AZUL ERINLE O EL REMEDIO DE DIOS

I

«Otra pesadilla», pensó, sin decidirse a mirar en torno.

Sentía la boca seca y un ligero dolor de cabeza.

– ¿Gaia? -unos dedos le rozaron el rostro-. ¿Te sientes bien?

Eri se inclinaba sobre ella, ocultando a medias el resto del consultorio.

– Ya es un poco tarde para esa pregunta -le reprochó débilmente, haciendo un esfuerzo por incorporarse.

– Has dormido casi tres horas. ¿No tienes hambre?

Gaia lo miró con fijeza.

– Esta vez fuiste demasiado lejos -trató de ponerse de pie-. No creo que me interese volver a repetir la experiencia… Tampoco estoy muy segura de que quiera seguir hablando contigo.

– ¿Por qué? -parecía genuinamente sorprendido.

– Ahora sí llegué a mi límite.

– Si te refieres a alguna experiencia desagradable…

– No seas cínico.

– Sólo quise que vieras el mundo de otra manera.

– ¿A base de juegos sádicos?

– A base de cualquier juego. -El la tomó por los hombros-. Escucha, no sé lo que eres capaz de ver o sentir, pero te aseguro que se trata de una ilusión, de un viaje…

– ¡No me digas! -repuso ella con tono burlón-. ¿A otro planeta?

– Al fondo de ti -la observó con fijeza.

– Pues se acabó; yo no vuelvo a esa casa.

– Podríamos…

– Me da miedo. me das miedo. Allí te transformas en otra cosa.

– ¿En qué?

– No te hagas el zorro.

– Lo único que he hecho es tratar de ayudarte. Quien se conoce a sí mismo…

– Para eso está el psicoanálisis.

– La enseñanza del brujo no se hace en una oficina.

– ¡Ah! Por fin llegamos a algo concreto. Resulta que eres brujo y no masajista.

– Puedo ser ambas cosas, y otras más.

En la penumbra de la habitación, Gaia tuvo nuevamente la impresión de que los rasgos del hombre se derretían para transformarse en las facciones de un ser cabrío. Cerró los ojos, decidida a no dejarse embaucar por aquel ardid de las sombras.

– Me gustaría saber cómo lo haces… O mejor, me gustaría saber qué pretendes.

El caminó hasta la ventana.

– Aquí todo el mundo oculta algo -paseó sus ojos sobre la ciudad dormida-, y tú sigues sin aprender.

– No sé a qué te refieres.

– Al desdoblamiento, al juego de las apariencias.

Gaia se le quedó mirando, esforzándose con toda el alma por entender. Y de pronto, en algún punto remoto de su espíritu, surgió un destello: jugar a las apariencias. Fingir. Ser lo que uno no es, lo que nunca ha sido, lo que jamás será. Sonaba familiar, pero… ¡claro que no lo había aprendido! No era parte de su naturaleza. No quería que lo fuera.

– Tienes razón -admitió-. Nunca he podido mentir, Pero no veo ningún vínculo entre lo que dices y tus métodos de enseñanza.

– Quizás ahora no le encuentres sentido porque eres sólo una novicia.

Ella se estremeció.

– Lo que he visto es una pesadilla.

– Son tus demonios interiores, pero enfrentarlos te hará más libre.

Gaia fue hasta la otra ventana. Aquel hombre no cesaba de confundirla; una sola palabra suya era capaz de poner en crisis sus proyectos.

– ¿Quién eres?

– No soy un agente del gobierno, te lo juro.

– No me refiero a eso. ¿Qué cosa eres?

Elhombre se inclinó sobre el buró para apagar la lamparita.

– Son casi las dos de la mañana -anunció tras consultar su reloj-. Mejor te llevo hasta tu casa.

– Tenemos que hablar -insistió ella.

– Hoy no.

– ¿Cuándo?

– La semana que viene. El viernes.

– ¿Por qué no puede ser antes?

– Es mi mejor día -respondió enigmático.

– ¿Qué quieres decir? -Un pensamiento la asaltó-. ¿Estás casado?

El soltó una risita.

– ¿Separado? -insistió ella.

El hombre apagó más luces, pero ignoró su pregunta.

– ¿Quién es Oshún?

– Un momento -la tomó por los hombros-, ya basta de preguntas. Estoy muy cansado… y supongo que tú también. ¿Lo dejamos para el viernes?

Gaia asintió, dominada por la fijeza hipnótica de aquellos ojos, aunque más dispuesta que nunca a descifrar todo aquel misterio.

II

Tantas dudas ameritaban una nueva visita a la tía Rita. En un principio pensó hablar con Lisa para que la acompañara, pero al final decidió ir sola. Ya era bastante difícil lo que tendría que preguntar para tener que sufrir también las miradas o los interrogatorios de su amiga. Ignoraba si la vieja se acordaría de ella. Después de tres meses no era probable, aunque confió en que el nombre de su ahijada fuera suficiente para refrescarle la memoria.

Nada había cambiado. El camino de grava se desprendía como un afluente de la acera salpicada de charcos, marcando un sendero irregular que a ratos era visitado por libélulas sedientas. La entrada al bajareque mostraba el mismo estado de abandono, con sus yerbazales de guisaso que se enganchaban como alfileres a las ropas y el arrullo de las palomas que se disputaban un espacio sobre el tejado de guano.

Gaia se detuvo ante la puerta abierta, frunciendo los ojos para ver el interior, que era la negación de la claridad que se derramaba por las calles. Un olor a tierra mojada escapaba de la choza.

– ¿Vas a entrar?

La voz surgió de la penumbra. Aunque Gaia no pudo ver a su dueña, supo quién le hablaba.

– No sé si se acordará de mí. Vine…

– Me acuerdo perfectamente. -Un bulto se movió en el suelo-. Pocas veces me he tropezado con una lectura de obí tan rara.

Distinguió a la anciana, que descansaba sobre su estera de siempre, fumando un tabaco ennegrecido. Su vestido blanco se mantenía milagrosamente impoluto en medio de aquella pobreza, generando un foco casi luminoso en la penumbra. Con ademán de reina bíblica, le indicó a Gaia que se sentara.

– ¿Encontraste a tu vivo?

– Sí, señora.

– Pero hay un detalle que te preocupa -hablaba entrecerrando los ojos para concentrarse mejor en sus ideas.

– ¿Lisa le contó?

– Mi ahijada y yo nunca hablamos de problemas ajenos.

– ¿Entonces cómo sabe…? -empezó a preguntar, pero se interrumpió al ver los trozos de coco sobre la esteja.

La otra siguió su mirada y luego se rió suavemente.

– Hay cosas que una sabe sin necesidad de que los santos le cuenten… Ventajas de la vejez.

Chupó su tabaco con expresión satisfecha.

– ¿Me puede ayudar? Quisiera saber si debo continuar viendo a esa persona.

Por toda respuesta, la mujer recogió las cascaras e inició una retahíla de rezos ininteligibles. A Gaia se le antojó que aquella lengua, la más escuchada en su isla después del idioma cervantino, imitaba el toque de los tambores bata. Era un dialecto apegado a la naturaleza, henchido de inflexiones semejantes a un canto, con sílabas que estallaban secamente para sacar chispas del aire. Las palabras se retorcían como serpientes, saltaban entre los labios o se quebraban en fragmentos con un crujido de ramas rotas.

Salió de su ensueño cuando las cascaras se desparramaron por el suelo.

