QUINTA PARTE Solución de continuidad

UNO

Tras sobreponerse al espasmo, Andrei tragó la última cucharada de aquella pasta, apartó asqueado el plato de campaña y extendió el brazo en busca de la taza. El té estaba caliente aún. Andrei cogió la taza y se puso a beber a sorbitos, con la vista fija en la llamita de la lámpara de petróleo. El té estaba muy cargado, quizá demasiado, olía a hierbas y tenía otro sabor, quizá a causa de aquella agua asquerosa que habían recogido en el kilómetro ochocientos veinte, o porque Quejada hubiese decidido medicar a los jefes con aquella porquería contra la diarrea. O sencillamente, habrían lavado mal la taza, ese día la había sentido particularmente grasienta y pegajosa.

Abajo, tras la ventana, los soldados hacían sonar sus platos de campaña. El chistoso de Tevosian dijo algo sobre la Lagarta y los soldados soltaron la carcajada.

—¿Vais a ocupar vuestro puesto o a meteros con una tía bajo la manta, gusanos? —les gritó de repente con su voz prusiana el sargento Fogel—. ¿Por qué andas descalzo? ¿Dónde están tus botas, troglodita? —Una voz sombría respondió que tenía los pies en carne viva, y en algunas partes se le veían los huesos—. ¡Callaos, vacas preñadas! ¡Poneos las botas, y corriendo a vuestro puesto! ¡De inmediato!

Con deleite, Andrei movía bajo la mesa los dedos de sus pies descalzos, que algo habían descansado sobre el parqué frío.

«Oh, un cubo de agua fría… Para meter los pies…» Echó un vistazo a su taza. Estaba llena de té hasta la mitad y Andrei, mandándolo todo mentalmente al infierno, se lo bebió de un tirón en tres tragos ansiosos. Algo comenzó a rugir en sus tripas. Durante unos momentos Andrei, con cierta alarma, prestó oídos a lo que allí ocurría. Después puso a un lado la taza, se secó los labios con el dorso de la mano y examinó la caja metálica con documentos. Debía revisar los informes del día anterior.

«No tengo ganas. Ya tendré tiempo. Ahora quisiera recostarme, estirarme a todo lo largo, taparme con la chaqueta y cerrar los ojos unos seiscientos minutos…»

De repente, al otro lado de la ventana comenzó a traquetear con pasión el motor del tractor. Los restos de cristales en las ventanas temblaron, un trozo de revoque cayó del techo, casi sobre la lámpara. La taza vacía comenzó a dar saltitos y se desplazó hasta el borde de la mesa, Andrei, con el rostro torcido, se levantó, caminó descalzo hasta la ventana y echó un vistazo.

Recibió en el rostro el aire caliente de la calle que todavía no había tenido tiempo de enfriarse, el humo corrosivo de los tubos de escape, el hedor nauseabundo del aceite recalentado. A la luz polvorienta de un reflector portátil, un grupo de hombres barbudos, sentados sobre el pavimento, hurgaban con sus cucharas, sin mucho entusiasmo, en sus platos y ollas de campaña. Estaban descalzos, y casi todos iban desnudos hasta la cintura. Los torsos blancos y brillantes resplandecían, los rostros parecían negros, al igual que las manos, como si todos llevaran guantes. Andrei se dio cuenta repentinamente de que no conocía a ninguno de ellos. Una manada de simios desconocidos… El sargento Fogel entró en el círculo de luz con una enorme tetera en las manos, y los monos comenzaron a agitarse, a moverse, a estirarse… Tendieron sus tazas hacia la tetera, que el sargento apartaba con la mano libre mientras gritaba algo que casi no se oía debido al ruido de los motores.

Andrei volvió a la mesa, retiró de un tirón la tapa de la caja y sacó el libro de bitácora y los informes del día anterior. Desde el techo cayó otro trozo de yeso sobre la mesa. Andrei miró hacia arriba. La habitación tenía un puntal muy alto, más de cuatro metros, casi cinco. Las molduras del techo se habían caído en algunos sitios, y se veían unas tablillas que por alguna razón le hicieron recordar las deliciosas empanadillas de mermelada, que se servían con enormes cantidades de un té magnífico, bien preparado, en finos vasos de vidrio. Con limón. Sintió deseos de tener en las manos un vaso limpio, ir a la cocina y servirse toda el agua fría y cristalina que quisiera…

Andrei hizo un movimiento con la cabeza, se levantó y atravesó el recinto en diagonal, en dirección a una enorme vitrina. No tenía cristales en las puertas, ni libros, solo quedaban las baldas vacías, cubiertas de polvo. Andrei ya lo sabía, pero de todos modos la revisó, metiendo la mano en los rincones oscuros.

Había que decir que la habitación se conservaba en bastante buen estado. Tenía dos butacones muy decentes, y uno más con el asiento destrozado, que alguna vez había sido muy caro, forrado de piel repujada. Pegadas a la pared frente a la ventana había varias sillas, y en el medio de la habitación destacaba una mesita de centro, con un búcaro de cristal que contenía alguna porquería ya seca. El papel pintado se había separado de las paredes, en algunos sitios estaba desprendido del todo: el parqué, reseco, se veía abombado, pero de todos modos la habitación se encontraba en un estado totalmente aceptable. Había vivido gente allí no hacía mucho, diez años antes a lo sumo.

Por primera vez, después del kilómetro quinientos, Andrei se tropezaba con una casa en buen estado de conservación. Tras muchos kilómetros de manzanas calcinadas hasta los cimientos, convertidas en un desierto carbonizado; tras muchos kilómetros de ruinas, cubiertas de arbustos espinosos, entre las que sobresalían absurdos cajones de varios pisos, que mucho tiempo atrás habían perdido el techo; tras muchos kilómetros de tierras baldías, donde asomaban paredes sin techo, donde se podía divisar toda la meseta, desde la Pared Amarilla al este hasta el borde del precipicio por el oeste, después de todo aquello aquí volvían a aparecer manzanas casi enteras, un camino adoquinado y quizá pudieran encontrar a algunas personas. Por si acaso, el coronel había dado la orden de redoblar las guardias.

¿Qué tal le iba al coronel? Los últimos días, el anciano se había resentido. Por cierto, como todos los demás. En ese preciso momento venía muy bien pasar la noche bajo techo y no bajo el cielo desnudo. Si hallaban agua en aquel lugar podrían detenerse durante varios días. Pero, al parecer, allí no había agua. Al menos, Izya decía que no tenía sentido confiar en que allí encontrarían agua. En toda aquella manada, los únicos que sabían algo eran Izya y el coronel…

El ruido de los motores casi no le dejó oír que llamaban a la puerta. Andrei volvió presuroso a su asiento, se echó la chaqueta por encima de los hombros y abrió el libro de bitácora.

—¡Pase! —gritó.

Se trataba de Dagan, un hombre enjuto, viejo, casi de la edad de su coronel, bien afeitado, correctamente vestido, con todos los botones abrochados.

—¿Me permite recoger, sir? —gritó.

«Dios mío —pensó Andrei mientras asentía—, cuánto hay que esforzarse para seguir manteniendo así la compostura en este desastre… Y no es un oficial, ni siquiera un sargento, solo es un ordenanza. Un lacayo.»

—¿Cómo está el coronel? —preguntó Andrei.

—¿Perdón, sir? —Dagan se quedó inmóvil con los platos sucios en las manos, después de volver hacia Andrei una oreja larga, descarnada.

—¡¿Que cómo se siente el coronel?! —gritó Andrei, y en ese mismo momento cesó el ruido del motor al otro lado de la ventana.

—¡El coronel está tomando el té! —gritó Dagan en el silencio reciente, y al momento añadió, bajando la voz—. Perdón, sir. El coronel se siente bien. Ha cenado y ahora toma el té.

Andrei asintió, distraído, y pasó varias páginas del libro de bitácora.

—¿Desea algo más, sir? —inquirió Dagan.

—No, gracias.

Cuando el ordenanza salió. Andrei buscó los informes del día anterior. Ese día no había registrado nada en el libro. La diarrea lo martirizaba tanto que apenas había logrado permanecer sentado hasta que finalizó el informe vespertino, y después se había pasado la mitad de la noche agachado en medio del camino, con el trasero desnudo apuntando hacia el campamento, escudriñando con ojos y oídos la penumbra nocturna, con la pistola en una mano y la linterna en la otra.

«Día 28.°», escribió en una página nueva y lo subrayó con dos gruesos trazos. A continuación, tomó el informe de Quejada.

«Se han recorrido 28 kilómetros —escribió—. La altura del sol es de 63° 51' 13" (kilómetro 979). Temperatura media: a la sombra, +23°C, al sol. +31°C. Viento: 2,5 metros/segundo, humedad de 0,42. Gravitación: 0,998. Se realizaron perforaciones en los kilómetros 979, 981 y 986. No hay agua. El consumo de combustible fue de…»

Cogió el informe de Ellizauer, lleno de huellas de dedos sucios, y estuvo un rato desentrañando aquella letra intrincada.

«El consumo de combustible ha superado la norma en un 32%. Reservas al concluir el día 28°: 3200 kilogramos. Estado de los motores: n°1, satisfactorio, n° 2, bujías gastadas y problemas en los pistones…»

Andrei no fue capaz de descifrar lo ocurrido con los pistones, a pesar de que había puesto la hoja de papel casi junto a la llama de la lámpara.

«Estado del personal. Estado físico: casi todos tienen ampollas en los pies, no cesa la diarrea generalizada, el sarpullido que tienen Permiak y Palotti en los hombros ha empeorado. No ha ocurrido nada importante. En dos ocasiones se detectaron lobos tiburones, que fueron espantados a tiros. Se dispararon doce cartuchos. El consumo de agua fue de 40 litros. Reservas al concluir el 28° día: 730 normas diarias…»

Al otro lado de la ventana, la Lagarta soltó un grito penetrante y se oyó la carcajada de varias gargantas dañadas por los cigarrillos. Andrei levantó la cabeza y escuchó con atención.

«Qué demonios —pensó—. Quizá no ha venido mal que se nos pegara. Al menos, es una diversión para los hombres… Pero en los últimos tiempos han comenzado a pelearse por ella.»

De nuevo, llamaron a la puerta.

—Pase —dijo Andrei, molesto.

Hizo su entrada el sargento Fogel, enorme, rubicundo, con grandes manchas de sudor que se extendían a partir de las axilas de su guerrera.

—¡El sargento Fogel pide autorización para dirigirse al señor consejero! —gritó, con las manos pegadas a los muslos y los codos hacia fuera.

—Hable, sargento.

—Pido autorización para hablarle confidencialmente —añadió, bajando la voz y mirando hacia la ventana.

«Esto es algo nuevo», pensó Andrei con cierta sensación de desagrado.

—Pase, siéntese.

El sargento se aproximó al escritorio de puntillas, se sentó al borde del butacón y se inclinó hacia Andrei.

—La gente no quiere seguir adelante —pronunció a media voz.

Andrei se recostó en el asiento. «Era eso. Hasta dónde hemos llegado… Qué maravilla… Enhorabuena, señor consejero.»

—¿Qué significa eso de que no quieren? —dijo—. ¿Alguien se lo ha pedido?

—Están extenuados, señor consejero —dijo Fogel, en confianza—. Se ha terminado el tabaco, las diarreas los han agotado. Y lo principal es que tienen miedo. Están aterrorizados, señor consejero.

Andrei lo miró en silencio. Había que hacer algo. Con urgencia. De inmediato, pero no sabía qué.

—Llevamos once días atravesando un lugar desierto, señor consejero —prosiguió Fogel, casi en un susurro—. El señor consejero recuerda que nos advirtieron que pasaríamos trece días sin encontrar a nadie y después sería nuestro fin. Quedan solo dos días, señor consejero.

—Sargento —dijo Andrei y se humedeció los labios—. Qué vergüenza. Un guerrero veterano que cree en chismes de cotorras. ¡No esperaba eso de usted!

—De ninguna manera, señor consejero. —Fogel sonrió torcidamente, desplazando su enorme mandíbula inferior—. Yo no tengo miedo. Si tuviera allí —dijo señalando con un dedo grande y torcido hacia la ventana— nada más que alemanes, o aunque fuera japoneses, de eso no se hubiera dicho ni una palabra. Pero lo que tengo es una piara. Italianos, Armenios, vaya usted a saber…

—¡Silencio, sargento! —dijo Andrei, levantando la voz—. Qué vergüenza. ¡Desconoce el reglamento! ¿Por qué no informa según lo establecido? ¿Qué relajamiento es ese, sargento? ¡Levántese! —Fogel se levantó con dificultad y asumió la posición de firme. Andrei esperó unos momentos y ordenó—: Siéntese.

Fogel volvió a sentarse, también con dificultad, durante un tiempo ninguno de los dos habló.

—¿Por qué se dirige a mí, y no al coronel?

—Perdón, señor consejero. Me dirigí al señor coronel ayer.

—¿Y qué?

Fogel titubeó y apartó la mirada.

—El señor coronel no quiso tomar en cuenta mi información, señor consejero.

—¡Ahí lo tiene! —Andrei soltó una risita burlona—. ¿Qué clase de sargento es usted si no puede controlar a su gente? ¡Tienen miedo, qué cosa! Mocosos… ¡Deberían tenerle miedo a usted, sargento! —gritó—. ¡A usted! ¡Y no a ese decimotercer día!

—Si fueran alemanes… —insistió Fogel, sombrío.

—¿Qué es esto? —preguntó Andrei, como entrando en confianza—. Yo, el jefe de la expedición, ¿tengo que enseñarle, como si se tratara de un novato, lo que hay que hacer cuando los subordinados se amotinan? ¡Qué vergüenza, Fogel! Si no lo sabe, lea el reglamento. Por lo que tengo entendido, ahí se prevén situaciones como esta.

Fogel volvió a sonreír torcidamente, desplazando la mandíbula inferior. Al parecer, el reglamento no preveía esas situaciones.

—Tenía mejor opinión de usted, Fogel —dijo Andrei con brusquedad—. ¡Mucho mejor! Tenga en cuenta, y no lo olvide, que a nadie le interesa si su gente quiere seguir adelante o no. Todos quisiéramos estar ahora sentados en casa, en lugar de avanzar por este infierno. Todos queremos beber, todos estamos extenuados. Pero todos cumplen con su deber sin dejarse influir por eso, Fogel. ¿Está claro?

—A la orden, señor consejero —masculló Fogel—. Permiso para retirarme.

—Está libre.

El sargento desapareció, pisoteando implacable el parqué reseco con sus enormes botas.

Andrei se quitó la chaqueta y se acercó de nuevo a la ventana. Al parecer, el público se había tranquilizado. Dentro del círculo de luz se erguía el larguísimo Ellizauer, que se inclinaba sobre un papel, probablemente un mapa, sostenido delante de él por el corpulento Quejada. Junto a ellos, saliendo de la oscuridad, pasó un soldado que desapareció en la casa. Iba descalzo, medio desnudo, despeinado, con el fusil automático agarrado por la correa.

—¡Oye, narizón! —dijo una voz desde la oscuridad—. ¡Tevosian!

—¿Qué quieres? —le respondieron desde un grupo a oscuras, donde los extremos de los cigarrillos encendidos se movían como luciérnagas.

—¡Apunta los faros hacia acá! ¡No se ve nada!

—¿Para qué? ¿No puedes hacerlo a oscuras?

—Se han cagado por todas partes… no sé dónde pisar…

—El centinela tiene prohibido desplazarse —le respondió otra voz del grupo—. Suéltalo ahí mismo.

—¡Por Dios, alumbrad en esta dirección! ¿Es que no podéis levantar el trasero?

El larguirucho Ellizauer se enderezó y en dos pasos llegó junto al tractor. Apuntó el reflector a lo largo de la calle. Andrei vio al centinela. Aguantándose los pantalones bajados, el soldado daba pasitos inseguros, con las piernas flexionadas, al lado de la enorme estatua de metal que algún excéntrico había logrado erigir directamente en medio de la acera, junto al cruce. La estatua representaba a un individuo bajo y corpulento de cabeza afeitada, que vestía algo así como una toga, y tenía una desagradable cara de sapo. A la luz del reflector, parecía de color negro. La mano izquierda señalaba hacia el cielo, mientras la derecha, con los dedos bien separados, se extendía sobre la tierra. De esa mano colgaba ahora un fusil automático.

—¡Listo, muchas gracias! —gritó alegre el centinela y se agachó—. Pueden apagar la luz.

—¡Vamos, trabaja! —lo alentaron desde el grupo—. Te cubriremos, en caso de que pase algo.

—¡Muchachos, quitad la luz! —rogó el caprichoso centinela.

—No la quite, señor ingeniero —aconsejaron desde el grupo—. Está bromeando. Además, iría contra el reglamento.

Pero Ellizauer apagó la luz de todos modos. Se oían las risas del grupo. Después comenzaron a silbar a dúo una marcha militar.

«Todo sigue igual —pensó Andrei—. Incluso hoy parecen estar más divertidos de lo habitual. No oí bromas ayer, y tampoco anteayer. ¿Serán los edificios? Sí, podría ser. Era puro desierto, y ahora, a pesar de todo, son casas de vivienda. Al menos se puede dormir en paz, los lobos no molestarán… Pero Fogel no es de los que difunden el pánico. No, no es de esos. —De repente, Andrei se imaginó el día siguiente, cuando diera la orden de comenzar la marcha y ellos se amontonarían, apuntando con los fusiles y diciendo: “¡No seguimos!”—. ¿Quizá están contentos por eso ahora, porque se han puesto de acuerdo, porque han decidido emprender el regreso al día siguiente? (“¿Y qué puede hacernos ese burócrata de mierda?”) Y ahora les da absolutamente lo mismo… Y el canalla de Quejada está con ellos. Lleva varios días quejándose de que no tiene sentido continuar adelante… en las reuniones vespertinas me mira de reojo… Se sentirá encantado si me presento de vuelta ante Geiger con las manos vacías. —Un escalofrío le hizo sacudir los hombros—. Tú mismo tienes la culpa, baboso, les has dado demasiada cuerda, demócrata de mierda, tú, amante del pueblo… Debí haber hecho que fusilaran a Chñoupek en aquella ocasión, el muy canalla, y acogotar enseguida a toda aquella banda. ¡Qué derechitos andarían ahora! ¡Y tuve una excelente oportunidad! Violación colectiva, a lo salvaje, de una nativa, de una nativa menor de edad… Y cómo se burlaba el degenerado de Chñoupek, cínico, saciado, asqueroso, cuando yo les gritaba. Y cómo todos palidecieron cuando saqué la pistola… “¡Ay, coronel, coronel! ¡Es usted un liberal y no un jefe de tropa!” “¿Para qué fusilarlos ahora, consejero? Existen otros métodos de castigo…” No, coronel, está claro que no hay otros métodos que sirvan para castigar a los que son como Chñoupek. Y después de aquello, todo se torció. La chica se pegó al destacamento, y para mi vergüenza no me di cuenta de ello a tiempo (¿debido al asombro, o a qué?), y más tarde comenzaron las peleas, las disputas… Debí haber aprovechado la primera pelea para fusilar a uno de ellos, azotar a la chica y echarla del campamento. Pero… ¿echarla, adónde? Ya estábamos en las casas quemadas, faltaba el agua, habían aparecido los lobos…»

De repente, se oyó un rugido abajo, soltaron unos tacos, algo cayó y rodó con estruendo, y desde la entrada de la casa entró de un salto al círculo de luz un simio totalmente desnudo, de espaldas, que cayó sobre su trasero levantando una nube de polvo, y antes de que tuviera tiempo para apoyar las patas en el suelo, un segundo simio, también desnudo, saltó encima de él como un tigre, y ambos se enzarzaron en una pelea y comenzaron a rodar por los adoquines de la calle, chillando y gruñendo, escupiendo y soltando rugidos, mientras se aporreaban mutuamente con todas sus fuerzas.

Andrei, con una mano clavada en el antepecho, buscaba algo con la otra en su cintura, olvidando que la funda yacía sobre el butacón, pero en ese momento salió de la oscuridad el sargento Fogel como una nube negra y sudorosa impulsada por un huracán, se detuvo encima de los canallas que peleaban, agarró a uno por los cabellos, al otro por la barba, los levantó del suelo y los hizo chocar entre sí con un crujido seco antes de tirarlos uno a cada lado, como cachorros.

—¡Muy bien, sargento! —se oyó la voz del coronel, débil pero firme—. Esta noche, encadene a esos canallas a sus literas, y mañana marcharán todo el día en la vanguardia, aunque no les toque.

—A la orden, señor coronel —replicó el sargento, respirando con dificultad. Miró a la derecha, donde uno de los simios desnudos se revolvía sobre los adoquines con la intención de levantarse, y añadió, inseguro—: Tengo el atrevimiento de informar, señor coronel, que uno de ellos no es de la tropa. Es el cartógrafo Roulier.

Andrei movió la cabeza de un lado a otro para liberar espacio en su garganta.

—El cartógrafo Roulier marchará durante tres días en la vanguardia —gruñó con una voz extraña—, con el equipamiento completo de un soldado. ¡Si se repite la pelea, fusiladlos a ambos de inmediato! —En su garganta, algo se rasgó de manera dolorosa—. ¡Fusilad de inmediato a todos los canallas que se atrevan a pelear! —pronunció, roncamente.

Cuando estuvo sentado detrás del escritorio, volvió en sí. «Quizá sea tarde —pensó, mirando sus dedos temblorosos con expresión obtusa—. Tarde. Debí haberlo hecho antes… ¡Pero vais a ver! ¡Haréis lo que os ordene! Ordenaré que ejecuten a la mitad… yo mismo los fusilaré… pero la otra mitad seguirá el caminito en silencio. ¡Basta! Basta ya. Y a la primera posibilidad, le meteré a Chñoupek una bala en la cabeza. ¡A la primera!»

Buscó a sus espaldas, tomó la funda con el cinturón y extrajo de allí la pistola. El cañón estaba lleno de fango. Intentó manipular el seguro. Al principio se movió con dificultad, llegó a medio camino y se quedó atascado en aquella posición. Demonios, todo estaba enfangado… Al otro lado de la ventana había un silencio total, solo se oían en la distancia los pasos del centinela sobre los adoquines. Alguien se sonó la nariz en el piso de abajo, soltando el aire ruidosamente entre los dientes.

Andrei fue a la puerta y echó un vistazo al pasillo.

—¡Dagan! —llamó, a media voz.

Algo se movió en un rincón. Andrei se estremeció y miró en esa dirección: se trataba del Mudo. Estaba sentado allí, en su pose habitual, con las piernas entrelazadas de manera muy complicada. Sus ojos húmedos brillaban en la oscuridad.

—Dagan —volvió a llamar Andrei, levantando un poco la voz.

—¡Ya voy, sir! —respondieron desde lo profundo de la casa y se oyeron pasos.

—¿Por qué estás sentado ahí? —le dijo Andrei al Mudo—. Entra en la habitación.

El Mudo, sin moverse, levantó su ancho rostro y lo miró. Andrei regresó al escritorio.

—Limpie mi pistola, por favor —dijo a Dagan cuando metió la cabeza en la habitación después de llamar a la puerta.

—A la orden, sir —dijo Dagan con respeto, tomando la pistola y dando un paso atrás al llegar a la puerta, para permitir la entrada de Izya.

—Ah, una lámpara —dijo este, dirigiéndose directamente a la mesa—. Oye, Andrei, ¿no tendrás otra lámpara por el estilo? Estoy harto de la linterna, hasta me duelen los ojos…

En los últimos días, Izya había adelgazado de modo notable. Los harapos que vestía colgaban de él como de un palo. Y apestaba a macho cabrío. Por cierto, todos apestaban igual. Menos el coronel.

Andrei siguió con la vista a Izya, que sin prestar atención a nadie agarró una silla, se sentó y llevó la lámpara hacia sí. Después sacó de la cintura unos arrugados papeles viejos y comenzó a extenderlos delante de sí. Mientras lo hacía, según su costumbre, daba pequeños saltitos sobre la silla, y sus ojos se deslizaban por los papeles como si intentara leerlos todos a la vez, y a cada rato se pellizcaba la verruga. Le costaba cierto trabajo llegar hasta esa verruga, debido a la espesísima pelambrera rizada que le cubría los pómulos, el cuello y hasta las orejas.

—Oye, ¿por qué no te afeitas? —dijo Andrei.

—¿Para qué? —preguntó Izya, distraído.

—Toda la plana mayor se afeita —repuso Andrei, molesto—. El único que anda como un espantapájaros eres tú.

Izya levantó la cabeza, miró a Andrei durante un rato, mostrando entre la pelambrera sus dientes amarillentos, que no se había cepillado desde mucho tiempo atrás.

—¿Sí? Pero sabes que no soy una persona que goce de prestigio. Mira la chaqueta que llevo.

—Por cierto, podrías remendarla —dijo Andrei mirándola—. Si no sabes, puedes dársela a Dagan.

—Considero que Dagan ya tiene bastante trabajo sin que yo lo moleste… Por cierto, ¿a quién tienes intención de dispararle?

