Primera parte – Diciembre

I

Para gran sorpresa de su familia, el señor Singh disfrutaba repartiendo periódicos. ¿Quién habría imaginado que Gurdial Singh, ex maquinista jefe de los Ferrocarriles Nacionales de la India, la mayor empresa de transportes del mundo, terminaría dejando periódicos a la puerta de las casas todas las mañanas, a partir de las 5.05? No necesitaba trabajar pero, desde que llegara a Toronto hacía cuatro años, había insistido en hacerlo. No importaba que el jueves siguiente fuese a cumplir setenta y cuatro años. Sí, se trataba de un trabajillo estúpido y así debía reconocerlo el señor Singh ante su esposa, Bimal, y sus tres hijas, pero le gustaba.

Por eso, el señor Singh tarareaba para sí una vieja tonada hindi mientras caminaba a buen paso en la oscuridad de principios de invierno una fría mañana de lunes, el 17 de diciembre.

Entró en el vestíbulo forrado de mármol del rascacielos Market Place Tower, un edificio de apartamentos de lujo de Front Street, y saludó con un gesto amistoso al señor Rasheed, el conserje de noche. Los ejemplares del Globe and Mail estaban perfectamente apilados junto a la puerta, al lado de un diminuto árbol de Navidad de plástico. Qué extraño que, en un país cubierto de bosques, usaran árboles de plástico, pensó el señor Singh mientras se subía las perneras de sus pantalones de franela gris y se agachaba a cortar el cordel con su navaja de bolsillo. Repartió los periódicos en doce pilas, uno para cada planta de su ruta. No le había costado memorizar qué vecinos recibían el periódico y el trabajo de recorrer los pasillos desiertos y dejar cada ejemplar ante la puerta no tenía ninguna dificultad.

La soledad era muy agradable. Resultaba muy distinta del ambiente abigarrado de Delhi. El señor Singh sabía que, cuando llegara al piso de arriba, vería al único inquilino que siempre estaba despierto. El señor Kevin…, Kevin algo. El señor Singh no conseguía recordar el apellido, aunque el caballero era una de las personas más famosas de Canadá. Allí estaría, envuelto en su raído albornoz de baño, con un cigarrillo en la mano derecha y una taza de té en la izquierda, frotándose la barba cana con el hombro y esperando con impaciencia el periódico de la mañana.

El señor Kevin era el presentador de un programa de radio matinal que se retransmitía a todo el país. El señor Singh había intentado escucharlo unas cuantas veces, pero sólo se hablaba de la pesca en Terranova, de música de violines en el valle de Ottawa y de los cultivos en las praderas. Curiosa gente, aquellos canadienses. La mayoría vivía en ciudades, pero parecía que no sabían hablar de otra cosa que del campo.

A pesar de su aspecto descuidado, el señor Kevin era todo un caballero. Y bastante tímido. El señor Singh disfrutaba con la conversación ritual que mantenían cada mañana.

– Buenos días, señor Singh -decía siempre el señor Kevin.

– Buenos días, señor Kevin -respondía siempre el señor Singh-. ¿Y cómo está su bella esposa?

– Más bella que nunca, señor Singh -decía el señor Kevin. Entonces, se llevaba el cigarrillo a los labios, abría la mano y ofrecía un gajo de naranja al señor Singh.

– Gracias -murmuraba éste, al tiempo que entregaba el periódico al señor Kevin.

– Recién pelada -decía el señor Kevin.

A esto seguía un breve comentario sobre huerta, o cocina, o el té. A pesar de lo mucho que debía de tener en la cabeza, el señor Kevin no parecía tener nunca prisa. Sencillamente, se trataba de una conversación cortés y respetuosa a una hora inverosímil. Un diálogo muy civilizado.

El señor Singh tardó los veinticinco minutos de costumbre en cubrir metódicamente la ruta, subiendo planta por planta hasta la duodécima. En aquella última planta sólo había dos suites. La del señor Kevin, la 12A, quedaba a la izquierda, doblando la esquina y al fondo de un largo pasillo. La inquilina de la derecha, una anciana que vivía sola, recibía el otro periódico, que el señor Singh siempre entregaba al final.

Llegó a la puerta del señor Kevin y, como de costumbre, la encontró abierta a medias. Sin embargo, no había ni rastro de él. Dejaría el periódico allí, pensó el señor Singh. Echaría en falta su breve charla diaria.

Esperó un momento. Desde luego, no podía llamar a la puerta; hacerlo sería muy inapropiado. Elevó el tono del tarareo y arrastró los pies con la esperanza de hacer suficiente ruido para anunciar su presencia. Sin embargó, nadie acudió.

Titubeó. Era el maquinista que llevaba dentro. Le gustaba la rutina, el orden. Recordaba el día en que su profesor de matemáticas de primaria enseñó en clase que las líneas paralelas no existen. Que, como la Tierra es redonda, dos líneas paralelas siempre se juntan finalmente. El señor Singh no durmió durante una semana.

Le llegó un ruido procedente del interior del apartamento. Un sonido raro, hueco. Aquello era extraño. Luego, se cerró una puerta. Bien, pensó mientras esperaba. Pero volvió a hacerse el silencio. Tal vez debería marcharse…

En lugar de hacerlo, cogió el diario del señor Kevin y lo dejó caer al parqué, delante mismo de la puerta. El periódico hizo un ruido seco al tocar el suelo y el señor Singh esperó que delatara su presencia en la entrada. No había hecho nunca nada semejante.

Dentro, se oyó otro ruido. Lejano. ¿Unas pisadas? ¿Qué debía hacer? Desde luego, no podía entrar…

Esperó. Por primera vez, echó un vistazo a la primera página del periódico. Llevaba una foto de un jugador de hockey sobre hielo con los brazos en alto y un artículo sobre el equipo local, los Toronto Maple Leafs, las Hojas de Arce de Toronto. Le extrañó que la hoja que aparecía en la camiseta fuese azul. Había visto hojas de arce de vistosos tonos rojos y amarillos, pero jamás una azul.

Por fin, oyó unas pisadas que se acercaban a la puerta y el señor Kevin se asomó al pasillo, envuelto en su albornoz de costumbre, y abrió la puerta de par en par. El señor Singh escuchó un suave golpe cuando la madera dio en el tope.

Pero ¿dónde estaba su cigarrillo? ¿Y la taza de té? El señor Kevin se miraba las manos y se frotaba los dedos. El señor Singh advirtió algo rojo en las yemas de éstos.

Tuvo un pensamiento agradable. Naranjas sanguinas. Cuando estaba en su país, le encantaban, y hacía poco había descubierto que llegaban a las tiendas canadienses en aquella época del año. ¿El señor Kevin había estado pelando una?

El señor Kevin levantó las manos a la luz y, así, el señor Singh distinguió con claridad el líquido rojo. Era espeso y viscoso, no el zumo ligero y acuoso de una naranja.

Al señor Singh empezó a acelerársele el pulso.

Era sangre.

Abrió la boca para decir algo pero, antes de que pudiera hablar, el señor Kevin se inclinó hacia él.

– La he matado, señor Singh -susurró-. La he matado.

II

El agente Daniel Kennicott corría cuanto le permitían las piernas.

– ¿Adónde quieres que vaya? -preguntó a su compañera, Nora Bering, que avanzaba medio paso detrás de él.

– Yo cubriré el vestíbulo -dijo ella mientras entraban a la carrera en Market Place Tower-. Tú ve arriba.

Un recepcionista de uniforme levantó la vista del periódico mientras los agentes pasaban a toda prisa ante el mostrador. Las paredes de mármol estaban cubiertas de esculturas de textura granulada, se veían ramos de flores frescas por todas partes y sonaba música clásica.

Como agente más veterana, le correspondía a Bering asignar las tareas en situaciones urgentes. Mientras corrían, había llamado al operador de comisaría empleando su teléfono móvil para evitar los escáneres que intervenían las llamadas de la policía. Los hechos clave eran que a las 5.31, hacía doce minutos, Kevin Brace, el famoso presentador de radio, había salido al encuentro de su repartidor de periódicos, un tal señor Singh, a la puerta de su ático, la suite 12A. Brace le había dicho que había matado a su esposa y Singh había encontrado el cuerpo de una mujer adulta, aparentemente muerta, en la bañera. Según el repartidor, el cuerpo estaba frío al tacto y Brace estaba desarmado y tranquilo.

Que el sospechoso se mostrara tranquilo, casi plácido, era corriente en los homicidios domésticos, reflexionó Kennicott. La pasión del momento se había disipado y empezaba a sobrevenir la conmoción.

Bering señaló la puerta de la escalera, junto al ascensor.

– Dos alternativas: escalera o ascensor -dijo.

Kennicott asintió, jadeante.

– Si tomas el ascensor, el protocolo es bajarse dos pisos antes -continuó Bering.

Kennicott asintió otra vez. Había aprendido el procedimiento en el curso de formación que había hecho al entrar en el cuerpo. Unos años antes de su ingreso, dos agentes habían respondido a lo que parecía una llamada rutinaria por un asunto de violencia doméstica en la planta veinticuatro de un edificio de apartamentos. Al abrirse la puerta del ascensor, los dos habían sido abatidos a tiros por el padre, que ya había matado a su mujer y a su único hijo.

– Subiré por la escalera -respondió.

– Recuerda que cualquier palabra que pronuncie el sospechoso es vital -apuntó Bering mientras Kennicott seguía respirando aceleradamente-. Sé preciso al cien por cien en las anotaciones.

– De acuerdo.

– Entra con el arma desenfundada, pero ten cuidado con ella.

– Está bien -asintió Kennicott.

– Comunícate por radio cuando estés a punto de llegar al piso.

– Entendido -dijo el agente mientras empezaba a subir escalones.

El trabajo del agente al mando en el escenario de un homicidio era precintar el perímetro. Era como intentar proteger un castillo de arena en pleno vendaval, pues cada segundo volaban fragmentos de indicios. Kennicott estuvo tentado de subir los peldaños de tres en tres, pero entre el chaleco antibalas, el arma y el transmisor de radio, llevaba casi cinco kilos de equipo. Sube a un ritmo constante, se recomendó a sí mismo.

Cuando llegó a la tercera planta, ascendiendo los escalones de dos en dos, ya había cogido un ritmo uniforme. Kennicott y Bering llevaban cuatro noches de servicio y estaban a una hora de terminar el turno y marcharse a casa a disfrutar de cuatro días de descanso cuando habían recibido el aviso urgente. Se hallaban a la vuelta de la esquina, patrullando por el recinto cubierto de St. Lawrence Market, el gran emporio de alimentación, que empezaba la jornada a aquellas horas.

Cuando alcanzó el sexto piso, un pequeño reguero de sudor le empezaba a correr por la espalda desde la nuca. Hasta aquella llamada, la noche había transcurrido bastante tranquila. En la zona de Regent Park, un chico tamil le había arrancado un pedazo de oreja a su esposa de un mordisco; cuando llegaron, la mujer declaró que se había cortado con un pedazo de cristal. En Cabbagetown, alguien había entrado por la fuerza en la casa de una pareja gay y había dejado una cagada en su alfombra persa. En Jarvis Street, una prostituta menor de edad se les acercó a denunciar que el viejo carcamal que le ofrecía alojamiento a cambio de una felación diaria le había pegado en la cara… y luego se había insinuado a Kennicott. Todo muy trillado.

Al llegar al décimo piso, estaba sin aliento. Hacía tres años y medio que había ingresado en la policía, renunciando a una prometedora carrera como joven abogado de uno de los principales bufetes de la ciudad. ¿El motivo? Que su hermano mayor, Michael, había muerto asesinado doce meses antes. Al ver que la investigación del caso parecía no llevar a ninguna parte, había decidido cambiar la abogacía por la placa.

Mientras cubría los últimos tramos de escalera subiendo los peldaños de tres en tres, el agente pensó que esto era lo que buscaba, exactamente: la oportunidad de trabajar en un caso de homicidio. Conectó el transmisor.

– Aquí Kennicott -dijo a Bering-. Me acerco al piso once, cambio.

– Bien. Están en camino el forense, la brigada de Homicidios y un montón de coches patrulla. He inhabilitado los ascensores y no ha bajado nadie por la escalera. Cambio. Desconecta la radio. Así podrás hacer una entrada discreta.

– Bien. Corto y fuera.

Kennicott cruzó el umbral de la puerta de la planta doce y se detuvo. Ante él se abría un largo corredor que doblaba al fondo, probablemente hacia el ascensor y la otra mitad de la planta. Unos apliques blancos proyectaban una luz difusa sobre las paredes, de un amarillo apagado. En aquella parte de la planta sólo había un apartamento.

Kennicott avanzó con cautela hacia el 12A. La puerta estaba entreabierta. Tomó aire y empujó la hoja hasta abrirla por completo, al tiempo que desenfundaba el arma. Avanzó un paso y se encontró en un pasillo largo y ancho con el suelo de madera noble bañado de luz. Reinaba el silencio y se le hizo raro irrumpir en aquella suite tranquila y lujosa con el arma en la mano, como un chiquillo que jugara a policías y ladrones en las habitaciones de su casa.

– ¡Policía de Toronto! -anunció en voz alta.

Le respondió una voz masculina con acento indostánico:

– En este momento estamos sentados en la cocina situada al fondo del apartamento. La señora fallecida está en el baño de la entrada.

El agente miró detrás de la puerta de entrada y avanzó despacio por el pasillo. Las pisadas de sus botas resonaron en el suelo de madera. A medio pasillo, a su derecha, había una puerta entornada. El interior estaba iluminado y distinguió unas baldosas blancas. Como no llevaba guantes, abrió la puerta empujándola con el codo.

Era un cuarto de baño pequeño y la puerta se abría hasta la pared. Avanzó dos pasos y estuvo dentro. Una mujer de cabello largo yacía en la bañera con los ojos muy abiertos. Su rostro desangrado estaba casi tan blanco como los azulejos. No se advertía el menor movimiento.

Salió del baño. El sudor le pegaba la ropa al cuerpo.

– Nos encontrará aquí -habló de nuevo el hombre de acento indostánico.

Con cuidado de no tocar nada, Kennicott dio unos pasos más por el pasillo y llegó a una gran cocina. A su derecha, sentado en una silla de hierro forjado con aire calmado y con una taza de té en la mano, se hallaba Kevin Brace, el famoso presentador de radio. Llevaba unas zapatillas raídas e iba envuelto en un albornoz deshilachado que se ajustaba firmemente al cuello. La barba descuidada y sus características gafas grandes de montura metálica, pasadas de moda, lo hacían reconocible al instante. Brace ni siquiera levantó la vista.

Enfrente de él, al otro lado de la mesa, un anciano de piel oscura con traje y corbata se inclinaba para llenarle la taza. Entre los dos hombres, una desmañada lámpara Tiffany pendía del techo sobre la mesa, como el gran bocadillo de un cómic a la espera de que se escribiera en su interior el diálogo de la viñeta. La luz de la lámpara bañaba una fuente en la que quedaban unos pocos gajos de naranja. Kennicott observó el color encarnado de la fruta. Naranjas sanguinas, se dijo.

En la pared del fondo, unos ventanales del techo al suelo, orientados al sur, ofrecían una vista del lago Ontario, que se extendía como un enorme charco negro. Apenas iluminada por el asomo de luz matinal, se adivinaba la cadena de islitas en forma de media luna que cenaba la bahía.

Kennicott se detuvo un instante, desorientado por la amplia panorámica y por la serena escena que tenía ante él. Todavía con el arma en la mano, dio un paso sobre el bruñido suelo de gres de la cocina y, de repente, se le fue el pie. Bajó el brazo para amortiguar la caída y el arma se le escapó de la mano y se deslizó por el suelo hasta el centro de la estancia.

Vaya torpeza de novato, se dijo Kennicott mientras se incorporaba. Estupendo. Al detective que se encargara del caso le encantaría aquello.

Sentado a la mesa, Brace echaba miel a la taza y removía el té como si nada hubiera sucedido.

Kennicott se encaminó hacia su arma, con cuidado de no resbalar otra vez.

– ¿Kevin Brace? -preguntó.

Brace evitó la mirada de Kennicott. Tenía los cristales de las gafas manchados. No dijo nada. Volvió a fijar la vista en la cucharilla, concentrado en remover, como un relojero suizo en su mesa de trabajo.

Kennicott recuperó el arma.

– Señor Brace, soy el agente Daniel Kennicott, de la policía de Toronto. ¿La mujer de la bañera es su esposa?

– Desde luego que lo es -intervino el indostano-. Y está bien muerta, no hay duda. He visto mucha muerte durante mis años de maquinista jefe en los Ferrocarriles Nacionales de la India, que es la mayor empresa de transporte del mundo.

– Entiendo, señor… -Kennicott se volvió hacia él.

El anciano se puso en pie de un salto, con tal rapidez que Kennicott dio un paso atrás.

– Gurdial Singh -se presentó-. Soy la persona que reparte el periódico matutino al señor Brace. Yo he llamado al servicio de policía.

«La persona que reparte el periódico», «el servicio de policía». Las frases sonaban tan extrañas que Kennicott tuvo que reprimir una sonrisa. Llevó la mano al transmisor.

– Llegué un minuto antes de mi hora habitual, a las cinco y veintinueve -continuó el señor Singh-, y llamé a las cinco y treinta y uno, una vez confirmada la defunción. El señor Kevin y yo hemos tomado el té mientras esperábamos su llegada. Ésta es nuestra segunda tetera, de un Darjeeling especial que traigo el primero de cada mes. Muy eficaz para el estreñimiento.

Kennicott miró a Brace, que estudiaba la cuchara como si fuese una antigüedad de gran valor. El agente guardó el arma en la pistolera y dio un paso hacia la mesa. Dio un ligero toque en el hombro a Kevin Brace y anunció:

– Señor Brace, queda usted detenido por asesinato.

Advirtió a Brace de su derecho a un abogado, pero el aludido no se inmutó. Se limitó a levantar la mano libre hacia el agente como un prestidigitador que se sacara algo de la manga. Entre los dedos ensangrentados apareció una tarjeta: Nancy Parish, Abogada, Exclusivamente CASOS CRIMINALES.

El agente pulsó el transmisor.

– Aquí Kennicott, cambio.

– Dame tu posición -respondió Bering.

– Estoy en la vivienda. -Kennicott no alzó la voz-. El sospechoso se encuentra aquí con el testigo, el señor Gurdial Singh, el… la persona que reparte los periódicos. El escenario está tranquilo. La víctima está en la bañera del baño del vestíbulo. Hallada muerta a mi llegada. He efectuado una detención.

Lo más importante, por encima de todo, era informar de que, al llegar a la escena de un crimen, la víctima ya estaba muerta.

– ¿Qué hace el detenido?

Kennicott miró a Brace. El canoso locutor echaba leche en su té.

– Bebe té -informó.

– Bien. Limítate a vigilarlo. Ya llegan refuerzos. Cambio.

– Recibido.

– Y, Kennicott, anota todo lo que diga.

– Entendido. Corto y fuera.

El agente guardó el transmisor en la funda del cinturón y notó que la descarga de adrenalina que llenaba su organismo empezaba a remitir.

¿Qué sucedería ahora? Estudió a Brace. Había dejado la cucharilla en la mesa y ahora sorbía su té de Darjeeling mientras miraba plácidamente por la cristalera. Kennicott sabía que un caso como aquél podía tomar el giro más inesperado pero, al observar la pequeña reunión en torno a unas tazas de té que se desarrollaba en la cocina, no tuvo la menor duda de que Kevin Brace no iba a decir una palabra.

III

Deja de bostezar, maldita sea, murmuró para sí el detective Ari Greene mientras aparcaba su Oldsmobile de 1988 en el estrecho camino particular de la casa de dos plantas de su padre y recogía una bolsa de papel del asiento del acompañante. Bien, pensó mientras palpaba el contenido; los bagels todavía estaban calientes. Buscó en una segunda bolsa de papel y sacó un cartón de leche. Palpó bajo el asiento hasta encontrar una reserva de bolsas de plástico de la compra y sacó una a tirones, que resultó ser de la tienda de comestibles Dominion.

Ésta servirá, pensó Greene mientras metía el cartón de leche en la bolsa. Si su padre descubría que había comprado la leche en la bollería, pondría el grito en el cielo: «¿La has comprado en Gryfe’s? ¿Cuánto has pagado? ¿Dos noventa y nueve? Esta semana, en Dominion, está a dos cuarenta y nueve, y a dos cincuenta y uno en Loblaws. Y tengo un cupón por otros diez centavos». Las protestas resonarían en aquella mezcla única de inglés y yiddish que empleaba su padre.

Greene salía de su décimo turno de noche seguido y estaba demasiado cansado para hacer un segundo viaje a la tienda. Su padre ya había pasado por suficientes desgracias en su vida; sólo le faltaría descubrir que su único hijo superviviente no sabía comprar.

Por la noche había caído una ligera nevada. Greene tomó la pala de la valla metálica y despejó con cuidado los peldaños de cemento. Luego, recogió el ejemplar del Toronto Star de delante de la puerta e introdujo en la cerradura la llave que tenía de la casa de su padre.

Una vez dentro, le llegó el runrún del televisor del salón y suspiró. Desde la muerte de su madre, el año pasado, su padre detestaba acostarse en su cama y se quedaba a ver la tele hasta que se dormía en el sofá cubierto de plástico.

Se quitó los zapatos, guardó los bagels en la alacena y la leche en el frigorífico -asegurándose de quitarle la bolsa de Dominion- y se encaminó al salón sin hacer ruido. Su padre estaba acurrucado bajo una deshilachada manta afgana marrón y blanca que la madre de Greene había tejido para su setenta cumpleaños. La cabeza de su padre había resbalado del cojín y se apoyaba ahora en el grueso plástico.

Greene apartó la mesilla de teca y se arrodilló junto a su padre dormido. Como detective de Homicidios durante los últimos cinco años, y a lo largo de más de veinte de servicio como agente, había conocido a algunos tipos bastante duros, pero ninguno de ellos resistía la comparación con aquel pequeño judío polaco con el que ni los nazis, por mucho que lo intentaron, habían podido acabar.

– Soy yo, papá. Ari. Estoy en casa. -Greene sacudió suavemente a su padre por el hombro y se apartó rápidamente, alerta. No sucedió nada. Guardando la distancia todavía, volvió a sacudirlo con más fuerza y añadió-: Papá, he traído unos bagels y leche. Mañana traeré la crema fijadora para tu dentadura.

El padre abrió los ojos de repente. Aquél era el momento que Greene venía temiendo cada mañana desde que era un muchacho. ¿De qué pesadilla despertaba su padre? Sus ojos gris verdoso parecían desorientados.

– Papá, los bagels están calientes. Y la leche…

El padre se miró las manos. Greene se acercó de nuevo y colocó el cojín bajo la cabeza de su padre. Con la mano derecha, le acarició la mejilla. El padre murmuró «Mayn tocbter» en yiddish. Significaba «mi hija». Luego, pronunció su nombre: «Hannah». La hija que había perdido en Treblinka.

Greene lo incorporó hasta colocarlo sentado en el sofá. El padre pareció cobrar fuerzas, como un muñeco hinchable al que se insuflara aire lentamente.

– ¿Dónde has comprado la leche? -preguntó.

– En Dominion.

– ¿Daban cupones?

– Se habían terminado. Ya sabes lo que pasa en Navidades.

El padre se frotó el rostro con las manos.

– Sí. En Navidades haces turnos extra para ayudar a tus amigos. Pareces cansado. ¿Anoche trabajaste?

– Unas cuantas horas -mintió Greene, bastante seguro de que su padre sabía que no era cierto.

– ¿Hoy libras?

Greene señaló el busca que llevaba en el cinturón.

– Número uno en el orden de bateo -el «orden de bateo» era la lista de efectivos de reserva de la brigada de Homicidios-. Tal vez tenga suerte y sea un día pacífico.

Su padre le dio unas palmaditas en el hombro y pasó los dedos por la solapa de su chaqueta.

– Ese sastre tuyo, cada día cose mejor.

El padre de Greene, en el fondo de su corazón, seguía siendo sastre, el oficio que había tenido de recién casado en su pueblecito polaco hasta la mañana de septiembre de 1942 en que los nazis lo habían tomado. En la columna que los conducía a Treblinka, un amigo le contó a un guardia ucraniano que era zapatero remendón y en eso se convirtió. Cuando llegó a Canadá, abrió su propio taller en un barrio del centro que era un crisol de grupos étnicos europeos. Resultó que los nazis le habían proporcionado la instrucción perfecta. Dos años de remendar zapatos de judíos de toda Europa significó que conociera casi cualquier calzado que llegaba a sus manos.

– No puede ser de otro modo -respondió Greene, desabrochándose la chaqueta para enseñarle el interior-. Ha tardado dos meses en terminarla.

– ¡Dos meses!-resopló su padre-. Voy a hacerme un café. Tú, siéntate. ¿Quieres un té?

– No, papá, gracias -sonrió Greene.

Sentarse, sólo podía hacerlo en el sofá forrado de plástico. Había detestado aquel mueble desde que tuvo edad suficiente para invitar a casa a sus amigos, chicos ricos cuyos padres no tenían acentos raros, cuyos padres esquiaban y jugaban al tenis, cuyos padres no llevaban grabados números en los brazos.

Tantos años después, aún le habría encantado quemar el maldito sofá, pero era inútil discutir con su padre. Siempre lo había sido y, además, Greene estaba exhausto. Se dejó caer en el sofá y volvió a colocar en su sitio la mesilla para poner los pies en ella.

– ¿Los Maple Leafs han vuelto a perder?-preguntó su padre desde la cocina-. Me he dormido al final del segundo tiempo. Iban dos a cero a favor de Detroit.

– No lo vas a creer -respondió Greene-. Han marcado tres goles en el último tiempo y han ganado tres a dos.

– Sí, increíble -dijo el padre-. Bueno, han ganado un partido, pero siguen siendo malísimos.

Greene movió la espalda, intentando acomodarse, e hizo una mueca de disgusto al oír el crujido del plástico bajo su peso. Era el único judío en Homicidios y ganaba muchos puntos entre sus compañeros supliendo turnos por Navidad. A él no le importaba trabajar en esas fechas.

Para un astro en alza en la brigada, con sólo un caso sin resolver, aquella época del año era una mina. Los tres últimos diciembres había tenido tres homicidios, pero el actual estaba siendo tranquilo.

El aroma a café instantáneo llegó hasta el salón. Greene aborrecía aquel olor desde que era niño. Se movió ligeramente en el sofá. El buscapersonas que llevaba sujeto en la parte de atrás del cinturón se le enganchó en el plástico.

– Papá, prueba esa crema de queso que te traje el viernes.

– La estoy buscando. Tal vez no la envolví bien. Al cabo de tres días, se pone rancia -respondió el padre desde la cocina-. ¿Te apetece mermelada de frambuesa?

– Claro, papá.

A Greene le pesaban los párpados. Por mucho que aborreciera el sofá, en aquel momento incluso lo encontraba confortable. Se llevó la mano atrás, soltó el buscapersonas del cinturón y lo dejó a un lado. Así estaba mucho más cómodo. Y se sentía tan cansado… Los ojos empezaron a cerrársele.

De repente, se irguió en el asiento con un crujido del duro plástico y cerró la mano en torno al busca, que había empezado a zumbar frenéticamente.

IV

A-l-i-m-e-n-t-o-s

T-o-d-o-e-l-d-i-n-e-r-o

T-o-d-o-l-o-d-e-A-w-o-t-w-e

T-o-d-o-m-i-d-i-n-e-r-o

Ésta es la cuestión: Todo mi dinero, pensó Awotwe Amankwah mientras continuaba haciendo garabatos en el dorso de su bloc de notas. Gracias a la Honorable Jueza Heather Hillgate y a su sentencia definitiva de divorcio, en adelante tendría acceso a Fátima y Abdul los miércoles, de cinco y media a nueve, y los sábados por la tarde, de dos a cinco, más una llamada por teléfono cada noche, entre siete y media y ocho. Y basta. ¿El precio que debía pagar? Ochocientos dólares al mes de pensión alimenticia.

«Si quiere que sus hijos pasen la noche con usted, búsquese una casa propia», lo había aleccionado la jueza la última vez que se habían visto en el tribunal. Claire había estado presente entonces, modosa y recatada como la esposa de El show de Bill Cosby y respaldada por sus caros abogados, que presentaban recursos contra él casi más deprisa de lo que su ex cambiaba de amante. Amankwah ya no podía permitirse abogados, por lo que no tenía ninguno que lo representara.

Volver al tribunal para conseguir su siguiente victoria, tener a los niños alguna noche, iba a llevarle meses… y un dinero que no tenía.

Para cumplir la obligación que le había impuesto la jueza, Amankwah tenía que hacer aquel turno de medianoche en la sala de radio del Toronto Star, el periódico de más tirada del país, donde trabajaba desde hacía casi un decenio.

La sala de radio -también conocida como la Caja, la Sala de Goma y la Sala del Pánico- se hallaba en el extremo norte de la enorme redacción del Star.

En realidad no era una sala, sino un pequeño despacho de tabiques de cristal repleto de una impresionante colección de cacharros. Entre ellos había cinco receptores, aunque sólo funcionaban dos: el de la policía y el de las ambulancias. Estaban conectados permanentemente, igual que el canal de noticias veinticuatro horas de la tele que, en plena noche, pasaba anuncios sobre equipamiento de cocina o de gimnasia en casa. Para completar la cacofonía permanente, se oía de fondo la emisora de radio con noticias durante las veinticuatro horas.

Amankwah tenía que estar pendiente de todo aquello, además de los mensajes de dos servicios de noticias distintos que aparecían en la pantalla del voluminoso ordenador del rincón. Y también estaba la larga lista de llamadas que debía hacer cada hora a las centrales de la policía no sólo del área metropolitana de Toronto, sino también de los barrios alejados y de las poblaciones limítrofes: Durham, Peel, Halton, Milton, York, Oakville, Aurora o Burlington.

Toda aquella zona era conocida como la Herradura de Oro y constituía el quinto centro urbano en tamaño de Norteamérica, por lo que había una gran extensión de territorio que cubrir. También había que ponerse en contacto con todos los servicios de bomberos, ambulancias y hospitales, así como con la Policía Provincial de Ontario y -no debía olvidarlo nunca- con la gente de loterías. Cuando no había actividad, se esperaba de él que repasara las necrológicas del día para ver si traían alguna cosa de relevancia.

De entrada, el empleo podía parecer desconcertante, pero era un trabajo estrictamente para novatos, para becarios de periodismo. No debería estar haciéndolo un reportero veterano como él.

Amankwah tenía permanentemente conectada su Blackberry para recibir mensajes electrónicos de los reporteros que estaban sobre el terreno y por si les ocurría algo a sus chicos. Tras los cristales del despacho, suspendida sobre la amplia redacción casi vacía, una fila de relojes de pared reflejaba la hora local en una serie de grandes ciudades del mundo: París, Moscú, Hong Kong, Tokio, Melbourne y Los Ángeles. Amankwah los contempló con los ojos soñadores con que un chico pobre vería pasar por la calle una limusina. Había querido ser corresponsal extranjero, el primer reportero negro del Star en ser enviado al extranjero. Sin embargo, ahora, el sueño se había hecho añicos. Miró el reloj donde se leía hora local. Eran las 5.28; quedaba media hora. Después, tendría cuatro horas para volver al apartamento de su hermana en Thorncliffe, donde ella lo dejaba dormir en un sofá, darse una ducha y regresar para empezar su turno habitual, a las diez.

Volvió la mirada al cristal que tenía delante. Estaba repleto de hojas de instrucciones, recortes de prensa graciosos y notas adhesivas multicolores. El protocolo exigía que el encargado del despacho anotara las cosas humorísticas que oyera durante sus escuchas en plena noche y las pegara en el cristal. Amankwah repasó algunas de las más graciosas:


29 dic., 2.12 h: Operador: «¿Ha dicho baklava?». Agente de la División 21: «Oh… he tenido un turno muy largo. El hombre llevaba una balaclava, un pasamontañas».

Agente de la División 43: «No conozco todas las bandas de Scarborough, pero estoy bastante seguro de que no hay ninguna que se llame los Pezones». Operador: «No importa, tiene que fotografiarlos a todos».

Operador: «No estoy seguro de qué hay que poner cuando un ciclista borracho arrolla un coche».


En la sala de la radio hacía calor. Amankwah se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. Cada quince minutos escribía una anotación detallada en el cuaderno con su pulcra caligrafía. Aunque aquel empleo fuera un asco, él seguía siendo un buen reportero. Hacía bien su trabajo.

La noche había sido tranquila. Los días previos a Navidad eran una zona muerta para las noticias y un rato antes los de redacción lo habían estado acosando para que buscara alguna información local para la primera página.

Amankwah no tenía una buena noticia que ofrecer. En un barrio residencial, un par de jóvenes asiáticos había atracado a punta de navaja a un taxista iraní, ex profesor de historia. Los asaltantes no eran demasiado inteligentes. Por la noche había caído una pequeña nevada en las afueras y la policía sólo había tenido que seguir las huellas del coche en la nieve, que los había llevado a la casa de uno de ellos. En el centro de la ciudad, un grupo de universitarios paquistaníes había sacado los bates de criquet en una tienda de donuts y le había dado una somanta a un ex colega. En el distrito de los locales nocturnos, un conductor borracho le había pisado el pie a un agente con una rueda. Todo muy trillado. Nada de aquello era material para la primera página.

A la una de la madrugada, había parecido que tendría un poco de acción. Un acaudalado médico de Forest Hill había sorprendido a su esposa en la cama con el mejor amigo de su hijo adolescente y había atacado al muchacho con un cuchillo de cocina. Al principio, había dado la impresión de que le había rebanado el miembro. Amankwah llamó a redacción y se produjo un revuelo. Esperaban que el médico fuera cirujano pero, una hora más tarde, resultó que era un simple dermatólogo y que había empleado un cuchillo de untar mantequilla. El adolescente sólo tenía un rasguño en el dorso de la mano.

Un maldito cuchillo de untar, pensó Amankwah. Qué miseria.

Consultó en el reloj de pared la hora de Toronto: las 5-30. Miró si había alertas de noticias recientes en los teletipos. Nada. Escuchó el boletín de cada media hora de la radio. Nada aprovechable. Sintonizó la emisora de los taxistas y prestó oído durante un minuto entero. No hubo suerte. Por último, hizo una escucha de la emisora policial.

Captó la cháchara habitual. Luego, oyó que alguien decía «código rojo» y subió el volumen. Los agentes cambiaban el código cada semana, pero no había que ser un lince para deducir que «código rojo» significaba algo urgente. Un homicidio, probablemente.

Escuchó la dirección: el edificio Market Place Tower, en Front Street, número 85a, apartamento 12A. Amankwah dio un respingo. Él había estado en aquel ático. Era la casa de Kevin Brace, el famoso presentador de radio. Unos años antes, él y Claire habían participado en el programa y habían recibido una invitación para la fiesta de Navidad que Brace y su joven segunda esposa ofrecían cada año a principios de diciembre. En esa época, Amankwah y Claire eran la glamurosa pareja de moda de la ciudad: culta, negra y guapa. Por entonces, él, un joven y brillante reportero del latir de la ciudad, era el rostro negro que protagonizaba todos los anuncios promocionales del periódico.

