DAENERYS

En aquella ciudad de riquezas esplendorosas, Dany había imaginado que la Casa de los Eternos sería el más espléndido de los edificios, pero cuando bajó del palanquín se encontró ante unas ruinas antiguas y grises.

Era una edificación baja y alargada, sin torres ni ventanas, que se enroscaba como una serpiente de piedra a través de un bosquecillo de árboles de corteza negra, de cuyas hojas color azul tinta extraían los qarthianos la pócima que llamaban «color-del-ocaso». No había otros edificios en las proximidades. El techo del palacio era de tejas negras, muchas de las cuales se habían caído o estaban rotas; la argamasa que unía las piedras estaba seca y se desmoronaba. Ahora comprendía por qué Xaro Xhoan Daxos llamaba a aquel lugar «Palacio de Polvo». Hasta Drogon parecía inquieto allí. El dragón negro siseaba, y le salía humo entre los dientes afilados.

—Sangre de mi sangre —dijo Jhogo en dothraki—, este lugar es malévolo, es una guarida de espíritus y maegi. ¿No ves cómo se bebe el sol de la mañana? Vámonos antes de que nos beba también a nosotros.

—¿Qué poder pueden tener si viven en un lugar como éste? —intervino Ser Jorah Mormont deteniéndose junto a ellos.

—Atended el sabio consejo de los que bien os quieren —dijo Xaro Xhoan Daxos, asomándose del palanquín—. Los brujos son criaturas crueles que comen polvo y beben sombras. No os darán nada. No tienen nada que dar.

Khaleesi, todo el mundo dice que son muchos los que entran en el Palacio de Polvo, pero pocos los que salen. —Aggo echó mano de su arakh.

—Todo el mundo lo dice —corroboró Jhogo.

—Somos sangre de tu sangre —intervino Aggo—. Hemos jurado vivir y morir como tú. Permite que entremos contigo en ese lugar oscuro, para guardarte de todo mal.

—Hay caminos que hasta un khal tiene que recorrer a solas —dijo Dany.

—Entonces permitid que os acompañe yo —suplicó Ser Jorah—. Es muy peligroso que…

—La reina Daenerys tiene que entrar sola, o no entrar. —El brujo Pyat Pree salió de entre los árboles. Dany se preguntó cuánto tiempo llevaría allí—. Si da la vuelta ahora, las puertas de la sabiduría quedarán cerradas para ella por siempre jamás.

—Mi barcaza de paseo nos está aguardando —insistió Xaro Xhoan Daxos—. Dad la espalda a esta locura, oh testaruda reina. Tengo flautistas que apaciguarán vuestro corazón atormentado con la música más dulce, y una niñita cuya lengua os hará suspirar y derretiros.

Ser Jorah Mormont lanzó una mirada avinagrada al príncipe mercader.

—Alteza, acordaos de Mirri Maz Duur.

—La recuerdo —replicó Dany; de repente había tomado una decisión—. Recuerdo que tenía conocimientos, y no era más que una maegi.

Pyat Pree sonrió con los labios apretados.

—La niña habla con la sabiduría de una anciana. Cogeos de mi brazo, permitid que os guíe.

—No soy una niña —replicó Dany. Pero, de todos modos, tomó su brazo.

Bajo los árboles negros la oscuridad era más intensa de lo que había supuesto; y el camino, muy largo. Aunque parecía que el camino desde la calle hasta la puerta del palacio era recto, Pyat Pree no tardó en tomar un desvío. Dany quiso saber por qué.

—El camino directo permite entrar, pero no salir —se limitó a responder el brujo—. Prestad atención a lo que os digo, mi reina. La Casa de los Eternos no se construyó para simples mortales. Si tenéis en alguna estima vuestra alma, andad con cuidado y haced lo que os digo.

—Haré lo que me digáis —prometió Dany.

—Cuando entréis, os encontraréis en una sala con cuatro puertas: la que os llevó a la sala y tres más. Cruzad siempre la puerta que tengáis a la derecha. Siempre la de la derecha. Si os encontráis ante una escalera, subid. Nunca bajéis, y nunca crucéis una puerta que no sea la de vuestra derecha.

