SEXTA PARTE Final

El sol estaba en el cénit. El disco, cobrizo a causa del polvo, colgaba en el centro de un cielo sucio y blanquecino, mientras un aborto de sombra se retorcía y trataba de asomarse bajo las suelas de los zapatos, gris y difusa a veces, y de repente, como si reviviera, recuperaba su contorno y se llenaba de negrura, y entonces era particularmente monstruosa. Allí no había el menor rastro de un sendero, solo se veían elevaciones arcillosas de un amarillo grisáceo, cuarteadas, muertas, duras como piedra y desnudas hasta tal punto que resultaba incomprensible el origen de tal cantidad de polvo.

Gracias a Dios, se movían en la dirección del viento. En algún lugar muy lejos detrás de ellos, el aire había absorbido incontables toneladas de un polvo asqueroso y caldeado, y lo arrastraba con obtusa terquedad a lo largo de la cornisa calcinada por el sol que se extendía entre el barranco y la Pared Amarilla, lo levantaba hasta el mismo cielo formando una protuberancia giratoria, lo retorcía en un remolino flexible y elegante como un cuello de cisne, o simplemente lo empujaba como una ola y después, con súbita furia, lanzaba aquel polvo hiriente contra espaldas y cabellos, haciéndolo restallar contra nucas cubiertas de sudor, azotando brazos y orejas, metiéndolo en los bolsillos o por el cuello de la camisa.

Allí no había nada, hace tiempo que no había nada. Quizá nunca lo hubo. Sol, arcilla, viento. Y solo en ocasiones, girando y retorciéndose como un malabarista, pasaba rodando el espinoso esqueleto de un arbusto, arrancado de raíz quién sabe dónde, allá atrás. Solo polvo, polvo, polvo…

De vez en cuando la arcilla desaparecía bajo los pies y empezaba un espacio de piedra molida. Todo estaba recalentado, como en el infierno. De los remolinos de polvo asomaban, a derecha o a izquierda, enormes trozos de roca, canosos, como enharinados. El viento y el calor les daban rasgos extraños e inesperados, y lo temible era que aparecían y enseguida desaparecían como fantasmas, como si estuvieran jugando al escondite. La grava bajo los pies se hacía cada vez más grande, y de repente terminaba la piedra y volvía a aparecer la arcilla.

Las piedras se comportaban muy mal. Salían rodando de debajo de los pies, lograban clavarse en las suelas lo más profundo posible, atravesarlas, llegar hasta la carne. La arcilla tenía un comportamiento más aceptable, pero también hacía todo lo que podía. De repente se encabritaba, formando extrañas colinas calvas, creando inesperadas laderas, o se abría dejando paso a profundos desfiladeros de paredes abruptas, donde era imposible respirar a causa de un denso calor milenario. También hacía su juego, moviéndose y quedándose inmóvil de repente, metamorfoseándose según su pobre imaginación arcillosa. Allí todo jugaba según sus propias reglas. Y todas las reglas estaban en contra…

—¡Eh, Andrei! —llamó Izya, con voz ronca—. ¡Andriuja!

—¿Qué te pasa? —preguntó Andrei por encima del hombro y se detuvo.

El carrito, meneándose sobre sus ruedas en mal estado, siguió avanzando por inercia y lo golpeó debajo de las rodillas.

—¡Mira…! —Izya se había detenido a unos diez pasos detrás de él y señalaba algo con el brazo extendido.

—¿Qué es eso? —preguntó Andrei, sin mucho interés. Izya tiró de las riendas y, sin bajar la mano, arrastró su carrito hasta situarse junto a su amigo. Andrei lo miraba avanzar, andrajoso, con la barba hasta el pecho y la cabellera revuelta, gris por el polvo, enfundado en una chaqueta hecha jirones, a través de los cuales se podía ver un cuerpo velludo y empapado de sudor. La tela de los peales apenas le cubría las rodillas, a la bota derecha se le había separado la suela y dejaba ver unos dedos sucios, de uñas negras y partidas. Un corifeo del espíritu. Un sacerdote y apóstol del eterno templo de la cultura…

—¡Un peine! —pronunció Izya con solemnidad mientras se acercaba. El peine era de los baratos, de plástico, con varios dientes rotos; ni siquiera era un peine, sino los restos de un peine, y en el sitio por donde se había partido se podía distinguir el logotipo del fabricante, pero el plástico se había decolorado tras muchas décadas de calor solar y estaba muy corroído por los granos de polvo.

—Ahí lo tienes —dijo Andrei—. Y tú chillabas todo el tiempo que nadie antes de nosotros, nadie antes de nosotros…

—No he dicho eso nunca —dijo Izya, pacífico—. Sentémonos un momento, ¿está bien?

—De acuerdo —asintió Andrei sin el menor entusiasmo, y en ese mismo instante, sin quitarse los arreos. Izya se dejó caer en el suelo a su lado y se guardó el trozo de peine en el bolsillo superior.

Andrei puso su carrito perpendicular al viento, se quitó los arreos y se sentó, apoyando la espalda y la nuca contra los bidones calientes. Enseguida el viento aminoró, pero la arcilla implacable les quemaba las nalgas a través del tejido gastado.

—¿Dónde están tus depósitos? —dijo, despectivo—. Charlatán.

—Bus-ca, bus-ca —replicó Izya—. Deben de estar por ahí.

—Y eso, ¿a qué viene?

—Pues se trata de un chiste —explicó Izya, divertido—. Un comerciante fue a un burdel…

—¡Otra vez! —dijo Andrei—. Siempre lo mismo. No te cansas nunca, Katzman, por Dios…

—No puedo permitirme el cansancio —dijo Izya—. Debo estar listo a la primera oportunidad.

—Moriremos aquí —dijo Andrei.

—¡De eso nada! ¡Ni lo pienses, ni se te ocurra!

—No se me ocurre —respondió Andrei.

Era verdad. La idea de una muerte inevitable entonces le venía a la cabeza muy rara vez. Quién sabe por qué. Quizá porque la aguda sensación de estar irremisiblemente condenado se había embotado, o sería porque la carne estaba tan reseca y agotada que ya no gritaba ni gemía, solo susurraba en el umbral de lo audible. O pudiera ser que finalmente la cantidad se hubiera transformado en calidad y se hacía sentir la presencia constante de Izya con su indiferencia casi antinatural ante la muerte que no dejaba de merodear en torno a ellos, llegando hasta muy cerca y alejándose después, pero sin perderlos nunca de vista. Por una u otra razón, desde muchos días atrás, cuando Andrei se refería al final inevitable era solo para percibir una y otra vez que le era del todo indiferente.