Amankwah se mordió el labio. El edificio de Brace estaba a pocas manzanas. Bajó el volumen del receptor y acercó el oído al altavoz para captar las voces de los agentes en la calle. Aquellos policías no serían tan tontos como para mencionar el nombre de Brace por las ondas.

Imagina: Kevin Brace, el símbolo del canadiense de bien, según sus admiradores. La Voz de Canadá, lo llamaban. Los recién graduados que se encargaban de la sala de radio de los otros tres periódicos de la ciudad no pillarían aquello. Una noticia de última hora -incluso un asesinato en casa de Kevin Brace- no había sido detectada por el radar y él era el único que la tenía.

Amankwah echó un vistazo a la sala de redacción semidesierta. Sólo había un redactor que trabajaba en la página web y otro que repasaba un artículo. Tenía que avisarles enseguida. Sin embargo, sabía qué sucedería tan pronto les diera el soplo. Encargarían el asunto a alguno de los redactores de noche que estaban de guardia y él sólo recibiría, con suerte y como mucho, unas palmaditas de felicitación en el hombro.

Se puso en movimiento. Pronto, en cualquier momento, aparecería en los teletipos una alerta urgente y la noticia estaría en todas partes. Mantén la calma, se dijo mientras sacaba el billetero de la chaqueta y lo guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. Recogió la cámara digital, que estaba llena de fotos de sus hijos, y la ocultó en la palma de la mano. Aparentando indiferencia, salió del sofocante cubículo y soltó un bostezo exagerado.

– Bajaré a buscar un café -dijo al pasar junto al redactor más próximo, mientras hacía tintinear unas monedas en el bolsillo con la mano libre.

La mujer de la limpieza, una robusta portuguesa, esperaba junto a los ascensores del vestíbulo de redacción. Amankwah pulsó el botón de llamada para bajar y se apoyó en la pared, conteniendo otro bostezo. La cafetería estaba una planta más abajo. El botón de subida ya estaba encendido.

La puerta del ascensor de subida se abrió con un sonoro tilín. Amankwah fingió una mirada de absoluto desinterés. Tan pronto se cerró la puerta, corrió a la escalera situada junto a la pared acristalada del oeste del edificio y, con la vista puesta en la calle a oscuras, bajó a toda prisa cinco pisos, saltando los peldaños de cemento de dos en dos. Cuando llegó a la planta baja, asomó tranquilamente por la puerta de incendios, saludó al vigilante del puesto de seguridad y salió a Yonge Street por la entrada principal. A continuación, echó a correr en dirección norte, de cara al viento.

Tuvo que cruzar un paso subterráneo bajo la Gardiner Expressway, la fea autovía construida en la década de 1950 que separaba la ciudad del lago. Era evidente que, por esa época, los planificadores urbanísticos habían olvidado que la gente podía caminar. Como magra concesión al tráfico peatonal, en el lateral de la calzada había una estrecha acera protegida por una barrera de cemento. Por la mañana, la acera estaba llena de gente que se dirigía al trabajo; muchos de los transeúntes eran vecinos de las islas al sur de la ciudad que, normalmente, llegaban al centro en transbordador. Unas horas más y Amankwah se habría encontrado en un atasco.

Corriendo ahora a toda velocidad, apretando la cámara entre los dedos como si fuera un atleta con el testigo en la mano, emergió de la boca norte del túnel, llegó a Front y atajó hacia el este. Respiraba con esfuerzo y el viejo frío se le colaba por la espalda de la camisa.

Sólo le quedaba una manzana para llegar. Ya distinguía el rótulo de Market Place Tower.

«Necesito esta noticia, necesito esta noticia, necesito esta noticia», canturreó para sí, como el trenecito del cuento infantil La pequeña locomotora que sí pudo, el libro que le encantaba leer por la noche a los niños.»Necesito esta noticia, necesito esta noticia, necesito esta noticia.»

V

Las calles estaban vacías a aquella hora de la madrugada y el detective Ari Greene estaba ganando muchísimo tiempo. Siempre le asombraba lo deprisa que podía cruzar la ciudad cuando no había tráfico y, además, había colocado en el techo del coche la luz destellante que lo identificaba como policía y que le daba carta blanca para saltarse los semáforos en rojo. Una hora más y las calzadas estarían atascadas de vehículos camino del trabajo.

Llegó a Front Street, dobló al este y pasó rápidamente ante algunos de los edificios de ladrillo rojo más antiguos de la ciudad, de cuatro o cinco pisos de altura, restaurados con mucho cariño. Varias tiendas de grandes escaparates decorados con gusto orlaban unas aceras inusualmente anchas que daban a la calle un aire sosegado, casi europeo. El edificio Market Place Tower se elevaba al final de una larga manzana de elegantes residencias.

Greene dobló la esquina y encontró aparcamiento en la calle lateral, detrás de una furgoneta último modelo que todavía tenía nieve en la caja. Debía de pertenecer a algún proveedor que había acudido al recinto cubierto del gran mercado de frutas y verduras situado al otro lado de la calle. Las mañanas de invierno, cuando la ciudad estaba libre de nieve, la gente que venía al centro desde los barrios y pueblos de los alrededores, más fríos, traía consigo el blanco elemento.

Greene salió del coche y se encaminó rápidamente al edificio. Cruzó una entrada de vehículos de la calle lateral, donde un discreto rótulo anunciaba: APARCAMIENTO PARA USO EXCLUSIVO DE LOS RESIDENTES DE MARKET PLACE. SE RUEGA A LOS VISITANTES NOTIFIQUEN SU LLEGADA AL CONSERJE. Continuó caminando apresuradamente, pero sin correr. Ser detective de Homicidios tenía ciertos protocolos no escritos. Había que ir bien vestido. No se llevaba arma. Y por encima de todo, salvo que fuese una verdadera emergencia, no se corría jamás.

La doble puerta automática de la entrada del edificio se abrió y Greene entró en el vestíbulo. Detrás de un mostrador de palisandro un hombre uniformado de aspecto árabe leía el Toronto Sun.

– Detective Greene de la Policía Metropolitana, Homicidios -se presentó.

– Buenos días, detective. -El hombre llevaba cosida en la chaqueta, sobre el pecho izquierdo, una etiqueta con su nombre: «RASHEED». Greene notó su acento melodioso; probablemente, en su país debía de ser un licenciado universitario.

Más allá, una agente de policía de uniforme se hallaba apostada en las inmediaciones de un par de ascensores y de una puerta, que Greene supuso que conducía a la escalera. Al percibir su presencia, la mujer volvió la cabeza.

Greene la reconoció y sonrió.

La agente Nora Bering asintió, echó una última mirada a los ascensores y se encaminó hacia él. Se encontraron a medio camino.

– Hola, detective -dijo ella y le estrechó la mano, seria y profesional-. He inhabilitado los ascensores salvo para uso policial. Mi compañero ha subido por la escalera hasta el piso doce. Se ha comunicado por radio desde el apartamento y ha precintado el escenario. La víctima estaba muerta a su llegada. Dos grupos de agentes de la división se han llevado ya al sospechoso y al testigo a comisaría. El oficial forense, detective Ho, viene de camino. Mi compañero sigue en el escenario, para mantener la continuidad de la presencia policial.

Greene asintió. Bering era una de las mejores agentes de calle de la división.

– ¿Quién es su compañero? -preguntó. Cualquiera que trabajara con Bering estaría bien entrenado.

Bering titubeó un instante.

– El agente Daniel Kennicott -respondió por fin.

Greene asintió lentamente y notó la mirada penetrante de Bering. El hermano de Kennicott había muerto asesinado hacía cuatro años y medio y Greene había sido el detective del caso. Su único caso por resolver.

Un año después del asesinato, cuando Kennicott había abandonado su profesión para hacerse policía, la historia de un joven abogado que daba la espalda a los rascacielos de Bay Street había resultado irresistible para la prensa. El hecho de que Kennicott fuese guapo y soltero y se expresara bien contribuyó al éxito. Y quedaba claro que él no buscaba llamar la atención, lo cual parecía hacer la historia aún más interesante.

Greene había tratado a Kennicott como a cualquier otra víctima a la que le hubieran asesinado un familiar. Después del frenesí inicial de encuentros, éstos habían adoptado un ritmo más pausado y mantenían reuniones cada dos meses para actualizar el caso. Desde su ingreso en el cuerpo, los encuentros siempre se efectuaban cuando Kennicott estaba fuera de servicio. Y vestido de civil.

Kennicott, había que reconocerlo, no había pedido nunca consideraciones especiales. Sin embargo, con el transcurso de los años y conforme los encuentros se espaciaban y abreviaban, se hizo palpable su frustración. Inevitablemente, entre un detective de Homicidios y la familia de una víctima se producen tensiones. Las expectativas de los familiares -que se produzcan detenciones enseguida, que se celebre juicio a la mayor brevedad y que se pronuncie una sentencia condenatoria contundente- deben rebajarse a menudo ante las realidades del procedimiento policial y del sistema legal. El Ministerio Fiscal se muestra intencionadamente reservado y distante, de modo que el principal contacto con las víctimas lo tiene el detective, a veces para consolarlas, a veces para dar salida a su frustración.

Profesionalmente, Greene y Kennicott se habían evitado en el trabajo. Era un acuerdo tácito, pero los dos sabían que era lo mejor. Tal vez había llegado la hora de que aquello cambiara, pensó Greene. Hasta entonces, había seguido la carrera de Kennicott como un hermano mayor, en secreto y sin interferir, y le habían impresionado los progresos del joven. Entre la policía había un dicho: para llegar a Homicidios se necesitaba un maestro, alguien que observara tus pasos y te promocionara.

– Kennicott lo tiene todo controlado -dijo Bering.

– No me sorprende -asintió Greene y se volvió hacia Rasheed, el conserje-. ¿Cuántos ascensores llegan a la planta doce?

– Los dos que tiene delante y un montacargas de servicio en la parte de atrás.

Greene se inclinó sobre el mostrador del vestíbulo y observó una serie de monitores de televisión en funcionamiento.

– ¿Las cámaras cubren todas las salidas?

– Sí, sí. Sobre todo, las principales.

El detective no quedó del todo satisfecho con la respuesta.

– ¿Existen más puertas?

– Sólo una, en el aparcamiento del sótano. -Rasheed parecía algo incómodo-. En ésa no hay cámara, pero apenas se utiliza y se cierra por dentro.

Greene miró a Bering.

– He inmovilizado los tres ascensores, montacargas incluido -respondió la agente-. Y he cubierto la escalera hasta la llegada de refuerzos. Lo que no podía hacer, además, era vigilar el sótano.

– Ha hecho lo adecuado -dijo Greene. Llegar a aquella conclusión era sencillo. Bering se encontraba sola allí abajo y tenía que vigilar si alguien entraba o intentaba salir del vestíbulo, y Greene sabía que la agente era lo bastante veterana como para saber que no debía perder de vista a Rasheed-. ¿Cómo sabe si la puerta del sótano está bien cerrada? -preguntó al conserje.

– La compruebo cuando hago la ronda.

– ¿La ha comprobado esta mañana?

– Todavía no. He empezado el turno hace una hora y esa puerta apenas se usa. El edificio es un remanso de paz.

Con la esposa de Kevin Brace muerta en la bañera de su apartamento, pensó Greene, la tranquilidad no duraría mucho más.

– ¿Y si alguien pone una piedra en la puerta para que no cierre?

– Sucede de vez en cuando -reconoció Rasheed, sonrojándose.

Greene asintió. Era la segunda vez que Rasheed no se mostraba del todo franco en su respuesta.

Se dirigió a los ascensores mientras repasaba mentalmente la situación. Bering había cubierto el vestíbulo, el sospechoso y el testigo habían sido trasladados a comisaría y el forense ya estaba en el escenario del presunto delito. Por mucho que deseara subir allí, antes tenía que echarle un vistazo al sótano. Junto a los ascensores había una escalera y, en el momento en que se disponía a empujar la puerta, ésta se abrió bruscamente.

Una mujer mayor, de corta estatura, apareció en el umbral. Con las canas perfectamente peinadas hacia atrás, envuelta en un abrigo largo negro y con un pañuelo azul deslumbrante enrollado al cuello, se dirigió hacia la puerta principal con porte muy erguido.

– Buenos días, Rasheed saludó al conserje, sin detenerse.

Greene, a la carrera, la alcanzó antes de que llegara a la puerta exterior. La mujer llevaba una esterilla enrollada colgada del hombro, dos toallas blancas bajo el brazo y una botella grande de agua en la mano.

– Disculpe, señora. Soy el detective Ari Greene, de la Policía Metropolitana de Toronto -dijo, enseñando la placa. No quería identificarse como detective de Homicidios-. Hemos cerrado el edificio durante unos minutos.

– ¿Cerrado? ¿Qué significa cerrado?

La mujer tenía un leve acento británico que parecía modificado por una larga estancia en Canadá. Vista más de cerca, mostraba unos pómulos altos que su edad acentuaba. No iba maquillada y todavía conservaba una piel notablemente tersa. La dignidad con la que se expresaba provocó la sonrisa de Greene.

– Estamos investigando un incidente en el edificio -explicó Greene.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Empiezo mi clase dentro de once minutos.

Greene se interpuso abiertamente en su camino, impidiéndole la salida.

– Se trata de un asunto serio, me temo.

– Estoy segura de que Rasheed podrá darle toda la información que necesite -respondió ella, indicando el mostrador de recepción con un gesto.

Greene abrió un bloc de notas marrón y sacó su bolígrafo Cross con sus iniciales, el que le había regalado el jefe Hap Charlton cuando había ingresado en Homicidios. La mujer se acercó un poco más a él y Greene captó un leve aroma a perfume que le provocó una nueva sonrisa.

– ¿Puede decirme cómo se llama, por favor? -preguntó.

– Edna Wingate. ¿Esto durará mucho? Detesto llegar tarde. Mi instructor de yoga no tolera los retrasos.

– ¿Vive usted en el edificio, señora Wingate?

– En el apartamento 12B. Es yoga con calor, detective -dijo ella, dirigiéndole una sonrisa coqueta-. Siempre llevo dos toallas.

– ¿Y desde cuándo vive aquí?

– Desde hace veinte años. Debería usted probar el yoga con calor. A los hombres les encanta.

– Hemos inhabilitado los ascensores -dijo Greene-. Lamento haberla obligado a bajar a pie por la escalera.

La señora Wingate soltó una risilla ligera y cautivadora.

– No uso nunca el ascensor. Subo y bajo a pie los doce pisos. Mi instructor de yoga dice que tengo los cuádriceps más fuertes que ha visto nunca en alguien de ochenta y tres años.

Mientras se dirigía al edificio, Greene había llamado al operador de centralita y sabía por él que en el piso superior sólo había dos apartamentos.

– ¿Ha notado algo inusual en la planta doce anoche o esta mañana? -preguntó.

– Desde luego que sí -contestó la mujer sin vacilar.

– ¿Y se trata de…?

– De mi periódico. Me preocupa el señor Singh. No recuerdo que haya dejado de venir un solo día.

– ¿Algo más?

– No, nada. Por favor, detective, debo irme ya.

– ¿Hacemos un trato?-preguntó Greene-. La dejaré salir del edificio para que acuda a su clase si me permite pasar a verla mañana por la mañana para hacerle unas preguntas.

La señora Wingate echó una rápida ojeada a su reloj de pulsera. Era un Swatch a la última.

– Tendrá que probar mi tarta de Navidad -respondió, lanzándole una sonrisa encantadora, acompañada de otra de aquellas risillas.

– ¿Quiere que venga antes de las seis?

– Venga a las ocho. Sólo tengo clase a esta hora tan temprana los lunes. Adiós -añadió, poniéndole la mano en el hombro al tiempo que pasaba a su lado, sin perder un ápice de su porte distinguido.

Greene la vio salir rápidamente a la acera, cruzar la calle desierta y desaparecer en la oscuridad matinal. Dedicó un instante a aspirar la última vaharada de aquel perfume y subió al piso doce a ver el cuerpo de la difunta en la bañera.

VI

Las seis en punto. Perfecto, pensó Albert Fernández mientras se secaba la cara y se peinaba hacia atrás los cabellos, de un negro intenso. Diez minutos para afeitarse, cortarse las uñas, cepillarse los dientes y secarse con la toalla. Quince más para vestirse; diez, si se daba prisa. A las 6.30 pondría en marcha la máquina de café y, a las 6.50 ya estaría saliendo por la puerta. Media hora para llegar al centro en coche y le sobrarían diez minutos, por lo menos, hasta las 7.30, la hora límite para el descuento a madrugadores en el aparcamiento.

Se enrolló a la cintura una toalla verde y salió en silencio del cuarto de baño anexo al dormitorio. Marissa dormía en la cama. Su cabellera negra se desparramaba sobre las blancas sábanas y Albert contempló la curva de su espalda y sus hombros.

Llevaban dos años casados y todavía se admiraba de seguir acostándose, noche tras noche, con aquella hermosa mujer desnuda. Había merecido la pena traerse de Chile a una joven esposa, pese a las objeciones de sus padres. Ellos habrían querido que se casara con una canadiense de buena formación socialista, como la gente que los había acogido a ellos como refugiados políticos en la década de 1970. En lugar de ello, para gran consternación suya, él había vuelto a casa y había conocido a una mujer de una de las familias más ricas del país. Desde entonces, sus padres no le hablaban.

Dejó la toalla húmeda en una silla y entró en su habitación favorita del apartamento: el vestidor. Le encantaba contemplar el perchero con sus espléndidos trajes a medida. Mi pasaporte al éxito, pensó mientras acariciaba la manga de una chaqueta azul marino de gabardina. Pasó la mano por la fila de camisas colgadas de las perchas y escogió una de sus favoritas, de algodón egipcio blanco crudo con puño francés.

Alzó la camisa a la luz y emitió un chasquido por lo bajo, decepcionado. Marissa había crecido entre empleadas domésticas y estaba haciendo sus primeros pinitos con la plancha. Tendría que hablar con ella de los cuellos. Acarició el sobrecargado corbatero y se decidió por una rojo intenso de Armani.

La ropa buena era una parte importante de su proyecto profesional. Recortaba gastos en todos los aspectos restantes de su vida para permitírsela. La mayoría de los demás fiscales de la oficina vestían como maestros de escuela o vendedores, con sus zapatos de suela de crepé, sus trajes marrones y sus corbatas apagadas. Él no. Albert siempre vestía impecablemente, como debía hacerlo un verdadero abogado.

Escogió los mocasines marrón oscuro y examinó su brillo. Necesitaban una pasada de gamuza. Aquello le llevaría dos o tres minutos.

Se abotonó la camisa, se anudó la corbata, se puso los pantalones y eligió uno de sus cinturones preferidos, de lustroso cuero oscuro con una hebilla sencilla de metal bruñido. Al graduarse como abogado, había comprado una enciclopedia de la moda masculina que aconsejaba que el cinturón se llevase ceñido hasta el tercer ojal. Se puso el suyo e intentó ajustarlo hasta la gastada marca de aquel tercer ojal. Sin embargo, aquella mañana parecía que le iba apretado. Tardó un momento en darse cuenta de que debía tomar aire para que la hebilla alcanzara.

Alarmado, se remangó la camisa y se examinó ante el espejo de cuerpo entero. Desde luego, su esbelta cintura se había ensanchado. Era increíble. Siempre había mirado de soslayo a los demás abogados varones de su oficina, con sus vientres rebosando por los cinturones de cuero de imitación. Punto y final, se juró: basta de bocadillos baratos, basta de picar bollos de la caja que, inevitablemente, pasaba por las mesas de la oficina a última hora de la jornada.

Vestido por fin, salió a la media luz del dormitorio. El radio-despertador de la mesilla marcaba las 6.18. Dos minutos de adelanto sobre el programa. Marissa, dormida, se movió y la sábana se deslizó, dejando a la vista la parte superior de su pecho derecho.

Albert se acercó de puntillas al costado de la cama y se inclinó a besarle el pelo. Sus ojos se desviaron hacia la silueta que yacía bajo la sábana. Aunque veía a su esposa desnuda muy a menudo, seguía descubriéndose mirando furtivamente su cuerpo a la menor oportunidad.

Una mano cálida le acarició el muslo.

– No estás muy contento en mi planchado -murmuró ella, con la voz ronca de sueño.

– Con mi planchado. Bueno, tienes que mejorar -respondió. Marissa debía de haber oído su chasquido.

Ella retiró la mano de su pierna.

Maldita sea, se dijo Albert. Seguía cometiendo el mismo error de siempre. En el vestidor, escondido entre dos jerséis doblados, tenía un libro que leía los martes por la noche, cuando Marissa iba a clases de inglés. Se titulaba Guía para la supervivencia del matrimonio. Cómo superar los primeros años. Una de las cosas en las que insistía el libro era en no ser demasiado crítico y dar apoyo a la pareja.

– Pero estoy seguro de que lo harás -añadió pues, buscando el contacto con su brazo.

– La plancha tiene que estar más caliente, ¿no? -Marissa volvió a levantar la mano y acarició ligeramente la pernera del pantalón.

– Sí, más caliente -dijo él-. Es difícil.

Marissa entreabrió los labios en una sonrisa dubitativa.

– Y tengo que pasarla con más fuerza -añadió. Mientras lo decía, empezó a pasarle la mano por el muslo, arriba y abajo.

– Sí, más fuerte. ¿Ves lo deprisa que aprendes?

– Más caliente y más fuerte -repitió ella al tiempo que sacaba la otra mano de debajo de la sábana y empezaba a frotarle el otro muslo.

Contra sus deseos, él echó un vistazo al radio despertador digital del otro lado de la cama. Eran las 6.26. Ahora llevaba un minuto de retraso. Sin el descuento por llegar temprano, el aparcamiento le saldría por cuatro dólares más.

Marissa se humedeció los labios con la lengua, se acercó un poco más a él y llevó las manos a la hebilla de su cinturón. Mientras ella la desabrochaba, Albert se preguntó si habría notado el agujero de más.

Apartó la mirada del reloj. Te mereces esto, Albert, se dijo. Siempre era el primero en presentarse en la oficina. ¿Qué pasaba si un día llegaba segundo o tercero?

Marissa le tiró de los pantalones.

Al fin y al cabo, podía saltarse el almuerzo para compensar los cuatro dólares. Y así bajaría un poco de peso. Ella buscó su mano y la atrajo hacia sus pechos. Un pezón oscuro y duro se alzó hacia la piel suave de la palma de su mano. Luego, condujo la mano de su marido más abajo, al tiempo que alzaba las caderas al encuentro de sus dedos.

Desabrochado el cinturón, bajados los pantalones y luego los calzoncillos hasta las rodillas, Marissa le rodeó la espalda con los brazos. Durante los últimos meses, había venido quejándose: «Albert, te marchas demasiado pronto por la mañana. Y llegas demasiado tarde por la noche».

– Es importante -le había explicado él-. Para progresar en la Fiscalía, tengo que esforzarme más que nadie.

– Pero tu mujer también te necesita -había insistido ella.

Me necesita, pensó Albert mientras ella entreabría los labios y lo atraía hacia sí. Sus cuerpos empezaron a moverse rítmicamente y los cabellos negros de Marissa se movieron de un lado a otro sobre la blanca sábana. Él aspiró su fragancia. Cierra los ojos y disfruta el momento, se dijo.

Cuando Albert terminó de abrocharse los pantalones de nuevo eran las 6.39. Con seguridad, llegaba tarde al aparcamiento. En la cocina, el café llevaba esperando casi diez minutos. Ya estaría pasado, pero no tenía tiempo de preparar otro. Buscó su viejo termo de cristal al vacío y lo llenó. Por malo que estuviera el café, sería mil veces mejor que el horrible brebaje de la oficina.

En la puerta del apartamento recogió el ejemplar del Toronto Star. Hojeó el periódico en busca de las únicas noticias que le importaban de verdad: ¿Había habido algún asesinato anoche? Una foto de los jugadores de hockey del equipo de Toronto levantando los sticks en señal de victoria dominaba la primera página y un repaso rápido confirmó la mala noticia. No habían matado a nadie en toda la ciudad. Llevaban cuatro semanas sin un asesinato. Vaya momento para una sequía, pensó Albert Fernández mientras cerraba el periódico bruscamente.

Llevaba cinco años ascendiendo en el escalafón de la Fiscalía. Había sido un plan premeditado. Ser el primero en llegar y el último en irse, todos los días. Estar siempre perfectamente preparado e ir bien vestido. Conocer a fondo a los jueces (en un cajón de su mesa tenía guardado un fichero con las peculiaridades y preferencias de cada juez, meticulosamente anotadas con su fina caligrafía).

Y ganar casos.

Su esfuerzo había dado resultados. Hacía un mes, la fiscal jefe, Jennifer Raglan, lo había llamado a su despacho.

– Albert -le había dicho, desplazando una gran pila de expedientes de su mesa, siempre rebosante de papeles-, sé que estás impaciente por llevar una acusación de homicidio.

– Me satisface llevar todos los casos que me llegan -había respondido él.

Raglan, con una sonrisa, había añadido entonces:

– Te has ganado la oportunidad. Resulta bastante impresionante para alguien que sólo lleva cinco años aquí. Te encargarás del próximo asesinato.

En el garaje del sótano, mientras esperaba que su viejo Toyota se calentara, Albert Fernández sacó de su compartimento especial los guantes negros de piel que usaba para conducir.

Un momento antes de apartarse de la cama, Marissa le había susurrado en inglés:

– Esto sólo ha sido la segunda base. Esta noche haremos la carrera.

– Se dice anotaremos la carrera -le corrigió él, también en un susurro.

– Anotar la carrera. Pero ¿hacer el amor?

– Exacto.

– El inglés es muy extraño.

Aquella noche merecía la pena volver corriendo a casa, pensó Albert mientras se ponía los guantes y accionaba la marcha atrás. Ahora, sólo necesitaba un asesinato inesperado y, salvo aquel café demasiado hervido, tendría una mañana perfecta.

VII

Desde luego, aquello no lo enseñaban en la facultad de Derecho, pensó Nancy Parish mientras pugnaba por ajustarse los segundos pantis de la mañana, después de haber hecho trizas los primeros, minutos antes. Al abrir la puerta del armario, no pudo evitar verse de cuerpo entero en el espejo, el único que tenía en su pequeña vivienda adosada. Qué visión más encantadora para empezar la mañana, pensó: una soltera que ya rondaba los cuarenta, sin nada encima salvo las medias.

Enseguida, echó una ojeada a su viejo contestador automático. Por la noche, hacía que le desviaran a casa las llamadas que se recibían en su despacho. Cuando era una abogada defensora joven y dispuesta, respondía las llamadas en plena noche, pero hacía unos años que había empezado a bajar el volumen del timbre cuando se iba a dormir.

La luz de «mensajes recibidos» marcaba «7». Siete condenadas llamadas y aún no había tomado un café. Maldita sea, Henry, se dijo, todo esto es culpa tuya.

El mes anterior, su ex marido, productor del popular programa de radio matinal de Kevin Brace, El viajero del alba, la había convencido para que acudiera de invitada a una tertulia titulada «Mujeres profesionales solteras. ¿Son felices?».

Sólo yo, se dijo Nancy. Qué idiota, dejar que tu ex te empuje a contarle a todo el país que los sábados por la noche cenas huevos revueltos a solas. Henry la había prevenido de que tuviese cuidado con lo que decía. ¿Por qué no le había hecho caso? Había olvidado por completo que la estaba oyendo un millón de personas y, además,

Brace había sido tan encantador… Al final, después de lo de los huevos revueltos, Nancy había soltado de sopetón: “A los hombres les amilana acostarse con una mujer que gana más dinero que ellos».

Eso había sido definitivo. Durante días, el contestador se había saturado de llamadas de tipos de todo Canadá y del norte de Estados Unidos que decían estar dispuestos a vencer sus temores. Incluso habían llamado varias mujeres. Increíble.

Nancy bajó la vista al suelo, donde por la noche había dejado sus botas de piel nuevas, antes de meterse en la cama. Maldita sea, pensó y meneó la cabeza. Una fina línea blanca de la sal que se arrojaba a las calles formaba un anillo en torno a los tacones, a un par de dedos de la tapa. El septiembre pasado, finalmente, se había tomado la molestia de comprarse unas botas a principio de temporada, aunque le salieran caras, porque aquel invierno quería unas que le lucieran. Resonó en sus oídos la voz del meticuloso dependiente que le había vendido las condenadas botas… y que luego le había colocado todos los carísimos productos para el cuidado del cuero.

– Esta noche, cuando llegue a casa, rocíelas con esto -le había dicho el vendedor, enseñándole un botecito que costaba 19,99-. Espere veinticuatro horas, vuelva a rociarlas y luego aplíqueles una capa de esto -y señaló un frasco que contenía una especie de grasa líquida marrón. Éste sólo costaba 12,99-. Hágalo cada semana.

– Esperar veinticuatro horas y, luego, cada semana -asintió ella, señalando los dos recipientes mientras añadía mentalmente los impuestos. Bien, pensó para sí, éste era el rito iniciático que la introducía en una sociedad secreta de gente que sabía cuidar debidamente sus botas de invierno: la Fraternidad de las Botas de Piel Auténtica Libres de Sal.

– Y, cada noche, límpielas con un paño mojado en vinagre corriente -añadió el vendedor-. Sin agua. El agua sólo ayuda a incrustar más la sal en el cuero.

– Sin agua -prometió ella.

– Y son vitales unas hormas. Colóquelas en las botas cinco minutos después de quitárselas, cuando todavía estén calientes.

– Cinco minutos -prometió ella. Las hormas costaban 33 dólares más, sin contar los impuestos.

Vaya manera de desperdiciar el dinero, pensaba Nancy un mes después. En octubre y noviembre había hecho buen tiempo y se había olvidado de las botas. Luego, hubo una racha de frío y una nevada imprevista a principios de diciembre. Para entonces, ni recordaba dónde había metido el maldito aerosol y el acondicionador de cuero y, cuando por fin dio con ellos, fue incapaz de recordar cuál debía aplicar a las veinticuatro horas y cuál cada semana.

Al parecer, su pertenencia a aquella sociedad secreta había expirado, pensó mientras volvía a arrojar las botas al suelo y pulsaba la tecla del contestador, tomando nota mental de una cosa más: debía acordarse de comprar vinagre corriente la próxima vez que fuese a la tienda. El único vinagre que tenía en casa era balsámico.

Aquello daría para una buena caricatura, pensó. ¿Dónde había dejado el cuaderno de bocetos? Una pareja bien vestida rebusca en las alacenas de su moderna cocina. «Maldita sea, Gwyneth -dice el hombre a su esposa-, los chicos le están dando al balsámico. Otra vez.»

Con el codo, pulsó la tecla y escuchó el primer mensaje.


Bip. Hola, señora Parish, usted no me conoce, pero estoy buscando abogado para mi hijo. No tenemos dinero, pero he oído que usted es buena y que lleva casos de oficio…


Golpeó la tecla con el puño y se miró en el espejo. Aún tenía el cabello húmedo de la ducha y empezó a secárselo con la toalla mientras pasaba revista a su cuerpo desnudo.

Cabello: Uno de sus mejores rasgos. Todavía denso y abundante. Y largo hasta los hombros. Todavía le quedaba bien así, pero ¿por cuánto tiempo? El invierno pasado, en una fiesta après-ski en Whistler, un tipo borracho le había dicho que tenía «un espléndido pelo hazme- una-mamada». Aquel viaje le había costado más de dos mil dólares y no había sacado ni siquiera un beso.

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Bip. Hola, Nancy. Soy James otra vez. Tenía razón, debería haberme mantenido a distancia de Lucy, pero…, en fin, ya sabe. Estoy en la División 55. Esta vez se quedan conmigo. Estaré por la mañana en el Tribunal de Fianzas 101, en el Ayuntamiento Viejo.


Nancy pulsó la tecla de pasar al siguiente.

Rostro: Siempre había resultado «atractiva», pero no era guapa. El cutis estaba bien, pero no brillaba como antes. Cuando Henry y ella llevaban la vida alegre de una pareja joven, una noche, en el baile de apertura de la temporada sinfónica, un hombre mayor la había sacado a bailar. «Tiene usted una piel maravillosa -le había dicho-. No necesitará llevar maquillaje hasta después de los cuarenta.» Dentro de un mes cumpliría los treinta y ocho y rara vez se aventuraba ya a salir de casa sin un poco de colorete, por lo menos.

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Bip. Nancy Gail, tu padre y yo iremos al centro el miércoles por la noche para el ballet y, bueno, ya sé que no es un gran plan, pero me preguntaba si te gustaría acompañarnos a ver los escaparates de Navidad de The Bay… Borrado.


Cuello y hombros: Lo mejor que tenía. Los hombres son idiotas, siempre obsesionados con las tetas y los culos. Piensa en Audrey Hepburn o en Grace Kelly. Esos cuellos largos, interminables; esos hombros que podrían cortar el cristal…


Bip. Señora Parish, soy Brenda Crawford, del Colegio de Abogados del Canadá Superior. Todavía estamos a la espera de su respuesta a nuestra petición de que se ponga al día en el pago de sus cuotas. Como sabe, si no responde en el plazo de…


– Mierda -masculló y pulsó la tecla con el puño.

Pechos: No muy mal todavía, pensó mientras levantaba los brazos. Sobre todo, si entrecerraba un poco los párpados. Nariz: Detestaba las narices. Tomemos a cualquier mujer del mundo, pensó. Julia Roberts, pongamos. Guapa, ¿verdad? Ahora, observa su nariz. Contémplala bien. Verás cómo, en unos segundos, toda su cara se vuelve fea.


Bip. Soy yo. ¿Qué me dices de lo de Cuba?


– Zelda -murmuró por lo bajo y meneó la cabeza. Zelda Evinrude, su mejor amiga, estaba empeñada en mejorarle la vida sexual.

Se acercó un paso al espejo. Desde allí distinguía la pequeña protuberancia en medio de su nariz.


Bip. Usted no me conoce, pero el otro día la oí por la radio y…


– ¡Basta! -gritó.

Quedaba una llamada más.


Bip. Señora Parish, soy el detective Ari Greene, de la brigada de Homicidios. Son las 7.14 de la mañana del 17 de diciembre. ¿Sería tan amable de venir a verme a la comisaría central de policía a la mayor brevedad posible? Es con relación a su cliente, el señor Kevin Brace. Nos ha dado su tarjeta.


Brigada de Homicidios.

Kevin Brace.

Mierda.

Nancy Parish echó una última mirada al espejo, recogió las botas manchadas de sal y abrió a toda prisa el armario ropero.

VIII

Daniel Kennicott no tenía coche. No lo necesitaba, puesto que vivía y trabajaba en el centro. Desde el accidente de sus padres, evitaba conducir siempre que podía.

Se iban a cumplir ocho años. Sus padres hacían su trayecto habitual de los viernes por la noche hacia el norte. Cada semana, como un reloj, dejaban la ciudad aquel día, a las ocho en punto. Estaban a menos de diez kilómetros de la casa de campo de la familia cuando un conductor bebido se saltó la mediana de la autovía y colisionó de frente con ellos. El tipo, un borrachín de la zona, salió casi indemne del choque. Los padres de Kennicott murieron al instante.