Eyife -murmuró la vieja con su tabaco en la boca-. Aquí ejtá otra vej mi regente.

Gaia notó el cambio en el modo de hablar de la mujer. Recordaba que algo así había ocurrido la otra vez. Era como si su cercanía al oráculo la alejara del mundo inmediato.

– Elegguá ej el único que pué ayuda'la a salir de este lío. Él le abrió ese camino por el que usté trasiega, y ahora tendrá que contenta’lo si desea que se lo cierre. -Se detuvo para mirarla-. ¿Llegó a ofrecerle la miel que le indiqué?

Gaia negó con cierta vergüenza.

– Pué consiga algún dulce, y déjelo en una esquina de su casa como ofrenda al santo -miró severamente a Gaia-; dipué no se me venga a queja si cae en un embrollo del que no pué salir… Otro de lo’ guerrero’, Ochosi, dice que debe tené mucho cuidao poqque usté a vece cree en loj orisha', y a vece no; pero algún día tendrá la prueba que necesita.

– Entonces, ¿debo seguir viendo a esa persona?

– Lo que se sabe no se pregunta.

Gaia suspiró.

– ¿Qué pasa? -preguntó la mujer.

– Tiene razón en eso de los orishas. A veces me parece que existen, y otras veces no me lo creo.

– No soy yo quien lo dice -aclaró con rapidez la anciana-, sino Ochosi.

– Con Dios me ocurre lo mismo -continuó Gaia sin hacerle caso-: a veces creo, y a veces no.

– Espere por la prueba que le han prometido. -Y al notar la mirada inquieta de la joven, añadió-: Pero hay algo más que la perturba.

Gaia revisó sus uñas.

– ¿Usted piensa que los orishas se mezclarían con la gente?

– Ellos siempre están con nosotros.

– Pero, ¿podrían existir bajo forma humana?

– Si hay una situación de urgencia, ¿por qué no? -La mujer se sacó de la boca el tabaco apagado-. No sería la primera vez.

– ¿Ya ocurrió?

– Cuando sacaron a los negros de África, los orishas se montaron en los barcos para protegerlos. Se dice que muchos desembarcaron aquí disfrazados de gente.

Gaia observó con atención a la anciana, preguntándose cuál sería la historia de alguien que indistintamente hablaba como una negra conga o como una profesora de literatura.

– Si no hubiera sido por ellos, ningún antepasado nuestro habría sobrevivido.

También le hubiera gustado saber de qué antepasados hablaba aquella mujer tan blanca como ella.

– No me mires así -de nuevo abandonó su tono distante-. Aunque mis abuelos fueran gallegos, los negros son también mi familia, y la tuya, y la de todos. ¿De dónde crees que salió tanta música y tanto baile y tanta floritura de lenguaje?… Sin esas cosas, hoy no seríamos lo que somos, gústele a quien le guste y pésele a quien le pese. A los negros les pasó lo mismo con las mañas de sus amos blancos… Todos hemos cargado con las virtudes y los defectos de los otros, y es idiota que uno finja lo contrario.

Con ademán nervioso la mujer abrió una cajita, de donde sacó otro tabaco. Sin encenderlo, se lo introdujo en la boca y se puso a masticarlo como si se tratara de un trozo de panal.

– ¿Usted ha visto alguno?

– ¿Algún qué?

– Orisha.

– Con los ojos del espíritu, que miran muy distinto a estos otros -y señaló los dos carbones que tenía sobre cada mejilla.

– ¿Es posible que ellos puedan disfrazarse de persona?

– Ya te dije que sí -la estudió con cierta preocupación-. Oye, jovencita, machacas tanto con eso que juraría que los has visto.

– No estoy muy segura. Sospecho más bien que alguien se ha estado burlando de mí, pero ya no sé qué pensar.

– En este país suceden cosas raras.

– Lo sé.

– En este país todo es posible. -La anciana masticó el extremo de su tabaco, entornando los ojos mientras sopesaba su siguiente frase-. Por eso no me extrañaría que anduviesen por aquí cerca… Así podrían protegernos del desastre que se avecina.

– ¿Cuál desastre?

– Un armagedón -dijo la mujer con un temblor-, pero no como el que anuncian los Testigos de Jehová, sino uno de esos que provoca la gente a cada rato. Lo tenemos encima y no son muchos los que saben.

– ¿Cómo se enteró usted?

– Mis guerreros me lo han contado. Yo hablo con ellos en sueños, sobre todo con Elegguá. El país se virará patas arriba y, a menos que ocurra un milagro, la debacle durará años.

– ¿Qué clase de milagro?

– Si lo supiera… Quizás nos haga falta un redentor, un Mesías, un hijo de nuestra virgen de la Caridad del Cobre… ¡Qué sé yo! -Quedó ensimismada y, poco a poco, adoptó la expresión de quien descubre algo-. Es posible… Es posible…

Gaia esperó a que continuara, pero la mujer se sumió en un mutismo de trance.

– ¿Qué es posible? -preguntó por fin, con cierto desespero.

– Que ellos se movieran entre nosotros… Ese sería el milagro: que bajaran otra vez a mezclarse con la gente. Aprenderíamos directamente de ellos; eso podría salvarnos.

Luchando contra su ansiedad, Gaia preguntó:

– ¿Y qué nos enseñarían que no supiéramos ya?

– A sobrevivir.

El corazón de la joven dio un vuelco, porque aquella respuesta guardaba una resonancia indudable con las palabras de Eri.

– ¿No somos ya expertos en eso?

– No hablo de la vida diaria, sino del espíritu -susurró, y volvió a fijar sus ojos en la muchacha-. ¿Ellos te han hablado?

Gaia se mordió la lengua, decidida a no hacerlo; tendría que entrar en detalles que por nada del mundo confiaría a una mujer que podía ser su abuela.

Alentada por su silencio, la anciana se acercó a un rincón donde guardaba varios cuadernos de apuntes muy manoseados, amén de un centenar de volúmenes que se columpiaban sobre una tabla entre ladrillos. La joven se desconcertó un poco porque, hasta ese momento, nunca se había fijado en aquel costado de la vivienda. Resultaba insólita esa pequeña biblioteca en casa de una santera, pero la gente era así de sorprendente. Entonces descubrió un viejo diploma de maestra que colgaba tras unas ristras de ajo.

– Aquí hay datos sobre todos los orishas -precisó su anfitriona, tendiéndole un libro-. Si encuentras algo que te ayude a entender, me gustaría saberlo.

Gaia se puso de pie, con la triste sospecha de que las similitudes no probarían nada. Cualquiera que conociera esos mitos podría montar una farsa.

La vieja le recordó las ofrendas a Elegguá.

– No pierdes nada y puedes ganar mucho -le aseguró.

– Lo haré por usted -prometió Gaia.

Cuando abandonó la choza se dio cuenta de que sus dudas persistían y, lo que era peor, estaba más confundida que antes.

III

Desde hacía dos días sus nervios no la dejaban en paz. La perspectiva de volver a enfrentarse con el origen de sus desazones era suficiente para crisparle los ánimos. Ahora balanceaba las piernas, sentada en un banco del parque -el mismo donde Oshún la encontrara por primera vez-, sin perder de vista las esquinas. A ratos un amago de brisa echaba a ondear sus cabellos, obstruyéndole la visión. El sol se había convertido en un ojo dorado que descendía sobre los árboles, trazando un camino de luz en el charco de una fuente cercana.

