajda y Almodóvar.

– Yo no voy a firmar nada.

– ¿Qué?

Varios estudiantes se volvieron a mirarla.

– No voy a firmar eso.

– ¿Por qué?

En otra ocasión hubiera replicado «porque no me da la gana»; esta vez guardó silencio.

– No seas terca -susurró el muchacho, tras comprobar que el resto volvía a sus asuntos-. Vas a buscarte un lío por gusto. De todos modos, aquí nadie cree en esto. Fírmalo, ¿qué más te da?

Gaia se puso en alerta. No era la primera vez que le soltaba una de aquellas frases. ¿Sería un provocador?

– Es que te tienen en la mirilla, mujer-insistió él.

– Oye, Castillo, me has dicho eso mismo más de veinte veces en las últimas semanas. ¿Qué te traes?

– Nada; pero si no firmas, te lo sacarán a relucir en la próxima asamblea. Por eso mismo ya botaron a tres en Lenguas Extranjeras.

– Me da igual.

– Niña, no seas monga -intervino el Chino que, pese a su apodo, tenía más de mulato que de asiático-. Firma y olvida eso.

Ella se les quedó mirando, convencida de que actuaban.

– ¿Pero no se dan cuenta de que es una idiotez?

El Chino movió la cabeza en señal de desaliento, antes de empezar a palparse los bolsillos como si hubiera recordado que debía encontrar algo en ellos.

– Chino, convéncela -le rogó Castillo-. A mí siempre me ignora.

– Qué va, flaco, yo no estoy para esta descarga -dijo el otro-. Allá ella si se quiere embarcar.

Se levantó de su puesto y salió al pasillo. Gaia y Castillo se quedaron cuchicheando a solas.

– Verdad que tú estás loca -susurró Castillo-; no sé para qué quieres hacerte la mártir. Total, lo único que vas a lograr es pudrirte en un calabozo sin que nadie se entere.

Esta vez, ella lo observó sin decir palabra. Después volvió la vista al Chino, que en ese momento entraba con un bolígrafo en la mano. ¿Sería verdad que ninguno de ellos creía en lo que firmaba? ¿Bajaban la cabeza por conveniencia? ¿Acataban los mandatos para evitarse problemas? Repasó ciertos comentarios, frases intrigantes, pequeños gestos de complicidad… Sí, algo había cambiado. O estaba en proceso de cambiar. La hipocresía iba ganando terreno por doquier. La doble moral. Las máscaras. Sospechó que el fenómeno no era reciente, pero ella había tardado años luz en percibirlo. ¿Dónde estuvo metida? Mientras jugaba a los novios, sus amigos se habían convertido en los actores más excelsos del planeta.

Se dio cuenta de que el joven aguardaba por una decisión suya, y fue como si algo se desmoronara en su interior. Comprendió que de nada valdría su resistencia aislada, si acaso para hacerla pasar por una chiquilla obtusa. Además, estaba cansada de oponerse a una fuerza que siempre terminaba por vencerla.

La imagen de la sombría mansión brotó en su mente y, con ella, una idea se fue abriendo camino, fructificando con la pasión de una espiga que busca ansiosa la luz. Aquella casa se parecía a su país: a esa isla onírica y engañosa, seductora y fraudulenta, embustera y libertina. Sólo que para notarlo había que vivir allí, habitar sus noches y sus días, fornicar con su miseria y sus encantos, y no pasearse con el aire ausente de un turista llegado de otro mundo. Por doquier florecía una condición tortuosa que impedía saber dónde terminaba el delirio de la psiquis y dónde empezaban los absurdos de una sociedad que nadie quería, pero cuya destrucción nadie parecía dispuesto a enfrentar; una sociedad capaz de engañar al resto del mundo, pues incluso a sus propios ciudadanos le resultaba difícil descifrar los atroces mecanismos de su funcionamiento.

Intuyó que Eri había querido mostrarle algo más que un paraje irreal; quizás la mansión guardara una moraleja que ella no pudo descifrar. Mientras firmaba el absurdo papel, sospechó que volvería a verla.

III

Cada mañana se juraba que lo buscaría; cada mañana, desde hacía dos meses, y aún no lo había hecho. En varias ocasiones llegó hasta la esquina donde se hallaba el edificio con sus grandes puertas de cristal, pero no se atrevió a acercarse. Espió de lejos, eso sí. Vio gente entrar y salir: algunos con sus batas de médico; la mayoría, vestidos de civil. Nunca a él.

Cada mañana intentaba convencerse de que ése sería el día, pero el miedo era más fuerte que su curiosidad. El comportamiento de Eri le recordaba el de su difunto Pintor y el de otros hombres con los que había tropezado. La culpa, al parecer, la tenía su aire de perenne inocencia, su expresión a medias desafiante y traviesa, unos ojos asombrados como si acabara de nacer o quizás otra característica que no lograba definir.

La primera vez que se enfrentó a esa anomalía fue durante una fiesta escolar. No recordaba el motivo exacto de la celebración, pero ya estaba acostumbrada a que decidieran por ella los aniversarios, los mártires y las fechas patrias que debía reverenciar, por eso no se preocupó por averiguar el motivo de los festejos. Sólo recordaba -por causas muy distintas- que aquella ocasión había sido especial.