Costaba decir qué resultaba más frustrante: que hubieran asesinado a su hermano y el caso hubiera quedado sin resolver, o que un maldito irresponsable hubiera matado a sus padres. El tipo pasaría unos años en la cárcel, pero ¿qué importaba eso? El resultado final no cambiaba. Su familia había sido borrada del mundo.

Kennicott conducía el coche del detective Greene, que avanzaba con facilidad entre el escaso tráfico de primera hora de la mañana. Era un Oldsmobile anticuado que no encajaba en la imagen discreta y convencional de un detective de Homicidios. Unos años antes, cuando Greene había empezado a trabajar en el caso de su hermano, Kennicott había preguntado al detective por su viejo cacharro.

– Es el vehículo más seguro que circula -había respondido Greene-. Hecho de puro acero. Muy estable. No puede con él ni una apisonadora.

Y el trasto tiene buena potencia, pensó Kennicott mientras adelantaba a un tranvía a toda velocidad. Estaba en una carrera contra el tiempo. Veinte minutos antes, Greene se había presentado en el apartamento de Brace y, tras un breve vistazo, había entregado a Kennicott las llaves del Oldsmobile.

– Necesito que vaya enseguida a King City -le había dicho-. Allí viven los padres de la víctima. Era su única hija. Procure llegar antes de que esto salga en las noticias.

Decirle a la familia que uno de los suyos había muerto era una de las partes más duras de ser policía. En la academia te entrenaban: establezca contacto visual para crear confianza; hable con firmeza, pues las vacilaciones no harán sino aumentar la ansiedad; utilice un lenguaje sencillo porque la gente responde mal a la jerga. No hable demasiado.

Kennicott recordó cuando Greene le había dado la noticia de la muerte de su hermano. Estaba en el despacho de Lloyd Granwell, el abogado que lo había reclutado para el bufete, en un gran rascacielos de Bay Street con vistas al Ayuntamiento Viejo. Granwell, que conocía a absolutamente todo el mundo, había llamado a Hap Charlton, el jefe de policía. Después, habían esperado. Fue una tortura. El reloj del Ayuntamiento Viejo acababa de dar las nueve cuando la secretaria de Granwell entró.

– Alguien pregunta por usted en el vestíbulo, señor Kennicott.

Por la mirada turbada de la mujer, Kennicott había sabido que no se trataba de nada bueno. Salió y vio a un hombre alto y bien vestido, que tenía en la mano un bloc de notas encuadernado en piel marrón. El corazón le dio un vuelco.

– Señor Kennicott, soy el detective Greene, de la policía de Toronto. ¿Hay algún lugar tranquilo donde podamos hablar?

Cuando recordaba aquella escena, Kennicott debía reconocer que Greene había sido muy profesional. Había establecido contacto visual directo, había mantenido un tono de voz firme y contenido, y había empleado un lenguaje sencillo y claro. No había apartado la mirada ni un instante. Y había dicho que era de la policía de Toronto, no de Homicidios.

Kennicott pasó al tranvía y patinó en los raíles. El Oldsmobile transmitía una confortable solidez. Encendió la anticuada radio para ver si ya había saltado la noticia y escuchó la voz de un locutor de noticias en francés. Pulsó la tecla para cambiar de emisora. Otra voz en francés.

Después de cuatro años y medio de conocerse, Kennicott no sabía gran cosa de Greene, que era muy reservado respecto a su vida personal. Kennicott no tenía idea de que el detective hablara francés. Interesante. Comprobar las emisoras de radio programadas en el coche de otra persona era como mirar a hurtadillas en los cajones de su mesa. Era fisgar en su vida privada. El tercer canal era la 102.1, una emisora muy actual que escuchaban los jóvenes. La siguiente era Q107, la principal competidora de la anterior. Greene debía de tener un hijo adolescente. Qué raro que nunca hubiese mencionado que tenía familia.

Kennicott pulsó la última tecla y escuchó la voz de Donald Dundas, el locutor más joven que solía sustituir a Kevin Brace la mañana de los lunes. Dundas puso una música de tambores nativa de un grupo del norte de Ontario que había sido invitado a Roma para visitar al Papa y entrevistó a un grupo de mujeres de un pueblo de Alberta que intentaba salir en el Libro Guiness de los Récords por construir la mayor escultura de hielo del mundo. La figura gigante de un castor.

«A continuación, llegan las noticias -anunció Dundas casi sobre las señales horarias-. Después, seguiré como conductor del programa el resto de la semana.» Su voz radiofónica, normalmente firme, sonó insegura. Como si no viera el momento de quedar fuera de antena. «Volvemos a las ocho.»

Entró el almibarado tema musical. Dundas no había dicho una palabra de Brace.

En el boletín horario no se dijo nada respecto a que Kevin Brace hubiera sido detenido, ni del hallazgo del cadáver de su esposa en la bañera. Bien. Tal vez la familia aún no lo sabía. Kennicott pulsó la tecla de la Q107.

– Ahora, una bomba -dijo el joven locutor-. Kevin Brace, el presentador de El viajero del alba, el programa de radio de difusión nacional, ha sido detenido bajo la acusación de asesinato en primer grado.

– Vaaaya -intervino su sarcástico colega de micrófono-. Esto debería ayudarnos a reducir la competencia por el mercado más culto.

– Sí, tío -dijo la primera voz-, pero ¿a quién le importa, en realidad? Los Maple Leafs ganaron anoche, así que todo va bien en Toronto…

Los dos se echaron a reír como si aquél fuera el mejor chiste que habían oído nunca.

Kennicott apagó la radio. Ya había salido de la autovía y estaba entrando en King City, que no era en absoluto una ciudad, sino un pueblecito opulento situado al norte de Toronto, habitado por ricos granjeros por afición que habían conseguido preservar en cierta medida un ambiente pintoresco entre la extensión urbana que lo envolvía.

A diferencia de Toronto, donde la nieve recién caída se transformaba enseguida en un horrible hielo pastoso y sucio, aquí se acumulaba a buena altura en las aceras. Kennicott se sintió como si hubiera llegado en pleno invierno. Desde el centro de la población, dobló hacia el norte y tomó una carreterita rural. Unos caminos particulares impecablemente despejados conducían a unas llamativas mansiones.

Recorrió un par de kilómetros hasta llegar a una casa que, a diferencia de sus vecinas -cercadas por muros y tapias- estaba rodeada de una valla de madera desvencijada. El largo camino particular había sido despejado de nieve descuidadamente. En un sencillo pedazo de madera de balsa se leía, escrito a mano: TORN.

Detuvo el coche delante de un gran garaje y se apeó. Hacía fresco y el aire traía un olor intenso a estiércol. La vivienda era una construcción irregular, con la casa de campo original en el centro y una serie de añadidos sin orden ni concierto que parecían haber sido levantados por capricho. Los peldaños de la entrada no estaban despejados y Kennicott pisó la nieve hasta la puerta. Miró qué hora era. Las 7.10. Ojalá no hayan oído la noticia, se dijo. Llamó.

En el interior de la casa estalló un torrente de ladridos. Oyó unas pisadas apresuradas en el recibidor y el ruido de unos cuerpos al lanzarse violentamente contra la puerta entre aullidos. Lo que me faltaba, pensó y bajó un peldaño, apartándose de la puerta. Una voz masculina exclamó:

– ¡Place, Show, venid aquí!

Tan de improviso como habían empezado, los ladridos cesaron. Kennicott esperó, suponiendo que la puerta se abriría., pero no sucedió nada.

Esperó un poco más y volvió a llamar.

Silencio.

A su derecha, oyó que se abría un portalón. Un hombre alto, de pelo cano, con un abrigo de piel de oveja sin abrochar, salió del garaje y se encaminó hacia él seguido de dos perrazos dóciles como corderos.

– Buenos días -dijo el hombre, andando hacia él con grandes zancadas.

– Hola -dijo Kennicott mientras bajaba los restantes escalones-. ¿Doctor Torn?

– Llámeme Arden. Nadie usa nunca la puerta principal. -Torn extendió un largo brazo para estrecharle la mano-. Entramos siempre por el garaje.

– Lamento molestarlo a estas horas de la mañana.

Torn sonrió. Los ojos azules acuosos destacaban en su rostro de tez rubicunda y cabello cano.

– Llevo levantado desde las cinco. He sacado el remolque al camino. Vamos a llevar los caballos a Virginia Occidental para una exhibición.

Kennicott mantuvo la mirada fija en Torn.

– Soy el agente Daniel Kennicott, de la policía de Toronto.

– No se alarme por los perros. Son de campo, eso es todo. Siempre tenemos dos perros, nos parece que es cruel tener a uno solo, sin compañía.

– ¿Su esposa está en casa, señor?

Torn soltó la mano de Kennicott.

– Está en el establo.

– Quizá…

El hombre asintió y volvió la cabeza.

– Allie. -Su voz resonó por el amplio espacio nevado-. Será mejor que vengas.

Un momento después, una mujer mayor envuelta en una gruesa pelliza y con una gran bufanda al cuello, calzada con un par de grandes botas impermeables, emergió del establo.

Torn se volvió a Kennicott mientras éste se subía las solapas de la chaqueta y las sujetaba con una mano.

– Gracias -dijo el agente.

– Estuve en la guerra -dijo Torn con calma y bajó la mano para acariciar a los perros, sin apartar ni un instante sus ojos azules de Kennicott-. Sé distinguir cuándo se presenta alguien para traer malas noticias.

IX

Albert Fernández detestaba escuchar la radio mientras conducía. Para él, era perder el tiempo miserablemente durante la media hora que empleaba en desplazarse hasta la oficina de la Fiscalía General, en el edificio del Ayuntamiento Viejo. En lugar de poner la radio, escuchaba cintas. Cintas de autoayuda y superación personal, audiolibros y discursos de políticos destacados y líderes mundiales. Aquel mes estaba escuchando las alocuciones de Winston Churchill durante la guerra.

Fernández tenía once años cuando sus padres izquierdistas habían huido de Chile y habían llevado a su familia a Canadá. Ninguno de los dos hablaba inglés. Palmira, su hermana pequeña, lo había aprendido rápidamente, pero el nuevo idioma era, para Albert, toda una lucha. ¿Por qué había tantas palabras para decir lo mismo? Cerdo era tanto pig como hog, Street valía lo mismo que road para decir calle y la cena era supper o dinner, indistintamente. Ningún anglohablante parecía desconcertado ante ello, pero para él era una tortura. Siempre parecía escoger la equivocada.

Su recuerdo más doloroso de aquel primer año en Canadá era el de aquel día de noviembre en que su clase hizo una salida de campo a una zona natural protegida al norte de la ciudad. Después del almuerzo, el tiempo se había vuelto de pronto frío y húmedo. Albert, que llevaba unos zapatos de calle absolutamente inadecuados, resbaló por el margen de un río y cayó al agua. Cuando se volvió hacia los otros chicos de la orilla, todos los cuales llevaban botas o calzado de deporte, vio que se mofaban de él.

– Aid me-pidió auxilio a gritos, extendiendo la mano.

Los chicos se partieron de risa.

– Aid me? -bromeaban-. ¡Para pedir socorro se dice help me!

Durante los tres años siguientes, todos en la escuela lo llamaron Albert «Aid Me».

Y no consiguió resolver aquel rompecabezas idiomático hasta que hizo un curso de lingüística en la universidad. En la primerísima clase, el profesor, un hombre joven y delgado de cabellos rubios fibrosos y gafas de montura metálica, entró en el aula abarrotada, dividió la pizarra en dos partes con una raya y escribió «anglosajón» en la cabecera de un lado y «normando» en la del otro.

A continuación, anotó debajo, a cada lado de la línea, una serie de palabras con el mismo significado exacto. El inglés, explicó entonces, no era un idioma, sino una colisión de coches. Lenguas de toda clase -germánicas, latinas, nórdicas e incluso algunas célticas- pugnaban unas con otras, pero, gracias a la invasión francesa de Inglaterra en 1066, las dos principales, anglosajona y normanda, se habían impuesto en paralelo en todas partes.

Albert Fernández prestó mucha atención a lo que explicaba el profesor. De repente, toda su confusión respecto a aquella extraña lengua se había aclarado.

Aquí fue donde entró en juego Churchill. Gran estudioso de la historia inglesa y del idioma, Churchill entendía el poder de las sencillas palabras anglosajonas y las prefería a los floridos términos foráneos normandos.

Su famosísimo discurso «Los combatiremos en las playas…» era el mayor ejemplo. Todos los vocablos que contenía eran anglosajones, salvo el último de todos: «… y jamás nos rendiremos». Aquí empleaba surrender -la única palabra de tres sílabas de toda la alocución-, que era un florido término francés, en lugar del más simple give up anglosajón. De esta manera, Churchill subrayaba que la idea misma de la rendición era un concepto ajeno a su audiencia británica.

Años después, Fernández estaba en un tribunal escuchando a un testigo. Al principio, el hombre se le había antojado completamente creíble. Sin embargo, cuando llegó a la parte difícil de su declaración, la impresión que le produjo cambió por completo y, de inmediato, tuvo la certeza de que el hombre mentía. Sin embargo, no supo por qué estaba tan seguro de ello hasta más tarde, cuando, mientras leía la transcripción, se descubrió marcando con círculos las palabras normandas.

Cuando el testigo empleaba palabras anglosajonas sencillas y directas, sus frases eran muy francas: «Entré en el apartamento. Vi a Tamara. Estaba haciendo la cena». En cambio, cuando recurría a términos normandos, se mostraba evasivo: «Según creo recordar… manipulaba la sartén… para ser del todo sincero… pensé que se proponía arrojármela… estaba sopesando la posibilidad de pedir auxilio a la policía…». Estaba mintiendo.

Fernández sonrió mientras introducía la cinta en la radio del coche y salía del garaje subterráneo. Era asombroso cuántas veces, a lo largo de los años, había resultado acertado aquel sencillo análisis de las declaraciones de los testigos.

Treinta y cinco minutos después, llegó por fin a la zona de aparcamiento al noroeste de los juzgados del Ayuntamiento Viejo. Gracias al tráfico, que estaba peor porque había salido de casa más tarde, eran casi las ocho. Peor aún que perder la bonificación por llegar temprano fue ver aparcados en el lado sur derecho, uno junto a otro, tres coches que pertenecían a otros tantos colegas de la Fiscalía.

Maldita sea. Durante meses, Fernández había llegado al aparcamiento puntualmente a las siete y veinticinco, antes que nadie de su oficina. Y el único día en que se retrasaba para disfrutar de unos momentos extra de placer en casa, fíjate qué sucedía. Ocupó la siguiente plaza disponible.

Para llegar al Ayuntamiento Viejo tenía que cruzar a pie la gran plaza que se extendía delante del Ayuntamiento Nuevo. Incluso a aquella hora temprana, bullía de gente que cruzaba el vasto espacio a buen paso, camino del trabajo. En la parte sur, en la gran pista de hielo al aire libre, los patinadores se deslizaban grácilmente, unos con ropa de deportistas y otros vestidos con traje y corbata.

Cuando era un chaval, sus padres habían juntado el dinero para comprarle unos patines de segunda mano y los domingos por la tarde lo arrastraban a aquella pista, donde se encontraban con todas las demás familias de inmigrantes. Por mucho que lo había intentado, no había conseguido nunca que los tobillos dejaran de doblársele, ni había entendido cómo podían aquellos chicos canadienses impulsarse sobre la dura y blanca superficie con tan visible falta de esfuerzo.

Cruzó Bay Street a la carrera y entró por la puerta de atrás del Ayuntamiento Viejo. Enseñó sus credenciales al joven agente de servicio, subió corriendo una vieja escalera metálica y pasó su tarjeta por el lector de la entrada trasera de la oficina de la Fiscalía.

La sede de la Fiscalía General en el centro de Toronto era una sala enorme, llena de cubículos como madrigueras de conejos que se extendían en todas las direcciones, legado de unos planificadores del gobierno que habían encajado treinta y cinco despachos en un espacio concebido para doce. Casi todos los despachos estaban llenos de pilas de papeles y libros, montones de archivadores de cartón con indicaciones como R. V. SUNDRILINGHAN – ASESINATO II – VOIR DIRE – DERECHO A CONSEJO escritas a mano con rotulador negro en el lomo. Fernández era la excepción. Mantenía su pequeño despacho limpio y ordenado.

Muchos días, como era el primero en llegar, cuando abría la puerta lo asaltaba el olor rancio a pizza fría y a palomitas de maíz de microondas. Aquella mañana, en cambio, el aire estaba impregnado de aroma a café recién hecho, a bollos tostándose y a mandarina recién pelada.

Hizo caso omiso del murmullo de voces y se encaminó directamente a su despacho. No tenía por costumbre pararse a charlar con los colegas. Además, así lo verían concentrado en su trabajo cuando pasaran por delante.

Sacó un expediente de robo del único archivador del cubículo y se sentó a su mesa. A las ocho en punto, una hora a la que normalmente era el único allí, las voces de la sala aumentaron de tono. Alguien había encendido una radio y la voz del locutor se mezclaba con el murmullo de numerosas voces.

Finalmente, Fernández no aguantó más. Volvió a guardar el expediente, cogió un bloc de notas, salió del despacho y se encaminó hacia el despacho de Jennifer Raglan, pasando por delante de la fotocopiadora aparcada en medio del pasillo.

Raglan, la fiscal jefe de la región de Toronto, estaba detrás de su escritorio saturado de papeles, medio sentada, medio inclinada sobre la mesa. Delante de ella, a su izquierda, caminando arriba y abajo, se encontraba Phil Cutter, el fiscal más agresivo de todo el equipo. Calvo, cercano ya a los cincuenta, vestía un traje viejo y calzaba unos zapatos de suela de crepé, con los tacones muy gastados por la parte exterior. A la derecha de Raglan, sentada en una silla de madera, estaba Barb Gild, una morena alta y esbelta que era la mejor investigadora legal de la oficina. Era la típica genio despistado y tenía lama de dejarse papeles y expedientes por toda la oficina y en las fotocopiadoras. Los tres estaban enfrascados en una intensa conversación. Fernández carraspeó, pero nadie le prestó atención. Entró en el despacho y siguieron sin reparar en él. Casi había llegado al escritorio cuando, por fin, Raglan levantó la vista.

– Albert, ¿dónde te habías metido? -dijo.

Maldita sea, pensó él.

– Llevo un rato aquí, trabajando en mi despacho.

– Estamos esbozando nuestra estrategia preliminar. No hay tiempo que perder -continuó la jefa, como si no lo hubiera oído-. Parece que te ha tocado el gordo. Espero que hayas hecho las compras de Navidad. El miércoles tendrás que acudir al tribunal de fianzas para la vista sobre este caso.

¿Qué sucedía? Era como si hubiera entrado en un cine a media película y todos los demás supieran de qué iba.

– Esto demuestra que nunca se sabe… -dijo Cutter, en un tono tan alto que, más que una voz normal, parecía un ladrido. Se sabía de jueces que le pedían que se alejara hasta el fondo de la sala antes de concederle la palabra. Su calva relucía bajo el fluorescente-. Probablemente, dirá que la víctima se cayó sobre el cuchillo. Poco creíble, sin embargo, dado que murió en la bañera. -Cutter empezó una carcajada, una risa áspera y entrecortada.

– El muy cerdo -masculló Barb Gild-. Grandísimo hipócrita…

Raglan alzó la vista de la mesa con las gafas de montura de concha colgadas de su nariz aguileña. Su tez ofrecía un aspecto ajado de tantas noches de dormir poco y tantos cafés fríos pero, bajo su melena castaño grisácea, tenía unos ojos de un tono avellana mágico y una boca amplia. Su porte exudaba un aire de atractiva confianza.

– ¿Cuándo te has enterado de lo sucedido? -preguntó a Fernández.

Albert se encogió de hombros. No podía seguir disimulando.

– Lamento decirlo, pero no sé a qué se refiere, jefa.

Todas las miradas se volvieron hacia él.

– ¿No sabes nada? -dijo Raglan.

– No.

– Kevin Brace ha sido acusado de asesinato en primer grado -dijo Raglan-. Esta mañana, a primera hora, han encontrado muerta a su esposa en la bañera de su apartamento, con una puñalada en el estómago. Albert, te ha tocado la lotería para tu primer caso de homicidio.

Fernández se limitó a asentir.

– Increíble -murmuró Barb Gild-. Y hay quien llamaba a Brace el primer feminista de Canadá. Qué manera de engañarnos.

– La prensa se lo va a pasar en grande con esto -gruñó Cutter-. Menuda suerte, Albert.

Fernández asintió de nuevo. En una esquina del despacho había otra silla barata. La ocupó, abrió el bloc y tomó el bolígrafo.

– Empecemos -dijo, esforzándose cuanto pudo por parecer animado. Tenía que hacer creer a todo el mundo que estaba preparado… lo cual no andaba lejos de la verdad.

Sólo había una cosa que necesitaba saber, pero no se atrevía a preguntar: ¿Quién demonios era Kevin Brace?

X

Pero a qué extremos estaba llegando la policía de Toronto, se dijo Nancy Parish mientras inspeccionaba la variedad de platos y bebidas que ofrecía la espléndida nueva cantina de la comisaría: capuchinos, cafés con leche, té a la menta, batidos de yogur, macedonias de fruta, barritas de cereales, cruasanes y minibrioches. ¡Minibrioches! Aquello no era un bar de policías, era una cafetería. ¿Dónde estaban los aguados cafés americanos, los donuts glaseados?

Tras una búsqueda a fondo, se decidió por un pedazo de tarta de mantequilla sin pacanas ni nueces y se sirvió una taza de café torrefacto que parecía hecho hacía horas. Algo era algo.

Carburante de avión, pensó mientras tomaba asiento en una estilizada silla de diseño del local medio vacío. A veces, se dijo al tiempo que daba un voraz bocado a la tarta, una necesitaba un poco de comida basura pura, sin adulterar, que le diera energía para soportar situaciones difíciles.

La condenada tarta era tan grande que parte del relleno se le escurrió por la mejilla. En el momento en que alargaba la mano para coger una servilleta, se acercó a su mesa un hombre alto, vestido con un elegante traje a medida, camisa bien planchada y mocasines negros relucientes. El hombre poseía un atractivo algo áspero.

– ¿Señora Parish? Soy el detective Greene -dijo el recién llegado, tendiéndole la mano.

– Buenos días, detective -consiguió responder ella mientras cogía la servilleta. Le pareció que tardaba una eternidad en limpiarse la cara y alargar la mano para estrechar la que él le ofrecía.

– ¿Le importa que me siente? -preguntó Greene.

Parish tragó un buen sorbo de café para aclararse la garganta.

– No, no, adelante -asintió. El café estaba ardiendo y le quemó la lengua.

– Cuando termine el desayuno, la llevaré arriba a ver al señor Brace -dijo Greene.

– Ya he terminado -respondió ella, deseando que hubiera un agujero en la mesa al que pudiera arrojar el resto de la tarta-. Vamos.

En el ascensor, el número de los pisos estaba escrito en inglés, francés, chino, árabe y braille. Subían con ellos tres personas más y Greene no dijo una palabra. Mientras ascendían por el atrio lleno de plantas, una voz mecánica anunciaba: «Planta baja, primer piso, segundo piso…» en una decena de idiomas. Si tuviera que oír eso tollos los días, pensó Parish, me volvería loca.

Bajó la vista y observó que los pantalones que se había puesto no tapaban del todo los cercos de sal de sus botas. Ordena tus prioridades, Nancy Gail, se dijo, imitando mentalmente la voz de su madre: primero, el vinagre corriente; después, Kevin Brace.

Cuando salieron del ascensor, Greene la condujo por un pasillo desierto mientras empezaba la narración de los hechos.

– Recibimos aviso de este incidente por una llamada a emergencias del señor Gurdial Singh, a las 5.31 de la mañana. Nuestra información hasta el momento es que el señor Singh reparte el periódico en el edificio del señor Brace cada mañana a esa hora. El Globe and Mail. El señor Singh ha declarado que el señor Brace abrió la puerta en albornoz, con las manos ensangrentadas, y afirmó que había matado a su esposa. El señor Singh encontró el cuerpo de la víctima, la señora Katherine Torn, pareja de hecho del señor Brace, en la bañera. No se conoce ninguna relación entre el señor Singh y Brace o Torn, salvo que el primero les reparte el periódico. El señor Singh tiene setenta y tres años. Inmigró a Canadá hace cuatro años, posee nacionalidad canadiense, está casado, tiene tres hijas y dieciocho nietos y no constan antecedentes penales ni ficha policial alguna.

Las frases surgieron de la boca de Greene con la precisión de un actor veterano que interpretara el mismo papel por centésima vez. El detective caminaba con paso rápido y seguro; sin embargo, no había nada mecánico en él. De hecho, a pesar de la asepsia profesional que empleaba, se lo veía muy cálido. Y constante como un metrónomo, pensó Parish; un refinado metrónomo de madera.

El señor Singh nos ha informado de que en la India era maquinista de los Ferrocarriles Nacionales, dato que hemos podido confirmar en otras fuentes. Antes de llamar a emergencias, buscó signos vitales en la víctima, pero no observó ninguno. El cuerpo estaba frío al tacto. El agente Daniel Kennicott procedió a la detención del señor Brace sin incidencias, a las 5.53. El detenido ha sido informado de su derecho a permanecer en silencio y a tener consejo legal. Hasta el momento, no ha efectuado ninguna declaración ante la policía. La acusación es de asesinato en primer grado.

Greene se detuvo. Habían llegado ante una puerta blanca sin rótulos.

– ¿Alguna pregunta hasta aquí? -inquirió.

Parish deseó hacerle varias: ¿Qué me dice de otra taza de café? ¿Cómo hace para dar ese brillo a sus zapatos? ¿En qué momento exacto la señora Katherine Torn, pareja de hecho de Kevin Brace, dejó de ser «ella» para convertirse en «el cuerpo»? Sin embargo, en vez de eso, se limitó a inquirir:

– ¿Va esposado?

– Claro que no. Le pusieron las esposas en el momento de su detención y permaneció así durante el traslado. Tan pronto estuvo a buen recaudo en este edificio, le quitamos las esposas.

Parish asintió. No te compliques, se dijo.

– El apartamento se encuentra en el piso doce. No tiene balcón y está orientado al sur, con vistas al lago -dijo Greene, sin descompasar el metrónomo ni un instante-. Sólo hay una puerta. En este punto de la investigación no hay indicios de que nadie forzara la entrada y todas las ventanas que dan al exterior parecen intactas. No hay el menor rastro de que haya tenido lugar un robo. En la planta doce sólo hay dos apartamentos, el 12A y el 12B. La inquilina del 12B es una anciana de ochenta y tres años. Estoy seguro de que no tiene nada que ver con el asunto.

Parish asintió. Greene le estaba enseñando deliberadamente lo claro que estaba el caso desde el primer momento. No reacciones a esta retahíla de malas noticias y limítate a escuchar, se dijo. ¿Cuántas veces había visto aquello? La policía siempre presentaba los indicios como si fueran casos resueltos, con la intención de que el abogado pensara que no había nada que hacer. Lo importante, se recordó, no era lo que la policía decía, sino lo que se callaba.

¿Qué era lo que Greene no contaba?, pensó mientras pasaba la lengua escaldada por el paladar. ¿Qué faltaba?

– Me temo que tendremos que cerrar la habitación durante la entrevista, señora Parish -anunció Greene-. Situaré a una agente de policía ante la puerta, al otro lado del pasillo, para asegurar que su conversación es estrictamente confidencial. Si necesita algo, limítese a llamar a la puerta y la agente le ayudará. Tómese todo el tiempo que necesite, por favor. Todavía estamos organizando el traslado, de modo que el detenido seguirá aquí un buen rato. Espero que sea suficiente.

Parish asintió de nuevo. Recibir un trato tan cortés y profesional resultaba seductor. Durante sus doce años de oficio, casi siempre había tenido que pelearse por cada pizca de colaboración que las autoridades podían prestarle. Aquél era su primer caso de asesinato. Apenas llevaba una hora ocupándose de él y ya empezaba a ver por qué a los abogados defensores les gustaban los homicidios. Por supuesto, hay muchísimo en juego y el horario es brutal, pero al menos a una la trataban con respeto.

– Está bien -asintió. Brace tiene derecho a recibir asistencia legal, se recordó. Mi presencia aquí es un derecho, Greene no está haciéndome ningún favor.

¿Dónde está la trampa? Vamos, Nancy, no te dejes distraer por este detective tan amable y tan bien vestido. Piensa.

Entonces, se le encendió la luz. No sobreactúes, se dijo. Esperó a que Greene se volviera para encaminarse al ascensor.

– Sólo una pregunta, detective.

– Por supuesto, señora Parish. -Greene giró sobre sí mismo con la precisión de un patinador, aún con la sonrisa en la boca.

– El arma homicida. ¿La han encontrado?

A Greene se le apagó la sonrisa por un instante.

Todavía no, señora Parish-dijo-. Dentro de unas horas, cuando los forenses hayan terminado de estudiar el escenario del crimen, volveré para hacer mi inspección final. Abriré bien los ojos para dar con ella, se lo aseguro.

De nuevo, exhibió aquella sonrisa. Aquel detective era encantador. Greene dio media vuelta y se despidió con un gesto, de espaldas a ella.

Nancy Parish miró la puerta, respiró hondo y abrió.

En el rincón del fondo de una sala grande y vacía, de paredes blancas, se hallaba Kevin Brace, tal vez el locutor más conocido del país, que a menudo bromeaba proclamándose el rostro más conocido de la radio, El único mobiliario de la sala consistía en dos sillas de madera;

Brace estaba sentado en la más alejada de la puerta, encogido y concentrado en sí mismo, como un viejo que volviera a la posición fetal.

Parish cerró la puerta rápidamente.

– Señor Brace -dijo, extendiendo las manos al frente-, escuche y no diga una palabra.

Brace levantó la mirada. Ella avanzó hasta la silla vacía y la acercó a donde estaba él.

– Señor Brace, en esta habitación no se emplean micrófonos secretos, pero hay una cámara de vídeo que lo vigila en todo momento. -Se volvió y señaló la cámara, perfectamente visible en la pared del fondo-. Preferiría que ahora no dijese nada, por si alguien decide estudiar la cinta para leerle los labios. O…, en fin, nunca se sabe.

Brace alzó la vista lentamente a la cámara y, acto seguido, volvió a mirarla a ella.

– ¿Puede asentir o negar sólo con la cabeza?

Brace asintió como le pedía.

– ¿Necesita usted algo? ¿Agua? ¿Ir al baño?

Brace dijo que no con un gesto.

– ¿Sabe que se le acusa de asesinato en primer grado?

Él la miró fijamente. Por un instante, Nancy pensó que iba a decir algo, pero Brace se limitó a enderezar la espalda y asintió de nuevo.

– Esto resulta muy incómodo -dijo ella-. Lo veré esta noche en la cárcel; allí podremos hablar.

Brace asintió otra vez.

– La policía intentará hacerlo hablar. Yo prefiero que mis clientes no digan absolutamente nada. Así, no pueden poner palabras en su boca. ¿Está de acuerdo en esto?

Él la miró a los ojos un buen rato. Nancy recordó aquellos ojos profundos y confortables de la vez en que la había entrevistado en la radio. Unos ojos que te hacían confiar en él, que te hacían desear abrazarte a él y ser su amiga íntima.

Entonces, Bruce esbozó una sonrisa.

– Bien -dijo ella y abrió su carpeta. Buscó una hoja de papel en blanco y fue diciendo, mientras escribía:


Me llamo Kevin Brace. Entiendo que estoy acusado de asesinato en primer grado. También entiendo que tengo derecho a guardar silencio.

Deseo acogerme a este derecho y no hacer ninguna declaración en este momento. Fechado en Toronto, a fecha de hoy, lunes, 17 de diciembre.


Debajo del texto, trazó una raya. Debajo de ella, escribió en mayúsculas el nombre de su representado.

– Tenga -dijo, acercándole la carpeta-. Firme esto y llévelo encima en todo momento. Enséñelo a la policía si alguien pretende preguntarle algo. Y convendría que hiciera lo mismo en la cárcel has- la que acuda a verlo allí, esta noche.

Brace alargó la mano y examinó el bolígrafo que le ofrecía, un vulgar Bic barato. Afortunadamente, sólo lo había mordisqueado un poco. Hacía tiempo que había dejado de comprarse bolígrafos caros con su nombre grabado que, como los guantes de piel invernales, las gafas de sol graduadas y las barras de labios caras, perdía inevitablemente al cabo de una semana.

Kevin Brace estampó su firma con una letra clara y florida. Después, sin esperar, abrió las anillas de la carpeta y sacó la hoja, la doblo pulcramente por la mitad y volvió a doblarla.

Acto seguido, dirigió una sonrisa socarrona a la abogada.

Nancy Parish se quedó impresionada. A pesar de cuanto le había sucedido durante aquellas últimas horas, Brace parecía muy tranquilo. Tal vez se debía a todos aquellos años de vivir apremiado por la inmediatez, pero era evidente que a Kevin Brace no lo ponía nervioso la presión.

XI

A Daniel Kennicott, el trayecto de vuelta al centro le llevó un buen rato, batallando con el tráfico. En Front Street no había dónde dejar el coche, pero tuvo suerte y encontró sitio en la misma calle secundaria donde Greene había aparcado antes su vehículo. Mientras recorría el pasillo en dirección al apartamento 12A, contuvo un bostezo. Allí acabaría el caso para él, se dijo. Lo llamaban la regla de «el primer agente que llega, el primer agente que sale», y la había aprendido el año pasado.

En diciembre, él y su compañera, Nora Bering, habían recibido un aviso de violencia doméstica desde una gran mansión de Rosedale. Fueron los primeros agentes en llegar a la escena. En un ataque de furia prenavideña, la señora de Francis Boudreau, a quien la prensa pronto iba a apodar «la dama no tan abstemia», le había arrojado un ordenador portátil a la cabeza a su antojadizo marido; el objeto le había dado en la sien y el hombre había muerto desangrado bajo el árbol de Navidad de la familia. Kennicott y Bering se habían visto obligados a detener a la mujer delante de sus hijos gemelos y de su niñera filipina.

Una vez que llegaron los refuerzos y la escena estuvo bajo control, todo cambió. Dos arrogantes detectives de Homicidios -perfectamente vestidos, con sus trajes a medida, sus camisas de puño francés con las iniciales bordadas y los zapatos relucientes- recorrieron la casa tomando anotaciones en sus cuadernos con sus caros bolígrafos de marca. Cuando ya se marchaban, mantuvieron una breve conversación con Kennicott y Bering y los relevaron de la investigación -«el primer agente que llega, el primer agente que sale»- sin una palabra de agradecimiento siquiera.

En el apartamento 12A, la luz del día entraba ahora por los grandes ventanales y Kennicott levantó la mano a modo de visera durante un momento mientras avanzaba con cuidado por el suelo embaldosado de la cocina. El detective Greene estaba inclinado sobre la en- cimera junto a un hombre alto al que Kennicott reconoció por detrás. Como siempre, el hombre tenía a sus pies un maletín viejo y una andrajosa mochila de lona.

