PRIMERA PARTE Basurero

UNO

Los bidones estaban herrumbrosos y abollados, con las tapas fuera de su lugar. De ellos sobresalían jirones de periódicos y mondas de patatas. Se asemejaban a la boca de un pelícano desaliñado, capaz de devorar cualquier cosa. Por su aspecto parecían pesar muchísimo, pero en realidad, con la ayuda de Van, no costaba nada levantar de un tirón uno de los bidones hasta los brazos extendidos de Donald y colocarlo sobre el borde de la plataforma del camión. Solo había que tener cuidado de no pillarse los dedos. A continuación, uno podía arreglarse las mangas y respirar un poco por la nariz mientras Donald balanceaba el bidón y lo hacía rodar para acomodarlo en el camión.

Por las puertas abiertas de par en par entraba un húmedo frío nocturno, bajo el arco de la entrada del patio se balanceaba una bombilla desnuda, amarillenta, que colgaba de un cable mugriento. A la luz de la bombilla, el rostro de Van parecía el de una persona enferma de ictericia, mientras que el sombrero lejano de ala ancha no permitía ver la cara de Donald. Las paredes, grises y desconchadas, estaban surcadas por grietas horizontales. Bajo los arcos colgaban jirones oscuros de telarañas polvorientas. Había algunos dibujos de mujeres en poses provocativas, de tamaño natural, y junto a la entrada a la caseta del conserje se amontonaban en desorden botellas y latas vacías que Van recogía, clasificaba después con minuciosidad y llevaba a reciclar.

Cuando solo quedaba el último bidón, Van cogió un recogedor y una escoba, y se dedicó a recoger la basura que quedaba sobre el asfalto.

—No trabaje tanto, Van —dijo Donald, molesto—. Siempre se esmera demasiado. De todos modos, no va a estar más limpio.

—El conserje tiene la obligación de barrer —apuntó Andrei en tono preceptivo, mientras hacía rotar la mano derecha, prestando atención al movimiento: le parecía que se había distendido levemente un tendón.

—En cualquier caso, seguirán tirando basura —dijo Donald con rencor—. Tan pronto nos demos la vuelta, tirarán más de la que había antes.

Van echó la basura en el último bidón, la apisonó con el recogedor y cerró la tapa de un tirón.

—Listo —dijo, echando una mirada a la entrada del patio que ya estaba limpia. Miró a Andrei y sonrió. Después, volvió el rostro hacia Donald y masculló—: Yo solo quería recordarles…

—¡Vamos, vamos! —gritó Donald con impaciencia.

Uno-dos. De un tirón, Andrei y Van levantaron el bidón. Tres-cuatro. Donald lo agarró con dificultad, soltó un gemido y no pudo retenerlo. El bidón se balanceó y cayó de costado sobre el asfalto. Su contenido se esparció hasta diez metros de distancia, como disparado por un cañón, y el bidón echó a rodar estruendosamente por el patio. El eco subió en espiral hacia el cielo negro, retumbando en las paredes.

—Mecachis en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —dijo Andrei, que a duras penas había logrado apartarse de un salto—. ¡Tienen mantequilla en las manos!

—Yo solo quería recordarles —masculló Van con aire sumiso— que ese bidón tiene el asa rota.

Tomó la escoba y el recogedor y se puso a trabajar. Donald, por su parte, se agachó al borde de la plataforma del camión y dejó caer los brazos entre sus rodillas.

—Maldición —masculló sordamente—. Maldita porquería.

Le pasaba algo raro en los últimos días, y sobre todo esa noche. Por eso Andrei no se puso a decirle qué pensaba de los catedráticos y de su talento para ocuparse de tareas concretas. Fue a buscar el bidón y cuando regresó junto al camión se quitó los guantes de trabajo y sacó el tabaco. El hedor del bidón vacío era insoportable, por lo que se apresuró a encender un cigarrillo y solo después convidó a Donald, que lo rechazó en silencio con un movimiento de la cabeza. Había que entender su estado de ánimo, Andrei tiró la cerilla apagada al bidón.

—En una ciudad vivían dos trabajadores de saneamiento, padre e hijo —comenzó a contar—. Allí no tenían alcantarillado, solo fosas con eso mismo. Y ellos sacaban eso mismo con cubos y lo echaban en su bidón. El padre, que era el obrero con más experiencia, bajaba a la fosa y le pasaba el cubo al hijo, que estaba arriba. En una ocasión, el hijo no pudo retener el cubo y le cayó encima al padre. El padre se limpió, miró al hijo desde abajo y le dijo, con amargura: «¡Eres un espantapájaros, un ratón de la tundra! Nunca aprenderás nada útil. Te pasarás la vida asomado allá arriba».

Esperaba de Donald aunque fuera una sonrisa. Por lo general, era una persona alegre y comunicativa, nunca estaba abatido. En él había algo del estudiante que había marchado al frente de batalla. Sin embargo, en ese momento Donald se limitó a toser.

—No es posible vaciar todas las fosas —apuntó, con voz sorda.

Pero Van, que se afanaba junto al bidón, reaccionó de manera extraña.

—¿Y cuánto vale eso aquí? —preguntó de repente, con súbito interés.

—¿El qué? —Andrei no comprendió.

—Los excrementos. ¿Son caros?

—Cómo decirte… —Andrei, inseguro, soltó una carcajada—. Depende de quién sea…

—¿Acaso aquí se diferencian? —se asombró Van—. En mi país son iguales. ¿Y cuáles son aquí los más caros?

—Los de catedrático —dijo Andrei al momento: no había podido contenerse.

—¡Ah! —Van vació una vez más el recogedor en el bidón y asintió con la cabeza—: Está claro. Pero en las zonas rurales de mi país no había catedráticos, y por eso el precio era el mismo: cinco yuanes por cubo. Eso, en Sichuán. Pero en Tziansi, por ejemplo, los precios subían hasta siete yuanes, ocho incluso.

Finalmente, Andrei lo entendió. De repente, sintió ganas de preguntar si era verdad que un chino, cuando lo invitaban a comer en una casa, debía dejar sus excrementos en el huerto del anfitrión, pero le resultaba incómodo preguntar aquello.

—No sé cómo funciona eso allí ahora —prosiguió Van—. En los últimos tiempos yo no vivía ya en la aldea… ¿Y por qué aquí son más caros los de catedrático?

—Estaba bromeando —explicó Andrei, con aire culpable—. Aquí no se venden los excrementos.

—Se venden —intervino Donald—, Andrei, usted ni siquiera sabe eso.

—Pero usted sí está bien enterado —replicó este, molesto.

Un mes atrás se habría enzarzado en una feroz disputa con Donald. Lo irritaba muchísimo el hecho de que el americano contaba a veces cosas sobre Rusia de las que él, Andrei, no tenía la menor noticia. En aquellos momentos estaba convencido de que Donald simplemente contaba embustes o repetía las charlatanerías difamatorias de los diarios de Hearst. «¡Váyase al infierno con esa porquería que publica Hearst!», decía, para concluir. Pero después apareció Izya Katzman, aquel aborto de la naturaleza, y Andrei dejó de discutir. Se limitaba a molestarse. Cómo demonios sabrían todas aquellas cosas. Y explicaba su impotencia por haber llegado aquí desde el año 1951, mientras que los otros dos provenían de 1967.

—Es usted un hombre feliz —dijo Donald de repente, se incorporó y caminó hacia los bidones que estaban junto a la cabina.

Andrei se encogió de hombros, y mientras intentaba librarse del sabor amargo que le había dejado aquella conversación, se puso los guantes de trabajo y se dedicó a recoger la hedionda basura para ayudar a Van.

«Pues no lo sé —pensó—. Vaya cosa, la mierda. ¿Y tú, qué sabes de integrales? ¿O, digamos, de la constante de Hubble? Toda persona desconoce muchas cosas…»

Van echaba en el bidón los últimos restos de basura cuando apareció en la entrada la elegante figura del agente de policía Kensi Ubukata.

—Por aquí, por favor —le dijo a alguien, hablando por encima del hombro, y se llevó dos dedos a la visera de la gorra para saludar a Andrei—. ¡Saludos, basureros!

De la niebla callejera salió una chica que se detuvo junto a Kensi, en el círculo de luz amarillenta. Era muy joven, de unos veinte años, no más, y de muy baja estatura; apenas llegaba al hombro del policía bajito. Vestía un jersey barato con un escote enorme, y una falda corta y ceñida. En el pálido rostro infantil sobresalían los labios, muy pintados. El cabello largo y claro le caía sobre los hombros.

—No se asuste —le dijo Kensi, sonriendo con cortesía—. Solo son nuestros basureros. Cuando están sobrios son totalmente inofensivos… Van —llamó el policía—, esta es Selma Nagel, una chica nueva. La orden es que se aloje en tu edificio, en el número dieciocho. ¿Está libre el dieciocho?

—Está libre. —Van se acercó a ellos mientras se quitaba los guantes de trabajo—. Hace mucho tiempo que está libre. Hola, Selma Nagel. Soy el conserje, me llamo Van. Si necesita algo, venga a verme, esa es la puerta de mi oficina.

—Dame la llave —dijo Kensi, y se volvió hacia la chica—: Vamos, la acompaño.

—No es necesario —repuso ella, cansada—. Iré yo sola.

—Como quiera —dijo Kensi, y saludó de nuevo, llevándose la mano a la visera—. Aquí tiene su equipaje.

La chica tomó la maleta de manos del policía y la llave que le tendió Van, sacudió la cabeza y apartó el cabello que le caía sobre los ojos.

—¿Qué portal? —preguntó.

—Siga recto —explicó Van—. Allí, bajo la ventana iluminada. Quinto piso. ¿Quiere comer algo? ¿Desea una taza de té?

—No, no quiero nada —dijo la chica, sacudió de nuevo el cabello y caminó directamente hacia Andrei, taconeando sobre el asfalto.

Él retrocedió para dejarla pasar. Cuando cruzó por delante, percibió un fuerte olor a perfume y algo más. Y la siguió con la vista mientras atravesaba el círculo de luz amarillenta. Su falda era muy corta, algo más larga que el jersey, y llevaba las blancas piernas desnudas. Cuando pasó de la luz a la oscuridad del patio, a Andrei le pareció que emitían luz. En la oscuridad se veía solo su jersey blanco, así como las piernas blancas que se movían alternativamente.

Después, la puerta gimió, chirrió y se cerró de un portazo. Solo entonces Andrei sacó maquinalmente el tabaco y encendió un cigarrillo, imaginando cómo aquellas piernas blancas subían por las escaleras, pisando un peldaño tras otro… Las pantorrillas esbeltas, los hoyuelos bajo las rodillas, era como para volverse loco… Cómo seguían subiendo, cada vez más alto, un piso, otro, y se detenían ante la puerta del número dieciocho, exactamente frente al número dieciséis…

«Demonios, al menos tendría que cambiar la ropa de cama, la última vez fue hace tres semanas, la funda de la almohada estaba gris como unos peales. ¿Cómo era el rostro de la chica? Qué cosa, no puedo recordar su rostro, solo recuerdo sus piernas.»

De repente, se dio cuenta de que todos estaban callados, hasta Van, que era casado. En ese momento, Kensi comenzó a hablar.

—Tengo un tío segundo, el coronel Maki. Era ayudante del señor Osima y estuvo dos años en Berlín. Después, lo nombraron agregado militar en Checoslovaquia, y fue testigo presencial de la entrada de los alemanes en Praga… —Van hizo una señal a Andrei con la cabeza. Levantaron el bidón de una vez y lo metieron sin problemas en el camión—. Después pasó un tiempo combatiendo en China —prosiguió Kensi sin prisa, mientras encendía un cigarrillo—. Creo que fue en el sur, en la zona de Cantón. Más tarde comandó una división que desembarcó en las Filipinas y organizó la marcha de cinco mil prisioneros de guerra norteamericanos, la famosa «marcha de la muerte»… perdóneme. Donald. Con posterioridad lo destinaron a Manchuria, y lo nombraron jefe de la región fortificada de Sajalian donde, por cierto, para mantener el secreto militar de las obras, tiró por el pozo de una mina a ocho mil obreros chinos y los hizo volar con dinamita… perdóname. Van… Más tarde cayó prisionero de los rusos, y ellos, en lugar de colgarlo o de entregárselo a los chinos, que era lo mismo, simplemente lo metieron diez años en un campo de concentración…

Mientras Kensi contaba todo aquello, Andrei trepó a la plataforma del camión, ayudó a Donald a colocar correctamente los bidones, aseguró las barandillas laterales, saltó de nuevo a tierra y le ofreció un cigarrillo a su compañero. Volvieron a estar los tres en torno a Kensi, escuchándolo. Donald Cooper, alto, encorvado, de rostro alargado, con arrugas junto a la boca y mentón puntiagudo cubierto por una barbita rala y canosa, vestido con un mono de trabajo desteñido. Y Van, de hombros anchos, robusto, casi sin cuello, con una chaqueta enguatada muy vieja y cuidadosamente remendada, el rostro ancho y cetrino, la nariz respingona, una sonrisa bondadosa y ojos oscuros, perdidos entre los párpados hinchados. De repente, Andrei sintió una aguda alegría al pensar que toda aquella gente de diferentes países, e incluso de épocas diferentes, se había reunido allí para llevar a cabo algo muy necesario, cada uno en su puesto.

—Ahora ya es un anciano —concluía Kensi—. Y asegura que las mejores hembras que conoció en su vida fueron las rusas. Las emigrantes de Harbin. —Calló, dejó caer la colilla y la aplastó minuciosamente con la suela de su brillante zapato.

—Pero ella no es rusa —dijo Andrei—. Selma, y además Nagel.

—Es sueca —aclaró Kensi—. Pero da lo mismo, es que me ha hecho recordar aquello.

—Bien, vamos —dijo Donald mientras subía a la cabina del camión.

—Oye, Kensi —dijo Andrei, al tiempo que se agarraba de la portezuela—. ¿Y qué eras tú antes?

—Controlador en una acería, y antes, ministro de obras públicas…

—No digo aquí, sino allá…

—¿Allá, eh? Asesor literario de la editorial Hayakawa.

Donald puso en marcha el motor y el vetusto camión se estremeció y comenzó a rechinar mientras soltaba espesas nubes de humo azul.

—¡La luz de posición de la izquierda no funciona! —gritó Kensi.

—Nunca ha funcionado —replicó Andrei.

—¡Pues arregladla! Si vuelvo a ver eso, os pongo una multa.

—Vaya ganas de fastidiar…

—¿Qué? ¡No oigo!

—Digo que te dediques a perseguir a los bandidos, no a los choferes —gritó Andrei, tratando de sobreponerse a las sacudidas y el traqueteo—. ¡Qué capricho con nuestra luz de posición! ¡Habría que dejaros a todos en el paro, gorrones!

—¡Falta poco! —gritó Kensi—. ¡Ya falta poco, menos de cien años!

Andrei lo amenazó con el puño, se despidió de Van con un gesto y se dejó caer en el asiento junto a Donald. El camión echó a andar con un sobresalto, la barandilla raspó la pared del arco de la entrada, salieron a la calle Mayor y giraron a la derecha.

Andrei se acomodó de tal manera que el alambre que sobresalía del asiento no le pinchara el trasero, y miró de reojo a Donald, que estaba muy erguido, con la mano izquierda sobre el volante y la derecha en la palanca del cambio de marchas, el sombrero casi sobre los ojos y el mentón apuntando al frente. Iban a toda la potencia del motor. Siempre conducía así, a la velocidad máxima permitida, sin pensar siquiera en frenar ante los agujeros del pavimento. En cada bache, los bidones llenos de basura saltaban sobre la plataforma del vehículo. El techo oxidado de la cabina se sacudía y el propio Andrei, por mucho que intentara afirmar los pies, saltaba y caía exactamente sobre la punta del maldito alambre. Antes, todo aquello iba acompañado por un alegre intercambio de tacos, pero en ese momento Donald callaba, mantenía apretados sus labios delgados y no miraba hacia Andrei. Por esa razón, imaginaba que en aquellas sacudidas habituales había algo de mala intención.

—¿Qué le ocurre, Don? —preguntó Andrei finalmente—. ¿Le duelen las muelas? —Donald se limitó a encogerse de hombros sin responder—. La verdad es que en los últimos días está como fuera de sí. Me doy cuenta. ¿Lo he ofendido sin querer de alguna manera?

—Qué tonterías, Andrei —masculló Donald entre dientes—. ¿Qué pinta usted en eso?

Y de nuevo, a Andrei le pareció escuchar en aquellas palabras cierta malevolencia, incluso algo ofensivo, injurioso: «¿cómo puedes tú, mocoso, ofenderme a mí, a un catedrático?».

—No hablé por hablar cuando le dije que era usted una persona feliz —volvió a decir Donald en ese momento—. De hecho, puedo sentir envidia de usted. Nada de lo que ocurre lo afecta. O transcurre a través de usted. Pero yo me siento como si me hubiera pasado por encima una apisonadora. No me queda ni un hueso sano.

—¿Qué dice? No entiendo nada. —Donald callaba, torciendo los labios. Andrei lo miró, después volvió los ojos al camino sin ver nada, observó de nuevo a Donald de reojo y se rascó la coronilla—. Palabra de honor que no entiendo nada —añadió, con tristeza—. Al parecer, todo va tan bien…

—Por eso le tengo envidia —repuso Donald con dureza—. No sigamos hablando de eso. No me haga el menor caso.

—¿Cómo que no le haga el menor caso? —dijo Andrei, ya muy triste—. ¿Cómo podría no hacerle caso? Estamos aquí juntos… usted, yo, los muchachos… Por supuesto, hablar de amistad es utilizar una palabra grandiosa, demasiado grandiosa… Digamos que solo somos compañeros… Por ejemplo, podría contarle, en caso de que yo… ¡Nadie se negaría a ayudar! Pero dígame: si me ocurriera algo y le pidiera ayuda, ¿usted me rechazaría? Seguro que no ¿verdad?

La mano derecha de Donald se apartó de la palanca de cambios y palmeó suavemente el hombro de Andrei. Este se quedó callado. Lo embargaban los sentimientos. De nuevo todo iba bien, todo estaba en orden. Donald era el de siempre. Se trataba simplemente de melancolía. ¿Puede sustraerse el ser humano a la melancolía? El orgullo le había jugado una mala pasada. En cualquier caso, era un catedrático de sociología que aquí se dedicaba a recoger bidones de basura, y antes de eso había sido estibador en un almacén. Por supuesto, todo aquello le resultaba desagradable, humillante, y no podía decírselo a nadie, nadie lo había obligado a venir aquí y era vergonzoso quejarse… Resultaba fácil decir: cumple correctamente cualquier trabajo que te encarguen. No pasaba nada. Y basta. Se recuperaría él solo.

El camión se desplazaba por un camino de lajas, resbaladizo a causa de la niebla. Los edificios a los lados eran más bajos, más miserables, y la fila de farolas que se extendía a lo largo de la vía era más rala; y su luz, más mortecina. A lo lejos, aquellas farolas se fundían en una mancha nebulosa y difusa. No había nadie en las aceras, nadie cruzaba la calle, ni siquiera habían visto a un conserje. Únicamente en la esquina del callejón Diecisiete, delante de un hotelito antiguo y de poca altura, más conocido como «la jaula de las chinches», había un carro con un caballo tristón. Una persona dormía en el carro, envuelta en una lona de pies a cabeza. Eran las cuatro de la mañana, la hora del sueño más profundo, y no había ninguna ventana iluminada en las fachadas oscuras.

Delante, a la izquierda, un camión asomó por la salida de un patio. Donald le hizo señales con las luces, pasó por delante de él, y el camión, también de recogida de basura, salió a la vía e intentó adelantarlos, pero le resultaba imposible competir con Donald, así que, tras iluminar con sus luces la ventanilla trasera, se fue quedando atrás sin remedio. Adelantaron a otro camión de basura en la zona de las casas quemadas, y en el momento preciso, porque inmediatamente detrás comenzaban los adoquines, y a Donald no le quedó más remedio que reducir la velocidad para que al vehículo no le diera por desarmarse.

Allí comenzaron a cruzarse con otros camiones ya vacíos que habían descargado en el vertedero y no tenían la menor prisa. A continuación, de la farola que tenían delante se separó una silueta imprecisa que caminó hasta el centro de la calzada. Andrei metió la mano bajo el asiento y palpó una pesada barra de acero, pero se trataba de un policía que les pidió que lo llevaran hasta el callejón de las Coles. Andrei y Donald no sabían dónde se encontraba tal callejón, entonces el policía, un tiarrón enorme de grandes mofletes, con mechones rubios que escapaban en desorden de la gorra de reglamento, dijo que los guiaría.

Subió al estribo junto a Andrei, se colgó de la portezuela y estuvo todo el tiempo haciendo movimientos con la nariz, como si hubiera olido algo en particular, aunque él mismo apestaba a sudor rancio. Andrei recordó que aquella parte de la ciudad había sido desconectada de la red de agua.

Viajaron un rato sin hablar, el policía silbaba un tema de una opereta y después, sin venir al caso, los informó de que en la esquina del callejón de la Col y la calle Segunda Izquierda, a medianoche se habían cargado a un infeliz, a quien le habían arrancado todos los dientes de oro.

—Trabajáis mal —le dijo Andrei, molesto.

Esos casos lo sacaban de sus cabales, y el tono del policía lo irritaba más aún: era obvio que el asesinato, la víctima o el asesino no le importaban nada.

—¿Qué —soltó el policía, intrigado, volviendo hacia Andrei su rostro regordete—, tú me vas a enseñar cómo se trabaja?

—Sí, yo mismo, por qué no —replicó Andrei.

El policía frunció el ceño con irritación y silbó entre dientes.

—¡Maestros, demasiados maestros! —exclamó—. Salen maestros de cualquier rincón. Dan lecciones. Acarrean basura y dan lecciones.

—Yo no te doy lecciones… —comenzó a decir Andrei, elevando la voz, pero el policía no lo dejó hablar.

—Pues ahora, cuando vuelva a mi sector, llamaré a tu garaje —dijo, con calma—, y les diré que tu luz de posición no funciona. Qué cosa, no le funciona la luz y ya pretende enseñar a la policía cómo se trabaja. Mocoso.

De repente, Donald se echó a reír con unas carcajadas chirriantes. El policía también se carcajeó.