—¿Qué dices? —preguntó.

—Digo que lo fundamental es que no temas morir aquí.

—Eso me lo has dicho cien veces. Hace tiempo que no lo temo, pero tú sigues insistiendo en eso.

—Está bien —dijo Izya, pacífico, y estiró las piernas—. ¿Con qué podría atarme la suela? —indagó, meditativo—. Dentro de muy poco se caerá.

—Corta el extremo de los arreos y átala. ¿Quieres la navaja?

—No importa —dijo Izya, finalmente mirándose los dedos que asomaban—. Cuando se caiga del todo, entonces… ¿Un traguito?

—¿Las manos se hielan, los pies se hielan? —dijo Andrei, y al instante se acordó del tío Yura. Le costaba trabajo acordarse de él, pertenecía a otra vida.

—¿No será hora de que nos echemos un buen trago al coleto? —replicó Izya con animación, mirando obsequioso a los ojos de Andrei.

—¡Al diablo! —dijo Andrei, satisfecho—. ¿Sabes qué agua vas a beber? La que previste. Me mentiste sobre el depósito, ¿no es verdad?

Como esperaba, Izya se enfureció enseguida.

—¡Vete a la mierda! ¿Acaso soy tu nana?

—Entonces, tu manuscrito mentía…

—Idiota —replicó Izya con desprecio—. Los manuscritos no mienten. No son libros. Hay que saber cómo leerlos.

—Ah, entonces es que no sabes leerlos.

Izya se limitó a mirarlo y enseguida se levantó, presa de la furia.

—Cualquier desgraciado se cree que… —masculló—. ¡Vamos, levántate! ¿Quieres encontrar el depósito? Entonces, nada de quedarse sentado. ¡Te digo que te levantes!

El viento, jubiloso, les azotó las orejas con sus aguijones y, como si se tratara de un cachorro juguetón, levantó un remolino sobre la colina de arcilla que con un esfuerzo se dispuso a esperarlos, permaneciendo atenta unos segundos, como haciendo acopio de fuerzas, y después se deslizó, dando lugar a una ladera abrupta.

«Quisiera al menos entender adónde me lleva el demonio —pensó Andrei—. Toda la vida voy de aquí para allá, soy un culo de mal asiento. Saber lo esencial, ya que ahora todo carece de sentido. Antes, siempre había algún significado. Aunque fuera el más mísero, el más absurdo, pero de todas maneras, cuando me zurraban la jeta, digamos, siempre podía decirme a mí mismo que no tenía importancia, que era en nombre de algo, que luchaba por algo.»

—Es una mierda eso de que todo en el mundo tiene su precio —decía Izya. (Eso fue en el Palacio de Cristal, acababan de comer gallina cocinada en olla a presión y reposaban entonces sobre brillantes colchones sintéticos, al borde de la piscina llena de agua transparente, iluminada desde abajo.)—. Es una mierda eso de que todo en el mundo tiene su precio —decía Izya mientras buscaba algo entre sus dientes con un dedo recién lavado—. Todos vuestros labradores, todos vuestros torneros, todas vuestras acerías, vuestras plantas petroquímicas, vuestro trigo de alto rendimiento, vuestros láseres y máseres, todo eso no es más que mierda, abono. Todo pasa, a veces para siempre y sin dejar huella: otras, se transforma. Todo eso parece importante solo porque la mayoría lo considera importante. Y la mayoría lo considera importante porque aspira a llenarse la panza y a dar placer a la carne con el mínimo esfuerzo. Pero, pensándolo bien, ¿a quién le importa la mayoría? Personalmente, no tengo nada en contra, en cierto sentido soy la mayoría. Pero la mayoría no me interesa. La historia de la mayoría tiene su inicio y su final. Al inicio, la mayoría traga lo que le den. Y al final, se pasa todo el tiempo dedicada a elegir qué elegir para comer, qué elegir que no haya comido antes.

—Pero aún falta bastante para eso —dijo Andrei.

—No tanto como te imaginas —objetó Izya—. E incluso, si falta mucho, eso no es lo fundamental. Lo que importa es que haya un inicio y un final.

—Todo lo que tiene inicio, tiene final —dijo Andrei.

—Correcto, correcto —asintió Izya con impaciencia—. Pero hablo sobre la escala de la historia, no la escala del universo. La historia de la mayoría tiene inicio, pero la historia de la minoría termina solo con el universo.

—Eres un elitista asqueroso —le dijo Andrei, se levantó de su colchón y saltó a la piscina. Estuvo nadando largo rato, resoplando en el agua fría y zambulléndose hasta el fondo, donde el agua estaba helada, y allí se la tragaba, abriendo la boca como un pez.

«No, claro que no me la tragaba —pensó—. Ahora me la tragaría con gusto. ¡Con qué gusto, Dios mío! Me tragaría toda la piscina. Y no le dejaría nada a Izya, que busque el depósito.»

A la derecha, entre las nubes amarillas y grises, aparecieron unas ruinas, un muro semiderruido sobre el que crecían arbustos polvorientos, y los restos de una deforme torre rectangular.

—Ahí tienes —dijo Andrei, deteniéndose—. Y decías que nadie antes de nosotros…

—Nunca dije semejante cosa, cabeza de chorlito —masculló Izya—. Yo decía…

—Oye, ¿el depósito no estará aquí?

—Es muy posible —respondió Izya.

—Vamos a ver.

Dejaron caer los arreos y echaron a andar hacia las ruinas.

—¡Je! Un castillo normando. Siglo noveno…

—Agua, busca agua —dijo Andrei.

—¡Y dale con el agua! —dijo Izya, molesto. Abrió mucho los ojos, y con un gesto ya olvidado metió la mano bajo la barba para buscarse una verruga—. Los normandos… —balbuceó—. Mira eso… ¿Cómo lograron atraerlos aquí? Qué interesante.

Penetraron por un agujero en la muralla mientras los andrajos se les enredaban en los salientes de la piedra, y entraron en una zona en calma. En la lisa plaza rectangular se erguía una edificación de poca altura, con el techo caído.

