TERCERA PARTE Redactor jefe

UNO

Desde mucho tiempo atrás, en la ciudad se editaban cuatro diarios, pero el primero que leía Andrei era el quinto, que comenzara a publicarse poco tiempo atrás, un par de semanas antes de la llegada de las «tinieblas egipcias». Aquel diario era pequeño, solo tenía dos páginas (más que un diario era una octavilla), y la publicaba el Partido del Renacimiento Radical, que se había escindido del ala izquierda del partido de los radicales. La hoja titulada Bajo el signo del Renacimiento Radical era venenosa, agresiva y malévola, pero la gente que la editaba contaba siempre con una información de primera y, como regla, siempre sabían bien qué ocurría en la Ciudad en general, y en el gobierno en particular.

Andrei echó una mirada a los titulares: FRIEDRICH GEIGER ADVIERTE: ¡HABÉIS SUMIDO LA CIUDAD EN LAS TINIEBLAS, PERO NO DORMIMOS!; EL RENACIMIENTO RADICAL ES LA ÚNICA MEDIDA EFICAZ CONTRA LA CORRUPCIÓN; DE TODOS MODOS, ALCALDE, ¿ADÓNDE HA IDO A PARAR EL GRANO DE LOS GRANEROS URBANOS?; ¡HOMBRO CON HOMBRO, ADELANTE! ENCUENTRO DE FRIEDRICH GEIGER CON LOS LÍDERES DEL PARTIDO CAMPESINO; OPINAN LOS OBREROS DE LA SIDERÚRGICA: ¡LOS ACAPARADORES DE GRANO, AL PATÍBULO!; ¡SIGUE ADELANTE, FRITZ! ¡ESTAMOS CONTIGO! ASAMBLEA DE LAS AMAS DE CASA DEL PRR; ¿OTRA VEZ LOS BABUINOS? Una caricatura: el alcalde, con su enorme trasero, se yergue sobre un montón de grano, seguramente el mismo que desapareció de los almacenes de la ciudad, entrega armas a sujetos lúgubres, con aspecto de criminales. Pie de grabado: ¡CHAVALES, EXPLICADLES ADÓNDE HA IDO A PARAR EL GRANO!

Andrei dejó caer la octavilla sobre la mesa y se rascó la barbilla. ¿De dónde sacaba Fritz todo el dinero para pagar las multas? ¡Dios mío, qué harto estaba de todo! Se levantó, caminó hasta la ventana y miró hacia fuera. Entre la espesa niebla húmeda, apenas iluminada por las farolas callejeras, pasaban ruidosos los carretones, se oían abundantes tacos, toses de fumadores, de vez en cuando se escuchaban relinchos de caballos. Los granjeros acudían por segundo día a la ciudad, sumida en las tinieblas.

Llamaron a la puerta y entró la secretaria con un paquete de galeradas.

—A Ubukata. Déselas a Ubukata —Andrei intentó librarse.

—El señor Ubukata está con el censor —objetó la secretaria con timidez.

—Pero no va a pasar toda la noche allí —dijo Andrei, irritado—. Cuando regrese, se las da.

—Pero el maquetista…

—Eso es todo —dijo Andrei con grosería—. Lárguese.

La secretaria se retiró. Andrei bostezó, el dolor en la nuca lo hizo encogerse, volvió junto a la mesa y encendió un cigarrillo. Se le partía la cabeza y tenía un pésimo sabor en la boca. Y, en general, todo era asqueroso, oscuro y pegajoso. Tinieblas egipcias… De algún lugar lejano llegaba el sonido de disparos, débiles chasquidos, como si estuvieran partiendo ramas secas. Andrei volvió a arrugar el rostro y cogió en sus manos El Experimento, diario del gobierno, de dieciséis páginas.


EL ALCALDE ADVIERTE A LOS DEL PRR:

¡EL GOBIERNO NO DUERME, EL GOBIERNO LO VE TODO!

EL EXPERIMENTO ES UN EXPERIMENTO.

LA OPINIÓN DE NUESTRO COMENTARISTA CIENTÍFICO SOBRE LOS FENÓMENOS SOLARES,

CALLES OSCURAS Y PERSONAJES SOMBRÍOS.

COMENTARIO DEL ASESOR POLÍTICO DE LA MUNICIPALIDAD

SOBRE EL ÚLTIMO DISCURSO DE FRIEDRICH GEIGER.

UNA SENTENCIA JUSTA,

ALOIS TENDER CONDENADO AL FUSILAMIENTO POR PORTAR ARMAS.

«ALGO SE LES HA ROTO, NO IMPORTA, LO ARREGLARÁN»,

DICE EL ELECTRICISTA THEODOR U. PLTERS

¡PROTEGED A LOS BABUINOS, SON VUESTROS BUENOS AMIGOS!

RESOLUCIÓN DE LA ÚLTIMA ASAMBLEA

DE LA SOCIEDAD PROTECTORA DE LOS ANIMALES.

LOS GRANJEROS SON EL FIRME PILAR DE NUESTRA SOCIEDAD.

ENCUENTRO DEL ALCALDE CON LOS LÍDERES DEL PARTIDO CAMPESINO.

EL MAGO DEL LABORATORIO SOBRE EL PRECIPICIO.

NOTICIAS SOBRE LOS ÚLTIMOS TRABAJOS PARA

EL CULTIVO DE PLANTAS EN LA OSCURIDAD

¿DE NUEVO LAS «ESTRELLAS FUGACES»?

CONTAMOS CON CARROS BLINDADOS.

ENTREVISTA CON EL COMISIONADO DE POLICÍA.

LA CLORELLA NO ES UN PALIATIVO, SINO UNA PANACEA.

¡AARON WEBSTER SE RÍE. AARON WEBSTER CANTA!

DECIMOQUINTO CONCIERTO BENÉFICO DEL FAMOSO COMEDIANTE.

Andrei agarró el montón de papeles, hizo una pelota con ellos y los tiró a un rincón. Todo aquello le parecía irreal. Lo real eran las tinieblas, que por duodécimo día cubrían la Ciudad, la realidad eran las colas ante las panaderías, la realidad era el golpeteo siniestro de las ruedas descentradas bajo la ventana, las brasas de los cigarrillos que surgían de repente en la oscuridad, el sordo tintineo metálico bajo la lona de los carretones campesinos. La realidad eran los disparos, aunque hasta ese momento nadie podía decir con seguridad quién disparaba contra quién. Y la peor de todas las realidades era aquel sordo zumbido de resaca dentro de la pobre cabeza, y la enorme lengua, hinchada y reseca, que no cabía en la boca y daba ganas de escupirla.

«Oporto y queso, qué locura, ¡y nada más! A ella qué le importa, sigue durmiendo bajo la manta, pero tú, como si revientas… Ojalá todo esto acabe de derrumbarse, de irse al diablo… Estoy harto de llenar el cielo de hollín, que se vayan a la mierda con su experimento, sus preceptores, sus militantes del PRR, sus alcaldes y granjeros, sus apestosas reservas de grano… Qué experimentadores tan grandiosos, no pueden ni siquiera suministrar luz solar. Y hoy todavía tengo que pasar por la cárcel, que llevarle un paquete de comida a Izya… ¿Cuánto tiempo le queda por cumplir? Cuatro meses. No, seis… ¡Hijo de perra, Fritz, si utilizara su energía con fines pacíficos! No se rinde nunca. Puede con todo. Lo echaron de la fiscalía, y fundó un partido. Ahora anda haciendo planes, lucha contra la corrupción, viva el renacimiento, se pelea con el alcalde… Qué bueno sería ir ahora mismo al ayuntamiento y agarrar al señor alcalde por sus blancas crines y reventarle la jeta contra la mesa. Canalla, ¿dónde está el grano? ¿Por qué el sol no alumbra? Y darle una, dos, muchas patadas en el culo…»

La puerta se abrió violentamente y chocó contra la pared. Entró Kensi, pequeño y veloz, y además airado, como se pudo ver enseguida: los ojos eran apenas una rendija, los dientecitos a la vista, el cabello negro erizado. Andrei gimió lentamente. Tendría que ir con él a pelearse con alguien, pensó angustiado.

Kensi se le acercó y tiró sobre la mesa un paquete de galeradas tachadas con lápiz rojo.

—¡No voy a imprimir eso! —declaró—. ¡Es un sabotaje!

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Andrei, decaído—. ¿Te has peleado con el censor?

Tomó las galeradas y las miró atentamente, sin comprender nada ni ver otra cosa que no fueran las líneas y anotaciones en rojo.

—De las cartas de los lectores solo queda una —dijo Kensi con furia—. El editorial no pasa, es demasiado fuerte. No se pueden publicar los comentarios sobre la intervención del alcalde, demasiado provocadores. Ni la entrevista con los granjeros, es un asunto delicado, inoportuno… Así no puedo trabajar, Andrei. Eres el único que puede hacer algo. ¡Esos canallas están matando el periódico!

—Aguarda —dijo Andrei, arrugando el rostro—. Aguarda, deja ver de qué se trata…

De repente, un enorme perno oxidado comenzó a atornillarse en su nuca, en la depresión junto a la base del cráneo. Cerró los ojos y gimió en voz baja.

—¡Con esos gemidos no vas a resolver nada! —dijo Kensi, dejándose caer en el butacón para los visitantes y encendiendo un cigarrillo con dedos temblorosos—. Tú gimes, yo gimo, y quien debiera gemir es ese canalla, no nosotros.

La puerta volvió a abrirse de par en par. El censor, un tipo grueso, sudoroso, con el rostro lleno de manchas rojas, que respiraba como si estuviera huyendo de alguien, entró de súbito en la habitación.

—¡Me niego a trabajar en estas condiciones! —gritó desde la puerta—. Señor redactor jefe, no soy un niño. ¡Soy un funcionario del estado! ¡No estoy aquí para divertirme! ¡No tengo la intención de seguir oyendo semejantes insultos de boca de sus subordinados! ¡Ni que me llamen…!

—¡A usted habría que estrangularlo, no insultarlo! —masculló Kensi desde su asiento, con ojos brillantes como los de una serpiente—. Usted es un saboteador y no un funcionario.

El censor se quedó como de piedra, y sus ojos enrojecidos pasaban alternativamente de Kensi a Andrei.

—¡Señor redactor jefe! —dijo, finalmente, con voz serena, casi solemne—. ¡Le comunico mi protesta más formal!

Entonces, haciendo un enorme esfuerzo por contenerse, Andrei dio una violenta palmada sobre la mesa.

—Les ordeno a los dos que se callen —dijo—. Siéntese, por favor, señor Paprikaki.

El señor Paprikaki se sentó frente a Kensi, y entonces, sin mirar a nadie, se sacó del bolsillo un enorme pañuelo a cuadros y se puso a secarse el sudor del cuello, las mejillas, la nuca y la nuez.

—Vamos a ver —dijo Andrei, revisando las galeradas—. Preparamos una selección con diez cartas…

—¡Una selección tendenciosa! —declaró de inmediato el señor Paprikaki.

—¡Ayer recibimos novecientas cartas sobre el problema del pan! —se disparó Kensi de nuevo—. Y todas con el mismo contenido, si no peor…

—¡Un minuto! —dijo Andrei, levantando la voz y dando otra palmada sobre la mesa—. ¡Déjenme hablar! Y si no les gusta, salgan al pasillo y resuelvan sus problemas allí. Señor Paprikaki, nuestra selección está basada en un minucioso análisis de las cartas recibidas en la redacción. El señor Ubukata tiene toda la razón: tenemos cartas mucho más violentas y agresivas. Pero en la selección incluimos precisamente la correspondencia más calmada y menos agresiva. Cartas de personas que no solo tienen hambre o están asustadas, sino que entienden lo complejo de la situación. Además, llegamos a incluir una carta que expresa su apoyo al gobierno, aunque es la única entre siete mil, que hemos…

—No tengo nada en contra de esa carta —lo interrumpió el censor.

—Faltaría más —dijo Kensi—, si la escribió usted mismo.

—¡Eso es mentira! —el censor chilló con tanta fuerza que el perno herrumbroso volvió a clavarse en la nuca de Andrei.

—Pues si no fue usted, sería algún otro de su pandilla —repuso Kensi.

—¡Usted es un chantajista! —gritó el censor, y de nuevo el rostro se le cubrió de rosetones.

La exclamación era algo extraña, y durante unos momentos reinó el silencio. Andrei siguió revisando las galeradas.

—Hasta hoy hemos logrado una buena colaboración, señor Paprikaki —dijo, conciliador—. Estoy seguro de que ahora tenemos que llegar a un compromiso…

—¡Señor Voronin! —dijo con sentimiento el censor, comenzando a inflar las mejillas—. ¿Qué tengo que ver yo en todo esto? El señor Ubukata es una persona de mal carácter, lo único que desea es dar salida a su ira, y le da lo mismo con quién. Pero entienda usted que yo actúo en correspondencia con las instrucciones recibidas. En la Ciudad falta poco para que estalle un motín. Los granjeros están a punto de armar una degollina. La policía no es de fiar. ¿Qué quiere usted, sangre? ¿Incendios? Yo tengo hijos y no deseo nada de eso. ¡Y usted tampoco! En días como estos, la prensa debería contribuir a aliviar la situación y no a agudizarla. Ese es el planteamiento, y debo decirle que coincido plenamente con él. E incluso, si no estuviera de acuerdo, de todas maneras estoy obligado, es mi deber… Ayer arrestaron al censor del Expreso por negligencia, por complicidad con elementos subversivos.

—Lo entiendo perfectamente, señor Paprikaki —dijo Andrei, de la manera más cordial posible—. Pero a fin de cuentas, usted mismo puede ver que la selección de cartas es totalmente moderada. Entiéndame, se debe precisamente al hecho de que vivimos tiempos duros el que no podamos ceder ante las presiones del gobierno. Precisamente por el hecho de que estamos ante una posible rebelión de los elementos desclasados y los granjeros, debemos hacer todo lo posible para que el gobierno medite. ¡Estamos cumpliendo con nuestro deber, señor Paprikaki!

—No aprobaré esa selección de cartas —dijo Paprikaki muy bajito.

Kensi masculló un taco.

—Nos veremos en la obligación de publicar el diario sin su aprobación —dijo Andrei.

—Muy bien —dijo Paprikaki, angustiado—. Encantador. Una delicia. Le pondrán una multa al periódico y a mí me arrestarán. Y secuestrarán la tirada. Y lo arrestarán a usted también.

Andrei agarró la hoja titulada Bajo el signo del Renacimiento Radical y la agitó ante las narices del censor.

—¿Y por qué no arrestan a Fritz Geiger? —preguntó—. ¿A cuántos censores de este periódico han arrestado?

—No sé —replicó Paprikaki con serena desesperación—. ¿Y a mí, qué me importa eso? A Geiger lo arrestarán en cualquier momento, le llegará su hora…

—Kensi —dijo Andrei—. ¿Cuánto tenemos en la caja? ¿Alcanza para pagar la multa?

—Haremos una colecta entre los trabajadores —dijo Kensi con diligencia y se levantó—. Le daré al maquetista la orden de que ponga en marcha las rotativas. De alguna manera saldremos de esta…

Caminó hacia la puerta mientras el censor lo miraba marcharse con melancolía, suspiraba y se sonaba la nariz.

—No tiene usted corazón —balbuceaba—. Ni cerebro. Mocosos…

—Andrei —dijo Kensi deteniéndose en el umbral—, yo en tu lugar iría a la alcaldía y apelaría a todos los resortes posibles.

—De qué resortes hablas… —masculló Andrei, sombrío.

—Ve a ver al sustituto del consejero político. —Kensi deshizo el camino y volvió a la mesa—. A fin de cuentas, también es ruso. Has bebido vodka con él.

—Y también le he roto la jeta —añadió Andrei, con aire lúgubre.

—No importa, no es rencoroso —dijo Kensi—. Y además, sé de buena tinta que se le puede untar.

—¿Y a quién no se puede untar en la alcaldía? —dijo Andrei—. Pero no se trata de eso. —Suspiró—. Está bien, pasaré por ahí. Quizá pueda averiguar algo… ¿Y qué vamos a hacer con Paprikaki? Ahora mismo irá corriendo a telefonear… Eso es lo que va a hacer, ¿no?

