LA ISLA DE LOS ORISHAS

I

«Tiene que ser una broma», pensó Gaia sin perder de vista a la mujer, que se deslizó por el jardín como una figura de niebla.

La luz de un farol arrojaba una especie de gasa cenicienta que permitía adivinar los contornos de los objetos. Rodeada de álamos centenarios, la casona se perdía bajo el abrazo de las ramas. En otros tiempos la entrada estuvo custodiada por rosales, marpacíficos y galanes de noche; ahora, las únicas flores que sobrevivían en aquel matorral eran algunas campanas. La visión fugaz de los mazos blanquecinos le recordó el nombre que solía darles su abuela: floripondios.

El murmullo de las risas fue creciendo a medida que se aproximaban al portal. Gaia sospechó una conspiración. ¿Se habría confabulado Lisa con alguien para hacerle creer que una orisha la estaba guiando hasta esa casa? ¿Esperaban que aquel apellido le hiciera admitir la presencia de la misma Afrodita en su isla? ¿Laquería tanto su amiga que estaba decidida a borrar el recuerdo del Poeta, aun a costa del disparate? ¿Sería Eri un enviado de la tía Rita?

Hubiera deseado contestar afirmativamente a todas esas preguntas y olvidarse en seguida del asunto, pero quedaban cuestiones que no sabía cómo resolver. Si su encuentro con Eri era una trampa bienintencionada, ¿cómo explicar lo del restaurante? ¿Cómo interpretar su entada a un sitio prohibido para ella, la orgía culinaria, la ausencia de pago? No creía que nadie tuviera el poder suficiente para preparar semejante escenario; por eso dudaba de la existencia de un complot. Aunque si este no existía, ¿qué significaba lo demás?

La noche refrescaba ostensiblemente. Bajo su tenue vestido de algodón, Gaia comenzó a tiritar. No pudo menos que alegrarse cuando su guía se acercó a la puerta y, tras susurrar unas palabras, ésta se abrió.

En contraste con la oscuridad exterior, había luz en aquel salón: un fulgor levemente azulado. Varios butacones y divanes vacían esparcidos por doquier; nadie los ocupaba, a excepción de dos mujeres que cuchicheaban mientras se servían frutas de un cesto colocado sobre una mesa. El aspecto de ambas no podía ser más extraordinario: se sujetaban los cabellos con cintas, al modo de las antiguas romanas, y vestían túnicas que ceñían a sus cuerpos con velos. Sus risas se mezclaban con el ruido de los clientes que rompían la pulpa de los melones y las piñas; una de ellas yacía reclinada sobre un banco de alabastro, con las piernas al descubierto. En conjunto, la visión evocaba una de esas bucólicas pinturas victorianas donde la abundancia de tules no hace más que revelar la voluptuosidad de aquello que se pretende cubrir: una escena donde afloraban detalles soñados por artistas de antaño -desnudeces sobre el mármol frío, miradas lánguidas y rendidas, plumas acariciantes para morir de deseo-, cual futuras reminiscencias de Sade y Masoch.

Al verlas entrar, una de las mujeres se puso de pie y se aproximó a una antigua marmita que despedía humo. Con un cucharón sirvió líquido en dos vasos y se acercó a las recién llegadas.

– Cortesía de la casa -dijo.

Gaia olisqueó, desconfiada.

– ¿Qué es?

– Té de flores.

Era un brebaje que olía a yerbas y disfrazaba su amargor con una miel turbia y oscura.

Otras risas se escucharon con mayor claridad. Gaia supuso que se celebraba alguna fiesta al otro lado de la puerta, aunque sus vitrales ahumados le impedían confirmar o negar esa posibilidad. De cualquier modo, no intentó averiguar más. Su acompañante bebía plácidamente echada sobre un diván. Gaia terminó de tomarse su té mientras barajaba explicaciones: o la mujer no reñía apuro en buscar a Eri, o era él quien se reuniría con ellas, o esa espera formaba parle de un ritual cuyo objetivo desconocía.

No fue necesario aguardar mucho para comprobar que la bebida era algo más que un simple cocimiento. Los objetos fueron rodeándose de un aura cremosa, casi apetecible; luego aparecieron aromas-perfumes de todo tipo: vino mentolado, aceite de rosas, tierra húmeda, almizcle empapado de polen, leña ardiente, agua de jazmín- como si su olfato hubiera trascendido los límites humanos. Casi se sobresaltó cuando su guía la tomó de nuevo por la cintura.

– Vamos, ya es hora -parecía algo borradla.

AI otro lado de la puerta se extendía un pasillo, protegido por una penumbra acogedora para que los ojos vieran sin fatigarse. En aquella intimidad, reinaba el bullicio. Decenas de personas entraban o salían de incontables habitaciones. Era fácil averiguar lo que ocurría en ellas porque las puertas no eran realmente puertas, sino mamparas coloniales de dos hojas. Gaia atisbo por encima de una y la visión le produjo algo más que sorpresa. 'Tendidas sobre lechos y alfombras, varias parejas se refocilaban entre almohadones. Por todas partes deambulaban jovencitos semidesnudos, que corrían solícitos para limpiar a quienes culminaban sus embales amorosos. Gaia observó la dedicación con que empapaban sus toallas en el agua tibia donde flotaban pétalos de rosas, y la ternura con que pasaban los paños por las vulvas húmedas y los falos a punto del desmayo.

