– Te he preparado un té.
Jennifer Raglan abrió la puerta de la habitación de Ari Greene y se metió en la cama a su lado. Greene cogió una almohada y se acomodó, medio incorporado.
– No hirvió tanto como para eliminar el oxígeno del agua -comentó ella con una risilla, mientras colocaba entre los dos una bandeja con una tetera, una taza y un plato de naranjas a rodajas, perfectamente presentadas.
– Gracias. -Greene alargó la mano hacia la tetera.
– Ya lo hago yo -dijo ella. Greene espero y Jennifer llenó la taza y se la acercó.
– ¿Tú no tomas nada?
Ella dijo que no con la cabeza. Llevaba una de las camisetas negras de manga corta de él. Las mangas le llegaban a medio antebrazo.
– Ayer lo notifiqué a la Fiscalía -dijo ella mirándole a los ojos-. Me tomo el verano libre. Cuando vuelva, dimitiré de fiscal jefe. Quiero volver a llevar casos de uno en uno.
La taza que Greene tenía en la mano era muy gruesa. Todavía no se notaba caliente.
– Los chicos están hechos un lío. -Jennifer movió la cabeza-. Simón habla de abandonar el hockey y William se dejó el trabajo de ciencias en mi casa cuando era la semana de su padre y yo estaba dando una conferencia en el norte y Dana no aguanta…
Greene le tomó la mano. Ella, finalmente, volvió el rostro hacia él, con un temblor en el labio Inferior.
– Está bien dijo él.
– Es sólo que…, que… -Se echó a llorar. Lloró como lo hace quien no derrama lágrimas a menudo-. Los chicos se lo toman fatal. Y tengo miedo de que empiecen a odiarme. -Sacudió la cabeza de nuevo y añadió-: No es un mal hombre.
– Está bien -dijo Greene.
– Necesito darle una oportunidad más. Lo lamento mucho… -Jennifer hundió la cabeza en su hombro. Él la ayudó a incorporarse.
– No hay nada que lamentar -respondió.
Ella se enjugó las lágrimas con la manga.
– No te preocupes -dijo con una risilla-. No soy Ingrid Bergman a punto de subir a un avión.
Greene le devolvió la risa:
– Y yo no soy Humphrey Bogart alejándose en la niebla…
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó ella.
Greene se encogió de hombros. La respuesta era evidente, pero temía herirla si la expresaba.
– Siempre hay otro asesinato -dijo, en lugar de ello.
– Y siempre hay otra mujer -replicó ella, amagando en broma un puñetazo a las costillas.
– Vamos, vamos. No se puede tener todo.
Ella le rozó la mejilla y exhaló un largo suspiro.
– No tengo que recoger a los chicos hasta dentro de hora y media.
Él le apartó la mano y la retuvo en la suya.
– Iré a desayunar al Hardscrabble Café -dijo-. Queda lejos.
Ella le apretó la mano y asintió.
– No te rindes nunca, ¿verdad?
– Siempre hay algo que he pasado por alto.
Ella se inclinó, le dio un beso y se acurrucó contra él.
– Te he mentido -dijo-. Soy Ingrid Bergman. Abrázame, Ari…
Ari Greene, el perpetuo detective, pensó Daniel Kennicott cuando se asomó a la ventana de su casa y vio pasar ante su puerta el viejo Oldsmobile. Aunque había espacio de sobra delante mismo de la casa, Greene aparcó un trecho calle arriba y volvió andando.
Era un auténtico tic de policía, tan instintivo que resultaba casi innato: pasar al volante por delante del objetivo y echar un vistazo antes de entrar en acción. Llegaba con diez minutos de adelanto. Otro tic de policía.
Kennicott cerró la cremallera de la cartera de mano. Le llevó unos minutos cerrarlo todo en el apartamento. Tenía una nota para el señor Federico en la que le pedía que le regara las plantas durante los quince días que estaría ausente.
Cuando llegó al jardín delantero, Greene estaba de conversación con el casero. El tema, naturalmente, eran las tomateras del señor Federico, que ya estaban en plena floración gracias al tiempo primaveral, insólitamente cálido.
– Hoy es luna llena -decía el señor Federico, señalando el horizonte, donde una luna redonda colgaba sobre los tejados de las casas a aquella hora temprana de la mañana-. El mejor día para plantar.
Greene asintió solemnemente al tiempo que cruzaba la mirada con Kennicott.
– Mi casero está muy orgulloso de sus tomates -comentó el agente mientras se acomodaba en el asiento del acompañante del coche de Greene-. El avión sale a las siete y media de esta tarde.
– Tenemos tiempo. Son pocas horas de trayecto -dijo el detective y puso el motor en marcha.
No había mucho tráfico. Cruzaron la ciudad en silencio, tomaron la autovía del norte y no tardaron en encontrarse en unas carreteras rurales salpicadas de granjas y de campos de maíz recién plantados.
Greene lo había telefoneado a última hora de la noche y se había ofrecido a llevarlo al aeropuerto tras aquel desvío. Kennicott había aceptado gustosamente. Los dos sabían que su inminente viaje a Italia era la mejor pista que tenían en el caso de su hermano. El trayecto les daría oportunidad de repasarlo todo una vez más. Sin embargo, en lugar de hablar, Kennicott se descubrió mirando por la ventanilla en silencio. Pensando.
Pensar era una especie de arte perdido, solía decir Lloyd Granwell, el mentor de Kennicott en su antiguo bufete de abogados de Bay Street. Granwell, socio principal que lo había reclutado personalmente para la firma, usaba un sistema con los abogados antes de que fueran a juicio.
Pedía a cada letrado, joven y nervioso, que acudiera a su despacho con todas sus notas para el juicio, lo recibía con su habitual cortesía y, a continuación, se lo quitaba todo de las manos. Incluido el ordenador portátil y las ubicuas agendas electrónicas.
«Ahora -le decía entonces, conduciéndolo hasta una puerta lateral-, haz el favor de tomar asiento en esa habitación.» Abría la puerta y lo hacía entrar en una sala pequeña y cómoda, amueblada con una silla y nada más. Lo único que colgaba en las paredes era un viejo anuncio de IBM de los años cincuenta, con una única palabra en él: PIENSA.
