GRUPO SANGUINEO

Me dirigí a clase de Lengua aún en las nubes, tal era así que al entrar ni siquiera me di cuenta de que la clase había comenzado.

– Gracias por venir, señorita Swan -saludó despectivamente el señor Masón.

Me sonrojé de vergüenza y me dirigí rápidamente a mi asiento.

No me di cuenta de que en el pupitre contiguo de siempre se sentaba Mike hasta el final de la clase. Sentí una punzada de culpabilidad, pero tanto él como Eric se reunieron conmigo en la puerta como de costumbre, por lo que supuse que me habían perdonado del todo. Mike parecía volver a ser el mismo mientras caminábamos, hablaba entusiasmado sobre el informe del tiempo para el fin de semana. La lluvia exigía hacer una acampada más corta, pero aquel viaje a la playa parecía posible. Simulé interés para maquillar el rechazo de ayer. Resultaría difícil; fuera como fuera, con suerte, sólo se suavizaría a los cuarenta y muchos años.. Pasé el resto de la mañana pensando en las musarañas. Resultaba difícil creer que las palabras de Edward y la forma en que me miraba no fueran fruto de mi imaginación. Tal vez sólo fuese un sueño muy convincente que confundía con la realidad. Eso parecía más probable que el que yo le atrajera de veras a cualquier nivel.

Por eso estaba tan impaciente y asustada al entrar en la cafetería con Jessica. Le quería ver el rostro para verificar si volvía a ser la persona indiferente y fría que había conocido durante las últimas semanas o, si por algún milagro, de verdad había oído lo que creía haber oído esa mañana. Jessica cotorreaba sin cesar sobre sus planes para el baile -Lauren y Angela ya se lo habían pedido a los otros chicos e iban a acudir todos juntos-, completamente indiferente a mi desinterés.

Un flujo de desencanto recorrió mi ser cuando de forma infalible miré a la mesa de los Cullen. Los otros cuatro hermanos estaban ahí, pero él se hallaba ausente. ¿Se había ido a casa? Abatida, me puse a la cola detrás de la parlanchina Jessica. Había perdido el apetito y sólo compré un botellín de limonada. Únicamente quería sentarme y enfurruñarme.

– Edward Cullen te vuelve a mirar -dijo Jessica; interrumpió mi distracción al pronunciar su nombre-. Me pregunto por qué se sienta solo hoy.

Volví bruscamente la cabeza y seguí la dirección de su mirada para ver a Edward, con su sonrisa picara, que me observaba desde una mesa vacía en el extremo opuesto de la cafetería al que solía sentarse. Una vez atraída mi atención, alzó la mano y movió el dedo índice para indicarme que lo acompañara. Me guiñó el ojo cuando lo miré incrédula.

– ¿Se refiere a ti? -preguntó Jessica con un tono de insultante incredulidad en la voz.

– Puede que necesite ayuda con los deberes de Biología -musité para contentarla-. Eh, será mejor que vaya a ver qué quiere.

Pude sentir cómo me miraba al alejarme.

Insegura, me quedé de pie detrás de la silla que había enfrente de Edward al llegar a su mesa.

– ¿Por qué no te sientas hoy conmigo? -me preguntó con una sonrisa.

Lo hice de inmediato, contemplándolo con precaución. Seguía sonriendo. Resultaba difícil concebir que existiera alguien tan guapo. Temía que desapareciera en medio de una repentina nube de humo y que yo me despertara. Él debía de esperar que yo comentara algo y por fin conseguí decir:

– Esto es diferente.

– Bueno -hizo una pausa y el resto de las palabras salieron de forma precipitada-. Decidí que, ya puesto a ir al infierno, lo podía hacer del todo.

Esperé a que dijera algo coherente. Transcurrieron los segundos y después le indiqué:

– Sabes que no tengo ni idea de a qué te refieres.

– Cierto -volvió a sonreír y cambió de tema-. Creo que tus amigos se han enojado conmigo por haberte raptado.

– Sobrevivirán.

Sentía los ojos de todos ellos clavados en mi espalda.

– Aunque es posible que no quiera liberarte -dijo con un brillo pícaro en sus ojos. Tragué saliva y se rió. -Pareces preocupada.

– No -respondí, pero mi voz se quebró de forma ridícula-. Más bien sorprendida. ¿A qué se debe este cambio?

– Ya te lo dije. Me he hartado de permanecer lejos de ti, por lo que me he rendido. Seguía sonriendo, pero sus ojos de color ocre estaban serios.

– ¿Rendido? -repetí confusa.

– Sí, he dejado de intentar ser bueno. Ahora voy a hacer lo que quiero, y que sea lo que tenga que ser.

Su sonrisa se desvaneció mientras se explicaba y el tono de su voz se endureció.