– ¿Adónde vas? -preguntó Oshún al notar que la joven pretendía escabullirse.

– Yo vine a ver a Eri.

La mujer hizo un gesto posesivo.

– No, querida. Estás aquí porque Eri te ordenó que obedecieras a su mensajero, y tú aceptaste la invitación. Si él decide verte o no, será asunto suyo. Por ahora no te queda más remedio que seguirme… Y espero que no te pongas pesada y obedezcas.

No sin mortificación, reconoció que la otra estaba en lo cierto. Era inútil exigir atenciones ni cumplidos después de meterse en la boca del lobo. Había hecho un compromiso con él; nadie la había obligado… ¿O tal vez sí? Su voluntad se había derretido tras la extraña violación de la noche anterior, como si aquel miembro acanelado le hubiera inoculado un filtro que la hechizaba, obligándola a cumplir sus exigencias… Pero quizás estuviera inventando lo que no existía. Tal vez sólo estaba allí por su impaciencia en llegar al fondo de ese hombre misterioso.

– ¿Vienes conmigo?

Asintió humildemente.

II

Se abrieron camino entre la multitud que deambulaba enfebrecida, riendo, gritando v persiguiéndose. Era una nueva versión de Babel, aunque más locuaz que la bíblica porque sus protagonistas eran criaturas del trópico. La muchedumbre iba y venía, imitando la efervescencia de unmercado árabe con su prolusión de artefactos, golosinas y personajes: gitanas que leían el porvenir en las volutas del ombligo; llantas de dimensiones priápicas; efebos de contoneantes traseros, ataviados como hawaianas; brebajes para encender el deseo; artistas del tatuaje que realizaban sus obras en las paredes vaginales; cinturones de castidad con doble cerradura; monturas de donde emergían falos fastuosos para que las ninfómanas calmaran sus ansias al cabalgar sobre ellos; confituras afrodisíacas; gladiadores que ofrecían sus servicios nocturnos; sahumerios narcotizantes; ataúdes donde las mujeres podían esconderse para sacar sus pedios a través de dos agujeros y ofrecerlos anónimamente a los transeúntes…

Animada por el entorno, Osgún iba apartando las mamparas para escudriñar los salones donde la gente se dedicaba a diversas actividades. Gaia prefirió observar el trasiego de los transeúntes por los pasillos. En dos ocasiones su mirada tropezó con la de un gigante negro que parecía seguirlas, arrastrando consigo a una joven mestiza totalmente ebria y a otra mujer tan negra como él. Iba descalzo y vestía unos pantalones rojos que encendían más el brillo de su torso. La mestiza era muy hermosa, pero el pañuelo ensangrentado con que se cubría la cabeza le daba un aire deslucido y triste. La otra mujer, en cambio, se desplazaba con toda la majestad del mundo sobre sus hombros y una expresión gélida en las pupilas. Gaia observó de reojo al hombre, creyendo sentir su mirada. Primero pensó que imaginaba cosas porque un par de veces lo perdió de vista en la muchedumbre; pero cuando volvió a distinguirlo, ya no tuvo dudas: sus ojos inquisitivos se fijaban en Oshún.

– Es mi marido -respondió la mujer a la muda pregunta de Gaia.

– ¿Tu marido?

– Hace días que no nos hablamos -aclaró con desdén-. Mejor, ignóralo.

– Pero esta con dos mujeres.

– Sí, ya las conozco.

– ¿Las conoces? ¿Y no te importa?

– No soy celosa.

– ¿Por qué te persigue? -susurró Gaia, aunque era imposible que el hombre pudiera oírlas en medio de la algarabía-. Tal parece que fueras tu quien anduvieras enredada con alguien, y no él.

La mulata se encogió de hombros.

– En el parque me dijiste que se habían peleado -insistió Gaia.

– Y como ves, siempre acaba de perro faldero… Vamos.

Aprovechando un momento de confusión, ambas se colaron por una puerta que las llevó a un corredor desierto. Era obvio que la mujer conocía la casa; ni siquiera se detuvo a explorar otros salones. Gaia intentó memorizar secretamente aquel laberinto, intuyendo que nadie le enseñaría sus recovecos o atajos; su instinto le advertía que era importante conocer el terreno que pisaba.

Descendieron por unas escaleras hasta el sótano. Gaia estudió el agujero que se abría ante ella y aspiró la humedad que le producía cosquillas en la nariz. Una nube de aromas la golpeó, enroscándose en torno a su cuello como una bufanda neblinosa o como entidades que buscaran apoderarse de una víctima. Imaginó duendes olorosos a canela, talco de arroz, hojas de pino, lavanda, melado de azúcar, mazos de albahaca… Hubiera querido hundirse en ese pozo de fragancias, ahora que su oído percibía también el canto de los insectos en celo y el goteo del agua entre las piedras. Quizás fuera la cercanía de la tierra, pensó, de la Madre Tierra cuyo nombre llevaba, lo que producía aquella eclosión en sus sentidos. ¿Ola habrían drogado?

Atravesaron la oquedad y subieron por otra escalera. Se dejó guiar, nublada la razón por los vapores que anegaban su cerebro… aunque no estaba muy segura de que su aturdimiento naciera de los aromas o de una bebida. ¿Se debería al bullicio del entorno? ¿Al clima orgiástico de esa villa? ¿O simplemente a un paseo que parecía no tener rumbo?