– Eh, agente Kennicott, veo que se ha dado prisa -dijo el agente Wayne Ho mientras se volvía, con la manaza tendida en un efusivo saludo. Ho, el agente de identificación forense a quien correspondía precintar el escenario del crimen y buscar indicios físicos, era un chino de estatura extraordinaria, casi dos metros. Aunque probablemente se acercaba ya a los sesenta, Ho estaba tan en forma como un recluta bisoño y andaba sobrado de energías. El tono agudo de su voz era un contrapunto discordante con su imponente presencia.

– Eh, menudo chollo, esto de ser la Voz de Canadá, ¿no le parece?-dijo Ho, taladrando a Kennicott con su penetrante mirada-. Saltar de la cama cada mañana y hablar por la radio unas cuantas horas Imagínese, que le paguen a uno por hablar. Ahora, quizá pueda emitir desde la cárcel. Allí también se levantan temprano, como en el ejército inglés.

Kennicott se rió. Ho había sido el agente forense del caso de su hermano y, desde que Kennicott formaba parte del cuerpo, habían trabajado juntos muchas veces. Era un hombre de una locuacidad desbordante; como un juguete de cuerda que llevara un resorte inmenso, no había modo de pararlo y Kennicott sabía que era inútil intentar participar en la conversación; por lo menos, de momento.

– Eh, miren esto. El pobre hombre es seguidor de los Maple Leafs -continuó Ho, señalando con su bolígrafo de metal la fila de tazas y vasos blanquiazules del alféizar de la ventana. Los golpeó uno tras otro, extrayendo un sonido distinto de cada uno-. Es trágico, realmente. No ganarán nunca. Es por culpa de los medios. Les dan (anta cobertura que los jugadores viven en permanente nerviosismo. Fíjese, ganan más partidos como visitantes que en casa.

Kennicott miró a Greene, que le dedicó una sonrisa de pasmo.

– ¿Tomará huellas de todos esos vasos? -preguntó, entrando finalmente en la conversación.

– ¿Para qué?-respondió Ho-. Las huellas en vidrio pueden durar meses, artos, a menos que… -con gran teatralidad, dio cuatro golpecitos con el bolígrafo en el lavavajillas, al tiempo que tarareaba a Beethoven: «pa pa pa pam»-, a menos que se metan aquí. Los lavavajillas son matahuellas. Un lavado y adiós a cualquier rastro de huellas dactilares o de ADN. Borrados para siempre.

– Estaré con usted dentro de un momento -dijo Greene, levantando la vista del cuaderno por un instante. Kennicott se acercó a los grandes ventanales y contempló el lago. El puerto interior ya estaba salpicado de placas de hielo flotante. En verano, tres voluminosos transbordadores blancos llevaban a los acalorados habitantes de la ciudad a la bucólica zona de parques y playas, pero en invierno el servicio se reducía a una sola embarcación, para servir al puñado de residentes que vivía allí todo el año en una pequeña comunidad de casitas remozadas.

Kennicott observó el barco que surcaba las frías aguas. El resto del puerto permanecía en una calma fantasmagórica. Más allá de las islas, el lago estaba turbulento, agitado por unas olas que lo hacían parecer aún más gélido. En el horizonte, el sol ya empezaba a declinar en el breve arco que trazaba en el cielo a mediados de diciembre. Se acercó más a la ventana para notar en la piel los últimos rayos del día.

– ¿Cómo le ha ido? -preguntó Greene y se acercó a él con la mano tendida para pedirle las llaves del coche.

Kennicott se encogió de hombros, el gesto universal de los policías a los que se encomienda una tarea difícil, y se volvió para marcharse. Le sentaría bien llegar a casa, tomar una ducha y dormir.

– En Homicidios, todos han salido a hacer las compras navideñas -dijo Greene-. Necesito a alguien que me acompañe mientras el detective Ho realiza la primera inspección.

– Por supuesto -asintió Kennicott. La fatiga desapareció de él por ensalmo.

– Eh, perfecto -dijo Ho mientras encabezaba la marcha por el amplio pasillo hasta la puerta del apartamento, cuaderno en ristre-. Eh, el marco está intacto. La puerta es de acero, sin señales de haber sido forzada, y tiene mirilla. Hay un sistema de doble cerradura y tampoco hay indicios de manipulación. Lo tengo todo fotografiado y grabado en vídeo.

Durante los veinte minutos siguientes, el detective Ho los condujo por todo el apartamento. Desde la puerta, pasaron por el baño del pasillo, la sala de estar, el dormitorio principal con su cuarto de baño

y el estudio. Ho continuó su narración de lo que encontraba, salpicada de observaciones a veces astutas («Brace tiene más libros de bridge que de ningún otro tema»), a veces ridículas («¿Qué les parece esto? ¡Un apartamento en el ático y el cuarto de baño del vestíbulo ni siquiera tiene jabonera!»).

Por último, llegaron a la cocina-comedor. Unas nubes habían tapado el sol, lo que había oscurecido la estancia. Ho encendió la luz del techo y continuó inspeccionando, sin dejar de narrar.

Kennicott se detuvo ante la mesa donde había encontrado a Brace y Singh cuando había llegado al apartamento. Miró el tarro de miel, Lis tazas de loza y la tetera de porcelana. Nada. Miró detrás de la mesa, en el horno y en los cajones de la cocina. ¿Qué buscaba?

Paseó la vista por el suelo, de piedra oscura. Entre la cocina y la enumera había un resquicio. No era fácil ver algo en el oscuro hueco y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la luz.

Entonces, lo vio. Se quedó paralizado.

Hasta aquel momento, el objeto quedaba camuflado por el suelo. Volvió a mirar la mesa, en la parte donde había visto primero a Brace.

– ¿Kennicott? -preguntó Greene, que había percibido algo en su silencioso proceder.

– Creo que debería venir aquí -respondió el agente, cruzándose de brazos delante de él.

– Eh, ¿qué sucede? -preguntó Ho.

Kennicott se concentró en el estrecho hueco y el objeto se hizo mas nítido conforme lo miraba. Greene, hombro con hombro a su lado, siguió su mirada hacia aquel punto del suelo. Al cabo de unos segundos, el detective emitió un largo silbido.

– Yo no voy a tocarlo, ¿y usted? -dijo, cruzando los brazos también.

– Desde luego que no. -Kennicott se permitió una media sonrisa.

– Detective Ho, no se quite los guantes -dijo Greene.

– Eh ¿qué tienen? -preguntó Ho mientras se acercaba a toda prisa.

– Buen trabajo, Kennicott-murmuró Greene-. Está en mi equipo.

Kennicott asintió. Debería decir, «gracias, detective», pensó, pero no hizo más que seguir mirando de un lado a otro, de la taza de Brace en la mesa del desayuno al resquicio donde había visto el mango negro de un cuchillo.

XII

Albert Fernández recogió la última hoja de papel de la mesa, volvió a guardar en su escondite del último cajón del escritorio la cajita de plástico donde tenía sus fichas manuscritas y echó un vistazo al reloj. Las 16.25. El detective Greene había dejado un mensaje de que estarían allí a las 16.30.

Fernández estudió su pulcro despacho de doce metros cuadrados. Sabía que medía eso porque las regulaciones del gobierno establecían que el despacho de un ayudante del fiscal no podía ser ni un centímetro mayor. Había el sitio justo para una mesa, una silla, un archivador y unas cuantas pilas de cajas con pruebas. La puerta se abría hacia dentro y ocupaba una quinta parte del espacio.

Fernández odiaba la cháchara y sus colegas lo sabían. El informe anual tras su primer año en el puesto había establecido que era un buen fiscal, pero mal jugador de equipo. La encuesta realizada entre sus colegas sugería que Fernández dejara abierta la puerta de su despacho más a menudo y que instalara una máquina dispensadora de chicles para convertirlo en un lugar más amistoso, que invitara a los compañeros a entrar.

El mensaje tácito estaba claro: Mira, Albert, aquí eres una especie de bicho raro, con tu ropa elegante, tus modales remilgados y… en fin, con tu hispanidad. Para abrirte camino, vas a tener que encajar…

Al día siguiente, Fernández dedicó la hora del almuerzo a acercarse al Eaton Center y regresó con una máquina de chicles bajo el brazo. Los compañeros de trabajo reaccionaron a su nueva política de puertas abiertas como moscas a la miel. Al poco tiempo, Albert perdía minutos preciosos, horas incluso, en conversaciones ociosas con sus colegas cuando éstos, locos por tomar algo ele azúcar a última hora de la jornada, entraban a buscar un chicle y se ponían a mascar ávidamente.

Un día, un fiscal sénior le pidió que volvieran a interrogar a un testigo acerca de una declaración que había hecho a un agente y que no había firmado. Fernández conocía un asunto reciente que venía al caso y, durante la media hora siguiente, se dedicó a instruir a su colega veterano. Pronto, otros se aventuraban en su despacho no sólo para criticar a los demás o para pillar un chicle, sino también para consultar con Albert complejos asuntos legales. La puerta se mantuvo abierta, la máquina dispensadora de chicles continuó rellenándose y la estrella de Fernández ascendió en la oficina.

De todos modos, seguía fastidiándole perder su precioso tiempo y, con los años, fue cerrando la puerta más a menudo. Un día, la máquina de chicles se vació y Albert no se molestó en volver a llenarla, finalmente, la colocó detrás de la puerta, donde quedó en una especie de extraño purgatorio. No quería deshacerse de ella, pero tampoco estaba dispuesto a rellenarla. Con frecuencia, la usaba de percha para colgar la chaqueta.

Llamaron a la puerta y Fernández se puso en pie al momento. El detective Ari Greene y el agente Daniel Kennicott aparecieron en el umbral, hombro con hombro; entre los dos llenaban de sobra el estrecho quicio. Greene tenía en la mano un sobre grande.

– Pasen -dijo Fernández-. Lo siento, pero sólo hay una silla.

Los dos hombres se miraron. Ninguno de los dos quiso sentarse.

– Nos quedaremos de pie -dijo Greene después de los apretones de mano de rigor.

Hubo otra llamada a la puerta y entró en el despacho Jennifer Raglan, la fiscal jefe.

– Hola a todos -dijo, cruzándose de brazos, y se situó al lado de Greene. Era evidente que ella tampoco iba a sentarse.

Fernández volvió tras la mesa. Cuando se sentó, la vieja silla chirrió.

– Antes de que escuchemos la grabación -dijo Greene, levantando el sobre-, me gustaría repasar mi lista de CQH.

Los demás asintieron y Fernández miró a Greene, intentando no parecer confundido. Greene captó la mirada y sonrió.

– Cosas que hacer -explicó, al tiempo que abría su libreta de notas marrón con tapas de piel.

– Empezaré por Katherine Torn. Cuarenta y siete años. Quince de convivencia en pareja con Brace. Sin antecedentes penales ni ficha policial. Hija única. Parece haber dedicado la mayor parte de su tiempo libre a montar a caballo. Creció en King City, donde todavía vive su familia. El padre es un veterano de la Segunda Guerra Mundial y médico retirado. La madre es un ama de casa que en sus tiempos fue una famosa amazona. Kevin Brace, como sabrán, es el famoso locutor de radio. Sesenta y tres años, sin antecedentes ni ficha policial.

Fernández anotaba rápidamente en su bloc.

– El agente Kennicott ha informado a la familia esta mañana y parecen habérselo tomado bastante bien, pero nunca se sabe. He puesto a los Torn en contacto con el Servicio de Apoyo a las Víctimas e intentaré que accedan a recibirla a usted, tal vez mañana mismo. -Aunque tenía la libreta abierta, Greene no se molestó en seguir consultándola-. Esta noche, Kennicott revisará todas las cintas de vídeo del vestíbulo del edificio, las agendas de Torn y de Brace, etcétera. Establecerá los movimientos de ambos durante la última semana. He formado un equipo que pasará a preguntar puerta por puerta a los vecinos del edificio y en las tiendas y restaurantes de los alrededores. La agente Nora Bering, compañera de Kennicott, entrevistará al instructor de hípica. Mañana hablaremos con los empleados de la emisora.

Fernández asintió. De modo que así eran las cosas cuando uno se ocupaba de un homicidio, pensó. El detective era un verdadero profesional.

– ¿Han hablado con alguien más de la planta doce? -preguntó.

Greene pasó unas cuantas hojas.

– En ese piso sólo hay otro apartamento, el 12B. La inquilina es Edna Wingate, de ochenta y tres años, inglesa. Enviudó tres veces. Volvió a Canadá en 1946. Sus padres murieron durante el bombardeo alemán. Hablé con ella en el vestíbulo del edificio, cuando salía para una clase de yoga a primera hora de la mañana. Anoche no advirtió nada raro. Volveré a entrevistarla mañana por la mañana.

Fernández asintió y miró a Greene y Kennicott. Llevaban apenas doce horas con el caso y en su programa de actividades no figuraba en absoluto irse a dormir. Los dos parecían tranquilos. Se les notaban ojeras de cansancio, pero se resistían a mostrar fatiga.

– Escuchemos la grabación del centro de detención.

En el DVD ponía: centro de don jail, llamadas telefónicas del detenido kevin brace, 17 DIC. 13.00 H a 17.00 H. A Fernández le asombraba siempre lo locuaces que se mostraban los delincuentes, incluso los más experimentados, en los primeros momentos de su detención. Luego, no tardaban mucho en cerrar el pico, por lo que uno debía hacerlos hablar mientras estaban en estado de shock y coléricos.

Nancy Parish, la abogada de Brace, se había presentado enseguida y había aleccionado a su cliente de que no hablara con nadie. Fernández esperaba que se le escapara algo por teléfono que lo ayudara en el juicio e incluso, tal vez, en la vista de establecimiento de fianza.

Fernández introdujo el disco en el ordenador. Se oyó la voz metálica de una operadora: «Tiene una llamada a cobro revertido de… Kevin Brace. Pulse uno si acepta, pulse dos si…».

Sonó un pitido.

«Hola», dijo una voz masculina.

«¿Papá? ¿Eres tú?», preguntó una mujer al otro lado de la línea. Su voz, profunda y ronca, se antojaba bastante joven y bordeaba el pánico.

Fernández pasó la hoja de su bloc y escribió la fecha en la esquina superior derecha.

«¿Es usted Amanda?» La voz era profunda y tenía un fuerte acento, probablemente caribeño. Fernández no había oído nunca a Brace, pero supo al instante que no hablaba él.

«¿Quién es?», inquirió Amanda.

«Estoy aquí con su padre. Me ha pedido que la llame y le diga que se encuentra bien.» El hombre hablaba muy despacio, como si leyera algo.

«No entiendo.»

«Su padre no quiere que venga a verlo todavía.»

Fernández oyó que Amanda levantaba la voz:

«¿Qué? Déjeme hablar con él.»

«Quiere que transmita el mismo mensaje al resto de su familia.»

«Pero…»

«Ahora, tengo que colgar.» Se escuchó un sonoro clic.

«Espere…», chilló Amanda antes de que su voz fuese acallada por el zumbido del teléfono.

Fernández levantó el bolígrafo. No había escrito una sola palabra.

– Amanda Brace es la hija mayor del primer matrimonio -dijo Greene-. Veintiocho años. Casada. Coordinadora de producción en Roots -continuó. Roots era una popular cadena de tiendas de ropa-. Sin antecedentes ni ficha policial. Vamos a esperar un par de días antes de ponernos en contacto con ella.

El detective parecía absolutamente perplejo ante lo que acababa de oír. Fernández sintió ganas de rechinar los dientes de frustración.

Todos escucharon el zumbido neutro de la grabación y esperaron la siguiente llamada. Fernández jugaba con el bolígrafo, expectante. Nada. Aumentó el volumen del reproductor de DVD. El zumbido vacío de la cinta se hizo más audible en el pequeño despacho.

– Una segunda hija, Beatrice, vive en Alberta -informó Greene-. Casada, también. Sin antecedentes. Sin ficha policial.

Al cabo de otro minuto, Fernández pulsó el botón de avance rápido, lo mantuvo apretado unos segundos y soltó. Pulsó el de reproducir. Seguía sin oírse nada. Repitió la operación dos veces más. Nada. La máquina que registraba la conversación se activaba con la voz. El resto del DVD estaría vacío.

– En fin, parece que lo hemos oído todo -dijo y miró a Greene, que hacía girar su bolígrafo Cross entre los dedos. Casi pudo ver cómo engranaba pensamientos en su cabeza.

– Brace mantiene la boca cerrada -constató el detective.

– Es la regla del «nunca jamás» -apuntó Kennicott. Era la primera vez que el agente intervenía. Todos se volvieron a mirarlo.

– Cuando era abogado -continuó-, me aleccionaron de que nunca jamás firmara una declaración jurada hasta que todas las páginas estuvieran grapadas. Así, si alguna vez me preguntaban acerca de algún documento que hubiera compilado años antes, estaría protegido.

– Claro -asintió Greene-, así podía jurar que nunca jamás firmaba una declaración que no estuviera grapada, igual que Brace podrá jurar que nunca jamás ha hablado con nadie durante la detención. Así se protege por si alguien sale a declarar que habló con él mientras estaba entre rejas.

– Muy bien, Kennicott -comentó Raglan.

Greene se volvió a la fiscal jefe, que estaba pegada a él en el pequeño cubículo.

– Supongo que usted querrá que le concedan la libertad bajo fianza, ¿no?

– Si sale, hablará -asintió ella. Los tres miraron a Fernández-. En la vista para fijar la fianza, monte un pequeño espectáculo de modo que Brace y su abogada piensen que lo queremos encerrado -dijo Raglan, descruzando los brazos-. Pero sería mucho más conveniente que perdiera usted…

Raglan devolvió la mirada a Greene. Era evidente que los dos habían trabajado juntos anteriormente.

– Por si acaso -apuntó Greene-, le buscaré a Brace un compañero de celda. Alguien que sepa jugar al bridge.

– ¿Por qué al bridge? -preguntó Fernández. Todos lo miraron. -En su programa, no hace más que hablar de ese juego -dijo Raglan.

– Y tiene su estudio lleno de libros de bridge -añadió Kennicott. Fernández asintió. Sería mejor que dejara de escuchar sus cintas y empezara a poner la radio.

– Por cierto -añadió Raglan mientras se disponía a salir del despacho-, te ha tocado el juez Summers. Será interesante.

Fernández esperó a que todos abandonaran el cubículo y la puerta se cerrara. A continuación, abrió el último cajón de la mesa, buscó en el fondo y sacó su caja con el rótulo «jueces». Pasó las fichas ordenadas alfabéticamente hasta llegar a «Summers». Tenía una idea bastante aproximada de lo que encontraría. Había tres entradas diferentes. La primera era de sus primeros tiempos en la Fiscalía:


Juez veterano, severo con los abogados jóvenes, le encanta el hockey sobre hielo: obtuvo una beca de hockey para Cornell y jugó en una liga menor. ¿En segunda división? ¿La familia ha tenido pases de temporada para los Maple Leafs? Sí, durante más de cincuenta años. Grita mucho. Me llamó Fernando. Estuvo en la Marina. Capitán de navío. Tiene éxito fuera del tribunal. Imprescindible no llegar nunca tarde.


Fernández se maravilló de lo ingenuo que era hacía cinco años. Los interrogantes señalaban todo lo que no había entendido entonces. Ahora, nunca llamaría «hockey sobre hielo» al hockey.

La segunda tarjeta era de hacía tres años:


Nombrado magistrado superior en The Hall… un caso grave de «juecitis»… exprime a todo el mundo para cerrar casos y acortar la lista de juicios pendientes… juega a la bolsa por Internet… le gusta escuchar las noticias de la BBC de las 9.00… Malo en temas domésticos… siempre habla de hockey en las vistas preliminares. Cuela en todas las conversaciones que estudió en Cornell. Le encanta hablar de su barco. Es el padre de Jo.


«Juecitis» era el término que empleaban fiscales y defensores para describir a los jueces que dejaban que el cargo se les subiera a la cabeza y se volvían pomposos y descorteses. Summers era un caso clásico. Si se lo permitías, era un matón perdonavidas. La anotación «malo en temas domésticos» se refería a que solía absolver a los hombres acusados de maltratar a su esposa. No era buena señal para el caso Brace. Jo era Jo Summers, una nueva fiscal de la oficina que había abandonado un gran empleo en Bay Street. Era trabajadora y concienzuda y, por supuesto, jamás aparecía por el tribunal de su padre.

La tercera entrada era del año anterior:


Metió en la cárcel a un chico negro que se suicidó… El chico era inocente… En la nota de suicidio culpaba al juez. Se rumoreó que éste tenía prisa por terminar la vista porque se marchaba de fin de semana a un torneo de hockey. Ahora, es blando con las fianzas. El fiscal fue Cutter.


Fernández recordaba bien aquella anotación. Había sido un caso terrible. Kalito Martin era un chico negro delgaducho, de dieciocho años, que vivía en un bloque de viviendas baratas de Scarborough. Lo acusaron de violación. El fiscal Cutter consiguió que Summers le negara la fianza al chaval, aunque no tenía antecedentes de ninguna clase y era un estudiante excelente. La primera noche, Martin se colgó usando unas fundas de almohada. La semana siguiente, las pruebas de ADN demostraron su inocencia.

La pesadilla de todo fiscal, pensó Fernández mientras releía las tarjetas con un ligero temblor en las manos, normalmente firmes: condenar a alguien que era inocente del delito.

XIII

¿Puede haber un lugar más terriblemente triste que una cárcel en vísperas de Navidad?, se dijo Nancy Parish mientras ascendía la larga rampa de cemento hasta la puerta de acceso a Don Jail. Y para una mujer soltera no había una forma más patética de pasar la noche a una semana de Nochebuena, continuó diciéndose; sobre todo, cuantío el resto del mundo parecía estar de celebración. Salvo, por supuesto, estar presa.

Una mujer corpulenta descendía por la rampa llevando de la mano a una chiquilla a la que parecían haber vestido de punta en blanco para visitar la cárcel. La niña llevaba los cabellos en trencitas simétricas pegadas al cráneo y el abrigo perfectamente planchado. La niña portaba un libro infantil en una mano y, en la otra, un palito que pasaba por la barandilla metálica de la rampa, produciendo un sonoro matraqueo.

Nancy sonrió al recordar cuando ella, a los cinco años, había descubierto la magia de pasar los lápices de colores por la verja mientras iba por la calle de la mano de su padre, camino de la clase de dibujo.

De pronto, la madre se detuvo en medio de la rampa.

– Vamos, dame el palo, Clara -dijo, al tiempo que se lo quitaba de la mano-. Basta de hacer ruido.

Nancy vio la mirada de la niña y estuvo a punto de arrebatarle el palo a la madre. Bienvenida al Don, Clara, pensó mientras madre e hija pasaban a su lado. Mereces algo mejor.

Don Jail, presidio que todos conocían simplemente como «el Don», se construyó a principios de la década de 1860 y significó una importante presencia en la joven ciudad de Toronto. Situada en lo alto de una colina sobre el río del que tomaba el nombre y mirando a la ciudad que se extendía debajo, su imponente entrada de piedra y su sólida arquitectura gótica lanzaba una fría sombra victoriana sobre la ciudad portuaria en crecimiento. Posteriores intentos de adecentarla y una funcional entrada moderna, añadida en la década de 1950, no hacían sino acrecentar la sensación ominosa que producía.

En lo alto de la rampa, al lado de la puerta metálica, había un intercomunicador. Nancy pulsó el botón.

– ¿Sí? -dijo una aburrida voz femenina entre los crujidos de la mala conexión.

– Asesora legal, para una visita.

– La había tomado por Santa Claus. Entre.

Nancy Parish esperó a que sonara el zumbido y empujó la puerta. Al otro lado, en la esquina de una minúscula recepción, tres bolsas verdes de basura llenaban de un intenso olor a hierba segada el reducido espacio. Guardó el abrigo en una taquilla con la cerradura rota y se volvió hacia el grueso cristal del mostrador para hablar con la guardia del otro lado.

– Vengo a ver a Kevin Brace -dijo, dejando su tarjeta de abogada en el cajetín metálico para que la guardia la recogiera.

– Brace. El de la bañera. Está en el tercer piso -dijo la mujer tras consultar la lista-. Tendrá que firmar que entra.

Parish sacó un bolígrafo Bic nuevo. El registro de entrada de abogados llevaba fecha de 17 de diciembre y, aunque ya eran las siete de la tarde, no había ninguna firma.

– Parece que voy a ser la única abogada presente esta noche -comentó mientras estampaba su rúbrica.

– ¿No debería estar en alguna fiesta de la oficina? -preguntó la guardia.

Si me hubiera hecho abogada del mundo del espectáculo, pensó Nancy, ahora estaría en un restaurante de cuatro tenedores, relacionándome con productores, directores y actores de televisión. Y oliendo unas rosas colocadas sobre blancos manteles de lino. En lugar de eso, allí estaba, entre pestilente basura.

– Debería, pero mi jefe no me ha dejado ir -contestó.

– ¿Por qué no? -inquirió la guardia.

– Cuando trabajas por tu cuenta -dijo Parish, recogiendo el pase que le deslizaba en el cajetín-, tu jefe es un cabrón.

Oyó las risas de la mujer a su espalda mientras avanzaba hasta la siguiente puerta metálica y esperaba el correspondiente zumbido. Un ascensor decrépito la llevó al tercer piso y allí, en una salita al fondo del pasillo, vio a un hombre alto, con un corte de pelo militar al estilo de John Glenn, encajado en una silla tras una enorme mesa metálica, con las rodillas casi a la altura de los hombros, como un jugador de baloncesto en un avión. A un lado tenía una bandeja gris con los restos de un plato de pavo asado, puré de patatas con salsa y guisantes, y unos cubiertos de plástico. El hombre estaba leyendo el Toronto Sun. El titular, en grandes letras negras, rezaba: «¡LOS MAPLE LEAFS DESPERDICIAN UNA VENTAJA DE TRES GOLES!».

El guardia era una institución en el Don. Amistoso con todos, siempre dispuesto a torcer un poco las normas para ayudar, su corte de pelo nunca variaba un ápice, lo que le valía el apodo que todo el mundo empleaba.

– Hola, señor Buzz -lo saludó.

– Buenas tardes, abogada -respondió él, levantando la vista del periódico para echar una mirada sumaria al pase que le mostraba Parish. Se pasó la mano por el pelo a cepillo y añadió con su marcado acento eslavo-: ¿Qué nombre es ése?

– Brace. Kevin Brace -aclaró ella con voz neutra.

– ¡Ah, sí! El tipo de la radio.

Felicidades, señor Brace, pensó Nancy. Has ascendido de «el de la bañera» a «el tipo de la radio». Todo un aumento de la popularidad.

– No le dará ningún problema -dijo al guardia. Éste se puso en pie.

Los presos de edad avanzada nunca los dan -respondió-. No se preocupe, abogada, se lo cuidaré bien. Tome asiento en la sala 301 y se lo traigo enseguida.

La sala 301 era un pequeño cubículo con una mesa de acero atornillada al suelo y dos sillas de plástico colocadas frente a frente, también sujetas al suelo. Parish se sentó en la más próxima a la puerta. Al principio de su carrera, le habían enseñado a tener siempre una ruta de escape cuando se entrevistaba con sus clientes en la cárcel. Abrió su portafolios, sacó un bloc de notas y su Bic y esperó.

Esto era lo que más detestaba de las visitas carcelarias. No le importaban el aire fétido, la pintura institucional o el estruendo de las puertas metálicas al cerrarse, Incluso la mirada lasciva que le dedicaban los hombres -tanto internos como guardias- le traía sin cuidado. Era la espera, la sensación de impotencia, lo que la ponía enferma.

– Aquí lo tiene, señora -dijo el señor Buzz al tiempo que abría la puerta. Parish cerró rápidamente el bloc mientras Kevin Brace entraba en la sala, caminando despacio. Llevaba el mono de una pieza, de color anaranjado, reglamentario. Le quedaba dos tallas grandes y le llegaba hasta el cuello, tapándole media barba.

Brace no le dirigió la mirada.

– La hora de cerrar son las ocho y media -anunció el guardia-, pero puede disponer de un cuarto de hora más si lo necesita. Esta noche no hay mucha actividad, precisamente.

– Gracias -dijo Parish, con la vista fija en Brace.

Éste tomó asiento enfrente de ella y esperó pacientemente. Cuando el guardia hubo desaparecido, buscó en el bolsillo del mono y sacó el papel que ella le había dado en comisaría. Había escrito algo al dorso. Brace alisó el papel sobre la fría mesa y lo volvió hacia ella. La abogada se inclinó hacia delante y leyó:


Señora Parish, deseo conservarla como abogada con las siguientes condiciones:

1. No quiero hablar con usted.

2. Todas las instrucciones que le dé serán por escrito.

3. No debe usted mencionar mi silencio a nadie.


Nancy alzó los ojos hacia Brace y, por un instante, sus miradas se cruzaron.

– La cláusula de confidencialidad abogado-cliente cubre toda forma de comunicación entre ellos -proclamó serenamente-. Incluso la no comunicación. Acepto recibir instrucciones de usted en la forma que sea. Nada de cuanto me comunique o del modo en que lo haga será hecho público.

Brace le pidió el bolígrafo con un gesto y se lo dio. Él acercó el papel y escribió:


¿Qué sucederá mañana por la mañana?


Parish recuperó el Bic y escribió en la parte superior de la hoja:


Comunicación confidencial asesor legal-cliente entre el señor Kevin Brace y su abogada, señora Nancy Parish.


Por favor, señor Brace, recuerde -dijo luego, mientras volvía a entregarle el bolígrafo-: si quiere escribirme, debe poner este encabezamiento de confidencialidad en cada página.

Brace asintió con la cabeza y señaló con la punta del bolígrafo la pregunta que había escrito.

– Mañana no sucederá gran cosa. La ley dice que debe ser conducido ante el juez en el plazo de veinticuatro horas. Hábeas corpus. Preséntese el cuerpo. Al ser acusado de asesinato, se requiere una audiencia especial ante un juez. Ya he llamado al juzgado y estamos emplazados para mañana. Intentaré sacarlo de aquí antes de Navidad. Brace se cruzó de brazos y asintió, con la mirada perdida.

Parish tragó saliva con dificultad. Nada de aquello estaba siendo lo que ella esperaba. En sus dos únicos encuentros con Brace, el primero en la emisora y el otro hacía unas semanas, cuando había ofrecido una fiesta de fin de temporada en su apartamento, el locutor se había mostrado cálido y amable y un conversador maravilloso. Desde que había recibido la llamada del detective Greene, Nancy intentaba explicarse por qué Kevin Brace, un hombre que podía escoger para representarlo a cualquier abogado del país, le había dado su nombre a la policía.

La única razón que se le ocurría era que Brace tenía su tarjeta a mano. Le había pedido que llevara una a la fiesta; allí, todos los invita- dos habían dejado la suya en una de las innumerables jarras de cerveza de los Toronto Maple Leafs y, al final de la velada, el anfitrión había escogido una. El ganador haría de copresentador del programa la temporada siguiente y todos los presentes contribuyeron con diez dólares por cabeza a un fondo para la educación que Brace patrocinaba.

Esto era lo más gracioso. Brace había sacado su tarjeta y Nancy se había hecho ilusiones de presentar el programa con él. Ahora, en cambio, allí estaba como su abogada defensora.

– He llamado a sus hijas y ya han empezado a hacer una lista de testigos a los que podemos llamar para que avalen su fianza -dijo. Brace apenas asintió con la cabeza-. Son muchos los que quieren presentarse ante el tribunal para apoyarlo. He hablado con algunos esta tarde y por la noche redactaré unas declaraciones juradas y preparare su petición de libertad condicional,

Nada de esto pareció conmover a Brace, que siguió mirando a otra parte, totalmente desinteresado. Parish estaba perpleja. El hombre sentado delante de ella distaba un millón de kilómetros de aquel sociable locutor, querido por tanta gente, que la había entrevistado en su programa.

¿Qué esperabas, Nancy?, se reconvino. El hombre se hallaba en estado de shock. Ni siquiera quería decir palabra, todavía. Parish había acudido al encuentro con la idea de que bromearían un poco acerca de los hombres que la habían llamado para ofrecerle sus servicios sexuales después de su aparición en el programa, o de que hablarían de copresentarlo con él cuando aquella pesadilla terminase.

Se sintió ridícula. No olvides nunca, se dijo, que Kevin Brace es un cliente como cualquier otro. Y punto.

– Lo veré mañana en los calabozos del sótano del Ayuntamiento Viejo, antes de la vista. ¿De acuerdo?

Brace descruzó los brazos, asintió y se levantó rápidamente. La reunión había terminado.

Parish recogió sus papeles y se apresuró a cerrar el bloc de notas para que Brace no viera la pequeña caricatura que había dibujado un rato antes. Él se detuvo y le pidió por señas el bolígrafo y papel.

Se los dio y Brace escribió:


¿Le importa que me quede el bolígrafo? ¿Y podría conseguirme una libreta en la que pueda escribir?


– Claro que se lo puede quedar -dijo ella. Ojalá pudiera disimular las marcas de mordisqueo del capuchón del Bic, pensó y añadió-: Le traeré la libreta mañana.

Él la miró a los ojos y sonrió.

Parish llamó a la puerta y el señor Buzz apareció en el umbral.

– ¿Listo para volver a la fiesta, señor Brace? -preguntó.

Brace se limitó a llevarse las manos a la espalda, salió y se alejó con el guardia. Respuesta condicionada, pensó Parish mientras él la dejaba sola en la sala 301. Kevin Brace ya se portaba como un preso. Era sorprendente que, en apenas unas horas, pareciese haber perdido toda su personalidad. De ser un hombre famoso en todo el país, había pasado a ser el tipo de la bañera y, a continuación, un preso más del tercer piso del Don… Todo ello en menos de veinticuatro horas.

XIV

La zona de Lower Jarvis Street era una de las partes de Toronto predilectas de Ari Greene. Con su extraña combinación de viejas mansiones y espléndidas iglesias que se entremezclaban con posadas de mala muerte y tiendas de empeño, las calles estaban llenas de compradores y oficinistas durante el día, pero de noche quedaban para la gente endurecida que tenía por hogar el centro de la ciudad: prostitutas, adictos y una panoplia de aspirantes a triunfador.

Desde luego, encontrar sitio para aparcar gratis por la noche facilitaba las cosas, pensó Greene mientras entraba con su Oldsmobile en un aparcamiento vacío. Silbando por lo bajo, recogió la guitarra del asiento trasero, cerró el coche y anduvo un corto trecho hasta el hostal del Ejército de Salvación.

– Buenas tardes, detective -lo saludó un joven cuando abrió la puerta de seguridad-. Estábamos empezando.

Estupendo -dijo Greene mientras se dirigía a la escalera del fondo y ascendía los peldaños de dos en dos. En el piso de arriba, entró en una sala escasamente iluminada. Al fondo de la sala había un pequeño escenario, en el que un negro muy alto estaba enchufando su guitarra a un amplificador.

– Llega a tiempo -dijo el hombre.

Greene cruzó la sala sorteando las mesas de contrachapado ocupadas por residentes de mirada vacía. En cada mesa había una bandeja de papel con palomitas y patatas fritas.