– Me he vuelto a perder.

La arrebatadora sonrisa reapareció.

– Siempre digo demasiado cuando hablo contigo, ése es uno de los problemas.

– No te preocupes… No me entero de nada -le repliqué secamente.

– Cuento con ello.

– Ya. En cristiano, ¿somos amigos ahora?

– Amigos… -meditó dubitativo.

– O no -musité.

Esbozó una amplia sonrisa.

– Bueno, supongo que podemos intentarlo, pero ahora te prevengo que no voy a ser un buen amigo para ti.

El aviso oculto detrás de su sonrisa era real.

– Lo repites un montón -recalqué al tiempo que intentaba ignorar el repentino temblor de mi vientre y mantenía serena la voz.

– Sí, porque no me escuchas. Sigo a la espera de que me creas. Si eres lista, me evitarás.

– Me parece que tú también te has formado tu propia opinión sobre mi mente preclara.

Entrecerré los ojos y él sonrió disculpándose.

– En ese caso -me esforcé por resumir aquel confuso intercambio de frases-, hasta que yo sea lista… ¿Vamos a intentar ser amigos?

– Eso parece casi exacto.

Busqué con la mirada mis manos, en torno a la botella de limonada, sin saber qué hacer.

– ¿Qué piensas? -preguntó con curiosidad.

Alcé la vista hasta esos profundos ojos dorados que me turbaban los sentidos y, como de costumbre, respondí la verdad:

– Intentaba averiguar qué eres.

Su rostro se crispó, pero consiguió mantener la sonrisa, no sin cierto esfuerzo.

– ¿Y has tenido fortuna en tus pesquisas? -inquirió con desenvoltura.

– No demasiada -admití.

Se rió entre dientes.

– ¿Qué teorías barajas?

Me sonrojé. Durante el último mes había estado vacilando entre Barman y Spiderman. No había forma de admitir aquello.

– ¿No me lo quieres decir? -preguntó, ladeando la cabeza con una sonrisa terriblemente tentadora.

Negué con la cabeza.

– Resulta demasiado embarazoso.

– Eso es realmente frustrante, ya lo sabes -se quejó.

– No -disentí rápidamente con una dura mirada-. No concibo por qué ha de resultar frustrante, en absoluto, sólo porque alguien rehusé revelar sus pensamientos, sobre todo después de haber efectuado unos cuantos comentarios crípticos, especialmente ideados para mantenerme en vela toda la noche, pensando en su posible significado… Bueno, ¿por qué iba a resultar frustrante?

Hizo una mueca.

– O mejor -continué, ahora el enfado acumulado fluía libremente-, digamos que una persona realiza un montón de cosas raras, como salvarte la vida bajo circunstancias imposibles un día y al siguiente tratarte como si fueras un paria, y jamás te explica ninguna de las dos, incluso después de haberlo prometido. Eso tampoco debería resultar demasiado frustrante.

– Tienes un poquito de genio, ¿verdad?

– No me gusta aplicar un doble rasero.

Nos contemplamos el uno al otro sin sonreír.

Miró por encima de mi hombro y luego, de forma inesperada, rió por lo bajo.

– ¿Qué?

– Tu novio parece creer que estoy siendo desagradable contigo. Se debate entre venir o no a interrumpir nuestra discusión.

Volvió a reírse.

– No sé de quién me hablas -dije con frialdad- pero, de todos modos, estoy segura de que te equivocas.

– Yo, no. Te lo dije, me resulta fácil saber qué piensan la mayoría de las personas.

– Excepto yo, por supuesto.

– Sí, excepto tú -su humor cambió de repente. Sus ojos se hicieron más inquietantes-. Me pregunto por qué será.

La intensidad de su mirada era tal que tuve que apartar la vista. Me concentré en abrir el tapón de mi botellín de limonada. Lo desenrosqué sin mirar, con los ojos fijos en la mesa.

– ¿No tienes hambre? -preguntó distraído.

– No -no me apetecía mencionar que mi estómago ya estaba lleno de… mariposas. Miré el espacio vacío de la mesa delante de él-. ¿Y tú?

– No. No estoy hambriento.

No comprendí su expresión, parecía disfrutar de algún chiste privado.

– ¿Me puedes hacer un favor? -le pedí después de un segundo de vacilación.

De repente, se puso en guardia.

– Eso depende de lo que quieras.

– No es mucho -le aseguré. El esperó con cautela y curiosidad.

– Sólo me preguntaba si podrías ponerme sobre aviso la próxima vez que decidas ignorarme por mi propio bien. Únicamente para estar preparada.

Mantuve la vista fija en el botellín de limonada mientras hablaba, recorriendo el círculo de la boca con mi sonrosado dedo.