No se atrevió a protestar por temor a parecer impertinente, pero no dejaba de cuestionarse para qué demonios subían y bajaban sin cesar cuando hubiera sido mejor seguir por el mismo nivel. Estaba segura de que no se debía a que existiera una falta de continuidad en cada piso. Siempre volvía a encontrarse con los mismos salones: el de la primera planta tenía un gigantesco sol pintado en uno de sus extremos y estaba profusamente iluminado con lámparas de pie, candelabros colgantes y apliques broncíneos; el corredor del sótano, en cambio, permanecía en una penumbra apenas disimulada por los veladores de los nichos, que dejaban adivinar una luna menguante dibujada al final. Iban del día a la noche, de la noche al día, sin razón alguna que lo justificara como no fuera el capricho de su guía. Pensó que la incongruencia del recorrido era parte de una prueba.

Cuando subieron la escalera por octava o novena vez, Oshún reanudó su indiscreto fisgoneo, abriendo mamparas y husmeando en las habitaciones colmadas de escenas alucinantes donde intervenían criaturas y artefactos de todo tipo. Tras una de esas puertas les aguardaba una visión digna de un Buñuel pornógrafo: varias mujeres admiraban las maniobras de un contorsionista que ejecutaba el arco de espalda hasta lograr con su cuerpo una O perfecta. Su miembro había crecido frente a la atenta mirada del público, que lanzó alaridos de entusiasmo cuando sus labios tocaron la punía. Instigado por las exclamaciones, redobló sus esfuerzos y logró introducirlo completamente en su boca para iniciar una masturbación lenta y gozosa de sí.

El ambiente era cada vez más denso por la niebla que escapaba a borbotones de los pebeteros insertados en las paredes, Gaia sospechó que esas emanaciones provocaban en ella algo más que una mera confusión de los sentidos.

– ¡Hace falta una novicia! -gritó alguien.

Atontada por los vapores, no opuso resistencia cuando varias mujeres la arrastraron hacia el centro de la habitación; entre todas le sacaron el vestido y la acercaron a la boca del atleta que, manteniendo su posición en arco, atacó el sexo que se le ofrecía. Lengua y falo se alternaron para penetrarla con el tesón de dos rivales que se disputaran un botín, hasta que la boca terminó por ceder su lugar a la criatura anillada, cuya piel relucía cada vez que emergía de la gruta. Gaia cerró los ojos. Su razón se rebelaba contra aquella experiencia, pero su carne latía con un deseo nuevo que no le permitía decidir ni escoger, sólo tomar cuanto se le ofrecía.

Manos poderosas la sujetaron por las caderas.

Sintió la carne que pugnaba por penetrar en ese sitio al cual sólo Eri había tenido acceso, y trató de volverse hacia su agresor, tal vez con la idea de amedrentarlo; su tentativa sólo provocó que la luz se apagara, dejándola a oscuras con las manos que la obligaban a doblarse y a aceptar.

Dolor y caricias, suavidad y espinas: de eso estaba hecho el placer. Hubiera querido huir, pero notó que sus intentos por liberarse no hacían más que azuzar el deseo de sus dos asaltantes: el atleta, cuyo falo musculoso se distendía gloriosamente dentro de ella, y el desconocido que la atacaba sin misericordia por detrás. Hasta ella llegaban los suspiros y los gritos de la bacanal que se organizaba a su alrededor, fustigada sin duda por la visión del trío que constituía el principal espectáculo de la noche porque, pese a la ausencia de luz, una claridad indefinida permitía observar el conjunto.

Se rindió sin quejas al posesivo duelo. Sus gemidos se mezclaron con los del gimnasta circense y los de su incógnito agresor. Sintió, muy a su pesar, que gozaba hasta el paroxismo con aquella doble acometida que la mantenía clavada en su sitio, como una santa crucificada o una emperatriz que se ofreciera a sus esclavos para que éstos la disfrutaran más por ese acto de profanación que por el placer que su cuerpo les brindaba. Así soportó ella la embestida de los miembros hasta que de ambos brotó el maná, espeso y bullidor como la lava: riachuelos que la glorificaron bautismalmente.

Casi en seguida notó que le faltaba el apoyo del equilibrista, sin duda agotado por el extraordinario esfuerzo. Luego fue abandonada por su postrero atacante. V hubiera caído al suelo de no haber sido por unos brazos femeninos que la llevaron a un rincón, donde se dejó vencer por el sueño.

III

Despertó al sentir la tibieza que refrescaba sus torturados orificios. Un jovencito la limpiaba con agua de rosas, derramando pétalos y pistilos sobre su vientre hasta que cada poro exudó fragancias. A la tenue luz de un cirio, varias mujeres dormían solas o abrazadas entre sí. Gruesos cortinajes velaban toda visión del exterior. La mujer que se hacía llamar Oshún estaba cerca, comiendo trozos de naranja.

– ¿Quieres? -preguntó, tendiéndole uno.

Gaia lo tomó con avidez.

– Tengo que irme -anunció, y el zumo dulce se le escurrió por la barbilla.

– No puedes -le aseguró su anfitriona, que observó el goteo con expectativas de vampira.