—Por supuesto —asintió Paprikaki, sin el menor entusiasmo.

—¡Pues ahora mismo lo ato y lo echo en el armario! —dijo Kensi, chirriando los dientes de satisfacción.

—No hace falta… —dijo Andrei—. Para qué vas a atarlo y a echarlo… Enciérralo en el archivo, ahí no hay teléfono.

—Eso será uso de violencia —apuntó Paprikaki con dignidad.

—Y si lo arrestan, ¿no será acaso uso de violencia?

—¡Pero no estoy en contra! —exclamó Paprikaki—. Simplemente yo… hacía un comentario.

—Vete, vete, Andrei —dijo Kensi, impaciente—. Puedo hacerlo todo sin ti.

Andrei se incorporó con dificultad, fue hacia el perchero arrastrando los pies y agarró su impermeable. La boina se había metido en alguna parte, la buscó debajo, entre galochas de fieltro olvidadas por los visitantes en algún momento del pasado, no la encontró, soltó un taco y salió al vestíbulo. La secretaria raquítica levantó hacia él sus ojos grises, asustados. Zorra andrajosa. ¿Cómo se llamaba?

—Voy a la alcaldía —dijo Andrei con desgana.

En la redacción todo seguía como todos los días. Alguien gritaba por el teléfono, otro escribía, apoyándose en un extremo de la mesa, los mensajeros iban de un lado a otro con carpetas y papeles en las manos, el aire estaba saturado de humo de cigarrillos, el piso estaba sucio…

—Aquí se ha excedido, no ha tenido una clara percepción de la medida, el material ha resultado más duro y más fluido que usted —le anunciaba con altivez a un autor de rostro aburrido el jefe del departamento literario, un asno fenomenal con unos quevedos dorados (excartógrafo de un pequeño estado, algo así como Andorra).

«A patadas, a patadas, a patadas», pensó Andrei, mientras atravesaba el local. De repente recordó cuan querido le era aquello, cuan nuevo y divertido, cómo hasta hace muy poco tiempo lo había considerado algo con grandes perspectivas, algo necesario e importante…

—Jefe, un momento —le gritó Dennis Lee, jefe del departamento de cartas de los lectores, y estuvo a punto de correr tras él.

Pero Andrei, sin volverse, se desentendió con un gesto de la mano. «A patadas, a patadas, a patadas…»

Al salir del portal, se detuvo y se subió el cuello del impermeable. Por la calle seguían pasando carretones, todos en la misma dirección, hacia el centro de la ciudad, hacia la alcaldía. Andrei se metió bien las manos en los bolsillos y, encorvando la espalda, comenzó a andar en la misma dirección. Dos minutos más tarde se dio cuenta de que caminaba al lado de una gigantesca carreta, con ruedas cuyo diámetro era igual a la altura de un hombre. Conducían la carreta dos tipos gigantescos, al parecer agotados por el largo viaje. A causa de las altas barandas de tablas no se veía la carga que llevaba la carreta, pero se distinguía bien al carretero en su sitio, aunque no tanto al hombre como su colosal capa de lona de capuchón triangular. A él solo se le veía la barba que apuntaba hacia delante, y entre el chirrido de las ruedas y el golpeteo de los cascos se oían los extraños sonidos que emitía: o bien azuzaba a los caballos, o soltaba gases como cualquier paleto.

«Y este también ha venido a la Ciudad —pensó Andrei—. ¿Para qué? ¿Qué buscan aquí todos ellos? Aquí no van a encontrar pan, y tampoco lo necesitan, tienen suficiente pan. Y, en general, lo tienen todo, no como nosotros, la gente de la ciudad. Hasta tienen armas. ¿Será verdad que quieren organizar una degollina, una asonada? Es posible. ¿Y qué van a sacar en limpio de todo eso? ¿Vaciarán los pisos? No entiendo nada.»

Recordó la entrevista con los granjeros y cuan decepcionado había quedado Kensi con esa entrevista aunque la hubiera hecho él mismo: había llevado a cabo una encuesta entre casi cincuenta campesinos reunidos en la plaza frente a la alcaldía. «Nosotros, como el resto de la gente»; «Estamos aburridos de vivir en las ciénagas, y se me ocurrió venir…»; «Vi que todos iban a la Ciudad; y yo también vine a la Ciudad. ¿Qué, soy yo menos que los demás?»; «¿El fusil automático? ¿Cómo podemos vivir sin un fusil automático? No podemos dar ni un paso sin el fusil…»; «Salí por la mañana a ordeñar las vacas y vi que hay gente en el camino. Estaban Siomka Kostilin. Jacques el Francés, y ese… me cago en… se me olvida su nombre constantemente, el que vive más allá de la Colina de los Piojos. Les pregunté adónde iban. Me dijeron que el sol llevaba siete días sin encenderse y venían a la Ciudad a averiguar…»; «Y vosotros, preguntadle a los jefes. Los jefes lo saben todo…»; «Dijeron que iban a dar tractores automáticos. Para que uno pudiera quedarse en casa, echándose fresco, mientras el tractor trabaja en tu lugar… Llevan tres años prometiéndolo.»

Turbio, poco claro, impreciso. Siniestro. O estaban ocultando algo, o era el instinto lo que los hacía agruparse. O habría alguna organización secreta, bien oculta… ¿Qué era aquello? ¿Una rebelión? ¿Un motín campesino? En algo había que darles la razón: el sol llevaba doce días sin encenderse, las cosechas se morían, nadie tenía idea de qué iba a ocurrir. Por eso habían decidido salir de sus hogares.

Andrei dejó atrás una pequeña cola silenciosa delante de la carnicería, y otra más adelante, en la panadería. Quienes esperaban eran, sobre todo, mujeres, y muchas de ellas tenían brazaletes blancos. Andrei recordó enseguida la Noche de San Bartolomé, y en ese momento pensó que ya no era de noche, era la una del mediodía, pero hasta entonces los tenderetes estaban cerrados. En la esquina, bajo el letrero de neón del café nocturno Kwisisan, había tres policías juntos. Tenían un aspecto extraño, como inseguro. Andrei ralentizó el paso para oír qué decían.

—¿Qué, ahora nos ordenarán pelear contra ellos? Nos superan dos a uno.

—Pues vamos y les decimos eso mismo: no es posible llegar allí, y basta.

—Entonces, nos dirán: «¿Cómo que no es posible? Sois la policía».

—Sí, la policía, ¿y qué? Somos la policía y ellos son una milicia.

«Y qué clase de milicia —pensó Andrei, pasando de largo—. No sé de ninguna milicia.» Dejó atrás otra cola y giró hacia la calle Mayor. Delante se veían las brillantes farolas de mercurio de la Plaza Central, cuyos amplios espacios estaban llenos de algo gris que se movía, cubierto de humo o de vaho, pero en ese momento lo detuvieron.

Un joven corpulento, un adolescente casi, muy crecido, que llevaba un quepis plano con la visera encima de los ojos, le cortó el paso.

—¿Adónde va, caballero? —le preguntó en voz baja.

Tenía las manos en los costados, y llevaba brazaletes blancos en ambas mangas. Detrás de él, junto a la pared, había otros hombres de variado aspecto, todos con brazaletes blancos.

De reojo, Andrei vio que un anciano, cubierto por un impermeable de lona, seguía adelante con su carretón sin que nadie lo molestara.

—Voy a la alcaldía —dijo Andrei, que se había visto obligado a detenerse—. ¿Qué pasa?

—¿A la alcaldía? —repitió el joven corpulento en voz alta y miró a sus acompañantes por encima del hombro; dos de ellos se separaron del grupo y caminaron hacia Andrei.

—¿Y tendría la bondad de decirme para qué va a la alcaldía? —se interesó un tipo corpulento, bajito, sin afeitar, que vestía un mono de trabajo manchado de grasa y llevaba un casco con las letras GM. Tenía un rostro enérgico, musculoso, y sus ojos inquisitivos tenían algo de maldad.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Andrei, mientras acariciaba la pequeña barra de cobre que llevaba en un bolsillo desde hacía poco, a causa de la intranquilidad reinante.

—Somos la milicia voluntaria —respondió el tipo bajito—. ¿Qué va a hacer en la alcaldía? ¿Quién es usted?

—Soy el redactor jefe del Diario Urbano —dijo Andrei, molesto, mientras apretaba la barra de cobre. No le gustaba en absoluto que el adolescente estuviera detrás de él, a la izquierda, y que el tercer miliciano voluntario, un hombre joven, al parecer muy fuerte, resoplara sobre su oreja por la derecha—. Voy a la alcaldía para protestar por las acciones de la censura.

—Ah —dijo el tipo bajito, con un gesto vago—. Está claro. Pero ¿para qué va a la alcaldía? Solo tiene que arrestar al censor y publicar lo que quiera.

—No me enseñéis qué tengo que hacer —dijo Andrei, que había decidido comportarse de manera insolente—. Ya hemos arrestado al censor sin necesidad de vuestros consejos. Y dejadme pasar.

—Representante de la prensa —gruñó el que le resoplaba sobre la oreja derecha.

—¿Y qué? Que pase —autorizó el adolescente de la izquierda, en tono condescendiente.

—Adelante —dijo el hombre bajito—. Que pase. Pero después, no nos eche la culpa a nosotros. ¿Va usted armado?

—No —respondió Andrei.

—Es una lástima —dijo el hombre bajito, echándose a un lado—. Pase…

Andrei siguió adelante.

—«El jazmín es una flor divina» —dijo a sus espaldas el hombre bajito con voz de gallo, y los milicianos se echaron a reír. Andrei conocía aquel versito y sintió deseos de volverse, irritado, pero se limitó a acelerar el paso.

En la calle Mayor había bastante gente. Estaban recostados en las paredes, formaban grupos en los portales, y todos llevaban brazaletes blancos. Había algunos de pie en medio de la calzada, se aproximaban a los granjeros que iban llegando, les decían algo, y los granjeros proseguían su camino. Todas las tiendas estaban cerradas, pero no tenían colas delante de sus puertas. Cerca de la panadería, un miliciano viejo con un nudoso bastón trataba de explicarle algo a una anciana solitaria.

—Se lo digo con toda seguridad, madame. Hoy las tiendas no van a abrir. Yo mismo soy dueño de una tienda, madame, sé bien qué le estoy diciendo…

La anciana respondía, chillando, que prefería morir allí, ante aquella puerta, pero no abandonaría la cola.

Haciendo un gran esfuerzo para acallar dentro de sí la preocupación que lo embargaba y la sensación de que todo lo que lo rodeaba era irreal, como en el cine. Andrei llegó a la plaza. La salida de la calle Mayor que daba a la plaza estaba llena de carros, carretas, carretones, diligencias, coches de caballos… Olía a sudor equino y a boñiga fresca; caballos de razas variadas sacudían la cabeza y los habitantes de la ciénaga se llamaban entre sí, haciendo brillar la lumbre de sus cigarrillos. Olía a humo; no lejos habían encendido una hoguera. Un gordo bigotudo que se abotonaba la ropa sobre la marcha salió de una arcada y a punto estuvo de tropezar con Andrei, soltó un taco y siguió adelante entre los carretones, llamando a un tal Sidor con tono de urgencia.

—¡Ven, Sidor! ¡Entra al patio, hay lugar! Pero mira donde pisas, no te vayas a embarrar…

Andrei se mordió el labio y siguió adelante. Al borde mismo de la plaza, los carretones ocupaban las aceras. Muchos estaban sin los caballos; las bestias de tiro, con maneas puestas, vagaban por los alrededores dando saltitos y oliendo el asfalto sin mucho interés. En los carretones dormían, fumaban, comían, se oía cómo deglutían y masticaban con placer. Andrei se metió en un portal y trató de mirar por encima de la multitud. Lo separaban unos quinientos pasos de la alcaldía, pero era un verdadero laberinto. Las hogueras chasqueaban y echaban humo que, iluminado por las farolas de mercurio, ascendía por encima de los carretones y las diligencias, y como si una campana gigante tirara de él se iba a la calle Mayor. Un bicho se posó con un zumbido sobre la mejilla de Andrei y le clavó el aguijón, como un alfiler. Andrei, asqueado, aplastó de una bofetada algo grande y erizado, que crujió bajo su mano.

«Lo que han traído desde las ciénagas», pensó con enojo. Del portal entreabierto salía un claro olor a amoniaco. Andrei bajó a la acera y echó a andar con decisión por el laberinto, entre los caballos y los vehículos, pero a los pocos pasos pisó algo blando y poco profundo.

El pesado edificio circular de la alcaldía se levantaba sobre la plaza como un bastión de cinco pisos. Casi todas las ventanas estaban a oscuras, solo en unas pocas había luz, y de los pozos de los ascensores, erigidos por la pared exterior del edificio, salía una luz amarilla mate. El campamento de los granjeros rodeaba la alcaldía formando un anillo. Entre los carretones y el edificio había un espacio vacío, iluminado por brillantes farolas que se erguían sobre columnas ornamentales de hierro. Los granjeros, casi todos armados, se agrupaban bajo las farolas y delante de ellos, a la entrada de la alcaldía, había una fila de policías que, a juzgar por los galones, eran casi todos sargentos y oficiales.

Andrei se abría paso a través de la multitud armada. Alguien lo llamó y se volvió.

—¡Estoy aquí! —le gritó una voz conocida, y Andrei vio finalmente al tío Yura que se le acercaba, balanceándose y con la mano tendida, lista para el saludo, con la guerrera de siempre, la gorra ladeada y la ametralladora que Andrei conocía tan bien colgando de un ancho cinturón que llevaba pasado por encima del hombro.

—¡Hola, Andriuja, alma de ciudad! —gritó, haciendo chocar estruendosamente la palma de su mano contra la de Andrei—. ¡Llevo buscándote todo el tiempo; no puede ser, me digo, que con todo este lío no esté aquí nuestro Andrei! Es un chaval que siempre está en todas, me digo, seguro que está aquí por alguna parte. —El tío Yura se veía bastante nervioso. Se quitó la ametralladora del hombro, apoyó la axila sobre el cañón como si se tratara de una muleta y siguió hablando, con el mismo ardor—. Busco aquí, busco allá, y no encuentro a Andrei. A la mierda, pienso, ¿qué pasa? Fritz, el rubio amigo tuyo, está aquí. Anda dando vueltas entre los campesinos, soltando discursitos. ¡Pero tú no aparecías!

—Aguarda, tío Yura —intervino Andrei—. ¿Para qué has venido aquí?

—¡Para exigir mis derechos! —dijo el tío Yura burlón, mientras su barba se movía como una escoba—. He venido únicamente para eso, pero al parecer no vamos a sacar nada en limpio. —Escupió al suelo y extendió el salivazo con su enorme bota—. El pueblo es como un piojo. No sabe por qué ha venido. O bien a rogar, o bien a exigir, o quién sabe si a ninguna de las dos cosas, puede que añoren la vida en ciudad, nos quedamos un rato aquí, le llenamos de mierda la ciudad y nos regresamos a casa. El pueblo es una mierda. Mira. —Se volvió y saludó a alguien con la mano—. Por ejemplo, ahí tienes a Stas Kowalski, mi amigo, Stas, cabrón… ¡Ven acá!

Stas se acercó: era un hombre encorvado, flaco, con bigotes que le colgaban con desánimo y cabellos ralos. Apestaba a aguardiente casero. Se mantenía de pie solo por instinto, pero de vez en cuando erguía la cabeza con aire guerrero, levantaba una escopeta recortada que llevaba colgando al cuello y alzaba los párpados con enorme esfuerzo para echar una mirada amenazadora en torno suyo.

—Aquí tienes a Stas —proseguía el tío Yura—. Estuvo en la guerra, eh, Stas. ¿estuviste en la guerra? Cuéntalo —le exigía el tío Yura, abrazando a Stas por los hombros y balanceándose junto con él.

—¡Ja! ¡Jo! —respondió Stas, intentando mostrar con todo su aspecto que había combatido, y que no tenía palabras para expresar cómo había combatido.

—Ahora está borracho —explicó el tío Yura—. Cuando no hay sol, no puede permanecer sobrio… ¿Qué te estaba contando? ¡Sí! Pregúntale por qué está perdiendo el tiempo aquí. Tiene un arma. Tiene colegas dispuestos a pelear. ¿Qué más le hace falta?

