Los muertos yacían por todas partes, ejecutados con espada, aplastados por zarpas de dragón, eliminados por los rayos que surgían de las fauces de Khellendros. Todos estaban irreconocibles; cadáveres sin rostro desperdigados entre restos de armaduras.
Sus muertes mostraban a las claras la valentía de los caídos, pero para el gran Dragón Azul la carnicería sólo era un agradable trofeo más; el olor acre que se elevaba del ensangrentado suelo resultaba embriagador.
Las invasiones de Tarsis, Kharolis y las Llanuras de Ceniza en el sur eran algo soberbio. Las conquistas aumentaban, cada una más valorada que la anterior. Hubo numerosas victorias en Trasterra y Gaardlund, y se había invadido Solamnia. Todo por Kitiara, la humana con corazón de dragón.
Mientras permanecía tumbado en la meseta de Malys, Tormenta sobre Krynn visualizaba a su antigua compañera con claridad. La enorme señora suprema Roja se encontraba cerca, con los ojos fijos en un volcán que se alzaba ante ella mientras repetía en voz queda: «Dhamon, no debes soltar jamás la alabarda». Preocupada con algo, había dejado que Khellendros se sumergiera en sus propios pensamientos.
En su mente, el Azul veía a la muchacha de pie frente a él, ataviada con la armadura azul que complementaba las escamas añil del dragón. «Más querida que una hija —pensó—. Más apreciada aún. Pronto la rescataré y volverá a nacer.» No tardarían en estar juntos otra vez, y dejaría de perder el tiempo con Malystryx la Roja.
Malys había adoptado a Khellendros como una especie de compañero, y no lo trataba exactamente como a un criado, tal y como había empezado a tratar a los otros señores supremos, sino más bien como a un socio menor. Pero Tormenta sobre Krynn sabía que otros compartían de vez en cuando los siniestros afectos de Malystryx. Estaba seguro de que el Blanco, Gellidus, había sido su consorte; pero guardó silencio sobre este asunto y muchos otros, mientras escuchaba con cierta curiosidad cómo la Roja conminaba a un peón humano, Dhamon —había oído a Ciclón mencionar ese nombre—, a seguir las órdenes de alguien llamado comandante Jalan y no tirar la alabarda.
El señor supremo Azul no prestaba mucha atención a las intrigas de Malys ni a sus relaciones con los otros señores supremos y los Caballeros de Takhisis. Su propia alianza con la Roja era sólo de conveniencia, para no despertar sus sospechas; no era antinatural para un dragón fingir cooperación como hacía él.
No obstante, en épocas pasadas Khellendros había desafiado a su estirpe, y había sido leal sólo a otro dragón, una calculadora hembra Azul llamada Nadir.
Nadir había muerto durante la Tercera Guerra de los Dragones, pero no antes de poner una serie de huevos, varios de los cuales sobrevivieron al Cataclismo para convertirse en la orgullosa progenie de Khellendros en los páramos de la zona occidental de Khur. La meseta de Malystryx se hallaba en Goodlund, y en estos momentos él no se encontraba excesivamente lejos de Khur.
Una hija se distinguió por su celo en el combate, y se unió a Khellendros en el servicio a la Reina de la Oscuridad. La hija del Azul, a quien los humanos llamaban Céfiro, era ambiciosa, pero su padre consideraba que le faltaba la audacia militar necesaria para sobrevivir, por lo que manipuló la adjudicación de compañeros en el ejército draconiano azul e hizo que su hija fuera pareja de una joven humana que empezaba a escalar puestos: Kitiara uth Matar. Iba en contra de la costumbre, ya que a los dragones se los emparejaba con humanos del sexo opuesto, pero Khellendros ya tenía fama de ir en contra de las tradiciones.
La elección que el Azul hizo de Kitiara fue muy sabia. Céfiro aprendió mucho de la humana y ascendió hasta el puesto de teniente primero de Skie y su compañera, una astuta guerrera llamada Kartilann de Khur. Estando juntos, nadie podía vencer al cuarteto, que condujo un ataque victorioso tras otro en el campo de batalla.
Hasta lo sucedido hacía muchísimo tiempo, durante la batalla de Schallsea.