«Siéntate, por favor -repetía-. Ahora, pasarás la próxima hora aquí, sin teléfono móvil ni ordenador, sin carpetas, ni blocs de notas ni bolígrafo. A solas con ese cerebro que Dios te ha dado. Haz algo que mucha gente ha olvidado cómo se hace: pensar.»
Los abogados siempre entraban en la Caja de Granwell con una expresión de terror en el rostro. Inevitablemente, salían relajados y confiados. Y agradecidos.
El campo se hizo más agreste conforme avanzaban hacia el norte. Los árboles caducifolios y las granjas opulentas dieron paso paulatinamente al bosque de coníferas y la roca del Escudo Canadiense.
– Son las nueve -dijo Greene cuando pasaban ante una casa de campo abandonada-. Escucha esto.
Majó la mano y conectó la vieja radio del coche.
«Buenos días -dijo una voz que le sonó familiar-. Soy Howard Peel, propietario de Parallel Broadcasting. Hoy me satisface mucho anunciarles que tenemos un nuevo programa matinal y un nuevo conductor para el programa.»
Kennicott miró al detective. Greene se volvió con una sonrisa sardónica.
«Hola, soy Donald Dundas y estoy encantado de sumarme al equipo de Parallel Broadcasting. Bienvenidos a nuestro nuevo programa… Desayuno al sol.»
Greene y Kennicott se echaron a reír.
– Y aún se pone mejor -dijo el detective-. Escucha quién es el primer invitado.
«Esta mañana entrevistaremos al jefe de policía de Toronto, Hap Charlton, que nos hablará de la nueva unidad de choque que el cuerpo ha establecido para…»
Greene alargó la mano y apagó la radio.
– Plus ça change!-comentó.
– Charlton tiene siete vidas -asintió Kennicott.
– O más. Cuando Fernández se reunió con Cutter, Gild y el jefe en el Vesta Lunch, llevó una pluma especial que le había regalado su padre. En ella escondía una micrograbadora. Su padre es dirigente de un sindicato local y la utiliza cuando tiene reuniones con la dirección. He escuchado la grabación una decena de veces. Cutter y Gild caen en la trampa, pero Charlton es más astuto que un zorro.
– ¿No hay nada contra él que lo incrimine?
– Fanfarronea un poco sobre que el dueño del Vesta Lunch le cubría cuando era policía de patrulla en la calle, hace veinticinco años. De la parte jugosa de la conversación, sin embargo, se mantiene al margen.
Al cabo de casi dos horas de viaje, la carretera enfiló cuesta abajo hasta que apareció ante ellos el brillante azul de un gran lago. En su orilla se alzaba un edificio de madera de aspecto anticuado, junto a una amplia playa de arena y un gran embarcadero cuadrado que se adentraba en el agua. Varios grupos de niños jugaban en la arena, nadaban y saltaban de un trampolín a gran altura. Era como si alguien hubiera colocado ante los ojos de Kennicott una postal de una escena de verano perfecta.
La carretera se desvió del lago y subió rápidamente a través de una gran trinchera en la roca. Sendas placas de granito cortado a pico emparedaron la carretera, reemplazando en un abrir y cerrar de ojos la bucólica escena estival.
Kennicott había intentado averiguar más sobre el esquivo detective, pero siempre había pinchado en hueso. Greene se había criado en Toronto, había ingresado en el cuerpo con casi treinta años y había ascendido rápidamente. Hacía unos años, había pasado algo -Kennicott no lograba descubrir qué- y Greene se tomó una larga excedencia. Sus padres eran supervivientes del Holocausto. El padre de Greene, que había sido zapatero, estaba echando una mano en la investigación del asesinato de su hermano, que era el único caso de Greene sin resolver. ¿Greene estaba soltero, casado, divorciado? ¿Tenía hijos? ¿Hermanos? Un misterio.
– Un verano, mis padres me mandaron aquí de campamento -comentó Greene. Era muy raro que el detective comentara algo de su vida.
– ¿Le gustó? -preguntó Kennicott. Greene se encogió de hombros.
– Tenga, écheles un vistazo -dijo, entregándole varios papeles que sacó de la cartera.
El primero era una copia del expediente de tráfico de Jared Cody, con domicilio en 55 Pine Street, Haliburton, Ontario. Sin antecedentes penales. Sin multas destacables. Sólo un par de denuncias por exceso de velocidad.
– ¿Quién es? -preguntó Kennicott.
– Un tipo que estaba siempre en el café durante mis visitas. Es otra de mis malas costumbres: me dedico a anotar matrículas. La última vez que estuve allí, anoté la suya en el dorso de un recibo de una crema para la dentadura postiza que había comprado para mi padre. Ayer hice una búsqueda e imprimí el resultado. Mire las otras hojas.
Kennicott echó un vistazo a la siguiente. Contenía dos informes de incidencias de la policía. El primero llevaba fecha de 15 de marzo de 1988. Decía:
Un grupo de ciudadanos se congregó a las puertas de la oficina de la Asociación de Auxilio Infantil, en Toronto. Llevaban carteles de protesta y megáfonos y gritaban: «Devolvednos a nuestros hijos». El líder del grupo, Jared Cody, nacido el 1 de mayo de 1950, se identificó como abogado especialista en derechos de la infancia. Se advirtió a los manifestantes que no causaran alteraciones del orden ni invadiesen la propiedad privada. No se practicaron detenciones
La segunda estaba fechada en 1989.
Un grupo de ciudadanos se congregó en la calle principal de la población de Haliburton. Llevaban carteles de protesta y megáfonos, y gritaban: «Devolvednos a nuestros hijos». El líder del grupo, Jared Cody, nacido el 1 de mayo de 1950, se identificó como abogado especialista en derechos de la infancia. Se presentó una fuerza policial y se produjo un forcejeo. Un agente recibió un empujón por la espalda y, en la caída, rompió el escaparate de una tienda llamada Stedmans. La señora Sarah Brace, nacida el 21 de diciembre de 1947, recibió una amonestación al respecto y quedó libre. No se practicaron detenciones.
– Parece que le dio un buen empujón al agente -comentó Kennicott.
– Por la espalda -dijo Greene.
Continuaron la marcha en silencio durante un rato.
– Las obras en la carretera eran realmente terribles las otras veces que he estado aquí -indicó Greene mientras seguían ascendiendo. Un rótulo junto a la calzada anunciaba, acogedor: BIENVENIDO A LAS TIERRAS ALTAS DE HALIBURTON -. Este tramo de doble carril es totalmente nuevo.
