Tercera parte – Mayo

XLII

Al señor Singh, los largos días de principios de mayo le resultaban de lo más agradable. Sobre todo, los tempranos amaneceres, pues cuando se levantaba, a las 4.13, ya había un asomo de resplandor en el cielo que lo hacía sentir despierto. A las 5.02, mientras caminaba por Front Street en dirección a Market Place Towers para iniciar las entregas del día, el sol ya brillaba de lleno.

Con todo, aquella mañana el señor Singh notaba una pizca de cansancio. La noche anterior, domingo, habían tenido a cenar a los nietos y se había quedado levantado hasta tarde para explicarle a Ramesh, el mocoso de ocho años, el principio del desplazamiento de líquidos. Su esposa, Bimal, se había quejado airadamente de que hubieran derramado un poco de agua en la mesa de la cocina. ¿A qué venía tanta queja? ¿Cómo, si no, iba el muchacho a aprender los principios de la física?

Ramesh era un chico de natural curioso. Mientras el señor Singh devolvía una olla grande a su lugar sobre los fogones, el nieto comentó:

– Mamá dice que una vez viste un muerto.

– Por desgracia, así fue -confirmó él.

– ¿Los muertos tienen los ojos abiertos o cerrados? -inquirió el niño.

– Pueden tenerlos de una manera o de otra -respondió el señor Singh.

– ¿Cómo los tenía el muerto que tú viste?

Mientras avanzaba por el lado sur de Front Street, donde no daba el sol, el señor Singh meneó la cabeza al recordar la pequeña charla. La ciudad sufría una ola de calor y la temperatura ya empezaba a subir. No obstante, Bimal había insistido en que llevara el abrigo por si llovía. Y porque aquella mañana tenía que testificar en la vista previa del juicio del señor Kevin.

– Puede que en el tribunal tengan el aire acondicionado demasiado fuerte -había dicho su esposa.

– Tienes razón -asintió. Además, presentarse ante el juez sin un abrigo como era debido lo habría hecho sentirse incómodo.

Todo el fin de semana, los periódicos habían publicado muchos artículos sobre el señor Kevin. Al parecer, incluso el nietecito del señor Singh estaba al corriente del asunto. Sin embargo, últimamente, las principales noticias del periódico habían tenido que ver con el equipo de hockey sobre hielo de la ciudad. Para sorpresa general, aún seguían en competición, ya en puertas del verano.

Muchas mañanas, en las primeras páginas de los cuatro periódicos aparecían fotos de algún jugador con casco y camiseta blanquiazul que levantaba el stick en el aire y se abrazaba a otros jugadores con uniformes y cascos parecidos. Y muchas noches se oía pasar por la calle una caravana de coches que hacían sonar la bocina, repletos de jóvenes que asomaban el cuerpo por la ventanilla ondeando banderas blancas y azules.

El señor Singh sabía que, aquella mañana, la prensa destacaría el caso del señor Kevin. Por eso no se sorprendió cuando, al aproximarse al edificio de Market Place Tower, vio a un puñado de periodistas delante de la puerta. Gracias a Dios, el conserje, Rasheed, no les había permitido invadir el vestíbulo.

Lo mejor sería dar un rodeo para evitar a los reporteros, se dijo. Casi había conseguido dejarlos atrás cuando un hombre exclamó:

– ¡Ése es el tipo que encontró el cuerpo!

De repente, una horda de micrófonos cayó sobre él.

– Señor Singh, señor Singh, tenemos entendido que usted es el primer testigo, ¿es cierto? -preguntó una voz de mujer.

– ¿Qué se siente al declarar contra un ex cliente? -inquirió otra voz femenina.

– Les ruego que tengan la bondad de disculparme -dijo el señor Singh. El sol apenas había asomado, pero ya calentaba. Los periodistas llevaban ropa inadecuada para su profesión. Muchos de los hombres vestían camiseta, pantalones cortos y sandalias. Y las mujeres… Algunas llevaban camisas que dejaban a la vista partes del torso.

El señor Singh había descubierto que, en Toronto, aquellos breves períodos de bonanza eran calificados de «olas» de calor, mientras que los gélidos tiempos del invierno eran denominados «invasiones frías». Por qué unos eran olas y los otros eran invasiones, no acababa de entenderlo.

– Ya llevo dos minutos de retraso en mis entregas -dijo, mientras esquivaba a una mujer de cabellos cortísimos y gafas de colores que se le había colocado delante.

– Pero, señor Singh… -empezó a decir otro reportero.

– ¿No han oído lo que acabo de decir?-preguntó Singh-. Hagan el favor de dejarme pasar.

Aquello pareció calmar a la plebe y los periodistas se hicieron a un lado. El señor Singh entró en el vestíbulo, sacó la navajita y cortó la atadura del primer paquete de periódicos.

Aquella semana, los diarios volvían a pesar más de lo habitual porque el domingo se celebraba el día de la Madre. El señor Singh se preguntó qué se les ocurriría ahora a los canadienses con las festividades. Los periodistas tenían razón: aquella misma mañana declararía ante el tribunal y, por lo que tenía entendido, sería el primer testigo en hacerlo.

A pesar de sí mismo, pensó en la otra pregunta que le habían hecho los reporteros: ¿Qué sentiría al declarar en la sala, delante del señor Kevin? Imaginó que, a éste, todo el proceso le resultaría sumamente incómodo. Singh sabía que el señor Kevin, aunque fuera una figura destacada de la radio que hablaba todos los días para millones de personas, era un hombre muy reservado. Por ejemplo, aquella terrible mañana de diciembre, cuando le había dicho que había matado a su joven esposa, apenas era capaz de articular palabra. Después de decirlo, no había vuelto a abrir la boca. Cuando él le había preguntado si le apetecía un té, el señor Kevin se había limitado a asentir con la cabeza.

El detective de la policía que lo había interrogado aquella tarde, igual que el fiscal que había hablado con él la semana pasada, le habían insistido en que intentara recordar cualquier otra palabra que hubiera pronunciado el detenido, pero no había nada que recordar.

El señor Singh no alcanzaba a entender dónde estaba la complicación del caso. El señor Kevin había declarado que había matado a la señora Katherine, y a ella la habían encontrado muerta en la bañera.

Una circunstancia desafortunada, sin duda. Pobre señora Katherine. Y qué triste para el señor Kevin. Sí, se le haría muy extraño volver a verlo hoy y no poder darle los buenos días y preguntarle por su bella esposa, pensó el señor Singh.

XLIII

– El Chico Maravilla ha entregado por fin su informe toxicológico -anunció Jennifer Raglan cuando Ari Greene apareció en la puerta de su abigarrado despacho. Raglan levantó de su mesa un sobre marrón con las palabras OFICINA DEL FORENSE DE ONTARIO claramente estampadas en el ángulo superior izquierdo. Greene traía en una mano un café con leche largo para ella y en la otra llevaba una infusión de manzanilla para él.

Habían establecido aquel sistema para las mañanas en que ella se quedaba a dormir en su casa: la dejaba a unas manzanas de la oficina, ella terminaba el trayecto a pie y él aparecía al cabo de un rato.

– Muy oportuno -dijo Greene mientras dejaba el café en uno de los pocos espacios despejados que encontró en el escritorio-. El doctor Kiwi es un hombre ocupado, pero cumple siempre.

– Gracias -dijo ella, dando un sorbo al café-. Fernández está al fondo del pasillo, como siempre. El tipo duerme aquí, prácticamente.

– Todo un currante, ¿no? -dijo Greene.

Raglan resopló sonoramente mientras extraía el informe del sobre y empezó a leer.

– Siempre hay que andar con ojo con los fiscales jóvenes. A veces se meten en líos, por el deseo de ganar a toda costa. Lo que menos necesito es a otro Phil Cutter.

Con su mirada experta, revisó rápidamente el documento.

– Mierda -masculló, mientras seguía con el dedo un párrafo del final de una de las hojas. A continuación, le tendió el informe al detective por encima del escritorio.

Greene leyó la sección titulada -Toxicología» y soltó un silbido por lo bajo.

– Es un montón de alcohol en el cuerpo, a las cinco de la mañana. Una tasa de dos coma cinco, nada menos. Howard Peel, con el que coincidió en Alcohólicos Anónimos, dijo que volvía a darle a la botella.

Raglan se mordió el labio inferior antes de comentar:

– Este caso no es la perita en dulce que creímos de buen comienzo.

– Nunca lo es ninguno -asintió Greene mientras hojeaba el informe-. Mira esto -dijo, rodeando el escritorio y colocándose de pie a su lado-. El nivel de plaquetas de Torn es ridículamente bajo.

Raglan se inclinó a mirar, volviendo las caderas hacia él.

– Diecisiete -dijo-. ¿No es una cifra propia de hemofílicos?

– Casi. Para eso, debería ser inferior a diez. El doctor McKilty dice que, por debajo de veinte, con sólo tocarla se magullaría como un plátano. Tenía marcas en los brazos, pero podrían deberse a cualquier cosa.

– Puede que un recuento plaquetario tan bajo se deba a la bebida -apuntó Raglan-. Pero estaba en muy buena forma. ¿No montaba a caballo casi todos los días?

– A menudo, las dos cosas van de la mano -asintió Greene-. Adicto a la bebida, adicto al ejercicio.

Raglan deslizó la mano por la espalda del detective.

– Nunca hay una víctima perfecta, ¿verdad? -dijo.

– Cuando Parish vea esto, insistirá en llegar a un pacto -sentenció Greene.

Ella asintió mientras le metía los dedos por dentro del cinturón.

– Y Summers se pondrá hecho una furia. Me llevará a rastras a su despacho y prácticamente me exigirá que pacte un segundo grado, o incluso un homicidio simple. Pero tengo las manos atadas. Órdenes de arriba: nada de tratos. -Deslizó los dedos por el interior del pantalón-. Dos días más y volverán los chicos… -añadió, volviendo un poco más las caderas hacia él. En aquel momento, la Blackberry que siempre llevaba a la cintura emitió un zumbido. La sacó de la funda y miró la pantalla.

– Es Dana -dijo; retiró la mano y dio la espalda a Greene para atender la llamada.

– Hola, cariño -dijo, consultando el reloj-. ¿Cómo es que estás levantada tan temprano? -Raglan afirmó con la cabeza-. ¡Ah, el zoo! Será una excursión estupenda. Pensaba que papá… -Se produjo un silencio y Greene vio que apretaba el puño-. ¿No encuentras el permiso en la mochila? -Raglan se pasó la mano por el rostro-. ¿Por qué no me llamaste anoche? -Otra breve pausa-. Sí, trabajé hasta tarde, por eso no contestaba en casa. Encanto, te he dicho que me llames siempre al móvil. Está bien, iré a casa enseguida a buscarlo y lo llevaré a la escuela. Te quiero.

Cortó la llamada y miró a Greene.

– Excursión de cuarto curso -le dijo-. No la dejan subir al autobús sin el maldito permiso paterno.

Llamaron a la puerta y Fernández entró muy ufano con una carpeta negra en la cual, en una etiqueta, se leía: CASO KEVIN BRACE – LEGAJO VISTA PREVIA – ALBERT FERNÁNDEZ, FISCAL AYUDANTE.

– Albert, estaba a punto de llamarte -dijo su jefa-. El doctor McKilty nos ha enviado por fin el informe de toxicología. Malas noticias. Torn tenía una tasa de alcohol en sangre de dos coma cinco. Y el nivel de plaquetas era patéticamente bajo.

Fernández cogió una copia del informe, se sentó en una de las sillas frente al escritorio y leyó despacio, metódicamente.

Raglan miró a Greene, primero, y después a Fernández. Por último, exhaló un profundo suspiro.

– Albert, tengo una crisis con mi hija y debo irme ahora mismo.

– ¿Le sucede algo? -preguntó Fernández, levantando la vista de los papeles con una expresión de auténtica preocupación.

– No, nada. Es sólo un asunto de papeles de la escuela. Buena suerte hoy en la vista previa.

– Summers va a montarme la bronca por no ofrecer un trato – respondió él con un encogimiento de hombros-. Sobre todo, cuando vea esto.

De nuevo sonó el móvil de Raglan. Miró la pantalla y luego a su subordinado.

– Lo siento, Albert, tengo que responder… Un segundo.

Se volvió de costado y pulsó la tecla.

– Cariño, ya voy para allá… ¿Qué? ¿Lo hace él? Dale las gracias de mi parte. Esta noche hablaremos. Te quiero. -Cortó la comunicación y miró a Greene-. Su padre ha conseguido que otro padre le enviara el formulario por fax. Crisis resuelta.

Fernández se puso en pie.

– Mis órdenes siguen siendo las mismas, ¿verdad? Nada de tratos… Greene observó con detenimiento al joven fiscal. Raglan tenía razón. Y lo mismo sucedía con los defensores jóvenes. El instinto de ganar a toda costa era muy tentador.

– En efecto, nada de tratos -asintió Raglan-. Por ahora.

XLIV

Cuando el juez Summers hizo su entrada en la sala, a las diez en punto, Nancy Parish puso su mejor sonrisa. Había llegado con todo un minuto de adelanto, lo cual había dejado impresionado a Horace, el alguacil de la puerta que se encargaba de llamar con la campanilla.

La abogada se puso en pie con el resto de los presentes en la sala, llena hasta los topes, y observó cómo el secretario judicial se apresuraba a colocar los libros del juez sobre su mesa, a mano. Un viejo aparato de aire acondicionado matraqueaba ruidosamente en la ventana, lanzando una corriente de aire frío al interior de la gran sala. Summers dirigió una mirada a la ruidosa máquina y, con un gesto enérgico de la mano, indicó a su secretario que se ocupara de apagarla.

Cuando se dio por abierta la sesión y todos, salvo ella y Fernández, ocuparon sus asientos, Parish permaneció de pie y esperó en silencio hasta que cesó el ruido del aire acondicionado.

– Buenos días, Señoría -dijo entonces.

– Buenos días, Señoría -repitió Fernández.

– Buenos días, abogados -dijo Summers, actuando en todo momento como si aquél fuese un día más, un día cualquiera en el juzgado. Ni siquiera se dignó levantar la vista para observar a la multitud que ocupaba hasta el último asiento de la platea de la sala y todo el espacio disponible en el anfiteatro.

– Con la venia del tribunal, Nancy Parish en representación del señor Kevin Brace, que es el caballero situado a mi espalda, con el uniforme de presidiario -dijo Parish.

– Sí. Me alegro de ver que hoy lo han traído a tiempo -comentó el juez,

– Yo también me alegro -asintió ella-. Gracias a sus gestiones, Señoría, ahora traen a mi cliente al juzgado en el llamado primer reparto.

– Bien -dijo Summers, visiblemente satisfecho de sí mismo.

«De momento, está contento conmigo -pensó Parish-. A ver qué hace cuando deje caer mi primera bomba.»

– ¿Alguna moción previa, abogados? -preguntó el juez cuando Fernández se hubo presentado también. Summers abrió ceremoniosamente un nuevo libro de actas encuadernado en verde y mojó la pluma en el tintero que su leal secretario había dispuesto en el estrado, con el tapón desenroscado-. Supongo que solicitarán declaraciones de testigos a puerta cerrada, como de costumbre.

– En efecto, deseo solicitarlas, Señoría -dijo Parish.

– La Fiscalía también -intervino Fernández, poniéndose en pie un momento. Summers le dirigió una mirada que parecía decir: «Relájese, Fernández, no sea tan impaciente».

«Gracias, Fernández», pensó Parish. Mucho mejor para ella que Summers empezara el día irritándose con él.

– E imagino, señora Parish, que solicitará usted el habitual secreto de sumario… -Summers ya estaba tomando notas en su libro. Parish había aprendido a fijarse siempre en la pluma del juez y a no empezar a.hablar hasta que él hubiera terminado de escribir. El magistrado completó sus anotaciones y levantó la vista, sorprendido de que Parish no hubiera respondido aún. Ella dejó que el silencio se prolongara un par de segundos más.

– Le agradezco la sugerencia, Señoría, pero la defensa no solicitará el secreto de actuaciones.

Parish se sentó rápidamente. Detrás de ella, se levantó un murmullo entre el público y llegó a sus oídos un revuelo de papeles y una andanada de clics de bolígrafo en las primeras filas, llenas de inquietos reporteros.

– ¡Silencio!-rugió Summers-. Los miembros de la prensa permanecerán callados o los haré expulsar de la sala.

Tras esto, se volvió a Parish y le lanzó una sonrisa que parecía la del mismísimo gato de Chesire de Alicia en el país de las maravillas.

Summers era más listo de lo que mucha gente pensaba, se dijo la abogada. Era evidente que la jugada de ésta lo había pillado totalmente por sorpresa y que el juez aprovechaba la oportunidad de reconvenir a la prensa para ganar unos segundos en los que asimilar lo que acababa de oír. Ahora, cuando respondiera, parecería que no había dudado ni un momento.

– Eso es cosa suya, señora Parish -dijo fríamente.

Por el rabillo del ojo, la abogada vio que Fernández le dirigía una mirada iracunda. Era exactamente lo que ella esperaba que hiciera.

Fernández se levantó.

– ¿Sí, señor fiscal? -preguntó Summers.

– Señoría, si la defensa no solicita el secreto de sumario, la Fiscalía sí que lo hará.

– Ah, ¿conque usted sí? -Summers empezaba a refunfuñar.

Parish había acudido preparada para aquello. Mientras se ponía de pie, abrió un expediente amarillo. Algunos jueces más informales no se molestaban si un letrado les dirigía la palabra sin levantarse del asiento, pero en el tribunal de Summers nadie abría la boca sin ponerse antes en pie.

– Señoría, existe jurisprudencia al respecto. La defensa tiene el derecho absoluto a solicitar el secreto de sumario en la fase de la investigación preliminar; la Fiscalía no. Para que se conceda el secreto de actuaciones a petición de la Fiscalía, deben concurrir motivos extraordinarios, por lo general relacionados con una amenaza a la seguridad nacional o al interés público. Y no parece que se den tales circunstancias en este caso.

Sacó una hoja del expediente y la entregó al secretario, que la hizo llegar al juez. Parish entregó otra copia a Fernández, quien la aceptó de mala gana, como un pretendiente rechazado recogería el anillo que le devolvían.

Summers tomó el papel de la mano tendida del secretario y lo dejó en la mesa, haciendo gala de que no lo miraba siquiera.

– Señora Parish, el tribunal agradece mucho su colaboración, pero creo que después de treinta años presidiendo juicios estoy bastante familiarizado con la ley sobre este punto. El precedente que se aplica aquí es el caso De La Salle, ¿verdad? De 1993 o 1994, ¿no es eso? Volumen…, volumen 4 o 5 de la Jurisprudencia Penal Canadiense.

– Summers pronunció el nombre del caso con un buen acento francés y, mientras hablaba, agitó las manos adelante y atrás como si estuviera calculando la edad de un vino añejo.

A Summers le encantaba exhibirse de aquel modo y Parish sabía que el truco consistía en no contradecirlo jamás. Ni interrumpirlo. Y si él hacía un chiste, nunca jamás responder con otro. En definitiva, se trataba de dejar que Summers fuese siempre el último en reír.

– En efecto, Señoría. De 1994 -asintió ella, pues. En realidad, no era el caso De La Salle, sino Dagenais, y estaba en el volumen 3, pero no había ninguna necesidad de contradecir a Su Señoría con tales minucias ante una sala repleta de gente. Parish sabía que, durante la pausa, Summers volvería a su despacho y comprobaría la cita, y entonces agradecería aún más que la abogada no lo hubiese rectificado en público.

Summers sonrió y volvió la mirada a Fernández.

– Señor fiscal -dijo, con voz calma-, ¿puede usted convencerme para que reescriba el Código Penal?

Parish se sentó discretamente y no levantó la vista de la mesa. No tenía que mirar para percibir las oleadas de tensión que emanaban de Fernández. Hacía mucho tiempo que había aprendido a no regodearse nunca ante un tribunal. A no ser nunca una mala ganadora.

– Gracias, Señoría. -Fernández escupió, prácticamente, las palabras. Con la mirada baja todavía, Parish sólo alcanzaba a ver las piernas del fiscal. En lugar de su habitual porte firme, casi envarado, parecía balancearse de un pie a otro-. Creo que mi colega, la señora Parish, ha presentado una buena argumentación. Tras reflexionar, la Fiscalía no se opone a una declaración general de secreto de actuaciones.

Fernández había recobrado la frialdad rápidamente y había sido lo bastante hábil para no enfrascarse en una batalla perdida con Summers. Parish se quedó impresionada.

– Pero, Señoría -continuó el joven fiscal-, en el juicio quizá presente ciertos testigos para los que pediré que revisemos este acuerdo. Estoy seguro de que Su Señoría será comprensivo si se presentan ciertas circunstancias extraordinarias…

Parish lo miró. Percibía algo en el tono de voz de Fernández que le llamaba la atención. «Circunstancias extraordinarias» era una palabra clave en un juicio público. Normalmente, se refería a que en la cárcel había algún soplón que declararía haber oído una confesión entre rejas. Tal posibilidad era la pesadilla del abogado defensor. Parish miró de reojo a Summers, que asentía con la cabeza a las palabras de Fernández. Había captado el mensaje.

– En efecto, señor fiscal, este tribunal estará dispuesto a revisar la cuestión, si surge la necesidad -respondió, todo amabilidad y ligereza.

Parish se aferró al bolígrafo. Contra su voluntad, miró brevemente a Brace, situado detrás de ella con su uniforme de preso. De repente, no vio en él a Kevin Brace, el famoso locutor, la Voz del Canadá. Ahora, sólo era un cliente más con el mono naranja. Un cliente más al que había repetido cien veces que tuviera la boca cerrada. Un cliente que, probablemente, había torpedeado su propia defensa con alguna tontería dicha en la cárcel. Mierda.

– Estoy seguro de que la defensa no se opondrá a ello. ¿Señora Parish? -inquirió Summers. Ella casi alcanzó a oír los pensamientos del juez: «Nancy, por el amor de Dios, ¿no le dijiste a tu cliente que callara como un muerto?».

Tuvo ganas de levantarse y gritar: «¡Claro que se lo dije! ¡Se lo dije cien veces! ¡A mí no quiere decirme una palabra y, en cambio, se pone a largar en el trullo, como todos!». En lugar de ello, se puso en pie lentamente y respondió:

– Le agradezco su resolución, Señoría. -Le dolía la cabeza. Maldita sea, ¿qué había contado Brace? ¿Qué tenía Fernández? Sonrió al juez Summers y añadió-: La defensa está preparada para iniciar la causa.

XLV

– El primer testigo de la acusación será el señor Gurdial Singh -dijo Albert Fernández con voz pausada y confiada mientras se desplazaba al estrado del lado de su mesa de letrado.

Algunos fiscales consideraban que era mejor empezar una vista previa con los testimonios policiales: situar la escena, despachar las declaraciones forenses. Fernández, en cambio, prefería relatar la historia por orden, en un lenguaje sencillo, aunque ello significara fastidiar a un puñado de policías porque los obligaba a quedarse allí todo el día, a la espera de ser llamados al estrado. Por eso iba a empezar por Singh.

Además, el señor Singh era de esos testigos que los fiscales adoran. No tenía antecedentes, por supuesto, era un ciudadano absolutamente respetable y no tenía ningún motivo para decir otra cosa que la verdad. Y lo mejor de todo: el jurado estaría encantado con él. El testigo perfecto para empezar.

– ¡Señor Gurdial Singh! -voceó un policía en la puerta de la sala, asomándose al pasillo. Al cabo de un momento, el señor Singh compareció. A pesar del calor, vestía camisa blanca y corbata, pantalones de franela gris y zapatos de suela gruesa. Llevaba colgado del brazo un abrigo largo y, cuando entró, buscó con la mirada dónde dejarlo. De pronto, aquel sencillo acto, tan insignificante, hizo que Singh pareciese inseguro de sí mismo. Fernández se dio cuenta de que, si un miembro del jurado se fijaba en ello, su primera impresión sería que se trataba de un anciano confuso. Y la primera impresión, bien lo sabía el fiscal, pesaba un setenta por ciento en la opinión que uno se formaba finalmente de otra persona.

Siempre le había asombrado cómo el detalle más nimio podía modificar la consideración que uno daba a un testigo. La credibilidad era un recurso frágil. Por fortuna, sólo se trataba de la vista previa y se limitó a escribir en el margen de su cuaderno una nota para acordarse de acompañar al señor Singh cuando entrara en la sala, ayudarlo a aclimatarse plenamente al escenario y contar con alguien que se encargara de su abrigo mucho antes de que tuviera que subir al estrado.

Cuando Fernández se disponía a dirigir la palabra a Singh, Summers se le adelantó.

– Buenos días, señor Singh -entonó desde su atalaya en lo alto del estrado.

– Oh, hola, Señoría -respondió Singh, levantando el brazo del que colgaba el abrigo.

– El secretario se encargará de eso. Usted acérquese y ocupe un asiento aquí arriba, a mi lado. -Summers dio unos golpecitos en el pasamanos de madera del estrado.

El secretario salió disparado de su asiento, debajo del juez, y corrió a recogerle el abrigo. Singh subió al estrado.

– Buenos días, señor Singh -dijo Fernández cuando el testigo terminó de prestar juramento.

– Buenos días, señor Fernández.

– Señor Singh, tengo entendido que nació usted en la India en 1933, que fue ferroviario y que trabajó durante cuarenta años en los Ferrocarriles Nacionales de la India, donde alcanzó el cargo de maquinista jefe del distrito norte antes de jubilarse.

– Fueron cuarenta y dos años, para ser exactos -le corrigió Singh.

Fernández sonrió. Había dicho cuarenta a propósito, con la esperanza de que el señor Singh le rectificara. Tal pequeña corrección mostraría desde el primer momento al jurado que Singh era un maniático de los detalles.

– ¿Y es usted ciudadano canadiense? -preguntó el fiscal. Un aspecto importante del arte de interrogar testigos consistía, pensó, en recordar que el juez y el jurado no sabían nada de ellos. El letrado tenía que empezar por el principio y mostrar mucho interés por los detalles de una historia que él ya habría escuchado diez veces, por lo menos.

– Rotundamente sí -declaró el señor Singh-. Y también mi esposa, Bimal, y nuestras tres hijas. Solicitamos la nacionalidad tan pronto nos lo permitieron las leyes. Tres años después de nuestra llegada al país, exactamente.

Durante los diez minutos siguientes, Fernández condujo a Singh a través de las partes no conflictivas de su declaración: sus años de ferroviario en la India, su decisión de instalarse en el Canadá con su familia y su empleo de los últimos cuatro años y medio como repartidor de periódicos. «Uno debe mantenerse activo», dijo Singh.

Fernández miró a Summers y observó que este último comentario movía al juez a simpatizar con el testigo, como harían sin duda los jurados en el juicio que se preparaba.

Singh contó que había conocido a Brace hacía unos años y explicó cómo se había iniciado su ritual diario de cruzar un breve diálogo cordial a primera hora de la mañana. Finalmente, llegaron a la mañana del 17 de diciembre. Singh explicó con todo lujo de detalles que había llegado a la puerta, que no había salido nadie, que había oído un gemido y que, a continuación, había aparecido el señor Brace con sangre en las manos.

– ¿Qué dijo el señor Brace, si dijo algo, en esos momentos? -preguntó Fernández, dejando muy claro que no insinuaba en modo alguno la respuesta del testigo estrella.

– Dijo: «La he matado, señor Singh, la he matado».

– ¿Usó estas precisas palabras?

– Sí. Hasta donde alcancé a oír.

Fernández, por un instante, se quedó paralizado. Aquel comentario era una novedad. Trató de recordar si alguien había preguntado alguna vez por el volumen de la voz de Brace. Probablemente no. Sin embargo, poco importaba. El fiscal tenía que tomar una decisión estratégica y sólo disponía de un momento para ello. ¿Debía pedirle a Singh que ampliara su respuesta?

Decidió que tendría mucho tiempo para volver sobre el asunto, más adelante. Ahora, no quería perder el ritmo de su interrogatorio al testigo.