– Me parece justo.

Apretaba los labios para no reírse cuando alcé los ojos.

– Gracias.

– En ese caso, ¿puedo pedir una respuesta a cambio? -pidió.

– Una.

– Cuéntame una teoría.

¡Ahí va!

– Esa, no.

– No hiciste distinción alguna, sólo prometiste una respuesta -me recordó.

– Claro, y tú no has roto ninguna promesa -le recordé a mi vez.

– Sólo una teoría… No me reiré.

– Sí lo harás.

Estaba segura de ello. Bajó la vista y luego me miró con aquellos ardientes ojos ocres a través de sus largas pestañas negras.

– Por favor -respiró al tiempo que se inclinaba hacia mí.

Parpadeé con la mente en blanco. ¡Cielo santo! ¿Cómo lo conseguía?

– Eh… ¿Qué?-pregunté, deslumbrada.

– Cuéntame sólo una de tus pequeñas teorías, por favor.

Su mirada aún me abrasaba. ¿También era un hipnotizador? ¿O era yo una incauta irremediable?

– Pues… Eh… ¿Te mordió una araña radiactiva?

– Eso no es muy imaginativo.

– Lo siento, es todo lo que tengo -contesté, ofendida.

– Ni siquiera te has acercado -dijo con fastidio.

– ¿Nada de arañas?

– No.

– ¿Ni un poquito de radiactividad?

– Nada.

– Maldición -suspiré.

– Tampoco me afecta la kriptonita -se rió entre dientes.

– Se suponía que no te ibas a reír, ¿te acuerdas?

Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura.

– Con el tiempo, lo voy a averiguar -le advertí.

– Desearía que no lo intentaras -dijo, de nuevo con gesto serio.

– ¿Por…?

– ¿Qué pasaría si no fuera un superhéroe? ¿Y si fuera el chico malo? -sonrió jovialmente, pero sus ojos eran impenetrables.

– Oh, ya veo -dije. Algunas de las cosas que había dicho encajaron de repente.

– ¿Sí?

De pronto, su rostro se había vuelto adusto, como si temiera haber revelado demasiado sin querer.

– ¿Eres peligroso?

Era una suposición, pero el pulso se me aceleró cuando, de forma instintiva, comprendí la verdad de mis propias palabras. Lo era. Me lo había intentado decir todo el tiempo. Se limitó a mirarme, con los ojos rebosantes de alguna emoción que no lograba comprender.

– Pero no malo -susurré al tiempo que movía la cabeza-. No, no creo que seas malo.

– Te equivocas.

Su voz apenas era audible. Bajó la vista al tiempo que me arrebataba el tapón de la botella y lo hacía girar entre los dedos. Lo contemplé fijamente mientras me preguntaba por qué no me asustaba. Hablaba en serio, eso era evidente, pero sólo me sentía ansiosa, con los nervios a flor de piel… y, por encima de todo lo demás, fascinada, como de costumbre siempre que me encontraba cerca de él.

El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería estaba casi vacía. Me puse en pie de un salto.

– Vamos a llegar tarde.

– Hoy no voy a ir a clase -dijo mientras daba vueltas al tapón tan deprisa que apenas podía verse.

– ¿Por qué no?

– Es saludable hacer novillos de vez en cuando -dijo mientras me sonreía, pero en sus ojos relucía la preocupación.

– Bueno, yo sí voy.

Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran. Concentró su atención en el tapón.

– En ese caso, te veré luego.

Indecisa, vacilé, pero me apresuré a salir en cuanto sonó el primer toque del timbre después de confirmar con una última mirada que él no se había movido ni un centímetro.

Mientras me dirigía a clase, casi a la carrera, la cabeza me daba vueltas a mayor velocidad que el tapón del botellín. Me había respondido a pocas preguntas en comparación con las muchas que había suscitado. Al menos, había dejado de llover.

Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase cuando llegué. Me instalé rápidamente en mi asiento, consciente de que tanto Mike como Angela no dejaban de mirarme. Mike parecía resentido y Angela sorprendida, y un poco intimidada.

Entonces entró en clase el señor Banner y llamó al orden a los alumnos. Hacía equilibrios para sostener en brazos unas cajitas de cartón. Las soltó encima de la mesa de Mike y le dijo que comenzara a distribuirlas por la clase.

– De acuerdo, chicos, quiero que todos toméis un objeto de las cajas.

El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas se me antojó de mal augurio.

– El primero contiene una tarjeta de identificación del grupo sanguíneo -continuó mientras tomaba una tarjeta blanca con las cuatro esquinas marcadas y la exhibía-. En segundo lugar, tenemos un aplacador de cuatro puntas -sostuvo en alto algo similar a un peine sin dientes-. El tercer objeto es una micro-lanceta esterilizada -alzó una minúscula pieza de plástico azul y la abrió. La aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero se me revolvió estómago.

– Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar vuestras tarjetas, de modo que, por favor, no empecéis hasta que pase yo… -comenzó de nuevo por la mesa de Mike, depositando con esmero una gota de agua en cada una de las cuatro esquinas-. Luego, con cuidado, quiero que os pinchéis un dedo con la lanceta.

Tomó la mano de Mike y le punzó la yema del dedo corazón con la punta de la lanceta. Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la frente.

– Depositad una gotita de sangre en cada una de las puntas -hizo una demostración. Apretó el dedo de Mike hasta que fluyó la sangre. Tragué de forma convulsiva, el estómago se revolvió aún más-. Entonces las aplicáis a la tarjeta del test -concluyó.

Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros para que la viéramos. Cerré los ojos, intenté oír por encima del pitido de mis oídos.

– El próximo fin de semana, la Cruz Roja se detiene en Port Angeles para recoger donaciones de sangre, por lo que he pensado que todos vosotros deberíais conocer vuestro grupo sanguíneo -parecía orgulloso de sí mismo-. Los menores de dieciocho años vais a necesitar un permiso de vuestros padres… Hay hojas de autorización encima de mi mesa.

Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla contra la fría y oscura superficie de la mesa, intentando mantenerme consciente. Todo lo que oía a mí alrededor eran chillidos, quejas y risitas cuando se ensartaban los dedos con la lanceta. Inspiré y expiré de forma acompasada por la boca.

– Bella, ¿te encuentras bien? -preguntó el señor Banner. Su voz sonaba muy cerca de mi cabeza. Parecía alarmado.

– Ya sé cuál es mi grupo sanguíneo, señor Banner -dije con voz débil. No me atrevía a levantar la cabeza.

– ¿Te sientes débil?

– Sí, señor -murmuré mientras en mi fuero interno me daba de bofetadas por no haber hecho novillos cuando tuve la ocasión.

– Por favor, ¿alguien puede llevar a Bella a la enfermería? -pidió en voz alta.

No tuve que alzar la vista para saber que Mike se ofrecería voluntario.

– ¿Puedes caminar? -preguntó el señor Banner.

– Sí -susurré. Limítate a dejarme salir de aquí, pensé. Me arrastraré.

Mike parecía ansioso cuando me rodeó la cintura con el brazo y puso mi brazo sobre su hombro. Me apoyé pesadamente sobre él mientras salía de clase.

Muy despacio, crucé el campus a remolque de Mike. Cuando doblamos la esquina de la cafetería y estuvimos fuera del campo de visión del edificio cuatro -en el caso de que el profesor Banner estuviera mirando-, me detuve.

– ¿Me dejas sentarme un minuto, por favor? -supliqué.

Me ayudó a sentarme al borde del paseo.

– Y, hagas lo que hagas, ocúpate de tus asuntos -le avisé.

Aún seguía muy confusa. Me tumbé sobre un costado, puse la mejilla sobre el cemento húmedo y gélido de la acera y cerré los ojos. Eso pareció ayudar un poco.

– Vaya, te has puesto verde -comentó Mike, bastante nervioso.

– ¿Bella? -me llamó otra voz a lo lejos.

¡No! Por favor, que esa voz tan terriblemente familiar sea sólo una imaginación.

– ¿Qué le sucede? ¿Está herida?

Ahora la voz sonó más cerca, y parecía preocupada. No me lo estaba imaginando. Apreté los párpados con fuerza, me quería morir o, como mínimo, no vomitar.

Mike parecía tenso.

– Creo que se ha desmayado. No sé qué ha pasado, no ha movido ni un dedo.

– Bella -la voz de Edward sonó a mi lado. Ahora parecía aliviado-. ¿Me oyes?

– No -gemí-. Vete.

Se rió por lo bajo.

– La llevaba a la enfermería -explicó Mike a la defensiva-, pero no quiso avanzar más.

– Yo me encargo de ella -dijo Edward. Intuí su sonrisa en el tono de su voz-. Puedes volver a clase.

– No -protestó Mike-. Se supone que he de hacerlo yo.

De repente, la acera se desvaneció debajo de mi cuerpo. Abrí los ojos, sorprendida. Estaba en brazos de Edward, que me había levantado en vilo, y me llevaba con la misma facilidad que si pesara cinco kilos en lugar de cincuenta.

– ¡Bájame!

Por favor, por favor, que no le vomite encima. Empezó a caminar antes de que terminara de hablar.

– ¡Eh! -gritó Mike, que ya se hallaba a diez pasos detrás de nosotros.

Edward lo ignoró.