—La alianza entre la espada y la ira —masculló Izya, mientras caminaba deprisa hacia el hueco de la puerta—. No entendía nada de eso, qué demonios de alianza era esa… de dónde venía esa espada… ¿Acaso puede uno imaginarse algo semejante?

La casa estaba totalmente abandonada desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Siglos. Las vigas caídas se mezclaban con restos de tablas podridas, provenientes de una mesa larguísima que iba de pared a pared. Todo estaba carcomido, podrido y cubierto de polvo, y a la izquierda, a todo lo largo de la pared, se extendían polvorientos bancos carcomidos. Sin dejar de mascullar, Izya se dedicó a cavar en el montón de restos, mientras Andrei salió fuera y comenzó a caminar en torno a la casa.

Enseguida se tropezó con lo que alguna vez había sido un depósito: una enorme hondonada redonda, con losas de piedra en las paredes. Ahora las losas estaban secas como el desierto, pero allí hubo agua alguna vez: la arcilla al borde de la hondonada era dura como el cemento, y conservaba huellas profundas de calzado y patas de perros. «Mal andamos», pensó Andrei. El antiguo terror volvió a atenazarle el corazón y enseguida lo liberó de nuevo: en el extremo opuesto de la hondonada se veían, aplastadas contra la arcilla en forma de estrella, las grandes hojas de una planta de ginseng. Andrei rodeó corriendo la hondonada, mientras buscaba la navaja en el bolsillo.

Resoplando, pasó varios minutos hurgando con dedicación en la arcilla petrificada, con la navaja y las uñas, retirando los trozos antes de profundizar más, y después agarró con ambas manos la gruesa raíz principal (fría, húmeda, potente), tiró de ella con fuerza pero con cuidado, para evitar, no lo quisiera Dios, que se partiera por la mitad.

La raíz era de las grandes, de unos setenta centímetros de largo y del grueso de un puño. Era blanca, limpia, brillante. Andrei fue en busca de Izya apretando la raíz contra una mejilla, pero no pudo contenerse y clavó los dientes en la carne jugosa y crujiente, masticó con deleite lo más minuciosamente posible, tratando de hacerlo despacio y de no perder ni una gota de aquella asombrosa humedad, amarga y con un toque de menta, que le refrescaba la boca y todo el cuerpo como en un bosque al amanecer, le aclaraba la cabeza y ya nada daba miedo, y uno podía hasta mover montañas… Después se sentaron en el umbral de la casa y se pusieron a masticar con alegría, haciendo diversos sonidos con la lengua mientras intercambiaban guiños con la boca llena y el viento soplaba descontento por encima de sus cabezas, imposibilitado de llegar hasta ellos. De nuevo lo habían engañado, no le habían dejado jugar con sus huesos sobre la arcilla desnuda. Ya estaban de nuevo en condiciones de medir sus fuerzas.

Bebieron cada uno un par de tragos del bidón caliente, se pusieron los arreos y siguieron adelante. Les resultaba fácil avanzar. Izya ya no se quedaba atrás, sino que iba junto a Andrei, arrastrando la suela medio arrancada.

—Por cierto, he visto allí otro arbusto —dijo Andrei—. Es pequeño, nos servirá al regreso.

—No vale la pena —dijo Izya—. Nos lo debimos comer.

—¿Te has quedado con ganas?

—¿Y por qué dejar que se pierda?

—No se perderá —dijo Andrei—. Nos vendrá bien en el camino de vuelta.

—No habrá ningún camino de vuelta.

—Hermanito, eso no lo sabe nadie —dijo Andrei—. Mejor, explícame: ¿habrá más agua?

—Está en el cénit —informó Izya con la cabeza levantada mirando al sol—. O casi. ¿Qué crees, señor astrónomo?

—Parece que sí.

—Pronto comenzará lo más interesante —dijo Izya.

—¿Qué cosa interesante puede haber aquí? Bien, cruzaremos el punto cero. Iremos a la Anticiudad…

—¿Cómo lo sabes?

—¿Lo de la Anticiudad?

—No. ¿Por qué crees que sencillamente cruzaremos el punto cero y seguiremos adelante?

—Pues no pienso nada de eso —dijo Andrei—. Estoy pensando en el agua.

—¡Tú lo has querido así, Dios mío! El inicio del mundo está en el punto cero, ¿entiendes? Deja de hablar del agua.

Andrei no respondió. Comenzaban a subir una nueva elevación, era difícil avanzar, los arreos se les clavaban en la piel.