– McGill dijo que las obras estaban acabando con el negocio -asintió Kennicott.
– Probablemente. Eran kilómetros de calzada levantada -continuó Greene-. Es otra mala costumbre que tengo, ¿sabe? Cuando un caso se ha cerrado, me gusta volver a echar un último vistazo. Siempre hay algo que me había pasado inadvertido. Normalmente, es algo de lo más evidente.
Veinte minutos más tarde, llegaron al Hardscrabble Café. Pasaban unos minutos del mediodía y el aparcamiento estaba lleno de vehículos, la mayoría de ellos furgonetas rurales de caja abierta.
Al entrar en el local, el olor a pan recién hecho despertó de inmediato el hambre de Kennicott. El restaurante estaba abarrotado. Un ventilador suspendido del techo giraba a toda velocidad, pero en las mesas hacía calor. Encima de ellas, también colgados del techo, había unos hermosos ramilletes de flores, Ocuparon la última mesa, cerca de la ventana del fondo, y al cabo de unos minutos se acercó la camarera, una mujer delgada, a tomar el pedido.
– Lamento haberlos hecho esperar -dijo mientras preparaba el bloc para anotar.
– Hola, Charlene -dijo Greene-. ¿De qué es la ensalada especial de hoy?
Charlene miró al detective. Estaba claro que no lo había reconocido.
– De tomate y pepino -respondió, después de consultar el dorso del bloc-. Todo cultivado aquí.
Greene pidió la ensalada. Kennicott, una lasaña casera. Cuando Charlene se disponía a irse, Greene se inclinó hacia ella con una expresión conspiradora.
– ¿Podría hacerme un favor?-le dijo, al tiempo que sacaba del bolsillo una cucharilla metida en una bolsa de plástico-. Dígale a la señora McGill que ha venido el señor Greene a devolverle cierta pieza de cubertería.
La camarera puso unos ojos como platos mientras Greene depositaba la bolsa en la mesa, junto a su plato.
Comieron con calma. Greene tenía razón: la comida era buena. El detective pidió pastel de frambuesa para los dos. Cuando estaba acabando, por las puertas batientes de la cocina apareció Kevin Brace. Kennicott miró a Greene. Éste no pareció en absoluto sorprendido.
Brace sostenía una cubeta rectangular de plástico anaranjada con la que iba de mesa en mesa con paso calmoso, apilando platos y cubiertos sucios. Hacía el trabajo metódica y pausadamente, sin apresurarse. Como lo haría un preso que cumpliera condena, pensó Kennicott mientras lo veía acercarse a su mesa.
A corta distancia, Kennicott observó que Brace se había cortado el pelo. Lucía un corte vulgar y barato. A pesar del calor del comedor, llevaba un jersey de cuello alto, blanco. Al reconocer a los dos hombres, asomó en su rostro inexpresivo una sonrisa estupefacta. Recogió sus platos y los amontonó despacio.
Cuando intentó coger la cucharilla de la bolsa de plástico, Greene alargó la mano bruscamente y la puso encima.
– Las huellas de esta cucharilla son la razón de que hoy sea usted un hombre libre -dijo el detective. Su voz no sonó enfadada ni conciliadora, sino neutra.
Brace miró a Greene directamente a los ojos y asintió, sin borrar de sus labios aquella sonrisa, en la que no había ni asomo de celebración. Kennicott recordó lo que había comentado Howard Peel acerca de Brace: «Le hemos exprimido al tipo hasta la última gota. Probablemente, está contento en la cárcel».
Sarah McGill salió de la cocina con una ancha sonrisa en los labios y una toalla de secar platos colgada al hombro, se acercó y tomó asiento al lado de Greene.
– Hola, «señor» Greene -lo saludó con un brillo en la mirada. Brace continuó apilando platos, como cualquier otro empleado que cobrara el salario mínimo.
– Tengo algo que devolverle -dijo el detective y le acercó la bolsa de plástico, arrastrándola sobre la mesa.
– Quizá debería llamar a la policía e informar del robo. -McGill se rió. Greene, también.
Kennicott observó a Brace. La mirada de éste no reveló nada, Alargó la mano, cogió la bolsa, sacó la cucharilla y la echó en la cubeta de plástico. En el fondo de ésta había una capa de agua jabonosa y Kennicott observó cómo el cubierto se hundía gradualmente.
– ¿Cómo va el huerto este año? -preguntó Greene a McGill. Ella arrugó la frente.
– Bien. Ha hecho calor.
– La comida está deliciosa -aseguró él.
– Gracias. -McGill descansó la mano en el brazo de Greene. Brace dejó de apilar platos y se hizo el silencio en la mesa. Nadie dijo una palabra. McGill, era evidente, le estaba agradeciendo al detective mucho más que los halagos a su cocina o la devolución de la cucharilla.
– Disculpen… Lo siento, señora McGill -dijo una voz, a la espalda de Kennicott. El agente se volvió y descubrió a Charlene-. Se ha volcado un plato en esa mesa… -añadió la joven camarera.
McGill dirigió una última mirada a Greene. Kennicott la vio apretarle el brazo.
– Ya voy -dijo, echando mano a la toalla.
– Hoy no veo por aquí al señor Cody -comentó Greene-. Ese tipo que siempre se queja de que los lunes esté cerrado.
McGill miró al detective y se rió.
– Jared ha ido a pescar-contestó-. Además, ahora abrimos siete días a la semana.
Greene se levantó rápidamente, tendió la mano y estrechó la de Sarah.
– La mejor de las suertes a usted y a su marido -dijo como despedida.
De regreso al aparcamiento, Greene hizo un gesto con la cabeza a Kennicott.
– Echemos un vistazo al huerto -le propuso-. Está ahí detrás.
Rodearon el edificio. Detrás se abría un campo de cultivo rectangular, rodeado de una valla alta de alambre de espino. En el terreno había varias filas de tutores con toda suerte de plantas trepadoras y bancales en los que crecía una variedad de verduras y hierbas en lotes pulcramente ordenados y etiquetados.
– A mi casero le daría envidia la cantidad de terreno que tienen por aquí -comentó Kennicott.