– Es que tengo clases.

– ¿De madrugada?

– Ya debe de ser mediodía -Gaia chupó su pedazo-. He dormido mucho.

– Por eso no te preocupes. Cuando salgas de aquí, allá afuera no habrá transcurrido ni un instante.

Gaia alzó las cejas, pero no se molestó en rebatir ese argumento demencial. Oshún continuaba destrozando su fruta con deleite, ajena al enfado de su mirada; y la joven decidió aparentar que acataba sus explicaciones para no levantar sospechas, preparándose mentalmente para una fuga.

Todavía reinaba el silencio. Al parecer era demasiado temprano para los ocupantes de la casa, que probablemente aún dormían tras la prolongada saturnal. El recuerdo de la noche anterior la llenó de vergüenza y sospechó que su comportamiento era consecuencia de la infusión: un afrodisíaco o tal vez un alucinógeno. Se hizo el propósito de no beber más en aquel sitio.

Junto a ella descubrió un peplo de gasas azules. A falta de otra ropa -su vestido había desaparecido-, se lo puso para acercarse a una ventana y apartar las cortinas. Entrecerró los ojos, dispuesta a recibir la pesada luz del mediodía. La luna brillaba por encima de los árboles.

– ¡Es de noche! -exclamó, volviéndose a la mujer que continuaba engullendo naranjas.

– Ya te expliqué lo que ocurre con el tiempo -dijo ésta con aire de fastidio-, pero parece que no me entendiste… ¿Tienes hambre?

– Sed.

Su anfitriona le sirvió de una jarra.

– ¿Qué es?

– Algo que seguramente no has probado antes.

– Prefiero agua -pidió Gaia al olisquear el líquido.

– Aquí no se toma agua, sólo infusiones.

– ¿Por qué?

– Está contaminada.

Gaia suspiró, pero no se dio por vencida. Valiéndose de un cuchillito, despedazó dos naranjas y exprimió el zumo en un vaso para tomarlo. El ardid no sirvió de nada; por el contrario, le dio más sed. No le quedó otro remedio que beber algunos sorbos de la infusión: otro brebaje que olía a flores.

– Deberías alimentarle mejor -le dijo Osliún, señalando una bandeja llena de quesos y trozos de carne-. Pronto será la ceremonia.

– ¿Cuál ceremonia?

– La fiesta de Inle.

– ¿El orisha de la medicina?

– El orisha más bello de lodos -afirmó Osliún, y su voz tembló ligeramente-. Es tan hermoso que tiene que cubrirse el rostro.

– ¿Por qué?

– Para proteger a la gente.

Gaia aspiró el aire de la madrugada: lluvia tardía, frutos que maduran bajo las estrellas, céfiro que azota las cordilleras y mastica los pélalos dormidos de los azahares… Pero la llamada de sus sentidos alucinados se extinguió ante otra realidad más inmediata. ¿Cómo era posible que todavía fuese de noche?

– ¿Ynadie puede verlo? -preguntó finalmente, decidida a pasar por alto aquel misterio.

– ¿A Inle? -susurró la mujer-. Algunos; pero quienes lo hacen, quedan atados a su voluntad y ya no pueden negarle nada… Créeme, te lo digo yo que debería ser inmune a esas cosas.

Oshún se puso de pie.

– Estoy toda pegajosa -se quejó-. Voy a bañarme.

Y abandonó la habitación con el aplomo de un gato que de pronto se harta de quienes lo rodean. Gaia corrió tras ella, temerosa de quedarse sola en esa tierra de nadie que parecía gobernada por la voluntad de algún dios caprichoso y febril; dispuesta también a no perderle píe ni pisada a la única criatura que parecía prestarle alguna atención, aunque fuera a regañadientes.

Atravesaron varios salones donde la gente se vestía o cambiaba de ropa. Y a medida que avanzaban, el murmullo de las conversaciones fue creciendo. La casa se le antojó nodriza de una pequeña civilización, como un asteroide que contuviera todo lo necesario para la supervivencia de una especie distinta que viviera a espaldas del universo. Eso le pareció a Gaia aquella mansión huraña de cuyos sótanos, sin embargo, brotaban sin cesar criaturas desatinadas y carnavalescas que, pese a su aislamiento, parecían del todo satisfechas… Intentó acercarse a algún balcón y a varias puertas que supuso darían al jardín, pero alguien se lo impedía siempre: jóvenes que jugaban a su alrededor, o atletas que montaban guardia, o parejas que la arrastraban a sus juegos amorosos, o tropas de niños que pugnaban por arrancarle la rúnica…

Algo o alguien había prohibido la comunicación con el exterior. ¿Ycómo sabría el mundo que ella deseaba ser rescatada si ni siquiera le permitían hacer una señal? Jardines exuberantes bloqueaban el acceso visual a la calle. Había lápices y papeles sobre algunas mesas, pero ningún sobre o buzón donde colocarlos. Los teléfonos eran meros objetos de adorno. Gaia descolgó varios, y la línea arrojó en su oído el soplo del vacío. Sin embargo, a nadie parecía molestarle.