«El ginseng es excelente —pensó Andrei—. ¿Cómo lo sabemos? ¿Lo contó Pak? Creo que sí… ¡Ah, no! Una tía feísima llevó varias raíces al campo de prisioneros y se puso a masticarlas, y los soldados se las quitaron y decidieron probarlas. Sí. Al rato, todos andaban de lo más animados y estuvieron acostándose con la tía toda la noche, hasta el amanecer. Y después Pak contó que este ginseng, como el auténtico, el de allá, se encuentra en raras ocasiones. Crece en sitios donde alguna vez hubo agua, y es excelente para el decaimiento. Pero no se puede conservar, hay que comérselo de inmediato, porque en una hora, a veces en menos tiempo, la raíz se marchita y se vuelve venenosa. Cerca del Pabellón había bastante de ese ginseng, todo un sembrado… Allí lo comimos hasta hartarnos, y a Izya se le quitaron todas las llagas en una noche. Lo pasamos bien en el Pabellón. Izya estuvo todo el tiempo allí hablando sobre el edificio de la cultura…» —Todo lo demás es solo el encofrado junto a las paredes del templo, decía—. Lo mejor que ha pensado la humanidad durante cien mil años, todo lo principal que logró comprender y analizar, va a parar a este templo. A través de su historia milenaria, guerreando, pasando hambre, siendo esclavizada y rebelándose contra eso, comiendo y copulando, la humanidad ha llevado este templo, sin sospecharlo siquiera, sobre la cresta turbia de su ola. Ocurre que, en ocasiones, percibe ese templo sobre sus hombros, cae en cuenta y en ese caso o bien se dedica a desmontar el templo, ladrillo a ladrillo, o le rinde reverencias espasmódicas, o construye otro templo, a su lado y en detrimento suyo, pero nunca entiende del todo de qué se trata: y una vez perdidas las esperanzas de utilizar el templo de una u otra manera, al poco tiempo vuelve a prestar atención a sus necesidades cotidianas: empieza a dividir de nuevo algo que ya ha sido dividido en treinta y tres ocasiones anteriores, a crucificar a alguien, a elevar a alguien, mientras el templo crece solo, de siglo en siglo, de milenio en milenio, y no es posible ni destruirlo, ni demolerlo definitivamente… Lo más divertido —decía Izya—, es que cada ladrillito de ese templo, cada libro eterno, cada melodía inmortal, cada silueta arquitectónica irrepetible lleva dentro de sí la experiencia concentrada de esa misma humanidad, sus pensamientos y lo que ha meditado sobre sí misma, las ideas sobre los fines y contradicciones de su existencia; que no importa cuan alejado parezca estar de todos los intereses momentáneos de aquella manada de cerdos que se devoran a sí mismos, el templo, a su vez y para siempre, es inseparable de esa manada e inconcebible sin ella… Y también es divertido —continuaba diciendo Izya—, el hecho de que nadie construye este templo de manera consciente. No es posible planificarlo previamente sobre el papel ni dentro de algún cerebro genial: crece por sí mismo, asimilando sin errar lo mejor que genera la historia humana… Es posible que pienses —se burlaba Izya en tono cáustico—, que los que construyen directamente este templo no son unos cerdos. ¡Sí que lo son, y en ocasiones, en grado sumo! Benvenuto Cellini, ladrón y canalla: Ernest Hemingway, borracho inveterado: Chaikovski: pederasta: Dostoievski: esquizofrénico y partidario de las centurias negras[5]: Francois Villon: ladrón de casas, condenado a la horca… ¡Entre ellos, la gente decente es una rareza! Pero, al igual que los pólipos coralinos, no saben qué construyen. Pasa lo mismo con toda la humanidad. Generación tras generación devoran, dan rienda suelta a sus pasiones, se agreden, matan, mueren, y de repente miras y ha crecido todo un atolón de coral, un atolón bellísimo. ¡Y cuan resistente!

—Está bien —le dijo Andrei—. Bueno, el templo. El único valor permanente. Estoy de acuerdo. ¿Y qué pintamos nosotros entonces? ¿Cuál es mi papel aquí?

—¡Detente! —Izya lo agarró por los arreos—. Espera. Las piedras…

Y en verdad, las piedras en ese sitio eran cómodas: redondeadas, planas, como tortas de vaca petrificadas.

—¿Vamos a erigir otro templo? —masculló Andrei, con una sonrisa burlona.

Dejó caer los arreos, se apartó a un lado y cogió en sus manos la piedra más cercana. Era precisamente como las que se necesitan para hacer cimientos: por debajo rugosa, erizada: por encima lisa, pulida por el polvo y el tiempo. Andrei la colocó sobre la superficie de gravilla fina, más o menos lisa, y la asentó lo más profundo y firme posible, y buscó otra piedra.

Mientras construía aquellos cimientos, sentía algo parecido a la satisfacción: en cualquier caso, era una tarea, algo que se hacía con un objetivo definido, no se trataba ya de desplazarse sin sentido. El objetivo podía ser discutible, se podía decir que Izya era un psicópata y un maníaco (que lo era, por supuesto)… Pero de aquella manera, piedra a piedra, se podía construir una superficie lo más lisa posible que sirviera como una base.

A su lado. Izya resoplaba y gemía mientras tropezaba y cargaba las piedras más grandes, logró que la suela se le cayera del todo, y cuando los cimientos estuvieron listos, fue saltando hasta su carrito y sacó el ejemplar correspondiente de su Guía.

En el Palacio de Cristal, cuando comprendieron finalmente y casi creyeron que nunca más encontrarían a nadie en el camino hacia el norte. Izya se sentó ante la máquina de escribir y, con velocidad sobrenatural, tecleó la Guía del mundo delirante. Después hizo copias de aquel texto en una intrincada máquina copiadora (en el Palacio de Cristal había muchísimas máquinas automáticas diferentes y asombrosas), metió los cincuenta ejemplares en sobres de un material transparente y muy resistente, denominado lámina de polietileno, y cargó hasta arriba su carrito con los sobres, dejando apenas espacio para un saco con galletas. Pero entonces apenas le quedaban diez sobres, o quizá menos.

—¿Cuántos te quedan todavía? —preguntó Andrei.

—No tengo ni idea —respondió Izya, colocando el sobre en el centro de la base que habían construido—. Pocos. Dame piedras.

Y se pusieron de nuevo a cargar piedras. Al poco tiempo, encima del sobre había una pirámide de metro y medio de altura. Tenía un aspecto curioso en aquel desierto, pero para que pareciera todavía más extraña, Izya vertió sobre las piedras un poco de pintura roja brillante de un enorme tubo que había hallado en un almacén bajo la Torre. Después se apartó, se sentó junto al carrito y se dedicó a atarse la suela desprendida con un pedazo de cuerda. Mientras lo hacía, echaba de vez en cuando una mirada a la pirámide, y en su rostro la duda y la inseguridad dejaban paso lentamente a la satisfacción y a un orgullo creciente.

—¡Eh! —le dijo a Andrei, sonriente y jactancioso—. Ni un tonto se atrevería a pasar de largo, seguro que se daría cuenta de que esto tiene algún significado.

—Ajá —respondió Andrei, agachándose a su lado—. Si es un tonto el que descubre esa pirámide, no creo que ganes nada.

—No tiene importancia —gruñó Izya—. Los tontos también son seres inteligentes. Si no entienden nada, se lo contarán a otros. —De repente, se animó—. Toma, por ejemplo, los mitos. Como se sabe, los idiotas constituyen la aplastante mayoría, y eso quiere decir que, como regla, los testigos de cada acontecimiento interesante son los tontos. Por lo tanto, el mito es la descripción de un suceso real según la visión de un idiota, elaborada por un poeta. ¿Qué me dices?