– ¿Qué hizo usted a continuación? -preguntó.

– Entré en el piso.

El resto de la declaración transcurrió plácidamente. Fernández hizo que Singh explicara que había seguido a Brace al interior del apartamento y cómo habían entrado en la cocina primero, luego en el dormitorio principal y el baño anexo, en el segundo dormitorio y, por fin, en el baño del pasillo, donde había encontrado el cuerpo en la bañera.

Singh continuó su exposición: había comprobado que Katherine Torn estaba «difunta, sin la menor duda» y había llamado al «servicio de policía». Finalmente, contó la irrupción del agente Kennicott, cómo éste había resbalado y había perdido el arma mientras él y Brace tomaban un té en la cocina, y que le había ofrecido una taza al policía. Lo del té, había decidido Fernández, era un punto para concluir la narración.

Summers miró a Singh y sonrió. Era lo que Fernández buscaba, exactamente. Regla número uno de la abogacía: haz que tu testigo caiga bien al juez o al jurado. Un juicio transcurría como la vida real. La gente es más tolerante con los que le caen bien. En el juicio, Fernández quería que el jurado viera a Singh como un tío favorito y que se molestara con Parish por repreguntarle.

Fernández se sentó y miró a la abogada. ¿Qué se propondría hacer con aquel testigo?

– ¿Tiene preguntas para el testigo, señora Parish? -preguntó el juez con un centelleo en la mirada que causó una ligera inquietud al fiscal. Era el mismo brillo que había visto en los ojos de Summers el febrero pasado, durante la instrucción preliminar. ¿Qué le había insinuado entonces con aquel gesto?

– Señor Singh -Parish se puso en pie despacio, tomándose su tiempo-, hoy ha procurado responder a todas las preguntas como mejor podía, ¿verdad?

– Desde luego que sí, señora.

Gracias por contribuir a la respetabilidad de mi testigo, pensó Fernández con una sonrisa.

– Y, señor, al agente Kennicott, el primer policía que apareció en la escena, ese al que se le cayó el arma, ¿lo recuerda usted?

Buena jugada, pensó el fiscal: colar una pequeña mofa sobre Kennicott para empezar. Hacer que la policía pareciese estúpida desde el primer instante.

Parish usaba una táctica suave, a diferencia de la mayoría de abogados criminalistas, que se lanzaban al ataque contra los testigos de la acusación. Resultaba muy efectivo, como bien sabía Fernández.

– Desde luego, señora.

– ¿También respondió a todas sus preguntas?

– Desde luego, señora.

– ¿Y recuerda ese día con claridad?

– Señora, en calidad de maquinista jefe en el distrito norte de los Ferrocarriles Nacionales de la India, he visto muchas tragedias. En

Canadá, casi nadie sabe que es la mayor empresa de transportes del mundo. Cada vez que se produce una tragedia, le queda a uno un recuerdo imborrable.

– Desde luego, señor -murmuró Parish. Perfecto, pensó Fernández: Parish estaba repitiendo la muletilla de Singh. La tenía comiendo en la palma de la mano.

– Y, señor, usted no sólo carece de antecedentes penales, sino que no ha sido investigado nunca por la policía en relación a un delito…

Parish hablaba relajadamente. Era como si el testigo y ella mantuvieran una conversación privada, como si no estuvieran en medio de una sala del tribunal abarrotada de gente.

– Desde luego que no, señora.

– ¿Y no ha cometido nunca un crimen?

– Desde luego que no, señora.

Fernández jugó con el bolígrafo. ¿Adónde quería llegar Parish con todo aquello?

– ¿No ha cometido nunca un asesinato?

– Desde luego que no, señora.

Fernández miró a Parish. Podría haber protestado de que el testigo ya había contestado a la pregunta, pero ¿por qué hacerlo? No podía decirse que Parish, con su tono suave, estuviera acosando en modo alguno al señor Singh.

– Sin embargo, señor, ha matado usted a mucha gente.

Fernández se puso en pie de un brinco. Esta vez, Parish se había pasado.

– Protesto, Señoría -dijo-. El testigo ha declarado dos veces que no ha cometido ningún crimen y que no ha sido objeto de investigaciones policiales…

– No me han investigado nunca por cometer un crimen, es cierto -le interrumpió Singh-. Pero, sí, he matado a mucha gente…

El juez Summers levantó la mano hacia Singh, intentando hacerlo callar, pero ya lo había dicho. Summers le sonrió.

– Gracias, señor Singh, supongo que es la primera vez que presta declaración en un tribunal.

– Oh, no, ni mucho menos. He declarado muchas veces en la India. En calidad de maquinista jefe, fui testigo en toda clase de juicios. Asesinato, violación, abandono infantil, juego ilegal, tráfico de drogas…

La sonrisa de Summers se hizo más ancha.

– Entiendo, señor. Tal vez, entonces, es la primera vez que testifica en Canadá…

El señor Singh asintió.

– En efecto, Señoría. Como repartidor de periódicos, uno no ve muchos crímenes.

Detrás de Fernández, se oyó un leve coro de risas entre el público.

– Ya -dijo Summers-. Verá, señor, en nuestros tribunales, cuando un letrado presenta una protesta, el testigo debe esperar hasta que el juez decide sobre la cuestión. Se habla por turno.

Por primera vez desde que había entrado y no había sabido dónde dejar el abrigo, Singh dio muestras de confusión.

– Señoría, en este país observo a menudo que la gente habla a la vez. Mis nietos, por ejemplo, hablan a sus padres antes incluso de que éstos les hablen.

Esta vez, la risa de la concurrencia fue aún más audible. Summers levantó la vista hacia el público y, sonriendo todavía, se volvió a Fernández.

Parish ya se había sentado. Fernández estaba solo ante el juez.

– Señor fiscal -dijo Summers-, usted ya ha interrogado al señor Singh acerca de la expresión que le escuchó decir al señor Brace la mañana de autos, ¿no es así? -El juez miró a Parish y sonrió.

«Expresión», se dijo Fernández, era el término que Summers había utilizado durante la instrucción preliminar, en febrero. «Expresión», y no «confesión». Ésta era la señal que le había mandado a Parish. Y ella la había captado. Maldita sea, ¿cómo se le había podido escapar?

– Así es, Señoría. -Fernández procuró mantener la voz firme.

– Pues la abogada, desde luego, tiene derecho a seguir explorando la cuestión en su turno de preguntas.

Fernández vio que había caído inocentemente en la trampa de Parish. Y ahora entendía su anterior jugada. Por eso no había querido mantener el secreto de sumario. Había cogido la prueba de convicción más sólida de la Fiscalía, la declaración de Brace a Singh, y la había enfangado por completo. Y había querido que la prensa lo sacara para que, más adelante, cualquier posible jurado tuviera ya ciertas dudas. Sí, una maniobra habilísima.

– Tiene razón, Señoría. Retiro la protesta.

Fernández se obligó a sentarse con calma. En el tribunal, no había que mostrar nunca miedo o decepción. Aunque te acabaran de pillar desprevenido por segunda vez.

Parish se levantó y abrió una carpeta naranja. Dio media vuelta y, por un instante, miró hacia la primera fila del público, donde se encontraba la prensa.

Fernández siguió su mirada. Los reporteros estaban pendientes de todo. Distinguió a Awotwe Amankwah, del Star, el único rostro negro en toda la fila, y vio que dirigía un leve gesto de asentimiento a la abogada.

Fernández la miró. Parish sacó del bolsillo de la chaqueta unas gafas para ver de cerca y se las puso con parsimonia. No la había visto nunca con gafas, pensó él. Un buen toque.

– Señor Singh, usted ha matado a doce personas, ¿es correcto?

– Correcto. Doce personas en cuarenta y dos años se consideró una cifra muy baja.

– Pero usted se acuerda de cada una de ellas.

– Como si fuera hoy.

– La primera fue la señora Bopart, en 1965.

– Fue muy trágico. La mujer había salido del pueblo a buscar agua y se desmayó al borde de las vías. Era invierno, de madrugada, antes de que saliera el sol, y no había modo de verla. El marido aún no lo sabía, pero estaba embarazada.

– Y luego vino el señor Wahal.

– Muy trágico, también…

Fernández asistió al repaso que hacía Parish de todas las muertes causadas por el señor Singh, cada una más terrible que la anterior, e intentó no demostrar que estaba impresionado ante su trabajo de investigación. Estaba claro como el día lo que se proponía con ello y no podía hacer nada por impedirlo. Como un general que ve sucumbir a su ejército desde lo alto de una colina, lo único que podía hacer era contemplar cómo se producía lo inevitable.

Finalmente, Parish concluyó la serie de espantosas muertes y cerró la carpeta.

– Señor Singh, la mañana del 17 de diciembre, el agente Kennicott le pidió que repitiera lo que le había dicho el señor Brace.

– Así es.

Parish levantó la transcripción de la declaración de Singh.

– Esto es lo que le dijo al agente Kennicott, y cito: «El señor Brace ha dicho: “La he matado, señor Singh, la he matado”. Éstas son exactamente las palabras que ha utilizado».

– Exacto, señora.

– ¿Y es lo que le dijo el señor Brace, palabra por palabra?

– Palabra por palabra.

Parish se quitó las gafas y miró directamente al testigo.

– ¿No dijo: «La he asesinado, señor Singh, la he asesinado»? ¿No dijo eso?

Por primera vez en todo el interrogatorio, el tono suave y agradable de Parish había adquirido una pizca de dureza, como un pellizco de pimienta en una sopa sosa. Un buen interrogador establece con el testigo una especie de ritmo, una cadencia subliminal que lo une todo, como una canción regida por el metrónomo, y que añade calidad y credibilidad a lo que se dice.

A aquellas alturas del interrogatorio, Parish formaba prácticamente un dúo de cantantes con el señor Singh. Mediante cambios de inflexión, subrayaba la importancia de la pregunta, como un riff de jazz que entrara ligeramente retrasado respecto al ritmo.

Singh pareció afectado por aquel nuevo tono. Naturalmente, Fernández y todos los presentes esperaban que respondiera al compás, rítmicamente. Pero no lo hizo. Guardó silencio.

Summers, que llevaba un rato escribiendo, dejó de hacerlo y levantó la pluma. Parish se balanceó ligerísimamente. Greene, que tomaba notas precisas sentado al lado de Fernández, dejó de escribir también. Fernández procuró quedarse quieto para no contribuir más la intensidad del momento y no apartó la vista de Singh.

El testigo levantó la cabeza y, por primera vez, miró a Brace.

– Durante los años que lo he conocido, el señor Kevin Brace siempre me ha hablado con gran consideración y cuidado. Ni una sola vez ha pronunciado la palabra asesinato.

– Gracias, señor Singh -dijo Parish y se sentó rápidamente.

Summers se volvió a Fernández con la sonrisa más amplia de la mañana. Una sonrisa que decía: «No te atrevas a subestimarme. He visto venir todo esto desde el principio».

– ¿Desea volver a preguntar, señor fiscal? -preguntó, todo amabilidad y ligereza.

Fernández tenía derecho a repreguntar al testigo sobre lo que había surgido en el interrogatorio de la defensa que no había podido prever en su primera intervención. Singh se había pasado al opinar que Brace era un hombre que siempre hablaba con gran cuidado. Pero, de momento, no tenía objeto hacerlo. Aquello todavía no era el juicio.

El primer asalto lo había ganado la defensa, estaba claro. Para Fernández, la mejor táctica sería volver a su rincón del ring lo antes posible e intentar detener la hemorragia. De momento, lo único que deseaba era que Singh desapareciese del estrado.

– No haré preguntas, Señoría. El siguiente testigo de la acusación es el agente Daniel Kennicott -anunció. Kennicott, pensó. Estupendo, el policía al que se le había escapado de la mano la pistola. Ojalá no dejara escapar también la oportunidad.

XLVI

– Agente Daniel Kennicott -anunció la voz resonante del policía a la puerta de la sala.

– Aquí. -Kennicott recogió el bloc de notas policial que había dejado a su lado en el banco de madera y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

Kennicott había prestado declaración ante un tribunal más de cien veces desde su ingreso en el cuerpo y había interrogado a cientos de policías en su época de abogado. Al ingresar en la policía, había decidido no ser nunca un testigo inexpresivo, como tantos de los agentes a los que había visto en el estrado. Con demasiada frecuencia, las respuestas que daban éstos eran rutinarias y su testimonio, demasiado ensayado. O deliberadamente vago, lleno de frases como «hasta donde recuerdo», o «así me pareció en aquel momento». Kennicott sabía que a jueces y jurados no los impresionaba tanto un testigo que se limitaba a leer notas de un bloc, como el que hacía un verdadero esfuerzo por recordar qué era lo que había visto, oído y sentido.

Había estado en salas de tribunal muchas veces, pero no había visto nunca ninguna tan concurrida como aquélla. Ni de lejos. Avanzó a buen paso por el pasillo alfombrado, cruzó la puerta batiente de la barandilla de separación y subió rápidamente al estrado de los testigos. Cuando hubo prestado juramento, centró su atención en Fernández. Algunos policías preferían volverse al juez; a otros les gustaba taladrar con la mirada al abogado defensor o, cuando estaba presente la prensa, intentaban hablar con algún reportero. Kennicott siempre mantenía contacto visual directo con la persona que le haría las preguntas y con nadie más.

– Agente Kennicott, es usted miembro del Cuerpo de Policía Metropolitana de Toronto desde hace tres años, ¿es correcto? -preguntó Fernández.

El joven fiscal sabía que en la década de 1980, cuando las policías locales habían sido refundidas, se había cambiado el nombre de Cuerpo a Servicio de Policía. La mayoría de los agentes veteranos habían acogido mal el nuevo nombre. Eran un cuerpo, no un servicio. Y los jueces veteranos compartían su opinión. Summers miró a Fernández por encima de las gafas y le dirigió una pequeña sonrisa.

– Un poco más. El veintiuno de junio se cumplirán cuatro años de mi ingreso -respondió Kennicott, y pensó: "… y cinco desde el asesinato de Michael». La mayor parte de los policías daban respuestas cortas que los hacían parecer autómatas: «sí, señor», «no, señor». A Kennicott le gustaba conversar y huía de términos como «correcto», o «negativo».

– ¿Y antes fue abogado?

– Abogado defensor criminalista, durante cinco años.

– Bien, me gustaría que recordara la mañana del diecisiete de diciembre del año pasado y los hechos que le traen hoy a este tribunal. Supongo que tomó notas en tal ocasión, ¿correcto?

Kennicott llevó la mano al bolsillo y sacó el bloc. Aquél sería, lo sabía, el primer punto de discordia. Suponía que la abogada defensora sometería a un severo escrutinio aquellas notas antes de aceptar que pudiera consultarlas en el tribunal.

– Sí, aquí las tengo.

– Se ha proporcionado una copia de sus notas a la defensa. ¿Deseará consultarlas mientras testifica, para refrescar la memoria?

Por el rabillo del ojo, Kennicott vio que Parish se ponía en pie.

Lo habitual era que el agente que se disponía a declarar dijese que necesitaba las notas; entonces, antes de que el juez le permitiera emplearlas, el abogado de la defensa le hacía todas las preguntas que se le ocurrían respecto a cómo y cuándo las había tomado. Un buen abogado defensor actuaba de este modo no para impedir la utilización de las notas, sino para dejar caer una primera insinuación de que éstas quizá no fuesen totalmente precisas.

Kennicott resopló profundamente.

– No creo que sea necesario -dijo-. Recuerdo muy bien esa mañana y he memorizado todos los datos relevantes. Si necesito mirarlas, se lo diré.

Mantuvo la vista fija en Fernández y oyó que, a su lado, el juez Summers se movía en su asiento. Sabía que había captado su atención. Parish seguía de pie.

– Vaya, qué impresionante -dijo el juez-. Esto nos ahorra el farragoso trámite de calificar las notas. Bravo por usted, agente. ¿Señora Parish?

La abogada miró a Kennicott y sonrió.

– Dejaré todas las preguntas al agente para mi turno de interrogatorio -dijo y volvió a sentarse.

Fernández empezó a repasar con Kennicott lo que éste había declarado previamente. No resultaba un fiscal muy fogoso, pero era sumamente competente y preparado. Frente al estrado de testigos, sobre un caballete de pintor, se dispuso un croquis detallado del apartamento de Brace y Fernández pidió al agente que se acercara y marcara con un rotulador sus movimientos de la mañana de autos.

– Cuando vio por primera vez al señor Singh y al señor Brace, ¿dónde estaba usted?

– Estaba aquí. -Kennicott marcó el extremo del pasillo, a la entrada de la cocina.

– ¿Y qué sucedió a continuación?

– Me acerqué al señor Brace y resbalé en el suelo de baldosas -dijo Kennicott y señaló el punto exacto con una cruz-. Me caí aquí y el arma, que empuñaba con la diestra, se me escapó de la mano y fue a parar aquí. -Trazó una línea de puntos hasta la encimera de la cocina.

Había regresado al piso de Brace tantas veces que conocía hasta el último rincón. Sin embargo, ver la distribución de las habitaciones en un croquis le daba una perspectiva totalmente distinta del lugar y se descubrió volviendo la mirada al caballete incluso después de regresar al estrado.

Fernández tenía muchas más preguntas para él sobre lo que había hecho el resto del día, la revisión de las cintas de vídeo del vestíbulo y todo lo que había averiguado de la vida de Brace y Torn. Kennicott y él habían acordado evitar los comentarios sobre el problema de Torn con la bebida. De todo aquello se había informado a la defensa; si tenía que aparecer en el juicio, que fuese Parish quien lo mencionara. Así, el doctor Torn y su mujer no les podrían echar la culpa a ellos y tal vez se los ganaran de nuevo para la causa de la Fiscalía.

Cuando Fernández hubo terminado, Parish se levantó. La abogada era una interrogadora consumada y Kennicott vio desde el primer momento cuál era su técnica: hacer solamente preguntas importantes, limitarle las respuestas a simples síes y noes y arrinconarlo gradualmente, como en un final de estrategia en ajedrez, cuando el jugador que lleva ventaja va cortando poco a poco las vías de escape al oponente.

Como esperaba, Parish empezó preguntándole por las notas.

– Tomar notas es una parte esencial de su trabajo, ¿correcto, agente Kennicott?

– En efecto, es obligatorio -respondió.

– Y usted ha recibido instrucciones sobre cómo tomarlas, ¿correcto?

– Como todos. Incluso trajeron a un ex detective de Homicidios para darnos un seminario especial al respecto. Fue un cursillo muy completo.

– Debe seguir el protocolo que marca la Ley de Policía, ¿correcto?

– Así es.

– Y, como abogado defensor, usted habrá interrogado a cientos de agentes de policía sobre la exactitud de sus notas, ¿correcto?

Se produjo un murmullo de risas en la sala. Kennicott sonrió. Relájate, se dijo, no parezcas tenso.

– Con gran placer -respondió y todo el mundo se rió, incluso Summers.

Aquí viene, se dijo Kennicott. Había releído sus notas una decena de veces, buscando algo que hubiera pasado por alto; no había encontrado nada, pero la abogada tal vez sí.

– ¿Puedo ver su bloc, agente?-le pidió Parish-. Tengo unas fotocopias, pero no he podido ver sus notas originales.

– Se lo ruego -asintió él, extrañado. ¿Acaso la abogada quería comprobar si había manipulado de algún modo sus anotaciones?

Parish se acercó al estrado de los testigos. Kennicott la miró a los ojos mientras ella pasaba lentamente las hojas, tomándose su tiempo. ¿Qué buscaba?

Finalmente, volvió a su sitio, detrás de la mesa.

– Sus notas y las fotocopias que me ha proporcionado son idénticas, ¿correcto?

– Correcto. -Maldita sea, pensó Kennicott, ya estaba repitiendo lo que ella decía. Y era la primera vez que respondía con una sola palabra. Entonces cayó en la cuenta: la abogada había montado el numerito de hojear sus notas con el único objetivo de ponerlo nervioso.

– Agente, usted ha repasado esas notas a fondo antes de subir hoy al estrado, ¿verdad?

– Una decena de veces, por lo menos.

– ¿Se le ocurre algo que pueda haberse dejado?

Era la primera pregunta que hacía que no requería una respuesta de sí o no. Parish acababa de romper la primera norma de un interrogatorio: no hagas nunca una pregunta cuya respuesta no conoces.

Sin embargo, Kennicott advirtió que se trataba de una jugada muy astuta. Si decía que no se había dejado nada -y siempre quedaba algo- ella le tomaría la palabra y lo tendría a su merced cuando descubriera un desliz. Si respondía que echaba en falta algún detalle, tendría que explicar el error. En cualquier caso, la abogada lo había puesto a la defensiva.

Por otra parte, Parish había impuesto un ritmo rápido al interrogatorio, un ritmo de fondo sostenido en la conversación. Kennicott sabía que, si vacilaba demasiado, rompería aquel ritmo y transmitiría sensación de inseguridad. Oyó que la pluma de Summers se detenía. Por el rabillo del ojo, vio que Fernández y Greene volvían la mirada hacia él.

– Desde luego, no he puesto por escrito cada pequeño detalle -respondió, pues-. Cosas como el color de los zapatos del señor Singh, por ejemplo. Pero no se me ocurre que me haya dejado nada importante.

– La primera vez que vio al señor Brace, estaba tomando té con el señor Singh, ¿correcto? -Parish había dejado a un lado las notas y se dirigía al meollo del interrogatorio. Vamos allá, pensó Kennicott.

– Tengo entendido que tomaban un té especial que el señor Singh le había regalado al señor Brace.

Por mucho que quisiera concentrarse en Parish, la mirada de Kennicott seguía desviándose al croquis del apartamento. Mientras lo interrogaba el fiscal, había advertido algo en lo que no se había fijado hasta entonces. ¿Cómo había podido pasarle por alto?

Parish levantó su copia de las notas de Kennicott.

– En la página cuarenta y ocho, usted escribió: «Brace y Singh, sentados a la mesa de desayunar. Brace a la izquierda, lado oeste, Singh al este. Tomando té». E incluso dibujó un pequeño croquis de la posición de los dos.

– Así es -respondió Kennicott, sin apartar la vista del caballete Se dejó llevar por los recuerdos y, de pronto, ya no estaba en la sala 121 de los juzgados, sino en el piso de Brace, y volvía a ser el primer agente del cuerpo en acudir a un aviso de asesinato. Lo vio todo en su mente-. El señor Brace no me miró -añadió-. Estaba concentrado en su taza, echándole miel y removiendo el té con la cucharilla. El señor Singh dijo que el té era una mezcla especial y que iba bien para el estreñimiento.

– Esto no aparece en sus notas, agente.

Kennicott la miró como si acabara de volver de un breve viaje.

– ¿Qué es lo que no aparece? -preguntó-. ¿Lo del estreñimiento?

Se produjo un murmullo de risas entre el público.

– No. De hecho, el comentario del señor Singh al respecto sí está en sus notas, en la página siguiente. Me refiero a la miel y la cucharilla.

– No, eso no está -confirmó él-. Pero lo recuerdo con claridad. Simplemente, no creí que fueran detalles importantes.

– ¿Menos que el estreñimiento? -inquirió Parish.

Hubo un nuevo coro de risas, esta vez más sonoras.

– Lo del estreñimiento era parte de la declaración efectuada por el señor Singh. Fue lo primero que dijo después de presentarse. Por eso lo anoté. Tomé nota de cada palabra que me dirigió el señor Singh. Nadie dijo nada de la miel y la cucharilla; eso sólo fue una observación.

– ¿Qué observó usted acerca de la miel y la cucharilla?

Kennicott se tomó un instante para situarse de nuevo en la habitación del desayuno del piso de Brace. Miró el croquis. Como testigo, era importante no apresurarse. Cuando era abogado, siempre recomendaba a sus clientes contar hasta tres antes de contestar a una pregunta. Un consejo más fácil de dar que de seguir, como había constatado cuando él mismo había empezado a comparecer como testigo.

– Brace tenía la cucharilla en la derecha y vertía la miel con la izquierda. Entonces me pareció raro y, ahora que vuelvo a pensar en ello, supongo que se me ocurrió que Brace debía de ser zurdo.

– Muchas gracias, agente Kennicott. No haré más preguntas. -Parish sonrió. Parecía impaciente por volver a sentarse.

Fernández no volvió a preguntar y, un momento después, Summers le daba las gracias a Kennicott y éste bajaba del estrado. Todo había concluido muy rápidamente. Dirigió una última mirada al croquis y abandonó la sala.

Ya sabía lo que se proponía la abogada. De la posición del cuerpo de la víctima en la bañera se deducía que la manera más fácil de apuñalarla era con la mano derecha. Sin embargo, incluso un zurdo podía haber hundido un cuchillo en el pecho de una mujer desnuda y vulnerable con su mano inhábil.

No era eso lo que había distraído al agente mientras estaba en el estrado. Era lo que había visto al mirar el plano del apartamento 12A. Era tan obvio… Mientras cruzaba las puertas batientes para salir de la zona de los letrados, Kennicott echó un último vistazo al croquis. Lo había tenido delante de sus narices todo el tiempo. Y lo había pasado por alto. Todos lo habían pasado por alto.

XLVII

– Esta tarde me he dado cuenta de que he cometido un gran error con usted -dijo Nancy Parish tan pronto Kevin Brace hubo tomado asiento en la sala de entrevistas 301 y el señor Buzz hubo cerrado la puerta. Al entrar Brace, Parish se había fijado en que llevaba pisados los talones de sus zapatillas de preso-. Ahora tenemos un buen problema.

Brace no apartó la mirada. Por una vez, la abogada parecía hacer captado su atención. De hecho, parecía sorprendido.

Abrió su cuaderno y sacó el bolígrafo, pero Parish levantó la mano para detenerlo.

– No -dijo, alzando la voz con tono colérico-. Me toca hablar a mí. Éste es el error que he cometido. A todos los clientes que he tenido, siempre les he hecho una advertencia. Yo lo llamo «el discurso». Y usted todavía no lo ha oído. Por lo tanto, aquí va.

Brace dejó el bolígrafo y la miró fijamente. Bien, bien, vamos progresando, pensó Parish. Sin embargo, para su desazón, su propia voz interna le sonaba como la de su madre cuando se enfadaba.

– Yo acepto casos porque quiero ganar. Ni más, ni menos. ¿Y por qué quiero ganar? Porque si no gano, no duermo. Y éste es nuestro problema: me gusta dormir. ¿Queda claro?

Él bajó la mirada al cuaderno.

– No necesita el papel para responderme a esto -continuó Parish, furiosa-. ¿Queda claro?

Aquél podía ser el mejor interrogatorio que hiciera en todo el día, pensó.

Brace asintió con la cabeza. Era un principio, se dijo ella. Estaban pasando de la comunicación escrita a la gestual.

– Y no puedo ganar cuando el cliente no me hace caso.

Brace ladeó la cabeza ligeramente. Parecía confundido.

– Se lo dije una y otra vez: no hable de su caso con nadie mientras está en prisión. Pero esa jugada del fiscal esta mañana en el tribunal, con lo del secreto de sumario, diciendo que quizá tenga que recurrir a él en «circunstancias excepcionales»… Sé qué significa eso. Tienen un chivato aquí dentro y empiezo a temer que en cualquier momento me enteraré de que se le ha escapado algún comentario que torpedee nuestro caso. Entonces, perderemos. Y entonces no podré dormir. ¿Lo ha captado?

Brace tomó de nuevo el bolígrafo y se puso a escribir. Esta vez, Parish no protestó. Finalmente, él le pasó el cuaderno.


No he dicho una sola palabra, salvo una sola excepción.

En febrero, cuando los Maple Leafs iban perdiendo, le dije a mi compañero de celda que, con el portero veterano, el equipo mejoraría. Nada más.


Parish leyó la nota dos veces. ¿Su cliente estaba loco? ¿Necesitaba de verdad un examen psiquiátrico? Finalmente, le devolvió el cuaderno de notas. Brace volvió a escribir.


No me mire como si estuviera chiflado.

Tenía razón en lo del portero.