La isla de Schallsea, reflexionó Khellendros, era el lugar de la tristeza definitiva y el punto de destino de la venganza, donde no hacía mucho tiempo había derrotado a Palin Majere y robado las valiosas reliquias. Donde los sueños morían y empezaban.
—No abandones la alabarda —oyó que repetía Malys. El gran Azul hizo como si no la oyera; después de todo, sus palabras no iban dirigidas a él, por lo que se concentró en sus recuerdos de la isla.
Habían transcurrido decenios. Khellendros y Kartilann encabezaban una batida sobre la isla. No existían motivos para temer a aquel enemigo inferior, ninguna razón para sospechar que pudiera producirse el desastre; pero la flecha de un francotirador mató a Kartilann, y poco más tarde también Céfiro resultó abatida. En medio de la tristeza de Khellendros, se produjo otra nueva transgresión de la tradición. En los ejércitos draconianos de la Reina Oscura siempre que el compañero resultaba muerto, dragón o humano, el que sobrevivía quedaba generalmente deshonrado. Y quedar deshonrado a los ojos de Takhisis era algo que el Azul no podía ni estaba dispuesto a tolerar. Perspicaz, el dragón hizo un pacto con Kitiara y formó rápidamente pareja con ella... en parte para honrar a Céfiro, en parte para salvar las apariencias ante la Reina de la Oscuridad.
Su asociación, nacida de las muertes de un dragón y un humano, de dos disoluciones, fue un golpe de genio creativo. Se complementaban con tal perfección que Khellendros y Kitiara al principio parecieron omnipotentes. Juntos condujeron al Ala Azul de conquista en conquista: Tarsis, Kharolis, las Llanuras de Ceniza y muchas más.
Dama Oscura, llamaban a Kitiara. Señora del Dragón.
Los humanos llamaban Skie a Khellendros. Un nombre impropio, que carecía de toda insinuación de poderío y que había llegado a despreciar; excepto cuando surgía de la boca de Kitiara.
La Dama Oscura se encontraba ante él ahora en su ensoñación, la figura perfectamente imaginada en medio de los vapores que se alzaban del abrasado suelo del Pico de Malystryx. Como un espejismo, la visión resultaba sedante a su espíritu. Pronto llevaría a Kitiara de regreso a Krynn y mantendría la promesa hecha. Pronto ya no tendría que asentir sin rechistar a las órdenes de la señora suprema Roja. Tendría a Kitiara, a quien quería más que a una hija...
—¡Khellendros! —La voz sonó como un temblor de tierra.
Dejó que la imagen de la mujer se desvaneciera y clavó la mirada en los humeantes ojos de la Roja.
—Sí, Malystryx. Tu plan tiene mérito. Unir a los dragones bajo una nueva Takhisis forjará una nueva época. —Una parte de él había estado escuchando.
—La Era de los Dragones —ronroneó Malys—. Esto ya no volverá a llamarse la Era de los Mortales.
—Esta ascensión tuya... —empezó el Azul.
—Precisará una magia excepcional —terminó ella por él—. Un objeto magnífico viene en estos momentos de camino hacia nosotros, transportado por un insignificante peón humano. Lo escoltarán más humanos para proteger la reliquia. La comandante Jalan conduce a los Caballeros de Takhisis, mis caballeros.
—¿Y necesitarás otra magia?
—Onysablet, Gellidus, incluso Beryllinthranox buscarán y facilitarán sus tesoros mágicos con mayor poder. Como debes hacer tú. Reúne la magia para mí: reliquias ancestrales llenas de poder arcano en bruto.
—Desde luego.
—Necesitaré la energía guardada en todas estas cosas para que me ayude en la transformación. —Sus ojos relucieron siniestros, y aparecieron pequeñas llamas en las comisuras de la inmensa boca—. Liberaremos la magia cuando hayamos reunido suficientes objetos y cuando sea el momento justo. La soltaremos en Khur.
El lugar donde Nadir había puesto sus huevos, se dijo Khellendros, donde Kitiara y él habían combatido en una ocasión codo con codo.
—Volveré a nacer.
El Azul asintió con la cabeza.