Allí vegetaba una realidad tentadora, capaz, de sumir a sus habitantes en una orgía que les hacía olvidar los rigores de ese encierro, lira posible, incluso, disfrutar de la bacanal; ella misma lo había hecho. Sólo cuando los festejos terminaban y uno podía ver los rostros acotados e indiferentes, comenzaba a entender el alcance de aquella mise en scène. Pero ¿aquién pedir ayuda si el dueño o los dueños del recinto controlaban cada puerta, cada ventana, cada balcón?

La casa se hallaba muy iluminada en ciertos lugares; en otros, reinaba la oscuridad. La luz se alternaba con las sombras como si se tratara de un mensaje o de un símbolo. ¿Qué se ocultaba tras esa doble condición? ¿Por qué había tanta claridad en unas zonas, mientras otras permanecían deliberadamente en tinieblas? Sin duda existía un propósito; era posible palparlo en la persistencia de una pauta que -por el momento- escapaba a la comprensión de Gaia porque sus sentidos se concentraban en algo más apremiante: escapar.

Se esforzó por reprimir su alegría cuando vió el portón de intrincados relieves. Hasta el momento, habían atravesado las estancias mientras empujaban las mamparas de etéreos vitrales, salpicados de pigmentos: perla semidorada en los botones de una enredadera; vetusto gris en un paisaje agreste; fondos esmeraldinos para iluminar una llanura… Cada vez que franqueaban alguna de esas puertas, sus hojuelas quedaban aleteando como levísimas mariposas. Por eso sospechó que la aparición del panel, semejante a la entrada de una iglesia dieciochesca, podía ser su meta.

Apenas cruzó el umbral, supo que se había equivocado: aquella salida desembocaba en un patio. O más bien, en una finca rodeada de árboles. La vista se perdía en el follaje multiverde de los helechos, en los cedros de troncos veteados y en la carnalidad de las orquídeas. Posiblemente allí se cobijaran los últimos ejemplares de especies casi extintas, Gaía creyó distinguir la silueta del mítico carpintero real y el vuelo feérico de varios colibríes. Le pareció escuchar el canto del tocororo, esa ave tricolor única en el mundo, símbolo de su isla. Su voz tristísima y grave se mezclaba con el viento nocturno: tocoró, tocoró… Por un instante esperó verla entre las brumas con su pecho luminosamente claro, el manto azul sobre la cabeza y las pinceladas rojas en la cola y el vientre; pero por más que lo internó, no logró verla. Centenares de cantos y chillidos poblaban las cercanías. Todo bullía con el tránsito de: criaturas aladas o terrestres, como si el mundo hubiera regresado a la noche de los tiempos, centurias atrás, y los bosques cobijaran aun el crisol endémico de sus especies.

Gaia se detuvo junto a una elevación cavernaria, salpicada de musgo. Hilos de agua se desprendían de las rocas y caían hasta el borde de un estanque que en otros tiempos estuviera colmado de peces, pero que hoy servía de diversión a los huéspedes del lugar. A prudente distancia, varias teas culebreaban al viento en soportes ele bambú.

Oshún se había despojado de sus ropas, y su silueta eclipsó cuanto Gaia hubiera visto en libros o museos. Una ola de murmullos indicó que no fue la única en notarlo. Los griegos -en su afán por respetar el equilibrio de las proporciones- se habían empeñado en representar el cuerpo humano sin reducir o magnificar ciertos detalles, pero la figura de esa mujer violaba todas las normas clásicas. El cabello caía abundante sobre sus pechos cobrizos. Rotaban sus caderas, siguiendo la mágica curvatura de los astros, y al ritmo de esa sinfonía -música de las esferas que en el trópico puede adquirir resonancias de güiro- las miradas respondían con fervor religioso. Era imposible ignorarla. Su grupa trascendía la gracia de la divina Epona céltica. La cintura, de haberse dejado atrapar, se habría perdido entre las manos. Y su piel acanelada y tersa brillaba como la miel.

– ¿No vas a bañarte?

– No tengo trusa -repuso Gaia.

La mulata se echó a reír y dio media vuelta, ajena al esplendor de su cuerpo bajo la noche. Gaia miró a su alrededor. Muchos bañistas estaban desnudos. Sin pensarlo más, soltó los broches que sujetaban sus velos y fue tras su guía.

La calidez del agua la sorprendió. Nadó entre los pétalos que flotaban por doquier y saboreó el aire perfumado del estanque. Los cocuyos se aglomeraban en los bordes arcillosos y plateaban el agua con su claridad de leche. Gaia disfrutó de aquel baño purificador que la eximía de excesos -o eso quiso imaginar- hasta que unos débiles tañidos inundaron la noche.

– Vamos -la apremió Oshún, mientras trepaba a la orilla para colocarse sus gasas a la manera de un sari.

Cuando las campanas dejaron de llamar, la noche pareció extrañamente vacía. Fue como un respiro. O una advertencia. El aire se cargó de esa calma que llega con el vórtice de un huracán, ames de que sus vientos vuelvan a despedazarlo todo con mayor violencia. Así pareció moverse la brisa entre las ramas: susurro de languideces a punto de escupir un apocalipsis.

Se internaron en la maleza y unos pocos bañistas las siguieron. El corazón de Gaia saltó enloquecido. No era muy tranquilizador adentrarse en aquel bosque sin más compañía que algunas siluetas. La luminiscencia de los cocuyos las persiguió durante todo el trayecto. Atrás quedaba el jolgorio de la casa. Unsolemne toque de tambores actuó contó señal para que se apresuraran.