—Aguarda —dijo Andrei—. ¿Qué queréis?

—¡Te lo estoy explicando! —dijo el tío Yura con sentimiento, soltando en ese momento a Stas, que describió un arco hacia un lado—. ¡Estoy tratando de metértelo en la cabeza! Hay que aplastar a los canallas, basta con hacerlo una vez. ¡Ellos no tienen ametralladoras! Los pisotearemos, los liquidaremos a sombrerazos. —De repente calló y volvió a colgarse la ametralladora a la espalda—. Vamos.

—¿Adónde?

—A beber. Hay que acabarse todo el aguardiente y regresar a casa de una puñetera vez. ¿Para qué estamos perdiendo el tiempo? Allá se me pudre la patata. Vamos.

—No, tío Yura —dijo Andrei, como pidiéndole perdón—. Ahora no puedo. Tengo que ir a la alcaldía.

—¿A la alcaldía? ¡Vamos! ¡Stas! Stas, ven…

—¡Aguarda, tío Yura! Es que… no te dejarán entrar.

—¿A quién? ¿A mí? —rugió el tío Yura, con una mirada de ferocidad—. ¡Vamos ahora mismo! ¡A ver quién se atreve a no dejarme pasar! ¡Stas! —Abrazó a Andrei por los hombros y lo arrastró a través del espacio vacío iluminado hasta llegar a la fila de policías—. Entiéndeme —susurraba con vehemencia al oído de Andrei, que se resistía—. Me da miedo, ¿entiendes? No se lo he dicho a nadie, pero a ti sí te lo digo. ¡Me da pavor! ¿Y si no vuelve a encenderse nunca más? Nos trajeron a este sitio y nos abandonan. Lo mejor es que lo expliquen, que digan la verdad, hijos de puta, así no se puede vivir. Ya no puedo dormir, ¿lo entiendes? Eso no me había ocurrido nunca, ni siquiera en el frente. ¿Crees que estoy borracho? Borracho, una mierda, es el terror, el terror que se ha adueñado de mí.

Aquel susurro febril hizo que una ola gélida recorriera la columna vertebral de Andrei. Se detuvo a unos cinco pasos de los policías. Le parecía que todo el mundo en la plaza lo miraba fijamente, tanto los granjeros como los policías.

—Escúchame, tío Yura —dijo, poniendo en su voz toda la convicción de que era capaz—. Ahora voy a entrar ahí, arreglaré cierto asunto relativo a mi periódico, y tú vas a esperarme aquí. Después, iremos a mi casa y hablaremos en detalle de todo.

—No —dijo el tío Yura, negando violentamente con la cabeza—, voy contigo. Yo también tengo que arreglar un asunto…

—¡No te van a dejar pasar! Y a mí tampoco, por tu culpa.

—Vamos, vamos —balbuceaba el tío Yura—. ¿Cómo que no me dejarán pasar? ¿Por qué no me van a dejar pasar? Vamos calladitos, serios.

Estaban ya junto a la fila cuando un capitán de elegante uniforme, con la cartuchera desabrochada al lado izquierdo del cinturón, fue a su encuentro.

—¿Adónde van, señores? —preguntó con frialdad.

—Soy el redactor jefe del Diario Urbano —dijo Andrei, echando con suavidad a un lado al tío Yura para que dejara de abrazarlo—. Debo reunirme con el asesor político.

—Muéstreme sus documentos, por favor —una mano, forrada en piel de ante, apareció extendida delante de Andrei.

Andrei sacó su identificación, se la entregó al capitán y miró de reojo al tío Yura. Para su asombro, este permaneció tranquilo, sorbiendo por la nariz y arreglándose de vez en cuando el cinturón de la ametralladora, aunque no fuera necesario en absoluto. Sus ojos, al parecer, estaban sobrios del todo y recorrían lentamente la fila de policías.

—Puede pasar —dijo el capitán con cortesía, mientras devolvía la identificación—. Aunque debo decirle… —Sin terminar, se volvió hacia el tío Yura—: ¿Y usted?

—Viene conmigo —dijo Andrei, presuroso—. En cierto sentido, representa… a una parte de los granjeros.

—¡Los documentos!

—¿Qué documentos puede tener un granjero? —dijo Yura, en tono amargo.

—No puedo dejarlo pasar sin documentos.

—¿Y por qué no puedo pasar sin documentos? —El tío Yura estaba muy descontento—. Sin un asqueroso papelito, ya no soy persona, ¿cierto?

Alguien comenzó a soplar aire caliente tras la nuca de Andrei. Se trataba de Stas Kowalski, que con aire belicoso, trastabillando, cubría la retaguardia. Otras personas comenzaron a agruparse lentamente, como sin muchas ganas, en el espacio iluminado.

—¡Señores, señores, no se amontonen! —dijo el capitán, nervioso—. ¡Pase usted, caballero! —le gritó con rabia a Andrei—. ¡Señores, un paso atrás! ¡Está prohibido amontonarse!

—O sea, que si no tengo un papelito lleno de garabatos —se lamentaba el tío Yura—, eso quiere decir que no puedo pasar, que no existo…

—¡Rómpele el hocico! —propuso Stas, con voz inesperadamente clara.

El capitán agarró a Andrei por la manga del impermeable y le dio un fuerte tirón, de manera que un segundo después quedó detrás de la fila. Los policías volvieron a ocupar su lugar de inmediato, separando de él a los granjeros que se agolpaban frente al capitán, y Andrei, sin esperar el desarrollo ulterior de los acontecimientos, echó a andar con rapidez hacia la entrada débilmente iluminada. A sus espaldas seguía la discusión.

—Quieren carne y trigo, eso sí, pero cuando se trata de pasar a alguna parte…

—¡Les ruego que no se amontonen! Tengo orden de arrestar…

—¿Por qué no dejas pasar al representante, eh?

—¡El sol! ¡El sol, canallas! ¿Cuándo lo van a encender de nuevo?

—¡Señores, señores! Yo no soy responsable de eso.

Por la escalera de mármol bajaban más policías al encuentro de Andrei, haciendo sonar los tacones. Iban armados con fusiles y llevaban la bayoneta calada.

—¡Preparen los balones! —ordenó una voz discretamente.

Andrei terminó de subir la escalera y miró atrás. El espacio iluminado estaba lleno de personas. Los granjeros, unos lentamente y otros a la carrera, se apresuraban hacia la multitud de personas que se había formado allí.

Andrei tiró con esfuerzo de la pesada puerta, alta, con refuerzos de bronce, y entró en el vestíbulo. También estaba oscuro y se percibía un característico olor a cuartel. En lujosos butacones, en sofás y directamente sobre el suelo dormían policías, cubiertos con sus capotes. En el pasillo débilmente iluminado que se extendía a lo largo de tres de las paredes del vestíbulo, se veían varias figuras. Andrei no pudo distinguir si llevaban armas o no.

Subió corriendo al segundo piso por la blanda alfombra que cubría la escalera. Allí estaba el departamento de prensa. Echó a andar por el largo pasillo y, de repente, la duda se apoderó de él. En aquel enorme edificio reinaba ese día un silencio excesivo. Por lo general allí había montones de personas, se oían las teclas de las máquinas de escribir, sonaban los timbres de los teléfonos, el ruido de las conversaciones dejaba paso a los gritos de los jefes, pero entonces no había nada de aquello. Algunas oficinas estaban abiertas de par en par, pero se encontraban a oscuras, y en el pasillo solo estaba encendida una lámpara de cada cuatro.

El presentimiento era cierto: el despacho del asesor político estaba cerrado con llave, y en el cubículo de sus ayudantes había dos desconocidos que vestían abrigos grises idénticos, abotonados hasta la barbilla, y llevaban sombreros hongo iguales, desplazados hacia los ojos.

—Les ruego me perdonen —dijo Andrei, enojado—. ¿Dónde puedo encontrar al señor asesor político o a su sustituto?

Las cabezas enfundadas en sombreros hongo se volvieron lentamente hacia él.

—¿Y para qué desea verlo? —preguntó el de menor estatura.

De repente, el rostro de aquel hombre no le pareció totalmente desconocido a Andrei, y lo mismo le ocurrió con la voz. Y por alguna razón le resultó extraño y desagradable que aquel hombre estuviera allí. No tenía nada que hacer en ese sitio. Andrei torció el gesto y explicó con voz entrecortada y decidida quién era él y qué necesitaba.

—Entre, por favor —dijo el hombre que le parecía conocido—, no se quede en la puerta.

Andrei entró y miró a su alrededor, pero no veía nada: ante sus ojos solo destacaba aquel rostro liso, afeitado, monacal. «¿Dónde lo he visto? Es alguien desagradable… y peligroso. No sé para qué he venido aquí, solo me dedico a perder el tiempo.»

El hombre bajito que llevaba sombrero hongo también lo miraba atentamente. Había silencio. Las altas ventanas estaban tapadas con gruesas cortinas, y el ruido exterior apenas llegaba a la habitación. De repente, el hombre bajito que llevaba sombrero hongo se levantó de un salto y se detuvo junto a Andrei. Los ojos grises, casi sin pestañas, parpadeaban, y su enorme nuez se desplazó desde el botón superior del abrigo hasta casi tocar la barbilla.

—¿Redactor jefe? —musitó el hombre bajito, y en ese momento Andrei lo reconoció por fin, y mientras la congoja lo dejaba sin fuerzas y cesaba de percibir el suelo bajo los pies, se dio cuenta de que también a él lo habían reconocido.

El rostro monacal se distendió en una mueca agresiva, mostrando unos escasos dientes podridos, el hombre bajito se agachó y Andrei sintió un fuerte dolor en el vientre, como si sus entrañas hubieran reventado, y a través de la niebla nauseabunda que le cubría los ojos vio de repente el suelo encerado… Huir, huir… En su cabeza estallaron fuegos artificiales: el techo, lejano y oscuro, surcado de grietas, comenzó a temblar y a girar lentamente… De la angustiosa oscuridad que comenzaba a rodearlo salían picas al rojo vivo y se le clavaban en los costados… «Me matará… ¡Me matará!» De repente, su cabeza se hinchó y, despellejándose las orejas, se introdujo en una estrecha ranura maloliente.

—Tranquilo, Coxis —decía sin prisa una voz atronadora—, tranquilo, todo a la vez, no.

Andrei gritó con todas sus fuerzas, una papilla espesa y caliente le afluyó a la boca, comenzó a ahogarse y vomitó.

No había nadie en la habitación. La enorme cortina estaba recogida y la ventana abierta de par en par, el aire era frío y húmedo y se oía un rugido lejano. Andrei logró apoyarse con dificultad sobre las manos y las rodillas, y comenzó a desplazarse a lo largo de la pared. Hacia la puerta. Para salir de allí…

En el pasillo volvió a vomitar. Se quedó tirado allí unos momentos, agotado a más no poder, y después intentó ponerse de pie.

«Me siento mal —pensó—, muy mal. —Se sentó y comenzó a palparse la cara. Tenía el rostro húmedo y pegajoso, y en ese momento se dio cuenta de que veía solo con un ojo. Le dolían las costillas, le costaba trabajo respirar. Le dolían las quijadas y el bajo vientre irradiaba un dolor torturante—. Canalla, Coxis. Me has destrozado.» Se echó a llorar. Estaba sentado en el suelo, en el pasillo desierto, con la espalda apoyada en las molduras doradas, y lloraba. No podía contenerse. Sin dejar de llorar, levantó torpemente los faldones del impermeable y metió la mano bajo el cinturón. El dolor era terrible, pero no provenía de allí, sino de más arriba. Le dolía todo el vientre. Tenía empapados los calzoncillos.

A pasos estruendosos, alguien llegó corriendo desde lo profundo del pasillo y se detuvo junto a él. Era un policía rubicundo, sudoroso, sin gorra y con ojos que denotaban confusión. Se detuvo allí varios segundos, como indeciso, y de repente siguió corriendo, mientras que de lo profundo del pasillo llegaba un segundo policía, también a la carrera, que se quitaba la guerrera por el camino.

En ese momento Andrei se dio cuenta de que en el lugar desde donde venían corriendo se oía el ruido de muchas voces. Entonces se levantó haciendo un esfuerzo, se recostó a la pared, caminó hacia las voces sin dejar de sollozar, palpándose con miedo el rostro y haciendo frecuentes paradas para descansar, doblarse y agarrarse el vientre.

Llegó hasta la escalera y se agarró de los resbaladizos pasamanos de mármol. Abajo, en el enorme vestíbulo, se movía una gran masa humana. No era posible entender que pasaba allí. Los proyectores colocados a lo largo del pasillo iluminaban con una luz cegadora aquella masa en la que, de vez en cuando, aparecían barbas diversas, gorras de uniforme, cordones dorados arrancados a los policías, bayonetas, manos abiertas, calvas pálidas… De todo aquello subía hacia el techo un hedor húmedo.

Andrei cerró los ojos para no ver nada de aquello y comenzó a bajar a tientas, agarrándose de los pasamanos, de lado, de espaldas, sin darse cuenta de por qué lo hacía. Se detuvo varias veces para tomar aliento y gemir, abriendo los ojos. Miró hacia abajo y aquel espectáculo volvió a provocarle náuseas, cerró de nuevo los ojos y volvió a agarrarse de los pasamanos. Cuando llegó abajo, sus manos se quedaron sin fuerzas, se soltó y rodó por los últimos escalones hasta el descansillo de mármol, adornado con enormes escupideras de bronce. Entre el mareo y el ruido, escuchó de repente un rugido nasal y ronco.

—¡Pero si es Andriuja! ¡Muchachos, aquí están matando a los nuestros…!

Abrió los ojos y vio al tío Yura a su lado, despeinado, con la guerrera hecha jirones, con los ojos asilvestrados y muy abiertos, la barba erizada, y le vio levantar la ametralladora en sus brazos extendidos y, sin dejar de mugir como un toro, disparar una larga ráfaga al pasillo, a los proyectores, a los cristales del salón…

Después, su percepción se volvió fragmentaria porque perdía y recobraba el conocimiento junto con el dolor y las náuseas que iban y venían. Al principio, se descubrió en el centro del vestíbulo. Se arrastraba con terquedad hacia una lejana puerta abierta, pasando por encima de cuerpos inmóviles mientras sus manos resbalaban en algo mojado y frío.

—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío —gemía alguien monótonamente a su lado, mascullando.

La alfombra estaba llena de cristales rotos, cartuchos de bala, trozos de yeso… Unos hombres horribles, con antorchas en las manos, entraron corriendo por la puerta y se dirigieron directamente hacia él.

Después, estaba fuera, en el portal. Sentado, con las piernas abiertas, con las manos apoyadas sobre la piedra fría, y un fusil sin cerrojo sobre las rodillas. Olía a humo, en un lugar al borde de su conciencia retumbaba una ametralladora, los caballos relinchaban asustados…

—Aquí me van a aplastar, seguro que me van a aplastar… —repetía él en voz alta, con monotonía, como si quisiera grabárselo en la cabeza.

Pero no lo aplastaron. Volvió en sí sobre el pavimento, a un lado de la escalera. Pegaba la mejilla al granito irregular, encima de él ardía una lámpara de mercurio, el fusil había desaparecido al igual que su cuerpo, le parecía estar suspendido en el vacío con la mejilla pegada al granito, y delante de él, en la plaza, se desarrollaba una extrañísima tragedia.

Vio un blindado que se movía con chirridos metálicos a lo largo de las farolas que bordeaban la plaza, a lo largo del anillo de carretas y carretones, mientras su torreta giraba a uno y otro lado salpicándolo todo de balas trazadoras que volaban por toda la plaza, y delante del blindado galopaba un caballo, que arrastraba sus arreos… Y de pronto, del montón de vehículos, salió un carro cubierto por una lona, cortándole el camino al blindado. El caballo saltó bruscamente a un lado y chocó contra el poste de una farola, mientras que el blindado frenó de repente y derrapó. En ese momento apareció un hombre alto vestido de negro, levantó una mano y se dejó caer sobre el asfalto. Bajo el blindado hubo una llamarada, se oyó un estallido y el vehículo metálico se achantó pesadamente sobre la parte trasera. El hombre de negro salió corriendo de nuevo. Dio la vuelta al blindado, metió algo por la tronera de observación del conductor y saltó a un lado. Entonces, Andrei vio que se trataba de Fritz Geiger. La tronera se iluminó por dentro, el blindado se estremeció, y por allí salió una larga lengua de fuego. Fritz, con las piernas dobladas y apoyándose con las manos en el suelo, se movía de lado, como un cangrejo, en torno al vehículo, y entonces la puerta del blindado se abrió y de allí salió un bulto despeinado, envuelto en llamas, que con un penetrante aullido comenzó a rodar por el asfalto, soltando chispas.