Se había preparado para ese encuentro; por lo menos, conocía al dedillo los atributos de cada orisha. Y había derramado un hilo de miel ante su casa, rogando a Elegguá, o a quien fuese, que le allanara el futuro de su accidentada vida. Resultaba una pobre protección para quien no confiaba mucho en tales creencias, pero se consoló a sí misma diciéndose que una pizca de conocimiento y un pequeño ritual siempre serían mejor que nada.

Reconoció que la tía Rita tenía razón. Era imposible evitar el contagio de creencias en un país como el suyo, saturado de misterios importados de todas partes. No era inusual encontrar negras espiritistas, fieles a la más pura tradición británica de las veladas sobre las mesas; o chinos santeros con sus altarcitos a Babalú Ayé; o mulatas que tiraban las cartas con la pericia de las gitanas ibéricas; o descendientes de vascos que consultaban el milenario / Ching. En aquel ajiaco de razas y cultos, Gaia no era una excepción. Allí estaba ella, biznieta de asturianos y franceses, obedeciendo los mandatos de los dioses africanos.

A punto de impacientarse, lo vio venir. Surgió tras la fuentecilla, oculta a medias por los crotos que invadían sus inmediaciones con la anuencia del jardinero socorrido recurso para disimular la perenne escasez de agua.

Un alborozo la recorrió de pies a cabeza, pero su sonrisa se congeló al descubrir quién lo acompañaba. La hubiera reconocido a mil metros de distancia, y ahora se encontraba a menos de treinta. Su figura cimbreante apresuró el paso, como si se hubiera retrasado unos segundos tras el mazo vegetal para recoger aquel puñado de marpacíficos amarillos que ahora examinaba entusiasmada.

Gaia sopesó la posibilidad de dar media vuelta y huir: no se sentía con fuerzas para enfrentar sus pesadillas a la luz del día. Demasiado tarde. Eri agitó un brazo al divisarla.

– Perdona la tardanza -le dijo-. Tuve que recoger a mi hermana.

– ¿Tu hermana?

La mujer llegó junto a ellos.

– Hola -se acercó a Gaia para besarla en una mejilla-. No te hicimos esperar mucho, ¿verdad?

– ¿Es tu hermana? -repitió Gaia, incrédula.

– ¿No es cierto que nos parecemos?

Gaia tuvo que admitirlo, aunque se limitó a asentir ligeramente.

– Si no te importa, me llevo tu auto -dijo la mujer-. Necesito llegarme a casa de madrina.

– Está bien. Nosotros iremos caminando.

– ¿No son bellas? -gorjeó la joven, agitando el ramo ante sus narices a modo de despedida; y al dar media vuelta, su falda tintineó como si llevara cascabeles en el vestido.

– ¿Podemos hablar? -preguntó Gaia, cuando la perdieron de vista.

– A eso vine.

– Y quiero respuestas, no evasivas.

– Muy bien, supongo que ya estás preparada -murmuró Eri, echando a caminar en dirección a la costa-. Espero que me perdones porque lo hice para protegerte.

– ¿Protegerme de qué?

– ¿Sabes que iban a expulsarte?

– ¿De dónde?

– De la facultad.

Gaia se detuvo, desconcertada ante el improbable vínculo entre ese hecho y el misterio de la casa. El hombre también interrumpió la marcha hasta que la joven se recuperó.

– No lo sabía -admitió ella, reanudando el paso-. Aunque, ahora que lo mencionas, alguien me dijo que anduviera con cuidado. ¿Cómo lo supiste?

– Me enteré por un amigo que pertenece a la junta encargada de las depuraciones. El me entregó una lista con los nombres de los que iban a ser expulsados. El tuyo aparecía entre ellos.

– Pero ¿por qué iban a echarme?

– Según el informe, te convertiste en una alumna problemática.

Gaia conocía bien las consecuencias de ese calificativo: era el primer paso para ingresar en las listas de posibles disidentes; un honor que podía costarle la carrera o el trabajo. Intentó recordar lo ocurrido durante las últimas semanas de clases.

– Botaron a varios, pero no a mí.

– Lo sé. No pudimos salvarlos a todos.

– ¿De qué estás hablando?

– Mi grupo tiene colaboradores en los consejos donde se decide la suerte de los estudiantes. Hemos logrado evitar la expulsión de algunos, avisándoles de manera indirecta, pero contigo no funcionó.

Gaia trató de descubrir en sus palabras alguna señal de burla.

– Lo intentamos varias veces -insistió él-, pero no quisiste creernos.

Gaia se detuvo para recostarse en una reja.

– ¿Por qué me cuentas esas cosas? -murmuró casi sin fuerzas-. ¿Y si soy un agente del gobierno?

Eri sonrió con indulgencia.

– Nos conocimos en un restaurante -dijo ella-. ¿Cómo sabías dónde buscarme?

– Soy un estudioso de la mitología.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Cuando leí la lista de los que serían expulsados, tu nombre me llamó la atención porque antes sólo lo había visto en libros. A los pocos días, mi hermana me habló de una estudiante que andaba traumatizada por la muerte de su ex amante. En cuanto mencionó tu nombre, supe que debían ser la misma persona.

– ¿Y cómo se enteró de mi problema?

– Por Irene.

Gaia atisbo un rayo de luz.

– ¿La hermana de Lisa?

– Irene y ella son muy amigas -le dio la mano para obligarla a reanudar la marcha-; se conocen desde niñas.

– Lisa me prometió que Irene no diría nada.

– Uno no le oculta ciertas cosas a su mejor amigo. Por esa vía supe de tu visita a la santera, lo que te había dicho y lo que harías… o más bien, lo que esperabas encontrar.

Ella imaginó que su cólera estallaría en plena calle. «Con tres pasos más, le daré un escándalo», pensó. Pero dio cuatro, cinco, diez, muchos pasos, y la ira no afloró por ninguna parte.

– ¿Quiénes son los visitantes?

– ¿Cuáles visitantes?

– Los de la mansión. ¿También son miembros de tu grupo clandestino?

En esa casa nunca hubo nadie más que nosotros.

Gaia se detuvo, atónita ante su desfachatez. Hubiera querido responder de manera apropiada, pero las ideas se arremolinaron en su cabeza y sólo atinó a mirarlo con aire distante.

– Aquello estaba lleno de gente -murmuró por fin.

– Puedo demostrarte lo contrario.

– ¿Cómo?

– Llevándote a la casa.

– ¡Ah, no! Ese perro ya me ha mordido muchas veces.

– Esta vez no podrás decir que estás borracha o que te he drogado.

– ¿Vas a admitir que lo has hecho antes?

– ¡Por supuesto que no! Pero cada vez que te brindo cualquier cosa empiezas a decir que le he puesto cianuro al vaso, o algo parecido. Ahora no me vengas con ese cuento porque no te he dado ni agua.

Estaban cerca. Gaia reconoció en seguida la proximidad del paso que bordeaba aquel cráter lunar en medio de La Habana.

– No acabo de entender para qué montaste este teatro.

– Ya te lo he dicho: para protegerte, para salvarte. Te pasabas todo el tiempo cuestionando esto o aquello como si ésa fuera la única forma de rebelarse, y aquí la rebelión no sirve de nada. Hay que ser cuidadoso… Ese es el único modo de sobrevivir: mintiendo y fingiendo las veinticuatro horas.

– Con decírmelo habría sido suficiente.