Parish leyó de nuevo. Brace estaba en lo cierto. El veterano de treinta y ocho años se había afianzado en el puesto durante la gira de los Maple Leafs por la Costa Oeste. Para gran sorpresa de todos los expertos en hockey, empezó muy inspirado, consiguió mantener la portería a cero dos partidos seguidos y la suerte del equipo cambió por completo. De repente, había empezado a ser imbatible y ahora estaba a un partido de ganar la copa Stanley. Al día siguiente por la noche, los Maple Leafs podían proclamarse campeones del mundo.

Sin embargo, ¿qué tenía que ver aquello con su caso? Parish dejó caer el bloc y la espiral de alambre del lomo hizo un ruido seco y tintineante al tocar la mesa de metal.

– O sea, ¿que comenta una tontería con su compañero de celda, pero no quiere hablar conmigo? ¿Qué demonios significa eso? Ya basta, señor Brace. ¿Hablará usted conmigo o no?

Brace dijo que no con la cabeza. Parish intentó descifrar su actitud. No era retadora, irritada o defensiva como la de la mayoría de sus clientes cuando los desafiaba de aquella manera. Él volvió a coger el cuaderno y escribió:


No puedo hablar con usted.


Parish se pasó la mano por la cara. Estaba muerta de cansancio y sólo era lunes por la noche. Le quedaban cuatro agotadores días por delante hasta el fin de semana y, en aquel momento, no tenía idea de qué hacer.

– Mire, señor Brace -dijo por último-, el juez Summers se pondrá como una furia, pero mañana tendré que presentarme en el tribunal a decirle que soy incapaz de comunicarme con mi cliente o de recibir instrucciones de él y que renuncio a llevar el caso.

Era un farol. Parish sabía que Summers no le permitiría de ningún modo dejar el caso a estas alturas, como no le fuera con que Brace había intentado estrangularla. Y, conociendo a Summers, tal vez ni siquiera así. La única manera de abandonar sería que Brace la despidiese.

Brace no era tonto. Tomó el bolígrafo y escribió:


Pero si me estoy comunicando…


Parish cerró los ojos.

– ¿Por qué diablos me contrató, cuando podía acudir a cualquier abogado de la ciudad? ¿Por qué yo?

Brace mostró auténtico desconcierto ante aquella explosión. Volvió a tomar el bolígrafo:


Hoy me ha parecido que estaba brillante.

Ha demostrado que acerté al escogerla.


Era el primer cumplido que recibía de él, se dijo Parish. Y, aunque le resultaba muy ingrato reconocerlo, le sentó bien. La cólera que sentía empezó a difuminarse.

– Bien, señor Brace, ayúdeme entonces. Aquí hay algo que se me escapa, lo sé. Tiene que dejar de ocultarme cosas.

Brace la miró largo y tendido, intensamente, como si sopesara sus alternativas. Por último, cogió el cuaderno, puso el bolígrafo del revés, con la punta hacia arriba, y señaló con el extremo romo una palabra que había escrito.

Parish leyó la palabra que indicaba y frunció el entrecejo. ¿Qué significaba aquello?

Brace, para hacer hincapié en lo que pretendía expresar, subrayó la palabra de nuevo con el extremo del bolígrafo, dejando una marca en el papel. Por una vez, miraba directamente a Parish. Y por primera vez, sus ojos castaños parecían alerta. Bajó la vista al papel y volvió a subrayar aquella palabra.

Ella la leyó de nuevo y le pareció bastante inocua. La leyó por tercera vez y por fin cayó en la cuenta. La conmoción fue tal que se quedó sin aire en los pulmones, como si hubiera recibido un golpe en el pecho.

– Oh, Dios mío -susurró, inclinándose hacia Brace-. Ni se me había pasado por la cabeza…

Brace cerró el cuaderno, la miró y se encogió de hombros.

– Esto lo cambia todo -dijo Parish. Tenía una sensación de vértigo, como si sus pies no alcanzaran a tocar el suelo de cemento. Por primera vez desde que había aceptado el caso, veía lo que necesitaba por encima de todo para continuar. Más que unas palmaditas en la espalda por parte de su cliente, más que dormir, más que la propia comida. Por primera vez desde que Kevin Brace la había contratado para que lo defendiera, vio lo único por lo que vivía un abogado defensor: vio una esperanza.

XLVIII

Para Albert Fernández, la ventaja de contar con el agente Ho como testigo principal al día siguiente era que apenas tenía que preparar su intervención. Por supuesto, el agente forense aburriría a todos los presentes en la sala y sacaría de sus casillas a Summers, pero lo único que tendría que hacer el fiscal sería preguntar:»¿Qué hizo usted a continuación?», cada pocos minutos y Ho aportaría la narración. Así pues, aquella noche el fiscal podía tomarse un cierto respiro.

Pero no le resultaría fácil. Mientras participaba en un juicio importante, un abogado siempre creía trabajar poco. Mal pensado. Fernández sabía que, si se permitía levantar la cabeza y mirar a su alrededor, vería que a tres mil millones de personas en el mundo les traían sin cuidado la longitud del cuchillo que se había hundido en el estómago de Katherine Torn o las palabras que Kevin Brace le había dirigido al señor Singh. Aquella misma semana, el equipo chileno de fútbol había ganado un partido crucial de la ronda de clasificación para la Copa del Mundo y Fernández había tenido a gala no leer ninguna información al respecto.

Estaba cansado. Se recostó en la silla del despacho y dejó que se le cerraran los párpados. Sería estupendo, se dijo, ocupar sus pensamientos con algo ajeno al caso, aunque sólo fuese durante cinco minutos. Eran casi las ocho. Por suerte, Marissa no tardaría en llegar. Le dejaría un montón de papeles para que ella los fotocopiara.

Desde que había regresado de Chile, Marissa estaba muy cambiada. Se esforzaba mucho en aprender el idioma e insistía en que sólo hablaran en inglés cuando estaban juntos, y había empezado a quedarse por la noche a ayudarlo en su trabajo. Resultó que era muy organizada y que formaban una buena pareja. Marissa incluso lo había animado a que retomara el contacto con sus padres, algo a lo que él se había resistido hasta entonces.

Se oyó una ligera llamada a la puerta. Fernández abrió los ojos y corrió a la puerta. Marissa llevaba una falda negra cortísima y una blusa escotada. Se coló en el estudio y él le dio un beso.

– Tengo un montón de documentos para que me fotocopies -dijo luego, volviendo al escritorio.

Fila alargó la mano, tomó la de él y lo atrajo hacia sí.

– No seas tan arisco -dijo con una risilla, al tiempo que cerraba la puerta.

– Se dice tan arisco -sonrió él.

– ¡Chist! Te he traído una cosa.

– ¿Qué?

– Siéntate ahí y te la enseñaré.

– Oh, vamos, ahora no podemos. Tengo mucho que hacer y…

– Siéntate -ronroneó ella-. Y echa una cana al viento.

– Al aire -la corrigió él y obedeció.

Marissa se sentó a horcajadas encima de él y se subió la falda.

– De verdad, Marissa…

– Si lo estás deseando… -dijo ella-. Ven, toca.

Le cogió la mano y la llevó entre sus piernas. En lugar de notar la carne cálida, Albert notó algo duro y frío, envuelto en plástico.

– ¿Qué demonios…? -dijo mientras sacaba el objeto.

– Unos rellenos -declaró Marissa mientras él contemplaba la bolsa de bolas de chicle.

– Son repuestos -dijo él. Los dos se echaron a reír-. Yo lleno la máquina y tú haces las fotocopias -añadió. Se levantaron de la silla y Fernández se dijo que era estupendo echar unas risas con su mujer.

Ella se alejó por el pasillo. Albert todavía estaba llenando la máquina de chicles cuando la vio regresar. Era imposible que ya hubiera hecho todas las fotocopias.

– Marissa -dijo, sin levantar la vista-, este trabajo es importante.

– Esto lo es más -anunció ella con un tono solemne que lo sorprendió. Volvió la cabeza y vio que traía un papel. La mano le temblaba un poco-. Lo he encontrado en la máquina.

– ¿De qué se trata? -preguntó él y le cogió el papel.

– Creo que no debería estar ahí.

Fernández echó un vistazo y, al leer el encabezamiento escrito a mano, se quedó perplejo:


Comunicación confidencial cliente-abogado entre el señor Kevin Brace y su letrada, Sra. Nancy Parish


Debajo del encabezamiento había unas notas, escritas sin duda por Brace.

– Albert, esto no es correcto, ¿verdad? Que tu oficina tenga las notas del otro equipo, me refiero.

– No, no es correcto -dijo Fernández. No se molestó en corregirle el uso del término «equipo»; la palabra más importante de la frase la había acertado de pleno. Observó sus ojos oscuros y vio en ellos una profundidad como no había advertido nunca.

– Lo has dicho perfectamente -murmuró. La cabeza le daba vueltas-. Esto no es correcto en absoluto.

XLIX

– Buenos días, señor Singh. Espero no haberlo sobresaltado -dijo Daniel Kennicott cuando se abrió la puerta del ascensor y el señor Singh salió al rellano del piso doce de Market Place Towers, llevando un único periódico debajo del brazo-. Desde que no está el señor Brace, supongo que no suele ver a nadie por aquí.

– Casi ninguna mañana veo a nadie -sonrió el señor Singh.

– ¿Le importa si hablamos un momento? -preguntó el agente.

– Claro que no, cuando haya hecho la última entrega -dijo Singh.

Kennicott esperó junto al ascensor mientras el repartidor doblaba la esquina del pasillo en dirección al apartamento 12B. Escuchó sus pisadas firmes, el ruido del periódico al ser depositado cuidadosamente ante la puerta y los pasos que volvían. Salvo esto, sólo se oía el ronroneo de los aparatos de aire acondicionado y Kennicott recordó el silencio de aquel pasillo la primera mañana que había estado allí.

– Quisiera llevarlo otra vez al apartamento 12A -dijo cuando Singh reapareció.

– Me parece bien -respondió el hombre-. Llevo tres minutos de adelanto sobre mi horario.

Sin una palabra más, Singh se encaminó hacia el 12A. Kennicott lo siguió, quitó el precinto policial de la puerta y, a continuación, preguntó a Singh:

– Señor, en su declaración inicial dijo que esa mañana, cuando llegó a este punto, la puerta estaba entreabierta.

– En efecto.

– Por favor, abra la puerta hasta la posición exacta en que estaba esa mañana.

– Estaba así -dijo Singh y, sin titubear, abrió la puerta hasta que estuvo en un ángulo de noventa grados con el pasillo-. Yo me quedé aquí, justo en el centro del umbral.

Kennicott asintió.

– Si me disculpa, ¿puedo ponerme donde está usted?

Singh se apartó y Kennicott ocupó su lugar. Desde aquella posición, con la puerta entreabierta, quedaba oculta a la vista buena parte del amplio pasillo. Sólo se alcanzaba a ver una pizca de la cocina y las ventanas más al fondo. La mesa de la cocina quedaba fuera del campo de visión, a la derecha.

– Y cuando el señor Brace llegó a la puerta, ¿ésta permaneció en la misma posición?

El señor Singh tuvo que pensar la respuesta.

– No -dijo finalmente-. El señor Brace la abrió del todo, hasta la pared.

Kennicott asintió. Ahora contemplaba el apartamento no con sus ojos, sino bajo la clave del croquis que había visto en el tribunal. Era como si estuviese suspendido en el aire y mirase hacia abajo.

– Enséñeme cómo quedó la puerta después de que el señor Brace la moviera.

– Así. -Singh empujó la puerta con suavidad hasta que la hoja tocó un tope de goma colocado en el suelo, a un palmo de la pared-. Entonces, dijo: «La he matado, señor Singh, la he matado».

– Y en aquel momento, ¿qué fue lo primero que hizo usted?

– Yo dije: «Tenemos que llamar a las autoridades». Como ya expuse en mi declaración.

– Sí, ya sé que dijo eso, pero ¿qué hizo? Venga, vuelva a ponerse donde estaba y yo me situaré dentro, de cara a usted. Yo haré de Brace. -Kennicott cruzó el umbral y se volvió, quedando justo enfrente de Singh-. ¿Era aquí donde estaba?

– Exactamente. Entonces, el señor Brace se apartó y yo entré.

– ¿Hacia qué lado se apartó?

– Hacia la puerta.

Kennicott se movió a su izquierda.

– Se mueve así, hacia la puerta. ¿Hasta dónde? -preguntó mientras lo hacía.

– Hasta la pared.

Kennicott asintió y se desplazó, cubriendo el estrecho espacio entre la puerta y la pared.

– ¿Hasta aquí?

– Sí.

– ¿Y usted pasó por el otro lado?

– Exacto. Avancé por el pasillo hasta la cocina y el señor Brace vino detrás de mí. Creo que esto también lo dije en la declaración.

Kennicott asintió.

– Me gustaría que lo repitiese todo tal como lo hizo entonces. Por favor, entre usted y proceda como esa mañana.

Singh no titubeó.

– Consideré que la situación era muy grave -dijo mientras pasaba por delante de Kennicott-. Avancé directamente por el pasillo… -y, al tiempo que lo decía, echó a andar con paso firme.

– Y Brace, ¿qué hizo? -preguntó Kennicott, sin moverse todavía de donde estaba, junto a la puerta.

– Vino detrás de mí -dijo Singh-. Yo entré directamente en la cocina. El señor Brace entró detrás.

Singh apenas había tardado unos segundos en llegar al fondo del pasillo y entrar en la cocina. Kennicott lo siguió y llegó instantes después.

– ¿Brace vino detrás de usted como he hecho yo ahora?

– Sí, me siguió. Yo camino deprisa y me alcanzó en este punto, precisamente, muy pocos segundos después.

Kennicott respiró hondo.

– Señor Singh, piénselo con cuidado. ¿Llegó a ver realmente al señor Brace recorriendo el pasillo detrás de usted?

El agente había pensado que el repartidor, un hombre ya mayor, tal vez tendría problemas para reconstruir unos detalles tan nimios, pero se equivocaba.

– No. No miré atrás. Estaba muy ocupado en encontrar a la esposa del señor Brace y vine aquí directamente.

– ¿Él dijo algo mientras recorrían el pasillo?

– No. -Singh parecía sorprendido de la pregunta-. No soy amante de la cháchara.

Kennicott había observado con atención a Singh unos momentos antes, en el ascensor, cuando le había pedido que lo acompañara al apartamento 12A. Singh había echado a andar al momento, sin decir una palabra ni volverse a mirarlo.

– Señor Singh, preste atención a la siguiente pregunta -dijo Kennicott. De repente, volvía a sentirse un abogado defensor que exigía precisión a un testigo sobre algún punto clave del turno de repreguntas-. ¿En algún momento, desde el instante en que cruzó usted el umbral del apartamento hasta que llegó a este punto, miró usted detrás de la puerta?

– No.

– Y ahora estamos los dos de cara a la cocina, lejos de la puerta del apartamento. ¿Dirigió alguna mirada al pasillo desde aquí, en aquellos momentos?

– No. Como expliqué en mi declaración, vine directamente a la cocina y, al no encontrar a la esposa del señor Brace aquí, me dirigí a los dormitorios. -Señaló a la derecha de la cocina, donde estaban el dormitorio principal y el de invitados-. No había nadie en las habitaciones, ni en el cuarto de baño. Volví a la cocina. El señor Brace seguía aquí, donde nosotros estamos ahora.

– Recorramos el piso siguiendo sus movimientos exactos, señor Singh. -Kennicott echó una breve mirada al reloj y siguió a Singh en su recorrido por la habitación de Brace, el cuarto de baño anexo y el segundo dormitorio, que hacía las veces de estudio de Brace, y volvieron al mismo punto de la cocina.

– Hemos tardado un minuto, señor Singh. ¿Calcula que entonces tardó este tiempo, más o menos?

– En efecto. Pero el señor Brace no me siguió. Se quedó aquí, donde estamos ahora, en la cocina.

Kennicott asintió. Se volvió y miró hacia el pasillo, donde tenía una vista nítida de la puerta abierta del apartamento.

– Y entonces pregunté: «Señor Kevin, ¿dónde está su esposa?». Él señaló el pasillo y me dirigí al cuarto de baño de ahí. -Sin que Kennicott se lo indicara esta vez, Singh recorrió de nuevo el pasillo.

Kennicott fue tras él y lo detuvo cuando el repartidor ya llegaba a la puerta del baño.

– Señor Singh -le dijo, señalando la puerta del piso-, cuando vino por el pasillo como ahora, ¿se fijó en la puerta del apartamento? ¿Recuerda en qué posición estaba?

Por primera vez desde que había entrado en el piso, Singh pareció un poco inseguro de sí mismo.

– Déjeme ver… -dijo-. El señor Brace no se movió de la cocina. Sólo señaló hacia aquí. Yo me acerqué. Debí de ver la puerta…

– No haga suposiciones, señor Singh. Intente recordar.

– Estaba muy preocupado por la mujer del señor Brace.

– Por supuesto.

El señor Singh cerró los ojos. Kennicott vio que empezaba a revivir la escena mentalmente. Se puso a ladear la cabeza como si caminara y, de pronto, abrió los párpados.

– ¡Dios mío, no había caído! -exclamó-. No había pensado en eso. La puerta volvía a estar como a mi llegada, medio abierta. Recuerdo que pensé que era extraño, porque había tenido mucho cuidado de no tocar nada por temor a dejar huellas.

Kennicott recordó la euforia que sentía en los tribunales cuando conseguía un dato clave de un testigo en el interrogatorio.

– Muchísimas gracias, señor Singh -dijo.

– Pero esto sólo puede significar… -Singh se quedó boquiabierto.

– Sí, sé perfectamente lo que significa -dijo Kennicott y lo invitó a salir del piso-. Y le rogaría que no hablara de esto con nadie, salvo conmigo, el detective Greene y el fiscal Fernández.

– Un pasillo tan ancho… Una puerta tan grande… -comentó Singh-. No se me había ocurrido.

– No es el único -asintió Kennicott mientras acompañaba al hombre hasta el ascensor y le estrechaba la mano-. Ahora, me disculpará, señor, pero tengo que hacer unas llamadas.

– Por supuesto, agente.

Kennicott se volvió y echó a andar con rapidez. Ahora estás en Homicidios, se dijo. No debes correr. Pero tan pronto dobló la esquina, volvió a la carrera al edificio. Para llamar a Greene.

L

A Albert Fernández se le hizo extraño que aquella mañana de día laborable, en lugar de dirigirse al centro, estuviera conduciendo en dirección al norte, al erial suburbano, camino de un polígono industrial que en otro tiempo había conocido bien. Le sorprendía que antes de las siete el tráfico ya fuese tan denso, síntoma de que la imparable expansión urbana que circundaba Toronto había conducido a un constante atasco en todas direcciones. Era como si el coche tuviera memoria muscular, pensó mientras pasaba sin solución de continuidad de la autovía principal a las vueltas y revueltas de las asépticas calles del polígono industrial. Se detuvo en el último edificio.

El amplio aparcamiento estaba abarrotado. Faltaban pocos minutos para el cambio de turno; los trabajadores de noche terminarían el suyo y la mitad de los coches desaparecerían. Fernández aparcó al este, cerca del final, justo en una esquina de la valla metálica, y echó a andar hacia la entrada. Pasó ante hileras de coches de los trabajadores -camionetas viejas, grandes coches de otros tiempos, furgonetas desvencijadas-, muchos de ellos adornados con la bandera blanquiazul de los Maple Leafs y adhesivos de VAMOS LEAFS VAMOS y MIEMBRO DE LA NACION LEAF en los parachoques. En el parabrisas de cada uno había una octavilla en blanco y negro que se agitaba al viento con un sonido como el revoloteo de un pájaro.

Fernández se inclinó sobre un Pontiac de color óxido y cogió uno de los panfletos. Reconoció el tipo de letra y el papel granulado. ¿Cuántos miles de octavillas parecidas había metido él bajo los parabrisas, o había intentado repartir en mano a unos obreros que se lo tomaban a broma?


¡TRABAJADORES! ¡UNÍOS A NUESTRA LUCHA!

EL VIERNES, MITIN DE APOYO AL SINDICATO

DE TRABAJADORES DE TRANSITO

ORADORES ESPECIALES: PRESTON DOUGLAS, VICEPRESIDENTE DEL STT

190 CLINTON STREET, 20.00 HORAS

SE SERVIRÁ UN REFRIGERIO


Debajo del encabezamiento, unos pocos párrafos en un tipo de letra dolorosamente pequeño exponían con minucioso detalle las presuntas transgresiones del «patrón». Fernández se obligó a leer la prolija denuncia; luego, dobló la octavilla por la mitad en vertical y se la guardó en el bolsillo de la camisa, donde asomaba como una bandera.

Distinguió la camioneta del café aparcada cerca de la entrada de la fábrica y, con la cabeza gacha, se puso en la cola. Iba demasiado bien vestido para encajar allí y no pasó mucho rato hasta que lo reconocieron.

– Eh, Albertito, ¿eres tú? -inquirió un hombre con casco y gafas protectoras.

Antes de que pudiera responder, intervino otro de los que hacían cola. Su acento era aún más marcado que el del primero.

– Te vi anoche por la tele. Un gran juicio, ¿verdad?

– No tanto -respondió Fernández.

– Machacarás a ese cabrón, ¿verdad, Alberto? -continuó el primero-. Mi hija, Stephanie, ¿te acuerdas de ella?, está viviendo ahora con un tipo mayor. Vienen a comer el domingo, están menos de una hora y se largan. Parece que la tenga prisionera. Pero este Brace es rico; el juez querrá ayudarlo a salir, ¿no?

– Rico o pobre, tanto da -dijo Fernández.

Sus dos interlocutores cruzaron una mirada cínica.

– Pero vas a ganar, ¿no? -preguntó el segundo.

Fernández se encogió de hombros.

– La Fiscalía nunca gana ni pierde. Mi trabajo es ayudar al juez y al jurado a decidir.

– Sí, te oí decir eso mismo en la tele. El mismo Albertito de siempre -dijo el primer hombre, posando una mano carnosa en el hombro del joven fiscal-. Tú padre anda por aquí. Todavía con sus octavillas. Todos los viernes, mitin.

– Y su taza de café particular -asintió Fernández, dirigiéndoles una sonrisa de complicidad.

Los dos hombres asintieron. Cuando Fernández empezó a alejarse, el primero de ellos exclamó:

– Piensa en Stephanie y dale duro a ese tipo, Alberto.

Fernández se acercó a su padre desde un costado, fuera de su campo de visión. Su padre conservaba el cabello tupido y enmarañado, pero lo tenía significativamente más gris que la última vez que se habían visto.

– Mitin este viernes… tome una octavilla… reunión importante… ayuda al sindicato… tome una octavilla… -Su padre hablaba en un parloteo constante, como un vendedor de palomitas de maíz en un partido de béisbol, animando a la gente que pasaba.

Fernández contó hasta diez hombres que desfilaban ante su padre. Sólo tres aceptaron la octavilla y ninguno se molestó en echarle un vistazo.

Al rato, su padre notó una presencia a su lado y se volvió con el brazo extendido para ofrecerle uno de sus papeles.

– Tenga, el viernes por la noche celebramos un importante mitin, tome un…

Cuando reconoció a su hijo, interrumpió el mensaje y bajó el brazo.

– Hola, padre -dijo Fernández para llenar el repentino silencio.

– Albert -respondió el padre, recobrando la voz-. ¿Qué haces aquí?

– He venido a hablar contigo -explicó y, al ver que su padre encajaba las mandíbulas, añadió-: Hacía bastante tiempo que…

Su padre lo miró con suspicacia.

– ¿De qué se trata? ¿Vas a divorciarte o a tener un hijo? ¿Te han despedido y necesitas tu antiguo empleo?

Fernández movió la cabeza.

– No me divorcio. Ni voy a tener un hijo.

– ¿Te despiden, entonces? -El padre frunció el entrecejo-, ¿Por qué? Ahora que llevas ese caso tan importante… Tu madre viene siguiéndolo en los periódicos desde hace meses. Está bien, hablaremos. Pero ésta es la mejor hora para repartir pasquines.

Su padre volvió al reparto de octavillas. Fernández esperó. Pasó otra decena de hombres y apenas un par de ellos cogió el papel.

– Oye, papá-dijo al fin-, dame la mitad del fajo.

Durante el cuarto de hora siguiente, repartieron pasquines juntos como habían hecho cuando Albert era más joven. Cuando terminaron las octavillas, se sentaron en un banco cercano y su padre sacó de su vieja mochila un abollado termo verde.

– ¿Café? -preguntó.

– Claro, papá.

Fernández observó cómo desenroscaba la tapa y le llegó el aroma intenso del café. Él tenía once años recién cumplidos cuando sus padres habían emigrado de Chile y todavía recordaba cómo se quejaban del café canadiense. Incluso cuando andaban terriblemente cortos de dinero, siempre compraban buen café para hacer exprés. El aroma que le llegaba en aquel momento llevaba con él toda la vida.

– Tantos años con los obreros y todavía no eres capaz de tomar su café… -comentó.

– Eso que beben no es café. -El padre meneó la cabeza-. Es pura agua de castañas. Albert, hay cosas que ni siquiera un trabajador comprometido como yo puede hacer por la causa.

Tomó un sorbo de la taza que hacía de tapa del termo y la pasó a su hijo. El sabor le resultó tan familiar como el olor de la almohada de su antigua habitación.

– ¿Es verdad que te han despedido? -preguntó el padre.

– Todavía no, pero creo que lo harán. La semana que viene.

– Albert, no me gusta lo que haces. Trabajar para el Estado y llevar a juicio a los pobres…

– Papá, no he venido a discutir de política…

– Pero sé que trabajas mucho. Y que eres honrado.

Fernández agarró la taza firmemente.

– Tu madre ha estado coleccionando recortes de prensa del juicio -explicó el padre-. Ayer me dijo que este domingo es el día de la Madre.

– «Un repulsivo invento capitalista.» -Fernández hizo una imitación bastante aceptable de la voz de su padre.

Se miraron y se echaron a reír.

– Puede que necesite un poco de ayuda -se descubrió confesando Fernández, sin saber muy bien cómo exponer aquello a su padre, cómo pedirle consejo.

LI

DÍA 2 = TEDIO, escribió Nancy Parish en grandes mayúsculas en su dietario del juicio. Después, utilizó el rotulador amarillo para subrayarlo. Ni siquiera se le ocurría nada que dibujar.

Durante las seis últimas horas, el fiscal había estado interrogando al detective Ho. Al tipo le encantaba escucharse. Había explicado con minucioso detalle absolutamente todo lo que había examinado en el apartamento de Brace, hasta el mismísimo hecho de que en el agua de la bañera donde se había encontrado el cuerpo de Katherine no había restos de jabón. Eran casi las cuatro y media y Parish tenía hambre y estaba cansada y aborrecía a Ho, que parecía dispuesto a seguir hablando cien horas más sin parar.

– Y finalmente, para cerrar su declaración por hoy -dijo Fernández, acercándose a la barandilla de la zona del estrado-, quiero preguntarle por el cuchillo que encontró.

– Desde luego. -Ho asintió, impaciente como un perro ante su plato a la hora de comer.

En la tarima había una caja. Fernández buscó en su interior y sacó dos pares de guantes finos de goma. Le pasó un par a Ho y, después, con un cuidado meticuloso, se puso los guantes y abrió la caja rectangular que contenía el cuchillo.

Se hizo el silencio en el tribunal. El cámara del tribunal apartó el visor y miró por encima de la cámara. Summers se acomodó las gafas y observó. Fernández sabía que tenía la atención de todos puesta en él y se tomó su tiempo. Aquello sólo era la vista previa y no había jurado, pero a Parish no se le escapó que el fiscal estaba aculando para Summers y para la prensa. Su estrategia estaba clara: terminar la jornada con algo sonado. Proporcionar a todos una imagen memorable que conservaran en el recuerdo durante las siguientes dieciocho horas. El arma del crimen.

– ¿Reconoce esto, detective Ho? -preguntó el fiscal, levantando cuidadosamente un gran cuchillo de cocina de mango negro.