—Solo estoy yo para cuarenta edificios —explicó, sin beligerancia alguna—. ¿Lo entendéis? Y nos han prohibido que llevemos armas. ¿Qué queréis que hagamos? Pronto comenzarán a matar a la gente en sus casas, y en los callejones ni qué decir.

—¿Y qué habéis hecho? —dijo Andrei, sorprendido—. Hay que protestar, que exigir…

—Protestar —repitió el policía—. Exigir… ¿Eres novato o qué? Oye, jefe —le dijo a Donald—, detente. Me quedo aquí. —Saltó del estribo y a zancadas, sin mirar atrás, se dirigió a una grieta oscura entre dos casas de madera medio derrumbadas, donde a lo lejos se distinguía una farola solitaria bajo la cual había un grupo de personas.

—Pero ¿qué les pasa, se han vuelto locos? —dijo Andrei, indignado, cuando el vehículo siguió su camino—. ¿Cómo se les ha podido ocurrir? La ciudad está llena de maleantes y la policía va desarmada. ¡No puede ser! Kensi lleva cartuchera al costado, ¿qué guarda ahí, los cigarrillos?

—Bocadillos —le aclaró Donald.

—No entiendo nada.

—Hubo una explicación. «Debido a los casos, cada vez más frecuentes, de policías asaltados por gángsteres con el fin de robarles el arma…», etcétera.

Andrei apoyó los pies con todas sus fuerzas para no saltar sobre el asiento en cada bache y meditó durante un tiempo. El camino de adoquines se había terminado.

—Creo que es una idiotez total —dijo, finalmente—. ¿Qué opina usted?

—Lo mismo —respondió Donald mientras con una mano encendía trabajosamente un cigarrillo.

—¿Y lo dice con esa tranquilidad?

—Ya me he preocupado todo lo que me iba a preocupar. Es una explicación muy antigua, anterior a su llegada.

Andrei se rascó la coronilla y arrugó el rostro. Quién sabe, quizá aquella explicación tuviera algún sentido. A fin de cuentas, un policía solitario era una excelente carnada para aquellos miserables. Si se retiraban las armas, había que retirárselas a todos. Y por supuesto, el problema no se reducía a aquella estúpida explicación, sino a que había poca policía y escasa actividad policial; sería necesario organizar una buena redada y barrer toda aquella porquería de un golpe. Hacer que la población participara.

«Yo, por ejemplo, tomaría parte… Hay que escribirle al alcalde.» A continuación, sus pensamientos tomaron otro camino.

—Oiga, Don, usted es sociólogo. Por supuesto, yo considero que la sociología no es una ciencia, ya se lo expliqué, ni siquiera un método. Pero está claro que usted sabe mucho, muchísimo más que yo. Explíqueme entonces: ¿de dónde ha salido toda esa porquería que vive en nuestra ciudad? ¿Cómo han llegado hasta aquí asesinos, violadores, ladronzuelos? ¿Acaso los Preceptores no sabían a quién invitaban a venir?

—Seguramente lo sabían —respondió Donald con indiferencia, mientras pasaba a toda velocidad sobre una zanja horrorosa, llena de agua negra.

—Y, entonces, ¿con qué objetivo…?

—No se nace ladrón. Uno se convierte en ladrón. Además, ya lo ha oído: «¿Cómo podemos saber qué necesita el Experimento? El Experimento es eso, un experimento…». —Donald calló un momento—. El fútbol es el fútbol: balón redondo, terreno de juego rectangular, que gane el mejor…

Las farolas se terminaron, la parte residencial de la ciudad había quedado atrás. Entonces, a los lados del camino en mal estado, había una hilera de ruinas abandonadas: restos de columnatas absurdas hundidas en cimientos pésimos, paredes apuntaladas con agujeros en lugar de ventanas, arbustos espinosos, montones de leños podridos, ortigas y malas hierbas, arbolitos escuálidos, semiasfixiados por las lianas entre montones de ladrillos ennegrecidos. Y después aparecía de nuevo, delante, un resplandor nebuloso. Donald giró a la derecha, dejó espacio a un camión vacío que venía a su encuentro, derrapó en las roderas profundas, llenas de fango, y finalmente frenó a pocos centímetros de los faros rojos del último camión de basura de la cola. Apagó el motor y miró el reloj. Andrei también miró el suyo. Eran casi las cuatro y media.

—Estaremos parados una hora —dijo Andrei, animado—. Vamos a ver quién tenemos ahí delante.

Otro vehículo se aproximó por detrás y se detuvo.

—Vaya solo —dijo Donald, se reclinó en el asiento y se cubrió el rostro con el sombrero.

Entonces Andrei también se reclinó, apartó el alambre del asiento y encendió un cigarrillo. Delante, la descarga avanzaba a toda máquina. Se oían los chirridos de las tapas de los bidones.

—Ocho… diez… —gritaba la voz aguda del controlados.

En un poste se balanceaba una bombilla de mil vatios, cubierta por un plato de hojalata.

—¿Adónde vas, hijo de perra? —se oyó gritar de repente—. ¡Ve para atrás!

—¡Tú, bestia ciega! ¿Quieres que te rompa los dientes?

A la izquierda y a la derecha se alzaban montañas de desperdicios que se habían adherido entre sí formando una masa densa, y el vientecillo nocturno difundía un horrible hedor.

—¡Hola, cargamierdas! —tronó de pronto una voz conocida junto al oído—. ¿Cómo va el gran Experimento?

Se trataba de Izya Katzman en tamaño natural: despeinado, gordo, desaliñado y, como siempre, rebosante de una repelente alegría de vivir.

—¿Lo habéis oído? Dicen que existe un proyecto para la solución final del problema del delito. ¡Eliminarán la policía! En su lugar, por la noche soltarán a la calle a los locos. Será el final de bandidos y gamberros, ¡solo a un loco se le ocurrirá salir de noche a la calle!

—No tiene gracia —dijo Andrei con sequedad.

—¿Que no tiene gracia? —Izya trepó al estribo y metió la cabeza en la cabina—. ¡Todo lo contrario! ¡Tiene muchísima gracia! No habrá más gastos adicionales. Y por la mañana, los conserjes serán los encargados de llevar de vuelta a los locos a sus lugares de residencia…

—Por esa razón, a los conserjes se les dará una ración adicional, consistente en un litro de vodka —prosiguió Andrei y eso divirtió mucho a Izya, que se puso a reír con extraños sonidos guturales, a mugir y a manotear en el aire.

De repente. Donald soltó un taco en voz baja, abrió su portezuela y desapareció de un salto en la oscuridad. Al momento, Izya dejó de reírse.

—¿Qué le ocurre? —preguntó, inquieto.

—No lo sé —respondió Andrei, sombrío—. Seguramente le has dado ganas de vomitar. Lleva varios días así.

—¿De verdad? —Izya miró por encima de la cabina en la dirección por la que Donald había desaparecido—. Qué lástima. Es un buen hombre. Pero no acaba de adaptarse.

—¿Y quién puede adaptarse?

—Yo estoy adaptado. Tú también. Van está adaptado… Hace poco. Donald estaba molesto, preguntaba por qué había que hacer cola para descargar la basura. Se quejaba de que hubiera un controlador, quería saber qué era lo que controlaba.

—Y tenía razón. En realidad, es una idiotez supina.

—Pero eso no te pone nervioso —objetó Izya—. Tú entiendes perfectamente que el controlador no se gobierna a sí mismo. Lo pusieron a controlar y él controla. Pero como no le alcanza el tiempo para controlar, se forma una cola, eso lo entendemos todos. Y la cola tiene sus reglas… —Izya gruñó y salpicó nuevamente—. Por supuesto, si Donald ocupara el lugar de los jefes, construiría aquí un camino decente, con entradas para descargar la basura, y mandaría al controlador, ese león imponente, a trabajar como policía, para que se dedicara a cazar bandidos. O con los granjeros, a la primera línea…

—¿Y qué? —pronunció Andrei, impaciente.

—¡Cómo que y qué! Donald no es uno de los jefes.

—¿Y por qué los jefes actúan así?

—¿Y qué les importa eso? —gritó Izya con alegría—. ¡Piénsalo! ¿Se recoge la basura? ¡Se recoge! ¿Se controla la descarga? ¡Se controla! ¿Sistemáticamente? ¡Sistemáticamente! Cuando termina el mes, se presenta un informe: se han recogido tantos bidones de mierda más que el mes pasado. El ministro está satisfecho, el alcalde está satisfecho, todos están satisfechos y si Donald no está satisfecho, nadie lo obligó a venir aquí, lo hizo de manera voluntaria.

El camión delantero soltó una nube de humo grisáceo y adelantó unos quince metros. Andrei ocupó de un salto el asiento tras el volante y miró por la ventanilla. No se veía a Donald por ninguna parte. Entonces, encendió el motor con cierta aprensión y avanzó lentamente. En el corto trayecto, el motor se le caló tres veces, Izya caminaba a su lado, estremeciéndose cada vez que el vehículo comenzaba a corcovear. Después se puso a contar algo sobre la Biblia, pero Andrei lo oía mal, estaba cubierto de sudor a causa de la tensión.

Bajo la potente bombilla todo seguía igual, se oían tacos y los sonidos metálicos de los bidones. Algo botó sobre el techo de la cabina, pero Andrei no le prestó atención. Por detrás se acercó el enorme Oskar Hayderman con su ayudante, un negro haitiano, y le pidió un cigarrillo. El negro, llamado Silva, apenas se distinguía en la oscuridad, salvo por sus dientes blancos.

Izya se puso a conversar con ellos, llamando ton-ton macoute a Silva, mientras Oskar preguntaba por un tal Thor Heyerdahl. Silva hacía horribles muecas, como si disparara ráfagas con un fusil automático. Izya se aguantaba las tripas y hacía como si lo hubieran matado. Andrei no entendía nada y, al parecer, Oskar tampoco. Enseguida se aclaró que confundía Haití con Tahití…

Algo volvió a rodar por el techo de la cabina, y de repente un montón de basura pegajosa golpeó el capó y se deshizo.

—¡Eh! —gritó Oskar a la oscuridad—. ¡Basta ya!

Delante, veinte gargantas volvieron a gritar y la densidad de los tacos alcanzó un nivel nunca visto. Algo ocurría, Izya soltó un gemido lastimero, se agarró el vientre y se dobló por la cintura, esta vez en serio. Andrei abrió la portezuela, comenzó a asomarse y en ese momento una lata de conservas vacía le dio en la cabeza. No le dolió, pero se molestó mucho. Silva se agachó y se deslizó hasta desaparecer en la oscuridad. Andrei se protegió la cabeza y la cara, y se puso a examinar los alrededores.

No se veía nada. De detrás del montón de basura a la izquierda lanzaban latas oxidadas, pedazos de madera podrida, huesos viejos y hasta trozos de ladrillo. Se oyó el sonido de cristales que se rompían. Un feroz bramido de indignación brotó de la fila de camiones.

—¡¿Quiénes son los canallas que andan divirtiéndose ahí?! —gritaban, casi a coro.

Rugían los motores y se encendían los faros. Algunos camiones comenzaron a moverse hacia atrás y hacia adelante. Al parecer, los choferes intentaban moverlos de manera que se pudieran iluminar las colinas de desperdicios, desde donde ya llegaban volando ladrillos enteros y botellas vacías. Varios hombres imitaron a Silva, se agacharon y desaparecieron corriendo en la oscuridad.

De reojo, Andrei percibió cómo Izya se retorcía junto al neumático posterior, con el rostro contraído en una mueca de dolor, y se palpaba el vientre. Entonces, volvió a la cabina y sacó la pesada barra de hierro de debajo del asiento. ¡Por la cabeza, canallas, por la cabeza! Se veía a una decena de basureros que subían a toda prisa, a cuatro patas, agarrándose de cualquier cosa. Alguien había logrado girar el camión, de tal manera que los faros alumbraban la cima de las colinas, erizadas de restos de muebles viejos, trapos y trozos de papel, brillantes por los trozos de cristal. Por encima de los desperdicios se veía, muy alto, la pala de la excavadora sobre el fondo del cielo totalmente negro. Y algo se movía en la pala, algo grande y gris, con tonos plateados. Andrei quedó paralizado, mirando. En ese mismo instante, un grito desesperado se sobrepuso a todas las voces.

—¡Son diablos! ¡Diablos! ¡Sálvese quien pueda!

Y en ese mismo momento varias personas comenzaron a caer colina abajo, de cabeza, dando vueltas, levantando columnas de polvo y remolinos de trapos y papeles viejos, con ojos enloquecidos, bocas abiertas y manos que se sacudían espasmódicamente. Uno de ellos, con las manos alrededor de la cabeza que protegía entre los codos bien apretados, continuaba chillando de pánico y pasó junto a Andrei, resbaló en la rodera, cayó, se levantó de un salto y siguió corriendo con todas sus fuerzas en dirección a la ciudad. Otro, respirando a ronquidos, se metió entre el radiador del camión de Andrei y la cama del camión que lo precedía, se atascó, intentó soltarse y también se puso a gritar con voz enloquecida. De repente se hizo el silencio, solo quedó el zumbido de los motores, y en ese instante, como si alguien agitara un látigo, se oyeron disparos. Y Andrei vio sobre la cima, a la luz azulada de los faros, a un hombre alto y muy delgado que estaba de espaldas a los camiones, y disparaba hacia algún punto en la oscuridad, al otro lado de la colina, con una pistola que sostenía con ambas manos.

Disparó cinco o seis veces en un silencio total, y después brotó de la oscuridad un alarido no humano sino de mil voces, rabioso, lleno de angustia y maullante, como si veinte mil gatos en celo gritaran a la vez por altavoces, y el hombre delgado retrocedió, hizo un gesto absurdo con los brazos y bajó la colina deslizándose sobre la espalda. Andrei también retrocedió, presintiendo algo insoportablemente terrorífico, y entonces vio cómo la cima de la colina comenzaba a moverse.

Unos fantasmas de color gris plateado, increíbles, de una fealdad monstruosa, estaban de repente allí de pie, con miles de ojos brillantes, inyectados de sangre, mostrando los destellos de miles de colmillos y agitando un bosque de largos brazos peludos. A la luz de los faros se levantó una enorme cortina de polvo, y un alud de restos, piedras, botellas y pedazos de basura cayó sobre los camiones.

Andrei no resistió más. Se metió en la cabina, se escondió en el rincón más oscuro y levantó la barra metálica. Se quedó quieto, como en una pesadilla. No se daba cuenta de nada, y cuando un cuerpo oscuro hizo sombra en la portezuela abierta, gritó sin oír su propia voz y se puso a pinchar con la barra aquello blando, horrible, que se resistía y trataba de acercarse a él, y siguió haciéndolo hasta el momento en que un grito lastimero lo hizo volver en sí.

—¡Idiota, soy yo! —gemía Izya. Entró en la cabina y cerró la portezuela—. ¿Sabes de qué se trata? —le dijo, con una voz inesperadamente serena—. Son monos. ¡Qué canallas!

Al principio, Andrei no entendió. Después entendió, pero no lo creyó.

—Así que monos —dijo, se paró en el estribo y se puso a mirar. Exacto: eran monos. Muy grandes, muy peludos, con un aspecto muy feroz, pero no eran diablos ni fantasmas, sino simplemente monos. La vergüenza y el alivio hicieron ruborizarse a Andrei, y en ese momento algo muy pesado y duro le golpeó la oreja con tanta fuerza que su otra oreja golpeó contra el techo de la cabina.

—¡A los camiones! —gritó delante una voz autoritaria—. ¡Basta de pánico! ¡Son babuinos! ¡No tengáis miedo! ¡A los camiones, y dad marcha atrás!

La columna de camiones se convirtió en un infierno total. Disparaban los silenciadores, los faros se encendían y apagaban, los motores zumbaban a toda potencia y un humo grisáceo ascendía hacia un cielo sin estrellas. De repente, un rostro bañado en algo negro y brillante salió de la oscuridad, unas manos agarraron a Andrei por los hombros, lo sacudieron como a un cachorrillo, lo metieron de costado en la cabina… y en ese momento el camión de delante dio marcha atrás y se incrustó con un crujido en el radiador, mientras que el camión de atrás saltó hacia delante y golpeó la caja como si se tratara de una pandereta, de modo que los bidones chocaron con estruendo.

—¿Sabes conducir el camión, Andrei? —preguntaba Izya sacudiéndolo por los hombros—. ¿Sabes?

—¡Me han matado! —gemían desde el humo grisáceo—. ¡Salvadme!

—¡Basta ya de pánico! —seguía tronando a la vez una voz autoritaria—. ¡El último camión, da marcha atrás! ¡Ahora!

De arriba, a izquierda y derecha, seguían cayendo objetos duros que golpeaban las cabinas, los bidones, y hacían temblar los cristales; los cláxones gemían y sonaban constantemente, mientras el horroroso aullido crecía y crecía.

—Me largo —dijo Izya de repente, se cubrió la cabeza con las manos y salió del camión. Estuvo a punto de caer bajo un vehículo que corría en dirección a la ciudad. Entre los bidones que saltaban se vio un momento el rostro del controlador. Después, Izya desapareció y apareció Donald, sin sombrero, con la ropa rota y enfangada, tiró una pistola sobre el asiento, se sentó al volante, encendió el motor y, sacando la cabeza por la ventanilla, dio marcha atrás.

Al parecer se había establecido cierto orden: los gritos de pánico cesaron, los motores echaron a andar y la columna entera de camiones comenzó a retroceder poco a poco. Hasta la granizada de botellas y piedras se calmó en cierta medida. Los babuinos saltaban y se paseaban por la cima de la colina de basura, pero no bajaban, solo gritaban abriendo sus fauces caninas, y se burlaban mostrando a los camiones el trasero, que brillaba a la luz de los faros.

El camión avanzaba cada vez más rápido, volvió a derrapar en la zanja llena de fango, salió a la carretera y giró. Donald cambió la marcha con un rechinar de la palanca, pisó el acelerador, cerró la portezuela de un tirón y se recostó en el asiento. Delante, en la oscuridad, saltaban las luces rojas de los vehículos que huían a toda velocidad.

«Hemos escapado —pensó Andrei con alivio, y se palpó la oreja con cuidado. Se había hinchado y latía—. ¡Qué cosa, babuinos! ¿De dónde han salido? Tan grandes… y en tal cantidad. Nunca hemos tenido aquí babuinos… sin contar, por supuesto, a Izya Katzman. ¿Y por qué precisamente babuinos? ¿Por qué no tigres?» Cambió de posición en el asiento porque estaba incómodo, y algo golpeó el camión. Andrei dio un salto y cayó sobre algo duro, desconocido. Metió la mano debajo y sacó la pistola. La miró durante un segundo, sin comprender. El arma era negra, pequeña, de cañón corto y culata rugosa.

—Tenga cuidado —dijo Donald de repente—. Démela.

Andrei le entregó la pistola y estuvo un rato mirando como su compañero, retorciéndose, metía el arma en el bolsillo trasero del mono de trabajo. De repente, un sudor frío lo empapó.

—¿Era usted el que disparaba? —preguntó, casi en un susurro. Donald no respondió. Hacía señales para adelantar a otro camión con el único faro que todavía funcionaba. En un cruce, varios babuinos de largas colas pasaron corriendo por delante del vehículo, tocando casi el radiador. Pero Andrei no les prestó atención.

—¿De dónde ha sacado el arma, Don? —Una vez más, Donald no respondió, se limitó a hacer un extraño gesto con la mano, como si quisiera colocarse el sombrero inexistente sobre los ojos—. Mire, Don —insistió Andrei con decisión—, vamos ahora a la alcaldía, usted entrega la pistola y explica cómo se hizo con ella.

—Deje de decir tonterías —replicó Donald—. Mejor, deme un cigarrillo.

—No es ninguna tontería —dijo Andrei sacando el paquete de forma maquinal—. No quiero saber nada. Usted se lo calló, bien, era asunto suyo. En general, confío en usted… Pero en la ciudad, solo los bandidos tienen armas. No quiero acusarlo de nada, pero no lo entiendo… Y hay que entregar el arma y explicarlo todo. Y no hacer como si eso fuera algo sin importancia. Veo cómo ha cambiado usted en los últimos tiempos. Es mejor aclararlo todo.

Donald volvió la cabeza durante un segundo y miró a Andrei a la cara. No estaba claro qué había en su mirada, si burla o sufrimiento, pero en ese momento a Andrei le pareció que era una persona muy vieja, un anciano acosado. Sintió confusión y se turbó, pero enseguida recuperó el control.

—Entréguela y cuéntelo todo —repitió, con firmeza—. ¡Todo!

—¿Se ha dado cuenta de que los monos avanzan sobre la ciudad? —preguntó Donald.

—¿Y qué? —se turbó Andrei.

—Sí, en realidad, ¿y qué? —dijo Donald, y dejó escapar una risa desagradable.

DOS

Los monos ya estaban en la ciudad. Volaban por las cornisas, colgaban en racimos de las farolas urbanas, bailaban en los cruces formando horribles multitudes peludas, se pegaban a las ventanas, se tiraban adoquines arrancados del pavimento, perseguían a personas enloquecidas que habían saltado a la calle en paños menores…

Donald detuvo el camión en varias ocasiones para recoger a personas que huían. Habían tirado los bidones hacía rato. Durante unos minutos, delante del camión galopó un caballo desbocado que arrastraba un carro, en el que se agachaba y saltaba un enorme babuino, agitando unos enormes brazos peludos, Andrei vio al carro incrustarse estruendosamente en una farola; el caballo siguió adelante, arrastrando los correajes rotos, mientras que el babuino se colgó de un salto de la tubería de desagüe más cercana, trepó y desapareció en una azotea.

La plaza mayor era un hervidero de pánico. Los autos llegaban y salían, los policías corrían, gente perdida vagaba en paños menores de un lado a otro, junto a la entrada habían acorralado a un funcionario contra la pared, le gritaban y le exigían algo, pero él a su vez se defendía agitando el bastón y el portafolios.

—Qué lío —dijo Donald, saltando del camión.

Entraron corriendo en el edificio y al momento se perdieron en la densa multitud de personas vestidas de civil, personas que llevaban el uniforme de la policía y personas en paños menores. Retumbaba el ruido de muchas voces y el humo del tabaco hacía arder los ojos.