– Amigos, os presento al detective Greene -continuó el negro mientras Greene llegaba hasta él-. Viene unas cuantas veces al año a tocar en nuestras noches de micro abierto, así que, por favor, echadle una mano.

Sonaron unas someras palmadas indiferentes. Greene sonrió, tomó asiento en el escenario y echó un vistazo a la sala. Había una veintena de hombres y algunas mujeres, sentados a las mesas o repantigados en un sofá desvencijado al fondo.

Greene sacó la guitarra de la funda y afinó rápidamente.

– Devon, ¿qué te parece esto? -preguntó mientras tañía unos cuantos acordes. Devon asintió.

– Lo tengo -dijo y empezó a tocar, sumándose a la tonada. En un rincón, al fondo del escenario, el batería empezó a marcar el ritmo. Una mujer, ya mayor, se levantó de entre el público y se sentó a un piano colocado a un lado del escenario. Para gran sorpresa de Greene, cogió perfectamente la melodía.

Greene empezó a cantar:


Fui a la encrucijada

Caí de rodillas…


Cuando entonó el segundo verso del viejo blues, Greene dirigió otra mirada a los rostros impasibles que llenaban el local. Reinaba en él más silencio que en una sala de tribunal durante un alegato ante el jurado, pensó cuando una tibia salva de aplausos acogió el final de la canción.

A continuación, tocaron una antigua canción de Lennon y McCartney, otra de los Creedence Clearwater y una tonada del primer Dylan. Después, Devon tomó el micrófono.

– ¿Alguien se anima a subir y tocar? -preguntó.

Un blanco rollizo, que probablemente rondaba los cuarenta, levantó la mano con la timidez de un párvulo.

– Tommy, ven, acércate -dijo Devon.

– Sí, toca algo, Tommy -voceó alguien desde el sofá.

Tommy se acercó al piano y se ajustó las gafas de montura metálica.

– Bueno, he escrito esto… -dijo y empezó a tocar una típica sucesión de blues: sol séptima, do séptima, sol séptima, re séptima, y la repitió tres veces.

Greene guiñó un ojo a Devon e improvisó una melodía sencilla sobre ella. Devon se sumó y enseguida lo siguió el batería. Los cuatro continuaron la pieza durante unos minutos.

– Muchas gracias, Tommy -dijo Devon, tomando de nuevo el micro. Una mujer increíblemente delgada subió al escenario a cantar una vieja pieza bailable inglesa. Un tipo gordo de las Indias Orientales interpretó «Sittin’ on the Dock of the Bay».

– ¿Alguien más? -preguntó Devon cuando terminó la canción de Otis Redding. Greene vio una cabeza que se movía ligeramente al fondo de la sala-. ¿Qué me dice usted, señor? -añadió.

El hombre se puso de pie. Parecía un payaso. Calvo en la coronilla, llevaba el pelo demasiado largo a los lados y vestía una chaqueta multicolor confeccionada con un ecléctico surtido de retales. Greene conocía la mayoría de las caras de la sala, bien fuese de las calles, de los juzgados o de las veces que había acudido a tocar allí, pero aquel tipo era nuevo. Greene le echó unos cincuenta y pocos, pero enseguida reconsideró su cálculo. Probablemente, era más joven. La calle envejecía a las personas muy deprisa, pensó mientras el hombre se acercaba al piano con timidez.

– Toco un poco -dijo el hombre con la cabeza gacha, rehuyendo las miradas-. Me gusta tocar esto en clave de sol, pero lo bajaré a do sostenido.

Se instaló en la banqueta del piano, se pasó las manos por el rostro y las posó en el teclado. Con las muñecas levantadas y los dedos curvados en la posición perfecta, todo su cuerpo pareció relajarse.

– ¿Por qué no? -Greene agarró el mango de la guitarra-. ¿Qué tocamos?

– ¿Conocéis el «Walking Blues»? -preguntó el hombre.

Greene colocó los dedos en un acorde en tono menor.

– ¡Vamos allá! -dijo. Él y Devon tocaron la típica introducción de blues. El hombre le dio a las teclas y un estremecimiento recorrió la sala soñolienta.

Devon miró a Greene y asintió.

– ¡Eh, tenemos un músico! -exclamó.

Tocaron el «Walking Blues» y, a continuación, tres temas estándar más.

– Sólo tenemos tiempo para una más -dijo Devon-. Dentro de veinte minutos se apagan las luces. ¿Tienes alguna petición más? preguntó al pianista.

– Hagamos otra vez «Crossroads» -susurró éste. Empezó a tocar y, por primera vez, cantó. Terminó con los versos


En la encrucijada estoy

Creo que me estoy hundiendo…


El público miraba extasiado.

– ¿Dónde has aprendido a tocar así? -preguntó Greene al individuo unos minutos después, mientras guardaba la guitarra. La sala se vaciaba rápidamente.

– Aprendí y ya está -respondió el hombre, evitando todavía su mirada.

– Estudiaste música, ¿verdad?

Finalmente, el hombre alzó la vista. Tenía unos ojos de un azul increíblemente claro, casi translúcidos. Greene intentó imaginárselo en su juventud, con el cabello rubio y rizado, la tez blanca y fina, y brillo en aquellos ojos.

– Unos cuantos años -dijo y volvió a bajar la mirada. Su voz era casi inaudible.

– Déjame adivinar… ¿Piano, octavo curso, Real Conservatorio?

El hombre esbozó una sonrisa pusilánime:

– En realidad, fui más allá. Obtuve el título de profesor.

No dijo una palabra más y Greene dejó que reinara el silencio. Sabía que era mejor que dejara inconclusa la historia del pianista, de cómo había terminado en aquel triste lugar.

– Soy el detective Ari Greene, de Homicidios -se presentó finalmente, tendiéndole la mano.

– Fraser Dent -dijo el hombre y se la estrechó sin fuerza-. Extraña manera de pasar el tiempo libre para un policía.

– Llevo años haciéndolo. -Greene se encogió de hombros.

– Qué detalle… -dijo Dent.

– También es buena labor policial. De vez en cuando encuentro a alguien que me puede ayudar en algún asunto. Entonces, puedo hacerle un par de favores.

Dent se volvió a un lado y a otro para comprobar que no había nadie cerca. La sala estaba desierta y miró a Greene.

– No se preocupe, señor Dent -dijo el detective-. Soy muy cuidadoso.

Dent asintió y volvió a pasarse las manos por la cara.

– ¿Qué clase de favores?

– Primero, déjeme hacer un par de preguntas más. ¿Juega al bridge?

– Sí.

– ¿Juega bien?

– No lo hago mal -respondió Dent tras un momento de silencio. -A ver si adivino: tiene un título universitario o dos, ¿verdad?

– Dos o tres -dijo Dent.

Greene se rió. La puerta del fondo de la sala se abrió con un chasquido y Devon asomó la cabeza. Greene le hizo un gesto de asentimiento y volvió a centrarse en Dent.

– ¿Tiene unos antecedentes muy malos? -preguntó sin alterarse.

Dent entrecerró los párpados.

– He pasado por el talego -asintió.

Devon desapareció de nuevo, cerrando la puerta.

– Bien -dijo Greene-. Vamos a dar un paseo.

– ¿Un paseo? Tengo toque de queda…

– El toque de queda no será problema -le aseguró Greene mientas se cargaba la guitarra a los hombros.

XV

Era una habitación pequeña con paredes de un tono amarillento nauseabundo, un escritorio de madera de pino, una silla negra, un televisor con reproductor de DVD y unas cuantas cajas de cartón apiladas pulcramente en la esquina. No había ventanas, ni molduras, ni cuadros en las paredes.

Aquello significaba ausencia de distracciones, algo conveniente cuando estás haciendo un trabajo tan importante, pero tedioso, como éste, se dijo Kennicott mientras repasaba el gráfico que había compilado durante las últimas doce horas. El único problema, a las cuatro de la madrugada, era la dificultad de mantenerse despierto, sobre todo porque llevaba muchísimas horas encerrado allí y porque llevaba días sin dormir apenas. Sin embargo, había sido decisión suya aceptar el encargo y ahora no iba a quejarse. Ni siquiera para sus adentros.

Se le había ocurrido al detective Greene. A última hora de la mañana del lunes, después de que Kennicott descubriera el cuchillo durante la inspección del apartamento de Kevin Brace, Greene había llevado al agente a la brigada de Homicidios y lo había instalado en aquel despacho. Su tarea consistía en repasar sistemáticamente los detalles de la vida de Katherine Torn y de Kevin Brace, utilizando cualquier indicio relevante que el agente Ho pudiera encontrar.

Había dedicado las primeras horas a repasar cintas de vídeo de imágenes tomadas en el vestíbulo de Market Place Tower. Las cámaras cubrían la mayor parte de la planta baja. Cada vez que aparecían Torn o Brace, Kennicott anotaba sus movimientos al detalle en un gráfico codificado por colores También tenía una columna para el señor Singh, el repartidor de prensa, y para Rasheed, el conserje, y la señora Wingate, la vecina de la planta. Greene le había dicho que prestara especial atención a la madrugada del asesinato.

Sólo había una cosa: a las 2.01, el vídeo del vestíbulo mostraba al conserje levantándose de su mesa, acercándose al ascensor y pulsando el botón. Después, había vuelto a su puesto y había llamado a alguien por teléfono. Kennicott comprobó el vídeo del aparcamiento y vio que el coche de Katherine Torn había entrado a la 1.59. Estaba claro que el conserje le mandaba el ascensor y después llamaba arriba para notificarle a Brace que su esposa había llegado.

Cuando terminó de ver las cintas, Kennicott dedicó una hora a inspeccionar el registro del conserje y añadió todas las anotaciones interesantes al gráfico. A lo largo de la noche, los agentes le mandaron copias de las declaraciones de testigos que habían recogido entre los inquilinos. Casi todos decían que no sabían gran cosa de brace y Torn, salvo que siempre caminaban de la mano cuando iban juntos.

Hacia medianoche, empezó a inspeccionar las cosas de Brace y de Torn. Del primero, no había gran cosa. El tipo no llevaba una agenda, ni tenía teléfono móvil, ni libreta de direcciones. Kennicott tenía una caja de papeles recogidos del escritorio de Brace y pasó una hora leyéndolos. La mitad eran notas sobre bridge.

Examinó el ordenador portátil de Torn, su agenda electrónica, su diario, el registro de llamadas de su móvil, los recibos de la Visa y todos los demás pedazos de papel, incluidas las notas pegadas en el frigorífico, el correo y el contenido de la papelera, todo lo cual había recogido y catalogado meticulosamente el agente de identificaciones, Ho.

El gráfico de Kennicott creció y fue apareciendo un retrato de la vida de la pareja. Sus jornadas seguían una notable regularidad. Todos los días empezaban a las 5.05 en punto, cuando en el vídeo se veía llegar a Market Place Tower al señor Singh. En su declaración, Singh decía que a las 5.29 había encontrado a Brace a la puerta del 12A. Brace siempre dejaba la puerta del apartamento entreabierta y siempre salía a saludar a Singh con la taza en la mano. Torn no estaba nunca levantada a aquella hora.

Brace llamaba a la emisora cada día a las 5.45 para confirmar que estaba despierto y para comentar con el productor del programa posibles noticias de última hora. A las 6.15, la cámara del vestíbulo captaba a Brace saliendo del edificio. Llegaba al estudio sobre las 6.30 y estaba en el aire a las 8.00. El programa acababa a las 10.00 y Brace pasaba una hora en reuniones, preparando el del día siguiente. Se lo veía entrando de nuevo en el vestíbulo de Market Place Tower todos los días hacia las 12.30.

Las mañanas de Torn eran igual de previsibles. El vídeo del subterráneo la mostraba montando en su coche los martes, miércoles y viernes, poco después de las 10.00, probablemente tras escuchar la primera hora del programa de Brace en esta franja horaria. Los jueves, salía a las ocho. Según su agenda, la mayoría de los días tenía clase de hípica a las 11.30 o a las 12.30 en Establos King City, que quedaba a una hora en coche. Hacia las dos, estaba de vuelta. El vídeo del vestíbulo recogía su imagen saliendo de nuevo, a pie y siempre vestida informal, a las 14.30. Los recibos de la Visa dejaban constancia de sus compras en varias boutiques de ropa y tiendas de artículos para el hogar del barrio. En el carné de la biblioteca constaba que había acudido dos veces en la última semana de su vida. Todos los días, volvía a entrar en el vestíbulo entre las cinco y las seis.

Brace debía de dormir una buena siesta porque no se le volvía a ver hasta las ocho, más o menos, cuando él y Torn cruzaban el vestíbulo cogidos de la mano. Era el primer momento del día en que aparecían juntos en el vídeo. Regresaban hacia las diez. Kennicott estudió los importes de las compras con la tarjeta y observó sus costumbres cuando comían fuera de casa: siempre lo hacían en algún restaurante local, y siempre en uno de precio moderado. Desde luego, no llevaban una vida glamurosa.

Sólo había un día, el lunes, en que esta rutina se rompía. Torn no salía en toda la mañana y, por la tarde, volvía hacia las cuatro. No era difícil imaginar por qué. La compañera de patrulla de Kennicott, Nora Bering, había hablado con la instructora de hípica. Leyó la declaración de Gwen Harden, propietaria de Establos King City:


Kate era muy buena alumna y excelente amazona, de gran equilibrio. Montaba todos los días excepto el sábado. Los domingos hacía una cabalgada campo a través que duraba todo el día y se quedaba en casa de sus padres, que viven muy cerca. Los lunes tenía clase doble. Al no aparecer esta mañana, me extrañé. Era impropio de ella no llamar si iba a faltar a una clase.


Ésta era la única tarea que Bering llevaría a cabo en aquel caso. Pronto tendría un permiso de seis meses y volvería a su casa del Yukon a visitar a su padre. «Sólo a mí se me ocurre -había bromeado con él- irme de vacaciones al Ártico en invierno.»

La única excepción a esta rutina en todo el mes que Kennicott lúe capaz de encontrar había sido el miércoles pasado, 12 de diciembre. Torn aparecía en el vídeo aquel día a las 13-15, en el vestíbulo y no en el garaje. Iba vestida con traje de noche y zapatos de lacón y llevaba en la mano un sobre de gran tamaño. Intercambió unas breves palabras con Rasheed y, a continuación, esperó cinco minutos en uno de los sillones del vestíbulo, mirando por la cristalera. De pronto, dio la impresión de que veía algo, se incorporó rápidamente y corrió a la puerta. Rasheed salió con ella como para, pensó Kennicott, ayudarla a subir a un taxi. El agente consultó el registro del conserje y leyó la anotación: «Taxi para la señora Brace, 13-20, Rasheed».

Horas antes, aquella mañana, Brace había dejado el edificio a la hora habitual. La gente de la emisora declaraba que su comportamiento había sido el de cualquier otro día. Pero aquel mediodía no había vuelto a casa.

Poco antes de las cinco, Brace y Torn entraron en el vestíbulo. Era evidente que se habían encontrado en alguna parte. Kennicott volvió a pasar la cinta y confirmó que Brace llevaba la misma ropa que por la mañana. Ni en la agenda ni en la PDA de Torn figuraba nada para esa tarde. Por la noche, la pareja no salió. Kennicott se preguntó dónde habrían estado.

Eran las cuatro de la madrugada cuando Kennicott se puso con el billetero de Katherine Torn. Hacía cuatro años y medio, había registrado la cartera de su hermano Michael y todas las demás pertenencias suyas que encontró. Recibos de tarjetas de crédito, facturas de teléfono, resguardos bancarios, el calendario electrónico, el disco duro del ordenador, los cajones del escritorio, incluso la basura. Era asombroso lo que se podía averiguar de un muerto; también lo hacía sentir a uno turbadoramente entrometido. Había encontrado un pasaje de avión a Florencia, un recibo de alquiler de coche, unas reservas de hotel y un puñado de folletos sobre un pueblo de montaña de Italia, llamado Gubbio. Allí se celebraba el concurso anual de verano de tiro con ballesta la semana siguiente. Kennicott aún no había averiguado por qué pensaba ir allí su hermane›.

Pobre Katherine Torn. Era una persona muy reservada, resultaba evidente. Y ahora yacía muerta en una mesa de la morgue y un completo desconocido con guantes quirúrgicos peinaba su vida. Kennicott había pedido a los forenses que tomaran nota de todo el contenido del billetero y que volvieran a colocar cada objeto exactamente donde estaba. No sólo era importante el contenido del billetero, sino también cómo estaban colocadas las cosas. La ubicación, el orden, el acceso.

Empezó por el monedero. Contó dos dólares y veintitrés centavos en monedas, tres fichas de metro y un resguardo de lavandería de tres camisas de hombre. El primer compartimento contenía cuarenta y cinco dólares en billetes y seis cupones distintos para cosas como cereales de desayuno, jabón de lavadora y limpiador de cocina. Había una tarjeta de cliente habitual del café Jose’s, en Front Street, con las puntas dobladas. Estaban sellados tres de los diez cuadros.

Al parecer era muy estricta con el dinero, pensó Kennicott mientras abría el siguiente compartimento. Estaba lleno de tarjetas de plástico. Había una Visa y una Mastercard, un carné de biblioteca, un pase del Museo Real de Ontario y tarjetas de cinco grandes almacenes distintos. Estas últimas le llamaron la atención al instante. Los grandes almacenes tenían fama de cobrar unos intereses escandalosos por las compras a plazos, a las que recurrían sobre todo los pobres y, en Toronto, la abundante población inmigrante. ¿Por qué habría de pagar un dieciocho por ciento de interés con una tarjeta de una tienda alguien tan rico como Katherine Torn?

El tercer compartimento contenía un puñado de recibos y el talonario de cheques. Kennicott investigó cada cosa. Torn había anotado detalladamente en cada papelito la fecha y la clase de gasto: hogar, ocio, personal. Tenía una caligrafía dentada, forzada. Miró los resguardos del talonario. Sobre todo, pequeñas compras. La única extravagancia parecía ser los productos para el cuidado personal de una tienda muy chic de Yorkville, la zona de boutiques pijas de la ciudad. Kennicott la había frecuentado demasiado. Cuando su ex novia Andrea se había metido a modelo, se había hecho dienta habitual y, como Torn, había adquirido una colección casi interminable de productos: esponjas, champús de hierbas, jabones orgánicos, lociones corporales, polvo de maquillaje molido a mano, máscaras faciales de importación, cremas especiales para contorno de ojos e hidratantes.


A Andrea le gustaba arrastrar a Kennicott a la tienda. A él, le resultaba tremendamente aburrida. «Oh, deja de quejarte, Daniel -le decía ella-. Te gustan las mujeres guapas y cuesta mucho trabajo mantenerse estupenda.»

En el último compartimento sólo había un objeto: una tarjeta de presentación con las letras finamente impresas en relieve. Kennicott la examinó con atención: HOWARD PEEL, PRESIDENTE, PARALLEL BROACASTING.

Kennicott hizo un alto. Volvió a repasar la larga lista de todos los objetos encontrados en el apartamento. No le costó establecer la relación. En el primer cajón del escritorio de Kevin Brace habían encontrado un contrato sin firmar entre Brace y Parallel Broadcasting. Kennicott sacó el contrato y lo leyó de cabo a rabo.

Cuando terminó, echó otra mirada a la tarjeta de Peel. Al contrario que el resto del contenido del billetero, perfectamente ordenado, y que todos los demás papeles, meticulosamente doblados y guardados, la tarjeta tenía las cuatro esquinas dobladas y cuarteadas. Era como si Katherine Torn hubiera manoseado los cantos del cartón como un pretendiente nervioso arranca la etiqueta de la botella de vino en un buen restaurante.

Inspeccionó de nuevo el contrato. Llevaba fecha de 12 de diciembre Kennicott buscó entre los vídeos del vestíbulo y puso la cinta de esa jornada. Era el día que Torn había faltado a su lección de hípica. Pasó la cinta hasta la parte en que ella y Brace volvían al edificio a media tarde. La primera vez que lo había visto, le había parecido que algo no encajaba. ¿Qué era?

Tuvo que verlo tres veces hasta que cayó en la cuenta. Aquélla era la única cinta en la que Brace y Torn entraban juntos en el vestíbulo sin darse la mano.

XVI

Al lado mismo de Market Place Tower, Ari Greene vio a un grupo de mujeres que empujaban cochecitos de niño mientras sorbían sus cafés con leche de media mañana. Quizá debería empezar a tomar café, se dijo, bostezando, y echó a andar tras ellas. Era la tercera vez que pasaba disimuladamente por delante del edificio durante la última media hora. Esta vez, el vestíbulo estaba vacío.

El conserje, solitario, leía la primera página del Toronto Star, que traía una gran fotografía de Kevin Brace saliendo esposado del edificio, entre dos jóvenes policías, con el señor Singh en segundo plano. El titular decía: «EL CAPITÁN CANADÁ, ACUSADO DE ASESINATO», y el subtítulo: «FOTOS EXCLUSIVAS DE LA DETECCIÓN».

– Buenos días, detective -dijo Rasheed. Tenía en la mano un bolígrafo con el que hizo una serie de clics-. ¿Va a subir?

Greene se detuvo y levantó una delgada cartera de cuero que depositó sobre el mostrador de recepción.

– Todavía no -dijo-. Antes me gustaría hacerle unas preguntas. Cosa de rutina.

Greene abrió la cremallera de la cartera. El frío ruido metálico del engranaje resonó en el mármol. Rasheed hizo otro clic con el bolígrafo y anotó algo en su registro: «Declaré ante el agente Kennicott y le entregué todos los vídeos y el libro de registro».

Greene asintió y abrió el cuaderno de notas marrón que había sacado de la cartera. Quería proceder con calma.

– Ya sabe cómo somos los policías, siempre haciendo preguntas.

Llevaba toda la noche despierto, supervisando la investigación y leyendo las declaraciones de los testigos y los informes policiales según iban llegando. A las ocho de la mañana había ido a tomar el té con Edna Wingate, la vecina del 12B. Su apartamento era una imagen especular del de Brace pero, a diferencia de aquél, estaba lleno de plantas y sumamente limpio. Todo parecía tener una pequeña etiqueta, hasta el lugar para los guantes de invierno. La anciana le había vuelto a recordar que su instructor de yoga decía que tenía los mejores cuádriceps que había visto nunca en una mujer de ochenta y tres años.

Rasheed dejó de hacer ruiditos con el bolígrafo y levantó los ojos hacia Greene. Por un instante, su mirada se desvió hacia su cartera. Bien, pensó el detective y abrió el bloc.

– ¿Cuál es su nombre completo, señor?

– Rasheed, Mubarak, Rasman, Sarry.

Greene escribió.

– ¿Fecha de nacimiento?

– Cinco del dos de mil novecientos cuarenta y nueve.

– ¿Lugar de nacimiento?

– Irán.

– ¿Educación?

– Soy ingeniero civil, graduado por la Universidad de Teherán.

– ¿Cuándo llegó a Canadá?

– El 24 de septiembre de 1982, como peticionario de asilo. Me convertí en ciudadano canadiense el mismo día que se me concedió el derecho a serlo.

– En una ceremonia celebrada en el Centro Cívico Etobicoke -dijo Greene, alzando un poco la voz y cerrando el bloc con un seco chasquido-. ¿Es correcto?

Rasheed parecía algo sorprendido por el cambio de tono del detective.

Es correcto -asintió. Se lo veía un poco asustado. Exactamente lo que Greene quería.

Tras la caída del sha, fue capturado y encarcelado durante nueve meses y medio. La familia de su esposa sobornó a un funcionario y pudo huir. Tardó veinticinco días en alcanzar la libertad. En marzo de 1980 terminó en Italia, estuvo en Suiza, luego en Francia y de allí vino a Canadá.

Greene habló deprisa, sin apartar los ojos de Rasheed.

El conserje le sostuvo la mirada. Parecía atrapado. Finalmente, bajó la vista a la cartera de Greene.

– Veo, detective, que ha leído mi expediente de petición de asilo.

– Lo tengo aquí.

Greene sacó un dosier blanco. Cinco notas adhesivas amarillas, recién puestas, marcaban otros tantos puntos de interés. Rasheed empezó de nuevo a hacer clics con el bolígrafo.

– Usted procede de una familia destacada -dijo mientras volvía a cerrar la cremallera de la cartera-. En la audiencia de la Comisión de Concesiones de Asilo, contó que su hermano pequeño y su padre habían sido asesinados en los primeros días de la revolución.

Rasheed le devolvió la mirada.

– El asesinato de un familiar es algo terrible.

Greene pensó en los números marcados en el brazo de su padre pero resistió el impulso de asentir con la cabeza y, en lugar de ello, contó una historia:

– A finales de los setenta, señor, pasé un mes en París.

– Una ciudad preciosa.

– Pero fría para un extranjero, y más en enero. Un día, descubrí un salón de té en la rue de Malte con cálidos cojines en el suelo, un té delicioso y un perfume dulzón a incienso. Los dueños eran iraníes, refugiados recientes que habían huido del ayatolá. Nos hicimos buenos amigos.

Rasheed esbozó una impostada sonrisa de plástico. Hacía años que usaba aquella fachada, pensó Greene, y no iba a ser fácil echarla abajo.

– Muchos de mis nuevos amigos habían escapado a Turquía por las montañas -continuó el detective-. Debí de oír más de veinte relatos parecidos y nadie había tardado más de cuatro días en atravesar esas montañas.

A Rasheed le temblaron las aletas de la nariz mientras estallaba en una rotunda carcajada.

– Había muchos caminos para cruzarlas, detective.

Déjale que se las dé de listo, se dijo Greene. Abrió el expediente por la primera marca adhesiva. Quería que Rasheed viera que estaba leyendo un apartado bajo el encabezamiento «HISTORIA DEL SOLICITANTE EN SU PAÍS DE ORIGEN».

– Detective -dijo Rasheed, con la vista en el documento-, pasé por todo el proceso de admisión como refugiado…

– En el cual negó haber sido miembro de la temida policía secreta del sha, la SAVAK. Negó trabajar para Nemotallah Nasseri, el jefe del cuerpo.

– Por supuesto.

– Por supuesto -asintió Greene y, sin alzar la cabeza, continuó leyendo-. Nasseri fue conducido en avión a París por miembros de la Fuerza Aérea iraní, ¿no es así?

– Creo que oí algo al respecto, sí -confirmó Rasheed.

Greene pasó unas cuantas hojas.

– Es usted experto ingeniero aeronáutico. -Rasheed lo miró sin decir palabra. Greene consultó el expediente-. Llegó a Canadá procedente de Francia.

– Como usted mismo ha dicho, detective, muchos de nosotros terminamos en París.

Greene acabó de pasar hojas y dejó el expediente en el mostrador, abierto por una página titulada «INDICIOS DE TORTURAS».

– Señor Rasheed, muchos de mis amigos de París fueron torturados. Vi cicatrices espantosas.

– Todos pasamos por eso.

Greene volvió a mirar fijamente al conserje y se inclinó hacia él, apoyado en el mostrador.

– Pero usted no tiene ninguna, ¿verdad?

– Detective, por favor… -Rasheed no sabía adonde mirar. Greene pudo oler su sudor-. Nunca he cobrado un céntimo del paro en este país. No me han detenido nunca por una multa de aparcamiento. Mi mujer trabaja a jornada completa en la panadería. Mis dos hijas van a la universidad…

– A la Universidad de Toronto -asintió Greene, inclinándose aún más hacia él-. La mayor estudia Odontología y la pequeña, Farmacia.

– Detective, por favor. Le he entregado al agente Kennicott todas las cintas y el libro de registro, he hecho una declaración…

Greene abrió despacio su cartera, volvió a meter la mano y sacó una hoja de papel codificada por colores.

– El agente Kennicott ha repasado todas las cintas, las ha comparado con las anotaciones del registro y ha contrastado éstas con lo que dicen los diferentes porteros que trabajaron la semana pasada. Aquí, vea: sus turnos están destacados en azul.

Greene alzó el papel. Rasheed lo miró con desconfianza, como quien se asoma por la barandilla mientras cruza un puente a gran altura.

– No he tardado mucho en determinar -continuó el detective- que lo que nos contó en su primera declaración sobre el señor Brace no era toda la verdad. De igual modo, no me ha costado mucho llegar a la conclusión de que la historia que contó en la Comisión de Concesiones de Asilo está llena de falsedades.

Rasheed miró a Greene. La luz había desaparecido de sus ojos. Greene se inclinó aún más hacia él.

– Mire, Rasheed, no tengo ningunas ganas de hacer esto. Mi propio padre llegó aquí como refugiado. Tuvo que hacer cosas para entrar en este país que todavía no entiendo. Me gustaría guardar esto en un rincón -tocó el expediente delante del conserje- y olvidarlo.

– Detective, por favor -dijo Rasheed-. Si volvieran a mandarme allá, sería el fin…

– Esto es una investigación de asesinato. Katherine Torn está muerta. El señor Brace se enfrenta a la perspectiva de pasar veinticinco años en la cárcel. Necesito saber qué sucedió.

Greene posó la mano en la cartera. El conserje miró el expediente con expresión demudada. Era como si viese un cadáver que, de pronto, resucitaba.

– Por favor, detective, guárdelo.

En lugar de ello, Greene empezó a cerrar despacio la cremallera, dejando el expediente fuera. El único sonido en el vestíbulo era el clic-clic-clic de los dientes al juntarse, conforme la cremallera avanzaba.

– Basta… -suplicó Rasheed cuando ya la había cerrado casi del todo. Greene la hizo avanzar un diente más, antes de detenerse y clavar la mirada en el conserje.

– Lo digo de veras -dijo el detective-. Nada me haría más feliz que enterrar este expediente donde nadie lo encuentre nunca más.

XVII

A Daniel Kennicott le encantaba subir los amplios peldaños de granito de la escalinata del edificio neogótico que una vez fuera el Ayuntamiento de Toronto y que años atrás se había convertido en sede de los Juzgados Centrales de la ciudad. Conocido como el Ayuntamiento Viejo por todos los que lo frecuentaban -policías, delincuentes, fiscales, abogados defensores, cronistas de tribunales, jueces, intérpretes, administrativos y periodistas-, era el único edificio del centro de la ciudad que estaba elevado sobre el nivel de la calle, lo que lo hacía destacar sobre las aceras de alrededor como el estrado de un juez sobre la sala que preside.

El Ayuntamiento Viejo ocupaba toda una manzana. De cinco pisos de altura, era una estructura de piedra de diseño asimétrico, llena de cornisas curvas, pilares redondeados, muros de mármol, querubines sonrientes y gárgolas voladizas, y con una gran torre del reloj que remataba el edificio, a la izquierda de la entrada principal, como una enorme vela de cumpleaños fuera de lugar. Sobre la entrada arqueada se escondían las palabras edificios municipales entre un remolino de arabescos y arco.

Un gran cenotafio de piedra gris guardaba la entrada. Era el monumento de la ciudad A LOS GLORIOSOS MUERTOS QUE CAYERON EN LA GRAN GUERRA. En sus cuatro costados estaban grabados, fríos y permanentes como la muerte, los nombres de los campos de batalla de Francia y Bélgica: Ypres, Somme, Mount Sorrel, Vimy, Zeebrugge, Passchendaele, Amiens, Arras, Cambria.

Unos cuantos abogados defensores de aspecto nervioso y sus clientes formaban grupitos en la escalinata y apuraban un cigarrillo, llenando el aire de olor a tabaco. Kennicott pasó junto a ellos y abrió de un tirón las amplias puertas de roble de la entrada. Dentro, una larga cola zigzagueante esperaba a pasar el control de seguridad. Todos los sospechosos habituales estaban allí: drogadictos crispados, prostitutas consumidas, jóvenes que llevaban zapatillas y téjanos holgados e iban cargados de joyas y algún que otro individuo de traje y corbata asustado de encontrarse, de repente, en pleno centro de la ciudad de Toronto, metido en aquella especie de gueto del tercer mundo.

– Disculpe, policía…

Kennicott levantó su placa por encima de la cabeza y se coló hasta el principio de la cola. Cuando llegó por fin al control, el policía de servicio insistió en examinar su documentación.

– Lo siento, colega -se disculpó el joven agente-. Nueva reglamentación. Tenemos que verificar incluso a nuestra gente.

– No importa -dijo Kennicott y se encaminó a la gran rotonda abierta. Ante él tenía una vidriera de colores de dos pisos de altura, una suerte de concienzudo mural sobre la fundación de la ciudad en el que no faltaban los indios arrodillados que traían ofrendas de comida, los musculosos obreros que forjaban acero y los banqueros de aire serio que hacían negocios. Delante de la vidriera se abría un gran vestíbulo con dos amplias escaleras que conducían a las salas de tribunales del primer piso. Dos «grotescos» de hierro forjado de un metro y medio de altura -esculturas con la forma de enormes grifos- guardaban el pie de la escalinata, como restos olvidados del decorado de una película de Harry Potter.

La planta baja, con sus altas columnas corintias y su suelo de mosaico, producía la sensación de un bazar turco. En la hora punta matutina previa a los juicios, la atmósfera bullía de conversaciones apresuradas que la proximidad de las vacaciones hacía aún más apremiantes. Familiares frenéticos por sacar bajo fianza a sus parientes, defensores tratando de cerrar un acuerdo y marcharse zumbando, policías tomando café en vasos de plástico a la espera de que les sellaran la tarjeta para recibir el pago de las horas extraordinarias y fiscales que se encaminaban apresuradamente a la sala correspondiente, cargados de abultados expedientes.

Kennicott tomó el corredor oeste y dejó atrás una fila de columnas rematadas por unas figurillas querúbicas de facciones agarrotadas. El arquitecto que había dirigido la construcción del Ayuntamiento Viejo a finales del siglo XIX, Edward James Lennox, lo había llenado por dentro y por fuera de aquellas caras extrañas y fantasmales. Casi al final de su encargo, Lennox se enzarzó en una disputa con el concejal de obras de la ciudad. Como última réplica, hizo que el maestro de obras esculpiera caricaturas de todos sus enemigos. A Kennicott le encantó descubrirlos: tipos de caras orondas, hombres de mostacho rebosante, individuos con gafas redondas o mascando la punta de un habano, todos ellos con el rostro contraído en extrañas expresiones. Estas representaciones sólo se descubrieron años después y, para entonces, era demasiado tarde para cambiarlas.

Y la única escultura que no resultaba humorística era la que Lennox había hecho de sí mismo. También hizo grabar su nombre en la piedra de las cornisas, bajo los aleros. Kennicott admiraba a un hombre que había sabido ser quien reía el último de una manera tan sutil y duradera.

– Vengo a la sesión de establecimiento de fianzas de la sala 101 -dijo cuando entró en la oficina de la Fiscalía, al fondo del corredor oeste. Enseñó la placa a la secretaria que se sentaba tras el frágil cristal protector. La mujer lo autorizó a pasar sin levantar la vista siquiera.

Kennicott avanzó por un estrecho pasillo de salitas provisionales hasta un pequeño despacho, en cuya puerta un rótulo algo inclinado, pegado con cinta adhesiva y escrito a mano, anunciaba: «101».

Una mujer con una melena de cabello rubio recogida encima de la cabeza estaba repasando una pila de carpetas amarillentas mientras enroscaba un mechón de pelo rebelde en un bolígrafo metálico de aspecto caro.

– Disculpe -dijo Kennicott.