Éstos son los momentos de un juicio que los abogados defensores temen: cuando se presenta una prueba física clave para el caso. Una cosa es que se hable de un cuchillo, o que se enseñen fotos de éste, pero el momento en que ves el objeto real tiene su propio dramatismo natural. Incluso desde su silla, Parish alcanzaba a ver las manchas de sangre seca en la hoja plateada. Había pasado horas estudiando las fotos del arma que le habían proporcionado como parte del sumario, pero tenerla delante por primera vez le causó un escalofrío.

En la facultad de Derecho, el profesor les había contado el truco del habano del famoso abogado defensor Clarence Darrow. Éste cogía una horquilla de pelo de su esposa y lo introducía por el extremo del cigarro. La horquilla impedía que la ceniza cayera y ésta iba creciendo y creciendo precariamente. Darrow sincronizaba el efecto de tal manera que, en el momento en que se presentaba la peor prueba incriminadora, la ceniza del habano fuese imposiblemente larga. Con ello, distraía al jurado, que, hipnotizado, estaba pendiente del cigarro y no prestaba atención al proceso.

Parish hizo lo único que se le ocurrió. Miró directamente el cuchillo y trató de aparentar un absoluto aburrimiento.

– Sí, reconozco el cuchillo -dijo Ho.

– ¿Dónde se encontró, agente Ho? -preguntó Fernández cuando el reloj marcaba las 16.30.

Ho señaló el croquis del apartamento.

– En el suelo, en el espacio entre la cocina y la encimera.

– ¿Y lo encontró usted durante la primera inspección del piso?

Era una pregunta muy hábil por parte de Fernández. Una manera sutil de subrayar que el cuchillo parecía haber sido escondido.

– En realidad, no lo encontré yo. Después de mi inspección inicial de la escena, los agentes Kennicott y Greene realizaron otra, más a fondo, y descubrieron el cuchillo.

– ¿Puede describírnoslo? -le pidió el fiscal, encadenando primorosamente sus preguntas con las respuestas del testigo.

– Es un cuchillo de cocina Henckels de mango negro -dijo éste, levantándolo y pasando los dedos por la hoja-. Mide veintiocho centímetros de longitud total. El mango mide nueve centímetros y medio y la hoja, dieciocho y medio. La hoja termina en punta y su anchura va desde los nueve centímetros hasta dicha punta.

Ho consiguió prolongar la descripción del cuchillo más de diez minutos. Cuando terminó por fin, eran las cinco menos cuarto. Ho parecía satisfecho de sí mismo. Summers ponía cara de querer matarlo. Los periodistas parecían un grupo de niños que tuvieran que ir al baño, tal era su impaciencia por salir de allí y enviar sus informaciones a tiempo para el cierre de edición. Y, de algún modo, el dramatismo del momento parecía haberse disipado.

– La vista se reanudará mañana por la mañana, a las diez -anunció finalmente el secretario, levantando la sesión a las cinco menos diez. Todo el mundo se puso en pie. El juez Summers dirigió una mirada apesadumbrada a Fernández y abandonó el estrado a toda prisa. Cuando Parish empezó a recoger sus papeles, vio sobre la mesa una nota doblada con la palabra «Nancy» escrita con la pulcra caligrafía del fiscal.

Se volvió a mirarlo, pero él estaba de espaldas, hablando con Greene. Debía habérsela dejado en la mesa al pasar camino de la suya. Abrió la nota. Decía: «Nancy, ¿puedo hablar contigo en mi despacho, al salir? Gracias, Albert».

Que un fiscal quiera hablar con un defensor sólo puede significar dos cosas. O quiere llegar a un trato, o tiene alguna prueba nueva (e, inevitablemente, mala para el defensor) que presentar. Sacó el bolígrafo, escribió: «Eh, Albert, me alegro de que empecemos a tutearnos. Estaré ahí dentro de diez minutos. Nancy», y la llevó a su mesa.

Un soplón de la cárcel debía de haber cantado, pensó mientras tomaba asiento en el minúsculo despacho de Fernández diez minutos después. Precisamente lo que necesitaba después de un día como aquél, se dijo.

Fernández se sentó tras su escritorio. A un lado, de pie, se hallaba el detective Greene, tan elegante como siempre, con los pantalones perfectamente planchados. ¿Por qué ella no conseguía que su ropa tuviera aquel aspecto?

– ¿Un vaso de agua, un zumo o alguna otra cosa? -le ofreció Fernández.

– Nada, Albert, gracias -respondió, aunque tenía la boca completamente seca-. Si acaso, una mordaza para metérsela a Ho en esa boca imparable.

Todos se rieron. Mofarse de los testigos que sacaban de sus casillas a las dos partes formaba parte del juego. Tras esto, se hizo el silencio. Fernández ordenó unos papeles que no necesitaban ser ordenados. Greene se arregló la corbata. De seda, muy bonita. Armará, probablemente.

– Albert -dijo ella por último, pensando: «De acuerdo, suéltame ya lo que sea»-, tú has convocado esta reunión, ¿qué sucede?

Miró a los ojos a Fernández y, por primera vez, advirtió que no eran tan negros como parecían a primera vista. Tenían un asomo de castaño verdoso.

Fernández lanzó una mirada a Greene.

– Lo que voy a decirte hoy será sumamente vago y te pido disculpas de antemano. En las últimas veinticuatro horas me he enterado de una posible novedad en este caso que puede afectar a la posición de la Fiscalía. Me gustaría ser más concreto pero, en este momento, no puedo decirte nada más. He querido ponerte al corriente de lo que sucede.

Parish asintió y esperó a que continuara, pero Fernández se limitó a mirarla y encogerse de hombros.

– ¿Ya está? -preguntó por último.

– Es todo lo que puedo decirte por ahora. Desde luego, tan pronto tenga más información, si llego a tenerla, te la proporcionaré de inmediato.

Parish exhaló un profundo suspiro.

– ¿Os creéis que sois de la CIA o algo así, con tanto secreto? ¿Por qué no me lo habéis contado antes, sea lo que sea?

– Sabía que tendría a Ho en el estrado todo el día y creí mejor esperar a que termináramos. Te lo cuento ahora porque, si me llega esa información mañana por la mañana, es probable que pida un aplazamiento antes de que te veas obligada a interrogar a otro testigo. -Fernández volvió a mirar a Greene y asintió.

La primera reacción de Parish fue de alivio. Por lo menos, no le estaba diciendo que tenía una confesión de Brace. Al menos, todavía no.

– Vamos, Albert. ¿Qué sucede?

Fernández se encogió de hombros. Parish miró a Greene un momento. El detective aguantó la mirada, impertérrito, y la letrada se sintió como una niña enfadada que no tenía dónde volcar su frustración.

– ¿Qué quieres que haga?

– Dile a Brace que quizá tenga que pedir el aplazamiento del proceso. Es él quien se la juega -dijo Fernández-. Summers se pondrá furioso conmigo, pero qué le vamos a hacer!

– Hablaré con Brace -asintió Parish y pensó: «Sí, hablaré con él, pero él no querrá hablar conmigo. ¿Quién sabe cómo reaccionará ante la noticia?».

– Dile que no me opondré a que salga con fianza -añadió el fiscal.

Parish asintió. Fernández aún debía de preguntarse por qué Brace había renunciado a salir con fianza en diciembre. Probablemente, a la Fiscalía le encantaría ver a Brace fuera de prisión, ya que dentro mantenía la boca cerrada. En su casa, podían pinchar el teléfono y seguir sus movimientos. Así que aquél era el cebo…

Que Fernández aceptara la salida bajo fianza significaba que la posición de la Fiscalía no era tan sólida como pretendían. Andaban a la caza de nuevas pruebas. Tranquila, se dijo.

– Gracias. Hablaré con él -respondió y se encogió de hombros.

Después de estrechar la mano a los dos, recogió su maletín y se dirigió a la puerta. De vuelta al Don, pensó. Mientras el resto de la ciudad estaría chillando delante del televisor durante el partido final de la copa Stanley, ella tendría que pasar otra noche en la cárcel con su silencioso cliente.

LII

Ari Greene no había visto nunca un estallido semejante en la ciudad. En 1982, cuando Italia había ganado la Copa del Mundo de fútbol, el barrio italiano y toda St. Claire Avenue se había convertido en una fiesta por todo lo alto. Y en 1992 y 1993, cuando los Blue Jays habían ganado la Serie Mundial de béisbol, todas las calles principales quedaron colapsadas por la multitud que celebraba el título, que más adelante se calculó en un millón de personas. Pero en esta ocasión, la ciudad era pura locura por todas partes. Una explosión gigantesca de euforia colectiva acogió la noticia de que, tras cuarenta y cinco años de espera, los Maple Leafs habían ganado la Copa Stanley.

Greene había ido a casa de su padre a ver el partido. Cuando quedaban cinco segundos para el final, el portero veterano había realizado una parada milagrosa y, cuando sonó la bocina final y arrojó al aire los guantes y el stick en un gesto de celebración exultante, Greene abrazó a su padre.

Salvo el día del funeral de su madre, era la primera vez que veía una lágrima en sus ojos. El padre sacó una botella de Chivas Regal por estrenar y brindaron por la gran victoria. Entonces oyeron la algarabía procedente de Bathurst Street, a diez manzanas de distancia. Un estruendo de bocinazos, gritos a coro y música estridente. Una gran oleada sonora de alegría.

Greene montó en el coche y pasó casi dos horas buscando una ruta por calles secundarias para regresar al centro, a Market Place Tower. Qué contraste, pensó, con aquella primera mañana en la que había llegado en un abrir y cerrar de ojos por las calles desiertas.

Era una noche tibia y bajó el cristal de la ventanilla. El aire era húmedo y confortable. Encontró aparcamiento al norte de Front Street. Al otro lado de la calle había un pequeño parque con un exuberante arbusto de lilas en plena floración. Greene aspiró su suave fragancia desde la acera. Se coló tras la verja metálica negra y cortó dos ramitas de una rama baja. No había más luz que el débil fulgor de una farola de la calle a cierta distancia, pero aun así destacaba el color púrpura subido de las flores. Desde cerca, el aroma resultaba casi abrumador. Echó a andar y, cuando salió a Front Street, las luces de la ciudad se hicieron más intensas. La calle estaba muy concurrida: turistas que salían del puñado de restaurantes del lado norte, grupos de mujeres jóvenes vestidas de punta en blanco que paseaban buscando un bar, varios tipos con la camisa abierta que esperaban apoyados en sus caros cochazos, aparcados estratégica e ilegalmente en lugares clave. Por la calzada, arriba y abajo, desfilaban coches cargados de hordas de jóvenes, chicos y chicas, que hacían sonar la bocina y agitaban banderas blanquiazules por las ventanillas al grito de «¡Vamos Maple Leafs, vamos!» y «¡Viva la nación Leaf»

Greene cruzó a la acera sur sin llamar la atención.

Cuando llegó a Market Lane, la calle lateral al este del edificio, las luces y el ruido empezaron a difuminarse. Una hilera de exuberantes forsitias montaba guardia a la entrada del camino particular e, incluso en la penumbra, Greene alcanzó a ver que sus hojas amarillas de primavera ya habían adquirido el color verde estival. Echó una última mirada para comprobar que nadie lo observaba y, acto seguido, se coló detrás de los arbustos y siguió el sendero que conducía a la puerta metálica blanca contigua a la entrada del garaje. Al principio, la puerta parecía estar cerrada, pero cuando llegó a ella vio un ladrillo, puesto de canto, que la mantenía abierta.

Greene asintió para sí. Todo estaba como Rasheed, el conserje, le había prometido cuando el detective lo había llamado por teléfono, hacía unas horas. «Ponga ese ladrillo en la puerta -le había dicho- y su expediente de inmigración se perderá para siempre.»

Abrió, entró y volvió a dejar la puerta ajustada. Cuando el metal tocó el ladrillo, se oyó un leve chirrido.

La lámpara del interior del garaje despedía una luz blanca y fría. El aire olía a rancio. Los únicos sonidos eran el runrún grave de un gran ventilador situado al fondo del garaje y el ruido de los pasos de Greene sobre el duro cemento.

Avanzó con cautela junto a la pared sur, fuera del campo de visión de las cámaras de seguridad, como Rasheed le había indicado, hasta que encontró su escondite detrás de un tabique, cerca de la caja de ascensores. Dejó las dos ramitas de lila a sus pies. Dos centinelas púrpura, pensó mientras consultaba el reloj. Pasaban diez minutos de medianoche. Greene calculó que debería esperar allí un par de horas, por lo menos.

No transcurrió tanto tiempo. Al cabo de una hora y media de esperar en silencio, su oído se había aguzado hasta captar el menor ruido. Escuchó los esporádicos bocinazos y el sonido de las trompetas de plástico de algún coche que pasaba por la calle lateral camino de la gran fiesta de Front Street. Y entonces, poco después de la una y media, oyó unos pasos ligeros que se acercaban lentamente a la puerta exterior. Un momento después, las bisagras gimieron ligeramente y escuchó el chirrido del metal al chocar con el ladrillo. Las pisadas siguieron la misma ruta que había tomado él, pegadas a la pared, fuera de la visión de las cámaras. A diferencia del avance lento y cauteloso de Greene, aquella persona caminaba con rapidez y confianza, como si conociera muy bien el camino. Oyó que las pisadas pasaban por delante de su escondite y seguían hasta la puerta de la escalera.

Tuvo ganas de asomarse y echar un vistazo, pero no se atrevió. Esperó, muy atento, y oyó cerrarse la puerta de la escalera. Continuó esperando. Escuchó las pisadas que subían los peldaños, más despacio conforme ascendían, hasta perderse en la lejanía.

Salió de su escondite con las lilas en la mano y llegó hasta los ascensores. Pulsó el botón de llamada y se encendió el piloto blanco. A aquella hora de la noche, se suponía que los ascensores llegarían enseguida. Sin embargo, al cabo de treinta segundos, uno de ellos aún no lo había hecho. Greene resistió la tentación de volver a pulsar el botón.

Momentos después, se abrió la puerta de uno de los ascensores. Antes de entrar, Greene sacó el teléfono móvil, marcó un número preestablecido y pronunció una sola palabra: «Voy”.

Ya en el ascensor, pulsó el botón del piso 12 y el de cerrar puertas. Cuando se abrió en la planta doce, volvió a pulsar dos botones, el de planta baja y el de cerrar puertas, antes de salir. Se dirigió hacia su izquierda, hasta el punto donde el pasillo giraba hacia el 12B, y echó una breve mirada por la esquina para asegurarse de que el pasillo estaba desierto. Aguardó allí.

No tuvo que esperar mucho. Al cabo de unos segundos, oyó acercarse unas pisadas por la escalera del fondo. Se abrió la puerta metálica de ésta y, un momento después, el detective oyó que se abría otra puerta, más cerca de donde se hallaba. Tenía que ser la del apartamento 12B. Perfecto, se dijo.

Dobló la esquina y avanzó rápidamente. Dio media docena de pasos antes de que las dos personas del pasillo reparasen en su presencia. Las dos se volvieron a la vez, sorprendidas.

Greene ensayó su mejor sonrisa, lilas en mano.

– Buenos días, señoras -dijo cuando llegó a la puerta del 12B. Edna Wingate ya había dado unos pasos por el pasillo. Llevaba una simple camiseta de manga corta y unos pantalones grises y calzaba unas sencillas sandalias blancas. No era indumentaria para dormir, pensó Greene. Era más bien algo que uno se pondría de madrugada si estuviese esperando una visita.

Edna Wingate se volvió hacia él, turbada su calma habitual. Greene se volvió hacia la otra mujer, la que acababa de llegar por la escalera. La reacción de ésta era más difícil de interpretar. No reflejaba sorpresa. ¿Qué, entonces? Cólera, desafío, resignación.

Ella se detuvo un instante apenas; enseguida, se encaminó hacia él.

– Buenas noches, detective Greene -lo saludó Sarah McGill.

– Traigo unas flores -dijo él, ofreciéndole una de las lilas.

– Si hubiera sabido que lo vería, le habría traído uno de mis panes caseros.

– Me parece que tendré que hacer otra visita a su café -respondió él.

– Venga cuando guste -dijo McGill, aceptando la flor.

Greene observó un levísimo temblor en sus manos. Con los ojos fijos en ella, ladeó la cabeza en dirección a Edna Wingate, que todavía parecía aturdida por su brusca aparición en el pasillo.

– El domingo es el día de la Madre -le dijo a McGill. Después, se volvió a Wingate y le ofreció la segunda lila-, así que he traído una para su madre.

Volvió a clavar la mirada en Sarah McGill y ella la sostuvo un largo instante.

– No se le escapa nada, ¿verdad, detective? -dijo por último.

LIII

Esta vez no era un sueño, se dijo Nancy Parish mientras empujaba el tambaleante carrito cargado de cajas de pruebas al interior del desvencijado ascensor del Ayuntamiento Viejo. Aunque fuesen casi las diez de la mañana y por algún motivo todo el maldito juzgado estuviera desierto, esta vez no soñaba.

Con tantas cosas que llevar, había decidido tomar el ascensor en lugar de subir por la amplia escalera de piedra. En realidad, no tenía alternativa, aunque el viejo aparato fuese irritantemente lento, pues tenía que transportar tres cajas de pruebas. ¿Dónde estaban todos? Consultó el reloj. Sí, las diez menos diez. Tenía que darse prisa para llegar a tiempo a la sala del tribunal del juez Summers, pero lo conseguiría. Por los pelos.

Las puertas metálicas del viejo ascensor tardaron una eternidad en abrirse con un chirrido. Miró de nuevo el reloj. Las 9.55. Sería mejor que se apresurara. Pasó el carro con cuidado por encima de la rejilla del suelo, lo empujó hasta la sucia moqueta del interior y pulsó el botón número 2. Las puertas empezaron a cerrarse y, de pronto, se detuvieron.

No puedo creerlo, se dijo al tiempo que apretaba el botón de cerrar. Las puertas no se movieron. Probó el botón de abrir. No tuvo más suerte. «Vamos, vamos», dijo, pulsando de nuevo el botón de abrir y el de cerrar. Nada. Estaban atascadas.

Sólo podía hacer una cosa. De costado, se coló por el estrecho espacio entre las puertas. Observó el pasillo. Extrañamente, seguía sin aparecer nadie que pudiera ayudarla. Con una mueca, empujó la puerta con todas sus fuerzas hasta que empezó a correrle el sudor por la nuca. Por fin, oyó que un engranaje se ponía en marcha y las puertas se abrieron con un estrépito.

Volvió a pasar el carrito por encima de la rejilla, lo empujó hasta el pie de la escalera y desenganchó la cinta elástica que sujetaba las cajas. Luego, como una brigada de bomberos compuesta por un solo miembro, trasladó las cajas una por una hasta el siguiente rellano, primero, y luego hasta el segundo piso, donde las apiló en la puerta de la sala 121.

Seguía sin ver a nadie. Ni siquiera a Horace con su campanilla. Miró la hora. Acababan de dar las diez. Aquello no podía ser un sueño. Era real. Y llegaba tarde. No tenía tiempo de volver abajo y recuperar el carro; todo el mundo estaba ya en la sala. Agarró el tirador de la puerta. Estaba cerrada. Escuchó el murmullo de la gente en el interior. Llamó con los nudillos, pero no respondió nadie. Llamó más fuerte. Nada.

Se puso a chillar:

– ¡Es mi caso! ¡Déjenme entrar! ¡No es culpa mía!

– Sí que es culpa tuya, Nancy Gail -dijo una voz en el pasillo. Nancy se volvió. Quien le hablaba era una de las pequeñas caras esculpidas en lo alto de las columnas redondas de granito. Su boca de piedra se había vuelto tan dúctil como la de una marioneta de mano infantil -. Sí, Nancy Gail, toda la culpa es tuya.

Nancy dio un respingo. Asió de nuevo el tirador de la puerta de la sala 121 y se dio cuenta de que estaba agarrando el borde de la sábana de su cama. Abrió los ojos bruscamente, buscó a tientas el radio- despertador y enfocó la pantalla hacia ella. Según las cifras rojas digitales, era la 1.40 de la madrugada.

Volvió a apoyar la cabeza en la almohada. Tenía la camiseta empapada. La semana anterior, cuando habían empezado las pesadillas sobre el tribunal, había sudado sus cuatro camisones. Ahora, estaba acabando con la colección de camisetas.

Se sentó en la cama y se quitó la que llevaba. La añadiría a la pila de ropa por lavar, se dijo; volvió la prenda del revés y la arrojó a la cesta rebosante del rincón.

Tenía la boca seca. Se levantó de la cama y se dirigió al baño. Había dejado el vaso abajo, así que dejó correr el agua fría por las manos, agradeciendo la sensación de frescor, antes de juntarlas como un cuenco para llevarse el agua a los labios.

Las pesadillas sobre el tribunal empeoraban. En la primera, abría las cajas en pleno juicio y descubría que lodos los documentos correspondían a otro caso. La noche siguiente, tenía las cajas pertinentes pero, no sabía cómo, había acudido a un juzgado equivocado, en Scarborough, y allí nadie sabía nada del caso. Ni de Brace. Despertó cuando empezaba a gritarles en el pasillo a unos somalíes de expresión perpleja: «Kevin Brace, la Voz del Canadá, ¿y no habéis oído nunca hablar de él?». La tercera noche, había llegado por fin al juzgado que tocaba, pero se había equivocado de fecha; se presentaba una semana tarde y el juez Summers había ordenado que nadie le contara lo que había sucedido. Hacía dos noches, había empezado a interrogar a un testigo. Se trataba del conserje iraní, Rasheed, y hablaba en un idioma extranjero. Nancy no entendía una palabra de lo que decía, pero nadie parecía reparar en ello. Al final, el juez Summers la miraba por encima de sus gafas y decía: «Señora Parish, ¿no ha tomado sus lecciones de parsi?».

Cogió una toalla, la empapó en agua fría, la escurrió y se la pasó por la nuca, la frente y el rostro. Apagó la luz del baño y se acercó a tientas al armario de la ropa. Sólo le quedaban dos camisetas limpias; cuando se acabaran, tendría que hacer la colada de una vez. A menos que sacara del cesto alguna camiseta sucia y la colgara en una silla.

Se metió de nuevo en la cama, por el otro lado. Cada semana, Nancy cambiaba de lado al acostarse para dejar que la parte sudada se secara. Las camas de matrimonio no se habían inventado para eso, pensó mientras mullía la almohada y encendía la lámpara de la mesilla de noche.

Siempre le sucedía lo mismo cuando empezaba un juicio importante. Las pesadillas recurrentes y la lenta caída de su vida personal en el caos. Cuando se pasaba el día en el juzgado y de noche tenía que acudir corriendo a la cárcel, no quedaba tiempo para nada. Ni pensar en cocinar o en hacer la limpieza: el mero hecho de conseguir comer regularmente era todo un logro.

Cuando se avecinaba un proceso largo, Nancy intentaba ser previsora. Acumulaba provisiones como esa gente de la costa del Golfo que asegura las ventanas de su casa con tablones cuando se acerca una tormenta tropical, sacaba dinero del cajero automático, hacía acopio de bolígrafos y papel, acumulaba comida congelada y preparaba medias y ropa interior en abundancia. Sin embargo, inevitablemente, olvidaba algún engranaje imprescindible en el mecanismo de su vida y se cernía sobre ella el desastre: la impresora del ordenador se quedaba sin tinta, se le acababa el champú, o le venía la regla y sólo le quedaba un tampón.

Tal vez debería deshacer la cama y poner una lavadora, se dijo, sabiendo que ya no volvería a conciliar el sueño. Tal vez, pensó; sí, tal vez. Pero en lugar de ello, como una amante despechada que releyera la nota de despedida de su hombre, abrió la carpeta de los documentos del juicio y volvió a las notas que había tomado acerca de su visita a Kevin Brace, hacía unas horas.

Al posar los ojos en los papeles, se le despejó la cabeza de inmediato y recordó al detalle lo que había sucedido en el encuentro. Ella había decidido que pondría por escrito lo que quisiera preguntarle, así que había cogido el bloc de Brace y había escrito:


Señor Brace, el fiscal me ha comunicado que en las próximas veinticuatro horas tal vez tenga novedades sobre el caso. De momento, no ha querido decirme de qué se trata. Probablemente, querrá aplazar la vista mañana y lo dejará salir bajo fianza.


Parish había observado a Brace mientras él leía detenidamente la nota. Por lo visto, la noticia lo había alarmado. En respuesta, escribió:


Nada de aplazamientos. Nada de fianzas. Prosiga, por favor.


Bueno, no se podía decir que el hombre fuese locuaz. Aquello habría hecho un buen chiste, pensó. A punto de iniciarse el juicio, un abogado está en su mesa del tribunal con su cliente cuando éste le pasa un trozo de papel en el que ha escrito: «Lamento decirle esto ahora, pero fui yo».

Había tomado de nuevo el bloc de Brace, decidida a librar un toma y daca, y había anotado:


Comprendo que no quiera la fianza, pero ¿por qué se niega al aplazamiento?


Él la había mirado fijamente un largo minuto antes de escribir su respuesta. Nancy todavía pensaba en el chiste que se le acababa de ocurrir y sólo se había permitido una ligerísima sonrisa cuando había leído:


Voy a declararme culpable.


Nancy no podía quitarse de la cabeza la mirada que había visto en los ojos de Brace. Para su asombro, parecía aliviado.

Se levantó de la cama y anduvo hasta la ventana de la habitación. Aunque vivía a cuatro manzanas al sur de Danforth, llegaron hasta ella los bocinazos de los coches que seguían desfilando por la calle principal. Ella también debería sentirse aliviada, pensó. Debería estar allí fuera, celebrando que los Maple Leafs habían ganado la copa y que ella iba a recuperar su vida.

Sí, debería celebrar mi primera derrota en un juicio por asesinato. Qué suerte. Así podría ir a casa por el día de la Madre.

Echó una mirada a las sábanas arrugadas, a los montones, de ropa sucia repartidos por la habitación, a los libros y revistas por leer que se apilaban al lado de la cama y a la caja, con el nombre brace rotulado en ella, que había dejado en un rincón.

Definitivamente, no volvería a dormirse. En lugar de volver a la cama, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, al lado de la caja, y la abrió. Mi última noche con este caso, pensó mientras sacaba la carpeta titulada «Declaraciones de los testigos». ¿Qué es lo que me estoy perdiendo aquí, Kevin Brace?, se preguntó por enésima vez. ¿Qué es?

LIV

Ari Greene miró fijamente a los ojos a Sarah McGill. Contaba con que ella se sorprendería de verlo allí, en el pasillo desierto del piso doce de Market Place Towers, en plena noche. Sin embargo, su expresión era tranquila, expectante, como si no hubiera nada que pudiera sorprenderla. El detective reconoció aquella mirada. Era la de los supervivientes. La de sus padres y la de los amigos de éstos.

Greene se volvió a Edna Wingate, que aún parecía aturdida, y señaló a McGill con un gesto de cabeza.

– Lamento interrumpir su encuentro madre-hija.

Wingate miró brevemente a McGill y de nuevo a Greene, sonrojándose.

Greene llevó la mano al bolsillo de su chaqueta deportiva y sacó un sobre de aspecto oficial.

– Mire, soy capaz de organizar perfectamente un gran expediente criminal, cada documento en su sitio. Pero cuando se trata de mis propios asuntos, soy un desastre. El otro día recibí esto por correo. -El sobre crujió mientras sacaba de él una única hoja de papel-. Malditas multas de aparcamiento. Acumulo una tonelada de ellas, sobre todo cuando me ocupo de un caso gordo. Siempre me olvido de pagarlas a tiempo, hasta que me llega una de éstas: una citación a juicio. El papeleo siempre tarda meses en tramitarse. Esta multa es del 17 de diciembre, en Market Lane, la calle lateral de este edificio. El agente Kennicott utilizó mi coche y aparcó ahí el día que mataron a Katherine Torn. No tenía mi placa y no nos acordamos del parquímetro. Ayer, cuando encontré esto en el correo, volví a pensar en esa mañana y en la furgoneta que estaba aparcada enfrente.