—La puerta de mi derecha —repitió Dany—. Comprendo. ¿Y cuando salga, al revés?

—En modo alguno —replicó Pyat Pree—. Haced lo mismo al entrar y al salir. Siempre hacia arriba. Siempre la puerta de vuestra derecha. Puede que se abran otras ante vos. Con visiones maravillosas y visiones de un horror indescriptible, de maravillas y de terrores. Con imágenes y sonidos de días pasados, de días venideros y de días que nunca existieron. Puede que os dirija la palabra algún habitante, o algún criado. Responded o haced caso omiso, como queráis, pero bajo ningún concepto entréis en ninguna estancia hasta que no lleguéis a la sala de audiencias.

—Entendido.

—Una vez en la sala de los Eternos, tened paciencia. Para ellos, nuestras vidas insignificantes no son más que el batir de alas de una polilla. Escuchadlos con atención y grabad en vuestro corazón cada una de sus palabras.

Cuando llegaron a la puerta, una boca en forma de óvalo alargado en una pared que se asemejaba a un rostro humano, el enano más pequeño que Dany había visto jamás los esperaba en el umbral. Le llegaba por la rodilla, y tenía un rostro alargado y anguloso, en el que destacaba una gran nariz, pero vestía una hermosa librea morada y azul, y llevaba una bandeja de plata en las diminutas manitas rosadas. Sobre ella había una copa alta de cristal llena de un líquido espeso y azul: color-del-ocaso, el vino de los brujos.

—Cogedla y bebed —indicó Pyat Pree.

—¿Se me pondrán los labios azules?

—Con un trago bastará para destaparos los oídos y disolver la membrana que os cubre los ojos, así podréis oír y ver las verdades que se os van a presentar.

Dany se llevó la copa a los labios. El primer sorbo le supo a tinta y a carne podrida, nauseabundo, pero cuando lo tragó sintió como si cobrara vida dentro de ella. Fue como si unos tentáculos se extendieran por el interior de su pecho, como si unos dedos de fuego se le enroscaran al corazón, y se le llenó la lengua de sabor a miel y a anís y a crema, a leche de madre y a la semilla de Drogo, a carne roja, a sangre caliente y a oro fundido. Eran todos los sabores que había conocido, y a la vez no era ninguno de ellos… y de pronto la copa estuvo vacía.

—Ahora ya podéis entrar —indicó el brujo.

Dany volvió a poner la copa en la bandeja del sirviente, y entró en la casa.

Se encontró en una antecámara con cuatro puertas, una en cada pared. Sin titubeos, se dirigió hacia la puerta de su derecha y la cruzó. La segunda sala era idéntica a la primera, y volvió a optar por la puerta de la derecha. Al abrirla volvió a encontrarse en otra antecámara pequeña con cuatro puertas.

«Esto es hechicería.»

La cuarta habitación no era cuadrada, sino ovalada, y las paredes no eran de piedra sino que estaban recubiertas de madera carcomida. De allí partían seis pasillos en vez de cuatro. Dany se dirigió hacia el que tenía a la derecha, y entró en una sala alargada, de techos altos, envuelta en la penumbra. A lo largo de la pared derecha había una hilera de antorchas que ardían con luz anaranjada y humeante, pero todas las puertas estaban a la izquierda. Drogon desplegó las amplias alas negras y las batió en el aire estancado. Levantó el vuelo y consiguió mantenerse seis metros antes de caer en una postura muy poco digna. Dany lo siguió.

La alfombra mohosa por la que caminaba había tenido en otros tiempos colores maravillosos, y en el tejido se veían aún hilos de oro que brillaban entre el gris desvaído y los manchones verdosos. Lo que quedaba de la alfombra amortiguaba el sonido de sus pisadas, cosa no tan deseable como podría parecer. Dany oía ruidos dentro de las paredes, como ratas que escarbaran y corretearan. Drogon también los oía. Movía la cabeza en dirección a los sonidos, y cuando cesaban lanzaba un grito airado. De algunas de las puertas cerradas llegaban sonidos aún más inquietantes. Una de ellas se sacudía como si alguien la empujara tratando de salir. De otra salía un pitido disonante que hizo que el dragón moviera la cola inquieto. Dany pasó de largo tan deprisa como pudo.