– Te repito que lo intentamos… en más de una ocasión; pero eres muy terca y no quisiste entender.

– ¿Qué pinta la casa en todo eso?

Él se detuvo a mirarla.

– No estaba muy seguro de lo que haría hasta que te vi. Me gustaste tanto que decidí matar dos pájaros de un tiro: te curaría ese trauma de la frigidez y te haría cambiar… las dos cosas a un mismo tiempo.

Gaia sintió que la sangre se le subía al rostro.

– Me usaste -fue lo único que pudo decir.

– Sí -convino él-, y no te pongas histérica. Fue por tu bien.

– Eso dijo el gato y se tragó al ratón.

– Eres injusta -le reprochó-. ¿Acaso no terminaste tu carrera? Nadie te expulsó.

– ¿Qué pruebas tengo de que lo evitaste?

– ¿No hiciste algo inusual antes del último semestre?

– ¿Inusual? ¿En qué sentido? -y añadió con amargura-: Hice muchas cosas inusuales en el último semestre.

– Hablo de la universidad.

– No me acuerdo.

– Te daré una clave: papeles a firmar.

Gaia pensó unos segundos y, de pronto, se quedó helada. La escena se reprodujo en su mente con toda claridad. Fue después de su primera experiencia en aquella casa; lo recordaba perfectamente. Había claudicado, silenciado lo que sentía… algo muy raro en ella.

Eri caminaba a su lado, dejándola rumiar lo que su rostro evidenciaba haber descubierto. Un sonido sibilante, como un ejército de grillos que se desplazara velozmente, los obligó a mirar en torno. Sin que ninguno de los dos se percatara, la oscuridad había terminado por desplazar al atardecer. La nube de insectos pareció lanzarse sobre ellos, proveniente de algún escondrijo que sólo permitía adivinar su proximidad por el zumbido que ya se les venía encima… El hombre tiró de ella, a tiempo para evitar que una bicicleta sin luces los atropellara.

– Firmaste aquel primer papel a regañadientes, luego otro y un tercero sin chistar. Esos supuestos compromisos eran trampas: te habían puesto a prueba y tus experiencias te ayudaron a pasarlas.

Ella se desprendió de él.

– Actué así porque me tenían harta.

– No, lo hiciste porque estabas condicionada: una fierecilla en proceso de doma…

– Eso es un disparate. ¿Qué tiene que ver el sexo con mis decisiones políticas?

– Mucho más de lo que imaginas. No hay erotismo sin audacia y no hay poder sin soberbia. A los tiranos les encanta controlar hasta los orgasmos de sus súbditos; pero no por puritanismo, sino porque no soportan que nada escape a su control. Por eso la cama es el único sitio donde los preceptos de las dictaduras son burlados a ultranza. Piensa un poco y te darás cuenta de la relación.

Gaia intentó reflexionar. Examinada en detalle, la idea no era tan absurda; más bien explicaba un sinnúmero de comportamientos con los que tropezaba a diario. Tal vez el alma acudiera a esos medios para escapar de la frustración. El sexo era un recurso poderoso: al contener tabúes milenarios, resultaba también liberador; y en una prisión social podía adquirir trascendencia catártica. No importaba cuan monstruosa fuese la represión: para alguien sin posibilidades de sublevarse, forzar los límites de su erotismo se convertía en un mecanismo de cordura porque se estaba rebelando contra algo que sí podía vencer.

Pensó en quienes apelaban a métodos más convencionales con un valor que a ella le faltaba; por eso sufrían golpizas y encierros interminables. Se sintió avergonzada, pero no por mucho tiempo. La misteriosa organización de Eri tampoco acudía al enfrentamiento. Su herramienta conspirativa era bastante extraña: avisaba a los descontentos, conminándolos a una aparente obediencia que, sin embargo, no cambiaba la estructura rebelde de su pensamiento. Eso habían hecho con ella. Toda la energía empleada en cuestionar órdenes absurdas había sido moldeada -sin que se diera cuenta- por sus peculiares experiencias sexuales. Primero, la condicionaron a obedecer; después, tras hacerle saltar las barreras de su libido, lúe liberada de esas ataduras que suelen originar mayores represiones. Su actitud cambió. Se dio el lujo de aceptar burlonamente lo que antes provocara en ella reacciones peligrosas. Un papel era sólo un papel, ¿qué importaba lo que dijera? Y había terminado por firmar cuanta bazofia le pusieron delante, porque aquel garabato con su nombre no quería decir nada.

Alzó la vista y olfateó las sombras. Los troncos de los árboles se estremecían como cuerpos vivos. Cantos de insectos invisibles se lanzaron a rodar bajo la esperma que goteaba de las estrellas. Supo que había penetrado en un reino tántrico, en una región intangible que respondía a otros parámetros sensoriales. A su lado caminaba aquel hombre que rezumaba vitalidad como un varón de las cavernas. Percibió el roce de una mano -¿contra su muslo, en su cadera?-y la noche exudó un aroma delicadamente ilícito. Su alma había sufrido una transmutación: asentía sin aceptar, aceptaba sin creer. Y cada encuentro con el autor de aquella metamorfosis terminaba alterando al resto del universo. Vivir en ese entorno erótico se había convertido en una experiencia mística.

Se detuvieron a poca distancia de un farol. Semioculto entre el follaje de los árboles, se distinguía el enrejado que rodeaba la mansión. Gaia sintió de nuevo la presencia de entidades, como si se hubieran abierto las compuertas de una dimensión tenebrosa.

– Entonces ¿me perdonas?

Ella guardó un obstinado silencio.

– Supongo que sí -susurró él, y le tocó ligeramente un hombro.

– Sigo sin creer que la cama sea la única solución para este desbarajuste.

– Estoy de acuerdo, pero el suicidio social es una idiotez y no sirve de nada. Eso es lo que ibas a conseguir con tus impulsos de rebelión.

– Hablas muy bonito -repuso ella con ironía-. ¡Y no dije que te hubiera perdonado!

– ¡Sigues molesta! -exclamó el hombre, y su tono fue una mezcla de sorpresa y desilusión.

– ¿Qué pensabas? -resopló Gaia-. ¿Que me iba a quedar tan tranquila con toda esa explicación de locos? Todavía no sé cuál parte creer y cuál no.

– Debes creerlo todo. La única manera de tranquilizarte era hacerte sentir libre, y eso es algo que aquí sólo se puede conseguir a través de los instintos porque en la vida real es imposible.

– Pudiste tratar de explicármelo. ¡Por Dios! No soy ninguna analfabeta.

– Una cosa es la inteligencia; y otra, la valentía para reconocer lo que somos.

– ¿Piensas que soy cobarde?

– La sociedad nos hace cobardes. No podemos pensar con claridad porque los prejuicios nos ciegan. Para saber quiénes somos es necesario volver a empezar, conocer en carne propia lo que significa ser libres; pero para comprenderlo, primero debemos experimentar lo que es la libertad.

– ¿Siempre a través del sexo?

– Por lo menos, para empezar.

– ¿Por qué?

– Porque nuestra naturaleza es erótica, y muchos de nuestros problemas se originan en esa zona del espíritu.

– ¿Ahora resulta que el erotismo es parte del espíritu?

– Búrlate si quieres, pero te aseguro que no tendremos libertad hasta que sepamos respetarla. Nos encanta reprimir; por eso somos reprimidos. Y la libertad debe ser entendida hasta sus últimas consecuencias -suspiró en la penumbra-. Resulta tan irónico…

– ¿Qué?