Andrei no respondió. Miró la pirámide. El viento se le acercaba, sigiloso, llenando de polvo sus alrededores con cautela, silbando quedamente en los espacios entre las piedras, y de repente Andrei logró imaginarse con toda claridad los interminables kilómetros que habían quedado a sus espaldas, y la espaciada línea de puntos que describían, a lo largo de esos kilómetros, aquellas pirámides cedidas al viento y el tiempo. Y también se imaginó cómo se acercaría a aquella pirámide, arrastrándose sobre los codos y las rodillas, un viajero extenuado, seco como una momia, desfallecido de hambre y sed, cómo retiraría aquellas piedras con desesperación, rompiéndose las uñas, mientras su imaginación le hacía ver bajo las piedras un escondrijo con comida y agua. Andrei comenzó a reírse histéricamente. «En esa situación, seguro que me suicidaría. Es imposible sobreponerse a eso…»

—¿Qué te pasa? —preguntó Izya, suspicaz.

—Nada, absolutamente nada —dijo Andrei y se levantó. Izya lo imitó y durante unos momentos examinó críticamente la pirámide.

—Aquí no hay nada de qué reírse —declaró. Dio unos pisotones con la bota en la que llevaba la suela atada con una cuerda deshilachada—. Resistirá un rato. ¿Nos vamos?

—Sí, nos vamos.

Andrei se puso los arreos. Izya no pudo contenerse y una vez más caminó en torno a la pirámide. Era obvio que imaginaba algo y veía imágenes que le resultaban gratas. Sonreía a medias, se frotaba las manos y resoplaba ruidosamente.

—¡Qué aspecto tienes! —dijo Andrei, sin poder contenerse—. Pareces un sapo que acaba de desovar y está tan orgulloso que no logra volver en sí. O, más bien, eres como un salmón del Extremo Oriente.

—¡Buena comparación! —dijo Izya, metiendo los brazos por los arreos—. El salmón, después del desove, muere…

—Exactamente.

—¡Qué cosa! —dijo Izya, amenazante, y siguieron adelante. A los pocos pasos preguntó de repente—: Y tú, ¿has probado el salmón del Extremo Oriente?

—Pues, sí. Va muy bien con la vodka. O en bocadillos, para el té. ¿Por qué?

—Por nada —respondió Izya—. Mis hijas nunca lo han probado.

—¿Tus hijas? —se asombró Andrei—. ¿Tienes hijas?

—Tres —dijo Izya—. Y ninguna de ellas conoce el sabor del salmón del Extremo Oriente. Yo les conté que ese salmón, igual que el esturión, son peces extintos. Algo así como los ictiosauros. Y ellas les dirán lo mismo a sus hijos, pero estarán hablando del arenque.

Dijo algo más, pero Andrei no lo escuchaba, sumido en el asombro. ¡Qué descubrimiento! ¡Tres hijas! ¡Izya tenía tres hijas! «Hace seis años que lo conozco y nunca se me pasó por la cabeza. ¿Cómo pudo decidirse a venir aquí? Izya, Izya… En el mundo hay toda clase de personas. Seguro que lo meditó bien. No hay la menor duda: ningún hombre normal podrá llegar hasta esta pirámide. Un hombre normal, si llega al Palacio de Cristal se queda allí para siempre. Vi a unos cuantos de ellos allí, gente normal. Tenían la jeta y el culo igual de gordos. No, muchachos, si alguien llega hasta aquí, solo puede ser un Izya número dos. Excavará esta pirámide, abrirá el sobre y al instante se olvidará de todo y morirá en este sitio, leyendo. Aunque, por otra parte, ¿qué me ha hecho venir aquí? ¿Con qué fin? Estaba bien en la Torre. En el Pabellón estaba mejor todavía. Y en el Palacio de Cristal… Nunca había vivido como en el Palacio de Cristal, y nunca volveré a vivir así. Vaya con Izya. Es un culo de mal asiento. Y si no estuviera conmigo, ¿me habría largado de aquí o me habría quedado? ¡Qué pregunta!»

—¿Por qué debemos seguir adelante? —preguntaba Izya en la Plantación, mientras a su lado, adolescentes negras, hermosas, de grandes tetas, los escuchaban sin decir palabra—. ¿Por qué debemos seguir adelante, a pesar de todo? —seguía diciendo Izya mientras acariciaba distraído la rodilla aterciopelada más cercana—. Además, ¿qué ha quedado detrás de nosotros? La muerte o el hastío, que es igual a la muerte. ¿Es que acaso no te basta este sencillo razonamiento? Somos los primeros, ¿lo entiendes? Todavía ningún hombre ha recorrido este mundo de un extremo al otro, desde las selvas y las ciénagas hasta el mismísimo punto cero… ¿Y no pudiera ser que todo este proyecto fuera ideado únicamente para eso, para que aparezca un hombre así? ¿Uno que vaya de una punta a la otra?

—¿Con qué objetivo? —preguntó Andrei, sombrío.

—¿Y cómo puedo saber yo con qué objetivo? —se indignaba Izya—. ¿Con qué objetivo se construye un templo? Está claro que el templo es el único objetivo visible, pero preguntar con qué objetivo sería incorrecto. El ser humano debe tener un objetivo, sin eso no es capaz de vivir, y para eso tiene intelecto. Si no tiene uno, se lo inventa…

—Y tú te lo inventaste —dijo Andrei—, te resulta indispensable ir de una punta a la otra. ¡Menudo objetivo!

—No me lo inventé —dijo Izya—, es el único que tengo. No tuve dónde escoger. O bien tenemos un objetivo, o bien carecemos de él, así se nos plantean las cosas…

—¿Y por qué quieres meterme ese templo tuyo en la cabeza? —dijo Andrei—. ¿Qué pinta aquí el templo?

—Pues mucho —replicó Izya satisfecho, como si hubiera estado esperando la pregunta—. El templo, querido Andrei, no son solo libros eternos, no es solo música imperecedera. Porque, de esa manera, tendríamos que el templo empezó a construirse solo después de Guttenberg, o como os enseñaron a vosotros después de Ivan Fiodorov[6]. No, amiguito, el templo también se construye con actos. Si lo quieres así, los actos son el cemento del templo, lo que lo mantiene erecto, sus cimientos. Todo empezó por los actos. Primero, un acto, después, la leyenda, y solo más tarde vino todo lo demás. Por supuesto, hablo de actos poco comunes, actos que se salen fuera de lo comente. Así comenzó a erigirse el templo, ¡con un acto significativo!

—En pocas palabras, con un acto heroico —precisó Andrei, sonriendo despectivo.

—Está bien, así sea, con un acto heroico —aceptó Izya, condescendiente.