– ¿Qué sucede? -dijo ella sin levantar la cabeza.

– He venido por el caso Brace -explicó. La mujer llevaba en el pelo un original pasador de madera oscura.

– Kevin Brace. El Capitán Canadá y su segunda esposa, guapa y más joven, apuñalada en la bañera -dijo ella, sin alzar la vista todavía-. La sala estará abarrotada. Hoy es el día del «llórame mucho» en el tribunal de establecimiento de fianzas 101. Todo el mundo quiere estar en la calle para las fiestas. Sólo quedan cuatro días para robar en las tiendas antes de Navidad.

Kennicott le rió el chiste.

Ella lo miró por fin, exhibiendo unos deslumbrantes ojos de color avellana, sin dejar de jugar con el pelo y el bolígrafo. Kennicott reconoció la cabellera y el pasador de sus tiempos de facultad. Y aquellos ojos… La mujer lo miró un largo momento antes de reaccionar.

– ¡Daniel! -exclamó con una sonrisa cálida. Tenía una ligera separación entre los dientes delanteros y deslizó la lengua por la rendija.

En la facultad, llevaba aquel pasador todos los días. Una noche, Kennicott se había quedado a trabajar en la biblioteca hasta muy tarde y la había encontrado repantigada en un mullido sillón de piel, con unas pilas de libros a los lados y los cabellos liberados del pasador, que sujetaba entre los dientes.

– ¡Oh, hola! -le había dicho. A diferencia de la mayoría de los alumnos de primer curso, que se juntaban en grupos de estudio, él apenas se relacionaba con sus compañeros de clase.

– Hola, Daniel -había contestado ella mientras se incorporaba hasta quedar bien sentada y apartaba el pasador de la boca-. ¿Te extraña verme con los cabellos sueltos?

Él había reaccionado con una risilla algo nerviosa, sorprendido de que conociera su nombre.

– Me extraña verte en la biblioteca.

– Esto lo compré en Tulum, en México -había dicho ella, acariciando el pasador entre los dedos-. Es maya.

En aquella época, Kennicott y su novia, Andrea, estaban pasando por una de sus fases de «lo dejamos». Él había vacilado un instante y había sonreído.

– Buena suerte con los estudios -le había dicho y había continuado su camino.

Al volver a verla ahora, recordó el pasador del pelo y recordó los cabellos, pero no el nombre. Distinguió en la mesa un ejemplar del Código Penal de Canadá. En el lado por el que se abría el libro, escritas en rotulador negro en el canto de las hojas, se leían las letras S-U-M-M-E-R-S. Era una triquiñuela habitual entre los fiscales para no andar perdiendo aquel libro, que era su salvavidas en los juicios.

Ella atrajo su atención, sonriente.

– Soy Jo… Jo Summers.

– Ha pasado mucho tiempo, Jo -Daniel le devolvió la sonrisa- y hace días que no duermo. ¿Qué haces en la Fiscalía? Pensaba que tomarías el rumbo de las grandes firmas.

– Me aburría ahorrarles dinero a los ricos. Además, es el destino de la familia.

Kennicott asintió, estableciendo la relación. Summers. Jo era hija del juez Jonathan Summers, el magistrado más difícil de Toronto, despreciado por igual por defensores, fiscales y policías. Veterano de la Marina, llevaba su tribunal en perfecto orden, puntual y a rajatabla.

– Soy la cuarta generación de Summers que se dedica al derecho penal. Mi pobre hermanito Jake tiene mujer y dos hijos y ha hecho millones con su empresa de internet pero, cuando viene a la finca y le habla a mi padre de una operación multimillonaria que acaba de cerrar en Shanghai, a mi padre se le nublan los ojos. En cambio, me pregunta a mí por algún estúpido juicio por hurto en el que he intervenido y me escucha embelesado una hora entera.

– Debe de estar orgulloso de ti -dijo Kennicott.

Ella se puso seria.

– Daniel, me enteré de lo de tu hermano. Lo siento mucho.

– Gracias -suspiró él. Desvió la mirada hacia la ventana que quedaba a la espalda de Summers y contempló la nueva plaza del Ayuntamiento, al otro lado de Bay Street. La gente patinaba en la gran pista de hielo al aire libre y el sol de primera hora de la mañana dibujaba largas sombras.

– Quería llamarte -dijo ella.

– Está bien -asintió Kennicott-. Mira, nos veremos en el tribunal.

Veinte minutos después, la pequeña sala 101, en las entrañas del Ayuntamiento Viejo, estaba llena de periodistas con las libretas preparadas, jóvenes abogados de oficio con aire preocupado, familiares de aspecto tenso y la Banda de los Cuatro, como se conocía a los periodistas que cubrían los juicios para los cuatro periódicos más importantes de la ciudad: Kirt Bishop, un reportero alto y atractivo de The Globe-, Kristen Thatcher, una dura reportera del National Post; Zachary Stone, un reportero regordete y despreocupado del Sun, y Awotwe Amankwah, un excelente reportero del Toronto Star que todos sabían que había pasado una mala época unos años antes cuando su bella mujer, presentadora de televisión, se largó con el copresentador del programa.

Se abrió la puerta a la derecha del estrado del juez y entró el secretario, un hombre de mediana edad que vestía una túnica negra ancha. De cerca, Kennicott observó que debajo llevaba vaqueros y zapatillas deportivas.

– Oyez, oyez, oyez -anunció el secretario con voz mecánica-, este honorable tribunal abre la sesión. Preside Su Señoría, madame Radden. Tomen asiento.

Mientras el secretario hablaba, una mujer bien arreglada, fácilmente de cincuenta y tantos, entró con paso decidido por una puerta a la izquierda. Llevaba una toga negra muy bien planchada. Mientras ocupaba rápidamente su lugar en el estrado, por encima de la chusma, el taconeo de sus altos tacones resonó en la sala.

El secretario ocupó su asiento debajo.

– Mantengan silencio en la sala -dijo-. Apaguen todos los teléfonos móviles y buscapersonas, quítense todos los sombreros y tocados, salvo los que respondan a propósitos religiosos legítimos. -Hablaba con voz enfadada-. No saluden, gesticulen ni se dirijan de ningún modo a los reos. Y no hablen en el transcurso de la sesión.

Con un fuerte ruido, se abrió la puerta de los calabozos. Tres hombres de aspecto zarrapastroso con el mono anaranjado de preso fueron conducidos a la cabina acristalada del banquillo de los acusados.

– ¿Nombre del primer acusado? -pidió el secretario.

El hombre se agachó para acercar la boca a una pequeña abertura redonda en el cristal.

– Williams. Delroy Williams -dijo.

– Williams. Es mío -dijo una de las abogadas de oficio, levantando una hoja de entrevista de su montón. Era una mujer negra, alta, de piernas increíblemente delgadas-. La madre, aquí, sale fiadora. ¿Mi colega está de acuerdo en que se le fije fianza?

Jo Summers buscó en su pila de expedientes.

– Williams, Williams… -dijo, enderezando la espalda-. Es un adicto al crack que robó unas porciones de pizza en una tienda de Gerrard Street. Dio un nombre falso. ¿Puede vivir con su madre?

La abogada miró hacia el público. Una mujerona se puso de pie, agarrando un bolso barato.

– Sí, no hay problema -dijo.

– ¿Tiene antecedentes? -preguntó desde el estrado la jueza de paz, Radden. Su voz ya sonaba aburrida.

Summers pasó hojas del expediente y se encogió de hombros.

– Dos páginas. Asuntos típicos de adicto: hurto, delitos menores, posesión. Unas cuantas incomparecencias. Nada violento. -Se volvió a la madre y le habló directamente-: Lo traerá usted al juicio.

– Sí, no hay problema.

– Y no lo quiero por el centro. -Summers volvió a mirar a la jueza-. Acceso restringido a la zona entre Bloor al norte, Spadina al oeste, Sherbourne al este y el lago al sur.

– Bien -asintió Radden-. Mil dólares, sin depósito, nombro fiadora a la madre. Siguiente caso.

La sesión continuó a este tenor durante una hora. Summers era buena. Se desenvolvía en el tribunal con autoridad, despachando rápidamente los pequeños asuntos. Sólo una vez, al volverse, cruzó la mirada con Kennicott. Frunció un ápice los labios y le dedicó un rápido guiño.

A las once, compareció la abogada de Brace, Nancy Parish. Llevaba un traje chaqueta conservador, bien cortado, que la hacía des- tacar entre los letrados jóvenes. El agente encargado del banquillo de acusados abrió la puerta que tenía detrás de él. «Brace», gritó, como un locutor de bingo en una cámara con eco. Los periodistas del banco se sentaron erguidos, buscando la mejor vista. Tres dibujantes sentados en primera fila tomaron los carboncillos y empezaron sus esbozos.

Se produjo un murmullo colectivo, con las respiraciones en suspenso, cuando Brace fue conducido al estrecho banquillo de los acusados. Llevaba un mono anaranjado que parecía quedarle dos tallas grande y le hacía parecer que no tenía cuello.

– Silencio en la sala -clamó el secretario.

Brace llevaba sus gafas de montura metálica de marca. Iba sin afeitar y tenía los cabellos grises grasientos, como la mayoría de los presos recientes, que no tienen acceso a champú durante una semana, al menos, y deben lavarse la cabeza con jabón carcelero y agua fría de prisión. Con los hombros hundidos, sus ojos castaños parecían vidriosos, desenfocados.

Parish se acercó a la cabina de los presos y habló con él por el agujero del cristal. Kennicott prestó atención con la esperanza de captar un gesto, un asentimiento, pero Brace no se movió en absoluto.

– Su Señoría, con permiso del tribunal, la letrada Nancy Parish en representación del señor Brace -dijo la abogada, mirando al estrado-. Solicitaremos la fianza mañana. El coordinador de salas ha programado una vista especial para ello con el juez de guardia.

– Visto. Se aplaza hasta el 19 de diciembre, arriba, en la sala 121 -dijo la jueza Radden-. Siguiente caso.

Se produjo un movimiento en los asientos del público, detrás de Kennicott, y éste se volvió en el momento en que una joven atractiva de la segunda fila se ponía en pie tambaleándose pesadamente. En una mano sujetaba una gabardina y apoyaba la otra en el vientre. La mujer estaba embarazada.

– ¡Papá!-exclamó con una voz tan desgarrada que incluso los periodistas, que habían vuelto la cabeza para mirarla, vacilaron con el bolígrafo en la mano-. ¡No! ¡Papá, no!

Kennicott observó a Kevin Brace y se le antojó que la bruma que había parecido envolverlo se despejaba cuando vio a su hija.

– Orden en la sala -exclamó el secretario, poniéndose en pie.

Uno de los policías asió por el brazo a Brace y lo condujo de nuevo hacia la puerta de presos.

Kennicott miró de nuevo a la hija de Brace. Tenía los mismos ojos que su padre. Toda la gente de la segunda fila se apartó para dejarle paso. Caminó con gran dificultad por la estrecha fila. Las lágrimas le caían por la cara y se le corría el rímel.

No parecía importarle. A pesar de su exhibición pública de emociones, la primera impresión de Kennicott fue que aquella mujer sabía manejarse muy bien sola.

XVIII

La mayoría de los fiscales del Estado decían que era la parte más artilla de su trabajo y Albert Fernández sabía que no le salía demasiado bien. Se trataba del encuentro con la familia de la víctima. Escuchar con paciencia, ser el hombro en el que llorar: cada familia era distinta y uno nunca sabía qué esperar.

Hacia dos años, en su revisión anual, le habían recomendado que mejorara su capacidad de empatía y lo habían mandado a un seminario sobre Trato a la Familia de la Víctima. Había pasado un día en- tero en la sala de conferencias de un hotel, escuchando a un orador tras otro y hojeando folletos de títulos tan horribles como Aceptación y superación. Ayudara la familia a pasar página.

A última hora de la tarde, cuando ya iba por la cuarta taza de café aguado, una mujer delgada subió al estrado. Iba bien vestida, con un elegante traje chaqueta, y lucía un collar de perlas.

– La superación -dijo e hizo una breve pausa para asegurarse de que todos le prestaban atención. La jornada había sido larga y los asistentes estaban cansados-. Es una tontería

De inmediato, Fernández se irguió en el asiento.

– Mi marido y yo esperamos diez años a una identificación por ADN para encontrar al hombre que violó y mató a nuestra hija -continuó la mujer.

La sala quedó en absoluto silencio.

– El día que lo condenaron, no «superé» nada. No fue una píldora mágica. Esto no es una película de Hollywood. Olviden toda esa cháchara psicológica. De lo que hablamos aquí es de la pena, de la pena pura y dura. Mi marido y yo desmentimos las estadísticas: continuamos juntos. Creo que lo hicimos porque no buscamos respuestas fáciles. Una noticia para todos: no las hay.

Cuando el seminario terminó y esperaba en la cola del guardarropa, Fernández se encontró delante de aquella mujer.

– Si me permite que me presente -dijo, tendiéndole la mano-. Albert Fernández. Soy fiscal en los juzgados.

Ella lo miró con prevención.

– ¿Está aquí para el cursillo en empatía?

– Mis jefes creen que lo necesito -explicó Fernández-. A decir verdad, no soy muy bueno sosteniendo manos.

– Bien -dijo ella-. Detesto esa falsa compasión, la gente que me habla en cuchicheos y todos esos folletos con imágenes de flores y puestas de sol. Tuvimos suerte. Nuestra fiscal era una mujer muy directa.

– ¿Quién fue?

– Jenn Raglan. ¿La conoce?

– Es mi jefa.

– Salúdela de nuestra parte. Y procure ser como ella, señor Fernández. No edulcore nada.

Si los de Administración esperaban que Fernández volviera del seminario hecho un fiscal más sensible, se equivocaron de medio a medio. En sus encuentros siguientes con familiares de víctimas, no se mostró más cálido ni más abiertamente comprensivo que antes. Sin embargo, algo había cambiado. Y en los formularios que rellenaban los familiares al final de los casos, la valoración que hacían de él pasó de negativa a positiva.

En el Ayuntamiento Viejo, los fiscales se reunían con las familias en el despacho de Servicios de Apoyo a las Víctimas del segundo piso. Constaba de una salita de espera y una gran habitación interior que había sido el despacho del registrador de la ciudad. A Fernández le desagradaba todo lo que había en aquella sala: los carteles de fotografías empalagosas que colgaban en las paredes, las bandejas de galletas cubiertas con pequeños tapetes dispuestas en la gran mesa auxiliar de roble, las mullidas sillas marrones. El lugar era insulso y el personal que trabajaba allí era peor. Vestían como si fueran camino de un concierto de música folk y llevaban grandes chapas con el rótulo apoyo a las victimas y una cara sonriente, en los que se leía su nombre y el eslogan RECORDAR EL AYER, SOBREVIVIR A HOY. VIVIR PARA EL MAÑANA.

Para empeorar las cosas, el viejo y enorme radiador de metal del rincón del despacho estaba totalmente desajustado. A veces, se paraba durante la noche y la sala, por la mañana, estaba bajo cero. Y el ruido que hacía el radiador hasta que se calentaba era ensordecedor. Otros días, se disparaba sin control y el calor resultaba agobiante. Sólo había un ventanuco en una de las paredes, cerca del techo, y lo habían sellado hacía décadas.

Aquella mañana, el despacho estaba hirviendo. Fernández abrió la puerta y se puso a abanicar con ella en un intento infructuoso de expulsar parte de aquel calor. Hay que ver las cosas que hago en este empleo y que nadie ve, se dijo. Finalmente, se dio por vencido; se limitó a abrir la puerta del despacho y la de la salita de espera y aguardó.

Al cabo de unos minutos, llegó por el amplio pasillo el detective Greene, acompañado de una pareja mayor de aspecto saludable. El procedimiento regular obligaba a hablar con la familia de la víctima en presencia del agente encargado del caso y, junto a la pareja, venía una mujer alta y robusta con un vestido holgado y sandalias Birkenstock. Llevaba una tablilla con sujetapapeles de plástico con una pegatina de un gran corazón rojo en el dorso y la chapa de apoyo a las víctimas prendida encima de su voluminoso pecho izquierdo. El nombre de la chapa era andy.

– Doctor y señora Torn. -Fernández salió a recibirlos a la puerta, tendiéndoles la mano-. Les agradezco que hayan venido.

– Llámenos Arden y Allie -respondió Torn, estrechándosela con firmeza-. No nos gustan las ceremonias.

Torn era más alto de lo que Fernández esperaba y tenía unas manos fuertes. Llevaba un suéter grueso y en su brazo izquierdo colgaba un tres cuartos de cuero con forro de lana. Miró a los ojos a Fernández; buena señal, pensó éste.

La señora Torn era mucho más baja. Vestía una chaqueta de lana sobre un clásico vestido de manga larga y en torno a los hombros y el cuello llevaba un chal rojo brillante. Su apretón de mano fue vacilante.

– Gracias por acudir a vernos -repitió Fernández-. Espero que no hayan encontrado mucho tráfico.

– Siempre hay mucho tráfico -dijo Torn-. Aquí, en el centro, ni se enteran, pero en King City tenemos toneladas de nieve. Nos ha llevado una hora con el tractor despejar el camino hasta la carretera.

– Por favor, pasen a este despacho y siéntense -dijo Fernández-. Lamento que haga tanto calor. El edificio es viejo y falla el termostato de la calefacción.

– Nuestra casa también es vieja y sucede lo mismo -comentó Torn-. O te congelas, o sudas, nunca se sabe.

Evidentemente, el hombre era el charlatán de la familia. Estupendo, pensó Fernández. Una charla intrascendente para empezar la conversación. Miró a la señora Torn.

– ¿Me permite el chal?

Ella dirigió la mirada a su marido.

– Allie es muy tímida -dijo él-. Espero que no le importe, pero me ha pedido que hoy me encargue yo de hablar. Estoy seguro de que lo comprenderá. Kate era su única hija.

– Desde luego -dijo Fernández. Con los familiares, nunca se sabía. Algunos traían fotos, cartas, incluso vídeos, y querían hablar durante horas. Otros eran charlatanes, dispuestos a hablar de casi cualquier cosa que no fuese del caso y del ser querido que acababan de perder. Y los había que se quedaban callados y éstos eran los más difíciles de tratar, pues no había modo de medir o de comprender la profundidad de su dolor.

Una cosa tenían todos en común: se aferraban a cualquier palabra que uno dijera, como un paciente escuchando a su cirujano antes de una operación importante.

– Quiero asegurarles que nos estamos tomando el caso de su hija muy en serio -dijo Fernández, clavando los ojos en Torn cuando todos se hubieron sentado. Había dos sofás frente a frente, con una mesa auxiliar de madera entre ellos. Greene y Fernández se sentaron delante de los Torn. Andy, la mujer del Servicio de Apoyo a las Víctimas, se quedó de pie a un lado-. Siempre empiezo preguntando a los familiares qué preguntas quieren formular…

Aquél podía ser un momento revelador. A menudo, la gente tenía una lista preparada. Por lo general, querían saber cuánto llevaría el juicio, qué condena afrontaba el acusado y si tendrían que testificar. Cosas así.

Torn dirigió una mirada rápida a su esposa y volvió a fijarla en Fernández. Titubeó un instante y respiró hondo. Fernández le sostuvo la mirada. En el extremo de la mesa, entre una pila de libros de leyes, había colocado estratégicamente una caja de pañuelos de papel, no muy cerca para que no se notara mucho, pero a mano.

Torn rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un papel. Aquí viene, pensó Fernández; probablemente, fotos de su hija cuando era pequeña. Pero no era una foto. Era un papelito blanco.

– ¿Dónde diablos se puede aparcar por aquí -preguntó el hombre, estampando el resguardo en la mesilla con frustración como ha- ría un jugador de póquer con una mano perdedora- sin que te cueste treinta pavos al día?

XIX

– Le agradecemos que haya venido esta tarde -dijo Ari Greene a Donald Dundas, el locutor que había sustituido a Kevin Brace en El viajero del alba. Greene no lo había visto nunca, ni en fotografía, pero había escuchado su voz por la radio muchas veces a lo largo de los años, como suplente del conductor titular del programa. El locutor era más joven y más delgado de lo que Greene había imaginado. Era curioso cómo funcionaba aquello. Uno escuchaba una voz por la radio durante mucho tiempo y se construía una imagen de la persona. Una imagen que, invariablemente, resultaba muy equivocada.

Estaban en la sala de vídeo de la brigada de Homicidios. Era una habitación larga y estrecha con una mesa en el centro y tres sillas al fondo. Greene y Kennicott habían estado entrevistando a testigos, la mayoría empleados de la emisora, desde el mediodía.

– Me alegro de ayudarlos -dijo Dundas-. Doy una clase a las siete, así que tendré que marcharme antes de las seis.

Greene consultó el reloj situado encima de la puerta. Iban a dar las cinco.

– No se preocupe -dijo mientras señalaba a Dundas una de las sillas del fondo. Greene se sentó a su lado. Estratégicamente, había colocado su silla muy cerca, rozando la de Dundas. Como la cámara de vídeo estaba en el otro extremo de la habitación, en lo alto de la pared que quedaba frente a ellos, la imagen no recogería lo cerca que se hallaba Greene de Dundas. Sin embargo, allí estaba, saltándose deliberadamente las distancias que marcaban las normas sociales. El mensaje subconsciente que Greene deseaba transmitir a cualquier testigo desde el primer momento era: «Aquí estoy y no me iré. Puedo ser tu amigo o tu peor enemigo. Depende de ti».

Dundas llevaba un jersey marrón de cuello vuelto bajo una chaqueta informal de pana, pantalones de lana y gafas redondas de concha de esas que llevaban los estudiantes de arquitectura hace años. Tenía más aspecto de eterno estudiante que de un hombre de la radio. No obstante, tampoco Brace, con su indumentaria descuidada, tenía en absoluto el aspecto que uno esperaría de un famoso. Tal vez era eso lo que atraía a la gente a trabajar en la radio: que no tenían que preocuparse de su apariencia.

Greene se sentó con los hombros en ángulo recto con la mesa. De este modo, la cámara lo tomaría directamente de lado, minimizando su tamaño y haciéndolo parecer mucho menos intimidador en el vídeo de lo que era en persona.

– Esta sala está dotada de un equipo de vídeo. Puede ver la cámara ahí arriba, en la pared del fondo, enfocada hacia nosotros -dijo el detective, manteniendo un tono cortés. Volvió la cabeza ligeramente para señalar la cámara que había en el techo enfocándolos-. Todo lo que digamos desde este momento quedará registrado.

Dundas asintió, con el rostro absolutamente inexpresivo.

– Quiero confirmar que presta usted declaración voluntariamente -dijo Greene al tiempo que se inclinaba, acercándose aún más al locutor-. He cerrado la puerta para que estemos más tranquilos, pero no está cerrada con llave. Que quede entendido, señor Dundas, que puede abandonar esta habitación cuando guste.

Dundas carraspeó y dirigió una mirada a la puerta. ¿Estaba nervioso o, como alguna gente de los medios que Greene había conocido, era un hombre asombrosamente taciturno cuando no trabajaba ante el micrófono?

– Sí, hago esta declaración por propia voluntad -dijo por fin. La voz le sonó a Greene sorprendentemente familiar y, por supuesto, lo era-. Y queda entendido que puedo marcharme cuando quiera.

Kennicott entregó al detective una carpeta de color beige. En su parte superior, en una etiqueta blanca y negra y con gruesas mayúsculas, aparecía escrito el nombre Dundas. Greene había dado instrucciones al agente de que preparara un expediente sobre cada persona a la que iba a entrevistar y que se lo pasara delante de ella. Las carpetas contenían toda la información existente sobre el testigo, a la que se habían añadido unas cuantas hojas en blanco para que diera la impresión de que era abundante y detallada.

Greene también había hecho que Kennicott preparase unas cuantas cajas de embalar vacías, escribiera en ellas el nombre de r. v. brace y las apilara en un rincón de la sala, cerca de la puerta, donde la persona a la que entrevistaban las viera al entrar y donde la cámara no las captara. «Uno vale lo que sus decorados», le había explicado Greene al agente mientras preparaban los encuentros.

El detective abrió la carpeta y fingió que veía su contenido por primera vez. En realidad, Kennicott había subrayado los puntos clave y había repasado el material con él antes de la entrevista. Greene notó que Dundas tenía la mirada fija en él y lo vio escarbarse las uñas con gesto nervioso.

– Bien -dijo por último, cerrando la carpeta con un sonido seco-. Una formalidad, primero. Para que quede constancia, soy el detective Ari Greene, de la brigada de Homicidios. Me acompaña el agente Daniel Kennicott. El agente está aquí en calidad, ante todo, de escribiente. Aunque la entrevista se graba en vídeo, tomará notas para tener un registro inmediato y no tener que esperar a la transcripción. -Dirigió una sonrisa a Dundas y le comentó-: Estamos un poco anticuados. Toda esta tecnología está bien, pero lo que resuelve la mayoría de los crímenes son las personas de carne y hueso y lo que nos cuentan.

– Ya -dijo Dundas.

– Ahora le pediré que se identifique para que conste. Nombre completo y fecha de nacimiento.

Dundas carraspeó.

– Mi nombre completo es Donald Alistair Brock Noel Dundas. La fecha de nacimiento es 25 de diciembre de 1957.

– El día de Navidad… -dijo Greene.

Dundas apenas esbozó una sonrisa.

Greene realizó las habituales preguntas preliminares para que Dundas cogiera confianza. Su educación, su carrera en el periodismo impreso, un poco de su historia personal. Dundas era soltero, no se había casado nunca y tenía una casita en Beach, el barrio de la playa de la ciudad, con su propio estudio de radio en el sótano.

Poco a poco, avanzaron en el tiempo y hablaron de cuando había conocido a Brace y había empezado a suplirlo en el programa, hacía tres años. Había algo en Dundas que no terminaba de oler bien. Tal vez era cosa de la gente del espectáculo, pensó Greene. Siempre producían el efecto de que habían ensayado al detalle lo que iban a decir.

– ¿Trataba a Brace socialmente? -le preguntó.

– No muy a menudo -contestó Dundas. Por primera vez, dio la impresión de titubear antes de responder. Kennicott cruzó una mirada con Greene-. Para ser del todo franco, nuestras circunstancias eran muy distintas. Él estaba casado y yo, soltero. Y, además, pertenecemos a generaciones diferentes.

Greene asintió con la cabeza. «Para ser del todo franco» era una muletilla clásica, una treta que empleaban los testigos para ganar tiempo antes de formular sus respuestas. Dundas había perdido su cadencia relajada. Era un cambio sutil, pero real.

Greene solía dar conferencias en la Academia de Policía, donde impartía un curso titulado Técnicas de Entrevista, y siempre explicaba que en toda entrevista había un momento crucial. «Siempre hay un punto en toda buena entrevista en el que la historia, de pronto, cobra vida -decía a sus alumnos-. Encontrad ese punto. Si habéis hecho los deberes y habéis preparado la entrevista como es debido, golpead con una pregunta directa.»

El detective esperó hasta que Kennicott dejó de tomar notas. Entonces, dejó la carpeta sobre la mesa con gesto enérgico, produciendo un ruido seco y sonoro, y se volvió a Dundas con su sonrisa más radiante.

– ¿I la estado en el apartamento de Brace?

– Varias veces.

– ¿Kevin Brace ha estado en su casa? -Greene ya no hacía pausas. Ahora, quería que las preguntas se sucedieran con rapidez.

– Me parece que no.

¿«Me parece»? Otra muletilla. Greene no cambió el ritmo de sus preguntas, sino que lo mantuvo constante. Una técnica perfecta para llegar a la pregunta decisiva.

– ¿Y Katherine Torn?-inquirió, con un tono tan tranquilo y neutro como si le estuviera preguntando qué hora era-, ¿Ha estado alguna vez en su casa?

Dundas miró hacia la puerta a hurtadillas.

Greene y Kennicott guardaron silencio. De repente, el locutor parecía perdido y el ritmo de sus respuestas, hecho trizas. Cada segundo que se prolongaba el silencio, Dundas parecía más incómodo.

– Hum…, ¿tengo que contestar.1 esa pregunta? -dijo al fin.

Greene notó que empezaba a acelerársele el corazón, pero mantuvo el tono neutro, imperturbable. Despacio, volvió a coger la carpeta del expediente y la abrió. Esta vez no hacía teatro. Se le acababa de ocurrir una idea y quería leer una cosa. Tardó unos momentos en localizarla y asintió ceremoniosamente antes de mirar de nuevo a Dundas.

– ¿Acudía a verlo los martes por la mañana?

El hombre se cruzó de brazos.

– Quiero hablar con mi abogado -dijo.

– No es necesario -replicó el detective-. En este momento no está detenido. Como se ha dicho antes, es libre de marcharse. La puerta no está cerrada con llave.

Greene se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó el billetero y extrajo de éste una tarjeta de visita. Sabía que el testigo no iba a responder a más preguntas.

– Tenga -añadió y le entregó la tarjeta-. Dígale a su abogado que me llame.

Greene volvió a concentrarse en el expediente y, al cabo de un momento, escuchó el chirriar de la silla de Dundas al arrastrarse por el suelo de cemento. Cuando oyó que se cerraba la puerta, levantó la vista a Kennicott.

– ¿Todavía se divierte, agente? -le preguntó. El detective observó que Kennicott estaba muy cansado. Llevaban trabajando un día y medio sin parar y el pobre salía del turno de noche.

– Para esto ingresé en el cuerpo -respondió Kennicott.

– Sólo cuatro personas se han levantado así de una entrevista conmigo en un caso de homicidio -dijo Greene mientras recogía su bloc de notas.

– ¿Y qué fue de ellas?

El detective se encogió de hombros. Como haría su padre, pensó para sí.

– Las condenaron a las cuatro -respondió.

– Pues no pintan bien las cosas para éste, ¿verdad? -dijo Kennicott.

– Cuidado con las estadísticas. Normalmente, no aseguran nada.

Kennicott asintió. El agente aprendía rápido, se dijo Greene. Y era un hombre muy resuelto.

– Lo siguiente es la autopsia -anunció Kennicott, consultando el reloj.

– Reúnase conmigo a las seis en el depósito de cadáveres -dijo el detective-. Y después lo mandaré a casa a que descanse un poco.

XX

El recuerdo que conservaba Daniel Kennicott del depósito de cadáveres era el olor, la pestilencia de la carne en descomposición, indescriptible e inolvidable. Y el ruido, el sonido de la sierra eléctrica al cortar en redondo el hueso de la coronilla como si fuese la cáscara de un huevo cocido.

Kennicott sólo había estado allí una vez, pero llevaba el recuerdo grabado en su cerebro.

El recepcionista le había pedido que tomara asiento en la sala de espera y, mientras intentaba leer un Newsweek de hacía un año, luchó por mantener la cabeza centrada en el presente. Greene le había dicho que estuviera allí a las seis. Había llegado un cuarto de hora antes.

– Buenas tardes, agente Kennicott -lo saludó un hombre bajo y rechoncho de voz chillona que entró en la sala con un café en un gran vaso de plástico. Medía un metro y medio y tenía un tórax voluminoso. Con sus brazos cortos, apenas alcanzaba a tocarse los dedos por delante, lo que lo hacía parecer un personaje de tira cómica, o un Humpty Dumpty de Alicia a través del espejo-. Soy Warren Gardner, jefe adjunto.

Kennicott recordaba a aquel hombre de su otra visita al depósito, cuando había identificado el cuerpo de su hermano. Incluso recordaba su nombre. Era curioso cómo, en un momento así, se le queda- han a uno los pequeños detalles.

– Seguro que usted no me recuerda -dijo Kennicott y le tendió la mano. El hombrecillo la estrechó con gran firmeza-. Estuve aquí hace varios anos. De civil, antes de ingresaren el cuerpo.

– El hermano mayor. Una bala detrás de la oreja izquierda -dijo Gardner sin un instante de vacilación-. En verano. Único familiar que le quedaba. Había perdido a sus padres antes, en un accidente de tráfico. Un conductor borracho. ¿Cómo voy por ahora?

Kennicott asintió.

– Fue usted muy amable. Quería escribirle una nota de agradecimiento, pero…

– No era necesario. -Gardner tomó un sorbo de café-. Nuestros clientes tienen grandes necesidades y poco tiempo para atenciones. ¿Le apetece un café?

– No, gracias.

– Será mejor que pasemos adentro. El detective Ho, de Identificaciones, ha empezado ya.

Gardner condujo a Kennicott por un suelo de baldosas impecable y pasaron ante una larga pared de lo que parecían enormes archivadores de acero. Allí se almacenaban los cuerpos. Entraron en la cámara acristalada donde Katherine Torn reposaba desnuda sobre una larga mesa metálica, con una bolsa de plástico doblada a los pies. La palidez del cuerpo era asombrosa.

El detective Ho estaba tomando fotografías. En aquel momento, sacaba un primerísimo plano de la herida, en la misma boca del estómago y justo por debajo del esternón. A su lado tenía una regla gris para efectuar mediciones. Kennicott distinguió el viejo maletín y la mochila de Ho, guardados en un rincón.

– Eh, buenas tardes, agente Kennicott -lo saludó Ho con su habitual jovialidad-. La señora Torn resulta aún más hermosa fuera del agua, ¿no le parece?

Aunque Kennicott detestaba reconocerlo, Ho tenía razón. Curiosamente, el rostro de Katherine Torn le pareció más bonito aún que la primera vez que lo había visto, muerta en la bañera. Le habían recogido la melena en lo alto de la cabeza y su cuerpo se veía fuerte. El agujero en el pecho parecía increíblemente pequeño en la inmensidad de su piel.

– Una lástima el agua, ¿verdad? -dijo Ho.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Kennicott.

– Elimina las huellas. Hoy día podemos recoger unas huellas magníficas en la piel, pero el agua las borra.

– ¿Quién es el patólogo? -preguntó Kennicott.

Ho miró a Gardner y los dos pusieron los ojos en blanco.

– Todo un regalo -dijo Gardner mientras se ponía un delantal con sus iniciales, W. G., escritas en rojo en la esquina inferior izquierda-. El doctor Roger McKilty, alias el Chico Maravilla Kiwi.

– Condenado neozelandés. A ver si es capaz de entender una palabra de lo que dice -añadió Ho-. No ha cumplido aún los treinta y cinco, pero tiene más títulos que una biblioteca.

– Parece listo -apuntó Kennicott.

– Vaya si lo es -continuó Ho-. Y rápido. Trabaja tan deprisa que le está dando mala fama a la morgue.

Se rió de su propio chiste y la carcajada resonó en la sala aséptica. Gardner lo acompañó con una risilla.

– El buen doctor liquidará el asunto en media hora y se habrá embolsado cuatrocientos dólares.

– En el restaurante de mis padres, ésos habrían sido los ingresos de una semana -comentó Ho-. ¡Los rollitos de primavera que tenían que vender para ganarlos!

Kennicott se acercó más al cuerpo.

– ¿Qué causaría eso? -preguntó, señalando unas marcas de dedos en el brazo derecho.

Ho echó un rápido vistazo.

