Le dije a Charlie que tenía un montón de deberes pendientes y ningún apetito. Había un partido de baloncesto que lo tenía entusiasmado, aunque, por supuesto, yo no tenía ni idea de por qué era especial, así que no se percató de nada inusual en mi rostro o en mi voz.
Una vez en mi habitación, cerré la puerta. Registré el escritorio hasta encontrar mis viejos cascos y los conecté a mi pequeño reproductor de CD. Elegí un disco que Phil me había regalado por Navidad. Era uno de sus grupos predilectos, aunque, para mi gusto, gritaban demasiado y abusaba un poco del bajo. Lo introduje en el reproductor y me tendí en la cama. Me puse los auriculares, pulsé el botón play y subí el volumen hasta que me dolieron los oídos. Cerré los ojos, pero la luz aún me molestaba, por lo que me puse una almohada encima del rostro. Me concentré con mucha atención en la música, intentando comprender las letras, desenredarlas entre el complicado golpeteo de la batería. La tercera vez que escuché el CD entero, me sabía al menos la letra entera de los estribillos. Me sorprendió descubrir que, después de todo, una vez que conseguí superar el ruido atronador, el grupo me gustaba. Tenía que volver a darle las gracias a Phil.
Y funcionó. Los demoledores golpes me impedían pensar, que era el objetivo final del asunto. Escuché el CD una y otra vez hasta que canté de cabo a rabo todas las canciones y al fin me dormí.
Abrí los ojos en un lugar conocido. En un rincón de mi conciencia sabía que estaba soñando. Reconocí el verde fulgor del bosque y oí las olas batiendo las rocas en algún lugar cercano. Sabía que podría ver el sol si encontraba el océano. Intenté seguir el sonido del mar, pero entonces Jacob Black estaba allí, tiraba de mi mano, haciéndome retroceder hacia la parte más sombría del bosque.
– ¿Jacob? ¿Qué pasa? -pregunté. Había pánico en su rostro mientras tiraba de mí con todas sus fuerzas para vencer mi resistencia, pero yo no quería entrar en la negrura.
– ¡Corre, Bella, tienes que correr! -susurró aterrado.
– ¡Por aquí, Bella! -reconocí la voz que me llamaba desde el lúgubre corazón del bosque; era la de Mike, aunque no podía verlo.
– ¿Por qué? -pregunté mientras seguía resistiéndome a la sujeción de Jacob, desesperada por encontrar el sol.
Pero Jacob, que de repente se convulsionó, soltó mi mano y profirió un grito para luego caer sobre el suelo del bosque oscuro. Se retorció bruscamente sobre la tierra mientras yo lo contemplaba aterrada.
– ¡Jacob! -chillé.
Pero él había desaparecido y lo había sustituido un gran lobo de ojos negros y pelaje de color marrón rojizo. El lobo me dio la espalda y se alejó, encaminándose hacia la costa con el pelo del dorso erizado, gruñendo por lo bajo y enseñando los colmillos.
– ¡Corre, Bella! -volvió a gritar Mike a mis espaldas, pero no me di la vuelta. Estaba contemplando una luz que venía hacia mí desde la playa.
Y en ese momento Edward apareció caminando muy deprisa de entre los árboles, con la piel brillando tenuemente y los ojos negros, peligrosos. Alzó una mano y me hizo señas para que me acercara a él. El lobo gruñó a mis pies.
Di un paso adelante, hacia Edward. Entonces, él sonrió. Tenía dientes afilados y puntiagudos.
– Confía en mí -ronroneó.
Avancé un paso más.
El lobo recorrió de un salto el espacio que mediaba entre el vampiro y yo, buscando la yugular con los colmillos.
– ¡No! -grité, levantando de un empujón la ropa de la cama.
El repentino movimiento hizo que los cascos tiraran el reproductor de CD de encima de la mesilla. Resonó sobre el suelo de madera.
La luz seguía encendida. Totalmente vestida y con los zapatos puestos, me senté sobre la cama. Desorientada, eché un vistazo al reloj de la cómoda. Eran las cinco y media de la madrugada.
Gemí, me dejé caer de espaldas y rodé de frente. Me quité las botas a puntapiés, aunque me sentía demasiado incómoda para conseguir dormirme. Volví a dar otra vuelta y desabotoné los vaqueros, sacándomelos a tirones mientras intentaba permanecer en posición horizontal. Sentía la trenza del pelo en la parte posterior de la cabeza, por lo que me ladeé, solté la goma y la deshice rápidamente con los dedos. Me puse la almohada encima de los ojos.
No sirvió de nada, por supuesto. Mi subconsciente había sacado a relucir exactamente las imágenes que había intentado evitar con tanta desesperación. Ahora iba a tener que enfrentarme a ellas.
