—Si os dejáis matar como idiotas, echaré vuestros cadáveres a las cabras —amenazó Tyrion mientras el primer grupo de Grajos de Piedra se alejaba del atracadero.
—El Mediohombre no tiene cabras —dijo Shagga entre risas.
—Ya me buscaré unas cuantas, aunque sea sólo para ti.
Empezaba a amanecer, y las ondas de luz clara centelleaban en la superficie del río, se hacían pedazos hendidas por las pértigas y volvían a formarse al paso de la barcaza. Timett había ido al Bosque Real dos días antes con sus Hombres Quemados. El día anterior lo siguieron los Orejas Negras y los Hermanos de la Luna, y por último iban los Grajos de Piedra.
—Pase lo que pase, no intentéis enzarzaros en una batalla —insistió Tyrion—. Atacad los campamentos y los convoyes de provisiones. Tended emboscadas a los exploradores y colgad los cadáveres de árboles para que se los encuentren a medida que avancen, tomad desvíos y acabad con los rezagados. Quiero ataques nocturnos, tantos y tan repentinos que tengan miedo de dormir.
—Todo eso ya lo aprendí de Doff, hijo de Holger, antes de que me saliera la barba —dijo Shagga poniendo una mano sobre la cabeza de Tyrion—. Así hacemos la guerra en las Montañas de la Luna.
—Esto es el Bosque Real, no las Montañas de la Luna, aquí no vais a pelear contra Serpientes de Leche ni contra Perros Pintados. Así que prestad atención a los guías que van con vosotros, conocen este bosque tan bien como vosotros las montañas. Si seguís sus consejos, os serán de utilidad.
—Shagga escuchará a los amiguitos del Mediohombre —prometió con solemnidad el hombre de los clanes.
Le llegó el turno a su grupo, y todos subieron a la barcaza. Tyrion los vio alejarse y darse impulso con las pértigas hacia el centro del Aguasnegras. A medida que Shagga desaparecía en medio de la niebla matutina, sintió un cosquilleo extraño en la boca del estómago. Sin los hombres de los clanes a su lado se iba a sentir muy desnudo.
Le quedaban los que Bronn había contratado; eran ya cerca de ochocientos, pero los mercenarios eran veleidosos. Tyrion había hecho todo lo posible por comprar su lealtad, había prometido a Bronn y a una docena de los mejores hombres tierras y rango de caballeros cuando ganaran la batalla. Bebían su vino, reían sus bromas, se llamaban «ser» unos a otros hasta que estaban borrachos como cubas… todos menos el propio Bronn, que se limitaba a sonreír con aquella sonrisa suya, sombría e insolente.
—Matarán por un título de caballero —le comentó después—. Pero ni sueñes con que vayan a morir por él.
Tyrion no se había hecho semejantes ilusiones.
Los capas doradas eran un arma prácticamente tan poco fidedigna como los mercenarios. Gracias a Cersei, la Guardia de la Ciudad contaba con seis mil hombres, pero de ellos apenas una cuarta parte eran de confianza.
—Hay unos cuantos traidores redomados, pero seguro que existen otros más que ni vuestra araña conoce —le había advertido Bywater—. Pero lo peor es que tenemos cientos de hombres más verdes que la hierba en primavera; se unieron a la guardia para conseguir pan, cerveza y seguridad. No hay hombre que quiera parecer cobarde ante sus compañeros, de manera que lucharán con valentía al principio, cuando todo sea cosa de cuernos de guerra y estandartes al viento. Pero si la batalla se pone fea, nos darán la espalda. El primero que suelte la lanza y eche a correr tendrá un millar de seguidores.
Cierto que en la Guardia de la Ciudad también había hombres curtidos, los dos mil más antiguos, los que habían conseguido las capas doradas de manos de Robert, no de Cersei. Pero ni siquiera aquéllos eran todo lo que cabría desear. Un guardia no era un soldado de verdad, como decía siempre Lord Tywin Lannister. Tyrion apenas contaba con trescientos caballeros, escuderos y soldados. Pronto tendría ocasión de comprobar otro de los dichos de su padre: que un hombre sobre una muralla valía por diez abajo.