– Tienes un aspecto espantoso -me dijo al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.

– ¡Déjame otra vez en la acera! -protesté.

El bamboleo de su caminar no ayudaba. Me sostenía con cuidado lejos de su cuerpo, soportando todo mi peso sólo con los brazos, sin que eso pareciera afectarle.

– ¿De modo que te desmayas al ver sangre? -preguntó. Aquello parecía divertirle.

No le contesté. Cerré los ojos, apreté los labios y luché contra las náuseas con todas mis fuerzas.

– Y ni siquiera era la visión de tu propia sangre -continuó regodeándose.

No sé cómo abrió la puerta mientras me llevaba en brazos, pero de repente hacía calor, por lo que supe que habíamos entrado.

– Oh, Dios mío -dijo de forma entrecortada una voz de mujer.

– Se desmayó en Biología -le explicó Edward.

Abrí los ojos. Estaba en la oficina. Edward me llevaba dando zancadas delante del mostrador frontal en dirección a la puerta de la enfermería. La señora Cope, la recepcionista de rostro rubicundo, corrió delante de él para mantener la puerta abierta. La atónita enfermera, una dulce abuelita, levantó los ojos de la novela que leía mientras Edward me llevaba en volandas dentro de la habitación y me depositaba con suavidad encima del crujiente papel que cubría el colchón de vinilo marrón del único catre. Luego se colocó contra la pared, tan lejos como lo permitía la angosta habitación, con los ojos brillantes, excitados.

– Ha sufrido un leve desmayo -tranquilizó a la sobresaltada enfermera-. En Biología están haciendo la prueba del Rh.

La enfermera asintió sabiamente.

– Siempre le ocurre a alguien.

Edward se rió con disimulo.

– Quédate tendida un minutito, cielo. Se pasará.

– Lo sé -dije con un suspiro. Las náuseas ya empezaban a remitir.

– ¿Te sucede muy a menudo? -preguntó ella.

– A veces -admití. Edward tosió para ocultar otra carcajada.

– Puedes regresar a clase -le dijo la enfermera.

– Se supone que me tengo que quedar con ella -le contestó con aquel tono suyo tan autoritario que la enfermera, aunque frunció los labios, no discutió más.

– Voy a traerte un poco de hielo para la frente, cariño -me dijo, y luego salió bulliciosamente de la habitación.

– Tenías razón -me quejé, dejando que mis ojos se cerraran.

– Suelo tenerla, ¿sobre qué tema en particular en esta ocasión?

– Hacer novillos es saludable.

Respiré de forma acompasada.

– Ahí fuera hubo un momento en que me asustaste -admitió después de hacer una pausa. La voz sonaba como si confesara una humillante debilidad-. Creí que Newton arrastraba tu cadáver para enterrarlo en los bosques.

– Ja, ja.

Continué con los ojos cerrados, pero cada vez me encontraba más entonada.

– Lo cierto es que he visto cadáveres con mejor aspecto. Me preocupaba que tuviera que vengar tu asesinato.

– Pobre Mike. Apuesto a que se ha enfadado.

– Me aborrece por completo -dijo Edward jovialmente.

– No lo puedes saber -disentí, pero de repente me pregunté si a lo mejor sí que podía.

– Vi su rostro… Te lo aseguro.

– ¿Cómo es que me viste? Creí que te habías ido.

Ya me encontraba prácticamente recuperada. Las náuseas se hubieran pasado con mayor rapidez de haber comido algo durante el almuerzo, aunque, por otra parte, tal vez era afortunada por haber tenido el estómago vacío.

– Estaba en mi coche escuchando un CD.

Aquella respuesta tan sencilla me sorprendió. Oí la puerta y abrí los ojos para ver a la enfermera con una compresa fría en la mano.

– Aquí tienes, cariño -la colocó sobre mi frente y añadió-: Tienes mejor aspecto.

– Creo que ya estoy bien -dije mientras me incorporaba lentamente.

Me pitaban un poco los oídos, pero no tenía mareos. Las paredes de color menta no daban vueltas.

Pude ver que me iba a obligar a acostarme de nuevo, pero en ese preciso momento la puerta se abrió y la señora Cope se golpeó la cabeza contra la misma.

– Ahí viene otro -avisó.

Me bajé de un salto para dejar libre el camastro para el siguiente inválido. Devolví la compresa a la enfermera.

– Tome, ya no la necesito.

Entonces, Mike cruzó la puerta tambaleándose. Ahora sostenía a Lee Stephens, otro chico de nuestra clase de Biología, que tenía el rostro amarillento. Edward y yo retrocedimos hacia la pared para hacerles sitio.

– Oh, no -murmuró Edward-. Vamonos fuera de aquí, Bella.