Había puertas que no estaban cerradas. «No voy a mirar», se dijo Dany. Pero era demasiado tentador.

En una habitación había una mujer muy hermosa, desnuda, tendida en el suelo, con cuatro hombrecillos que reptaban sobre ella. Todos tenían rostros ratoniles afilados y manos diminutas y rosadas, como el sirviente que le había llevado la copa de color. Uno de ellos embestía entre los muslos de la mujer. Otro le atacaba los pechos con fiereza, le mordía el pezón con la boca húmeda y roja, le arrancaba jirones de carne y los masticaba.

Más adelante se tropezó con un festín de cadáveres. Los comensales, asesinados de las maneras más despiadadas, yacían tirados sobre las sillas volcadas y las mesas destrozadas, en medio de charcos de sangre coagulada. A algunos les faltaban miembros; a otros, la cabeza. Las manos cortadas agarraban copas ensangrentadas, cucharas de madera, trozos de ave asada o pedazos de pan. En un trono elevado había un hombre muerto con cabeza de lobo. Llevaba una corona de hierro y tenía en la mano una pierna de cordero, como si fuera el cetro de un rey. Sus ojos siguieron a Dany con una súplica muda.

Huyó de él, pero sólo hasta la siguiente puerta. «Esta habitación la conozco», pensó. Recordaba las grandes vigas de madera y las tallas en forma de cabezas de animales que las adornaban. ¡Y, al otro lado de la ventana, un limonero! Sólo con ver aquello se le encogió el corazón de añoranza. «Es la casa de la puerta roja, la casa de Braavos.» Nada más pensarlo, el anciano Ser Willem entró en la estancia, apoyándose en el bastón.

—Ah, estáis aquí, princesita —dijo con aquella voz gruñona—. Venid —pidió—, venid conmigo, mi señora. Ahora ya estáis en casa. Ya estáis a salvo.

Le tendió la manaza arrugada, suave como el cuero viejo, y Dany habría querido cogerla, apretarla, besarla… lo deseaba tanto como no había deseado nada en su vida. Avanzó un paso.

«Pero está muerto —pensó—. Está muerto, está muerto, el oso grandullón, tan dulce, murió hace mucho tiempo.» Retrocedió y echó a correr.

La sala larga parecía interminable, siempre con puertas a la izquierda y sólo antorchas a la derecha. Pasó corriendo junto a tantas puertas que al final perdió la cuenta, puertas abiertas y puertas cerradas, puertas de madera y puertas de hierro, puertas con picaportes, puertas con cerrojos y puertas con aldabas. Drogon le azotaba la espalda con la cola, como si quisiera apremiarla, y Dany corrió hasta que no pudo más.

Por último aparecieron a su izquierda un par de puertas de bronce, mucho más grandes que todas las demás. Se abrieron cuando ella se acercó, y tuvo que detenerse para ver qué había más allá. Era una gigantesca sala de piedra, la más descomunal que había visto jamás. De los muros pendían los cráneos de dragones muertos, que parecían mirarla. En un trono elevado con púas se sentaba un anciano vestido con ropas opulentas, un anciano de ojos oscuros y cabello largo plateado.

—Que sea rey de huesos calcinados y carne chamuscada —dijo un hombre situado más abajo—. Que sea rey de las cenizas.

Drogon chilló y clavó las garras en la seda y en la piel, pero el rey sentado en el trono no lo oyó, y Dany avanzó.

«Viserys», fue lo primero que pensó cuando volvió a detenerse, pero al mirarlo con más atención cambió de idea. Aquel hombre tenía el mismo cabello que su hermano, pero era más alto, y sus ojos eran color índigo oscuro, no liliáceos.

—Aegon —dijo el hombre del trono a una mujer que amamantaba a un recién nacido en una gran cama de madera—. ¿Qué mejor nombre para un rey?