Bronn y su escolta lo aguardaban al final del muelle, en medio de un enjambre de mendigos, prostitutas que vagaban sin rumbo y pescaderas que pregonaban la mercancía. Las pescaderas hacían más negocio que todos los demás juntos. Los compradores se arremolinaban en torno a los barriles y tenderetes para regatear el precio de bígaros, almejas y lucios. No entraba otro alimento en la ciudad, de modo que el precio del pescado era diez veces más alto que antes de la guerra, y seguía subiendo. Los que tenían dinero acudían mañana y tarde a la orilla del río, con la esperanza de llevarse a casa una anguila o un saco de cangrejos; los que no, se deslizaban entre los tenderetes a ver qué podían robar, o miraban desde los muros, demacrados y sin esperanza.
Los capas doradas abrieron camino entre la gente, empujando cuando hacía falta con las astas de las lanzas. Tyrion trató de hacer caso omiso de las maldiciones susurradas entre dientes. Alguien entre la multitud le lanzó un pescado, resbaladizo y podrido. Fue a caer a sus pies y se desparramó sobre los adoquines. Lo saltó con presteza, y subió a su silla de montar. Los niños de vientre hinchado se peleaban ya por los trozos del pescado hediondo.
Una vez a caballo escudriñó con la mirada la ribera. El sonido de los martillos retumbaba en el aire de la mañana, mientras los carpinteros se arremolinaban en las cercanías de la Puerta del Lodazal, tendiendo tablones desde las almenas. Aquello iba bien. Menos satisfecho se sintió al fijarse en la maraña de chamizos y chozas que se habían ido alzando tras los muelles, adhiriéndose a los muros de la ciudad como lapas al casco de un barco; chabolas de pescadores y tenderetes de calderos, almacenes, puestos de venta, cervecerías, y los graneros donde las prostitutas más baratas se abrían de piernas.
«Hay que hacer desaparecer todo eso; todo.» Tal como estaba aquello, Stannis no necesitaría escalerillas para subir por los muros. Llamó a Bronn.
—Reúne a un centenar de hombres y quema todo lo que hay entre la orilla del río y los muros de la ciudad. —Señaló la miseria de los muelles con un movimiento de los dedos regordetes—. No quiero que quede nada, ¿entendido?
—A los dueños no les va a hacer ninguna gracia —dijo el mercenario de cabellera negra echando un vistazo para sopesar la misión.
—Lo suponía, pero qué se le va a hacer, un motivo más tendrán para maldecir al mono malvado.
—Puede que algunos presenten batalla.
—Encárgate de que pierdan.
—¿Y qué hacemos con los que viven ahí?
—Dales un tiempo razonable para que saquen sus posesiones, y échalos. Pero intenta que no haya que matar a nadie, no son el enemigo. ¡Y no más violaciones! Controla a tus hombres, maldita sea.
—Son mercenarios, no septones —replicó Bronn—. ¡No querrás también que estén sobrios!
—Sería demasiado pedir. —Tyrion habría dado cualquier cosa por que los muros de la ciudad fueran el doble de altos y tres veces más gruesos. Aunque tal vez no sirviera de nada. Los muros gigantescos y las torres altas no habían salvado Bastión de Tormentas, ni Harrenhal, ni siquiera Invernalia.
Recordaba Invernalia tal como la había visto por última vez. No tan gigantesca que resultara grotesca como Harrenhal, ni tan sólida e inexpugnable como Bastión de Tormentas, sino con una gran fuerza en sus piedras, una seguridad que parecía emanar de los propios muros. La noticia de la caída del castillo había sido toda una conmoción.
—Los dioses dan con una mano y quitan con la otra —murmuró entre dientes cuando Varys se lo contó.
A los Stark les habían entregado Harrenhal y arrebatado Invernalia. Un triste cambio.