Me incorporé, la cabeza me dio vueltas durante un minuto mientras la circulación fluía hacia abajo. Lo primero es lo primero, me dije a mí misma, feliz de retrasar el asunto lo máximo posible. Tomé mi neceser.
Sin embargo, la ducha no duró tanto como yo esperaba. Pronto no tuve nada que hacer en el cuarto de baño, incluso a pesar de haberme tomado mi tiempo para secarme el pelo con el secador. Crucé las escaleras de vuelta a mi habitación envuelta en una toalla. No sabía si Charlie aún dormía o si se había marchado ya. Fui a la ventana a echar un vistazo y vi que el coche patrulla no estaba. Se había ido a pescar otra vez.
Me puse lentamente el chándal más cómodo que tenía y luego arreglé la cama, algo que no hacía jamás. Ya no podía aplazarlo más, por lo que me dirigí al escritorio y encendí el viejo ordenador.
Odiaba utilizar Internet en Forks. El módem estaba muy anticuado, tenía un servicio gratuito muy inferior al de Phoenix, de modo que, viendo que tardaba tanto en conectarse, decidí servirme un cuenco de cereales entretanto.
Comí despacio, masticando cada bocado con lentitud. Al terminar, lavé el cuenco y la cuchara, los sequé y los guardé. Arrastré los pies escaleras arriba y lo primero de todo recogí del suelo el reproductor de CD y lo situé en el mismo centro de la mesa. Desconecté los cascos y los guardé en un cajón del escritorio. Luego volví a poner el mismo disco a un volumen lo bastante bajo para que sólo fuera música de fondo.
Me volví hacia el ordenador con otro suspiro. La pantalla estaba llena de popups de anuncios y comencé a cerrar todas las ventanitas. Al final me fui a mi buscador favorito, cerré unos cuantos popups más, y tecleé una única palabra.
Vampiro.
Fue de una lentitud que me sacó de quicio, por supuesto. Había mucho que cribar cuando aparecieron los resultados. Todo cuanto concernía a películas, series televisivas, juegos de rol, música undergroundy compañías de productos cosméticos góticos. Entonces encontré un sitio prometedor: «Vampiros, de la A a la Z». Esperé con impaciencia a que el navegador cargara la página, haciendo clic rápidamente en cada anuncio que surgía en la pantalla para cerrarlo. Finalmente, la pantalla estuvo completa: era una página simple con fondo blanco y texto negro, de aspecto académico. La página de inicio me recibió con dos citas.
No hay en todo el vasto y oscuro mundo de espectros y demonios ninguna criatura tan terrible, ninguna tan temida y aborrecida, y aun así aureolada por una aterradora fascinación, como el vampiro, que en sí mismo no es espectro ni demonio, pero comparte con ellos su naturaleza oscura y posee las misteriosas y terribles cualidades de ambos.
Reverendo Montague Summers
Si hay en este mundo un hecho bien autenticado, ése es el de los vampiros. No le falta de nada: informes oficiales, declaraciones juradas de personajes famosos, cirujanos, sacerdotes y magistrados. Las pruebas judiciales son de lo más completas, y aun así, ¿hay alguien que crea en vampiros?
Rousseau
El resto del sitio consistía en un listado alfabético de los diferentes mitos de los vampiros por todo el mundo. El primero en el que hice clic fue el danag, un vampiro filipino a quien se suponía responsable de la plantación de taro en las islas mucho tiempo atrás. El mito aseguraba que los danag trabajaron con los hombres durante muchos años, pero la colaboración finalizó el día en que una mujer se cortó el dedo y un danag lamió la herida, ya que disfrutó tanto del sabor de la sangre que la desangró por completo.
Leí con atención las descripciones en busca de algo que me resultara familiar, dejando sólo lo verosímil. Parecía que la mayoría de los mitos sobre los vampiros se concentraban en reflejar a hermosas mujeres como demonios y a los niños como víctimas. También parecían estructuras creadas para explicar la alta tasa de mortalidad infantil y proporcionar a los hombres una coartada para la infidelidad. En muchas de las historias se mezclaban espíritus incorpóreos y admoniciones contra los entierros realizados incorrectamente. No había mucho que guardara parecido con las películas que había visto, y sólo a unos pocos, como el estrie hebreo y el upier polaco, les preocupaba el beber sangre.
Sólo tres entradas atrajeron de verdad mi atención: el rumano varacolaci, un poderoso no muerto que podía aparecerse como un hermoso humano de piel pálida, el eslovaco nelapsi, una criatura de tal fuerza y rapidez que era capaz de masacrar toda una aldea en una sola hora después de la medianoche, y otro más, el stregoni benefici.
Sobre este último había una única afirmación.
Stregoni benefici: vampiro italiano que afirmaba estar del lado del bien; era enemigo mortal de todos los vampiros diabólicos.