La que estaba cubierta de nieve, con matrícula de no sé dónde del norte.

Greene volvió a buscar en el sobre, sacó un segundo papel y lo miró como si lo estuviera leyendo por primera vez.

– Señora McGill, conseguí la matrícula de su vehículo e investigué si tenía multas pendientes. Sólo encontré una -sostuvo en alto el papel para que ella lo viera-. Su furgoneta estaba aparcada delante mismo de mi coche, la madrugada del asesinato de Katherine Torn. -Greene miró directamente a la cara a McGill y continuó-: Comprendí que usted estaba aquí y que se había demorado en marcharse. Entonces pensé: ¿adonde pudo ir? Debió de quedarse en el apartamento de algún conocido. Y luego me dije: ¿cómo va a conocer a nadie en otros pisos del edificio?

»Esta noche, estaba en casa de mi padre viendo el partido. Fuera, uno podía oler las lilas. Se acerca el día de la Madre y será el primero desde que la mía falta. Yo solía coger unas cuantas lilas para regalárselas, y entonces pensé en usted, señora Brace. Usted es botánica. Me pregunté qué le regalarían sus hijas el día de la Madre. Amanda y Beatrice. Mi padre comentó hace tiempo que les había puesto unos nombres muy británicos. Y entonces se me ocurrió. La noche que asesinaron a Katherine, usted se quedó aquí mismo, con su madre, hasta que no hubo moros en la costa.

El detective se volvió a Edna Wingate y continuó:

– Y, señora Wingate, cuando dijo que esa mañana tenía que ir a su clase de yoga… Llamé a la escuela y su clase no empezaba hasta las nueve. Usted me invitó a volver la mañana siguiente para darle a su hija la ocasión de escapar.

Las dos mujeres guardaron un silencio sepulcral. Greene estaba hablando más de lo que hacía normalmente con ningún testigo. Sin embargo, en aquella situación, el silencio de madre e hija era muy elocuente. El detective estaba haciendo un montón de suposiciones y la ausencia de respuesta por parte de ellas no hacía sino confirmarlas.

Greene miró de nuevo a McGill. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y, sintiéndose esta vez una especie de prestidigitador, sacó una bolsa de plástico, dentro de la cual había una cucharilla de metal. En una gran etiqueta verde pegada al plástico se leía CASO BRACE: CUCHARILLA DEL HARDSCRABBLE CAFÉ, 20 DICIEMBRE.

– Señora McGill, me temo que le debo una cucharilla -dijo a continuación-. La primera vez que visité su café, en diciembre, me llevé ésta al marcharme. Es una mala costumbre que tengo, coleccionar cosas. -Movió la cucharilla a un lado y a otro lentamente, como la flauta de un encantador de serpientes-. Encontramos huellas dactilares en el tirador de la puerta del 12A y las comparamos con la que había aquí. Son suyas.

Greene había ensayado muchas veces lo que le diría a McGill en aquel momento. ¿Debía referirse al «apartamento de Kevin Brace», o incluso al «apartamento de su ex marido»? Al final, decidió ceñirse a la estricta legalidad. Los Brace no habían llegado a divorciarse y Greene quería que McGill supiera que lo sabía. Además, para ella tal vez seguía siendo su marido.

Al ver la cucharilla, McGill puso unos ojos como platos. Greene no supo si era de sorpresa porque había encontrado sus huellas en casa de Brace o si sólo se alegraba de recuperar su cuchara perdida. El detective tenía la sensación de que en el Hardscrabble Café ni se perdía un solo cubierto sin que Sarah Brace lo supiera. Ella no dijo nada.

– Si esas huellas hubieran estado, digamos, en un tarro del fondo de la alacena de la cocina, o en una cubitera enterrada en el congelador, no significarían gran cosa. En lugares como ésos, una huella puede conservarse semanas, meses. Pero una huella en una zona muy concurrida como el tirador de la puerta principal tiene que ser muy reciente.

McGill miró un instante a Wingate y volvió a concentrarse en Greene.

El detective no tenía motivo para detenerla. Traía una citación en el bolsillo y podía obligarla a testificar en la vista preliminar, pero las preguntas que se le podían hacer allí eran limitadas. Ahora, era momento de hacerla hablar. Necesitaba sacarla de aquel pasillo. Se le acercó un paso, no demasiado, pero lo suficiente para hacerle saber que no pensaba marcharse.

– Peor aún -continuó, bajando la voz. Todavía tenía la bolsa de plástico en la mano-. Encontramos otra huella de usted en el tirador de la puerta, por la parte de dentro. El señor Singh, el repartidor de periódicos, ¿recuerda? Hemos establecido que no llegó a mirar detrás de la puerta cuando entró en el apartamento. El señor Brace la abrió hasta la pared para franquearle el paso. Cuando llegó el agente Kennicott, unos minutos después, la puerta volvía a estar medio abierta. Sólo existe una explicación a eso: cuando el repartidor entró, había alguien detrás de la puerta.

McGill observaba la bolsa de la cucharilla. Por un momento, Greene temió que ella intentara cogerla y escapar.

En aquel preciso momento, oyó unas pisadas que subían deprisa por la escalera. Enseguida, la puerta que quedaba a la espalda de Sarah McGill se abrió bruscamente. El agente Kennicott, jadeante pero muy calmado, se plantó en el umbral. Vestía traje y corbata, como le había aleccionado Greene, y llevaba un pequeño portafolios bajo el brazo. Su presencia cortaba -material y, más importante, psicológicamente- cualquier posibilidad de huida.

– Le presento al agente Kennicott -dijo Greene con calma, como si aquel encuentro a cuatro en el pasillo del piso 12 de Market Place Towers, a punto de dar las dos de la madrugada, fuera lo más natural del mundo. Se volvió a Edna Wingate y añadió-: Señora, ¿podríamos entrar todos a tomar un té?

Wingate se limitó a asentir.

Sin que se lo pidiera nadie, McGill abrió la marcha. Wingate siguió a su hija y Greene dejó que Kennicott entrara delante de él. El apartamento estaba igual que lo recordaba del primer día, pero la profusión de plantas en la ventana había desaparecido.

Todos se sentaron en torno a la mesa redonda de cristal de la cocina. Nadie dijo nada. McGill sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos y lo golpeó por la parte inferior para hacer saltar un pitillo, pero no salió ninguno.

– He vuelto a caer en el vicio, detective -explicó a Greene, que se había sentado enfrente de ella-. Intenté dejarlo, pero no lo conseguí.

Continuó dando golpes al paquete hasta que, por fin, asomó un filtro.

Greene sonrió. McGill intentaba ganar tiempo. El detective trató de seguir las emociones que vio correr por su frío exterior. Sorpresa, cólera, rechazo, pacto, aceptación: ¿qué era? El asunto clave era que hablaba. No había negado que las huellas fuesen suyas, ni que hubiera estado en el 12A la mañana en que Torn había muerto. Esto era una buena cosa porque las huellas dactilares por sí solas no eran una prueba tan irrefutable como él le había presentado.

Decidió cambiar por completo de tema, sorprender a las dos mujeres y dejar que se relajasen un poco.

– Señora McGill, vi a su hija hace unos meses, antes de que diera a luz. He sabido que fue una niña. Su primera nieta. Y, señora Wingate, su primera bisnieta, Felicidades.

Aquello pareció transformar a Sarah McGill. Dejó el paquete de cigarrillos sobre la mesa con un crujido del celofán y se dibujó en su rostro una radiante sonrisa.

– Shannon cumple cuatro meses mañana y el pequeño Gareth, en Calgary, tiene ahora seis semanas -dijo-. Resulta gracioso. Tienes hijos y piensas que no crecerán nunca; luego, de repente, todos ellos tienen pareja, trabajo, hipoteca. Y, ahora, hijos.

– Se lo merece usted -asintió Greene-. Sobre todo, después de lo de su hijo.

El estado de ánimo de Sarah McGill cambió al instante. Volvió a coger los cigarrillos y, por primera vez, pareció que perdía un poco la compostura.

– Se ha leído de cabo a rabo mi maldito expediente, ¿verdad, detective? Esos condenados asistentes sociales…

Su madre la miró con una expresión de profunda lástima.

– Las cosas eran muy distintas por aquel entonces -dijo Greene, observando atentamente a McGill-. La trataron a usted de una manera terrible, tengo entendido.

– ¿Tiene entendido?-replicó ella, roja de cólera-. ¿Cómo va a entender qué es para una madre que le arrebaten a su hijo?

Greene cerró las manos hasta clavarse las uñas en la palma. Por un instante, pensó en Hannah, la hija perdida de su padre, y temió que no llegaría nunca a saber qué más había perdido éste.

– Por aquel entonces, como usted lo llama, no tenían ningún reparo en arrebatarle los hijos a sus padres. -McGill volvió a dar golpecitos en el paquete para sacar otro cigarrillo-. Bastaba con que la etiquetaran a una de mala madre.

– He leído los informes -asintió él-. Kevin júnior padecía autismo grave y desde los dos años de edad…

– «La madre frigorífico», me llamaron. Decían que sólo me preocupaba de mí porque dejé a Kevin en la cuna media hora -murmuró McGill. La amargura que sentía se hizo casi visible bajo la superficie, como un afloramiento rocoso apenas cubierto por una fina capa de musgo-. Los libros de ese cabrón de Bruno Bettelheim… Los de Auxilio Infantil me obligaron a leerlos. Su favorito era Joey, el chico mecánico, que explicaba cómo el chico había sido salvado de sus padres, malos y negligentes, por su amoroso y acogedor terapeuta. Un cuento de hadas, joder.

Greene asintió. McGill tenía toda la razón. Después de encontrar todo aquello en el expediente, había leído algo acerca del controvertido psicólogo Bruno Bettelheim. En la década de 1950, el doctor B, como le gustaba que lo llamaran, desarrolló una teoría para el tratamiento del autismo infantil, un campo de estudio nuevo por aquel entonces. Bettelheim, que decía haber estudiado con Freud, culpaba de la dolencia a los padres, y en especial a las madres, las cuales, según él, guardaban deseos inconscientes de matar a sus hijos. Sobre todo a los chicos. Incluso la madre más dedicada era sospechosa.

– Esos asistentes sociales de mierda entraban en casa y se sentaban en la cocina y anotaban en sus malditos papeles todo lo que hacía, todo lo que decía, todos mis gestos… No les importaba que Amanda y Beatrice fuesen dos niñas perfectas, oh, no. Decían que, aunque no me diera cuenta siquiera, quería ver muerto a Kevin júnior. Era una amenaza para mi propio hijo. Incluso para mis hijas. Hiciera lo que hiciese, era culpable.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, lo cual sorprendió un poco a Greene, como su lenguaje lleno de palabrotas y que fuera fumadora. Las lágrimas le corrieron por las mejillas y no hizo el menor ademán de enjugárselas.

La otra mujer alargó la mano sobre la mesa y asió por el brazo a su hija.

– Ver a mi hija acusada fue peor que perder a mis padres cuando la guerra. Y luego vino la amenaza de que perderíamos a las niñas.

Kennicott había pasado a Greene un expediente de color crema que llevaba en su portafolios. El detective lo abrió.

– Por ese motivo, señora McGill, usted firmó discretamente la entrega de las pequeñas en custodia a Kevin.

McGill miró a Greene sin secarse las lágrimas todavía.

– Era la única manera de evitar que las perdiéramos. Kevin me dejó y las niñas se fueron a vivir con él. Tuve que entregárselas en custodia absoluta. No tenía ningún acceso a ellas. -De repente, soltó una carcajada, sonora y potente-. Debería haber visto a esa gente de Auxilio Infantil cuando se enteraron de que Kevin tenía a las niñas. Estaban desesperados por echarles mano. ¿Qué podían hacer ellas? Y el pobre Kevin… Todo el mundo pensó que era un cabronazo que había abandonado a su desvalida mujer, que la había dejado con un puñado de niños llorones. La prensa se volcó en su contra por ello. Kevin se limitó a encajarlo y jamás dijo una palabra.

Ahora, las lágrimas le bañaban el rostro. Greene se llevó la mano al bolsillo, sacó un pañuelo recién planchado y se lo ofreció. Ella lo aceptó, pero no hizo todavía el menor ademán de secárselas.

– El día que me enteré de que el doctor Bettelheim se había suicidado fue el mejor de mi vida, después del nacimiento de mis hijos y del día de mi boda -declaró y miró el pañuelo que tenía en la mano como si no supiera cómo había llegado a ella. Nadie se movió.

– Cuando se llevaron a mi hijo, perdí la razón. Pobre Kevin -murmuró, estrujando el paquete de cigarrillos y arrojándolo a la mesa de cristal-. Ha querido a dos mujeres en la vida, y las dos estábamos locas.

– Usted no estaba loca, señora McGill -declaró Greene-. Le robaron a su hijo.

Finalmente, ella se llevó el pañuelo a la cara.

– Me lo robaron… -repitió. Recogió el paquete estrujado, hurgó en su interior y esta vez consiguió sacar un cigarrillo ligeramente deformado. Lo encendió y, con parsimonia, echó el humo lejos de la mesa-. Ahora ya conoce nuestro pequeño secreto, detective -continuó-. Los domingos, Kevin llevaba a las niñas a patinar, a jugar al fútbol, a gimnasia… Yo era una maestra del disfraz. Todos esos años, mientras las niñas crecían, permanecí escondida. No me perdí un solo domingo. Cuando los asistentes sociales dejaron de acosarnos finalmente, las chicas ya eran adolescentes con un millón de amigos. -Miró la carpeta crema que estaba sobre la mesa y preguntó-: ¿Es mi expediente de Auxilio Infantil?

Greene movió la cabeza y dio unos golpecitos en la carpeta cerrada.

– No, señora Brace. Aquí tengo sus movimientos bancarios recientes. Tiempos duros para el Hardscrabble Café.

Ella lo miró a los ojos.

– Se lo dije la primera vez que vino. El negocio está difícil.

– Todos los meses, recibe una inyección de dinero de dos mil dólares. Parece que con esto va tirando.

McGill hizo rodar el cigarrillo entre los dedos.

– Y también tengo los movimientos de la cuenta de su marido -continuó Greene, escogiendo deliberadamente la palabra «marido»-. El último año ha estado retirando dos mil dólares en metálico, el diez de cada mes. -Esta vez fue él quien, con la mano posada en la carpeta cerrada, la miró a los ojos-. Como dijo usted, el correo sólo tarda dos días en llegar a Haliburton. A veces, en la investigación de un homicidio, se pasa por alto lo más evidente. Ayer conseguí encajarlo todo. Usted vino a Toronto la noche antes de que Katherine Torn fuera asesinada. El conserje, Rasheed, me contó que Kevin le había pedido que pusiera una piedra en la puerta del sótano, el domingo. Así pudo entrar sin que la viera nadie. Y no apareció en ningún vídeo.

McGill empezó a retorcer el pañuelo. No había dicho nada todavía.

– Le pusieron la multa de aparcamiento porque la entretuvieron, ¿verdad?

El silencio de la sala se podía cortar. Todas las miradas estaban fijas en Sarah.

– Estuve en el 12A esa noche, detective -dijo ella por fin.

– Y por la mañana también -dijo Greene-. Cuando llegó el señor Singh, usted estaba detrás de la puerta.

Como excursionistas que hubieran coronado una elevada cresta, acababan de cruzar a un nuevo territorio. Y los dos lo sabían.

LV

Fernández miró la hora en el momento de empujar la puerta gris de acero del local. La 1.59 de la madrugada. Las pilas de periódicos recién impresos mostraban los grandes titulares, que anunciaban: LOS MAPLE LEAFS GANAN LA COPA, LORD STANLEY ES NUESTRO, y LA NACION LEAF CELEBRA EL TRIUNFO. El mostrador estaba abarrotado de clientes, la mayoría de los cuales lucía las camisetas de hockey blanquiazules de los Maple Leafs. El gran frigorífico detrás del mostrador estaba repleto de pegatinas, VAMOS LEAFS VAMOS, y alrededor de la anticuada caja registradora había crecido un bosque de banderitas azules y blancas. Incluso el retrato de la Madre Teresa, colgado sobre la puerta, estaba adornado con los colores del equipo.

El Vesta Lunch había sido una tradición para el Toronto barriobajero desde su apertura, en 1955. Además de servir desayunos las veinticuatro horas del día y de preparar comidas para llevar para los detenidos en los calabozos de la cercana comisaría 14, a menudo con un pequeño extra para los agentes de policía que recogían las bolsas de papel marrón, el local era un reducto nocturno excelente para prostitutas entre servicios, estudiantes adictos al café y despojos diversos de las madrugadas de la ciudad.

Fernández había pasado en coche por delante muchas veces y no se le había ocurrido nunca entrar, pero la tarde anterior, cuando se disponía a cruzar Queen Street, Phil Cutter, el lenguaraz fiscal, lo había seguido pisándole los talones.

– Fernández, tengo que hablar contigo -le dijo, acercándose de modo que su voz resonante lo resultara aún más. Fernández miró a la izquierda y vio que se acercaba un tranvía. Apresuró el paso y Cutter lo siguió al momento.

– ¿Conoces el Vesta Lunch, un local de comidas abierto toda la noche, en Bathurst y Dupont?

– Lo he visto -respondió Fernández al tiempo que alcanzaba el bordillo. Como de costumbre, la acera estaba abarrotada.

– Bien. Reúnete con nosotros allí, a las dos de la madrugada en punto -dijo Cutter.

– ¿Las dos de la madrugada?

– En punto. No te retrases.

– ¿De qué va esto?

– No faltes. El Vesta.

Cutter dio media vuelta y desapareció entre la multitud de la concurrida acera. Ya estaba. Nada por escrito. Sin llamadas de móviles. Sin correos electrónicos rastreables.

Fernández echó un vistazo. Varios reservados con asientos corridos de respaldo alto ocupaban el lado de la cristalera del local. En el último de ellos estaban Phil Cutter, Barb Gild y el jefe de policía, Hap Charlton. Al lado de éste quedaba un espacio libre para él.

Fernández ocupó el asiento. Traía en la mano un cuaderno de notas cerrado y un bolígrafo nuevo, elegante, que depositó en la mesa.

– ¿Café? -preguntó Charlton, tan afable como siempre. Delante de cada uno había una taza humeante.

– No, gracias -respondió Fernández.

– Nuestro distinguido colega no se digna tomar el aguado café canadiense -comentó Cutter. Aunque intentó hablar bajo, su voz fue un ladrido desgañitado. En la mesa había una servilleta con la que jugueteaba sin parar; como no podía deambular arriba y abajo, pensó Fernández, aquello lo sustituía. Charlton soltó una risilla.

– Es que está muy aguado, realmente -comentó-. Lo he bebido durante décadas. Turno de noche y Vesta Lunch eran sinónimos para un poli; ahora, todos esos capuchinos sofisticados de la central lo han estropeado.

Fernández dirigió una sonrisa forzada a Charlton. Todo el mundo se quedó callado. Era hora de poner fin a la cháchara.

– ¿Y bien?-preguntó Fernández mientras abría el cuaderno y cogía el bolígrafo-. ¿Qué tenéis?

– Deja ese bolígrafo tan fino, Albert -dijo Cutter y siguió manoseando la servilleta, más deprisa ahora.

Fernández lo miró a los ojos, cerró lentamente el cuaderno y dejó el bolígrafo encima. Paseó la mirada a su alrededor, sin saber quién sería el siguiente en hablar. Para su sorpresa, fue Barb Gild.

– Brace quiere declararse culpable.

Fernández hizo un leve gesto de asentimiento y esperó una explicación, pero nadie dijo nada. Tardó unos instantes en entender la situación. Es así como quieren llevar el asunto, pensó. Sólo me van a contar lo que crean que debo saber. Si quiero más información, tendré que pedirla.

– ¿De qué quiere declararse culpable? -preguntó.

– De asesinato en primer grado -dijo Gild.

Fernández notó un espasmo en el estómago.

– ¿Cuándo?

– Por la mañana.

El estómago empezó a darle vueltas.

– ¿Quién os lo ha contado? -preguntó a Gild. Sólo le venía a la cabeza una cosa: las páginas que Marissa había encontrado en la fotocopiadora del pasillo de la Fiscalía. La máquina estaba al lado del despacho de Barb.

– ¿Necesitas saberlo, realmente? -intervino Cutter. Por una vez, lo hizo con voz queda. Incluso había dejado de jugar con la servilleta. Miró a Gild, luego a Charlton, y movió la servilleta muy despacio.

– ¿Lo necesito? -replicó Fernández.

– Mira -dijo Cutter. Sorprendentemente, mantuvo el tono de voz muy bajo para lo habitual en él-, esa declaración de culpabilidad tiene que salir adelante sin tropiezos, ¿entendido?

– Bueno, yo no pienso oponerme…

– Ya. Pero Summers tal vez sí.

– ¿El juez? ¿Por qué?

Cutter dirigió otra mirada a sus colegas.

– Podría haber complicaciones -dijo.

– ¿Cuáles? -Fernández miró a los demás. Silencio-. ¿Tengo que seguir adivinando?

– Su abogada -respondió Charlton finalmente.

– ¿Parish? -Fernández no esperaba aquello-. Se lo tomará muy mal, sin duda, porque se ha deslomado trabajando y tiene muchas probabilidades de eludir el primer grado, por lo menos, pero ¿dónde está la complicación?

De nuevo, miró a su alrededor. Nadie se movió. Fernández no había visto nunca a Cutter tan callado.

Entonces lo vio todo. Lo vio muy claro.

– Esperad… ¿Cómo sabéis qué le ha dicho a su abogada? La confidencialidad abogado-cliente…

Silencio.

– Ningún juez de esta jurisdicción autorizaría escuchas telefónicas en este caso.

– Es cierto -asintió Charlton-. Ningún juez las autorizaría.

Se hizo el silencio otra vez. Fernández comprendió. Le estaban diciendo que el hecho de que no se autorizaran no significaba que no se hicieran. Nadie se enteraría. Le vino a la cabeza la imagen de un grupo de policías sentados en una sala a escuchar las llamadas del teléfono personal de Nancy Parish. El dolor de estómago pareció agudizársele. Pensó de nuevo en las páginas fotocopiadas. Pensó en lira ce, mudo, poniendo por escrito sus instrucciones.

– Pero yo creía que Brace no hablaba -dijo.

Cutter se inclinó hacia delante hasta quedar a dos dedos de su rostro y, con la voz lo más parecida a un susurro de que era capaz, pero aun así perfectamente audible, explicó:

– La información procede de la mejor fuente posible. Unas anotaciones de Brace, de su propio puño y letra.

Tras esto, se echó a reír con aquellas carcajadas penetrantes y molestas, que resultaban aún más siniestras a medio volumen.

Gracias, Cutter, se dijo Fernández, desplazando un poco más el bolígrafo hacia el otro lado de la mesa.

– ¿Conseguisteis que alguien de la cárcel echase un vistazo al cuaderno de notas que Brace llevaba siempre encima?

Cutter apenas podía contener su regocijo.

– Casi nadie lo recuerda, pero yo empecé como abogado defensor hace mucho tiempo. Digamos que todavía guardo buena relación con cierto guardia veterano de Don Jail.

Fernández asintió lentamente.

– Y por eso no está aquí el detective Greene -comentó.

– Escucha, Fernández -dijo Cutter, que se había puesto a jugar con la servilleta otra vez-, esta ciudad va a peor, bien lo sabes. Lo vemos cada día en los tribunales. Tantas armas, tantas violaciones… ¿Quieres llevar casos de homicidio? Pues te vas a encontrar con esas cosas. No nos vengas con moralinas de monaguillo. «La Fiscalía actúa sin importarle si gana o pierde», dicen. Pues nosotros, los fiscales de homicidios, jugamos para ganar. Además, no te preocupes por tu colega Parish. Brace no la llama nunca, y punto.

– Muy bien -dijo Fernández-. ¿Qué queréis que haga?

– Muy fácil. -Cutter se echó a reír-. Gana el caso. Si Brace intenta despedir a Parish, protesta. Si Parish intenta renunciar al caso, protesta. No le des ninguna oportunidad a Summers.

– La ley es muy explícita -intervino Gild-. A falta de un certificado de incapacidad mental, del que carece, Parish no tiene derecho a impedir que su cliente se declare culpable. En el peor de los casos, si ella renuncia como abogada, Brace puede presentar la declaración de culpabilidad por sí mismo. Mañana, a las diez y media, debería estar empezando a cumplir una condena de veinticinco años.

– Y, Albert -añadió Cutter. Era la primera vez que lo llamaba por el nombre de pila-, saldrás de tu primer juicio de asesinato sin haber perdido. Un inicio perfecto para tu nueva carrera. Andamos escasos de talento en la cúpula, colega. Habrá un montón de trabajo para ti.

Fernández asintió. Luego, sonrió. La tensión pareció relajarse en el reservado. Cutter rasgó la servilleta.

– Supongo que este encuentro no se ha producido… -apuntó Fernández.

Charlton soltó una carcajada.

– Jugamos sobre seguro, por supuesto. Nick, el tipo del mostrador, me conoce desde que era un policía de calle. Las noches tranquilas, veníamos aquí y pasábamos las horas tomando café, y cada cuarto de hora uno de nosotros salía a comunicar que estábamos en una nueva posición. Nick jamás dijo una palabra. Si viene alguien a husmear, le dirá que hace meses que no me ve.

Fernández miró hacia el mostrador. Un hombre alto con un bigote canoso estaba pasándole un paño a la madera con la facilidad que da la práctica, como un pianista preparándose para dar un concierto. Su uniforme blanco y su delantal mostraban las manchas de una noche de trabajo. En el reloj blanco y negro de la pared eran las dos y media.

– Parece que me espera un día interesante -dijo Fernández mientras recogía el cuaderno de notas y el bolígrafo-. Os veré a todos en el tribunal.

Y, Marissa, mañana volveré temprano a casa por una vez, pensó. Tendremos una velada deliciosa. Con algo especial que celebrar.

LVI

– Cada mes perdemos diez cubiertos, a veces quince; cuchillos, la mayoría -dijo Sarah McGill, levantando la bolsa de plástico que contenía la cucharilla y agitándola ante Ari Greene con aire acusador-. Al final, se nota.

– Claro que sí -dijo él.

Greene lo había visto una y otra vez, pero nunca dejaba de asombrarle. Enfrentada a la mayor crisis de su vida, la gente se concentraba en cuestiones alarmantemente triviales. Olvidando todo lo demás, se agarraban a las pequeñas cosas que podían controlar. Y se aferraban a ellas con fuerza.

Durante el último juicio por asesinato al que había asistido, el acusado estaba más preocupado por lo que le habían dado para almorzar que por las pruebas que iban acumulándose contra él. Cuanto peor se ponía el caso, más sonoras se hacían sus quejas sobre la comida.

Todavía con la bolsa delante de sí, McGill se puso a fruncir los bordes del plástico como una niña pequeña que agarrara la punta de su sábana favorita.

– No quiero ir a juicio -declaró finalmente.

Greene se lo esperaba. Señaló el bolsillo interior de la chaqueta y replicó;

– Tengo una citación judicial para usted. Lamentaría obligarla a presentarse, pero su marido se enfrenta a una posible sentencia a veinticinco años de cárcel. Es evidente que tiene pruebas materiales.

– Vendrán los de Auxilio Infantil.

Esto no lo esperaba. No subestimes nunca, se dijo, las corrientes profundas que fluyen por la vida de las personas, ni sus motivos invisibles.

– Señora McGill, se trata de un juicio por asesinato. No alcanzo a imaginar qué interés podría tener para Auxilio Infantil.

McGill descargó un puñetazo sobre la mesa, ¡pam!, con tal fuerza que Greene temió que el cristal fuera a romperse.

– ¿No alcanza a imaginar? No, claro, no alcanza…

Greene la miró a los ojos fijamente, sin decir palabra.

– Esa gente no se rinde -continuó ella-. Nunca. Si se enteran de que estaba en el apartamento cuando murió Katherine, no me dejarán ver a mis hijas nunca más.