Aturdida, le busqué con la mirada.

– Confía en mí… Vamos.

Di media vuelta y me aferré a la puerta antes de que se cerrara para salir disparada de la enfermería. Sentí que Edward me seguía.

– Por una vez me has hecho caso.

Estaba sorprendido.

– Olí la sangre -le dije, arrugando la nariz. Lee no se ha puesto malo por ver la sangre de otros, como yo.

– La gente no puede oler la sangre -me contradijo.

– Bueno, yo sí. Eso es lo que me pone mala. Huele a óxido… y a sal.

Se me quedó mirando con una expresión insondable.

– ¿Qué? -le pregunté.

– No es nada.

Entonces, Mike cruzó la puerta, sus ojos iban de Edward a mí. La mirada que le dedicó a Edward me confirmó lo que éste me había dicho, que Mike lo aborrecía. Volvió a mirarme con gesto malhumorado.

– Tienes mejor aspecto -me acusó.

– Ocúpate de tus asuntos -volví a avisarle.

– Ya no sangra nadie más -murmuró-. ¿Vas a volver a clase?

– ¿Bromeas? Tendría que dar media vuelta y volver aquí.

– Sí, supongo que sí. ¿Vas a venir este fin de semana a la playa?

Mientras hablaba, lanzó otra mirada fugaz hacia Edward, que se apoyaba con gesto ausente contra el desordenado mostrador, inmóvil como una estatua. Intenté que pareciera lo más amigable posible:

– Claro. Te dije que iría.

– Nos reuniremos en la tienda de mi padre a las diez.

Su mirada se posó en Edward otra vez, preguntándose si no estaría dando demasiada información. Su lenguaje corporal evidenciaba que no era una invitación abierta.

– Allí estaré -prometí.

– Entonces, te veré en clase de gimnasia -dijo, dirigiéndose con inseguridad hacia la puerta.

– Hasta la vista -repliqué.

Me miró una vez más con la contrariedad escrita en su rostro redondeado y se encorvó mientras cruzaba lentamente la puerta. Me invadió una oleada de compasión. Sopesé el hecho de ver su rostro desencantado otra vez en clase de Educación física.

– Gimnasia -gemí.

– Puedo hacerme cargo de eso -no me había percatado de que Edward se había acercado, pero me habló al oído-. Ve a sentarte e intenta parecer paliducha -murmuró.

Esto no suponía un gran cambio. Siempre estaba pálida, y mi reciente desmayo había dejado una ligera capa de sudor sobre mi rostro. Me senté en una de las crujientes sillas plegables acolchadas y descansé la cabeza contra la pared con los ojos cerrados. Los desmayos siempre me dejaban agotada.

Oí a Edward hablar con voz suave en el mostrador.

– ¿Señora Cope?

– ¿Sí?

No la había oído regresar a su mesa.

– Bella tiene gimnasia la próxima hora y creo que no se encuentra del todo bien. ¿Cree que podría dispensarla de asistir a esa clase? -su voz era aterciopelada. Pude imaginar lo convincentes que estaban resultando sus ojos.

– Edward -dijo la señora Cope sin dejar de ir y venir. ¿Por qué no era yo capaz de hacer lo mismo?-, ¿necesitas también que te dispense a ti?

– No. Tengo clase con la señora Goff. A ella no le importará.

– De acuerdo, no te preocupes de nada. Que te mejores, Bella -me deseó en voz alta. Asentí débilmente con la cabeza, sobreactuando un poquito.

– ¿Puedes caminar o quieres que te lleve en brazos otra vez?

De espaldas a la recepcionista, su expresión se tornó sarcástica.

– Caminaré.

Me levanté con cuidado, seguía sintiéndome bien. Mantuvo la puerta abierta para mí, con la amabilidad en los labios y la burla en los ojos. Salí hacia la fría llovizna que empezaba a caer. Agradecí que se llevara el sudor pegajoso de mi rostro. Era la primera vez que disfrutaba de la perenne humedad que emanaba del cielo.

– Gracias -le dije cuando me siguió-. Merecía la pena seguir enferma para perderse la clase de gimnasia.

– Sin duda.

Me miró directamente, con los ojos entornados bajo la lluvia.

– De modo que vas a ir… Este sábado, quiero decir.

Esperaba que él viniera, aunque parecía improbable. No me lo imaginaba poniéndose de acuerdo con el resto de los chicos del instituto para ir en coche a algún sitio. No pertenecía al mismo mundo, pero la sola esperanza de que pudiera suceder me dio la primera punzada de entusiasmo que había sentido por ir a la excursión.

– ¿Adonde vais a ir exactamente? -seguía mirando al frente, inexpresivo.

– A La Push, al puerto.