—A quién sea necesario —replicó Andrei, sombrío.

—Vaya, vaya —dijo Izya, y se concentró en la lectura.

Andrei miró el reloj. Eran ya menos diez. Con un suspiro, se agachó debajo de la mesa, palpó hasta encontrar las botas, sacó de ellas los calcetines, endurecidos ya, los olfateó con disimulo, después levantó a la luz el pie derecho y revisó su talón magullado. El arañazo comenzaba a cicatrizar, pero aún le dolía. Torciendo el gesto en anticipación, se puso con cuidado el calcetín petrificado y movió la planta del pie. Su gesto era ahora claramente de dolor, pero agarró la bota. Tras calzarse, se ciñó el cinturón con la funda vacía, se puso la chaqueta y se la abrochó.

—Ahí tienes —dijo Izya, y empujó hacia él por encima de la mesa un montón de papeles en los que había algo escrito.

—¿De qué se trata? —preguntó Andrei, sin interés.

—Papel.

—Ah —Andrei reunió las hojas y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta—. Gracias.

Izya había vuelto a concentrarse en la lectura. Leía rápido, como una máquina.

Andrei recordó con cuánto disgusto había aceptado a Izya en la expedición, con su aspecto absurdo de espantapájaros, con su retadora cara de judío, con su risita descarada, con su obvia inutilidad para trabajos físicos pesados. Estaba del todo claro que Izya causaría un montón de problemas, y que la presencia del archivero durante el recorrido en condiciones semejantes a las de campaña no tendría utilidad alguna. Pero todo resultó de manera bien diferente.

En realidad, también resultó de la manera prevista. Izya fue el primero al que le salieron ampollas en los pies. En ambos a la vez. En las reuniones vespertinas, Izya era insoportable, con sus bromitas estúpidas fuera de lugar, con su constante falta de tacto. Al tercer día de camino se las agenció para caer en un sótano y hubo que sacarlo de allí. Al quinto día se extravió, y hubo que detener la marcha durante varias horas. Durante una escaramuza en el kilómetro trescientos cuarenta, se comportó como el peor de los cretinos y sobrevivió de puro milagro. Los soldados se burlaban de él, y Quejada tenía constantes disputas con él. Ellizauer resultó ser un antisemita furibundo y hubo que hacerle un señalamiento especial con respecto a Izya. Hubo de todo. Lo hubo.

Pero a pesar de todo eso, muy poco tiempo después resultó que Izya se había convertido en la figura más popular de la expedición, con excepción del coronel. Y, en cierto sentido, quizá más popular.

En primer lugar, encontraba agua. Los geólogos buscaban manantiales con minuciosidad e insistencia, perforaban rocas, sudaban, emprendían marchas agotadoras durante las paradas generales. Izya se limitaba a sentarse con los demás bajo una monstruosa sombrilla rudimentaria, revisaba viejos papeles, de los que ya contaba con varias cajas, y en cuatro ocasiones había podido indicar dónde debían de estar las cisternas subterráneas. Es verdad que una de ellas estaba seca y en otra el agua estaba podrida, pero en dos ocasiones la expedición consiguió la tan codiciada agua, gracias a Izya y solamente a Izya.

En segundo lugar, encontró un almacén de combustible diesel, y después de eso el antisemitismo de Ellizauer quedó convertido básicamente en una abstracción.

—Odio a los judíos —le explicaba a su mecánico principal—. No hay nada en el mundo peor que un judío. ¡Pero no tengo nada en contra de los hebreos! Tomemos, por ejemplo, a Katzman…

Y, además, Izya suministraba papel a todos. Las reservas de papel se agotaron tras el primer estallido de afecciones gastrointestinales, y por ello la popularidad de Izya (el único poseedor y cuidador de tesoros de papel en una región donde no era posible encontrar ya no una hoja, sino ni una brizna de hierba), alcanzó la cota suprema posible.

No transcurrieron ni dos semanas cuando Andrei descubrió, con algo de celos, que a Izya lo querían todos. Hasta los soldados, lo que era totalmente increíble. Durante las paradas se agolpaban en torno a él y, con la boca abierta, escuchaban con atención todos sus relatos. Por iniciativa propia y sin la menor queja, cargaban de un lado a otro sus cajas metálicas llenas de documentos. Se le quejaban, se mostraban caprichosos delante de él como escolares ante el maestro preferido. Odiaban a Fogel, temían al coronel, se peleaban con los científicos, pero con Izya se reían. No de él, sino con él.

—Sabe, Katzman —dijo en una ocasión el coronel—, nunca entendí para qué servían los comisarios en un ejército. Nunca tuve comisarios, pero a usted lo llevaría conmigo.

Izya terminó de revisar un paquete de papeles y sacó otro de dentro de su chaqueta.

—¿Algo interesante? —preguntó Andrei, y no por una legítima curiosidad, sino porque sintió deseos de expresar el cariño que sintió de repente hacia aquel hombre desgarbado, absurdo, de aspecto desagradable incluso.

Izya no tuvo tiempo de responder, solo comenzó a negar con la cabeza cuando la puerta se abrió y el coronel Saint James entró en la habitación.

—Con su permiso, consejero —pronunció.

—Por favor, coronel —dijo Andrei, poniéndose de pie—. Buenas noches.

Izya se levantó y empujó el butacón hacia el coronel.

—Gracias por su gentileza, comisario —dijo el coronel y se sentó lentamente, en dos movimientos.

Su aspecto era el de siempre: elegante, fresco, con olor a colonia y a buen tabaco de pipa. En los últimos tiempos, sus mejillas colgaban un poco y los ojos estaban muy hundidos. Y ya no caminaba sin apoyo, llevaba un largo bastón negro, en el que se apoyaba perceptiblemente cuando se hacía necesario permanecer de pie.

—Esa infame pelea bajo su ventana… —dijo el coronel—. Quiero ofrecerle mis más sentidas excusas, consejero, en nombre de mis soldados.

—Esperemos que sea la última —dijo Andrei, sombrío—. No tengo la intención de permitir ni una más.

—Los soldados siempre se pelean —apuntó, como de pasada, el coronel, asintiendo distraído—. En el ejército británico es algo que se promueve. El espíritu combativo, la agresividad saludable, etcétera… Pero, por supuesto, usted tiene razón. En estas difíciles condiciones de marcha eso es insoportable. —Se reclinó en el butacón, sacó la pipa y comenzó a llenarla de tabaco—. ¡Pero no se ve ningún adversario potencial, consejero! —añadió con humor—. Honestamente, veo grandes complicaciones debido a eso, tanto para mi pobre Estado Mayor general como para los señores políticos.

—¡Por el contrario! —exclamó Izya—. ¡Ahora comenzarán los días más calientes para todos nosotros! Como no existe un adversario real, habrá que inventarlo. Y, como muestra la experiencia universal, el adversario más terrible es el que inventamos. Les aseguro que será un monstruo increíblemente horrible. Tendremos que duplicar el ejército.

—¿De veras? —dijo el coronel, en el mismo tono humorístico de antes—. Por cierto, ¿quién va a inventarlo? ¿No será usted, estimado comisario?

—¡Usted! —dijo Izya, con solemnidad—. En primera instancia, usted. —Comenzó a doblar los dedos—. Primero, tendrá que crear el departamento de propaganda política adjunto al Estado Mayor general…

Llamaron a la puerta, y antes de que Andrei pudiera contestar. Quejada y Ellizauer entraron. Quejada tenía un aspecto lúgubre y Ellizauer sonreía, con los ojos apuntando al techo.

—Siéntense, señores, por favor —los saludó Andrei con frialdad. Golpeó la mesa con los nudillos y se dirigió a Izya—. Katzman, comenzamos.

Izya, que había sido interrumpido en el medio de una frase, se volvió hacia Andrei con expresión dispuesta y pasó una mano por encima del respaldo del butacón. El coronel se irguió de nuevo y cruzó las manos sobre el mango del bastón.

—Tiene usted la palabra, Quejada —dijo Andrei.

El jefe del departamento científico se sentó directamente frente a él, con las piernas, gruesas como las de un levantador de pesas, muy separadas para no sudar. Ellizauer, como siempre, se acomodó detrás de él, muy encorvado para no sobresalir en exceso.

—Geológicamente, no hay nada nuevo —dijo, en tono lúgubre—. Lo mismo que antes, arcilla y arena. No hay la menor señal de agua. Las tuberías locales están secas desde hace mucho tiempo. Quizá se marcharon de aquí por esa razón, no lo sé… Los datos relativos al sol, al viento… —Sacó una hoja de papel del bolsillo delantero y se la tiró a Andrei—. En lo que a mí respecta, es todo por ahora.

Aquel «por ahora» disgustó muchísimo a Andrei, pero se limitó a asentir y a continuación miró a Ellizauer.

—¿Transporte?

Ellizauer se enderezó y comenzó a informar por encima de la cabeza de Quejada.

—Hoy hemos avanzado treinta y ocho kilómetros. El motor del tractor número dos debe pasar una reparación capital. Lo lamento mucho, señor consejero, pero no hay más remedio.

—Ajá —dijo Andrei—. ¿Qué significa eso de «reparación capital»?

—Dos o tres días —dijo Ellizauer—. Hay que cambiar una parte de las piezas, y hay que ajustar las otras. Quizá se trate de cuatro días. O cinco.

—O diez —dijo Andrei—. Deme el informe.

—O diez —aceptó Ellizauer, sin borrar del rostro aquella sonrisa indefinida.

Sin levantarse, tendió el papel con el informe por encima del hombro de Quejada.

—¿Está bromeando? —pronunció Andrei, intentando mantener la calma.

—¿Por qué, señor consejero? —se asustó Ellizauer, o hizo como si se asustara.

—¿Tres días o diez días, señor especialista?

—Lo lamento mucho, señor consejero… —balbuceó Ellizauer—. No me atrevo a precisar… No estamos en un taller, y además. Permiak está enfermo. Tiene una erupción y padece vómitos. Es mi mecánico principal, señor consejero.

—¿Y usted? —dijo Andrei.

—Haré todo lo posible… Pero es muy diferente en nuestras condiciones, quiero decir, en campaña…

Estuvo un rato más balbuceando algo sobre los mecánicos, la grúa que no habían querido traer a pesar de que él lo había advertido, sobre el taladro que no tenían y que era imposible que tuvieran, otra vez sobre el mecánico y algo más sobre pistones y bujías… Cada vez hablaba más y más quedo, más enredado, hasta que calló del todo. Durante todo ese tiempo. Andrei lo estuvo mirando fijamente a los ojos, y quedaba totalmente claro que aquel oportunista larguirucho y cobardón estaba diciendo mentiras y sabía que todos se habían dado cuenta de ello, pero intentaba escabullirse y no se le ocurría cómo, aunque de todos modos tenía la firme intención de mantener su mentira hasta el victorioso final.

Después, Andrei bajó la vista y la clavó en el informe, en los renglones mal trazados con letra enorme, pero sin ver ni entender nada de lo allí escrito.

«Se han conjurado, canallas —pensó con desesperación—. Estos también se han conjurado. ¿Qué hago ahora con ellos? Qué lástima, no tengo la pistola. Pegarle un tiro a Ellizauer o asustarlo hasta que se cague… No. Quejada. Ese es el jefe de todos ellos. Quiere hacerme responsable de todo… Quiere cargar sobre mis hombros esta misión asquerosa, que ya apesta… Bastardo, cerdo hinchado…» Tenía deseos de gritar, de dar puñetazos sobre la mesa.

El silencio se hacía insoportable. De repente, Izya se movió incómodo en su silla.

—¿Qué está ocurriendo? —balbuceó—. A fin de cuentas, no tenemos por qué apresuramos. Haremos una parada. Podría haber archivos en los edificios. Es verdad que no hay agua, pero podemos enviar un grupo por delante…

—Tonterías —lo interrumpió Quejada con brusquedad—. Señores, basta de habladurías. Pongamos los puntos sobre las íes. La expedición ha fracasado. No hemos encontrado agua. Ni petróleo. Y con la exploración geológica organizada de esta manera, sería imposible encontrar nada. Corremos como si estuviéramos locos, hemos extenuado a la gente, el transporte está hecho jirones. No hay ninguna disciplina en el destacamento, alimentamos a prostitutas, arrastramos a gente que difunde rumores… Hemos perdido la perspectiva hace muchísimo tiempo, a nadie le importa nada. La gente no quiere seguir adelante, no ven qué sentido tiene seguir, y no tenemos nada que decirle. Los datos cosmográficos no sirven para nada: nos preparamos para un frío polar y nos hemos metido en un desierto calcinante. El personal de la expedición ha sido mal seleccionado, al tuntún. Los servicios médicos son pésimos. Como resultado, cosechamos lo que hemos sembrado: la caída de la moral, la pérdida de la disciplina, constantes insubordinaciones y un motín, si no hoy, mañana. Es todo.

Quejada calló, sacó la cigarrera y encendió un pitillo.

—¿Y qué propone usted, señor Quejada? —masculló Andrei, conteniendo la voz.

La odiosa cara de Quejada con sus poblados mostachos flotaba delante de sus ojos, envuelta en una telaraña indefinida. Sintió un deseo feroz de pegarle un puñetazo. O de golpearlo con la lámpara. Por los bigotes…

—En mi opinión, da lo mismo —pronunció Quejada, despectivo—. Hay que volver por donde hemos venido. De inmediato. Mientras aún estamos sanos y salvos.

«Tranquilidad —se repetía Andrei—. Ahora solo vale la tranquilidad. Mientras menos palabras, mejor. No discutir, por nada del mundo. Oír con calma y callar. ¡Ay, qué ganas tengo de pegarle!»

—En realidad —comenzó a decir Ellizauer—, ¿hasta cuándo podemos seguir avanzando? Mi gente me pregunta: ¿qué ocurre, señor ingeniero? Acordamos avanzar hasta que el sol se pusiera más allá del horizonte. Pero, por el contrario, el sol sube. Después acordamos que hasta que no llegara al cenit. Y entonces no sube, sino salta, arriba y abajo.

«No discutir en absoluto —se repetía Andrei para sus adentros—. Que digan lo que quieran. Será, incluso, interesante oír qué inventan. El coronel no me traicionará. El ejército lo decide todo. ¡El ejército! ¿Serán ellos, canallas, los que han convencido a Fogel?»

—Y usted, ¿qué les dice? —le preguntó Izya a Ellizauer—. ¿Usted?

—Yo, ¿qué?

—Ellos le preguntan, eso está claro… ¿Y qué les responde usted?

—Es extraño… —comenzó a decir Ellizauer, encogiéndose de hombros y moviendo sus cejas ralas—. ¿Qué puedo responderles? Eso quisiera saber, qué debo responderles. ¿Cómo puedo saberlo?

—¿Quiere decir que no les responde nada?

—¿Y qué puedo responderles? ¡¿Qué?! Digo, que respondan los jefes…

—¡Vaya respuesta! —replicó Izya, abriendo mucho los ojos—. Con semejantes respuestas se le baja la moral a un ejército entero, ni qué decir de unos pobres choferes… Señores, yo regresaría con gusto ahora mismo, pero la fiera del jefe no me deja… Ustedes, ¿al menos entienden con qué objetivo avanzamos? ¡Son voluntarios, nadie los obligó!

—Escuche, Katzman… —Quejada intentó interrumpirlo—. ¡Vamos a hablar de los problemas!

Izya ni se molestó en mirarlo.

—¿Sabía que sería difícil, Ellizauer? Lo sabía. ¿Sabía que no íbamos a comprar caramelos? Lo sabía. ¿Sabía que la Ciudad necesita esta expedición? Lo sabía, usted es una persona preparada, un ingeniero… ¿Conocía la orden de seguir adelante mientras hubiera combustible y agua? ¡La conocía perfectamente, Ellizauer!

—¡Pero yo no tengo nada que objetar! —dijo Ellizauer presuroso, algo asustado ahora—. Solamente les estoy explicando que mis aclaraciones… o sea, que no tengo nada claro lo que debo responderles, porque a mí me preguntan constantemente…

—¡Deje de irse por la tangente, Ellizauer! —dijo Izya, con decisión—. Todo está absolutamente claro: tienen miedo de seguir adelante, sabotean moralmente la expedición, han conseguido asustar a sus subordinados, y ahora vienen aquí a quejarse… Y, por cierto, ustedes ni siquiera tienen que caminar, todo el tiempo viajan en algún transporte.

«Así, Izya, así, amigo —pensó Andrei, enternecido—. ¡Destroza a esa carroña, destrózala! Ya debe de haberse cagado, ahora pedirá permiso para ir al retrete…»

—Y, en general, no entiendo las razones de este pánico —siguió diciendo Izya, de modo terminante—. ¿La geología no reafirma sus hipótesis? Pues a la mierda con la geología, nos las arreglaremos sin ella. Y también sin la cosmografía. ¿Acaso no entienden que nuestra tarea principal es la exploración, la recopilación de información? Yo declaro que la expedición, al día de hoy, ha hecho un gran trabajo, y aún puede hacer mucho más. ¿Que se ha roto un tractor? Nada terrible. Que lo arreglen, en dos días o en diez, no sé, dejemos aquí a los más extenuados, a los enfermos, y sigamos adelante, poco a poco, en el segundo tractor. Si encontramos agua, nos detenemos y esperamos a los retrasados. Todo es muy sencillo, no hay nada de particular…

—Sí, por supuesto, todo es muy sencillo, Katzman —dijo Quejada, bilioso—. ¿Y no quema un disparo por la espalda? ¿O en la frente? Está demasiado inmerso en sus archivos, no percibe lo que ocurre en torno suyo… Los soldados no seguirán adelante. Eso lo sé, los he oído ponerse de acuerdo.

De repente, Ellizauer se puso de pie detrás de él, y mascullando unas excusas incomprensibles, se agarró el vientre y salió corriendo de la habitación.

«Rata —pensó Andrei con maligna alegría—. Cobarde canalla. Cagón.»

—De mis geólogos, solo puedo confiar en una persona —prosiguió Quejada, haciendo como si no se diera cuenta—. No es posible confiar en los soldados ni en ninguno de los choferes. Por supuesto, ustedes pueden fusilar a uno o dos para dar una lección, quizá eso ayude. No lo sé. Lo dudo. Y no estoy seguro de que tengan el derecho moral para actuar de esa manera. No quieren seguir porque se sienten engañados. Porque no han sacado nada en claro de esa expedición y ahora ya han perdido las esperanzas de recibir algo. Esa maravillosa leyenda, que con tanta imaginación ha inventado el señor Katzman, la leyenda del Palacio de Cristal, ha perdido su efecto. Las que predominan son otras leyendas, sépalo usted, Katzman.

—¿Qué diablos dice? —saltó Izya, tartamudeando de indignación—. ¡No he inventado nada!

—Está bien, ahora eso no tiene la menor importancia. —Quejada se desentendió de él con un gesto que parecía hasta bondadoso—. Ahora ya queda claro que no habrá ningún palacio, así que no hay nada de qué hablar… Ustedes saben muy bien, señores, que las tres cuartas partes de esos voluntarios vinieron a esta expedición en busca de botín y solo por el botín. ¿Qué han conseguido en lugar de ese botín? Diarrea con sangre y una subnormal piojosa para divertirse por las noches. Pero el problema no es ni siquiera ese. No solo están desilusionados, también están asustados. Démosle las gracias al señor Katzman. Démosle las gracias al señor Pak, al que con tanta gentileza lo invitamos a nuestra mesa y le dimos un puesto en la expedición. A los esfuerzos de estos señores debemos la mayor parte de nuestros conocimientos sobre lo que nos espera si seguimos adelante. La gente tiene miedo del decimotercer día. La gente teme a los lobos parlantes. No teníamos suficiente con los lobos tiburones, ¡ahora nos prometen lobos parlantes! La gente teme a los ferrocéfalos… Combinado con todo lo que ya han visto, todos esos mudos con las lenguas cortadas, los campos de concentración abandonados, los cretinos asilvestrados que rinden culto a los manantiales, y los cretinos armados hasta los dientes que disparan por cualquier motivo… Combinado con todo lo que han visto hoy, en estas colinas, esos huesos en las barricadas dentro de las casas… ¡Es una combinación encantadora, imponente! Y si hasta ayer los soldados temían al sargento Fogel por encima de todas las cosas, hoy Fogel les da lo mismo, tienen algo peor a lo que temer… —Quejada calló finalmente, tomó aliento y se secó el sudor que le cubría el rostro abotagado.

—Tengo la impresión —dijo el coronel, levantando una ceja con ironía—, de que usted mismo tiene bastante miedo, señor Quejada. ¿Me equivoco?

—No se preocupe por mí, coronel —gruñó Quejada, mirándolo de reojo—. Si algo temo es recibir una bala por la espalda. Sin comerlo ni beberlo. Que personas a las que, por cierto, entiendo perfectamente, me maten.

—¿Es eso? —apuntó el coronel—. Qué se le va a hacer… No voy a emitir un juicio sobre la importancia de esta expedición y tampoco voy a indicarle a la jefatura de la expedición cómo debe actuar. Mi tarea consiste en cumplir las órdenes. Sin embargo, considero indispensable decir que todas esas consideraciones relativas a motines e insubordinaciones me parecen puras habladurías sin sentido. ¡Déjeme ocuparme de mis soldados, señor Quejada! Si lo desea, ponga bajo mi mando a esos geólogos en los que no confía. Me ocuparé de ellos… Debo llamar su atención, consejero —se volvió hacia Andrei y siguió hablando, con la misma cortesía letal—, que hoy aquí han hablado demasiado sobre los soldados precisamente aquellas personas que no tienen ningún vínculo oficial con ellos.

—Sobre los soldados han hablado personas —lo interrumpió Quejada—, que trabajan, comen y duermen todos los días junto con ellos.

En el silencio que siguió se oyó un ligero chirrido proveniente del butacón de piel: el coronel se sentó, muy derecho. Se mantuvo callado un rato. La puerta se abrió lentamente y Ellizauer regresó a su lugar con una expresión de confusión y culpa, haciendo una leve reverencia sobre la marcha.

«Sigue —pensó Andrei, mirando fijamente al coronel—. ¡Sigue dándole! ¡Córtale los bigotes! ¡Rómpele la cara!»

—Debo también pedirle —prosiguió, finalmente, el coronel— que preste su atención, consejero, al hecho de que en una parte de la plana mayor se ha detectado hoy una clara simpatía, y más aún, complicidad, con estados de ánimo totalmente comprensibles y habituales, pero totalmente indeseables, de los niveles inferiores del ejército. Como oficial superior, declaro lo siguiente: si la simpatía y la complicidad antes mencionadas adquieren algún tipo de manifestación práctica, actuaré contra los cómplices y simpatizantes como está estipulado en condiciones de campaña. En lo restante, señor consejero, tengo el honor de asegurarle que el ejército sigue dispuesto a cumplir todas sus órdenes.

Andrei suspiró muy quedamente y miró satisfecho a Quejada que, con una sonrisa torcida, encendía un cigarrillo con la colilla del anterior. Ellizauer ni se veía.

—¿Y cómo se actúa contra los cómplices y simpatizantes en condiciones de campaña? —preguntó con enorme curiosidad Izya, que también se veía muy satisfecho.

—Se los lleva a la horca —fue la seca respuesta del coronel.

De nuevo se hizo el silencio.

«Así son las cosas —pensó Andrei—. Espero que todo le haya quedado claro, señor Quejada. ¿O aún tendrá alguna pregunta? No, claro que ya no tiene ninguna pregunta, qué va. ¡El ejército! El ejército lo decide todo, amiguitos. Pero, sea como sea, no entiendo nada. ¿Por qué está tan seguro? ¿No se tratará solo de una máscara, coronel? Yo también tengo aspecto de estar bastante seguro. En todo caso, ese debe ser mi aspecto. Obligatoriamente.»

Miró al coronel de reojo. Seguía sentado, muy erguido, con la pipa apagada entre los dientes. Y estaba muy pálido. Quizá fuera solo a causa de la ira.

«Todo se va al diablo, al diablo —pensó Andrei con pánico—. ¡Un largo receso! ¡Enseguida! Y que Katzman me consiga agua. Mucha agua. Para el coronel. Solo para el coronel. Y desde esta misma noche, ¡doble ración de agua para el coronel!»

Ellizauer, todo torcido, asomó detrás del grueso hombro de Quejada.

—Perdóneme… Tengo necesidad… —masculló, lastimero—. De nuevo…

—Siéntese —le dijo Andrei—. Ahora terminamos. —Se reclinó en el butacón y se agarró de los brazos—. La orden para el día de mañana: haremos una parada prolongada. Ellizauer, todas las fuerzas se destinarán a la reparación del tractor. Le doy un plazo de tres días, cumpla con el trabajo en ese plazo. Quejada, mañana, ocúpese todo el día de los enfermos. Pasado mañana, dispóngase a tomar parte conmigo en una exploración en profundidad, Katzman, usted viene con nosotros… ¡Agua! —Golpeó la mesa con un dedo—. ¡Necesito agua, Katzman! ¡Señor coronel! Le ordeno que mañana descanse. Pasado mañana tomará el mando del campamento. Es todo, señores. Están libres.