En aquel momento se abrió la puerta trasera del café y salió un hombre de aspecto desgarbado, enfundado en una sudadera de hockey de los Toronto Maple Leafs, con un cubo y unas tijeras en la mano. El hombre miró a Kennicott y Greene un momento; luego, apartó la mirada, abrió la verja de la valla y entró en el huerto.
Greene permaneció inmóvil al lado de Kennicott. Aquel hombre era la viva imagen de su padre, con los mismos ojos castaño oscuros. También era alto, pero iba encorvado.
Avanzando con precisión entre las hileras de plantas, Kevin júnior cortó cuidadosamente un puñado de lechugas y hierbas sin dejar de tararear por lo bajo, ligeramente desentonado. A continuación, dejando el cubo y las tijeras en una mesilla de madera, se agachó sobre un surco recién abierto, se llevó la mano al bolsillo trasero y sacó un paquete de semillas de tomate.
Con aparente irritación, sacudió la cabeza y volvió a mirar hacia ellos, evitando el cruce de miradas. Dirigió la vista al cielo y se encogió de hombros, como resignado a algún destino terrible. Kennicott miró arriba y vio la luna llena, visible sobre el horizonte.
Volvió a bajar los ojos a tiempo de ver cómo Kevin júnior depositaba suavemente las semillas en el suelo virgen, sacaba un rotulador y lenta, meticulosamente, escribía en una etiqueta.
El señor Federico asentiría, pensó, viendo a Kevin júnior tan a gusto entre sus plantas.
De vuelta, en el coche, Greene se mostró taciturno. La carretera estaba despejada y avanzaron a buena marcha. Mientras descendía por la zanja abierta en la roca granítica, se volvió a Kennicott.
– ¿Qué tal?
– La comida es buena, como usted dijo. Y fresca. Recuerdo cuando era pequeño, mi madre tenía un huerto en casa y… ¡Eso es! -la idea golpeó a Kennicott como un mazazo.
– ¿Qué? -dijo Greene. Dirigió la mirada un instante a Kennicott y volvió a fijarla en la estrecha carretera-. ¿Qué?
– Los Maple Leafs -murmuró Kennicott-. Los Toronto Maple Leafs.
No puedo creer que vuelva a estar aquí, pensó Nancy Parish mientras ocupaba la silla de duro plástico de la sala de entrevistas 301 del Don. La misma silla en la que había pasado la mitad del invierno, enfrente del inescrutable Kevin Brace.
No tenía previsto estar allí aquella tarde pero, por la mañana, Ted DiPaulo, su socio, se había colado en su despacho.
– Nancy, no vas a creerlo -le dijo, al tiempo que depositaba en su escritorio un sobre cuadrado de papel caro. Ya estaba abierto y dentro venía un tarjetón bellamente repujado.
Philip Cutter y Barbara Gild, abogados y procuradores, se complacen en anunciar la apertura de sus nuevas oficinas y le ruegan su asistencia a la fiesta de inauguración, que se celebrará el 10 de julio.
Parish le devolvió la invitación con una carcajada.
– Puedes ir tú por la firma, Ted.
– Ni en un millón de años -replicó él, sin esbozar siquiera una sonrisa. Todavía estaba furioso con el trato que habían recibido Cutter y Gild en la Fiscalía. En lugar de despedirlos de inmediato, se les había permitido dimitir discretamente e incluso mantener intacta la pensión. Y ahora, sin perder un segundo, se pasaban al bando de los abogados defensores. DiPaulo se sentía ofendido hasta la médula.
Guardó el sobre y alargó la mano para coger el llavero de Parish, que ella había arrojado entre los montones de papeles que llenaban su escritorio. Sin pedir permiso y con gesto experto, empezó a sacar una de las llaves.
– Los socios están para esto -dijo.
Parish acababa de coger otro formulario más del Colegio de Abogados que debería haber rellenado y enviado hacía meses. Levantó la cabeza y lo miró.
– ¿Qué haces? -preguntó.
– Estoy quitándote la llave del despacho.
– ¿Qué?
– Te prohíbo que vuelvas por aquí en lo que resta de semana.
– ¡No puedes hacer eso! -protestó ella, tratando de cogerle el llavero con aire juguetón.
– Demasiado tarde -replicó él en tono triunfal, cogiendo la llave con fuerza.
– Ted…
– Hablo en serio, Nancy. Esas pilas de papeles no se harán más pequeñas por mucho que las muevas de aquí para allá. Se tarda mucho en recuperarse de un juicio grande y hace un tiempo espléndido. Tómate la semana libre.
– ¡Pero si estamos a lunes!
– Tienes cuatro días. Ve a plantar petunias.
Parish torció el gesto.
– Ya probé hace unos años, cuando compré la casa. Me gasté quinientos dólares en plantas anuales.
– Estupendo.
– No. Quedaron todas muy deslucidas porque no las podé nunca.
– Ve a podar, entonces. Sal a que te dé el sol.
Parish sabía que tenía razón. Hacía seis semanas que había terminado el juicio de Brace y había pasado por todas las etapas predecibles del síndrome de abstinencia. La primera semana había hecho poco más que mover papeles de sitio en el despacho y demorarse en los almuerzos, repasando página a página los cuatro periódicos diarios. Para entretenerse, borraba los perpetuos mensajes de voz de los periodistas que querían entrevistarla para hablar del caso.
Su amiga Zelda la arrastró a una noche de vodka y conversación sobre el tema favorito de Zelda: la vida sexual de Nancy. Un tipo en el bar le había pedido el teléfono y ella había llegado a dárselo. Cuando la había llamado, al cabo de unos días, ella le había dicho que lo llamaría al cabo de un par de meses. El hombre había parecido claramente decepcionado.
La semana siguiente se hizo la solemne promesa de ser más productiva y, en efecto, participó en un pequeño juicio, unas cuantas declaraciones de culpabilidad y alguna vista previa. Lo que se había percibido como una «gran victoria» en el caso Brace le había proporcionado un montón de posibles clientes nuevos. Algunos eran interesantes, pero muchos eran perdedores, gente con casos desesperados que querían cambiar de abogado en la vana esperanza de que ella pudiera sacar un conejo de la chistera.
Al final de la tercera semana, no pudo seguir retrasando la visita a casa de sus padres y consiguió no pelearse con su madre durante dos días enteros. Su fin de semana Bridget Jones, había pensado cuando, a última hora de la noche del sábado, se encontró sentada en su antigua habitación, con la ventana abierta de par en par, fumando el primer cigarrillo que encendía en años.
