Lo que incomodaba al señor Singh del invierno canadiense no era el frío. Al fin y al cabo, había soportado muchos meses gélidos cuando lo habían destinado a las montañas de Cachemira. Y había aprendido a aceptar la temperatura inconstante del invierno en Toronto: que una semana la ciudad estuviera bajo la influencia de una ola de frío polar y, a la siguiente, todas las pistas de patinaje naturales se fundieran.
No, no era la temperatura lo que lo molestaba. A lo que le costaba acostumbrarse era a la oscuridad. A finales de septiembre, el período de luz diurna empezaba a disminuir y, a mediados de octubre, era de noche cuando despertaba, de noche cuando cruzaba la ciudad y de noche cuando empezaba la jornada con el reparto en Market Place Tower. Resultaba muy lúgubre.
Pero aquella mañana, por primera vez en meses, cuando el señor Singh salía de su casa, advirtió un asomo de luminosidad en el cielo. Cuando llegó a Market Place Tower, el sol naciente iluminaba el vestíbulo. Una visión reconfortante.
El día siguiente era San Valentín, una peculiar costumbre canadiense. Los periódicos venían llenos de toda clase de bobadas sobre romances y bombones. Ni siquiera su propia familia era inmune a ellas, se dijo. La noche anterior, su nietecita Tejgi le había preguntado en la mesa:
– Abuelo Gurdial, ¿qué le regalas a la abuela Bimal por San Valentín?
– No es necesario que le regale nada por San Valentín -explicó el señor Singh a la niña-. La abuela sabe muy bien que la quiero.
Tejgi reflexionó un momento sobre aquello y añadió:
– Pero tú nunca le das besos a la abuela Bimal. ¿Es que los abuelos y las abuelas no se besan?
La ocurrencia, naturalmente, provocó risas en torno a la mesa.
– Mi niña -dijo el señor Singh-, hay más muestras de amor que los besos.
El señor Singh se sonrió al recordar la salida de su nieta mientras levantaba los primeros paquetes de periódicos de la pila del vestíbulo. La edición del día llevaba más páginas de lo habitual debido a todas las inserciones publicitarias que anunciaban estúpidas ofertas especiales por San Valentín. El señor Singh sacó la navaja del bolsillo, cortó la cuerda de plástico del paquete y abrió el primer ejemplar. Unos cuantos folletos de colores chillones se desparramaron por el suelo.
Era inimaginable que el Times of India llevase tal cantidad de bobadas, pensó mientras se agachaba a recoger los papeles. El Globe and Mail, que parecía considerarse el periódico de referencia en Canadá, era una publicación extraña. Llevaba muchos artículos sesudos sobre política canadiense -principalmente, lo que se cocía en Ottawa- y sobre asuntos internacionales, pero ofrecía otras tantas columnas escritas por periodistas que hablaban de sus experiencias personales: dormir en una tienda de campaña en la nieve (el señor Singh se preguntó por qué nadie había de querer hacer tal cosa), buscar canguro para que la autora y su marido pudieran ir a un restaurante por primera vez desde que naciera su hijo (¿dónde estaban, pensó el señor Singh, los padres de la mujer?) e incluso, para su absoluto escándalo, un artículo de una periodista acerca de comprarse sujetadores y sobre la forma de sus propios pechos. Este último, el señor Singh lo escondió rápidamente en la papelera.
Lo más asombroso era la cobertura del juicio del señor Brace. Al señor Singh lo tenía asombrado la cantidad de artículos que se había escrito sobre el caso desde la detención del caballero, en diciembre.
Al entrar en el vestíbulo vio al conserje, Rasheed, detrás del mostrador, con un ejemplar del Toronto Star abierto encima de éste. El Star, que se consideraba menos intelectual y más el «periódico del pueblo» que el Globe, más serio, traía aún más cobertura del asunto del señor Brace.
– ¿Qué escriben hoy del señor Kevin?-preguntó mientras se quitaba el grueso abrigo que Bimal seguía insistiendo en que se pusiera todos los días de invierno, sin importar qué temperatura hiciera, y lo dejó en una silla.
– Han encontrado a la primera esposa del señor Brace -dijo Rasheed-. Tiene un restaurante en el norte, en un pueblo. Viene una foto de ella. -El conserje volvió un poco el periódico para que el señor Singh la viera mejor.
– Al señor Kevin también le gusta cocinar -comentó Singh, torciendo el cuello para mirar. Era una foto con mucho grano, tomada desde cierta distancia, de una mujer mayor, atractiva, que llevaba un abrigo largo. Caminaba por un aparcamiento cubierto de nieve y lleno de camiones y motos de nieve.
– Según el artículo -dijo Rasheed-, el señor Brace conoció a su primera mujer en Londres, cuando era un joven periodista.
– ¿En Inglaterra? No tenía idea de que viviese allí -dijo el señor Singh mientras estudiaba a la mujer de la fotografía-. Tal vez fue allí donde aprendió a tomar el té como es debido.
– Dice que ella fue alumna de Oxford.
El conserje retrocedió medio paso cuando Singh se le acercó más.
– ¿Y qué estudió? -Singh inclinó un poco la cabeza para observar mejor la foto.
– Botánica. Trabajó en los Jardines Reales un año antes de volver a Canadá y fundar una familia. Hace años, en una entrevista para una revista, Brace declaró: «Fue amor a primera vista. Jamás pensé que ella se interesaría por mí, rodeada como estaba de todos aquellos genios».
– Esos artículos son una pérdida de tiempo -dijo el señor Singh mientras leía el pie de la foto.
Rasheed abrió el periódico por las hojas centrales. Había una doble página sobre Brace y su primera esposa, con instantáneas en familia y citas destacadas.
El señor Singh consultó el reloj. Llevaba un minuto entero de retraso.
– Hoy viene un largo reportaje -comentó el conserje, enfrascándose de nuevo en la lectura.
– Cotilleo ocioso -respondió Singh. Apoyó el peso del cuerpo en la pierna retrasada y se demoró un último momento estudiando una foto de la señora Brace, de joven. Era atractiva, no cabía duda. El señor Kevin, por el contrario, parecía desgarbado.
En aquel instante, el conserje dio un respingo,
– ¡Oh, vaya! Uno de sus hijos murió.
– Déjeme ver -dijo Singh, apoyándose ahora en la otra pierna.
– El mayor -continuó Rasheed, leyendo apresuradamente-. El único chico. Era autista. No hablaba.
– Qué desgracia -comentó Singh. En la foto, el señor Kevin parecía bastante alto. Rodeaba con el brazo a su primera esposa, que era mucho más baja. Delante de ellos, dos niñas miraban directamente a la cámara con unos grandes ojos castaños, iguales que los de su padre. Al lado del señor Kevin había un chico delgado, casi de su estatura, que tenía la cabeza vuelta a un lado y la mirada en la lejanía.
– Se separaron poco después de que el chico muriera -leyó Rasheed.
El señor Singh asintió:
– Como ingeniero jefe de los Ferrocarriles Nacionales de la India, traté con muchas familias. Un chico así representaría una gran carga…
Tras esto, recogió los periódicos y cruzó el vestíbulo. Ahora llevaba ya unos buenos cinco minutos de retraso. Qué difícil debía de haber sido para el señor Kevin, pensó Singh mientras tomaba el ascensor. Un hombre de tantas palabras, tener un hijo que no podía hablar.
El tráfico está imposible, pensó Daniel Kennicott mientras el enésimo semáforo se ponía en rojo sin que fuese capaz de doblar a la izquierda en el cruce. Movió la cabeza con disgusto. Unos años antes, cuando el SIF, el Servicio de Identificación Forense, se amplió y ya no cupo en la sede central de la policía, alguien tuvo la brillante idea de trasladarlo al quinto pino. Por eso estaba allí, en la parte norte de Jane Street, hogar del atasco permanente.
El motivo de que se diera aquella pesadilla de tráfico era frustrantemente obvio. Treinta años atrás, en el momento en que estaba creciendo la población inmigrante de la ciudad, los políticos de la época dejaron de construir metros. Una medida muy inteligente.
Mientras esperaba, Kennicott echó una mirada a un centro comercial situado a su izquierda y contó siete tiendas que reflejaban otras tantas nacionalidades. Leyó alguno de los rótulos: FRUTA TROPICAL; PRODUCTOS DE LAS INDIAS ORIENTALES Y OCCIDENTALES; GOLDEN STAR COCINA TAILANDESA Y VIETNAMITA; MOHAMMED CARNE HALAL; JOSÉ ESTILISTA CAPILAR; y los inevitables SERVICIOS BANCARIOS, PAGO DE CHEQUES, PRÉSTAMOS SOBRE NOMINA, ENVÍO DE DINERO AL EXTRANJERO. Aunque había nacido y crecido en el centro, al hacerse policía y conocer aquellos barrios extremos olvidados, Kennicott había desarrollado un gran afecto por la gente que vivía atrapada en ellos y que hacía funcionar la ciudad casi a pesar de sí misma.
Por fin, llegó al aparcamiento del SIF, entre una tienda de roti y un McDonald’s. El ruido de la autovía cercana lo asaltó al bajar del Chevrolet camuflado que había cogido en la brigada. ¿No se había podido escoger un lugar menos cutre? Si alguna vez un productor de televisión quería hacer una serie llamada CSI Toronto, seguro que no la rodarían allí, se dijo mientras se encaminaba al edificio desangelado y gris.
– Eh, buenos días, joven -dijo el agente Ho cuando acudió al vestíbulo a recibirlo-. Ya lo tengo todo preparado -añadió y condujo a Kennicott al laboratorio de huellas, una sala rectangular con una larga mesa de trabajo de acero en uno de los lados. Encima de ésta había un estante con frascos llenos de polvos de distintos colores y una colección de pinceles de plumas. En la pared de enfrente, Kennicott vio una gran máquina que parecía un horno de cocina, con una serie de rejillas en el interior, en cuya parte inferior había una tetera blanca de aspecto barato de la que salía un cable blanco. Y al final de la mesa de trabajo había otra máquina más pequeña, como una caja.
En el centro de la mesa, Ho tenía una inconfundible bolsa de pruebas con una etiqueta en la que se leía, en letras rojas: 17 DICIEMBRE, KEVIN BRACE, CONTRATO PARALLEL BROADCASTING, SIETE PÁGINAS, DET. HO.
– Para las huellas dactilares hay dos opciones -dijo Ho mientras se enfundaba unos guantes de nailon y señalaba la gran máquina parecida a un horno-. Este aparato se llama un procesador de ninhidrina. Yo lo llamo mi horno lento. Un par de horas y podremos ver las huellas a simple vista.
– ¿Para qué es el hervidor?
– Para el vapor. Mantiene húmedo el horno. También podríamos sostener las páginas sobre el vapor del hervidor directamente para revelarlas.
Ho abrió un recipiente de plástico de boca ancha, vertió un líquido amarillento en una bandeja rectangular y, con unas pinzas de goma, sumergió cada hoja en la bandeja.
– ¿Cuál es la otra opción? -preguntó Kennicott.
Ho señaló la caja del final de la mesa.
– Eso de ahí. Es nuestro horno DFO. Yo lo llamo mi microondas impresora. Sólo tarda doce minutos y cuece a cien grados centígrados, exactamente.
– Pero ¿tiene alguna desventaja?
– Sí. Se requiere una fuente de luz alterna para ver las huellas -respondió Ho, al tiempo que levantaba con los dedos un pedazo de plástico anaranjado y se lo llevaba al ojo como haría un jefe de boy scouts con una lupa-. Sólo hay que entrar ahí -indicó una pequeña cabina de un rincón de la sala, que le había pasado inadvertida a Kennicott-, encender la luz naranja, fotografiar las huellas y descargar la foto en el ordenador. Fácil -explicó Ho, muy ufano de sí mismo.
– Usemos el DFO, entonces. Cuanto más rápido, mejor -dijo Kennicott mientras buscaba algo en su maletín-. Le he traído una copia del contrato -añadió. Sabía que Ho tendría curiosidad por leerlo.
Ho cargó las páginas mojadas en el pequeño horno; luego, cogió el documento de manos del agente.
– Eh, ya me gustaría a mí firmar un contrato como éste -dijo mientras lo leía de cabo a rabo-. Un millón de pavos, una limusina, dieciséis semanas de vacaciones y los lunes libres. ¿Y nuestro Brace no lo firmó? Bien, ya tiene el móvil del asesinato, agente Kennicott.
– ¿Y cuál es? -preguntó Kennicott. El precio a pagar con Ho era tener que hacer siempre de serio para darle el pie en sus payasadas.
– La locura -exclamó Ho-. Hay que estar chiflado para no aceptar un trato como éste.
Quince minutos después volvían a estar en la mesa de Ho. A un lado había una pantalla de ordenador y al otro, un archivador lleno hasta los topes de fajos de documentos. Un gran acuario ocupaba una cuarta parte del espacio, con tres peces de colores en su interior.
– Éstos son Zeus, Goose y Abuse -dijo el detective, señalando los peces-. El inglés es la lengua más absurda del mundo. Tres maneras de escribir el mismo sonido. Mi pobre abuelo pagó el impuesto de capitación para venir a trabajar en el ferrocarril, no vio a su mujer durante quince años y nunca llegó a hablar una palabra.
Kennicott sonrió y observó que Ho guardaba su maletín y su mochila debajo de la mesa.
Ho tecleó ante el ordenador, descargó las páginas, en las que ahora eran claramente visibles las huellas, y las imprimió. Encima de la mesa tenía unas copias de las huellas de Katherine Torn y de Kevin Brace. Las de éste procedían de la ficha de su detención y las de Torn, de la autopsia. Ho buscó un cuentahilos entre el desorden de la mesa y estudió las de Brace.
– Eh, eche un vistazo a esto, joven -dijo, haciéndose a un lado para que Kennicott mirara por el cuentahilos-. ¿Ve esa línea que cruza el pulgar izquierdo de Brace? Es una cicatriz antigua. Observe que la piel se ha encogido alrededor.
Kennicott miró y distinguió la vieja herida con toda claridad.
– Cuando Brace tenía unos doce años -comentó-, su padre le rajó la cara con un cuchillo. ¿Cree que podría ser de esa época?
Ho, por lo general tan alborotado, bajó la voz.
– La piel no olvida nunca -asintió-. Es una herida defensiva. Probablemente, intentó parar el cuchillo con la mano.
Kennicott levantó la vista del cuentahilos. Ho estaba repasando el contrato. Tenía siete páginas.
– ¿Observa que no hay muchas huellas en las hojas interiores? Normalmente, la gente sólo toca la primera y la última -dijo Ho e hizo una demostración pasando las páginas.
– Tiene sentido -comentó Kennicott.
– He encontrado huellas de dos personas más -le informó Ho, yendo a la última hoja-. Aquí abajo, junto al espacio para la rúbrica. ¿Ve ese borrón grande? No es de un dedo, sino de lo que llamamos la palma de escritor. -Hizo una nueva demostración, fingiendo que sostenía un bolígrafo entre los dedos-. Suelen observarse donde la gente firma un documento. Apuesto a que es del tipo del dinero, Howard Peel. Está al lado de su rúbrica.
– Eso también tiene sentido -dijo Kennicott.
Ho volvió a la primera hoja.
– Aquí tenemos una huella diferente. También aparece en la página tres, cerca de donde habla del sueldo de un millón de dólares. Eche un vistazo.
Ho puso encima el cuentahilos. Kennicott se inclinó a mirar.
– Parece haber dos semicírculos, no uno solo -apuntó.
– Eh, muy bien, agente. Esos círculos los llamamos verticilos. Cuando aparecen dos juntos, como aquí, y van en direcciones opuestas, los llamamos verticilo de presilla doble. Alrededor de un cinco por ciento de la población los presenta.
Ho puso la huella en el escáner y la mandó a la base de datos central. Al cabo de un minuto, tenía una lista con los diez registros más parecidos. No había nombres, sólo números. Imprimió la hoja y dijo a Kennicott:
– Tengo que ir al almacén a buscar los expedientes de estos diez candidatos. Cuando los encuentre, volveré y los comprobaré manualmente, uno por uno. Usted quédese aquí. Y no les dé de comer a los peces.
Kennicott se alegró de quedarse unos minutos a solas y se dedicó a observar a los peces, que nadaban en círculos lentos y rítmicos. En la sala, varios agentes de identificación trabajaban en sus respectivos escritorios, concentrados en el monitor de su ordenador. Muchos de ellos, al tiempo que trabajaban, se zampaban el contenido de sus fiambreras de plástico de diferentes colores. Sobre un archivador negro, en una esquina, había una caja de pizza fría.
Ho regresó, entusiasmado, con un montón de expedientes:
– Eh, eh, eh, tengo la impresión de que he encontrado algo y de que se va a llevar una buena sorpresa, pero el protocolo exige que compruebe las diez huellas antes de decir una palabra. Así pues, tiene suerte: mis labios estarán sellados.
«¿Me lo promete?», estuvo tentado de preguntarle Kennicott. Sin embargo, se limitó a asentir con la cabeza.
Ho cogió los expedientes y se puso a comparar las huellas de la ficha con las de los documentos, uno por uno, llevando el cuentahilos de una a otro. El detective trabajó deprisa, con su corpachón inclinado sobre la pequeña lupa, dejando caer las carpetas al suelo cuando terminaba la inspección. Para alivio de Kennicott, guardó silencio durante unos minutos, pero no duró.