– Eros es el dios secreto de nuestra isla. Llevamos en la sangre el virus de la incontinencia sexual y nos empeñamos en ser de otro modo.

Gaia tuvo la inquietante sospecha de que él podía tener razón.

– ¿Cómo lo hiciste?

– ¿Qué cosa?

– Hacerme ver lo que no era.

– Nada más fácil de engañar que la mente.

– ¿Cómo? -insistió ella.

Vio brillar las pupilas de Eri como dos ópalos demoníacos.

– Voy a enseñarte.

Atravesaron el jardín con el sigilo de dos gatos. El hombre empujó la puerta, y sólo cuando se vio adentro, encendió una linterna.

La casa parecía abandonada desde época inmemorial. Era imposible adivinar el color original de las paredes porque el empapelado estallaba en escamas que se desprendían bajo el moho. Las mamparas que custodiaban las habitaciones a ambos lados de los pasillos habían perdido todos sus vitrales, y apenas unos trozos inidentificables del mobiliario original yacían por los rincones: aquí, la pata moldeada de una mesa; allá, fragmentos de una estatua; más lejos, residuos de un jarrón de Sévres… La escalera no se hallaba en mejores condiciones: sin baranda, marchitos los escalones de caoba que otrora resplandecieran encerados, permitió el precario ascenso a un pasillo de paredes dudosamente rosadas. No había luz, por supuesto. Gaia había vislumbrado esos detalles gracias al cono luminoso que los precedía, y por eso se aferró a la mano del hombre que avanzaba con la seguridad de quien conoce el terreno.

Era como si se encontraran en el centro de la nada, en el vórtice de una negrura definitiva que amenazara con tragárselos; una negrura sólo rota por el haz fluorescente que iba dibujando la imagen de aquel naufragio. Y mientras exploraban sus restos, las paredes retrocedían, lamentándose y crujiendo en un vaticinio de muerte.

– ¿Sabes lo que cuentan por ahí? -susurró él, y su voz retumbó en ecos.

– No.

– Que esta mansión está embrujada.

– ¿Por quién?

– Por güijes. Esos duendes que…

– Sé lo que son los güijes.

Eri se detuvo como si dudara qué rumbo seguir. Cuando reanudó la marcha, murmuró:

– He oído decir que viven en un pozo secreto de los alrededores.

Gaia supo que se adentraban más en esa morada de arquitectura imposible. Pensó en Dédalo, atrapado en su propia creación e intentando escapar con aquellas alas de maravilla que causaron la muerte de sü hijo; pero ella ni siquiera contaba con el recurso de Icaro. Reconoció su temor, pero también su curiosidad casi malsana, su atracción por ese ambiente donde el instinto aceptaba todo deseo… ¿En qué la habían convertido?

Eri se detuvo ante una puerta cerrada, apagó la linterna y las tinieblas se espesaron en torno. Gaia se acercó a él. Nunca se había sentido muy cómoda en la oscuridad, y la idea de encontrarse en una mansión embrujada no contribuía a tranquilizarla. Notó la respiración del hombre que se pegó a ella, arrinconándola contra una pared; su cuerpo ancho que parecía crecer con la ausencia de luz; una rodilla entre sus muslos, rozando ávida por encima de las ropas… La excitación le hizo olvidar un poco el miedo. Sintió el ruido de la tela que se rasgaba y luego la lengua que le lamía los pechos. Dentro de ella brotó el infierno: una llamarada que se apretujaba en su vientre y se distendía más allá. Le llegó su olor; un olor único que dibujaba imágenes en su memoria: hombros curtidos, músculos apretados como sogas, labios mojados para la caricia… Aspiró enloquecida sobre su cuello, cerca de las orejas, en sus cabellos. Era el olor mismo de la especie.

De pronto se quedó rígida. Dedos diminutos se habían posado en sus tobillos, subieron hasta los muslos y después más arriba. Eri le dio vuelta y le alzó la falda, obligándola a abrir las piernas. Con una fuerza impropia para su tamaño, las manecitas le arrancaron la ropa interior y realizaron maniobras de reconocimiento. El manoseo le produjo un placer insoportable que la hizo reclinarse sobre el pecho que la sostenía. Así se abandonó, confiando en que vivía un espejismo provocado por ardides hipnóticos o algún otro artificio semejante. Una leve presión la obligó a arrodillarse. Al principio se resistió un poco; no le agradaba la idea de alejarse del entorno protector que le ofrecía el cuerpo del hombre. Pero terminó cediendo ante el mismo impulso que siempre destruía sus defensas cuando el deseo se apoderaba de ella. De inmediato, varias manos surgieron de la nada para toquetearla a diestro y siniestro.

– ¿Eri? -lo llamó cuando él se separó para dejarla a merced de aquellos seres invisibles. Ya no se sentía tan a gusto. La frialdad de los dedos le recordaba la piel de los anfibios-. ¿Eri?

Acabaron por arrancarle la poca ropa que le quedaba. Trató de incorporarse, pero la multitud la obligó a permanecer de rodillas. Tiraban de ella, agarrándola con sus dedos de garfio que se clavaban en sitios estratégicos. Pronto la forzaron a apoyarse sobre las manos. Ahora sí podía sentir el contacto de sus cuerpos pequeños y de sus órganos adultos, que se deslizaron por todos los rincones de su piel, volteándola y sobándola con impertinencia. Palpaban sus pechos con ansiedad de niños, y algunos se atrevieron a succionarlos como si esperaran que de ellos brotara el alimento. Otros deslizaron sus dedos por la grupa, provocándole unas cosquillas electrizantes que lograban relajarla, antes de castigarla con palmadas que la hacían saltar. Plumas gigantes como abanicos, de un resplandor angélico que fosforecía en las tinieblas, rozaban sus orificios tensos y goteantes.

Perdió la noción del tiempo que duró aquel desenfreno táctil. Cuando ya creía que el escrutinio había terminado, las criaturas recobraron su brío. Montaron sobre ella por turnos, azotando sus nalgas y sus muslos con finos fuetecillos que luego paseaban amenazantes frente a la entrada de su sexo. Se vio obligada a lamer y a chupar, mientras era cabalgada como una yegua a la que tiraban de los cabellos, a modo de bridas. Durante un buen rato se divirtieron con ella, lamiéndola, zarandeándola y pellizcándola hasta que se hartaron. Entonces empezó el juego de las penetraciones.

IV

¿A qué pautas obedecería ahora, tras perder definitivamente la cordura? Porque loca debía de estar. O atrapada en una dimensión desconocida. Ya no era posible orientarse en aquel territorio incierto que volvía a engullirla a la menor provocación. El embrujo sobrevivía, pese a su empeño por escapar de él.

La casa vestía de nuevo sus galas oníricas. Nada en el entorno recordaba los estragos producidos por el tiempo o los huracanes sociales. Gaia no podía creerlo. ¿Eran esos balaustres opalescentes los mismos astillados que su amante le mostrara? ¿Y dónde estaban las cornisas destrozadas, los moribundos dibujos de las losas y la humedad amontonada en las paredes?

Para colmo de males. Eri faltaba de nuevo. Olfateó un acertijo en aquel repetido afán suyo por eclipsarse dentro de la mansión. Aunque no tenía paciencia para las adivinanzas, se propuso encontrarlo. Al menos había cierta luz. El reflejo de los candelabros convertía el mundo en una pradera de verdores, bañada por esa claridad fantasmal de los escenarios teatrales.