– Marcas de manos -dijo-. Se ven muchas veces. Recuerde que estaba de espaldas y el corazón no bombeaba, de modo que todos los glóbulos rojos, que pesan, siguen la ley de la gravedad. Es la lividez post mortem. Causa esta decoloración algo amoratada de la parte superior del torso y hace la piel sumamente susceptible a las contusiones. Lo más probable es que las hicieran los de emergencias cuando la sacaron de la bañera.

Kennicott asintió e inspeccionó de muy cerca la piel. Anduvo hasta el otro lado del cuerpo y se inclinó. Allí también había marcas. Iba a preguntarle algo a Ho cuando apareció el detective Greene, acompañado de un hombre delgado de aspecto dinámico, con los cabellos increíblemente claros, que no parecía tener más allá de veintiún artos.

– Oh, hola -dijo Kennicott, levantando la vista-. Estaba observando unas marcas de los brazos.

Greene y el hombre cruzaron una mirada, como diciéndose: «Ésta es la clase de cosas en la que siempre se fijan los novatos».

– Las contusiones en los brazos por encima del codo casi nunca tienen relevancia forense-dijo el hombre ion un cerradísimo acento neozelandés. Ho tenía razón: no era fácil entenderlo. En cambio, el tono era inconfundible: condescendiente y aburrido.

Kennicott rodeó el cuerpo y se acercó a Greene.

– Agente Daniel Kennicott, le presento al doctor McKilty -dijo Greene.

– Encantado de conocerlo, doctor -lo saludó Kennicott.

– Sí -dijo McKilty, le dio un flojo apretón de manos y echó un vistazo al reloj de la pared. Eran las seis en punto.

– ¿Procedemos, señores? -preguntó con visible impaciencia.

McKilty se acercó al cuerpo y lo examinó rápidamente de pies a cabeza. Le miró las manos con detenimiento y luego observó el estómago. Todo ello, sin prestar atención a la herida del pecho.

– Diría que nuestra chica empinaba el codo -dijo con su voz nasal, casi gangosa. Se volvió hacia Gardner y añadió-: Comprobaremos el nivel de plaquetas.

McKilty miró a Kennicott con expresión aburrida y explicó:

– Las plaquetas son corpúsculos de la sangre, incoloros, con una superficie pegajosa que ayuda a que la sangre se coagule. Sin ellas, moriríamos desangrados. Ahora, tomemos a una persona que bebe. Sufre agrandamiento del bazo a consecuencia de una enfermedad hepática. Eso causa trombocitopenia, es decir, recuento plaquetario bajo. Si baja de veinte, se llena de moratones como un plátano maduro. Por eso las marcas en los brazos no significan nada.

Volvió a inclinarse sobre el cuerpo, aproximándose mucho. Por supuesto, no era necesario mantener una distancia socialmente aceptable con un cadáver, pensó Kennicott.

– Ahora, veamos esa herida de arma blanca -continuó el doctor y hizo una señal a Kennicott-. Mire aquí -dijo, sin indicar nada.

Kennicott se situó a su lado y se inclinó.

– Casi directamente vertical -dijo McKilty y describió la herida en relación con las agujas del reloj-. Yo llamaría a eso once treinta cinco treinta… ¿Ve la diferencia entre los dos lados?-preguntó al agente, apartándose ligeramente para que mirara-. Venga, acérquese más.

Kennicott bajó aún más la cabeza.

– El extremo superior de la herida es redondeado y el inferior, en forma de uve.

– Exacto. La causó un cuchillo de un solo filo. La hoja miraba hacia abajo. El ángulo de la herida nos dice que la mano que empuñaba el cuchillo lo sostenía como lo sujetaría uno para cortar carne.

Kennicott asintió y preguntó:

– ¿Qué es esa marca oscura en la piel, alrededor de la herida?

– Muy bien -dijo McKilty-. Lo llamamos la marca de la empuñadura. Procede del mango del cuchillo. Nos dice que la hoja entró hasta el mango, con mucha fuerza. Vaya trabajito tan desagradable. -Levantó la vista otra vez-: Señor Gardner, por favor…

El gordinflón le pasó una fina regla metálica.

– La herida mide cuatro centímetros y medio -dijo McKilty. Ahora le hablaba a un pequeño micrófono que llevaba en la solapa. Deslizó la regla en el interior de la herida-. Profundidad aproximada… -colocó el dedo en el punto en que la regla tocaba la piel y la extrajo como un mecánico que comprobara el nivel del aceite de un coche-, casi diecinueve centímetros.

– Eh, eso es -dijo el detective Ho-. Son casi las medidas exactas del cuchillo de cocina que encontramos en el apartamento. -Ho siempre estaba a punto de gritar de emoción, como el ganador de lotería que acaba de conseguir el bote-. Le dieron una puñalada a conciencia.

McKilty lo miró y sacudió la cabeza en gesto de negativa.

– No esté tan seguro -dijo. Miró a Kennicott y levantó las dos manos al aire-. Imagine el estómago como un cojín de plumas con una funda resistente: la piel. Es una superficie difícil de penetrar. Sin embargo, una vez que lo consigues… -cerró las manos en una palmada. El ruido resonó con fuerza en la habitación embaldosada-. Debajo, no hay nada que lo frene, realmente. De este modo, la herida podría haber penetrado esos dieciocho centímetros; pero si el cuerpo estuviera acercándose al cuchillo, eso también contribuiría a la penetración. Incluso explicaría la marca de la empuñadura. No podemos sacar conclusiones precipitadas.

Kennicott observó a Greene, que, a dos pasos de ellos, observaba la escena con su habitual pasividad y distanciamiento. Kennicott venía observando a Greene desde hacía años, buscando pistas de lo que pensaba. El hombre parecía funcionar a muchos niveles distintos a la vez.

Una parte de Greene parecía estar completamente concentrada en el momento, como si estuviera registrando en el cerebro todo cuanto sucedía delante de él, siempre dispuesto a testificar en el estrado sobre cuanto había visto u oído. Otra parte de él se quedaba a distancia, observando el desarrollo de los acontecimientos. Y otra parte más parecía no estar en ninguna parte y dedicarse permanentemente a considerar diferentes posibilidades, como una corriente de agua que, decidida a correr ladera abajo, explorara cada grieta. Así era el detective Greene, constató Kennicott: manifiestamente presente, pero provocadoramente distante, todo a la vez.

– Me temo que esto va a ser desagradable -anunció McKilty mientras abría el pecho de Torn con el bisturí, cortando con confianza ligeramente descentrado a la derecha del punto de incisión. Cuando la cavidad torácica se abrió, escapó de ella un hedor espantoso.

– ¿Ve esto? -dijo el patólogo, inmune al olor, y señaló con la punta del bisturí un líquido purulento que se derramaba. Por primera vez, había en su voz cierta excitación-. Ascitis. Líquido libre en el vientre. Era bebedora, no hay duda. Una parte debió de verterse cuando la apuñalaron. Horrible.

Kennicott asintió y recordó que había resbalado en el suelo de la cocina la mañana que había irrumpido en el apartamento 12A.

Gardner preparó una serie de fórceps de aspecto perverso y apartó dos colgajos de piel. McKilty continuó sus comentarios en voz baja por el pequeño micrófono mientras cortaba cada órgano y lo examinaba. Gardner los fue introduciendo en sendos recipientes de cristal a los que puso etiquetas, como si fuesen extraños embutidos y cortes de carne que se envasaran para enviarlos a alguna parte. Los dos, el chef y el segundo chef, se movían como en una danza bien coreografiada.

– Hum -dijo McKilty-. El cuchillo penetró por debajo del esternón. La sangre vertió en el mediastino, no en el estómago. -Volvió la mirada a Greene y preguntó-: ¿Dice que la encontraron en una bañera?

Greene asintió.

– Hum -repitió McKilty-. La sangre que manó de la víctima lo hizo porque estaba en el agua. Si hubiera estado de pie y en seco, no habría salido ni una gota. Aquí está la culpable -continuó, al tiempo que extraía una masa blanca, bulbosa, con aspecto de esponja-: La aorta abdominal seccionada.

Puso la masa en una bandeja cromada impoluta e indicó a Kennicott que se acercara, mientras daba la vuelta a lo que había extraído como un chef que inspeccionara una pieza de carne.

– Mire aquí -dijo-. Con esto basta. La pobre mujer no tuvo ninguna oportunidad. La aorta es una de las partes más vulnerables del cuerpo humano. Es nuestra principal cañería de sangre. La sangre está a presión. Si se pincha la cañería, aunque sea un poco, estás acabado.

Para el ojo inexperto resultaba sutil pero, cuando McKilty señaló el punto, Kennicott apreció que la coloración era distinta y que la masa blanca tenía un corte. Era asombroso ver de cerca lo poco que se requería para quitar una vida.

Intentó no pensar en su hermano, tendido en la misma mesa fría, y en el eficiente señor Gardner envasando sus órganos, pero no pudo desviar la mirada del cuerpo desnudo que acababan de abrir y destripar.

Hacía cuarenta y ocho horas que había empezado su turno de noche con Bering y treinta y seis que había tenido su primera intervención en el caso. Notaba la fatiga en cada centímetro de su cuerpo.

Observó a Gardner mientras éste sacaba aguja e hilo y empezaba a coser a Katherine Torn.

– El resto es un rollo médico -anunció McKilty mientras miraba primero a Greene y luego a Kennicott-. No hace falta que se queden aquí.

Por fin podré echarme a dormir un rato, pensó Kennicott. A dormir y, con suerte, no soñar.

XXI

Nancy Parish se emocionaba cada vez que, cartera en mano, recorría Bay Street a pie desde su despacho de King Street hasta el Ayuntamiento Viejo. Sobre todo, a primera hora de la mañana.

Su padre, un hombre observador, le había comentado una vez que Toronto era una ciudad de calles rectas y esquinas cuadradas construida por banqueros escoceses para hacer dinero, y no para contemplar el hermoso lago o los maravillosos valles y bosques. Tenía razón en casi todo, pero Bay Street era una rara excepción al trazado cuadriculado de la ciudad.

Tomando hacia el norte desde su despacho, Nancy alcanzaba a ver cómo la calle seguía recta unas cuantas manzanas, hasta Queen Street -como cualquier ciudad de Canadá, grande o pequeña, Toronto tenía calles dedicadas a la monarquía-, donde doblaba a la izquierda y rodeaba el Ayuntamiento Viejo, cuya torre campanario se alzaba en medio del trazado de Bay Street como un signo de admiración.

Bay Street era la capital financiera del país, la Wall Street de Canadá, y el paseo de diez minutos por la acera estrecha y concurrida era como un recorrido turístico por la historia económica de la ciudad. Dominaban la parte baja esbeltos rascacielos modernos, cada uno de ellos propiedad de uno de los cinco grandes bancos del país, cuyos nombres iban de lo pedante -Banco de Nueva Escocia, Banco de Montreal- a lo pretencioso: Toronto Dominion Bank, Royal Bank of Canada y Canadian Imperial Bank of Commerce. Más al norte, las moles de acero y cristal daban paso a edificios de piedra más antiguos, empezando por la Bolsa de Toronto y siguiendo por una serie

de elegantes torres de oficinas art decó de la época dorada de la ciudad, los años veinte y treinta del siglo XX, que tenían nombres evocadores como Northern Ontario Building, Sterling Tower y Canada Permanent Building.

Más tarde llegó la construcción. Donald Trump había adquirido un gran solar en el lado oeste y, en años recientes, una gran valla publicitaria había anunciado su edificación inminente. Inmediatamente detrás de la valla, una alambrada de tela metálica cerraba toda una mañana y unas enormes máquinas de demolición arrasaban ya un viejo aparcamiento de cemento.

Una manzana antes de llegar a Queen Street se hallaba la sede original de Hudson’s Bay Company, el decano de los grandes almacenes de Toronto. Ahora, su elegante nombre se había condensado en un simple «el Bay» y el edificio estaba desguarnecido de adornos. Sin embargo, como una vieja dama sofisticada de otra época, enflaquecida por la edad, sus buenos huesos aún seguían intactos.

Parish dejó que pasara un tranvía, cruzó Queen, subió la escalinata del Ayuntamiento Viejo y se dirigió rápidamente al segundo piso.

El reloj de la torre estaba empezando a tocar la hora y corrió por el pasillo hacia la sala 121. Un hombre delgado de pelo cano con uniforme de alguacil, con galones y medallas en las solapas, tañó una campanilla de bronce.

– Se abre la sesión, se abre la sesión -anunció.

– Hoy llego por los pelos, Horace -le dijo Parish mientras corría hacia él.

– El capitán está ocupando su puesto al timón -respondió el alguacil, sonriéndole.

Parish se detuvo un momento a recuperar el aliento y abrió la ornamentada puerta de la sala. Unos años antes, en aquella espectacular estancia, antigua cámara del Consejo Municipal cuando el edificio era sede del Ayuntamiento, se habían filmado escenas de la película Chicago. Era fácil ver por qué: la sala, con sus bancos de roble oscuros, la puerta batiente de madera que daba paso a las largas mesas del Consejo y la galería en lo alto, causaba una impresión ominosa. Y en esta ocasión estaba llena a rebosar de periodistas, amigos de los Brace, defensoras de los derechos de la mujer y asistentes habituales a los juicios. Todo un espectáculo.

El secretario judicial abrió la puerta de roble a la izquierda del estrado del juez y entró en la sala.

– Oyez, oyez, oyez -clamó. Se remangó ceremoniosamente las mangas de la toga negra y ocupó su asiento debajo del juez-. Todos en pie. Se abre la sesión -anunció y su vozarrón llenó sin esfuerzo la gran sala-. Preside el honorable juez Jonathan Summers. Quien tenga asuntos que presentar al tribunal, se acerque ahora y será escuchado.

Un alguacil se acercó apresuradamente al estrado del juez con una buena pila de libros. Pisándole los talones y, resplandeciente con la toga negra, la camisa blanca almidonada y las tirillas, el juez Summers entró a paso ligero, como si llegara tarde a un partido de tenis. Pasó junto al alguacil rozándolo y se encaramó a su estrado, que dominaba la sala. El alguacil lo siguió con gesto nervioso y colocó los libros delante del juez.

Summers alargó la mano, cogió de lo alto de la pila una libreta verde encuadernada en piel y la abrió por la primera página. Con gran ceremonia, metió los dedos en el bolsillo del chaleco y sacó una estilográfica Waterman muy usada, con la que se puso a escribir.

– Pueden sentarse -dijo el secretario al público con su voz resonante.

Al cabo de un rato que se hizo eterno, Summers levantó la cabeza y miró a la multitud allí reunida como si toda aquella gente hubiera irrumpido en su estudio secreto para echar una mirada indiscreta al gran autor mientras escribía su obra maestra.

Summers volvió la vista a las dos largas mesas del consejo, situadas delante de su estrado. Fernández se sentaba a su derecha y Parish, a su izquierda.

– ¿Dónde está el preso? -les gruñó a los dos.

– Viene de camino -intervino el secretario en un cuchicheo aterrado-. El furgón de la cárcel se retrasa.

Summers soltó un bufido de irritación y paseó la mirada por la sala repleta de gente.

– Señoras y señores del público y de la prensa, como pueden ver, todos estamos preparados para empezar a trabajar. Nuestro gobierno no nos proporciona los recursos adecuados para dirigir estos tribunales. Si yo hubiera capitaneado mi barco de esta manera en la Marina, créanme, habría tenido graves problemas.

Volvió a mirar a la abogada. Aquí viene, se dijo ella.

– Señora Parish, he revisado cuidadosamente la documentación de su petición de fianza, así como la respuesta del señor Fernández. La declaración jurada del peticionario, señor Brace, no está firmada.

Parish se puso en pie.

– Sí, Señoría. Solicitaré al tribunal un breve trámite para que proceda a firmar cuando sea conducido aquí.

Summers sólo estaba dándose importancia ante la prensa. Aquél era el procedimiento habitual cuando la petición de fianza se preparaba en un plazo tan corto.

– Está bien -dijo el juez.

Parish volvió a sentarse. Tarde o temprano, Summers iba a ponerse furioso con alguno de los dos letrados. El truco, se dijo, estaba en asegurarse de que no le tocara a una.

El juez reanudó sus anotaciones en la libreta. Sonó el teléfono de la mesa del secretario y éste descolgó y habló en susurros. Las arrugas de preocupación se le marcaron aún más en la frente.

– Llegará dentro de cinco minutos -medio cuchicheó de nuevo.

– Esperaremos. Manos a la obra -dijo Summers sin alzar la vista.

Parish dibujó una caricatura de Summers, con su uniforme de malino, atizándole un golpe en la coronilla al secretario con un gran mazo de juguete. El esbozo no era muy bueno y no se le ocurría ninguna leyenda.

Echó un vistazo a los reporteros sentados en la primera fila. Además de los habituales periodistas de la Banda de los Cuatro de los periódicos que cubrían todos los grandes juicios, había reporteros de las principales cadenas de televisión y emisoras de radio. Parish reconoció fácilmente a su amigo Awotwe Amankwah, el único rostro oscuro del grupo.

Había conocido a Amankwah hacía unos años jugando al hockey al aire libre. Solían echarse una mano. Amankwah llamaba cuando necesitaba una opinión para un artículo, o información extraoficial sobre un juez desagradable o un fiscal díscolo. Parish, en ocasiones, le pedía a Amankwah que investigara cosas que ella no podía.

Amankwah le devolvió la sonrisa. Puso los ojos en blanco y se encogió de hombros como queriendo decir: «Buena suerte con Summers».

Finalmente, tras un fuerte golpe a la puerta de roble, ésta se abrió y entraron dos guardias que conducían a Kevin Brace.

En la repleta sala se produjo un murmullo. Brace iba vestido con aquel mismo mono anaranjado que le venía dos tallas grande. Ahora, además, estaba sucio. Llevaba las manos esposadas a la espalda. Sus cabellos estaban aún más grasientos; su piel, más cetrina; su barbilla, más hundida hacia el pecho; sus ojos, más carentes de vida. Entró en la sala arrastrando los pies como un viejo.

Cuando el guardia sacó las llaves, Brace se volvió de espaldas automáticamente, esperando a que le quitara las esposas. Respuesta condicionada, pensó Parish. Como cualquier condenado a la perpetua que se hubiera acostumbrado a cumplir condena. A la abogada se le cayó el alma a los pies.

Ante tantos indicios en contra de aquel hombre, había depositado todas sus esperanzas en el propio Kevin Brace, en su acrisolada reputación. Parish siempre se esforzaba en adecentar a sus clientes antes de su presentación en el tribunal, pues sabía que, si un jurado veía a Brace con aquel aspecto, lo condenaría en un tiempo récord.

Se incorporó rápidamente, en un intento de desviar la atención de su cliente, en lo posible.

– Si me permite un momento, Señoría… -dijo y levantó la hoja de la declaración jurada.

– Dese prisa -dijo Summers, autorizándola con un gesto.

Parish se acercó a Brace, sin mirarlo. Él se quedó plantado ante ella, alto y desgarbado. Ella le posó la mano en el brazo con gesto confiado, algo que hacía siempre en los juicios. Que todo el mundo viera que no le daba miedo su cliente. Brace se inclinó para que ella pudiera hablarle al oído.

– Se trata de una declaración jurada de una sola hoja. Sólo dice quién es usted y que obedecerá las reglas de la libertad condicional. Dedique un momento a leerla y fírmela.

Brace asintió ligerísimamente mientras ella le entregaba un bolígrafo, un Bic nuevo a estrenar. Brace echó una mirada al documento, le dio la vuelta y se puso a escribir en el dorso. Ella leyó su breve mensaje del revés.

– ¿Está seguro, señor Brace? -le preguntó.

– Abogada -gritó Summers desde el estrado-. Ya he tenido suficientes retrasos en la sala por esta mañana.

– Sí, Señoría -dijo ella y miró al juez, pero aún volvió la cabeza una vez más para lanzar otra mirada a Brace. Él le devolvió el Bic.

– ¿Éstas son sus instrucciones, señor Brace? -preguntó. Él movió la cabeza una vez en gesto de asentimiento y se sentó.

La abogada respiró hondo.

– Está bien -dijo, recogió el papel y el bolígrafo y se encaminó a su mesa de letrada. Si tienes que anunciar malas noticias al tribunal, hazlo deprisa, se dijo. Sé breve y suave. O, en el caso de Summers, breve y brusca.

– Señoría, la defensa no presentará recurso contra la detención del señor Brace -anunció rápidamente y se sentó.

Un silencio de perplejidad se extendió por la sala, ya callada y atenta. Summers reaccionó tardíamente.

– ¿Que la defensa no presentará…?

– Exacto, Señoría. Son las instrucciones que he recibido.

Parish miró de reojo a Fernández. El fiscal estaba desconcertado. Acababa de pasar cuarenta y ocho horas preparando aquella sesión, buscando con empeño asegurarse de que Brace no saliera con fianza, y ahora Parish arrojaba la toalla. Había ganado sin competir.

Summers parecía al borde de la apoplejía.

– ¿Dice que su cliente…? -tronó, mirando a la abogada desde lo alto del estrado.

Parish se puso en pie.

– El señor Brace no se opone a permanecer en prisión preventiva, Señoría -repitió despacio-. No es preciso continuar con esta vista.

– Vaya, nunca me había… -Summers estaba encendido de furia. Se volvió a Fernández y le espetó-: ¿Y qué tiene que decir la Fiscalía al respecto?

Fernández se puso en pie, visiblemente perplejo todavía.

– Señoría, la acusación solicita que el señor Brace permanezca de- tenido hasta su juicio. Si el acusado ha cambiado de opinión y no desea pedir la libertad bajo fianza, que así sea.

El fiscal volvió a sentarse. Summers le lanzó una mirada iracunda, esperando que añadiese algo, pero era evidente que Fernández no tenía nada más que decir. Por lo menos, pensó Parish, el joven no se mofaba abiertamente.

Rechinando los dientes de frustración, el juez Summers soltó un poderoso gruñido que se oyó en toda la sala, recogió sus papeles y, como un león que volviera a su madriguera, abandonó el estrado con paso furioso.

– Veré a los dos letrados en mi despacho -gritó un momento antes de cerrar la puerta tras él, dando un sonoro portazo. Sus palabras resonaron en la concurrida sala, que empezaba llenarse de ruidos.

Tan pronto se hubo marchado el juez, Parish se volvió en redondo y miró a su cliente. Aún tenía el Bic en la mano y se dio cuenta de que lo había estado agarrando con tanta fuerza debajo de la mesa que le había dejado una marca en el pulgar. En aquel momento, habría querido clavárselo en el pecho. Brace ni siquiera cruzó una mirada con ella; se levantó de la silla, dio media vuelta y llevó los brazos a la espalda, esperando que le pusieran las esposas. Como si hubiera perdido toda esperanza.

XXII

Esto no va a ser agradable, se dijo Albert Fernández mientras seguía a un atemorizado secretario de Summers por el largo corredor forrado de paneles de madera en dirección al despacho del juez. A su lado caminaba Parish. Anduvieron en silencio.

Fernández miró de reojo a la abogada. Debía de estar nerviosa, pensó. Acababa de torpedear una vista delante de una sala abarrotada de gente y, ahora, el juez decano del Ayuntamiento Viejo reclamaba verla en su despacho.

Parish captó su mirada y le lanzó una sonrisa. Parecía sorprendentemente relajada, dadas las circunstancias.

– Señoría -anunció el secretario con voz fantasmal cuando llegaron a la puerta del juez-, los letrados Parish y Fernández.

El espacioso despacho de Summers era, en parte, una biblioteca de leyes y, en parte, un museo del hockey. Pero, sobre todo, era un santuario de todo lo que tuviera que ver con la náutica. Hasta el último centímetro de pared estaba lleno de bosquejos a mano de barcos de guerra. Una estantería estaba repleta de botellas de formas raras, cada cual con un barquito capturado en su interior. En el aparador que quedaba a su espalda había una serie de fotos enmarcadas, en la mayoría de las cuales aparecía Summers a bordo de barcos de vela con diferentes miembros de su familia. Sobre el escritorio tenía una fotografía grande de él y su hija, Jo. El padre le rodeaba los hombros con el brazo y ella llevaba el pelo suelto, algo que Fernández no había visto nunca. Entre los dos sostenían una copa de campeones y al fondo se distinguían unas velas blancas y el cielo azul

Los motivos náuticos se mezclaban de vez en cuando con fotos del juez con jersey de hockey azul o blanco, posando con conocidos jugadores de los Toronto Maple Leafs. En el rincón había una colección de palos de hockey con las firmas de miembros del equipo claramente visibles y, en una gran vitrina, Summers guardaba una vieja sudadera de hockey con un gran escudo en el que se leía Cornell y una gran C en el ángulo superior izquierdo.

– ¿Qué demonios sucede aquí? -inquirió Summers, despojándose de la toga y arrojándola a una silla auxiliar mientras lanzaba una mirada furibunda a Parish. Fernández la miró también.

Ella tomó aire y exhaló, despacio.

– Lo que sucede, Señoría -declaró en tono mesurado-, es que me atengo a las instrucciones de mi cliente, que no desea pedir la libertad condicional.

Por supuesto, técnicamente, Parish estaba obligada a hacer lo que le decía su cliente y no le estaba permitido hablar de sus conversaciones con él; sin embargo, aquello no dejó contento al irritado juez.

– Eso ya lo he oído. -Summers se sentó y cogió un abrecartas de plata al que empezó a dar vueltas entre los dedos. Fernández observó que el objeto llevaba grabadas unas iniciales, gastadas y difíciles de leer. Probablemente, una herencia familiar-. Señora Parish, si «su cliente» no quería pedir fianza, ¿por qué hemos perdido toda la mañana con esta charada?

El juez hizo chasquear el abrecartas en la palma de la mano. Parecía de plata finísima, pensó Fernández.

– ¿Y por qué ha preparado esta montaña de papeles?-continuó Summers, hincando la punta del abrecartas en el abultado alegato-. He estado despierto toda la noche leyéndolos.

Fernández escogió un punto de la mesa de Summers y fijó la vista en él. Era mejor ser un vencedor humilde.

– Debo atenerme a las instrucciones de mi cliente -insistió Parish y se encogió de hombros. Por su tono de voz, quedaba claro que no iba a decir nada más. Fernández tuvo que reconocer que la abogada tenía agallas.

Dio la impresión de que Summers percibía su determinación. Volvió la mirada a Fernández, sondeando su posible debilidad.

– Señor Fernández, sé que tiene a esos grupos de mujeres azuzándolo para que convierta a Brace en un caso ejemplarizante. Y el jefe Charlton quiere engordar el presupuesto de la Policía. Mire: lie leído todo su material y esas estadísticas… -Summers sacó un gran informe y lo abrió por la página que había marcado con una etiqueta adhesiva amarilla-. «Cuatro de cada cinco mujeres declaran sufrir malos tratos a manos de hombres.» Deme un descanso.

Buscó en los papeles y sacó uno.

– He comprobado la procedencia de esas estadísticas suyas. El estudio en que se basan se realizó en 1993 y el maltrato se define como…, espere, aquí lo tengo. «Las tres preguntas que más contribuyeron a esa cifra del 80 por ciento fueron: ¿Alguna vez le ha hecho algo para fastidiarla? ¿La ha insultado? ¿La ha acusado de tener una relación con otro?» -Summers arrojó el papel sobre la mesa-. Mire, no me gusta la violencia contra las mujeres, ni contra los hombres, ni contra nada, pero esto… ¡Vamos, no trivialicemos las cosas!

– Sí, Señoría, pero la base de mis alegaciones era… -dijo Fernandez, concentrándose en mantener la voz serena.

– Mire -lo interrumpió Summers-, el dato estadístico que cuenta es que las probabilidades de que reincida en su delito un hombre condenado por matar a su mujer en un crimen pasional son diez veces menores que las de un simple ratero. Eso lo saben todos los que trabajan en estos juzgados. Todos, menos la maldita prensa.

Antes de que Fernández pudiera responder, Summers volvió la cabeza, como un árbitro de tenis, para mirar de nuevo a Parish. Esta vez, sin embargo, su expresión se había ablandado. Había dejado de actuar como el juez malo y ahora mostraba al juez bueno.

– Nancy, ¿sabe lo del partido del fin de semana pasado? -le preguntó-. Cornell vapuleó a Colgate por cuatro a uno.

Parish le devolvió la sonrisa. Fernández había oído comentar que la abogada jugaba al hockey sobre hielo, pero ignoraba que hubiese ido a la universidad en Estados Unidos.

– Eso, el equipo masculino, Señoría -contestó ella-. Veamos qué sucede el próximo fin de semana, cuando jueguen las chicas.

– Touché-dijo Summers. Miró a Fernández y se encogió de hombros -. Discúlpenos, señor fiscal. Viejas rivalidades escolares -explicó y volvió a dirigirse a Parish-: ¿Vio el partido de los Maple Leafs la otra noche? Estuve con el presidente del tribunal. Una gran victoria. Quizá estén corrigiendo el rumbo.

Parish meneó la cabeza enérgicamente.

– Hay demasiados jugadores veteranos en el equipo -afirmó-. Se cansarán.

Por tentado que estuviera de intervenir en la conversación, Fernández comprendió que cualquier cosa que dijera sobre hockey resultaría ridícula. Además, parecía que a Summers ni siquiera se le pasaba por la cabeza que pudiese tener opinión sobre el asunto.

– Escuchen -dijo el juez, al tiempo que se sentaba y abría los brazos como si quisiera abarcarlos a los dos en un abrazo-. Estamos a solas y los dos son letrados experimentados. Podemos hablar de este asunto con franqueza, ¿verdad?

Fernández vio brillar el abrecartas en la mano del juez, en cuyo rostro rubicundo se dibujaba una gran sonrisa. Lo que había dicho no era una pregunta, ni mucho menos.

– Desde luego, Señoría -asintió.

– Claro -confirmó Parish.

– Un caso como éste pone a prueba todo el sistema judicial. Son ustedes dos letrados jóvenes y brillantes; cada movimiento que hagan será observado y comentado.

Summers miró de nuevo a Parish.

– Nancy, si se aviene a pactar con la Fiscalía, estoy seguro de que podríamos encontrar algo. Al fin y al cabo, ese hombre tiene sesenta y tres años. Seguro que hay una manera de concederle la libertad bajo fianza. Brace no es carne de prisión.

Fernández se agarró a los lados de la silla. «Letrados brillantes», «la Fiscalía»: Summers hablaba en clave y el mensaje era muy claro. El clásico juego judicial de la zanahoria y el palo. La zanahoria: esperaba que Fernández cediera un poco, que dijera que «tras escuchar los útiles comentarios de Su Señoría» hablaría con sus colegas y reconsideraría la posición de la Fiscalía. Que intentara ganarse su favor. El palo: si el fiscal no encontraba la manera de poner a Brace en la calle con fianza, Summers se sentiría muy frustrado, pues consideraba que tal solución era la más adecuada.

Si Summers supiera que nada me gustaría más que ver salir de la cárcel a Kevin Brace, pensó Fernández, mareado ante el brusco giro de los acontecimientos que había hecho añicos los planes que había preparado con tanto cuidado: perder la vista de la fianza y, así, colaborar a su salida en libertad condicional.

– No será necesario que el señor Fernández reconsidere su postura -intervino Parish, poniéndose en pie-. Le haré saber al fiscal si mis instrucciones cambian. Muchísimas gracias, Señoría.

La abogada tendió la mano a Summers. El juez, ligeramente desconcertado, se levantó y la estrechó. Un instante después, ella salía por la puerta.

Al verse solo de repente con el juez, Fernández también se puso en pie con cierto embarazo y, tras un breve apretón de manos, salió a toda prisa.

Parish ya estaba en la otra punta del pasillo, a buena distancia de él. Lo había dejado atrás y le llevaba más ventaja de lo que ella misma imaginaba, pensó Fernández mientras apretaba el paso.

XXIII

Ari Greene avanzó despacio por la tranquila calle residencial al volante de su coche. Casi todas las casas estaban adornadas con luces de Navidad, fuese en los árboles del jardín o en las ventanas de la fachada. Eran casitas de dos pisos, la mayoría poco más que una caja, pero cada par de calles una de ellas había sido demolida para dar paso a nuevas viviendas, llamadas casas monstruo, que de manera inevitable lucían mampostería tallada y tenían caminos privados excesivamente anchos, llenos de canastas de baloncesto y de coches también excesivamente grandes. Estas casas, completamente desproporcionadas con relación a sus vecinas, destacaban como reinas de ajedrez rodeadas de peones.

Envuelto en un impermeable anaranjado brillante hasta los pies, un auxiliar de tráfico se alejaba por la acera, terminado su trabajo matinal de ayudar a los niños a cruzar la calle camino de la escuela.

Se sentía a gusto en aquel barrio a la antigua, uno de los que le gustaban más de la ciudad. Cuando era pequeño, solía sentarse tras el cristal de la ventana de la pequeña casa de su familia a esperar a que su padre volviera del taller. Todos los días se repetía la misma escena. Su padre subía la calle caminando despacio, con los hombros hundidos después del largo día de trabajo. En el pequeño jardín delantero de la casa tenían un abedul y su padre se detenía delante de él, apoyaba la mano en el grueso tronco y se quedaba allí un largo instante. Era su ritual diario; después, entraba.

Una mañana, mientras pasaba la varicela en casa, Ari le había preguntado:

– Papá, ¿por qué te detienes en el árbol cada día, antes de entrar?

El padre sonrió como si le hubieran descubierto un secretillo.

– Antes de reunirme con mi familia -explicó-, quiero dejar fuera todos mis problemas, así que los pongo en el árbol.

Por fin lo entendía.

– ¿Por eso el árbol es tan pequeño, papá?

– Tal vez -asintió su padre-. Y por eso tú vas a ser muy grande y fuerte.

Cuando Greene alcanzó el metro ochenta, a los dieciséis, se le ocurrió que la predicción de su padre se había cumplido.

Pasó en coche por delante del número 37, dio media vuelta y dedicó un momento a estudiar la casa desde el otro lado de la calle. Era una edificación de dos plantas con ventanas de cristal emplomado de estilo tudor. Aparcada en el estrecho camino privado, vio una moto Honda algo maltrecha y, detrás de ella, una furgoneta con las palabras FONTANERÍA LEASIDE escritas en cursiva en el lateral.

Bien, se dijo mientras se apeaba del coche. Parece que está en casa. Se dirigió con tranquilidad a la puerta y llamó al timbre. A la derecha de la puerta había otra más pequeña, de madera, que se había inutilizado con clavos. Debía de ser el antiguo cuarto de la lechera, una reliquia de una época más boyante.

Sonaron unos pasos apresurados al otro lado y se abrió la puerta. En el quicio apareció una mujer alta y morena, de ojos castaño ósculo, clavada a sus padres. Llevaba una sudadera que le iba varias tallas grande con la leyenda ROOTS CANADA destacada en el pecho y unos pantalones de hacer yoga sobre el vientre abultado. Greene oyó que alguien daba martillazos en unas tuberías.

– ¿Es el electricista? -dijo la mujer mientras buscaba con la mirada su furgoneta.

– Me temo que no, señora Brace -respondió él. Tenía la placa en la mano y se la enseñó discretamente-. Detective Ari Greene, Homicidios de Toronto. ¿Podría hablar con usted un momento?

Ella se enfurruñó.