DOS

Iluminando el camino con la linterna. Andrei subió con prisa al piso siguiente, el quinto al parecer. «Demonios, no llego…» Se detuvo, todo en tensión, esperando a que se le pasara el dolor agudo. En el vientre, algo se revolvió con un gruñido, y de repente se sintió mejor. Los muy puñeteros, todos los pisos estaban llenos de cagadas, no había dónde poner el pie. Llegó hasta el descansillo y empujó la primera puerta que encontró, que se abrió con un chirrido. Andrei entró y olfateó. Al parecer no había nada… Iluminó con la linterna. Sobre el parqué reseco, junto a la puerta, había huesos blanquecinos entre harapos, una calavera rodeada por mechones de cabellos mostraba los dientes. Estaba claro: echaron un vistazo, pero se asustaron… Moviendo los pies con dificultad. Andrei siguió por el pasillo casi a la carrera.

«Un salón… Diablos, algo parecido a un dormitorio… ¿Dónde estará el retrete? Ah, ahí…»

Después, ya más tranquilo a pesar de que el dolor de vientre no había desaparecido del todo, cubierto totalmente de un sudor frío y pegajoso, se abotonó los pantalones en la oscuridad y volvió a sacar la linterna del bolsillo. El Mudo seguía allí, con el hombro recostado en un armario de una altura infinita, con las manos blancas metidas bajo el ancho cinturón.

—¿De centinela? —le preguntó Andrei, distraído y bonachón—. Bien, vigila para que no aparezca nadie y me reviente la cabeza, ¿qué ibas a hacer entonces?

Se descubrió pensando que había adquirido la costumbre de conversar con aquel extraño hombre como si se tratara de un perro enorme, y la idea le produjo incomodidad. Amistoso, palmeó el hombro frío y desnudo del Mudo y siguió recorriendo el piso sin prisa, alumbrando con la linterna a izquierda y derecha. Detrás, sin acercarse ni alejarse, se oían los pasos suaves del Mudo.

Aquel piso era todavía más lujoso. Multitud de habitaciones llenas de pesados muebles antiguos, enormes lámparas de techo, gigantescos cuadros ennegrecidos en marcos como los de un museo. Pero casi todos los muebles estaban rotos: les habían arrancado los brazos a los sillones, las sillas yacían sin patas ni respaldos, las puertas de los armarios estaban arrancadas.

«Habrán cogido los muebles para la calefacción —pensó Andrei—. ¿Con semejante calor? Qué raro…»

En general, la casa era un poco extraña, no resultaba difícil entender a los soldados. Algunos pisos estaban abiertos de par en par, totalmente vacíos, no quedaba nada que no fueran paredes desnudas. Otros pisos estaban cerrados por dentro, a veces con los muebles formando barricadas, y si se lograba forzar la entrada, allí había huesos humanos por el suelo. Lo mismo ocurría en otros edificios cercanos, y se podía suponer que encontrarían lo mismo en los demás edificios de aquella manzana.

Aquello no guardaba la menor relación con nada conocido y ni siquiera Izya Katzman había logrado aventurar una explicación lógica de la razón que había hecho huir a unos habitantes de aquellos edificios, llevándose consigo todo lo que fueron capaces de cargar, libros incluso, mientras que otros se habían atrincherado en sus viviendas para morir allí, al parecer de hambre y sed. O quizá de frío: en algunos pisos habían encontrado lastimeras imitaciones de estufas, en otros habían encendido fuego directamente sobre el suelo o sobre planchas de hierro oxidado, seguramente arrancadas de las azoteas.

—¿Entiendes qué ha ocurrido aquí? —le preguntó Andrei al Mudo.

El hombre negó lentamente con la cabeza.

—¿Habías estado aquí alguna vez?

El Mudo asintió.

—Entonces, ¿vivía gente aquí?

No, fue el gesto del Mudo.

—Entendido… —masculló Andrei, intentando descifrar el contenido de un cuadro ennegrecido. Al parecer, era algo así como un retrato. Una mujer…

—¿Es un lugar peligroso? —preguntó.

El Mudo lo miró con ojos que se habían quedado inmóviles.

—¿Entiendes la pregunta?

Sí.

—¿Puedes responder?

No.

—Bueno, gracias de todos modos —dijo Andrei, pensativo—. Entonces, puede que no sea nada. Está bien, volvamos a casa.

Volvieron al segundo piso. El Mudo permaneció en su rincón y Andrei fue a su habitación. El coreano Pak lo estaba esperando y conversaba con Izya. Al ver a Andrei, calló y se levantó a su encuentro.

—Siéntese, señor Pak —dijo Andrei y él mismo tomó asiento.

Tras una vacilación momentánea. Pak se dejó caer con cuidado en una silla y descansó las manos sobre las rodillas. Su rostro amarillento estaba tranquilo, sus ojos soñolientos y húmedos brillaban a través de las ranuras de sus párpados hinchados. Siempre le había caído bien a Andrei, tenía algo indefinible que lo hacía parecerse a Kaneko, o quizá fuera solo porque siempre estaba arreglado, dispuesto, era amistoso con todos pero sin tomarse ninguna confianza, hombre de pocas palabras pero cortés y educado, siempre independiente, siempre se mantenía a cierta distancia… O quizá fuera porque precisamente había sido Pak quien pusiera fin a aquella absurda escaramuza en el kilómetro trescientos cuarenta: en lo más nutrido del tiroteo, salió de las ruinas, levantó una mano abierta y, sin prisa, echó a andar hacia los disparos…

—¿Lo han despertado, señor Pak? —preguntó Andrei.

—No, señor consejero. No me he acostado todavía.

—¿Le duele el estómago?

—No más que a los demás.

—Pero, seguramente, no menos… —apuntó Andrei—. ¿Y los pies, qué tal?

—Mejor que los demás.

—Muy bien —dijo Andrei—. ¿Y cómo se siente en general? ¿Está muy cansado?

—Estoy bien, gracias, señor consejero.

—Muy bien —repitió—. La razón por la que lo molesto, señor Pak, es la siguiente: mañana tendremos una parada larga. Pero pasado mañana tengo la intención de llevar a cabo un pequeño reconocimiento con un grupo especial de personas. Avanzar unos cincuenta o setenta kilómetros. Tenemos que hallar agua, señor Pak. Seguramente nos desplazaremos sin impedimenta, pero rápido.

—Lo entiendo, señor consejero —dijo Pak—. Pido autorización para unirme al grupo.

—Muchas gracias. Aunque no era eso lo que quería pedirle. Saldremos pasado mañana, a las seis de la mañana. Recibirá agua y raciones con el sargento. ¿De acuerdo? Pero lo que me preocupa… ¿Qué cree, seremos capaces de hallar agua aquí?

—Creo que sí —dijo Pak—. He oído algo sobre esta región. En algún lugar de aquí hay un manantial. Según los rumores, en alguna época fue un manantial muy potente. Seguro que ahora tiene menos caudal. Pero es posible que baste para nuestro destacamento. Hay que buscarlo.

—¿Y sería posible que se hubiera secado del todo?

—Es posible, pero muy poco probable —dijo Pak con un gesto de negación—. Nunca he oído que un manantial se seque completamente. El caudal de agua puede disminuir, de forma considerable incluso, pero al parecer los manantiales no se secan del todo.

—Hasta ahora no he encontrado nada de utilidad en los documentos —dijo Izya—. El suministro de agua a la ciudad venía del acueducto, pero este acueducto ahora está seco como… no sé como qué.

Pak no dijo nada al respecto.

—¿Y qué ha oído usted sobre esta región? —le preguntó Andrei.

—Diversas cosas, más o menos terribles —dijo Pak—. Algunas son pura invención. Pero las otras… —Se encogió de hombros.

—¿Por ejemplo? —preguntó, apacible.

—Pues todo lo que le he contado antes, señor consejero. Por ejemplo, según los rumores, no muy lejos de aquí se encuentra la Ciudad de los Ferrocéfalos. Sin embargo, no he logrado entender quiénes son esos ferrocéfalos. Además, la Catarata de Sangre, aunque creo que está muy lejos. Seguramente se trata de un torrente que arrastra un mineral de color rojo. En cualquier caso, allí habrá agua suficiente. Hay leyendas sobre animales parlantes, pero eso está en el límite de lo posible. Y creo que no tiene sentido hablar de lo que está más allá de ese límite… Bueno, el Experimento es el Experimento.

—Seguramente estará harto de estos interrogatorios —dijo Andrei, sonriendo—. Me imagino lo aburrido que estará de repetirles lo mismo a todos por vigésima vez. Pero, por favor, perdónenos, señor Pak. Usted es el que más sabe de todos nosotros.

—Por desgracia, lo que sé es muy poco —dijo con sequedad Pak, volviendo a encogerse de hombros—. La mayor parte de los rumores no se han podido contrastar. Y, por el contrario, vemos muchas cosas que nunca antes oí mentar. Y, con respecto a los interrogatorios, señor consejero, ¿no le parece a usted que la tropa está demasiado bien informada en lo que de rumores se trata? Yo respondo personalmente a las preguntas solo cuando converso con alguien de la plana mayor. Considero incorrecto, señor consejero, que los soldados y otros trabajadores de filas estén al tanto de todos esos rumores. Es dañino para la moral.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo Andrei, tratando de no apartar la vista—. Y, en todo caso, yo preferiría que hubiera más rumores sobre ríos de leche y miel con orillas de merengue.

—Sí —asintió Pak—. Por eso, cuando los soldados me preguntan, intento eludir los temas desagradables y siempre insisto en la leyenda del Palacio de Cristal… Es verdad que, en los últimos tiempos, ya no quieren oír hablar de eso. Todos tienen mucho miedo y quieren volver a casa.

—¿Y usted también? —preguntó Andrei, compasivo.

—Yo no tengo casa —respondió Pak con tranquilidad. Su rostro era impenetrable y sus ojos casi se cerraban de sueño.

—Ajá… —Los dedos de Andrei tamborilearon sobre la mesa—. Pues, nada, señor Pak. De nuevo le doy las gracias. Le ruego que descanse. Buenas noches. —Siguió con la mirada la espalda del hombre, enfundada en un traje de sarga descolorida, esperó a que se cerrara la puerta y se volvió hacia Izya—. De todos modos, quisiera saber con qué fin se unió a nosotros.

—¿Cómo que con qué fin? —se inquietó Izya—. Ellos no podían organizar la exploración y por eso se inscribieron contigo como voluntarios.

—¿Y con qué objetivo necesitaban esa exploración?

—Pues, querido mío, no a todos les gusta el reino de Geiger de la misma manera que a ti. Antes, no querían vivir bajo el mandato del señor alcalde, ¿eso no te asombra? Y ahora, no quieren vivir bajo el poder del presidente. Quieren vivir por su cuenta, ¿entiendes?

—Entiendo —dijo Andrei—. Pero, en mi opinión, nadie pretende impedirles que vivan por su cuenta.

—Sí, en tu opinión —replicó Izya—. Pero tú no eres el presidente.

Andrei metió la mano en la caja metálica, sacó una cantimplora con alcohol y comenzó a desenroscar la tapa.

—¿Acaso crees que Geiger tolerará la existencia de una fuerte colonia armada hasta los dientes junto a la Ciudad? Doscientos hombres veteranos, con gran experiencia de combate, solo a trescientos kilómetros de la Casa de Vidrio… Claro que no lo tolerará. Eso significa que tendrán que marcharse más lejos, al norte. ¿Y adónde?

Andrei salpicó un poco de alcohol en las manos y las frotó con todas sus fuerzas.

—Estoy harto de tanta suciedad —masculló, con asco—. No te lo puedes imaginar.

—Sí, la suciedad… —dijo Izya, distraído—. No es nada agradable. Dime, ¿por qué molestas constantemente a Pak? ¿Qué pecado ha cometido? Lo conozco desde hace mucho tiempo, casi desde el primer día. Es un hombre muy culto, muy honrado. ¿Por qué te metes con él? La única manera de explicar esos infinitos interrogatorios de jesuita es a causa de tu odio zoológico contra los intelectuales. Si tienes la urgente necesidad de saber quién difunde los rumores, pregúntale a tus informantes, que Pak no tiene nada que ver…

—No tengo informantes —replicó Andrei con frialdad. Ambos callaron.

—¿Ponemos las cartas sobre la mesa? —dijo al rato, para su sorpresa.

—¿De veras? —replicó Izya, ansioso.

—Pues te diré qué pasa, querido amigo. En los últimos tiempos tengo la impresión de que alguien intenta poner fin a nuestra expedición. Ponerle fin definitivamente, ¿entiendes? No se trata de que nos demos la vuelta y regresemos a casa, sino de liquidarnos. Aniquilarnos. Hacernos desaparecer sin dejar huella, ¿entiendes?

—¡Qué dices, hermano! —exclamó Izya, y sus dedos se hundieron en la barba, buscando la verruga.

—¡Sí, sí! Y me paso todo el tiempo intentando averiguar quién se beneficiaría de eso. Resulta que el único que se beneficia es tu Pak. ¡Calla! ¡Déjame hablar! Si desaparecemos sin dejar huella, Geiger no se enterará de nada, ni siquiera de la existencia de la colonia… Y no se decidirá a organizar una segunda expedición en mucho tiempo. Entonces, ellos no tendrán que irse al norte, ni abandonar la zona que habitan. Esas son mis deducciones.

—Creo que te has vuelto loco —dijo Izya—. ¿De dónde has sacado esa impresión? Si se trata de que nos demos la vuelta y regresemos, no necesitas tener ninguna impresión. Todos quieren regresar. Pero ¿de dónde sacas eso de que quieren eliminarnos?

—¡No lo sé! —dijo Andrei—. Te digo que se trata de una impresión que tengo. —Calló un instante—. En todo caso, creo que mi decisión de llevarme a Pak pasado mañana es correcta. Si yo no estoy, no tiene nada que hacer en el campamento.

—¿Y qué tiene que ver él en todo esto? —gritó Izya—. ¡Pon a trabajar esa cabeza tonta! Digamos que nos aniquilan, ¿y qué más? ¿Ochocientos kilómetros a pie? ¿Por un sitio sin agua?

—¡Y qué sé yo! —replicó Andrei, molesto—. Quizá sepa conducir un tractor.

—También puedes sospechar de la Lagarta —sugirió Izya—. Como en ese cuento… Sí, el cuento del zar Dodón… La reina de Shemaján.

—Humm, sí, la Lagarta… —repitió Andrei, pensativo—. Otra que bien baila. Y el Mudo ese… ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Por qué me sigue a todas partes como un perro? Hasta cuando voy al retrete… Por cierto, no sé si sabes que él ya ha estado en este sitio.

—¡Has hecho un gran descubrimiento! —dijo Izya, con menosprecio—. De eso me di cuenta hace tiempo. Esos sin lengua vienen del norte.

—¿Es posible que les hayan cortado la lengua aquí? —dijo Andrei, bajando la voz.

—Oye, bebamos un trago —dijo Izya mirándolo.

—No hay con qué diluirlo.

—Entonces, ¿quieres que te traiga a la Lagarta?

—Vete a la mierda… —Andrei se levantó con la frente llena de arrugas y moviendo el pie lastimado dentro del zapato—. Bien, voy a ver cómo andan las cosas. —Se dio una palmada en la funda vacía—. ¿Tienes pistola?

—Sí, la tengo en alguna parte. ¿Por qué?

—Por nada. Me voy.

Mientras salía al pasillo, sacó la linterna del bolsillo. El Mudo se levantó a su encuentro. A la derecha, hacia el fondo del piso, a través de una puerta entreabierta, le llegó el sonido de una conversación. Andrei se detuvo un instante.

—¡En El Cairo, Dagan, en El Cairo! —decía el coronel con insistencia—. Ahora veo que lo ha olvidado todo, Dagan. El vigésimo primer regimiento de tiradores de Yorkshire, comandado en aquel entonces por el viejo Bill, el quinto barón de Stratford.

—Le pido mil perdones, señor coronel —objetaba Dagan con respeto—. Podemos acudir a los diarios del señor coronel.

—¡No necesito ningún diario, Dagan! Ocúpese de su pistola. Además, me ofreció leerme algo antes de dormir.

Andrei salió al descansillo de la escalera y chocó con Ellizauer como quien choca con un poste telegráfico. El hombre fumaba, encorvado, con el trasero recostado en los pasamanos metálicos.

—¿El último antes de dormir? —preguntó Andrei.

—Exactamente, señor consejero. Enseguida me voy a dormir.

—Vaya, vaya —le dijo Andrei, siguiendo de largo—. Cómo se dice: más se duerme, menos se peca.

Ellizauer soltó una risita respetuosa.

«Qué tío más alto —pensó Andrei—. Si en tres días no logras terminar la reparación, yo mismo te unciré al remolque.»

Los expedicionarios de grado inferior ocupaban el piso de abajo (aunque subían a los de arriba para hacer sus necesidades). Allí no se oía ninguna conversación: al parecer todos, o casi todos, dormían ya. A través de las puertas de los pisos, abiertas de par en par para que hubiera corriente de aire, se escuchaban ronquidos, chasquidos, balbuceos y toses de fumadores.

Andrei metió la cabeza primero en el piso de la izquierda. Allí dormían los soldados. Salía luz de un pequeño cubículo sin ventanas. El sargento Fogel, en calzoncillos y con la gorra echada hacia atrás, estaba sentado delante de una mesita, rellenando un formulario. Según las reglas militares, la puerta del cubículo estaba abierta de par en par, de manera que nadie pudiera entrar o salir sin ser notado. Al oír los pasos, el sargento levantó rápidamente la cabeza y miró con atención, cubriendo con la mano la luz de la lámpara para que no le diera en el rostro.

—Soy yo, Fogel —dijo Andrei en voz baja, y entró.

Al instante, el sargento le trajo una silla. Andrei se sentó a horcajadas y miró a su alrededor. Con los militares, todo estaba en orden. Allí estaban los tres bidones con el agua potable. Las cajas de latas de conservas y las galletas para el desayuno del día siguiente también estaban allí. Y la caja con el tabaco. La pistola del sargento, limpia y brillante, reposaba sobre la mesa. En el cubículo el aire era pesado, masculino, de campaña. Andrei se agarró al respaldo de la silla.

—¿Qué hay mañana para el desayuno, sargento? —preguntó.

—Lo de siempre, señor consejero —respondió Fogel con asombro.

—Trate de inventar algo nuevo, que no sea lo de siempre —dijo Andrei—. No sé, digamos que gachas de arroz con azúcar… ¿Quedan frutas en conserva?

—Sí, podría ser gachas de arroz con ciruelas pasas —propuso el sargento.

—Que sea con ciruelas pasas… Por la mañana, deles doble ración de agua. Y media tableta de chocolate… ¿Aún tenemos chocolate?

—Queda un poquito —dijo el sargento, no muy satisfecho.

—Pues deles un poco… Los cigarrillos, ¿qué, es la última caja?

—Exactamente.

—Pues no podemos hacer nada. Mañana, como siempre, y a partir de pasado mañana, reduzca la cuota… Ah, se me olvidaba. Desde hoy, y hasta nuevo aviso, doble ración de agua para el coronel.

—Quisiera informarle… —comenzó el sargento.

—Lo sé —lo interrumpió Andrei—. Diga que es por orden mía.

—A la orden… Como mande el señor consejero. ¡Anástasis! ¿Adónde vas?

Andrei se volvió. En el pasillo, balanceándose sobre unas piernas vacilantes y con la mano apoyada en la pared, estaba un soldado medio dormido, en calzoncillos y con botas.

—Perdone, señor sargento… —balbuceó. Era obvio que no se daba cuenta de nada. Al instante, pegó las manos a los lados de las piernas—. ¡Permiso para ir al retrete, señor sargento!

—¿Le hace falta papel?

—De ninguna manera. —El soldado hizo un sonido con los labios y arrugó la cara—. Tengo… —Mostró una hoja arrugada que llevaba en la mano, seguramente de los archivos de Izya—. Permiso para retirarme.

—Vaya… Le pido mil perdones, señor consejero. Se pasan toda la noche yendo al retrete. Y a veces no llegan, se lo hacen encima. Antes, al menos el permanganato ayudaba un poco, pero ahora no hay nada que sirva… ¿Quiere el señor consejero revisar los puestos de guardia?

—No —dijo Andrei, poniéndose de pie.

—¿Debo acompañarlo?

—No. Quédese aquí.

Andrei salió nuevamente al vestíbulo. Allí también había mucho calor, pero apestaba menos. Sin hacer el menor ruido, el Mudo apareció a su lado. Se oía al soldado Anástasis un piso más arriba, tropezando y mascullando algo entre dientes.

«No va a llegar al retrete, se lo hará en el suelo», comprendió Andrei con asco.

—Pues, nada —se dirigió al Mudo, hablando a media voz—. Veamos cómo viven los civiles.

Atravesó el vestíbulo y empujó la puerta del piso de enfrente. Allí también el aire olía a ejército en campaña, pero no existía el orden militar. La llamita de la lámpara del pasillo apenas iluminaba los instrumentos, tirados de cualquier manera en sus fundas de loneta, entremezclados con armas, mochilas sucias medio abiertas, tazas y platos de campaña abandonados junto a la ventana, Andrei tomó la lámpara, entró en la habitación más cercana y enseguida pisó un zapato.

Allí dormían los choferes, desnudos, sudados, desmadejados sobre una lona arrugada. Ni siquiera habían puesto sábanas. Aunque con toda seguridad las sábanas estarían más sucias que cualquier lona. De repente, uno de los choferes se movió, se sentó con los ojos cerrados y se rascó los hombros con furia.

—Vamos de cacería y no al baño… —balbuceó—. De cacería, ¿te das cuenta? El agua es amarilla. Bajo la nieve, amarilla, ¿entiendes? —Aún no había terminado de hablar cuando su cuerpo quedó fláccido y cayó de costado sobre la lona.

Andrei se cercioró de que los cuatro estaban allí, y siguió a la habitación de al lado. Ahí vivía la intelectualidad. Dormían en catres cubiertos con sábanas grises, sus sueños también eran inquietos, acompañados de ronquidos, gemidos y chirridos de dientes. Dos cartógrafos en una habitación, dos geólogos en la de al lado. En la habitación de los geólogos, Andrei detectó un olor dulzón, desconocido, y en ese momento recordó que corría un rumor según el cual los geólogos fumaban hachís. Dos días antes, el sargento Fogel le había quitado un cigarrillo de marihuana al soldado Tevosian, le había dado un bofetón y lo amenazó con dejarlo para siempre en el grupo de vanguardia. Y aunque el coronel reaccionó con humor ante aquel caso, a Andrei aquello no le gustó nada.

El resto de las habitaciones de aquel piso inmenso estaban vacías. Solo en la cocina, envuelta hasta la cabeza en unos trapos, dormía la Lagarta; aquella noche la habían dejado extenuada con toda seguridad. De aquellos trapos sobresalían unas piernas escuálidas y desnudas, llenas de manchas y arañazos.

«Otra desgracia que ha caído sobre nosotros —pensó Andrei—. La reina de Shemaján. Zorra asquerosa, que se la lleve el diablo. Puta guarra…» ¿De dónde había salido? ¿Quién era? Balbuceaba confusamente en un idioma incomprensible… ¿Cómo era posible la existencia de un idioma incomprensible en la Ciudad? ¿Por qué razón? Izya la oyó y se quedó asombrado… Lagarta. Fue Izya quien le puso ese nombre. Dio en el blanco, era muy parecida. Lagarta.

Andrei regresó a la habitación de los choferes, levantó la lámpara por encima de su cabeza y, volviéndose hacia el Mudo, le señaló a Permiak. El Mudo se deslizó en silencio entre los que dormían, se inclinó sobre Permiak y lo levantó, poniendo las palmas de las manos sobre sus orejas. Después se irguió. Permiak estaba allí sentado, apoyándose en el suelo con una mano, mientras con la otra se secaba de los labios la saliva que se le había escapado mientras dormía.

Cruzaron las miradas y Andrei señaló con la cabeza hacia el pasillo. Permiak se puso de pie enseguida, con agilidad y sin hacer ruido. Fueron a una habitación libre al final del piso. El Mudo cerró bien la puerta y recostó la espalda en ella. Andrei buscó dónde sentarse. La habitación estaba vacía y se sentó directamente en el suelo. Permiak se agachó frente a él. A la luz de la lámpara, el rostro del hombre, picado de viruelas, parecía sucio, sobre la frente le caía un mechón de cabellos enredados y a través de ellos se veía un tatuaje primitivo: esclavo de Jruschov.

—¿Tienes sed? —preguntó Andrei, a media voz.

Permiak asintió. En su rostro apareció una familiar sonrisita lujuriosa. Andrei sacó del bolsillo trasero una cantimplora plana que contenía un poco de agua y se la tendió. Lo miró beber, a tragos cortos, avaros, respirando ruidosamente por la nariz, subiendo y bajando la peluda nuez. Enseguida la piel se le cubrió de gotitas de sudor.