En realidad debería haberse alegrado. Robb Stark tendría que volver al norte. Si no podía defender su hogar, el corazón de sus tierras, no sería un rey. Eso supondría un respiro para el oeste, para la Casa Lannister, aun así…
Tyrion apenas si tenía algún recuerdo de Theon Greyjoy, de los días que había pasado con los Stark. Era un muchacho inmaduro, siempre sonriente, hábil con el arco. Costaba imaginarlo como señor de Invernalia. El señor de Invernalia sería siempre un Stark.
Le vino a la memoria su bosque de dioses; los altos centinelas con sus armaduras de agujas gris verdoso, los robles gigantescos, los espinos, los fresnos, los pinos, y en el centro el árbol corazón, que se alzaba como un gigante blanco congelado en el tiempo. Casi le llegaba el olor de aquel lugar, terroso e inquietante, el olor de los siglos. Aquel bosque era oscuro incluso a plena luz del día.
«Ese bosque era Invernalia. Era el norte. Jamás me había sentido tan fuera de lugar como cuando entré allí. En aquel lugar, era un intruso.» Se preguntó si los Greyjoy tendrían la misma sensación. Tal vez el castillo les perteneciera, pero el bosque de dioses, no. Ni en un año, ni en diez, ni en cincuenta.
Tyrion Lannister dirigió su caballo al paso hacia la Puerta del Lodazal. «¿A ti qué te importa Invernalia? —se dijo—. Date por satisfecho con que haya caído, y cuida de tus murallas.» La puerta estaba abierta. Dentro, en la plaza del mercado, había tres grandes trabuquetes, que oteaban desde las almenas como tres pájaros gigantescos. Sus enormes brazos eran troncos de robles viejos, con refuerzos de hierro para que no se astillaran. Los capas doradas las llamaban las Tres Putas, porque iban a dar una lujuriosa bienvenida a Lord Stannis. «Al menos eso esperamos.»
Tyrion picó espuelas y cruzó la Puerta del Lodazal, enfrentándose a la marea humana. Más allá de las Putas, había menos gente, y la calle se abría a su alrededor.
No hubo ningún contratiempo en el camino de regreso a la Fortaleza Roja, pero al llegar a la Torre de la Mano se encontró con una docena de capitanes mercantes furiosos, que aguardaban en su sala de audiencias para protestar por el embargo de sus naves. Se disculpó con toda sinceridad, y les prometió compensarlos una vez terminara la guerra. Aquello no los calmó en lo más mínimo.
—¿Y qué pasa si perdéis, mi señor? —preguntó un braavosi.
—En ese caso, pedid la compensación al rey Stannis.
Cuando consiguió librarse de ellos, las campanas sonaban ya, y Tyrion comprendió que iba a llegar tarde. Cruzó el patio anadeando casi a la carrera, y llegó al sept del castillo en el momento en que Joffrey ponía las capas de seda blanca en los hombros de los dos nuevos miembros de su Guardia Real. Por lo visto el ritual exigía que todo el mundo estuviera de pie, de manera que Tyrion no vio nada más que una muralla de traseros cortesanos. Pero tenía la ventaja de que, una vez el nuevo Septon Supremo terminara de tomar solemne juramento a los dos caballeros y de ungirlos en nombre de los Siete, estaría en la mejor situación para ser el primero en salir del allí.
Le había parecido bien que su hermana eligiera a Ser Balon Swann para ocupar el lugar del difunto Preston Greenfield. Los Swann eran señores de las Marcas, orgullosos, poderosos y cautos. Lord Gulian Swann había alegado una enfermedad para quedarse en su castillo sin tomar parte en la guerra, pero su hijo mayor había cabalgado con Renly y ahora estaba con Stannis, mientras que Balon, el más joven, servía en Desembarco del Rey. Tyrion sospechaba que, de haber tenido un tercer hijo, se encontraría con Robb Stark. Posiblemente no fuera la actitud más honorable, pero demostraba mucho sentido común; los Swann tenían intención de sobrevivir ganara quien ganara el Trono de Hierro. Además de su noble origen, el joven Ser Balon era valiente, cortés y hábil con las armas: manejaba bien la lanza, mejor aún la maza, y con el arco era insuperable. Serviría con honor y gallardía.