—¡Dese cuenta! No puedo ir así, en calzoncillos…

—Abrid de inmediato el arsenal y repartid las armas… ¡Demonios, por lo menos a los policías!

—¿Dónde está el jefe de policía? Ahora mismo estaba por aquí…

—Allí se ha quedado mi esposa, ¿puede entender eso? ¡Y mi anciana suegra!

—Oiga, no pasa nada. Son monos, nada más que monos.

—¡Imagínese! Me levanto, ¿y qué veo en el alféizar de la ventana?

—¿Y por dónde anda el jefe de policía? Seguro que duerme, ese culo gordo.

—Teníamos una farola en el callejón. La derribaron…

—¡Kovalevski! ¡Corriendo, al despacho número doce!

—Pero estarán de acuerdo en que, llevando solo los calzoncillos…

—¿Quién sabe conducir? ¡Choferes! ¡Todos a la plaza! ¡Junto al tablón de anuncios!

—Pero ¿dónde demonios se ha metido el jefe de policía? ¿Habrá huido, el muy miserable?

—Haz lo siguiente. Llévate a los muchachos a los talleres de fundición. Allí, que recojan esas… las varillas, las que se usan para vallar los parques… ¡Que las recojan todas, todas! Y regresan aquí de inmediato…

—Le di con tal fuerza a esa jeta peluda que hasta me he lastimado el brazo…

—Y las escopetas de aire, ¿sirven?

—¡Tres coches a la manzana setenta y dos! Cinco coches a la setenta y tres…

—Tenga la bondad de ordenar que les entreguen equipamiento de segunda reserva. Pero con recibo, para que lo devuelvan después.

—Oiga, ¿y tienen cola? ¿O es mi imaginación?

A Andrei lo empujaban, lo apretaban, lo acorralaban contra las paredes del pasillo, le habían pisado los dos pies, y él también empujaba, trataba de avanzar, de quitar a otros de su camino… Al principio buscaba a Donald para servirle de testigo de descargo en la confesión y entrega del arma, pero después comprendió finalmente que la invasión de los babuinos era al parecer un hecho muy serio y por algo se había armado semejante confusión. Enseguida lamentó no saber conducir un camión, no conocer dónde se encontraban los talleres de fundición con las misteriosas varillas, y no tener ni idea de cómo entregar equipamiento de segunda reserva a nadie; como resultado, era totalmente innecesario allí. Intentó, al menos, contar lo que había visto con sus propios ojos, quizá aquellos datos serían de utilidad, pero unos no le prestaban la menor atención, y otros, apenas comenzaba a hablar, lo interrumpían y narraban sus propias vivencias.

Constató con amargura que no encontraba caras conocidas en aquel torbellino de guerreras y calzoncillos, solo vio un instante el negro rostro de Silva, que llevaba la cabeza envuelta en un trapo ensangrentado, pero desapareció enseguida. Mientras tanto, se emprendían algunas acciones, alguien organizaba a algunas personas, las enviaba a alguna parte, las voces subían de tono, cada vez más firmes, los calzoncillos comenzaron a desaparecer y poco a poco las guerreras se hicieron notar más. Hubo un momento en que a Andrei le pareció oír el paso rítmico de las botas y una canción de filas, pero resultó que solamente habían dejado caer la caja fuerte portátil, que fue dando tumbos escaleras abajo hasta atascarse en la puerta del departamento de alimentación…

En ese momento, Andrei descubrió un rostro conocido, el de un funcionario con quien había trabajado en la contaduría de la Cámara de Pesos y Medidas. Llegó hasta él echando a un lado a las personas con las que se cruzaba, lo arrinconó contra la pared y, de un tirón, le contó que él. Andrei Voronin («¿se acuerda?, trabajamos juntos»), actualmente estibador del servicio de recogida de basura, no podía encontrar a nadie, por favor, dígame a dónde puedo ir para ser útil, seguramente se necesita gente… El funcionario lo escuchó durante cierto tiempo, pestañeando febrilmente mientras hacía intentos convulsivos por liberarse, pero finalmente lo apartó de un empujón.

—¿Adónde puedo indicarle que vaya? —gritó—. ¿Qué, no ve que llevo unos papeles para que los firmen?

Y huyó corriendo por el pasillo.

Andrei hizo varios intentos más de tomar parte en la actividad organizada, pero todos lo rechazaban o se desentendían de él, todos estaban muy apurados, no encontró ni a una persona que estuviera tranquila en su puesto y, digamos, confeccionando una lista de voluntarios. Entonces, Andrei se enfureció y se dedicó a abrir de par en par las puertas de los despachos, con la esperanza de encontrar a algún funcionario responsable que no corriera, no gritara y no hiciera aspavientos. La idea más lógica sugería que, en alguna parte, debía existir allí un puesto de mando, desde el cual se dirigía toda aquella actividad.

El primer despacho estaba vacío. En el segundo había un hombre en calzoncillos que gritaba por un teléfono, y otro que maldecía mientras trataba de ponerse una bata de trabajo que le venía estrecha. Por debajo de la bata asomaban unos pantalones de policía y unos zapatos de uniforme, limpios y brillantes, pero sin cordones. Al meter la cabeza en el tercer despacho, algo rosado con botones golpeó el rostro de Andrei, que retrocedió al momento después de haber visto, un instante, cuerpos hermosos y obviamente femeninos. Pero en el cuarto despacho había un Preceptor.

Estaba sentado en el alféizar, con las rodillas entre los brazos, y miraba a la oscuridad más allá del cristal, iluminada a veces por la luz de los faros de algún coche. Cuando Andrei entró, el Preceptor volvió hacia él su rostro rubicundo y bondadoso, alzó levemente las cejas como hacía siempre y sonrió. Y al ver la sonrisa, Andrei se tranquilizó enseguida. Su rabia y su furia desaparecieron y quedó claro que, al fin y al cabo, todo se arreglaría sin falta, todo volvería a quedar en su lugar y, en general, terminaría bien.

—Bueno —dijo, abriendo los brazos y sonriendo en respuesta—. Resulta que nadie me necesita. No sé conducir, no sé dónde está el gimnasio… Qué contusión, no entiendo nada.

—Claro —asintió el Preceptor con simpatía—. Una horrible confusión. —Bajó los pies del alféizar, metió las manos debajo del trasero y comenzó a agitar los pies como un niño—. Hasta da vergüenza. Qué indecencia. Gente adulta, seria, la mayoría de ellos con experiencia… ¡Eso quiere decir que no hay suficiente organización! ¿No es verdad. Andrei? Entonces, hay algunos puntos esenciales que se han quedado sin resolver. Falta de preparación. Falta de disciplina… Y, por supuesto, burocracia.

—¡Sí! ¡Por supuesto! —afirmó Andrei—. ¿Sabe qué he decidido? No volveré a buscar a nadie ni voy a aclarar nada más, agarraré un palo y me iré. Me uniré a algún destacamento. Y si no me aceptan, actuaré yo mismo. Allí han quedado mujeres… y niños… —El Preceptor asentía al escuchar cada una de sus palabras; ya no sonreía, en ese momento su rostro expresaba seriedad y simpatía—. Solo hay una cosa… —siguió Andrei, arrugando el rostro—. ¿Qué pasa con Donald?

—¿Con Donald? —repitió el Preceptor, levantando las cejas—. ¡Ah, con Donald Cooper! —Se echó a reír—. Seguramente usted piensa que Donald Cooper ha sido arrestado y ha confesado sus crímenes… Nada de eso. En este mismo momento, Donald Cooper organiza un destacamento de voluntarios para rechazar esta descarada invasión, y por supuesto no es un gángster ni ha cometido ningún crimen. La pistola la consiguió en el mercado, la cambió por un reloj antiguo con caja de música. ¿Qué vamos a hacer? Toda su vida ha llevado un arma en el bolsillo, está acostumbrado.

—¡Por supuesto! —dijo Andrei, sintiendo un enorme alivio—. ¡Está claro! Yo mismo no podía creerlo, simplemente consideré que… ¡Está bien! —Se volvió para marcharse, pero se detuvo—. Dígame… si no es un secreto, claro está. Dígame, ¿qué objetivo tiene todo esto? ¡Monos! ¿De dónde han salido? ¿Qué deben demostrar?

El Preceptor suspiró y bajó del alféizar.

—De nuevo me hace preguntas a las que yo…

—¡No! ¡Comprendo! —dijo Andrei con sentimiento, llevándose las manos al pecho—. Yo solo…

—Espere. De nuevo me hace preguntas a las que, simplemente, no sé responder. Entiéndalo de una vez por todas: no sé responder. ¿Recuerda la erosión de las edificaciones? La transformación del agua en hiel… Aunque eso ocurrió antes de su llegada. Ahora, ahí lo tiene, los babuinos. Acuérdese: usted me preguntaba todo el tiempo cómo era eso de que personas de diferentes nacionalidades hablaran todas el mismo idioma y ni siquiera se dieran cuenta de ello. Acuérdese de cómo eso lo impresionaba, cómo no acababa de entenderlo e incluso se asustaba, cómo le demostraba a Kensi que él hablaba en ruso, y Kensi le decía que usted hablaba en japonés. ¿Lo recuerda? Y ahora usted ya se ha acostumbrado, ahora esas preguntas no le entran en la cabeza. Una de las condiciones del Experimento. El Experimento es eso, el Experimento, ¿qué más se puede decir en este caso? —Sonrió—. Vaya, vaya, Andrei. Su lugar está allí. La acción ante todo. Cada cual en su puesto, y cada cual hace todo lo que puede.

Andrei salió, ni siquiera salió sino que saltó al pasillo con una total sensación de vacío, bajó por la escalera principal hasta la plaza y al momento vio un grupo de personas con aire diligente, que se movían con serenidad en torno a un camión, bajo una farola. Sin vacilar, se incorporó al grupo, se abrió camino hasta la primera fila, le pusieron en las manos una pesada lanza metálica y se sintió armado, fuerte y listo para el combate decisivo.

No lejos, alguien daba órdenes sonoras (¡una voz conocida!), exigiendo que formaran en tres columnas, y Andrei, con la lanza apoyada sobre el hombro, corrió hacia allá y encontró un sitio entre un latinoamericano corpulento que llevaba tirantes por encima de la camisa de dormir y un intelectual escuálido, de cabello rubio, que se veía muy nervioso: a cada momento se quitaba las gafas, echaba el aliento sobre los cristales, los frotaba con un pañuelo y se las colocaba en la nariz, ayudándose con dos dedos.

El destacamento era pequeño, no más de treinta personas. Y su comandante resultaba ser Fritz Geiger, lo que por una parte era bastante molesto, pero por otra era imposible no darse cuenta de que, en la situación reinante, Geiger estaba, por así decirlo, en su puesto, aunque fuera un fascista fugitivo. Como correspondía a un suboficial de la Wehrmacht, soltaba abundantes tacos y no resultaba agradable oírlo.

—¡Al-linearse! —gritaba para toda la plaza, como si estuviera dirigiendo un regimiento en unas maniobras de infantería—. ¡Oye, tú, el de las pantuflas! ¡Sí, tú mismo! ¡Mete la panza…! Y vosotros, qué pose es esa, parecéis vacas recién ordeñadas. ¿Cómo, que no tiene que ver con vosotros? Las picas, apoyadas en el suelo. ¡No, en el hombro no, he dicho que en el suelo! ¡Tú, la vieja de los tirantes! ¡Fi-i-ir-mes! Seguidme… ¡De frente, march…!

Echaron a andar sin mucha marcialidad. Enseguida, el que iba atrás le pisó el pie a Andrei, que tropezó, empujó al intelectual con el hombro y este dejó caer las gafas, que limpiaba por enésima vez.

—¡Bestia! —le dijo Andrei al de atrás, sin poder contenerse.

—¡Tenga más cuidado! —chilló el intelectual con voz aflautada—. ¡Por Dios, hombre!

Andrei lo ayudó a buscar las gafas, y cuando Fritz corrió hacia ellos, ahogándose de rabia, Andrei lo mandó a hacer puñetas.

Junto con el intelectual, que no paraba de dar las gracias y tropezar, alcanzaron la columna, caminaron otros veinte metros y recibieron la orden de montar en los transportes. Los «transportes», por cierto, eran un camión, un enorme vehículo para la distribución de mortero de cemento. Cuando subieron, descubrieron que algo chapoteaba y salpicaba bajo los pies. El tío de las pantuflas trepó la baranda con esfuerzo, bajó y anunció, chillando, que no tenía la intención de ir a ninguna parte en ese transporte. Fritz le ordenó que volviera a montar. El hombre, alzando más la voz, dijo que llevaba pantuflas y se le habían empapado los pies. Fritz lo llamó cerdo preñado. El hombre de las pantuflas empapadas no se amilanó y dijo que él en particular no era un cerdo, que posiblemente un cerdo estaría contento de viajar en aquel cenagal, que pedía humildes disculpas a todos los que habían aceptado viajar en aquella pocilga, pero… En ese momento, el latinoamericano bajó del camión, escupió despreciativamente delante de Fritz, metió sus pulgares bajo los tirantes y, sin prisa, se alejó de allí.

Contemplando todo aquello, Andrei se sintió inundado de cierta alegría maligna. No se trataba de que aprobara el comportamiento del hombre de las pantuflas, menos todavía lo que había hecho el latinoamericano, no había dudas de que ambos habían demostrado una carencia total de compañerismo, como verdaderos pancistas, pero le resultaba curioso saber qué haría en ese momento nuestro suboficial derrotado y cómo saldría de la situación creada.

Andrei se vio obligado a reconocer que el suboficial derrotado salió de la situación con honor. Sin decir palabra, Fritz giró sobre el tacón y saltó al estribo del lado del chofer.

—¡En marcha! —ordenó. El camión echó a andar, y en ese instante conectaron el sol.

Manteniendo el equilibrio con dificultad y agarrándose a los que tenía al lado. Andrei torció el cuello para contemplar cómo se encendía el disco violeta en su lugar acostumbrado. Al principio tembló, como si tuviera pulsaciones, se hizo cada vez más brillante, se volvió naranja, amarillo, blanco, después se apagó un instante y al momento se encendió a toda potencia, y ya fue imposible mirarlo directamente.

Comenzaba un nuevo día. El cielo, totalmente negro y sin estrellas, se volvió de un azul turbio y estival, comenzó a soplar un viento ardiente como el del desierto, y la ciudad surgió como de la nada, brillante, multicolor, cruzada por sombras azuladas, enorme, ancha… Los pisos se amontonaban unos sobre otros, los edificios asomaban por encima de otros edificios, todos diferentes entre sí, y se hizo visible la Pared Incandescente, que se elevaba al cielo por la derecha, mientras por la izquierda, en los espacios entre los tejados, surgió un vacío azul, como si el mar estuviera allí, y al momento surgieron las ganas de beber. Muchos, por hábito, miraron el reloj en ese momento. Eran las ocho en punto.

El viaje duró poco. Al parecer, las hordas de simios aún no habían llegado allí: las calles estaban tranquilas y desiertas, como siempre a esa hora temprana. En algunas casas se abrían las ventanas, personas que acababan de despertar se estiraban y miraban indiferentes al camión. Mujeres con gorritos de dormir colgaban colchonetas en los alféizares de las ventanas. En uno de los balcones, un anciano nudoso de larga barba, con calzones a rayas, hacía sus ejercicios matutinos. El pánico aún no había llegado hasta allí, pero cerca de la manzana dieciséis comenzaron a aparecer los primeros fugitivos desaliñados, más enojados que asustados, algunos con bultos a la espalda. Esas personas, al ver el camión, se detenían, hacían señas con las manos y gritaban algo. El vehículo dobló hacia la Cuarta Izquierda con un bramido, atropellando casi a una pareja de ancianos que empujaba un carro de dos ruedas lleno de maletas, y se detuvo. Al momento todos vieron a los babuinos.

Los simios se sentían en la Cuarta Izquierda como en su casa, en la selva o dondequiera que vivieran. Con las colas levantadas en forma de gancho, caminaban despacio, en grupo, yendo de una acera a la otra, saltaban alegremente por las cornisas, se balanceaban colgando de las farolas, se paraban sobre las columnas con anuncios para buscarse unos a otros con atención, intercambiaban gruñidos, hacían muecas, se peleaban y hacían el amor con toda naturalidad. Una banda de bestias plateadas destrozaba un tenderete de comida, dos gamberros colilargos acosaban a una mujer transida de terror, paralizada en un portal, y una belleza lanuda, que descansaba sobre la caseta del regulador de tránsito, le mostraba la lengua a Andrei con coquetería. El viento cálido arrastraba a lo largo de la calle nubes de polvo, plumas de almohadones, hojas de papel, mechones de lana y olores rancios de guarida de animales.

Andrei, confuso, miró a Fritz. Este, con los ojos entrecerrados y aspecto de experimentado jefe militar, examinaba el campo del inminente combate. El chofer apagó el motor y se hizo un silencio que estalló segundos después en sonidos salvajes, totalmente ajenos a la vida urbana: rugidos y maullidos, ronroneos profundos, eructos, chasquidos de lenguas, ronquidos… En ese momento, la mujer acorralada gritó con todas sus fuerzas y Fritz pasó a la acción.

—¡Bajad! —ordenó—. Desplegaos, formando una cadena. ¡He dicho una cadena, no un bulto! ¡Adelante! ¡Pegadles, echadlos! ¡Que no quede aquí ni una de esas bestias! ¡Atizadles en la cabeza, en el lomo! ¡No los pinchéis, pegadles! ¡Adelante, rápido! ¡No os detengáis, eh, vosotros, los de allí atrás!

Andrei fue uno de los primeros en saltar. No buscó un lugar en la cadena, sino que agarró su pica de hierro con más comodidad y corrió en ayuda de la mujer. Los gamberros colilargos, al verlo, comenzaron a soltar una risa diabólica y huyeron a saltos por la calle, moviendo con descaro sus traseros asquerosos. La mujer seguía chillando con todas sus fuerzas, con los ojos y los puños cerrados, pero ya nada la amenazaba y Andrei se desentendió de ella. Echó a correr hacia los gamberros que destrozaban el tenderete.

Se trataba de animales grandes, con experiencia, sobre todo uno de ellos, de cola negra como el carbón, que estaba sentado sobre un barril y metía su brazo peludo hasta el hombro, sacaba pepinillos en salmuera y los devoraba con placer, escupiendo de cuando en cuando sobre sus colegas, que se divertían arrancando la pared de aglomerado del tenderete. Al ver a Andrei que se aproximaba, el de la cola negra dejó de masticar y se rio con lascivia. A Andrei no le gustó nada aquella mueca burlona, pero no podía retroceder.

—¡Largo! —gritó, agitando la vara metálica, y se lanzó hacia delante.

El colinegro enseñó más los dientes, amenazador. Sus colmillos eran como los de un cachalote. Sin prisa bajó del barril, retrocedió unos pasos y se puso a mordisquearse el sobaco.

—¡Fuera, bicho! —volvió a gritar Andrei y, tomando impulso, golpeó el barril con el hierro. Entonces el colinegro se echó a un lado y de un salto llegó a la cornisa del segundo piso. Alentado por la cobardía del adversario, Andrei corrió hacia el tenderete y golpeó la pared con la barra. La madera se agrietó y los compinches del colinegro salieron huyendo en diferentes direcciones. El campo de batalla había quedado limpio y Andrei miró a su alrededor.

Las huestes combativas de Fritz se habían dispersado. Confusos, los combatientes caminaban por la calle desierta, revisaban las entradas a los patios, se detenían, levantaban la cabeza y miraban a los babuinos que se amontonaban en las cornisas de los edificios. A lo lejos, haciendo girar un palo sobre su cabeza, corría el intelectual, persiguiendo a un mono cojo que huía sin prisa dos pasos por delante de él. No había contra quién combatir, hasta Fritz estaba confuso. De pie junto al camión, se mordisqueaba un dedo con el ceño fruncido.

Los babuinos, que se habían callado, al sentirse seguros comenzaron de nuevo a intercambiar réplicas, rascarse y hacer el amor. Los más descarados bajaban un poco y hacían muecas para provocar. Andrei volvió a ver al colinegro: estaba al otro lado de la calle, encaramado sobre una farola y retorciéndose de risa. Un hombre que parecía griego, pequeñito y muy moreno, con aspecto amenazador, caminó hacia la farola. Tomó impulso y, con todas sus fuerzas, lanzó la barra de hierro contra el colinegro. Hubo un estruendo, trozos de cristal volaron por los aires, el colinegro asustado se elevó casi un metro y estuvo a punto de caer, pero logró agarrarse con la cola, volvió a su pose anterior y, curvando la espalda, le soltó un chorro de excrementos líquidos al griego. Andrei estuvo a punto de vomitar y se volvió: el chorro le había dado de lleno al hombre, era imposible pensar en otra cosa. Caminó hacia Fritz.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

—El diablo sabrá… —respondió Fritz con rabia—. Si tuviera un lanzallamas…

—Podríamos traer ladrillos —propuso un jovenzuelo, con el rostro lleno de granos—. Soy de la fabrica de ladrillos. Podemos ir en el camión; en media hora estaremos de vuelta.

—No —dijo Fritz, autoritario—. Los ladrillos no sirven. Destrozaremos todos los cristales, y después, con esos mismos ladrillos, ellos nos… No, haría falta un poco de pirotecnia. Cohetes, petardos… ¡Si tuviéramos diez balones de fosgeno!

—¿De dónde vamos a sacar petardos en la ciudad? —pronunció una voz de bajo en tono despectivo—. Y con respecto al fosgeno, prefiero a los monos…

Los hombres comenzaron a congregarse en torno al jefe. El único que permanecía lejos era el griego moreno, que se lavaba en una boca de riego mientras soltaba tacos a granel.

De reojo, Andrei miraba como el colinegro y sus compinches se acercaban sigilosamente al tenderete. Aquí y allá, en las ventanas de los edificios, comenzaron a aparecer rostros de habitantes locales, mayoritariamente de mujeres, pálidos por el terror vivido y rojos de excitación.

—¿Qué hacéis ahí parados? —gritaban, irritadas, por las ventanas—. Echadlos de aquí, hombres… Mirad cómo desvalijan el tenderete… Hombres, ¿qué esperáis? ¡Tú, el rubio! ¡Ordena hacer algo, eh! ¿Por qué estáis ahí tiesos como postes? ¡Mis niños lloran! ¡Haced algo para que podamos salir! ¡Y se dicen hombres! ¡Se han asustado ante unos monos!