Después, volvió a desmayarse, como si hubieran bajado el telón. Hubo voces enfurecidas y chillidos sobrehumanos, y el sonido de muchos pies pisando el pavimento. Del blindado que ardía llegaba un hedor a hierro recalentado y a gasolina. Fritz Geiger, rodeado por una multitud de gente con brazaletes blancos, alzándose sobre ellos, gritaba órdenes, hacía gestos bruscos y con sus largos brazos señalaba en diversas direcciones, con el rostro y los desordenados cabellos rubios cubiertos de hollín. Otros hombres con brazaletes blancos rodearon una farola a la entrada de la alcaldía, treparon hasta arriba y desde allí dejaron caer unas largas sogas que se balancearon al viento. Arrastraban a alguien por la escalera, alguien que trataba de soltarse, que intentaba patear, que chillaba con voz de mujer histérica de tal manera que dolían los oídos, y de repente toda la escalera se llenó de gente, de rostros oscuros y barbudos, y se oyó el sonido de los cerrojos de las armas. De repente, el chillido cesó y el cuerpo oscuro se arrastró hacia arriba por la farola, sacudiéndose y retorciéndose. De la multitud salieron unos disparos, las piernas que se movían quedaron colgando extendidas, y el cuerpo oscuro comenzó a girar lentamente en el aire.

Y después, unas sacudidas espantosas despertaron a Andrei. Su cabeza saltaba sobre unos bultos que olían a algo, iba a alguna parte, lo llevaban quién sabe adónde.

—¡Arre, arre… andando! —gritaba una voz conocida y airada.

Y frente a él, sobre el fondo del cielo negro, ardía la alcaldía. Por las ventanas salían lengüetas de fuego, lanzando chispas a la oscuridad, y se veía cómo se balanceaban los cuerpos estirados que colgaban de las farolas.

DOS

Después de lavarse y cambiarse de ropa, con una venda que le cubría el ojo derecho. Andrei yacía a medias en el sillón y miraba sombrío cómo el tío Yura y Stas Kowalski, que también llevaba la cabeza vendada, comían con ansiedad un guiso humeante directamente de la olla, Selma, llorosa, estaba sentada a su lado, sollozando espasmódicamente y tratando de tomarle la mano. Tenía el cabello despeinado, el rimel le manchaba las mejillas, su rostro estaba hinchado y totalmente cubierto de manchas rojas. Y la bata transparente que vestía, empapada por delante de agua jabonosa, le daba un aspecto extraño.

—Eso significa que quería hacerte pedacitos —decía Stas, sin dejar de comer—. Te torturó así, lentamente, para prolongar el sufrimiento. Conozco eso, los húsares azules me dieron el mismo tratamiento. Pasé por todo el procedimiento, ya habían comenzado a pisotearme cuando, gracias a Dios, resultó que no era a mí al que debían ejecutar, sino a otro…

—Te rompieron la nariz, pero eso no es nada —le ratificó el tío Yura—. La nariz no es lo principal, y rota sirve igual… Y la costilla… —Hizo un ademán con la mano en la que tenía la cuchara—. Ya ni sé cuántas costillas me he roto. Lo fundamental es que las tripas están intactas, el hígado, el páncreas…

Selma soltó un suspiro entrecortado y de nuevo trató de agarrar la mano de Andrei, que la miró.

—Deja de llorar —dijo—. Ve a vestirte.

La chica se levantó, obediente, y se fue a otra habitación. Andrei se registró la boca con la lengua, encontró algo duro y lo escupió en la palma de la mano.

—Se me ha caído un empaste —dijo.

—¿Sí? —se asombró el tío Yura.

Andrei se lo mostró. El tío Yura lo examinó y sacudió la cabeza. Stas lo imitó.

—Un caso poco frecuente —dijo—. Yo, cuando estuve convaleciente, estuve en cama tres meses, ¿sabes?, perdí todos los incisivos. Una anciana me lavaba todos los días con agua caliente. Se murió, y mírame, yo estoy vivo. Y no me pasó nada.

—¡Tres meses! —dijo Yura con desprecio—. Cuando me volaron una nalga cerca de Elnia, estuve medio año en el hospital. Es horrible, hermanito, que te vuelen una nalga. Ahí, en las nalgas, se conectan los principales vasos sanguíneos. A mí me alcanzó la metralla de forma tangencial. Muchachos, les pregunté, ¿dónde está mi trasero? Me arrancó los pantalones del todo, como si no me los hubiera puesto. Bueno, algo quedó en las pantorrillas, pero más arriba, ¡nada! —Lamió la cuchara—. Aquella vez, a Pedia Chepariov le volaron la cabeza —dijo—. Aquel mismo proyectil.

Stas también lamió la cuchara. Durante algún tiempo se quedaron callados, mirando la olla. Después, Stas tosió con delicadeza y nuevamente metió la cuchara en el vapor. El tío Yura siguió su ejemplo.

Selma retornó, Andrei la miró y apartó los ojos.

«Se ha maquillado, la muy tonta. Se ha colgado sus pendientes enormes, lleva escote, se ha vuelto a maquillar como una zorra… Es una zorra…» No era capaz de mirarla, que se fuera al diablo. Primero, aquella vergüenza en el recibidor, y después, la vergüenza en el baño, cuando ella, llorando a todo trapo, le quitaba los calzoncillos empapados, y él se miraba los hematomas negruzcos en el vientre y en los costados y lloraba de nuevo de impotencia y de lástima hacia sí mismo. Y, por supuesto, estaba borracha, de nuevo borracha, cada día se emborrachaba, y entonces, cuando se cambió de ropa, seguramente se dio un trago directamente de la botella.

—Ese médico… —preguntó el tío Yura, pensativo—. Ese, el calvo, el que ha venido, ¿dónde lo he visto?

—Es muy posible que lo haya visto aquí —dijo Selma, con una sonrisa cautivante—. Vive en el portal de al lado. ¿De qué trabaja ahora, Andrei?

—De techador —dijo Andrei, sombrío.

Todo el edificio sabía que se había acostado muchas veces con aquel médico calvo. Él no hacía ningún secreto de ello. Y, por cierto, nadie ocultaba nada.

—¿Cómo que de techador? —se asombró Stas, y la cuchara no le llegó a la boca.

—Pues eso —explicó Andrei—. Repara techos, cubre a las tías… —Se levantó con dificultad, fue a la cómoda y sacó el tabaco. De nuevo le faltaban dos paquetes.

—Con las tías da lo mismo… —balbuceó Stas, confuso, agitando la cuchara sobre la olla—. Repara techos… ¿Y si se cae? Es médico.

—En la Ciudad siempre inventan algo —dijo el tío Yura en tono venenoso. Estuvo a punto de guardarse la cuchara en la caña de la bota, pero se dio cuenta y la dejó sobre la mesa—. A nuestra aldea, tan pronto terminó la guerra, mandaron de presidente de un koljós a un georgiano, antiguo comisario político…

El teléfono sonó y Selma lo cogió para responder.

—Sí —dijo—. Pues sí… No, está enfermo, no puede levantarse.

—Dame el teléfono —dijo Andrei.

—Es del periódico —dijo Selma en un susurro, cubriendo el micrófono con la mano.

—Dame el teléfono —repitió Andrei, alzando la voz y tendiendo la mano—. Y deja esa costumbre de contestar por los demás.

Selma le pasó el auricular y agarró el paquete de cigarrillos. Le temblaban los labios y las manos.

—Aquí, Voronin —dijo Andrei.

—¿Andrei? —era Kensi—. ¿Dónde te has metido? Te he buscado por todas partes. ¿Qué hacemos? Hay una insurrección fascista en la ciudad.

—¿Por qué dices que es fascista? —preguntó Andrei, asombrado.

—¿Vendrás a la redacción? ¿O es verdad que estás enfermo?

—Iré, por supuesto que iré. Pero explícame…

—Tenemos listados —masculló Kensi deprisa—. De los corresponsales especiales y cosas así. Los archivos…

—Entiendo. Pero, dime, ¿por qué piensas que es fascista?

—No lo pienso, lo sé —respondió Kensi con impaciencia.

—Aguarda —dijo Andrei, irritado. Apretó los dientes y soltó un gemido sordo—. No te apresures… —Trataba de pensar febrilmente—. Está bien, prepáralo todo, ahora salgo para allá.

—Bien, pero ten cuidado en las calles.

—Muchachos —dijo Andrei colgando el teléfono y volviéndose hacia los granjeros—. Tengo que salir. ¿Me lleváis hasta la redacción?

—Claro que sí —respondió el tío Yura. Comenzó a levantarse de la mesa mientras liaba un enorme cigarrillo sobre la marcha—. Vamos, Stas, levántate, no te quedes ahí sentado. Mientras tú y yo estamos sentados aquí, ellos están allá fuera, adueñándose del poder.

—Sí —asintió Stas, afligido, mientras se levantaba—. Es una idiotez. Al parecer cortamos todas las cabezas, los colgamos a todos, pero de todas maneras sigue sin haber sol. Me cago en… ¿Dónde he metido mi aparato?

Buscó por todos los rincones, tratando de encontrar su fusil. El tío Yura seguía fumando su enorme cigarrillo mientras se ponía una harapienta chaqueta enguatada por encima de la guerrera. Andrei se disponía a levantarse para ponerse el abrigo, pero tropezó con Selma, que estaba de pie, impidiéndole moverse, muy pálida y muy decidida.

—¡Voy contigo! —declaró, con la misma voz chillona con la que generalmente iniciaba las disputas.

—Déjame salir —dijo Andrei, mientras trataba de apartarla con el brazo sano.

—¡No te dejo ir a ninguna parte! —repuso Selma—. ¡O me llevas contigo o te quedas en casa!

—¡Quítate de mi camino! —estalló Andrei—. ¡Lo único que me falta allí eres tú, tonta!

—¡No te dejo ir! —dijo Selma, con odio.

Entonces, sin tomar impulso. Andrei le dio una violenta bofetada. Se hizo el silencio. Selma no se movió; su rostro blanco, donde los labios se habían convertido en una línea estrecha, se llenó de manchas rojas.

—Perdona —masculló Andrei, avergonzado.

—No te dejo ir… —repitió Selma en voz baja.

—En general —dijo el tío Yura mirando a un lado, después de toser dos veces—, en tiempos como estos, no es bueno que una mujer se quede sola en un piso.

—Claro que sí —lo apoyó Stas—. Ahora, sola, eso no es bueno, pero si va con nosotros, nadie la tocará, somos granjeros.

Andrei seguía de pie frente a Selma, mirándola. Intentaba entender aunque fuera algo en esa mujer, y como siempre, no comprendía nada. Era una zorra, una zorra innata, una zorra por gracia de Dios, eso lo entendía. Lo había entendido desde hacía tiempo. Ella lo amaba, se había enamorado de él desde el primer día, y eso él también lo sabía, y sabía que eso no era un obstáculo para ella. Y le daría lo mismo quedarse sola entonces en el piso, en general nunca le había tenido miedo a nada. Por separado, él sabía y entendía todo lo relativo a él y a ella, pero todo junto…

—Está bien —dijo—. Ponte el abrigo.

—¿Te duelen las costillas? —se interesó el tío Yura, que trataba de llevar la conversación por otros cauces.

—No importa —gruñó Andrei—. Puedo soportarlo. No pasa nada.

Intentó no enfrentarse a la mirada de nadie, se guardó los cigarrillos y las cerillas en el bolsillo y se detuvo un momento delante del aparador donde guardaba la pistola de Donald bajo un montón de servilletas y toallas. ¿Se la llevaría o no? Imaginó varias escenas y diversas circunstancias en las que la pistola podía ser de utilidad, y decidió no llevársela.

«Al diablo con ella, ya me las arreglaré de alguna manera. En todo caso, no tengo la menor intención de combatir.»

—¿Qué, nos vamos ya? —dijo Stas.

Estaba de pie junto a la puerta, metiendo con cuidado la cabeza vendada por la correa de su arma automática. Selma estaba a su lado, enfundada en un largo jersey de lana cruda, que se había puesto encima de su vestido descocado. Tenía un impermeable en la mano.

—Vámonos —ordenó el tío Yura, golpeando el suelo con la culata de la ametralladora.

—Quítate los pendientes —le gruñó Andrei a Selma y salió a la escalera.

Comenzaron a bajar. Los vecinos murmuraban en los descansillos oscuros, y al ver a gente armada callaron, temerosos, y se echaron a un lado.

—¡Es Voronin! —dijo alguien.

—Señor redactor jefe —se oyó una voz al momento—, ¿puede decirnos qué ocurre en la Ciudad?

Andrei no tuvo tiempo de responder nada, porque al que preguntaba lo mandaron callar.

—Estúpido, ¿no ves que se lo llevan detenido? —lo avergonzó alguien en un susurro siniestro. Selma se rio, histérica.

Salieron al patio, montaron en el carretón y Selma cubrió los hombros de Andrei con el impermeable.

—¡Silencio! —ordenó el tío Yura de repente, y todos se pusieron a escuchar con atención.

—Disparan en alguna parte —dijo Stas, sin elevar la voz.

—Ráfagas largas —añadió el tío Yura—. No escatiman municiones. ¿Y de dónde las sacan? Diez cartuchos son medio litro de aguardiente casero, y mira ese cómo desperdicia… ¡Aaarre! ¡Andando! —gritó.

El vehículo pasó bajo el arco de la entrada con una sacudida. Junto a la portería, con una escoba y un recogedor en la mano, se encontraba el pequeño Van.

—¡Mira, si es Vania! —exclamó el tío Yura—. ¡Trrr! ¡Saludos, Vania! ¿Qué haces aquí?

—Barriendo un poco —respondió Van con una sonrisa—. Hola.

—Deja de barrer —dijo el tío Yura—. ¿Estás loco? Ven con nosotros, te nombraremos ministro, vestirás ropas de raso y te pasearás en limusina.

Van soltó una risita de cortesía.

—Está bien, tío Yura —dijo Andrei, impaciente—. ¡Vámonos ya! —Le dolían mucho las costillas, le resultaba incómodo permanecer sentado en el carretón y entonces lamentaba no haber ido caminando. Sin darse cuenta, se recostó en Selma.

—Bien, Vania, si no quieres, no vengas —decidió el tío Yura—. Pero lo de ministro va en serio. Péinate bien, lávate el cuello… —Hizo chasquear las riendas—. ¡Arre!

Salieron a la calle Mayor.

—¿Tienes idea de quién es este carretón? —preguntó Stas de repente.

—Vete a saber —replicó el tío Yura sin volverse—. Creo que el caballo es del tonto ese… el que vive junto al barranco, uno pelirrojo, medio zambo… me parece que canadiense…

—Vaya. Seguro que estará rabioso.

—No —explicó el tío Yura—. Lo han matado.

—¿De veras? —dijo Stas, y calló.

La calle Mayor estaba vacía y cubierta por una pesada niebla nocturna, aunque según el reloj eran las cinco de la tarde. Más adelante, la niebla tenía un tinte rojizo y parpadeaba inquieta. De vez en cuando estallaban manchas de luz blanca, quizá de un proyector o bien de un potente reflector, y desde allí, acallando por momentos el retumbar de las ruedas y el sonido de los cascos, llegaba el sonido de un tiroteo. Allí estaba pasando algo.

En los edificios a ambos lados de la calle había muchas ventanas iluminadas, pero la mayor parte en pisos altos, por encima del segundo. No había colas junto a las tiendas y tenderetes cerrados, pero Andrei notó que había personas congregadas en algunos portales, se asomaban con cuidado a mirar y de nuevo se escondían; los más valientes salían a la acera y miraban hacia donde parpadeaban los destellos y sonaban los disparos. En algunos sitios, sobre el pavimento yacían cosas parecidas a sacos oscuros. Andrei no comprendió enseguida de qué se trataba y solo al rato pudo darse cuenta de que eran babuinos muertos. En un pequeño jardín, al lado de una escuela, pastaba un caballo solitario.