En un claro ardían túmulos de leña. Las llamas se contoneaban baje; los dedos de la brisa, y el olor a madera quemada se mezclaba con el de una fragancia que Gaia no pudo identificar. Debajo de una ceiba, frente al fuego, se alineaba una doble hilera de camastros. Hombres y mujeres yacían sobre ellos; pero no en parejas, sino solos, como criaturas que se aprestaran a dormir.

– ¿Y esto?

– Shhh… Ya empieza.

– ¿Qué cosa?

– La ceremonia de Iroko. Abre bien los ojos, porque nunca la verás allá afuera.

– No entiendo nada.

Oshún la miró visiblemente irritada.

– ¿Qué cosa no entiendes?

– Me hablaste de la fiesta de Inle. ¿Quién es Iroko?

– Iroko es la ceiba, el lugar donde habitan los orishas.

Fue como regresar de golpe a su infancia. Era apenas una niña cuando oyó decir por primera vez: «Quien derribe una ceiba está maldito de por vida.» Evocó esa callejuela del Vedado junto a la avenida 23, donde se alzaba uno de esos árboles que interrumpía el paso de los vehículos porque nadie se atrevió a quitarlo nunca. Allí continuaba retoñando en medio del asfalto, a pesar de los años transcurridos. Y es que el poder de los orishas era una realidad de la cual no escapaban católicos ni ateos. Muchos se jactaban de no creer en brujerías, pero se habrían desmayado del susto si hubieran descubierto una frente a su puerta.

Gaia reconoció que también pertenecía al círculo de los infectados por la superstición. De una u otra manera, se había sumado a sus filas. Todos los años se dirigía en obediente peregrinación hasta La Habana Vieja para conmemorar el nacimiento de su ciudad. Allí, a la medianoche, cumplía con ese rito obligatorio de habanidad que consiste en dar doce vueltas alrededor de la ceiba que se alza junto al Templete, el primer sitio donde -según la leyenda- se oficiara la primera misa… Ceiba centenaria y luminosa; rescatada de las tinieblas por los reflectores que el hombre -reverente hasta en su tecnología- había colocado en aquella zona de monumentos antiguos para exaltar la figura del árbol más mágico de la isla, el cual creara su vínculo con la religión oficial desde los inicios de la colonia. Pues ¿qué otra cosa, sino magia, era ese ritual que debía cumplirse a la medianoche para poder pedir un deseo? Sólo en aquel país demoníaco y tentador se conmemoraba el aniversario de un oficio católico trazando círculos en torno a una ceiba. Justificar la costumbre como parte de una tradición no servía de nada. La ceiba era Iroko. La mansión de los orishas; y celebrar el nacimiento de La Habana reverenciando a ese árbol, no hacía más que perpetuar su potencia.

Por primera vez pensó que tal vez existiera una conexión entre el nombre de su guía y la mansión. Quizás estaba en uno de esos «toques de santo» de los que tanto había oído hablar. Vagamente sabía que se trataba de una especie de fiesta donde se invocaba a los dioses. ¿Habría alguna relación entre aquella orgía y el culto a los orishas?

Oshún se volvió a mirarla.

– ¿En qué piensas?

Gaia dio un respingo.

– En nada.

– No digas mentiras. Piensas tan fuerte que das dolor de cabeza… Anda, suelta la pregunta antes de que me muera de una jaqueca.

– Sólo quería saber si esto era un toque de santo.

– ¡Dios! ¡No tienes idea de nada! -exclamó Oshún, entornando los ojos-. Todo en el universo tiene dos aspectos: lo esotérico y lo exotérico. La gente hace sus fiestas y sus rogaciones, consulta sus oráculos, se ocupa del aspecto externo y evidente del culto, de lo exotérico; y usan esos ritos con propósitos inmediatos. Aquí nos ocupamos de la parte oculta. Es lo que en otros pueblos llaman misterios…

– ¿Como los misterios de Eleusis?

– Y los de Isis… No puedo revelarle mucho, pero existe una conexión entre los misterios griegos y los egipcios con esta zona del Caribe. En la ceremonia de Iroko se manejan fuerzas vedadas a los seres humanos; fuerzas que, a su vez, producen otras fuerzas -giró el rostro para ocultarlo en las sombras-. Pero eso es algo de lo que no debo hablar.

– Todo es muy raro. No me explico…

– No hay nada que explicar -interrumpió la otra-. Lo que ves es un reflejo de lo que ocurre allá afuera, al otro lado de la reja. Sólo que a otro nivel.

– ¿Un reflejo?

– O una alegoría. Tómalo como quieras.

¿Y para qué sirve eso?

– Para salvar o para perder.

– ¿A quién?

– A ti, a tus amigos, a todos los que habitan en este lugar… Para hacer un hechizo, debemos reflejar la misma realidad que queremos cambiar. Eso es la ceremonia: un acto simbólico. Después las tuerzas se pondrán en movimiento; pero ese movimiento no sirve de nada sin la voluntad. Así es que lo que hagan ustedes con esas fuerzas desatadas concierne a sus almas.

Gaia sintió que la explicación la dejaba más confundida, pero de algún modo también le produjo miedo. Intuía que la clave para entender lo que le estaba ocurriendo se encontraba en aquellos dos conceptos: parodia y reflejo. ¿Qué le recordaban?