Los hombres miraban a su alrededor con aire sombrío. La moral estaba por los suelos.

—¡Los bomberos! Hay que llamar a los bomberos —insistía el de la voz de bajo despectiva—. Con escaleras, con mangueras.

—No tenemos tantos bomberos.

—Los bomberos están en la calle Mayor.

—¿No podríamos preparar antorchas? ¡Quizá el fuego los asuste!

—¡Rayos! ¿A quién se le ocurrió quitarle las armas a la policía? ¡Que se las devuelvan!

—¿Y no sería mejor que regresáramos a casa, colegas? Cada vez que pienso que mi esposa está sola en este momento…

—No diga tonterías. Todos tienen esposa. Esas mujeres también son esposas de alguien.

—Exactamente…

—¿Y si subimos a las azoteas? Desde allí podríamos, digamos…

—¿Con qué los vas a empujar, idiota? ¿Con tu lanza?

—¡Asquerosos! —gritó de repente, con odio, el de la voz de bajo despectiva, corrió unos pasos y lanzó su barra de metal contra el sufrido tenderete; perforó la pared de aglomerado, la pandilla del colinegro lo miró sorprendida, y al momento volvieron a meter mano al barril de pepinillos y a los sacos de patatas.

Las mujeres se echaron a reír en las ventanas, burlándose del tipo.

—Pues, sí —dijo otro, como meditando en voz alta—. En cualquier caso, con nuestra presencia los mantenemos aquí, les impedimos seguir actuando. Eso está bien. Mientras estemos aquí, no se atreverán a continuar su avance en profundidad…

Todos comenzaron a mirar a su alrededor y a murmurar. Al instante hicieron callar al que intentaba razonar. En primer lugar, se veía que los babuinos continuaban su avance en profundidad sin prestar atención a la presencia de aquel prodigio de raciocinio. Y, en segundo, en caso de que los monos no avanzaran, ¿qué pretendía, pasar la noche allí? ¿Vivir allí? ¿Dormir allí? ¿Orinar y defecar allí?

En ese momento se escuchó el lento golpear de unos cascos, el chirrido de un carretón, y todos callaron y miraron calle arriba. Por el pavimento se aproximaba sin prisa un carro tirado por dos caballos, sobre el cual dormitaba, sentado de costado y con las piernas colgando por fuera, un hombre corpulento que vestía una guerrera militar desteñida del ejército ruso, unos pantalones de algodón, de uniforme, también desteñidos y ceñidos a las pantorrillas, y que calzaba unas gruesas botas de piel sintética. La cabeza inclinada del hombre estaba totalmente cubierta de cabellos castaños en desorden, y sostenía con indolencia las riendas en sus enormes manos quemadas por el sol. Los caballos (uno tordo y el otro bayo) avanzaban sin prisa y al parecer también dormían sobre la marcha.

—Va al mercado —dijo alguien, con respeto—. Es un granjero.

—Como si los granjeros no tuvieran suficientes desgracias, ahora solo falta que esas bestias lleguen hasta allá…

—Por cierto, me imagino la que armarán los babuinos en los campos.

Andrei contemplaba la escena con curiosidad. Por primera vez desde que estaba en la ciudad veía a un granjero, aunque había oído muchas cosas sobre ellos. Se decía que eran sombríos y algo asilvestrados, que vivían lejos al norte y combatían allí duramente con ciénagas y selvas, que visitaban la ciudad solamente para vender sus productos y, a diferencia de los habitantes urbanos, nunca cambiaban de profesión.

El carro se acercaba lentamente. Su conductor, que de vez en cuando sacudía la cabeza sin despertarse y chasqueaba los labios, llevaba las riendas casi sueltas, pero de repente los monos, que hasta entonces se habían comportado más o menos pacíficamente, fueron presa de una violenta excitación. Quizá se debiera a los caballos, o posiblemente se hartaran de la presencia de multitudes ajenas en sus calles, el hecho es que comenzaron a agitarse, a correr de un lado a otro, a enseñar los dientes, y los más decididos subieron a las azoteas por los tubos de desagüe y se dedicaron a partir tejas.

Uno de los primeros trozos golpeó al cochero entre los omóplatos. El granjero se sacudió, se estiró y examinó los alrededores con ojos muy abiertos y enrojecidos. El primero al que vio fue al intelectual de las gafas, que regresaba agotado de su inútil persecución, caminando en solitario tras el carro. Sin decir palabra, el granjero soltó las riendas (los caballos se detuvieron al instante), saltó a la calle y, girando sobre la marcha, se lanzó hacia el que creía lo había agredido, pero en ese momento otro trozo de teja golpeó al intelectual en la sien. El hombre gritó, dejó caer la barra metálica y se agachó, agarrándose la cabeza con ambas manos. El granjero se detuvo, perplejo. En torno a él caían trozos de teja sobre el pavimento y se rompían en trocitos color naranja.

—¡Destacamento, poneos a cubierto! —ordenó Fritz con decisión y corrió hacia el portal más cercano.

Todos echaron a correr en diferentes direcciones. Andrei se pegó a la pared en una zona fuera del alcance de los monos y siguió con interés los pasos del granjero, que totalmente perplejo miraba a su alrededor y no lograba entender nada, a juzgar por su expresión. Su mirada nebulosa se deslizaba por las cornisas y los tubos de desagüe, llenos de babuinos enloquecidos. Frunció el ceño, sacudió la cabeza y volvió a abrir los ojos.

—¡Su puñetera madre, por la izquierda!

—¡Cúbrete! —le gritaban de todas partes—. ¡Oye, el de la barba! ¡Ven aquí! ¡Tú, tonto del pantano, te van a romper el coco!

—¿Qué ocurre? —preguntó el granjero a gritos, mirando al intelectual que se movía a cuatro patas, buscando sus gafas—. ¿Me puede decir quiénes son esos que están ahí?

—Monos, por supuesto —respondió el intelectual con irritación—. ¿Acaso no lo ve usted mismo, caballero?

—Vaya costumbres tienen aquí —pronunció el granjero, totalmente anonadado, pero ya bien despierto—. Siempre están inventando algo…

El ánimo de aquel habitante de las ciénagas era entonces filosófico y bonachón. Había llegado a la conclusión de que la ofensa que le habían inferido no podía ser considerada como tal, y en ese momento solo se sentía algo confuso ante el espectáculo de las hordas peludas que saltaban por cornisas y farolas. Se limitaba a mover la cabeza en señal de reproche y a rascarse la barba. Pero en ese momento el intelectual encontró por fin sus gafas, recogió su vara y corrió a toda velocidad en busca de protección, de manera que el granjero quedó solo en el centro de la calle, un blanco único y bastante tentador para los francotiradores velludos. Lo desfavorable de su posición no tardó en hacerse notar. Media docena de grandes trozos de teja se estrellaron junto a sus pies, y fragmentos menores le golpearon la cabeza despeinada y los hombros.

—¡Qué rayos es esto! —rugió el granjero.

Un nuevo fragmento le golpeó la frente. El hombre calló y corrió hacia su carro. Eso ocurría justo frente a Andrei, que primero pensó que el granjero montaría en el carro, lo mandaría todo al diablo y escaparía a su ciénaga, lejos de aquel lugar peligroso. Pero el barbudo no tenía la menor intención de irse. Mascullando tacos, comenzó a buscar algo en su cargamento con prisa febril. Su ancha espalda no dejaba que Andrei viera qué hacía, pero las mujeres del edificio de enfrente, que lo veían todo, de repente chillaron, cerraron las ventanas y desaparecieron de la vista. Andrei no tuvo tiempo siquiera de pestañear. El barbudo se acuclilló, y por encima de su cabeza apareció, apuntando a las azoteas, un cañón grueso, brillante, aceitado, cubierto por un cilindro metálico lleno de perforaciones…

—¡A-al-to! —gritó Fritz, y Andrei lo vio correr hacia el carro a grandes saltos.

—Bestias inmundas, bichos… —mascullaba el barbudo, mientras realizaba movimientos complicados y ágiles con las manos, que iban acompañados por chasquidos metálicos y tintineos.

Andrei se encogió, esperando fuego y estruendo, y los monos en las azoteas también percibieron algo. Dejaron de moverse, se sentaron sobre sus colas y comenzaron a intercambiar opiniones, moviendo sus cabezas perrunas.

Pero Fritz ya estaba junto al carro. Agarró al barbudo por el hombro.

—¡Suelte eso! —ordenó con autoridad.

—¡Espera! —replicó el barbudo con desencanto, mientras movía el hombro—. Espera, ahora acabo con ellos, canallas colilargos…

—¡Le he ordenado que suelte eso! —gritó Fritz.

Entonces, el barbudo lo miró y comenzó a levantarse lentamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó, alargando las palabras con un desprecio indescriptible. Tenía la misma estatura que Fritz, pero era mucho más ancho de hombros y tenía un tórax más potente.

—¿De dónde ha sacado el arma? —preguntó Fritz con brusquedad—. ¡Sus documentos!

—¡Vaya, mocoso! —replicó el barbudo, con amenazadora sorpresa—. ¿Así que quieres ver mis documentos? ¿Y no querrás esto, piojo albino?

Fritz no prestó atención al gesto grosero y continuó mirando a los ojos del barbudo.

—¡Rumer! —gritó Fritz con todas sus fuerzas—. ¡Voronin! ¡Frijat! ¡A mí!

Al oír su apellido, Andrei se sorprendió, pero al momento se despegó de la pared y echó a andar sin prisa hacia el carretón. Del otro lado, a trote corto, se aproximaba el robusto Rumer, que en el pasado había sido boxeador profesional, y llegaba corriendo con todas sus fuerzas el amigo de Fritz, el pequeño y flaco Otto Frijat, un chico muy rubio de orejas enormes.

—Vamos, vamos —decía el granjero con expresión burlona, mientras observaba todos aquellos preparativos bélicos.

—De nuevo le ruego que muestre sus documentos —repitió Fritz con gélida cortesía.

—Puedes irte a hacer puñetas —respondió el barbudo con negligencia. Miraba sobre todo a Rumer, y como quien no quiere la cosa, colocó su mano sobre el mango de un látigo impresionante, hecho de piel cruda.

—¡Chicos, chicos! —advirtió Andrei—. Oye, soldado, mejor no discutas, somos de la alcaldía…

—Me cisco en vuestra alcaldía —respondió el granjero, midiendo a Rumer con la mirada de la cabeza a los pies.

—¿Qué pasa? —preguntó Rumer, con voz queda y ronca.

—Usted lo sabe perfectamente —le dijo Fritz al barbudo—. Las armas están prohibidas dentro de los límites de la ciudad. Sobre todo las ametralladoras. Si tiene autorización, le ruego que la muestre.

—¿Y quiénes sois para pedirme la autorización? ¿Qué, sois la policía? ¿O algo así como la Gestapo?

—Somos un destacamento voluntario de autodefensa.

—Si sois de la autodefensa —replicó el barbudo soltando una risita burlona—, defendeos, quién os lo impide.

Iba madurando una conversación normal y sensata. El destacamento comenzó a agruparse en torno al carretón. Hasta los habitantes locales del género masculino salieron de los portales, llevando en las manos cosas tan dispares como atizadores, patas de silla o herramientas. Contemplaban con curiosidad al barbudo, así como la siniestra ametralladora que yacía sobre una lona, y algo redondo y de vidrio que asomaba su superficie brillante por debajo de la misma. Olfateaban el aire: el granjero estaba rodeado por una atmósfera muy particular, donde olía a sudor, embutidos preparados con ajo y bebidas alcohólicas.

Pero Andrei, con una ternura que lo asombraba a él mismo, contemplaba la guerrera desteñida con las axilas sudadas y un único botón de bronce (y, además, desabrochado) en el cuello, la gorra, con la huella de una estrella de cinco puntas, desplazada hacia la ceja derecha como era de rigor, las pesadas botas-aplastamierda de piel artificial; quizá lo único que rompía la imagen, lo que estaba fuera de lugar, era la barbita. Y en ese momento le vino a la cabeza la idea de que todo aquello debía concitar en Fritz pensamientos y sensaciones muy diferentes. Miró a Fritz, que permanecía tenso con los labios apretados en una línea fina, con arrugas despectivas en torno a la nariz, mientras intentaba congelar al barbudo con la mirada de sus ojos de un gris acerado, unos auténticos ojos arios.

—Nosotros no estamos obligados a pedir autorización —decía mientras tanto, displicente, el barbudo, que jugueteaba con el látigo—. En general, nosotros no estamos obligados a nada, únicamente tenemos la obligación de alimentaros a vosotros, gorrones.

—Está bien —resonó la voz de bajo en las filas traseras—. ¿Y de dónde ha salido la ametralladora?

—¿La ametralladora? Gran cosa. Es la conexión entre la ciudad y la aldea. Yo te doy un cuarto trasero de un cerdo, tú me das una ametralladora, todo de manera limpia y honrada…

—No, no, no —volvió a retumbar la voz de bajo—. Como quiera que sea, una ametralladora no es un juguete, no es como una trituradora de grano…

—Pero yo creo —intervino el que intentaba razonar— que a los granjeros se les permite tener armas.

—¡A nadie se le permite tener armas! —chilló Frijat, muy congestionado.

—¡Vaya tontería! —repuso el que intentaba razonar.

—Claro que es una tontería —exclamó el barbudo—. Quisiera veros en nuestra ciénaga, por la noche, en épocas de celo…

—¿Quién está en celo? —preguntó, interesadísimo, el intelectual que, gafas en mano, había logrado llegar hasta la primera fila.

—Uno que necesita estarlo —le respondió el granjero con desprecio.

—No, perdone… —balbuceó el intelectual—. Soy biólogo, y hasta este momento no he podido…

—Cállese —le ordenó Fritz—. Y a usted, le sugiero que me siga —continuó, dirigiéndose al barbudo—. Se lo sugiero para evitar un inútil derramamiento de sangre.

Sus miradas se cruzaron. Aquel barbudo maravilloso había entendido, siguiendo indicios que solo él comprendía, con quién estaba tratando. Su pelambre facial se abrió en una sonrisita irónica.

—¿Mleko-yaichki? —pronunció con una vocecilla repelente e injuriosa—. Hitler kaput![1]

Le importaba un comino el derramamiento de sangre, inútil o no.

Fue como si a Fritz le pegaran un puñetazo en la barbilla. Echó la cabeza hacia atrás, su rostro pálido se volvió púrpura y sus pómulos se tensaron. Por un momento, Andrei creyó que se lanzaría contra el barbudo, y se dispuso a intervenir para evitar la pelea, pero Fritz se contuvo. La sangre huyó de su rostro.

—Eso no guarda relación alguna con este asunto —pronunció con sequedad—. Tenga la bondad de seguirme.

—¡Déjelo usted en paz, Geiger! —dijo el de la voz de bajo—. Está claro que es un granjero. ¿A qué nos dedicamos ahora, a molestar a los granjeros?

Y todos asintieron y comenzaron a murmurar: sí, por supuesto, es un granjero, se irá y se llevará su ametralladora, no es un gángster, claro que no.

—Nuestra misión es espantar a los babuinos y aquí estamos, jugando a los policías —agregó el que intentaba razonar.

La tensión desapareció al momento. Habían olvidado a los babuinos, que de nuevo se paseaban por donde querían, comportándose como si estuvieran en la selva. Además, la población local parecía aburrida de esperar acciones decididas por parte del destacamento de autodefensa. Con seguridad habían llegado a la conclusión de que de allí no saldría nada bueno y que ellos mismos tenían que acomodarse a la situación. Y ya se veía a las mujeres, con aire diligente y labios apretados, con monederos en las manos, haciendo sus labores matutinas. Algunas llevaban en las manos escobas y palos de fregonas para espantar a los monos más descarados. Ya comenzaban a quitar las persianas del escaparate de la tienda, y el dueño del tenderete caminaba en torno a su quiosco semidestruido, se agachaba, se rascaba la espalda y, obviamente, calculaba algo mentalmente. Había cola en la parada del autobús, y ya se veía a lo lejos el primer transporte público, que tocó con fuerza el claxon, espantando a los babuinos que desconocían las reglas del tránsito e infringían las disposiciones del consistorio de la ciudad.

—Sí, señores míos —dijo una voz—. Parece que tendremos que habituarnos a todo esto. ¿Nos vamos a casa, jefe?

Fritz examinaba la calle con aire sombrío, mirando de reojo.

—Pues sí… —dijo, con voz sencillamente humana—. Vámonos todos a casa.

Giró sobre sí mismo, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia el camión. El destacamento lo siguió. Se encendieron cerillas y mecheros, alguien preguntaba, intranquilo, qué hacer con la llegada tarde al trabajo, si no sería bueno que les dieran una justificación por escrito… El que intentaba razonar también tenía algo que decir al respecto: ese día todos llegarían tarde al trabajo, no hacía falta justificación alguna. La multitud que rodeaba el carretón se dispersó. Solo quedaron allí Andrei y el biólogo de gafas, que se había jurado a sí mismo no irse de allí sin averiguar quién tenía el celo en las ciénagas.

El barbudo, mientras desarmaba y guardaba de nuevo la ametralladora, explicó con condescendencia que quienes tenían el celo en las ciénagas eran los rojigátores, y los rojigátores, hermanos, eran algo así como cocodrilos. ¿Has visto a los cocodrilos? Pues igualitos, solo que lanudos. Cubiertos de una lana roja y dura. Y cuando están en celo, hermanito, es mejor estar lo más lejos posible. En primer lugar, son más grandes que un buey, y en segundo, cuando están así no perciben nada, les da lo mismo una casa que un cobertizo, lo destrozan todo…

Los ojos del intelectual ardían de interés, escuchaba ansioso, arreglándose las gafas a cada momento con los dedos muy abiertos.

—¿Vais a venir o no? —los llamó Fritz desde el camión—. ¡Andrei!

El intelectual miró hacia el camión, después miró su reloj, soltó un gemido lastimero y se puso a balbucear excusas y agradecimientos. Después, apretó y sacudió con todas sus fuerzas la mano del barbudo y se marchó corriendo. Pero Andrei decidió quedarse.

Ni él mismo sabía por qué se había quedado. Había sufrido algo así como un ataque de nostalgia. No se trataba de que añorara hablar en ruso, pues a su alrededor todos hablaban en ruso. Tampoco porque aquel barbudo le pareciera la encarnación de la patria, nada de eso. Pero había en él algo que no podía percibir en el cáustico Donald, en el alegre y ardiente, pero de todos modos algo ajeno Kensi, ni en Van, siempre bondadoso, siempre cortés, pero siempre asustado. Y mucho menos en Fritz, un hombre sobresaliente a su manera, pero enemigo mortal hasta el día anterior… Andrei no sospechaba cuánto añoraba aquel algo misterioso.

—¿Qué, compatriota? —preguntó el barbudo mirándolo de reojo.

—De Leningrado —dijo Andrei, sintiéndose incómodo, y para ocultar aquella incomodidad, sacó el tabaco y convidó al barbudo.

—Vaya, vaya… —dijo el hombre, sacando un cigarrillo del paquete—. Así que eres un compatriota. Yo, hermanito, soy de Vologdá. ¿Has oído hablar de Cherepóviets? Pues de ahí mismo soy, de Cherepóviets.

—¡Por supuesto! —replicó Andrei con alegría—. Ahora mismo acaban de inaugurar un enorme combinado metalúrgico, una planta gigantesca.

—¡No me digas! —dijo el barbudo, con notable indiferencia—. Así que hasta allí han llegado. Está bien. ¿Y a qué te dedicas aquí? ¿Cómo te llamas? —Andrei se presentó. El barbudo siguió—: Como ves, soy campesino. Granjero, como dicen aquí. Me llamo Yuri Konstantinovich Davidov. ¿Quieres beber algo?

—Es demasiado temprano —dijo, dubitativo.

—Sí, puede ser —aceptó Yuri Konstantinovich—. Todavía tengo que ir al mercado. Yo llegué anoche y me fui directamente a los talleres, allí me habían prometido una ametralladora hace tiempo. Dimos unas vueltas, la probamos y les entregué un jamón, una garrafa de aguardiente, y cuando me di cuenta, habían desconectado el sol…

Mientras contaba aquello, Davidov había terminado de empaquetar toda su carga, había tomado las riendas, se había montado de lado en el carretón y los caballos habían echado a andar. Andrei caminaba a su lado.

—Sí —continuó Yuri Konstantinovich—. Habían desconectado el sol. Uno me dijo: «Vamos a un lugar que conozco». Fuimos allí, bebimos y comimos. Ya sabes que es difícil conseguir vodka en la ciudad, pero yo traigo aguardiente casero. Ellos ponían la música y yo la bebida. Por supuesto, había chicas… —Los recuerdos hicieron a Davidov sacudir la barba. Continuó, bajando la voz—: Hermanito, en las ciénagas hay muy pocas hembras. Hay una viuda, ¿entiendes?, y vamos a verla… su marido se ahogó el año antepasado… Y ya sabes qué pasa: vas a verla, qué otra cosa puedes hacer, pero después tienes que arreglarle la cosechadora, o ayudarla a recoger la cosecha, o vaya usted a saber qué… ¡Menudo fastidio! —Espantó con el látigo a un babuino que seguía el carretón—. En general, hermanito, vivimos allí como si estuviéramos en combate. No es posible sobrevivir sin armas. ¿Y el rubio ese, quién era? ¿Un alemán?

—Sí, un alemán —respondió Andrei—. Antiguo suboficial, fue hecho prisionero en Konigsberg, y de allí vino para acá…

—Ya me parecía que tenía una jeta repugnante —explicó Davidov—. Esas malditas lombrices me hicieron retroceder hasta el mismo Moscú, terminé en el hospital de campaña, me volaron medio trasero. Pero después me desquité. Era tanquista, ¿entiendes? La última vez, ardí en las afueras de Praga… —Se retorció la barba—. ¡Mira qué casualidad! ¡Y nos hemos encontrado aquí!

—No es mala persona, es un tipo eficiente —dijo Andrei—. Y valiente. De vez en cuando monta un numerito, pero trabaja bien, con energías. En mi opinión, es una persona excelente para el Experimento. Un organizador.