Para homenajear a los artistas que visitarían la escuela, se escogieron diez niños que entregarían flores. Gaia fue una de las elegidas. Cuando le tocó su turno subió muy oronda a la presidencia, con su uniforme planchado y su pañoleta de pionera, para ofrecerle su ramo a un solista del Ballet Nacional: un hombre tan apuesto que lo imaginó condenado para siempre a hacer de príncipe; un Sigfrido eterno. Ella, al igual que el resto de los alumnos, permaneció junto al visitante hasta que terminó el himno y los huéspedes se sentaron a ver la función que la escuela había preparado en su honor: una de esas aburridas tablas gimnásticas con música militar. Durante diez minutos observó el espectáculo con desgana, esforzándose por sentirse inspirada y patriótica. Se concentró en el estribillo que llamaba a inmolarse en la lucha con la misma aplicación con que años después se abstraería para conseguir un orgasmo. Estaba a punto de lograr el éxtasis requerido cuando su mirada se cruzó con la del príncipe. Su expresión de Albrecht acosado por las willies la hizo sonreír. Él le tendió las manos, con un gesto que la invitaba a sentarse en sus piernas. Gaia miró a ambos lados. Otros niños ya habían hecho lo mismo con el resto de los visitantes; así es que los imitó. Aplaudió disciplinadamente al final de la tabla, y también cuando una fila de milicianos liliputienses se preparó para entonar un coro a la Revolución.

En su regazo descansaba el ramo de flores que el joven había colocado sobre ella. Eso le impidió reconocer de inmediato qué era esa cosquilla que se deslizaba por una de sus corvas. Se quedó helada cuando se dio cuenta a quién pertenecía el dedo trepador. Claro, no se le ocurrió que el visitante estuviera importunándola; semejante idea sólo emergería años después. Sin embargo, su instinto le indicó que existía algo prohibido en el sigilo con que el príncipe recorría la pelusilla interior de sus muslos, subiendo más y más en dirección a aquel lugar donde las hembras eran diferentes a los varones.

Trató de moverse; pero sus manos, bajo los pétalos húmedos, recibieron la presión de otra mano. El dedo se abrió camino bajo el elástico de su ropa interior y jugueteó con ella un rato. La cosquilla era tan agradable que abrió un poco más las piernas para dejarle mayor espacio al dedo goloso. Un escozor molesto creció en el lugar donde él la rascaba. Se movió un poquito para aliviarse, ayudándose de una protuberancia que abultaba en el pantalón del hombre. Poco a poco, sin que nadie lo notara, él deslizó su silla hasta emboscarse detrás de unas arecas.

El bullicio de las marchas mantuvo su crescendo, produciendo ese efecto donde el estruendo se transforma en barrera visual -un fenómeno bastante común, pero rara vez notado por la gente-. Era como si el sonido, al alcanzar determinado nivel, levantara una cortina de invisibilidad que, más que obstruir o nublar la visión, escamoteara los detalles. Fue así que ella y su príncipe se aislaron de la concurrencia, ocultos a medias por los abanicos vegetales y por el parapeto sónico que ya adquiría una consistencia casi palpable.

Ahora su alteza era poseído por un extraño frenesí; se agitaba convulso y se frotaba contra ella, quizás (pensó Gaia) víctima de algún brujo malvado. Cualquiera que fuese su causa, el príncipe se había convertido en un vándalo que reclamaba su botín.

Tiró de sus pantaloncitos para maniobrar con mayor libertad.

Por un instante ella pensó en resistirse, hastiada de aquella invasión; además, no le gustó que la sobaran con tanta impertinencia… Para su disgusto, la picazón entre sus piernas también aumentó. Adentro era un horno encendido, repleto de hormigas furiosas que la castigaban con su aguijón. Los dedos del príncipe-pirata se cerraron sobre sus manitas para impedir que se rascara. ¿Y si fuese un brujo disfrazado? El hormiguero se revolvió, tornándose avispero. Se resignó entonces a moverse con disimulo sobre la dureza del pantalón, con la esperanza de que el dedo solitario, que a ratos condescendía en escarbar la entrada de la colmena, la aliviara de aquella molestia.

El acoso fue mutuo. Ella pugnó por sacarse las avispas y él, por librarse del maleficio que perlaba su cuerpo de sudor, calentura peligrosa que requería de una pronta acción. Ambos necesitaban un remedio, cualquier medicina que barriera aquel incendio. El la forzó a moverse, casi con brusquedad. Los insectos se enfurecieron en su cueva. Ella estuvo a punto de gemir, pero él le cubrió la boca. Sin previo aviso, el bálsamo brotó de algún recinto inexplorado. O tal vez cayó de las nubes. ¿Cómo asegurarlo?… Sólo supo que una humedad súbita la empapaba como un rocío bienhechor.

La sonrisa del príncipe fue tan encantadora que ella le perdonó en secreto no haberle avisado que debía ir al baño, sobre todo porque se tomó el trabajo de limpiarla con su pañuelo. De nuevo era amable con ella, de nuevo la trataba como a una emperatriz. Gaia le hizo mil mimos y le devolvió la sonrisa, alegre de que él se hubiera liberado del maleficio… y ella de sus avispas. Al final del espectáculo se despidieron a escondidas, besándose en los labios.

Ése fue su primer amor, pero sólo al cabo del tiempo lo sabría.

La huella de aquel recuerdo provocaría un efecto perturbador sobre su madurez, arrojándola a las redes de esos pescadores que siempre buscan en río revuelto. Sus ademanes adultos no hicieron más que exacerbar la ronda de depredadores al acecho de niñas con pretensiones de hembra o de jóvenes con aspecto infantil. Así se convirtió en la presa codiciada de esos arponeros citadinos. Ahora sospechaba que las jugarretas de Eri se originaban en aquel provocativo factor ele su persona que, aunque inconsciente, encendía un aviso -apreciable para ciertos hombres- en alguna zona de su aura.

¿Qué hacer? ¿Le convendría regresar al apartamento? ¿O sería mejor indagar con cualquiera que entrara o saliera del edificio? Necesitaba verle el rostro en pleno día, asegurarse siquiera de que existía, abrumarlo de preguntas, impedir que elaborara sus respuestas, obligarlo a confesar qué había hecho de su voluntad y de ella misma que ahora deambulaba como una obsesa en su búsqueda. Pero tales inquietudes eran apenas el comienzo del enigma. ¿Eran reales la casa y sus habitantes, o sólo un buen truco de prestidigitación?