Encontró su vestido en un rincón y lo palpó con recelo, esperando que se inflamara como un pulmón vivo o saltara para envolverla; pero la tela yació entre sus manos con una languidez finisecular. Se lo puso a toda prisa, temerosa de que la sorprendieran. Las habitaciones palpitaban insomnes, casi animadas, y quizás eso fuera la mansión: una entidad que cobraba vida bajo circunstancias que aún debía determinar.

Dio unos pasos al azar, pues no le parecía que una u otra dirección alterara mucho el resultado. Allí no cesaban las transfiguraciones. Sabía de muchos laberintos tragados por el discurrir de las épocas, desde los más célebres -en Creta y Egipto- hasta los menos notorios -como el etrusco en Clusium o aquel de la isla de Lemnos, con ciento cincuenta columnas que hasta un niño podía mover-; pero jamás oyó hablar de ninguno que cambiara de la noche a la mañana, como un espejismo de adornos mutantes. Semejante locura, se dijo, debía ser una creación del trópico. Esa capacidad de perenne disfraz era un atributo único de la mansión. Como todo lo demás en su isla.

Vio una figura enmascarada en el extremo opuesto del pasillo. Había algo amenazante en su silueta; algo que también se palpaba en el aire. Durante unos segundos se observaron desde la distancia, hasta que el desconocido dio un paso y quedó iluminado por la luz de una habitación abierta. A Gaia le pareció inmenso, pero tal vez fuera una ilusión provocada por su sombra. No lo pensó dos veces. Echó a correr por los salones que se disputaban los misterios de la dualidad: sombra, luz… día, noche… Pero era como una pesadilla. Por más que corriera, cada vez que miraba atrás veía la silueta moviéndose con paso estudiado y majestuoso. ¿Cómo era posible que no pudiera perderlo de vista, si ella casi volaba?

Llegó a un patio arrullado por múltiples fuentes. Después de atravesarlo, abrió una de las puertas que lo rodeaban. Miríadas de velos cubrían las ventanas de un extenso corredor, sombreado por una claridad tan malva como el sol de otro planeta. Creyó abismarse en un filme de Cocteau. Puertas y más puertas, y la misma iluminación onírica que otorgaba a cada objeto un aire amenazante. Finalmente vio un destello bajo una rendija. La penumbra se replegó. Una claridad de plata lamía sus pies. Se sintió atraída hacia ella como una mariposa nocturna por el aura de un quinqué, pero su instinto le advirtió. Pegó el oído a la madera esperando oír risas de duendes, el aliento de una posesión, la música de un arpa endemoniada… Silencio. Tras una espera interminable empujó el picaporte.

En seguida reconoció la alcoba. Era la misma donde Oshún la sedujera a instancias de lnle. Junto a una lámpara, alguien había dejado una bandeja rebosante de frutas. Verla y sentir la urgencia del hambre fueron la misma cosa. Comenzó a desgarrar los mangos, embarrándose con el zumo que corría por su barbilla; devoró los anones, escupiendo las semillas negras que se ocultaban en la pulpa nevada; arrancó la piel de las naranjas y masticó los gajos hasta exprimirlos del todo; peló los plátanos de cascara purpúrea, de esa variedad que antaño abundara en la zona oriental de su país; y mordió la masa crujiente de los melones de Castilla, tan sabrosa si se espolvorea con azúcar.

Sólo después de saciarse, se percató de su lamentable estado; no sólo su cuerpo, también sus cabellos se hallaban cubiertos de polvo, hojarascas y otras miasmas inidentificables. Registró la habitación -el balcón, el baño, el clóset- hasta comprobar que estaba sola. Entonces halló ánimos para darse una ducha.

No había toallas, pero el detalle carecía de importancia frente a la posibilidad de una buena jabonadura que se llevara todo rastro de aquella jornada. Disfrutó del agua tibia y de la espuma en ese ambiente que rezumaba antigüedad: las llaves de bronce, los dibujos romanos de los azulejos, las grietas de las paredes, y hasta los agujeros por donde varios ojillos curiosos observaban la escena sin que ella se percatara. En una ocasión le pareció escuchar el murmullo de los invisibles mirones, pero aquella labor de voyeur no le importó. Después de tantos lances perturbadores, que otros otearan su desnudez no se encontraba entre las actividades que pudieran inquietarla.

El vapor fue llenando la habitación y, poco a poco, una laxitud sospechosa se apoderó de ella. Le hubiera gustado tenderse sobre un lecho de espuma, enredarse entre sedas, flotar… Sus percepciones también cambiaron. Olfateó la curvatura del espacio, los colores de la memoria, el tiempo en fuga. Luchó por aprehender las dimensiones reales de su entorno, pero su mente se batía en retirada. Algún dios sacudía el cosmos y lo viraba patas arriba. Se quedó inmóvil bajo la ducha para escuchar por primera vez la penumbra. Aromas tibios y palpitaciones doradas. Música delgada como un suspiro. El mundo susurró dentro de su garganta y comprendió. Cada onza de aire que pasaba por sus pulmones dejaba un rastro oleaginoso y dulce como un ciervo desbocado. Era el alfa del misterio y ella abrió sus brazos para recibirlo. Llegó la nada. Acunó a Dios. Una lluvia atravesó el techo, proveniente de la luna que se reflejaba en un pedazo de espejo. Ella era la rosa mística que adoraban los monjes y el universo se plegaba a sus deseos.

«Las frutas», suspiró casi resignada. «Me han envenenado como a Blancanieves.»

Las llaves temblaron, palidecieron de angustia, sollozaron y se convirtieron en manos. Caricias bruñidas a la sombra del agua. No hizo nada por escapar de aquellos dedos que ya rozaban su cintura. Si todo era cierto, nadie la ayudaría a escapar. Si se trataba de una alucinación, tales rozamientos no la afectarían; se daría el lujo de ignorarlos como a los fisgones que continuaban su labor de husmeo.

Nuevos seudópodos surgieron de la pared, se extendieron, tocaron sus pechos… Tanteos rudos y apretados que no admitían otra voluntad, pero ella no intentó librarse de aquella fiesta orgiástica sobre su carne. Alzó la vista hacia el espejo que le devolvía su imagen borrosa, y también la de una sombra confusa a sus espaldas. No, más que una sombra era una suma de sombras. O un ejército fantasmal. O el vapor que producía sombras… Nadie. No había nadie y era su imaginación. El reflejo de sus terrores. Estaba sola, pero algo se movió detrás de ella. Le pareció que el grifo inferior de la bañera empezaba a transformarse en un pene broncíneo, en una monstruosidad que intentaba cambiar su aséptico habitat por el fondo legamoso de su carne. Obediente ante la presión de las manos, se inclinó aún más y se ofreció al ojo oscuro que aumentaba en grosor. Era el momento de resistirse, de estallar, de luchar como un animal herido; pero halló gozosa su humillante servidumbre. Fuese lo que fuese, reconoció su condicionamiento. El grifo se movió culebreante y se introdujo en ella.

No se rebeló contra ese delirio. Lo aceptó como había aceptado ser el centro de un acto circense, como había aceptado su papel nupcial en una ceremonia de ultratumba, como había aceptado que entidades invisibles la forzaran en las tinieblas… Se lo debía a alguien. Ya no recordaba a quién. Pero la habían llevado hasta ese laberinto para ser liberada. ¿De qué? No sabía. ¿Quién la había llevado? Una mujer. O tal vez un hombre. O ambos. O ninguno. O nadie.