Davidov se quedó callado un rato, chasqueando la lengua a los caballos.

—La semana pasada vino a las ciénagas uno de esos sujetos —comenzó a contar, tras la pausa—. Nos reunimos en casa de Kowalski, un granjero polaco que vive a diez kilómetros de mi granja; tiene una buena casa, amplia… Nos reunimos allí. Y el tío comienza a marearnos: que si entendemos bien las tareas del Experimento. Venía del ayuntamiento, del departamento agrícola. Y nos íbamos dando cuenta, claro, de que todo aquello llevaba a que si lo entendíamos bien, sería adecuado subir los impuestos… ¿Y tú, estás casado? —preguntó de repente.

—No.

—Te lo preguntaba porque hoy tendré que pasar la noche en alguna parte. Tengo un asuntito aquí mañana por la mañana.

—¡Ni una palabra más! —respondió Andrei—. Mi piso está a su disposición. Venga, pase la noche allí, tengo mucho espacio, eso me alegra…

—Y a mí también me alegra —dijo Davidov, sonriendo—. Somos compatriotas.

—Anote la dirección. ¿Tiene dónde escribir?

—Simplemente dímela, la recordaré.

—Es muy sencilla: calle Mayor, número ciento cinco, piso dieciséis. La entrada es por el patio. Si por casualidad resulta que no estoy, busque al conserje, es un chino llamado Van, le dejaré la llave.

Davidov le caía muy bien a Andrei, aunque al parecer sus ideas no coincidían.

—¿En qué año naciste? —preguntó el granjero.

—En el veintiocho.

—¿Y cuándo saliste de Rusia?

—En el cincuenta y uno. Hace solo cuatro meses.

—Ajá. Yo vine de Rusia en el cuarenta y siete… Dime, Andriuja, ¿qué tal les va en el campo, ha mejorado algo?

—¡Por supuesto! —dijo Andrei—. Lo han reconstruido todo, los precios bajan de año en año… Es verdad que no he estado en el campo tras la guerra, pero a juzgar por el cine y por los libros, ahora se vive bien allí.

—Hum… el cine —pronunció Davidov, dubitativo—. El cine, ¿te das cuenta?, es algo que…

—Pues no. En la ciudad, en las tiendas hay de todo. Abolieron las cartillas de racionamiento hace tiempo. ¿De dónde sale todo? Está claro que de la aldea…

—Eso, sin la menor duda. De la aldea… —Davidov quedó pensativo un instante—. Cuando regresé del frente, mi mujer había muerto. Mi hijo había desaparecido. La aldea estaba desierta. Bueno, eso lo podemos arreglar, pensé. ¿Quién ha ganado la guerra? ¡Nosotros! O sea, ahora tenemos fuerza. Me propusieron como presidente del koljós. Acepté. En la aldea solo había mujeres, así que no tenía necesidad de casarme. Pasamos el cuarenta y seis de cualquier manera, me dije que todo sería más fácil después de eso… —De repente calló y se mantuvo así un largo rato, como si se hubiera olvidado de la existencia de Andrei—. Felicidad para toda la humanidad —masculló de pronto—. ¿Tú crees en eso?

—Por supuesto.

—Yo también creía. No, pensé, en la aldea eso no va a funcionar. Seguro que se trata de un error, pensé. Antes de la guerra nos tenían atados por la cintura, después de la guerra, por la garganta. No, pensé, de esa manera nos van a ahogar. La vida era opaca, como las charreteras de un general. Yo comencé a beber, y de repente, el Experimento. —Suspiró pesadamente—. Entonces, qué crees, ¿les saldrá el Experimento?

—¿Qué es eso de «les saldrá»? ¡«Nos» saldrá!

—Está bien, ¿nos saldrá? ¿Sí o no?

—Debe salir —repuso Andrei con firmeza—. Eso depende solo de nosotros.

—Lo que depende de nosotros, lo hacemos. Allá, aquí… En general, no hay de qué quejarse, por supuesto. La vida, aunque dura, es mucho mejor. Lo fundamental es que dependes de ti. Y si viene alguien, lo tiras a la letrina y se acabó. ¿Eres militante del partido?

—De la Juventud Comunista. Usted. Yuri Konstantinovich, tiene un punto de vista demasiado lúgubre. El Experimento es el Experimento. Es difícil, hay muchos errores, pero seguro que no puede ser de otra manera. Cada cual en su puesto, cada cual hace todo lo que puede.

—¿Y en qué puesto estás tú?

—Recogedor de basuras —dijo Andrei con orgullo.

—Un puesto importante —replicó Davidov—. ¿Eres especialista en algo?

—Mi especialidad es muy particular. Astrónomo. —Lo pronunció con cierto reparo y miró de reojo a Davidov, aguardando una burla, pero el granjero, por el contrario, se interesó.

—¿De veras que eres astrónomo? Entonces, hermanito, tú debes saber dónde estamos metidos. ¿Es un planeta cualquiera o, digamos, una estrella? En las ciénagas, donde yo vivo, todos los días discuten eso, llegan hasta las manos, ¡te lo juro! Se hartan de aguardiente y cada cual comienza a soltar sus ideas… Hay quien dice que estamos como en un acuario, en la misma Tierra. Un acuario gigantesco, y en lugar de peces hay personas. ¡De verdad! Y, desde un punto de vista científico, ¿qué piensas tú de eso?

Andrei se rascó la coronilla y se echó a reír. En su piso esa discusión a veces se convertía casi en una pelea a puñetazos, sin que hiciera falta aguardiente. Y sobre aquello del acuario, Izya Katzman repetía las mismas palabras, riéndose y salpicando saliva.

—Cómo explicárselo… —comenzó—. Es algo complicado. Incomprensible. Pero, desde un punto de vista científico, solo puedo decirle una cosa: es difícil que se trate de otro planeta. Y menos todavía de una estrella. En mi opinión, todo lo que hay aquí es artificial, y no guarda relación alguna con la astronomía.

—Un acuario —asintió Davidov con convicción—. Y el sol aquí es como una bombilla. Además, la pared amarilla que llega al cielo… Oye, dime, si sigo por este callejón, ¿llegaré al mercado o no?

—Llegará al mercado —respondió Andrei—. ¿Recuerda mi dirección?

—La recuerdo, espérame a la noche.

Davidov azotó levemente a los caballos, soltó un silbido y el carretón desapareció con estrépito por la calleja. Andrei se encaminó a su casa.

«Vaya buen tío —pensó, emocionado—. ¡Un soldado! Seguramente no se brindó voluntario para el Experimento, sino que huía de las privaciones, pero no soy quién para juzgarlo. Estaba herido, la economía andaba por los suelos, es lógico que vacilara. Y por lo que se ve, su vida aquí tampoco es un paseo. Y no es el único que vacila, aquí hay muchos que dudan…»

Los babuinos estaban a sus anchas en la calle Mayor. Sería porque Andrei ya se había acostumbrado a ellos, o porque se trataba de otros monos, pero ya no parecían tan descarados ni amenazadores como horas antes. Tomaban el sol en grupos, intercambiaban sonidos, se buscaban y cuando la gente pasaba a su lado, tendían sus manos peludas de palmas negras, y con expresión mendicante pestañeaban con ojos llorosos. Era como si hubiera aparecido de repente en la ciudad una enorme cantidad de mendigos.

Andrei vio a Van en la entrada de su edificio. El chino estaba sentado sobre un pedestal, encorvado, con aire de tristeza, con las manos cansadas entre las rodillas.

—¿Perdieron los bidones? —preguntó, sin levantar la cabeza—. Mira qué cosas pasan…

Andrei echó un vistazo por la entrada del patio y se asustó. La basura lo cubría todo, hasta la altura de la farola. Un estrecho caminito permitía llegar hasta la oficina del conserje.

—¡Dios mío! —dijo Andrei, y empezó a agitarse—. Ahora mismo yo… espera… ahora voy… —Intentó recordar las calles por las que él y Donald habían pasado de madrugada y en qué lugar los fugitivos habían tirado los bidones del camión.

—No es necesario —dijo Van con desesperación—. Ya pasó por aquí una comisión. Anotó los números de los bidones y prometió que por la noche los traerían de vuelta. Por supuesto, no traerán nada esta noche, pero quizá lo hagan por la mañana, ¿eh?

—Van, date cuenta de que todo aquello fue un infierno, me da hasta vergüenza acordarme…

—Lo sé. Donald me ha contado cómo fue todo.

—¿Ya está en casa? —preguntó Andrei, más animado.

—Sí. Dijo que no le pasara a nadie, que le dolían las muelas. Le di una botella de vodka y se fue.

—Vaya… —masculló Andrei, que contemplaba de nuevo los montones de basura.

Y de repente sintió unos deseos locos, insoportables, casi histéricos, de bañarse, de tirar el hediondo mono de trabajo, de olvidarse de que mañana tendría que palear toda aquella porquería… A su alrededor, el mundo se volvió pegajoso y maloliente. Andrei, sin decir una palabra más, atravesó corriendo el patio en dirección a su escalera, subió los peldaños de tres en tres temblando de impaciencia, llegó a su piso, buscó la llave bajo la alfombrilla, abrió la puerta y un aire fresco, perfumado con agua de colonia, lo acogió entre sus amantes brazos.

TRES

Ante todo, se desvistió hasta quedarse totalmente desnudo. Hizo un bulto con el mono de trabajo y la ropa interior, y lo tiró a una caja llena de cosas sucias. El fango, con el fango. A continuación, desnudo en el centro de la cocina, miró a su alrededor y un nuevo motivo de asco lo hizo estremecerse. La cocina estaba llena de vajilla sucia. En los rincones había montones de platos, cubiertos por telarañas azuladas de moho, que ocultaban caritativamente unos restos negruzcos. Sobre la mesa había un montón de copas manoseadas y turbias, vasos y latas de frutas en conserva. Y, encima de los taburetes, atufaban en silencio ollas ennegrecidas, sartenes llenas de grasa, espumaderas y cazos. Se dirigió al fregadero y abrió el grifo. ¡Qué felicidad! ¡Había agua caliente! Y se dedicó a poner orden.

Tras lavar toda la vajilla, agarró la fregona. Trabajó con dedicación y entusiasmo, como si estuviera limpiando la suciedad de su cuerpo. Pero no alcanzó a limpiar las cinco habitaciones. Se limitó a la cocina, el comedor y el dormitorio. En el resto, solo echó un vistazo con cierta perplejidad: aún no se acostumbraba, y no podía comprender para qué una persona sola necesitaba tantos cuartos, sobre todo tan innecesariamente grandes y que olían a moho. Cerró bien las puertas de aquellas habitaciones y puso sillas delante.

Tenía que bajar al quiosco a comprar algo para la noche. Llegaría Davidov, y seguramente pasaría por allí alguien de la panda habitual. Pero decidió darse un baño antes que nada. El agua estaba ya casi fría, pero de todos modos era maravilloso. Después, vistió la cama de limpio. Y cuando vio la cama con sábanas impolutas y fundas almidonadas, cuando percibió el olor a frescura que salía de ellas, tuvo unas ganas repentinas y locas de acostarse sobre aquella limpieza olvidada con el cuerpo limpio, y se dejó caer con tal fuerza que los muelles defectuosos chirriaron y la vieja madera pulida crujió.

¡Sí, aquello era maravilloso! Era algo fresco, perfumado, crujiente… A la derecha, al alcance de su mano, había un paquete de cigarrillos y cerillas, y a la izquierda, también a su alcance, había una balda con novelas policíacas escogidas. Lo único que faltaba era un cenicero que estuviera a la misma distancia, y además, se le había olvidado limpiar el polvo de la balda, pero se trataba de algo sin la menor importancia. Seleccionó Diez negritos, de Agatha Christie, encendió un cigarrillo y se dedicó a leer.

Cuando se despertó, aún era de día. Escuchó con atención. En el piso y en el edificio reinaba el silencio: solo el agua, que goteaba copiosamente de los grifos defectuosos, creaba un extraño conjunto de sonidos. Además, el dormitorio estaba limpio, y aquello era extraño y a la vez inexplicablemente agradable. Después, llamaron a la puerta. Se imaginó a Davidov, enérgico, tostado por el sol, con olor a heno y a aguardiente recién destilado, de pie delante del portal, con las riendas de los caballos en la mano y una botella de aguardiente ya preparada. Llamaron otra vez, y se despertó del todo.

—¡Voooy! —gritó, se levantó de un salto y se puso a buscar los pantalones. Encontró unos a rayas, de pijama, que los anteriores inquilinos habían dejado olvidados, y se los puso con precipitación. La goma estaba pasada y tenía que aguantarse los pantalones por un lado.

En contra de lo que esperaba, al otro lado de la puerta principal nadie soltaba tacos con alegría, no relinchaban los caballos y no se oía agitarse ningún líquido. Sonriendo con anticipación, Andrei quitó el pestillo, abrió la puerta, dio un grito y retrocedió un paso mientras se agarraba la maldita goma con las dos manos. Ante él se encontraba la mismísima Selma Nagel, la nueva del número dieciocho.

—¿No tendrá usted un cigarrillo por casualidad? —preguntó la chica, sin que mediara un saludo.

—Sí… por favor… entre… —balbuceó Andrei, retrocediendo unos pasos.

La chica entró y pasó por delante de él, envolviéndolo en el vaho de un perfume desconocido. Llegó hasta el comedor, mientras él cerraba la puerta de un golpe.

—¡Un momento, espere, ahora voy! —gritó con desesperación corriendo al dormitorio.

«Ay, ay, ay —se dijo—. Ay, ay, ay, cómo es posible que yo…»

En realidad no sentía la menor vergüenza, incluso se sentía alegre de estar tan limpio, recién bañado, con sus hombros anchos, su piel lisa, sus bíceps y tríceps bien desarrollados: le daba lástima tener que vestirse. Sin embargo, no le quedaba más remedio que hacerlo, abrió la maleta, rebuscó y encontró los pantalones de un chándal y una chaqueta deportiva, lavada y descolorida, con las letras LU entrelazadas en el pecho y la espalda. Así se presentó ante la hermosa Selma Nagel, sacando el pecho, con los hombros echados para atrás, caminando con ligereza y llevando un paquete de cigarrillos en la mano extendida.

La hermosa Selma Nagel cogió un cigarrillo con indiferencia, sacó un mechero y lo encendió. Ni siquiera miró a Andrei, y su aspecto parecía decir que nada en el mundo le interesaba. En realidad, no parecía tan hermosa a la luz del día. Su rostro no era completamente simétrico sino más bien basto: la nariz era corta y respingona, los pómulos demasiado anchos, y la boca grande estaba excesivamente pintada. Pero sus piernas, totalmente desnudas, estaban más allá de cualquier alabanza. Por desgracia, el resto no se dejaba ver, alguien le había enseñado a llevar ese tipo de ropa que más bien parece un saco. Un jersey. Y con semejante cuello. Como el de un buzo.

Estaba sentada en un sillón, con una bella pierna encima de la otra, también bella, y miraba a su alrededor sin emoción mientras sostenía el cigarrillo como los soldados, protegiendo el fuego dentro de la mano. Andrei se sentó con cierto desparpajo, pero con elegancia, en el borde de la mesa, y también encendió un cigarrillo.

—Me llamo Andrei —dijo él.

Ella le dirigió una mirada indiferente. Sus ojos no eran lo que le habían parecido la noche anterior. Eran unos ojos grandes, pero no de color negro sino azul pálido, casi transparentes.

—Andrei —repitió la chica—. ¿Polaco?

—No, ruso. Y usted se llama Selma Nagel y es de Suecia.

—De Suecia —asintió ella—. ¿Así que era usted a quien zurraban en la comisaría?

—¿En qué comisaría? —Andrei la miraba, perplejo—. Nadie me ha zurrado.

—Oye, Andrei, dime ¿por qué no me funciona aquí este aparato? —De repente, se colocó sobre la rodilla una pequeña cajita laqueada, algo más grande que una caja de cerillas—. En todas las bandas solo oigo pitidos y crujidos, nada de música.

Andrei tornó la cajita con cuidado y descubrió asombrado que se trataba de un receptor de radio.

—¡Qué maravilla! —musitó—. ¿Con sintonía automática?

—¡Y qué sé yo! —Le quitó el receptor, se oyó un ruido ronco, el chasquido de una descarga y un zumbido monótono—. No funciona. ¿Qué, nunca has visto uno así?

Andrei negó con la cabeza.

—En general, no debe funcionar —explicó—. Aquí solo hay una estación de radio, y transmite directamente a la red urbana.

—¡Dios mío! ¿Y qué puede hacer uno en este sitio? Tampoco hay caja tonta…

—¿Caja tonta?

—La tele… ¡La te-ve!

—Ah, no creo que lo tengan planificado para un futuro próximo.

—¡Qué aburrimiento!

—Puedes conseguir un fonógrafo —propuso Andrei, avergonzado: en realidad, qué mundo era aquel, sin radio, sin televisión, sin cine…

—¿Fonógrafo? ¿Y qué es eso?

—¿No sabes qué es un fonógrafo? —se asombró Andrei—. Pues un gramófono. Pones un disco…

—Ah, un tocadiscos… —dijo Selma, sin el menor entusiasmo—. ¿Y hay grabadoras?

—Vaya pregunta. ¿Qué crees que soy, un vendedor de equipos eléctricos?

—Eres como un salvaje —declaró Selma Nagel—. En una palabra, un ruso. Bien, escuchas el gramófono, seguramente bebes vodka y ¿qué más sabes hacer? ¿Corres en moto? ¿O resulta que tampoco tienes una moto?

—No he venido a este sitio para correr en moto —dijo Andrei, enojado—. Vine a trabajar. Y tú, por ejemplo, ¿qué te dispones a hacer aquí?

—Vaya, ha venido a trabajar… —dijo Selma—. Cuéntame por qué te zurraban en la comisaría.

—¡Que no me zurraban en la comisaría! ¿De dónde has sacado eso? En general, aquí no golpean a nadie en las comisarías. No estamos en Suecia.

Selma soltó un silbido.

—Vaya, vaya —dijo, burlona—. Eso quiere decir que solo ha sido un sueño. —Aplastó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro, se levantó y dio unos graciosos pasos de baile por la habitación—. ¿Y quién vivía aquí antes que tú? —preguntó, parándose delante del enorme retrato ovalado de una dama con traje lila que tenía un caniche sobre las rodillas—. Por ejemplo, el que vivía en mi piso era un maníaco sexual, sin la menor duda. Hay pornografía por todos los rincones, las paredes están llenas de preservativos usados, y en el armario encontré una colección de ligas para medias de mujer. No sé si se trata de un fetichista o de un lamedor.

—Eso es mentira —dijo Andrei, que se había quedado pasmado—. Todo eso es mentira, Selma Nagel.

—¿Y qué razón tendría para mentir? —se asombró Selma—. ¿Quién vivía ahí? ¿Lo sabes?

—¡El alcalde! ¡El alcalde actual era el que vivía ahí! ¿Entiendes?

—Ah —dijo Selma, con indiferencia—. Entendido.

—¿Qué has entendido? —dijo Andrei—. ¿Qué es lo que tú has entendido? —gritó, cada vez más airado—. ¿Qué puedes entender aquí? —Y calló de repente. De eso no se podía hablar. Era algo que se sufría por dentro.

—Con toda seguridad tiene casi cincuenta años —anunció Selma con aire de conocedora—. Está a un paso de la vejez, pierde los estribos. Está en la menopausia. —Sonrió y clavó de nuevo la mirada en el retrato con el caniche.

Se hizo el silencio. Andrei sufría por el alcalde, apretando los dientes. El alcalde era corpulento, imponente, totalmente canoso y de rostro muy atractivo. En las reuniones de los representantes de la ciudad hablaba muy bien: sobre la contención, la fuerza de espíritu, la capacidad interior de sacrificio, la moral… Y cuando te lo tropezabas en el descansillo de la escalera, siempre tendía una mano grande, cálida y seca, que uno apretaba con placer, y preguntaba, siempre cortés y atento, si el sonido de su máquina de escribir no le causaba molestias a él, Andrei, por las noches.

—¡No me crees! —dijo Selma de repente. Ya no contemplaba el retrato, sino observaba a Andrei con una mezcla de enojo y curiosidad—. Pues no necesito que me creas. Lo que pasa es que me da asco limpiar todo eso. ¿Aquí no se podría contratar a alguien para que lo haga?

—Contratar a alguien —repitió Andrei, con expresión estúpida—. ¡Vete al diablo! —exclamó, iracundo—. Límpialo tú misma. Aquí no hay lugar para las que no quieren mancharse las manos.

Se miraron el uno al otro durante un rato, con mutua antipatía. Después, Selma apartó la vista a un lado.

—¡No sé por qué demonios vine aquí! ¿Qué hago yo en este lugar?

—Nada de particular —dijo Andrei, sobreponiéndose a su antipatía. Había que ayudar a las personas. Había visto a demasiados novatos de todo tipo—. Harás lo que hacemos todos. Irás a la bolsa, llenarás una tarjeta, la echarás en el buzón de recepción… Allí tenemos una máquina distribuidora. ¿Qué eras en el otro mundo?

—Hetaira —dijo Selma.

—¿Qué?

—¿Cómo explicarte…? Uno, dos, y abres las piernas…

Andrei volvió a quedarse pasmado.

«Miente —pensó—. Todo el tiempo miente, la maldita. Se burla de mí como si fuera idiota.»

—¿Y ganabas mucho dinero? —preguntó, sarcástico.

—Tonto —dijo ella, con voz casi cariñosa—. No se trataba de ganar dinero. Era solo para divertirme. Para no aburrirme…

—¿Cómo eras capaz…? —dijo Andrei con amargura—. ¿En qué estaban pensando tus padres? Eres joven, tendrías que haberte dedicado a estudiar…

—¿Para qué? —preguntó Selma.

—¿Cómo que para qué? Para ser alguien… Para ser ingeniera, maestra… Podrías haber ingresado en el partido comunista, luchar por el socialismo…

—Dios mío, dios mío —balbuceó Selma con voz ronca, se dejó caer de repente en el sillón y se cubrió el rostro con las manos.

Andrei se asustó, pero a la vez se sentía orgulloso y percibía la fuerza formidable de la responsabilidad.