—Está tibia… —dijo Permiak con voz ronca, mientras devolvía la cantimplora, ya vacía—. Ah, si estuviera fría, como la del grifo, que delicia.

—¿Qué le pasa al motor? —preguntó Andrei, guardándose la cantimplora en el bolsillo.

—Una mierda ese motor. —Permiak, con los dedos muy separados, se quitó el sudor de la cara—. Lo hicieron en nuestro taller quién sabe cómo, no alcanzaba el tiempo. Es un milagro que haya aguantado hasta el día de hoy.

—¿Se puede reparar?

—Sí, se puede. Costará dos o tres días, pero echará a andar. Aunque no por mucho tiempo. Avanzaremos unos doscientos kilómetros, y se quemará de nuevo. Una mierda ese motor.

—Está claro —dijo Andrei—. ¿Y no has visto al coreano Pak conversando con los soldados?

Con un gesto de aburrimiento, Permiak se desentendió de la pregunta.

—Hoy —dijo a Andrei al oído pegándose mucho a él—, en la parada para comer, los soldados acordaron no seguir adelante.

—Eso ya lo sé —dijo Andrei, apretando los dientes de rabia—. Dime quién es el cabecilla.

—No he podido descubrirlo, jefe —respondió Permiak en un susurro sibilino—. El más charlatán es Tevosian, pero solo es un hablador, y además, en los últimos días está colgado desde temprano.

—¿Qué?

—Está colgado… Quiero decir, fuma y vuela alto… Nadie le presta atención. Pero no logro descubrir quién es el verdadero cabecilla.

—¿Chñoupek?

—Vaya usted a saber. Quizá sea él. Lo respetan… Parece que los choferes están de acuerdo, quiero decir, en eso de no seguir adelante. El señor Ellizauer no sirve para nada, siempre se está riendo como un cretino, trata de quedar bien con todos, se ve que tiene miedo. Y yo. ¿qué puedo hacer? Me limito a azuzarlos, a decirles que no se puede confiar en los soldados, que odian a los choferes. Nosotros llevamos los vehículos, ellos van a pie. Ellos tienen sus raciones, y nosotros comemos con los científicos. ¿Por qué les íbamos a ser simpáticos? Antes eso funcionaba, pero ahora parece que no. ¿Qué es lo más importante? Pasado mañana es el decimotercer día…

—¿Y qué hay de los científicos? —lo interrumpió Andrei.

—No sé nada de nada. Sueltan unos tacos horribles, pero no puedo entender de qué parte están. Todos los días se pelean con los soldados a causa de la Lagarta… ¿Y sabe qué dijo el señor Quejada? Que el coronel no durará mucho.

—¿A quién se lo dijo?

—Creo que se lo dice a todo el mundo. Yo mismo oí cómo hablaba con sus geólogos, les aconsejaba que anduvieran siempre armados. Por si eso ocurría. ¿No tendrá un cigarrillo, Andrei Mijailovich?

—No. ¿Y qué me dice del sargento?

—No hay manera de entrarle. Intentas subírtele encima, y te hace bajar enseguida. Es una piedra. Será el primero que maten. Lo odian.

—Está bien —dijo Andrei—. De todos modos, ¿qué hay del coreano? ¿Agita a los soldados o no?

—Nunca lo he visto hacerlo. Siempre anda solo. Pero si quiere, puedo vigilarlo especialmente, pero creo que no vale la pena.

—Esto es lo que hay: mañana comienza una parada larga. En general, no hay nada que hacer. Solo lo del tractor. Y los soldados descansarán y se pondrán a hablar. Tu misión, Permiak, es decirme quién es el cabecilla entre ellos. Es lo primero que tienes que hacer. Invéntate algo, tú sabes mejor que yo qué hay que hacer. —Se levantó y Permiak lo imitó—. ¿Es verdad que hoy has vomitado?

—Sí, me mareé… Ahora me siento mejor.

—¿Necesitas algo?

—No, mejor no. Si hubiera tabaco…

—Está bien. Reparad el tractor y os daré un premio. Vete.

El Mudo se echó a un lado y Permiak se deslizó fuera de la habitación. Andrei caminó hacia la ventana y se apoyó en el antepecho, esperando los cinco minutos reglamentarios. El farol colgante oscilaba y sus destellos dejaban ver los chasis de los remolques del segundo tractor, y en las ventanas negras del edificio de enfrente brillaban restos de cristales. A la derecha el centinela, invisible en la oscuridad, caminaba de un lado a otro de la calle, haciendo sonar sus botas y silbando quedamente una melodía triste.

«No importa —pensó Andrei—, saldremos de esta. Habrá que descubrir al cabecilla.» De nuevo imaginó cómo el sargento, a una orden suya, hacía formar a los soldados desarmados en una larga fila, y cómo él, Andrei, el jefe de la expedición, con la pistola en la mano, apuntando hacia abajo, caminaba lentamente a lo largo de la fila, examinando detenidamente aquellas caras sin afeitar, cómo se detenía ante el rostro repulsivo y enrojecido de Chñoupek y le pegaba un tiro en el estómago, otro tiro más… Sin juicio. Y eso mismo le pasaría a todo canalla, a todo cobarde, que osara…

«Pero, al parecer, el señor Pak no está absolutamente involucrado en nada —pensó—. Y gracias. Bueno, mañana todavía no pasará nada. En tres días no pasará nada, y ese tiempo es suficiente para poder meditar sobre muchas cosas. Por ejemplo, se podría encontrar un buen manantial unos cien kilómetros más adelante. Al agua seguro que irían galopando, como caballos. Qué calor hace aquí. Solo hemos parado una noche, y ya todo huele a mierda. Y, en general, el tiempo trabaja a favor de los jefes y contra los amotinados. Siempre ha sido así, en todas partes. Hoy se han puesto de acuerdo para no seguir adelante. Mañana se levantarán enfurecidos, y les hemos organizado una parada larga. Entonces no es necesario seguir adelante, muchachos, se han molestado por gusto. Y de repente, le dan a uno gachas con ciruelas pasas, dos tazas de té y chocolate… ¡Ahí lo tiene, señor Chñoupek! Ya te atraparé, solo necesito tiempo… Ay, qué ganas de dormir. Y de tomar un poco de agua. Pero, digamos, señor consejero, olvídate del agua. Duerme, eso es lo que necesitas. Mañana, tan pronto amanezca… Fritz, tírate por un barranco con tus ansias de expansión. Ahí lo tienes, el emperador de la gran mierda…»

—Vamos —le dijo al Mudo.

Sentado tras el escritorio, Izya seguía revisando sus papeles. Había adquirido otro mal hábito: morderse la barba. Agarraba un puñado de pelos, se los metía en la boca y comenzaba a roer. Qué espantapájaros… Andrei caminó hasta el catre y se dedicó a tender la sábana, que se le pegaba a las manos como un mantel de hule.

—Esto es lo que tenemos —dijo Izya de repente, volviéndose hacia él—. Aquí vivían bajo el gobierno de El Más Querido y Sencillo. Fíjate, todo con mayúsculas. Vivían bien, no carecían de nada. Más tarde, el clima comenzó a cambiar, hubo un gran enfriamiento. Y después ocurrió algo y todos perecieron. Encontré un diario. Su dueño se atrincheró en el piso y murió de hambre. Más exactamente, no murió, se colgó, pero lo hizo a causa del hambre, se volvió loco. Todo comenzó cuando aparecieron unos rizos en la calle…

—¿Qué fue lo que apareció? —preguntó Andrei y dejó de quitarse los zapatos.

—Unos rizos. ¡Aparecieron unos rizos, como sobre el agua! Todo el que caía en esos rizos, desaparecía. A veces le daba tiempo de gritar, a veces ni siquiera eso, se disolvía en el aire y eso era todo.

—Qué locura —gruñó Andrei—. ¿Y qué más?

—Todos los que salían de la casa morían en aquellos rizos. Pero los que se asustaron o se dieron cuenta de que aquello pintaba mal, al principio lograron sobrevivir. Los primeros días hablaban entre ellos por teléfono, iban pereciendo lentamente. No había nada de comer, en la calle el frío era glacial, no tenían reservas de leña, la calefacción no funcionaba.

—¿Y qué pasó con los rizos?

—No escribió nada al respecto. Te he dicho que, hacia el final, se volvió loco. La última anotación que hizo fue… —Izya pasó varias hojas de papel—. Aquí la tengo, escucha: «Ya no puedo más. ¿Y para qué? Es hora. Hoy por la mañana. El Más Querido y Sencillo ha pasado por la calle y ha mirado por mi ventana. Sonrió. Es hora». Y eso es todo. Fíjate que su piso está en la quinta planta. El pobre ató la cuerda a la lámpara del techo. Por cierto, todavía cuelga ahí mismo.

—Sí, parece que se volvió totalmente loco —dijo Andrei, metiéndose en la cama—. De hambre, sin duda. Escucha, ¿y no has averiguado nada relativo al agua?

—Por ahora, nada. Supongo que mañana tendremos que ir hasta el final del acueducto. ¿Qué, ya vas a dormir?

—Sí. Y te aconsejo que hagas lo mismo. Apaga la lámpara y piérdete.

—Oye —dijo Izya, implorante—. Yo quería seguir leyendo. Tú tienes una buena lámpara.

—¿Y la tuya, dónde está? Tú tenías una igual.

—Se me rompió accidentalmente. En el remolque. Le puse una caja encima. Sin darme cuenta.

—Cretino —dijo Andrei—. Está bien, coge la lámpara y vete.

Presuroso, Izya recogió sus papeles y apartó la silla.

—¡Sí! —dijo, de repente—. Dagan ha traído tu pistola. Y me ha dado un recado del coronel para ti, pero se me ha olvidado…

—Está bien, dame la pistola. —Andrei la guardó bajo la almohada y se volvió de espaldas a Izya.

—¿Y no quieres que te lea una carta? —dijo Izya, insinuante—. Parece que aquí practicaban algo parecido a la poligamia.

—Lárgate —dijo Andrei, sin levantar la voz.

Izya soltó una risita. Con los ojos cerrados, Andrei lo oía moverse, caminar, hacer crujir el parqué reseco. Después se oyó el chirrido de una puerta, y cuando abrió los ojos, todo estaba oscuro.

«Unos rizos… —pensó—. Qué cosa. Qué mala suerte tienen algunos. Y no podemos hacer nada al respecto. Solo hay que pensar en aquellas cosas que dependen de nosotros… Digamos, en Leningrado no hubo rizos de ningún tipo. Hubo un frío salvaje, horrible, los que se congelaban gritaban en los portales cubiertos de hielo, cada vez con menos fuerza, durante muchas, muchas horas… Uno se quedaba dormido, oyendo cómo alguien gritaba, se despertaba sumido aún en aquel grito desesperado, sin que le pareciera algo horrible, más bien se trataba de algo que daba náuseas, y cuando por la mañana, envuelto en la manta hasta la barbilla, bajaba a buscar agua por las escaleras cubiertas de excrementos congelados, agarrando la mano de su madre que a su vez tiraba del trineo donde habían atado el cubo, el que gritaba yacía abajo, junto al pozo del ascensor, seguramente en el mismo lugar donde cayera la noche anterior, en el mismo sitio, sí, porque no había sido capaz de incorporarse, ni siquiera de arrastrarse, y nadie había salido a prestarle ayuda. Y no hizo falta rizo alguno. Sobrevivimos solo porque mamá tenía la costumbre de comprar la leña al comienzo de la primavera y no en verano. La leña nos salvó. Y los gatos. Doce gatos adultos y un pequeño gatito, tan hambriento que cuando intenté acariciarlo se lanzó sobre mi mano y se puso a roer y morder mis dedos con ansiedad. Os mandaría allí, canallas —pensó Andrei con rabia repentina, acordándose de los soldados—. Aquello no era el Experimento. Y la ciudad era mucho más terrible que esta. En aquel sitio me hubiera vuelto loco sin remedio. Me salvó el hecho de ser un niño. Los niños simplemente morían…

»Pero no rendimos la ciudad —siguió pensando—. Los que se quedaron iban muriendo poco a poco. Los amontonaban ordenadamente en los cobertizos para la leña, intentaban evacuar a los vivos, el gobierno seguía funcionando y la vida continuaba su curso, una vida extraña, delirante. Alguien moría en silencio; otro hacía algo heroico y después también moría: un tercero trabajaba en la fábrica hasta el último momento, y cuando le llegaba el día, también moría. Había quien engordaba a costa de todo eso, comprando oro, plata, perlas, pendientes, joyas, por mendrugos de pan, pero después también moría: lo llevaban a orillas del Neva y lo fusilaban, y después subían hasta la calle, y sin mirar a nadie se volvían a colgar los fusiles tras las huesudas espaldas. Había quien, con un hacha en la mano, acechaba en los callejones, comía carne humana, hasta intentaba venderla, pero de todos modos moría también. En aquella ciudad no había nada más habitual que la muerte. Pero el gobierno seguía allí, y mientras lograra permanecer, la ciudad se sostenía.

»¿Sentirían alguna lástima de nosotros? —se preguntó—. ¿O no pensaban en nosotros? Simplemente cumplían la orden, y en esa orden se hablaba de la ciudad, pero no se decía nada de nosotros. Bueno, algo habría, pero en el punto X. En la estación de Finlandia, bajo un cielo limpio y blanco a causa de la helada, estaban los convoyes de vagones de cercanías. Nuestro vagón estaba repleto de niños, iguales que yo, de unos doce años, seguro que de algún orfanato. No me acuerdo de casi nada. Me acuerdo del sol en las ventanas, del vaho al respirar, de una vocecita infantil que repetía continuamente una misma frase, con la misma chillona entonación de rabia e impotencia: “¡Lárgate de aquí a hacer puñetas!”, y de nuevo, “¡Lárgate de aquí a hacer puñetas!”, y de nuevo…

»Pero no era eso lo que me interesaba —reflexionó—. Las órdenes y la lástima, de eso se trataba. Por ejemplo, los soldados me dan lástima. Los entiendo muy bien, simpatizo con ellos. Pedimos voluntarios, y en primer lugar acudieron aventureros, buscadores de emociones, hombres que se aburren en nuestra cómoda ciudad, que tenían deseos de ver sitios totalmente nuevos, de jugar con sus fusiles automáticos si llegaba el momento, de buscar entre las ruinas y, al regreso, llenarse el pecho de condecoraciones, ponerse galones con grados superiores, pasearse entre las chicas… Pero, en lugar de todo eso, solo han conseguido diarreas, ampollas sangrantes, vaya usted a saber qué porquerías… ¡Cualquiera se amotinaría!

»¿Y yo, qué? ¿Me resulta más fácil? ¿Acaso vine aquí buscando diarreas? Tampoco tengo ganas de seguir, tampoco veo nada bueno adelante, yo también, que el diablo os lleve a todos, albergaba ciertas esperanzas, muy mías, digamos, por ejemplo, ese Palacio de Cristal más allá del horizonte. Posiblemente me encantaría dar ahora mismo la orden de que lo dejáramos, chicos, volvamos a casa… También estoy harto de tanta suciedad, también me devora la desilusión, yo también tengo miedo de que aparezcan unos puñeteros rizos, o gente con la cabeza de hierro. Quizá se me rompió todo por dentro cuando vi a aquellos infelices sin lengua: ahí lo tienes, imbécil, te lo advertí, no sigas adelante, regresa. ¿Y los lobos? Cuando marchaba solo en la retaguardia porque todos se habían cagado de miedo, ¿creen que me divertía? Sale un lobo corriendo entre la nube de polvo, me arranca de un bocado la mitad del trasero y desaparece… Eso temía, mis queridos canallas, así que no sois los únicos que lo pasan mal, la sed también me ha cuarteado las tripas.

»Está bien —se dijo—. ¿Y por qué demonios sigues adelante? Mañana mismo puedes dar la orden y volaremos como los pájaros, dentro de un mes estaremos en casa y puedes tirarle a Geiger a la cara todos tus plenos poderes, y decirle: “Hermanito, ve a que te den, si tantas ganas tienes de expandir tu poder, ve tú mismo, si tienes lo que hay que tener”. Pero no, no tiene sentido armar un escándalo. De cualquier manera, hemos avanzado ochocientos kilómetros, confeccionamos un mapa, tenemos diez cajas de archivos, ¿acaso es poco? ¡Más adelante no hay nada! ¿Cuántas ampollas podrán aguantar nuestros pies? ¡No estamos en la Tierra, no es una esfera! Claro que no existe la Anticiudad, ahora todo eso está más que claro, aquí nadie la ha oído mentar. En general, no será difícil encontrar justificaciones. ¡Y ese es el problema, que se trata de justificaciones!

»¿Cómo está todo planteado? Acordamos llegar hasta el final y te han dado la orden de marchar hasta el final. ¿Es así? Así mismo. Entonces: ¿puedes seguir adelante? Puedo. Hay alimentos, hay combustible, las armas están en perfecto estado. Claro que la gente está extenuada, pero todos se encuentran bien, ilesos. Y a fin de cuentas, no están tan extenuados si se pasan la noche montando a la Lagarta. No, hermanito, algo no cuadra en tus cálculos. Eres una mierda como jefe, te dirá Geiger, me equivoqué al elegirte. Y Quejada le dirá algo al oído, Permiak le susurrará por el otro, y Ellizauer hará cola para balbucear algo.»

Andrei intentó espantar esta última idea, pero ya era tarde. Se dio cuenta con horror de que para él era importantísimo su papel de señor consejero, y que le molestaba muchísimo pensar que esa posición pudiera cambiar de repente.

«Y qué importa que cambie —pensó, a la defensiva—. ¿Me moriré de hambre si no ocupo ese puesto? ¡Qué estupidez! Que el señor Quejada ocupe mi lugar, y yo ocuparé el suyo. ¿Tendrá malas consecuencias para la misión, o qué? Dios mío —pensó de repente—. ¿De qué misión estoy hablando? ¿Qué tonterías andas diciendo, amigo? Ya no eres un crío para ocuparte de los destinos del mundo. Los destinos del mundo pueden seguir perfectamente sin ti y sin el mismísimo Geiger. ¿Cada cual debe hacer su trabajo en su puesto? Por favor, no tengo nada en contra. Estoy dispuesto a cumplir con mi trabajo en mi puesto. En el mío. En este. En el puesto del poderoso. ¡Así son las cosas, señor consejero! ¿Y qué? ¿Por qué un suboficial de un ejército derrotado tiene el derecho a mandar en una ciudad con un millón de habitantes? ¿Por qué yo, que no soy doctor en ciencias por un pelo, una persona con educación superior, un joven comunista, no tengo derecho a dirigir el departamento de ciencias? ¿Qué significa, que lo hago peor que él? ¿Cuál es el problema?

»Nada de eso tiene sentido, tener derecho o no tenerlo… El derecho al poder lo tiene quien lo ejerce. O más exactamente, el derecho al poder lo tiene quien constituye el poder. Si puedes subordinar a los demás, tienes derecho al poder. ¡Si no puedes, perdona, hombre!

»¡Seguiréis adelante, miserables! —le dijo mentalmente a la expedición dormida—. Y no lo vais a hacer porque yo mismo tenga muchas ganas de llegar a lejanías ignotas, como ese pavo real barbudo de Izya, sino porque os ordenaré que sigáis. Y os daré esa orden, hijos de perra, botarates, cruzados epilépticos, no por un sentido del deber ante la Ciudad o, que Dios me libre, ante Geiger, sino porque tengo el poder, y debo hacer patente ese poder en todo momento, tanto ante vosotros, carroñeros, como ante mí mismo. Y ante Geiger. Ante vosotros porque, de otra manera, me devoraríais. Ante Geiger, porque si no me echaría, y tendría razón. Y ante mí… No sé si sabéis que los reyes y todos los monarcas tuvieron suerte en su tiempo. Su poder les venía directamente de Dios, no podían imaginarse a sí mismos ni a sus súbditos sin ese poder. Por cierto, a pesar de eso no podían ni bostezar. Y nosotros, gente menuda, no creemos en Dios. No fuimos ungidos con mirra para ocupar el trono. Debemos preocuparnos por nosotros mismos. Aquí, como se dice, el que puede, agarra. No necesitamos impostores, yo soy el que voy a mandar. Ni tú, ni él, ni ellos, ni nadie. Yo. El ejército me apoya.

»Vaya empanada mental —pensó, incluso con cierta incomodidad. Se volvió hacia el otro lado y, para sentirse más cómodo, metió la mano bajo la almohada, donde estaba más fresco. Sus dedos tropezaron con la pistola—. ¿Y cómo pretende el señor consejero llevar a cabo su programa? ¡Habrá que disparar! No en una fantasía (¡Soldado Chñoupek, salga de las filas…!), no se trata de dedicarse al onanismo intelectual, sino de disparar contra un ser vivo, quizá desarmado, y puede ser que ni siquiera sospeche nada, tal vez inocente… ¡A la mierda con todo esto! Contra un ser vivo, dispararle al vientre, a sus partes blandas, a las tripas. No, no soy capaz de eso. Nunca lo hice y juro que ni siquiera me lo imagino… En el kilómetro trescientos cuarenta yo también disparé, por supuesto, como todos, por miedo, sin darme cuenta de nada… ¡Pero allí no vi a nadie, allí también dispararon contra mí!

»No importa —siguió pensando—. Digamos que allí, el humanismo es también la falta de costumbre… ¿Y si, a pesar de todo, no siguen adelante? Yo les doy la orden y ellos me dicen que vaya a que me den, anda tú mismo, hermanito, si tienes lo que hay que tener…

»¡Pero eso sería una buena idea! Darle a esos impresentables un poco de agua, parte de los alimentos, entregarles el tractor roto, que lo reparen si quieren volver… Largaos, no nos hacéis falta. Qué lujo, librarse de la mierda de una vez. —Por cierto, al momento imaginó la cara que pondría el coronel al oír semejante propuesta—. No, el coronel no lo entendería. Es de una estirpe diferente. Es de esos… los monarcas. Simplemente, la idea de no cumplir con su deber no le pasa por la cabeza. Y en todo caso, ese problema no lo haría sufrir… Es de los aristócratas militares. Le va bien, su padre fue coronel, su abuelo fue coronel, y el bisabuelo también fue coronel, y mira qué clase de imperio conquistaron, cuánta gente habrán aniquilado… Pues, si ocurre algo, que sea él quien dispare. A fin de cuentas, se trata de su gente. No tengo la intención de inmiscuirme en sus asuntos. ¡Diablos, cuan harto estoy de todo esto! ¡Intelectualucho putrefacto, mira toda la podredumbre que acumulas dentro de la calavera! ¡Deben seguir adelante, y eso es todo! Yo cumplo una orden, y vosotros debéis subordinaros. Si la infrinjo, nadie va a pasarme la mano y vosotros, que os lleve el diablo, lo vais a pasar muy mal. Es todo. Y a la mierda. Es mejor pensar en una buena hembra que en estas idioteces. Lo único que me faltaba, la filosofía del poder…»

Se volvió de nuevo, arrastrando la sábana bajo el cuerpo, y con cierto esfuerzo comenzó a pensar en Selma. Vestida en su salto de cama color lila, inclinándose ante el lecho para dejar la bandeja con el café sobre la mesita… Se imaginó con todo detalle cómo lo haría con Selma, y a continuación, sin el menor esfuerzo, se vio a sí mismo en su despacho, donde se encontraba Amalia, recostada en el butacón, con la faldita levantada hasta las axilas. Entonces se dio cuenta de que todo aquello había llegado demasiado lejos.

Echó a un lado la sábana, adoptó intencionadamente una pose incómoda para sentarse, de manera que el borde del catre se le clavaba en el trasero, y permaneció un rato en esa posición, mirando con fijeza el rectángulo de la ventana, débilmente iluminado por una luz difusa. Después, echó un vistazo al reloj. Eran pasadas las doce.

«Ahora me levanto —pensó—. Bajo al primer piso. ¿Dónde duerme ella, en la cocina?» Antes, aquella idea le causaba un asco totalmente justificado. Pero ahora no sentía nada semejante. Se imaginó los pies descalzos y sucios de la Lagarta, pero no se detuvo en ellos y siguió ascendiendo. De repente, sintió curiosidad por saber cómo sería desnuda. A fin de cuentas, una hembra es una hembra.

—¡Dios mío! —dijo en voz alta.

La puerta chirrió enseguida y el Mudo apareció en el umbral. Una sombra negra en la oscuridad. Solo se distinguía el blanco de los ojos.

—¿Para qué has venido? —le dijo Andrei con tristeza—. Vete a dormir.

El Mudo desapareció, Andrei bostezó, nervioso, y se dejó caer de lado en la cama.

Despertó horrorizado, empapado en sudor de pies a cabeza.

—Alto, ¿quién vive? —se oyó el grito del centinela bajo la ventana. Su voz era penetrante, desesperada, como si estuviera pidiendo socorro.

Y en ese mismo momento. Andrei escuchó unos golpes pesados, aplastantes, como si alguien golpeara rítmicamente las piedras con un enorme mazo.