—¿Compondrás una canción para él? —preguntó la mujer.

—Ya tiene una canción —replicó el hombre—. Es el príncipe que nos fue prometido, suya es la canción de hielo y fuego. —Al decir aquello alzó la vista, sus ojos se encontraron con los de Dany, y fue como si la viera al otro lado de la puerta—. Tiene que haber uno más —dijo, aunque no sabía si hablaba con ella o con la mujer de la cama—. El dragón tiene tres cabezas.

Se dirigió hacia el asiento empotrado bajo la ventana, cogió un arpa y acarició las cuerdas plateadas. Una dulce tristeza impregnó la habitación cuando el hombre, la mujer y el bebé se desvanecieron como la neblina en la mañana, y sólo quedó la música para espolearla en su camino.

Tuvo la sensación de que andaba durante una hora entera antes de que, por fin, la sala terminara ante una empinada escalera de piedra que descendía hacia la oscuridad. Todas las puertas que había visto, abiertas o cerradas, estaban a su izquierda. Dany miró hacia atrás. Sintió un latigazo de miedo al ver que las antorchas se estaban apagando. Tal vez quedaran veinte encendidas, treinta como mucho. Ante sus ojos, una parpadeó y se apagó. Era como si la oscuridad reptara por la sala en dirección a Dany, y le pareció oír algo que se acercaba, algo que se arrastraba trabajosamente por la alfombra descolorida. El terror la invadió. No podía retroceder, y tenía miedo de seguir allí, pero ¿adónde podía ir? No había ninguna puerta a la derecha, y las escaleras descendían, en vez de ascender.

Se apagó otra antorcha, y el volumen del sonido aumentó levemente. Drogon estiró el largo cuello, abrió la boca y lanzó un grito, mientras le salía vapor entre los dientes.

«Él también lo oye. —Dany se volvió una vez más hacia la pared, pero no había nada—. ¿Podría tratarse de una puerta secreta, una puerta que no veo? —Se apagó otra antorcha. Y otra más—. La primera puerta de la derecha, me dijo que cruzara siempre la primera puerta de la derecha. La primera puerta de la derecha…»

Y, de repente, lo comprendió. «¡Es la última puerta de la izquierda!»

La cruzó a toda velocidad. Al otro lado había una sala pequeña con cuatro puertas. Fue hacia la derecha, y hacia la derecha, y hacia la derecha, y hacia la derecha, y hacia la derecha, hasta que volvió a sentirse mareada y sin aliento.

Se encontró en una habitación de piedra húmeda… pero, en aquella ocasión, la puerta que veía al frente tenía forma de boca abierta, y al otro lado estaba Pyat Pree, en la hierba, bajo los árboles.

—¿Cómo es posible que los Eternos hayan acabado tan pronto con vos? —preguntó incrédulo al verla.

—¿Tan pronto? —se asombró Dany—. Llevo horas caminando, y todavía no los he encontrado.

—Seguro que en algún momento habéis girado por donde no era. Venid, os guiaré. —Pyat Pree le tendió la mano. Dany titubeó. Había una puerta a su derecha, que todavía estaba cerrada…—. No es por ahí —añadió Pyat Pree con firmeza, con una mueca de desaprobación en los labios azules—. Los Eternos no te esperarán mucho tiempo más.

—Para ellos, nuestras vidas insignificantes no son más que el batir de alas de una polilla —recordó Dany.

—Niña testaruda, os vais a perder sin remedio. —Ella se dirigió hacia la puerta de la derecha—. No —chilló Pyat—. No, conmigo, ven conmigo, veeeeeennnnn. —Su rostro se desmoronó hacia adentro y se convirtió en una sustancia pálida y agusanada.

Dany lo dejó atrás y se vio ante una escalera. Empezó a subir. No tardaron en dolerle las piernas. Recordó que, desde fuera, daba la impresión de que la Casa de los Eternos carecía de torres.