Las últimas semanas habían pasado en una bruma difusa. Ted tenía razón al echarla del despacho. Cuando salió a la calle, decidió acercarse a la floristería de George. Éste, un viejo chivo de modales ásperos que parecía llevar los mismos vaqueros con peto durante todo el año, la recibió con su habitual humor irascible.
– Buenos días, letrada -dijo mientras cortaba capullos de unas plantas de aspecto lánguido.
– Hola, George -lo saludó. El surtido botánico de la tienda, muy abundante por lo general, se veía en esta ocasión escaso y poco lucido. lira evidente que todas las plantas anuales apetecibles habían sido adquiridas hacía tiempo por los jardineros conscientes y responsables.
– Este año viene más tarde que nunca.
– He andado muy liada.
– Creo que la vi en el periódico una vez, esta primavera. Cuando envolvía unas plantas para clientes que compraban en temporada.
– ¿Queda algo decente? -preguntó ella.
En aquel preciso instante, sonó su móvil. George puso los ojos en blanco mientras ella respondía.
– Nancy Parish -dijo, dándole la espalda.
– Señora Parish -respondió una voz que no reconoció-. Me dio su número un antiguo cliente suyo…
– Llame a la oficina, por favor. Me he tomado la semana libre y mi socio…
– Compartí celda con él todo el invierno -continuó el hombre-. Creo que querrá usted verme.
Se llevó sin más unas plantas que George le recomendaba y salió apresuradamente.
Media hora después, el antiguo compañero de celda de Kevin Brace entraba en la sala 301 y tomaba asiento en la que Parish había terminado por considerar la silla de Brace.
– Fraser Dent -se presentó, tendiéndole la mano. Calvo en la coronilla, llevaba los cabellos muy largos a los lados, lo que le daba un aire de payaso. En su boca se dibujaba una amplia y mordaz sonrisa.
Parish se dio cuenta de que se había acostumbrado tanto al silencio de Brace en aquella estancia, que le sorprendía oír a alguien hablando.
– ¿Qué sucede? -dijo ella, preparando una hoja en blanco y un Bic sólo un poco roído.
– Nada, en realidad -respondió él, frotándose el rostro con las manos-. Ayer me cargué una ventana en el refugio.
– ¿Y…?
– Bueno, con mis antecedentes, no tengo modo de salir con fianza. Quiero que me haga un favor. Llame al detective Greene y dígale que estoy aquí.
– El detective Greene… -repitió Parish con cautela-. La última vez que supe de él, era detective de Homicidios. ¿Por qué habría de molestarse por un tipo que rompe una ventana?
– Usted dígale sólo que se ha estropeado el aire acondicionado en el refugio, así que voy a estar descansando aquí unos días. Además, los Jays juegan en Kansas City y dentro puedo ver los partidos después del toque de queda.
– ¿Quiere que le diga eso?
– Puede decirle que me gustaría salir…, digamos, el viernes. He visto el mapa del tiempo y la ola de calor ya debería haber pasado para entonces.
Parish dejó el bolígrafo y sonrió.
– Bien -dijo-. Llamaré a Greene.
– Si no consigue dar con Greene, llame a Albert Fernández. He oído que últimamente le va muy bien en la Fiscalía.
Parish se echó a reír.
– Qué coincidencia. Fernández también lleva casos de asesinato, por lo que estoy segura de que también estará muy interesado en su caso.
– Perfecto -dijo él.
– Muy bien, señor Dent. Los llamaré a los dos si me responde a una pregunta.
– Dispare.
– Alguien como usted ha tratado con muchos abogados. ¿Por qué me ha llamado a mí?
Dent le dirigió una gran sonrisa, a juego con su aspecto de payaso.
– Como le dije por teléfono, un antiguo cliente suyo me habló de usted.
– ¿Qué le dijo?
– No me dijo nada, señora Parish. Nada de nada. -Dent soltó una carcajada-. Me dio esta nota. Y me dijo que, cuando me metieran en la cárcel, usted es la mejor abogada de todo el país, maldita sea.
Dent le entregó un papel doblado. Parish lo desplegó despacio, con manos temblorosas. Reconoció al instante la letra de Brace.
7 de mayo, por la mañana temprano
Nancy:
Suceda lo que suceda hoy, quiero que sepa que es una abogada extraordinaria y una persona muy especial. Le deseo toda la felicidad que merece.
Por favor, ocúpese del señor Dent. Puede necesitar sus servicios de vez en cuando.
Kevin
Por alguna razón, el olor a basura del montacargas cuando lo tomó para volver a la planta baja no era tan terrible como recordaba. Mientras la puerta de la prisión se cerraba de nuevo tras ella, avanzó por la larga rampa que se extendía junto al muro, la misma rampa que había subido con su maletín cargado durante aquellos oscuros meses de invierno.
Soplaba una leve brisa y el aire era cálido y húmedo. Conforme bajaba, sus pasos se aceleraron. Ya sabía qué haría aquel día.
Al salir de la floristería, George le había endilgado dos plantas.
– Es un poco tarde para esas otras, señora Parish -le había dicho. -¿Qué más hay?
– Es hora de que pase a las perennes. Pruebe esto.
– ¿Qué es?
– Espliego.
– ¿Espliego?
– Sí. Huele de maravilla y ni siquiera necesita fertilizante. Póngalo al sol y ya está. El único truco es no plantarlo demasiado hondo.
– Creo que a eso llego-había dicho ella, llevándose las dos macetas mientras guardaba el móvil en el bolsillo de los vaqueros.
– Además -dijo George, casi con una sonrisa-, el espliego me recuerda a usted, letrada.
– ¿Por qué? -preguntó ella.
– Porque le encanta el calor.
Espliego, pues, se dijo Nancy mientras apretaba el paso por la rampa, con el bolígrafo rebotando en el pasamanos, ra-ta-ta-ta, hasta que alcanzó la calle. A la carrera.
– ¿Qué pasa con los Maple Leafs? -preguntó Greene. Había atravesado la brecha en la roca a toda velocidad y había detenido el coche en la cuneta delante del viejo centro de vacaciones junto al lago.
Kennicott miró hacia el agua y vio a una adolescente sola en lo alto de la estructura de madera del trampolín. Parecía nerviosa.