Por desgracia, la opinión de Tyrion sobre la segunda elección de Cersei era muy diferente. Ser Osmund Kettleblack tenía un aspecto imponente, cierto. Medía casi dos metros, dos metros de músculos y tendones en su mayoría, y tenía una nariz ganchuda, unas cejas pobladas y una barba castaña que le daban un aspecto fiero, siempre y cuando no sonriera. Era de baja extracción, poco más que un caballero errante, y dependía por completo de Cersei para ascender. Sin duda por eso su hermana lo había elegido.
—Ser Osmund es tan leal como valiente —había dicho Cersei a Joffrey al proponer su nombre.
Por desgracia, aquello era cierto. El bueno de Ser Osmund había estado vendiendo los secretos de la reina a Bronn desde que Cersei lo había contratado, pero no era cosa que Tyrion pudiera alegar delante de ella.
Al fin y al cabo no podía quejarse. Con aquel nombramiento tenía una oreja más próxima al rey, sin que su hermana lo supiera. Y, aunque Ser Osmund demostrara ser un cobarde hasta la médula, no sería peor que Ser Boros Blount, que en aquellos momentos ocupaba una mazmorra en Rosby. Ser Boros era el encargado de escoltar a Tommen y a Lord Gyles cuando Ser Jacelyn Bywater y sus capas doradas los sorprendieron, y entregó a sus protegidos con una celeridad que hubiera indignado al anciano Ser Barristan Selmy tanto como indignó a Cersei; un caballero de la Guardia Real tenía que morir en defensa del rey y de su familia. Se había empeñado en que Joffrey despojara a Blount de su capa blanca, alegando traición y cobardía.
«Y ahora va y lo sustituye por otro hombre tan falso como el anterior.»
Las oraciones, juramentos y unciones iban a durar toda la mañana, por lo visto. A Tyrion no tardaron en dolerle las piernas. Cambiaba el peso de un pie a otro, inquieto. Lady Tanda se encontraba unas cuantas filas más adelante, pero no vio a su hija. Había tenido la esperanza de divisar a Shae aunque fuera sólo un instante. Varys le decía que estaba bien, pero habría preferido comprobarlo en persona.
—Más vale ser doncella de una dama que moza en las cocinas —le había dicho Shae cuando Tyrion le explicó el plan del eunuco—. ¿Puedo llevarme el cinturón de flores? ¿Y el collar de oro con los diamantes negros, ese que decís que es como mis ojos? No me los pondré sin vuestro permiso.
Tyrion detestaba negarle cualquier cosa, pero tuvo que señalarle que, aunque Lady Tanda no era lo que se decía una mujer inteligente, hasta ella se sorprendería si veía a la doncella de su hija con más joyas que su señora.
—Elige dos o tres vestidos, no más —ordenó—. De buena lana, nada de seda, brocado ni pieles. El resto de las cosas te las guardaré en mis habitaciones, para cuando me visites.
No era la respuesta que Shae habría querido oír, pero al menos estaría a salvo.
Cuando la investidura de cargos terminó por fin, Joffrey salió escoltado por Ser Balon y Ser Osmund, ambos con sus nuevas capas blancas, mientras Tyrion se demoraba para intercambiar unas palabras con el nuevo Septon Supremo (al que había elegido él en persona, y era suficientemente inteligente para saber quién le untaba la miel en el pan).
—Quiero que los dioses estén de nuestra parte —le dijo sin rodeos—. Decid que Stannis ha jurado quemar el Gran Sept de Baelor.
—¿Es eso cierto, mi señor? —preguntó el Septon Supremo, un hombre menudo, astuto, de rostro arrugado y barbita blanca.
—Es posible. —Tyrion se encogió de hombros—. Stannis quemó el bosque de dioses de Bastión de Tormentas, a modo de ofrenda al Señor de la Luz. Si ha ofendido a los antiguos dioses, ¿por qué no va a ofender a los nuevos? Decid eso. Y decid también que cualquiera que ayude al usurpador traiciona no sólo a su rey legítimo, sino también a los dioses.