—Tranquila, tranquila —dijo, acercándose a ella con movimientos torpes—. No importa qué hubo, eso quedó atrás. Se acabó. No te preocupes. Posiblemente es mejor que todo haya resultado así: aquí podrás recuperar lo perdido. Yo tengo muchos amigos, todos ellos son verdaderos seres humanos… —Recordó a Izya y frunció el entrecejo—. Te ayudaremos. Lucharemos juntos. ¡Aquí hay muchísimas cosas que hacer! Hay mucho desorden, bastante caos, basura… cada persona es necesaria. ¡No puedes imaginarte cuánta porquería ha venido huyendo para acá! Por supuesto, uno nunca lo pregunta, pero a veces entran ganas de saber para qué han venido aquí, quién necesita semejante basura. —Estaba a punto de darle a Selma una palmada amistosa, fraternal quizás, en el hombro.

—¿Eso quiere decir que aquí todos son así? —preguntó la chica interrumpiéndolo, sin apartar el rostro de las manos.

—Así, ¿cómo?

—Como tú, Idiotas.

—¿Quién te crees que eres?

Andrei se apeó de la mesa de un salto y comenzó a caminar en círculo por la habitación. Qué burguesa. Para colmo, ramera. Así que para no aburrirse… Además, la sinceridad de Selma lo impresionaba. La sinceridad era lo mejor. Cara a cara, a través de las barricadas. No era el caso de Izya, por ejemplo, que nunca se sabía si estaba contigo o no, siempre resbaladizo como un gusano, siempre capaz de escapar por cualquier resquicio…

Selma soltó una risita a su espalda.

—¿Por qué das esas carreritas? —dijo—. No tengo la culpa de que seas tan idiota. Bueno, perdona.

Sin soltar vapor, Andrei hizo un gesto brusco en el aire con la mano.

—Escucha una cosa, Selma, eres una persona que se ha abandonado totalmente y hará falta mucho tiempo para dejarte limpia. Y te ruego que no te hagas la idea de que estoy furioso contigo personalmente. Es con la gente que te dejó caer tan bajo, con ellos tengo cuentas que arreglar. Pero contigo, no. Estás aquí, y eso significa que eres nuestra camarada. Si trabajas bien, seremos buenos amigos. Y vas a tener que trabajar bien. Aquí es como en el ejército: si no sabes, te enseñamos, si no quieres, ¡te obligamos! —Le encantaba oírse hablar, le recordaba los discursos de Liosha Baldaiev, el líder de los jóvenes comunistas de la facultad. En ese momento se dio cuenta de que Selma había apartado finalmente el rostro de las manos y lo miraba con curiosidad y miedo: le hizo un guiño, tratando de alentarla—. Sí, sí, te obligaremos, ¿qué te creías? A la obra venía cada holgazán… al principio solo querían ir a tomar cerveza y después, a dormir al bosque. ¡Pero los educamos! ¡Y cómo! Sabes, el trabajo humaniza hasta a un mono.

—¿Y aquí los monos andan paseándose siempre por las calles?

—No —dijo Andrei, en tono más lúgubre—. Solo a partir de hoy. En honor a tu llegada.

—¿Los van a humanizar? —preguntó Selma sigilosamente.

Andrei no pudo hacer otra cosa que reírse.

—Depende, si surge la necesidad —respondió—. Es posible que haga falta humanizarlos. El Experimento es el Experimento.

A pesar de su escarnecedora demencia, no le pareció que aquella idea careciera de cierto principio racional. Le pasó por la cabeza que sería bueno formular por la noche esa pregunta. Pero en ese mismo instante se le ocurrió otra cosa.

—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó.

—No sé, cualquier cosa. ¿Qué suelen hacer aquí?

Llamaron a la puerta. Andrei miró el reloj. Ya eran las siete, comenzaba la reunión.

—Esta noche te quedas conmigo —le dijo a Selma en tono categórico. A aquella persona tan consentida solo se la podía tratar con firmeza—. No te prometo mucha diversión, pero conocerás a gente interesante. ¿De acuerdo?

Selma solo encogió un hombro y se dedicó a arreglarse el cabello. Andrei fue a abrir. Ya estaban golpeando con los pies. Se trataba de Izya Katzman.

—¿Quién está ahí, una mujer? —preguntó el recién llegado desde el umbral—. ¿Cuándo vas por fin a poner un timbre?

Como siempre al llegar a la reunión, Izya estaba cuidadosamente peinado, con el cuello de la camisa bien almidonado y los puños impecables. La corbata, estrecha y bien planchada, ocupaba con total precisión el espacio definido por una línea que iba desde la nariz hasta el ombligo. Pero, de todos modos, Andrei hubiera preferido en ese momento ver a Donald o a Kensi.

—Pasa, pasa, charlatán. ¿Qué te ocurre hoy, que has llegado antes que los demás?

—Pues sabía que tenías una mujer de visita —respondió Izya, frotándose las manos y riéndose por lo bajo—, y vine corriendo a echarle un vistazo.

Entraron en el comedor; Izya se encaminó hacia Selma.

—Izya Katzman —se presentó, con voz aterciopelada—. Basurero.

—Selma Nagel —respondió ella sin mucho entusiasmo, ofreciendo su mano—, ramera.

Izya rechinó de placer y besó delicadamente la mano de la chica.

—¡A propósito! —dijo, volviéndose primero hacia Andrei, y después hacia Selma—. ¿No lo habéis oído? El consejo de representantes regionales estudia un proyecto de resolución. —Levantó un dedo y bajó la voz—. «Sobre la preservación del orden en la situación creada por la presencia en el casco urbano de grandes concentraciones de monos cinocéfalos». ¡Uf! Se propone la inscripción de todos los monos, a los que se les pondrá collares metálicos y placas con sus nombres propios, y a continuación serán adscritos a instituciones y ciudadanos particulares que, de ahí en adelante, serán responsables de ellos. —Soltó una risita, gruñó y comenzó a dar puñetazos con la mano derecha en la palma de su mano izquierda, mientras profería gemidos largos y agudos—. ¡Es grandioso! Lo han parado todo, en todas las fábricas se preparan con urgencia los collares y las placas. El señor alcalde adoptará personalmente a tres simios sexualmente maduros y llama a la población a imitar su ejemplo. ¿Adoptarás una mona, Andrei? ¡Selma se opondrá, pero el Experimento lo exige! Como todos saben, el Experimento es el Experimento. Espero que usted no ponga en duda, Selma, que el Experimento es precisamente un experimento, no un excremento, ni un exponente, ni un permanente, sino exactamente el Experimento…

—¡Vaya charlatán! —logró intercalar Andrei, entre risotadas y gemidos.

Eso era lo que más temía. Ese nihilismo, ese pasotismo debía influir de manera desastrosa en los recién llegados. Por supuesto, era más divertido ir de casa en casa riéndose y burlándose de todo, en lugar de arremangarse y…

Izya dejó de reírse y, nervioso, comenzó a pasear por la habitación.

—Quizá no sea más que un rumor —dijo—. Es posible. Pero tú, Andrei, como siempre, no entiendes nada de la psicología de los jefes. En tu opinión, ¿a qué debe dedicarse la dirección?

—¡A dirigir! —respondió Andrei, aceptando el reto—. A dirigir y no a parlotear, ni a difundir rumores. A coordinar las acciones de los ciudadanos y las organizaciones…

—¡Detente! A coordinar las acciones, ¿con qué objetivo? ¿Cuál es el objetivo final de esa coordinación?

—Es elemental —respondió Andrei, encogiéndose de hombros—. El bienestar general, el orden, la creación de condiciones óptimas para el avance del progreso…

—¡Oh! —Izya volvió a levantar el dedo. Entreabrió la boca y abrió mucho los ojos—. ¡Oh! —repitió y volvió a callar. Selma lo miraba con asombro—. ¡El orden! —proclamó Izya—. ¡El orden! —Sus ojos se abrieron todavía más—. Y ahora, imagina que en la ciudad que diriges aparecen incontables manadas de babuinos. No puedes echarlos, pues no cuentas con fuerzas suficientes para ello. Tampoco puedes alimentarlos de manera centralizada: no tienes suficiente comida, no te alcanzan las reservas. Los monos mendigan por las calles, creando un desorden insoportable: ¡aquí no hay ni puede haber mendigos! Los monos ensucian, no recogen sus desperdicios, y nadie tiene la intención de hacerlo por ellos. ¿Qué conclusión se saca de todo esto?

—Pues, en todo caso, nada de ponerles un collar —respondió Andrei.

—¡Correcto! —dijo Izya, en tono aprobatorio—. Por supuesto, nada de ponerles un collar. La primera conclusión práctica: ocultar la existencia de los babuinos. Hacer como si no existieran. Pero, por desgracia, eso tampoco es posible. Son demasiados, y por el momento nuestro gobierno es asquerosamente democrático. Y de repente, surge una idea de una sencillez aplastante: ¡controlar la presencia de los babuinos! Legalizar el caos y el desorden, y convertirlos de esa manera en elementos de un orden riguroso, como corresponde al estilo de gobierno de nuestro bondadoso alcalde. En lugar de manadas de mendigos y gamberros, tendremos dulces mascotas domésticas. ¡Todos amamos a los animales! La reina Victoria amaba a los animales. Darwin amaba a los animales. Dicen que hasta Beria amaba a algunos animales, y qué decir de Hitler…

—Nuestro rey Gustavo también ama a los animales —intervino Selma—. Tiene gatos.

—¡Excelente! —exclamó Izya, dándose puñetazos en la palma de la mano—. El rey Gustavo tiene gatos, y Andrei Voronin tiene un babuino personal. Y si ama lo suficiente a los animales, hasta dos babuinos…

Andrei se desentendió con un gesto y fue a la cocina, a revisar sus reservas. Mientras registraba los estantes, olisqueando con precaución y dando la vuelta a unos paquetes polvorientos con restos rancios y ennegrecidos, la voz de Izya seguía retumbando en la sala y de vez en cuando se oía la risa sonora de Selma y los gemidos y gruñidos del propio Izya.

No quedaba nada de comer: una patata ya germinada, una sospechosa lata de sardinas y una flauta de pan petrificada. Entonces, Andrei metió la mano en el cajón de la mesa de la cocina y decidió contar el dinero que le quedaba. Le llegaría exactamente hasta el día del cobro, siempre que ahorrara y no invitara a nadie sino, por el contrario, se dejara invitar.

«Me llevarán a la tumba —pensó Andrei, preocupado—. Al diablo, basta ya. Les sacaré las tripas a todos. ¿Qué se creen que es esto, un comedor público o qué? ¡Babuinos!»

Llamaron de nuevo a la puerta y Andrei fue a abrirla con una mueca siniestra en el rostro. Por el camino, se dio cuenta de que Selma estaba sentada sobre la mesa con las manos debajo de los muslos y la boca pintada hasta las orejas, ay, qué putita, mientras Izya seguía derrochando elocuencia delante de ella, haciendo amplios ademanes con sus brazos de babuino, perdida toda elegancia: el nudo de la corbata bajo la oreja derecha, los pelos de punta y las mangas de la camisa grises.

El recién llegado era el exsuboficial de la Wehrmacht Fritz Geiger, en compañía de su mejor amigo, el soldado de ese mismo ejército Otto Frijat.

—Se presentan dos efectivos —los saludó Andrei con su sonrisa siniestra.

Fritz entendió aquel saludo como una burla contra la dignidad de un suboficial alemán y su rostro se hizo impenetrable, mientras que Otto, un hombre blando y de rasgos espirituales imprecisos, se limitó a entrechocar los tacones y a sonreír con gesto obsequioso.

—¿A qué viene ese tono? —preguntó Fritz con voz gélida—. ¿No será mejor que nos vayamos?

—¿Habéis traído algo de comer? —preguntó Andrei.

—¿De comer? —repitió Fritz la pregunta con un movimiento enigmático de la mandíbula inferior—. Pues… cómo decirte… —Y miró a Otto con expresión interrogante: este, a su vez, sonrió avergonzado y se sacó del bolsillo de los pantalones una botella plana que le tendió a Andrei como si fuera un pase, con la etiqueta hacia arriba.

—Está bien… —dijo Andrei, ablandándose, y cogió la botella—. Pero, muchachos, tened en cuenta que no hay nada de comer. ¿No tendréis al menos un poco de dinero?

—¿Y al menos nos dejarás que acabemos de entrar? —inquirió Fritz, que había vuelto la cabeza de lado levemente, con la oreja hacia la puerta, y escuchaba con atención las carcajadas femeninas que salían del comedor.

—¡Dinero! —dijo Andrei, dejándolos entraren el vestíbulo—. ¡El dinero sobre la mesa!

—Ni siquiera aquí podemos evitar el pago de indemnizaciones de guerra, Otto —dijo Fritz, abriendo su monedero—. ¡Ahí tienes! —Metió varios billetes en la mano de Andrei—. Dale un cesto a Otto, dile qué hay que comprar y que vaya.

—Esperad un momento —dijo Andrei, y los condujo al comedor.

Mientras los tacones entrechocaban, se inclinaban cabelleras bien peinadas y se escuchaban piropos más bien bastos, Andrei llevó a Izya a un lado y, sin explicarle nada, le registró los bolsillos, cosa de la que su amigo ni siquiera pareció darse cuenta. Se limitó a tratar de quitarlo del camino para poder terminar la historia que estaba contando. Después de reunir todo lo que pudo hallar, Andrei se apartó y se puso a contar el monto de la indemnización recaudada. No era ni tanto ni tan poco. Miró a su alrededor. Selma seguía sentada sobre la mesa, moviendo las piernas. Su melancolía se había esfumado y parecía alegre. Fritz le encendía un cigarrillo. Izya se disponía a contar una nueva historia, entre risitas y exclamaciones. Otto, ruborizado, se sentía inseguro de sus modales en presencia de la chica, movía constantemente sus grandes orejas y permanecía de pie en medio de la habitación, en posición de firmes.

Andrei lo agarró por la manga y tiró de él hacia la cocina.

—Ven, no te echarán de menos.

Otto no se resistió, al parecer hasta sintió satisfacción. Al llegar a la cocina, se puso a trabajar de inmediato. Le quitó a Andrei la cesta para las verduras, la sacudió sobre el cubo de la basura (cosa que nunca se le hubiera ocurrido a Andrei), con rapidez y precisión cubrió el fondo con periódicos viejos, y encontró enseguida una bolsa de malla que Andrei había perdido el mes anterior.

—Quizá encuentre salsa de tomate… —dijo metiendo en la bolsa un tarro vacío que aclaró previamente, además de algunos periódicos viejos, por si acaso—. Vas y no tienen con qué envolver…

Todos los actos de Andrei se redujeron a pasar el dinero de un bolsillo a otro, a dar cortos paseítos impacientes, y a proferir exclamaciones tales como: «Vaya, ya está bien… Sí, vamos… ¿Vamos ya?».

—¿Tú también vienes? —dijo Otto encantado, listo para salir.

—Sí, ¿por qué?

—Yo solo me basto.

—¿Por qué solo? Entre los dos terminaremos antes. Tú te vas al mostrador, yo voy haciendo la cola para pagar…

—Tienes razón —dijo Otto—. Claro. Por supuesto.

Salieron por la puerta de servicio y bajaron por la escalera trasera. Por el camino espantaron a un babuino, que salió disparado por la ventana con tal celeridad que temieron por su vida, pero nada, estaba allí colgando de la escalera de incendios y enseñando los colmillos.

—Podríamos darle las mondas —dijo Andrei, pensativo—. En casa tengo mondas para una manada entera.

—¿Voy a buscarlas? —propuso Otto con presteza.

—Más tarde —dijo, después de mirarlo, y siguió adelante. La escalera comenzaba a oler mal. En general, nunca había olido bien, pero había aparecido un nuevo hedor, y al bajar otro piso, descubrió la causa.

—Van tendrá que trabajar un poco más —dijo Andrei—. En este momento, lo peor es trabajar de conserje. ¿De qué trabajas ahora?

—De viceministro —respondió Otto, sin entusiasmo—. Llevo tres días en el cargo.

—¿De qué ministerio? —se interesó Andrei.

—Del de formación profesional.

—¿Es duro?

—No entiendo nada —dijo Otto, con tristeza—. Muchísimos papeles, informes, resoluciones, plantillas, presupuestos… Y allí nadie se entera. Todos andan corriendo de un lado para otro, todos preguntan… Espera, ¿adónde vas?

—A la tienda.

—No. Vamos a la de Hofstatter. Es más barata, y como es alemán…

Fueron a la de Hofstatter, que en la esquina de la calle Mayor y la calle de la Antigua Persia tenía un establecimiento, mezcla de tienda de verduras y de ultramarinos. Andrei había estado allí un par de veces y se había marchado con las manos vacías. Había poco donde escoger y al parecer el propio Hofstatter elegía a sus clientes.

La tienda estaba vacía, y en los estantes se veían filas interminables de latas idénticas, que contenían rábano picante rosado. Andrei fue el primero en entrar.

—Voy a cerrar —dijo Hofstatter levantando su rostro abotagado y pálido de la caja.

Pero en ese mismo momento entró Otto, enganchando la cesta en el picaporte, y el rostro hinchado y pálido del tendero se iluminó con una sonrisa. El cierre de la tienda quedó pospuesto, claro. Otto y Hofstatter se perdieron en las entrañas del establecimiento, y al instante se oyó el sonido de cajas que se desplazaban, patatas que eran echadas en la cesta, tarros de vidrio que se iban llenando y voces que hablaban en murmullos.

Andrei echó una mirada a su alrededor. Sí, el comercio privado del señor Hofstatter ofrecía un espectáculo deplorable. La balanza, como era de esperar, no había pasado el control preceptivo, y la higiene era menos que satisfactoria.

«Por cierto, eso no es asunto mío —pensó Andrei—. Cuando todo funcione correctamente, los tíos como Hofstatter desaparecerán. Se puede decir que en el momento actual están ya a punto de desaparecer. En todo caso, no pueden dar servicio a todos. Qué buen camuflaje, ha puesto latas de rábano picante por todos lados. Habría que mandarle a Kensi. Nacionalista de mierda, vaya mercado negro que ha armado aquí. Solo para alemanes.»

—¡El dinero! —dijo Otto, en un susurro, saliendo de la trastienda.

Presuroso, Andrei le entregó un bulto de billetes arrugados. Otto, con no menos prisa, sacó varios billetes del montón, le devolvió el resto a Andrei y se perdió de nuevo en la trastienda. Un minuto después apareció tras el mostrador con la bolsa de malla y la cesta en las manos, ambas llenas a rebosar. A sus espaldas apareció el rostro de Hofstatter, semejante a una luna llena. Otto sudaba y no dejaba de sonreír.

—Vengan por aquí, jóvenes —repetía Hofstatter, bonachón—, vengan, me encanta ver alemanes auténticos… Me saludan en especial al señor Geiger… Para la semana que viene, me han prometido traer un poco de carne de cerdo. Díganle al señor Geiger que le reservaré tres kilos…

—Sin falta, señor Hofstatter —respondió Otto—. Y no olvide, por favor, hacerle llegar nuestros respetos a Elsa, en nombre de todos, y en especial del señor Geiger…

Hablaban a dúo, y aquel zumbido prosiguió hasta la misma puerta, donde Andrei le quitó de las manos a Otto la bolsa de malla, llena de zanahorias hermosas y limpias, remolachas firmes y cebollas blancas: entre ellas asomaba el cuello de una botella cerrada con un tapón, y encima, saliendo a través de la malla, había apio, acelgas, cilantro y perejil.

Cuando doblaron la esquina, Otto dejó la cesta sobre la acera, sacó un gran pañuelo a cuadros y, jadeando, se puso a enjugarse la cara.

—Espera… Descansemos un momento —dijo, en voz baja.

Andrei encendió un cigarrillo y convidó a Otto.

—¿Dónde han comprado esas zanahorias? —preguntó al cruzarse con ellos una mujer vestida con un abrigo masculino de cuero.

—Se terminaron —respondió Otto con apresuramiento—. Estas eran las últimas. Ya cerraron… Ese diablo calvo acabó con mi paciencia… —le contó a Andrei—. Ya no sé ni qué le he dicho. Cuando Fritz se entere, me va a arrancar la cabeza… Ni siquiera me acuerdo de qué le he prometido.

Andrei no entendía nada, y Otto se lo explicó en pocas palabras.

—El señor Hofstatter, verdulero de Erfurt, tuvo una vida llena de esperanzas, pero carente de suerte. Cuando en 1932 un judío abrió una gran tienda moderna de verduras frente a la suya, obligándolo a cerrar, Hofstatter descubrió que era un alemán auténtico e ingresó en un destacamento de asalto. Allí estuvo a punto de hacer carrera, y en 1934 pudo darle personalmente un puñetazo en la jeta al judío antes mencionado, y estaba ya a punto de apropiarse de su negocio cuando en ese momento desenmascararon a Rohm, y Hofstatter fue depurado. En esa época ya estaba casado, y la bella Elsa de rubia melena ya había nacido. Durante varios años fue sobreviviendo como pudo, después lo llamaron a filas y comenzó apenas a participar en la conquista de Europa cuando fue alcanzado por una bomba de su propia aviación cerca de Dunkerque y recibió un enorme fragmento de metralla en los pulmones, de manera que, en lugar de ir a París, lo mandaron a un hospital militar en Dresde, donde estuvo ingresado hasta 1944, y estaba a punto de recibir el alta cuando tuvo lugar el famoso bombardeo de la aviación aliada que destruyó totalmente la ciudad en una noche. A causa del horror vivido entonces perdió todo el cabello, y según él mismo contaba, quedó algo trastornado. Por esa razón, al regresar a su Erfurt natal, estuvo escondido en el sótano de su casa en los momentos cruciales, en los que aún hubiera podido huir hacia el oeste. Cuando finalmente se decidió a salir a la luz, ya todo había terminado. Es verdad que le concedieron el permiso para poner una tienda de verduras, pero ni hablar de ampliarla. En 1946 falleció su mujer y él, ya totalmente trastornado, cedió a las propuestas de un Preceptor y, sin entender exactamente qué era aquello por lo que había optado, se mudó a la Ciudad con su hija. Allí se había recuperado un poco, aunque al parece hasta el presente sospechaba que estaba recluido en un gran campo especial de concentración del Asia Central, a donde habían enviado a todos los ciudadanos de Alemania Oriental. Pero nunca se había restablecido del todo. Adoraba a los alemanes auténticos (estaba seguro de poseer un olfato especial para detectarlos), tenía un miedo mortal a los chinos, los árabes y los negros, cuya presencia aquí no entendía y no podía explicar, pero al que más respetaba y consideraba era al señor Geiger. Ocurrió que, durante una de sus primeras visitas al establecimiento del señor Hofstatter, mientras Otto llenaba las bolsas de malla, el avispado Fritz comenzó a cortejar con rapidez, a lo militar, a la rubia Elsa, muy cabreada por haber perdido toda esperanza de un matrimonio decente. Y desde ese momento, en el alma del loco y calvo Hofstatter había brotado la rutilante esperanza de que aquel ario magnífico, apoyo del Führer y terror de los judíos, sacaría finalmente a la desgraciada familia de los Hofstatter de aquellas aguas turbulentas y la conduciría a un sereno remanso.