Aquella pequeña entrada constituía un alivio, era el único entre cientos de mitos que aseguraba la existencia de vampiros buenos.
Sin embargo, en conjunto, había pocos que coincidieran con la historia de Jacob o mis propias observaciones. Había realizado mentalmente un pequeño catálogo y lo comparaba cuidadosamente con cada mito mientras iba leyendo. Velocidad, fuerza, belleza, tez pálida, ojos que cambiaban de color, y luego los criterios de Jacob: bebedores de sangre, enemigos de los hombres lobo, piel fría, inmortalidad. Había muy pocos mitos en los que encajara al menos un factor.
Y había otro problema adicional a raíz de lo que recordaba de las pocas películas de terror que había visto y que se reforzaba con aquellas lecturas: los vampiros no podían salir durante el día porque el sol los quemaría hasta reducirlos a cenizas. Dormían en ataúdes todo el día y sólo salían de noche.
Exasperada, apagué el botón de encendido del ordenador sin esperar a cerrar el sistema operativo correctamente. Sentí una turbación aplastante a pesar de toda mi irritación. ¡Todo aquello era tan estúpido! Estaba sentada en mi cuarto rastreando información sobre vampiros. ¿Qué era lo que me sucedía? Decidí que la mayor parte de la culpa estaba fuera del umbral de mi puerta, en el pueblo de Forks y, por extensión, en la húmeda península de Olympic.
Tenía que salir de la casa, pero no había ningún lugar al que quisiera ir que no implicara conducir durante tres días. Volví a calzarme las botas, sin tener muy claro adonde dirigirme, y bajé las escaleras. Me envolví en mi impermeable sin comprobar qué tiempo hacía y salí por la puerta pisando fuerte.
Estaba nublado, pero aún no llovía. Ignoré el coche y empecé a caminar hacia el este, cruzando el patio de la casa de Charlie en dirección al bosque.
No transcurrió mucho tiempo antes de que me hubiera adentrado en él lo suficiente para que la casa y la carretera desaparecieran de la vista y el único sonido audible fuera el de la tierra húmeda al succionar mis botas y los súbitos silbos de los arrendajos.
La estrecha franja de un sendero discurría a lo largo del bosque; de lo contrario no me hubiera arriesgado a vagabundear de aquella manera por mis propios medios, ya que carecía de sentido de la orientación y era perfectamente capaz de perderme en parajes mucho menos alambicados. El sendero se adentraba más y más en el corazón del bosque, incluso puedo aventurar que casi siempre rumbo Este. Serpenteaba entre los abetos y las cicutas, entre los tejos y los arces. Tenía leves nociones de los árboles que había a mi alrededor, y todo cuanto sabía se lo debía a Charlie, que me había ido enseñando sus nombres desde la ventana del coche patrulla cuando yo era pequeña. A muchos no los identificaba y de otros no estaba del todo segura porque estaban casi cubiertos por parásitos verdes.
Seguí el sendero impulsada por mi enfado conmigo misma. Una vez que éste empezó a desaparecer, aflojé el paso. Unas gotas de agua cayeron desde el dosel de ramas de las alturas, pero no estaba segura de si empezaba a llover o si se trataba de los restos de la lluvia del día anterior, acumulada sobre el haz de las hojas, y que ahora goteaba lentamente en el suelo. Un árbol caído recientemente -sabía que esto era así porque no estaba totalmente cubierto de musgo- descansaba sobre el tronco de uno de sus hermanos, cuyo resultado era la formación de una especie de banco no muy alto a pocos -y seguros- pasos del sendero. Llegué hasta él saltando con precaución por encima de los heléchos y me senté colocando la chaqueta de modo que estuviera entre el húmedo asiento y mi ropa. Apoyé la cabeza, cubierta por la capucha, contra el árbol vivo.
Aquél era el peor lugar al que podía haber acudido, debería de haberlo sabido, pero ¿a qué otro sitio podía ir? El bosque, de un verde intenso, se parecía demasiado al escenario del sueño de la última noche para alcanzar la paz de espíritu. Ahora que ya no oía el sonido de mis pasos sobre el barro, el silencio era penetrante. Los pájaros también permanecían callados y aumentó la frecuencia de las gotas, lo que parecía confirmar que allí arriba, en el cielo, estaba lloviendo. Ahora que me había sentado, la altura de los heléchos sobrepasaba la de mi cabeza, por lo que cualquiera hubiera podido caminar por la senda a tres pies de distancia sin verme.
Allí, entre los árboles, resultaba mucho más fácil creer en los disparates de los que me avergonzaba dentro de la casa. Nada había cambiado en aquel bosque durante miles de años, y todos los mitos y leyendas de mil países diferentes me parecían mucho más verosímiles en medio de aquella calima verde que en mi despejado dormitorio.