Lo pensó mejor. No debía involucrarse en ningún tipo de pesquisa. Los exámenes estaban por llegar y su meta era terminar de una vez sus estudios. «Otro encuentro como ése, y soy capaz de suspender el año», reflexionó. Además, ¿cómo saber si aquel individuo podía hacerla desaparecer durante un mes? El tiempo se comportaba como una dimensión ilógica dentro de la casa. Sería mejor armarse de paciencia y aguardar.

Pero mientras descendía por la vetusta escalinata, dejando atrás la imagen del Alma Mater, se dijo que no perdería nada con curiosear de lejos. Así es que atravesó el parque donde se guardaban las cenizas del amante de Tina Modotti, y bajó por todo San Lázaro hasta Infanta. Desde la esquina divisó la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, aunque apenas echó una ojeada a la sobrecogedora efigie que coronaba sus alturas y que siempre la había impresionado. Dobló hacia la izquierda, rumbo a La Rampa.

Allí, a escasas cuadras de la nao eclesiástica, latía el ardiente corazón de su ciudad; y en esa ruta, la más concurrida del país, las miradas de los cubanos -normalmente provocativas-adquirían un brío inusitado. El soplo de los alisios azotaba los cuerpos, levantando oleadas de vapor y sudores almibarados. Multitud de ojos resbalaban sobre pieles ajenas, como una lluvia acida que desgarrara las ropas en plena vía pública. Expuestos a la inclemencia de tales elementos, deambulaban cazadores y víctimas por esa calle lúbrica y siempre húmeda de deseo. Pero Gaia no llegó a sumergirse en ella.

Se detuvo a un centenar de pasos de la avenida y, desde su escondrijo, vio la silueta del edificio. Eran casi las siete. Las luces de la calle destilaban una mortecina luminiscencia que no podía hacer mucho por anular la penumbra de la capital. Bajo las sandalias de Gaia, trozos de cristal crujieron como cocuyos irritados: restos de una farola rota. Sobre su cabeza, un alambre colgaba tristemente de su viejo soporte.

Alguien tropezó con ella… Una figura oscura y masculina. Gaia farfulló una disculpa mientras el desconocido proseguía su camino, y se quedó contemplando los contornos aleteantes de la sombra sin que lograra determinar por qué le habían llamado la atención. Entonces cayó en cuenta: un hombre con sombrero de ala y enfundado en un gabán era algo que sólo recordaba haber visto en los filmes de Humphrey Bogart, nunca en su Habana calurosa y harapienta…

– ¡Dios mío! -murmuró-. Ya estoy alucinando de nuevo.

Exploró el cielo; ni siquiera había luna llena, así es que no podía atribuir aquella visión a esos ciclos delirantes que ponían en estado de alerta a los hospitales y a la policía. Trató de tranquilizarse. Tal vez no fuera un hombre con gabán, sino uno de esos locos que deambulan por las calles envueltos en trapos de toda índole, robados a los latones de basura.

Se quedó un rato más, atisbando las siluetas de los peatones que a duras penas adivinaba en el crepúsculo. Nadie entró o salió del edificio; al menos, nadie que la oscuridad le permitiera ver. El ocaso actuaba como un velo que ahumaba la visión y los sonidos. La luz de las primeras estrellas, lejos de contribuir a disipar las tinieblas, reforzaba la vaguedad de los objetos. Era una vigilia sin sentido. No le quedó otro remedio que alejarse del lugar con una sensación de impotencia.

De pronto la asaltó un mal pensamiento. Observó la gente, las calles, incluso el silencio amenazante que se esparcía como el polvo de una tormenta, y temió lo peor: un hueco negro en medio de la isla, un maleficio que la hubiera trasladado de nuevo a otra dimensión. Estaba en La Habana, pero no en La Habana que ella conocía. Se precipitó hacia la parada con la esperanza de deshacer el hechizo. No quería ser arrastrada, una vez más, hacia aquella región imprevisible donde la ciudad se convertía en otra cosa. La multitud que se agrupaba frente a la heladería fue su refugio. Revivió el consuelo de los seres primitivos cuando se reúnen con su tribu después de presenciar un fenómeno inusitado; pero no se sintió del todo segura hasta abordar el ómnibus, esquivando los codazos y las maldiciones de quienes llevaban horas esperando.

En su vecindario no había electricidad, es decir, no había radio, ni televisión, ni ventilador, ni posibilidades de leer. A la luz de un quinqué rememoró sus últimas vivencias, incluyendo la confusa sensación que le dejara aquel encuentro en La Rampa. ¿La engañaba su imaginación o la ciudad estaba llena de entidades fantasmagóricas? Casi volvió a ver la silueta embozada en aquel gabán sombrío. ¿Habrían emigrado al trópico los vampiros, ansiosos de un sustento más ardiente que la sangre europea? Lo pensó con detenimiento. Sí, estaba ocurriendo algo que escapaba a su comprensión. Quizás la noche no fuera sólo una ausencia de luz, sino un modo de revelar esencias ocultas durante el día. La claridad invitaba al estatismo, a la inacción, al estancamiento de las posibilidades. Era como si la llegada del sol paralizara las voluntades. Pero a medida que la oscuridad crecía, más criaturas y acontecimientos extraordinarios pululaban a su alrededor. Era una paradoja. ¿O debía buscar la causa sólo en ella misma? Repasó lecturas esotéricas, lecciones de física, teorías de todo tipo. ¿Y si algo se hubiera alterado en su organismo -la composición del aura, la densidad atómica de sus moléculas- hasta provocar esos saltos de una dimensión a otra? ¿Vagaba sin asidero posible entre lo fantasmal, que se ocultaba del sol, y lo real, que surgía con la llegada de la noche? ¿Se movía entre un espejismo de resplandores y un agujero tenebroso? Su encuentro con Eri debió de desquiciarla por completo. Lo peor es que ya no tenía cabeza para llegar a una conclusión coherente. Si quería refrescarse las entendederas, tendría al menos que dormir bien; y eso sería imposible sin ayuda.