—Entonces, tú eres un héroe —dijo Andrei—, quieres ser un héroe. Simbad el Marino, el astuto Ulises…

—Eres tonto —replicó Izya. Lo dijo con cariño, sin la menor intención de ofender—. Te aseguro, amigo, que Ulises no quería ser un héroe. Sencillamente, era un héroe, esa era su esencia, no podía ser de otra manera. Tú, por ejemplo, no podrías comer mierda, vomitarías, pero él vomitaba por ser solo un reyezuelo en su miserable Itaca. Veo que me tienes lástima: pobre maníaco, se ha vuelto loco… Lo veo, lo veo. Pero no tienes por qué sentir lástima de mí. Deberías envidiarme. Porque solo hay una cosa de la que estoy seguro: el templo se construye: fuera de esto, no pasa nada serio en la historia, y mi vida solo tiene una misión: cuidar el templo y multiplicar sus riquezas. Por supuesto, no soy Homero ni Pushkin, no podré aportar un ladrillo nuevo a su pared. ¡Pero soy Katzman! Y el templo está dentro de mí, lo que quiere decir que soy parte del templo, que cuando tomé conciencia de mí mismo el templo creció en un alma humana más. Y eso es maravilloso por sí solo. No importa que yo no pueda aportar a la pared ni un grano de arena, aunque lo intentaré, puedes estar seguro. Seguramente será un granito muy pequeño, peor aún, con el tiempo puede ser que el grano se caiga, que no sirva para el templo, pero en cualquier caso sé que el templo estaba dentro de mí, y yo también lo hacía sólido.

—No entiendo nada de eso —dijo Andrei—. Lo que cuentas es muy confuso. Es como una religión: el templo, el espíritu…

—Vaya, lo que faltaba —dijo Izya—, si no se trata de una botella de vodka o de una colchoneta de guata, tiene que ser una religión. ¿Por qué te pones tan recalcitrante? Tú mismo te cansaste de decirme que ya no sentías el suelo bajo tus pies, que estabas flotando en el espacio… Es verdad, estás flotando. Eso era lo que te debía pasar. Es lo que le pasa, al fin y al cabo, a toda persona que piense un poco. Pues yo te devuelvo el suelo. El más firme que puedas encontrar. Si quieres, puedes erguirte sobre los dos pies, si no, ¡vete a hacer puñetas! ¡Pero entonces no te quejes!

—No me estás dando un suelo —dijo Andrei—, sino una nube amorfa. Está bien. Digamos que he entendido todo lo relativo a tu templo. ¿Qué tiene que ver eso conmigo? No tengo cualidades para construir tu templo, digamos con honestidad que no soy un Homero. Pero tú, aunque sea, llevas el templo en el alma, no puedes vivir sin eso, yo lo veo, soy testigo de tus correrías por el mundo, eres como un cachorrillo, olfateas todo lo que te cae a mano, lo lames o lo muerdes. Veo cómo lees. Puedes pasarte leyendo las veinticuatro horas del día… y recuerdas todo lo que has leído. Yo no puedo. Me encanta leer, pero con medida. Me gusta oír música, claro que sí. ¡Pero no veinticuatro horas seguidas! Y mi memoria es de lo más corriente, no puedo enriquecerla con todos los tesoros que ha acumulado la humanidad. No podría, aunque me dedicara únicamente a eso. Me entra por un oído y me sale por el otro. Así que ¿para qué me sirve tu templo ahora?

—Tienes razón, claro —dijo Izya—. No te lo discuto. No todos tienen el don de percibir el templo. No discuto que sea patrimonio de una minoría, eso se debe a la naturaleza humana… Pero tú, escúchame. Ahora te cuento cómo concibo todo eso. El templo tiene constructores —Izya comenzó a contar doblando los dedos—. Son quienes lo erigen. A continuación, digamos, están… pfu, qué difícil es formularlo, solo me viene a la cabeza la terminología religiosa… Bueno, da lo mismo, están los sacerdotes. Son quienes lo llevan dentro de sí. Aquellos a través de cuyas almas crece, en cuyas almas existe… Y están los consumidores, cómo decirlo, los que se alimentan de él. Así tenemos que Pushkin era un constructor. Yo soy un sacerdote. Y tú eres un consumidor… ¡Y no hagas muecas, estúpido! ¡Eso es magnífico! El templo, sin consumidores, carecería de todo sentido humano. Tú, ignorante, ¡piensa qué suerte has tenido! Se necesitan muchos, muchísimos años de adoctrinamiento especial, de lavado de cerebro, y complicadísimos sistemas de engaño, para incitarte a ti, un consumidor, a que destruyas el templo. ¡Y a la persona que eres ahora sería imposible empujarla a eso, quizá solo bajo amenaza de muerte! Piensa un momento, saco de chinches, la gente como tú también constituye una ínfima minoría. A la mayoría de los seres humanos basta con hacerles un guiño, darles permiso, y correrán divertidos a destruir edificios, a quemar… ¡eso ya ha ocurrido, y más de una vez! Y volverá a ocurrir, en más de una ocasión. ¡Y tú te quejas! Y si fuera posible formular la pregunta de qué objetivo tiene el templo, la respuesta solo sería una, la única: ¡el templo es para ti…!

»¡Andriuja! —lo llamó Izya, con un tono repelente, bien conocido—. ¿Bebemos un poco?

Se hallaban en la cima de una elevación bastante grande. A la izquierda, donde estaba el abismo, todo se veía cubierto por una densa capa de polvo que volaba enloquecido, pero a la derecha había aclarado quién sabe por qué, y se veía la Pared Amarilla, pero no como dentro de la Ciudad, pareja y lisa, sino llena de enormes pliegues y arrugas, como la corteza de un árbol monstruoso. Delante, más abajo, comenzaba un suelo blanco de piedra, liso como una mesa: no se trataba de gravilla sino de un bloque único de roca, un monolito interminable que se extendía hasta donde llegaba la vista. Sobre él, a medio kilómetro de la elevación, oscilaban dos remolinos raquíticos, uno amarillo y el otro negro…

—Esto es algo nuevo —dijo Andrei, entrecerrando los ojos—. Fíjate, todo piedra…

—¿Cómo? Sí, es verdad… Oye, bebamos aunque sea un vasito, ya son las cuatro…

—Bien —aceptó Andrei—. Pero antes, bajemos.