Me obligué a concentrarme en las dos preguntas vitales que debía contestar, pero lo hice a regañadientes.
Primero tenía que decidir si podía ser cierto lo que Jacob me había dicho sobre los Cullen.
Mi mente respondió de inmediato con una rotunda negativa. Resultaba estúpido y mórbido entretenerse con unas ideas tan ridículas. Pero, en ese caso, ¿qué pasaba?, me pregunté. No había una explicación racional a por qué seguía viva en aquel momento. Hice recuento mental de lo que había observado con mis propios ojos: lo inverosímil de su fortaleza y velocidad, el color cambiante de los ojos, del negro al dorado y viceversa, la belleza sobrehumana, la piel fría y pálida, y otros pequeños detalles de los que había tomado nota poco a poco: no parecía comer jamás y se movía con una gracia turbadora. Y luego estaba la forma en que hablaba a veces, con cadencias poco habituales y frases que encajaban mejor con el estilo de una novela de finales del siglo XIX que de una clase del siglo XXI. Había hecho novillos el día que hicimos la prueba del grupo sanguíneo, tampoco se negó a ir de camping a la playa hasta que supo adonde íbamos a ir, y parecía saber lo que pensaban cuantos le rodeaban, salvo yo. Me había dicho que era el malo de la película, peligroso…
¿Podían ser vampiros los Cullen?
Bueno, eran algo. Y lo que empezaba a tomar forma delante de mis ojos incrédulos excedía la posibilidad de una explicación racional. Ya fuera uno de los fríos o se cumpliera mi teoría del superhéroe, Edward Cullen no era… humano. Era algo más.
Así pues… tal vez. Ésa iba a ser mi respuesta por el momento.
Y luego estaba la pregunta más importante. ¿Qué iba a hacer si resultaba ser cierto?
¿Qué haría si Edward fuera… un vampiro? Apenas podía obligarme a pensar esas palabras. Involucrar a nadie más estaba fuera de lugar. Ni siquiera yo misma me lo creía, quedaría en ridículo ante cualquiera a quien se lo dijera.
Sólo dos alternativas parecían prácticas. La primera era aceptar su aviso: ser lista y evitarle todo lo posible, cancelar nuestros planes y volver a ignorarlo tanto como fuera capaz, fingir que entre nosotros existía un grueso e impenetrable muro de cristal en la única clase que estábamos obligados a compartir, decirle que se alejara de mí… y esta vez en serio.
Me invadió de repente una desesperación tan agónica cuando consideré esa opción que el mecanismo de mi mente de rechazar el dolor provocó que pasara rápidamente a la siguiente alternativa.
No hacer nada diferente. Después de todo, hasta la fecha, no me había causado daño alguno aunque fuera algo… siniestro. De hecho, sería poco más que una abolladura en el guardabarros de Tyler si él no hubiera actuado con tanta rapidez. Tanta, me dije a mí misma, que podría haber sido puro reflejo: ¿Cómo puede ser malo si tiene reflejos para salvar vidas?, pensé. No hacía más que darle vueltas sin obtener respuestas.
Había una cosa de la que estaba segura, si es que estaba segura de algo: el oscuro Edward del sueño de la pasada noche sólo era una reacción de mi miedo ante el mundo del que había hablado Jacob, no del propio Edward. Aun así, cuando chillé de pánico ante el ataque del hombre lobo, no fue el miedo al licántropo lo que arrancó de mis labios ese grito de «¡no!», sino a que él resultara herido. A pesar de que me había llamado con los colmillos afilados, temía por él.
Y supe que tenía mi respuesta. Ignoraba si en realidad había tenido elección alguna vez. Ya me había involucrado demasiado en el asunto. Ahora que lo sabía, si es que lo sabía, no podía hacer nada con mi aterrador secreto, ya que cuando pensaba en él, en su voz, sus ojos hipnóticos y la magnética fuerza de su personalidad, no quería otra cosa que estar con él de inmediato, incluso si… Pero no podía pensar en ello, no aquí, sola en la penumbra del bosque, no mientras la lluvia lo hiciera tan sombrío como el crepúsculo debajo del dosel de ramas y disperso como huellas en un suelo enmarañado de tierra. Me estremecí y me levanté deprisa de mi escondite, preocupada porque la lluvia hubiera borrado la senda.
Pero ésta permanecía allí, nítida y sinuosa, para que saliera del goteante laberinto verde. La seguí de forma apresurada, con la capucha bien calada sobre la cabeza, sin dejar de sorprenderme, mientras pasaba entre los árboles casi a la carrera, de lo lejos que había llegado. Empecé a preguntarme si me dirigía a alguna salida o si la senda llevaría hasta más allá de los confines del bosque. Atisbé algunos claros a través de la maraña de ramas antes de que me entrara demasiado pánico, y luego oí un coche pasar por la carretera, y allí estaba el jardín de Charlie que se extendía delante de mí, y la casa, que me llamaba y me prometía calor y calcetines secos.