El grifo se movía acompasadamente y las manos que sujetaban sus muñecas secundaban la cadencia de su indefinible amante. La tensión comenzó a fatigarla y sus rodillas temblaban sin control, pero el baño no cedió su presa. Los ojillos de las paredes observaron con placer aquella nueva travesura de la casa. Qué espectáculo de gozo, comentaban mientras ella se dejaba poseer por la plomería del baño. Qué imagen para otra versión de una Bella atrapada en la mansión tropical de la Bestia.

Hubo un estruendo. O tal vez un rugido. El Minotauro del laberinto, quizás. O el custodio de esa Babel tramposa. Entre los vapores apareció una figura: el encapuchado de oscuro manto. Quién sabe desde cuándo estaba allí contemplando la escena.

– ¿Qué hacen?

Gaia reconoció su voz. Qué tonta había sido, huyendo de su amado todo el tiempo cuando era el único que podía ayudarla. Se relajó de inmediato y esbozó un amago de sonrisa.

Murmullos ininteligibles se atropellaron para dar explicaciones hasta que el hombre hizo un gesto. La acostaron boca arriba para atarla a unos grilletes que brotaban de la pared. Gaia sospechó que su obediencia sería la prueba que él necesitaba para terminar con aquel ciclo de tabulaciones. Por eso, cuando alguien comenzó a cubrir su pubis con espuma, ya el miedo se había retirado a regiones lejanas. Además, la brocha le provocaba unas cosquillas deliciosas: se deslizaba heladamente sobre su monte encrespado y algunos pelillos penetraron entre sus labios, impregnándola de una sensación mentolada. Después tocó el turno a la cuchilla que esquiló cerca de los muslos, dejando sólo una parcela diminuta de vellón a lo largo de la abertura. Alguien le acarició los pechos, pero ella sólo atendía al deleite de su monte cada vez más despejado a medida que la hoja afilada iba trillando sus nocturnas mieses. La operación culminó con una toalla empapada en agua que se llevó todo vestigio de espuma. En la penumbra malva, su sexo brilló desnudo como una flor extra-terrenal.

Su amante había observado la escena sin decir palabra. Luego palpó con ternura los pétalos de aquella flor, entreabriéndolos para embarrarse con la miel que destilaban. Por un momento pareció que iría al rescate de la cautiva, cuando zafó los grilletes que la sujetaban. Vana ilusión. La obligó a arrodillarse dentro de la ducha, de espaldas al grifo que se movía amenazante como el cuello de una bestia en celo. Él mismo volvió a encadenarla en una pose de crucifixión. Otro tirón la obligó a agacharse más, exponiendo su grupa a los latigazos que comenzaron a caer sobre ella. Ai primer grito fue amordazada. Alguien trajo un par de pinzas: pirañas hambrientas mordieron sus pechos. Esta vez, el dolor fue demasiado real. Dejó de pensar en drogas secretas y en pociones hipnóticas. Ya no dudó de sus experiencias: la ceremonia en la cripta, el surtidor azul de Inle, la orgía al pie de la ceiba…

Cuando su verdugo se cansó del castigo, mostró su descollante virilidad al rostro húmedo de lágrimas. De un tirón le arrancó la mordaza y ella lo lamió, agradecida de que los azotes hubieran cesado. Otras manos acariciaron los moretones de sus nalgas, pero las huellas del castigo aún se mantenían frescas y el contacto fue como una quemadura.

– Pobrecita -escuchó una voz a sus espaldas y, de golpe, la cañería se introdujo en ella.

Gaia dio un alarido, que fue apagado por la carne que invadía su boca. Tras las paredes hubo aplausos y murmullos extáticos. El calor se extendió por la cañería que usurpaba su interior, convirtiendo el apareamiento en una cópula dolorosa. Luchó por separarse, pero le fue imposible escapar. La violación sólo acabó cuando un potente geiser huyó a chorros del grifo.

Su agonía exacerbó el placer de todos; en especial, el de su amante. Tuvo que valerse de la lengua para refrenar sus embestidas. Como alimento de dioses, como lluvia de oro en busca de un vientre mitológico, así se escanció la ambrosía en su boca.

– Trágatela toda.

Ella obedeció, bebiendo de la fuente que le brindaba ese elixir con sabor a musgo, dulce y amargo a la vez -tibieza perfecta y sacra-. Sólo que su garganta no tenía capacidad para asimilar el torrente y estuvo a punto de ahogarse; pero él la liberó de su suplicio.

El diluvio le dio en pleno rostro, se deslizó entre sus pechos y le cubrió los muslos. Era semen azul.

Gaia alzó la vista para mirar a su amante y la verdad la golpeó con la misma violencia del manantial que Huía sin cesar: Inle y Eri eran la misma persona.

V

Prefirió llegar media hora antes. Así tendría tiempo para meditar en su rincón, protegida por aquel abanico de plantas que rodeaba el banco del parque. Llevaba consigo el libro que esa noche devolvería a la tía Rita. Durante varias semanas había memorizado las leyendas de los seres que se perseguían entre sus páginas: criaturas de estirpe nebulosa e inquietantemente cercana, con sus historias de pasiones y engaños. Nada muy diferente a lo que hubiera vivido en los últimos meses. Mientras aguardaba, lo abrió para repasar algunos pasajes.

Inle era el dueño del río y de los peces. Tan grande era su belleza que Yemayá, la orisha soberana del mar, lo raptó y se lo llevó al fondo de su vasto país. Allí lo amó con toda la impetuosidad de su temperamento voluble como las mareas, hasta que, arrepentida, o quizás aburrida de sus favores, lo liberó. A Inle le gustaba vestir de azul y amarillo -esto último por influencia de Oshún, a quien lo unía un afecto especial-. Lo más revelador había sido el otro nombre con que se conocía al orisha médico: Erinle.

Fue en este punto donde la lectura había cobrado un interés especial, pues Erinle era la combinación de dos nombres que ella conocía de sobra. O más bien una suma: Eri + Inle = Erinle.

Las consecuencias de esa fórmula rozaban la ubicua dimensión de lo esotérico. ¿Se encontraba frente a dos manifestaciones de una misma divinidad: dos avatares de un ente que asumía diversos papeles, según Jas circunstancias o el momento? ¿Se disfrazaba de criatura mortal por el día y mostraba sus poderes de noche? ¿O era alguien que se desdoblaba en varias personalidades porque padecía de una dolencia psicológica: un hombre que se creía tocado por potencias mágicas bajo determinadas condiciones? Una cosa era cierta: fuera de la mansión, era un individuo razonable; se transformaba en otro apenas traspasaba sus límites.

Lo peor era la duda. ¿Y si sólo se trataba de un juego? ¿Y si, como dijera el propio Eri, nada de eso fuera real? ¿Si todas esas experiencias y personajes nacieran de sus propios temores y deseos? ¿Sería su imaginación la culpable?

Miró las páginas que el viento intentaba hacer volar. ¿Era casual que la profesión de su amante se acercara tanto a una de las características tutelares del dios? Siendo el orisha médico por excelencia, Erinle protegía de todas las aflicciones y padecimientos; y al igual que el resto de los santos afrocubanos, tenía su equivalente en el panteón católico: el arcángel Rafael, custodio de la humanidad.