– Se puede tener toda la tecnología del mundo -dijo Ho cuando iba por el octavo. Kennicott observó que éste no lo arrojaba al suelo, sino que lo dejaba en la mesa-. Pero éste sigue siendo un proceso muy humano.
Examinó los dos últimos expedientes y por fin levantó la cabeza. Con su mano regordeta, tomó el que tenía en la mesa y lo agitó en el aire alegremente.
– Tengo una identificación -anunció y le entregó el expediente a Kennicott-. Eh, prepárese para una sorpresa.
Kennicott abrió la carpeta y dio un respingo.
– Sarah Brace, de soltera Sarah McGill.
Ho sonrió y señaló otros documentos del expediente.
– A finales de los ochenta participó en alguna protesta. Empujó a un policía contra una cristalera, que reventó. La acusaron formalmente y le tomaron las huellas dactilares.
Kennicott notó la boca seca.
– Eh, ya le he dicho que Brace podía alegar demencia. Su actual pareja y su ex esposa, las dos en la misma página. Es de locos.
Kennicott cerró el expediente enérgicamente.
– ¿Puedo hacer una llamada?-preguntó, con la cabeza a cien por hora-. Tengo que hablar con Greene.
Ari Greene colgó el teléfono y echó una ojeada a la cocina vacía. Sólo llevaba una toalla, que se había envuelto a la cintura cuando se había levantado a atender la llamada. Llenó el hervidor con agua fría, lo conectó y luego, ajustándose de nuevo la toalla, se dirigió a la puerta de la casa. Abrió y se agachó con cuidado a recoger el periódico de la mañana. Mientras volvía a la cocina, lo desplegó y leyó el titular. Entonces, se detuvo.
Le llegó del dormitorio un leve rumor de sábanas y vaciló un Ínstame, como un camarero pillado entre dos mesas. Por un lado estaba el ruido del dormitorio y por el otro, el del agua que empezaba a hervir en la cocina. Empujó la puerta del dormitorio con el pie, abriéndola de par en par.
– Aquí tienes el Globe -dijo. Entró en la habitación casi a oscuras y dejó suavemente el periódico en la esquina de la cama.
– ¿Qué hora es? -dijo una voz de mujer debajo de las sábanas.
– Demasiado temprano. Tengo que irme -respondió él.
– He oído el teléfono.
– Vuelve a dormir -dijo él, retirándose de la habitación en penumbra-. Me ducharé en el sótano y así no te molestaré. -Abajo había un cuarto de baño, muy básico, que había instalado el anterior dueño de la casa, que alquilaba el sótano.
La sábana empezó a agitarse y, de pronto, saltó como una ola que se alzara de un mar en calma. Jennifer Raglan pulsó el interruptor de la lámpara de la mesilla de noche y se incorporó en la cama, meneando la cabeza. No llevaba camisón y sus pechos asomaron justo por encima del borde de la sábana. Alzó un brazo y se pasó la mano por el pelo sin hacer el menor intento de cubrirse. Una mujer más joven tal vez tendría un cuerpo más escultural, pensó Greene, pero no esa confianza. Raglan actuaba de aquella manera en el trabajo, desde su cargo de fiscal jefe de la oficina del centro de Toronto. Confiada, pero no arrogante.
Ari Greene se quedó mirándola. Ella buscó sus ojos. Cuando habían empezado su relación en secreto, Greene y Raglan habían llegado a un acuerdo tácito pero estricto: dejar el trabajo fuera de la alcoba. Dejó que el silencio se prolongara; era experto en eso.
– Gracias por el periódico -dijo ella finalmente, y alargó una mano sobre la cama para coger el diario al tiempo que, con la otra, tiraba de la sábana para taparse otra vez. Greene observó su sonrisa franca, no insinuante. Ésa era otra ventaja de tener cierta edad: la madurez.
– Era Daniel Kennicott, un agente del caso Brace -explicó-. Tenía una corazonada sobre el contrato de un millón de dólares que Brace no firmó, llevó el documento al FIS y ha descubierto en él las huellas dactilares de Sarah McGill.
Raglan dejó el periódico.
– Hum, la primera esposa -dijo. Greene asintió.
– Tengo que ir a verla. Vamos a tener unos días muy ajetreados.
– Yo tengo a los chicos el resto de la semana -dijo Raglan y abrió de nuevo el diario. Raglan tenía dos hijos adolescentes y una hija que todavía estaba en la fase muchachota-. Los Maple Leafs tienen problemas. Se ha lesionado el goleador y ahora sólo les queda ese veterano.
– Sí. Voy a intentar llevar a mi padre a un partido -comentó él-. Deséame suerte.
– Dúchate aquí arriba -propuso ella, señalando el cuarto de baño anexo-. Es mucho más agradable que el de abajo y ya no volveré a dormirme.
– Antes prepararé un té -dijo Greene.
En la cocina, el hervidor eléctrico portátil ya se había desconectado. Tiró el agua caliente y volvió a llenarlo con agua fría.
Cuando ingresó en Homicidios, Greene tuvo que ocuparse del caso de un profesor al que un alumno chiflado había matado a puñaladas. El hombre y su esposa eran los dos catedráticos y estaban en Canadá en un año sabático de la London School of Economics. No tenían hijos y la mujer, que se llamaba Margaret, se quedó a todo el juicio. La universidad le amplió el contrato y terminó viviendo en Toronto.
Una tarde, un año y medio después de que finalizara el proceso, cuando Greene se dirigía a su aparcamiento, la mujer apareció en la calle. Margaret intentó que pareciese un encuentro casual y Greene decidió actuar como si no hubiera reparado en lo evidente de su pequeña jugada.
Vivieron juntos durante los doce meses siguientes y, durante su convivencia, ella le enseñó a preparar el té como era debido. Al final, Margaret aceptó una oferta de trabajo en Inglaterra y cada año le enviaba fotos de ella con su nuevo marido y su hijita, junto con un surtido de tés.
«Primero calienta el hervidor. Después, pon agua fría. La caliente lleva demasiado rato en el depósito. Ten cuidado cuando hierva -le había aleccionado Margaret-. Apaga el fuego cuando el agua rompa a hervir. No dejes que pierda el oxígeno con el hervor.»
Agitó el agua caliente para que tocara toda la tetera, la volcó en el fregadero e introdujo dos bolsas de té blanco en ella. Calentó agua en otro recipiente hasta que empezó a hervir, la apartó del fuego, ladeó la tetera y vertió el agua con cuidado. «No viertas nunca el agua directamente sobre el té -había dicho Margaret-. Que sea la bolsa la que se empape en ella.»
Finalmente, puso la tapadera en la tetera, sin cubrir del todo la boca. «Y mientras dejas que se haga la infusión -había añadido Margare!, haciendo una demostración-, dale aire, déjalo que respire.»
Greene dejó reposar el té y se metió en la ducha. Se enjabonó la cabeza y dejó que el agua caliente lo bañara. Le sentó bien. Intentó explicarse la novedad. La huella de Sarah McGill en el contrato millonario sin firmar.
Buscó a tientas la pastilla de jabón y volvió el rostro a la alcachofa de la ducha. Se inclinó hacia delante y dejó que el agua le corriera por la espalda. Se alegraba de estar en el baño de arriba. La ducha del sótano tenía una alcachofa estrecha y, al salir, el suelo era de frío cemento. Estaba hecho un lío. Había algo más del piso de Brace que le había pasado por alto. ¿Qué era?
Una mano se deslizó entre sus dedos y le quitó el jabón. Jennifer tenía una piel suave y cálida. Le enjabonó los hombros, el cuello y el vientre. Te lo mereces, Ari, se dijo él. Todos sus pensamientos sobre el caso se difuminaron mientras arqueaba la espalda suavemente hacia ella, acercando su piel húmeda a la seca de ella, mojándola también.
Daniel Kennicott abandonó la sede del SIF y luchó con el tráfico en dirección al centro y al Ayuntamiento Viejo, donde obtuvo una citación para Howard Peel. Por si acaso el hombrecillo no quería hablar con él, lo obligaría a presentarse en el juicio. A continuación, se dirigió a toda prisa al despacho de Peel. Siempre era mejor no anunciar tu visita cuando le llevabas a alguien una orden de comparecencia. Resultó que el «Minimagnate de los Medios», como él mismo se llamaba, estaba dando una fiesta en su club de esquí privado, al norte de la ciudad. Eran casi las dos cuando Kennicott salió a la carretera. Debía darse prisa.
El sol empezaba a ocultarse tras la colina, lo más parecido a una montaña alpina en el sur de Ontario, cuando llegó al Club de Esquí Osgoode. El aparcamiento era inmenso y estaba abarrotado de una exposición asombrosa de coches caros: Lexus, BMW, Acura, Mercedes y toda suerte de todoterrenos de gama alta. Mientras buscaba un hueco, Kennicott pensó que debía de haber más dinero en aquel aparcamiento que en la mitad de países del África subsahariana. Al cabo de cinco minutos, encontró por fin una plaza casi al fondo del recinto.
Mejor. Si alguien lo veía bajar de su vulgar Chevrolet, sabría al momento que no podía ser un miembro del club. Después de recoger la citación, había pasado por su casa un momento a cambiarse. Había escogido la ropa con cuidado. Unos pantalones de pana, un jersey trenzado, una chaqueta de conducir y unas botas australianas hechas a mano. El calzado hace al hombre, le había enseñado su padre. Quería pillar por sorpresa a Peel y, para ello, tenía que poder acceder al exclusivo club y encajar en el ambiente.
Se celebraba la fiesta anual de los socios. Los telesillas habían cenado y grupos de hombres formaban corrillos con grandes vasos de plástico de cerveza en la mano y comiendo sushi fresco servido por un ejército de camareros. Reinaba una atmósfera de entusiasmada liberación. En un rincón, el hombrecillo era el centro de atención cerca de una gran chimenea de piedra. Llevaba un abultado mono de esquí que, aunque se lo había desabrochado, lo hacía parecer más bajo y un poco más rechoncho. Kennicott se le acercó por la espalda, con cuidado de no dejarse ver.
– Sí, tengo que decirlo -comentaba mientras hacía girar los cubitos de hielo en un vaso alto lleno de una bebida clara, probablemente vodka con soda, pensó Kennicott-. Vosotros quizá tengáis un despacho grande y lujoso en el centro, pero pasáis todo el día rodeados de otros tipos con traje y corbata. Yo, ¡ah!, pasaos por Parallel alguna vez. No se ve más que carne femenina de primera.
Uno de los acompañantes de Peel, un pelirrojo alto con el cuerpo como un tonel, dio un buen trago a su cerveza.
– ¿Y qué hay de esas mujeres estrellas de rock? Debes de conocer un montón de ellas.
Peel echó atrás su cabecita y soltó una sonora carcajada.
– ¡Ah, amigo, uno no ha vivido hasta que ha bailado un rock and mil en el asiento de una limusina!
El pelirrojo miró con asombro a Peel desde su altura.
– ¿De verdad? -preguntó, aturdido; no daba crédito a que aquel tapón, Howard Peel, pudiera estar en una limusina con una belleza del rock and roll.
– Es cierto. -Kennicott se entremetió en la conversación con una gran sonrisa-. Howie me ha contado muchas aventuras. -Entró en el círculo y le dio unas cordiales palmaditas en la espalda a Peel-. Pero, por desgracia para ustedes, mis labios están sellados.
El hombrecillo levantó la mirada. Kennicott vio que tardaba un momento en reconocerlo y, sin darle tiempo a reaccionar, le tocó el hombro y se inclinó a susurrarle al oído:
– Considérese citado a declarar. Mañana por la mañana, sala 121, en el Ayuntamiento Viejo. ¿Quiere que le tire la citación a los pies y me marche, o charlamos un momento?
Peel torció el gesto un instante apenas. Se recuperó enseguida.
– Daniel, no te había visto en todo el día -dijo, dándole una palmada en la espalda como si fueran viejos amigos-. Tenemos que hablar de ese asunto. -Tomó del brazo a Kennicott, lo apartó del grupo y se volvió a decir a su público-: Esto no tiene nada que ver con limusinas y estrellas de rock, creedme, amigos.
Peel condujo a Kennicott a una escalera, al otro lado de la chimenea. Para ser tan bajo e ir calzado con pesadas botas de esquí, subió los empinados peldaños con sorprendente agilidad. Un momento después estaban ante la puerta de una salida de incendios. Kennicott sacó la citación y le tocó el hombro con ella.
– ¿A qué coño viene esto?-masculló Peel, agarrando el papel que le presentaba el agente-. Mañana comparecerán mis abogados y liquidaremos este asunto en un momento.
– De eso, nada. Usted tiene pruebas materiales.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, Brace y Torn fueron a verlo una semana antes de que a ella la mataran.
– ¿Y qué?
– En la reunión, le ofreció a Brace un millón de dólares.
– Eso ya se lo conté.
– Lo que no me contó fue que vio a Torn la tarde siguiente.
Era una suposición, pero Kennicott estaba bastante seguro de que acertaba.
Peel frunció el entrecejo.
– No me lo preguntó -dijo. Aún tenía el vaso en la mano. Hizo tintinear los cubitos y se lo llevó a los labios.
– Se lo pregunto ahora. ¿Me lo dirá, o prefiere subir al estrado? -Kennicott se acercó un paso, lo suficiente para oler lo que había en el vaso. Aspiró, pero no captó nada.
Peel pataleó con sus botas de esquí en la rejilla de metal situada delante de la puerta.
– ¿Por qué me hace esto ahora? Me cuesta diez mil dólares traer a esos ejecutivos a pasar el día aquí. Todas las agencias de publicidad de Toronto envían a alguien.
Kennicott sostuvo la mirada de Peel.
– Está bien, está bien -continuó éste y sus ojillos azules miraron a un lado y a otro para asegurarse de que todavía estaban solos-. Katherine quería que retirase la oferta de contrato. No quería que Brace aceptara el trabajo.
– ¿Por qué? Le había ofrecido una tonelada de pasta, una limusina todas las mañanas, dieciséis semanas de vacaciones, los lunes libres…
– Lo sé.
– He examinado las cuentas bancarias y las tarjetas de crédito de Torn y Brace. No les habría venido mal el dinero.
– Lo sé.
– Torn compraba en rebajas y en tiendas de segunda mano. Todo el mundo dice que Brace no se ha preocupado nunca del dinero. Ella debería haberse mostrado entusiasmada con ese trato.
Peel tomó un buen sorbo de su vaso y buscó lentamente la mirada de Kennicott.
– ¿Y bien? -preguntó éste.
Peel exhaló un suspiro exagerado:
– Ya le he dicho, agente, que ella no quiso cerrarlo.
– Y yo le repito que eso es absurdo.
El hombrecillo apuró la bebida de un gran trago. Bebe agua, se dijo Kennicott. Debe de tener resaca de anoche.
– Salgamos -dijo Peel. Con un gesto seco, abrió la puerta de incendios y momentos después estaban al aire del temprano atardecer del invierno. Al ponerse el sol, la temperatura había caído a plomo. Kennicott encogió los hombros al notar el frío. Empezaba a nevar. El gran aparcamiento estaba ahora a oscuras y la manada de coches cari ›s parecía otras tantas vacas dormidas.
– ¿Qué sucedió? -preguntó Kennicott.
– Katherine era parte del trato -reveló Peel. Sacó un blíster del bolsillo trasero y se llevó un chicle a la boca. El plástico crujió con un sonido hueco-. Habíamos negociado un trabajo para ella como productora asociada en un programa de fin de semana. A primera hora de la mañana, cuando no escucha nadie. Una manera perfecta para que cogiera experiencia. Incluso se preparaba para ello con un amigo de Brace que tiene un estudio en su casa.
Kennicott asintió. Sabía que lo mejor que podía hacer era quedarse callado. Que Peel contara su historia. Llegó hasta ellos el olor reconfortante de la chimenea encendida. Echó una ojeada al aparcamiento y, a pesar de sí mismo, se puso a calcular mentalmente el coste de los coches aparcados allí.
– Fue demasiado para Katherine -continuó Peel. Kennicott pensó en lo que había observado de la vida de la mujer: su estricta regularidad y sus hábitos frugales. La voz del hombre adquirió un tono de tristeza Un día, se descontroló.
Entonces, para perplejidad de Kennicott, se abrió la chaqueta de esquí y tiró del cuello del suéter.
– Mire lo que me hizo. -Peel tenía unas profundas marcas de arañazos en el cuello-. Con las uñas -añadió, innecesariamente.
– ¿Dónde estaba usted cuando se lo hizo?
Peel mascó el chicle y murmuró:
– Bien, esto…
– ¿Dónde?
– En casa de ellos.
– Imposible -replicó Kennicott-. He revisado todos los vídeos del vestíbulo.
– Entraba por el sótano. Había una puerta que ella dejaba abierta. Ponía un ladrillo.
¿Peel y Torn, juntos? Costaba imaginar una pareja más improbable.
– ¿Con qué frecuencia la veía? -preguntó. Era asombroso lo que la gente hacía de su vida.
– Todos los martes por la mañana -dijo Peel. Ahora, su voz era plana, resignada-. A las ocho en punto.
– A las ocho en punto -repitió Kennicott. Recordó la tabla que había hecho de las actividades semanales de la víctima. Era la manera perfecta de llevar una aventura-. Precisamente cuando todo el país sabe que Brace está en el estudio…
Peel lanzó una mirada furiosa al policía. La resignación anterior había dado paso, inesperadamente, a la irritación.
– Kennicott, saque la cabeza de la cloaca.
– ¿Y usted me lo dice?-se mofó el agente-. Es usted el que anda por ahí jactándose de sus conquistas.
