Apenas había comenzado a lloviznar cuando Edward dobló la esquina para entrar en mi calle. Hasta ese momento, no había albergado duda alguna de que me acompañaría las pocas horas de interludio hasta el partido que iba a pasar en el mundo real.
Entonces vi el coche negro, un Ford desvencijado, aparcado en el camino de entrada a la casa de Charlie, y oí a Edward mascullar algo ininteligible con voz sorda y áspera.
Jacob Black estaba de pie detrás de la silla de ruedas de su padre, al abrigo de la lluvia, debajo del estrecho saliente del porche. El rostro de Billy se mostraba tan impasible como la piedra mientras Edward aparcaba el monovolumen en el bordillo. Jacob clavaba la mirada en el suelo, con expresión mortificada.
– Esto… -la voz baja de Edward sonaba furiosa-. Esto es pasarse de la raya.
– ¿Han venido a avisar a Charlie? -aventuré, más horrorizada que enfadada.
Edward asintió con sequedad, respondiendo con los ojos entrecerrados a la mirada de Billy a través de la lluvia.
Se me aflojaron las piernas de alivio al saber que Charlie no había llegado aún.
– Déjame arreglarlo a mí -sugerí, ansiosa al ver la oscura mirada llena de odio de Edward.
Para mi sorpresa, estuvo de acuerdo.
– Quizás sea lo mejor, pero, de todos modos, ten cuidado. El chico no sabe nada.
Me molestó un poco la palabra «chico».
– Jacob no es mucho más joven que yo -le recordé.
Entonces, me miró, y su ira desapareció repentinamente.
– Sí, ya lo sé -me aseguró con una amplia sonrisa.
Suspiré y puse la mano en la manija de la puerta.
– Haz que entren a la casa para que me pueda ir -ordenó-. Volveré hacia el atardecer.
– ¿Quieres llevarte el coche? -pregunté mientras me cuestionaba cómo le iba a explicar su falta a Charlie.
Edward puso los ojos en blanco.
– Puedo llegar a casa mucho más rápido de lo que puede llevarme este coche.
– No tienes por qué irte -dije con pena.
Sonrió al ver mi expresión abatida.
– He de hacerlo -lanzó a los Black una mirada sombría-. Una vez que te libres de ellos, debes preparar a Charlie para presentarle a tu nuevo novio.
Esbozó una de sus amplias sonrisas que dejó entrever todos los dientes.
– Muchas gracias -refunfuñé.
Sonrió otra vez, pero con esa sonrisa traviesa que yo amaba tanto.
– Volveré pronto -me prometió.
Sus ojos volaron de nuevo al porche y entonces se inclinó para besarme rápidamente justo debajo del borde de la mandíbula. El corazón se me desbocó alocado y yo también eché una mirada al porche. El rostro de Billy ya no estaba tan impasible, y sus manos se aferraban a los brazos de la silla.
– Pronto -remarqué, al abrir la puerta y saltar hacia la lluvia.
Podía sentir sus ojos en mi espalda conforme me apresuraba hacia la tenue luz del porche.
– Hola, Billy. Hola, Jacob -los saludé con todo el entusiasmo del que fui capaz-. Charlie se ha marchado para todo el día, espero que no llevéis esperándole mucho tiempo.
– No mucho -contestó Billy con tono apagado; sus ojos negros me traspasaron-. Solo queríamos traerle esto -señaló la bolsa de papel marrón que llevaba en el regazo.
– Gracias -le dije, aunque no tenía idea de qué podía ser-. ¿Por qué no entráis un momento y os secáis?
Intenté mostrarme indiferente al intenso escrutinio de Billy mientras abría la puerta y les hacía señas para que me siguieran.
– Venga, dámelo -le ofrecí mientras me giraba para cerrar la puerta y echar una última mirada a Edward, que seguía a la espera, completamente inmóvil y con aspecto solemne.
– Deberías ponerlo en el frigorífico -comentó Billy mientras me tendía la bolsa-. Es pescado frito casero de Harry Clearwater, el favorito de Charlie. En el frigorífico estará más seco.
Billy se encogió de hombros.
Gracias -repetí, aunque ahora lo agradecía de corazón-. Ando en busca de nuevas recetas para el pescado y seguro que traerá más esta noche a casa.
– ¿Se ha ido de pesca otra vez? -Preguntó Billy con un sutil destello en la mirada-. ¿Allí abajo, donde siempre? Quizá me acerque a saludarlo.