Por fin llegó a la cima de la escalera. A su derecha había una hilera de amplias puertas de madera, todas abiertas. Eran de ébano y arciano, las vetas blancas y negras se entrelazaban en extraños dibujos. Eran muy hermosas, pero en cierto modo también resultaban aterradoras. «La sangre del dragón no debe tener miedo.» Dany recitó una oración rápida, pidiendo valor al Guerrero y fuerza al dios caballo de los dothrakis, y se obligó a seguir adelante.

Al otro lado de las puertas había una gran sala con magos esplendorosos. Algunos vestían túnicas suntuosas de armiño, terciopelo rubí e hilo de oro. Otros llevaban armaduras muy complejas con incrustaciones de piedras preciosas, o sombreros altos puntiagudos salpicados de estrellas. También había mujeres ataviadas con vestidos maravillosos. Por las vidrieras de colores entraban haces de luz, y el aire parecía vibrar con la música más hermosa que Dany había oído jamás.

Un hombre de porte regio vestido con ricos ropajes se levantó al verla, y sonrió.

—Daenerys de la Casa Targaryen, sed bienvenida. Entrad y compartid el alimento de la eternidad. Somos los Eternos de Qarth.

—Largo tiempo os hemos aguardado —dijo la mujer que estaba a su lado, vestida en tonos rosa y plateado. El pecho desnudo que mostraba, al estilo de Qarth, era el más hermoso que se pudiera imaginar.

—Sabíamos que vendríais a nosotros —dijo el mago rey—. Lo supimos hace un millar de años, desde entonces os esperamos. Nosotros enviamos el cometa para que os mostrara el camino.

—Tenemos conocimientos que compartir con vos —dijo un guerrero de brillante armadura color esmeralda—, y armas mágicas que proporcionaros. Habéis superado todas las pruebas. Venid, sentaos con nosotros, y obtendréis respuesta a todas vuestras preguntas.

Dio un paso hacia delante. En aquel momento, Drogon saltó de su hombro. Voló hasta posarse en la parte superior de la puerta de ébano y arciano, y empezó a picotear la madera tallada.

—Una bestezuela testaruda —dijo un joven muy atractivo riéndose—. ¿Queréis que os enseñemos el lenguaje secreto de los dragones? Venid, venid.

La duda se apoderó de ella. La puerta era muy pesada, Dany tuvo que reunir todas sus fuerzas para empujarla, y al final consiguió que se moviera. Detrás había otra puerta, oculta. Era de madera vieja y gris, astillada y vulgar… pero estaba a la derecha de la puerta por la que había entrado. Los magos la llamaron con voces más dulces que las canciones. Dany huyó de ellos, y Drogon volvió a volar para posarse en su hombro. Cruzó la puerta estrecha y llegó a una estancia inmersa en la penumbra.

En aquella sala había una mesa larga que la ocupaba casi por completo. Sobre ella flotaba un corazón humano, hinchado, azul por la descomposición, pero todavía vivo. Palpitaba con un sonido sordo y pesado, y cada latido hacía que emitiera una ráfaga de luz color índigo. Las figuras que rodeaban la mesa no eran más que sombras azules. No se movieron, no hablaron ni volvieron el rostro hacia Dany cuando avanzó hasta la silla vacía que había en el extremo de la mesa. No se oía más sonido que el de los latidos lentos y graves, del corazón podrido.

—… madre de dragones… —le llegó una voz, en parte susurro y en parte gemido.

—… dragones… dragones… dragones… —repitieron otras voces en la penumbra.

Unas eran masculinas, otras femeninas, una hablaba con tono infantil… El corazón flotante palpitaba, pasando de la penumbra a la oscuridad. Le costó mucho reunir valor para hablar, y recordar las frases que había memorizado con tesón.

—Soy Daenerys de la Tormenta, de la Casa Targaryen, reina de los Siete Reinos de Poniente. —«¿Me oyen? ¿Por qué no se mueven?» Se sentó y cruzó las manos sobre el regazo—. Ofrecedme vuestros consejos, habladme con la sabiduría de los que han vencido a la muerte.