– Kevin júnior es un gran seguidor del equipo. Como su padre -dijo Kennicott, volviéndose al detective-. ¿Recuerda todos esos vasos y jarras de los Maple Leafs que vimos en el apartamento de Brace? Reparé en ellos la primera vez que estuve allí. Supuse que eran de Brace.
Greene escuchó con interés, mirándolo fijamente.
– La señora Wingate también tenía una colección de ellos en su apartamento.
– A eso voy -continuó Kennicott-. El hijo es autista. Le gusta rodearse de objetos que conoce. Tiene mucho más sentido que todos esos vasos fueran suyos, no de su padre.
Greene chasqueó los dedos.
– Brace estaba solo en el apartamento todas las tardes, entre semana.
– Se quedaba en casa a hacer la siesta. -Kennicott se encogió de hombros.
– Nada de siestas -dijo Greene-. La propia señora McGill nos dijo que Brace no duerme apenas. Lo que hacía era ocuparse de su hijo.
Kennicott dirigió la mirada a la chica de la torre, que se asomaba al vacío reuniendo valor para saltar.
– Pero Wingate nos dijo que su nieto no estaba nunca en el apartamento de Brace y usted la creyó.
– Sólo dije que la creía -le corrigió Greene-. Lo dije para que continuara hablando. Cuando un testigo hace una declaración tan rotunda, o bien dice la pura verdad, o es una mentira desesperada. En aquel momento, tanto ella como McGill estaban desesperadas pe ›i mantener al chico aparte de todo esto.
– ¿Cree que lo hizo Kevin júnior y que todos lo están encubriendo?
Greene se encogió de hombros.
– ¿Por qué habría de estar en el apartamento a esas horas de la madrugada? Parece más lógico que la visitante fuese Sarah McGill.
Kennicott miró de nuevo a la chica de la torre. Por su lenguaje corporal, vio que su confianza se desmoronaba.
– Volvamos atrás -dijo Greene-. Cuando un caso ha termina do, siempre me gusta preguntarme quién ha salido ganando y quién, perdiendo.
– Sale ganando Sarah McGill, sin duda -apuntó Kennicott Vuelve a tener a su marido y también a su hijo. Katherine Torn está muerta. El café está a salvo y la Asociación de Auxilio Infantil no volverá a molestarla acerca de sus nietos. Nadie, salvo nosotros dos y Fernández, sabe que estaba en el apartamento esa mañana. ¿Cree que ella mató a Torn?
Greene se limitó a mirarlo fijamente y respondió:
– Tanto su padre como su instructora de hípica dijeron que Katherine tenía un gran sentido del equilibrio, lo que la convertía en una amazona de primera. ¿Cómo iba a resbalar y clavarse el cuchillo en la caída, como dice McGill que sucedió?
– El suelo estaba resbaladizo -dijo Kennicott-. Yo mismo me caí…
– Sí.
– McGill nos dijo que Torn le había arrebatado el cuchillo de la mano a Brace -añadió Kennicott.
– Es probable que lo hiciera. Torn intentaba desesperadamente llamar la atención. La mayoría de los intentos de suicidio sólo son eso, intentos, gritos de auxilio que no pretenden tener éxito. En vista de todo lo que sabemos de Katherine, no tengo duda de que intentó estrangular a Brace. Y es probable que apuntara el cuchillo contra ella misma, como nos contó McGill.
– ¿Pero…?
– La mayoría de los hechos decisivos en la vida de las personas se producen en un instante, sin que apenas intervenga una decisión consciente. Torn estaba en el filo de la navaja. Volvía a beber. Tenía el nivel plaquetario por los suelos. Sarah McGill también estaba desesperada. Su restaurante hacía aguas. Sus hijas le daban nietos y seguía paranoica con los de Auxilio Infantil. De repente, aparece Torn del dormitorio. Desnuda. Desquiciada. Se lanza sobre Brace y empieza a estrangularlo. McGill la obliga a soltarlo. Recuerde que McGill tiene unas manos muy fuertes: lleva muchos años amasando pan todos los días. Torn empuña el cuchillo de Brace y apunta con él hacia su propio vientre. Se presenta así la ocasión impensada. Al cabo de tantos años de rabia y de pérdida, McGill dispone de su oportunidad.
– ¿Cree que ella apuñaló a la víctima?
– Lo dudo. No aparecieron huellas suyas en el cuchillo.
– Tal vez puso las manos encima de las de Torn.
– O quizá pudo empujarla. Imagine. Torn coge el cuchillo y apunta a su estómago. Tal vez incluso se hace un pequeño corte. Lo único que tiene que hacer McGill es darle un empujón.
Greene miró por la ventanilla si había un hueco en el tráfico para incorporarse a la carretera principal, pero pasaban coches sin cesar. Kennicott observó que la chica de la torre había abandonado el trampolín y empezaba a bajar.
– ¿Recuerda lo que dijo McKilty, el patólogo?-dijo Greene-. Una vez el cuchillo penetra la piel, no hay nada en el vientre que detenga la hoja. Lo atraviesa como un almohadón de plumas. -Apoyó de nuevo las dos manos en el volante, como para hacer una demostración-. A finales de los años ochenta, McGill mandó a un policía contra un escaparate de un empujón en una manifestación contra la Asociación de Auxilio Infantil. Un empujón, como el que habría bastado en el caso de Torn.
Kennicott miró hacia la torre una vez más. Agarrada a los peldaños de la escala, la muchacha se había detenido cuando sus ojos estaban a la altura del trampolín. Aun desde la distancia, Kennicott podía apreciar que se agarraba con todas sus fuerzas a la madera. Imaginó sus nudillos, blancos de la tensión.
Sus dedos…
Se volvió y miró las manos de Greene, todavía agarradas con fuerza al volante.
La idea le vino con tal lucidez que creyó que los ojos iban a saltarle de las órbitas.
– Las magulladuras de los brazos de la víctima…
– ¿Qué magulladuras? -preguntó Greene.
– ¿Recuerda la autopsia, cuando llegó con McKilty y yo estaba observando el cuerpo de Torn?
– Le miraba los hombros.
– Y la parte superior del antebrazo, Tenía marcas. Ho dijo que no eran nada y McKilty lo corroboró. Podía haberlas causado casi cualquier cosa.