– No hablaba de Katherine -dijo Peel. Estaba molesto de verdad.
Kennicott ya tenía suficiente de charadas.
– Peel, deme un respiro. Una vez por semana, se colaba en su casa para verla mientras Brace estaba en el aire…
– Brace lo sabía todo. Lo alentaba.
– ¿Lo alentaba? ¡Peel, es usted demasiado!
Peel sacó otro chicle del blister de plástico y se lo metió en la boca.
– No es lo que piensa. Katherine tenía un problema. Un asunto que no conocía mucha gente. Yo la estaba ayudando.
Esta vez fue Kennicott quien se irritó.
– Peel, usted tenía una aventura con ella y Brace lo descubrió y ahora intenta encubrir su…
– Cierre el pico, Kennicott -replicó Peel-. Nos conocimos en Alcohólicos Anónimos. Yo era su padrino. Durante el primer año, sólo la conocí por el nombre de pila. No tenía la menor idea de quién era. Con el tiempo, empezó a contarme. Así conocí a Brace. -Peel mascó con energía-. Katherine continuó teniendo recaídas -prosiguió-. Las cosas iban mal. Pensamos que un trabajo ayudaría a mejorar su autoestima. Sería un primer paso.
Escupió el chicle apenas mascado a un montón de nieve sucia.
Kennicott pensó en cómo el hombrecillo sostenía el vaso con los cubitos, en cómo lo había apurado de un gran trago. Lo había hecho como un auténtico bebedor.
– ¿Cuánto tiempo estuvo enganchado a la bebida? -preguntó.
Peel le lanzó otra mirada furiosa.
– Cinco años. Fue fatal. Casi lo perdí todo.
El policía asintió.
– Kennicott, no sé por qué terminó muerta, pero si quiere llevarme a declarar para enterrar a Katherine por segunda vez, adelante.
– Se subió la cremallera de la chaqueta con un sonido frío, susurrante-. Caerá sobre su conciencia, no la mía.
Peel abrió la puerta y desapareció en el calor del chalé.
Un momento después, la puerta se cerró con un sonoro ruido metálico. Kennicott contempló el aparcamiento de los millonarios, envuelto en sombras, y supo que el regreso hasta su coche iba ser largo y gélido.
Lo peor de salir de Toronto era el tráfico endemoniado. Eran más de las once y media y uno pensaría que la hora punta ya había pasado, sobre todo en sentido de salida de la ciudad. Muy al contrario, Ari Greene estaba metido en un atasco en la avenida Don Valley Parkway, en dirección nordeste. No era de extrañar que, entre los sufridos conductores que debían recorrerla cada día, en lugar de «Parkway», fuera más conocida como avenida «Parking».
Cuarenta minutos más tarde, cuando llegó de una vez al final de la vía y salió a una carretera rural de dos direcciones, todo cambió. Los coches se hicieron más escasos y, a diferencia de la ciudad, donde sólo quedaba un asomo de invierno, los bosques estaban llenos de nieve. Durante las dos horas siguientes, mientras conducía hacia el norte, luego hacia el este, luego al norte otra vez, el paisaje se hizo aún más blanco. Sin embargo, allí, las calzadas estaban impolutas. En las calles secundarias de Toronto, unos pocos centímetros de nieve podían durar varios días; en el norte, en cambio, cuidaban muy bien sus carreteras.
El único tráfico lento lo encontró en un tramo de la vía en obras, casi cuando llegaba a su destino. Así pues, eran casi las tres cuando entró en el aparcamiento del Hardscrabble Café. Enormes montones de nieve se apilaban a todos los lados del recinto y le daban el aspecto de un búnker.
Llegó hasta Greene el aroma, ahora familiar, del pan recién hecho. Había leído que el olfato es el único sentido que tenemos plenamente formado cuando nacemos y el último que perdemos al morir. A menudo, cuando un testigo intentaba recordar algún detalle, él le preguntaba si podía recordar el olor de algún lugar. Había observado que, como una canción en la radio del coche, cuando sucede algo insólito, un olor podía fijar un punto en el tiempo en la mente del testigo. Resultaba sorprendentemente eficaz.
Durante el largo trayecto, Greene le había estado dando vueltas en la cabeza a la llamada de Kennicott respecto a la presencia de huellas de Sarah McGill en la propuesta de contrato de un millón de dólares que le había hecho Howard Peel a Brace.
Greene revivió su primer encuentro con McGill en su cafetería, en diciembre. Recordó cómo la había visto limpiar las mesas, la sorpresa que se había llevado ella al verlo allí todavía y su reacción cuando la había llamado»señora Brace» y se había identificado.
– Mierda -había dicho ella. El exabrupto había parecido impropio de aquella mujer, formal y sumamente disciplinada. McGill se había detenido y lo había mirado directamente a los ojos-. Ya sabía que, tarde o temprano, aparecería alguien.
– No quería hablar con usted delante de sus clientes, pero no localizamos un teléfono a su nombre -había dicho él, y ella le había puesto la mano en el hombro.
– No tengo teléfono, detective Greene.
– ¿Y si alguien necesita ponerse en contacto con usted? -había preguntado él.
Con relajada confianza, McGill había replicado:
– Siempre puede mandarme una carta, detective. Llega en sólo dos días, desde Toronto. -Le había dedicado una sonrisa cálida y otra de sus risas-. Se ha quedado atascado en esas obras de la carretera, ¿no?-había añadido y, cuando él le había contestado, «media hora», ella había sacudido la cabeza-. Prometieron que tardarían nueve meses, pero llevan dos años. No ayuda al negocio, se lo aseguro.
– Tengo unas cuantas preguntas -había dicho Greene y, con un gesto de asentimiento, McGill había acercado una silla y, buscando en el bolsillo del delantal, había sacado un paquete de cigarrillos. Sarah McGill jura y fuma, se había dicho él. Fue algo que encontró sorprendente y encantador.
McGill retiró el celofán del paquete de cigarrillos, lo abrió y golpeó la esquina inferior para sacar un cigarrillo. No salía. Dejó el paquete.
– Aquí todos fuman, detective. Empecé hace unos meses. Bastante raro, ¿no cree?, que una mujer de sesenta años empiece a fumar por primera vez en su vida.
– No parece que se le dé muy bien -replicó Greene señalando el paquete.
McGill sonrió. Levantó la mano izquierda.
– Perdí el dedo de niña. Mi padre me llevó de visita a la mina y fisgoneé por donde no debía. Cuando era adolescente, me daba demasiada vergüenza sostener un cigarrillo, así que probablemente fui la única del pueblo que no fumaba. -Se encogió de hombros y volvió a coger el paquete-. Lo dejaré pronto. ¿Qué necesita saber?
Habían hablado durante una hora. Lo que ella contó parecía bastante sincero. Cuando el hijo mayor de Brace y McGill, Kevin júnior, tenía dos años y medio, le diagnosticaron autismo grave. Durante años, mientras su hijo se sumergía en su propio mundo silencioso, los padres lucharon y se esforzaron. Cuando alcanzó la pubertad, se volvió grande y violento. Por entonces, sus hijas Amanda y Beatrice tenían ocho y seis años y ya no era seguro tenerlo en casa. La Asociación de Auxilio Infantil lo tomó a su cuidado. La tensión de todo aquello no tardó en terminar con su matrimonio. Brace se fue con Katherine Torn y McGill decidió volver a casa, a Haliburton.
– Es curioso, esto del norte -había comentado ella-. Si creces aquí, se te mete bajo la piel. Los colegios eran mucho mejores en la ciudad, así que las niñas se quedaron con Kevin durante unos años. Fue difícil, pero era la decisión más acertada. Kevin fue un buen padre. Y siempre pagó la pensión. Yo compré este local y lo he llevado desde entonces.
– ¿Y Kevin júnior?
McGill se había limitado a encogerse de hombros, abrumada de pena.
– Es tan duro… Ahora es de lo más dócil y apacible. Procuro ir a verlo cada semana. Lo saco a comer.
– ¿Y a sus hijas les va bien?
– Las dos están embarazadas. ¡Qué afortunada soy!-había exclamado con una sonrisa; luego, se había desperezado estirando los brazos con un bostezo-. He tenido un día muy largo, detective. Empiezo a hacer pan a las cinco. Lo he hecho todos los días durante los últimos veinte años.
Greene había vuelto a casa impresionado de la gracia y fortaleza de Sarah McGill.
En esta ocasión, la cafetería tenía aún menos parroquianos que en su anterior visita. Greene distinguió una mesa en el rincón del fondo y se abrió paso entre los clientes, en su mayoría hombres con jerséis gruesos y botas pesadas. Los moteros de nieve llevaban sus monos negros de una pieza, con la parte superior bajada y enrollada a la cintura.
– Siento la espera -dijo Charlene, la camarera que le había servido la otra vez-. Nuestro especial de hoy son espaguetis con carne, con una salsa hecha con nuestros propios tomates frescos.
Greene tenía hambre. Había conducido sin parar desde la llamada de Kennicott.
– Suena bien. ¿Cómo es que tienen tomates en esta época del año?
La camarera miró a Greene por encima del bloc.
– La señora McGill estudió botánica. Los envasa frescos en otoño.
Greene dio cuenta del plato despacio y esperó pacientemente a que el restaurante se vaciara. Los hombres se parecían mucho a los que había visto allí en su visita anterior. Corpulentos, informales, confiados. Y todos eran blancos. Al vivir en Toronto, Greene no estaba acostumbrado a entrar en un local donde sólo hubiera caucásicos.
Las dos veces, al entrar en el restaurante, se había producido una ligera pausa en las conversaciones. En un pueblo, los forasteros no pasaban nunca inadvertidos.
Eran casi las cuatro cuando McGill salió por fin de la cocina y bromeó con el último cliente.
– El lunes echaremos de menos su comida -dijo un hombretón mientras se levantaba de la mesa. Greene recordó al tipo sociable de la otra vez-. Ojalá estuviera abierto -añadió con el tono de un chiquillo malhumorado que no quiere irse a la cama todavía.
– Jared, me merezco un día de descanso semanal -dijo ella mientras lo empujaba hasta la puerta.
– Debe de gustarle mucho mi comida para venir hasta aquí sólo para almorzar, detective -dijo McGill mientras tomaba asiento a su mesa cuando el último cliente se hubo marchado. En esta ocasión, se sentó a su lado. Parecía cansada, pero relajada. De su hombro izquierdo colgaba una toalla de secar platos. Greene observó que tenía las manos vacías.
– Sus platos bien merecen el viaje, señora McGill -respondió-. ¿Dónde está el cigarrillo?
– dejado el vicio. No hay muchos sesentones que puedan decir uso. El maldito tabaco estaba matándome las papilas gustativas.
– Y perjudicándole el crecimiento.
Ella soltó una de sus cordiales y vigorosas carcajadas. Greene esperó a que se acabara.
– Encontramos una huella dactilar de usted en un objeto del apartamento de Brace -dijo, observando atentamente su reacción.
McGill volvió la cabeza y le miró fijamente. Las pupilas se le dilataron.
– Está en la última página de un contrato -explicó Greene-. A Kevin le ofrecieron un puesto en otra emisora. Por mucho dinero. ¿Puedo dar por hecho que usted está al corriente?
Ella dio la impresión de relajarse. Otra vez extendió los brazos al frente, como una gata que se desperezara cómodamente, y reprimió un bostezo.
– Sé de ese contrato, detective -reconoció-. Ya se lo dije, Kevin siempre me ha pagado la pensión, lo cual es un milagro, porque es inepto para el dinero, siempre lo ha sido.
– ¿Le enseñó el contrato?
– Kevin no firma nunca documentos importantes sin que yo los haya visto. -La sonrisa de McGill se ensanchó-. Yo soy la negociante de la familia.
– ¿Cuándo se lo enseñó?
– Me lo hizo llegar.
– ¿Se lo hizo llegar? -Greene estaba desconcertado.
– Por correo, naturalmente. Un paquete desde Toronto llega en dos días; en uno, si lo manda expreso.
– Es verdad. No tiene teléfono. Y supongo que fax tampoco.
McGill asintió y se puso a canturrear:
– «No tengo teléfono, ni perro, ni mesa de billar, no tengo ni cigarrillos…» Detective, ¿tiene edad suficiente para acordarse de esa canción, «King of the Road»?
– Roger Miller -dijo Greene-. A mi madre le encantaba.
McGill continuó cantando:
– «Fumo los viejos cigarros baratos que encuentro…» Parece hablar de mí, detective. -Se rió una vez más-. Kevin y yo somos luditas. No tenemos tarjetas de crédito, no tenemos teléfono… Incluso tardé años en poner un lavavajillas en la cafetería.
Desvió la mirada a los platos por recoger de la mesa y Greene vio que se llevaba la mano a la toalla del hombro.
– ¿Recuerda cuándo le mandó el contrato?
– Es fácil -dijo ella-. El uno de cada mes me manda el cheque mensual y todo lo que necesita que lea o sobre lo que aconsejarle. Lo recibiría a principios de diciembre y se lo envié de vuelta al día siguiente. -Empezó a levantarse de la silla. Ya tenía el paño en la mano-. No quiero ser descortés, detective, pero todavía me queda mucho por limpiar.
– Una última pregunta -dijo Greene y se levantó después de dejar una buena propina junto al plato-. ¿Qué le dijo a Brace de ese contrato?
Sarah McGill se rió. Su risa cordial resonó en el restaurante vacío.
– Detective, quizá esté anticuada, pero no soy idiota. Le dije: «Firma el maldito documento; limítate a no usar la limusina y así no engordarás».
Albert Fernández deambulaba arriba y debajo por su despacho, lo cual quería decir que daba dos pasos, media vuelta y dos pasos en dirección opuesta. Era absurdo. Allí estaba, trabajando en el caso más importante del país, y su despacho no era mayor que la celda de una cárcel. Más pequeño, probablemente, si tenía en cuenta el espacio que ocupaban las cinco cajas de pruebas, dominando el tabique norte.
Se detuvo y contempló las cajas. Cada una contenía de treinta a cuarenta expedientes. Había escrito a mano la etiqueta de cada uno y había preparado, también a mano, un índice de cada caja.
No era que Fernández tuviera fobia a los ordenadores. Al contrario, era muy hábil con ellos. Sin embargo, cuando se trataba de la preparación final de un caso, tenía que tocar cada documento, organizar cada carpeta y sudar cada detalle a mano. Tocar hasta el último papel. Así, cuando estuviera en el tribunal, sabría exactamente dónde estaba cada cosa.
Volvió a la mesa, sobre la cual había una única carpeta negra de anillas. Una etiqueta la identificaba como ARGUMENTARIO JUICIO: BRACE. La abrió por la primera página. En ella había escrito el encabezamiento «Hechos clave», lo había subrayado y los había anotado:
• Jurisdicción: 85.a, Front Street, Ciudad de Toronto
• Identidad: Kevin Brace, 63 años
• Apartamento 12A: una puerta de entrada; sin más salidas, puerta no forzada.
• 17 diciembre, 5.29 de la mañana: Brace recibe al señor Singh en la puerta.
• Sangre en las manos
• El cuerpo de Torn en la bañera: una herida inciso-punzante.
• Víctima sin heridas defensivas
• Cuchillo ensangrentado oculto en la cocina
• Sin coartada
• Sin otros sospechosos
• Confesión
• Pan comido
Fernández sonrió al leer la última frase: pan comido. Era una ligereza inhabitual en él, una broma privada. Cerró la carpeta, se levantó y continuó su deambular. Un paso, dos pasos, media vuelta, un paso, dos pasos, media vuelta.
Desde que llevaba el caso Brace, se había quedado hasta tarde en el despacho todos los días. Marissa había acusado su ausencia de casa. La semana anterior, cuando había llegado la factura telefónica de enero y había visto que su mujer había gastado cuatrocientos dólares en llamadas a su familia de Chile, habían tenido su primera gran pelea. Ella había terminado llorando, diciendo que no podía soportar el frío de Canadá, que allí no tenía amigos ni parientes, y había amenazado con volverse a casa.
– Vamos, Marissa -le había dicho él cuando las cosas se calmaron un poco-, metámonos en la cama y olvidémoslo.
– La cama, la cama. Tú sólo piensas siempre en la cama -dijo ella, y le cerró la puerta del dormitorio en las narices.
Las cinco noches siguientes durmió en el sofá. La sexta noche, llegó a casa con un abrigo larguísimo y horrible, relleno de pluma, y un par de botas igual de feas.
– Te gustará mucho más el invierno si dejas de preocuparte de tu aspecto y andas caliente -le dijo.
Ella se puso el abrigo a regañadientes.
– Mira en el bolsillo -dijo él.
Marissa metió la mano y sacó un billete de avión.
– Te mando a casa a pasar un mes, en marzo -le dijo-. Cuando vuelvas, el invierno habrá pasado.
Marissa sostuvo el billete en la mano y corrió al dormitorio. Albert la oyó hablar por teléfono excitadamente durante la media hora siguiente. Por fin, emergió del dormitorio llevando sólo una toalla y una gran sonrisa.
El día siguiente era San Valentín y le había prometido que estaría en casa a las ocho. Había hecho planes para la velada. Cenarían en un restaurante mexicano de Wellington Street; después, la llevaría a una heladería nueva del barrio, donde tenían helados caseros de sabores sudamericanos. Los favoritos de ella eran los de guanábana y de lulo. Estarían en casa a las diez.
Sí, se dijo Fernández con una sonrisa. Acostarse temprano con Marissa: la perspectiva era espléndida.