Buscó a su madre para pedirle un meprobramato, pero no estaba en el portal ni en la cocina. La encontró en el patio, removiendo la tierra que rodeaba el limonero. Gaia movió el quinqué que llevaba en la mano. Le pareció que su madre iba echando el agua que llevaba en un cubo, después de escarbar el suelo para airear las raíces. Pero no podía ver bien, ni siquiera con aquella lámpara; por eso se le antojó un milagro que su madre lograra distinguir lo que hacía sin más ayuda que la de sus ojos.

– ¿Un meprobramato? -repitió la mujer, abandonando por un segundo su tarea-. ¿Pero en qué mundo vives, niña? Si ni siquiera hay pan, ¿de dónde voy a sacar un meprobramato?

– Es que ando medio nerviosa.

– Tómate un buche de benadrilina -le dijo, volviendo a lo suyo.

– ¡Eso es para la alergia, mami!

– Es lo único que tengo para dormir -respondió la mujer, sin dejar de afanarse en su improvisado cultivo de supervivencia-. ¿No es eso lo que buscas?

Gaia no insistió. Se fue al comedor y revolvió el estante de las medicinas. Moviendo la luz sobre su cabeza, localizó el frasco del jarabe y se tomó dos cucharadas, usando la propia tapa del pomo para medirlas. Después regresó al patio y, sin decir palabra, dejó el quinqué sobre la tierra, junto a su madre, con la intención de ayudarla; pero ella la rechazó.

– Vete a dormir -le ordenó-. Prefiero estar sola.

Gaia la besó y se fuea su cuarto.

A tientas se desvistió.

Dos semanas de exámenes pasarían pronto, y ella anhelaba salir de la universidad lo antes posible. Allí el ambiente era cada vez más opresivo, especialmente con aquellas reuniones que acababan de instaurar -las llamaban «asambleas de crítica y autocrítica»- donde todos debían hacerse un mea culpa público, una especie de harakiri obligatorio, so pena de ser acusados de inmodestia: ese mal burgués que derivaba en apatía o subversión… Gaia estaba harta de que la obligaran a sentirse culpable. ¿Culpable de qué? ¿De algún pecado que otros habían cometido? Sospechó que las asambleas eran un plan para transformarlos en neuróticos llenos de complejos; pero por más que pensó, no pudo encontrar la razón. Tenía que graduarse. No quería seguir siendo un cobayo; por eso le daría prioridad a sus clases. Primero, los exámenes; después… Y en ese punto, sus pensamientos se lanzaron en picada por un nuevo derrotero: Eri.

No estaba muy segura de qué la impulsaba a tal cacería. Existían mil razones, y ninguna en especial. ¿O sí? ¿Qué pretendía en el fondo de su corazón: saber si ella le interesaba realmente o que él admitiera su papel en una farsa? ¿Buscar a sus cómplices? ¿Quizás averiguar cómo había creado aquel universo irreverente? ¿O conocer con exactitud dónde se hallaba esa absurda casa de juegos?… Porque había hecho lo imposible por encontrarla; tres veces intentó desandar la misma ruta, pero no logró dar con ella.

Cerró los ojos.

Los efectos del antihistamínico gravitaron dulcemente sobre su conciencia. Era el tiempo sin tiempo, la memoria sin memoria. Se perdió en un sueño vivido; en el trasiego de una corriente algodonosa donde seres invisibles la conducían a través de la maleza, casi a rastras, y luego ataban sus manos a una rama, dejándola inmóvil con los brazos en alto. La oscuridad la rodeaba. Sin embargo, podía ver bien gracias a esa ilógica conveniencia de las pesadillas.

A sus pies, un hombre y una mujer se besaban y mordían sin tocarse. Pronto el duelo de las bocas se convirtió en un asalto de lamidas sobre ella. Gaia vio la forma oscura que emergía entre las piernas del hombre; floreció de la nada como una planta efímera que surge y se esfuma en la primavera del desierto. Así fue el curso de su visión. Por un instante el falo brilló bajo la luna, pero en seguida su resplandor pereció devorado por las nubes. De las alturas bajaron ráfagas de viento; un relámpago estalló en la noche y su destello le permitió reconocerlos: Oshún, emperatriz del gozo, y Shangó, señor supremo de los fuegos terrenales y celestes. Se abandonó al deleite de su propio cuerpo. Ahora se nutrían de sus néctares la criatura de labios dorados que fuera su guía en la mansión y aquel negro hermoso que las persiguiera por sus pasadizos. Y en las brumas de ese sueño, Gaia quedó convencida de la naturaleza deífica de sus captores.

Otro trueno avivó la tempestad que agitó ñeramente los árboles. Gaia cerró los ojos para protegerlos del polvo. La naturaleza respondía a las pasiones de sus amos, conviniendo sus instintos en huracán, como si cada latido de sus vientres provocara un temblor en la atmósfera. Oshún se acercó para lamerle el cuello, filón de suave pendiente que la diosa siguió hasta la curvatura de los pechos. No fue la única invasión sobre su piel. La lengua del dios humedecía -demoníaca y viperina- el umbral de la hendidura posterior, hasta que halló otro sustituto para atravesar la resbalosa entrada. Gaia no protestó. Sólo un suspiro escapó de su boca entreabierta, circunstancia que la diosa aprovechó para atrapar su lengua y retenerla. Más que un beso, fue una penetración; y ella se sometió sin reticencias, entregándose con la mansedumbre de un animalito que sucumbe ante una sierpe.

La lluvia caía sobre los tres cuerpos, iluminados por la luz de los relámpagos a punto de golpear la ceiba. Era una tormenta en todo su esplendor onírico, con descargas de alabastro que evocaban el resplandor élfíco de la Tierra Media.

Lejos de mitigar el ímpetu de los orishas, el diluvio actuaba como catalizador de sus pasiones. Excitada por los azotes del agua, la diosa se arrodilló en ademán de adoración, aceptando el obsequio del soberano que sostuvo a la prisionera para que la hembra divina tuviera acceso a su manjar. Un trueno bramó sobre sus cabezas. Shangó persistió en su ardoroso enlace y Oshún bebió hasta la última gota a su alcance: ambrosía de oceánico bouquet, fresca y suculenta como un cardumen de peces al amanecer.