Un espejo refleja los objetos; reproduce lo que está frente a él y duplica la realidad. Un reflejo es un duplicado. Lo que está dentro de él es como lo que está afuera. Una parodia de la máxima hermética: lo que está arriba es como lo que está abajo. Esa ley antigua era también la base del universo, de la biología, de todo lo existente. La vida es una repetición. El macrocosmos refleja el microcosmos. La luz y la sombra son dos reflejos diferentes de una misma cosa.

Observó las llamas. La dualidad sombra/luz imperaba en toda la casa… y también en esos confines.

Recordó sus sentimientos mientras recorría las estancias. En contra de todo raciocinio, desconfiaba de las más iluminadas, con su infinita sucesión de lámparas que exponían cada escondrijo. Ese resplandor se le antojaba un acoso, un escrutinio sospechosamente insistente en su atan por revelar. La oscuridad, en cambio, ofrecía el ambiente acogedor de un útero; un refugio que imitaba el caos primigenio, anterior al fiat lux -ese punto mítico que trajera la dudosa protección de un dios-. Ella, por supuesto, prefería el ambiente subversivo de las tinieblas a la agobiante claridad. Preferir las tinieblas a la claridad. Repitió mentalmente las palabras. Preferir las tinieblas a la claridad… Trató de atrapar una idea que luchaba por emerger, pero el eco de los tambores volvió a llenar la noche.

Algo pareció moverse al pie de la ceiba: una figura envuelta en un manto azul metálico. ¿Había estado oculta en las sombras o realmente surgió del interior del tronco? Con un movimiento, tintinearon los pececillos que colgaban de su capa. Gaia lo vio avanzar hasta la doble fila de camas, el rostro cubierto con una malla espesa que sólo dejaba entrever el brillo de sus ojos.

Majestuoso como un espectro, se acercó a uno de los lechos, abrió su capa y mostró un cuerpo tan maravilloso como el fúlgido miembro que ofreció a una mujer. Con gesto de adoración, ella lo tomó en sus manos, contemplándolo desde todos los ángulos posibles; después se echó de espaldas sobre una camilla y aguardó por él. Ambos se entregaron a una rítmica cabalgadura que culminó en un clímax rápido y aséptico, sin caricias ni aspavientos. Y mientras un jovencito recogía en su jofaina el semen que se derramaba de ella, el encapuchado fue hacia otra camilla donde yacía una muchacha que abrió sus piernas para recibirlo. El adolescente se afanaba en su tarea de recolección; parecía ansioso por no perder una gota del licor que el encapuchado inoculaba en sus parejas. A Gaia le pareció que tenía un color azulado, pero desechó la idea cómo una ilusión. Entretanto, ya el gigante terminaba su tarea sobre otra muchacha. Casi en seguida, el líquido comenzó a escapar a borbotones de su sexo, yendo a parar al cántaro del chiquillo.

– ¿Para qué lo recogen?

– Es la leche de Inle. Con ella se pueden hacer milagros.

El orisha-o su representante en la tierra, ¿quién podía saberlo?- iba derramando su preciosa esperma en los receptáculos que con gusto se rendían al sacrificio. En algunas camillas había hombres, pero el dios no se inmutó. Los afeminados ofrecían con gracia sus traseros, dándose vuelta cuando él se detenía ante ellos con la gravedad de quien cumple un deber. Descargaba el zumo de sus potentes testículos y en seguida se dirigía al siguiente voluntario. Como una abeja reina, depositaba su fecundidad en los incontables cubículos de su colmena sin tomarse respiro. La operación se efectuaba bajo las reglas de la más absoluta higiene: cada vez que su fabuloso aguijón emergía de un orificio, éste era solícitamente limpiado por una jovencita que aguardaba a poca distancia.

Lentamente el orisha se fue aproximando al grupo de curiosos que observaba la ceremonia. Fue así como Gaia supo que no se había engañado: era leche azul lo que se escurría entre los muslos de los efebos y lo que brotaba de las mujeres con las que el dios había fornicado.

Muy pronto se llenaron tres jarras y varios sirvientes comenzaron a servir pequeñas dosis del elixir. Gaia se había jurado nocomer ni beber más allí, pero la tentación resultó inevitable cuando alguien le alargó un tazón de crema azul y proclamó sus cualidades milagrosas, entre las cuales no faltaban sus efectos sobre la belleza y la longevidad. En otro momento, en otro lugar, no habría hecho caso de semejante discurso; pero aquella casa desafiaba el sentido común. Esperanzada por la promesa del néctar, se lo tomó de un trago. Como un sorbo de menta tibia, así se extendió el vapor por su pecho.

Un mareo la tumbó de rodillas. Oshún trató de izarla, pero no pudo evitar que el encapuchado se acercara. Gaia miró aquel rostro semioculto tras una bruma lejana. Detrás de la máscara, sólo era visible el brillo de sus ojos.

– ¿Es la primera vez que bebes?

– Sí -respondió Oshún por ella.

– Entonces ya me explico -repuso la voz bajo la máscara, e intercambió con la mujer una mirada que sólo ellos entendieron.

En seguida dio media vuelta y echó a andar hacia la espesura. Casi al instante se perdió en la oscuridad, como si se hubiera desvanecido en alguna dimensión intangible.