– No -mentí rápidamente, endureciendo la expresión-. Se ha ido a un sitio nuevo…, y no tengo ni idea de dónde está.
Se percató del cambio operado en mi expresión y se quedó pensativo.
– Jake -dijo sin dejar de observarme-. ¿Por qué no vas al coche y traes el nuevo cuadro de Rebecca? Se lo dejaré a Charlie también.
– ¿Dónde está? -preguntó Jacob, con voz malhumorada.
Le miré, pero tenía la vista fija en el suelo, con gesto contrariado.
– Creo haberlo visto en el maletero, a lo mejor tienes que rebuscar un poco.
Jacob se encaminó hacia la lluvia arrastrando los pies.
Billy y yo nos encaramos en silencio. Después de unos segundos, el silencio se hizo embarazoso, por lo que me dirigí hacia la cocina. Oí el chirrido de las ruedas mojadas de su silla mientras me seguía.
Empujé la bolsa dentro del estante más alto del frigorífico, ya atestado, y me di la vuelta para hacerle frente. Su rostro de rasgos marcados era inescrutable.
– Charlie no va a volver hasta dentro de un buen rato -espeté con tono casi grosero.
Billy asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
– Gracias otra vez por el pescado frito -repetí.
Continuó asintiendo, yo suspiré y crucé los brazos sobre el pecho. Pareció darse cuenta de que yo había dado por finalizada nuestra pequeña charla.
– Bella -comenzó, y luego dudó.
Esperé.
– Bella -volvió a decir-, Charlie es uno de mis mejores amigos.
– Sí.
– Me he dado cuenta de que estás con uno de los Cullen.
Pronunció cada palabra cuidadosamente, con su voz resonante.
– Sí -repetí de manera cortante.
Sus ojos se achicaron.
– Quizás no sea asunto mío, pero no creo que sea una buena idea.
– Llevas razón, no es asunto tuyo.
Arqueó las cejas, que ya empezaban a encanecer.
– Tal vez lo ignores, pero la familia Cullen goza de mala reputación en la reserva.
– La verdad es que estaba al tanto -le expliqué con voz seca; aquello le sorprendió-. Sin embargo, esa reputación podría ser inmerecida, ¿no? Que yo sepa, los Cullen nunca han puesto el pie en la reserva, ¿o sí?
Me percaté de que se detenía en seco ante la escasa sutileza de mi alusión al acuerdo que vinculaba y protegía a su tribu.
– Es cierto -admitió, mirándome con prevención-. Pareces, bien informada sobre los Cullen, más de lo que esperaba.
– Quizás incluso más que tú -dije, mirándole desde mi altura.
Frunció los gruesos labios mientras lo encajaba.
– Podría ser -concedió, aunque un brillo de astucia iluminaba sus ojos-. ¿Está Charlie tan bien informado?
Había encontrado el punto débil de mi defensa.
– A Charlie le gustan mucho los Cullen -me salí por la tangente, y él percibió con claridad mi movimiento evasivo. No parecía muy satisfecho, pero tampoco sorprendido.
– O sea, que no es asunto mío, pero quizás sí de Charlie.
– Si creo que incumbe o no a mi padre, también es sólo asunto mío. ¿De acuerdo?
Me pregunté si habría captado la idea a pesar de mis esfuerzos por embarullarlo todo y no decir nada comprometedor. Parecía que sí. La lluvia repiqueteaba sobre el tejado, era el único sonido que rompía el silencio mientras Billy reflexionaba sobre el tema.
– Sí -se rindió finalmente-. Imagino que es asunto tuyo.
– Gracias, Billy -suspiré aliviada.
– Piensa bien lo que haces, Bella -me urgió.
– Vale -respondí con rapidez.
Volvió a fruncir el ceño.
– Lo que quería decir es que dejaras de hacer lo que haces.
Le miré a los ojos, llenos de sincera preocupación por mí, y no se me ocurrió ninguna contestación. En ese preciso momento, la puerta se abrió de un fuerte golpe y me sobresalté con el ruido.
A Jacob le precedió su voz quejumbrosa:
– No había ninguna pintura en el coche.
Apareció por la esquina de la cocina con los hombros mojados por la lluvia y el cabello chorreante.
– Humm -gruñó Billy, separándose de mí súbitamente y girando la silla para encarar a su hijo-. Supongo que me lo dejé en casa.
– Estupendo.