Apenas era mediodía cuando entré. Subí las escaleras y me puse ropa de estar por casa, unos vaqueros y una camiseta, ya que no iba a salir. No me costó mucho esfuerzo concentrarme en la tarea para ese día, un trabajo sobre Macbeth que debía entregar el miércoles. Pergeñé un primer borrador del trabajo con una satisfacción y serenidad que no sentía desde… Bueno, para ser sincera, desde el jueves.
Esa había sido siempre mi forma de ser. Adoptar decisiones era la parte que más me dolía, la que me llevaba por la calle de la amargura. Pero una vez que tomaba la decisión, me limitaba a seguirla… Por lo general, con el alivio que daba el haberla tomado. A veces, el alivio se teñía de desesperación, como cuando resolví venir a Forks, pero seguía siendo mejor que pelear con las alternativas.
Era ridículamente fácil vivir con esta decisión. Peligrosamente fácil.
De ese modo, el día fue tranquilo y productivo. Terminé mi trabajo antes de las ocho. Charlie volvió a casa con abundante pesca, lo que me llevó a pensar en adquirir un libro de recetas para pescado cuando estuviera en Seattle la semana siguiente. Los escalofríos que corrían por mi espalda cada vez que pensaba en ese viaje no diferían de los que sentía antes de mi paseo con Jacob Black. Creía que serían distintos. Deberían serlo, ¡deberían serlo! Sabía que debería estar asustada, pero lo que sentía no era miedo exactamente.
Dormí sin sueños aquella noche, rendida como estaba por haberme levantado el domingo tan temprano y haber descansando tan poco la noche anterior. Por segunda vez desde mi llegada a Forks, me despertó la brillante luz de un día soleado.
Me levanté de un salto y corrí hacia la ventana; comprobé con asombro que apenas había nubes en el cielo, y las pocas que había sólo eran pequeños jirones algodonosos de color blanco que posiblemente no trajeran lluvia alguna. Abrí la ventana y me sorprendió que se abriera sin ruido ni esfuerzo alguno a pesar de que no se había abierto en quién sabe cuántos años, y aspiré el aire, relativamente seco. Casi hacía calor y apenas soplaba viento. Por mis venas corría la adrenalina.
Charlie estaba terminando de desayunar cuando bajé las escaleras y de inmediato se apercibió de mi estado de ánimo.
– Ahí fuera hace un día estupendo -comentó.
– Sí -coincidí con una gran sonrisa.
Me devolvió la sonrisa. La piel se arrugó alrededor de sus ojos castaños. Resultaba fácil ver por qué mi madre y él se habían lanzado alegremente a un matrimonio tan prematuro cuando Charlie sonreía. Gran parte del joven romántico que fue en aquellos días se había desvanecido antes de que yo le conociera, cuando su rizado pelo castaño -del mismo color que el mío, aunque de diferente textura- comenzaba a escasear y revelaba lentamente cada vez más y más la piel brillante de la frente. Pero cuando sonreía, podía atisbar un poco del hombre que se había fugado con Renée cuando ésta sólo tenía dos años más que yo ahora.
Desayuné animadamente mientras contemplaba revolotear las motas de polvo en los chorros de luz que se filtraban por la ventana trasera. Charlie me deseó un buen día en voz alta y luego oí que el coche patrulla se alejaba. Vacilé al salir de casa, impermeable en mano. No llevarlo equivaldría a tentar al destino. Lo doblé sobre el brazo con un suspiro y salí caminando bajo la luz más brillante que había visto en meses.
A fuerza de emplear a fondo los codos, fui capaz de bajar del todo los dos cristales de las ventanillas del monovolumen. Fui una de las primeras en llegar al instituto. No había comprobado la hora con las prisas de salir al aire libre. Aparqué y me dirigí hacia los bancos del lado sur de la cafetería, que de vez en cuando se usaban para algún picnic. Los bancos estaban todavía un poco húmedos, por lo que me senté sobre el impermeable, contenta de poder darle un uso. Había terminado los deberes, fruto de una escasa vida social, pero había unos cuantos problemas de Trigonometría que no estaba segura de haber resuelto bien. Abrí el libro aplicadamente, pero me puse a soñar despierta a la mitad de la revisión del primer problema. Garabateé distraídamente unos bocetos en los márgenes de los deberes. Después de algunos minutos, de repente me percaté de que había dibujado cinco pares de ojos negros que me miraban fijamente desde el folio. Los borré con la goma.
– ¡Bella! -oí gritar a alguien, y parecía la voz de Mike.