– Necesito al electricista antes de una hora -dijo-. ¿Sabe lo difícil que es conseguir un fontanero la semana antes de Navidad?

– Casi imposible, imagino -respondió Greene.

– Pues bien, tengo uno trabajando abajo. Pero ahora necesito al electricista para que empalme la luz. Lo llaman «montar el nido», detective. Es nuestro primer hijo y estoy renovando el sótano. Sólo falta un mes y ya ve, mi marido se ha largado con sus amigos a esquiar en Mont Tremblant, como todos los años. Se ve que era imprescindible que fuera. Y, ah, ahora está el asuntillo de que a mi padre lo han metido en la cárcel, precisamente cuando está a punto de nacer su primer nieto. Ya ve, pues, detective, que me sobra muchísimo tiempo para hablar con usted.

Greene sonrió y no dijo nada. Observa siempre lo que el testigo hace, no lo que dice; o, mejor aún, observa lo que no hace. A pesar del caos en el que estaba, Amanda Brace no le había cerrado la puerta en las narices. El detective recordó la llamada que le había hecho desde la cárcel uno de los compañeros de celda de Brace, cómo su padre se había negado a hablar con ella, y tuvo la certeza de que Amanda estaba tan interesada en hacerle preguntas como él en interrogarla a ella.

– Entre un momento -aceptó Amanda finalmente, como si sus buenos modales se impusieran al conjunto de emociones contrapuestas-. He preparado café para los operarios. ¿Quiere una taza?

– No, gracias -dijo Greene.

– Tendré que mirar mejor esa placa suya -comentó ella-. Un policía que rechaza un café gratis…

Greene sonrió y pasó al saloncito situado a la izquierda del recibidor.

– ¿Podemos sentarnos a hablar aquí?

– Claro -dijo ella, cerrando la puerta de la entrada. La casita estaba muy ordenada. En la repisa de la chimenea observó una foto enmarcada: era la portada de una revista de empresa de aspecto profesional y en ella aparecía Amanda Brace al frente de un grupo de jóvenes muy bien vestidos. Al fondo, se veían filas de cajas perfectamente apiladas. Un titular decía: «la reina del todo en orden» y el subtítulo añadía: «AMANDA BRACE Y SU EQUIPO MANTIENEN ROOTS EN LA SENDA DEL ÉXITO».

Amanda tomó asiento de espaldas a la pared del fondo, bien colocada para seguir mirando por la pequeña ventana salediza, pendiente de si llegaba el electricista desertor. Greene se sentó enfrente.

– Debo advertirle, detective -dijo ella mientras se recogía el pelo en la nuca-, que ya he hablado con la abogada de mi padre. Me ha mandado a su socio, Ted Di Paulo, que me ha proporcionado lo que se llama consejo legal independiente. No quiso cobrarme por la consulta. Seamos francos: no estoy obligada a decirle nada, ¿verdad?

– Verdad -asintió Greene.

– Puedo decide sin más que se largue, y ahí termina todo.

– Puede decirme que me largue -confirmó él.

Dio la impresión de que Amanda vacilaba un poco.

– Mire, es un secreto a voces que no me llevaba nada bien con mi madrastra. Yo tenía nueve años cuando… -Brace apartó la vista de Greene y observó la calle con una mirada de esperanza. Greene oyó pasar un coche lentamente-. Estaba en cuarto de primaria cuando, en una redacción, tuve un lapsus y escribí «maladrastra». Me llevaron a ver al psicólogo y tal. De eso hace diecinueve años. Lo único que puedo decirle, detective, es que mi padre no tiene nada de viólenlo. Nunca le ha levantado la mano a nadie. Usted quiere que parezca un hombre horrible, peligroso. Pues se equivoca de medio a medio.

Greene asintió.

Es todo lo que quería decir, ¿vale? -añadió ella.

Greene no dijo nada. Amanda no hizo el menor ademán de levantarse para acompañarlo a la puerta. El detective oyó que otro coche se acercaba y aflojaba la marcha al pasar ante la casa.

– Imagino que también querrá saber dónde estuve el domingo por la noche y el lunes por la mañana, ¿no?

Greene volvió a asentir con la cabeza. A veces, la mejor pregunta era el silencio.

– Es curioso, ¿sabe?-continuó Amanda-. Tenía apuntado «malar a Katherine» en mi lista de asuntos pendientes, pero no pude ocupa míe de eso. Tuve que quedarme en casa reparando las paredes del sótano.

– ¿Cuándo vio a su padre por última vez? -preguntó el detective.

– En nuestra cena semanal, como siempre. -Amanda se incorporó ligeramente de su asiento-. Es el electricista. Gracias a mis hormonas alteradas.

– ¿Dónde?

– Ahí fuera -respondió ella, señalando la calle.

– Me refiero a la cena. ¿Dónde fue?

– ¿La cena? ¡Ah! -Amanda parecía haberse olvidado de que él aún estaba allí-. En el lugar de costumbre. Mire, ahora debo pedirle que se vaya, lo siento. -Terminó de levantarse y comentó-: Si se me escapa ese hombre, estamos perdidos.

Gracias por atenderme -dijo Greene y se puso en pie-. Ya veo lo ocupada que está.

– ¿Ocupada? No tengo ni idea de cómo vamos a encajar un bebé en nuestro día a día.

En el recibidor, mientras él abría la puerta, Amanda le tocó el brazo.

– Mire, se puede odiar a alguien con todas las fuerzas y, a pesar de todo, aguantarlo. Así actuaba yo con Katherine. No podía hacer más. Nadie se alegra de que haya muerto. He oído que su familia la incinerará en una ceremonia íntima. Nadie en el mundo conoce a mi padre mejor que yo. Es imposible que lo hiciera él. Imposible.

– Gracias por recibirme -repitió Greene-. Mucha gente no lo habría hecho.

– Agradézcaselo a mi madre. Ella me enseñó buenos modales.

Por el rabillo del ojo, Greene distinguió a un hombre con mono de trabajo que avanzaba bamboleándose por el camino, cargado con una gran caja de plástico de herramientas.

– Buena suerte con las tuberías -murmuró.

Ella se echó a reír espontáneamente. Era una risa sonora, encantadora.

– La necesito. Tengo que ir al baño cada hora.

Greene se puso de lado en la estrecha puerta del recibidor para que el electricista pudiera entrar.

– Que le vaya bien con el niño -le deseó Greene.

– Me las arreglaré -respondió ella.

Greene no tuvo ninguna duda de que Amanda Brace era capaz de arreglárselas en casi cualquier circunstancia.

Mientras se dirigía a su coche, recordó el viejo dicho: cuando un marido tiene un lío de faldas, la mujer siempre es la última en enterarse. Pero ¿sucedía lo mismo entre un padre y una hija? Cuando papá era malo, ¿ella era la última en saberlo? ¿O era cierto que Amanda Brace conocía a su padre mejor que nadie?

XXIV

La mujer de la mesa metálica de recepción tenía el aire de una modelo de pasarela. Daniel Kennicott conocía bien aquel aspecto. Las modelos mostraban siempre una estudiada distancia. Nunca terminaban de mirar de frente y parecían en todo momento algo distraídas, como si su conversación sólo fuese una pequeña parte de lo que pasaba por su mente. La mujer, de bellos rasgos euroasiáticos, lucía una larga melena negra y, aunque estaba sentada, se adivinaba que tendría unas piernas largas y espléndidas. La mesa tras la que se sentaba era de acero pulido, maciza, y encima de ella sólo había un ordenador portátil con el logo PARALLEL BROADCASTING en la parte trasera de la pantalla. En el oído izquierdo llevaba un pequeño auricular.

– ¿Puedo ayudarlo? -dijo, mirando a Kennicott con sus ojos grises.

– Soy Daniel Kennicott. Tengo una cita con el señor Peel a las cinco en punto -dijo-. Llego unos minutos antes.

Ella tocó algo en el ordenador, con la mirada puesta ahora en un punto justo por encima del hombro del visitante.

– Shirani, acuda a recepción, por favor. -Aunque apenas susurró al micrófono, su voz resonó con potencia en el invisible sistema de altavoces-. Agente Kennicott, para el señor Peel, a las cinco en punto.

Kennicott sonrió. Ni iba de uniforme ni le había dicho a la recepcionista que era policía.

Se abrió una puerta y entró una mujer alta que llevaba en la mano una tablilla con sujetapapeles de plástico. De piel color negro intenso, tenía una nariz fina y elegante, pómulos altos, labios finos y un diamante en la aleta de la nariz.

– Buenas tardes, agente -dijo, tendiéndole la mano. Llevaba las uñas pintadas con un enrevesado dibujo-. Shirani Theoraja, secretaria ejecutiva del señor Peel. Venga, por favor.

Las oficinas de Parallel Broadcasting ocupaban la última planta de un almacén reformado que había sido reducido a su estructura básica, como un esqueleto de cuyos huesos se hubiera eliminado hasta la última hebra de carne. Los techos eran altos, con las tuberías de servicio a la vista, las paredes eran de ladrillo pulido con arena a presión y el suelo era de duro cemento pintado de negro. Kennicott siguió a Theoraja por el pasillo central. A los lados, los despachos tenían grandes ventanas que dejaban entrar mucha luz. Las mesas eran del mismo acero que la de recepción y en cada una había uno de aquellos portátiles con el logo de Parallel. No se veía una pizca de madera por ninguna parte.

Theoraja caminaba a buen paso y sus tacones altos repiqueteaban en el suelo. El taconeo resonaba audiblemente pero, tras las puertas de cristal de los despachos, los empleados ni siquiera levantaron la vista.

Al fondo del largo pasillo había una puerta de madera de caoba, pesada y adornada. En ella, rotulado con letras de latón de aspecto barato, se leía un nombre: HOWARD PEEL. Theoraja llamó con los nudillos, con gesto confiado.

– Sí -contestó una voz aguda al otro lado.

– Señor Peel, está aquí el agente Kennicott. Llega diez minutos antes a su cita de las cinco.

No se oyó nada durante unos segundos; luego, la puerta se abrió y apareció un hombre de corta estatura con unos cabellos crespos de un color extraño, casi anaranjado. En el borde superior de la frente tenía unos puntos, señal de un reciente trasplante capilar. Llevaba una camisa blanca con los tres primeros botones desabrochados -dejando a la vista una mata de pelo canoso- y unas botas de vaquero que lo hacían parecer aún más pequeño. Los ojillos, de un inesperado azul marino, eran el único rasgo atractivo de su rostro.

– Bien, agente Kennicott, ¿cómo está usted?-dijo, tendiéndole una mano regordeta-. Soy Howie Peel. Se supone que dirijo esto. Pase.

Peel acompañó al agente mientras la puerta se cerraba tras ellos. El gran despacho de Peel era diferente de los demás de la planta. Hacia esquina, tenía una vieja máquina de escribir Underwood en un aparador y las ventanas estaban cubiertas con unas cortinas pardas que se veían llenas de polvo.

– Esa Shirani es increíble, ¿verdad? -dijo el hombrecillo mientras ocupaba una de las dos sillas colocadas de cara al escritorio e indicó a Kennicott que se sentara en la otra-. No había mujeres así donde yo crecí, en el Medio Oeste. Teníamos un restaurante chino y cuatro chicos indios desarrapados en la reserva. Todos los demás éramos más blancos que un campo de cultivo en febrero.

Kennicott asintió. Había leído unas cuantas cosas sobre Howard Peel, presidente y director general de Parallel Broadcasting. Todos los artículos pintaban el mismo cuadro de él: un maestro de las venias, lenguaraz, que decía las cosas más escandalosas, pero que parecía caerle bien a todo el mundo.

– Shirani está estupenda, pero es una chica quisquillosa -continuó Peel-. Es tamil. ¿Y yo qué había de saber? La contraté a ella, a sus amigos… Un día, contraté a otra mujer de Sri Lanka, Indira. Imaginé que encajaría. A la mañana siguiente, Shirani y su banda se presentan en mi despacho diciendo que se van. «¿Cuál es el problema?», los pregunto. Resulta que Indira es cingalesa; Shirani y su troupe son todos tamiles. Recibo mi lección de historia. Al anterior primer ministro tamil lo mataron los rebeldes cingaleses. Las casas y los campos de té de los tamiles fueron quemados. Miro a Shirani… ¡ah, esos ojos negros fundirían el chocolate! «Está bien, está bien -digo-. Se acabó Indira.»

Kennicott asintió. También había leído que Peel hablaba por los codos. Decidió esperar hasta que al hombrecillo se le acabara el fuelle.

Peel pareció reparar por fin en el silencio de Kennicott y le dio una palmada en la rodilla.

– Pero basta de hablar de mí y de las hermosas mujeres que trabajan en Parallel. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Trabajo en la investigación del asesinato de la señora Katherine Torn -dijo Kennicott.

– ¿Sabe el contrato que le ofrecí a ese tipo? Un millón de pavos, treinta y seis semanas, lunes libres. Todo lo que quiso. Incluso añadí una limusina, Menos mal que no firmó, o tendría que pagarle por transmitir desde la cárcel… -Peel se rió, una risa fina, aflautada-. Bien pensado, podría ser interesante. Una estupenda manera de hacer frente a esos condenados programas de radio basura.

– ¿Por qué no firmó Brace el contrato? -preguntó Kennicott.

– ¿Por qué? ¿Cómo iba yo a saberlo?

– ¿Qué me dice de Katherine Torn? ¿La vio alguna vez?

– Sí. Estuvo en mi despacho con Brace la semana pasada.

Kennicott asintió. Pensó en la manoseada tarjeta de visita de Peel que había encontrado en el billetero de la víctima.

– ¿El pasado miércoles, por la tarde?

– Creo que sí. Se lo preguntaré a Shirani.

– ¿Ella quería que firmase?

– ¿Quién sabe? -Peel se frotó las manos-. ¿Qué le pareció el contrato, agente? Antes era abogado. Trabajaba para Lloyd Granwell.

De repente, el parloteo amistoso del hombrecillo había adquirido otro tono. En realidad, no había respondido a la pregunta. Peel quería, estaba claro, que el agente supiera que había hecho los deberes.

Kennicott llevaba oyendo subterfugios de aquel estilo desde que había ingresado en la policía. Su primer día en el cuerpo, el jefe Charlton había ofrecido una rueda de prensa, pues daba gran relevancia al hecho de que Kennicott fuese el primer abogado en ingresar en el cuerpo. Él había intentado evitar la publicidad, pero ésta lo había seguido como una mala sombra. Al día siguiente, su cara aparecía en la portada de cuatro periódicos.

– Yo no quería nada de eso -le había explicado Kennicott al detective Greene.

– Charlton es un maestro con la prensa -había respondido Greene-. Acaba de codificarlo en el ADN colectivo de la ciudad.

Por supuesto, como cualquier persona influyente de Toronto, Peel conocía a Granwell, el viejo mentor de Kennicott.

– El contrato parecía bastante claro -respondió el agente, mirando a los ojos a Peel-. ¿Por qué estuvo la mujer en la reunión?

– Fue idea mía. Soy gato viejo en ventas. La mejor manera de cerrar un trato es hacer participar a la esposa. Supuse que un millón de pavos la convencerían de que era un negocio estupendo.

– Pero ¿no fue así?

– Brace no firmó. -Peel se encogió de hombros-. Y mírelo ahora. Ha renunciado a salir bajo fianza. Me han contado que no dice una palabra en la cárcel.

– ¿Quién se lo ha contado?

– No se deje engañar por este despachito de mierda -dijo Peel-. Empecé de reportero de sucesos para una emisora de radio de un pueblucho. Tengo mis fuentes.

Kennicott permaneció impasible. Lo que estaba haciendo Peel era muy astuto. Como buen periodista, soltaba información recibida de alguna fuente y esperaba que él la confirmara. El agente no pestañeó.

– ¿No suena estupendo, eso de la cárcel? -dijo Peel cuando quedo claro que Kennicott no iba a decir una palabra más. El hombrecillo se levantó de la silla y empezó a deambular-. La comida, hecha. Hacer el vago y jugar al bridge todo el día. Leer la sección de deportes a tus anchas. Ahora, Brace no tiene que entrevistar a un ama de casa de St. John que ha coleccionado un millar de tapones de botella para dona ríos al hospital local. Ni escuchar a una banda de instituto de New Liskeard interpretando «O Canada» con silbatos de caramelo. Tiene que estar como unas pascuas.

– ¿Ha estado alguna vez en el Don? -preguntó Kennicott.

Peel movió la cabeza y lo miró con sus desarmadores ojos azules. Esta, comprendió el agente, debía de ser la expresión que utilizaba para sellar una negociación dura.

– Demasiadas veces… -El hombrecillo dejó el comentario flotando en el aire mientras rodeaba su enorme escritorio-. He pagado la fianza de gente de toda calaña. Pero eso es cosa mía y no incumbe a nadie.

El personaje del vendedor jovial había desaparecido. Aquél era el verdadero Howard Peel, se dijo Kennicott. El que había convertido tina emisora de radio de un pueblo perdido de Saskatchewan en el segundo mayor conglomerado de medios de comunicación del país. Peel llevó la mano al aparador que tenía a su espalda y levantó una foto enmarcada.

– Kennicott, ustedes los jóvenes no saben una mierda. Mire. Éste soy yo el jueves pasado, por la noche, después de la entrega de los premios de música. -Señaló la foto con la punta de su índice rechoncho, En la foto aparecía con un traje de tres piezas, abrazado por una morena alta y espectacular que le sacaba dos cabezas.

– Esta es Sandra Lance. Usted la conoce, como todo el mundo: la cantante que más vende, un cuerpo para morirse, la mitad de los tíos de Norteamérica se la pelan con la portada de su álbum. Cinco minutos después de que tomaran esta foto, estoy en el asiento trasero de una limusina con una botella de champán enorme. Sí, Sandra Lance a solas conmigo, un tipo de sesenta y un años con un condenado trasplante capilar. Ella bebe como una bailarina de striptease con barra libre y de pronto se quita el sostén, maldita sea. Vaya delantera. Un minuto después, me la está chupando como una piruleta. Luego se la enchufo por detrás, toda despatarrada y aullando como un coyote. Allí estoy yo, jodiendo con la jaca más deseada de todo el continente, ¿y en qué me pongo a pensar, agente Daniel Kennicott, don Abogado convertido en policía?

Kennicott no se había movido.

Peel bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

– ¿En qué me pongo a pensar?

– No lo sé -respondió Kennicott finalmente-. ¿En qué pensaba, señor Peel?

– ¿No lo sabe? Entonces, ¿cómo va a averiguar lo que piensa Kevin Brace? Quizá Brace es igual que yo, un viejo con la polla de un joven. Tendrá que meterse en su cabeza para saber qué piensa.

Kennicott había oído suficiente.

– Gracias por su tiempo -dijo y se levantó de la silla.

– Me puse a pensar: «Es jueves por la noche. Si no hubiera sido tan gilipollas y no hubiera comprado todas las emisoras de radio de Saskachewan, y luego de Manitoba, y luego de Alberta, y no me hubiera trasladado aquí, todavía estaría en casa».

Kennicott casi había alcanzado la puerta. Se volvió y miró a Peel.

– Acaba de decirme que creía que Brace quería estar en la cárcel.

– En Rosetown, el jueves es noche de partida. Mientras yo me lo hacía con la cantante, Ray y Bob y George y Reggie e incluso nuestro chino del pueblo, Tom, estarían todos jugando. Y mi primera mujer, Elaine, en el bingo. ¿Y dónde estoy yo? Metido en una limusina jodiendo con una zorra que es más joven que mi hija. En lo único que se me ocurría pensar en aquel momento era en café de puchero aguado, en la partida y en lo agradable que sería llevar una vida sencilla y tranquila.

Kennicott tenía la mano en el pomo de la puerta. Detrás de su gran mesa, Peel se veía pequeño, disminuido.

– No conozco a ese tipo, aparte de que no pude comprarlo -insistió el hombrecillo-. Pero sé lo que sucede cuando la ambición lleva a uno a un sitio en el que ya no quiere estar.

– ¿Qué?

– Creo que a Kevin Brace no le preocupa qué decir de una receta para la sopa de guisantes o de ser arrastrado a una gala de estreno de alguna compañía de teatro de discapacitados.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que, en mi opinión, el país entero ha exprimido a ese hombre. Todos querían un pedazo de él. ¿Por qué demonios habría de querer salir con la condicional?

Kennicott abrió la pesada puerta y dejó que se cerrara a su espalda de un portazo. Desanduvo su camino entre los modernos despachos lo más deprisa que pudo sin correr. No le importó el taconeo de sus zapatos en el suelo y ni siquiera miró a la guapa recepcionista mientras se lanzaba de cabeza a la salida.

La fatiga de los días interminables de trabajo empezaba a pasarle factura, golpeándolo como un mazo. Necesitaba llegar al exterior y respirar aire fresco.

De vuelta en King Street, la luz de la tarde había desaparecido y el cielo lucía una negrura amenazadora. Se acercaba un tranvía en dirección oeste, pero lo dejó pasar. Deseaba caminar un rato. Se levantó el cuello del abrigo y echó a andar hacia las luces del centro. Un frío húmedo había caído sobre la ciudad y soplaba un viento furioso y ululante del este. A pesar de sus esfuerzos por abrigarse, el aire gélido le penetró hasta los huesos como la caricia final de una amante que se despidiera.

XXV

Ari Greene tenía un vago recuerdo de aquella autovía, a tres horas en coche al norte de la población de Haliburton. La última vez que había pasado por allí iba en un autobús que lo llevaba a un campamento de verano. Era un granuja de catorce años con una beca parcial que le permitía quedarse un mes donde los chicos ricos pasarían dos.

Por la mañana, le había costado casi una hora cruzar los barrios residenciales de Toronto, que parecían interminables, y luego había conducido otra hora entre campos de labor y villorrios escuálidos. Al inicio de la tercera hora, cuando se acercaba al pueblo de Coboconk, vio el primer asomo del gran Escudo Canadiense, esa roca granítica que cubría la mitad septentrional del país.

El mejor recuerdo que guardaba de aquel verano en el campamento era el tacto del duro granito bajo los pies. Y una noche en que, sentado en una roca con una chica llamada Eleanor, se habían cogido de la mano, habían mirado las estrellas y se habían dado el primer beso.

En Coboconk, tomó a la izquierda por la autovía 35. El viento y la nieve que impulsaba parecieron arreciar un poco, como si dijeran: «Bienvenido al Norte».

Pronto llegó a un atasco. Una larga fila de vehículos estaba retenida por unas obras en la calzada. Tardó media hora en pasarlas y, diez minutos después, se detuvo en el aparcamiento, perfectamente limpio de nieve, de un edificio desvencijado que se acurrucaba debajo mismo de una cresta de altas colinas. Pintado en descoloridas mayúsculas, en la puerta se leía HARDSCRABBLE CAFÉ y el aparcamiento estaba medio lleno de camiones, todoterrenos y motos de nieve, todos de cara a la puerta de la cafetería, casi como caballos atados a un poste delante del saloon.

Greene empujó con el hombro la portezuela del coche y se apeó. El viento lo asaltó al momento, arrancándole la puerta de las manos y cerrándola de un golpe. El detective agachó la cabeza y se encaminó al local.

El restaurante era un establecimiento sencillo, inmaculadamente limpio: una gran sala rectangular con media docena de mesas cuadradas, cubiertas con manteles de plástico. Las paredes estaban decoradas con fotos en blanco y negro de antiguos colonos que posaban con sus herramientas de labor y, en una de ellas, la población entera recibía a los soldados que regresaban de la Primera Guerra Mundial. Colgados encima de las mesas había unos motivos decorativos navideños hechos a mano. Menos de la mitad de las mesas estaban ocupadas por grupos de hombres vestidos con gruesas ropas.

Todo en el local resultaba absolutamente normal, menos el olor. El aroma a pan recién horneado impregnaba el restaurante y le proporcionaba una inesperada calidez. Greene ocupó una mesa vacía en el rincón.

Al cabo de unos minutos, apareció una mujer joven con un delantal blanco.

– Siento haberlo hecho esperar -dijo-. Llevo todo el día corriendo. Los lagos se han congelado y han venido todos los de las motos de nieve. -Pasó las hojas del bloc y cantó el menú-: Tiene nuestro especial del día. Sopa de tomate hecha con tomate de cultivo casero y otras verduras.

– El pan huele de maravilla -dijo Greene.

– A todos les encanta nuestro pan. -La mujer sonrió por primera vez. Tenía los dientes mellados y amarillentos. Greene observó que del bolsillo de atrás de sus vaqueros asomaba un paquete de cigarrillos-. Lo hace la señora McGill todas las mañanas.

– Tráigame ese especial -se decidió Greene y le devolvió la sonrisa.

El detective se tomó su tiempo en comer y, poco a poco, el restaurante fue vaciándose. Cogió el semanario local, The Haliburton Echo, y un artículo captó su atención. El viernes anterior por la noche, relataba, dos adolescentes cayeron al río cuando el hielo cedió bajo el peso de sus motos de nieve, cerca del puente del pueblo. La policía los pescó pero, el sábado por la noche, volvieron a caer al agua, esta vez del otro lado del puente. En esta ocasión, la policía local no había conseguido sacarlos a tiempo.

Cuando la primera mujer de Brace, Sarah McGill, sacó la cabeza de la cocina, sólo quedaba una mesa con gente, un grupo de moteros de nieve que habían entrado poco después de que llegara Greene. McGill tenía el pelo canoso y no llevaba maquillaje, pero poseía una belleza natural que el paso del tiempo y las penalidades habían sido incapaces de mellar, como si fuese de granito puro, pensó él.

Su mera presencia debió de ser una indicación de que era hora de marcharse. Como si lo hubieran convenido, todos los clientes se levantaron de sus mesas.

– La comida estaba mejor que nunca, señora McGill -dijo un hombretón de barba tupida y una gran sonrisa amistosa mientras se abrochaba el abultado abrigo. Al parecer, todo el mundo la llamaba señora McGill.

– Jared, cada vez me dices lo mismo -respondió McGill con una carcajada franca y confiada, mientras posaba la mano relajadamente en su hombro.

– Va a tener que abrir los lunes también. Seis días a la semana no es suficiente.

McGill abrió los brazos abarcando la sala y señaló las mesas que no se habían llenado.

– Con esa maldita obra de la carretera, imposible -dijo-. Los trabajos ya llevan doce meses de retraso. A este paso, tendré que cerrar más días, no menos.

Los hombres se marcharon. McGill llevaba una toalla de secar platos colgada al hombro; la cogió en la mano y empezó a pasarla por las mesas con la eficiencia de quien ha dedicado toda la vida a limpiar lo que otros ensucian.

Greene pensó en las notas que había leído sobre Sarah McGill. Nacida en Noranda, una pequeña ciudad minera del norte, cerca de Sudbury. Su padre era el farmacéutico del pueblo y su madre, maestra de escuela. Hija única, había estudiado ciencias naturales en la universidad y había obtenido una beca para hacer un posgrado en Inglaterra. En Londres, en la celebración del Día de Canadá, había conocido a un joven periodista, Kevin Brace. Volvieron a casa juntos, se casaron y tuvieron enseguida tres hijos. Cuando el pequeño tenía seis años, Brace se marchó.

La historia de Brace era más compleja. Su padre, hijo de una familia rica de Toronto, no tenía ningún interés en trabajar y pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo y frecuentando prostitutas. Cuando se casó con la madre de Kevin, tenía cuarenta y tres años. El chico también fue hijo único y, para su padre, era sobre todo un estorbo.

Una noche, cuando Kevin tenía doce años, su padre llegó a casa bebido y enfadado. Intentó agredir a la madre y el chico le plantó cara. El padre le hizo tal corte en la mejilla que le dejó una cicatriz indeleble. Kevin se dejó barba tan pronto pudo, para ocultarla, y no volvió a afeitársela más.

El padre fue conducido al Don. La mañana siguiente, lo encontraron muerto de un infarto. Cuando se abrió el testamento, no había dejado más que deudas. Hubo que vender el caserón en el que había crecido Brace y él y su madre se instalaron en un apartamento de Yonge Street, encima de una tienda de alimentación, donde vivió hasta que obtuvo una beca y se marchó a la universidad.

Greene observó trabajar a McGill: coger la sal y la pimienta y dejarlos en una silla, pasar el trapo por la mesa, poner el salero y el pimentero en el centro. Sacar cuatro cuchillos, cuatro cucharas y cuatro tenedores de la cubeta metálica que llevaba con ella y preparar cuatro servicios. Limpiar las sillas. Ponerlas en orden. Recoger la cubeta de los cubiertos y pasar a la siguiente mesa.

Cuando llegó a la de Greene, McGill pareció sorprendida de que todavía quedara un cliente en el local.

– Estamos cerrando -anunció, al tiempo que apartaba un mechón rebelde de la frente con el dorso del antebrazo y señalaba con un ademán de cabeza a la joven camarera de la caja registradora-. Charlene le cobrará.

– La comida estaba de maravilla -dijo Greene-. ¿Lo hace todo usted?

Por primera vez desde que la veía, McGill dejó de moverse. Enseguida, emitió otra vez aquella risa profunda y atractiva.

– Nadie cruzaría medio país para comer sopa de lata…

Rápidamente, empezó a limpiar la mesa contigua a la de Greene. Él no se movió.

– Llevo levantada desde las seis -continuó ella-. Espero que no le importe, pero hemos de echar el cierre.

– Señora Brace, tengo que hablar con usted -dijo Greene con calma. Al oír su apellido de casada, Sarah McGill se puso tiesa como un palo. Continuó pasando el trapo-. Soy el detective Ari Greene, de la Policía Metropolitana de Toronto -se apresuró a decir-. Aquí está mi placa.

McGill dio la vuelta a la toalla y volvió a limpiar la mesa con ella. No levantó la mirada.

– Se trata de Kevin -añadió Greene.

McGill mantuvo la vista fija en la mesa mientras le daba un innecesario tercer repaso. Cogió el salero y el pimentero y los plantó en su sitio con un fuerte golpe. Le saltó sal a la mano y el salero volcó, dejando un reguero blanco sobre el mantel de plástico.

– Mierda -masculló McGill mientras agarraba el salero para ponerlo en pie otra vez-. ¡Mierda!

XXVI

El tranvía nocturno que circulaba hacia el oeste por College Street iba casi vacío cuando Daniel Kennicott subió. Habría podido enseñar la placa para no pagar, pero decidió buscar en el billetero y sacó los 2,75 dólares del trayecto. Contó a cuatro pasajeros más, cada uno sentado a solas junto a una ventanilla, mientras se dirigía al fondo del autobús. Agradeció sentarse, aunque el asiento de plástico fuese duro y frío.

Mientras el tranvía avanzaba raudo por las calles vacías, alejándose del centro, las luces de la ciudad fueron apagándose. Tan pronto cruzaron Bathurst Street, una comitiva de luces iluminó de pronto el vehículo. Más adelante, la calle estaba atascada de tráfico y las aceras hervían de gente que entraba y salía de los bulliciosos restaurantes y cafés. Habían llegado al barrio de Little Italy, uno de los puntos de vida nocturna más animados de la ciudad.

Kennicott alzó la mano al cable que recorría el tranvía colgado del techo y dio el tirón de rigor para indicar que se apeaba en la siguiente. Bajó una manzana al oeste de Clinton Street, donde las vías tomaban hacia el norte. De las ventanas y puertas entreabiertas de los restaurantes que llenaban ambos lados de la calle salía música. Miró por los cristales del Café Diplomático, un popular local del lado norte. Estaba abarrotado de excitados comensales y de camareros con delantales blancos que iban y venían apresuradamente. El sonido de las risas y el aroma a masa de pizza recién horneada llegaban hasta la acera.

Cruzó Clinton y entró en la panadería Riviera. Gracias a Dios, estaba vacía. El aroma a queso con moho se combinaba con un punto de levadura de cerveza. La anciana italiana que atendía al otro lado del mostrador le sonrió.

– Todavía nos quedan dos -dijo, señalando el frigorífico que quedaba a la espalda del agente-. Recientes.

Kennicott se volvió y abrió la puerta de cristal. En el estante inferior, vio dos bolsas de plástico de masa de pizza apiladas una sobre la otra. Sacó la de abajo, escogió tres clases de queso -romano, mozzarella y parmesano-, y cogió también un paquete de plástico de pimientos rojos en escabeche y un envase de pepperoni. De nuevo en el mostrador, añadió a la compra un bote de corazones de alcachofa y señaló un tarro de aceitunas negras.

– Póngame unas cuantas de ésas, por favor -dijo.

La mujer asintió.

– Tenemos prosciutto curado para Navidad -le ofreció y, sin esperar su respuesta, alzó la mano y descolgó un jamón, con su gancho, de la larga barra del techo-. Tome -dijo, cortándole una loncha para que lo probara-. Le quedará mejor la pizza que con pepperoni viejo.

Kennicott se llevó la fina loncha a la boca. El sabor del jamón en la lengua le gustó.

– Doce lonchas -dijo, cogiendo el pepperoni para devolverlo al frigorífico.

La mujer le cogió el paquete de las manos.

– Deje, ya lo pondré yo.

Cuando salió a la calle con la bolsa de plástico de la compra, Kennicott se encontró detrás de una pareja que esperaba a que cambiara el semáforo. Incluso de espaldas, reconoció a la mujer. Observó que iban de la mano y apartó la mirada.

– Daniel -dijo una voz femenina.

Jo Summers, como siempre con el cabello sujeto en lo alto de la cabeza con aquel pasador, se había vuelto en redondo y lo miraba.

– Hola, Jo -respondió.

El acompañante se volvió también. Vestía ropa clásica y llevaba el pelo, rubio y algo ralo, perfectamente peinado. Kennicott calculó que tendría unos cuarenta y pocos años. En su rostro se dibujó una gran sonrisa.

– Este es Terrance -dijo Summers sin dar más explicaciones.

Terrance soltó la mano de Summers y le dio un firme apretón a Kennicott.

– Encantado de conocerte -dijo.

– Fuimos juntos a la facultad -explicó Summers-. Pero Daniel ha sido lo bastante listo como para abandonar la práctica.

– ¿De veras? ¿Y a qué te dedicas? -preguntó Terrance y su sonrisa pareció hacerse aún más ancha. Por un instante, Kennicott sintió el repentino impulso de responder: «me dedico a los bonos», como Nick en El gran Gatsby.

– A nada muy interesante -respondió Kennicott-. Sólo quería probar algo nuevo.

Kennicott miró a Summers, pensando que le revelaría que era policía, pero ella se limitó a extender la mano y a tocarle el hombro, como si dijera: «No te preocupes, seguro que estás harto de contarlo».

Varias personas se les echaron encima por detrás y Kennicott vio que el semáforo estaba verde.

– Tenemos una reserva en el Kalendar a las ocho -dijo Terrance, echando una ojeada al reloj-. Tiene un chef nuevo y ya sabes lo difícil que es encontrar mesa.

– Yo voy para allá. -Kennicott señaló con la cabeza hacia el norte de Clinton Street.

– Encantado de conocerte, Dan -añadió Terrance y se volvió hacia Summers. Ella intercambió una breve mirada con Kennicott antes de cruzar la calle. Terrance le pasó el brazo por los hombros y Kennicott esperó un momento para observar si ella también lo ceñía con el suyo. No lo hizo.

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