»Y a Fritz, qué más le da —se quejaba Otto, que a cada minuto cambiaba de mano el pesado cesto—. Visita a los Hofstatter una o dos veces al mes, cuando no nos queda nada de comer, acaricia un poco a esa tonta y se larga. Pero yo vengo aquí todas las semanas, a veces en dos o tres ocasiones… Hofstatter es un idiota total pero es un buen comerciante, tiene excelentes relaciones con los granjeros, el género que vende es de primera y los precios no son muy altos… ¡Estoy harto de contar mentiras! Debo asegurarle que Fritz está absolutamente enamorado de Elsa. O que el final de la judería internacional se aproxima y es inevitable. Que los ejércitos del gran Reich siguen avanzando hacia su tienda de verduras… Yo mismo me confundo, y creo que he acabado por enloquecerlo del todo. Pero me siento culpable por seguir comiéndole el coco a un viejo chalado. Ahora me ha preguntado qué pueden significar esos babuinos. Y yo, sin pensar, le suelto que se trata de un desembarco, de un desembarco de los arios, de una estratagema. No me creerás, pero se puso muy contento y me abrazó.

—¿Y qué hay de Elsa? —preguntó Andrei con curiosidad—. ¿También está loca?

—Elsa… —El rostro de Otto se volvió de color púrpura y las orejas se le movieron. Tosió un par de veces—. También ahí tengo que trabajar como un caballo. A ella le da lo mismo, Fritz, Otto, Iván, Abraham… La chica tiene treinta años y Hofstatter solo deja que Fritz y yo nos acerquemos a ella.

—Menudo par de canallas, tú y Fritz —dijo Andrei con sinceridad.

—¡De los peores! —asintió Otto con tristeza—. Y lo más horrible es que no tengo la menor idea de cómo vamos a salir de este lío. Soy débil, no tengo carácter.

Guardaron silencio hasta llegar a la casa. Otto resoplaba y se cambiaba el cesto de mano. No quiso subir.

—Lleva esto tú, y pon a hervir agua en la olla grande —indicó—. Dame dinero; pasaré por la tienda, quizá encuentre algunas conservas. —Vaciló y bajó los ojos—. Tú… no le digas nada a Fritz de todo esto. O me dará un buen repaso. Ya sabes cómo es, le gusta que todo esté en su sitio. ¿Y a quién no le gusta eso?

Se separaron, y Andrei subió la bolsa de malla y el cesto por la escalera de atrás. El cesto pesaba muchísimo, como si Hofstatter lo hubiera llenado de balas de cañón.

«Sí, hermanito —pensaba Andrei con rabia—. ¿De qué Experimento se puede hablar si ocurren cosas así? ¿Cómo experimentar con gente como Otto y Fritz? Qué cabritos, no tienen honor ni conciencia. Pues, claro —pensó con amargura—. Vienen de la Wehrmacht, de la Hitlerjugend[2]. ¡Hablaré con Fritz! Esto no puede quedar así, se trata de una persona que se corrompe moralmente ante nuestros ojos. ¡Pero podría convertirse en un ser humano auténtico! ¡Debe! A fin de cuentas, se puede decir que en aquella ocasión me salvó la vida. Me hubieran clavado una navaja entre las costillas y todo hubiera terminado. Pero se cagaron, todos manos arriba, y fue solo por Fritz. ¡Eso es un ser humano! ¡Hay que luchar por él!»

Resbaló en uno de los residuos de la actividad biológica de los babuinos, soltó un taco y se dedicó a mirar dónde pisaba.

Tan pronto llegó a la cocina, se dio cuenta de que en el piso había ocurrido un cambio. En el comedor, el gramófono chirriaba y zumbaba. Se oía el ruido de platos. Los pies de los que bailaban se arrastraban por el suelo. Y por encima de todos aquellos sonidos, retumbaba la conocida voz de barítono de Yuri Konstantinovich.

—Tú, hermanito, deja fuera todo lo que tenga que ver con la economía y la sociología. Nos las arreglaremos sin eso. Pero la libertad, hermanito, eso es harina de otro costal. Por la libertad se puede hasta matar…

En la olla grande, puesta al fuego, hervía ya el agua: sobre la mesa de la cocina descansaba un cuchillo recién afilado, y del horno salía un delicioso olor a carne asada. En un rincón de la cocina, recostados uno contra otro, había dos robustos sacos de arpillera, y sobre ellos yacía una chaqueta enguatada, grasienta y quemada, un látigo conocido y unos arreos. Allí mismo estaba la ametralladora, lista para ser usada, con un cargador plano y pavonado que sobresalía de la recámara. Bajo la mesa se veía el destello de una garrafa que tenía pegadas pajitas y pelusa de maíz.

Andrei dejó caer el cesto y la bolsa de malla.

—¡Eh, haraganes! —gritó—. El agua está hirviendo.

La voz de Davidov dejó de retumbar y en la puerta apareció Selma, con la cara roja y los ojos brillantes. Detrás de ella se veía a Fritz. Al parecer, estaban bailando y al ario aún no se le había ocurrido retirar sus manazas rojizas del talle de Selma.

—¡Hofstatter te manda saludos! —dijo Andrei—. Elsa está preocupada porque no vas a verla… ¡El niño tiene casi un mes ya!

—Qué broma más estúpida —dijo Fritz, con gesto de asco, pero retiró sus manos de Selma—. ¿Dónde está Otto?

—Es verdad, el agua está hirviendo —dijo Selma, asombrada—. ¿Qué hay que hacer ahora?

—Agarra el cuchillo —dijo Andrei—, y ponte a pelar patatas. A ti, Fritz, creo que te encanta la ensalada de patatas. Así que ocúpate de eso, yo voy a hacer de anfitrión.

Andrei dio un paso hacia el comedor, pero Izya Katzman lo retuvo en la puerta. Su cara brillaba, y parecía encantado.

—Oye —susurró, riéndose y salpicando saliva—, ¿de dónde has sacado a este tío tan estupendo? Resulta que allá, en las granjas, lo que tienen es un verdadero oeste salvaje. ¡Una locura americana!

—La locura rusa no es peor que la americana —dijo Andrei con desagrado.

—Sí, cómo no —gritó Izya—. «¡Cuando los cosacos judíos se rebelaron, hubo una insurrección en Birobidzhan, y a quien quiera atrapar a nuestro Berdichev, un forúnculo en el culo le saldrá…!»

—Basta de tonterías —dijo Andrei, serio—. No me gustan esas cosas… Fritz, te dejo a Selma y a Katzman para que te ayuden, preparadlo todo, y rápido, tengo hambre pero estoy cansado… Y no gritéis aquí. Otto debe llamar a la puerta, ha ido a buscar conservas.

Después de ponerlo todo en su sitio. Andrei fue al comedor y allí, antes que nada, le dio un fuerte apretón de manos a Yuri Konstantinovich. Este, tan rubicundo y oloroso como por la mañana, estaba en el centro de la habitación, con las piernas muy separadas, enfundadas en botas de fieltro, y las manos metidas debajo del cinturón de soldado. Sus ojos mostraban alegría y algo de locura. Andrei había visto aquella mirada en personas desinhibidas, a quienes gustaba trabajar bastante, beber más y no temían a nada en el mundo.

—¡Aquí estoy! —dijo Davidov—. He venido, como te prometí. ¿Has visto la garrafa? Para ti. Las patatas, para ti, dos sacos. Me daban algo por ellos. Pero pensé que no me hacía ninguna falta. Es mejor que se las lleve a una buena persona, pensé. Viven aquí, en sus casas de piedra, se pudren sin ver la luz del sol… Óyeme, Andrei, le estoy diciendo aquí a Kensi que deje todo esto. ¿Hay algo aquí que no hayáis visto? Recoged a vuestros niños, vuestras mujeres, vuestras novias, y venid con nosotros.

Kensi, que después de terminar su turno aún llevaba el uniforme, pero con la guerrera abierta, distribuía torpemente por la mesa, con una mano, platos de distintos tamaños. Llevaba vendada la mano izquierda. Sonrió y señaló a Davidov con la cabeza.

—Todo terminará así, Yura —dijo—. Vendrá una invasión de calamares y entonces huiremos todos a una a las ciénagas, con vosotros.

—No sé por qué tienen que esperar a esos… cómo se llaman… Mandad a esos calamares al infierno. Mañana regreso, el carro irá vacío, puedo llevar a tres familias con comodidad. Tú no tienes familia, ¿verdad? —se dirigió a Andrei.

—Dios me libre —dijo Andrei.

—Y esa chica, ¿es algo tuyo? ¿O no tiene nada que ver contigo?

—Es nueva. Llegó de madrugada.

—¿Y no es mejor así? Es una señorita agradable, muy atenta. Recógela y nos vamos, ¿sí? Allí tenemos aire limpio. Y leche. Seguro que hace por lo menos un año que no tomas leche fresca. Siempre pregunto por qué no tienen leche fresca en las tiendas. Yo solo tengo tres vacas, y dispongo de leche suficiente para cumplir con las entregas al estado, bebo toda la que quiero, alimento a los cerdos con ella y tiro una parte. Puedes vivir allí, ¿entiendes? Te levantas por la mañana para ir al campo a trabajar, y ella te da una jarra de leche fresca, recién ordeñada, ¿qué tal? —Hizo un guiño, cerrando con fuerza primero un ojo y después el otro, se echó a reír, le dio una palmada a Andrei en el hombro y se puso a dar paseítos por la habitación, haciendo rechinar las tablas del piso, apagó el gramófono y volvió junto a Andrei—. Y el aire que se respira allí. Aquí casi no queda, huele a jaula de fieras, eso es lo que respiráis… Kensi, no te esfuerces más. Llama a la chica, que ponga la mesa.

—Está en la cocina, pelando patatas —dijo Andrei con una sonrisa; después se dio cuenta y se puso a ayudar a Kensi.

Davidov era muy simpático. Muy entrañable. Como si lo conociera desde hacía años. ¿Y acaso sería mala idea largarse a las ciénagas? Con leche o sin ella, seguro que allí la vida era más saludable. ¡Míralo, si parece una escultura!

—Alguien llama —le dijo Davidov—. ¿Abro yo o vas tú?

—Ahora voy —dijo Andrei y fue hacia la puerta principal.

Al otro lado estaba Van, sin su chaqueta enguatada, con una camisa azul de seda sintética que le llegaba a las rodillas y una toalla en torno a la cabeza.

—¡Han traído los bidones! —dijo, con una alegre sonrisa.

—Al diablo los bidones —replicó Andrei, en tono no menos alegre—. Que esperen. ¿Por qué has venido solo? ¿Dónde está Maylin?

—En casa. Está muy cansada. Duerme. El niño estaba malito.

—Entra, no te quedes ahí de pie… Vamos, te presentaré a un buen hombre.

—Ya nos conocemos —dijo Van mientras entraba en el comedor.

—¡Ah, Vania! —gritó Davidov, con súbita alegría—. ¡También has venido! Vaya —dijo, volviéndose hacia Kensi—, yo sabía que Andrei era un buen muchacho. Fíjate, en su casa se reúne gente buena. Tú, por ejemplo, o ese judío… cómo se llama… ¡Bien, ahora tendremos un gran festín! Voy a ver qué están haciendo ahí. En realidad, no había nada que hacer, pero no sé qué trabajo se han inventado…

Van apartó rápidamente a Kensi de la mesa y se dedicó a distribuir los cubiertos de forma cuidada y precisa. Kensi se arreglaba la venda con la mano libre, agarrándola con los dientes. Andrei se puso a ayudarlo.

—Donald no acaba de llegar —dijo, preocupado.

—Se encerró en su casa y pidió que no lo molestaran —explicó Van.

—Está muy raro últimamente, muchachos. Bueno, qué se le va a hacer. Oye, Kensi. ¿qué te ha pasado en la mano?

—Me ha atacado un babuino —explicó el policía, torciendo levemente el gesto—. El muy canalla. Me mordió hasta el hueso.

—No me digas —se asombró Andrei—. Creía que eran pacíficos.

—Pacíficos… Si te atrapan y comienzan a ponerte un collar…

—¿De qué collar hablas?

—La orden quinientos siete. Censar a todos los babuinos y ponerles un collar numerado. Mañana se los vamos a entregar a la población. Pudimos pescar a unos veinte, y a los demás los espantamos hasta la circunscripción vecina, que averigüen allí qué hacer con ellos. ¿Qué haces ahí con la boca abierta? Trae más copas, no alcanzan.

CUATRO

Cuando desconectaron el sol, todo el grupo ya estaba bastante animado. En la súbita oscuridad. Andrei salió de detrás de la mesa y fue hacia el interruptor, tumbando con los pies unas ollas que estaban en el suelo.

—No se asuste, señorita —dijo Fritz a su espalda—. Aquí siempre pasa eso…

—¡Hágase la luz! —proclamó Andrei, pronunciando claramente las palabras.

Una lámpara polvorienta se encendió en el techo. La luz era pobre, como en un callejón de las afueras. Andrei se volvió y examinó el grupo con la mirada.

Todo estaba muy bien. En el extremo de la mesa, sobre un alto taburete de cocina, se sentaba, bamboleándose ligeramente. Yuri Konstantinovich Davidov, que media hora antes y para siempre se había convertido en el tío Yura para Andrei. Entre los labios muy apretados del tío Yura humeaba un enorme cigarrillo que acababa de liarse, mientras sostenía en la mano un vaso de cristal tallado, rebosante de aguardiente de primera destilación, y pasaba su dedo índice reseco por delante de la nariz de Izya Katzman, sentado junto a él, que ya se había quitado la corbata y la chaqueta. En la barbilla y en la pechera de su camisa se veían claramente las huellas de la salsa de carne.

A la derecha del tío Yura estaba Van, en silencio, y tenía frente a sí el plato más pequeño, con un mínimo de comida, y el tenedor más torcido. Para beber aguardiente, había escogido una copa con el borde roto. Tenía la cabeza metida totalmente entre los hombros, y el rostro apuntando hacia arriba, con los ojos cerrados y una sonrisa. Disfrutaba de la tranquilidad.

Kensi, ruborizado, mirando con rapidez a un lado y a otro, comía col agria y muy animado le contaba algo a Otto, que combatía heroicamente contra las ganas de dormir.

—¡Sí, claro! —replicaba Otto cada vez que lograba una victoria sobre el sueño—. ¡Por supuesto!

Selma Nagel, la ramera sueca, era toda una belleza. Estaba sentada en un sillón, con las piernas por encima del brazo acolchado, y esas piernas rutilantes quedaban precisamente a la altura del pecho del valiente suboficial Fritz, de manera que los ojos de este echaban llamaradas, y debido a la excitación, tenía el rostro cubierto de manchas rojas. Se inclinó hacia Selma con el vaso lleno, intentando todo el tiempo hacer un brindis con ella por la eterna amistad, pero Selma lo espantaba con su copa, se reía, hacía oscilar las piernas y, de vez en cuando, retiraba la garra peluda de Fritz de sus rodillas.

El único lugar vacío, al otro lado de la mesa frente a Selma, era la silla de Andrei, y también el asiento reservado para Donald permanecía tristemente desierto.

«Lástima que Donald no haya venido —pensó Andrei—. ¡No importa! ¡Resistiremos, soportaremos también esto! Hemos tenido que enfrentarnos a cosas peores…»

Las ideas se le enredaban hasta cierto punto, pero su estado de ánimo general era impetuoso, con una pizca de tragedia. Volvió a su sitio y agarró un vaso.

—¡Un brindis! —gritó.

—¡Oh, sí! —replicó Otto, el único que le prestó atención, sacudiendo la cabeza como un caballo atormentado por los tábanos—. ¡Oh, sí!

—Vine aquí porque tenía fe —decía en voz alta el tío Yura, sin dejar que Izya, con su risa constante, retirara su dedo reseco de debajo de la nariz—. Y tuve fe porque no había nada más en lo que se pudiera creer. El hombre ruso debe creer en algo, ¿verdad, hermanito? Si uno no cree en nada, lo único que le queda es el vodka. Hasta para amar a una mujer hay que creer. Hay que creer en uno mismo; sin fe, hermano, no se puede ni siquiera echar un buen polvo…

—Es verdad, es verdad —respondió Izya—. Si a un judío le quitas la fe en Dios, y a un ruso la fe en el padrecito zar, vaya usted a saber en qué se convierten…

—No, aguarda. Los judíos son otra cosa.

—Lo fundamental, Otto, es que no se esfuerce —decía Kensi en esos momentos, mientras masticaba con gusto la col—. De todos modos, no hay ninguna formación, y no puede haberla. Piénselo usted mismo, qué falta hace la formación profesional en una ciudad en la que todo el mundo cambia de oficio a cada rato.

—¡Claro que sí! —respondía Otto, despertándose durante un segundo—. Eso mismo le dije al señor ministro.

—¿Y qué le contestó? —Kensi agarró un vaso de aguardiente y bebió varios sorbos pequeños, como si fuera té.

—El señor ministro dijo que era una idea muy interesante. Me sugirió que le preparara un informe. —Otto sorbió por la nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Pero en lugar de eso me fui a visitar a Elsa.

—Y cuando tuve los tanques a dos metros de distancia —seguía contando Fritz, mientras derramaba aguardiente sobre las piernas de Selma— lo recordé todo. No lo creerá. Fraulein: me pasó por delante toda mi vida. ¡Pero soy un soldado! Con el nombre del Führer

—¡Su Führer murió hace tiempo! —le decía Selma, llorando de risa—. Incineraron a su Führer

—¡Fraulein! —pronunció Fritz, sacando la mandíbula con gesto amenazador—. ¡El Führer vive en el corazón de cada alemán auténtico! ¡El Führer vivirá por los siglos de los siglos! Usted es aufraulein, y me entenderá: cuando el tanque ruso… a tres metros de distancia… yo, con el nombre del Führer

—¡Me tienes harto con ese Führer tuyo! —le gritó Andrei—. ¡Muchachos! ¡No seáis canallas, oíd el brindis!

—¿Un brindis? —se dio cuenta de repente el tío Yura—. ¡Dale! ¡Suéltalo, Andrei!

—¡Porladamquestaquí! —disparó Otto, apartando de sí a Kensi.

—¡Cierra el pico! —le chilló Andrei—. Izya, deja de enseñar los dientes. ¡Estoy hablando en serio! ¡Kensi, vete al diablo! Muchachos, considero que debemos beber… ya lo hemos hecho, pero fue como al tuntún, y esto hay que hacerlo con seriedad, con fundamento; bebamos por nuestro Experimento, por nuestra noble causa y, en especial…

—¡Por el camarada Stalin, inspirador de todas nuestras victorias! —soltó Izya en un alarido.

—No… —Andrei perdió el hilo—. Escuchad… —balbuceó—. ¿Por qué me interrumpes? Claro que también por Stalin… Vaya, se me ha ido del todo… ¡Quería que bebiéramos por la amistad, imbécil!

—¡No importa, Andrei! —repuso el tío Yura—. Es un buen brindis, hay que beber por el Experimento y también por la amistad. Caballeros, tomad los vasos, bebamos por la amistad y por que todo vaya bien.

—¡Pues yo bebo por Stalin! —dijo Selma, terca—. Y por Mao Zedong. ¿Me oyes, Mao Zedong? Bebo por ti —le gritó a Van.

El conserje se estremeció, y con una sonrisa lastimera agarró un vaso y bebió.

—¿Zedong? —preguntó Fritz, amenazante—. ¿Y quién es ese?

Andrei dejó vacío el vaso de un trago y, algo aturdido, se puso a pinchar la comida con el tenedor. Todas las voces le llegaban como de la habitación vecina. Stalin… Sí, claro. Alguna relación debía existir…

«¿Y por qué no se me ocurrió antes? Es un fenómeno de dimensiones cósmicas. Debe de haber alguna relación, alguna interconexión. Digamos, por ejemplo: elegir entre el éxito del Experimento y la salud del camarada Stalin… Qué debo hacer yo personalmente, como ciudadano, como combatiente… Es verdad que Katzman dice que Stalin ha muerto, pero eso no es lo esencial. Supongamos que está vivo. Y supongamos que se me plantea esa disyuntiva: el Experimento o la causa de Stalin… Tonterías, no puede plantearse de esa manera. Proseguir la causa de Stalin bajo su dirección, o llevarlo a cabo en condiciones del todo diferentes, peculiares y no previstas por ninguna teoría, así habría que plantear la cuestión…»

—¿Y de dónde has sacado que los Preceptores son continuadores de la causa de Stalin? —de repente le llegó la voz de Izya, y Andrei se dio cuenta de que llevaba un rato hablando en voz alta.

—¿Y qué otra causa pueden defender? —se asombró—. Solo existe una causa sobre la tierra a la que valga la pena entregarse: ¡la construcción del comunismo! Esa es la causa de Stalin.

—De acuerdo con los Fundamentos[3], estás suspendido —respondió Izya—. La causa de Stalin es la construcción del comunismo en un país, la lucha consecuente contra el imperialismo y la expansión del campo socialista a todos los confines del mundo. No veo de qué manera puedes llevar a cabo todo eso aquí.

—¡Qué aburrimiento! —gimió Selma—. ¡Quiero música! ¡Quiero bailar!

—¡Eres un dogmático! —gritó Andrei, que ya no era capaz de ver ni de oír nada—. ¡Solo sabes rezar y recitar el Talmud! Y, en general, eres metafísico. No ves otra cosa que no sea la forma. ¿Tiene alguna importancia la forma que adopte el Experimento? Su contenido solo puede ser uno, y el resultado final será el establecimiento de la dictadura del proletariado, en coalición con los granjeros trabajadores…

—¡Y con la intelectualidad trabajadora! —intervino Izya.