Al mirar a mi alrededor comprendí que la escuela se había ido llenando de gente mientras estaba allí sentada, distraída. Todo el mundo llevaba camisetas, algunos incluso vestían shorts a pesar de que la temperatura no debería sobrepasar los doce grados. Mike se acercaba saludando con el brazo, lucía unos shorts de color caqui y una camiseta a rayas de rugby.
Se sentó a mi lado con una sonrisa de oreja a oreja y las cuidadas puntas del pelo reluciendo a la luz del sol. Estaba tan encantado de verme que no pude evitar sentirme satisfecha.
– No me había dado cuenta antes de que tu pelo tiene reflejos rojos -comentó mientras atrapaba entre los dedos un mechón que flotaba con la ligera brisa.
– Sólo al sol.
Me sentí incómoda cuando colocó el mechón detrás de mi oreja.
– Hace un día estupendo, ¿eh?
– La clase de días que me gustan -dije mostrando mi acuerdo.
– ¿Qué hiciste ayer?
El tono de su voz era demasiado posesivo.
– Me dediqué sobre todo al trabajo de Literatura.
No añadí que lo había terminado, no era necesario parecer pagada de mí misma. Se golpeó la frente con la base de la mano.
– Ah, sí… Hay que entregarlo el jueves, ¿verdad?
– Esto… Creo que el miércoles.
– ¿El miércoles? -Frunció el ceño-. Mal asunto. ¿Sobre qué has escrito el tuyo?
– Acerca de la posible misoginia de Shakespeare en el tratamiento de los personajes femeninos.
Me contempló como si le hubiera hablado en chino.
– Supongo que voy a tener que ponerme a trabajar en eso esta noche -dijo desanimado-. Te iba a preguntar si querías salir.
– Ah.
Me había pillado con la guardia bajada. ¿Por qué ya no podía mantener una conversación agradable con Mike sin que acabara volviéndose incómoda?
– Bueno, podíamos ir a cenar o algo así… Puedo trabajar más tarde.
Me sonrió lleno de esperanza.
– Mike… -odiaba que me pusieran en un aprieto-. Creo que no es una buena idea.
Se le descompuso el rostro.
– ¿Por qué? -preguntó con mirada cautelosa. Mis pensamientos volaron hacia Edward, preguntándome si también Mike pensaba lo mismo.
– Creo, y te voy dar una buena tunda sin remordimiento alguno como repitas una sola palabra de lo que voy a decir -le amenacé-, que eso heriría los sentimientos de Jessica.
Se quedó aturdido. Era obvio que no pensaba en esa dirección de ningún modo.
– Jessica?
– De verdad, Mike, ¿estás ciego?
– Vaya -exhaló claramente confuso.
Aproveché la ventaja para escabullirme.
– Es hora de entrar en clase, y no puedo llegar tarde.
Recogí los libros y los introduje en mi mochila.
Caminamos en silencio hacia el edificio tres. Mike iba con expresión distraída. Esperaba que, cualesquiera que fueran los pensamientos en los que estuviera inmerso, éstos le condujeran en la dirección correcta.
Cuando vi a Jessica en Trigonometría, desbordaba entusiasmo. Ella, Angela y Lauren iban a ir de compras a Port Angeles esa tarde para buscar vestidos para el baile y quería que yo también fuera, a pesar de que no necesitaba ninguno. Estaba indecisa. Sería agradable salir del pueblo con algunas amigas, pero Lauren estaría allí y quién sabía qué podía hacer esa tarde… Pero ése era definitivamente el camino erróneo para dejar correr mi imaginación…
De modo que le respondí que tal vez, explicándole que primero tenía que hablar con Charlie.
No habló de otra cosa que del baile durante todo el trayecto hasta clase de Español y continuó, como si no hubiera habido interrupción alguna, cuando la clase terminó al fin, cinco minutos más tarde de la hora, y mientras nos dirigíamos a almorzar. Estaba demasiado perdida en el propio frenesí de mis expectativas como para comprender casi nada de lo que decía. Estaba dolorosamente ávida de ver no sólo a Edward sino a todos los Cullen, con el fin de poder contrastar en ellos las nuevas sospechas que llenaban mi mente. Al cruzar el umbral de la cafetería, sentí deslizarse por la espalda y anidar en mi estómago el primer ramalazo de pánico. ¿Serían capaces de saber lo que pensaba? Luego me sobresaltó un sentimiento distinto. ¿Estaría esperándome Edward para sentarse conmigo otra vez?
Fiel a mi costumbre, miré primero hacia la mesa de los Cullen. Un estremecimiento de pánico sacudió mi vientre al percatarme de que estaba vacía. Con menor esperanza, recorrí la cafetería con la mirada, esperando encontrarle solo, esperándome. El lugar estaba casi lleno -la clase de Español nos había retrasado-, pero no había rastro de Edward ni de su familia. El desconsuelo hizo mella en mí con una fuerza agobiante.