—Cerca de la Ventana a las Estrellas.
Khellendros conocía el lugar. En la antigüedad había servido como portal a El Gríseo, donde en el pasado podría tal vez haber encontrado con mayor facilidad a Kitiara. Era un lugar habitado por humanos.
—Cuando sea Takhisis, dominaré por completo a los humanos. Los aplastaré. Dejarán de existir los focos de resistencia. Nadie osará desafiarnos. Y nadie podrá esconderse. Ni siquiera la mayor de las criaturas que todavía...
—¿Como el Dragón de las Tinieblas que tanto te preocupa?
Un retumbo surgió de las profundidades del vientre de Malys.
—Ese bandido me desafía. Sigue eliminando dragones menores y obteniendo poder de sus cuerpos sin vida.
—Como todos nosotros hicimos durante la Purga de Dragones. Tú nos diste ejemplo. Nos mostraste el modo.
—Pero ordené el final de la purga.
—Y él no te obedeció.
—Lo encontraré —afirmó Malystryx, en un tono lo más desapasionado posible—. Ahora, o cuando me transforme en la nueva Takhisis, lo encontraré y me desharé de él. Sus poderes serán míos.
—¿Y los Dragones del Bien?
—Se unirán a mí. Los Plateados y los de Bronce, los de Cobre y los de Latón... Incluso los Dorados. Todos se unirán a mí.
—La mayoría morirán, creo yo, Malys.
—No todos ellos. —La Roja inhaló con fuerza y soltó aire despacio mientras contemplaba las volutas de humo que brotaban de sus ollares—. La vida les resultará más preciosa que la muerte, incluso la vida bajo mi mando. He estado muy ocupada haciendo planes y he identificado a aquellos a los que se puede convencer. Como verás, he estado trabajando. ¿Y tú, Khellendros? ¿Qué has estado haciendo en los Eriales del Septentrión?
—He estado controlando el territorio. He creado un ejército.
—¿Reuniendo seguidores? —inquirió ella con sequedad—. Sólo tienes a uno que resulte realmente prometedor.
—Ciclón.
—Un dragón ciego. --La voz de la Roja estaba llena de desprecio.
—Es muy competente.
—¿Capaz de gobernar los Eriales del Septentrión? —Khellendros entrecerró ligeramente los dorados ojos, pero Malys continuó—. ¿Es capaz de controlar Palanthas y de cuidar de los Caballeros de Takhisis o conducir legiones de cafres? ¿Puede crear los dracs que necesitamos? ¿Dominar todas las tribus insignificantes que plagan tu enorme desierto blanco y acosan a los dragones Azules que te sirven?
—¿Piensas reemplazarme por él, entregarle mi territorio?
Un atisbo de sonrisa apareció en las fauces de la señora suprema Roja.
—Desde luego —respondió con suavidad—. Igual que Ferno acabará por reemplazarme como señor supremo de este dominio.
Se irguió para sentarse sobre los cuartos traseros, y su cuerpo se alzó por encima de él, la testa tan alta como las cimas de los volcanes que circundaban su meseta.
—Pero yo no necesitaré un territorio concreto, ya que todo Ansalon será mío. Y, como Reina Oscura, necesitaré un rey. —Bajó los ojos para clavarlos en los de Tormenta—. Gobierna a mi lado. Tan sólo tu inteligencia y ambición son lo bastante grandes para complementar a las mías.
Khellendros levantó ligeramente la testa, aunque tuvo la sensatez de mantenerla bien por debajo de los ojos de ella.
—Me siento honrado, mi Reina. Y acepto. Entregaré mi territorio a Ciclón cuando llegue el momento.
—El momento no tardará en llegar. Ferno viene hacia mí ahora. Le contaré nuestro acuerdo. Heredará mis dominios. Luego tú y yo seremos los dueños de Krynn.