Dentro del sueño, Gaia sintió nacer esa efervescencia que es preludio del orgasmo. Por unos segundos se debatió entre dejarse llevar y retenerlo, pero su mente -esa masturbadora sin decoro- la arrastró al abismo. De cualquier manera no hubiera podido evitarlo, porque el dios mantuvo su ataque hasta la eyección del magma que estalló con la violencia de un Vesubio negro. Corrientes telúricas se alojaron en su interior; la empujaron, la embistieron, amenazaron con hacerla pedazos. Llegó a la esencia de su nombre. Conoció los estremecimientos de la creación, que en la Madre Tierra adquieren connotaciones divinas. Así se entregaba ella, como una puta celestial. O eso le susurraba el dios mientras su alma escapaba y ella se unía a la nada. Ya no era ella. Ni siquiera era. Existía meramente en aquel muí mullo. Magia de hombre. Sus sentidos se alejaron del mundo. Sólo entonces él desató sus muñecas y dejó que cayera encima del lodo, aletargada en su propio éxtasis.

Pero la diosa no había terminado. Sin reparar en el creciente fanguero, se abatió sobre la cautiva para apagar su insatisfacción atacando con su pelvis la entrepierna. Ebria de deseo, oculto el rostro tras los cabellos empapados, era la imagen rediviva de una bacante abandonada a la orgía.

Gaia no supo más porque el fango le tapó los ojos con tanta saña como cubría su cuerpo… o quizás porque el sueño ya llegaba a su fin.

IV

Tres meses.

¿Se acordaría de ella? ¿Le diría algo su rostro? ¿Existiría él, después de todo?

La quietud del edificio evocaba un hangar muerto. Los pasos resonaban por sus corredores con un eco sobrecogedor. El sitio parecía desierto. Daba la impresión de estar sumido en la más completa soledad, aunque un rastro de luz escapaba bajo la puerta del apartamento. Gaia aguardó un momento antes de tocar. Casi deseó sorprenderlo con otra, refocilándose en alguna dionisíaca particular; eso le daría la justificación necesaria para olvidarse de él.

Recorrió el marco con la vista, en busca del timbre. Los alambres salían como púas de la cajita empotrada en la pared. A juzgar por sus extremos oxidados y los desvaídos colores de los cablecillos, la carencia de tapa protectora se remontaba a alguna era precristiana.

Débilmente rozó la puerta con los nudillos, todavía no muy segura de su decisión. En el ambiente se produjo un instante de silencio, casi de suspenso. Gaia pudo sentirlo en el leve erizamiento de sus cabellos; pero la impresión no provino sólo de ella.

– ¿Quién es? -dijo su voz, pausada como siempre, aunque ahora acompañada por una ligera tensión.

En lugar de responder, tocó más fuerte. Se sucedieron el ruido de un mueble que se deslizaba, pasos sigilosos y una espera que correspondería a su ojo indagatorio a través de la mirilla.

– Pensé que no volvería a verte -su rostro parecía genuinamente sorprendido.

– Todavía no sé por qué estoy aquí.

– Pasa -se apartó para dejarla entrar-. ¿Te enojaste conmigo?

– ¿Qué crees tú?

– Puedes estar molesta por varias cosas. Si me dices una…

– ¿Por qué no fuiste?

– ¿A la casa?

– ¿Adónde iba a ser? -se sentó sin que nadie la invitara-. Si llego a imaginarlo, no voy.

– Estuve allí.

– ¿Te escondiste en algún sitio o te disfrazaste?

Eri se sentó frente a la joven.

– Te pedí que no hicieras preguntas.

Gaia se puso de pie, sin ocultar su irritación.

– Pues no vuelvas a repetir esas puestas en escena -se paseó por la sala-. Me sacan de quicio los juegüitos, sobre todo si son bromas de mal gusto.

Él se levantó de nuevo para acercarse a ella.

– Yo sólo quiero ayudarte -la miró a los ojos-. ¿Es mucho pedir un mes?

– ¿Un mes para qué?

– Para llegar al final.

– ¿De qué?

– De tu enseñanza. -Sacó una botella de su neverita antediluviana-. Este sitio acabará contigo si no aprendes.

– ¿De qué estás hablando?

Por toda respuesta, él sirvió el licor verdioscuro en dos vasos transparentes.

– No, gracias -dijo ella, observando con desconfianza el líquido oleaginoso.

– No te voy a envenenar -y para demostrárselo, tomó un sorbo de su propio vaso-. Si no confías en mí, nunca tendrás la respuesta que buscas.

– Yo no busco ninguna respuesta, por lo menos no la que te imaginas.

– ¿Qué sabes tú lo que tengo en mente?

– No sabré exactamente lo que piensas, pero sé muy bien lo que pienso yo; y te aseguro que no tiene nada que ver con esos juegos.

– Sólo quiero enseñarte.

– ¿A qué? ¿Cómo? ¿Drogándome para que otros me usen?

– Si lo ves así, lo lamento.

– ¿De qué otro modo tendría que verlo?

– Como un aprendizaje, como una experiencia que podría cambiar tu manera de ver las cosas.

Gaia soltó una risita.

– Cualquiera que te oiga, te confundiría con don Juan… y no me refiero al tenorio español, sino al shamán de Castañeda.

– De eso se trata -él tomó otro sorbo-. Hay muchas maneras de aprender. Existen disciplinas de autocontrol basadas en el sexo.

– No me vengas con cuentos.

– No lo son. Nuestra técnica es parecida.

– ¿Nuestra técnica? ¿Tuya y de quién más?

El silencio se condensó semejante a la niebla.

– ¿Por qué será que no te creo? -dijo ella finalmente.