—Así lo haré, mi señor. Y también pediré que se rece por la salud del rey, y la de su Mano.
Cuando Tyrion volvió a sus estancias se encontró con que Hallyne el Piromante, lo estaba esperando, y con que el maestre Frenken le había llevado mensajes. Hizo esperar un poco más al alquimista mientras leía lo que habían traído los cuervos. Había una carta de Doran Martell con noticias anticuadas sobre la caída de Bastión de Tormentas, y otra mucho más intrigante de Balon Greyjoy, de Pyke, en la que se autoproclamaba «Rey de las Islas y del Norte». Invitaba al rey Joffrey a enviar a un representante a las Islas del Hierro para fijar las fronteras entre sus reinos y negociar una posible alianza.
Tyrion leyó la carta tres veces y la dejó a un lado. Las naves de Lord Balon habrían sido de gran ayuda contra la flota que se acercaba procedente de Bastión de Tormentas, pero se encontraban a miles de leguas de distancia, al otro lado de Poniente. Y no estaba nada convencido de querer entregar a los Greyjoy la mitad del reino. «Debería soltar esto en manos de Cersei, o presentarlo al Consejo.»
Sólo entonces dejó entrar a Hallyne, que le llevaba las últimas cuentas de los alquimistas.
—Esto no es posible —dijo Tyrion mientras leía los informes—. ¿Casi trece mil frascos? ¿Me tomáis por idiota? No voy a pagar oro del rey por frascos vacíos y jarros de meados sellados con cera, os lo advierto.
—No, no —protestó Hallyne—. Las cifras son correctas, os lo aseguro. Hemos tenido, hummm, mucha suerte, mi señor Mano. Se ha descubierto otro depósito perteneciente a Lord Rossart, más de trescientas jarras. ¡Nada menos que bajo Pozo Dragón! Unas cuantas prostitutas utilizaban esas ruinas para atender a sus clientes, y uno de ellos cayó a las bodegas por accidente, el suelo estaba podrido y se hundió. Palpó las jarras, y creyó que eran de vino. Estaba tan borracho que rompió el sello de una y bebió.
—Hubo un príncipe que hizo lo mismo —dijo Tyrion con tono seco—. No he visto ningún dragón sobre la ciudad, así que parece que esta vez tampoco ha dado resultado.
El Pozo Dragón estaba en la cima de la colina de Rhaenys, y llevaba siglo y medio abandonado. Era un lugar tan apropiado como cualquiera para almacenar unas reservas de fuego valyrio, de hecho era mejor que otros muchos, pero el difunto Lord Rossart podría haberse tomado la molestia de decírselo a alguien.
—Trescientas jarras, ¿eh? Aun así, el total sigue siendo disparatado. Tenéis miles de jarras más que las que me dijisteis que calculabais la última vez que nos vimos, y ya entonces me pareció una previsión optimista.
—Sí, sí, así es. —Hallyne se secó la frente blanquecina con la manga de la túnica negra y escarlata—. Hemos estado trabajando mucho, mi señor Mano, hummm.
—Sin duda eso explicaría por qué estáis preparando mucha más sustancia que antes. —Tyrion, sonriente, clavó en el piromante los ojos dispares—. Pero plantea otra pregunta, es decir, ¿por qué no empezasteis a trabajar mucho… un poco antes?
Hallyne tenía la piel del color de una seta, así que costaba imaginar que se pudiera poner aún más pálido, pero lo estaba logrando.
—Trabajábamos mucho, mi señor Mano… mis hermanos y yo nos hemos dedicado a esto día y noche desde el principio, os lo aseguro. Sólo que, hummm, hemos preparado tanta sustancia que ahora, hummm, tenemos más práctica, y además… —El alquimista parecía muy inquieto—. Hay ciertos hechizos, hummm, secretos arcanos de nuestra orden, muy delicados, muy peligrosos, pero necesarios para que la sustancia sea, hummm, como debe ser…
Tyrion se impacientaba por momentos. Ser Jacelyn Bywater ya habría llegado y a Mano de Hierro no le gustaba nada esperar.