Descendieron de la elevación, se liberaron de los arreos, y Andrei sacó de su carrito el bidón recalentado, que se enredó primero en la correa del fusil automático, y después con el saco que contenía los restos de pan seco, pero Andrei logró sacarla. La apretó entre las rodillas y la abrió. Izya se movía a su lado, preparado, con una taza de plástico en cada mano.

—Saca la sal —dijo Andrei.

Izya dejó de moverse de inmediato.

—Olvídate de eso —dijo, quejumbroso—. ¿Para qué? Bebámosla así mismo…

—Sin la sal, no te la daré —repuso Andrei, cansado.

—Entonces, hagamos lo siguiente —dijo Izya, inspirado por una nueva idea. Había dejado las tazas sobre la piedra y buscaba en su carrito—. Primero me como la sal, y después me bebo el agua…

—Dios mío —dijo Andrei, asombrado—. Está bien, como quieras.

Sirvió dos medias tazas de agua caliente que olía a metal, y tomó el paquetito de sal que le tendía Izya.

—Saca la lengua —dijo.

Puso una pizca de sal sobre la gruesa lengua de su compañero y lo observó torcer el gesto y tragar con dificultad, mientras tendía ansioso la mano hacia la taza. Después, echó un poco de sal a su taza de agua y se dedicó a bebérsela, a sorbitos, como si fuera una medicina, sin sentir ningún placer.

—¡Qué bien! —dijo Izya, con un graznido—. Pero es poco, ¿verdad?

Andrei asintió. El agua bebida brotó enseguida por los poros convertida en sudor, y en la boca todo quedó como antes, sin el menor alivio. Levantó el bidón, estimando cuánto quedaba. Para un par de días, con toda seguridad, y después…

«Y después, si aparece algo… —se dijo con rabia—. El Experimento es el Experimento. No lo dejan a uno vivir, pero tampoco morir.» Echó una mirada a la meseta blanca, hirviente de calor, que se extendía delante de ellos, se mordió el labio seco y se dedicó a guardar el bidón en el carrito. Izya volvió a agacharse para vendarse de nuevo el zapato.

—¿Sabes una cosa? —dijo, resoplando—. Es un lugar verdaderamente extraño. No recuerdo nada por el estilo. —Miró al sol, cubriéndose con una mano—. En el cénit. Sin dudas, está en el cénit. Algo va a ocurrir… ¡Pero tira esa lata, no pierdas el tiempo con ella!

—Sin esta lata —le recordó Andrei mientras metía con cuidado el fusil automático junto al bidón, no hubiéramos podido recoger huesos detrás del Pabellón.

—¡Sí, detrás del Pabellón! —objetó Izya—. Desde ese momento llevamos andando más de cuatro semanas, y no hemos visto ni siquiera una mosca.

—Está bien, pero no la llevas tú. Vámonos.

La meseta de piedra resultó ser asombrosamente lisa. Los carritos rodaban como por una carretera asfaltada, solo se oía el chirrido de las ruedas. Pero el calor era más terrible aún. La piedra blanca devolvía la radiación solar, y no había la menor salvación para los ojos. Las suelas quemaban como si caminaran descalzos, pero por extraño que fuera, el polvo no disminuía.

«Si no perecemos aquí —pensó Andrei—, viviremos eternamente. —Caminaba mirando a través de los párpados casi juntos, y después cerró los ojos del todo. Sintió cierto alivio—. Seguiré así —decidió—. Y abriré los ojos, digamos, cada veinte pasos. O cada treinta… Echaré un vistazo y seguiré caminando…»

Recordó el sótano de la Torre, estaba recubierto de una piedra blanca muy parecida. Pero allí estaba fresco y en penumbra, y a lo largo de las paredes se erguían muchas cajas de cartón grueso, llenas de artículos de ferretería, guardados allí quién sabe por qué razón. Había tornillos, clavos, pernos de todos los tamaños, latas con colas y pinturas, botellas con lacas de diversos colores, herramientas de mecánica y carpintería, cojinetes de bolas envueltos en papeles grasientos… No hallaron nada de comer, pero en un rincón había un pedazo de cañería que salía de la pared, y de ella caía, fluyendo y desapareciendo bajo el suelo, un delgado chorrito de agua fría e increíblemente sabrosa.

—En tu sistema todo está bien —decía Andrei, poniendo la taza bajo el chorrito por vigésima vez—. Solo hay una cosa que no me gusta. No me gusta que clasifiquen a las personas en importantes y no importantes.

Eso no es correcto. Es una vileza. Ahí está el templo, y a su alrededor deambula sin sentido una manada de bueyes. «¡El hombre es un almilla que carga un cadáver!» No importa que sea así. De todos modos, es incorrecto. Hay que cambiar todo eso…

—¿Y acaso te he dicho que no sea necesario? —dijo Izya, con una sacudida—. Claro que sería excelente cambiar eso. Pero ¿cómo? Hasta el momento, todos los intentos de transformar esa situación, de igualar a la humanidad, de poner a todos al mismo nivel para que todo fuera más correcto y justo, terminaron con la aniquilación del templo para que no se destacara y cortando las cabezas que sobresalían por encima del nivel general. Ya está. Y sobre el campo nivelado comenzó a brotar, muy, muy rápido, como un tumor cerebral, la hedionda pirámide de una nueva élite política, más asquerosa que la anterior… Y no sé si sabes que, por ahora, no se ha inventado otra manera de hacerlo. Por supuesto, todos esos excesos no pudieron cambiar la historia y no fueron capaces de aniquilar el templo hasta los cimientos, pero cortaron innumerables cabezas brillantes.

—Lo sé —dijo Andrei—, pero es lo mismo. Sigue siendo una canallada. Toda élite es una vileza.