– ¿Por qué será que no quieres creer? -respondió él.

Gaia suspiró.

– ¿De qué técnica hablas?

– Es un secreto de los orishas.

– ¿De los orishas? -y añadió al observar su expresión-: Querrás decir un secreto de sus brujos… de sus babalaos. ¿Es eso lo que quieres decirme?

– Quiero decir lo que dije. No trates de inferir algo distinto.

– ¿Eres babalao?

Silencio.

– No me extrañaría que lo fueses -dijo ella, hablando más consigo misma que con él-. No hace mucho me enteré de que mi mejor amiga se hizo el santo… ¡Y yo sin saberlo, sin imaginarlo siquiera!

Eri observó su bebida con obstinado mutismo.

– Dime sólo esto: toda esa gente que encontré allí, ¿quiénes eran?

– Ahora no puedo responderte -advirtió él, depositando dos cubos más de hielo en su vaso-. Las respuestas no sirven de nada porque no convencen por sí solas. Uno tiene que aprender. Los trozos de hielo canturrearon como palomas en una estación helada.

– Eres tú quien no entiende -porfió ella-. Necesito saber a qué atenerme contigo si es que vamos a seguir viéndonos.

– Eso es fácil -explicó él, tendiéndole su propio vaso-. Sólo tienes que hacer otra visita a la casa.

Gaia probó la bebida; primero con precaución, luego con más confianza.

– ¿Quién me llevaría?

– Yo mismo.

Gaia recorrió los muebles con su mirada y se detuvo en el rostro de Eri.

– Aquí hay algo diferente.

– ¿Qué cosa?

– No lo sé. Dime tú.

– Tal vez sea el escritorio; lo cambié de lugar.

– No, no es el escritorio.

Ella acarició la superficie del vaso, olvidando por un momento el ambiente anómalo. Quizás no valiera la pena insistir; sospechaba que él siempre terminaría saliéndose con la suya… ¡Dios! ¡Qué mentecata era! Después de todo lo ocurrido, estaba decidida a seguir viéndolo. Ésa había sido su decisión desde el inicio. ¿A quién pretendía engañar? Se tomó el último sorbo. Un trozo de hielo se deslizó entre sus encías y ella lo acarició con la lengua, sin morderlo, disfrutando la sensación que le anestesiaba los labios. ¿Le estaría cogiendo el gusto a aquel juego?

Para colmo de males, los objetos lucían cada vez más raros. ¿Era la iluminación que oscilaba o los muros que comenzaban a inclinarse? Un balanceo tenue, y arriba se oscurecía… ¿O no? Las ventanas le hicieron guiños, ansiosas por revelarle las claves de aquel minué sobrecogedor. La puerta insistía en escapar de su prisión, y todo el marco iba detrás con su peso. Ni cortas ni perezosas, las molduras del techo hicieron crecer sus adornos vegetales por los que corrían diablillos de yeso, eufóricos tras haber cobrado vida. El artesonado adquirió curvaturas góticas, como telarañas lavadas por un aguacero. Gaia suspiró. Seguramente se había dejado medicar de nuevo… Sonrió al repetir el verbo: medicar. ¡Qué terapéutico! Casi le gustó su correspondencia con el entorno.

– ¿Por qué sonríes?

– Nada. Algo que pensé.

– Es tarde, vamos ya.

– Me drogaste.

– ¿Cómo?

– Volviste a drogarme. La vez pasada me hipnotizaste. No sé cómo, pero lo hiciste.

– ¿De qué estás hablando?

– No soy tan lerda como imaginas.

– Eres porfiada, pero jamás he pensado que seas lerda.

– ¿Para qué entonces esto? -levantó el vaso al nivel de sus ojos.

– Yo también tomé -y le mostró el suyo.

– Hay antídotos.

– Lees demasiadas novelas policíacas.

Le arrebató el vaso y lo dejó sobre la neverita.

– ¿Trabajas para Seguridad del Estado?

– Santo cielo -susurró él, tomándola por un brazo-. Yo creo que estás borracha, y eran sólo dos dedos de menta.

V

Sabía que volver a aquella casa era realizar una incursión a una comarca peligrosa; como bajar a los infiernos, al reino de la muerte, a los dominios de Oyá… a esa región donde las almas transitan a la sombra de sus pasiones.

El recorrido por las calles de La Habana volvió a despertar su sospecha de que había atravesado algún paso transdimensional. Fantaseó con la idea de que viajaba por el subconsciente de una ciudad cuyo acceso sólo era posible por la gracia de un guía que se ofreciera a mostrarlo, como hiciera Virgilio con el bardo florentino. En su fugaz recuento de odiseas espirituales, evocó la mística de los rosacruces, de los desdoblamientos, de Alian Kardec, de las experiencias en estado de coma… Y sospechó que aquel mulato de ojos claros podía ser su ángel de la guarda que la conducía -Orfeo engañoso- a una mansión atemporal donde los muertos coexistían con los vivos.

Curioso y más que curioso, le hubiera gustado decir cuando llegó frente a la casona; y es que, igual que en el País de las Maravillas, algo que anteriormente no existía, después surgía de repente o cambiaba de aspecto. Por ejemplo, estaba segura de haber transitado ese mismo camino en numerosas ocasiones sin lograr descubrir la mansión. Tantas veces repitió la experiencia que llegó a convencerse de que la casa debía estar en otro sitio. ¿Cómo es que Eri había dado ahora con ella?

Con ademán gentil, el hombre la ayudó a evadir las altas yerbas de la entrada y, juntos, sortearon la maleza que se derramaba sobre la tierra opulenta y oscura. Todo continuaba inalterado: las ramas de los álamos se entretejían para cobijar el jardín, la verja colonial seguía apuntando hacia las nubes, y el vago rumor de las risas recordaba una fiesta de duendes en la espesura del bosque. Ahora, sin embargo, no llegaron a la puerta. Se desviaron hacia un sendero custodiado por un muro vegetal que iba y venía describiendo curvas y ángulos. El camino era un enigma. Podían verse las torrecillas de la casa por encima del amasijo de plantas, pero la visión era irregular. A veces parecían dirigirse a ella; a veces parecían alejarse. ¿Iban hacia allí o buscaban otro rincón del jardín?