Jacob levantó los ojos al cielo de forma teatral.
– Bueno, Bella, dile a Charlie… -Billy se detuvo antes de continuar-, que hemos pasado por aquí, ¿sí?
– Lo haré -murmuré.
Jacob estaba sorprendido.
– ¿Pero nos vamos ya?
– Charlie va a llegar tarde -explicó Billy al tiempo que hacía rodar las ruedas de la silla y sobrepasaba a Jacob.
– Vaya -Jacob parecía molesto-. Bueno, entonces supongo que ya te veré otro día, Bella.
– Claro -afirmé.
– Ten cuidado -me advirtió Billy; no le contesté.
Jacob ayudó a su padre a salir por la puerta. Les despedí con un ligero movimiento del brazo mientras contemplaba mi coche, ahora vacío, con atención. Cerré la puerta antes de que desaparecieran de mi vista.
Permanecí de pie en la entrada durante un minuto, escuchando el sonido del coche mientras daba marcha atrás y se alejaba. Me quedé allí, a la espera de que se me pasaran la irritación y la angustia. Cuando al fin conseguí relajarme un poco, subí las escaleras para cambiarme la elegante ropa que me había puesto para salir.
Me probé un par de tops, no muy segura de qué debía esperar de esta noche. Estaba tan concentrada en lo que ocurriría que lo que acababa de suceder perdió todo interés para mí. Ahora que me encontraba lejos de la influencia de Jasper y Edward intenté convencerme de que lo que había pasado no me debía asustar. Deseché rápidamente la idea de ponerme otro conjunto y elegí una vieja camisa de franela y unos vaqueros, ya que, de todos modos, llevaría puesto el impermeable toda la noche.
Sonó el teléfono y eché a correr escaleras abajo para responder. Sólo había una voz que quería oír; cualquier otra me molestaría. Pero imaginé que si él hubiera querido hablar conmigo, probablemente sólo habría tenido que materializarse en mi habitación.
– ¿Diga? -pregunté sin aliento.
– ¿Bella? Soy yo -dijo Jessica.
– Ah, hola, Jess -luché durante unos momentos para descender de nuevo a la realidad. Me parecía que habían pasado meses en vez de días desde la última vez que hablé con ella-. ¿Qué tal te fue en el baile?
– ¡Me lo pasé genial! -parloteó Jessica, que, sin necesidad de más invitación, se embarcó en una descripción pormenorizada de la noche pasada. Murmuré unos cuantos «humm» y «ah» en los momentos adecuados, pero me costaba concentrarme. Jessica, Mike, el baile y el instituto se me antojaban extrañamente irrelevantes en esos momentos. Mis ojos volvían una y otra vez hacia la ventana, intentando juzgar el grado de luz real a través de las nubes espesas.
– ¿Has oído lo que te he dicho, Bella? -me preguntó Jess, irritada.
– Lo siento, ¿qué?
– ¡Te he dicho que Mike me besó! ¿Te lo puedes creer?
– Eso es estupendo, Jessica.
– ¿Y qué hiciste tú ayer? -me desafió Jessica, todavía molesta por mi falta de atención. O quizás estaba enfadada porque no le había preguntado por los detalles.
– No mucho, la verdad. Sólo di un garbeo por ahí para disfrutar del sol.
Oí entrar el coche de Charlie en el garaje.
– Oye, ¿y has sabido algo de Edward Cullen?
La puerta principal se cerró de un portazo y escuché a Charlie avanzar dando tropezones cerca de las escaleras, mientras guardaba el aparejo de pesca.
– Humm -dudé, sin saber qué más contarle.
– ¡Hola, cielo!, ¿estás ahí? -me saludó Charlie al entrar en la cocina. Le devolví el saludo por señas.
Jess oyó su voz.
– Ah, vaya, ha llegado tu padre. No importa, hablamos mañana. Nos vemos en Trigonometría.
– Nos vemos, jess -le respondí y luego colgué.
– Hola, papá -dije mientras él se lavaba las manos en el fregadero-. ¿Qué tal te ha ido la pesca?
– Bien, he metido el pescado en el congelador.
– Voy a sacar un poco antes de que se congele. Billy trajo pescado frito del de Harry Clearwater esta tarde -hice un esfuerzo por sonar alegre.
– Ah, ¿eso hizo? -los ojos de Charlie se iluminaron-. Es mi favorito.