Estudié su rostro, intentando leer en el mismo. Sus ojos parecieron entrecerrarse un poco más. Me lanzó una mirada con el rabillo del ojo y sonrió secamente.

– En verdad, no creo que me hayan invitado.

Suspiré.

– Acabo de invitarte.

– No avasallemos más entre los dos al pobre Mike esta semana, no sea que se vaya a romper.

Sus ojos centellearon. Disfrutaba de la idea más de lo normal.

– El blandengue de Mike… -murmuré, preocupada por la forma en que había dicho «entre los dos». Me gustaba más de lo conveniente.

Ahora estábamos cerca del aparcamiento. Me desvié a la izquierda, hacia el monovolumen. Algo me agarró de la cazadora y me hizo retroceder.

– ¿Adonde te crees que vas? -preguntó ofendido.

Edward me aferraba de la misma con una sola mano. Estaba perpleja.

– Me voy a casa.

– ¿Acaso no me has oído decir que te iba a dejar a salvo en casa? ¿Crees que te voy a permitir que conduzcas en tu estado?

– ¿En qué estado? ¿Y qué va a pasar con mi coche? -me quejé.

– Se lo tendré que dejar a Alice después de la escuela.

Me arrastró de la ropa hacia su coche. Todo lo que podía hacer era intentar no caerme, aunque, de todos modos, lo más probable es que me sujetara si perdía el equilibrio.

– ¡Déjame! -insistí.

Me ignoró. Anduve haciendo eses sobre las aceras empapadas hasta llegar a su Volvo. Entonces, me soltó al fin. Me tropecé contra la puerta del copiloto.

– ¡Eres tan insistente!-refunfuñé.

– Está abierto -se limitó a responder. Entró en el coche por el lado del conductor.

– Soy perfectamente capaz de conducir hasta casa.

Permanecí junto al Volvo echando chispas. Ahora llovía con más fuerza y el pelo goteaba sobre mi espalda al no haberme puesto la capucha. Bajó el cristal de la ventanilla automática y se inclinó sobre el asiento del copiloto:

– Entra, Bella.

No le respondí. Estaba calculando las oportunidades que tenía de alcanzar el monovolumen antes de que él me atrapara, y tenía que admitir que no eran demasiadas.

– Te arrastraría de vuelta aquí -me amenazó, adivinando mi plan.

Intenté mantener toda la dignidad que me fue posible al entrar en el Volvo. No tuve mucho éxito. Parecía un gato empapado y las botas crujían continuamente.

– Esto es totalmente innecesario -dije secamente.

No me respondió. Manipuló los mandos, subió la calefacción y bajó la música. Cuando salió del aparcamiento, me preparaba para castigarle con mi silencio -poniendo un mohín de total enfado-, pero entonces reconocí la música que sonaba y la curiosidad prevaleció sobre la intención.

¿Claro de luna?-pregunté sorprendida.

– ¿Conoces a Debussy? -él también parecía estar sorprendido.

– No mucho -admití-. Mi madre pone mucha música clásica en casa, pero sólo conozco a mis favoritos.

– También es uno de mis favoritos.

Siguió mirando al frente, a través de la lluvia, sumido en sus pensamientos.

Escuché la música mientras me relajaba contra la suave tapicería de cuero gris. Era imposible no reaccionar ante la conocida y relajante melodía. La lluvia emborronaba todo el paisaje más allá de la ventanilla hasta convertirlo en una mancha de tonalidades grises y verdes. Comencé a darme cuenta de lo rápido que íbamos, pero, no obstante, el coche se movía con tal firmeza y estabilidad que no notaba la velocidad, salvo por lo deprisa que dejábamos atrás el pueblo.

– ¿Cómo es tu madre? -me preguntó de repente.

Lo miré de refilón, con curiosidad.

– Se parece mucho a mí, pero es más guapa -respondí. Alzó las cejas-; he heredado muchos rasgos de Charlie. Es más sociable y atrevida que yo. También es irresponsable y un poco excéntrica, y una cocinera impredecible. Es mi mejor amiga -me callé. Hablar de ella me había deprimido.

– Bella, ¿cuántos años tienes?

Por alguna razón que no conseguía comprender, la voz de Edward contenía un tono de frustración. Detuvo el coche y entonces comprendí que habíamos llegado ya a la casa de Charlie. Llovía con tanta fuerza que apenas conseguía ver la vivienda. Parecía que el coche estuviera en el lecho de un río.

– Diecisiete -respondí un poco confusa.

– No los aparentas -dijo con un tono de reproche que me hizo reír.

– ¿Qué pasa? -inquirió, curioso de nuevo.