—¡Alto o disparo! —chilló el centinela, con una voz antinatural, y comenzó a disparar.

Andrei no supo cómo llegó a la ventana. A la derecha, en la oscuridad, surgía espasmódicamente la llama de los disparos. Más arriba, en la calle, aquel destello dejaba al descubierto algo oscuro, enorme, inmóvil, de contornos incomprensibles, de donde brotaban chorros de chispas verdosas. Andrei no logró entender nada. Al centinela se le terminó el cargador, reinó el silencio un instante y al momento el hombre comenzó a chillar en la oscuridad como un caballo, a patear con las botas, y de repente fue a parar al círculo de luz bajo la ventana, cayó, dio vueltas en el sitio mientras agitaba en el aire el fusil descargado, y a continuación, sin dejar de chillar, corrió hacia el tractor, se escondió en la sombra de las orugas, mientras todo el tiempo intentaba extraer el cargador de repuesto del cinturón, pero no lo conseguía… Y entonces se oyeron de nuevo los feroces golpes de mazo contra la piedra: bumm, bumm, bumm

Cuando Andrei llegó a la calle solo con la chaqueta, sin pantalones, con las botas sin atar y la pistola en la mano, ya se había congregado allí mucha gente.

—¡Tevosian, Chñoupek! —mugía como un toro el sargento Fogel—. ¡Por la derecha! ¡Listos para disparar! ¡Anástasis! ¡Al tractor, tras la cabina! ¡Vigilad, listos para hacer fuego! ¡Más rápido! ¡Parecéis cerdos moribundos! ¡Vasilenko! ¡Por la izquierda! Al suelo, con… ¡A la izquierda, asno eslavo! ¡Al suelo, vigila bien! ¡Palotti! ¿Adónde vas, spaghetti? —Agarró por el cuello de la camisa al italiano, que corría sin ton ni son, le dio una feroz patada en el trasero y lo empujó hacia el tractor—. ¡Tras la cabina, so bestia! ¡Anástasis, ilumina la calle a todo lo largo!

Andrei recibía empujones por la espalda, por los costados… Apretando los dientes, intentaba no perder el equilibrio sin lograr entender nada, acallando el deseo insoportable de gritar algo sin sentido. Se recostó en la pared con la pistola delante de sí y miró a su alrededor con ojos de animal acosado. ¿Por qué todos corren en esa dirección? ¿Y si de repente nos agreden por la retaguardia? ¿O desde las azoteas? ¿O desde el edificio de enfrente?

—¡Choferes! —gritó Fogel—. ¡Choferes, a los tractores! ¿Quién está disparando, imbéciles? ¡Alto el fuego!

La cabeza de Andrei se iba aclarando poco a poco. La situación no era tan mala como había pensado. Los soldados se tendieron donde les ordenaron, la agitación sin sentido cesó y finalmente alguien en el tractor hizo girar el reflector e iluminó la calle.

—¡Ahí está! —gritó alguien, conteniendo la voz.

Los fusiles automáticos dispararon una ráfaga corta y callaron al momento. Andrei logró divisar algo enorme, casi más alto que los edificios, monstruoso, con muñones y púas que apuntaban en varias direcciones. Su sombra interminable cubrió un momento la calle y a continuación desapareció por una esquina a dos manzanas de distancia. Se perdió de vista y los pesados golpes del mazo sobre la piedra se hicieron más y más quedos, y al poco tiempo cesaron del todo.

—¿Qué ha ocurrido, sargento? —pronunció la voz serena del coronel por encima de la cabeza de Andrei.

El coronel, con la chaqueta correctamente abotonada, apoyaba las manos en el marco de la ventana y se inclinaba levemente hacia fuera.

—El centinela ha dado la señal de alarma, señor coronel —respondió el sargento Fogel—. El soldado Terman.

—Soldado Terman. Aquí —ordenó el coronel.

Los soldados giraron las cabezas.

—¡Soldado Tennan! —rugió el sargento—. ¡Preséntese ante el coronel!

A la luz difusa del reflector se pudo ver al soldado Terman, que salía de debajo del tractor, arrastrándose con precipitación. De nuevo algo se le atascó al pobre hombre. Dio un tirón con todas sus fuerzas y se puso de pie.

—¡El soldado Temían se presenta por orden del señor coronel! —gritó, como un gallo.

—¡Qué aspecto! —dijo el coronel con gesto de asco—. ¡Abotónese!

En ese momento, el sol se encendió. Fue tan inesperado que sobre el campamento se elevó un mugido procedente de muchas gargantas. Muchos se cubrieron el rostro con las manos. Andrei entrecerró los ojos.

—¿Por qué ha dado la alarma, soldado Terman? —preguntó el coronel.

—¡Un intruso, señor coronel! —soltó Terman con desesperación en la voz—. No respondía. Venía directamente hacia mí. ¡El suelo temblaba! Según el reglamento, le di el alto en dos ocasiones y después disparé.

—Correcto —dijo el coronel—. Ha actuado bien.

Bajo la brillante luz todo parecía bien diferente a como era cinco minutos antes. El campamento parecía un campamento: los malditos remolques, sucios bidones metálicos con combustible, los tractores cubiertos de polvo… Sobre este paisaje tan conocido y detestado, aquellas personas semidesnudas, armadas, yacentes o agachadas con sus ametralladoras y fusiles automáticos, de rostros arrugados y barbas erizadas, parecían absurdas y ridículas. Andrei recordó que él mismo no llevaba pantalones y que los cordones de sus botas se arrastraban por el suelo. Se sintió violento. Retrocedió con cautela hacia la puerta, pero allí se amontonaban los choferes, los geólogos y los cartógrafos.

—Permiso para informar, señor coronel —dijo Terman, algo más animado—. No se trataba de una persona.

—¿Y qué era?

Terman vaciló un momento.

—Más bien parecía un elefante, señor coronel —dijo Fogel, con autoridad—. O un monstruo prehistórico.

—A lo que más se parecía era a un estegosauro —intervino Tevosian.

El coronel lo miró atentamente y se dedicó a contemplarlo varios segundos con curiosidad.

—Sargento —dijo por fin—. ¿Por qué sus hombres abren la boca sin permiso?

Alguien soltó una risita malévola.

—¡Silencio! —soltó el sargento con un susurro amenazador—. Permiso para ponerle un correctivo, señor coronel.

—Supongo… —comenzó a decir el coronel, pero en ese momento lo interrumpieron.

Aaah… —comenzó a aullar alguien, primero en voz baja y después cada vez más alto, y la mirada de Andrei recorrió el campamento, buscando al que aullaba y por qué lo hacía.

Todos se agitaron, asustados: todos movieron la cabeza de un lado a otro, y entonces Andrei vio al soldado Anástasis, de pie tras la cabina del tractor, que con el brazo extendido apuntaba hacia delante, tan pálido que parecía verde, incapaz de pronunciar una palabra inteligible. Andrei, tenso en espera de lo que pudiera ser, miró en la dirección que señalaba el soldado, pero no vio nada. La calle estaba vacía, y en la lejanía se movía ya el aire recalentado. De repente, el sargento se limpió la garganta haciendo ruido y empujó su gorra hacia delante. Alguien soltó un taco en voz baja, con ferocidad.

—Dios todopoderoso… —balbuceó una voz desconocida, junto a su oído.

Y Andrei entendió, se le erizaron los pelos en la nuca y sintió que las piernas se le volvían de mantequilla.

La estatua de la esquina había desaparecido. El enorme hombre de hierro con rostro de sapo y brazos abiertos en gesto patético había desaparecido. En el cruce quedaban solamente las cagadas secas que los soldados habían dejado el día anterior en torno a la estatua.

TRES

—Entonces me marcho, coronel —dijo Andrei, poniéndose de pie.

El coronel se levantó también y al instante se apoyó pesadamente en el bastón. Ese día estaba aún más pálido, con el rostro demacrado y aspecto de anciano decrépito. Se podía decir que no conservaba casi nada de su porte.

—Buen viaje, señor consejero —dijo. Sus ojillos incoloros miraban a Andrei con aire de culpa—. Demonios, básicamente la exploración del alto mando es un asunto mío…

—No sé, no sé —dijo Andrei, recogió el fusil automático de la mesa y se lo colgó del hombro—. Yo, por ejemplo, tengo la sensación de que me doy a la fuga, dejándolo todo en sus manos… Y usted está enfermo, coronel.

—Sí, imagínese, hoy yo… —el coronel calló a mitad de la frase—. Supongo que regresará antes de que oscurezca.

—Regresaré mucho antes —dijo Andrei—. Esta salida no la considero ni siquiera como una exploración. Solo quiero mostrarles a esos abortos cobardes que más adelante no hay nada terrible. ¡Estatuas que caminan, lo único que me faltaba! —De repente, cayó en cuenta—. No tenía la intención de ofender a sus soldados, coronel.

—Tonterías. —El coronel hizo un ademán con su mano huesuda—. Usted tiene toda la razón. Los soldados siempre son miedosos. Nunca en mi vida he visto soldados valientes. ¿Y a santo de qué deben ser valientes?

—Pero si lo que tuviéramos por delante fueran solamente los tanques del enemigo…

—¡Tanques! —dijo el coronel—. Los tanques son otra cosa. Pero recuerdo perfectamente un caso en el que una compañía de paracaidistas se negó a ocupar una aldea donde vivía un brujo, famoso en toda la comarca.

Andrei se echó a reír y le tendió la mano al coronel.

—Hasta más ver —dijo.

—Un momento —lo retuvo el coronel—. ¡Dagan!

El ayudante hizo su entrada a la habitación, llevando en la mano una cantimplora cubierta por una malla plateada. Sobre la mesa apareció una bandejita plateada con dos vasitos mínimos, también plateados.

—Por favor —lo invitó el coronel.

Bebieron e intercambiaron un apretón de manos.

—Hasta más ver —repitió Andrei.

Bajó al vestíbulo por la hedionda escalera, saludó con frialdad a Quejada, que estaba agachado, trabajando con un instrumento parecido a un teodolito, y salió al aire asfixiante de la calle. Su corta sombra cayó sobre las baldosas rajadas y polvorientas de la acera, y en ese momento apareció una segunda sombra. Andrei recordó al Mudo. Se volvió y lo vio en su pose habitual, de pie, con las piernas desnudas muy separadas y las manos metidas bajo su ancho cinturón, del que colgaba un sable corto de aspecto amenazador. Sus cabellos negros y espesos estaban en desorden, y su piel cetrina brillaba como si se hubiera untado grasa.

—Y a fin de cuentas, ¿no quieres llevar un fusil automático? —preguntó Andrei.

No.

—Bien, como quieras.

Andrei miró hacia atrás. Izya y Pak estaban sentados a la sombra del remolque, con un mapa abierto delante de ellos, revisando el plano de la ciudad. Dos soldados, con el cuello estirado, miraban el plano por encima de sus cabezas. Uno de ellos tropezó con la mirada de Andrei, apartó la vista con prisa y le dio un codazo en el costado al otro. Ambos se apartaron al momento y desaparecieron tras el remolque.

Junto al segundo tractor estaban reunidos los choferes, encabezados por Ellizauer. Vestían de manera diferente, y la pequeña cabeza de Ellizauer estaba cubierta por un enorme sombrero de ala anchísima. Allí había otros dos soldados que daban consejos y escupían con frecuencia a los lados.

Andrei miró a lo largo de la calle. Estaba desierta. El aire caldeado temblaba sobre los adoquines. Un espejismo. A cien metros era imposible distinguir algo, como si todo estuviera cubierto de agua.

—¡Izya! —llamó.

Izya y Pak se sobresaltaron y se pusieron de pie. El coreano recogió su pequeño fusil rudimentario del suelo y se lo puso bajo el brazo.

—¿Qué, ya? —preguntó Izya, animado.

Andrei asintió y echó a andar delante de ellos.

Todos lo miraban: Permiak, con los ojos entrecerrados debido al sol: el subnormal de Ungern, haciendo muecas con su boca siempre medio abierta: y el lúgubre Gorila Jackson, que se limpiaba lentamente las manos con un pedazo de estopa. Ellizauer, semejante a un adorno sucio y roto de un parque infantil, se llevó dos dedos al ala del sombrero con expresión solemne y comprensiva, mientras que los soldados que escupían dejaron de hacerlo, intercambiaron un par de comentarios sin levantar la voz y se marcharon al unísono.

«Tenéis miedo, liendres —pensó Andrei, vengativo—. Si os llamo ahora para reírme de vosotros, os lo haréis en los calzones…»

Pasaron por delante del centinela, que se apresuró a ponerse en posición de firme, y siguieron caminando por los adoquines: Andrei delante, con el fusil colgando del hombro: a un paso de distancia el Mudo, con una mochila en la que había cuatro latas de conservas, un paquete de galletas y dos cantimploras con agua; a unos diez pasos detrás, arrastrando el calzado destrozado iba Izya, que llevaba a la espalda una mochila vacía y un mapa en una mano, mientras se registraba presuroso los bolsillos con la otra, como si tratara de averiguar si había olvidado algo. Cerraba la marcha el coreano, que caminaba con ligereza, bamboleándose un poco, con el paso del hombre que está acostumbrado a las largas caminatas, llevando el fusil de cañón corto bajo el brazo.

La calle estaba caldeada. El sol quemaba ferozmente hombros y espaldas. El calor llegaba en olas lentas desde las paredes de los edificios. Ese día no soplaba viento alguno.

A sus espaldas, en el campamento, el sufrido motor comenzó a rugir, pero Andrei no volvió la cabeza. De repente se sintió liberado. De su vida, durante algunas horas, desaparecían los soldados apestosos con su psicología tan simple que resultaba incomprensible; desaparecía el intrigante de Quejada, tan transparente en sus maquinaciones que, precisamente por eso, lo tenía harto; desaparecían todas aquellas miserables preocupaciones sobre los pies ampollados de otras personas: sobre escándalos y peleas de otros, sobre vómitos (¿no será un envenenamiento?), sobre diarreas sanguinolentas (¿no será disentería?)…

«Que desaparezcan todos —se repetía Andrei con deleite—. No quisiera volver a veros en cien años. ¡Qué bien estoy sin vosotros!»

Pero en ese momento le vino a la mente aquel coreano sospechoso. Pak, y durante un segundo le pareció que la luminosa alegría de la liberación quedaba nublada desde entonces por nuevas preocupaciones, nuevas sospechas, pero al instante, con ligereza, lo desechó todo con un ademán. El coreano era como cualquier otro coreano. Una persona tranquila que nunca se quejaba de nada. Una variante asiática de Iosif Katzman, nada más… De repente, recordó lo que le contaba su hermano, que en el Lejano Oriente todos los pueblos, sobre todo los japoneses, tratan a los coreanos exactamente igual como todos los pueblos de Europa, en particular alemanes y rusos, tratan a los judíos. Ahora aquello le pareció divertido y quién sabe por qué le acudió a la mente el recuerdo de Kaneko. Sí, qué bueno sería que Kaneko estuviera allí con él, igual que el tío Yura, que Donald…

«Ay, ay, ay. Si hubiera logrado convencer al tío Yura de que viniera en la expedición, todo sería diferente ahora.»

Recordó cómo, un día antes de la partida, reservó especialmente algunas horas, tomó la limusina blindada de Geiger y se fue a ver al tío Yura. Bebieron en una casa campesina de dos pisos, limpia, iluminada, donde olía a menta y a pan recién horneado. Bebieron aguardiente casero, comieron áspic de cerdo y pepinillos marinados, tan crujientes como Andrei no había comido quién sabe desde cuándo, jugosas chuletillas de cordero que mojaban en salsa con olor a ajo, y después Marta, la robusta holandesa con la que estaba casado el tío Yura, embarazada de su tercer hijo, trajo un samovar humeante, por el que en su momento el tío Yura había dado un saco de pan y dos sacos de patatas, y estuvieron bebiendo té largo rato, con fundamento, endulzándolo con una mermelada de fábula. Sudaron, resoplaron, se secaron las caras empapadas con limpias toallas bordadas mientras el tío Yura no paraba de contar: «No importa, chavales, ahora se puede vivir con amplitud… Todos los días me traen del campo de reclusión a cinco holgazanes, yo los educo mediante el trabajo, sin escatimar esfuerzos… Si alguien se queja, le rompo los dientes, pero los alimento bien, comen lo mismo que yo, no soy ningún explotador… —Y al despedirse, cuando Andrei montaba en el coche, el tío Yura le apretó la mano entre sus enormes manazas, que parecían haberse convertido en un gigantesco callo, y le dijo, buscándole los ojos—: Perdóname, Andrei, lo sé… Lo dejaría todo, hasta a la mujer. Pero a esos, no puedo abandonarlos, no me lo puedo permitir…», y señaló a dos niños rubios que peleaban en el jardín sin pronunciar palabra, para que no los oyeran.

Andrei se volvió. Ya no podía ver el campamento, la calina lo ocultaba. El ruido del motor era apenas audible, como si se oyera entre algodones. Izya caminaba junto a Pak, sacudiendo el plano delante de sus narices y gritando algo sobre la escala. El coreano no discutía. Se limitaba a sonreír, y cuando Izya intentaba detenerse para desplegar el mapa y mostrar qué decía. Pak lo tomaba delicadamente por el codo y lo hacía seguir avanzando. Sin dudas, un hombre muy serio. Si estuvieran en otra situación, era alguien en quien se podía confiar. ¿Qué sería lo que no habían podido compartir con Geiger? Estaba claro que se trataba de personas bien diferentes.

Pak había estudiado en Cambridge y tenía el título de doctor en filosofía. A su regreso a Corea del Sur, participó en algunas manifestaciones estudiantiles contra el régimen, y Li Syn Man lo metió en la cárcel. En 1950, el ejército norcoreano lo sacó de allí, en los periódicos lo presentaban como un auténtico hijo del pueblo coreano que odiaba a la claqué de Li Syn Man y a los imperialistas norteamericanos, lo nombraron vicerrector y un mes después lo volvieron a meter en la cárcel, donde lo mantuvieron, sin presentar cargos, hasta el desembarco en Chemulpo, cuando la prisión quedó bajo el fuego de la Primera División de Caballería, que avanzaba vertiginosamente hacia el nordeste. En Seúl reinaba un desorden total. Pak no contaba con sobrevivir y en ese momento le propusieron tomar parte en el Experimento.

Había llegado a la Ciudad mucho antes que Andrei, pasó por veinte puestos de trabajo; tuvo choques, por supuesto, con el señor alcalde e ingresó en una organización clandestina de intelectuales que en aquel momento apoyaba el movimiento de Geiger. Pero tuvieron algún problema con él. Por la razón que fuera, dos años antes del Cambio un grupo considerable de conspiradores abandonó en secreto la Ciudad y se dirigió al norte. Tuvieron suerte: en el kilómetro trescientos cincuenta hallaron entre las ruinas un «proyectil del tiempo», o sea una enorme cisterna metálica, llena hasta arriba con variadísimos objetos culturales y muestras tecnológicas. El lugar era excelente: agua, tierra fértil junto a la misma Pared, y muchos edificios que se habían conservado. Allí se establecieron.

Nunca se enteraron de lo ocurrido en la ciudad, y cuando aparecieron los tractores blindados de la expedición, decidieron que iban a por ellos. Por suerte, en el absurdo combate, corto pero feroz, solamente murió una persona. Pak reconoció a Izya, su viejo amigo, y se dio cuenta de que aquello era un error… Y después pidió ir con la expedición de Andrei. Dijo que era por curiosidad, que llevaba tiempo planeando marchar al norte, pero los emigrantes carecían de recursos para semejante viaje. Andrei no lo creyó del todo, pero decidió llevarlo consigo. Creyó que Pak les sería útil por sus conocimientos, como en realidad fue. Hizo todo lo que pudo por la expedición, con Andrei siempre se comportó con respeto y amistad, igual que con Izya, pero resultaba imposible pedirle sinceridad. Andrei no logró averiguar, ni Izya tampoco, la fuente de donde había obtenido tantos datos, tanto reales como místicos, sobre el camino que tenían por delante, con qué objetivo se había vinculado a la expedición y qué pensaba realmente sobre Geiger, sobre la Ciudad, sobre el Experimento… Pak nunca participaba en conversaciones sobre temas abstractos.

Andrei se detuvo un instante y esperó a su retaguardia.

—¿Ya os habéis puesto de acuerdo en lo que os interesa a cada cual? —preguntó.

—¿Lo que nos interesa? —Por fin Izya logró desplegar el plano—. Fíjate… —Comenzó a señalar con una uña enlutada—. Ahora estamos aquí. Entonces, una, dos… dentro de seis manzanas encontraremos una plaza. Aquí hay un edificio alto, seguramente administrativo. Tenemos que llegar a este punto, sin falta. Y si por el camino nos tropezamos con algo interesante… ¡Sí! También tendría interés llegar hasta este punto. Está un poco lejos, pero la escala no queda muy clara, así que no se sabe si todo esto se encuentra a poca distancia… Mira, aquí está escrito «Panteón». Me gustan los panteones.

—Por qué no… —Andrei arregló la correa del fusil—. Podemos hacer eso, claro. Entonces, ¿hoy no vamos a buscar agua?

—El agua está lejos —dijo Pak en voz baja.

—Sí, hermano —lo secundó Izya—. El agua… Mira, ellos lo señalaron aquí: «Torre del acueducto». ¿Es aquí? —le preguntó a Pak.

—No lo sé —respondió el coreano, encogiéndose de hombros—. Pero si queda agua en esta zona, solo será aquí.

—Sííí —pronunció Izya, alargando la vocal—. Está lejos, a unos treinta kilómetros, imposible llegar en un día… Es verdad que la escala… Oye. ¿y por qué necesitas agua precisamente ahora? Buscaremos el agua mañana, como acordamos… Iremos en los tractores.

—Muy bien —dijo Andrei—. Sigamos.

Caminaban todos juntos, y durante un rato se mantuvieron en silencio. Izya giraba la cabeza continuamente, como olfateando, pero no aparecía nada interesante ni a la izquierda, ni a la derecha. Edificios de tres y cuatro pisos, a veces bastante bellos. Cristales rotos. Algunas ventanas estaban tapadas con tablas. En los balcones había maceteros en ruinas, entre muchos edificios había rígidas telarañas llenas de polvo. Un gran almacén: escaparates enormes, cubiertos de polvo hasta hacerse opacos, y enteros quién sabe por qué, las puertas destrozadas… Izya salió trotando, entró y regresó enseguida.

—Vacío —informó—. Se lo llevaron todo.

Un edificio social, quién sabe si un teatro, una sala de conciertos o de cine. Después, otro almacén con los escaparates destrozados, y un almacén más en la acera de enfrente… Izya se detuvo de repente, aspiró por la nariz haciendo ruido y levantó un dedo mugriento.

—¡Oh! ¡Está por aquí!

—¿El qué? —preguntó Andrei, mirando a su alrededor.

—Papel —fue la corta respuesta de Izya.

Sin mirar a nadie, se dirigió rápidamente hacia un edificio en el lado derecho de la calle. Era un edificio corriente, que no se diferenciaba en nada de los demás, quizá solo por un portal más lujoso y porque en todo su aspecto se percibía cierto acento gótico. Izya desapareció por la puerta y volvió a asomarse antes de que los demás tuvieran tiempo de cruzar la calle.

—Venid rápido —los llamó, con expresión divertida—. ¡Pak! ¡Una biblioteca!

Andrei, asombrado, se limitó a sacudir la cabeza. ¡Qué tío más raro era Izya!

—¿Una biblioteca? —dijo Pak y aceleró el paso—. ¡No puede ser!

El vestíbulo era fresco y umbrío después del tórrido calor de la calle. Las altas ventanas góticas, que daban obviamente a un patio interior, estaban adornadas con vidrieras de colores. El suelo era de mosaico. Había escaleras de mármol blanco que subían a derecha e izquierda… Izya corría ya por la de la izquierda, Pak lo alcanzó con facilidad y los dos juntos siguieron subiendo de tres en tres los escalones hasta desaparecer.

—Y nosotros, ¿por qué demonios tenemos que subir allí? —dijo Andrei, volviéndose hacia el Mudo.

Este asintió. Andrei busco dónde sentarse, y lo hizo finalmente en uno de los blancos escalones. Se quitó el fusil del hombro y lo colocó a su lado. El Mudo se agachó junto a la pared, cerró los ojos y se abrazó las rodillas con sus brazos, largos y poderosos. Había silencio, solo se oía, allá arriba, el rumor de voces.

«Estoy harto —pensó Andrei con irritación—. Estoy harto de barrios muertos. De este silencio calcinante. De estos misterios. Qué bueno sería encontrar gente, convivir con ellos, preguntarles… que nos conviden a algo… a cualquier cosa, menos a esa maldita papilla de avena… ¡A beber vino frío! Mucho, cuanto quieras… o cerveza.» Algo gruñó dentro de su estómago y él, asustado, se puso tenso y escuchó con atención. No, nada. Por suerte, ese día aún no había tenido que salir corriendo al retrete, al menos tenía que agradecer eso. Y el talón había cicatrizado.