– Sobre todo, con el recuento plaquetario tan bajo -asintió Greene-. El cuerpo sufre moratones con mucha facilidad. Vemos esa clase de marcas continuamente y no ofrecen utilidad como evidencia.
– A menos que tengan algo especial -dijo Kennicott y levantó una mano con los dedos abiertos-. La marca de la mano en el brazo derecho del cadáver tenía un pulgar y cuatro dedos, pero en el brazo izquierdo sólo había huellas de tres dedos.
– Tres dedos… -repitió Greene-. ¡A McGill le falta el dedo anular de la mano izquierda!
Los dos hombres se miraron un largo instante.
– Quizá sucedió así: Sarah McGill sujeta a Katherine y la empuja sobre el cuchillo -apuntó el detective-. Eso explicaría por qué Brace la metió en la bañera: para limpiar los rastros de ADN de McGill. Katherine le ha aplastado las cuerdas vocales, por lo que apenas puede hablar. En vista de ello, renuncia a salir bajo fianza para mantener a salvo el secreto. Entonces asiste a su declaración en el tribunal, se da cuenta de que usted ha deducido que había alguien más en el apartamento y decide declararse culpable.
– ¿Y a quién protege? ¿A Sarah, a su hijo, a sus nietos? -preguntó Kennicott.
– Recuerde lo que nos dijo McGill de su marido: «Pobre Kevin, ha querido a dos mujeres y las dos estábamos locas».
– ¿Adónde nos lleva eso?
– Yo supuse que ese diecisiete de diciembre -dijo Greene- era la única vez que McGill había estado en el apartamento de Brace.
– ¿Cuándo más pudo haber estado? Torn lo habría sabido.
Greene movió la cabeza en gesto de negativa.
– Vuelva a sus notas. Verá que Torn pasaba la noche del domingo en cusa de su familia. Brace no trabajaba los lunes. Incluso insistió en tenerlos libres como condición de su contrato con Parallel Broadcasting.
– ¿Por qué?
– Porque pasaba el domingo por la noche con su esposa -explicó Greene-. Dos mujeres. Seis noches con una, la séptima con la otra.
Kennicott asintió.
– Pero, el diecisiete de diciembre, Katherine lo sorprendió. Volvió a casa en plena noche.
– ¿Recuerda a Rasheed, el conserje?-dijo Greene-. Lo vio en el vídeo haciendo una llamada por teléfono inmediatamente después de que Torn llegara al aparcamiento subterráneo. Supusimos que llamaba a Brace para decirle que ella estaba en casa.
– Pero lo llamaba para prevenirlo. Porque sabía que Sarah McGill estaba allí.
– McGill. La maestra del disimulo. Los domingos, cierra el café a las dos. Emplea una hora en limpiar y poner orden, y tres más en venir a la ciudad. El aparcamiento gratuito en Market Street empieza a las seis, tal como me dijo su hija. El domingo por la noche, no sucede nada fuera de lo normal: sólo la cena familiar habitual. Cuatro generaciones. Edna Wingate, su hija Sarah McGill, su yerno Kevin Brace, su nieta Amanda con el bebé y su nieto Kevin júnior. Una gran familia feliz. Como vienen haciendo desde siempre.
– Y, luego, Brace y McGill…
– Pasan su acostumbrada noche juntos. Wingate pudo mirarme a la cara y decirme la verdad: que ese domingo por la noche no había visto nada fuera de lo normal. Rasheed entiende de colar gente disimuladamente en un edificio. Por eso, en el vídeo, lo vimos acercarse a la caja de ascensores. Apostaría a que pulsó el botón del piso 12 para darle un poco más de tiempo a Brace. En cualquier caso, McGill tuvo que salir del apartamento a toda prisa.
– Eso fue a las dos.
– Exacto. Unas horas después, McGill vuelve para hablar con Kevin. Tal vez para que le dé los dos mil dólares, o quizá para un último beso. Sabe que Kevin estará levantado y que la puerta estará abierta para el señor Singh. Supone que Torn estará dormida. Pero no lo está. Intuición femenina, tal vez, o una trampa tendida para sorprender a Brace tonteando con su mujer.
– Todo esto da motivos a McGill para matar a Torn, ¿no?-apuntó Kennicott-. Para librarse de ella de una vez por todas. Sobre todo, si se interpone entre ella y un contrato de un millón de dólares.
– Exactamente.
Greene pasó el brazo por los hombros de Kennicott. Éste no recordaba haber visto al detective hacer nunca algo parecido.
Un denso silencio cayó sobre el coche.
– ¿Por qué le dijo a Singh que la había matado él? -preguntó Kennicott, por último.
– Tal vez no vio lo que hacía Sarah -apuntó Greene.
– O tal vez Torn se clavó sola el cuchillo, realmente, y él se sintió responsable.
– O quizá lo hizo el hijo y lo encubren todos.
Greene retiró el brazo y miró de nuevo la carretera. Todavía no había espacio entre el tráfico para incorporarse.
– Pero tenemos la marca de los tres dedos de Sarah en el brazo del cadáver -señaló Kennicott-. Es un indicio contundente.
– ¿De veras?-replicó Greene-. Tal vez se lo hizo intentando apartarla. O tratando de salvarla. Quizá Katherine cayó en sus brazos. McKilty dijo que, con su nivel de plaquetas, se magullaría como un plátano maduro.
Kennicott se volvió hacia la dubitativa muchacha. Seguía inmóvil en la escala. Parecía congelada en el espacio.
– ¿Adónde nos lleva esto? -preguntó por fin.
– A ninguna parte, en realidad -respondió Greene, volviéndose de nuevo hacia la carretera. Seguían pasando vehículos-. Tres dedos o no, las marcas de manos en los brazos de Torn no son, en sí, una prueba irrefutable de nada. Necesitamos más. Si pudiéramos demostrar que acudía allí todas las semanas, que nos engañó al respecto, quizá tendríamos algo.
– ¿Cuál es nuestro siguiente paso?
– El mío, llevarlo al aeropuerto. Y el suyo, irse a Italia. Mañana por la mañana, volveré al antiguo apartamento de Brace. Con suerte, los nuevos inquilinos me dejarán echar una ojeada. Con más suerte aún, todavía tendrán todos esos vasos y jarras de los Maple Leafs. Si aparecen huellas de McGill en varios de ellos, estaremos un paso más cerca.