El Dragón de las Tinieblas se deslizaba sobre las corrientes de aire ascendentes que originaban las montañas del Yelmo de Blode, con el sol de la mañana refulgiendo sobre su lomo. Su largo y grueso hocico estaba lleno de dientes irregulares que parecían pedazos afilados de cuarzo humeante; los ojos eran de un gris brumoso con pupilas negras. Dos cuernos, también de un gris brumoso, se alzaban hacia arriba y atrás desde lo alto de la testa; cuernos más pequeños, como pedazos de ónice afilado, se desplegaban desde el puente de la nariz hasta lo alto de la cabeza, bordeando las mejillas. La cara inferior de las alas era la zona más oscura, negra como la medianoche, negra como un espíritu corrompido.
También Onysablet era negra, pero el Dragón de las Tinieblas no era, estrictamente hablando, un Dragón Negro. Tenía las escamas oscuras, pero en cierto modo traslúcidas, de un color que variaba con la luz y las tinieblas. Por lo general cazaba al anochecer, cuando las sombras del mundo eran más densas. Era su hora favorita, aunque en ocasiones cazaba muy entrada la noche, cuando se fundía con el cielo de color ébano, invisible para todos excepto aquellos que eran más perspicaces. Tener que cazar en esta soleada mañana lo alteraba un poco; se encontraba fuera de su elemento, pero su presa estaba a mano. Y ello exigía esta incursión insólita.
Descendió más y estiró el largo cuello azabache para poder inspeccionar mejor el suelo y atisbar en el interior de los escarpados afloramientos y estribaciones. Un poblado ogro se alzaba entre dos cimas, y una columna de humo se elevaba de las chozas destrozadas, perfumando el aire con el aroma de la madera quemada y los cuerpos carbonizados. Cuerpos de ogros. El dragón no sentía cariño por los ogros, pero tampoco los odiaba. Había eliminado a un buen número durante su vida. Pero también los toleraba a veces, como toleraba un gran número de cosas en esta tierra. No obstante, ese día le fastidiaban los chapuceros saqueadores que no consumían ni enterraban a los muertos después de realizar sus incursiones.
Percibió que los Caballeros de Takhisis, los saqueadores, su presa, se encontraban a menos de un día de marcha, justo al otro lado de las montañas. Viró al sudoeste y descubrió más cadáveres en su camino. Docenas de cuervos que se daban un festín con los restos salieron huyendo cuando su sombra pasó sobre ellos. Los kilómetros se esfumaron bajo sus alas. Las horas pasaron. Y entonces algo más captó su atención.
Por debajo de él, a unos dos kilómetros aproximadamente, había un Dragón Rojo. Volaba al nordeste y era un Rojo de gran tamaño, tal vez de unos veinte metros desde el hocico a la punta de la cola.
El Dragón de las Tinieblas ascendió más y observó al Rojo unos instantes, calculando su edad y su fuerza. Sabía que los Dragones Rojos se encontraban entre los más terribles.
El reptil estudió el suelo a sus pies, en busca de montañas que pudieran proyectar sombras suficientes para ocultarlo de modo que no tuviera que enfrentarse al Rojo. Buscó... y encontró. Plegó las alas a los costados y descendió en dirección a una cima cercana.
Mientras bajaba, observó cómo el Rojo continuaba su camino. Vio que aminoraba la velocidad y echaba un vistazo en su dirección, y se preguntó si el otro dragón lo dejaría en paz, pues estaba seguro de haber sido descubierto.
Ferno se dirigía a Goodlund, llamado por Malystryx. El lugarteniente de la hembra Roja sabía que no debía perder tiempo en Blode, pero también sabía que llevarle a su reina aquel trofeo lo elevaría en su estimación. La señora suprema odiaba al Dragón de las Tinieblas y, aunque se rumoreaba que existían unas cuantas de estas criaturas en Ansalon, sólo una sería tan osada como para volar en pleno día. Sin duda se trataba del renegado que tanto disgustaba a su señora. Malystryx lo recompensaría abundantemente.
Ferno batió las alas con mayor velocidad y viró al este, abriendo las fauces de par en par. Fue alimentando el calor a medida que éste crecía en su estómago como si alimentara un horno; cuanto más cerca volaba del Dragón de las Tinieblas, más pensaba en la gratitud que le demostraría la señora suprema Roja.