Se lavó mientras yo preparaba la cena. No tardamos mucho en sentarnos a la mesa y cenar en silencio. Charlie disfrutaba de su comida, y entretanto yo me preguntaba desesperadamente cómo cumplir mi misión, esforzándome por hallar la manera de abordar el tema.
– ¿Qué has hecho hoy? -me preguntó, sacándome bruscamente de mi ensoñación.
– Bueno, esta tarde anduve de aquí para allá por la casa -en realidad, sólo había sido la última parte de la tarde. Intenté mantener mi voz animada, pero sentía un vacío en el estómago-. Y esta mañana me pasé por casa de los Cullen.
Charlie dejó caer el tenedor.
– ¿La casa del doctor Cullen? -inquirió atónito.
Hice como que no me había dado cuenta de su reacción.
– ¿A qué fuiste allí? Aún no había levantado su tenedor.
– Bueno, tenía una especie de cita con Edward Cullen esta noche, y él quería presentarme a sus padres… ¿Papá? Parecía como si Charlie estuviera sufriendo un aneurisma. -Papá, ¿estás bien? -Estás saliendo con Edward Cullen -tronó.
– Pensaba que te gustaban los Cullen.
– Es demasiado mayor para ti -empezó a despotricar.
– Los dos vamos al instituto -le corregí, aunque desde luego llevaba más razón de la que hubiera podido soñar.
– Espera… -hizo una pausa-. ¿Cuál de ellos es Edwin?
– Edward es el más joven, el de pelo cobrizo.
El más hermoso, el más divino…, pensé en mi fuero interno.
– Ah, ya, eso está… -se debatía- mejor. No me gusta la pinta del grandote. Seguro que será un buen chico y todo eso, pero parece demasiado… maduro para ti. ¿Y este Edwin es tu novio?
– Se llama Edward, papá.
– ¿Y lo es?
– Algo así, supongo.
– Pues la otra noche me dijiste que no te interesaba ningún chico del pueblo -al verle tomar de nuevo el tenedor empecé a pensar que había pasado lo peor.
– Bueno, Edward no vive en el pueblo, papá.
Me miró con displicencia mientras masticaba.
– Y de todos modos -continué-, estamos empezando todavía, ya sabes. No me hagas pasar un mal rato con todo ese sermón sobre novios y tal, ¿vale?
– ¿Cuándo vendrá a recogerte?
– Llegará dentro de unos minutos.
– ¿Adonde te va a llevar?
– Espero que te vayas olvidando ya de comportarte como un inquisidor, ¿vale? -Gruñí en voz alta-. Vamos a jugar al béisbol con su familia.
Arrugó la cara y luego, finalmente, rompió a reír entre dientes.
– ¿Que tú vas a jugar al béisbol?
– Bueno, más bien creo que voy a mirar la mayor parte del tiempo.
– Pues sí que tiene que gustarte ese chico -comentó mientras me miraba con gesto de sospecha.
Suspiré y puse los ojos en blanco para que me dejara en paz.
Escuché el rugido de un motor, y luego lo sentí detenerse justo en frente de la casa. Pegué un salto en la silla y empecé a fregar los platos.
– Deja los platos, ya los lavaré yo luego. Me tienes demasiado mimado.
Sonó el timbre y Charlie se dirigió a abrir la puerta; le seguí a un paso.
No me había dado cuenta de que fuera caían chuzos de punta. Edward estaba de pie, aureolado por la luz del porche, con el mismo aspecto de un modelo en un anuncio de impermeables.
– Entra, Edward.
Respiré aliviada al ver que Charlie no se había equivocado con el nombre.
– Gracias, jefe Swan -dijo él con voz respetuosa.
– Entra y llámame Charlie. Ven, dame la cazadora.
– Gracias, señor.
– Siéntate aquí, Edward.
Hice una mueca.
Edward se sentó con un ágil movimiento en la única silla que había, obligándome a sentarme al lado del jefe Swan en el sofá. Le lancé una mirada envenenada y él me guiñó un ojo a espaldas de Charlie.
– Tengo entendido que vas a llevar a mi niña a ver un partido de béisbol.
El que llueva a cántaros y esto no sea ningún impedimento para hacer deporte al aire libre sólo ocurre aquí, en Washington.
– Sí, señor, ésa es la idea -no pareció sorprendido de que le hubiera contado a mi padre la verdad. Aunque también podría haber estado escuchando, claro.
– Bueno, eso es llevarla a tu terreno, supongo ¿no?