Gaia sintió unos latidos en su cabeza. Cada vez que su memoria luchaba por sacar a flote algún recuerdo, sus sienes palpitaban dolorosamente… Finalmente el sendero los condujo a la mansión. En su interior volvían a multiplicarse las galerías de techos neogóticos, las lámparas como estalactitas, los vitrales de colores violentos y los corredores atestados de siluetas que parecían escabullirse furtivamente entre los ecos.

Gaia pensó que sus sienes estallarían y, de pronto, la presión se hizo insostenible: un laberinto. Eso eran la casa y el jardín: laberintos. Creta en La Habana. La posibilidad de hallar un Minotauro hambriento o enamorado. Laberintos. Internarse en un sitio perdido, a orillas del lago Moeris. Egipto en el Caribe. Centros iniciáticos de múltiples significados. ¿Cuál sería el de la casa? Quizás sus pasajes enmarañados sirvieran de protección. Eso decían en la antigüedad. Los laberintos se construían para salvaguardar el culto que se albergaba en su centro. De esa manera ningún espíritu malintencionado podría penetrar su secreto. Pero los laberintos tenían otra función: preparaban el alma en la iniciación de los misterios.

Comprendió por qué no había podido memorizar los pasadizos. Aquella casa no estaba hecha para visitantes. Más bien, existía a prueba de profanadores. Penetrar allí era olvidar el raciocinio y aprestarse a conocer demonios propios. Sus recovecos imitaban el caos primordial, la inconsciencia de los deseos, el abrigo incierto de la matriz. Cada porción de su territorio la alejaba del mundo y la protegía de él; pero aquella protección era un arma de doble filo porque la dejaba inerme y desorientada, expuesta a los vaivenes de seres invisibles con los que ni siquiera lograba comunicarse -criaturas ciegas y sordas a sus súplicas-. Ya podía gritar, clamar sus iras, pedir ayuda, que nadie la escucharía. En el laberinto quedaba aislada. Estaba en el centro del mundo, pero lejos de él. Era como vivir una maldición.

Iba pensando todo aquello mientras observaba los hombros de Eri, perfectos y difusos en la penumbra. Lo seguía pese al miedo, porque era peor quedarse sola en esa marejada de senderos que parecía un nudo gordiano sin solución.

El perfume estallaba en las fuentes, anegando la mente de brumas. Salvo algunas siluetas que escaparon hacia las sombras, no vio a nadie. Trató de no preocuparse. Era un juego, le había asegurado Eri la primera noche; pero aquello no dejaba de asustarla. Nada parecía seguro en aquel duelo de voluntades.

Su guía empujó una mampara que los separaba de un aposento, donde una rolliza matrona llenaba cuencos de cerámica. Las paredes del local parecían bañadas en espejeante azogue. Doquiera que Gaia miraba, las superficies esmeriladas le devolvían su imagen, como ocurre en esos tradicionales laberintos de feria.

– Vamos a ensayar algo distinto -susurró él, haciendo un ademán a la escanciadora.

La mujer abandonó su tarea para acercarse a un arcón tallado con bajorrelieves, cuyo contenido estuvo revolviendo unos instantes. Gaia no pasó por alto aquel mudo entendimiento: era evidente que buscaba algo acordado de antemano. ¿Se trataba de un servicio que la doña prestaba a cualquier huésped o era resultado de un acuerdo exclusivo? ¿Era ella la primera mujer que él traía a esa casa o ya habría venido con otras?

Un amasijo de gasas se desparramó sobre el suelo y Gaia supo que esos atuendos estaban destinados a transformarla. ¿Con qué objetivo? Ni siquiera intentó adivinar. Ya sabía que sus pretensiones agoreras nunca daban resultado. Era preferible aguardar, en vez de lanzarse a una descabellada aventura imaginativa.

Poco a poco, como una princesa que está siendo ataviada para una boda donde cada detalle equivale a la seguridad del reino, fueron escogidas sus ropas. Primero los zapatos, de tacón tan alto que hacían peligrar el equilibrio; después un corsé apretadísimo que afinaba su cintura y daba a sus caderas una aguda prioridad visual. Tras aquel martirio de cordones tirantes, le tocó el turno a una falda transparente. El corpiño de escote bajísimo sirvió de apoyo a las cumbres rosadas. Por último, le ocultaron el rostro bajo un velo.

Ella se dejaba hacer, fascinada por la imagen que le devolvían los espejos. Su voluntad parecía haberla abandonado, aunque al menos era consciente de ello. No pudo dejar de pensar que su actitud era consecuencia de alguna droga… o tal vez ya se había rendido a la emoción del juego. Pensarlo no hizo más que inquietarla. Por un lado, su mente razonaba con total lucidez; por el otro, su cuerpo respondía con un automatismo expectante que la obligaba a acatar cualquier orden. ¿Le atraía el peligro, después de todo, o quizás su sensación de invalidez ante aquel hombre? ¿Acaso la posibilidad de vivir otra realidad que no existía más que en su imaginación?

Cuando terminaron de vestirla, se contempló en un espejo. Sus pechos desnudos, asomándose sobre tanto velo y tanta seda, le otorgaban un aspecto decididamente cretense.

– Imagen inocente y apetecible -Eri tomó un pedazo de soga para atarle las muñecas-, especial para esta noche en que la mansión pertenece a los servidores de Oyá.

Gaia no se sorprendió mucho por esa coincidencia entre sus pensamientos y las últimas palabras de su amante. Tal vez fuera su propia mente quien inventaba todo ese universo…

Cerca de la puerta, aguardaban dos enanos negros en andrajos; uno de ellos le entregó al hombre un trozo de tela con el que éste le vendó los ojos. Primero tuvo que batallar con el velo. Decidió quitárselo momentáneamente para poder dar una doble vuelta a la gasa. Antes de que el velo volviera a cubrirle el rostro, sintió los labios de su amante y la humedad empalagosa de su lengua.