Desde su poco apto escondrijo, el oscuro dragón echó una última mirada al enemigo que se aproximaba. Era demasiado tarde para buscar sombras mejores. No ahora, cuando el Rojo había tomado una decisión. El Dragón de las Tinieblas describió un ángulo para ir al encuentro de su adversario, y batió las alas despacio mientras se elevaba, a la vez que reunía todo su poder y concentraba las energías.
De la boca de Ferno surgió una llamarada, una crepitante bola de fuego que salió disparada para envolver al otro. Las traslúcidas escamas negras chisporrotearon y reventaron, mientras el calor y las llamas amenazaban con arrollar al Dragón de las Tinieblas.
La oscura criatura agitó las alas con más fuerza y velocidad, para elevarse por encima de las llamas y del aire abrasador. El Rojo estiró las zarpas y las hincó con fuerza en la negrura que era el pecho de su oponente, arrojando una lluvia de escamas al aire.
El Dragón de las Tinieblas aulló, aspiró con fuerza, y soltó su propio aliento letal, una nube de oscuridad que se ensanchó para envolver al Rojo. Negra como la tinta, la nube se dobló sobre sí misma, cubriendo al otro y absorbiendo su energía.
—¿Cómo te atreves? —siseó Ferno; sacudió las alas, aleteando para mantenerse en el aire, y volvió a atacar con las garras—. ¡Malystryx me recompensará por matarte!
Pero el otro se había escabullido, y se cernía ahora por encima del Rojo y de la negrura. Con su adversario temporalmente cegado, escuchó las pullas que éste le dedicaba sin dejar de vigilar y aguardar; luego lanzó una segunda nube de oscuridad, justo cuando la primera empezaba a disiparse, y se abalanzó al interior de las tinieblas que envolvían a su víctima, con las garras bien extendidas. Sus ojos atravesaron las sombras con la misma facilidad con que otros veían bajo la luz. Con las zarpas rebanó las alas del Rojo, rasgándolas y llenando el aire con ardiente sangre de dragón.
—¡Por esta afrenta, morirás de forma horrible! —rugió Ferno. Aunque virtualmente ciego, el Dragón Rojo no estaba en absoluto indefenso; giró la cabeza sobre el hombro, y su aliento abrasador salió como una exhalación para incendiar el aire.
Escamas de un negro traslúcido se fundieron bajo el intenso calor, y una oleada tras otra de un dolor abrasador recorrieron el cuerpo del Dragón de las Tinieblas. Una nueva llamarada lo envolvió, y sólo pudo hundir las garras con más fuerza en el lomo del Rojo, al tiempo que bajaba la dolorida cabeza para acercarla al cuello de su adversario. Unos dientes parecidos a cuarzo humeante se hincaron con fuerza hasta abrirse paso por entre las escamas y llegar a la carne oculta debajo. El oscuro reptil cerró los dientes como una tenaza y le hundió las garras en los costados; luego soltó a su presa y se apartó violentamente de su lomo para alzar el vuelo y huir del calor y el dolor.
El Rojo lanzó un juramento y batió alas enfurecido. Por fin consiguió liberarse de la nube de oscuridad que había seguido absorbiendo sus fuerzas.
—¡Malystryx! —chilló—. ¡Escúchame, Malystryx! —Cegado todavía, se esforzó por poner en funcionamiento sus otros sentidos.
El Dragón de las Tinieblas se deslizó en lo alto, silencioso, sin dejar ningún olor, mientras recuperaba fuerzas y absorbía la energía perdida por el otro. Mientras lo seguía, se dio cuenta de que sus heridas no eran mortales.
—¡Maldita seas, criatura de Tinieblas! —rugió el Rojo—. ¿Dónde estás? ¡Enfréntate a mí!
Por encima de él, silencioso aún, el Dragón de las Tinieblas abrió las fauces, reunió toda la energía que le quedaba, y lanzó una nueva nube de oscuridad.
—¡Malystryx! —Una vez más Ferno se sintió engullido por la negrura. Era como una manta fría y húmeda, que sofocaba sus llamas y absorbía su energía y su voluntad—. ¡Malystryx!