Allá arriba algo cayó con estruendo y se desparramó.

—¡No se meta ahí, por Dios! —gritó Izya. Hubo una carcajada y, de nuevo, el zumbido de voces.

«Registrad, registrad —pensó Andrei—. La única esperanza está en vosotros. De los únicos que se puede esperar algo de utilidad es de vosotros… Y lo único que quedará de esta estúpida aventura será mi informe y veinticuatro cajas de papeles recopilados por Izya.»

Estiró las piernas y se acomodó en los escalones, apoyando los codos. De repente, el Mudo estornudó, y el eco devolvió el sonido. Andrei echó hacia atrás la cabeza y se puso a contemplar el lejano techo abovedado.

«Una buena construcción —pensó—, hermosa, mejor que las nuestras. Y como se ve, no vivían nada mal. Pero, de todas maneras, perecieron… A Fritz esto no le va a gustar nada, hubiera preferido un adversario potencial. Y qué es lo que tenemos: vivían aquí, mira todo lo que construyeron, loaban a su propio Geiger… El Más Querido y Sencillo, y el resultado, ahí está: el vacío. Como si no hubiera existido nadie. Solo huesos, y bastante pocos para un sitio habitado tan grande. ¡Así son las cosas, señor presidente! El hombre se confía, y Dios manda unos extraños rizos hasta que todo se acaba.»

Él también estornudó y se sorbió la nariz. Allí, de alguna manera, hacía frío.

«Oh, qué bueno sería procesar a Quejada al regreso. —Las ideas de Andrei retornaron al cauce habitual: cómo acorralar a Quejada de manera que no se atreviera ni siquiera a chistar, que la documentación completa estuviera a mano para que Geiger pudiera entenderlo todo al momento. Echó a un lado aquellas ideas, eran inoportunas y estaban fuera de lugar—. Ahora solo debo pensar en el día de mañana —reflexionó—. Y no estaría mal pensar en el de hoy. Por ejemplo, ¿dónde se habrá metido la estatua? Viene un bicho cornudo, algo así como un estegosauro, y se la lleva bajo el sobaco. ¿Con qué objetivo? Además, pesaba unas cincuenta toneladas. Claro que semejante fiera podía llevarse un tractor bajo el sobaco. Lo que tenemos que hacer es largarnos de aquí. A no ser por el coronel, hoy no estaríamos en este lugar.» Comenzó a pensar en el coronel y, de repente, se dio cuenta de que sus oídos estaban en alerta.

Surgió un sonido lejano, poco claro, y no se trataba de voces, las voces seguían ronroneando allá arriba, como antes. No, era algo que venía de la calle, de más allá de las puertas entreabiertas de la entrada. Los cristales de la vidriera de colores se estremecían cada vez con más fuerza, y los escalones de piedra donde apoyaba los codos y el trasero comenzaron a vibrar, como si hubiera una línea férrea no muy lejos y en ese momento estuviera pasando un tren, un convoy pesado de mercancías. De repente, el Mudo abrió mucho los ojos, volvió la cabeza y se puso a escuchar, con atención y alarma.

Andrei recogió las piernas lentamente y se puso en pie, con el fusil automático en las manos. El Mudo se levantó junto con él, mirándolo de reojo y sin dejar de atender al sonido.

Con el fusil preparado. Andrei corrió silenciosamente hacia las puertas y miró fuera, sigiloso. El aire ardiente y polvoriento le quemó la cara. La calle seguía como antes: amarillenta, caldeada y desierta. Solo había desaparecido aquel silencio algodonoso. Un enorme y lejano mazo continuaba golpeando el pavimento con triste regularidad, y aquellos golpes se aproximaban perceptiblemente. Eran golpes pesados, demoledores, que convertían los adoquines del pavimento en gravilla.

Un escaparate rajado se derrumbó con estruendo en el edificio de enfrente. Andrei, sorprendido, retrocedió de un salto, pero recobró el control enseguida, se mordió el labio y llevó una bala a la recámara del fusil.

«El diablo me ha traído a este sitio», dijo para sus adentros en un lugar recóndito de la conciencia.

El mazo seguía acercándose, y era imposible detectar de dónde venía, pero los golpes eran cada vez más fuertes, más sonoros, y en ellos se percibía una autoridad indoblegable e ineludible. «Los pasos del destino», le pasó por la cabeza a Andrei. Confuso, se volvió y buscó con la vista al Mudo. La sorpresa lo estremeció. El Mudo se recostaba con un hombro en la pared, y absorto en su tarea, se cortaba la uña del meñique de la mano izquierda con el sable de campaña. Su expresión era de total indiferencia, de aburrimiento incluso.

—¿Qué haces? —preguntó Andrei con voz ronca—. ¿A qué te dedicas?

El Mudo lo miró, asintió con la cabeza y siguió cortándose la uña. Bum, bum, bum, se oía cada vez más cerca, y el suelo temblaba bajo los pies. Y, de repente, se hizo el silencio. Andrei volvió a mirar por la puerta. Vio que en el cruce más cercano se erguía una silueta oscura, cuya cabeza llegaba a la altura de una tercera planta. La estatua. La antigua estatua metálica. El mismo tipo con cara de sapo, pero ahora estaba erguido, estirado, en tensión, con la mandíbula cuadrada hacia el cielo, una mano a la espalda y la otra alzada, amenazando o señalando al firmamento con el dedo índice extendido.

Andrei, paralizado como en una pesadilla, contemplaba aquella escena delirante. Pero sabía que no se trataba de un delirio. La estatua era como todas, una absurda estructura metálica, cubierta por una costra o un óxido negro, erigida en un lugar absurdo… Su silueta temblaba y oscilaba en el aire caliente que subía del pavimento, igual que las siluetas de los edificios más lejanos de la calle.

Andrei sintió una mano en el hombro y miró atrás. El Mudo sonreía y movía la cabeza como tratando de tranquilizarlo. De nuevo, se oyó el sonido en la calle: bum, bum, bum. El Mudo no le quitaba la mano del hombro, lo apretaba, lo acariciaba, le pellizcaba los músculos con dedos cariñosos. Andrei se apartó con brusquedad y volvió a mirar hacia fuera. La estatua había desaparecido. Y, de nuevo, reinó el silencio.

Entonces, Andrei apartó al Mudo, y con piernas que estaban a punto de traicionarlo, subió corriendo las escaleras hacia el lugar donde seguían zumbando las voces como si nada.

—¡Basta! —gritó, irrumpiendo en la biblioteca—. ¡Larguémonos de aquí!

Estaba totalmente ronco y no lo oyeron. O quizá sí, pero no le prestaron atención. Estaban ocupados. El recinto era enorme, se perdía a lo lejos quién sabe dónde, las estanterías llenas de libros amortiguaban los sonidos. Uno de los estantes había caído, los libros formaban un montón en el suelo, y allí estaban Izya y Pak revisándolos, muy alegres, animados, satisfechos, sudorosos. Andrei pisoteó los tomos, llegó junto a ellos, los agarró por el cuello de la camisa y los hizo levantarse.

—Vámonos de aquí —dijo—. Ya basta. Vámonos.

Izya lo miró con ojos turbios, se soltó de un tirón y al momento volvió en sí. Sus ojos examinaron a Andrei de pies a cabeza.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo?

—No ha ocurrido nada —dijo Andrei con rabia—. No sigáis registrando este sitio. ¿Adónde queríais ir? ¿Al panteón? Pues vamos al panteón.

Pak se revolvió con delicadeza y tosió, para que Andrei le soltara el cuello de la camisa.

—¿Sabes qué hemos hallado aquí? —empezó a decir Izya con entusiasmo, pero se interrumpió—. Oye, ¿qué ha pasado?

Andrei había logrado serenarse. Todo lo ocurrido allá abajo parecía totalmente absurdo e imposible aquí, en este salón severo y sofocante, bajo la mirada indagadora de Izya, junto al correcto e imperturbable Pak.

—No podemos emplear tanto tiempo en un objetivo —dijo, frunciendo el ceño—. Tenemos un día nada más. Vámonos.

—¡Una biblioteca no es un objetivo habitual! —replicó Izya al instante—. Es la primera que hemos encontrado en todo el recorrido. Oye, estás muy pálido. ¿Qué es lo que ha pasado?

Andrei seguía sin decidirse a contarlo. No sabía cómo.

—Vámonos —gruñó, se volvió y echó a andar hacia la salida, pisoteando los libros.

Izya lo alcanzó, lo agarró del brazo y siguió caminando a su lado. El Mudo, en la puerta, se apartó para dejarlos pasar. Andrei seguía sin saber cómo empezar. Todos los comienzos y todas las palabras parecían idiotas. Después, recordó el diario.

—Ayer me leías un diario… —logró decir, mientras bajaban las escaleras—. El diario de ese… del que se ahorcó.

—¿Sí?

—¡Pues sí!

—¿Rizos? —Izya se detuvo.

—¿Es posible que no oyerais nada? —dijo Andrei, desesperado.

Izya negó, sacudiendo la barba de un lado a otro.

—Seguro que nos distrajimos —respondió Pak en voz baja—. Estábamos discutiendo.

—Obsesos —dijo Andrei. Suspiró con un espasmo, volvió la cabeza para mirar al Mudo y, finalmente, explicó—: La estatua. Vino y se marchó. Se pasean por la ciudad como si estuvieran vivas… —Calló.

—¿Y…? —preguntó Izya, impaciente.

—¿Cómo que «y»? ¡Eso es todo!

—¿Y qué? —dijo Izya. En su rostro preocupado apareció una expresión de desencanto—. La estatua… También estuvo paseándose de madrugada.

Andrei abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Los ferrocéfalos —intervino Pak—. Al parecer, esa leyenda surgió exactamente aquí…

Andrei, incapaz de pronunciar palabra, miraba alternativamente a Izya y a Pak. Izya, con los labios fruncidos, como si por fin se hubiera dado cuenta, intentaba acariciar la mano de Andrei; y Pak, que obviamente consideraba que todas las explicaciones necesarias habían sido dadas, miraba de reojo por encima del hombro hacia la puerta de la biblioteca.

—Vaya… —logró pronunciar Andrei—. Qué encantador. ¿Quiere decir que habéis creído sin más esa leyenda?

—Oye, cálmate, por favor —dijo Izya, que había logrado agarrarle la manga—. Claro que la creímos, ¿por qué no íbamos a hacerlo? El Experimento, de cualquier manera, sigue siendo el Experimento. Con nuestras peleas y diarreas, lo hemos olvidado, pero en verdad… ¿Y qué hay de raro en eso? Una estatua, y anda. ¡Y aquí tenemos una biblioteca! Lo más curioso es lo que hemos descubierto: la gente que vivía aquí eran nuestros contemporáneos, del siglo veinte…

—Está claro —dijo Andrei—. Suéltame la manga.

Percibía, con toda nitidez, que había hecho el tonto. Por cierto, aquellos dos no habían visto bien la estatua.

«Veremos lo que harán cuando la vean. Aunque es verdad que el Mudo también se comportó de manera extraña…»

—No me convencen —dijo—. Ahora no tenemos tiempo para ocuparnos de esa biblioteca. Cuando pasemos por aquí con los tractores, pueden llenar un remolque entero. Pero ahora nos vamos. Prometí que regresaría antes de la oscuridad.

—De acuerdo —dijo Izya, en tono tranquilizador—. Está bien, vámonos. Vámonos.

«Pues sí —se dijo Andrei, corriendo escaleras abajo—. Cómo me comporto así —pensó, incómodo, mientras abría de par en par las puertas de la entrada y salía el primero a la calle para que nadie pudiera mirarlo a la cara—. No se trata de un soldado, de un chofer cualquiera —siguió pensando mientras caminaba por los adoquines ardientes—. Ha sido Fritz —dedujo con rabia—. Proclamó que el Experimento había dejado de existir, y yo lo creí… bueno, no lo creí, simplemente acepté la nueva ideología, por lealtad, como un deber… No, chavales, las nuevas ideologías son para los tontos, para la masa. Pero hay que decir que hemos vivido cuatro años sin mencionar el Experimento, teníamos muchísimas otras cosas de qué ocuparnos… De nuestras carreras, por ejemplo —pensó con malicia—. De conseguir tapices, de buscar nuevas piezas para las colecciones personales.»

Se detuvo en el cruce y miró de reojo al callejón. La estatua se encontraba allí, amenazando con su dedo índice de medio metro, sonriendo con su desagradable boca de sapo. «¡Os daré una lección, perros sarnosos!»

—¿Era esta? —preguntó Izya, como de pasada.

Andrei asintió y siguió adelante.

Caminaron largo rato, cada vez más atontados debido al calor y a la luz cegadora, pisando sobre sus cortas sombras deformes: el sudor se les secaba en la frente y las sienes, formando una corteza salada, y hasta Izya había dejado de hablar sobre la inconsistencia de algunas hermosas hipótesis suyas, y el incansable Pak arrastraba un pie pues había perdido la suela del zapato. El Mudo abría su negra boca de vez en cuando, sacaba el horrible muñón de lengua y respiraba jadeante, como un perro. Y no ocurrió nada más, salvo que Andrei, incapaz de controlarse, se estremeció en una ocasión cuando, al alzar los ojos por casualidad, vio en la ventana abierta de una cuarta planta un enorme rostro verdoso que lo miraba atentamente con ojos saltones. El espectáculo era de veras impresionante: una cuarta planta y una jeta llena de manchas verdes que ocupaba toda una ventana.

Al rato, salieron a una plaza.

Nunca habían visto una plaza igual. Parecía un extraño bosque talado. Estaba llena de pedestales: redondos, cúbicos hexagonales, en forma de estrella, con el contorno de erizos abstractos, de torretas artilleras, de bestias míticas, de piedra caliza, de hierro, de granito, de mármol, de acero inoxidable, incluso, al parecer, de oro… Y todos aquellos pedestales estaban vacíos, solo a unos cincuenta metros más adelante la cabeza de un león alado servía de apoyo a una pierna quebrada por encima de la rodilla, de la altura de una persona, descalza y con una pantorrilla muy musculosa.

La plaza era gigantesca, no se divisaba el extremo opuesto a causa de la calina, y a la derecha, junto a la Pared Amarilla, las corrientes de aire caliente dejaban ver la silueta temblorosa de una extensa construcción de poca altura, cuya fachada estaba formada por columnas muy próximas unas a otras.

—¡Qué espectáculo! —se le escapó a Andrei.

—En bronce, en mármol, con pipa o sin pipa —dijo Izya, sin aclarar nada, y preguntó—: ¿Y adónde se han largado todos?

Nadie le respondió. Miraban hacia todas partes y no lograban entender nada, ni siquiera el Mudo.

—Al parecer, debemos ir en esa dirección —dijo Pak al rato.

—¿Este es el Panteón que buscabais? —preguntó Andrei por decir algo.

—¡No lo entiendo! —exclamó Izya con indignación—. ¿Todos ellos se pasean por la ciudad? ¿Por qué casi no los hemos visto antes? ¡Deben ser miles, miles!

—La Ciudad de las Mil Estatuas —dijo Pak.

—¿Qué, existe también esa leyenda? —le preguntó Izya, volviéndose rápidamente hacia él.

—No. Pero yo la llamaría así.

¡Ta-ra-ta-ta! —dijo Andrei, a quien se le había ocurrido algo inesperado—. ¿Cómo podremos pasar por aquí con nuestros tractores? No tendremos explosivos suficientes para eliminar esos pedestales…

—Creo que debe existir un camino en torno a la plaza —dijo Pak—. Sobre el precipicio.

—¿Seguimos? —dijo Izya. La impaciencia lo consumía.

Y siguieron en dirección al panteón, caminando entre los pedestales, sobre los adoquines que allí estaban rotos, convertidos en gravilla muy fina, en polvo blanco que relumbraba al sol. De vez en cuando se detenían, se agachaban, se levantaban de puntillas para leer las inscripciones en los pedestales, unas inscripciones tan extrañas que daban miedo.

AL NOVENO DÍA DE LA SONRISA

LA BENDICIÓN DE TU MÚSCULO GLÚTEO

SALVÓ A LOS PEQUEÑOS INDEFENSOS.

SE PUSO EL SOL Y SE APAGÓ LA AURORA DEL AMOR,

SIN EMBARGO, A VECES, SIMPLEMENTE: ¡CUÁNDO!

Izya reía y cloqueaba, se daba puñetazos en la mano abierta. Pak, sonriente, negaba con la cabeza, pero Andrei se sentía incómodo, percibía lo inoportuno de aquella alegría indecente hasta cierto punto, pero solo él parecía percibir eso, y se limitaba a apurarlos.

—Vamos, vamos —repetía, impaciente—. Vamos. ¿Qué demonios os pasa? Llegaremos tarde, qué vergüenza…

Le indignaba contemplar a aquellos idiotas: vaya sitio para divertirse el que habían encontrado. Pero ellos se quedaban atrás, pasaban sus dedos sucios por los renglones tallados, enseñaban los dientes, se reían, y Andrei los abandonó con un gesto, sintiendo un gran alivio al darse cuenta de que sus voces habían quedado muy atrás y ya no se distinguían las palabras.

«Así es mejor —pensó satisfecho—. Sin esa corte de idiotas. A fin de cuentas, no recuerdo haberlos invitado. Algo se dijo con respecto a ellos, pero ¿qué fue exactamente? Que si vendrían en traje de gala, o si por el contrario, no querían venir en general. ¿Y qué importa eso ahora? En última instancia, que se queden allá abajo. Todavía con Pak se puede trabajar, pero Izya se enzarza con cualquier cosa que se diga, o peor aún, se pone él mismo a hablar… Es mejor cuando no están, ¿verdad, Mudo? Sigue guardándome la espalda, aquí, por la derecha, y vigila bien. Aquí, hermanito, no te dan tiempo ni de parpadear. No lo olvides: aquí estamos en la guarida de los verdaderos adversarios, no se trata de Quejada ni de Chñoupek, mejor llévame el fusil, necesito libertad de movimientos, y qué es eso de subir al estrado con un fusil, gracias a Dios no soy Geiger… Pero, dime, ¿dónde está mi disertación? ¡Ahí lo tienes! ¿Qué hago ahora si no tengo la disertación?»

El Panteón apareció, delante y por encima de él, con todas sus columnas, sus peldaños astillados y partidos, su estructura metálica oxidada. A través de las columnas le llegaba un frío gélido, allí estaba oscuro, olía a espera y corrupción, y los enormes portones dorados estaban abiertos de par en par, solo quedaba entrar. Subió uno tras otro los escalones, atento a no tropezar. «¡Dios me libre!», a no caerse allí ante la vista de todos, palpándose los bolsillos, pero la disertación no aparecía por ninguna parte, porque se había quedado, por supuesto, en la caja fuerte… no, en el traje nuevo, «yo quería ponerme el traje nuevo, pero después pensé que así impresionaría más…».

«Demonios, ¿qué hago sin la disertación? —pensó, mientras entraba en el vestíbulo en penumbra—. ¿De qué trataba mi disertación? —se preguntó mientras caminaba por aquel suelo resbaladizo de mármol negro—. Creo que, en primer lugar, de la grandeza —recordó, poniendo el cerebro en tensión, percibiendo el sudor frío que le corría por el cuerpo debajo de la camisa. Allí, en aquel vestíbulo, hacía mucho frío, hubieran podido avisar; en el patio era verano, no habían echado ni un poco de serrín en el suelo—. Qué holgazanes, cualquiera podía romperse la crisma en aquel suelo.

»Y aquí, ¿adónde vamos? ¿A la izquierda, a la derecha? Ah, sí, perdón… Entonces, es así. En primer lugar, la grandeza —pensó mientras caminaba presuroso por el pasillo totalmente a oscuras—. Ah, esto es otra cosa. Una alfombra. ¡Bien pensado! Pero no se les ocurrió colgar unos candiles. Siempre les pasa lo mismo: o cuelgan algunas lámparas, a veces hasta un reflector, o como ahora… Así funciona la grandeza.

»Y hablando de grandeza, recordamos los denominados grandes nombres. Arquímedes. ¡Perfectamente! Siracusa, eureka, el baño… quiero decir, la bañera. Desnudo. Qué más. ¡Atila! ¡El dux veneciano! Quiero decir que pido perdón: Otelo es el dux veneciano, Atila es el rey de los hunos. Ahí cabalga. Mudo y sombrío, como una tumba. No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos. ¡Pedro! Grandeza. El grande. Pedro el Grande. Primero. Pedro II y Pedro III no fueron grandes. Muy posiblemente porque no fueron el primero. Con mucha frecuencia, primero y grande resultan ser sinónimos. Aunque… Catalina II, la Grande. Segunda, pero de todos modos grande. Es importante señalar esa excepción. Nos encontraremos frecuentemente con excepciones de ese tipo, que, por así decirlo, solo ratifican la regla.»

Entrelazó con fuerza los dedos a la espalda, apoyó la barbilla sobre el pecho y, mordiéndose el labio inferior, caminó varias veces adelante y atrás, rodeando el taburete. Después, lo apartó con el pie, apoyó los dedos sobre la mesa y, juntando las cejas, miró por encima de las cabezas del auditorio.

La mesa estaba totalmente vacía, cubierta de zinc, y se extendía delante de él como una carretera. No se veía el otro extremo, en la niebla amarillenta temblaban, agitadas por la corriente de aire, las llamitas de las velas. Andrei pensó con momentánea tristeza que aquello no era correcto, rayos, que alguien debería tener la posibilidad de ver qué había al final de la mesa. Era más importante ver aquello que… «Por cierto, eso no es asunto mío.»

Examinó aquellas filas distraído y con expresión condescendiente. Estaban allí sentados, en silencio, a ambos lados de la mesa, con sus rostros atentos vueltos hacia él, de piedra, de hierro, de cobre, de oro, de bronce, de yeso, de jade… todos los tipos de rostros que suelen tener. Por ejemplo, de plata. O, digamos, de malaquita… Sus ojos ciegos eran desagradables, y en general, qué podía ser agradable en aquellos torsos enormes, cuyas rodillas asomaban uno o dos metros por encima de la mesa. Al menos estaban en silencio, no se movían. En ese momento cualquier movimiento resultaría insoportable. Andrei percibía con placer, con lujuria incluso, cómo transcurrían los últimos momentos de una pausa maravillosamente pensada.

—¿Y cuál es la regla? ¿En qué consiste? ¿Dónde reside su esencia sustantiva, inmanente solo a ella entre todos los predicados posibles? Aquí, me temo que tendré que decir cosas no muy habituales y ni siquiera gratas para vuestros oídos… ¡La grandeza! ¡Ah, cuánto se ha dicho sobre eso, cuántas obras de arte, pictóricas, de danza o vocales, han sido creadas al respecto! ¿Qué sería el género humano sin la categoría de la grandeza? Una banda de simios desnudos, en comparación con los cuales hasta el soldado Chñoupek nos parecería el resultado de una elevada civilización. ¿No es verdad? Cada Chñoupek por separado no tiene la medida de las cosas. La naturaleza solo le ha enseñado a digerir y multiplicarse. Cualquier otro acto del mencionado Chñoupek no puede ser valorado por él mismo como bueno o malo, como necesario o innecesario, como vano o dañino, y precisamente a causa de ese estado de cosas, todo Chñoupek por separado, en las mismas condiciones, termina tarde o temprano ante un tribunal de campaña, que es el que decide qué le ocurrirá en el futuro… De esa manera, la ausencia de un juicio interno es invariable, y yo diría que está fatalmente compensada por la presencia de un tribunal externo, por ejemplo, el de campaña… Sin embargo, señores, una sociedad compuesta por los Chñoupek y, sin la menor duda, por las Lagartas, sencillamente no puede prestar tanta atención al juicio externo, no importa si se trata del juicio de un tribunal de campaña o de un jurado, del juicio secreto de la inquisición o de un linchamiento, del juicio de Temis o del juicio de Dios… Y no menciono siquiera al juicio de sus pares ni cosas semejantes. Habría que encontrar una manera de organizar el caos formado por los órganos sexuales y digestivos, tanto de los Chñoupek como de las Lagartas, una variante tal de ese desorden universal para que al menos una parte de las funciones de ese juicio externo se trasladara al juicio interno. ¡Es precisamente en ese momento cuando la categoría de la grandeza se hace útil y necesaria! Y todo consiste, señores, en que dentro de la enorme y amorfa multitud de los Chñoupek, en la gigantesca y aún más amorfa multitud de las Lagartas, de vez en cuando aparecen personalidades para las cuales el sentido de la vida no se reduce solo a las funciones sexuales y digestivas. Si lo prefieren, surge una tercera necesidad. A ese individuo no le basta con digerir y disfrutar de los encantos de otra persona. Quiere, además, crear algo que no haya existido antes de él. Por ejemplo, una estructura jerárquica. Dibujar un bisonte en la pared. Con huevos. O inventar el mito de Afrodita. Cuál es la puñetera causa de ese deseo, no la sabe. Y, en realidad, para qué necesita un Chñoupek esa Afrodita o ese bisonte. Con huevos. Existen hipótesis, por supuesto, ¡y varias! El bisonte, de cualquier forma, significa mucha, muchísima carne. Y de Afrodita no quiero ni hablar… Por cierto, si hablamos con toda honestidad y sinceridad, para nuestra ciencia materialista, el origen de esta tercera necesidad por ahora sigue siendo un enigma. Pero en el presente eso no debe interesarnos. En el presente, amigos, ¿qué es lo que más nos importa? Que en esa multitud gris surja de repente, que desgracia, un individuo que no se satisfaga solo con las gachas de avena y la guarra Lagarta cuyas piernas están llenas de granos, un individuo que no se satisfaga con el realismo al alcance de todos, sino que comience a idealizar, a abstraerse, qué cerdo, que comience mentalmente a transformar las gachas de avena en un jugoso bisonte al ajillo, y a la Lagarta en una hembra exuberante, de buena grupa y recién bañada, que sale del océano. Del agua. ¡Madre mía! ¡Un individuo como ese no tiene precio! A un hombre como ese hay que ponerlo en un puesto elevado, y llevarle batallones de Chñoupeks y Lagartas para que aprendan, parásitos, a entender cuál es su lugar. Vosotros, harapientos, ¿podéis hacer lo que él? Tú, piojoso pelirrojo, ¿puedes dibujar una chuleta de tal modo que a uno le entren deseos de comérsela? ¿O, al menos puedes inventar un chiste verde? ¿No puedes? Entonces, so mierda, ¿cómo se te ocurre compararte con él? ¡Vete a labrar la tierra! ¡Vete a pescar, a vender conchas!