En aquel momento, lo sobresaltó una ligera llamada a la puerta. El vigilante de noche había pasado hacía diez minutos y no había oído entrar a nadie más.
– ¿Quién es?
– Hola -susurró una voz familiar. La puerta se abrió lentamente y Marissa apareció en el pasillo a media luz, con el abrigo largo y las botas feas.
– ¿Qué haces…?
– ¡Chist! -dijo ella. Entró, cerró la puerta a su espalda y bajó la luz del minúsculo despacho.
– ¿Cómo has…?
– No te levantes. Convencí al vigilante -dijo ella mientras rodeaba la mesa.
– ¿Qué le has dicho?
– Le he dicho: «Disculpe, señor, vengo trayendo un poco de nutrición a mi marido porque trabaja hasta muy tarde». -Marissa volvió la silla de Albert hacia ella.
– Se dice «vengo a traer» -la corrigió él-. Y no se usa «nutrición», sino «comida».
– No. Nutrición -insistió ella mientras abría el abrigo. A pesar de la penumbra, Fernández observó que iba desnuda debajo-. He estado estudiando el idioma -continuó mientras se sentaba a horcajadas encima de él y acercaba el pecho a la boca de su marido-. Esto es nutrir, ¿no?
Feliz San Valentín con un día de adelanto, pensó Fernández al notar que Marissa alargaba la mano, le desabrochaba el cinturón y le bajaba la cremallera del pantalón. Mientras él se deslizaba dentro de ella, la silla empezó a chirriar al tiempo que rodaba hacia atrás.
En aquel instante, oyó que a lo lejos se abría una puerta. El sonido procedía de la entrada accesoria que los fiscales utilizaban por la noche.
– Esto es lo último y lo más grande -dijo una voz profunda de varón. Era Phil Cutter. ¿Qué hacía en la oficina tan tarde?
Fernández acercó los labios al oído de Marissa.
– ¡Chist…! -susurró. Ella asintió, pero Albert no supo si estaba respondiéndole que sí o si sólo era consecuencia de su rítmico mecerse encima de él.
– Déjame ver eso…
La segunda voz era más suave, femenina. Se trataba de Barb Gild, la compañía constante de Cutter.
Marissa incrementó el ritmo mientras Albert oía aproximarse los pasos de Cutter y Gild. Ella le agarró la cabeza, la bajó hacia su pecho y la aplastó contra el pezón.
– Ese condenado Brace se cree muy listo -dijo Cutter y su risa resonó en la oficina desierta. Él y su acompañante ya estaban casi delante de la puerta del despacho.
Fernández contuvo la respiración. Abrió las piernas y apoyó los pies en el suelo con firmeza, en un intento de silenciar los chirridos de la vieja silla de funcionario y de moderar el ímpetu de Marissa. Sin embargo, ella continuó su cabalgada, ajena a todo.
– ¿Qué ha escrito esta vez? -preguntó Gild. Ella y Cutter se habían detenido a mirar algo a la puerta misma del cubículo. Marissa le apretó la nuca; Albert la agarró de la muñeca con todas sus fuerzas. Cutter y Gild podían oírlos.
Sin embargo, Cutter se echó a reír.
– Es fantástico -comentó. Fernández oyó que se ponían en marcha de nuevo y que se alejaban por el pasillo-. Echa un vistazo, Barb…
La voz de Cutter empezaba a perderse y Fernández intentó aguzar el oído, pero Marissa le había tapado las orejas con sus manos al tiempo que le desplazaba la boca al otro pecho.
– Si Parish descubriera alguna vez que tenemos este… -La voz ele Cutter se desvanecía.
Albert intentó apartarse de Marissa para escuchar mejor, pero las voces ya eran inaudibles, ahogadas por el ruido de la fotocopiadora situada enfrente del despacho de Gild.
– ¿Qué sucede? -le susurró Marissa al oído.
Eso es lo que me pregunto yo, pensó Fernández, ¿En qué andan metidos Cutter y Gild?
– Pobre Albert -continuó ella-. Demasiado trabajo…
El contacto de su rostro con la piel de Marissa lo devolvió a la realidad de ella. Poco después de casarse, a Fernández no le quedaba ninguna duda de que, si bien él era virgen cuando había llegado al matrimonio, ella ya tenía experiencia en el sexo. No habían hablado del asunto pero, muy pronto, ella se había convertido en la maestra y él, en un alumno dispuesto.
Y ahora se había distraído. La había disgustado.
Pero ella no parecía disgustada. Se la veía decidida.
– Demasiado trabajo -asintió él.
– No, no -replicó ella y bajó de nuevo la mano a su entrepierna-. No suficiente nutrición.
Lo primero que notó Ari Greene cuando pasó por delante del calabozo, la gran celda para presos varones en las entrañas del ayuntamiento Viejo, fue el olor ofensivo. Ciento cincuenta hombres, la mitad de los cuales al menos no se había duchado desde hacía días, la mayoría con monos naranja de presidiarios, deambulaban por ella arrastrando los pies por el suelo de cemento. A los pocos que vestían de calle debían de haberlos detenido la noche anterior y habrían dormido en la comisaría de policía a la que los hubieran llevado antes de ser conducidos al juzgado para la vista de la fianza. Los demás procedían del Don.
Greene tuvo buen cuidado de no detenerse y de no mirar. Por lo que hacía a los presos del calabozo, sólo sería un policía más pasando por el lado libre de los barrotes.
Al fondo había una salita sin ventanas con una mesa y dos sillas de metal, todo ello atornillado al suelo. Era la sala de visitas de «R. P.». El régimen protegido se aplicaba a los presos que era necesario mantener apartados de la población reclusa general por su propia seguridad; normalmente abarcaba a los acusados de delitos de pedofilia y los agentes del orden involucrados en delitos. A diferencia de la galena con cristales de seguridad donde los presos se reunían en masa con sus abogados y tenían que arrimarse al cristal y hablar a gritos por la pequeña rendija para hacerse oír, aquella salita era privada.
Greene ocupó la silla más alejada de la puerta y esperó con paciencia los diez minutos que tardaron en traer a Fraser Dent.
Greene se había entrevistado tres veces con Dent en aquella sala desde la noche que se habían conocido en el Ejército de Salvación.
Dent lo saludó con un leve gesto de cabeza. Llevaba el mono naranja como un cómodo pijama viejo. Calzaba unas zapatillas azules carcelarias con la parte trasera pisada para mayor comodidad, como un auténtico recluso condenado.
El guardia sacó las llaves. Al oír el tintineo metálico, Dent se volvió y esperó con paciencia a que le quitaran las esposas.
Cuando el guardia hubo salido, el preso se volvió a Greene y se encogió de hombros. Parecía que llevara varias semanas en la cárcel. Sus cabellos, fibrosos como la peluca de un payaso, estaban grasientos, iba mal afeitado y tenía las uñas roídas. Sus ojos azul celeste estaban apagados y vacíos.
– Buenos días, detective -dijo con voz gruñona.
– ¿Cómo le va, señor Dent? -Greene, que se había levantado a recibirlo, volvió a sentarse y sacó un par de cigarrillos de un bolsillo de la chaqueta.
– Podría ir peor -respondió Dent. Se sentó enfrente de él y bajó la vista-. Hice que a Brace y a mí nos trasladaran a la quinta planta, al ala hospitalaria. Lejos de los tíos malos y del bullicio. Al fin y al cabo, tener que limpiar unos cuantos orinales no es tan terrible. Y allí tienen televisión, el canal de deportes. Malditos Maple Leafs, ¿eh?
Greene sonrió. A principios de enero, los Maple Leafs habían tenido una racha increíble: habían ganado a equipos que estaban muy por encima en la clasificación y habían vuelto a ser candidatos a entrar en las eliminatorias finales. La ciudad había vibrado con el equipo, los programas de radio se habían llenado de llamadas telefónicas optimistas de unos fans que declaraban «llevar sangre blanquiazul en las venas». El padre de Greene incluso había hablado de ir a ver un partido en directo.
Imposible.
No importaba. Como era de esperar, a mediados de mes el equipo ya estaba encadenando derrotas otra vez, para infinita amargura de su padre, que no volvió a hablar de comprar entradas. La teoría más reciente de su padre para explicar los apuros del equipo era que el portero no servía, que era demasiado joven y necesitaban fichar a un veterano.
– Este año pueden llegar a la final un equipo de Tampa y otro de Carolina -había dicho con frustración unas noches antes, después de que el equipo de Toronto encajara su cuarta derrota consecutiva-. ¡Pero si ahí ni siquiera tienen pistas de patinaje!
– Déjalo, papá -había dicho Greene-. Los Maple Leafs no han ganado desde 1967.
– Lo sé, lo sé -había respondido su padre-. Estoy esperando. Sé esperar a que lleguen las cosas.
– Mi padre es seguidor de los Maple Leafs de toda la vida -dijo Greene mientras le pasaba unas cerillas a Dent-. Lo están volviendo loco.
– Que echen al entrenador -dijo Dent-. ¿Lo vio anoche? Quedan dos minutos de partido y saca al defensa de cierre a disputar un saque neutral.
Greene asintió y acercó el vaso de porexpán para que Dent lo usara de cenicero. Había dejado a propósito un culo de agua en el vaso. Dent encendió el cigarrillo y dio unas cuantas caladas profundas. Greene aguardó con paciencia.
– Brace todavía no ha dicho una maldita palabra -explicó Dent, expulsando el humo a un lado, y fijó la mirada en la pared a su izquierda-. Ni una maldita palabra -repitió-. Al principio, se me hacía raro, pero ahora ya me he acostumbrado. No estoy seguro de qué haría si ahora, de repente, empezara a hablar.
– ¿Sigue escribiendo notas? -preguntó Greene.
– Sí. En su bloc. Nos da lecciones a todos. Nos escribe notitas.
Y cuando jugamos al bridge, se limita a hacer gestos con las manos.
– ¿Brace te ha preguntado algo acerca de ti?
– En realidad, no necesita hacerlo. He seguido su consejo, detective, y me he dedicado a hablar de mí mismo siempre que me ha apetecido. Es como tener mi propio terapeuta, veinticuatro horas al día y siete días a la semana. Incluso me paso la mitad del tiempo tumbado en mi litera, como con los psiquiatras de verdad a los que me enviaba el banco. -Dent soltó una carcajada grave, gutural, que se cortó cuando empezó a toser-. Antes de que todo se fuera a la mierda.
– Y de que defraudaras medio millón de dólares de sus arcas.
– Lo que sea -aceptó Dent y dio otra calada al cigarrillo.
– ¿Qué lee Brace? ¿Periódicos?
– Los devora. Todas las páginas, hasta la última palabra. Hace los crucigramas con estilográfica, maldita sea.
– ¿Y libros?
– Los que le llegan a las manos. Misterio, policiacos, biografías. No parece que le importe el tema.
– ¿Algo más?
– Es todo, amigo. El compañero de celda más fácil que he tenido nunca.
Greene se recostó en el respaldo de la silla y miró a Dent directamente a los ojos. El preso mantuvo los suyos vueltos hacia la izquierda. Atraído finalmente por el silencio, miró a Greene, pero bajó la vista enseguida. Arrojó al suelo el cigarrillo a medio fumar y lo retorció con el talón de la zapatilla, que hizo un ruido chirriante en el suelo de cemento.
– Dent, eres un tipo listo. ¿Por qué crees que Brace está tan callado?
Dent arrastró la colilla y la aplastó con la punta de la zapatilla.
– No es fácil de explicar -dijo por último.
Greene notó que Dent estaba protegiendo a su compañero de celda.
– ¿Por qué no lo intentas?
– Recuerdo cuando ese hombre estaba en la radio. ¡Señor, vaya si largaba! Quizá se ha cansado de hablar.
– Una teoría muy original -dijo Greene.
Dent se encogió de hombros. Recogió la colilla, se remangó la pernera izquierda del pantalón y la guardó en el calcetín gris junto con el otro cigarrillo entero.
– Parece bastante feliz.
– ¿No ha mencionado nada sobre su caso?
– Escribió que mañana tiene la vista preliminar. ¿Por eso estamos hablando ahora?
– ¿Te ha dicho que el juez es Summers?
Dent se puso en tensión.
– Maldito Summers -masculló-. El señor Academia Naval. No lo trago. Una vez me condenó a seis meses por robar unas aspirinas en una tienda.
– ¿Esa vez en que un joven empleado te siguió y terminó atravesando una cristalera del empujón que le diste?
– Sí, lo que sea -dijo Dent-. Summers es un cabrón.
– Sabemos que Brace recibe visitas de su abogada. ¿Viene a verlo alguien más?
Dent dijo que no con la cabeza.
– ¿Se relaciona con algún preso más?
– Sólo con los dos tipos con los que jugamos al bridge. Y con el señor Buzz, el mejor guardia del Don. Dejó que nuestros compañeros de partida subieran a la quinta porque se lo pedimos. Ahora, él también está aquí. Dice que es nuestro guardaespaldas.
– Háblame de los compañeros de cartas.
– No hay mucho que contar. -Dent se encogió de hombros-. Uno es un viejo jamaicano que espera un juicio por asesinato. El otro es un viejo indio norteamericano. Dice que era maestro de escuela, con mujer e hijos y todo eso, hasta que empezó a beber otra vez.
– ¿Qué dicen ellos de Brace?
– Que es un jugador de bridge de primera. -Dent volvió a encogerse de hombros.
– La vista previa será en mayo -dijo Greene, refiriéndose a la audiencia judicial anterior al juicio.
Dent se pasó las manos por la cara.
– Mire, detective, ahora que estoy en el ala hospitalaria, aguantaré en este puesto mientras duren las eliminatorias. Eso será a finales de mayo. Pero hasta entonces y basta. Cuando termine el hockey, salgo de aquí.
– Esperemos que Brace empiece a hablar antes. -Greene buscó en el bolsillo y le pasó un paquete de pastillas de menta.
– Esperemos que el equipo consiga meterse en las eliminatorias -dijo Dent. Sacó un puñado de pastillas y se las llevó a la boca. Las demás desaparecieron en su manga. Se levantó y golpeó la puerta con el pie en un punto en el que había marcas de muchas patadas previas.
– Será mejor que el guardia venga a buscarme enseguida -dijo-. Si estoy ausente mucho rato, esos tipos empezarán a sospechar.
Greene se levantó. Un guardia abrió la puerta y Dent, como si ya se lo hubiera pedido, se volvió y se llevó las manos a la espalda. Greene escuchó el chasquido de las esposas al abrirse y, a continuación, el lento sonido chirriante de las piezas de metal al encajar y cerrarse.
Era un ruido desagradable, mucho más que el de las uñas rascando una pizarra. Cada vez que lo oía, Greene daba un respingo.
Desde la detención de Brace, Daniel Kennicott había sintonizado cada mañana el nuevo programa para ver cómo manejaba Donald Dundas la que debía de ser una situación muy delicada. Los primeros días, la emisión se desarrolló como de costumbre, con Dundas de mero locutor sustituto. Por vacaciones de Navidad, desapareció de antena, reemplazado por la insulsa programación local de los centros regionales. En enero, el programa volvió con un nuevo nombre, Llega la mañana, y Dundas instalado como conductor permanente. No se hizo ninguna mención a la situación de Kevin Brace, encerrado en una celda del Don bajo la acusación de asesinato en primer grado.
Aquello le recordó a Kennicott a los cerdos de Rebelión en la granja, que se escabullían de noche hasta los rótulos y borraban constantemente las normas. Kevin Brace, como Bola de Nieve en la novela de George Orwell, había sido borrado de los libros de historia.
Dundas era un presentador competente, capaz de hablar con conocimiento sobre diversos temas con los invitados, pero sus entrevistas carecían de la profundidad que Brace había llevado a las ondas. Su humor era demasiado blando y le faltaba la lengua afilada de Brace. Y su voz, cálida y dulce, no tenía el peso y la gravedad de la de aquél, de barítono cascado por el tabaco.
Tras dedicar casi dos meses a reconstruir la vida de Brace, Kennicott tenía una idea bastante clara de cómo pasaba Dundas la jornada. El programa terminaba a las diez de la mañana, hora de Toronto. Se emitía en directo para las provincias marítimas, a las nueve, y se pasaba con un retraso de una hora según se iba hacia el oeste. El locutor dedicaba la hora siguiente a grabar cuñas promocionales de futuras emisiones y asistía a la reunión diaria de guionistas preparatoria del programa del día siguiente. Durante aquella hora de retraso, no podía alejarse mucho por si surgía una noticia de última hora y tenían que rehacer algo en directo para la región central, Ontario y Quebec. A las once, había terminado prácticamente sus obligaciones.
Por eso, minutos antes de las once, Kennicott paseaba lentamente por las inmediaciones del edificio de la emisora. El edificio tenía tres salidas, lo que complicaba adivinar cuál de ellas usaría Dundas. La puerta norte daba a Wellington Street, una calle de un solo sentido muy transitada. No era probable que el refinado locutor quisiera salir por allí. La oeste daba a una calle secundaria menos concurrida, con un gran Starbucks en la acera de enfrente. Kennicott observó a un tropel de empleados de la empresa que salían por aquella puerta como zombis en busca de su dosis de cafeína. «Es hora de unos cafés», en plural, oyó decir a uno.