– No creas que te he perdonado la fuga -susurró él.

Ella siguió el sonido de las pisadas, conducida por los enanos que murmuraban en su lengua de pigmeos. A Gaia se le antojaron un par de güijes como esos que, según las leyendas, habitan en las lagunas y los riachuelos de Cuba.

El cuarteto marchó hacia un ala de la casa donde las risas eran menos frecuentes y los ecos estallaban como las olas de un maremoto. Allí, el silencio se convertía en una entidad que a ratos se estremecía con la rotura de una telaraña.

Gaia anduvo con paso incierto, temerosa de chocar contra algún mueble o pared, hasta que escuchó el maullido de una puerta al abrirse. Se detuvo un instante, pero en seguida fue conminada a moverse. El aire pegajoso batió los velos que la cubrían. Bajo sus pies crujió la yerba. Guiada por manos invisibles, caminó sobre unas lajas que formaban un trillo serpenteante. Posiblemente fuera una senda deliciosa ala luz del día; pero toda diversión se perdía en la oscuridad, con aquellos tacones que se hundían en el fango o se atascaban en las ranuras de las losetas. Ya empezaba a preguntarse si no la habrían llevado a otra casa o si deambularían por un parque, cuando alguien la agarró por el brazo para hacerla descender unos escalones.

Su oído le advirtió la presencia de numerosas personas: el murmullo parecía provenir de todas partes. Unos dedos subieron su velo, dejando al descubierto sus pechos para que los labios retozones y las lenguas de sierpe los lamieran metódica y ordenadamente. Quiso oponer resistencia, pero una dolorosa presión en sus muñecas la hizo desistir. Intentó abstraerse, luchar contra esa mezcla de ira y vergüenza que se eternizaba en el goloso cosquilleo sobre su piel. Sus músculos volvieron a tensarse cuando escuchó el inconfundible ruido del líquido que se vierte en una vasija. En un principio se negó a probar la bebida. Parte del licor se derramó sobre sus pechos. Los convidados celebraron el inesperado percance, sorbiendo el zumo que parecía fluir de ella como brota el agua de los grávidos pezones de las diosas en las fuentes públicas. Aun después que retiraron la vasija, la bebida continuó resbalando por su cuello. O eso le pareció. Estaba definitivamente mareada.

La acostaron. Sintió el contacto helado del mármol en sus corvas y, por primera vez, notó un vaho omnipresente: un olor a antigüedad, a vetustez, a catacumba… Se estremeció de frío y miedo.

– Vamos a jugar a la muerte -era la voz del demonio en su oído-. Tu cadáver reposa en el sótano de una cripta…

Algo duro se metió en su boca.

– Es tuyo. Juega con él.

Gaia desplazó su lengua a lo largo del objeto y, al reconocerlo, dejó escapar un grito.

– ¡Es un hueso!

– Es el dedo de una mano -murmuró él-. No seas malcriada.

– Pero es de un muerto.

– Ay, estas discusiones me quitan la ilusión -protestó una voz afeminada.

Las manos del hombre se aferraron a su garganta.

– Chúpalo o te pesará.

Obedeció, llena de asco, y tímidamente chupó ese y otros dedos de la misma mano. Desde su posición, una rendija bajo la venda le permitía observar lo que ocurría. Forzó un poco el cuello, lo suficiente para ver a una figura disfrazada de espectro, extasiada en la contemplación de su entrepierna; giró su cabeza y descubrió una decena de figuras portando máscaras horribles. Era imposible saber quién era quién en aquella muchedumbre espectral.

Los dedos se retiraron bruscamente de su boca.

– No te muevas.

Gaia sintió la lengua del espectro, explorando sus cavernas de goteante humedad. Dientes menudos mordisquearon sus pechos. Su piel se erizó ante la avalancha de caricias, gustosamente obsequiadas por los desconocidos… Una forma de carne azotó sus mejillas; adivinó el entusiasta instrumento de algún mirón.

– Sé obediente y ofrécele tu boca.

Estimulado por la visión de aquellos labios que aceptaban cualquier manjar anónimo, el espectro decidió obsequiar el suyo a la otra entrada que se ofrecía con igual pasividad y, para facilitar su tarea, le hizo abrir más los muslos. Ella soportó sus embates con el estoicismo de una Lucrecia para quien la virtud perdida ya no constituye una preocupación.

El ritmo de las posesiones aumentó a medida que el público se enardecía con el espectáculo de tan complaciente cadáver. A su alrededor crecieron los suspiros. Gaia perdió la cuenta de la cantidad de fantasmas y seres monstruosos que se turnaron entre sus piernas y sobre su rostro; y cuando decenas de ellos se hubieron cebado de sus jugos, se escuchó un chirrido que provocó una estampida de murciélagos en la cripta. Dos sombras cargaban una olla de barro que hervía nauseabundamente y la depositaron en un rincón.

A través del escaso resquicio que le brindaba su máscara, Gaia observó la figura que se acercaba. ¿Sería su imaginación, saturada de vapores venenosos, o era real ese esqueleto de ebúrneo falo? Las falanges le acariciaron los muslos. Se le ocurrió que alguien debía de estar manipulando las articulaciones, exhibiendo su habilidad de titiritero con aquella marioneta macabra, pero ¿de qué manera? No podía abrir del todo los párpados para cerciorarse.

No tuvo tiempo para más reflexiones. Apenas sintió los dientes helados que picoteaban sus pechos y la frialdad ósea que pugnaba por penetrarla, el miedo le nubló los sentidos. Tal vez nunca gritó; tal vez sólo fue su espanto lo que desplegó aquella bandada de alaridos mentales cuando su inconsciencia la trasladó a mil años luz del horror que luchaba por poseerla.

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