—¡Pues perdóname! —objetó Izya—. Si hubieras dicho que toda élite que domine los destinos y la vida de otras personas es una vileza, yo hubiera estado de acuerdo contigo. Pero una élite en sí, una élite para sí, ¿qué daño hace? Irrita, sí, ¡hasta la ira, hasta el frenesí! Aunque ese es su cometido, irritar es una de sus funciones. Y la igualdad total es como una ciénaga absoluta, el estancamiento. Hay que darle gracias a la madre naturaleza por no permitir la existencia de la igualdad total. Entiéndeme bien, Andrei, no propongo un sistema para reconstruir el mundo. No conozco semejante sistema y no creo que exista. Se han probado demasiados sistemas diferentes y todo ha permanecido, en general, igual. Solo propongo el objetivo de la existencia, bueno, ni siquiera propongo eso, me has enredado. Descubrí ese objetivo dentro de mí y para mí, es el objetivo de mi existencia, ¿entiendes? De la mía y de otros semejantes… Solo hablo de eso contigo, y lo hago únicamente ahora porque me das lástima, veo que has madurado, que has quemado todo lo que hasta ayer venerabas y no sabes qué venerar ahora. Y tú no puedes vivir sin venerar algo, eso lo mamaste con la leche materna, la absoluta necesidad de venerar algo o a alguien. Te metieron en la cabeza para siempre que si no existe una idea por la que valga la pena morir, entonces no vale la pena vivir. Pero las personas como tú, cuando llegan a la comprensión final, son capaces de hacer cosas terribles. O se pegan un tiro en la cabeza, o se vuelven unos canallas sobrenaturales, convencidos, de principios, canallas desinteresados, ¿me entiendes? O, peor aún, empiezan a vengarse del mundo por ser como es en la realidad, y por no corresponder a un cierto ideal predestinado. A propósito, la idea del templo es buena, además, por el hecho de que está contraindicado morir por él. Por él hay que vivir. Vivir cada día, con todas tus fuerzas, a tope.

—Sí, seguro —repuso Andrei—. Seguro que es así. ¡Pero, de todas maneras, sigo sin aceptar esa idea…!

Andrei se detuvo y tiró con fuerza de la manga de Izya, que abrió los ojos de repente.

—¿Qué? —preguntó asustado—. ¿Qué pasa?

—Calla —masculló Andrei entre dientes.

Había algo delante. Algo se desplazaba, no giraba formando un remolino, no se extendía por encima de la piedra, sino que se movía a través de todo eso. Y avanzaba hacia ellos.

—¡Son personas! —pronunció Izya, fascinado—. ¡Son personas, Andrei, personas!

—Calla, animal —le susurró Andrei.

Él mismo ya había caído en cuenta de que se trataba de personas. O de una persona… No, al parecer eran dos. Se detuvieron. Seguramente, los habían visto. De nuevo, el maldito polvo no dejaba ver nada.

—¡Ahí lo tienes! —dijo Izya, con solemne fascinación—. Y te quejabas, decías que moriríamos…

Andrei se quitó los arreos y retrocedió hasta su carrito, sin perder de vista aquellas sombras difusas. Demonios, ¿cuántos son? ¿Y a qué distancia están? ¿A cien metros? ¿O más cerca? Palpó el carrito, buscando el fusil automático, lo encontró y manipuló el cerrojo.

—Desplaza el carrito y tiéndete detrás. Me cubres, en caso de… Le dio el fusil a Izya y, sin volverse, comenzó a avanzar, con la mano sobre la cartuchera. Apenas se veía algo.

«Me va a pegar un tiro —pensó—. Izya me va a dar un balazo en la nuca.»

Ya podía distinguir que uno de los otros se dirigía a su encuentro, una silueta borrosa, larguirucha, envuelta en un torbellino de polvo. ¿Estaba armado o no? «Ahí tienes la Anticiudad. ¿Quién lo hubiera imaginado? Ay, no me gusta dónde lleva la mano.» Andrei abrió la cartuchera con cuidado y aferró la culata. El dedo pulgar fue a parar al seguro. Nada, aquello terminaría bien. Debía terminar bien. Lo fundamental era no hacer movimientos bruscos.

Empezó a sacar la pistola de la funda. El arma se enganchó en algo. Sintió miedo. Tiró con más fuerza, después con todas sus fuerzas. Vio con toda claridad el movimiento brusco del hombre que iba a su encuentro (corpulento, harapiento, exhausto, con una sucia barba que le llegaba hasta los ojos)… «Es idiota», pensó, mientras apretaba el gatillo. Hubo un disparo, vio la chispa del disparo del otro, le pareció oír el grito de Izya… Sintió un golpe en el pecho y el sol se apagó de inmediato…

—Pues, sí, Andrei —pronunció la voz del Preceptor con cierta solemnidad—. Acabas de recorrer el primer círculo.

La bombilla ardía bajo la pantalla de vidrio verde de la lámpara, y en el círculo de luz había un número reciente del diario Leningradskaia Pravda, con un gran titular: EL AMOR DE LOS LENINGRADENSES HACIA EL CAMARADA STALIN NO TIENE LÍMITES. En una estantería, a su espalda, se oía el murmullo de un aparato de radio. En la cocina, la madre hablaba con una vecina y se oía ruido de platos. Olía a pescado frito. Al otro lado de la ventana, en el patio central, varios niños pequeños jugaban al escondite dando gritos y chillidos. Por el ventanuco abierto entraba un aire húmedo, primaveral. Un minuto antes, todo aquello había sido muy diferente de este momento, más cotidiano, más habitual. Algo sin futuro. Más exactamente, algo separado del futuro.

Andrei miró el diario con indiferencia.

—¿El primero? —preguntó—. ¿Y por qué el primero?

—Porque todavía hay muchos por delante —pronunció la voz del Preceptor.

Entonces Andrei se levantó, tratando de no mirar hacia el lugar de donde provenía la voz, y recostó el hombro sobre el armario junto a la ventana. El agujero del patio, débilmente iluminado por los rectángulos amarillos de las ventanas, estaba debajo y encima de él, y ascendía hasta algún lugar muy arriba, y en el cielo, ahora totalmente oscuro, se veía la estrella Vega. Le resultaba totalmente imposible abandonar todo eso, pero también le era imposible (¡muchísimo más!) quedarse allí. Entonces. Después de todo aquello.

—¡Izya! ¡Izya! —se oyó el grito agudo de una mujer, asomada al patio—. ¡Izya, ven a cenar! Niños, ¿no habéis visto a Izya?

—¡Izya! —se pusieron a gritar en ese momento las vocecitas infantiles—. ¡Katzman! ¡Ven, te llama tu mamá!

Andrei, muy tenso, pegó el rostro al cristal de la ventana y miró atentamente a la oscuridad. Pero solo vio sombras difusas que se movían por el fondo oscuro y negro de aquel hueco, entre los montones de rajas de leña.

FIN

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