El carretón se sacudía, ruidoso, y todos se mantenían callados. Selma buscó en silencio la mano de Andrei, y él, rendido ante el dolor y el agotamiento, se recostó del todo en su jersey cálido y cerró los ojos.

«Estoy mal —pensó—, muy mal… ¿Qué delirios son esos de Kensi, por qué habla de una revuelta fascista? Simplemente, el terror, la ira y la desesperación han enloquecido a todos… El Experimento es el Experimento.»

En ese momento, el vehículo se estremeció, y a través del traqueteo de las ruedas se oyó un chillido tan salvaje y penetrante que Andrei se despertó, su piel se cubrió de calor inmediatamente, se enderezó y comenzó a volver la cabeza febrilmente a un lado y a otro.

El tío Yura soltó un juramento feroz y tiró de las riendas con todas sus fuerzas para detener al caballo, que corría hacia un lado de la calle, mientras que a la izquierda, por la acera, soltando unos aullidos bestiales y a la vez humanos, plenos de dolor y horror, pasó corriendo algo que ardía, un montón de llamas, dejando tras de sí salpicaduras de fuego, y antes de que Andrei tuviera tiempo de entender qué ocurría, Stas bajó del carretón con un ágil salto y, sin levantar el arma, disparó dos ráfagas desde la cintura y detuvo a aquella antorcha viviente. En un escaparate saltaron los cristales. El bulto ígneo cayó a la acera dando vueltas, soltó un gemido lastimero por última vez y quedó quieto.

—Pobrecillo, cuánto habrá sufrido —dijo Stas, con voz ronca, y Andrei finalmente comprendió que se trataba de un babuino, un cinocéfalo que ardía. Qué horror. Yacía allí, con medio cuerpo sobre la acera, mientras el fuego terminaba de consumirlo y de su cuerpo brotaba un pesado hedor que se extendía por toda la calle.

El tío Yura hizo que el caballo echara de nuevo a andar, el carretón comenzó a moverse y Stas siguió caminando a su lado, con una mano sobre la tabla lateral del vehículo. Andrei, estirando el cuello, miraba hacia delante, a la niebla titilante, que se había vuelto muy luminosa y rosada. Sí, algo ocurría allí, algo totalmente incomprensible, desde allí llegaban gritos, sonido de disparos, zumbido de motores, y de vez en cuando surgían destellos violeta que se apagaban al instante.

—Oye, Stas —dijo de repente el tío Yura, sin volverse—, adelántate un poco, echa un vistazo a ver qué ocurre ahí delante. Yo te seguiré, despacito y sin hacer ruido.

—Está bien —dijo Stas, y metiendo la culata de su fusil debajo del sobaco, se adelantó al trote, pegado a las paredes de los edificios.

Al poco tiempo se ocultó en la niebla. El tío Yura tiró de las riendas del caballo hasta que la bestia se detuvo.

—Acomódate bien —susurró Selma. Andrei sacudió un hombro—. No pasó nada de eso —seguía susurrando Selma—. El administrador fue por todos los pisos, preguntando si alguien tenía armas escondidas.

—Cállate —masculló Andrei.

—Palabra de honor —susurró Selma—. Estuvo un momentito, ya se disponía a marcharse…

—¿Se iba sin pantalones? —preguntó Andrei con frialdad, intentando espantar con desesperación aquel repulsivo recuerdo: él, sin fuerzas, sostenido por el tío Yura y Stas, se tropezó en el vestíbulo de su piso con un tipo bajito y casi albino, que cerraba presuroso los faldones de una bata bajo la cual se veían unos calzoncillos de franela: junto al hombro del tipo se veía el rostro despreciable, inocente y ebrio de Selma. La inocencia fue sustituida primero por el susto, y después por la desesperación.

—Pero él fue así por todos los pisos, ¡en bata! —susurraba Selma.

—Por favor, cierra la boca —dijo Andrei—. Cállate, te lo pido por Dios. No soy tu marido, no eres mi esposa, ¿qué me importa todo eso?

—¡Pero yo te amo, cariño! —susurraba Selma con desesperación—. Solo a ti…

El tío Yura tosió con fuerza.

—Alguien viene —dijo.

Delante de ellos, en la niebla, apareció una enorme silueta negra que se aproximaba, y cuando estuvo cerca encendió los faros. Se trataba de un potente volquete. Con una sacudida del motor se detuvo a unos veinte pasos del carretón. Se oyó una voz chillona que emitía unas órdenes, unos hombres saltaron por los laterales y comenzaron a avanzar por la calle. Se oyó cómo se cerraba la portezuela, otra silueta oscura se separó del camión, se detuvo un instante y después, sin prisa, se encaminó directamente hacia el carretón.

—Viene para acá —dijo el tío Yura—. Oye, Andrei… no te metas en la conversación. Hablaré yo.

El hombre se acercó al carretón. Al parecer, era aquel miliciano del abrigo corto, con un brazalete blanco en la manga. De su hombro, con el cañón hacia el suelo, colgaba un fusil.

—Ah, los granjeros —dijo el miliciano—. Saludos, muchachos.

—Saludos, siempre que no te burles —replicó el tío Yura y calló.

El miliciano titubeó y sacudió la cabeza en gesto de indecisión.

—¿No tenéis pan para vender? —preguntó con cierta vergüenza.

—Vaya, ahora quiere pan —replicó el tío Yura.

—Bueno, digamos que carne, o patatas…

—Te voy a dar yo patatas…

El miliciano se sintió totalmente cortado, sorbió por la nariz, suspiró y miró hacia su camión.

—¡Allí, allí yace otro! —gritó de repente con un alivio indefinido—. ¡Cagones ciegos! ¡Allí yace otro que se ha quemado! —A continuación echó a correr por el pavimento, chancleteando con sus pies planos. Se lo podía ver haciendo ademanes y dando órdenes a otras personas que, replicando y quejándose con desgana, arrastraban algo oscuro, lo levantaban con esfuerzo, lo balanceaban y lo echaban a la caja del camión.

—Quería patatas —gruñó el tío Yura—. ¡Y carne!

El camión comenzó a moverse y pasó muy cerca de ellos. Hedía de forma horrible, a lana quemada y carne chamuscada, y estaba lleno hasta arriba. Unas monstruosas siluetas retorcidas pasaron por delante de las paredes de los edificios, débilmente iluminadas. De repente, Andrei sintió que se le ponía la piel de gallina: de aquel horrible montón de cuerpos sobresalía, blanca, una mano humana con los dedos muy separados. Los hombres que iban en la caja del camión, agarrándose unos de otros y de los costados, se agolpaban junto a la cabina. Eran cinco o seis, personas de aspecto decente, con sombrero.

—Enterradores —dijo el tío Yura—. Es lo normal. Ahora van al basurero y punto. ¡Ah, Stas nos hace señas! ¡Trrrr!

En la neblina iluminada que tenían ante sí se veía la silueta larga y desmañada de Stas. Cuando el carretón llegó a su altura, el tío Yura se inclinó de repente y lo miró con atención.

—¿Qué te pasa, hermanito? —dijo, casi con miedo—. ¿Qué te ha ocurrido?

Stas no respondió, intentó montar de lado en el carretón pero no lo logró, hizo chirriar los dientes, después se agarró de la tabla lateral con ambas manos y se puso a contar algo con voz balbuceante.

—¿Qué le pasa? —preguntó Selma en un susurro.

El carretón avanzaba lentamente hacia el sitio donde disparaban y seguían zumbando los motores, mientras Stas caminaba a su lado, agarrado con ambas manos como si no tuviera fuerzas para trepar, hasta que el tío Yura, inclinándose, lo hizo subir al pescante.

—Pero ¿qué te ocurre? —preguntó a toda voz el tío Yura—. ¿Podemos seguir adelante? Habla con claridad, no balbucees.

—Madre de Dios —dijo Stas con voz nítida—. ¿Para qué hacen eso? ¿Quién ha dado semejante orden?

—¡Trrr! —gritó el tío Yura, como para que lo oyera toda la ciudad.

—No, tú sigue, sigue —dijo Stas—. Se puede seguir. Lo que no se debe es mirar… Señorita —dijo volviéndose hacia Selma—, no debe usted mirar, vuelva la cabeza, en esa dirección… y, en general, no mire nada.

A Andrei se le hizo un nudo en la garganta, miró a Selma y vio los ojos de la chica, tan abiertos que parecían ocupar toda la cara.

—Sigue, Yura, sigue —mascullaba Stas—. ¡Dale un par de azotes, pasemos corriendo! —gritó—. ¡Al galope, al galope!

El caballo salió a toda velocidad, por el lado izquierdo las casas desaparecieron, la niebla retrocedió, se disolvió y apareció el Bulevar de los Babuinos: la fuente del ruido estaba, sin duda, allí. Una fila de camiones, con los motores encendidos, formaba un semicírculo en el bulevar. Sobre los camiones y entre ellos había gente con brazaletes blancos, y por la calle, entre arbustos y árboles que ardían, corrían personas con pijamas a rayas y babuinos totalmente enloquecidos. Tropezaban, se caían, trepaban a los árboles, se desprendían de las ramas, intentaban esconderse entre los arbustos, mientras los que llevaban brazaletes blancos disparaban sin parar con fusiles y ametralladoras. El pavimento estaba cubierto por multitud de cuerpos, algunos de los cuales humeaban o ardían. De uno de los camiones salió un chorro siseante de fuego acompañado por nubes de humo, y otro árbol, del que colgaban muchos monos, estalló en llamas como una enorme antorcha.

—¡Estoy sano! —chilló alguien con una insoportable voz de falsete—. ¡Es un error! ¡Soy normal! ¡Es un error!

Saltando y estremeciéndose, con un agudo dolor en las costillas, sintiendo el calor y el hedor, pasaron por delante de todo aquello que los ensordeció y agredió sus miradas, y unos segundos después la niebla titilante volvió a cerrarse a sus espaldas, pero el tío Yura siguió arreando largo rato al caballo, dando gritos y haciendo restallar las riendas.

«Vete a saber qué diablos era eso —se repetía Andrei sin parar, que se había recostado extenuado en Selma—. Qué demonios es eso, están locos, la sangre los ha idiotizado… La ciudad ha caído en manos de orates, de orates sanguinarios, ahora todo acabará, no se detendrán, más tarde vendrán a por nosotros…»

El carretón se detuvo de repente.

—No es posible —dijo el tío Yura, girando todo el cuerpo—. Eso, hay que… —Buscó entre los sacos que yacían en el carretón, sacó una garrafa, le quitó el tapón con los dientes, lo escupió a un lado y se puso a beber a morro. Después, le pasó la garrafa a Stas y se secó los labios—. Os dedicáis a exterminar… El Experimento… Está bien. —Sacó del bolsillo un periódico doblado, arrancó una esquina con cuidado y buscó el tabaco—. Actuáis sin paliativos. ¡A lo bestia! ¡Muy a lo bestia!

Stas le pasó la garrafa a Andrei, que la rechazó con un gesto. Selma la tomó, bebió dos tragos y se la devolvió a Stas. Todos guardaron silencio. El tío Yura fumaba uno de sus enormes cigarrillos, emitiendo un gruñido gutural como el de un perro corpulento. Después se volvió y empuñó de nuevo las riendas.

Solo faltaba una manzana para llegar al callejón de la Letrina cuando de nuevo la niebla que tenían delante se llenó de luz y comenzó a oírse el sonido desacompasado de múltiples voces. En el cruce, en el centro de la calle, bajo la luz de enormes proyectores, había una gran multitud que se agitaba, zumbaba y gritaba. Era imposible seguir adelante.

—Parece un mitin —dijo el tío Yura, volviéndose.

—Es lo normal —asintió Stas con tristeza—. Si ya se dedican a fusilar, quiere decir que hacen mítines… ¿No hay manera de seguir adelante?

—Aguarda, hermanito, ¿y para qué queremos seguir adelante? —dijo el tío Yura—. Hay que oír qué dice la gente. Quizá digan algo sobre el sol. Mira, aquí hay muchos de los nuestros.

El zumbido de las voces desapareció.

—Y repito de nuevo —decía una voz gutural y furiosa, amplificada por los micrófonos—: sin cuartel. ¡Limpiaremos la Ciudad! ¡De basura! ¡De fango! ¡De holgazanes de toda clase! ¡Los ladrones, a la horca!

—¡Aaaa! —rugió la multitud.

—¡Los corruptos, a la horca!

—¡Aaaa!

—¡Los que vayan contra el pueblo, a la horca!

—¡Aaaa!

Andrei ya podía ver claramente al orador. En el centro mismo de la multitud sobresalía el lateral remachado de un vehículo militar, al que se agarraba con ambas manos el exsuboficial de la Wehrmacht y actual dirigente del Partido del Renacimiento Radical Friedrich Geiger, iluminado por la luz azulada del proyector. Se balanceaba, adelante y atrás, con el largo torso vestido de negro, y gritaba con la boca abierta.

—¡Y eso será únicamente el comienzo! ¡Estableceremos en nuestra ciudad un orden auténticamente popular, auténticamente humano! ¡No tenemos nada que ver con ningún tipo de Experimentos! ¡No somos conejillos de Indias! ¡No somos conejos! ¡Somos personas! ¡Nuestras armas son el raciocinio y la conciencia! ¡No permitiremos que nadie disponga de nuestro destino! ¡Nosotros mismos dispondremos de nuestro destino! ¡El destino del pueblo está en manos del pueblo! ¡El destino de las personas está en manos de las personas! ¡El pueblo me ha confiado su destino! ¡Sus derechos! ¡Su futuro! ¡Y yo juro que seré digno de esa confianza!

—¡Aaaa!

—¡Seré implacable! ¡En nombre del pueblo! ¡Seré cruel! ¡En nombre del pueblo! ¡No permitiré ningún enfrentamiento! ¡Basta ya de luchas intestinas! ¡No habrá comunistas! ¡No habrá socialistas! ¡No habrá capitalistas! ¡No habrá fascistas! ¡Basta de pelear unos contra otros! ¡Luchemos los unos por los otros!

—¡Aaaa!

—¡No habrá partidos! ¡No habrá nacionalidades! ¡No habrá clases! ¡Todo el que promueva la división, a la horca! ¡Si los pobres continúan peleando contra los ricos! ¡Si los comunistas continúan peleando contra los capitalistas! ¡Si los negros continúan peleando contra los blancos! ¡Nos aplastarán! ¡Nos aniquilarán! ¡Pero si nosotros marchamos hombro con hombro! ¡Con las armas en la mano! ¡O con las herramientas! ¡O los arados! ¡Entonces no habrá fuerza alguna que pueda aplastarnos! ¡Nuestra arma es la unidad! ¡Nuestra arma es la verdad! ¡Por dura que sea! ¡Sí, nos han metido en una trampa! ¡Pero juro por Dios que la fiera es demasiado grande para esa trampa!

—¡Aaa! —estuvo a punto de gritar la multitud, pero la sorpresa la hizo callar.

El sol se encendió.

El sol se encendió por primera vez en doce días. Su disco dorado comenzó a arder en el lugar acostumbrado, cegando y quemando los rostros grises y descoloridos, lanzando destellos insoportables por los cristales de las ventanas, dando vida y calcinando millones de colores, desde las columnas de humo negro en las azoteas más lejanas hasta el verde marchito de los árboles y el rojo ladrillo de las paredes sin revoque.

La multitud soltó un rugido impresionante, y Andrei rugió junto con los demás. Ocurría algo inaudito. Lanzaban los gorros al aire, la gente se abrazaba, lloraban unos, otros disparaban al aire; alguien, presa de una loca alegría, comenzó a lanzar ladrillos contra los proyectores, mientras Fritz Geiger se erguía sobre todo aquello como si fuera Dios después de decir «Hágase la luz», señalando con su largo brazo negro hacia el sol, con los ojos muy abiertos y la barbilla, orgullosa, apuntando hacia arriba. Al momento, su voz volvió a reinar sobre la multitud.