No imaginaba a Dundas en un Starbucks. Aquel hombre siempre andaba con comentarios nostálgicos sobre cosas como las tiendas de' pueblos pequeños donde había de todo. Le gustaba defender a «la gente de la calle». En el lado sur del edificio había una cafetería de aire acogedor con una colección de teteras antiguas en el escaparate. Eso es, se dijo Kennicott. Entró y encontró asiento cerca del fondo. Cogió un Globe and Mail de un montón de periódicos colocado junto a la mesa de los condimentos y lo abrió, pendiente de la puerta sur.
A las once y unos minutos, Dundas entró en el local con un abrigo largo y deslustrado, grandes mitones marrones y lo que parecía una gorra de lana hecha a mano. En la mano izquierda sostenía una cartera de cuero vieja y rozada. Los cristales de sus gafas redondas se empañaron tan pronto cruzó la puerta, se las quitó y las agitó en el aire. Venía solo. Kennicott lo observó mientras se dirigía al mostrador de encargos para llevar, sin dejar de sacudir las gafas.
Perfecto. Kennicott se puso a la cola detrás de él, con el periódico bajo el brazo.
– Buenos días, señora Nguyen -dijo Dundas a la asiática bajita de la caja cuando llegó al mostrador. Pronunció su nombre vietnamita como era debido, con la g muda.
– Señor Dundas, feliz día de San Valentín. -Ella pronunció la V como si fuera una B- ¿Te verde hoy?
– Una tetera, por favor -pidió él-. Me quedo. Trabajos de estudiantes para corregir -añadió, levantando la cartera.
Kennicott dejó la cola y retrocedió. Observó cómo Dundas tomaba asiento en una mesa del rincón, dejaba la tetera en ella, abría la cartera y sacaba unos papeles. Esperó hasta que Dundas estuvo concentrado en la lectura y entonces se acercó y se sentó al otro lado de la mesa.
– Disculpe -dijo el locutor sin levantar la vista-. Si no le importa, necesito cierta intimidad… -La frase quedó sin terminar cuando Dundas alzó la cabeza y reconoció a Kennicott.
– Buenos días, señor Dundas.
– Hola, agente. -Dundas no levantó la voz-. Después de la primera entrevista, mi abogado se puso en contacto con el detective Greene. Le hemos informado de que no deseo hacer más declaraciones.
– Ya lo sé -respondió Kennicott.
– ¿Entonces?
– Nada nos impide continuar nuestra investigación.
Dundas asintió con la cabeza, como para demostrarle que no tenía que decir nada.
– Y nada nos impide hablar con usted, aunque usted no quiera respondernos -dijo Kennicott.
– Supongo que no -replicó Dundas, arrugando el ceño exageradamente. Alargó las manos por encima de los papeles, cogió la pequeña tetera de porcelana y la taza y las acercó a sí como un chiquillo que alineara sus soldados de juguete.
– Ayer hablé con Howard Peel -dijo el agente. Dundas lo miró.
– Puede hablarme de lo que quiera. No pienso contestar.
– Al principio, Peel tampoco quería hablar conmigo. Pero cuando le conté ciertas cosas que había averiguado, cambió de idea.
Kennicott observó con atención al locutor. Dundas levantó la tapa de la tetera para mirar el interior y una vaharada de vapor le empañó de nuevo las gafas. Kennicott apreció un ligero aroma a jazmín. Dundas no había dicho nada, pero no importaba. Había dejado de resistirse a que le hiciera preguntas y éste era el primer paso.
– Usted conocía lo del contrato que Peel le ofrecía a Brace, ¿verdad?
Dundas se quitó las gafas y las limpió en el suéter.
– Un millón de dólares, treinta y seis semanas de trabajo al año, servicio de limusina -continuó Kennicott-. Y los lunes libres.
– No quiero ser grosero, pero tengo que corregir todos estos exámenes… -El locutor señaló los papeles que tenía delante.
Kennicott no cedió.
– Peel me dijo que Brace quería firmar, pero que el problema era Katherine Torn. Parece que ella tenía muchos problemas.
Dundas frunció el entrecejo. Al hacerlo, su aire juvenil dejó de parecerlo tanto.
– También dijo que Katherine quería ser productora de radio -continuó el policía-. ¿Es verdad eso?
Dundas dejó de jugar con la tetera. Con los brazos caídos a los costados, hundió los hombros. Era el momento de atacar, se dijo Kennicott.
– Peel contó que se preparaba con un «amigo» en el estudio que éste tenía en su casa. Por eso, en diciembre, cuando el detective Greene le preguntó si Katherine había estado alguna vez en su casa, usted dio por concluida la entrevista. -Kennicott endureció la voz-. ¿No es cierto eso?
Dundas apretó los labios.
– He vuelto a consultar los archivos de El viajero del alba -continuó el agente, inclinándose hacia él por encima de la mesa-. En abril pasado, Brace lo entrevistó durante veinte minutos para hablar del estudio de producción que usted tiene en su casa, ¿verdad?
Dundas jugó unos momentos con la taza y, finalmente, asintió. Bien, se dijo Kennicott. Ya estaba haciendo que respondiera.
Dundas levantó la tetera y una cucharilla y vertió la infusión sobre ésta para que no goteara por el pico.
– Y así empezó el asunto. Primero, le dio lecciones de producción radiofónica a Torn.
A Dundas le resbaló la mano y el té rebosó el borde de la taza y cayó al platillo. El locutor emitió un bufido exagerado.
– No es ningún secreto que tengo un estudio -dijo al fin-. Doy mi clase de periodismo allí, una vez por trimestre.
Vamos mejorando, se dijo Kennicott. Dundas había pasado a responder con frases enteras. Pero había eludido la pregunta.
– Mire, señor Dundas, he repasado las cintas de vídeo del vestíbulo de la casa de Brace. Katherine era muy regular en sus actividades. Los martes, miércoles y viernes, salía a las diez y, a las once y media, estaba en las cuadras para la clase de hípica. Pero los jueves por la mañana iba a otra parte, a las ocho.
– Y usted se pregunta adonde iría -apuntó Dundas sin que nadie lo forzara a hablar.
– Los dos lo sabemos, ¿no? Pregunté en la emisora y el jueves era el día en que usted no estaba disponible para sustituir a Brace.
Dundas dejó caer la cucharilla de metal, que golpeó el borde del plato con estruendo.
– No es lo que piensa -dijo.
«No es lo que piensa.» Peel había empleado la misma frase, idéntica, recordó Kennicott.
– ¿Y qué es lo que pienso?
– Mire, yo no tenía ninguna aventura con Katherine. -Dundas volvió los ojos a Kennicott y le sostuvo la mirada por primera vez desde que el agente se había sentado a su mesa. Kennicott advirtió las sutiles arrugas alrededor de sus ojos, disimuladas normalmente por su tez rubicunda. En una ocasión, había leído que las patas de gallo eran el truco que empleaban los charlatanes de feria para adivinar la edad de las personas. Ahora veía por qué. De cerca, Dundas parecía más viejo, cansado y asustado.
– Mire, Dundas, cuando salíamos de entrevistarlo a usted, el detective Greene me contó que, en todos sus años en la brigada de Homicidios, sólo cuatro personas habían interrumpido una declaración durante una investigación. ¿Y sabe qué?
– ¿Por qué no me lo dice usted?
– Al final, los cuatro fueron acusados y condenados.
– ¿Está diciéndome que soy sospechoso?
– Cada vez está más cerca de serlo. Usted se acostaba con la mujer de su jefe y…
– Alto ahí -lo interrumpió Dundas, irguiendo la espalda-. Le he dicho que no estaba liado con ella. Es la verdad. Enchúfeme a una de esas máquinas, si quiere.
– Entonces, ¿qué hacían los dos? ¿Tomar el té?
– No -contestó el locutor. Ahora estaba colérico. Cerró los ojos, sopesando si debía seguir hablando o no. Kennicott casi podía oírlo explicar a su abogado, horas después: «Usted no lo entiende, no tuve más remedio que contarlo».
Dundas levantó la taza y tomó un largo sorbo. Kennicott esperó.
– Está bien -dijo Dundas, finalmente-. La veía los jueves por la mañana.
– ¿Por qué?
– Usted mismo lo ha dicho. Katherine tenía problemas, y el mayor de ellos era la falta de confianza en sí misma. Necesitaba un empleo.
Intentó levantar la taza otra vez, pero le temblaban las manos. Se volvió a Kennicott con el aire de un hombre resignado a su destino.
– Sabía lo del contrato -continuó. Ahora hablaba atropelladamente, como si pensara que, diciendo las cosas más deprisa, podría pasar antes el mal trago-. Kevin me pidió, como un favor, que enseñara producción de programas a Katherine. Fue idea suya.
Aquello era exactamente lo que había dicho Peel. Que Brace también estaba al corriente de que se veía con su esposa. Kennicott decidió cambiar de táctica y mostrarse agradable y comprensivo.
– Así pues, por eso accedió a que usted no fuese su locutor suplente los jueves.
Dundas se limitó a asentir.
Entonces, Kennicott lo entendió: aquel hombre le decía la verdad. Dundas no temía a Brace. Lo que temía era perder el empleo.
– Supongo que la dirección de la emisora no sabía nada de este arreglo -apuntó.
– No creo que les gustara mucho enterarse de que estaba ayudando a su locutor estrella a conseguir un empleo en la competencia. Kevin quería firmar el contrato. El plan consistía en que yo ensenaría a Katherine y ella adquiriría confianza para llevar el trabajo de producción de un programa de fin de semana. -Dundas echó otra ojeada al pequeño café para asegurarse de que no los escuchaba nadie-. Si lo descubrían, me despedirían. Sería el fin de mi carrera, y todo por querer ayudar a un amigo.
– Ayudarlo, y luego quedarse su puesto -apuntó Kennicott.
Dundas se quitó las gafas con gesto enérgico y lanzó una mirada iracunda al policía, como si tuviera ganas de darle una paliza. Bien, se dijo Kennicott; cuando la gente se ponía furiosa, empezaba a largar de verdad.
– Yo no sabía que sucedería nada de esto -replicó entre dientes.
– Pero, cuando sucedió, tuvo más interés en conservar el empleo que en colaborar con la investigación de un asesinato en primer grado. Katherine, muerta. Brace, en prisión y con la amenaza de una condena de veinticinco años. Y usted no quiso ni prestar declaración, Todo para proteger su nuevo puesto. ¿O debo decir el antiguo puesto de Brace? -Dundas rehuyó su mirada. Kennicott hincó el dedo en los exámenes que el hombre estaba corrigiendo-. Apuñalar por la espalda de esta manera al hombre que le dio su primer trabajo en la radio… ¿Esto es lo que se enseña en ética del periodismo?
Kennicott echó la silla hacia atrás y se levantó. Dundas lo miró como un chiquillo perdido.
– Kevin estaba desesperado por que ella dejara la botella. Katherine se mantenía abstemia una temporada, pero luego…
El policía se desplazó hasta la silla contigua a Dundas y tomó asiento. Se había acabado ser la peor pesadilla de aquel hombre. Era momento de ser su mejor amigo.
Dundas agachó la cabeza levísimamente, como amilanado por la presencia de Kennicott.
– Lo que sucedía con Katherine es que, cuando se enfadaba, perdía el dominio de sí misma -continuó y, bajando la mano, se remangó la manga del brazo izquierdo. Kennicott vio una cicatriz ancha y fea en su antebrazo. Parecía bastante reciente y tan profunda que le quedaría la marca durante mucho tiempo-. Mire lo que me hizo la última vez que nos vimos. -Dundas hablaba ahora en susurros. Cerró los ojos y añadió-: Haré la declaración formal. Pero esto es todo cuanto puedo decirle.
Será más que suficiente, pensó Kennicott mientras observaba la cicatriz. La frase que había usado, «Mire lo que me hizo», era la misma que había empleado Howard Peel la tarde anterior, mientras charlaban bajo el frío en el exterior del chalé de esquí.
El detective Greene observó cómo Albert Fernández dejaba un bloc de notas sobre la mesa mientras el doctor Torn tomaba un sorbo de su café exprés doble. Acababan de dar las once de la mañana y estaban en un agradable restaurante italiano en Bay Street. Torn había accedido a encontrarse con ellos antes de la instrucción preliminar con el juez Summers que iba a tener Fernández aquella tarde. Torn había excusado la presencia de su esposa, que estaba en Estados Unidos para participar en una competición de hípica.
El hombre había querido librarse de la atmósfera sofocante de la oficina del Servicio de Apoyo a las Víctimas, por lo que Greene los había llevado allí. El local era su pequeño oasis en el mar de ruidosas zonas de restaurantes de los centros comerciales y de establecimientos de comida rápida. Fernández también tomó un café exprés y Greene, té blanco.
– Disculpe al detective Greene -dijo Fernández, sacando el bolígrafo-. Es el único detective de Homicidios que he conocido que no toma café.
Torn meneó la cabeza con fingido disgusto.
– ¿Es verdad eso, detective?
– Sólo lo he probado una vez -dijo Greene.
– Y seguro que fue por una mujer -apuntó Torn y se rió por primera vez desde que Greene lo conocía.
El detective también esbozó una sonrisa.
– Entonces vivía en Francia, así que, por lo menos, era buen café.
Había sucedido hacía veinte años. El jefe de policía Hap Charlton le había enviado a una misión especial y, cuando se terminó, Greene había tomado un período de excedencia del cuerpo, lo cual era bastante habitual para alguien que había estado tan cerca de que lo mataran en acto de servicio.
Greene había viajado a Europa. Estuvo en todos los lugares que sus amigos de la escuela habían visto cuando tenían diecinueve años, no treinta y dos. A finales de octubre, terminó en un pueblecito del sur de Francia, al oeste de Niza. Una noche fresca fue al cine y salió de él con la ouvreuse, la encargada de romper las entradas cuando el espectador entraba en la sala, a la que se suponía que había que dejar propina.
Françoise era tan francesa que no había salido nunca de su país, salvo alguna esporádica excursión de un día a los pueblecitos italianos de la costa al otro lado de la frontera. Niza, gustaba de recordarle a Greene, era en realidad una ciudad italiana. Su segunda noche juntos fueron a un café y, cuando él pidió té, ella se echó a reír. La mañana siguiente, le preparó ella misma una cafetera e insistió en que lo probara. El líquido oscuro le produjo náuseas. Fue su primera y última taza de café.
De día, Françoise trabajaba de artista gráfica, pero su verdadera pasión era arreglar coches. Los fines de semana, los dos pasaban horas arrancando motores de Peugeot de modelos antiguos y recorriendo el montañoso interior de la región, lejos de la presuntuosidad de la Costa Azul.
– Yo tomé mi primer café en Italia, durante la guerra -dijo Torn-. Me encantó.
Greene asintió.
– ¿Cómo están sus caballos? -preguntó.
– El condenado calor los confunde endemoniadamente. Les gusta el tiempo bien frío.
– Tengo entendido que a Katherine le gustaba cabalgar -comentó Fernández en un intento de participar en la conversación.
– Cuando hace calor, el terreno resulta peligroso. A ellos les gusta firme -continuó Torn y dedicó al fiscal una mirada que parecía decir: déjate de torpes intentos de hacerme hablar de mi hija-. Kate era una amazona de primera -añadió tras otro sorbo-. Se necesitan dos cosas para ser bueno montando: el equilibrio y la coordinación de las manos. Ella estaba dotada de ambas. Como su madre.
– Sé que esto es muy difícil para su familia… -insistió Fernández, apurando su café.
– ¿De veras?-replicó Torn-. ¿Cómo lo sabe?
– Sin duda, para usted y su esposa, la muerte de su única…
Torn descargó un golpe en la mesa, un potente y sonoro manotazo que hizo temblar la mesa. Varios jóvenes camareros se volvieron.
– No me venga con «sin duda», fiscal. Y deje de decirme lo difícil que es esto para mi familia. -Torn estaba cada vez más encendido de ira y sus ojos azules parecían a punto de salírsele de las órbitas-. No tolero que nadie nos diga cómo debemos sentirnos, sin duda, ante la muerte de Kate.
Fernández dijo que sí con la cabeza y, confuso, miró a Greene.
Torn se llevó la mano al bolsillo.
– Miren, aquí tienen mi resguardo del aparcamiento. ¿Se encargarán ustedes de pagarlo?
El hombre se puso en pie con la intención de marcharse. Greene se levantó de la silla al instante. Fernández lo imitó apresuradamente y alargó la mano para coger el papel.
– Se lo abono yo ahora mismo, doctor Torn -dijo. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó la cartera.
Torn titubeó, sin moverse de donde estaba, y se cruzó de brazos. Fernández le ofreció treinta dólares. Torn meneó la cabeza, guardó el dinero en el bolsillo del pantalón y volvió a sentarse.
– La instrucción preliminar del juicio será esta tarde -dijo Fernández, sentándose también-. Me reuniré con la defensa en el despacho del juez Summers. Estoy seguro de que el juez va a apretarnos las clavijas para que aceptemos algo inferior al asesinato en primer grado. Quizá un segundo grado, o incluso un homicidio. Nosotros no vamos a ceder.
Fernández miró a Greene, satisfecho de sí mismo. Por lo general, a los familiares de las víctimas les sentaba muy mal que la Fiscalía.se viera forzada a aceptar un trato y a rebajar la calificación de su caso.
– ¿Esto lo ha decidido usted sin consultarnos? -Torn lanzó una mirada furiosa al fiscal. Luego, se volvió al detective-. Quiere ganar a lo grande, ¿no?
– La Fiscalía no gana ni pierde -dijo Fernández-. Tenemos un caso muy claro.
– ¿Para qué? Ese hombre tiene sesenta y tantos años.