– Pero, señora McGill, sus hijas ya son mayores. -Greene miró a Kennicott. El agente parecía tan perplejo como él-. La Asociación de Auxilio Infantil ya no tiene nada que ver con ellas.

McGill apretó los labios con rabia.

– No lo entiende, ¿verdad?

De repente, Greene comprendió. A pesar de su apariencia de normalidad, McGill estaba paranoica de atar. Y con buen motivo. Como los padres de él y todos sus amigos supervivientes. Él, mejor que nadie, debería haberlo visto venir.

– Sus nietos -le susurró.

Ella miró al frente. No hubo intercambio de miradas. McGill parecía ausente.

– Esos malditos -dijo por fin-. No dejaré que vuelvan a separarme de mis niños -continuó y sacudió la cabeza enérgicamente, de un modo que decía: «No quiero seguir hablando de esto».

– Sabemos que Katherine tenía problemas con el alcohol -expuso Greene. Usar el plural lo hizo sentirse más autoritario y más cómodo. Necesitaba avivar la conversación, hacer que siguiera hablando-. Aquí, el agente Kennicott ha hablado con varias personas acerca de la señora Torn. Gente a la que perjudicó.

McGill asintió. Era un principio.

Greene continuó:

– Sabemos que Katherine era muy ahorradora. El agente Kennicott encontró un fajo de cupones de compra en su billetero. Y la tarjeta de crédito muestra unos gastos muy modestos. ¿Qué le parecía que Kevin le diera a usted dos mil dólares al mes?

McGill lanzó una breve mirada a su madre y se volvió de nuevo a Greene. No dijo nada pero, por lo menos, no se negaba a hablar. Greene cortó el silencio.

– ¿La señora Torn sabía lo del dinero?

– Lo descubrió.

Bien, pensó el detective, aliviado al oír de nuevo la voz de McGill.

– Imagino que no estaría muy contenta -dijo.

– Katherine no estaba nunca muy contenta, detective. Ni siquiera teniendo a mi marido, a mis hijas, el apartamento, los viajes y la atención de los medios. Ni por esas. Estaba enfadada con todo desde el día que había descubierto lo de su padre.

Greene miró a Kennicott y volvió a concentrarse en Sarah.

– ¿Se refiere al doctor Torn?

McGill soltó una risotada.

– ¿No lo sabe, detective?

Greene dijo que no con la cabeza.

– Me refiero a su verdadero padre. Un jinete de California con el que ligó su madre durante una de sus competiciones de hípica. Katherine se enteró cuando tenía trece años y no lo superó nunca.

Greene hizo un gesto a Kennicott. Aquello explicaba la postura del doctor Torn, pensó. «Kate era su única hija», había dicho el doctor Torn a Greene y a Fernández la primera vez que se habían visto en el Ayuntamiento Viejo.

– ¿Qué hacía en el apartamento de su marido la madrugada que Katherine murió? -preguntó, repitiendo la palabra que había usado ella, «murió», y no «fue asesinada».

– Necesitaba más dinero. La construcción de la autopista. Dijeron que llevaría nueve meses. Está matando el local. No me alcanzaba ni con los dos mil.

– ¿Por eso se presentó de madrugada?

McGill no respondió.

– ¿Y su marido estaba despierto?

– Mi marido nunca ha dormido mucho. Katherine, en cambio, se pasaba el día durmiendo.

– Excepto esa madrugada.

– Pensé que estaría dormida. Eran las cinco.

– Pero se equivocó. Estaba en el baño.

– ¿Katherine? Debe de estar de broma. -McGill se echó a reír, lira su risa, sonora y real-. ¿Usted cree que Katherine Torn tomaría un baño en la bañera del pasillo en lugar de hacerlo en su jacuzzi de cinco mil dólares?

Greene recordó las facturas de artículos de baño caros que Kennicott había encontrado en el bolso de la víctima. Y el comentario del agente Ho de que en la bañera del pasillo no había ni una jabonera. Pensó en su casa y en que él también prefería su cuarto de baño de arriba, donde Raglan había entrado a enjabonarle la espalda, al del sótano, siempre desaseado. Y supo que Sarah McGill estaba diciendo la verdad.

– Mi marido es un animal de costumbres. Ha tomado un baño de agua fría todas las mañanas de su vida. Cuando llegué, todavía andaba en albornoz. Acababa de llenar la bañera.

– Entonces, ¿cómo terminó Katherine en la bañera, señora McGill? En la del baño del pasillo.

– Kevin la puso allí -dijo, tan tranquila como si le estuviera cantando al cliente el plato especial del día de su restaurante-. Después de que muriera.

De nuevo, aquel verbo. No decía «matar», ni «asesinar», sino «morir». Como si la muerte fuese, simplemente, una dolencia más que había aquejado a Katherine Torn, como unos sudores nocturnos o una migraña.

– ¿Y cómo sucedió eso, que muriera?

McGill se puso a frotar la bolsa de plástico con la cucharilla.

– Es asombroso lo fugaz que es la vida. Pero supongo que usted ya lo sabe, por su trabajo. Mi marido y yo estábamos en la cocina, cuchicheando como dos adolescentes que creen que sus padres están dormidos. Kevin estaba cortando naranjas para preparar su zumo matinal. De repente, Katherine apareció detrás de nosotros. Desnuda de pies a cabeza. No sé qué la despertó. Agarró a Kevin por el cuello. Todo sucedió muy deprisa. Empezó a gritar: «Maldito, maldito… no volverás a aparecer en la radio nunca más». No sienta pena por Katherine, detective. Sacó todo lo que quiso de esto.

Ninguno de los presentes se atrevía a moverse, a respirar siquiera. Greene repasó mentalmente todo lo que conocía del caso: Brace, cortando naranjas todas las mañanas; su voz áspera y apenas audible la única vez que había dicho algo a Dent en la celda; los arañazos que Katherine Torn había infligido con sus manos desnudas a los dos hombres que habían intentado ayudarla: Howard Peel, su compañero de Alcohólicos Anónimos, y Donald Dundas, su maestro radiofonista; el contrato millonario sin firmar; Torn y Brace sin cogerse de la mano mientras cruzaban el vestíbulo después de su reunión con Peel.

Sarah McGill tenía la mirada desenfocada y perdida en el vacío. El detective se dio cuenta de que ya no veía el apartamento, sino que estaba reviviendo aquella escena del pasado.

– Me costó una eternidad arrancarle las manos del cuello de Kevin -musitó ella.

– ¿Qué sucedió entonces? -preguntó Greene con suavidad.

McGill asintió, como ausente.

– Kevin decía, «Katherine, Katherine», entre gorgoteos. Lo vi enrojecer, como si se asfixiara. Grité algo, no recuerdo qué, y me agarré a las manos de ella. Finalmente, soltó a Kevin y se volvió hacia mí. Tenía una mirada tan furibunda…

Greene asintió. Cuando un testigo empezaba a cantar de plano, lo mejor era callar y escuchar.

– Kevin jadeaba. Katherine se desasió de mí y se volvió hacia él. Le agarró la mano que empuñaba el cuchillo y gritó: «¡Ahora, los dos la habéis jodido!». No olvidaré nunca esas palabras.

McGill volvió a centrar la vista en Greene como si enfocara la lente de una cámara.

– Era lo que ella quería -añadió, bajando la voz hasta que apenas fue un susurro.

Greene rompió por fin su silencio.

– ¿El qué?

– Separarnos. Jodernos bien. Sabía lo de los nietos y el Auxilio Infantil y que, por el hecho de que yo estuviera allí mientras esto sucedía, estaba bien jodida. Se hundió el cuchillo de Kevin en el estómago. Lo primero que pensé fue que era otra de sus demostraciones melodramáticas. Imaginé que se haría un rasguño, que no le sucedería nada. Pero Katherine resbaló y se cayó inopinadamente.

Greene miró de reojo a Kennicott. El agente tenía la cabeza gacha. Probablemente, volvía a verse a sí mismo resbalando en el suelo de la cocina de Brace, la mañana en que había irrumpido en el apartamento 12A.

– Yo también me resbalé ahí -apuntó.

McGill se volvió hacia él. Parecía haberse olvidado de que el agente estaba presente.

– El cuchillo debió de alcanzarle una arteria, o algo. Murió muy deprisa. En segundos.

Greene recordó el pequeño corte en la aorta que les había enseñado el doctor McKilty. Había bastado con eso para matarla muy deprisa.

– Yo no podía creerlo. Kevin era incapaz de hablar. Oímos que llegaba el ascensor y él me susurró apenas: «escóndete», y señaló detrás de la puerta del piso. Yo estaba pasmada. El pasillo es ancho y había, por tanto, mucho espacio. Cuando me escondí detrás de la puerta, alguien se acercaba, tarareando por lo bajo. Miré hacia el interior del pasillo y vi a Kevin arrastrando el cuerpo de Katherine hasta el cuarto de baño. Quise decirle que no lo hiciera, pero no hubo tiempo. El hombre ya estaba llegando a la puerta. Oí cómo arrastraba los pies. Incluso tiró el periódico al suelo. Yo me quedé donde estaba, a unos centímetros de él, inmóvil.

Greene volvió a pasear la vista por el pasillo hasta la puerta y asintió, mirando a McGill.

– Kevin salió a la puerta y lo oí musitar: «La he matado, señor Singh». El hombre apenas dijo nada. Kevin le franqueó el paso y lo acompañó por el pasillo, detrás de él y sin volverse, al tiempo que con las manos a la espalda me hacía gestos de que saliera. No pude hacer otra cosa.

Greene volvió a pasar la escena en su cabeza, tratando de visualizar cómo se había desarrollado. Katherine Torn, colérica y enloquecida. Brace, conmocionado y aterrado. Singh, implacablemente puntual. Y Sarah McGill, paralizada tras la puerta.

McGill se cruzó de brazos y empezó a balancearse muy ligeramente.

– Señora McGill, su marido está acusado de asesinato en primer grado. Veinticinco años de cárcel si lo condenan. ¿Cómo es que no nos había contado esto hasta ahora?

McGill miró a su madre y siguió meciéndose adelante y atrás varias veces más.

– Mi marido no quería.

– ¿Cómo lo sabe?

– Es mi marido.

– El agente Kennicott y yo no tenemos el menor interés en que se condene a inocentes.

– Entonces, no me llame a declarar -dijo ella-. Si intenta llevarme al estrado, Kevin se declarará culpable en un abrir y cerrar de ojos.

– Pero lo que nos acaba de contar le proporcionaría una línea de defensa completa. Le prometo que haremos un trato con los de Auxilio Infantil.

McGill miró a Wingate. La hija, buscando a su madre para algo. ¿Qué? Sarah parecía en trance.

– Si testifica, yo puedo…

– No testificaré -insistió y descargó otro puñetazo sobre la mesa-. No puedo, ni quiero. No permitiré que ellos… No, otra vez no.

Su voz se apagó. La tensión en la sala era casi insoportable.

En momentos como aquél, se dijo el detective, era importante cambiar el paso y dar un respiro a todos. Pero al mismo tiempo, añadió para sí, había que hacer más permanente la presencia de uno, de modo que el testigo olvidara que siempre le quedaba la opción de, simplemente, pedirle que se fuera.

Wingate y McGill tenían delante de ellas, como objetos decorativos de color púrpura, las lilas que les había llevado. Hacía un par de horas que las había cortado y empezaban a marchitarse, pero aún no irremediablemente.

Era asombroso con qué rapidez podía escaparse la vida, pensó Greene mientras alargaba la mano para coger las dos ramitas.

– Las pondré en agua -dijo, al tiempo que se levantaba de la mesa.

Abrió una alacena de la cocina, a la derecha del fregadero. El estante inferior estaba lleno de tazas de cristal transparente, pero fueron los vasos del segundo estante los que le llamaron la atención.

Una amplia muestra de vasos blancos y azules de los Toronto Maple Leafs llenaba toda la estantería. Sacó un par de ellos, los llenó de agua fría y, con un cuchillo afilado, hizo una hendidura en el extremo de cada rama de lila antes de colocarlas en ellos.

Cuando se volvió para llevarlos a la mesa, alcanzó a ver que McGill y Wingate cruzaban una mirada de preocupación y, al unísono, dirigían la vista a los vasos que llevaba en las manos.

Como un buscador de tesoros cuya pala acaba de tocar algo metálico, Greene supo que había acertado.

¿Cómo he podido pasarlo por alto?, pensó mientras volvía a ocupar su asiento, despacio, con los dos vasos delante de él.

– Se equivoca en eso de que no se me escapa nada -dijo a Sarah McGill. Ella lo miró con fuego en los ojos-. Por fin lo veo. Su hijo, Kevin júnior, el que le arrebataron cuando era pequeño, ha estado viviendo aquí con su madre, ¿no? Estaba con la abuela y tenía al padre al fondo del pasillo para echar una mano. Es alto, como su padre; por eso, los vasos del Maple Leafs están en el estante de arriba. Y por eso hay más vasos de ésos en el apartamento 12A. -Greene se volvió a Edna Wingate y añadió-: Éste fue el otro motivo por el que usted no me dejó entrar en su apartamento aquella mañana. Así, su nieto también pudo marcharse. -Nadie dijo nada y Greene miró a McGill-. Es usted muy previsora. Su madre no podrá con esas escaleras eternamente y por eso le dijo a su hija que adecentara el sótano para que Kevin júnior tuviera un lugar para vivir. Apuesto a que júnior está allí en este momento. ¿Y la madrugada que murió Katherine? ¿Dónde estaba?

– Él nos necesita -respondió Sarah.

– ¿Dónde estaba, la madrugada del 17 de diciembre?

– Y sus vasos de los Maple Leafs.

– ¿En este apartamento? ¿O estaba con usted y Kevin en el de enfrente?

– No dejaría que nadie más los lave.

– ¿Estaba con usted en el 12A?

– Necesita sus cosas.

– ¿Estaba enfadado?

– Si se lo llevan, se morirá.

– ¿La apuñaló él?

Esto último dio la impresión de sacar a McGill de su mantra.

– No -dijo-. Mi hijo no apuñaló a Katherine Torn. Mi hijo se echa a llorar cuando se le cae una simple hoja a una de sus tomateras.

Greene se volvió hacia Edna Wingate.

– ¿Dónde estaba su nieto esa noche?

La abuela lo miró y entrecerró los ojos. Detrás de aquellos ojillos vivarachos se apreciaba una dureza de acero. La dureza de una mujer huérfana a los diecinueve años, tres veces viuda y con su único nieto varón gravemente enfermo, pero todavía activa.

– El chico no estaba en el 12A. Puede hacer todas las pruebas de huellas y de ADN que quiera. Jamás ha cruzado esa puerta. Y nunca se ha alejado ni siquiera hasta el ascensor. Las pocas veces que sale, usamos la escalera de atrás.

«Jamás», o «siempre», eran palabras muy peligrosas en boca de un testigo o de un investigador. En la Academia de Policía, Greene siempre enseñaba a los jóvenes reclutas que, cuando un testigo respondía a una pregunta con términos rotundos y absolutos, uno debía pensar dos cosas. Cuando alguien le decía a uno que no había hecho algo «nunca en la vida», o bien era verdad, o bien era una mentira desesperada y descarada. Entonces, si uno conseguía hacerlo caer en contradicciones, ya lo tenía. Pero si el testigo mantenía la historia, era él quien tenía atrapado al acusador.

– La creo -dijo y se volvió a McGill-. Realmente, no nos deja más alternativa. -Buscó en el bolsillo, sacó la citación y tocó las manos de Sarah con el sobre-. Lo siento, señora McGill. Desearía con todo mi corazón que hubiera otro modo.

– Usted no entiende lo de Kevin y su hijo -murmuró ella.

– Estoy seguro de que él lo quiere mucho -asintió Greene.

McGill soltó una de sus sonoras y hondas risas, al tiempo que sacudía la cabeza.

– Kevin amaba a Katherine. Yo tuve que aceptarlo y, al final, lo hice. Que ella no pudiera aceptar que mi marido también me quisiera a mí, todavía, era problema suyo. Pero ninguna de las dos teníamos nada que hacer frente a Kevin júnior. Kevin odiaba a su padre; en cambio, su hijo lo es todo para él. ¿Veinticinco años de cárcel? Los aceptará sin pestañear si con ello le ahorra un minuto de miedo, un segundo más de dolor.

Greene volvió a mirar a Wingate. La anciana asentía con los ojos cerrados.

– Se acabó, detective -dijo McGill, sosteniendo la citación en las manos-. Conozco a mi marido. Ya habrá pensado en todo esto. -Miró a Kennicott y añadió-: Amanda estaba en el tribunal cuantío usted testificó el otro día, agente. Incluso ella lo vio encajar las cosas cuando observó el croquis del apartamento. A mi marido no debió de escapársele.

Greene miró a Kennicott. En toda investigación, llega un momento en que, sencillamente, no quedan más preguntas que hacer. En que todas las respuestas se alinean de pronto. Por la expresión de Kennicott, dedujo que los dos habían visto lo mismo: que habían llegado al final.

– Se equivoca en una cosa. -Quien hablaba era Edna Wingate.

Había abierto los ojos-. No es cierto que nos traslademos porque no puedo subir las escaleras -dijo.

Greene se descubrió sonriendo.

– ¡Oh, mamá! -exclamó McGill. Ella también sonreía.

– Quien no puede con las escaleras es Kevin júnior. Ése es el único motivo. Mi instructor de yoga dice que tengo los cuádriceps más fuertes que ha visto nunca en una mujer de ochenta y tres años.

Greene asintió y estuvo a punto de decirle que sí, que ya se lo había contado. Sin embargo, se contuvo. Se recostó en la silla y captó la mirada de Sarah McGill. Ella también se había dado cuenta de la repetición. El detective pensó en el apartamento, donde todo estaba rotulado y clasificado, y vio la apariencia perfecta que presentaba la madre para ocultar sus primeros signos de decadencia.

«Sarah McGill, es a usted a quien no se le escapa un detalle», pensó. Cogió una de las lilas que tenía ante sí y se la ofreció a Edna.

– Me encantaría hacer una clase de yoga con usted cuando todo esto termine -le dijo.

– Yoga con calor -respondió ella, acercando la ramita púrpura a la nariz y aspirando hondo.

– Sí, yoga con calor -repitió él. Y, como sucede tantas veces en momentos de extrema tensión, todo el mundo se rió.

LVII

Bien, las cosas no podían ir mejor, pensó Awotwe Amankwah mientras, tumbado en la cama de su pequeño dormitorio, veía reflejarse en el techo las luces de los coches que pasaban y oía a los hinchas exaltados que hacían sonar el claxon de los coches, soplaban largas trompetas de plástico y lanzaban vítores y cánticos.

El triunfo de los Maple Leafs no podía importarle menos. Lo que lo hacía tan feliz en aquel momento eran sus hijos, que dormían apaciblemente en sus hombros. El cuento de acostarse que les había contado hacía horas -sobre cierto pueblo de un gran valle que, una mañana, despertaba bajo la erupción de un volcán y dos niños que iban de puerta en puerta despertando a los paisanos y poniendo a salvo a los abuelos- era larguísimo, y había visto cómo los niños pugnaban por seguir despiertos mientras la lava fundida corría ladera abajo y los jóvenes héroes se apresuraban a llegar hasta la última choza del pueblo por un sendero serpenteante y desierto.

Y ahora, de madrugada, seguía disfrutando del momento, de la maravilla de estar, por fin, a solas con sus hijos. ¿Quién habría pensado, dos años antes, que vivir en un pisito pestilente de una sola habitación en Gerrard Street -con el chirrido de los tranvías que pasaban junto a las endebles ventanas toda la noche, su piano de casa reemplazado por uno eléctrico de segunda mano y el olor a ajo y almidón de maíz procedente del restaurante chino de abajo- le parecería el paraíso?

Le llegó de la calle un alboroto especialmente sonoro de un grupo de parranderos que se puso a cantar: «Somos el número uno, somos el número uno». Los seguidores de hockey de Toronto no ganarían nunca un concurso de originalidad, pensó Amankwah moviendo la cabeza, al tiempo que acunaba a sus hijitos dormidos.

¿Qué importaba que hubiera apurado al límite las tarjetas de crédito? ¿Y qué si no había estado con una mujer desde hacía casi un año? En aquel momento, tenía dos corazones latiendo junto al suyo, dos pequeños pechos que se elevaban y bajaban al ritmo eterno del sueño infantil. Con la prolongación de la cobertura del juicio de Brace, había ahorrado suficiente dinero para, finalmente, alquilar aquel piso.

«Disfrute el tiempo con sus hijos, señor Amankwah», le había aconsejado la severa juez Heather la semana anterior, al concederle el permiso para que los llevara a pasar la noche con él.

Gracias, Kevin Brace, por apuñalar a Katherine Torn en esa bañera, se dijo, y se estremeció al pensar dónde estaría, de no ser por aquella racha de suerte. Habría perdido aquel trabajo extra, se habría retrasado más en el pago de las pensiones y habrían colgado su foto en internet como uno de esos padres que no pagaban la manutención de sus hijos.

En la calle, el jolgorio volvía a ser especialmente sonoro. Alguien no dejaba de soplar una de aquellas bocinas de plástico azules mientras un coro de voces gritaba: «¡Maple Leafs, Maple Leafs, Maple Leafs!», y otro grupo se arrancaba con una versión desentonada de «We are the Champions». Se asomó a la ventana. Unos chicos vietnamitas, con sus negros cabellos teñidos de blanco y azul Maple Leafs, salían del salón de billares de la esquina, muy bebidos.

Se preguntó por dónde llevaría Nancy Parish el interrogatorio del agente Ho, por la mañana. El día anterior, a la salida de la sesión, todos los reporteros presentes comentaban sus preguntas al señor Singh. Amankwah sonrió. Si hubieran sabido todo lo que había hecho él, a través del corresponsal del India Star, para conseguir la historia laboral de aquel hombre… Había merecido la pena.

Volvió a pensar en el agente Kennicott y su reacción en el estrado. Amankwah recordó algo que creía que nadie más había observado. Mientras declaraba, Kennicott había mantenido la mirada fija en Fernández, y luego en Parish, con precisión de láser, salvo cuando el fiscal le había presentado el croquis del apartamento de Brace. Al volver al estrado para ser preguntado por la defensora, Amankwah lo había visto lanzar otra mirada a hurtadillas al bosquejo. Y al terminar de testificar, cuando se retiraba, volvió a mirar. Había visto algo.

¿Qué era?, se preguntó, no muy seguro de no haberlo dicho en voz alta. Se asomó a la ventana otra vez y vio pasar un tranvía casi vacío. Los aficionados al hockey parecían haberse dispersado por fin. Kennicott, ¿qué andas tramando?, continuó diciéndose mientras el tranvía, rechinando, tomaba la curva en la esquina.

Miró la hora. Acababan de dar las seis. Decidió mandar un correo a Nancy Parish pero, antes de ponerse a teclear, vio que ella acababa de mandarle uno a él: «Llámame cuando te levantes. ¿Qué tal la primera noche con los chicos?».

Marcó el número.

– Hola, Awotwe -respondió ella-. Pensaba que dormirías.

– Estoy muy despierto. Iba a mandarte un mensaje.

– ¿Cómo ha ido la noche con los niños?

– Fantástica. No tengo palabras. Es por cómo me llamo.

– ¿A qué te refieres?

– Awotwe. Significa ocho. Yo fui el octavo hijo en mi casa. Para mí, vivir solo es una tortura.

– Me alegro mucho por ti. ¿Qué ibas a decirme en el correo?

Amankwah le explicó que había observado a Kennicott en el estrado y cómo, repetidamente, el agente se había interesado por el croquis del apartamento. Se le ocurrió una idea.

– Ese mensaje tuyo no era sólo para interesarte por los niños, ¿verdad?

Al otro lado de la línea se produjo un largo silencio.

– Tú asegúrate de llegar a tiempo, esta mañana -dijo Parish, por último-. No puedo decirte nada más.

Al colgar, Amankwah se descubrió contemplando el teléfono que sostenía en la mano, como en las películas. El mensaje implícito de Nancy era muy claro: iba a suceder algo, pero no podía decirle qué. Lo impedía la confidencialidad abogado-cliente.

Buscó en la estantería, encima de la cama, y sacó un cuaderno de notas de gran tamaño con el nombre brace en la tapa. Amankwah tenía una caligrafía pulquérrima. En su país, los maestros te pegaban en el dorso de la mano con una regla si no cogías el lápiz como era debido. Le sorprendía cuántos periodistas canadienses eran incapaces de sujetar el bolígrafo debidamente.

Aquel cuaderno era su diario privado de todo lo que sucedía desde el comienzo del juicio de Brace. Se puso a releerlo página a página. Kennicott había visto algo. ¿Qué?

Terminó la lectura y, como hacía siempre que quería reflexionar, se sentó al teclado del piano eléctrico. Bajó el sonido, se puso unos auriculares y empezó a tocar un suave nocturno de Chopin.

Entre el sonido de su propia música, oyó pasar otro tranvía por Gerrard, tomar la curva y perderse tras la esquina, hasta que el ruido se desvaneció y volvió a imponerse la música.

Volvió a la noche en que había estado en el piso de Brace con la ex mujer de éste. Era un apartamento de lujo, que ocupaba la mitad de la planta, con una gran puerta de entrada y un amplio pasillo. Brace había bromeado con que tenía tamaño suficiente para que cupiera una silla de ruedas allí, un día.

Amankwah empezó a divagar. Comparó el ático de Brace con su cuchitril encima de una tienda. Había temido lo que pensarían sus hijos cuando lo vieran por primera vez, la noche anterior, pero le asombró su capacidad de adaptación. Los pequeños habían entrado corriendo, se habían puesto a saltar en la cama del pequeño dormitorio y, al cabo de unos minutos, estaban jugando al escondite.

Y qué facilidad tenían los chicos para esconderse, pensó, riéndose ahora de cómo lo habían burlado. Cuando le había tocado a él buscarlos, había entrado en el dormitorio a contar hasta diez. Al salir, miró por todo el piso, sorprendido de no dar con ellos. Por un segundo, incluso tuvo un instante de pánico. ¿Dónde se habían metido? Los llamó a gritos y los niños salieron corriendo del dormitorio. Mientras él contaba, habían vuelto a entrar y se habían escondido detrás de la puerta. Él, naturalmente, había pasado por delante sin verlos.

Era el truco más viejo del mundo, pensó, riéndose de sí mismo.

Las manos se le paralizaron sobre las teclas. Detrás de la puerta. El amplio vestíbulo de la casa de Brace. Kennicott, mirando el croquis del piso.

Eso era. En casa de Brace había alguien más. Alguien que jugaba al escondite. Pero no se trataba de un juego infantil.

Descargó los puños sobre el teclado con tal fuerza que mandaron un ruido ensordecedor por los auriculares. Se los arrancó de la cabeza y descolgó el teléfono.

– Nancy, el tipo no estaba solo -dijo de sopetón cuando Parish atendió la llamada-. Había alguien más en el piso. Detrás de la puerta.

– ¡Aaah!-exclamó Parish, resoplando con fuerza-. Por eso… -Por eso, ¿qué?

Parish titubeó:

– Ya sabes que no puedo decírtelo. Pero, con desfile o sin él, no llegues tarde.

LVIII

Eran las ocho de la mañana y a la puerta de Gryfe’s esperaba ya una cola de coches que ocupaba dos manzanas. A lo largo de la acera este de Bathurts Street, aguardaba una hilera de caros automóviles de importación, aparcados indebidamente y con los intermitentes encendidos. Unos hombres sin afeitar, en sudadera y pantalón corto de deporte, salían de la tienda a toda prisa, cargados con bolsas de papel llenas de bagels calientes.

Ari Greene detuvo su Oldsmobile detrás de un Lexus, se apeó despacio, colocó la placa en el salpicadero y no se molestó en encender los intermitentes. Gryfe’s era un simple mostrador y la cola de clientes se extendía hasta la calle. Mientras esperaba, la mayoría se dedicaba a teclear en su agenda electrónica, hablaba por el móvil con su mujer o leía las páginas deportivas de la prensa, que traían grandes titulares sobre la victoria de los Maple Leafs.