—¿Lo veis? ¡Ya se han asustado! ¡Ya tiemblan ante vosotros! ¡Ante nosotros! ¡Pero es tarde, señores! ¡Es tarde! ¿Quieren volver a cerrar la trampa? ¡Pero la gente ha escapado de ella! ¡No habrá clemencia para los enemigos de la humanidad! ¡Para los especuladores! ¡Para los holgazanes y parásitos! ¡Para los que malversan los bienes del pueblo! ¡El sol está de nuevo con nosotros! ¡Lo hemos arrancado de sus garras siniestras! ¡De los enemigos de la humanidad! ¡Y nunca más! ¡Lo entregaremos! ¡Nunca más! ¡A nadie…!

—¡Aaaa!

Andrei volvió en sí, Stas no estaba en el carretón. El tío Yura, con las piernas separadas, estaba de pie en el pescante sacudiendo la ametralladora, y gritando ferozmente, a juzgar por su nuca enrojecida, Selma lloraba, mientras le daba puñetazos a Andrei en la espalda.

«Muy hábil —pensó Andrei, fríamente—. Será peor para nosotros. ¿Y qué hago aquí sentado? Debería huir, y sigo aquí» Sobreponiéndose al dolor en el costado, se levantó y de un salto bajó del carretón. A su alrededor, la multitud rugía y se agitaba. Andrei echó a andar, acortando camino. En un primer momento intentó protegerse con los codos, pero en aquel desorden era imposible. Cubierto de sudor frío a causa del dolor y la náusea incipiente, empujó, pisoteó, avanzó, embistió incluso y finalmente logró llegar al callejón de la Letrina. Pero la voz de Geiger lo acompañó, atronadora, durante todo el recorrido.

—¡El odio! ¡El odio nos guiará! ¡Basta de falso amor! ¡Basta de besos de Judas! ¡Basta de traidores a la humanidad! ¡Yo mismo daré ejemplo de odio sagrado! ¡Hice estallar un blindado de los sanguinarios gendarmes! ¡Delante de vuestros ojos! ¡Di la orden de colgar a ladrones y gángsteres! ¡Delante de vuestros ojos! ¡Con escobas de hierro barreré de nuestra ciudad la basura y las sabandijas no humanas! ¡Delante de vuestros ojos! ¡No tuve lástima de mí mismo! ¡Y me gané el derecho sagrado a no tener lástima de otros!

Andrei llegó a la entrada del periódico. La puerta estaba cerrada. Rabioso, la pateó y los cristales se estremecieron. Comenzó a golpearla con todas sus fuerzas, soltando tacos con rabia. La puerta se abrió. En el umbral estaba el Preceptor.

—Entra —dijo, echándose a un lado.

Andrei entró. El Preceptor cerró la puerta detrás de él, pasó el cerrojo y se volvió. Su rostro era blanco, como la harina, con enormes ojeras negras, y se humedecía los labios con la lengua con frecuencia. A Andrei se le encogió el corazón: nunca antes había visto al Preceptor en tal estado de abatimiento.

—¿Es posible que todo ande tan mal? —preguntó Andrei, con desánimo en la voz.

—Pues sí —el Preceptor sonrió débilmente—. No hay nada bueno.

—¿Y el sol? —preguntó Andrei—. ¿Por qué lo apagaron?

—¡No lo apagamos! —masculló, angustiado, el Preceptor, apretando los puños y dando paseítos de un lado al otro del vestíbulo—. Fue una avería. Eso no figuraba en ningún plan. Nadie se lo esperaba.

—Nadie se lo esperaba —repitió Andrei, con amargura. Se quitó el impermeable y lo dejó sobre un sofá polvoriento—. Si no se hubiera apagado el sol, nada de esto habría ocurrido.

—El Experimento se descontroló —masculló el Preceptor, dándole la espalda.

—Se descontroló… —volvió a repetir Andrei—. Nunca pensé que el Experimento pudiera descontrolarse.

—Pues… —dijo el Preceptor mirándolo de reojo— en cierto sentido, tienes razón. Pero también puedes considerar lo siguiente: el Experimento, descontrolado, es también un Experimento. Es posible que sea necesario hacer cambios… introducir correcciones. Así que, en retrospectiva, ¡en retrospectiva!, esas tinieblas egipcias se considerarán como parte inseparable y programada del Experimento.

—En retrospectiva… —repitió Andrei una vez más. Una rabia sorda se apoderó de él—. ¿Y qué tendrán la gentileza de ordenarnos? ¿Que nos salvemos?

—Sí. Que os salvéis. Y que salvéis.

—¿A quién?

—A todos los que puedan ser salvados. Todo lo que pueda ser salvado. No puede ser que no quede nadie ni nada que salvar.

—¿Nosotros vamos a salvarnos y Fritz Geiger llevará a cabo el Experimento?

—El Experimento sigue siendo el Experimento —objetó el Preceptor.

—Sí —dijo Andrei—. Desde los babuinos hasta Fritz Geiger.

—Pues sí. Hasta Fritz Geiger, más allá de Fritz Geiger y a pesar de Fritz Geiger. A causa de Fritz Geiger no nos vamos a pegar un tiro en la sien. El Experimento debe continuar. La vida sigue, a pesar de cualquier Fritz Geiger. Si estás desencantado del Experimento, piensa en la lucha por la vida.

—En la lucha por la existencia —masculló Andrei, con una sonrisa torcida—. ¡Ahora no podemos hablar de vida!

—Eso va a depender de vosotros.

—¿Y de ustedes?

—De nosotros depende muy poco. Vosotros sois muchos, aquí sois los que deciden, no nosotros.

—Antes, usted hablaba de otra manera —repuso Andrei.

—¡Antes tú eras otra persona! —objetó el Preceptor—. ¡Y también hablabas de otra manera!

—Temo haber hecho el tonto —masculló Andrei, lentamente—. Me temo que no he sido más que un idiota.

—No temes solo eso —apuntó el Preceptor con cierta picardía en la voz.

A Andrei el corazón le dio un salto, como siempre ocurre cuando se cae en un sueño.

—Sí, tengo miedo. Tengo miedo a todo —dijo, grosero—. Soy un gorrión asustado. ¿Alguna vez le han pateado los testículos? —De repente, le vino a la cabeza una idea nueva—. Pero usted también tiene miedo, ¿no es verdad?

—¡Por supuesto! Ya te he dicho que el Experimento se descontroló…

—¡No me diga! El Experimento, el Experimento… El problema no está en el Experimento. Primero, a por los babuinos, después a por nosotros, y por último, a por ustedes, ¿verdad?

El Preceptor no respondió nada. Lo más horrible era que, ante aquella pregunta, el Preceptor no había dicho ni una palabra. Andrei seguía esperando, pero el Preceptor se limitaba a seguir dando paseítos por el vestíbulo, moviendo sin sentido los sillones de un lugar a otro, frotando el polvo de las mesitas con la manga y sin atreverse a mirar a Andrei.

Tocaron a la puerta, primero con los puños y después comenzaron a darle patadas. Andrei retiró el cerrojo y vio a Selma delante de él.

—¡Me abandonaste! —dijo ella con indignación—. ¡Apenas he logrado llegar aquí!

Andrei, avergonzado, miró hacia atrás. El Preceptor había desaparecido.

—Perdóname —masculló—. No podía ocuparme de ti.

Le resultaba difícil hablar. Intentaba acallar dentro de sí el horror que le causaba la soledad y la sensación de indefensión. Cerró la puerta de un golpe violento y se apresuró a poner el cerrojo.

TRES

La redacción estaba desierta. Al parecer, los trabajadores habían huido cuando comenzó el tiroteo en las inmediaciones de la alcaldía. Andrei recorrió los cubículos, contemplando con indiferencia los papeles en desorden, las sillas caídas, la vajilla sucia con restos de bocadillos y las tazas con restos de café. De la parte trasera de la redacción le llegaba, muy alto, una marcha militar, lo que le resultaba muy extraño. Selma lo seguía, agarrada de su manga. Hablaba todo el tiempo, decía algo como si lo regañara, pero Andrei no la escuchaba.

«No sé por qué se me ha ocurrido venir hasta aquí —pensó—. Todos han huido, al unísono, y han hecho lo correcto. Ahora estaría en casa, acostado, acariciándome las malditas costillas, medio dormido, sin prestar atención a nada.»

Entró en el departamento de noticias de la ciudad y vio a Izya.

No se dio cuenta en un primer momento de que se trataba de Izya. Estaba de pie en un rincón, detrás de la mesa más lejana, apoyando las manos bien separadas, y revisaba una colección de periódicos antiguos. Estaba pelado casi al rape, hecho un mamarracho, un tipo extraño que vestía una sospechosa bata gris sin botones, y solo un segundo después, cuando aquel hombre hizo una mueca conocida, enseñó los dientes y comenzó a pellizcarse la verruga del cuello, Andrei se dio cuenta de que se trataba de Izya.

Permaneció unos momentos junto a la puerta, mirándolo. Izya no los había oído entrar. En general, no oía ni se daba cuenta de nada: leía y, además, encima de su cabeza tenía un altavoz de donde salían los estruendosos compases de una marcha militar.

—¡Pero si es Izya! —gritó Selma de repente, apartó a Andrei a un lado y echó a correr.

Izya levantó enseguida la cabeza, su sonrisa se hizo más amplia y abrió los brazos.

—¡Vaya! —gritó, alegre—. ¡Habéis aparecido!

Mientras abrazaba a Selma, mientras le daba un beso sonoro y apetitoso en las mejillas y en los labios, mientras Selma gritaba algo indescifrable y exaltado y despeinaba sus cabellos erizados. Andrei se acercó a ellos, tratando de controlar la tremenda vergüenza que se había apoderado de él. La cortante sensación de culpa, de haber traicionado a un amigo, que había estado a punto de hacerle perder el sentido aquella mañana en el sótano, se había embotado a lo largo del último año, casi había desaparecido: pero ahora lo estremecía de nuevo, y al llegar junto a Izya estuvo varios segundos dudando antes de atreverse a tenderle la mano. Hubiera considerado natural que Izya no quisiera prestar atención a su mano tendida, o que hubiera dicho algo despectivo e injuriante: en su lugar, habría actuado exactamente así. Pero Izya se liberó del abrazo de Selma y le apretó la mano con calor.

—¿Dónde te han maquillado con tanta imaginación? —preguntó, muy interesado.

—Me han dado una paliza —fue la corta respuesta de Andrei, Izya lo había sorprendido. Quería preguntarle muchas cosas, pero se limitó a una—: ¿Cómo es que estás aquí?

En lugar de responder, Izya pasó varias páginas de la colección de periódicos.

—«Ningún razonamiento —leyó con énfasis, gesticulando de forma exagerada— puede explicar la furia con la que la prensa gubernamental arremete contra el Partido del Renacimiento Radical. Pero si recordamos que son precisamente los militantes del PRR, esa diminuta y joven organización, los que denuncian más abiertamente cada caso de corrupción…»

—Deja eso —dijo Andrei, torciendo el gesto.

—«De arbitrariedad —siguió Izya, limitándose a levantar la voz—, de estupidez burocrática e indefensión administrativa; si recordamos que los militantes del PRR fueron los primeros en prevenir al gobierno sobre la inutilidad de los impuestos a las ciénagas…» ¡Bielinski! ¡Pisarev! ¡Plejanov! ¿Esto lo escribiste tú mismo o fueron tus idiotas de alquiler?

—Está bien, está bien —dijo Andrei, irritado, mientras intentaba quitarle los periódicos.

—¡No, aguarda! —gritó Izya, amenazando con el dedo y tirando de la colección de diarios hacia sí—. ¡Aquí hay otra perla! ¿Dónde está? Ah, aquí. «En nuestra ciudad abundan las personas honestas, como en cualquier ciudad habitada por trabajadores. Pero si hablamos de las agrupaciones políticas, es posible que solo Friedrich Geiger pueda aspirar a ese alto título…»

—¡Basta! —gritó Andrei, pero Izya le arrancó los periódicos de la mano, como en pos de Selma, que reía triunfante, y siguió leyendo, entre resoplidos y salpicaduras de saliva.

—«¡No hablemos de discursos, hablemos de hechos! Friedrich Geiger rechazó el puesto de ministro de información: Friedrich Geiger votó contra la ley que otorgaba importantes privilegios a los funcionarios eméritos de la fiscalía; Friedrich Geiger fue el único político que se manifestó en contra de la creación de un ejército regular, en el que pretendían asignarle un alto cargo…» —Izya tiró los periódicos bajo la mesa y se frotó las manos—. ¡En política, siempre has sido un idiota de primera! Pero en estos últimos meses, tu estupidez ha aumentado de manera catastrófica. ¡Te mereces la paliza que te han dado! Pero, al menos, ¿el ojo está bien?

—Lo está —dijo Andrei lentamente. Acababa de darse cuenta de que Izya movía el brazo izquierdo con torpeza, y que no podía doblar tres dedos de esa mano.

—¡Desconéctalo y mándalo a hacer puñetas! —se oyó el grito de Kensi, que apareció en la puerta—. Ah, Andrei, ya estás aquí… Qué bueno. ¡Hola, Selma! —Atravesó deprisa el salón y retiró del enchufe el cable del reproductor.

—¿Por qué? —gritó Izya—. Quiero oír los discursos de mis líderes. ¡Que retumben las marchas militares!

Kensi se limitó a mirarlo con rabia.

—Andrei —dijo—, vamos a tu despacho y te contare qué hemos hecho. Y hay que pensar qué vamos a hacer de aquí en adelante.

Su cara y sus manos estaban cubiertas de hollín. Echó a andar hacia lo profundo de la redacción y Andrei lo siguió. Solo en ese momento notó el penetrante olor a papel quemado que salía de los cubículos. Izya y Selma lo seguían.

—¡Amnistía general! —enumeraba Izya, que seguía resoplando y agitándose—. ¡El gran líder ha abierto las puertas de las mazmorras! Necesita espacio para los nuevos detenidos… —Suspiró y gimió—. Han soltado a todos los criminales, hasta el último, y como es notorio, yo soy un criminal. Han soltado hasta a los condenados a cadena perpetua…

—Has adelgazado —dijo Selma, con lástima—. La ropa te cuelga, estás todo harapiento…

—Los últimos tres días no nos dieron nada de comer, ni nos dejaron lavarnos…

—Seguro que tienes hambre.

—Pues no, aquí he comido suficiente.

Entraron en el despacho de Andrei. El calor que hacía allí era insoportable. El sol entraba por la ventana, y en la chimenea ardía el fuego. Allí estaba la secretaria pizpireta, cubierta de hollín como Kensi, revolviendo minuciosamente con el atizador un montón de papel que ardía. En el despacho todo estaba cubierto de hollín y de copos negros de documentos calcinados.

Al ver a Andrei, la secretaria se levantó de un salto y sonrió, asustada y obsequiosa.

«Nunca se me hubiera ocurrido que ella se quedaría aquí», pensó Andrei. Se sentó tras el escritorio y, sintiéndose culpable, hizo un esfuerzo, la saludó y le devolvió la sonrisa.

—La lista de todos los corresponsales especiales, así como de los miembros del consejo de redacción, con sus direcciones —enumeraba Kensi, diligente—. Los originales de todos los artículos políticos, los originales de los resúmenes semanales…

—Hay que quemar los artículos de Dupin —dijo Andrei—. Era el mayor adversario de los del PRR, en mi opinión…

—Ya los he quemado —dijo Kensi, impaciente—. Los de Dupin, y por si acaso, los de Filimonov…

—¿Por qué tanto trajín? —dijo Izya, alegre—. ¡A vosotros os adorarán!

—No estoy muy seguro —masculló Andrei, sombrío.

—¿Cómo que no estás muy seguro? ¿Quieres apostar? ¡Cien billetes!

—¡Aguarda, Izya! —dijo Kensi—. Cierra la boca durante diez minutos, por Dios. He eliminado toda la correspondencia con la alcaldía, pero he conservado la correspondencia con Geiger…

—¡Las actas del consejo de redacción! —cayó en cuenta Andrei—. Las del mes pasado…

Presuroso, registró el cajón inferior del escritorio, sacó la carpeta y se la tendió a Kensi que, encorvado, revisó varias hojas.

—Sííí —dijo, sacudiendo la cabeza—. Me había olvidado de esto… Precisamente, aquí está la intervención de Dupin… —Caminó hacia el hogar y tiró la carpeta al fuego—. ¡Remueva, remueva bien! —le ordenó, irritado, a la secretaria, que escuchaba a sus jefes con la boca entreabierta.