Entre las tinieblas teñidas de índigo alcanzó a ver los rasgos del Eterno que tenía a la derecha, un anciano viejísimo, arrugado y calvo. Tenía la piel de un tono violeta azulado, con los labios y las uñas todavía más azules, tan oscuros que casi parecían negros. Hasta el blanco de sus ojos era azul. Aquellos ojos miraban sin ver a la anciana que se sentaba frente a él al otro lado de la mesa, con una túnica rosa claro que se le había podrido sobre el cuerpo. Según la costumbre qarthiana dejaba desnudo un pecho, arrugado y con un pezón azulado duro como el cuero.

«No respira. —Dany prestó atención al silencio—. No respira ninguno, no se mueven, y esos ojos no ven. ¿Será posible que los Eternos estén muertos?»

La respuesta que recibió fue tan tenue como el roce del bigote de un ratón.

—… vivimos… vivimos… vivimos…

—… y sabemos… sabemos… sabemos… sabemos… —repitió una miríada de voces.

—He venido en busca del don de la verdad —dijo Dany—. En la sala alargada, vi cosas… ¿eran visiones ciertas o mentiras? ¿Cosas del pasado o cosas que han de suceder? ¿Qué significaban?

—… la forma de las sombras… mañanas que aún no son… bebe de la copa de hielo… bebe de la copa de fuego…

—… madre de dragones… hija de tres…

—¿De tres? —No comprendía nada.

—… tres cabezas tiene el dragón… —El coro fantasmal retumbaba en su cabeza, pero los labios no se movían, no había aliento que agitara el aire quieto y azul—. … madre de dragones… hija de la tormenta… tres fuegos debes encender… uno por la vida, otro por la muerte, otro por amor… —Los susurros se convertían en una canción que se arremolinaba en su mente. El corazón le latía al unísono con el que flotaba ante ella, azul y podrido—. Tres monturas debes cabalgar… una hacia el lecho, otra hacia el terror y otra hacia el amor… —Las voces eran cada vez más altas, y Dany se dio cuenta de que el corazón le palpitaba más despacio, que su respiración era cada vez más lenta—. Tres traiciones conocerás… una por sangre, otra por oro y otra por amor…

—No… —Su voz era apenas un susurro, casi tan tenue como la de los Eternos. ¿Qué le estaba pasando?—. No lo entiendo —dijo, más alto. ¿Por qué le costaba tanto hablar allí?—. Ayudadme. Decídmelo.

—… ayudadla… —se burlaron los susurros—… decídselo…

En ese momento los fantasmas se estremecieron en la penumbra y formaron imágenes color índigo. Viserys gritó cuando el oro fundido le corrió por las mejillas y le llenó la boca. Un señor alto de piel cobriza y cabellera como oro blanco cabalgaba bajo el estandarte de un semental fiero, mientras a su espalda se veía una ciudad en llamas. Los rubíes brotaban como gotas de sangre del pecho de un príncipe moribundo que caía de rodillas en el agua, y murmuraba con su último aliento el nombre de una mujer.

—… madre de dragones, hija de la muerte…

Una espada roja brillaba como el ocaso en la mano de un rey de ojos azules que no proyectaba sombra alguna. Un dragón de tela se mecía entre dos pértigas mientras la multitud aplaudía. De una torre humeante, una gran bestia de piedra emprendía el vuelo, echando fuego sombrío por la boca…

—… madre de dragones, exterminadora de mentiras…

Su plata trotaba por la hierba hacia un arroyo oscuro, bajo un mar de estrellas. En la proa de un barco se alzaba un cadáver, con ojos brillantes en el rostro muerto y una sonrisa triste en los labios grises. Una flor azul crecía en una grieta de un muro de hielo, e impregnaba el aire de un olor dulce…

—… madre de dragones, esposa del fuego…

Las visiones se sucedían cada vez más deprisa, una tras otra, hasta que pareció que el aire había cobrado vida. Las sombras giraban y danzaban en el interior de una tienda, impalpables y terribles. Una niñita corría descalza hacia una casa grande con la puerta roja. Mirri Maz Duur aullaba entre las llamas, mientras le surgía un dragón de la cabeza. Un caballo plateado arrastraba el cadáver ensangrentado de un hombre desnudo. Un león blanco corría por un campo de hierba más alta que una persona. Al pie de la Madre de las Montañas, una fila de ancianas desnudas subía de un gran lago y se arrodillaba ante ella, todas estremecidas, inclinando las cabezas canosas. Diez mil esclavos alzaban las manos manchadas de sangre mientras ella cabalgaba como el viento entre ellos a lomos de su plata.