– Mi madre siempre dice que nací con treinta y cinco años y que cada año me vuelvo más madura -me reí y luego suspiré-. En fin, una de las dos debía ser adulta -me callé durante un segundo-. Tampoco tú te pareces mucho a un adolescente de instituto.

Torció el gesto y cambió de tema.

– En ese caso, ¿por qué se casó tu madre con Phil?

Me sorprendió que recordara el nombre. Sólo lo había mencionado una vez hacía dos meses. Necesité unos momentos para responder.

– Mi madre tiene… un espíritu muy joven para su edad. Creo que Phil hace que se sienta aún más joven. En cualquier caso, ella está loca por él -sacudí la cabeza. Aquella atracción suponía un misterio para mí.

– ¿Lo apruebas?

– ¿Importa? -le repliqué-. Quiero que sea feliz, y Phil es lo que ella quiere.

– Eso es muy generoso por tu parte… Me pregunto… -murmuró, reflexivo.

– ¿El qué?

– ¿Tendría ella esa misma cortesía contigo, sin importarle tu elección?

De repente, prestaba una gran atención. Nuestras miradas se encontraron.

– E-eso c-creo -tartamudeé-, pero, después de todo, ella es la madre. Es un poquito diferente.

– Entonces, nadie que asuste demasiado -se burló.

Le respondí con una gran sonrisa.

– ¿A qué te refieres con que asuste demasiado? ¿Múltiples piercings en el rostro y grandes tatuajes?

– Supongo que ésa es una posible definición.

– ¿Cuál es la tuya?

Pero ignoró mi pregunta y respondió con otra.

– ¿Crees que puedo asustar?

Enarcó una ceja. El tenue rastro de una sonrisa iluminó su rostro.

– Eh… Creo que puedes hacerlo si te lo propones.

– ¿Te doy miedo ahora?

La sonrisa desapareció del rostro de Edward y su rostro divino se puso repentinamente serio, pero yo respondí rápidamente-

– No.

La sonrisa reapareció.

– Bueno, ¿vas a contarme algo de tu familia? -pregunté para distraerle-. Debe de ser una historia mucho más interesante que la mía.

Se puso en guardia de inmediato.

– ¿Qué es lo que quieres saber?

– ¿Te adoptaron los Cullen? -pregunté para comprobar el hecho.

– Sí.

Vacilé unos momentos. – ¿Qué les ocurrió a tu padres?

– Murieron hace muchos años -contestó con toda naturalidad.

– Lo siento -murmuré.

– En realidad, los recuerdo de forma confusa. Carlisle y Esme llevan siendo mis padres desde hace mucho tiempo.

– Y tú los quieres -no era una pregunta. Resultaba obvio por el modo en que hablaba de ellos.

– Sí -sonrió-. No puedo concebir a dos personas mejores que ellos.

– Eres muy afortunado.

– Sé que lo soy.

– ¿Y tu hermano y tu hermana? Lanzó una mirada al reloj del salpicadero.

– A propósito, mi hermano, mi hermana, así como Jasper y Rosalie se van a disgustar bastante si tienen que esperarme bajo la lluvia.

– Oh, lo siento. Supongo que debes irte.

Yo no quería salir del coche.

– Y tú probablemente quieres recuperar el coche antes de que el jefe de policía Swan vuelva a casa para no tener que contarle el incidente de Biología.

Me sonrió.

– Estoy segura de que ya se ha enterado. En Forks no existen los secretos -suspiré.

Rompió a reír.

– Diviértete en la playa… Que tengáis buen tiempo para tomar el sol -me deseó mientras miraba las cortinas de lluvia.

– ¿No te voy a ver mañana?

– No. Emmett y yo vamos a adelantar el fin de semana.

– ¿Qué es lo que vais a hacer?

Una amiga puede preguntar ese tipo de cosas, ¿no? Esperaba que mi voz no dejara traslucir el desencanto.

– Nos vamos de excursión al bosque de Goat Rocks, al sur del monte Rainier.

– Ah, vaya, diviértete -intenté simular entusiasmo, aunque dudo que lo lograse. Una sonrisa curvó las comisuras de sus labios. Se giró para mirarme de frente, empleando todo el poder de sus ardientes ojos dorados.

– ¿Querrías hacer algo por mí este fin de semana?

Asentí desvalida.

– No te ofendas, pero pareces ser una de esas personas que atraen los accidentes como un imán. Así que…, intenta no caerte al océano, dejar que te atropellen, ni nada por el estilo… ¿De acuerdo?

Esbozó una sonrisa malévola. Mi desvalimiento desapareció mientras hablaba. Le miré fijamente.

– Veré qué puedo hacer -contesté bruscamente, mientras salía del volvo bajo la lluvia de un salto. Cerré la puerta de un portazo. Edward aún seguía sonriendo cuando se alejó al volante de su coche.

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