En la puerta apareció el jefe del departamento de cartas de los lectores, sudado y muy ansioso. Llevaba en los brazos un montón de carpetas que sostenía por arriba con la mandíbula.

—Aquí están… —gruñó, mientras dejaba caer los documentos junto al hogar—. Hay varias encuestas sociológicas, ni siquiera he querido revisarlas… Están anotados los apellidos, las direcciones… Jefe, ¿qué le ha pasado?

—Hola Dennis —dijo Andrei—. Le agradezco que se haya quedado aquí.

—¿Tiene el ojo bien? —preguntó Dennis, secándose el sudor de la frente.

—Bien, bien —lo tranquilizó Izya—. No estáis eliminando lo que hace falta —advirtió—. Nadie os va a tocar. Sois un diario liberal opositor, medio amarillo. Simplemente, dejaréis de ser liberales y opositores.

—Izya —dijo Kensi—. Te lo advierto por última vez: deja de decir tonterías o tendré que echarte de aquí.

—¡No estoy diciendo tonterías! —repuso Izya con tristeza—. ¡Déjame terminar! ¡Debéis eliminar las cartas! Seguramente, habrá personas inteligentes que os han escrito…

—¡De-demonios! —masculló Kensi mirándolo con atención y salió corriendo del despacho.

Dennis lo siguió, secándose el rostro y el cuello sobre la marcha.

—No entendéis nada —dijo Izya—. Todos sois unos cretinos, y solo están en peligro las personas inteligentes.

—Tienes razón en eso de que somos unos cretinos —dijo Andrei.

—¡Ajá! ¡Te estás volviendo listo! —exclamó Izya, agitando la mano tullida—. No vale la pena. Es peligroso. ¡Ahí es donde se encierra la tragedia! Ahora mucha gente se volverá lista, pero no lo suficiente. No tendrán tiempo de comprender que en este preciso momento hay que hacerse el tonto.

Andrei miró a Selma. Selma miraba a Izya alelada. Y lo mismo hacía la secretaria, Izya estaba allí de pie, con sus botines carcelarios, sin afeitar, sucio, andrajoso, con la camisa por fuera de los pantalones, con la bragueta medio abierta por carecer de botones. Se erguía allí, con su invariable aspecto de siempre, sin cambiar nada, hablando e ilustrando a sus oyentes. Andrei se levantó de su asiento, caminó hasta el hogar, se agachó junto a la secretaria, le quitó el atizador y se puso a remover el papel, que ardía con desgana.

—Y por eso —seguía ilustrándolos Izya—, no se trata sencillamente de eliminar aquellos papeles en los que se meten con nuestro líder. Hay diferentes maneras de meterse con el líder. Hay que eliminar los papeles escritos por personas inteligentes.

—Oíd, necesito ayuda —gritó Kensi, metiendo la cabeza en el despacho—. Chicas, no os quedéis aquí sin hacer nada, seguidme…

La secretaria se puso en pie de un salto, se acomodó la faldita sobre la marcha y salió corriendo al pasillo. Selma quedó inmóvil un segundo, como esperando que alguien la detuviera, pero al momento aplastó la colilla en el cenicero y también salió.

—Pero a vosotros, nadie os va a poner un dedo encima —seguía discurseando Izya, sin ver ni oír nada—. Os darán las gracias, os entregarán papel para que aumentéis la tirada, os subirán el salario y os ampliarán la plantilla… Y solo después, en caso de que se os ocurra protestar, os agarrarán por los calzones y os refrescarán la memoria, recordándoos a Dupin, a Filimonov y todas vuestras locuras de liberales opositores. Pero ¿qué sentido tiene protestar? ¡Y no os pasará por la cabeza protestar, sino todo lo contrario!

—Izya —dijo Andrei, mirando al fuego—. ¿Por qué aquella vez no me dijiste qué había en la carpeta?

—¿Qué? ¿En qué carpeta? Ah, en aquella… —Izya calló de repente, se acercó al hogar y se agachó junto a Andrei. Se mantuvieron en silencio durante varios minutos.

—En aquella ocasión fui un asno —dijo Andrei al rato—. Un gilipollas total. Pero no era un chismoso ni un charlatán. Debiste haberte dado cuenta de eso.

—En primer lugar, no fuiste un gilipollas —dijo Izya—. Peor que eso, estabas agilipollado. Era imposible hablar contigo de ser humano a ser humano. Lo sé, durante cierto tiempo también me comporté así… Además, ¿qué pintan los chismes en esto? Estarás de acuerdo conmigo en que los ciudadanos corrientes no deben enterarse de esas cosas. Porque, de lo contrario, todo podría derrumbarse…

—¿Qué? —dijo Andrei, confuso—. ¿A causa de tus cartas de amor?

—¿Qué cartas de amor?

Durante unos instantes se miraron asombrados el uno al otro.

—Dios mío, claro —dijo Izya, haciendo su habitual mueca—. ¿Cómo no se me había ocurrido que él te contaría todo eso? ¿Qué necesidad tenía de contártelo? Él es nuestro líder, un águila. Quien sea dueño de la información será dueño del mundo, ¡eso lo aprendió muy bien de mí!

—No entiendo nada —masculló Andrei, casi con desesperación. Presentía que en ese momento conocería algo muy vil de toda aquella historia, ya de por sí bastante canallesca—. ¿De qué hablas? ¿De quién? ¿De Geiger?

—Geiger, Geiger —asintió Izya—. Nuestro gran Fritz. ¿Así que lo que yo llevaba en la carpeta eran mis cartas de amor? ¿O quizá fotos comprometedoras? La viuda celosa y el mujeriego de Katzman… Sí, yo les firmé un acta donde decía eso. —Izya se levantó con cierta dificultad y se dedicó a pasearse por el despacho, frotándose las manos y soltando su risita.

—Sí —dijo Andrei—. Eso fue lo que me contó. La viuda celosa. Entonces, ¿todo era mentira?

—Por supuesto, ¿qué pensaste?

—Lo creí —dijo Andrei, sin extenderse. Hizo chirriar los dientes y removió con ferocidad el fuego en el hogar—. ¿Y qué fue lo que ocurrió de veras?

Izya callaba. Andrei miró lentamente a su alrededor. Izya estaba de pie, frotándose lentamente las manos, mirándolo con ojos vidriosos y una sonrisa congelada en la cara.

—Resulta interesante —masculló, inseguro—. ¿Será que se le ha olvidado? Bueno, no exactamente olvidado… —De repente, caminó hasta Andrei y se agachó a su lado—. Oye, no pienso decirte nada, ¿entiendes? Y si te lo preguntan, debes responder eso mismo: no dijo nada, lo negó todo. Dijo solamente que el caso tenía relación con un gran secreto del Experimento, dijo que era peligroso conocer ese secreto. Además mostró varios sobres lacrados y dijo, guiñando un ojo, que entregaría esos sobres a personas de confianza y que serían abiertos en caso de que lo detuvieran repentinamente o de su muerte prematura, ¿entiendes? Que no dijo el nombre de esas personas de confianza. Si te lo preguntan, eso es lo que vas a decir.

—Está bien —dijo Andrei lentamente, mirando al fuego.

—Eso será lo correcto —masculló Izya, mirando también las llamas—. Pero si te torturan… Rumer es un esbirro miserable… —se estremeció—. Pero es posible que nadie te pregunte nada. No sé. Habría que meditar un poco todo esto. Es difícil idear algo así, de repente.

Calló. Andrei seguía removiendo el montón de papeles que ardían entre llamas rojizas que saltaban de un lado a otro. Izya, momentos después, continuó tirando papeles al hogar.

—No tires las carpetas, solo los papeles —dijo Andrei—. Fíjate, el cartón arde mal. ¿Y no temes que encuentren la carpeta?

—¿Y qué debería temer? —dijo Izya—. Que tema Geiger. Si no la encontraron enseguida, ahora no podrán encontrarla. La tiré en una alcantarilla, y después me pregunté muchas veces si habría caído dentro o fuera… ¿Por qué te pegaron? En mi opinión, tienes unas excelentes relaciones con Fritz.

—No fue Fritz —dijo Andrei, reticente—. Simplemente, tuve mala suerte.

Kensi volvió de repente, acompañado por las chicas. Sobre el impermeable, que llevaban agarrado por las puntas, traían un montón de cartas. Tras ellos venía Dennis, que todavía se secaba el sudor.

—Creo que esto es todo —dijo—. ¿O se les ha ocurrido algo más?

—¡Apartaos! —exigió Kensi.

Bajaron el impermeable junto al hogar y todos se pusieron a tirar las cartas al fuego. El hogar comenzó a zumbar. Izya metió la mano sana en el montón de papeles, escritos con tinta de diferentes colores, sacó una carta y, con su mueca habitual, comenzó a leerla con ansiedad.

—¿Quién fue el que dijo que los manuscritos no arden? —balbuceó Dennis mientras resoplaba. Se sentó tras la mesa y encendió un cigarrillo—. En mi opinión, arden muy bien… Qué calor. ¿Abrimos las ventanas?

De repente, la secretaria chilló, se levantó de un salto y salió corriendo.

—¡Se me había olvidado —susurraba—, se me había olvidado por completo!

—¿Cómo se llama? —se apresuró a preguntar Andrei.

—Amalia —gruñó Kensi—. Te lo he dicho cien veces… Oye, acabo de telefonear a Dupin…

—¿Y qué?

La secretaria regresó con un montón de bloques de notas entre los brazos.

—Estas son todas sus órdenes, jefe —susurró—. Las había olvidado totalmente. Seguro que también hay que quemarlas, ¿sí?

—Por supuesto, Amalia —dijo Andrei—. Gracias por acordarse. Quémelas, Amalia, quémelas. ¿Qué dijo Dupin?

—Quería prevenirlo, decirle que todo estaba en orden, que habíamos eliminado todas las huellas. Y se asombró, preguntó qué huellas eran esas. ¿Acaso había escrito algo así? Estaba terminando un reportaje detallado sobre el heroico asalto a la alcaldía, y se disponía a escribir un editorial titulado «Friedrich Geiger y el pueblo».

—Es una puta —dijo Andrei, con desgana—. Por cierto, como todos nosotros…

—¡Cuando dices esas cosas, refiérete a ti mismo! —le gritó Kensi.

—Perdona —respondió Andrei, con la misma desgana—. Digamos que no todos somos unas putas. La mayoría, nada más.

Izya soltó una risita repentina.

—Aquí tenemos a una persona inteligente —proclamó, agitando una hoja de papel—. «Es totalmente obvio —leyó—, que la gente como Friedrich Geiger solo aguardan alguna desgracia importante, no importa que sea de corta duración, basta que constituya una sensible interrupción del equilibrio, para desatar las pasiones y salir a la superficie, montados en la ola del motín…» ¿Quién ha escrito semejante cosa? —Buscó el remitente—. ¡Vaya, por supuesto! ¡A la hoguera, a la hoguera! —arrugó el papel y lo tiró al hogar.

—Escucha, Andrei —dijo Kensi—. ¿No es hora ya de pensar en el futuro?

—¿Y qué hay que pensar? —gruñó Andrei mientras continuaba trajinando con el atizador—. De alguna manera sobreviviremos, resistiremos…

—¡No hablo de nuestro futuro! —dijo Kensi—. Hablo del futuro del periódico, del futuro del Experimento.

Andrei lo miró con asombro, Kensi parecía el mismo de siempre. Como si no hubiera ocurrido nada. Como si nada hubiera pasado durante los últimos meses. Parecía estar más preparado a pelear que en otras ocasiones. Aunque fuera a pelear en nombre de la legalidad y los ideales. Como el martillo de un revólver, esperando que apretaran el gatillo. ¿O sería posible que no le hubiera ocurrido nada a él personalmente?

—¿Has hablado con tu Preceptor? —preguntó Andrei.

—Sí, he hablado —respondió Kensi con aire retador.

—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Andrei, sobreponiéndose al pudor habitual que acompañaba siempre a las conversaciones sobre los Preceptores.

—Eso no le incumbe a nadie, y no tiene la menor importancia. ¿Qué pintan aquí los Preceptores? Geiger también tiene un Preceptor. Cada bandido en la Ciudad cuenta con un Preceptor. Pero eso no impide que cada cual piense por sí solo.

Andrei sacó un cigarrillo del paquete, lo ablandó entre los dedos y, frunciendo el ceño a causa del calor, lo encendió pegándolo al atizador incandescente.

—Estoy harto de todo —dijo, muy quedo.

—¿De qué estás harto?

—De todo… En mi opinión, hay que huir de aquí, Kensi. Que se vayan todos al diablo.

—¿Qué es eso de huir? ¿Qué quieres decir?

—Hay que largarse antes de que sea tarde, huir a las ciénagas, adonde el tío Yura, lo más lejos posible de todo este burdel. El Experimento se ha descontrolado, nosotros no podemos controlarlo de nuevo, así que la terquedad no tiene sentido. En las ciénagas al menos tendremos armas, tendremos la fuerza…

—¡No me iré a las ciénagas! —declaró Selma de repente.

—No te lo estoy proponiendo a ti —dijo Andrei, sin volverse.

—Andrei —replicó Kensi—, eso sería desertar.

—Según tú, desertar, pero en mi opinión se trata de una maniobra inteligente. Pero haz lo que quieras. Me has preguntado qué pensaba sobre el futuro, y te respondo: no tengo nada que hacer aquí. De todas maneras, cesarán a todo el consejo de redacción y nos mandarán a recoger babuinos muertos. Bajo custodia. Y eso, en el mejor de los casos…

—¡Y aquí tenemos a otra persona inteligente! —proclamó Izya con admiración—. Escuchad: «Soy un antiguo suscriptor de vuestro diario, y en general apruebo su posición. Pero ¿por qué defendéis constantemente a F. Geiger? ¿Será que no contáis con la suficiente información? Sé, de muy buena tinta, que Geiger ha abierto expedientes a todas las personas de alguna importancia en la Ciudad. Su gente se ha infiltrado en todo el aparato de la municipalidad. Seguramente, también en vuestro diario. Os aseguro que los militantes del PRR no son tan pocos como pensáis. Sé también que cuentan con armas…» —Izya miró el reverso de la carta—. Ajá, mira de quién se trata… «Ruego no publicar mi nombre.» ¡A la hoguera, a la hoguera!

—Se podría pensar que conoces a todas las personas inteligentes de la Ciudad —dijo Andrei.

—A propósito, no son tantos —replicó Izya, metiendo la mano en el montón de papeles—. Y no hablo siquiera de que la gente inteligente casi nunca escribe a los diarios.

Se hizo el silencio, Dennis, satisfecho después del último cigarrillo, se acercó también al hogar y comenzó a tirar papeles al fuego en grandes montones.

—¡Remueva, remueva, jefe! —dijo—. ¡Con más ánimo! Deme el atizador.

—En mi opinión, marcharse ahora de la ciudad es simplemente una cobardía —intervino Selma, retadora.

—Ahora tenemos que contar con cada persona honesta —coincidió Kensi—. Si nosotros nos marchamos, ¿quién se queda? ¿Quieres entregarle el periódico a los Dupin?

—Quedarás tú —dijo Andrei, cansado—. Puedes traer a Selma al periódico. O a Izya…

—Tú conoces bien a Geiger —le interrumpió Kensi—. Podrías utilizar tu influencia…

—No tengo la menor influencia sobre él —dijo Andrei—. Y si la tuviera, no quiero utilizarla. No sé hacer esas cosas, y me repelen.

De nuevo, todos callaron. Solo se oía zumbar las llamas por el tubo de la chimenea.

—Por lo menos, que lleguen lo más pronto posible —gruñó Dennis, mientras tiraba al fuego el último montón de cartas—. Quiero beber algo, no tengo fuerzas para nada, pero para beber…

—No vendrán enseguida —replicó Izya al momento—. Antes, llamarán. —Tiró al fuego la carta que había estado leyendo y comenzó a pasearse por el despacho—. Dennis, usted no lo entiende, no lo sabe. ¡Es un ritual! Un procedimiento diseñado en tres países hasta sus menores detalles, probado hasta la saciedad. Chicas, ¿no hay nada de comer por aquí? —preguntó de repente.