– Sesenta y tres -precisó Greene, interviniendo de nuevo en la conversación porque veía que ésta no iba por buen camino-. Señor
Torn, estoy seguro de que no querrá hacer pasar a su esposa por el calvario de un juicio…
– Si acepta el segundo grado, le caen unos diez años, ¿no?
– Diez es el mínimo. Con su edad, pueden caerle once o doce -dijo Fernández.
– De eso se trata -continuó Torn. Empezaba a levantar el tono de nuevo y su voz resonó en el restaurante vacío-. Ya pasamos por esto una vez con Kate, toda esa publicidad… Fue horrible.
Fernández frunció el entrecejo.
– Cuando Brace y Katherine empezaron a vivir juntos, fue un notición -explicó Greene a Fernández.
– Kevin era el locutor número uno del país. Las portadas de las revistas lo sacaban siempre con su feliz familia -contó Torn-. Y, de repente, se fuga con una recepcionista que trabajaba para su redactor. Kate era alta y guapa. La prensa la convirtió en la rompehogares diabólica. -Torn se levantó y quedó muy claro que no volvería a sentarse-. Al principio, me negué a hablar con Kevin. Sin embargo, cuando se llevaron a su chico, se hizo cargo de las niñas y las educó bien. Para mí, eso cuenta. Y se portó bien con Kate. Gwen Harden, la vieja cabra que le hacía de instructora de hípica, comentaba que Brace era el único marido que estaba atento de verdad cuando montaba en una competición. Los demás pasaban el rato más pendientes de su teléfono móvil o de su agenda electrónica.
– Doctor, le agradecemos la información -dijo Fernández, que también se había puesto en pie, como Greene.
– Ver montar a Kate era una delicia. A mí me encantaba. No podía apartar los ojos de ella. No sé cómo encontró la muerte. Pero ¿ustedes quieren que Brace pase veinticinco años en la cárcel? Ya he visto suficiente muerte en mi vida. Ese jefe de policía suyo quiere convertir a Kevin en su caso ejemplar de violencia doméstica. Quiere extorsionar con él a los contribuyentes para sacarles más dinero. Llegue a un acuerdo hoy, o mi esposa y yo nos llevaremos nuestros caballos a Virginia Occidental. No pienso hacerla pasar por esto otra vez.
Torn dio media vuelta y abandonó el local. Fernández se quedó mirando, pasmado. Greene alargó la mano y le cogió de los dedos el resguardo del aparcamiento.
– Démelo -dijo-. Puedo pasarlo como gasto.
Fernández soltó lentamente el tique.
– ¿Podrá hacer un trato?-preguntó el detective.
– Tengo las manos atadas. Órdenes de arriba -respondió Fernández, moviendo la cabeza-. Torn tiene razón. Quieren entregar la cabeza de Brace en una bandeja. Y tengo el pálpito de que mi carrera de fiscal en casos de homicidio depende de ello.
Greene estudió con detenimiento al joven letrado.
– ¿Se ha fijado en que siempre se ha referido a la «muerte» de su hija? -preguntó éste.
– ¿Que no la ha calificado ni una sola vez de «asesinato», ni ha acusado de tal cosa a Brace? -apuntó Greene al tiempo que le daba los treinta dólares.
– El doctor Torn no es como se lo imaginaba, ¿verdad, detective?
– No diría eso -replicó Greene.
– ¿Por qué no? -preguntó Fernández con curiosidad
– Porque -dijo Greene introduciendo el recibo de aparcamiento en su cartera- cuanto más haces esto, menos prevés las reacciones de la gente a la muerte de un familiar.
– Buenos días, abogados -saludó el juez Summers a Fernández y a Parish, al tiempo que los invitaba a entrar en su despacho. Era la una y media, exactamente. Summers querría haber terminado para las dos. Parish había llegado diez segundos antes-. Pongámonos manos a la obra -añadió mientras se ponía sus gafas de cerca y empuñaba la estilográfica Waterman con sus iniciales-. Empecemos por los condenados formularios. Hay más papeleo hoy en día que en mis tiempos en la Marina, por el amor de Dios.
Abrió una carpeta roja que tenía en medio de la mesa y repasó una serie de preguntas superfluas:
– ¿Está en cuestión la identidad del acusado?
– No -respondió Parish.
– ¿Está en cuestión la jurisdicción del presunto crimen?
– No -volvió a decir la abogada.
– ¿El acusado está capacitado mentalmente para seguir el juicio?
– Sí -dijo Parish.
Con cada respuesta, el juez fue marcando minuciosamente una casilla del formulario. Aquellas preguntas sólo eran el aperitivo de otras más complejas. Tras unas cuantas cuestiones preliminares más, Summers miró a Fernández por encima de las gafas.
– ¿La Fiscalía alega móvil? -inquirió en tono neutro, como si preguntara cómo se deletreaba un apellido. Sin embargo, ésta era una cuestión fundamental.
– La Fiscalía no está obligada a demostrar un móvil -respondió Fernández.
– Conozco la ley, señor letrado. -Summers se quitó las galas-.
Y también conozco a los jurados. Siempre quieren aclarar dos cosas: el cómo y el porqué. Una puñalada. ¿Cómo va a demostrar que hubo intencionalidad, con una sola herida? Sin un móvil, tendrá suerte si lo condenan por homicidio.
Se hallaba en una clásica sesión preliminar de Summers, pensó Fernández. En el momento en que el juez percibía un punto débil en cualquiera de los bandos, se abalanzaba sobre él. Fernández lo había visto chillar, abroncar, engatusar y maldecir hasta a los abogados más veteranos, no importaba si de la acusación o de la defensa. Y una vez había debilitado a uno, iba a por el otro. Luego, cuando los tenía de rodillas a los dos, los obligaba a llegar a un trato. El que fuese, con tal de cerrar el caso.
– Todavía investigamos el asunto del móvil -dijo Fernández.
– ¡Hum!-resopló Summers, como si se hubiera tragado una mosca-. Se trata de un homicidio doméstico. Olvídense de que el acusado es Kevin Brace, el queridísimo locutor. Sucesos como éste se dan a puñados. ¿El móvil? El hombre es dieciséis años mayor que ella; quizá su maquinaria ya no está a la altura y la sorprende con un hombre más joven. O. J. Simpson. Muy sencillo. Lo he visto cincuenta, cien veces.
– Es una posibilidad, desde luego -aceptó Fernández-. Pero no tenemos pruebas de que exista un móvil de ese tipo en este caso.
Summers le lanzó una mirada torva.
– ¿Tiene usted otro? ¿No cree que andaba tras el dinero del seguro de vida de la víctima y que por eso la apuñaló en la bañera, con la esperanza de conseguir que pareciese un accidente?
– No alegamos tal cosa, Señoría -dijo Fernández. Cuando Summers se ponía en aquel plan, uno se metía en un buen lío si mostraba el menor signo de debilidad-. Y tenemos la confesión del señor Brace.
– Ya la he leído, señor fiscal. -A Summers le gustaba demostrar que había hecho los deberes. Volvió la vista a Parish y le sostuvo la mirada-. ¿Se refiere usted a lo que le dijo al repartidor de periódicos, ese viejo indio?
– Sí -dijo Fernández.
Summers asintió y, por primera vez desde que habían entrado en su despacho, guardó silencio. Por último, apartó la mirada de Parish y echó una ojeada al reloj de la pared. Eran la 1330. Quedaban diez minutos, pensó Fernández.
Con una profunda inspiración, Summers se volvió de nuevo a Parish. Como un voraz agente inmobiliario decidido a cerrar una gran venta, seguiría yendo y viniendo de comprador a vendedor, sondeando, hasta conseguir de ambos las concesiones necesarias para acercar posiciones.
– Señora Parish -el juez volvió a ponerse las gafas-, estoy seguro de que su representado aceptará con los ojos cerrados una condena por homicidio. -Summers, más que pedírselo, lo estaba dando por hecho-. Sin antecedentes, crimen pasional, una única herida de arma blanca… Yo le calculo unos cinco años, tal vez siete. Sería un candidato de primera para salir en libertad provisional al cumplir un tercio de la condena, de modo que sólo le quedarían dos años, la mayor parte de ellos en una de esas granjas con campo de golf. A Brace le gusta el golf, ¿verdad? -Summers estaba vendiendo el trato. Estaba intentando acercar posiciones-. ¿Su cliente no ha mencionado nada sobre provocaciones? Ya sabe, un hombre más joven, o algo así…
– Me temo que no, Señoría -respondió la abogada.
– Es una verdadera lástima, maldita sea. -Summers movió la cabeza.
– Si la Fiscalía se aviene a dejarlo en homicidio -dijo ella-, estaré encantada de transmitírselo a mi cliente. Y recalco el «si».
Era una maniobra muy hábil por parte de Parish. Le estaba devolviendo la pelota. Summers miró a Fernández y enarcó una ceja, concentrándose en el fiscal.
– Señor Fernández, ¿podemos esperar que acceda al trato? Desde luego, la Fiscalía puede solicitar una condena muy superior, de entre diez y doce años. Estoy seguro de que podrá proporcionarme una declaración conmovedora de la familia acerca del impacto emocional de haber perdido a la víctima. Era hija única, ¿verdad?
– Sí, Señoría -respondió Fernández-. Pero la Fiscalía no accederá nunca a dejarlo en homicidio. Antes que aceptar un trato así, estoy dispuesto a renunciar al cargo.
El letrado tuvo buen cuidado ele no cerrar la puerta a un trato para rebajar la petición fiscal a asesinato en segundo grado. No llegó a decirlo, pero sabía que todo el mundo lo había entendido.
– Hum… -Summers le dirigió un gesto admonitorio con el dedo-. Hay una palabra que un penalista no debe usar jamás: «nunca». Un juicio es como un barco en alta mar. Nunca se sabe adónde lo llevarán las corrientes.
– Estoy de acuerdo, Señoría -asintió Fernández con una sonrisa. Siempre era importante permitir que Summers tuviera la última palabra-. Presentaremos la acusación de asesinato en primer grado.
Summers pareció dedicar unos momentos a encajar la declaración. Luego, estalló. Descargó un puñetazo sobre la carpeta roja.
– ¡Malditos sean los dos! No estamos en una partida de póquer. Hay una mujer muerta y un marido en la cárcel. Se trata de personas reales, no de una especie de fútbol político. Señor Fernández, sin un móvil, no tiene posibilidad de conseguir una condena por asesinato en primer grado. El asesinato en primer grado, se lo recuerdo, es un homicidio planeado y deliberado. Y usted, señora Parish: la pobre mujer está muerta, desnuda en la bañera. Y el maldito cuchillo está oculto en la cocina. No es homicidio simple. El homicidio, se lo recuerdo, es una muerte sin intención de causarla.
El juez se echó hacia atrás en su asiento antes de añadir:
– Estamos ante un asesinato en segundo grado: mínimo, diez años sin libertad condicional. Es mucho mejor que veinticinco años sin libertad condicional por un primer grado. Señor Fernández, usted pide doce o trece años, y usted, señora Parish, los diez mínimos. -Summers se puso en pie, malhumorado, y cogió el expediente de la mesa-. Los quiero a los dos aquí dentro de una semana, y quiero que lleguen a un acuerdo en este caso. De ningún modo voy a paralizar el proceso un mes para hacer una investigación preliminar inútil. Los veré a los dos dentro de siete días.
– Muchas gracias, Señoría -dijo Fernández, levantándose de la silla. Faltaba un minuto para las dos.
– Gracias, Señoría -dijo Parish también.
Ya en el pasillo, Fernández miró a la abogada.
– Más o menos, lo que esperaba -comentó.
– Yo lo he visto mucho peor otras veces -asintió Parish con una carcajada.
Los dos sabían que la semana siguiente volverían sin nada nuevo que exponer y que Summers montaría otro espectáculo. Sería inútil, lira evidente que irían a juicio.
Nancy Parish entró corriendo en su despacho y arrojó el abrigo sobre una de las dos sillas para visitas que miraban hacia el escritorio. Sin un momento de pausa, se dejó caer en su asiento tras la mesa, dejó su maletín en el suelo y pulsó con una mano la tecla del teléfono para escuchar los mensajes mientras, con la otra, encendía el ordenador y descargaba el correo.
«Tiene dieciocho mensajes nuevos», le informó el contestador. Y había recibido treinta y dos correos electrónicos.
– Por qué no me dejáis todos en paz, maldita sea -murmuró.
Sacó del bolsillo el teléfono móvil y lo puso en el cargador. Mientras se quitaba las botas manchadas de sal y las dejaba debajo del escritorio, se le ocurrió un chiste gráfico: Una mujer vestida de ejecutiva y muy peripuesta -collar de perlas, cartera de piel, hasta el último detalle- está en el infierno. A su alrededor arden las llamas y un puñado de diablillos la acosa con sus horcas. Ella está consultando el buzón de voz de su móvil. El pie dice: «Tiene dos mil cuatrocientos sesenta y seis mensajes… ¡Biiip!».
Eran las seis menos diez y por fin llegaba al despacho. Después de la reunión en la oficina de Summers, había tenido que acudir corriendo al tribunal. La madrugada anterior, la hija de una conocida abogada de familia, una mujer que le enviaba clientes que significaban un veinte por ciento de su facturación, había sido detenida mientras vendía drogas en su colegio privado. A Parish le había llevado toda la tarde conseguir que pusieran una fianza a la chica. Entretanto, a uno de sus clientes más antiguos, que unas semanas antes se había esfumado mientras estaba en libertad condicional, lo habían pillado -los sabuesos» y quería negociar cierta información sobre «el marrón de un asesinato» para no volver a «la trena». Ya se encargaría de eso con el teléfono móvil durante los recesos de la audiencia para la fijación de fianza.
Por el rabillo del ojo, percibió un movimiento en la entrada del despacho. Era su socio, Ted DiPaulo, que se agarraba al marco de la puerta y asomaba la cabeza.
– Hola, Nancy. -DiPaulo traía puesta su habitual sonrisa incombustible-. ¿Cómo ha ido la instrucción preliminar?
Antes de que pudiera responder, sonó la voz femenina del con- testador, con su tono empalagoso: «Primer mensaje pendiente». Y empezó a pasar: «Feliz día de San Valentín, Nancy Gail. Tu padre y yo te…». Nancy lanzó una mueca de disgusto a DiPaulo y pulsó la tecla de pasar al siguiente.
– La instrucción preliminar ha sido absurda, como de costumbre -dijo a DiPaulo-. Summers intentó imponerse, pero el fiscal pedirá asesinato en primer grado, diga lo que diga quien sea. -Señaló las cuatro cajas de embalar apiladas en el rincón de la oficina, con las letras B-R-A-C-E escritas a mano con rotulador negro y añadió-: Ten- tiré que seguir trabajando en el caso.
– Es el problema de los casos sonados -asintió DiPaulo-. En la Fiscalía se vuelven locos…
– Summers apretó de lo lindo a Fernández. Le dijo: «Sin móvil, ¿cómo lo van a considerar primer grado?».
– Summers es un cerdo arrogante -dijo DiPaulo-, pero tiene razón.
El segundo mensaje del contestador interrumpió la charla.
«Soy yo. Desde Costa Rica. No creerás lo barato que me ha salido.
Y tienen playas nudistas con esos jóvenes tan…»
Parish pulsó la tecla de parar y colgó el teléfono. Miró a su socio y sonrió.
– ¿Zelda? -preguntó él, devolviéndole la sonrisa.
– Mi planificadora social personal -confirmó Parish.
DiPaulo asintió.
Ninguno de los dos hizo comentarios durante un rato.
– ¿Te encuentras bien, Nancy? -dijo él por último.
Parish asintió. Desde que había aceptado aquel caso, existía una tregua tácita entre ellos. Hablaban de todo lo que tenía que ver con el trabajo -otros casos, detalles sobre la gestión del bufete, los chismes habituales sobre fiscales y jueces, cualquier cosa- menos, precisamente, de lo que les rondaba la cabeza a los dos en todo momento: de Kevin Brace. Parish sabía que DiPaulo ansiaba preguntarle por el caso, colaborar como su socio silencioso, desarrollar ideas, comentar estrategias…
Ella deseaba desesperadamente confiar en él, decirle: «Ted, no he visto nunca nada semejante. Mi cliente se niega a hablar conmigo. Se resiste completamente a decir una palabra. Una vez por semana, me escribe una nota críptica con la información más básica. Nunca me ha pedido nada, salvo que no le cuente a nadie, ni siquiera a ti, lo de su silencio».
– Sí, estoy bien, Ted -respondió con una sonrisa forzada.
– Escucha -dijo DiPaulo-. Dime que me calle cuando te parezca, pero este caso pide a voces aceptar la calificación de asesinato en segundo grado. Diez años y Brace tendrá setenta y tres cuando salga, por el amor de Dios. Un primer grado sería la condena a muerte. ¿Me he perdido algo?
– Es lo que Summers decía. Intentó hacernos pactar un acuerdo para aceptar el segundo grado, pero Fernández no tragó. Está claro que ha recibido mucha presión desde arriba.
DiPaulo asintió.
– Aunque Fernández quisiera cerrar el acuerdo, Phil Cutter y la gente de la Fiscalía no se lo permitirían. De todos modos, ¿cómo justificará la petición de primer grado sin pruebas ni móvil?
Parish apretó el puño, lo alzó al aire y extendió un dedo.