Andrei se apartó de la mesa y, frotándose las manos con ardor, volvió a caminar de un lado a otro. Todo aquello le salía muy bien. ¡Magnífico! Y sin necesidad de disertación alguna. Todos aquellos descerebrados lo escuchaban, conteniendo el aliento. Ni uno de ellos se movía… «Es que yo soy así. Claro que no soy como Katzman, yo paso más tiempo callado, pero si me acosan, si me preguntan… Es verdad que en aquel extremo invisible de la mesa parece que hay alguien que quiere hablar. Un judío, quizá Katzman que ha logrado entrar. Bueno, veremos quién convence a quién.»

—Tenemos entonces que la grandeza, como categoría, surgió a partir de la creación, ya que solo es grande quien crea, quien da origen a lo nuevo, a lo que no ha existido. Pero preguntémonos, señores míos, entonces ¿quién les va a restregar el hocico en la mierda? ¿Quién les dirá; animalito, dónde pretendes meterte? ¿Quién se convertirá en sacerdote del creador? Y no temo esa palabra. Pues será aquel, señores míos, que no sea capaz de dibujar la ya mencionada chuleta, y tampoco a Afrodita, pero que tampoco quiere comerciar con conchas, será el creador-organizador, el creador que los pone a todos en fila, el creador que exige dones y que después los distribuye… Y aquí estamos ya ante el problema relativo al papel de dios y del diablo en la historia. Ante un problema, digámoslo con sinceridad, complejo, enredadísimo, ante un problema en el que, de acuerdo con nuestro punto de vista, todos mienten… Pues hasta un bebé incrédulo tiene claro que Dios es una buena persona, y el diablo, por el contrario, mala. ¡Pero, señores, eso es el delirio de un macho cabrío! ¿Qué sabemos en realidad sobre ellos? Que Dios tomó el caos en sus manos y lo organizó, mientras que el diablo, a su vez, intenta en todo momento destruir esa organización, hacerla regresar al caos. ¿No es verdad? Pero, por otra parte, toda la historia nos enseña que el hombre, como personalidad individual, tiende precisamente al caos. Quiere ser independiente. Quiere hacer solo aquello que desea. Se pasa todo el tiempo proclamando que él, por naturaleza, es libre. No tenemos que buscar mucho para hallar ejemplos, tomemos de nuevo al famoso Chñoupek. Espero que comprendan hacia dónde me dirijo. Porque les pregunto: ¿a qué se han dedicado los tiranos más feroces a lo largo de la historia? Precisamente, han intentado que el caos antes mencionado, propio del ser humano, esa amorfa cualidad caótica de los Chñoupek y las Lagartas, se organizara de manera conveniente, se formulara, se estructurara, preferiblemente en una fila, se concentrara en un punto y él crearía su contrapunto. O, en palabras más sencillas, los eliminaría. Y, por cierto, como regla general lo conseguían. Aunque, hay que decirlo, solo durante corto tiempo y solo con un gran derramamiento de sangre. Pues ahora les pregunto: ¿quién es el bueno en realidad? ¿El que intenta realizar el caos considerándolo libertad, igualdad y fraternidad, o el que pretende reducir esa cualidad de los Chñoupek y las Lagartas (léase entropía social) al mínimo? ¿Quién? ¡Pues esa es la cuestión!

El párrafo había sido magnífico. Seco, preciso y a la vez no carente de pasión. ¿Y qué rezonga ese otro, en aquel extremo? ¡Vaya, qué descarado! No deja trabajar, y en general…

Con un sentimiento muy adverso, Andrei detectó de repente en las filas de atentos oyentes a algunos que se habían vuelto de espaldas a él. Los miró con atención. No había dudas, eran sus nucas. Uno, dos… seis nucas. Tosió con todas sus fuerzas, golpeó secamente con los nudillos sobre la superficie de zinc. Pero no sirvió de nada.

«Está bien, aguarden —pensó, amenazante—. ¡Ahora me ocuparé de ustedes! ¿Cómo se dice eso en latín?»

Quos ego —gritó—. Parece que se imaginan que tienen alguna importancia, ¿no? Nosotros somos grandes, y usted anda excavando allí abajo. Nosotros somos de piedra, y usted es de carne perecedera. Nosotros viviremos por los siglos de los siglos, y usted es carroña, flor de un día. Pues aquí tienen —les dijo, haciendo un corte de manga—. ¿Y quién los recuerda? Algunos idiotas, de los que no queda ni huella, los erigieron… Arquímedes, ¡qué cosa! Existió uno con ese nombre, lo sé, corría desnudo por las calles sin el menor reparo… ¿Y qué? En una civilización del nivel adecuado le hubieran cortado los huevos. Para que no corriera. Así que eureka, ¿no? O ese mismo Pedro el Grande. Sí, era el zar, el emperador de todas las Rusias… Conocemos a gente así. ¿Y cuál era su apellido? ¿Eh? ¿No lo saben? ¡Y cuántos monumentos le han erigido! ¡Cuántos libros le han escrito! Pero pregúntenle a un estudiante en un examen y quiera Dios que uno de cada diez pueda adivinar cuál era su apellido. ¡Ahí tiene a ese grande! ¡Y eso es lo que pasa con todos ustedes! O nadie los recuerda, y solo abren mucho los ojos, o, digamos, los recuerdan, pero no saben su apellido. Y, por el contrario: recuerdan el apellido, digamos, de los ganadores de tal o cual premio, pero el nombre… ¡qué van a acordarse del nombre! ¿Quién era? Era escritor, o vendía lana de contrabando… ¿Y qué falta le hace eso a nadie? Juzguen ustedes mismos. Pues si se acuerdan de todos ustedes, olvidarán cuánto cuesta la vodka.

En aquel momento veía frente a él más de diez nucas. Eso resultaba ofensivo. Y Katzman, al otro extremo de la mesa, seguía mugiendo, cada vez más alto, cada vez con mayor insistencia, pero tan ininteligible como antes.

—¡Una carnada! —gritó Andrei con todas sus fuerzas—. ¡Eso es la alabada grandeza de ustedes! ¡Una carnada! Un Chñoupek los mira y piensa: ¡oh, ha existido gente así! Ahora mismo dejo el alcohol, dejo el tabaco. Dejo de revolearme por los matorrales con mi Lagarta, iré a la biblioteca, me inscribiré y también lograré llegar a su altura… ¡Se presupone que debe pensar de esa manera! Pero cuando los mira a ustedes, piensa de un modo totalmente diferente. Y si no hubiera un custodio junto a ustedes, si no hubiera una valla, él tiraría ahí toda su basura, los llenaría de letreros escritos con tiza y se largaría satisfecho a buscar a su Lagarta. ¡Ahí tienen ustedes la función pedagógica! ¡Ahí tienen la memoria de la humanidad! ¿Y, en realidad, para qué puñetas necesita Chñoupek la memoria? Tengan la bondad de decirme por qué puñetera razón debería él recordarlos a ustedes. Por supuesto, hubo una época en la que se consideraba de buen gusto recordarlos a todos ustedes. Y los recordaban, era imposible hacer otra cosa. Digamos, Alejandro Magno nació en tal fecha, murió en tal otra; Bucéfalo, conquistador. «Condesa, vuestro Bucéfalo está agotado, y por cierto, ¿no desearía meterse conmigo en la cama?» Eso era culto, educado, según las normas de la alta sociedad… Ahora, por supuesto, en las escuelas también se ejercita la memoria. Nació tal día, murió tal día, representante de la oligarquía dominante. Explotador. Pero aquí ya no queda claro qué necesidad hay de eso. Una vez aprobado el examen, todo pasaba al olvido. «Alejandro Magno también fue un gran jefe militar, mas ¿para qué seguir gastando sillas por gusto?» Hubo una película, titulada Chapaiev. ¿La han visto? «Nuestro hermano se muere, Mitka, pide sopa de pescado…» Miren para lo que ha servido Alejandro Magno.

Andrei calló. Toda aquella explicación no venía a cuento. Nadie lo escuchaba. Delante de él solo había nucas: de hierro, de piedra, de acero, de jade… afeitadas, calvas, rizadas, con trenzas, con cicatrices, y algunas de ellas totalmente ocultas bajo yelmos, gorros, triángulos…

«No me gusta —pensó con amargura—. La verdad hace doler los ojos. Están acostumbrados a las odas, a que les canten alabanzas. Exegi monumentum… ¿Y qué es eso tan terrible que les he dicho? Claro que no les he mentido, que no me he arrastrado ante ustedes, dije lo que pensaba. Yo no estoy en contra de la grandeza. Pushkin, Lenin, Einstein… No me gusta la idolatría. Hay que alabar los hechos, no las estatuas. O quizá ni siquiera haya que alabar los hechos. Porque cada uno hace lo que puede. Unos hacen la revolución, otros un pito. Quizá mis fuerzas alcancen solo para hacer un pito, y entonces, ¿qué, soy solo una mierda?»

Pero tras la niebla amarilla la voz seguía zumbando, y ya lograba distinguir algunas palabras: «… inaudito, nunca visto… de una situación catastrófica… únicamente ustedes… ha merecido la gloria y el reconocimiento eternos…».

«En particular, eso es lo que no soporto —pensó Andrei—. No soporto cuando hablan de la eternidad para todo. Hermandad eterna. Amistad eterna. Eternamente juntos… ¿De dónde sacan todo eso? ¿Qué cosa eterna es la que ven?»

—¡Basta de mentir! —gritó—. ¡Hay que tener conciencia!

Nadie le prestó atención. Se volvió y regresó por donde había venido, sintiendo una corriente de aire que lo atravesaba hasta los huesos, una corriente hedionda que arrastraba olores de criptas, óxidos, cardenillo…

«Pero no es Izya el charlatán que habla al otro extremo —pensó sin mucha convicción—. Izya nunca ha pronunciado semejantes palabras. No tiene sentido que me enoje con él… Ni que haya venido aquí. ¿Con qué objetivo he llegado hasta este sitio? Seguramente me pareció que había entendido algo. De cualquier manera, ya he cumplido los treinta, es tiempo de entender cómo funcionan las cosas. Qué idea más absurda: convencer a los monumentos de que no le hacen la menor falta a nadie. Es como convencer a la gente de que no son necesarios. Y puede que eso sea de esa forma, pero ¿quién va a creerlo?

«En los últimos años me ha ocurrido algo. He perdido algo… Los objetivos, eso es lo que he perdido. Hace apenas cinco años sabía con exactitud para qué hacía una u otra cosa. Pero ahora no lo sé. Sé que habría que fusilar a Chñoupek. Pero, con qué objetivo, no lo tengo claro. Entiendo, por supuesto, que mi trabajo resultaría más fácil, pero qué falta hace que yo trabaje con más facilidad. Únicamente me hace falta a mí. Para mí. Cuántos años llevo viviendo solo para mí. Seguramente eso es correcto: nadie va a vivir por mí para mí, yo mismo debo ocuparme de eso. Pero es aburrido, angustioso, me harta… Y tampoco puedo elegir —pensó—. Eso es lo que he entendido. El hombre no puede nada, no es capaz de nada. Lo único que puede, lo único de que es capaz es de vivir para sí.» Aquella idea le resultó tan definida, tan desesperadamente nítida, que le hizo chirriar los dientes.

Salió de la cripta a la sombra de las columnas y entrecerró los ojos. La plaza, amarilla y caldeada, pespunteada por pedestales vacíos, se extendía frente a él. De allí brotaba el calor en olas, como de un horno. Calor, sed, agotamiento… Ese era el mundo en el que había que vivir, y por lo tanto que actuar.

Izya dormía, con la frente recostada en un libro abierto, extendido sobre las losas de granito, a la sombra. El trasero de su pantalón mostraba un corte, calzaba unas botas muy gastadas y sus piernas habían adoptado una pose antinatural. Apestaba a un kilómetro. Allí también estaba el Mudo, agachado con los ojos cerrados y la espalda apoyada en una columna, con el fusil automático sobre las rodillas.

—Arriba —dijo Andrei con cansancio.

El Mudo abrió los ojos y se puso de pie. Izya levantó la cabeza y miró a Andrei a través de párpados hinchados.

—¿Dónde está Pak? —preguntó Andrei, mirando a su alrededor.

Izya se sentó, metió los dedos retorcidos en su cabellera llena de polvo y comenzó a rascarse con encarnizamiento.

—Demonios —masculló—. Oye, tengo un hambre insoportable… ¿Cuándo vamos a comer?

—Ahora nos largamos —le dijo Andrei, que seguía examinando los alrededores—. ¿Dónde está Pak?

—Fueaaioteca —respondió Izya mientras bostezaba—. Ay, qué sueño…

—¿Adónde fue?

—A la biblioteca. —Izya se levantó de un salto, recogió su libro y lo guardó en la mochila—. Acordamos que, mientras tanto, él revisaría los libros… ¿Qué hora es? Mi reloj parece que se ha detenido.

—Las tres —respondió Andrei, mirando su reloj de muñeca—. Vámonos.

—¿No sería mejor comer algo antes? —propuso Izya, indeciso.

—Por el camino.

Sentía una agitación indefinida. Había algo que no le gustaba. Algo estaba fuera de lugar. Le quitó el fusil automático al Mudo, arrugó el gesto y bajó los peldaños recalentados.

—Vaya, ahora tenemos que comer por el camino —se quejaba Izya a su espalda—. Lo he esperado, como una persona decente, y no nos deja comer con tranquilidad… Mudo, dame la mochila…

Andrei, sin mirar atrás, avanzaba a paso rápido entre los pedestales. También tenía hambre, sentía el estómago vacío, pero algo lo impulsaba a seguir adelante lo más rápido posible. Se acomodó la correa del fusil en el hombro y echó de nuevo un vistazo al reloj. Seguía marcando las tres menos un minuto. Se llevó la muñeca al oído. El reloj se había detenido.

—¡Eh, señor consejero! —lo llamó Izya—. ¡Ahí tienes!

Andrei se detuvo y tomó dos galletas con carne de cerdo enlatada. Izya masticaba y hacía sonidos con la boca.

—¿Cuándo se fue Pak? —preguntó Andrei mientras examinaba las galletas, buscando por dónde era mejor meterle el diente.

—Casi enseguida —dijo Izya con la boca llena—. Estuvimos viendo el panteón, no descubrimos nada interesante y él se marchó.

—Qué lástima —dijo Andrei, que ya se había dado cuenta de qué era lo que lo inquietaba.

—¿Lástima, por qué?

Andrei no respondió.

CUATRO

Pak no estaba en la biblioteca. Por supuesto, no se le había ocurrido ni pasar por allí. Como antes, los libros seguían amontonados sobre el suelo.

—Qué raro… —dijo Izya, moviendo confuso la cabeza de un lado a otro—. Me dijo que separaría los libros de sociología.

—«Me dijo, me dijo» —masculló Andrei.

Pateó con la punta del zapato un grueso tomo con el que acababa de tropezar, se dio la vuelta y bajó corriendo las escaleras.

«A fin de cuentas, nos engañó. Nos engañó el maldito. El judío del Lejano Oriente.» Andrei no acababa de darse cuenta de cuál era la picardía del judío del Lejano Oriente, pero con todas las fibras de su alma percibía que los había engañado.

Caminaban pegados a la pared, Andrei por el lado derecho de la calle, el Mudo, que también se había dado cuenta de que todo estaba mal, por el lado izquierdo. Izya estuvo a punto de seguir por el centro, pero Andrei le pegó tal grito que el archivero regresó junto a él precipitadamente y siguió caminando mientras gruñía de indignación y resoplaba con desprecio. La visibilidad era de unos cincuenta metros, y más adelante la calle parecía estar en una pecera donde todo temblaba sin definición, emitía destellos y hasta parecía que unas algas se elevaban sobre el pavimento.

Cuando llegaron a la altura del cine, el Mudo se detuvo repentinamente. Andrei, que lo vigilaba de reojo, también se detuvo. El Mudo permaneció de pie, inmóvil, como escuchando algo con atención, con el sable desnudo en la mano.

—Huele a chamusquina —pronunció Izya en voz baja, detrás de Andrei.

Y en ese momento, él mismo percibió el olor. «Era eso», pensó, apretando los dientes.

El Mudo levantó la mano con el sable, señaló la calle y siguió caminando. Dejaron atrás otros doscientos metros, caminando con todas las precauciones. El olor a chamusquina se hacía cada vez más fuerte. Era un olor a metal ardiente, a trapos chamuscados, a petróleo quemado, al que se sumaban otros, dulzones, casi sabrosos.

«¿Qué habrá ocurrido aquí? —pensó Andrei, apretando las mandíbulas hasta dolerle—. ¿Qué habrá hecho? —repetía, angustiado—. ¿Qué será lo que arde? Porque es allí donde algo se quema, sin lugar a dudas…» Y, en ese momento, divisó a Pak.

Pensó al instante que se trataba de Pak porque el cadáver llevaba la conocida chaqueta de sarga azul descolorida. En el campamento nadie tenía una chaqueta semejante. El coreano yacía en una esquina con las piernas bien abiertas y la cabeza reposaba sobre el rudimentario fusil de cañón corto. El arma apuntaba a lo largo de la calle, en dirección al campamento. Pak parecía inusitadamente grueso, como hinchado, y sus manos estaban relucientes, de un color azul negruzco.

Andrei no había tenido tiempo de entender a ciencia cierta lo que en realidad estaba viendo, cuando Izya lo apartó con un cloqueo, le pisó un pie y echó a correr, atravesó la calle y cayó de rodillas junto al cadáver. Andrei tragó en seco y miró hacia el Mudo, que agitaba la cabeza enérgicamente y señalaba calle abajo con el sable corto. Allí, casi al final de su campo de visión. Andrei divisó otro cuerpo. Alguien yacía en medio de la calle, también grueso y negro, y a través de la calina podía verse cómo se elevaba sobre las azoteas una columna de humo gris, distorsionada por la refracción.

Andrei atravesó la calle y bajó el fusil. Izya se había puesto de pie, y al acercarse, Andrei entendió por qué: del cadáver con chaqueta azul de sarga salía un insoportable hedor, dulzón y nauseabundo.

—Dios mío —balbuceó Izya, volviendo hacia Andrei el rostro totalmente sudado y demacrado—. Miserables, lo han matado… Él valía más que todos ellos juntos.

De un rápido vistazo, Andrei examinó aquel horrible cuerpo hinchado que yacía a sus pies, con una úlcera negra en lugar de nuca. El sol daba un reflejo mate sobre los cartuchos de cobre dispersos por el suelo, Andrei rodeó a Izya, y ya sin ocultarse echó a andar a lo largo de la calle hacia el próximo cuerpo hinchado, junto al que se agachaba el Mudo.

Yacía de espaldas, y aunque su rostro estaba muy ennegrecido e inflamado. Andrei pudo reconocerlo: era uno de los geólogos, el sustituto de Quejada. Ted Kaminski. Lo más horrible era que solo llevaba los calzoncillos y una chaqueta enguatada de algodón, como las de los choferes. Al parecer, le habían disparado por la espalda y la ráfaga lo había atravesado: por delante, la chaqueta mostraba una serie de agujeros de los que salían jirones de guata gris. A unos cinco pasos yacía un fusil automático sin cargador.

El Mudo tocó el hombro de Andrei y señaló hacia delante. Allí, al lado derecho de la calle, recostado en la pared, yacía otro cadáver. Se parecía a Permiak. Lo habían alcanzado, al parecer, en el centro de la calle, allí se veía aún sobre los adoquines una mancha negra reseca.

Se había arrastrado hasta la pared, dejando un espeso rastro negro y allí había muerto, con la cabeza torcida y abrazándose con todas sus fuerzas el vientre, destrozado por las balas.

Se habían matado entre sí, presa de un ataque incontenible de ferocidad, como carniceros enloquecidos, como tarántulas enfurecidas, como ratas a las que el hambre les había hecho perder la cabeza. Como seres humanos.

Atravesado en el medio de un callejón sin pavimentar, vecino al campamento, sobre un montón de excrementos, yacía Tevosian. Había corrido en pos del tractor que se dirigió por aquel callejón en dirección al precipicio, levantando la tierra endurecida con sus orugas. Tevosian había corrido en pos del tractor desde el campamento mismo, disparando sobre la marcha, y desde el tractor respondieron a sus disparos, y en esa misma esquina, donde aquella noche se erguía la estatua con la jeta de sapo, le habían dado y él quedó allí, mostrando sus dientes amarillentos, enfundado en su guerrera militar manchada de polvo, excrementos y sangre. Pero antes de morir, o quizá después, él también había hecho blanco: a medio camino del precipicio, con los dedos clavados en la tierra levantada por las orugas, se veía la mole del sargento Fogel. Más adelante el tractor había continuado sin él hasta el precipicio mismo, y después había caído al abismo.

El remolque terminaba lentamente de arder en el campamento. Unas llamitas color naranja corrían por los bidones ennegrecidos por el calor, abollados y llenos de agujeros de bala, y borbotones de humo negro se elevaban lentamente hacia un cielo mate. Del montón carbonizado sobre el remolque sobresalían las piernas de alguien, y de allí brotaba aquel mismo olor apetitoso que entonces daba náuseas.

El cadáver desnudo de Roulier colgaba de la ventana de los cartógrafos. Sus largos brazos peludos casi rozaban la acera, donde yacía un fusil automático. Toda la pared alrededor de la ventana estaba destrozada por las balas, y al otro lado de la calle, abatidos por la misma ráfaga, yacían uno sobre otro Vasilenko y Palotti. Junto a ellos no se veía ningún arma, y el rostro reseco de Vasilenko conservaba una expresión de susto y asombro total.

El segundo geólogo, el segundo cartógrafo y Ellizauer, el jefe técnico, habían sido fusilados ante la misma pared. Así yacían, bajo una puerta acribillada a balazos. Ellizauer estaba en calzoncillos, los otros dos estaban desnudos.

Y en el mismo centro de aquella hecatombe apestosa, en el medio de la calle, sobre una larga mesa con patas de aluminio, cubierto con la bandera británica, yacía serenamente, con los brazos cruzados sobre el pecho, el coronel Saint James, en su guerrera de gala, con todas sus condecoraciones, con la misma expresión seca, imperturbable de siempre, y hasta con una sonrisita irónica. Junto a él, recostado en una de las patas de la mesa, con la cabeza canosa apoyada en el pavimento, yacía Dagan, también en su guerrera de gala, apretando en la mano el bastón partido del coronel.

Y eso era todo. Seis soldados, entre los que estaba Chñoupek, el ingeniero Quejada, la prostituta llamada Lagarta y el segundo tractor con el otro remolque habían desaparecido. Quedaban los cadáveres, varios equipos de prospección geológica tirados en un montón, varios fusiles automáticos… Y el hedor. Y un hollín grasiento. Y la peste asfixiante a carne quemada proveniente del remolque que no terminaba de arder. Andrei entró corriendo en su habitación, se dejó caer en el butacón y, con un gemido, se cubrió el rostro con las manos. Todo había terminado. Para siempre. Y no había manera de evitar el dolor, la vergüenza, la muerte…

«Yo los traje hasta aquí —pensó—. Yo los abandoné como un cobarde, como un canalla. Quería descansar. Descansar un momento de sus jetas, de su mal olor, miserable mocoso. ¡Coronel, ay, coronel! ¡No debió morir, no! Si yo no me hubiera ido, él no hubiera muerto. Si él no hubiera muerto, aquí nadie se habría atrevido a nada. Bestias, bestias… ¡Hienas! ¡Tenía que haberlos fusilado! —Soltó un largo gemido y se frotó la mejilla húmeda con la manga—. Ah, me refrescaba en una biblioteca. Le soltaba discursitos a las estatuas. Estúpido, charlatán, lo echaste todo a perder, acabaste con todo… ¡Ahora muérete, canalla! Nadie llorará por ti. ¿Quién coño te necesita en ese estado? Ha sido terrible, terrible… Se persiguieron, se tirotearon, remataron a los caídos, dispararon a los muertos, llevaron a gente a fusilar, a patadas, a gritos. ¡Hasta dónde hemos llegado, muchachos, eh! ¡Hasta dónde os hice llegar! ¿Y para qué? ¿Para qué?»