—¡Ahora, ahora mismo! —chilló la delgadísima Amalia, levantándose de un salto, y salió corriendo al recibidor.

—Por cierto —recordó Andrei, quién sabe por qué razón—. ¿Dónde está el censor?

—Tenía muchas ganas de quedarse —explicó Dennis—. Pero el señor Ubukata lo echó. El censor gritaba como un loco: «¿Adónde puedo ir? ¡Me estáis matando!». Hubo que pasarle el pestillo a la puerta para que no volviera a entrar. Al principio intentó abrirla con todo el cuerpo, pero al rato se desesperó y se fue. Oiga, voy a abrir un poco las ventanas. Este calor me tiene exhausto.

La secretaria regresó con una sonrisa tímida en sus labios pálidos, sin cosméticos, y le tendió a Izya una bolsa de plástico transparente con unas frituras.

—¡Mmm! —gritó Izya y comenzó a hacer ruidos con la boca.

—¿Te duelen las costillas? —preguntó Selma muy queda, inclinándose hacia Andrei.

—No —se limitó a responder este. La apartó, caminó hacia la mesa y en ese momento sonó el teléfono. Todos volvieron la cabeza y clavaron los ojos en el aparato de color blanco. El teléfono continuaba sonando.

—Adelante, Andrei —dijo Kensi, impaciente.

—Sí —contestó Andrei cogiendo el auricular.

—¿Es la redacción del Diario Urbano? —preguntó una voz diligente.

—Sí —respondió Andrei.

—Por favor, con el señor Voronin.

—Soy yo.

Se oyó respirar a alguien y después sonaron los pitidos del final de la comunicación. Con el corazón latiéndole con violencia. Andrei colgó el teléfono cuidadosamente.

—Son ellos —dijo.

Izya masculló algo incomprensible, asintiendo largamente con la cabeza. Andrei se sentó. Todos lo miraban: Dennis, con una tensa sonrisa; Kensi, agotado y despeinado: Amalia, muy asustada; y Selma, con el rostro pálido. También Izya lo miraba mientras masticaba e intentaba a la vez sonreír, frotándose los dedos grasientos en los faldones de su chaqueta.

—¿Qué miráis? —pronunció Andrei, con irritación—. Largaos todos de aquí.

Nadie se movió.

—¿Por qué te preocupas? —dijo Izya, contemplando la última fritura—. Todo será tranquilo y pacífico, como dice el tío Yura. Tranquilo y pacífico, honesto y noble… Pero no debes hacer movimientos bruscos. Como si se tratara de una cobra.

Al otro lado de la ventana se oyó el traqueteo del motor de un auto y el chirrido de los frenos.

—¡Kaize, Velichenko, conmigo! —ordenó una voz penetrante—. ¡Mirovich, de guardia junto a la puerta de entrada!

Y un segundo después, se oyó cómo llamaban abajo dando puñetazos en la puerta.

—Iré a abrir —dijo Dennis, y Kensi corrió al hogar y comenzó a revolver con todas sus fuerzas las cenizas todavía humeantes, haciéndolas volar por todo el recinto.

—¡No haga movimientos bruscos! —le gritó Izya a Dennis, que se alejaba.

La puerta de abajo se estremeció y los vidrios temblaron, con un sonido quejumbroso. Andrei se levantó, cruzó las manos a la espalda apretándolas con todas sus fuerzas, y quedó de pie en el centro del despacho. La reciente sensación de náusea, angustia y flojera en las piernas volvió a adueñarse de él. Abajo cesó el ruido, dejó de escucharse el golpeteo, se oyeron voces irritadas y a continuación muchas botas comenzaron a recorrer los despachos vacíos.

«Como si se tratara de todo un batallón —le pasó a Andrei por la cabeza. Retrocedió y apoyó el trasero en la mesa. Le temblaban las rodillas—. No permitiré que me golpeen —pensó, con desesperación—. Prefiero que me maten. No he cogido la pistola… Qué lástima… ¿Será correcto no haberla cogido?»

Por la puerta, directamente frente a él, entró un hombre grueso de baja estatura, con un abrigo de buena calidad, con brazaletes blancos en las mangas y tocado con una enorme boina en la que se veía un distintivo. Calzaba botas muy brillantes, llevaba el abrigo ridículamente ceñido con un ancho cinturón del que colgaba, en el lado izquierdo, una funda amarilla totalmente nueva. Detrás del hombre entraron otros más, pero Andrei no los vio. Como encantado, contemplaba el rostro pálido y abotagado, de rasgos poco precisos y ojos enrojecidos.

«Tendrá conjuntivitis —le pasó por la cabeza—. Y está tan bien afeitado que el rostro le brilla como si se hubiera dado laca.»

El hombre de la boina examinó rápidamente el despacho y clavó después los ojos en Andrei.

—¿El señor Voronin? —pronunció, con voz muy aguda y entonación interrogativa.

—Soy yo —alcanzó a decir Andrei con gran esfuerzo, mientras se agarraba del borde de la mesa con ambas manos.

—¿El redactor jefe del Diario Urbano?

—Sí.

El hombre de la boina saludó con dos dedos, con gesto hábil, pero como al paso.

—Tengo el honor, señor Voronin —dijo, altisonante—, de entregarle un mensaje personal del señor presidente Friedrich Geiger.

Era obvio que tenía la intención de sacar el mensaje personal con un movimiento elegante, pero algo le salió mal y tuvo que buscar un rato en las profundidades de su abrigo, inclinado ligeramente hacia la derecha, con una expresión como de quien está siendo atacado por insectos. Andrei lo miraba como un condenado, sin entender nada, todo ocurría de forma extraña. No era eso lo que había esperado. «Quizá no sea nada», le pasó por la cabeza, pero en ese mismo instante apartó la idea de sí con un estremecimiento supersticioso.

Finalmente, apareció el mensaje y el hombre de la boina se lo tendió a Andrei con expresión irritada y algo ofendida. Andrei tomó el sobre crujiente y lacrado. Era un sobre postal de lo más corriente, largo, de color azul, con la imagen estilizada de un corazón con dos alitas de pájaro. En el sobre, una letra conocida había escrito: ANDREI VORONIN. REDACTOR JEFE DEL DIARIO URBANO, PERSONAL Y CONFIDENCIAL. F. GEIGER, PRESIDENTE. Andrei rasgó el sobre y extrajo una hoja corriente de papel de escribir con el borde azul.

¡Querido Andrei! Ante todo, permíteme agradecerte de todo corazón la ayuda y el apoyo que he recibido continuamente por parte de tu periódico durante estos últimos meses decisivos. Ahora, como puedes ver, la situación ha variado de manera radical. Estoy seguro de que la nueva terminología y algunos excesos inevitables no te confundirán: las palabras y los medios han cambiado, pero los objetivos siguen siendo los de siempre. Toma el diario en tus manos, has sido designado su redactor jefe y editor, de manera permanente y con plenos poderes. Elige tus colaboradores según tu criterio, amplía la plantilla, exige nuevas capacidades tipográficas, te doy carta blanca en todos los sentidos. El portador de esta carta, el subadjutor Raymond Zwirik, ha sido designado representante político de mi dirección de información en tu periódico. Como te darás cuenta enseguida, se trata de un hombre de pocas luces, pero conoce bien su oficio. Te ayudará a ponerte al día en la política general, sobre todo en los primeros tiempos. En caso de posibles conflictos, dirígete, por supuesto, personalmente a mí. Te deseo éxitos. Les enseñaremos a esos liberales babosos cómo hay que trabajar.

Cordialmente, Fritz.

Andrei leyó dos veces el mensaje personal y confidencial, después dejó caer la mano en la que sostenía la carta y miró a su alrededor. De nuevo, todos lo miraban, pálidos, decididos y tensos. Solo Izya brillaba como un samovar recién pulido, y a espaldas de los presentes lanzaba besos imaginarios al espacio. El subadjutor (qué demonios querría decir aquella palabra, le parecía haberla oído… adjutor, coadjutor… algo histórico, o de Los tres mosqueteros), el subadjutor Raymond Zwirik también lo miraba, con severidad pero con aire protector. Y junto a las puertas, balanceándose sobre los pies, había unos tipos desconocidos con carabinas y brazaletes blancos en las mangas que también lo miraban.

—Pues bien —comenzó a decir Andrei, mientras doblaba la misiva y la guardaba en el sobre. No sabía por dónde comenzar.

—¿Se trata de sus colaboradores, señor Voronin? —preguntó el subadjutor, en tono práctico, tomando la iniciativa con un ademán.

—Sí —dijo Andrei.

—Hum —pronunció Raymond Zwirik, con vacilación en la voz, mirando fijamente a Izya.

—Y usted, ¿quién es? —le preguntó con brusquedad Kensi en ese momento.

El señor Raymond Zwirik clavó sus ojos en él y a continuación, con cierto asombro, miró a Andrei, que tosió un par de veces.

—Señores —pronunció—. Permítanme que les presente al señor Zwirik, subcoadjutor…

—¡Subadjutor! —lo corrigió Zwirik, airado.

—¿Qué? Ah, sí, subadjutor. No subcoadjutor, sino simplemente subadjutor… Representante político en nuestro periódico. Desde este momento.

De repente, sin que viniera a cuenta. Selma bostezó y se cubrió la boca con la mano.

—¿Representante de qué? —preguntó Kensi, sin reducir su hostilidad.

—¡Representante político de la dirección de información! —proclamó Zwirik, en tono muy airado, sin dar tiempo a Andrei a sacar el mensaje del sobre.

—¡Sus documentos! —dijo Kensi, bruscamente.

—¡¿Qué?! —los ojos enrojecidos del señor Zwirik parpadearon con enojo.

—Documentos, plenos poderes, ¿tiene algo más que su estúpida tunda?

—¡¿Quién es?! —gritó el señor Zwirik con voz penetrante, volviéndose de nuevo hacia Andrei—. ¡¿Quién es este hombre?!

—Es el señor Kensi Ubukata —se apresuró a explicar Andrei—. Vicerredactor jefe… Kensi, no se necesita documento alguno. Me ha traído una carta de Fritz.

—¿De qué Fritz? —dijo Kensi, con gesto de asco—. ¿Qué pinta aquí ese tal Fritz?

—¡Movimientos bruscos! —intervino Izya—. ¡Os ruego que no hagáis movimientos bruscos!

La cabeza de Zwirik se movía entre Izya y Kensi. Su rostro ya no brillaba y por momentos se ponía cada vez más rojo.

—Veo, señor Voronin —pronunció, finalmente—, que sus colaboradores no tienen todavía una idea clara de qué ha ocurrido hoy. ¡O al contrario! —Siguió alzando la voz—. ¡Se lo imaginan, pero de una manera extraña, torcida! Aquí veo papel quemado, veo rostros lúgubres, y no veo ninguna disposición para comenzar a trabajar. En el momento en que toda la Ciudad, todo nuestro pueblo…

—¿Y esos, quiénes son? —le interrumpió Kensi, señalando hacia los hombres que portaban carabinas—. ¿Quiénes son, nuevos colaboradores?

—¡Pues, sí! ¡Señor exvicerredactor jefe! Son los nuevos colaboradores. No puedo prometer que se trate de…

—Eso lo veremos —pronunció Kensi con una extraña voz chirriante y caminó hacia Zwirik—. No sé con qué fundamento…

—¡Kensi! —intervino Andrei, en tono de indefensión.

—Con qué fundamento viene aquí a dar órdenes —prosiguió Kensi, sin prestar la menor atención a Andrei—. ¿Quién es usted? ¿Cómo tiene la osadía de comportarse de esa manera? ¿Por qué no muestra sus documentos? Ustedes no son otra cosa que bandidos armados que han entrado aquí para cometer un asalto.

—¡Cállate, culo amarillo! —fue el grito salvaje de Zwirik, que se llevó la mano a la funda de la pistola.

Andrei se balanceó hacia delante para interponerse entre ellos, pero en ese momento lo empujaron con violencia por el hombro, y Selma se paró delante de Zwirik.

—¡Cómo te atreves a expresarte así en presencia de mujeres, canalla! —le gritó—. ¡Culo gordo asqueroso! ¡Ladrón!

Andrei estaba totalmente confuso. Zwirik, Kensi y Selma gritaban a la vez. De reojo. Andrei vio que los tipos de la puerta se miraron, indecisos, y comenzaron a levantar sus carabinas, pero junto a ellos apareció de repente Dennis Lee, que agarraba por una pata un pesado taburete con el asiento de hierro; pero lo más terrible e increíble de todo era la zorrita de Amalia que, encorvada como una fiera, mostrando sus largos dientes blancos de aspecto terrorífico en aquel rostro pálido como el de un muerto, se acercaba sigilosamente a Zwirik, levantando sobre el hombro derecho el atizador humeante, como si fuera un palo de golf.

—¡Me acuerdo muy bien de ti, hijo de perra, me acuerdo! —gritaba Kensi, sin ceder—. Robabas el dinero de las escuelas, miserable, y ahora te presentas como coadjutor…

—¡Os hundiré en la mierda, eso es lo que vais a comer! ¡Enemigos de la humanidad!

—¡Cállate, culo de puta! ¡Cállate antes de que te ponga la mano encima!

—¡Movimientos bruscos! ¡Os lo imploro…!

Andrei, como hipnotizado, incapaz de moverse, no apartaba los ojos del atizador humeante. Se daba cuenta, sabía, que ocurriría algo horrible, irreparable, y que ya no podría impedirlo.

—¡Vosotros, a la horca! —gritaba salvajemente el subadjutor, con los ojos inyectados de sangre, moviendo de un lado a otro su enorme pistola automática. De alguna manera, mientras todos gritaban y chillaban, había logrado extraer el arma de la funda, y la agitaba sin sentido, sin dejar de dar gritos penetrantes, pero en ese momento Kensi saltó hacia él y lo agarró por las solapas del abrigo. Zwirik trató de liberarse, empujando con ambas manos, y a continuación sonó un disparo, otro y otro más. El atizador describió una curva silenciosa en el aire, y todos quedaron paralizados.

Zwirik estaba solo en el centro del despacho y su rostro se volvía gris por momentos. Se frotaba con una mano el hombro lastimado por el atizador, mientras la otra continuaba extendida hacia delante. La pistola yacía en el suelo. Los tipos de la puerta, con la boca abierta del susto, habían bajado sus carabinas.

—Yo no quería… —pronunció Zwirik con voz temblorosa.

El taburete cayó de la mano de Dennis con estruendo, y solo entonces Andrei comprendió a quién miraban todos. A Kensi, que retrocedía muy lentamente, con un movimiento extraño, mientras se cubría con ambas manos la parte inferior del pecho.

—Yo no quería… —repetía Zwirik con voz llorosa—. ¡Dios es testigo de que yo no quería!

A Kensi se le doblaron las piernas y se derrumbó suavemente, casi sin ruido, junto al hogar, sobre un montón de ceniza y restos de papel, y después de emitir un sonido torturado y confuso, se llevó lentamente las rodillas al vientre.

En ese momento, con un terrible grito, Selma clavó las uñas en el rostro de Zwirik, grueso, brillante, grisáceo, mientras todos los demás corrieron hacia el caído como para protegerlo, se agacharon sobre él y un minuto después Izya se irguió, volvió hacia Andrei el rostro, torcido por una extraña mueca, alzando mucho las cejas.

—Muerto… —balbuceó—. Asesinado.

Sonó el timbre del teléfono. Sin darse cuenta de qué hacía, Andrei, como en sueños, extendió la mano y tomó el auricular.

—¿Andrei? ¿Andrei? —Era la voz de Otto Frijat—. ¿Estás bien? ¿Sano y salvo? ¡Gracias a Dios, estaba preocupado por ti! Ahora todo marchará perfectamente. Ahora Fritz nos protegerá, en caso de cualquier cosa…

Dijo algo más, habló de embutidos, de mantequilla, pero Andrei no lo escuchaba.

Selma lloraba, inconsolable, agachada en un rincón y agarrándose la cabeza entre las manos, mientras el subadjutor Raymond Zwirik frotaba sus mejillas grises, embadurnándolas con la sangre que salía de profundos arañazos y, como si de un mecanismo roto se tratara, repetía constantemente una misma frase.

—Yo no quería. Juro por Dios que no quería…

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