—Tu señora suprema se encuentra demasiado lejos para poder ayudarte. —El Dragón de las Tinieblas se dignó hablar por fin, la voz chirriante. Se sentía débil, había sufrido quemaduras horribles, y sin duda quedaría desfigurado para siempre. Consideró la posibilidad de escapar mientras el Rojo seguía aturdido. En las sombras podría curarse, y sin duda el Rojo lo dejaría marcharse ahora.
—¡No necesito que me salve nadie! —replicó el otro. Ferno había escuchado con atención las palabras de su oponente y podía determinar con precisión el lugar donde éste se encontraba. Aspiró con fuerza, torció la testa y proyectó otra ráfaga de fuego.
El Dragón de las Tinieblas había descendido en picado en el mismo instante en que el Rojo abría las fauces, y se retorció sobre el lomo de éste justo mientras las crepitantes llamas pasaban sobre su cabeza. Escaldado, luchó por hacerse con el control de la situación y mantener inmovilizado al Rojo. Clavó las garras, al tiempo que sus mandíbulas volvían a encontrar el cuello de la presa. Sangre ardiente fluyó por sus dientes de cuarzo y descendió sobre las montañas del suelo.
Con su última bocanada de fuego, Ferno había agotado las pocas energías que le quedaban, y ahora apenas si podía mantenerse en el aire, en especial con el peso del otro dragón sobre él.
—Malystryx... —Tan agotadas estaban sus fuerzas, que el nombre surgió como una fuga de vapor—. Malystryx, ayúdame —rogó.
Las negras garras se hincaron con más fuerza, dientes humeantes desgarraron la carne; y el Dragón de las Tinieblas sintió que lo invadía un torrente de energía cuando empezó a absorber la energía vital del Rojo.
Malystryx observó el cielo, estudiando la figura cada vez más lejana de Khellendros. El Dragón Azul, al que había dado permiso para retirarse y así poder ella dedicarse a otros asuntos, regresaba a los Eriales del Septentrión. Tormenta informaría a Ciclón, su lugarteniente, de los planes de la señora suprema Roja.
En las profundidades de su mente, Malystryx escuchó una vocecita ahogada de cierta importancia.
—Ferno —dijo en voz alta. Cerró los rojos labios, dirigió los sentidos hacia lo más recóndito de su mente, y envolvió sus pensamientos alrededor del que susurraba. Se obligó a localizar a su rojo lugarteniente.
Dhamon Fierolobo avanzó en dirección al indefenso espía solámnico, alzó la alabarda para acabar con él, y entonces notó cómo la presión de la señora suprema perdía fuerza. La Roja se retiró un poco más, y él pudo detener la mano.
A su espalda, en el gran edificio provisional, la comandante Jalan se acercó un poco más.
—El solámnico... —empezó—. Acaba con él; si no puedes hacerlo, me veré obligada a hacerlo por ti.
—¡Malystryx! —llamó Ferno con desesperación.
El Dragón de las Tinieblas no cedía.
Perdidas las fuerzas, las alas incapaces de soportar el peso, Ferno se precipitaba al vacío. Montado sobre él, su oscuro adversario persistía en su salvaje ataque, que acababa con la energía del Rojo.
Ferno sintió el cálido contacto de su sangre en el cuello y el lomo. Las zarpas se agitaron en el aire inútilmente, y notó cómo el viento le agitaba las alas. Entonces, afortunadamente, advirtió que las garras de Tinieblas lo soltaban y las atroces mandíbulas se abrían; se percató de que su adversario abandonaba su lomo y agradeció librarse de su peso.
Sobresaltado, se dio cuenta entonces de lo cerca que debía de estar del suelo. Seguía sin ver otra cosa que oscuridad; pero percibía la tierra, ahora cerca debajo de él, y realizó un último esfuerzo encarnizado por hacer funcionar las alas.
Demasiado tarde. Ferno percibió la caricia de la mente de Malystryx. Luego sintió cómo una lanza de roca se hundía en su vientre, empalándolo en la cima de una montaña. Después de esto ya no sintió nada.
El Dragón de las Tinieblas revoloteó sobre las corrientes ascendentes varios minutos, contemplando los ríos rojos que brotaban del dragón muerto. Luego descendió para absorber la energía que aún quedaba en el Dragón Rojo.