Anduve vacilante detrás de Jessica, sin molestarme en fingir por más tiempo que la escuchaba.
Habíamos llegado lo bastante tarde para que todo el mundo se hubiera sentado ya en nuestra mesa. Esquivé la silla vacía junto a Mike a favor de otra al lado de Angela. Fui vagamente consciente de que Mike ofrecía amablemente la silla a Jessica, y de que el rostro de ésta se iluminaba como respuesta.
Angela me hizo unas cuantas preguntas en voz baja sobre el trabajo de Macbeth, a las que respondí con la mayor naturalidad posible mientras me hundía en las espirales de la miseria. También ella me invitó a acompañarlas por la tarde, y ahora acepté, agarrándome a cualquier cosa que me distrajera.
Comprendí que me había aferrado al último jirón de esperanza cuando vi el asiento contiguo vacío al entrar en Biología, y sentí una nueva oleada de desencanto.
El resto del día transcurrió lentamente, con desconsuelo. En Educación física tuvimos una clase teórica sobre las reglas del bádminton, la siguiente tortura que ponían en mi camino, pero al menos eso significó que pude estar sentada escuchando en lugar de ir dando tumbos por la pista. Lo mejor de todo es que el entrenador no terminó, por lo que tendría otra jornada sin ejercicio al día siguiente. No importaba que me entregaran una raqueta antes de dejarme libre el resto de la clase.
Me alegré de abandonar el campus. De esa forma podría poner mala cara y deprimirme antes de salir con Jessica y compañía, pero apenas había traspasado el umbral de la casa de Charlie, Jessica me telefoneó para cancelar nuestros planes. Intenté mostrarme encantada de que Mike la hubiera invitado a cenar, aunque lo que en realidad me aliviaba era que al fin él parecía que iba a tener éxito, pero ese entusiasmo me sonó falso hasta a mí. Ella reprogramó nuestro viaje de compras a la tarde noche del día siguiente.
Aquello me dejaba con poco que hacer para distraerme. Había pescado en adobo, con una ensalada y pan que había sobrado la noche anterior, por lo que no quedaba nada que preparar. Me mantuve concentrada en los deberes, pero los terminé a la media hora. Revisé el correo electrónico y leí los mails atrasados de mi madre, que eran cada vez más apremiantes conforme se acercaban a la actualidad. Suspiré y tecleé una rápida respuesta.
Mamá:
Lo siento. He estado fuera. Me fui a la playa con algunos amigos y luego tuve que escribir un trabajo para el instituto.
Mis excusas eran patéticas, por lo que renuncié a intentar justificarme.
Hoy hace un día soleado. Lo sé, yo también estoy muy sorprendida, por lo que me voy a ir al aire libre para empaparme de toda la vitamina D que pueda. Te quiero.
Bella
Decidí matar una hora con alguna lectura que no estuviera relacionada con las clases. Tenía una pequeña colección de libros que me había traído a Forks. El más gastado por el uso era una recopilación de obras de Jane Austen. Lo seleccioné y me dirigí al patio trasero. Al bajar las escaleras tomé un viejo edredón roto del armario de la ropa blanca.
Ya fuera, en. el pequeño patio cuadrado de Charlie, doblé el edredón por la mitad, lejos del alcance de la sombra de los árboles, sobre el césped, que iba a permanecer húmedo sin importar durante cuánto tiempo brillara el sol. Me tumbé bocabajo, con los tobillos entrecruzados al aire, hojeando las diferentes novelas del libro mientras intentaba decidir cuál ocuparía mi mente a fondo. Mis favoritas eran Orgullo y prejuicio y Sentido y sensibilidad. Había leído la primera recientemente, por lo que comencé Sentido y sensibilidad, sólo para recordar al comienzo del capítulo tres que el protagonista de la historia se llamaba Edward. Enfadada, me puse a leer Mansfield Park, pero el héroe del texto se llamaba Edmund, y se parecía demasiado. ¿No había a finales del siglo XVIII más nombres? Aturdida, cerré el libro de golpe y me di la vuelta para tumbarme de espaldas. Me arremangué la blusa lo máximo posible y cerré los ojos. No quería pensar en otra cosa que no fuera el calor del sol sobre mi piel, me dije a mí misma. La brisa seguía siendo suave, pero su soplo lanzaba mechones de pelo sobre mi rostro, haciéndome cosquillas. Me recogí el pelo detrás de la cabeza, dejándolo extendido en forma de abanico sobre el edredón, y me concentré de nuevo en el calor que me acariciaba los párpados, los pómulos, la nariz, los labios, los antebrazos, el cuello y calentaba mi blusa ligera.