– ¿Y si ya no están esos vasos?
– A veces, Kennicott, uno tiene que vivir con el pensamiento de que sabe algo pero no puede demostrarlo.
– ¿Lo olvidamos y ya está?
– Si nosotros dos tenemos algo en común, es que no olvidamos nunca. Volveremos por aquí de vez en cuando.
– A probar ese pan casero de McGill -asintió Kennicott.
Greene miró por la ventanilla una vez más.
– Lo único que sabemos con certeza es que Brace no dejó nunca de querer a McGill. Siempre la consideró hermosa.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque se lo decía al señor Singh todos los días.
Kennicott sonrió al recordar las notas que había tomado aquel primer día.
– Se refiere a eso de: -¿Qué tal su esposa, señor Kevin?». «Más guapa que nunca, señor Singh. Le agradezco el interés»?
– Eso es -dijo Greene-. Apuesto a que Sarah aguardaba detrás de esa puerta todos los lunes por la mañana, sólo para oírselo decir. ¿Sabe?, mi padre se preguntaba por qué no se había casado nunca con Katherine Torn. Ya lo sabemos.
– Quería a dos mujeres.
– Y casi se sale con la suya.
Los dos se echaron a reír.
Greene vio, por fin, un hueco en el tráfico. Piso a fondo el acelerador, se levantó grava bajo las ruedas y el Oldsmobile aceleró con sorprendente brío, incorporándose rápidamente a la calzada. Kennicott se volvió para echar una última mirada a la torre del trampolín. La muchacha empezó a estremecerse en la escala. De repente, agarró el peldaño que tenía encima y se encaramó a la plataforma. Sin titubear, avanzó a la carga por el trampolín y saltó. El coche de Greene aceleró y, aunque Kennicott estiró el cuello para seguir mirando, el lago desapareció de la vista antes de que la chica llegara al agua.
El señor Singh disfrutaba especialmente de los largos días de finales de primavera y principio del verano en Canadá. Le recordaban su casa, donde en esta época del año acostumbraba levantarse con las primeras luces, a las 4.13, y aún era de día cuando se retiraba, pasadas las nueve y media. Aquello hacía más agradable su trabajo.
Además, esta mañana tenía buenas noticias, pensó el señor Singh mientras sacaba su navaja del bolsillo y cortaba el cordel del fajo de periódicos en el vestíbulo de Market Place Tower. Había recibido aviso de que se reanudaban las entregas en el apartamento 12A y se preguntó quién sería el nuevo cliente, el que recibiría su última entrega del día.
Después del juicio del señor Brace, la señora Wingate, del 12B, había puesto en venta su propiedad y los nuevos dueños leían el Toronto Star, en lugar del Globe. El señor Singh había sabido el día anterior, apenas, que los nuevos inquilinos del 12A eran suscriptores del Globe, lo cual significaba que volvía a tener un motivo para subir a la planta doce.
Market Place Tower era un edificio con buen mantenimiento. El aire acondicionado era muy eficiente, por lo que el señor Singh estaba muy fresco cuando salió del ascensor en el último piso. Dobló a la derecha y tomó una vez más la ruta familiar hacia la puerta del 12A.
No había recorrido medio pasillo cuando vio que la puerta estaba abierta. Un signo esperanzador. Al acercarse, oyó una voz. Masculina. Muy joven.
– Cariño, he cargado todos esos vasos de los Toronto Maple Leafs en el lavavajillas.
– Fantástico. Déjalo funcionando mientras estamos fuera. -La segunda voz era de mujer, joven también, y sonaba amistosa-. Podemos regalarlos al Ejército de Salvación.
El señor Singh avanzó despacio. Los viejos números metálicos de la puerta habían sido sustituidos por una placa blanca con delicadas letras azules.
– Sólo me queda atarme los cordones -oyó que decía el hombre, y luego captó el chasquido del cambio de ciclo en el lavavajillas. Unos pasos se acercaron a la puerta y, de pronto, ésta se abrió del todo. Al momento, tuvo ante él a una pareja joven, ataviados los dos a juego con camisetas finas de color aguamarina, pantalones cortos negros y zapatillas de deporte de un blanco radiante.
– ¡Oh, hola! -dijo el hombre, deteniéndose al momento. Muy rubio, le sonrió y dejó a la vista una dentadura blanca y sana.
– Buenos días, señor. -Con el último periódico del reparto en la mano, Singh se volvió a la mujer-: Buenos días, señora.
La mujer avanzó un paso. Sus cortos cabellos negros enmarcaban unas facciones encantadoras.
– Ya nos llega el Globe. Fantástico -dijo y le cogió el periódico con relajada confianza-. Cal, a la vuelta compraremos unos cafés con leche y lo leeremos en la terraza.
– Estupendo -asintió el hombre y le tendió la mano al señor Singh-. Cal Whiteholme.
– Bienvenido -dijo el señor Singh-. Yo soy Gurdial Singh, la persona que reparte su periódico.
– Ésta es mi guapa esposa, Constance -la presentó el hombre llamado Cal, tomándola del brazo.
La mujer llamada Constance, que ya estaba leyendo el periódico, levantó la vista al señor Singh. Tenía unos ojos azules espléndidos.
– Hola -dijo con una gran sonrisa.
– El banco acaba de devolvernos a casa después de pasar dos años en París -explicó el hombre-. Y le aseguro que las pequeñas cosas, como los trituradores de residuos, recibir el periódico en la puerta y poder realmente correr por la hierba del parque, resultan simplemente maravillosas.
– Salimos a correr todas las mañanas antes del trabajo -añadió la mujer, levantando la vista otra vez. Radiante-. Es fantástico que venga usted tan temprano.
– Efectúo mi reparto en el 12A todos los días a las cinco y treinta, en punto -anunció el señor Singh-. Antes era maquinista jefe de los Ferrocarriles Nacionales de la India, así que uno está acostumbrado a la puntualidad.
– Espléndido -dijo el hombre llamado Cal.
El señor Singh sonrió.
Se produjo un silencio incómodo.
Por un momento, el señor Singh pensó en informar a la joven pareja de que los Ferrocarriles Nacionales de la India eran la mayor empresa de transporte del mundo. Entonces advirtió que la mujer llamada Constance hacía tintinear unas llaves en la mano y decidió dejar la conversación para más adelante.