– Vamos.

– ¿Adónde?

– Tenemos que apurarnos.

Gaia no insistió porque el vértigo volvió a adueñarse de ella. A duras penas logró mantener el equilibro, apartando troncos, muros y paredes que se le echaban encima. Más que un vahído, se trataba de una sensación volátil que alteraba sus percepciones y parecía multiplicar los estímulos. En el interior ele la casa, se dejó conducir hasta una escalera que la llevó a la planta alta. Por primera vez se percató de la existencia de un piso superior.

Bajo sus pies, el suelo mutaba, ora emergiendo como un farallón, ora hundiéndose como un pantano. Gaia se resignó a lo irremediable: allí era imposible ingerir algo que no tuviera un efecto devastador. Tal vez fuera el destino de quien se adentraba en aquel averno: alucinar sin tregua, confundir el rumbo, perder para siempre la certeza de lo que es verdadero… y todo ello, con la angustia de quien desea escapar y no puede. La idea de estar muerta se alojó en su ánimo consecuentemente. ¿En qué momento habría ocurrido? ¿En cuál de esos giros de su existencia? ¿Quizás en un accidente que no recordaba? La sensación de incertidumbre iba y venía. Se aferró a la esperanza de hallarse en un infierno transitorio.

Salones desiertos, ajenos al habitual bullicio de la mansión, las llevaron hasta una puerta custodiada por gárgolas de piedra. La habitación no era muy grande, pero parecía amueblada como un pequeño apartamento: una mesa, dos sillas, un escaparate y, en el centro, la cama de cuatro pilares. Oshún se dirigió a la ventana y separó sus hojas de vidrio para permitir el paso de la brisa.

– Hay alguien ahí -murmuró Gaia, señalando la figura agazapada en las ramas del árbol frente a la ventana, como un vampiro a punto de saltar.

– Es él -contestó Oshún.

– ¿Quién?

– Inle… Le gusta mirar.

– ¿Mirar qué?

La mujer hizo saltar los broches del peplo.

– ¿Sabes que hacemos una hermosa pareja?

El mundo entero oscilaba. Sintió la caricia de las cortinas sobre su rostro: alas de gasa blanca. ¿En qué momento se echó sobre la cama? ¿O alguien la habría empujado? ¿Qué vapores incendiaban su piel y corroían su voluntad, dejándola abierta y expuesta sobre el lecho?

Por un instante dudó si lo que veía era su imagen ante un espejo o si habría ocurrido un desplazamiento del espíritu fuera de su cuerpo. Era extraño reconocerse a sí misma, inerme bajo la deidad que saboreaba sus pechos con el placer de quien engulle un mango, o contemplar su viaje hacia selváticas latitudes, dando breves lamidas como las de un gato que toma leche. Se revolcó entre las sábanas para escapar, pero la otra fue más ágil: su lengua la atacó con la rapidez de una culebra y la cosquilla fue escalando por túneles secretos. Aquella criatura sabía dónde besar, dónde palpar, dónde tocar…

No prestó atención a los ruidos del balcón. Ya no le importó que el dios estuviera allí, haciendo de voyeur voluntario, acariciándose para librarse de aquel licor celeste que manaba de él. Se sentía arder. Vio la imagen de Oshún deslizarse sobre su cuerpo, cubrirlo, frotarse contra su piel, luchar inútilmente por penetrarla, intentar fusionarse en un roce de vulvas distendidas. Sus caderas la golpearon con la furia de un amante desalmado. Hacía calor; un calor tropical v pegajoso. Saltaron chispas.

Saliva sobre la piel, sudor de caramelo: labios delicados a los que temía dañar. Los hombres no besaban así; no tenían esos labios de fiera mansa. Casi se detuvo. Casi. Pero no podía dejar de hacerlo. Ven, ven, muérdeme, entrañas mojadas en azúcar. La fortaleza de una hembra que sojuzga la mansedumbre de otra. Eres mía, ¿lo ves? Montes que colisionan. Licor de ron entre los muslos. Ven, entiérrate en mí. Ninfas que destilan miel. Quiero ahogarme, suicida, en el fondo de tu cuello húmedo. Qué lúcida masturbación esta de acariciar un cuerpo semejante. Ritual antiguo y eterno. Tórridas pieles, tórridas nalgas, tórridas caderas que no logran pasar aunque persistan en su embestida de gacelas. Estoy abierta, abierta. No puedo llegar, no tengo… Voy a engullirte con mi vagina. Cuánto fuego acumulado, cuánto infierno. Asómate entre mis piernas, misterio lésbico, y toca mis labios alucinados. Mira mi lengua roja y clitórea, ésa es mi daga. Vas a morir aquí, asesinada sin compasión con mi estilete… Mujeres hadas, mujeres diosas… Éste es mi punzón: caliente como el tuyo. Así te doy muerte, así… Hembras sin dueño, hembras divinas… Ya me derrito, ya.

Ahí estaba la imagen de la diosa que le abría las piernas, sujetándolas con fuerza para facilitar el roce y la caricia. El climax la sacudió hasta hacerle perder la noción de lo que la rodeaba. Ni siquiera advirtió el baño de leche azul que caía sobre ella, desde el borde de la cama, donde Inle había observado el final del juego sáfico.

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