La cola avanzaba lentamente. La panadería judía era un local rectangular, alargado, al fondo del cual había una serie de estantes metálicos llenos de bandejas de bagels recién hechos. Las paredes estaban prácticamente desnudas, a excepción de unas cuantas fotos antiguas en blanco y negro de los primeros tiempos de la tienda, que se remontaban a principios del siglo XX. El costado del viejo frigorífico blanco estaba cubierto de pegatinas que anunciaban desde producciones de teatro musical judío a pelucas religiosas confeccionadas a mano, pasando por agencias de viajes especializadas en estancias en Israel. En uno de los anuncios, especialmente colorista, se leía: «LA TORAH PARA JÓVENES: ¡Consigue créditos de instituto y preuniversitarios aprobados por la autoridad religiosa!». Incongruentemente, alguien había pegado una tarjeta de visita en blanco y negro encima de un anuncio de mudanzas, con el nombre Steve S. y un número de teléfono. Detrás de la puerta se hallaba un soporte metálico para periódicos, vacío, que daba la impresión de llevar años allí, sin usar.

Detrás del mostrador de linóleo, una mujer muy mayor servía los pedidos con la desenvoltura que daba la práctica. El aroma dulzón a masa recién cocida y azúcar caliente llenaban la atmósfera. Entre los hornos y la numerosa clientela, el reducido espacio resultaba un lugar muy caluroso. De poco servían el viejo ventilador negro situado sobre la puerta y los dos ventiladores de pie del interior. Greene se desabrochó el botón superior de la camisa y se aflojó la corbata. La cola avanzaba deprisa.

– Póngame dos docenas con sésamo y una docena con semillas de amapola -dijo el primero de la fila.

Con un gesto florido, la vieja abrió una bolsa de papel y la llenó con el pedido.

– ¿Qué más?

– Una docena de normales.

– Una docena con semillas de amapola -dijo el siguiente.

– ¿Qué más? -preguntó la vieja, marcando el pedido en una caja registradora antiquísima. Delante de la caja, escrito a mano, se leía un aviso: sólo al contado.

Greene rebuscó en la cartera. Al contado. Durante los últimos meses, en que había apurado las horas en la preparación del juicio, había vivido prácticamente de su tarjeta Visa. Le gustaba utilizar las tarjetas de crédito cuando estaba enfrascado en un caso importante. Le facilitaba mucho pasar las cuentas de sus gastos al final de la jornada.

Sacó la cartera y miró en su interior. Ojalá llevara suficiente dinero, pensó mientras rebuscaba. Notó el tacto familiar de un billete y luego el de un pedazo de papel doblado. ¿Qué era aquello? Lo sacó y lo desdobló.

Era un recibo por treinta dólares del aparcamiento del Ayuntamiento. Greene meneó la cabeza. Aquello era absurdo. Cuando aparcaba en el gran espacio subterráneo, siempre usaba la tarjeta de crédito. ¿Por qué habría pagado en metálico?

– ¿Qué más? -preguntó la anciana del mostrador al siguiente comprador. Greene avanzó un paso. Ya estaba más cerca.

Estudió de nuevo el recibo. Tenía fecha de mediados de febrero.

Greene se encogió de hombros. Llevaba levantado toda la noche y estaba cansado. Necesitaba su té de primera hora de la mañana.

– ¿Qué más? -oyó que la mujer preguntaba al hombre que lo precedía en la cola.

Greene llevaba acudiendo a Gryfe’s desde que era un crío. En séptimo curso, iba a un colegio de aquella misma calle y sus amigos y él solían acudir allí para almorzar. Entonces ya atendía el mostrador la misma mujer, a la que recordaba tan vieja como ahora. Siempre les daba los bagels recién salidos del horno y, en primavera, llevaban a la escuela los guantes de invierno para sujetar los bagels y comérselos muy calientes.

Llevaba toda la vida oyendo a la mujer preguntar a los clientes «¿Qué más?», pero sólo en aquel momento se dio cuenta de que la pregunta era brillante. De técnica clásica de interrogatorio de testigos: haz siempre preguntas abiertas, no cerradas.

Por ejemplo, no se debe preguntar al testigo: «¿Sucedió algo más?», pues una frase así deja una posibilidad del cincuenta por ciento de que el testigo responda que no. Es mejor decir: «¿Qué más sucedió?». Así se motiva su mente para que aporte más información.

Sostuvo el recibo en la mano. ¿Qué más puedes decirme?, se preguntó.

– Una docena con sésamo. ¿Algo más?

Greene levantó la vista. Sin preguntar, la mujer le había echado trece bagels en una bolsa de papel marrón. Era su pedido habitual.

– Un poco de queso de untar -dijo con una sonrisa y sacó del bolsillo una bolsa de plástico de un supermercado Loblaws-. No se lo dirá a mi padre, ¿verdad?

– Claro que no. ¿Cómo está?

– Tan difícil como siempre.

– Bien -dijo ella-. ¿Qué más?

– Ya está.

Greene cogió la bolsa de bagels y, camino de la puerta de la panadería, echó otra ojeada al recibo del aparcamiento. La hora de entrada que marcaba eran las 10.15. Aquello también era incomprensible. Cuando acudía a un tribunal, siempre llegaba temprano. A las nueve en punto, como muy tarde.

Notó un codazo en el brazo y un hombre se disculpó:

– Lo siento. Estaba aflojándome la corbata. Qué calor hace aquí dentro.

– Sí, mucho -asintió Greene, lanzando una breve mirada al individuo antes de volver a concentrarse en el recibo-. Aquí, todos nos aflojamos la corbata.

Dio otro paso. Entonces, cayó en la cuenta.

El recibo. El calor sofocante del local. Ahora se acordaba.

Volvió a mirar al hombre que se aflojaba la corbata. Claro. Era la reacción lógica cuando uno estaba en un recinto caluroso, un día de calor. El cuello es el primer lugar donde uno siente el calor. Y el último que deseas taparte, a menos que…

– ¡Oh, no! ¡Oh, no! -murmuró mientras se abría paso hasta la salida. Consultó el reloj-. ¡Oh, Dios mío! -repitió mientras se dirigía al coche, aparcado a dos manzanas. A la carrera.

LIX

El puerto de Toronto tenía un olor ajeno al del resto de la ciudad. Un olor acre a excremento de gaviota, a humedad, a rollos de cable y a carburante de fueraborda. Y los sonidos, también. Los chillidos de las gaviotas, el gualdrapeo de las velas y el rítmico chapoteo de las olas al batir los altos embarcaderos.

En realidad, la mayor parte de la ciudad vivía de espaldas al lago Ontario, junto al que estaba situada estratégicamente. Toronto parecía diseñada para ignorar el hecho de que se extendía al lado del agua. En la década de 1950, los políticos deseosos de tender autopistas habían plantado una autovía elevada en la misma orilla, creando una eficaz barrera de seis carriles a lo largo del borde del lago. Veinte años después, cuando otros políticos a los que se suponía más ilustrados cobraron conciencia de que Toronto era una ciudad junto el agua, realizaron un tímido intento de resucitar la ribera moribunda, sin grandes resultados. Vino a continuación un cuarto de siglo de grandes planes, promesas políticas y -en increíble contradicción con la consigna de «abrir el frente lacustre»- un muro al estilo berlinés de feos edificios de viviendas altísimos.

Después de todo ello, el único rincón de auténtica vida que sobrevivía a la orilla del lago era una comunidad de casitas en las islas del extremo oriental de la laguna. Daniel Kennicott guardaba gratos recuerdos de cuando, siendo un niño, tomaba el transbordador de las islas e iba a jugar a la playa con Michael y sus padres. Ahora, regresaba allí por primera vez en muchos años porque Jo Summers lo había llamado al móvil. Decía que era urgente y se notaba que no estaba cómoda hablando del asunto por teléfono,

El gran ferry blanco apareció traqueteando e hizo sonar la sirena mientras se acercaba al muelle. El sonido tuvo para él algo de reconfortante y primigenio. Había veinte minutos de travesía por la media luna de la bahía, y luego un agradable paseo de diez minutos a pie a lo largo de la orilla sur. El camino cruzaba una tupida arboleda y aspiró el aroma embriagador del follaje primaveral.

Aquella misma mañana, cuando salían de Market Place Towers, el detective Greene se había vuelto hacia él cuando llegaban a Front Street y le había dicho:

– Vaya a descansar un poco, Kennicott.

– ¿No podemos hacer nada? -había preguntado él.

– No, salvo que encontremos más pruebas o indicios -había respondido Greene-. Hablando de indicios, esto es para usted. -Le había entregado un gran sobre de papel marrón-. No es agradable, me temo. A mi padre se le ocurrió algo sobre el viaje de su hermano Michael a ese pueblo de montaña de Italia…

– Gubbio -dijo Kennicott. Le temblaron las manos.

– Lo recibió ayer mismo. Lo siento. Hablaremos de esto en otro momento. Ahora tengo que irme corriendo. Duerma un poco. Pero deje conectado el móvil.

Kennicott se había encaminado a un pequeño parque situado enfrente del edificio, al otro lado de la calle, y se había sentado en un banco vacío. Lo que leyó lo dejó perplejo. Durante más de ocho años había creído que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico. Un conductor borracho. Un cincuentón que había vivido de la asistencia social toda su vida adulta. Se saltó la mediana de la vía a diez kilómetros de la casa de campo donde vivían ellos. En la misma carretera por la que habían circulado todos los viernes por la noche durante treinta años.

Con el paso de los años, Kennicott había intentado no darle muchas vueltas a lo sucedido en el tribunal de Bracebridge, la pequeña población norteña donde el conductor, un patético alcohólico, se había presentado con la cabeza gacha y se había declarado culpable. El juez, que llevaba una toga de aspecto andrajoso y en quien Kennicott, por alguna razón, concentró su cólera, lo había sentenciado a dos condenas concurrentes a seis años de prisión. Sólo recordaba fragmentos de la alocución del juez, que había lamentado la terrible pérdida para la comunidad y se había referido a cómo sus padres habían llegado a Canadá siendo una joven pareja, sin conocerá nadie. Su padre había levantado un negocio próspero. Su madre había sido una catedrática reconocida. Qué lástima de vidas tan productivas, así truncadas. Y con esto, el juez había concluido.

A la salida, mientras estrechaba manos al lado de su hermano Michael, el agente de policía había sentido que no les quedaba ningún sitio lógico a donde ir a continuación.

Arthur Frank Rake. Kennicott había intentado olvidar el nombre, pero seguía apareciendo ante él en las esporádicas cartas que recibía del Servicio de Libertades Condicionales, que le informaban de que Rake había sido trasladado a tal o cual institución, que había pasado a régimen de mínima seguridad y que seguía cursos para superar adicciones y alcohol. Un día, le habían comunicado que Rake había salido, todavía en libertad condicional, y que vivía en un centro de reinserción de Huntsville, una remota población aún más al norte. Y luego, llegó la última carta: Rake había completado su período de libertad condicional. Se acabó.

Pero ahora estaba leyendo una carta del consulado italiano en Toronto, dirigida al señor Yitzhak Greene. Rake había comprado una casa de campo en Gubbio, el pueblo de montaña de Italia al que se proponía viajar Michael cuando lo habían asesinado.

La noche de su muerte, Michael había volado a Toronto desde Calgary. Iban a cenar juntos y Michael tomaría otro avión al día siguiente. ¿Por qué Gubbio? Kennicott no había oído hablar nunca del lugar. Había creído que Michael iba a Florencia, adonde solía viajar para reunirse con banqueros. En la ribera norte del Arno había un taller que su padre les había indicado hacía años, adonde los dos acudían todavía a comprar zapatos hechos a mano. Kennicott no había oído hablar de ningún zapatero de Gubbio y Michael no había mencionado nunca que hubiera estado allí. La noche anterior, por teléfono, se había mostrado críptico y había dicho que tenía un asunto importante que discutir con él durante la cena. Aquélla había sido la última vez que habían hablado.

Greene había adjuntado una nota a la carta: «Mi padre tuvo una corazonada respecto a esto y la siguió. He hecho comprobaciones. Arthur Rake no ha ganado ninguna lotería. Sencillamente, cumplió la libertad condicional y desapareció. Sé que leer esto le va a afectar, Kennicott. Parece que podríamos tener una pista, por fin».

– No desconecte el móvil -le había dicho Greene antes de dejarlo a solas con el sobre.

– ¿Qué va a hacer, detective? -había preguntado Kennicott.

– Voy a comprarle unos bagels a mi padre.

La mera mención de comida hizo que el estómago de Kennicott protestara. Llevaba toda la noche de pie y no había comido nada desde hacía horas. Tal vez Summers tuviera algo en casa. La perspectiva de desayunar con ella le agradó.

La mañana ya se había caldeado. Cuando descendió del ferry, se quitó la corbata y se colgó la chaqueta del hombro. No le costó dar con la casa de Summers. Tal como ella había descrito, había una hilera de casitas que daban al puerto interior. La suya era la de la puerta en colores verde y azul.

– Es el color simbólico del oeste entre los mayas. Lo aprendí en México -le había explicado-. Es la dirección a la que da la puerta.

Cuando subió al pequeño porche, los tablones crujieron bajo su peso. Summers abrió antes de que llegara a la puerta. Vestía unos pantalones vaqueros holgados y una camiseta blanca y llevaba el pelo recogido, pero no tan bien peinado como de costumbre. Parecía agotada.

– Muchísimas gracias por venir, Daniel -dijo y, agarrándolo del brazo, prácticamente lo arrastró dentro.

La casita constaba de una sola estancia grande, con una desvencijada cocina a la izquierda y unos cuantos sofás viejos delante de una chimenea de leña, a la derecha. Por la ventana de encima del fregadero entraba la luz de primera hora de la mañana.

– No sabía a quién llamar. Necesitaba hablar con un abogado criminalista y…, en fin, Daniel, confío en ti.

Kennicott asintió. Con cierto sentimiento de culpa, se sorprendió rastreando la casita por si había señales de la presencia de otro hombre.

Ella se llevó una mano a la cabeza, jugó nerviosamente con su pelo y, con un gesto de aparente frustración, terminó por quitarse el pasador. Los cabellos le cayeron en una gran cascada, pero no pareció reparar en ello, y frotó el pasador entre sus manos como si fuese una especie de amuleto de la suerte.

– Se trata de Cutter y de esa colega suya, Barb Gild -dijo finalmente.

– ¿Los fiscales? ¿Qué sucede?

– No me fío de ellos.

– Ni tú, ni nadie.

– Anoche volví a quedarme trabajando hasta tarde en el tribunal de fianzas. Entré en la oficina por la puerta de atrás y no creo que me oyeran.

– ¿Y?

– Estaban hablando del caso Brace.

Kennicott se quedó absolutamente quieto y callado.

– Quizá no debería contarte esto… -Summers le dirigió una sonrisa lánguida.

Los dos sabían que la conversación ya había ido demasiado lejos. «La campana ha sonado, ya no hay vuelta atrás», solía decirle Kennicott al jurado, en su tiempo de abogado, cuando un testigo acababa de cometer un desliz fatal en su declaración.

Summers se dirigió a la pequeña cocina y se sirvió café en una taza de cerámica hecha a mano. Señalando la cafetera, le preguntó a Daniel si quería. Él dijo que no con la cabeza.

– Un vaso de agua, ¿puede ser? -preguntó.

– Tengo una jarra a enfriar -dijo ella.

La claridad que entraba por la ventana iluminaba sus cabellos a contraluz. Llenó un vaso y se lo sirvió.

– No lo oí todo -continuó explicando, mientras sostenía la taza de café entre las manos-. Cutter y Gild hablaban de Fernández. Comentaban que era un lameculos, el fiscal perfecto para el caso. Y decían que si esta mañana no se portaba como era debido, se pasaría los próximos diez años haciendo de fiscal en juicios por sanciones de tráfico.

Kennicott tomó un sorbo de agua fría y asintió.

– Son unos cabrones. Creen que dirigen la Fiscalía. Todo el mundo detesta a Cutter.

– Lo sé. -Summers parecía nerviosa-. Pero, entonces, Cutter dijo con esa maldita voz sonora que tiene: «Será mejor que ese capullo hispano cierre el pico respecto a eso», y Gild replicó: «Fernández es don Ambición y sabe que este caso es su gran oportunidad». «Exacto -dijo Cutter y añadió-: Y está al corriente de lo que Brace le dijo a su abogada.»

– ¿Qué? -Kennicott dio un respingo-. ¿Cómo va el fiscal a saber lo que Brace ha hablado con su letrada? Las comunicaciones entre ellos no son divulgables.

– Naturalmente que no. -Summers frunció el entrecejo-. Por eso te he llamado. Aquí hay base para un juicio nulo, cuando menos.

Todo esto apesta. También mencionaron a un guardia de la cárcel del Don; lo llamaron «el señor Bunt», o algo parecido.

Kennicott dejó el vaso en la mesa.

– El señor Buzz -dijo.

– Ése. ¿Lo conoces?

– Vosotros, los fiscales, no vais nunca a las cárceles. Todos los abogados defensores conocen al señor Buzz. Es una institución en el Don.

– Esto cada vez se pone peor -dijo Summers, mordiéndose el labio.

Kennicott echó una ojeada por la ventana delantera. Por la acera de la orilla vio a un puñado de hombres y mujeres, bien vestidos y con sus respectivos maletines de trabajo, que se encaminaban a paso ligero al embarcadero del ferry. Lo mismo haría él cada día, si viviera allí.

– Tienes razón -asintió-. Todo esto apesta.

LX

Ari Greene sacó de la guantera la luz intermitente policial y la colocó en el capó del Oldsmobile. Dio media vuelta en redondo y se abrió paso entre el tráfico de la hora punta a la entrada de la autovía. Una vez en ella, aceleró cuanto pudo, pendiente del reloj del salpicadero. Eran las ocho y veinte.

Cuando llegó a la salida de King City, eran casi las nueve en punto. Cuando coronó la cuesta e iniciaba el descenso hacia el centro de la pequeña población, tuvo que frenar en seco. Un autobús escolar se había detenido delante de una casita de madera y dos niñas con pantalón corto y camiseta cruzaban la calle, cargadas con sus mochilas. Cuando estaban en medio de la calzada, una de ellas levantó los brazos y, dando media vuelta, echó a correr hacia la acera de la que había salido, sin mirar si venía algún coche.

Greene ya había visto su fiambrera roja del almuerzo en el bordillo y había aminorado la marcha en previsión de que la niña hiciera precisamente aquello. Sonrió mientras la veía recoger la caja y echar a correr de nuevo hacia el autobús. Regla número uno: no causar daño, se dijo Greene mientras la veía desaparecer a bordo.

Condujo con cuidado hasta el siguiente cruce y tomó al norte, avanzando entre las suaves colinas hasta llegar a la finca de los Torn. Había apagado la sirena. Vio aparcado un remolque en el amplio camino de la casa y cuando llegó a ella, el doctor Torn, vestido con unos pantalones cortos caqui y una camiseta, acababa de sacar un caballo del establo y lo conducía hasta el vehículo.

Greene se apeó. El día ya era caluroso y rompió a sudar.

– Doctor Torn -dijo, tendiéndole la mano-, lamento presentarme sin avisar.

El hombre lo miró con una expresión gélida en sus penetrantes ojos azules.

– Espero que venga a decirme que todo este asunto se ha acabado -dijo. Le estrechó la mano y volvió a concentrarse en la cincha que estaba ajustando-. Allie y yo nos vamos a Virginia esta tarde.

– Todavía no se ha acabado -respondió Greene, cada vez más tenso-. Y necesito su ayuda, señor.

– No estamos interesados en representar el papel de familia de la víctima.

– Doctor -Greene clavó la mirada en Torn-, ya sé que desean permanecer al margen de todo esto.

Torn dejó el estribo y se volvió a Greene, sosteniendo su mirada.

– Necesito hablar con usted -continuó el detective, con voz firme.

Antes de que el hombre pudiera decir nada, se abrió la puerta del garaje y apareció la señora Torn. La mujer se quedó allí plantada mientras los dos perrazos salían disparados hacia el camino, meneando la cola con éxtasis. La mujer llevaba pantalón corto, sandalias y una blusa, con un pañuelo de seda al cuello.

– Deseo hablar con su esposa, doctor, pero sé que ella no puede hablar conmigo. No puede hablar con nadie, ¿verdad?

Torn miró a su mujer, que venía hacia ellos, y de nuevo a Greene. Su expresión ya no era desafiante, sino perdida.

– Usted tenía razón -continuó el detective-. Ya ha salido malparada demasiada gente. -Greene miró a la señora Torn, que se había colocado al lado de su marido-. Doctor, deseo proteger a su esposa, pero sólo podré hacerlo si me permite hablar con ella.

– Yo… yo…

Era la mujer, que intentaba decir algo.

– Por favor, doctor Torn, no me obligue a requerir la presencia de su mujer en el tribunal. Tendrá que quitarse el pañuelo y enseñarle a todo el mundo cómo su hija Kate le rompió las cuerdas vocales cuando intentó acabar con ella estrangulándola.

LXI

– ¡Espere!-gritó Daniel Kennicott mientras corría por el paseo entablado a la orilla del lago, en línea recta hacia el embarcadero del ferry-. ¡Espere!

Fue inútil. Le quedaban doscientos metros, por lo menos, para llegar al transbordador y ya veía cerrarse el portón de acero detrás del último de los pasajeros matutinos. Desesperado, se detuvo y, con las manos alrededor de la boca a modo de bocina, gritó:

– ¡Alto! ¡Policía! ¡Asunto urgente!

Pero, mientras él gritaba, el ferry soltó un último y sonoro bocinazo que ahogó su voz y, con ella, toda esperanza de alcanzar la embarcación. Consultó el reloj. Eran las nueve y media. El trayecto en el ferry duraba media hora. Incluso si conseguía subir a él, iba a ser desembarcar y salir corriendo, si quería llegar al Ayuntamiento Viejo y estar en la sala del tribunal a las diez en punto.

Después de contarle la conversación entre Cutter y Gild, Jo Summers había insistido en prepararle unos huevos al estilo mexicano. Cuando empezaba a comer, había sonado el móvil. De eso hacía cinco minutos. Era el detective Greene.

– Kennicott -le dijo con un tono de tensión en la voz-. Tiene que estar en la sala a las diez. Es urgente.

– ¿Qué? -exclamó Kennicott mientras engullía el primer bocado. Estaba picante y delicioso.

– Acabo de dejar la granja de los Torn, aquí, en King City -dijo Greene-. Katherine Torn tenía propensión a estrangular a la gente. Hace dos años le aplastó las cuerdas vocales a su madre. Por eso la señora Torn no dice nunca una palabra: porque no puede hablar.

– Igual que Brace -apuntó Kennicott mientras se limpiaba los labios con una servilleta roja. Las piezas iban encajando como la parte final de un crucigrama.

– La historia de McGill se sostiene. Su testimonio exonerará por completo a Brace -continuó Greene-. Y Brace va a presentarse esta mañana ante el juez y a declararse culpable para proteger a su esposa y a su hijo.

– Hay algo más que debe saber -dijo Kennicott y, rápidamente, puso a Greene al corriente de lo que Jo Summers había oído decir a Cutter.

– Mierda -exclamó el detective. Era la primera vez, en todos los años que llevaba conociéndolo, que Kennicott lo oía mascullar un juramento-. Tiene usted que ir enseguida.

– Me encuentro aquí, en la isla…

– Debe llegar a tiempo, por el medio que sea. Y póngase corbata. Summers no le dejará hablar en su tribunal si se presenta en calidad de agente de policía. Tal vez lo escuche a usted como abogado.

No me escuchará de ninguna manera, como no consiga llegar, pensó Kennicott mientras contemplaba impotente cómo el transbordador se apartaba del muelle. Observó con desesperación las embarcaciones amarradas a lo largo de la orilla y recordó lo que había comentado Jo Summers el día de San Valentín, sobre la ocasión en que había perdido el ferry: «Tienes que esperar media hora, a menos que robes una barca o que encuentres a Walter, el piloto del taxi acuático que lleva aquí desde hace un siglo».

Roba una por necesidades policiales, se dijo Kennicott mientras contemplaba las barcas. O busca a Walter. En aquel preciso momento, escuchó un bocinazo ronco que venía del extremo del embarcadero donde había amarrado el ferry.

Era el taxi acuático. Walter debía de hacer un buen negocio recogiendo a los rezagados que perdían el barco, pensó Kennicott mientras corría hacia la embarcación, agitando los brazos como un loco.

– ¡Gracias a Dios!-exclamó mientras descendía al estrecho bote-. Tengo que cruzar inmediatamente.

El piloto se volvió despacio en su asiento. Llevaba una maltrecha gorra azul de marino con las palabras TAXI ACUÁTICO DE WALTER bordadas en hilo rojo descolorido. Un grueso bigote recto y unas patillas largas y pobladas dominaban su rostro fino. Debía de haber cumplido los sesenta de largo. El banco de madera en el que estaba acurrucado parecía haberse amoldado al contorno de su cuerpo a base de años de roce, como un surco excavado por el agua en una roca del río. El hombre miró a Kennicott con la lacónica tranquilidad de quien había pasado la vida tratando con gente que llevaba prisa.

– Esperaré cinco minutos a otros rezagados -dijo. A continuación, le dio de nuevo la espalda calmosamente y cogió un periódico de un grueso montón que tenía junto al asiento.

Kennicott todavía jadeaba aceleradamente.

– Agente de policía… Daniel Kennicott -dijo, enseñando la placa-. Se trata de un asunto oficial urgente, señor. Se le reembolsarán las pérdidas.

Walter se volvió a regañadientes y miró la placa. No parecía impresionado en lo más mínimo.

– ¿Hap Charlton me va a pagar las cuatro carreras que, probablemente, sacaré si espero?

– Mejor aún, yo mismo le pagaré ocho ahora -respondió Kennicott y sacó el billetero-. Pero tenemos que irnos inmediatamente.

– Yo no tengo que ir a ningún sitio -replicó Walter y se tomó su tiempo en volver a la proa de la barca.

Kennicott apretó los puños, considerando sus alternativas. Podía levantar la voz. Podía sacar su arma. Entonces, oyó que el motor subía de revoluciones.

– Pero será mejor que se siente -dijo Walter. La barca se puso en marcha, aplastando a Kennicott en un duro banco de madera. Miró el reloj. Eran las 9.35.

El taxi acuático de Walter cruzó el puerto a toda máquina. Mientras botaba con las olas, Kennicott se llevó la mano al bolsillo y sacó la corbata. Walter le echó una mirada por el espejo retrovisor.

– Viste bien para ser policía -comentó.

Kennicott asintió, pero no dijo nada.

– Daniel Kennicott -añadió Walter, dándole vueltas al nombre-. ¿Cómo es que me resulta usted familiar?

Kennicott miró hacia la ciudad y empezó a hacerse el nudo. Sabía lo que vendría a continuación. Le sucedía una vez al mes, más o menos.

– Ya lo tengo. Es el abogado que se hizo agente, ¿verdad?

Kennicott se ajustó el nudo.

– Sí -respondió por último, sin el menor entusiasmo-. ¿Cómo lo ha sabido?

Walter dio un puntapié al montón de periódicos.

– Soy un adicto a las noticias -dijo-. Nunca se me olvida una cara.

– Yo nunca quise esa clase de publicidad -comentó Kennicott, asintiendo.

Walter le imitó con su indolencia usual.

– Yo también perdí un hermano -dijo y, por primera vez desde que Kennicott había subido a la barca, se volvió hasta mirarlo a los ojos-. Hace veinte años -añadió- y todavía duele.

Kennicott asintió.

– ¿Cuánto queda? -preguntó al cabo de un largo momento de silencio, señalando las torres del centro de la ciudad, ya cercanas. Acababan de adelantar al ferry.

– Un poco más de cinco minutos.

Tocaron tierra a las diez menos cuarto. Tan pronto la barca atracó en el muelle, Kennicott saltó a tierra.

– Gracias, Walter -dijo y echó a correr. Había querido darle cien pavos, pero Walter no había aceptado ninguna compensación.