—¡Madre! —gritaban—, ¡madre, madre! —Le tiraban de la capa, del dobladillo de la falda, del pie, de la pierna, del pecho… La querían, la necesitaban, el fuego, la vida, y Dany buscaba el aliento y abría los brazos para entregarse a ellos.

Pero, en aquel momento, unas alas negras revolotearon en torno a su cabeza, un chillido de furia cortó el aire índigo, y de repente las visiones desaparecieron, se desmoronaron, y la respiración trabajosa de Dany se transformó en un grito de terror. Los Eternos la rodeaban, azules y fríos, susurrando mientras la tocaban, mientras la acariciaban, le tironeaban de la ropa, la rozaban con manos frías y secas, le pasaban los dedos por el pelo… Había perdido toda la fuerza de los músculos. No se podía mover. El corazón ya no le latía. Sintió el tacto de una mano en el pecho desnudo que le pellizcaba un pezón. Unos dientes le buscaron la piel tierna de la garganta. Una boca se posó sobre uno de sus ojos, lo lamió, lo chupó, lo empezó a morder…

Y de pronto el índigo se transformó en naranja, y los susurros en gritos. El corazón le palpitaba, le latía a toda velocidad, las manos y las bocas se esfumaron, el calor le bañó la piel, y Dany parpadeó ante el repentino resplandor. Sobre ella, el dragón extendió las alas y se lanzó contra el espantoso corazón, desgarró la carne podrida hasta convertirla en jirones, y cuando echó la cabeza hacia atrás el fuego que le salió de entre las mandíbulas era brillante y ardiente. Dany oyó los gritos de los Eternos que se quemaban, sus voces agudas y quebradizas que sollozaban en idiomas muertos mucho tiempo atrás. Su carne era como pergamino a punto de desmoronarse y sus huesos como madera seca empapada en sebo. Se agitaban mientras las llamas los consumían, giraban, se retorcían, se contorsionaban y alzaban las manos en llamas, con dedos brillantes como antorchas.

Dany consiguió ponerse en pie y embistió contra ellos. Eran livianos como el aire, apenas cascarones, y caían en cuanto los tocaba. Cuando llegó a la puerta, la estancia entera ardía.

¡Drogon! —llamó, y el dragón voló hacia ella en medio del fuego.

Corrió por un pasillo serpenteante, iluminado por el resplandor anaranjado de la estancia en llamas. Dany corrió y corrió, en busca de una puerta a la derecha, una puerta a la izquierda, una puerta cualquiera, pero no había ninguna, sólo paredes de piedra sinuosas, y un suelo que parecía moverse bajo sus pies, que se retorcía como si quisiera hacerla tropezar. Pero se mantuvo erguida y corrió más deprisa, y de pronto vio ante ella la puerta, una puerta que era como una boca abierta.

Cuando se precipitó hacia el sol, el brillo de la luz la hizo tambalearse. Pyat Pree farfullaba en una lengua ignota, y saltaba primero sobre un pie, luego sobre el otro. Dany miró hacia atrás, y vio tentáculos de humo que brotaban de las hendiduras de los viejos muros de piedra del Palacio de Polvo, y se alzaban a través de las tejas negras del tejado.

Pyat Pree lanzó una maldición y corrió hacia ella con un cuchillo en la mano, pero Drogon revoloteó por delante de su rostro. En aquel momento oyó el restallido del látigo de Jhogo, y le pareció el sonido más dulce que había escuchado jamás. El cuchillo salió volando por los aires, y un instante después Rakharo derribaba a Pyat. Ser Jorah Mormont se arrodilló junto a Dany sobre la hierba fresca, y le rodeó los hombros con un brazo.

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