—¡Ferno! —El grito de Malystryx resonó en los volcanes que circundaban su pico. La atronadora palabra sacudió la meseta, y, como en respuesta, los conos enrojecieron y enviaron a lo alto volutas de humo sulfuroso, mientras ríos de lava descendían por las laderas de los volcanes. Cintas rojas y naranjas, que relucían con fuerza bajo el sol de la mañana.
La enorme señora suprema estaba enfurecida. Los planes compartidos se habían ido al traste. Las intrigas a medio tramar entre los dos quedaban ahora desbaratadas.
Pero, más que la pérdida de su lugarteniente, la encolerizaba la falta de respeto demostrada por el Dragón de las Tinieblas. La Purga de Dragones había finalizado a una orden suya; los dragones dejarían de extraer poder de los infortunados espíritus de aquellos que vencían. ¡Nunca se volvería a hacer!
Se podía reemplazar a Ferno —de hecho lo reemplazaría— en pocas semanas. Pero el otro dragón...
Un retumbo se inició en las profundidades de su ser, y fue creciendo hasta que el ruido inundó la meseta. Fuertes llamaradas surgieron de sus fauces para ir a lamer las bases de los volcanes, y su cólera creció.
Con las fuerzas renovadas por la energía del Rojo, el Dragón de las Tinieblas reanudó su marcha. A medida que transcurrían los minutos, las montañas parecían encogerse, y a lo lejos divisó el verde invernadero que era el pantano de Onysablet. Y allí, prácticamente entre las montañas y las estribaciones, donde las humeantes brumas de la jungla se pegaban al suelo, un afilado colmillo se alzaba desafiante al cielo. Estaba rodeado de cobertizos y toscas chozas: hormigueros llenos dé vida.
Los saqueadores se arremolinaban en el lugar, confiados. Cubiertos con las negras cotas de malla a pesar del calor, los Caballeros de Takhisis estaban reunidos en el exterior de una construcción de gran tamaño. El chasquido del metal, evidencia de una pelea en curso, hendía el aire. Había hombres y mujeres situados detrás de los caballeros, curiosos por lo que acontecía en el interior del edificio, deseosos de echar una ojeada a los combatientes. Un enano y un kender estaban arrodillados y atisbaban por entre las piernas de los caballeros de armadura.
Demasiado cerca. Era culpa suya. No se podía evitar.
El dragón pegó las alas a los costados y se lanzó en picado, y la sombra que proyectaba en el suelo fue creciendo a medida que se acercaba.
—¡Ya me has oído, Fierolobo! ¡Acaba con él! —gritó una voz autoritaria desde el interior del edificio. Los sentidos del Dragón de las Tinieblas percibieron claramente aquella voz dictatorial ya que nadie más hablaba en ese momento—. Acaba con él!
El dragón abrió la boca y soltó una nube de oscuridad sobre los caballeros de negro. La nube descendió sobre ellos, los sofocó —como sofocó a los inocentes espectadores— y les robó la vista y la energía.
El aire se inundó de gritos de sorpresa, terror, incredulidad. El Dragón de las Tinieblas observó cómo caballeros y plebeyos por igual intentaban escabullirse alocadamente del frío manto de aire sofocante que él creaba. Chocaban entre ellos y corrían hacia sus toscos hogares. Unos cuantos fueron a parar directamente al pantano de Onysablet. Hormigas estúpidas.
El reptil descendió más para distinguir a los que vestían armaduras, y por lo tanto eran su objetivo. Sus garras atraparon a los caballeros uno a uno.
En el interior del edificio, la comandante Jalan oyó los primeros gritos y giró en redondo, para encontrarse con la impenetrable negrura que caía en aquellos instantes al otro lado del umbral. Retrocedió, desenvainó la espada, y llamó a los hombres que se hallaban más cerca.
Detrás de ella, Dhamon Fierolobo sintió el peso de la abrasadora alabarda en las manos. El omnipresente dragón de su mente se había desvanecido, y clavó los ojos en el hombre que tenía delante.
—¡Huye! —le gritó. El espía solámnico se oprimió el muñón con gesto aturdido—. ¡Huye!