Recordó algo que le había escuchado decir muchas veces a su abuela, gran devota del mensajero divino: Rafael significaba «remedio de Dios». Al menos en ese detalle estaba de acuerdo con la difunta. Pese a la incertidumbre que le provocaba su comportamiento ambivalente, eso había sido Eri para ella: una poción contra el desamor, un refugio que la sustentaba. En ese pozo se había hundido ya muchas veces; y de él quería seguir bebiendo, aun a riesgo de terminar abrasada.

No le quedó otra alternativa que admitir el cambio. Ahora su espíritu resucitaba como el brote de una flor en plena estación húmeda, y lo hacía con una voluntad enferma de astucia. Él había transformado los resortes de su naturaleza, permitiéndole contemplar el entorno a distancia. Al igual que un alma en pleno viaje astral, nada podía tocarla ni dañarla; y esa certeza le permitía escuchar cada discurso y cada proclama con una sonrisa, decir que sí con ademán falsamente servil, y luego virar la espalda para hacer exactamente lo contrario… Había aprendido a no exponerse; había aprendido a desobedecer en silencio; había aprendido a sobrevivir,

Alzó la mirada, sintiendo un ramalazo de inspiración. La voz de su sexto sentido se estaba convirtiendo en una cualidad habitual. ¿Sería también un legado de los orishas? ¿Una recompensa tras pasar aquellas ordalías iniciáticas? ¿O era sólo una condición innata que se había activado durante el aprendizaje?

Su piel susurró con la memoria de una pasión antigua y supo que él estaba cerca. Lo vio emerger tras la fuente, con el aire de quien se pasea por un territorio amado y peligroso a la vez. Guardó el libro en su bolso, aún sin saber si había llegado al final de un enigma o al inicio de otro. Parte de ella seguía esperanzada en descubrir el método para crear aquella fantasía; otra porción de su mente ya estaba convencida de que la realidad era sólo ilusión. Puro maya, como dirían los hindúes.

Bajo un disfraz engañosamente verosímil debían de existir múltiples mundos superimpuestos en capas, como túneles subterráneos que permanecen invisibles para quienes deambulan sobre la superficie. El universo era apariencia. Y para desmentir su presunta sencillez estaba la magia de los ángeles / orishas… porque no dudaba de que tales criaturas hubieran invadido su isla. Ahí estaban, tras los talones de la humanidad: entidades anónimas hasta que ellas mismas decidieran lo contrario. Algún día se presentarían en todo su esplendor, como figuras apocalípticas y salvadoras, para culminar con un ciclo de gobierno y dar comienzo a otro…

Lo esperó de pie. Se acercaba con aquella mirada que fundiera su voluntad meses atrás. Quizás no fuera tan descabellada la idea de una máscara durante la ceremonia de Iroko. ¿No le había asegurado Oshún que, quienes lo veían, quedaban atados para siempre a su arbitrio?

– Perdona mi tardanza. Tuve que atender un caso de urgencia.

De nuevo actuaba como si nada, como si ella no lo hubiera llamado la noche anterior para interrogarle, casi histérica, sobre la manera en que había vuelto a su casa. Pensó en mostrarle el libro. Le enseñaría cómo su nombre y el de Inle conformaban el otro nombre del orisha.

– Qué tarde se nos ha hecho -exclamó mirando su reloj-. Tenemos que apurarnos.

– ¿Por qué?

– Tengo una sorpresa para ti -le dijo, echando a andar junto a ella-. Mi hermana acaba de reconciliarse con su marido y quiere hacer una fiesta -sonrió-: Hoy vas a conocer a mis padres.

El auto los aguardaba al otro lado del parque, detrás de la fuente.

«Es un truco», pensó Gaia.

Recorrieron las calles del Vedado, sin que ella dejara de sopesar el mejor modo de sacarle alguna información.

– ¿Y las lecciones? -preguntó finalmente.

– ¿Las lecciones?

– Sí. ¿Ya terminamos?

– Por el momento.

Pareció dar por concluido el asunto, pero ella no estaba dispuesta a dejarse vencer.

– ¿Por lo menos me dirás quiénes eran…?

Eri detuvo el auto junto a la acera.

– Gaia, te confieso que me gustas mucho. Me gustas tanto que no voy a molestarme por tus preguntas; pero te advierto que, en adelante, voy a ignorarlas por completo. Así es que mejor no insistas.

Hubiera querido bajarse allí mismo, gritar que ya no podía más con tanto misterio, que se perdería para siempre de su vida, pero sus deseos parecían amarrados a la voluntad de ese hombre. No volvió a abrir la boca hasta que se detuvieron de nuevo, varias cuadras después, ante la mansión; la misma de los juegos nocturnos, ahora con sus jardines impolutos, su césped parejito y sus arbustos elegantemente cortados en formas caprichosas, custodiando senderos que no conducían a ninguna parte. Un lugar en perfecto orden, limpio, arreglado, sin sombra de ruinas o desorden bajo la brillante luz del mediodía.

Dos bocinazos alertaron a sus inquilinos. Oshún fue la primera en asomarse, agitó un brazo y se volvió para avisar a quienes se encontraban dentro. Mientras atravesaban el jardín, escuchó unas risas infantiles, el estruendo de un plato al caer, voces indistintas. ¿Habría usado Eri el hogar de sus padres para sus pasatiempos lúdicos? No se molestó en indagar. Sabía que cualquier intento por averiguar la verdad sería bloqueado una y otra vez. A pesar de sus continuas visitas a la mansión, seguía en el mismo estado de ignorancia que al inicio de su periplo, y sospechó que nunca averiguaría mucho aunque acosara con sus preguntas a sus moradores.

Mejor así. Mejor admitir su incapacidad. No quería ser como esos turistas que, tras visitar un par de veces las playas de su isla, imaginaban saberlo todo sobre ella y creían comprender lo que ocurría. ¡Qué ilusos! Si sus habitantes apenas lo entendían…

Se desviaron hacia el laberinto vegetal cuando ya la puerta quedaba a una veintena de pasos. Ahora tendrían que andar por el serpenteante camino que iba y venía alrededor de la mansión, convirtiéndola en el centro de aquel juego cabalístico. Justo en un recodo, se alzaba una ceiba rodeada por arbustos que impedían la visión de la casa. Al llegar allí, el hombre le alzó la falda y le arrancó la ropa interior. Ella quiso recoger el trozo de tela, pero él le introdujo un dedo entre los muslos y la obligó a seguirlo. Sintió que se mojaba sin remedio. Lo obedeció sin chistar, aunque no estaba segura si la trastada de su amante terminaría al final del laberinto.

De todos modos se dejó arrastrar por aquel dedo que la guiaba como un hilo de Ariadna, gozosa ante el frescor de la brisa que atravesaba sus labios entreabiertos. El soplo del céfiro le llegó hasta los ovarios, perfumándolos con aroma de rosas.

Trató de consolarse, pensando que si había podido vivir en un feudo cerrado durante tantos años, también se adaptaría a ese otro experimento. La rebelión, por el momento, tendría que ser secreta. ¿No era lo que le habían enseñado? En su país, tales eran las reglas del juego: ocultar, mentir, simular… Por eso no había nada que hacer. Lo mejor sería fingir y seguirle la corriente a toda esa locura. Después de todo, Cuba era también una inmensa casa de juegos donde no valía la pena preguntar, porque nunca obtendría la verdadera respuesta.


Coral Cables, 1996

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