Golpeó la mesa con los puños muy apretados, se irguió, se secó el rostro con la mano. Podía oír al otro lado de la puerta el llanto y los gemidos confusos de Izya, y los arrullos del Mudo, como los de una paloma, que intentaba tranquilizarlo.

«No quiero vivir —pensó Andrei—. No quiero. Que todo esto se vaya al infierno.» Se levantó de la mesa para ir en busca de Izya, de la gente, y de repente vio allí delante, abierto, el libro de bitácora de la expedición. Lo apartó de sí con asco, pero al instante se dio cuenta de que la última página había sido escrita por otro. Se sentó y comenzó a leer.

Quejada había escrito:

Día 31o. Ayer, en la mañana del 30º día de expedición, el consejero Voronin, acompañado por el archivero Katzman y el emigrado Pak, salieron de reconocimiento con la intención de regresar al campamento antes de la oscuridad, pero no volvieron. Hoy, a las 14 horas 30 minutos, murió súbitamente, de un ataque al corazón, el jefe provisional de la expedición, coronel Saint James. Tomando en consideración que el consejero Voronin todavía no ha regresado del reconocimiento, asumo personalmente el mando de la expedición. Firma: vicejefe científico de la expedición. D. Quejada. 31o día de expedición, 15 horas, 45 minutos.

A continuación aparecían los datos habituales sobre consumo de alimentos y agua, la temperatura, la velocidad del viento, así como la orden por la que se designaba al sargento Fogel como vicejefe militar de la expedición, y una amonestación al vicejefe técnico Ellizauer por su lentitud, seguida por la orden de acelerar al máximo la reparación del segundo tractor.

Más adelante, Quejada había anotado:

Tengo la intención de celebrar mañana las exequias solemnes del fallecido coronel Saint James, y de enviar inmediatamente después de la ceremonia un destacamento armado en busca del grupo de reconocimiento del consejero Voronin. Si no se logra establecer contacto con el grupo, daré de inmediato la orden de regresar, ya que considero que cualquier desplazamiento ulterior tiene ahora menos sentido que antes.

Día 32°. El grupo de reconocimiento no ha regresado. He hecho una última advertencia al cartógrafo Roulier y a los soldados Chñoupek y Tevosian debido a la pelea de la noche anterior, y les he retenido la cuota de agua del día…

Seguía un zigzag de tinta y varias salpicaduras sobre el papel, y con eso terminaban las notas. Al parecer, en ese momento había comenzado el tiroteo en la calle. Quejada salió a ver y nunca más regresó.

Andrei releyó las notas. «Sí. Quejada, eso era lo que tú querías. Cosechaste lo que habías sembrado. Y yo, acusando siempre a Pak, qué estúpido, que Dios lo tenga en la gloria… —Se mordió el labio y cerró los ojos, y de nuevo, delante de él, apareció el cuerpo hinchado, enfundado en la chaqueta azul de sarga. De repente, se dio cuenta: trigésimo segundo día—. ¿Cómo que el trigésimo segundo día? ¡El trigésimo!

Ayer hice la anotación correspondiente al vigésimo octavo… —Presuroso, pasó la página—. Sí. El vigésimo octavo… Y esos cadáveres hinchados llevaban allí varios días. Dios, ¿qué es esto? Uno, dos… ¿Qué día es hoy? ¡Si hemos partido hoy mismo por la mañana!»

Recordó la plaza ardiente, llena de pedestales vacíos, y la oscuridad gélida del panteón, y las estatuas ciegas tras la mesa infinita… Eso había ocurrido tiempo atrás. Mucho tiempo atrás.

«Sí. Entonces, una fuerza malévola me enredó, me mareó, me atontó, me narcotizó… Hubiera podido regresar ese día, habría encontrado vivo al coronel, no habría permitido…»

La puerta se abrió de par en par y entró un Izya que no se parecía a sí mismo: reseco, con una larga cara huesuda, sombrío, rabioso, como si quien llorara y gimiera como una mujer pocos momentos antes no hubiera sido él. Tiró su mochila medio vacía a un rincón y se sentó en un butacón frente a Andrei.

—Los cadáveres son, por lo menos, de hace tres días —dijo—. ¿Entiendes qué está ocurriendo?

Sin decir palabra, Andrei empujó hacia él por encima de la mesa el libro de bitácora. Izya lo agarró ansioso, devoró las notas en un santiamén y levantó unos ojos enrojecidos hacia Andrei.

—El Experimento es el Experimento —dijo este, con una sonrisa retorcida.

—Y una m-mierda… —dijo Izya, con odio y asco. Releyó las notas y tiró el libro sobre la mesa—. ¡Hijos de perra!

—En mi opinión, nos liaron en la plaza. Donde estaban los pedestales.

Izya asintió, se recostó en el butacón, levantó la barba y cerró los ojos.

—¿Y qué vamos a hacer, consejero? —preguntó, Andrei callaba—. ¡No se te vaya a ocurrir pegarte un tiro! —dijo Izya—. Te conozco, joven comunista… aguilucho.

Andrei soltó una risita amarga y se arregló el cuello de la camisa.

—Escucha —musitó—. Vámonos a otra parte…

Izya abrió los ojos y los clavó en Andrei.

—Ese olor que entra por la ventana —explicó Andrei con dificultad—. No lo resisto…

—Vamos a mi habitación.

En el pasillo, el Mudo se levantó al verlos. Andrei lo tomó por el musculoso brazo desnudo y lo llevó con ellos. Los tres entraron en la habitación de Izya. Allí las ventanas daban a otra calle. A lo lejos, por encima de las azoteas, se divisaba la Pared Amarilla. No se percibía ningún hedor, hacía hasta un poco de fresco, pero no quedaba sitio para sentarse, todo estaba cubierto de papeles y libros.

—En el suelo, sentaos en el suelo —dijo Izya, y se dejó caer sobre su cama, sucia y en desorden—. Pensemos algo. No tengo intención de morirme. Aún tengo muchas cosas que hacer por aquí.

—Pensar, ¿qué? —replicó Andrei, sombrío—. Da igual. No hay agua, se la llevaron, y la comida ardió. No podemos regresar, nunca lograríamos atravesar el desierto… Aunque alcanzáramos a esos miserables… No, no los podemos alcanzar, han transcurrido varios días… —Calló un instante—. Si encontráramos agua… ¿Está muy lejos ese acueducto del que hablabas?

—Veinte kilómetros. O treinta.

—Si vamos de noche, cuando hace frío…

—No se puede ir de noche —dijo Izya—. Está oscuro. Y los lobos…

—Aquí no hay lobos —replicó Andrei.

—¿Cómo lo sabes?

—Pues entonces es mejor que nos peguemos un tiro.

Andrei sabía ya que no se pegaría un tiro. Quería vivir. Nunca antes había sabido que se podía desear la vida con tanta fuerza.

—Está bien. Hablemos en serio.

—Hablo en serio. Quiero vivir. Y sobreviviré. Ahora, todo me da igual. Quedamos tú y yo solamente, ¿lo entiendes? Nosotros debemos sobrevivir, eso es todo. Y que ellos se vayan a hacer puñetas. Simplemente, encontraremos agua y nos quedaremos a vivir donde la encontremos.

—Correcto —dijo Izya, se sentó en la cama, metió una mano bajo la camisa y se puso a rascarse—. Por el día, beberemos agua, y por la noche te daré por el saco…

—¿Tienes otra propuesta? —preguntó Andrei mirándolo, sin entender.

—Por ahora, no. Es correcto, primero hay que encontrar agua. Sin agua, estamos acabados. Y después veremos qué hacer. Pero he estado pensando en algo: es obvio que salieron huyendo a toda pastilla tan pronto terminó la masacre. Les entró miedo. Se montaron en el remolque y salieron disparados. Creo que si registramos bien la casa, podremos encontrar agua y comida.

Estaba a punto de decir algo más, pero se detuvo con la boca abierta. Sus ojos casi se le salían de las órbitas.

—¡Mira eso, mira eso! —susurró, asustado.

Andrei se volvió enseguida hacia la ventana.

Al principio, no vio nada de particular, solo oyó un estruendo lejano, como un alud, como si cayeran piedras en alguna parte… Después sus ojos detectaron cierto movimiento en el plano amarillo vertical que se elevaba por encima de las azoteas.

Desde arriba, saliendo de la neblina azulada donde desaparecía el mundo, se deslizaba hacia abajo, con el vértice por delante, una extraña nube triangular. Se desplazaba desde una altura inconcebible, y aún estaba muy lejos de la base de la pared, pero ya se podía distinguir algo que giraba con rabia en el vértice, tropezando y saltando en obstáculos invisibles, un cuerpo pesado con una silueta dolorosamente familiar. A cada sacudida, de aquel cuerpo salían fragmentos que continuaban cayendo a su lado, trozos de piedra que caían en abanico, levantando remolinos de polvo claro que formaban una nube y se apartaban, como una ola ante la proa de una lancha rápida, mientras el estruendo se hacía cada vez más fuerte y se descomponía en sonidos varios, desde los golpes de las piedras al chocar con el monolito hasta el zumbido amenazador de un alud gigantesco…

—¡El tractor! —pronunció Izya con voz entrecortada.

Andrei lo entendió solo en el último segundo, cuando el vehículo destrozado se zambulló a toda velocidad bajo las azoteas, el suelo bajo los pies se sacudió como consecuencia de un golpe monumental, se elevó una enorme columna de polvo de ladrillo, volaron por el aire pedazos del motor y jirones de hojalata, y un segundo después todo quedó cubierto por el alud amarillo.

Enmudecieron durante un rato, y quedaron escuchando con atención el estruendo retumbante, las fracturas, los zumbidos, mientras el suelo seguía temblando y la nube amarilla sobre las azoteas no dejaba distinguir nada más.

—¡Qué locura! —dijo Izya—. ¿Cómo fueron a parar allí?

—¿Quiénes? —preguntó Andrei, sin entender.

—¡Era nuestro tractor, idiota!

—¿Cuál de los dos? ¿El que se fue?

Izya calló mientras, con todas sus fuerzas, hurgaba en la nariz con sus dedos sucios.

—No lo sé —dijo—. No entiendo nada… ¿Y tú? —preguntó de repente, volviéndose hacia el Mudo.

El hombre asintió, indiferente. Izya, acongojado, se dio un fuerte manotazo en las rodillas, pero en ese momento el Mudo hizo un gesto extraño: extendió ante sí el dedo índice, lo bajó con rapidez hacia el suelo y después lo levantó por encima de la cabeza, describiendo con él una circunferencia.

—¿Y…? —preguntó Izya—. ¿Qué significa?

El Mudo se encogió de hombros y repitió el gesto. Y Andrei recordó de repente, recordó y lo entendió todo al momento.

—Las estrellas fugaces —dijo—. ¡Mira lo que era! —Rio, con amargura—. ¡Vaya, en qué momento lo he comprendido!

—¿Qué has comprendido? —gritó Izya—. ¿De qué estrellas…?

—Da igual —dijo Andrei desentendiéndose con un ademán, sin dejar de reír—. ¡Da igual, da igual, da igual! ¿Qué nos importa eso ahora? ¡Cállate, Katzman! Tenemos que sobrevivir, ¿lo entiendes? ¡Sobrevivir! ¡En este mundo asqueroso e inverosímil! Necesitamos agua, Katzman.

—Aguarda, aguarda —balbuceó Katzman.

—¡No quiero nada más! —gritó Andrei, sacudiendo los puños muy apretados—. ¡No quiero entender nada más! ¡No quiero averiguar nada más! Allá afuera hay cadáveres, Katzman. ¡Cadáveres! ¡Ellos también querían vivir! ¡Pero ahora están ahí hinchados, pudriéndose!

Izya apuntó con la barba hacia delante, bajó de la cama, agarró a Andrei por la chaqueta y lo obligó a sentarse en el suelo.

—¡Calla! —dijo, resoplando con ferocidad—. ¿Quieres una bofetada? Ahora te la doy. ¡Llorona!

Andrei rechinó los dientes y se quedó callado. Izya soltó vapor, regresó a la cama y comenzó a rascarse de nuevo.

—Nunca ha visto un cadáver… —gruñó—. No conoce este mundo… Nenaza.

Andrei, con la cara metida entre las manos, trataba de acallar dentro de sí un aullido repulsivo, carente de todo sentido. Pero con una parte de su conciencia comenzaba a entender qué le estaba ocurriendo, y eso era de utilidad. Era horrible: estar aquí, entre muertos que al parecer estaban vivos, pero que en realidad ya estaban muertos… Izya decía algo, pero él no lo escuchaba. Al rato logró serenarse.

—¿Qué dices? —preguntó, quitándose las manos de la cara.

—Digo que voy a registrar a los soldados, registra tú a los intelectuales. Y busca en la habitación de Quejada, él debía conservar las reservas intocables de los geólogos. No te preocupes, saldremos de esta…

En ese momento se apagó el sol.

—¡De puta madre! ¡En qué mal momento! —se quejó Izya—. Ahora hay que buscar una lámpara… Espera, creo que debo tener la tuya…

—Hay que poner los relojes en hora —dijo Andrei con dificultad.

Se llevó la muñeca a los ojos, miró las manecillas fosforescentes y las puso en las doce en punto. Izya, maldiciendo entre dientes, buscaba en la oscuridad, desplazaba la cama, registraba entre los papeles. Después, se oyó cómo rascaba una cerilla. Izya estaba en el centro de la habitación, a cuatro patas, alumbrando los rincones con la cerilla.

—¿Qué cono hacéis ahí sentados? —gritó—. ¡Buscad la linterna! ¡Rápido, que solo tengo tres cerillas!

Andrei se levantó de mala gana, pero el Mudo ya había encontrado la lámpara. Levantó el cristal y se la entregó a Izya. Tuvieron algo de luz. Izya regulaba la mecha mientras hacía pequeños movimientos con la barba. Sus dedos eran como ganchos, la mecha no se dejaba regular. El Mudo, con el rostro brillante de sudor, regresó a un rincón, se agachó y miró desde ahí a Andrei con lástima y fidelidad, con grandes ojos de niño. Un combatiente. Los restos de un ejército derrotado…

—Dame la lámpara —dijo Andrei. Se la quitó a Izya y arregló la mecha—. Vamos.

Empujó la puerta de la habitación del coronel. Las ventanas estaban herméticamente cerradas, no faltaba ningún cristal y por eso no se percibía el hedor. Olía a tabaco y agua de colonia. Olía al coronel.

Todo estaba minuciosamente ordenado: dos grandes maletas de buena piel con ropa doblada en su interior, un catre de campaña vestido sin una arruga, y de un clavo en la pared, a la cabecera, colgaba el correaje con una cartuchera y una gorra de enorme visera. En la pesada cómoda del rincón, sobre un círculo de fieltro, descansaba un farol de gasolina, a su lado había una caja de cerillas, un montón de libros y unos binoculares en su funda.

Andrei colocó su lámpara sobre la mesa y examinó el lugar. La bandeja con la cantimplora y los vasitos colocados boca abajo estaba en una de las baldas de una estantería vacía.

—Dámela —le dijo al Mudo.

El Mudo se levantó, agarró la bandeja y la puso sobre la mesa al lado de la lámpara. Andrei sirvió el coñac en los vasitos, que eran solamente dos. Se sirvió en la tapa de la cantimplora.

—Bebed —dijo—, por la vida.

Izya lo miró con aprobación, tomó un vasito y lo olfateó con cara de conocedor.

—¡Qué bien! —dijo—. ¿Por la vida, entonces? Pero ¿acaso esto es vida? —Soltó una risita, chocó su vaso con el del Mudo y bebió. Los ojos se le humedecieron—. Qué rico… —dijo, con voz algo ronca.

El Mudo también bebió, como si fuera agua, sin el menor interés. Pero Andrei estuvo largo rato de pie con su tapa llena, y no se apresuraba a beber. Tenía deseos de decir algo más, pero no sabía claramente qué. Terminaba una etapa importante y comenzaba otra. Y aunque no era posible esperar nada bueno del día de mañana, ese día sería, de todos modos, una realidad particularmente palpable, porque quizá fuera uno de los escasísimos días que aún tenían por delante. Era una sensación totalmente desconocida para Andrei, muy aguda. Pero no se le ocurrió qué más decir.

—Por la vida —se limitó a repetir y se bebió el coñac.

Después, encendió el farol de gasolina del coronel y se lo entregó a Izya.

—Si rompes este, barba manca —prometió—, te parto la cara.

Izya, ofendido y gruñón, se marchó, pero Andrei no tenía el menor apuro por salir de allí, y examinaba la habitación, distraído. Claro que deberían registrar aquel recinto, seguramente Dagan guardaba alguna reserva para el coronel, pero por alguna razón andar revolviendo cosas allí le parecía… ¿vergonzoso, sí?

—No te avergüences, Andrei —oyó una voz conocida de repente—, no te avergüences. Los muertos no necesitan nada.

El Mudo estaba sentado al borde de la mesa, balanceando una pierna, pero ya no se trataba del Mudo, o más bien, no era del todo el Mudo. Como antes, seguía vistiendo únicamente los pantalones, con un sable corto de campaña bajo el ancho cinturón, pero su piel ahora se había vuelto mate y seca, el rostro era más redondo y en las mejillas había un rubor saludable, como el de un melocotón. Se trataba del Preceptor en persona, y por primera vez al verlo, Andrei no experimentó alegría, esperanza ni nerviosismo. Sintió incomodidad y tristeza.

—Usted, de nuevo… —gruñó, volviéndose de espaldas al Preceptor—. Hace tiempo que no nos veíamos. —Se acercó a la ventana, pegó la frente al cristal cálido y se dedicó a escudriñar las tinieblas, levemente iluminadas por las chispas del remolque que aún ardía—. Y, como puede ver —añadió—, aquí estamos, preparándonos para morir.

—¿Por qué para morir? —pronunció el Preceptor con entusiasmo—. ¡Hay que vivir! Para morir nunca es tarde, siempre es temprano, ¿no es verdad?

—¿Y si no encontramos agua?

—La encontraréis. Siempre la habéis encontrado, y ahora la encontraréis.

—Está bien, la encontraremos. ¿Viviremos junto al agua lo que nos queda de vida? ¿Para qué vivir entonces?

—¿Y para qué vivir en general?

—Eso mismo es lo que pienso: ¿para qué vivir? He vivido una vida estúpida. Preceptor. Muy tonta… Todo el tiempo he sido como basura atascada en una cañería, ni para arriba, ni para abajo. Primero, luchaba por unas ideas, después por tapices deficitarios, y finalmente me volví totalmente imbécil y he sido la causa de la desgracia de otras personas.

—No, no, eso no es serio —dijo el Preceptor—. La gente muere continuamente. ¿Qué papel tienes en todo esto? Comenzará una nueva etapa, Andrei, y desde mi punto de vista, será una etapa decisiva. En cierto sentido, hasta creo que es bueno que todo haya resultado así. Tarde o temprano eso tenía que ocurrir, era inevitable. La expedición estaba condenada. Pero vosotros habríais podido morir sin llegar a un límite tan importante.

—¿Y de qué límite se trata, me lo podría decir? —preguntó Andrei, irónico. Se volvió hasta quedar de frente al Preceptor—. Ya hubo ideas de todo tipo, especulaciones sobre el bien de la sociedad y otras tonterías semejantes para niños de pecho… También hice carrera, la suficiente, muchas gracias, estuve entre los que mandan… ¿Qué más me puede pasar?

—¡La comprensión! —dijo el Preceptor, alzando un poco la voz.

—¿Qué comprensión? ¿La comprensión de qué?

—La comprensión —repitió el Preceptor—. Eso es lo que nunca has tenido: ¡comprensión!

—De esa comprensión de la que habla estoy hasta aquí —Andrei hizo un gesto, llevándose el dorso de la mano a la nuez—. Ahora lo entiendo todo en el mundo. Llevo treinta años tratando de alcanzar esa comprensión, y al fin lo he logrado. Nadie me necesita, nadie necesita a nadie. Esté yo o no esté, luche o duerma en el sofá, da lo mismo. No se puede cambiar nada, no se puede corregir nada. Uno solo puede acomodarse, mejor o peor. Todo sigue su marcha y uno no pinta nada en eso. Ahí tiene su comprensión, y no tengo que comprender nada más… Mejor dígame: ¿qué debo hacer con esa comprensión? ¿Guardarla marinada para el invierno o comérmela ahora?

—Exactamente. —El Preceptor asentía con la cabeza—. Ese es el límite postrero: ¿qué hacer con la comprensión? ¿Cómo seguir viviendo con ella? ¡Porque, de todos modos, hay que seguir viviendo!

—¡Hay que vivir cuando no hay comprensión! —dijo Andrei, con ira contenida—. ¡Y cuando se comprende, hay que morir! Y si yo no fuera tan cobarde… si el maldito protoplasma no me dominara de tal manera, ya sabría qué hacer. Elegiría una cuerda, la más fuerte…

Calló.

El Preceptor tomó la cantimplora, llenó un vasito con cuidado, llenó el otro y, pensativo, enroscó la tapa.

—Bien, comencemos por el hecho de que no eres un cobarde… —dijo—. Y no has buscado una soga, y no se trata de que tengas miedo. En algún lugar del subconsciente, y no muy profundo, te lo aseguro, conservas la esperanza, más aún, la convicción de que se puede vivir con la comprensión. Y vivir bastante bien. Es interesante. —Comenzó a empujar con la uña uno de los vasitos en dirección a Andrei—. Recuerda cómo tu padre te obligó a leer La guerra de los mundos, y tú no querías, te enfurecías, metías el maldito libro debajo del sofá para volver al ejemplar ilustrado del Barón Münchhausen. Wells te aburría, te daba náuseas, no sabías para qué demonios tenías que leerlo, querías seguir viviendo sin él… Y después, leíste aquel libro doce veces, te lo aprendiste de memoria, dibujaste ilustraciones para el texto e incluso intentaste escribir una continuación…

—¿Y qué? —preguntó Andrei, sombrío.

—¡Eso te ha ocurrido varias veces! —insistió el Preceptor—. Y te volverá a ocurrir. Acaban de meterte la comprensión a la fuerza, te da náuseas, no sabías para qué demonios te hace falta y quieres seguir viviendo sin ella… —Levantó su vasito y dijo—: ¡Por la continuación!

Y Andrei caminó hasta la mesa, agarró su vaso, se lo llevó a los labios, percibiendo con el alivio acostumbrado como de nuevo se disipaban todas las dudas siniestras, viendo que algo asomaba ya delante en una oscuridad aparentemente impenetrable, y entonces tenía que beber, que golpear entusiasmado la mesa con el vaso vacío y comenzar a trabajar, pero en ese momento alguien que siempre se había mantenido callado, que en treinta años no había dicho nada, quién sabe si porque dormía, porque estaba borracho o porque le daba igual, soltó de pronto una risa burlona y pronunció una palabreja sin el menor sentido: «¡Tililí, tililí!».

Andrei vertió el coñac en el suelo, dejó caer el vasito en la bandeja y se metió las manos en los bolsillos.

—Pero también he entendido otra cosa. Preceptor —dijo—. Beba, beba, por favor, yo no tengo deseos. —Andrei no podía seguir mirando aquel rostro rubicundo; le dio la espalda y caminó de nuevo hacia la ventana—. Me está siguiendo la corriente, señor Preceptor. Me sigue la corriente con demasiada desvergüenza, señor Voronin segundo, mi conciencia amarilla, elástica, como un preservativo usado… Voronin, no importa lo que hagas, todo está bien, siempre, en cualquier caso. Lo fundamental es que todos estemos saludables, y da lo mismo si ellos estiran la pata. Cuando no alcance la comida, le pego un tiro a Katzman, ¿verdad? ¡Qué encanto!

La puerta chirrió a su espalda. Se volvió. La habitación estaba vacía. Y los vasos estaban vacíos, y la cantimplora estaba vacía, y dentro del pecho sentía un vacío como si le hubieran extirpado de allí algo grande y acostumbrado. Quizá un tumor. Quizá el corazón…

Y mientras se habituaba a esta sensación nueva, Andrei se acercó al lecho del coronel, retiró del clavo el correaje con la pistola, se lo ciñó con fuerza y se colocó la cartuchera a un lado del vientre.

—De recuerdo —le dijo en voz alta a la blanquísima almohada.

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