El espía permaneció inmóvil sólo un momento más. Luego, encontrándose con la mirada desorbitada de Dhamon, se encaminó tambaleante hacia el fondo del edificio. Habían arrancado apresuradamente algunas tablas para crear una salida, y el sol penetraba a raudales por la abertura. El hombre dedicó una última mirada a su adversario por encima del hombro y se introdujo por el agujero.
Dhamon dejó escapar un suspiro de alivio. A su espalda, la comandante Jalan lanzó un juramento. El antiguo caballero escudriñó su mente en busca del dragón y no encontró ningún rastro, así que dio un paso indeciso hacia la parte trasera de la construcción.
Siguió sin recibir contraorden por parte del dragón y se preguntó si sería un truco para hacerle creer que era libre. Comprendió que la salvación estaba fuera de su alcance, ahora que había derramado sangre solámnica. Se había condenado para toda la eternidad. Pero ¿dónde se encontraba la presencia del dragón? Dio otro paso vacilante. ¿Era esto un juego más que el reptil finalizaría con un tirón de los hilos de su marioneta?
Consideró la posibilidad de arrojar la alabarda al suelo y salir huyendo. Tal vez el dragón quisiera que la comandante Jalan se hiciera cargo de ella ahora. Percibió entonces los gritos del exterior y vio cómo la comandante erguía la espalda y penetraba en las siniestras tinieblas.
Dhamon Fierolobo se echó el arma al hombro y sin hacer ruido se escabulló hacia la parte posterior, pasó al otro lado de la abertura, y emergió a la luz.
Había unas colinas al este, y no muy lejos distinguió un paso entre las montañas. El paso no, decidió; podían seguirlo con demasiada facilidad. Miró en derredor en busca de aldeanos o simpatizantes solámnicos; había sangre en el suelo, un rastro. Dhamon hizo caso omiso, y decidió correr en dirección a las colinas. Mientras ascendía gateando sobre rocas cubiertas de musgo, dedicó una última mirada al poblado y contempló la oscura nube. Distinguió lo que parecía una larga cola sobresaliendo de ella y escuchó los horrorosos alaridos y el entrechocar del acero. Los Caballeros de Takhisis combatían contra algo que se encontraba dentro de las tinieblas; la nube era demasiado pequeña para cubrir a Onysablet, por lo que supuso que tal vez envolvía a uno de sus esbirros.
Ascendió penosamente por el escarpado terreno de las estribaciones de Blode y se encaminó a las montañas. La voz del dragón había desaparecido.
El Dragón de las Tinieblas se había atiborrado. Había acabado con todos los Caballeros de Takhisis excepto uno; la comandante Jalan era la única superviviente. El dragón sólo sabía que era una cabecilla importante, a juzgar por las condecoraciones de su armadura. Aparte de ello, también debía de poseer un valor poco corriente al atreverse a presentarle batalla.
La comandante avanzó, cegada por la nube, tropezando con los pocos cadáveres que el dragón no se había tragado todavía. Balanceaba la espada ante ella, despacio, en busca del enemigo que no podía ver.
El Dragón de las Tinieblas estudió por un instante su rostro decidido, y luego batió las alas para elevarse por encima de la negra nube. La oscuridad se disiparía en cuestión de minutos, aunque la mujer seguiría sin ver durante más tiempo. Decidió dejarla vivir, que fuera el único superviviente, para que contara a su draconiana señora aquel triunfante ataque. Los supervivientes eran necesarios; de lo contrario no quedarían testimonios de sus grandes hazañas.
El dragón se elevó alejándose del poblado, y bordeó las estribaciones del Yelmo de Blode para dirigirse hacia las montañas. Se dedicó a buscar sombras hasta que por fin divisó una que le gustó, situada a mitad de camino de una cima. Planeó por el aire hasta ella y se encontró con la entrada de una cueva, cuya oscuridad interior era densa y agradable. Su oscura figura rieló y se encogió lo suficiente para permitirle pasar por la abertura y acogerse al amigable abrazo de las sombras del interior. Decidió que había llegado la hora de descansar, de saborear su éxito y hacer planes. Cerró los oscuros ojos.
Volvió a abrirlos horas más tarde. En el interior de la caverna resonaban los pasos de un intruso.