—Con esos intelectuales… Buena mierda, los intelectuales.

—Sí, es verdad —dijo Izya—. Eso es de otra época.

—¡En general, la intelectualidad es impotente! —proclamó Andrei con ferocidad—. Es un estrato de lacayos. Sirven al que está en el poder.

—¡Panda de miserables! —estalló Fritz—. ¡Miserables, charlatanes, siempre creando el desorden y la desorganización!

—¡Exactamente! —Andrei hubiera preferido que la ayuda le llegara del tío Yura, por ejemplo, pero en el apoyo de Fritz había algunas facetas útiles—. Tenemos, por ejemplo, a Geiger: en general, es un enemigo de clase, pero su posición coincide plenamente con la nuestra. Entonces resulta que, desde el punto de vista de cualquier clase, la intelectualidad es una mierda. —Hizo rechinar los dientes—. Los odio. Aborrezco a esos cuatroojos impotentes, a esos miserables gorrones. No tienen fuerza interior, ni fe, ni moral…

—¡Cuando oigo la palabra «cultura», echo mano a mi pistola! —citó Fritz con voz metálica.

—¡Oh, no! —dijo Andrei—. Aquí seguimos caminos divergentes. ¡De eso nada! La cultura es un grandioso patrimonio del pueblo liberado. Dialécticamente, en ese sentido hay que…

Junto a ellos sonaba muy alto el gramófono. Otto, trastabillando, bailaba con Selma, totalmente borracha, pero eso a Andrei no le interesaba. Comenzaba lo mejor, aquello que hacía que esas reuniones le gustaran tanto. El debate.

—¡Abajo la cultura! —aullaba Izya, saltando de un asiento libre a otro, para sentarse lo más cerca posible de Andrei—. No guarda relación alguna con nuestro Experimento. ¿Cuál es el objetivo del Experimento? Ahí tienes la pregunta. Dime cuál es, anda.

—Ya lo he dicho: ¡crear el modelo de sociedad comunista!

—¿Y dime para qué demonios necesitan los Preceptores un modelo de sociedad comunista? Piensa un poco, cabeza de chorlito.

—¿Y por qué no?

—De todos modos —dijo el tío Yura—, considero que los Preceptores no son personas de verdad. Son, por así decirlo, de otra raza… Nos han metido en un acuario… o en algo así como un parque zoológico… para ver qué sale de ahí.

—¿Esa idea es suya. Yuri Konstantinovich? —Izya se volvió hacia él y lo miró con enorme interés.

—Nació de los debates —dijo el tío Yura sin precisar, mientras se palpaba el pómulo derecho.

—¡Es asombroso! —dijo Izya, muy entusiasmado, pegando una palmada en la mesa—. ¿Por qué? ¿Cómo es posible? Gente tan diferente, que como promedio tienen un pensamiento conformista, ¿por qué llegan a plantearse el origen extraterrestre de los Preceptores? Según esa concepción, el Experimento lo llevan a cabo fuerzas superiores.

—Por ejemplo —intervino Kensi—, yo le pregunté directamente: «¿Vienen ustedes de otro planeta?». El Preceptor eludió la respuesta, pero de hecho, no lo negó.

—A mí me dijeron que eran individuos procedentes de otra dimensión —dijo Andrei. Le resultaba difícil hablar de los Preceptores, era como tratar un asunto de familia delante de extraños—. Pero no estoy seguro de haberlo entendido correctamente. Quizá se trataba de una metáfora…

—¡No quiero eso! —estalló de repente Fritz—. No soy un insecto. Soy un ser libre. ¡Ah! —Hizo un ademán desesperado—. No hubiera venido aquí, de no ser porque era un prisionero.

—Pero ¿por qué? —dijo Izya—. ¿Por qué? Yo mismo percibo constantemente cierta protesta interior y no entiendo de qué se trata. Quizá, a fin de cuentas, su objetivo se aproxime a los nuestros…

—¿Y qué te estoy diciendo? —exclamó Andrei con alegría.

—No va por ahí —lo rechazó Izya con impaciencia—. Eso no es como te imaginas, no hay una relación directa. Ellos intentan comprender a la humanidad, ¿te das cuenta? ¡Comprenderla! Pero, para nosotros, el problema número uno es idéntico: comprender a la humanidad, entendernos a nosotros mismos. Y es posible que si logran comprender algo, nos ayuden a que nosotros mismos nos entendamos, ¿no crees?

—¡De eso nada, amigos! —dijo Kensi, negando con la cabeza—. No os consoléis con eso. Están preparando la colonización de la Tierra, y estudian en nosotros la psicología de sus futuros esclavos.

—¿Por qué, Kensi? —pronunció Andrei con desencanto—. ¿Por qué esas suposiciones tan terribles? Creo que es deshonesto pensar eso de ellos.

—Sí, creo que no es eso lo que yo pienso de ellos —respondió Kensi—. Se trata de que tengo un extraño presentimiento… Todos esos babuinos, las transformaciones del agua, el caos generalizado de día en día… Una buena mañana nos harán confundir las lenguas… Es como si nos prepararan sistemáticamente para un mundo insensato en el que vamos a vivir desde ahora y para siempre, por los siglos de los siglos. Es como en Okinawa. En aquella época, yo era un niño, estábamos en guerra, y en nuestra escuela a los chicos de Okinawa se les prohibía hablar en su idioma. Solo permitían hablar en japonés. Y cuando pescaban a algún chaval, le colgaban del cuello un letrero donde decía: «Yo no sé hablar correctamente». Yo llevé muchas veces ese letrero.

—Sí, sí, lo entiendo —masculló Izya con una sonrisa congelada en el rostro, mientras se pellizcaba una verruga en el cuello.

—Pero yo no lo entiendo —explicó Andrei—. Todas esas interpretaciones son incorrectas, distorsionadas… El Experimento es el Experimento. Por supuesto, no entendemos nada. ¡Pero no se supone que debamos entender! ¡Esa es la condición principal! Si entendemos la razón por la que están aquí los babuinos, o por qué cambiamos de profesión, eso condicionará de inmediato nuestro comportamiento. El Experimento perderá su pureza y fracasará. ¡Es algo totalmente claro! ¿Eso es lo que consideras, Fritz?

—No sé —dijo el aludido con un gesto de negación de su cabeza rubia—. No me interesa. A mí no me interesa lo que ellos quieran. Me interesa lo que yo quiero. Y yo quiero poner orden en esta perrera. Uno de nosotros, no recuerdo quién, dijo que posiblemente el objetivo global del Experimento consiste en seleccionar a los más enérgicos, los más diligentes, los más duros… No para que le den a la lengua, se desparramen como unas natillas ni se dediquen a difundir su filosofía, sino para que sean firmes continuadores de su línea. Elegirán a gente así, como yo, digamos, o como tú, Andrei, y nos llevarán de vuelta a la Tierra. Porque si no temblamos aquí, allá no lo haremos.

—¡Es muy posible! —respondió Andrei, meditabundo—. También podría estar de acuerdo con eso.

—Pero Donald considera que el Experimento fracasó hace mucho tiempo —intervino Van, hablando muy quedo.

Todos lo miraron. Van conservaba su pose de tranquilidad, con la cabeza metida entre los hombros y el rostro vuelto hacia el techo. Tenía los ojos cerrados.

—Dijo que los Preceptores se enredaron hace mucho tiempo en sus proyectos, que han hecho todas las tentativas posibles y que ya ni siquiera saben qué hacer. Dijo: «Están en bancarrota. Y todo sigue funcionando por inercia».

Andrei, totalmente perplejo, se rascó la nuca. ¡Vaya con Donald! Por eso anda tan raro los últimos días… Los demás callaron también. El tío Yura liaba lentamente otro enorme cigarrillo. Izya, con la sonrisa congelada en el rostro, seguía pellizcándose la verruga. Kensi volvió a dedicarle toda su atención a la col agria, mientras Fritz sacaba y metía la quijada y no apartaba los ojos de Van. A Andrei le pasó una idea por la cabeza.

«Así es como comienza la desmoralización. Con conversaciones de este tipo. La incomprensión genera la falta de fe. La falta de fe genera la muerte. Es peligroso, muy peligroso. El Preceptor lo había dicho claramente: lo fundamental es creer en la idea hasta el fin, sin mirar atrás. Reconocer que la incomprensión es una condición indispensable del Experimento. Naturalmente, eso es lo más difícil. Aquí, la mayoría carece del verdadero temple ideológico, de la sólida convicción de que el futuro luminoso es inevitable. Que ahora todo puede ser muy difícil, y mañana también, pero pasado mañana veremos sin falta el cielo estrellado, y a nuestra calle llegará la fiesta…»

—Soy una persona sin preparación —dijo de repente el tío Yura, mientras pegaba con la lengua el cigarrillo que acababa de liar—. Solo llegué a cuarto grado, por si os interesa, y ya le conté a Izya que vine para aquí huyendo… Como tú… —Y señaló a Fritz con el enorme cigarrillo—. A ti te abrieron un camino para salir del campo de prisioneros, a mí, de la aldea. Si dejamos a un lado la guerra, yo he vivido toda la vida en la aldea, y nunca he entendido nada. Pero aquí, ¡sí! Lo que pretenden con su Experimento, os lo digo honestamente, hermanitos, no me importa y tampoco es nada interesante. Pero aquí soy un hombre libre, y mientras nadie toque esa libertad, yo tampoco me meteré con nadie. Pero si aparece gente aquí que pretenda cambiar nuestra situación como granjeros, os prometo solemnemente una cosa: no dejaremos piedra sobre piedra de vuestra ciudad. Nosotros no somos babuinos, cabrones. ¡Nosotros no dejaremos que nos pongan un collar, cabrones…! Así son las cosas, hermano —dijo, volviéndose directamente hacia Fritz.

Izya soltó una risita distraída, y de nuevo reinó un silencio incómodo. El discurso del tío Yura había sorprendido a Andrei en cierta medida, y llegó a la conclusión de que la vida había sido particularmente dura para Yuri Konstantinovich. Si decía que no había entendido nada, seguramente tenía sus razones, y preguntárselas entonces sería una falta de tacto.

—Creo que estamos planteando estas preguntas de manera prematura —se limitó a decir—. El Experimento se lleva a cabo desde hace poco tiempo, hay mucho que hacer, se requiere trabajar y creer en la justicia…

—¿De dónde sacas que el Experimento se lleva a cabo desde hace poco? —lo interrumpió Izya con una sonrisa burlona—. Ya dura cien años, por lo menos. Seguramente ha durado mucho más, pero esos cien años te los puedo garantizar.

—Y tú, ¿cómo lo sabes?

—¿Has llegado muy lejos por el norte? —preguntó Izya. Andrei quedó perplejo. No tenía la menor idea de que allí existiera el norte—. ¡Bueno, el norte! —siguió Izya, impaciente—. Se dice, por pura convención, que si estás debajo del sol, la dirección hacia la que se encuentran las ciénagas, los campos de cultivo, donde viven los granjeros, es el sur, y la dirección contraria, hacia lo profundo de la ciudad, es el norte. Nunca has ido más allá de los vertederos… Pero la ciudad se extiende mucho más lejos, hay edificios enormes, palacios enteros… —Soltó una risita—. Palacios y chozas. Por supuesto, ahora no vive nadie allí porque no hay agua, pero alguna vez hubo gente, y puedo decirte que fue hace mucho tiempo. Incluso he encontrado documentos en las casas vacías. ¿Has oído hablar de un rey llamado Veliario II? ¡Vaya! Pues reinó allí. Pero en la época en que reinaba allí, aquí —recalcó golpeando la mesa con la uña—, aquí solo había ciénagas, en las que trabajaban siervos feudales o esclavos. Y eso ocurrió hace cien años por lo menos.

El tío Yura sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.

—¿Y más al norte, qué hay? —preguntó Fritz.

—No he llegado tan lejos —dijo Izya—. Pero conozco a gente que ha ido mucho más allá, a cien o ciento cincuenta kilómetros, y algunos de ellos no regresaron nunca.

—¿Y qué hay allí?

—La ciudad. —Izya calló un instante—. La verdad es que cuentan unos bulos absurdos sobre esos lugares. Por eso yo solo hablo de lo que pude averiguar personalmente. Cien años, eso es seguro. ¿Te das cuenta, Andrei, amigo mío? Cien años. En cien años se puede abandonar cualquier experimento.

—Bien, aguarda… —balbuceó Andrei, totalmente confuso—. ¡Pero no lo han abandonado! —Se animó—. Si siguen reclutando gente nueva, eso quiere decir que no lo han abandonado, que aún tienen esperanzas. Se trata de que el objetivo planteado es muy difícil. —Una nueva idea le vino a la cabeza y se excitó más aún—. Y, además, ¿cómo sabes qué escala temporal usan? Pudiera ser que, para ellos, un año nuestro sea un segundo.

—No sé nada de eso —replicó Izya, encogiéndose de hombros—. Intento explicarte en qué mundo vives, nada más.

—¡Está bien! —lo interrumpió el tío Yura con aire decidido—. Dejemos de hablar de lo que no sabemos… ¡Oye, chaval! ¿Cómo te…? Otto. Deja a la chica y tráenos… No, si se le cruzan los ojos. Me romperá la garrafa, yo la traeré…

Se apeó del taburete, tomó la jarra vacía de la mesa y se dirigió a la cocina. Selma se dejó caer en su sitio, volvió a levantar las piernas por encima de la cabeza y, con gesto caprichoso, le tocó el hombro a Andrei.

—¿Vais a seguir hablando de esas idioteces? Ay, qué aburrimiento… El Experimento por aquí, el Experimento por allá… ¡Dame fuego!

Andrei le encendió el cigarrillo. La conversación, terminada de forma tan repentina, había removido dentro de él algo desagradable, algo que nunca habían discutido, algo que no estaba tan claro, no había podido explicarse, no había unanimidad… El propio Kensi permanecía allí sentado con expresión de tristeza, cosa que rara vez le ocurría.

«Lo que pasa es que pensamos demasiado en nosotros mismos, ¡eso es! El Experimento es el Experimento, cada quien trata de seguir su camino, nadie quiere perder su posición, pero hace falta que avancemos todos a una, todos a una…»

En ese momento, el tío Yura colocó sobre la mesa la jarra llena de aguardiente, y Andrei decidió desentenderse de todo. Bebieron una nueva ronda, comieron algo. Izya contó una historia y soltaron una carcajada. El tío Yura también contó una historia indecente a más no poder, pero muy divertida. Hasta Van se rio, y Selma se retorció hasta que se le salieron las lágrimas.

—¡No entra en la jarra de leche… —gritaba, ahogándose entre carcajadas—, no entra en la jarra!

Andrei pegó un puñetazo en la mesa y comenzó a cantar la canción preferida de su madre:

Y al que beba, a ese servidle,

al que no beba, a ese no le deis,

vamos a beber, a Dios alabar,

por nosotros, por vosotros, por la vieja yaya

que nos enseñó a beber vodka a sorbitos…

Los demás le hicieron coro como pudieron. A continuación, a gritos, abriendo mucho los ojos y a dúo con Otto, Fritz entonó una canción desconocida pero muy bella sobre los temblorosos huesos del viejo mundo, una maravillosa canción de combate. Izya Katzman se reía y gruñía mientras contemplaba cómo Andrei, inspirado, trataba de unirse a los cantantes. De repente, el tío Yura clavó sus peculiares ojos claros en las pantorrillas desnudas de Selma y entonó, con voz de oso pardo:

Os paseáis por la aldea,

entre juegos y canciones,

alborotáis mi corazón,

y no dejáis que descanse…

El éxito fue total. El tío Yura continuó:

Y las chicas, bien sabéis,

de qué manera os tientan,

prometen, pero no dan,

mentiras eternas…

En ese instante, Selma retiró las piernas del brazo del sillón y, ofendida, apartó a Fritz de un empujón.

—No os he prometido nada, vaya falta que me hacéis…

—No lo decía por nadie —dijo el tío Yura, muy turbado—. Es solo una canción. Tú misma no me haces ninguna falta.

Para aplacar los ánimos, bebieron otra ronda. La cabeza comenzó a darle vueltas a Andrei. Se daba cuenta a duras penas de que estaba haciendo algo con el gramófono e iba a tirarlo al suelo. El gramófono terminó por caer, pero no se dañó, sino por el contrario, comenzó a sonar más alto. Después bailó con Selma, su talle era cálido y suave, y sus pechos eran inesperadamente firmes y grandes: encontrar algo de formas maravillosas bajo todo aquel montón de lana hirsuta constituía una sorpresa más que agradable. Bailaron, y él la sostuvo por el talle, y ella le tomó el rostro entre las palmas de las manos y le dijo que era un chico muy apuesto y que le gustaba mucho, y él, agradecido, le respondió que la amaba, que siempre la había amado y que ya no la dejaría separarse de él…

—Ha comenzado a hacer frío —gritó el tío Yura, dando una palmada en la mesa—, haría falta otra ronda… —Abrazó a Van, que estaba totalmente alicaído, y le propinó tres besos, al estilo ruso.

A continuación, Andrei se quedó solo en el centro de la habitación mientras Selma le tiraba bolitas de pan a Van y lo llamaba Mao Zedong. Eso hizo que a Andrei se le ocurriera cantar «Moscú-Pekín», y al instante comenzó a entonar aquella preciosa canción con emoción y entusiasmo poco comunes, y después resultó que Izya Katzman y él estaban frente a frente, con ojos muy redondos y los dedos índice apuntando al techo.

—¡Nos escuchan! ¡Nos escuchan! —repetían cada vez más bajito, en un susurro siniestro.

Un rato después, ambos estaban apretados en el mismo sillón, y delante de ellos tenían a Kensi, sentado sobre la mesa, que agitaba los pies mientras Andrei trataba de hacerle entender que allí estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo, que allí todo trabajo daba una satisfacción especial, que se sentía perfectamente trabajando como basurero.

—¡Soy bas… surerooo! —decía, pronunciando con dificultad.

Mientras, Izya, salpicándolo de saliva, le contaba al oído algo desagradable y ofensivo: que él, Andrei, en realidad sentía una humillación lujuriosa por trabajar de basurero, que un sujeto como él, inteligente, tan leído, tan capaz, que podía hacer otras cosas, llevaba su pesada cruz con paciencia y dignidad, a diferencia de muchos otros… Después apareció Selma y lo consoló de inmediato. Era dulce, cariñosa, hacía todo lo que él le pedía sin replicar, y de repente, en su percepción del mundo exterior surgió un abismo delicioso, absorbente, y cuando logró salir de él tenía los labios hinchados y secos. Selma dormía en su cama y él, con un gesto paternal, le bajó la falda, la cubrió con una manta, se peinó y fue al comedor, intentando caminar derecho, pero por el camino tropezó con las piernas extendidas del infeliz Otto, que dormía en una silla, en la incomodísima pose de la persona a la que han matado de un tiro en la nuca.

Sobre la mesa se erguía la mismísima garrafa, y los participantes del festín estaban allí sentados, con la cabeza entre las manos, cantando al unísono, a media voz: «En la lejana estepa se helaba el cochero…», y de los pálidos ojos arios de Fritz caían grandes lágrimas. Andrei estuvo a punto de unirse al coro, pero en ese momento llamaron a la puerta. Abrió, y una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo, en refajo y con los pies desnudos metidos en unos botines, preguntó si el conserje estaba allí. Andrei despertó a Van a empujones y le hizo entender dónde se encontraba y qué querían de él.

—Gracias, Andrei —dijo el conserje tras escucharlo atentamente y desapareció, arrastrando los pies.

Los demás siguieron cantando la canción del cochero, y el tío Yura propuso otro brindis, «para que en casa no se aflijan», pero descubrieron que Fritz dormía y eso le impedía entrechocar su vaso.

—Eso es todo —dijo el tío Yura—, quiere decir que esta será la última…

Pero antes de que bebieran la última ronda Izya Katzman, que se había puesto inusitadamente serio, cantó en solitario una canción que Andrei no comprendió del todo, pero el tío Yura sí. Tenía un estribillo, «¡Ave, María!», y una estrofa totalmente absurda, como de otro planeta:

Desterraron al profeta a la república de Komi[4],

y él, de cabeza, se tiró a la maleza.

Y le concedieron a su lúgubre fiscal,

una semana de turismo en Teberda.

Cuando Izya terminó de cantar se hizo un breve silencio. A continuación, el tío Yura dejó caer con violencia uno de sus enormes puños sobre la mesa, soltó una retahíla de tacos, agarró el vaso y se bebió el contenido sin esperar a los demás. Y Kensi, por alguna razón que solo él conocía, con una voz muy chillona, desagradable y feroz, cantó una canción de las que entonan las tropas en la que decía que si todos los soldados japoneses se ponían a mear a la vez contra la Gran Muralla China, aparecería un arco iris sobre el desierto de Gobi: que el ejército imperial tomaría el té hoy en Londres, mañana en Moscú y pasado en Chicago: que los hijos de Yamato estaban sentados a orillas del Ganges, pescando cocodrilos con sus cañas… Después calló, intentó encender un cigarrillo, partió varias cerillas y, de repente, se puso a hablar de una chica que había sido su amiga en Okinawa. Tenía catorce años y vivía en la casa que quedaba frente a la suya. En una ocasión fue violada por unos soldados borrachos, y cuando el padre fue a poner la denuncia en la policía, acudieron los gendarmes y se los llevaron a él y a su hija, y Kensi nunca más volvió a verlos…

Cuando Van entró en el comedor, llamó a Kensi y le indicó con un gesto que se acercara: todos callaron.

—Así son las cosas… —dijo el tío Yura con pesar—. Es lo mismo: en Rusia, en Occidente, en el país de los amarillos, dondequiera es igual. El poder es arbitrario. No, hermanitos, allí no se me ha perdido nada. Es mejor aquí…

Kensi regresó, pálido y preocupado, y se puso a buscar su cinturón. Llevaba la guerrera correctamente abotonada.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Andrei.

—Sí —dijo Kensi con voz entrecortada, arreglándose la funda del arma—. Donald Cooper se ha pegado un tiro. Hace más o menos una hora.

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