En el embarcadero del ferry encontró una multitud y tuvo que abrirse paso a empujones, pidiendo disculpas. Corrió hacia Queen’s Quay, la amplia calle que bordeaba el lago. Sin esperar a que cambiara el semáforo, se metió entre el tráfico, sorteando a los conductores que venían de este a oeste y que hacían sonar sus cláxones.

Delante quedaba el túnel bajo la autovía Gardiner. La estrecha acera de la derecha, que tenía una barrera protectora de cemento entre ella y la calzada, era un embudo abarrotado de peatones.

Kennicott no podía correr el riesgo de quedarse atascado. Saltó la barrera, cruzó al otro lado de la calzada y corrió en sentido contrario al tráfico. Era más seguro si podía ver acercarse los coches. La mayoría de los conductores estaban tan sorprendidos de ver a un hombre trajeado corriendo hacia ellos en el túnel escasamente iluminado, que frenaban a fondo.

Cuando salió de la oscuridad por la boca norte, entrecerró los ojos para no deslumbrarse y corrió pendiente arriba hacia Front Street. A la izquierda quedaba Union Station, la enorme estación central de ferrocarriles de la ciudad. En la amplia acera de enfrente, un reloj en lo alto de un poste marcaba las 9.48. Un grupo de taxistas somalíes formaba un corro junto a uno de sus coches. Uno de ellos, un hombre especialmente alto, vio acercarse a Kennicott a la carrera.

– ¿Taxi, señor? ¿Taxi?

Kennicott echó una ojeada a Bay Street. Estaba colapsada de coches. Y de gente. Una multitud agitaba frenéticamente banderas blanquiazules de los Maple Leafs.

– Gracias -dijo, resoplando-. No tengo tiempo.

Continuó la marcha y cruzó Front Street. Miró hacia Bay Street y vio a lo lejos la gran torre del reloj del Ayuntamiento Viejo, que se alzaba sobre el centro de la calle. El minutero ya estaba cerca del número 10.

La cabalgata de la victoria de los Maple Leafs había empezado. La multitud chillaba y unas cuantas unidades móviles de televisión tenían sus parabólicas enfocadas al cielo como cabezas de jirafas alzándose sobre una manada en estampida.

Pero aquella multitud no estaba en estampida, sino todo lo contrario. Kennicott apenas podía moverse entre la masa. Sorteando, empujando y colándose, consiguió finalmente abrirse paso en dirección norte. Sin embargo, a dos bocacalles al sur de Queen, se quedó atascado. El gran reloj, más próximo y, sin embargo, todavía demasiado lejano, marcaba las 9.55.

A su derecha, quedaba un gran solar en construcción. El nuevo edificio de Donald Trump empezaba a levantarse, finalmente. Se arrimó a la valla metálica que rodeaba el solar y empezó a encaramarse a ella, metiendo la puntera de los zapatos Oxford en los espacios en forma de rombo. Con un golpe sordo, aterrizó del otro lado.

– Lo siento, señor -le dijo un robusto policía fuera de servicio, acercándose rápidamente-. No se permite el paso.

Kennicott jadeaba intensamente mientras se llevaba la mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacaba la placa y la enseñaba.

– Oh, lo había tomado por un abogado -murmuró el agente.

Abogado, policía, pensó Kennicott. Policía, abogado…

– Tengo que llegar al Ayuntamiento Viejo -dijo, recuperando por fin el aliento necesario para hablar.

– Sígame -asintió el agente.

Corrieron hacia el norte hasta el otro lado del solar. El policía abrió una puerta metálica.

Kennicott le dio las gracias y cruzó la calle a la carrera. La puerta de servicio de los grandes almacenes Bay, por la que entraba un empleado en aquel momento, quedaba directamente delante de él. Corrió y alcanzó la puerta antes de que ésta se cerrara.

– Lo siento, señor, no se puede… -dijo un guardia de seguridad a Kennicott mientras subía a toda prisa una antigua escalinata de mármol.

– Asunto policial -replicó Kennicott, enseñando la placa sin detenerse.

La planta baja del Bay estaba llena de mostradores de cosméticos y enormes carteles de modelos espléndidas que anunciaban las marcas más famosas. Kennicott aspiró el aroma de los perfumes mientras pasaba a toda prisa entre las vendedoras que, perfectamente compuestas y maquilladas, se aprestaban a empezar la jornada. Un cartel colgado encima de él le llamó la atención. Era Andrea, su antigua novia, ataviada con un negligé increíblemente escaso.

Creo que podría devolverte a tu antigua categoría de novia, se dijo Kennicott mientras salía a Queen Street por la puerta de incendios norte. La acera y la calzada estaban abarrotadas de peatones. Esta vez, se quedó completamente atascado. Miró hacia la gran torre del reloj y oyó el sonido que más temía. Empezaba a dar los cuartos y, tras ellos, le quedarían diez campanadas para llegar a la sala de juicios de Summers.

LXII

Nancy Parish sabía qué iba a suceder a continuación, exactamente. Dentro de diez minutos, más o menos, Kevin Brace -la Voz del Canadá, el Capitán Canadá, el Tipo de la Radio, el Tipo de la Bañera, don Viajero del Alba, el apodo que se prefiera- comparecería ante el magistrado. Entonces, ella se pondría en pie y le comunicaría al juez Summers que tenía nuevas instrucciones de su cliente. A continuación, Brace se declararía culpable de asesinato en primer grado y Summers lo condenaría automáticamente a veinticinco años de cárcel. Y a las diez y media, como mucho, todo habría terminado.

Un resultado estupendo para su primer juicio por asesinato, pensó mientras abría su carpeta por última vez. El hecho de que Brace se negara a hablar con ella y el descubrimiento de que iba a declararse culpable para proteger a otros eran cosas que nunca podría contarle a nadie. La confidencialidad abogado-cliente debía mantenerse. Estaba amordazada para siempre. Los secretos de Brace estaban a salvo con ella.

Se volvió y echó un vistazo a la sala medio vacía. En la tribuna del público, que el día anterior estaba llena, sólo había una persona, sentada en la última fila. Era un tipo de tez oscura y cabellos entre canos; debía de rondar los sesenta años y llevaba una chaqueta de cuero gastada con el logotipo de un sindicato cosido en la pechera. Evidentemente, el hombre se había equivocado de tribunal.

En la sección reservada a la prensa de la primera fila esperaba un reducido grupo de periodistas, apenas un puñado de jóvenes enviados a cubrir lo que se esperaba que fuese una sesión anodina, mientras que los auténticos reporteros estaban en el desfile. Awotwe

Amankwah ocupaba el asiento más próximo a la salida, para ser el primero en tomar la puerta. Parish le dirigió un ligerísimo gesto con la cabeza a modo de saludo.

Bueno, por lo menos tenía suerte en esto, pensó Parish. Aun con la declaración de culpabilidad, la noticia quedaría enterrada en el alud de información sobre el triunfo del equipo de hockey.

Eran las diez menos diez. Fernández y Greene no habían llegado todavía, lo cual era insólito en ellos. La maldita cabalgata había perturbado toda la ciudad.

Parish se acercó a la mesa del secretario. El hombre estaba concentrado en un crucigrama.

– Supongo que, a pesar del tráfico, Su Señoría está aquí y dispuesto a empezar, ¿no? -preguntó ella.

– Acierta usted -respondió el secretario sin levantar el bolígrafo-. Ayer, antes de marcharnos, avisó al personal de que, con desfile o sin él, no había excusa para llegar tarde. Ésas son las órdenes del capitán.

– Mi cliente está abajo -dijo Parish.

– Lo sé. Ya he recibido la llamada diciendo que lo traen.

Parish regresó a su mesa y volvió a pensar en su visita de hacía media hora a Brace, en los calabozos del edificio. Al llegar a la puerta de la celda, había pedido un favor al supervisor de guardia y éste había accedido a permitir que se reuniera con su cliente en la sala «separada» para que tuviera ocasión de hablar con él en privado y no a través del cristal, con otros presos escuchando.

El supervisor condujo a Brace a la pequeña habitación. Venía esposado.

– Buenos días, abogada -dijo el agente. Brace, sin que nadie se lo indicara, se volvió y extendió los brazos para que le quitaran las esposas.

– Le agradezco que haga esto -le aseguró Parish al supervisor mientras Brace, con las manos libres, entraba en la salita y tomaba asiento frente a ella.

– No hay problema -respondió él-. Hoy es un día de mucho trabajo. Anoche detuvieron a mucha gente: jóvenes borrachos de celebración que se dedicaban a romper cristales de ventanas. No puedo destinar un guardia a vigilar la puerta, así que tendré que encerrarlos a los dos. Llame a la puerta cuando quiera salir. Llame fuerte. A patadas, si es preciso.

Brace parecía sorprendido de verla, lo cual era lógico después de las instrucciones que le había dado la noche anterior. Iba a declararse culpable. ¿Qué más quedaba por decir?

– Buenos días, señor Brace -dijo ella cuando se cerró la puerta. Sacó un bloc nuevo y un Bic a estrenar y los dejó en la mesa delante de su cliente. Él no se movió; se limitó a mirarla.

Parish apartó la vista. Ahora le tocaba a ella jugar a desviar miradas, se dijo.

– He averiguado por qué se declara culpable -anunció Ano che no podía dormir, así que saqué el expediente y le eché otra ojeada al croquis de su apartamento. El que tanto miraba el agente Kennicott en el tribunal. -No era necesario que informara a Brace de la llamada que le había hecho Amankwah.

El preso la miró fijamente, con los brazos cruzados sobre el pecho. La abogada cogió el bloc y el bolígrafo de la mesa y se puso a dibujar.

– Esto es el apartamento -dijo, mientras hacía un rápido bosquejo de la distribución del piso-. Aquí está el pasillo principal. Es bastante ancho, ¿no? Ésta es la puerta. La he dibujado tocando la pared. -Miró a Brace. Él dirigió la vista al papel por un instante-. Usted condujo al señor Singh al interior del piso, hasta aquí. -Trazó una línea hasta la cocina-. Y lo hizo sentarse en esta silla, de espaldas al vestíbulo, ¿verdad?

Parish no se molestó en mirar, pero notó sus ojos clavados en ella. Trazó una gran aspa detrás de la puerta del apartamento.

– Usted, en cambio, sí que podía verlo. Detrás de esa puerta había alguien escondido. Y, fuera quien fuese, usted lo está protegiendo, ¿no es cierto? Kennicott no podía apartar la vista del croquis porque cayó en la cuenta de eso. Y usted lo vio, ¿verdad?

Finalmente, la abogada levantó la vista hacia su cliente. No estaba segura de cómo reaccionaría él ante aquello. Brace tenía los ojos abiertos como platos. Y llenos de emoción.

– ¿Quiere decirme quién era?

El recluso se levantó tan deprisa que, por un segundo, Parish tuvo un acceso de pánico. Sin embargo, el miedo desapareció enseguida cuando vio lo que estaba haciendo. Vuelto de espaldas a ella, Brace empezó a golpear la puerta con el puño con todas sus fuerzas y a darle puntapiés en un punto que se veía gastado, como si ya hubiesen pegado paladas allí cientos de presos.

Una última reunión con el cliente magnífica, pensó mientras Ho- race se acercaba a la mesa de la abogada y dejaba la campanilla de bronce sobre ella.

– Veo que ha llegado temprano y sin problemas -dijo el alguacil.

– Quería darle una sorpresa, Horace -respondió ella.

– Vaya. Bueno, el juez acaba de avisar de que quizá tengamos un pequeño retraso.

– ¿Summers, retrasado? ¡Adónde iremos a parar!

– Un asunto familiar, parece.

¿Qué importaban unos minutos?, se dijo. Una hora más y volvería a estar en su despacho y sus cinco minutos de fama serían cosa del pasado. Y su deprimente futuro sería la pila de papeles pendientes de archivar, los sumarios legales por redactar y los correos electrónicos y mensajes de voz por contestar.

La resaca de un gran juicio siempre era la misma. Un gran estallido de energía y la emoción de que, de repente, te hayan devuelto tu vida. Estupendo. Tendría tiempo, por fin, para ponerse al día en los otros casos, poner orden en las cuentas, quitarse de encima al Colegio de Abogados, ver a todas esas amistades con las que no había hablado desde hacía meses y leer todos esos números atrasados de la revista New Yorker que se amontonaban en el suelo al lado de la cama, irradiando culpabilidad.

No sucedería nada de todo aquello. Unos años antes, Parish había salido con un defensa de los Maple Leafs y las mujeres de algunos otros jugadores le habían advertido que no había nadie más holgazán que un deportista profesional fuera de temporada. Era cierto. Una vez terminada la competición, su novio había pasado seis semanas casi sin salir de casa. Después, lo había fichado el equipo de Pittsburg y allí había terminado el noviazgo.

Buscó la página de deportes del Star. Por lo menos, leería lo de la gran victoria del equipo y lo de la extraordinaria parada del portero veterano al final del partido.

Se abrió la puerta de la sala y entraron dos fiscales a los que cualquier defensor odiaba -Phil Cutter y Barb Gild-, junto con el jefe de policía, Hap Charlton. El eje del mal, pensó Parish mientras el trío tomaba asiento en la primera fila.

Fernández, finalmente, llegó cuando iban a dar las diez, limpio y acicalado como siempre, y se acercó a la mesa de la defensa sin echar siquiera una mirada a la sala. Parish dejó el periódico y salió a su encuentro.

– Albert, hoy he llegado antes que tú -le dijo, estrechándole la mano-. Es un principio.

Él se limitó a asentir, sin mostrar un ápice de su habitual sarcasmo. ¿Tendría algún indicio de lo que iba a suceder? Como siempre, era imposible saber lo que pensaba. Estuvo tentada de decirle que se preparaba algo. En el único caso en que se habían enfrentado, cuando ella había ganado, él se lo había tomado bien. Había insistido en que él no había perdido nada, que el trabajo de un fiscal no era ganar o perder.

Parish se había reído al oírlo. Era la respuesta de manual de los fiscales.

Albert tal vez era un buen perdedor. Quedaba por ver si sería un mal ganador.

LXIII

– Sígame -dijo una voz profunda detrás de Daniel Kennicott. Era el robusto policía fuera de servicio del solar en construcción. Kennicott no había reparado en que el hombre lo seguía. El tipo se abrió paso entre la multitud y él lo siguió pisándole los talones. Cruzaron Queen Street mientras las campanillas de la torre del reloj terminaban de dar los cuartos.

Dong, sonó la campana grande. Quedaban nueve, se dijo Kennicott. No lo conseguiría.

La plaza frente al Ayuntamiento Viejo estaba llena hasta los topes. El policía fuera de servicio continuó apartando gente como un arado que abriera un surco en la nieve virgen.

Dong. Dong. Dong.

Llegaron a la amplia escalinata que conducía a la puerta principal y encontraron un claro. Kennicott subió los peldaños de tres en tres. Un grupo de busconas se había situado delante del cenotafio, fumando, y les mandaron una nube de humo cuando pasaron junto a ellas.

En el reloj había sonado la octava campanada.

Kennicott continuó avanzando. Tendría que saltarse la cola de entrada. Se fijó en dos hombres de negocios bien trajeados con cara de susto. Debía de ser un caso de evasión de impuestos, se dijo mientras se acercaba a ellos a toda prisa. Oyó la novena campanada.

– Policía. Abra paso.

Los hombres se volvieron, sobresaltados, y se apartaron automáticamente.

Dong, cayó la décima y última campanada y el silencio llenó el espacio en el que debería haber sonado la siguiente.

Kennicott soltó una maldición por lo bajo mientras agarraba el pomo de la gran puerta de roble y tiraba hasta abrirla. Una vez dentro, se encaminó directamente al puesto de control, sacó la placa y la enseño al guardia, que lo miraba perplejo.

– Policía. Asunto oficial urgente -gritó Kennicott mientras pasaba el control de seguridad y corría hacia la gran rotonda principal, que estaba repleta de policías, abogados, clientes e incluso unos cuantos jueces con sus secretarios, todos dirigiéndose apresuradamente a sus salas. Todo el mundo hablaba a la vez, creando un murmullo de fondo como un zumbido.

Subió la escalera a la carga, dobló la esquina de la izquierda y corrió de frente hacia la sala 121. El viejo alguacil de la campanilla todavía estaba fuera. Kennicott enseñó la placa mientras se acercaba.

– ¿Todavía no ha empezado? -chilló prácticamente al funcionario.

– Su Señoría se ha retrasado. Tenía una llamada telefónica importante. Asuntos de familia.

– ¡Qué suerte! -dijo Kennicott mientras entraba y se detenía. Tenía el corazón desbocado y la frente sudorosa.

La sesión iba a empezar. Kevin Brace estaba de pie en el banquillo de los acusados. Fernández y Parish también se habían levantado. En el estrado, el juez Summers estaba quitando la capucha de su estilográfica. A su lado, en el estrado de los testigos, el agente Ho procedía a abrir su bloc de notas policial.

El resto de la sala estaba casi vacío. Phil Cutter y Barb Gild estaban en la primera fila con el jefe de policía Charlton. En la tribuna del público sólo había una persona más, un hombre de tez oscura con una chaqueta de cuero vieja, y un puñado de reporteros.

Kennicott observó a Phil Cutter. El tipo tenía una expresión relamida y satisfecha. Pensó en lo que Jo Summers había oído que le decía a Gild. La Fiscalía era un lugar donde una carrera profesional podía progresar o ir a menos según el capricho de quien la dirigía. Igual que los presos, que nunca estaban dispuestos a delatar a sus compinches, o que los médicos, que nunca señalarían los errores de un colega, o que los policías, que se cubren unos a otros, no había muchos fiscales dispuestos a arriesgar el cuello por criticar a un compañero.

Pensó en los últimos instantes de su visita a la casita de Jo Summers Después de hablar con Greene, había colgado el móvil, la había mirado y le habla dicho:

– Tengo que salir corriendo. Ya conoces a tu padre. No llega nunca tarde al tribunal.

– Lo sé muy bien, créeme -respondió ella. Él miró el plato de huevos recién hechos y, disculpándose, hizo ademán de devolverlos a la cocina-. Vete y deja eso -dijo Jo, avanzando un paso para quitarle el plato de las manos.

Por un instante, estuvieron muy cerca el uno del otro. Kennicott la tomó por el codo y ella cerró la mano en torno a su bíceps. Él la besó y ella apretó con más fuerza. Sólo fue un par de segundos, pero pareció mucho más.

Jo era la única persona que sabía que intentaba desesperadamente llegar a tiempo al tribunal. Al tribunal de su padre. Y el alguacil acallaba de decirle que Summers se había retrasado a causa de una llamada importante. Asuntos de familia.

– Gracias, Jo -susurró Kennicott para sí.

– Oyez, oyez, oyez -anunció el secretario, tirando de su toga hacia delante por los hombros en un gesto ampuloso-. Quien tenga asuntos que presentar al tribunal, que se acerque ahora y será escuchado.

Nadie parecía haber advertido la entrada de Kennicott.

Tan pronto el secretario tomó asiento, Nancy Parish anunció:

– Señoría, deseo dirigirme al tribunal inmediatamente por una cuestión urgente. Tengo nuevas instrucciones de mi cliente. Voy a presentar mi renuncia como abogada de la defensa en este caso y creo que, a continuación, mi cliente desea dirigirse al tribunal.

A Kennicott se le aceleró el corazón, esta vez de nerviosismo, no del esfuerzo físico. Después de tanto correr para llegar allí, los pocos pasos que dio a continuación fueron los que más le costaron. Tragó saliva, cruzó la puerta batiente de madera y se plantó en la zona reservada a los letrados.

Summers reparó de pronto en su presencia y lo fulminó con la mirada. Parish se volvió a observarlo y lo mismo hizo Fernández.

– ¡Agente Kennicott!-gritó Summers-. ¿Qué hace usted aquí?

– No estoy aquí como agente de policía -respondió él, ajustándose mecánicamente la corbata-, sino como abogado. Como tal, deseo dirigirme al tribunal por un asunto urgente.

Summers parecía estupefacto. Bien, pensó Kennicott. Necesitaba unos instantes para hablar con Fernández y conseguir que pidiera un aplazamiento antes de que Parish interviniera.

– Pero usted no es parte en esta vista.

– Señoría -replicó Kennicott-, podría argumentar que soy, técnicamente, parte del equipo de la acusación. Sin embargo, más importante todavía es que soy miembro en activo del Colegio de Abogados de Canadá y que, como tal, estoy obligado a actuar en toda ocasión como agente judicial. Dirijo a Su Señoría, pues, una petición extraordinaria para declarar en su tribunal con el fin de evitar que se cometa lo que considero que podría ser un grave error judicial.

– No había visto nada igual en mis treinta años en el estrado -farfulló Summers.

Kennicott se acercó a Fernández y le susurró:

– Tiene que pedir un aplazamiento. Diez minutos.

– Señoría -intervino Parish alzando la voz-. La petición no sólo es extraordinaria, sino impropia. Necesito dirigirme al tribunal inmediatamente.

Kennicott continuó cuchicheando a Fernández:

– Greene acaba de interrogar a Allison Torn, la madre de Katherine. Tiene usted que escuchar esto.

Fernández miró al agente con sus ojos castaños abiertos como platos. Su mirada era extraña, difícil de interpretar.

– ¿Qué dice usted, señor Fernández? -preguntó Summers desde su estrado, casi a gritos.

– Permítame un momento, Señoría… -respondió el fiscal con notable calma.

Kennicott continuó hablándole en voz baja:

– Greene acaba de hablar con los padres de la víctima. Katherine estuvo a punto de estrangular a su madre hace dos años. Allison Torn, como Brace, ha perdido el habla.

– ¡Señor Fernández! -exclamó Summers, esta vez a voz en grito.

Kennicott intentó observar la reacción del fiscal, pero Fernández mantuvo la mirada absolutamente inexpresiva.

– Greene me ha dicho que le diga -continuó susurrando Kennicott- que por eso la señora Torn no pronunció una sola palabra en su primer encuentro con usted. Y por eso lleva siempre un pañuelo en torno al cuello. Éste es el motivo por el que el doctor Torn lo mantenía a usted lejos de ella.

Kennicott habría querido que el fiscal asintiera o mostrara alguna reacción, pero Fernández no se movió un ápice. Parecía más calmado que nunca.

– ¡Señor Fernández!-repitió Summers desde el estrado, cada vez más encendido de ira-. ¡Señor Kennicott, acérquese!

– Señoría, por favor -intervino Parish.

– Mire, Fernández -susurró Kennicott al fiscal-. Acaba de oír que la abogada Parish expresa su renuncia a seguir representando al señor Brace y que éste desea dirigirse al tribunal. Va a declararse culpable de algo que no hizo, para proteger a su primera esposa, Sarah McGill. Ésta se hallaba en el lugar del crimen, escondida detrás de la puerta. Y también su hijo, el autista, quien vive en el otro apartamento de la misma planta. Debe usted detener esto inmediatamente.

– Ordenaré a un alguacil que expulse de la sala al señor Kennicott -gritó Summers desde su asiento-. Y lo multaré por desacato. Señor Fernández, ¿qué dice usted?

El fiscal apartó la vista de Kennicott, se volvió, miró hacia donde estaban sentados Cutter, Gild y Charlton y les dirigió un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

Kennicott lo presenció con un escalofrío. Oh, no, se dijo, y el corazón le dio un vuelco. ¿Qué había hecho? Acababa de enseñarle a Fernández la manera de ganar su primer caso de homicidio. Basta- ha con que dejara que Brace se declarara culpable y sería un héroe. Después, podría ir contra Sarah McGill.

Se acabó, pensó esperando que el fiscal volviera a dirigir la mirada al estrado del juez. Sin embargo, Fernández miró al obrero industrial que estaba sentado en la tribuna del público. Kennicott echó una segunda mirada al hombre de la piel oscura y posó de nuevo los ojos en Fernández. El parecido entre los dos hombres era manifiesto.

En el rostro pétreo de Fernández se dibujó una ligerísima sonrisa. Buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó una estilográfica y pareció que apuntaba con ella hacia el hombre, que no podía ser más que su padre, antes de volver la mirada al estrado del juez Summers.

– Señoría -dijo, al tiempo que dejaba la pluma sobre la mesa cuidadosamente-, la Fiscalía tiene muchos reparos a la continuación de esta acusación. Por desgracia, ciertos miembros de la Fiscalía han llevado a cabo acciones que comprometen no sólo la integridad de este caso, sino también la de sus obligaciones superiores para con este tribunal. Además, el señor Kennicott acaba de confirmar (y se lo agradezco) una información que proporcionaría al señor Brace una defensa completa. Ya no puede decirse que exista una perspectiva razonable de alcanzar una sentencia condenatoria en este asunto. Ni que sea de interés para la administración de justicia continuar el proceso. Deseo recordar a este tribunal y a todos los presentes en la sala que el objetivo del fiscal no es ganar o perder un caso, sino asegurar que se mantiene la integridad del sistema. Por lo tanto, Señoría, la Fiscalía retira la acusación de asesinato en primer grado contra el señor Kevin Brace.

Durante unos segundos, reinó un silencio absoluto en la sala. Como la pausa entre el destello del relámpago y el estampido del trueno cuando la tormenta está encima.

Summers se quedó boquiabierto. Parish se volvió a Fernández y exhaló un sonoro suspiro.

Kennicott escuchó el restregar de pies de los periodistas.

De pronto, una potente voz se alzó de la tribuna del público. Era Phil Cutter, puesto en pie.

– ¡Espere un momento, Señoría! -exclamó. Sus palabras resonaron en el silencio.

– Esto va contra la política de la Fiscalía -le secundó Barb Gild, levantándose también.

El secretario se incorporó, tiró de la toga, ajustándosela, y proclamó:

– ¡Silencio en la sala!

– Gracias -dijo el juez Summers, recuperando la calma.

Kennicott miró a Fernández. El fiscal se limitó a sentarse, enderezó con calma las esquinas de sus papeles y guardó la gruesa pluma en el bolsillo. Kennicott se volvió en redondo y observó el banquillo de los acusados.

Brace estaba de pie, con una expresión de perplejidad en la mirada. Levantó la cabeza y Kennicott vio que se esforzaba en decir algo.

– No… Yo…, yo… -barboteaba, tratando de articular una frase.

– ¡Silencio! -ordenó Summers. Dirigiéndose a un joven funcionario judicial apostado junto a la cabina acristalada del banquillo, le preguntó-: Agente, ¿pesa alguna orden de busca y captura más sobre el señor Brace?

El funcionario buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó un papel y lo leyó durante unos segundos.

– No, Señoría.

– ¿Alguna acusación pendiente?

– No, Señoría.

– ¿Alguna otra orden de detención pendiente de juicio?

– No, Señoría.

– Agente, ¿conoce usted alguna otra causa por la que se deba prolongar la detención de este hombre?

El funcionario repasó su papel por última vez.

– No, Señoría.

– Dejen libre al preso. Señor Brace, puede usted marcharse. El tribunal levanta la sesión. Dios salve a la reina.

Brace parecía absolutamente confundido. El agente abrió la puerta de la cabina, pero daba la impresión de que el recluso no sabía qué hacer. En lugar de salir, dio la espalda al agente y llevó las manos atrás, esperando que le pusiera las esposas.

Por el rabillo del ojo, Kennicott vio a los reporteros empujándose por alcanzar la salida. Se volvió a Fernández, que estaba guardando calmosamente los papeles en su maletín. Por un instante, el fiscal levantó la vista hacia él y asintió. Kennicott observó a Nancy Parish, sentada en su mesa con la cabeza entre las manos y los hombros hundidos, y miró de nuevo hacia el estrado del juez. Summers le dirigió una ligera sonrisa antes de levantarse de su asiento.

Entonces, Kennicott lo notó. Percibió cómo lo bañaba la oleada purificadora de lo sucedido, el fluir de la sangre limpia por sus venas, la sensación que tanto había deseado saborear, aunque sólo fuese un instante, por su hermano perdido. Lo que Michael merecía por encima de todo lo demás: Justicia.

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