– A Katherine Torn la encontraron muerta de una puñalada en la bañera. -Extendió otro dedo y continuó-: Se encuentra el arma, un cuchillo, oculta en la cocina. -Levantó un tercero-: Brace confiesa la autoría al repartidor de periódicos, el señor Singh. -Y el cuarto-: Y no vamos a seguir hablando del asunto. -Parish extendió el quinto dedo y concluyó-: Vete a casa y disfruta cocinando para tus hijos.
DiPaulo, antiguo fiscal, se había hecho abogado defensor hacía cuatro años, cuando su esposa había enfermado. Tenían dos hijos, de quince y trece años. Di Paulo había pensado que el nuevo trabajo le daría más flexibilidad, y así fue al principio. La mujer había muerto dos años después y Parish había advertido que en los últimos tiempos, conforme los chicos se hacían mayores, su socio se enfrascaba cada vez más en el trabajo.
– La Fiscalía quiere señalar a Kevin Brace y decir: -¿Veis?, cualquiera puede volverse violento en cualquier momento» -apuntó él.
– Ted, ve a cocinar -insistió ella.
– Ten cuidado con Summers. Es un viejo cabrón, pero no lo subestimes. Está furioso con la Fiscalía e intentará hacerte un favor. ¿Te dio algún indicio?
– No, que yo me enterara -dijo Nancy-. ¿Qué harás de cena?
DiPaulo resopló.
– Esta noche toca lasaña, con ensalada César, rollos de primavera y sopa agria y picante. Tengo cubiertas todas las bases culturales.
– Nos vemos mañana, superpadre -asintió ella. La mujer de DiPaulo era china y sus hijos eran guapos como modelos de moda-. A mí aún me quedan quince mensajes de voz por escuchar.
– No te quedes hasta muy tarde, Nancy -asintió su socio con una última sonrisa. Luego, sacó la mano que escondía a la espalda y le tendió una caja de bombones carísimos, al tiempo que añadía-: Y, por cierto, feliz día de San Valentín…
Unos segundos después, la puerta de la calle se cerró con un chasquido. Parish miró el teléfono y, a continuación, la pantalla del ordenador. Finalmente, sus ojos se posaron en la caja de Ted. De repente, estaba muerta de hambre.
Rasgó el celofán que envolvía la caja y la abrió. Contenía una docena de bombones caseros, todos diferentes. Se llevó el primero a la boca. Estaba delicioso. ¿Summers le había dado alguna pista? Se zampó el segundo. Tenía un sabor maravilloso. Se le encendió una bombilla en la cabeza. Siguió con el tercero. Mmm. ¿Qué era? Y el cuarto. Para relamerse. Piensa, Nancy, piensa.
No cayó en la cuenta hasta que hubo engullido el noveno bombón.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo mientras lo tragaba. Cada bombón era más delicioso que el anterior-. ¿Cómo se me ha podido pasar eso por alto?
Volvió a contar con los dedos y se echó a reír, al tiempo que se preguntaba si Ted lo habría captado.
Tengo que llamar a Awotwe, pensó. Cogió los bombones que quedaban, saltó de la silla y, mientras se abalanzaba sobre el muro de cajas marcadas con el nombre b-r-a-c-e, se metió los tres en la boca.
Cuando pasas dos meses con un tipo las veinticuatro horas del día, compartes celda, trabajas con él en la lavandería y es tu pareja de bridge, al cabo de un tiempo te habitúas al hecho de que no diga nunca una palabra. Incluso empieza a gustarte que no hable, pensó Fraser Dent mientras se pasaba las manos por la cara antes de repartir cartas de nuevo a los otros tres jugadores sentados en torno a la mesa de metal. Además, el propio Dent era un tipo silencioso, a quien no le importaba pasar horas con alguien sin decir nada.
Los cuatro jugadores eran los presos mayores del Don, la «peña de los cuatro ojos», como había apodado un chico negro al cuarteto con gafas. Como eran viejos y tranquilos, ninguno de los jóvenes violentos llegaba a molestarlos. Y ahora que estaban arriba, en la galería hospitalaria, todo iba suave y calmado, como les gustaba a los convictos veteranos.
Aquella noche, la conversación giraba, como de costumbre, acerca de los Maple Leafs. Allí, en la quinta planta, la peña de los cuatro ojos tenía privilegios especiales, uno de los cuales era poder ver el partido completo, aunque tuviera prórroga.
– Yo creía que era cosa del entrenador, pero ahora echo la culpa al director general del equipo -dijo Dent mientras cogía las cartas para jugar la última mano de la noche-. Ya no se puede hacer más fichajes y nos hemos quedado con ese portero viejo al que nadie conoce. Dicen que incluso estudió para abogado. Estamos jodidos.
El partido de la noche anterior había sido otro típico desastre para el equipo de la ciudad. Jugaba en la Costa Oeste y ganaba dos a uno avanzado el tercer tiempo, pero los odiados Los Angeles Kings habían empatado en las postrimerías del encuentro y habían marcado el gol de la victoria en la prórroga. Peor aún, el portero, que era el único jugador del equipo al que merecía la pena ver en acción, se había roto la mano en la última jugada. El suplente, un veterano de treinta y ocho años que había desarrollado casi toda su carrera en categorías inferiores, iba a tener que ocupar la portería en el partido del día siguiente, en Anaheim.
Dent terminó de repartir y miró sus cartas. Tres ases y un puñado de picas altas. Tiene buenas perspectivas, pensó mientras ordenaba la mano.
– Empezaré la subasta por una pica -dijo.
Miró a los ojos a Brace. Si su pareja tenía el cuarto as y unas cuantas cartas altas de los otros palos, estaban en magnífica posición. Como siempre, Brace resultaba indescifrable.
La subasta progresó rápidamente. Brace era rápido a las cartas. Cuando le tocaba hablar a él, indicaba el palo por gestos, señalando con el dedo. Para indicar picas, se tocaba los cabellos, aunque éstos eran más grises que negros. Para corazones o diamantes, se señalaba su propio corazón o el dedo meñique, donde, según les había contado en una nota, en otra época había llevado un anillo de diamantes. Para tréboles, apuntaba al pie derecho con el índice.
– Tres picas -dijo Dent cuando le llegó otra vez la ronda, al tiempo que miraba a Brace con expectación. El ex locutor continuó impasible. El tipo era un libro cerrado, se dijo Dent una vez más. Y a él le había correspondido el trabajo de intentar abrirlo. Buena suerte.
Dent había seguido al dedillo las instrucciones del detective Greene.
– Estás acusado de fraude. Haz correr que te pillaron pasando cheques falsos en unas tiendas -le había dicho el detective-. Si Brace pregunta, dile que necesitabas el dinero para unos pagos y, si insiste, dile que eran pagos de manutención. De un hijo que tuviste fuera del matrimonio.
Greene le había dado instrucciones de que se tomara las cosas con calma.
– Le gustan los tipos listos, pero no los fanfarrones. Cuando llegue el periódico, todos querrán hojear la sección de deportes. Él es un fanático del hockey. Tú coge la sección de negocios y estudia las páginas de bolsa. Suelta tu historia poco a poco. Que si eras un agente financiero de éxito, que si empezaste a beber, que si tu mujer te dejó y terminaste en la calle… De todo eso, limítate a contarle la verdad. Y cuando juguéis al bridge, juega con inteligencia.
La subasta le llegó de nuevo a Brace. Pasó.
Dent había aprendido que su compañero era buen jugador. Nunca se pasaba en el contrato. Esta vez, su mensaje era claro: «Tú quizá tengas buenas cartas, compañero, pero yo no tengo nada».
Lo mismo que tengo yo de ti, se dijo Dent. Nada, cero. En casi dos meses, Brace no había pronunciado una palabra. Y la mayoría de las notas que le había escrito eran totalmente rutinarias: «¿Me prestas un lápiz?», «¿Te gustaría leer este libro?».
El tipo a su derecha, es decir, al este, declaró cuatro diamantes.
Te hemos pillado, pensó Dent.
– Doble -dijo cuando le llegó el turno siguiente. La subasta dio otra ronda: «Paso, paso, paso, paso».
¿Debía él fallar, fallar, fallar, fallar?, pensó, pensando en la reunión que había tenido el día anterior con el detective Greene.
– Última mano, profesores -dijo una voz con marcado acento de la Europa Oriental por encima del hombro de Dent. Era el señor Buzz, que hizo un alto en la ronda para ver cómo iba la partida.
– ¿Cuál es el contrato? -preguntó.
– Cuatro diamantes, doblado -dijo Dent.
– Los mejores amigos de una chica -dijo el señor Buzz, dándole unas palmaditas en el brazo a Dent como para decirle: «Buena subasta».
– Feliz día de San Valentín, chicos -dijo-. Iré a encerrar a esa chusma y ustedes, caballeros, recojan cuando terminen.
Dent y Brace ganaron fácilmente la mano final y no tardaron en volver a la celda que compartían.
– Que durmáis bien, criaturas mías. -El señor Buzz se detuvo ante la puerta, buscó la llave correspondiente en el abultado llavero y los encerró-. Mañana por la noche debuta ese veterano en la portería de los Maple Leafs. Será una escabechina.
El señor Buzz era seguidor de los Montreal Canadiens y le encantaba restregarles en la cara las continuas derrotas del equipo.
– Señor Buzz -dijo Dent-, algún día los Maple Leafs tendrán un buen equipo.
– Sí, y un día todos los delincuentes se reformarán y me quedaré sin trabajo -replicó el guardia y se alejó de la celda riéndose a carcajadas de su propio chiste.
Como cada noche, Dent se volvió a su compañero de celda.
– Buenas noches, señor Brace -murmuró y se encaramó a su litera esperando, como cada noche, el silencio por respuesta.
Sin embargo, en el momento en que apoyaba la cabeza en la delgada almohada de plumas, escuchó una voz.
– Mi padre murió en este lugar -dijo Brace con una voz tan ronca que Dent casi no lo oyó.
– Kevin… -Dent se sentó en el colchón.
– El portero joven encajaba demasiados goles hacia el final del partido -continuó Brace-. Este veterano será mejor.
– ¿Te parece que sí? -preguntó Dent en voz baja, a imitación de Brace.
Se produjo un largo silencio. Dent esperó. Finalmente, oyó que su compañero de celda empezaba a roncar. Se tumbó en la litera y se rió por lo bajo. Los Maple Leafs vuelven loco a todo el mundo en esta ciudad, pensó. A todo el mundo.
A principios de la década de 1960, un grupo de políticos jóvenes del ayuntamiento, decidido a llevar su metrópolis gris y formal a los tiempos modernos, convocó un concurso internacional para erigir una nueva sede. El vencedor por sorpresa, un arquitecto finlandés desconocido, creó un edificio posmoderno de dos torres cóncavas frente a frente, con una cámara municipal en forma de burbuja entre las dos, y situó el edificio en el extremo norte de una gran plaza abierta, en la acera de enfrente del anterior, que ahora se conocía como el Ayuntamiento Viejo.
La plaza del Ayuntamiento ocupaba una manzana entera. Al ser el único espacio abierto en el centro de la ciudad, cada vez más denso, se convirtió enseguida en punto de celebraciones cívicas, conciertos gratuitos, manifestaciones de protesta, mercados al aire libre y demás. Su rasgo más destacado fue una gran pista de patinaje -un añadido perspicaz del arquitecto, que entendía los climas nórdicos- en el ángulo sudoeste de la plaza. En invierno, la pista era un imán para toda clase de patinadores: parejas en su primera cita, familias inmigrantes ansiosas por adoctrinar a sus hijos en los ritos canadienses, adolescentes pendencieros e incluso oficinistas -que habían guardado los patines bajo la mesa del despacho- en el descanso del almuerzo.
Por la noche, cuando las farolas de luz blanca se apagaban y el personal municipal se había ido a casa, aparecía una desarrapada colección de jugadores de hockey. En su mayoría chicos pobres del centro, con el añadido de algunos estudiantes universitarios trasnochadores y jugadores de los barrios residenciales en busca de hielo abierto, transitaban por las calles a oscuras con los palos de hockey al hombro, como solitarios guerreros samuráis camino del combate.
Con los patines bien atados, los sticks por delante en el hielo y divididos en equipos, jugaban un partido caótico, pero organizado, que duraba hasta las primeras horas de la mañana. La pastilla era iluminada desde arriba por el reflejo de las luces de los rascacielos que se alzaban al otro lado de la calle como árboles altísimos en torno a un claro, y desde abajo por el débil resplandor blanco del duro hielo. Cada cuarto de hora, el ding-dong del reloj de la torre del Ayuntamiento Viejo, que se alzaba en la acera de enfrente como una luna vigilante, acompañaba el sonido de los patines al cortar el hielo y el chasquido de los sticks al entrechocar.
Nancy Parish había empezado a jugar al hockey nocturno a su regreso a Toronto, después de sus estudios universitarios en Estados Unidos. La mayoría de los jugadores eran mucho más jóvenes. Una noche, en el equipo improvisado, se encontró con Awotwe Amankwah, un reportero de prensa al que reconoció de los juzgados, e iniciaron una amistad basada en parte en la afición al hockey y, en parle, en la ayuda mutua. Amankwah la llamaba cuando necesitaba una cita para un artículo o información interna sobre un juez desagradable o un fiscal díscolo. Parish, a su vez, le pedía en ocasiones a él que realizara investigaciones que ella no podía llevar a cabo.
La pista de hielo fue el lugar perfecto para encontrarse y hablar, en secreto, durante el proceso de Brace. Habían desarrollado un código sencillo si uno de los dos quería reunirse con el otro. Unas horas antes, Parish había dejado un mensaje de voz para Amankwah en su teléfono del despacho.
«Señor Amankwah -había dicho, asegurándose de que pronunciaba mal el apellido-, le llamo de Seguros de Vida Dominion para hablar de sus coberturas», y había añadido un número de teléfono cuyas cuatro últimas cifras eran 1145. Amankwah llegó a la pista en el preciso instante en que empezaba a sonar el reloj del Ayuntamiento Viejo. Sonaron tres cuartas partes de la tonada. Eran las doce menos cuarto.
– ¿Cómo van las cosas? -preguntó Parish, que procedía a atarse los cordones de las botas de patinar, sentada en un banco de madera a buena distancia del resto de patinadores.
– Mis redactores se vuelven locos porque no hay nada de lo que escribir sobre tu instrucción preliminar con Summers -respondió
Amankwah en un murmullo mientras tomaba asiento a su lado y sacaba sus patines-. Están apretándome para que consiga otra exclusiva. Podría llevarles una historia sobre la maestra de parvulario de Brace y la pondrían en la cabecera de la portada.
– En confianza -reveló Parish-Summers intentó forzar una petición fiscal de asesinato en segundo grado, pero el fiscal no quiso llegar a un pacto.
– ¿Brace lo aceptaría?-dijo Amankwah mientras tiraba de los lazos de los cordones-. ¿Aceptaría un trato así?
Parish terminó de atarse los patines, se levantó y flexionó el palo de hockey en la banda de goma que circundaba la pista para proteger los patines de la gente.
– Ya sabes que eso no puedo decírtelo.
– De acuerdo -asintió Amankwah, que todavía estaba atándose los cordones del segundo patín.
En la pista, el partido ya estaba en marcha y los gruñidos y exclamaciones de los jugadores llenaban el aire nocturno. Parish volteó el stick entre las manos.
– Necesito que me hagas un favor -dijo. Amankwah no respondió. Silencio. Una buena técnica de entrevista, pensó ella y volvió a sentarse a su lado-. Podría ser clave para mi defensa -continuó-. Tiene que ver con la presunta confesión de Brace.
– Me encantará ayudarte -asintió Amankwah.
Parish exhaló y una vaharada blanca de vapor escapó de su boca.
– Necesitarás que te ayude alguien de la sección de extranjero -dijo.
– Esa sección es el objetivo de mi carrera y tengo excelentes contactos allí.
El reloj de la torre del Ayuntamiento Viejo empezó a dar la hora de nuevo. Esta vez sonaron las cuatro partes de su melodía y luego, las doce campanadas monocordes.
Libertad a medianoche, pensó Parish y, volviéndose a Amankwah, le golpeó los patines con el stick.
– Hablaremos de eso después. Primero, un poco de terapia de hockey.
– ¡Daniel! Eres la última persona a la que esperaría encontrar aquí… -dijo una voz femenina familiar detrás de la carta del restaurante chino que Kennicott sostenía en la mano. El agente la bajó y vio ajo Summers plantada delante de él. Como siempre, llevaba su abundante melena recogida en lo alto de la cabeza. La acompañaba un hombre de pelo oscuro y aire pijo, pulcramente vestido con un traje de ejecutivo.
– Hola, Jo -respondió Kennicott, poniéndose en pie.
– Daniel, te presento a Roger Humphries, el factótum de mi antigua empresa. Roger, éste es Daniel Kennicott. Estudiamos juntos en la facultad.
Roger le tendió la mano y le dio un apretón más firme incluso que el de Terrance en College Street, se dijo Kennicott.
– ¡Encantado! -dijo-. Los amigos dejo son mis amigos.
– ¿Por qué no te sientas con nosotros? -propuso Jo a Kennicott, tirándole del brazo.
– No, gracias, no querría entremeterme…
– ¡Oh, vamos! -insistió ella-. La comida china siempre sabe mejor en compañía. Tenemos una mesa reservada en la parte de atrás.
– Te lo aseguro, Daniel, esto va a ser estupendo -dijo Roger con una gran sonrisa-. Estaremos un puñado de colegas del trabajo. Yo soy el jefe del comité social.
– Mi antiguo bufete de abogados -explicó Summers-. Es una tradición del día de San Valentín. Todos los solteros de la oficina nos reunimos aquí.