—Sí, vale, tenéis hechizos secretos, qué suerte. ¿Y qué?
—Pues que, hummm, parece que ahora funcionan mejor que antes. —Hallyne le dedicó una sonrisa débil—. Supongo que no sabréis si hay dragones por ahí, ¿verdad?
—A menos que encontrarais alguno en el Pozo Dragón, no. ¿Por qué?
—No, perdonad, por nada. Me estaba acordando de algo que me dijo en cierta ocasión el anciano sapiencia Pollitor cuando yo no era más que un acólito. Le había preguntado por qué muchos de nuestros hechizos no parecían tan… bueno, tan eficaces como se decía en los pergaminos que debían ser, y él me explicó que era porque la magia había empezado a desaparecer del mundo el día en que murió el último de los dragones.
—Pues siento decepcionaros, pero no he visto ningún dragón. En cambio, al que sí he visto por ahí ha sido a la Justicia del Rey. Si alguna de estas frutas que me estáis vendiendo contiene algo que no sea fuego valyrio, vos también lo veréis.
Hallyne salió con tanta precipitación que estuvo a punto de derribar a Ser Jacelyn… mejor dicho, a Lord Jacelyn, Tyrion se lo tenía que recordar constantemente a sí mismo. Por suerte, Mano de Hierro fue directo al grano, como de costumbre. Acababa de volver de Rosby, de llevar una nueva leva de lanceros reclutados en las tierras de Lord Gyles, y había reasumido el mando de la Guardia de la Ciudad.
—¿Cómo se encuentra mi sobrino? —preguntó Tyrion cuando terminaron de hablar sobre las defensas de la ciudad.
—El príncipe Tommen está sano y feliz, mi señor. Ha adoptado una cervatilla que mis hombres le trajeron de una cacería. Dice que tuvo otra de pequeño, pero Joffrey la despellejó para hacerse un jubón. A veces pregunta por su madre, y ha empezado a escribir varias cartas a la princesa Myrcella, aunque nunca las termina. En cambio, no parece extrañar en absoluto a su hermano.
—¿Habéis hecho los arreglos pertinentes para el caso de que perdiéramos la batalla?
—Mis hombres tienen instrucciones al respecto.
—¿Y cuáles son?
—Me ordenasteis que no se las contara a nadie, mi señor.
Aquello le arrancó una sonrisa.
—Me alegra que lo recordéis. —Si Desembarco del Rey caía, tal vez lo cogieran vivo. Sería mejor que no supiera el paradero del heredero de Joffrey.
Poco después de que Lord Jacelyn se despidiera, recibió la visita de Varys.
—Qué criaturas tan desleales son los hombres —dijo a modo de saludo.
—¿Quién nos ha traicionado hoy? —preguntó Tyrion con un suspiro.
—Tanta villanía es un triste cántico a nuestra época —contestó el eunuco tendiéndole un pergamino—. ¿Acaso el honor murió con nuestros padres?
—Mi padre aún no está muerto. —Tyrion echó un vistazo a la lista—. Algunos de estos nombres me suenan. Son hombres ricos. Comerciantes, mercaderes, artesanos… ¿por qué conspiran contra nosotros?
—Al parecer, creen que Lord Stannis debe vencer, y quieren compartir su victoria. Se autodenominan «Hombres Astados», en honor al venado coronado.
—Pues que alguien les explique que Stannis ha cambiado de blasón. Deberían hacerse llamar «Corazones Calientes». —Pero al parecer no era cuestión de broma. Aquellos Hombres Astados tenían cientos de seguidores bien armados, con los que esperaban tomar la Puerta Vieja una vez empezara la batalla, para dejar entrar al enemigo. Entre los nombres de la lista estaba el del maestro armero Salloreon—. En fin, me imagino que al final no me va a hacer ese yelmo aterrador con cuernos de demonio —se lamentó Tyrion al tiempo que escribía la orden de arresto.