Lo próximo de lo que fui consciente fue el sonido del coche patrulla de Charlie al girar sobre las losas de la acera. Me incorporé sorprendida al comprender que la luz ya se había ocultado detrás de los árboles y que me había dormido. Miré a mi alrededor, hecha un lío, con la repentina sensación de no estar sola.
– ¿Charlie? -pregunté, pero sólo oí cerrarse de un portazo la puerta de su coche frente a la casa.
Me incorporé de un salto, con los nervios a flor de piel sin ningún motivo, para recoger el edredón, ahora empapado, y el libro. Corrí dentro para echar algo de gasóleo a la estufa al tiempo que me daba cuenta de que la cena se iba a retrasar. Charlie estaba colgando el cinto con la pistola y quitándose las botas cuando entré.
– Lo siento, papá, la cena aún no está preparada. Me quedé dormida ahí fuera -dije reprimiendo un bostezo.
– No te preocupes -contestó-. De todos modos, quería enterarme del resultado del partido.
Vi la televisión con Charlie después de la cena, por hacer algo. No había ningún programa que quisiera ver, pero él sabía que no me gustaba el baloncesto, por lo que puso una estúpida comedia de situación que no disfrutamos ninguno de los dos. No obstante, parecía feliz de que hiciéramos algo juntos. A pesar de mi tristeza, me sentí bien por complacerle.
– Papá -dije durante los anuncios-, Jessica y Angela van a ir a mirar vestidos para el baile mañana por la tarde a Port Angeles y quieren que las ayude a elegir. ¿Te importa que las acompañe?
– Jessica Stanley? -preguntó.
– Y Angela Weber.
Suspiré mientras le daba todos los detalles.
– Pero tú no vas a asistir al baile, ¿no? -comentó. No lo entendía.
– No, papá, pero las voy a ayudar a elegir los vestidos -no tendría que explicarle esto a una mujer-. Ya sabes, aportar una crítica constructiva.
– Bueno, de acuerdo -pareció comprender que aquellos temas de chicas se le escapaban-. Aunque, ¿no hay colegio por la tarde?
– Saldremos en cuanto acabe el instituto, por lo que podremos regresar temprano. Te dejaré lista la cena, ¿vale?
– Bella, me he alimentado durante diecisiete años antes de que tú vinieras -me recordó.
– Y no sé cómo has sobrevivido -dije entre dientes para luego añadir con mayor claridad-: Te voy a dejar algo de comida fría en el frigorífico para que te prepares un par de sandwiches, ¿de acuerdo? En la parte de arriba.
Me dedicó una divertida mirada de tolerancia.
Al día siguiente, la mañana amaneció soleada. Me desperté con esperanzas renovadas que intenté suprimir con denuedo. Como el día era más templado, me puse una blusa escotada de color azul oscuro, una prenda que hubiera llevado en Phoenix durante lo más crudo del invierno.
Había planeado llegar al colegio justo para no tener que esperar a entrar en clase. Desmoralizada, di una vuelta completa al aparcamiento en busca de un espacio al tiempo que buscaba también el Volvo plateado, que, claramente, no estaba allí. Aparqué en la última fila y me apresuré a clase de Lengua, llegando sin aliento ni brío, pero antes de que sonara el timbre.
Ocurrió lo mismo que el día anterior. No pude evitar tener ciertas esperanzas que se disiparon dolorosamente cuando en vano recorrí con la mirada el comedor y comprobé que seguía vacío el asiento contiguo al mío de la mesa de Biología.
El plan de ir a Port Angeles por la tarde regresó con mayor atractivo al tener Lauren otros compromisos. Estaba ansiosa por salir del pueblo, para poder dejar de mirar por encima del hombro, con la esperanza de verlo aparecer de la nada como siempre hacía. Me prometí a mí misma que iba a estar de buen humor para no arruinar a Angela ni a Jessica el placer de la caza de vestidos. Puede que también yo hiciera algunas pequeñas compras. Me negaba a creer que esta semana podría ir de compras sola en Seattle porque Edward ya no estuviera interesado en nuestro plan. Seguramente no lo cancelaría sin decírmelo al menos.
Jessica me siguió hasta casa en su viejo Mercury blanco después de clase para que pudiera dejar los libros y mi coche. Me cepillé el pelo a toda prisa mientras estaba dentro, sintiendo resurgir una leve excitación ante la expectativa de salir de Forks. Sobre la mesa, dejé una nota para Charlie en la que le volvía a explicar dónde encontrar la cena, cambié mi desaliñada mochila escolar por un bolso que utilizaba muy de tarde en tarde y corrí a reunirme con Jessica. A continuación fuimos a casa de Angela, que nos estaba esperando. Mi excitación crecía exponencialmente conforme el coche se alejaba de los límites del pueblo.