– Sí, y seguimos haciendo venir a Jo, aunque ella nos abandonara, pobres diablos codiciosos de Hay Street, para seguir la senda de la verdad y de la justicia -añadió Roger. Su sonrisa, increíblemente, se ensanchó aún más-. La necesito. Sabe pedir la comida en chino.
– ¿De veras? -Kennicott miró a Summers.
– Sí -afirmó Jo y le quitó la carta de la mano-. En cantonés y en mandarín.
Atravesaron una cortina de cuentas blancas y rojas y entraron en un gran salón cuadrado, lleno de luces fluorescentes, manteles de plástico y ruido de platos. El salón estaba abarrotado de jóvenes parejas chinas a la última moda, con los palillos en una mano y el teléfono móvil en la otra, y de familias completas en las que los abuelos hacían carantoñas a los nietos. En el centro, en torno a una gran mesa, se sentaba un grupo de gente en ropa de trabajo. Eran los únicos blancos, negros e indostanos del local.
Summers condujo a Kennicott a la mesa y lo presentó al mar de rostros antes de sentarlo a su lado.
– Escuchad todos -dijo a continuación-. Dejad la carta. Vamos a pedir los especiales del día -propuso e indicó la pared del fondo, donde había unas hileras de rótulos de cartulina de diferentes colores llenos de caracteres chinos. Lo único que Kennicott alcanzó a entender fueron los precios.
Una camarera se acercó a la mesa.
– Hola, ¿cómo está usted? -preguntó a Summers con una sonrisa. La mujer hablaba un inglés horrible-. Hoy tenemos comida buena. ¿Qué número en carta?
Summers señaló la pared y se puso a hablar en chino con fluidez. La delgada camarera puso unos ojos como platos y empezó a asentir con entusiasmo mientras anotaba en un pequeño bloc.
Cuando se alejó, Summers se volvió a Kennicott y le lanzó una sonrisa socarrona al tiempo que se encogía de hombros.
– Yo crecí aquí mismo, al doblar la esquina. Mi padre insistió en que no lleváramos una vida acomodada en un barrio residencial. En primer curso, en mi clase sólo había dos niños caucásicos. Más adelante, al terminar la universidad, enseñé inglés en la provincia de Hunan durante dos años. A veces me resulta útil en los tribunales, cuando detienen a una banda china y los oigo hablar entre ellos en el banquillo de los acusados.
Los comensales eran gente simpática y lista. Aunque a Kennicott no le había gustado mucho la práctica de la abogacía, casi había olvidado el placer de la compañía de un grupo de gente brillante y dinámica.
En la policía, Daniel era una rareza: un agente novato a los treinta y pico, ex abogado, que vivía en el centro y calzaba zapatos cosidos a mano. La mayoría de los policías se casaban jóvenes y -por lo menos hasta que se divorciaban- vivían en los barrios residenciales y en verano reunían a algunos colegas en torno a una barbacoa en el patio trasero de sus casas. Kennicott había acudido a algunas al principio de alistarse y, en una ocasión, la mujer de un joven agente había intentado prepararle una cita con su hermana. Él y Andrea volvían a estar «conectados» en aquella época. Desde entonces, siempre había encontrado excusas para escabullirse de las fiestas y pronto habían dejado de lloverle invitaciones.
La comida transcurrió en un abrir y cerrar de ojos y, cuando la camarera se hubo llevado los platos -para lo cual se limitó a coger el mantel de plástico por las cuatro puntas, juntarlas y levantarlo todo de golpe, como una cigüeña transportando su paquete-, Summers tomó del brazo a Kennicott.
– Tengo una teoría acerca de la comida china en Toronto: es mejor cuanto más cerca del lago.
Kennicott asintió.
– No he comido nunca en un chino, fuera del centro.
– Yo no voy nunca a los barrios residenciales -dijo ella-. Vivo lo más al sur que se puede, en las islas.
Los primeros pobladores británicos escogieron Toronto como emplazamiento de su ciudad debido a que una cadena de islas, aproximadamente a media milla de la costa, formaba allí un puerto natural. Las Islas, como se las conocía, habían sido un lugar de descanso para ciudadanos acaudalados a finales del siglo XIX y más adelante, en la década de 1940, se habían convertido principalmente en parque. En los artos sesenta, un grupo de aventureros ocupó varias de las viejas casas en ruinas y, tras años de lucha con el Consejo Municipal, habían establecido una comunidad autónoma, separada de la zona de propiedades inmobiliarias más caras del país por apenas aquel brazo de agua.
– ¿Te gusta vivir ahí? -preguntó Kennicott.
– Me encanta -respondió Summers.
– ¿No tardas mucho en llegar al trabajo?
– Media hora, exactamente, si no pierdo el transbordador. Es el único problema de verdad, el transbordador. Me convierte en Cenicienta. El último servicio zarpa del centro a las once y media, lo que me obliga a estar pendiente del reloj cada vez que salgo de noche.
– ¿Y si pierdes el de la mañana?
– Tienes que esperar media hora, a menos que robes una barca o que encuentres a Walter, el tipo del taxi acuático que lleva aquí un siglo.
Mientras la escuchaba, Kennicott oyó un pitido procedente de la cintura de Jo, quien bajó la mano y silenció la llamada del móvil.
– Eh, todos -anunció-, Cenicienta tiene que decir buenas noches… -Se levantó y repartió besos y abrazos en torno a la mesa. Cuando llegó de nuevo junto a Kennicott, él ya se había puesto en pie. Jo se apartó de la mesa y él la siguió-. Muchas gracias por sentarte con nosotros, Daniel. Ha sido estupendo.
Él estuvo a punto de decirle que también se marchaba y que la acompañaba, pero captó en ella, bajo su afectuosa sociabilidad, aquella timidez de siempre y algo le dijo que se quedara quieto.
– Gracias, Jo. No suelo hacer vida social a menudo, como la gente corriente, por lo que te lo agradezco de veras.
– Lo de tu hermano lo decía en serio -dijo ella en un susurro-. Debes de echarlo de menos.
Kennicott se obligó a esbozar una sonrisa.
– Todo el mundo dice que echas de menos a la familia en ocasiones especiales, como las vacaciones, los aniversarios y los cumpleaños, pero donde te falta de verdad es en el día a día. Ir a ver una buena película y comentarla a la salida, llegar a casa de un viaje y descolgar el teléfono para llamar. A veces, paso días sin pensar en él y, entonces, empiezo a leer un libro u oigo un buen chiste y, de pronto, me descubro hablando mentalmente con mi hermano.
Ella le tocó el brazo y, al cabo de un momento, se marchó.
– Esa Jo es estupenda -comentó Roger, acercándose a él-. La echamos mucho de menos en el bufete.
– Ya lo imagino -respondió-. Parece que era muy popular.
– Sí, mucho. Todos la adoraban. Y muy lista. Amigo, esa chica iba a llegar lejos. Pero no le interesaba.
– Supongo que no -dijo Kennicott, notando todavía el tacto de su mano en el brazo.
– Jo es estupenda -repitió Roger-, pero nadie terminaba de entenderla.
– Supongo que no…
Kennicott se quedó mirando cómo la cortina de cuentas que ella acababa de cruzar volvía a quedarse quieta.
La nieve apilada en las cunetas alcanzaba dos palmos de altura, por lo que Ari Greene tuvo que dar cinco vueltas a la manzana hasta encontrar, finalmente, una plaza de aparcamiento. Apagó la radio del coche y, antes de parar el motor, dio un último golpe de calefactor, aunque de poco serviría. Para cuando se encontrara con su padre en la sinagoga y regresara con él, el coche ya estaría helado. Pero tal vez, se dijo, estaría un poco menos frío.
La nieve también se acumulaba en las aceras y Greene tuvo que caminar por el medio de la calzada. Las farolas iluminaban la nieve que caía, creando una sensación fantasmagórica, casi teatral, como si los copos no existieran hasta que eran bañados por la luz, haciendo una rápida entrada en escena y cayendo luego al suelo en el lugar asignado a cada uno como elementos de una compleja escenografía.
Se hallaba a tres manzanas de la pequeña sinagoga a la que su padre acudía a rezar todos los viernes por la noche. El aparcamiento, que ocupaba tanta superficie como el propio edificio, estaba lleno el resto de la semana, pero aquel día, para cumplir con el Sabbat, permanecía cerrado y todos los que acudían en coche -es decir, la inmensa mayoría de los asistentes- debían aparcar en las calles adyacentes, para gran irritación de los vecinos.
Cuando llegó a las proximidades del edificio, de ladrillo blanco, Greene vio a cuatro o cinco hombres más, todos aproximadamente de su edad, caminando en la misma dirección que él. Los saludó con la cabeza y todos le respondieron del mismo modo. Cada viernes veía a la mayoría de ellos, o a otros que no podían ser sino sus hermanos. Todos estaban allí para lo mismo: hacer de chófer de sus padres en el Sabbat.
– He oído que los Maple Leafs van ganando dos a cero al final del segundo tiempo y que el nuevo portero ha parado veinte tiros -susurró el padre de Greene cuando salió de la capilla al encuentro de su hijo, después de asegurarse de que el rabino miraba a otro lado-. Ya te decía yo que el problema era ese portero joven.
Greene asintió. A pesar de la estricta prohibición de escuchar la radio o ver la televisión durante el Sabbat, las noticias de los últimos resultados deportivos siempre encontraban el modo de penetrar mágicamente los muros del santuario. Cómo llegaban las noticias, el padre de Greene se negaba rotundamente a explicarlo. «Es como en la guerra -le había dicho en una ocasión-. Siempre sabíamos a qué distancia del campo estaban los aliados. No preguntes.»
– El portero veterano ha estado increíble. Tenías razón, papá -respondió Greene, también en voz baja. No se molestó en mencionar que la teoría de «el problema es el portero» era la cuarta o quinta solución para los males de los Maple Leafs que su padre proponía desde Año Nuevo.
– ¿Dónde has aparcado? -preguntó el padre cuando llegaron a la puerta de la calle, mientras guardaba el manto de oración y la kipá en una bolsa de terciopelo azul adornada con una estrella de David.
– A tres manzanas, en Alexis. La mitad de las plazas habituales están llenas de nieve.
– ¿Y los quitanieves? No se ve ninguno, supongo.
– Papá -dijo Greene, al tiempo que lo ayudaba a ponerse el abrigo-, deja que vaya a buscar el coche y venga a recogerte.
Era una regla del Sabbat -tácita, pero estrictamente observada- que nadie llegara hasta la misma puerta de la sinagoga en coche. De algún modo, estaba bien acudir en coche, siempre que uno aparentara que no. Su padre lo miró de soslayo.
– Mira, papá -insistió-, esperemos un poco a que se marche el rabino. Ahí fuera hay veinte grados bajo cero.
La sinagoga poseía una casa en aquella misma manzana y la alquilaba al rabino, lo que le facilitaba a éste ir y venir de una a otra. Como le gustaba decir al padre de Greene: «Para el rabino es muy fácil predicar que no se use el coche en el Sabbat. ¡Como él puede llegar caminando a casa para echar una meada!».
Un hombre alto y joven se acercó y dio una palmada en la espalda al padre.
– Buen sbabbos, señor Greene -le deseó. El hombre hablaba con un asomo de acento estadounidense, probablemente de Nueva Jersey o neoyorquino, se dijo el detective.
El padre miró a su hijo y torció el gesto. Aquél era el nuevo rabino. Llevaba un año en la sinagoga y los miembros más ancianos de la congregación lo criticaban en general, lo cual no era de sorprender pues, normalmente, tardaban cinco años en aceptar a un recién llegado.
– Buen sbabbos, rabino Climans -respondió.
– Qué bendición tener un hijo tan leal, señor Greene -comentó el rabino antes de volverse a otro de sus fieles.
El padre de Greene puso los ojos en blanco. “¡Rabino Climans…! ¿Por qué se llama rabino Climans? -solía decir-. ¡Deberían llamarlo rabino Cliché! ¿Qué se cree, que está ensayando para El violinista en el tejado? ¿De dónde sacan unos rabinos tan fastidiosos?»
Caminaron en silencio por las calles blancas, con el único sonido del seco crujir de sus botas en la nieve fría. No corría un soplo de aire.
Greene abrió la puerta del copiloto a su padre. Dentro del coche, la temperatura era la misma que fuera. A la mierda el precalentamiento, pensó Greene mientras introducía la llave y animaba al motor a ponerse en marcha. Cuando lo hizo, a regañadientes, padre e hijo permanecieron sentados a la espera de que se calentara. De momento, era inútil poner en funcionamiento la calefacción: sólo expulsaría aire frío. Puso en marcha los limpiaparabrisas y la nieve fría y seca voló del cristal, que continuó cubierto por una capa de escarcha.
– ¿Cómo va tu caso? -preguntó el padre.
Greene movió la cabeza.
– Hay algo que todavía no he entendido. Hasta hoy, he detenido a treinta, tal vez cuarenta personas acusadas de asesinato. Cuando los arrestamos, todos dicen algo. Tal vez, «que te jodan, pasma», o, «no diré nada», pero algo dicen. Bruce no ha soltado una palabra. Ni una. Le puse un tío en la celda y lleva allí casi dos meses. Callado como una tumba, maldita sea.
– ¿Ni una palabra? -El padre volvió la cabeza y empezó a abrir un agujero en la escarcha del interior de la ventanilla con la uña.
Cuando su padre callaba, era señal de que estaba concentrado. Habían comentado sus casos de aquella manera desde hacía años. El detective acudía a su padre cuando se encontraba en una encrucijada o en un callejón sin salida. Su opinión, a menudo muy sencilla, siempre resultaba útil.
– Brace tuvo que separarse de su hijo -dijo el padre finalmente.
– El chico era autista -asintió Greene. Se inclinó hacia delante y conectó la calefacción. Una ventolera helada surgió por el respiradero y volvió a apagarla-. En aquella época, fue un asunto bastante duro.
El padre volvió la cabeza y miró a su hijo.
– En los campos, a veces, los hombres dejaban de hablar durante meses. Sobre todo cuando recibían malas noticias,
Greene asintió. Enfocó la salida de aire hacia el parabrisas y conectó de nuevo. Poco a poco, el interior del cristal se descongeló, abriendo un agujero redondo como en un fundido de entrada de una película de cine mudo.
– ¿Tiene dos hijas?-preguntó el padre-. ¿Cómo se llaman?
– Amanda y Beatrice. -Greene se encogió de hombros.
– Muy británico -susurró-. Cuando asesinaron a mi primera familia, estuve casi un mes sin decir nada.
Greene asintió. Las ocasiones en que su padre mencionaba a su primera familia perdida eran pocas y espaciadas.
– Papá, ayer, después de la rueda de prensa, el jefe me ofreció dos entradas para el partido contra Washington, a finales de enero. ¿Querrás ir? No has estado nunca en el ACC. -El Air Canada Center era el lujoso nuevo hogar de los Toronto Maple Leafs.
– Tal vez.
Greene comprendió que su padre no lo acompañaría. Años antes, cuando había ingresado en Homicidios, Charlton le había regalado dos entradas para el viejo estadio de los Maple Leafs, el Gardens. Su padre se había pasado media vida en Canadá viendo el hockey por televisión, pero jamás había asistido a un partido en directo.
La velada fue un desastre. A la madre de Greene le preocupaba que no encontraran aparcamiento en el centro, de modo que tomaron el metro. En la estación de Eglinton, montaron en un vagón abarrotado y, tan pronto se cerraron las puertas, el padre rompió a sudar. La gente se apretujaba y el pobre empezó a temblar.
Greene lo sacó del tren en la siguiente parada. Era sábado por la noche y estuvieron veinte minutos esperando un taxi bajo un frío atroz. Cuando llegaron al Gardens, casi había terminado el primer tiempo. Tuvieron que cruzar un largo túnel para llegar a sus asientos y, cuando estaban por la mitad, al padre le entró pánico. Cuando salieron a las gradas, sobre la pista brillantemente iluminada, tuvo la impresión de que su padre se encogía. En aquel preciso momento, los Maple Leafs marcaron un gol y diecisiete mil personas se levantaron al unísono para celebrarlo a gritos. Por primera vez en su vida, Greene vio el miedo en la expresión de su padre.
A duras penas, consiguió llevarlo hasta sus localidades. El padre permaneció pegado al asiento durante el resto del partido y se negó a moverse ni siquiera en los intermedios. Mediado el tercer período, se inclinó hacia su hijo y le susurró que tenía que ir al baño.
Para entonces, los Maple Leafs ya iban perdiendo por tres goles. Greene recogió las chaquetas y condujo a su padre por el túnel hasta los retretes de caballeros, frente al puesto de palomitas.
Los servicios eran sorprendentemente grandes. El suelo era de frías baldosas y las paredes estaban pintadas de un verde mate descolorido. No había retretes individuales; la sala estaba dominada por una larga pileta central de porcelana con urinarios a ambos lados, donde un puñado de hombres se aliviaba, generando un río amarillo de orines espumeantes. El olor a meados impregnaba la atmósfera.
El padre se quedó paralizado, asido a la mano de su hijo, y al cabo de un momento se vomitó encima.
El calefactor del coche empezó a caldear el interior del vehículo y la escarcha del parabrisas fue despejándose. Sin embargo, la nieve que caía continuó adhiriéndose al cristal, envolviéndolos en un blanco capullo que, de nuevo, les impedía la visión. El aire era seco y Greene notaba la piel escamosa.
– Un hombre no olvida a sus hijos -sentenció el padre-. Nunca.