Charlie rió y Edward se unió a él.
– Estupendo -me levanté-. Ya basta de bromitas a mi costa. Vamonos.
Volví al recibidor y me puse la cazadora. Ellos me siguieron.
– No vuelvas demasiado tarde, Bella.
– No se preocupe Charlie, la traeré temprano -prometió Edward.
– Cuidarás de mi niña, ¿verdad?
Refunfuñé, pero me ignoraron.
– Le prometo que estará a salvo conmigo, señor.
Charlie no pudo cuestionar la sinceridad de Edward, ya que cada palabra quedaba impregnada de ella.
Salí enfadada. Ambos rieron y Edward me siguió.
Me paré en seco en el porche. Allí, detrás de mi coche, había un Jeep gigantesco. Las llantas me llegaban por encima de la cintura, protectores metálicos recubrían las luces traseras y delanteras, además de llevar cuatro enormes faros antiniebla sujetos al guardabarros. El techo era de color rojo brillante.
Charlie dejó escapar un silbido por lo bajo.
– Poneos los cinturones -advirtió.
Edward me siguió hasta la puerta del copiloto y la abrió. Calculé la distancia hasta el asiento y me preparé para saltar. Edward suspiró y me alzó con una sola mano. Esperaba que Charlie no se hubiera dado cuenta.
Mientras regresaba al lado del conductor, a un paso normal, humano, intenté ponerme el cinturón, pero había demasiadas hebillas.
– ¿Qué es todo esto? -le pregunté cuando abrió la puerta.
– Un arnés para conducir campo a traviesa.
– Oh, oh.
Intenté encontrar los sitios donde se tenían que enganchar todas aquellas hebillas, pero iba demasiado despacio. Edward volvió a suspirar y se puso a ayudarme. Me alegraba de que la lluvia fuera tan espesa como para que Charlie no pudiera ver nada con claridad desde el porche. Eso quería decir que no estaba dándose cuenta de cómo las manos de Edward se deslizaban por mi cuello, acariciando mi nuca. Dejé de intentar ayudarle y me concentré en no hiperventilar.
Edward giró la llave y el motor arrancó; al fin nos alejamos de la casa.
– Esto es… humm… ¡Vaya pedazo de Jeep que tienes!
– Es de Emmett. Supuse que no te apetecería correr todo el camino.
– ¿Dónde guardáis este tanque?
– Hemos remodelado uno de los edificios exteriores para convertirlo en garaje.
– ¿No te vas a poner el cinturón?
Me lanzó una mirada incrédula.
Entonces caí en la cuenta del significado de sus palabras.
– ¿Correr todo el camino? O sea, ¿que una parte sí la vamos a hacer corriendo?
Mi voz se elevó varias octavas y él sonrió ampliamente.
– No serás tú quien corra.
– Me voy a marear.
– Si cierras los ojos, seguro que estarás bien.
Me mordí el labio, intentando luchar contra el pánico.
Se inclinó para besarme la coronilla y entonces gimió. Le miré sorprendida.
– Hueles deliciosamente a lluvia -comentó.
– Pero, ¿bien o mal? -pregunté con precaución.
– De las dos maneras -suspiró-. Siempre de las dos maneras.
Entre la penumbra y el diluvio, no sé cómo encontró el camino, pero de algún modo llegamos a una carretera secundaria, con más aspecto de un camino forestal que de carretera. La conversación resultó imposible durante un buen rato, dado que yo iba rebotando arriba y abajo en el asiento como un martillo pilón. Sin embargo, Edward parecía disfrutar del paseo, ya que no dejó de sonreír en ningún momento.
Y entonces fue cuando llegamos al final de la carretera; los árboles formaban grandes muros verdes en tres de los cuatro costados del Jeep. La lluvia se había convertido en llovizna poco a poco y el cielo brillante asomaba entre las nubes.
– Lo siento, Bella, pero desde aquí tenemos que ir a pie.
– ¿Sabes qué? Que casi mejor te espero aquí.
– Pero ¿qué le ha pasado a tu coraje? Estuviste estupenda esta mañana.
– Todavía no se me ha olvidado la última vez.
Parecía increíble que aquello sólo hubiera sucedido ayer. Se acercó tan rápidamente a mi lado del coche que apenas pude apreciar una imagen borrosa. Empezó a desatarme el arnés.
– Ya los suelto yo; tú, vete -protesté en vano.
– Humm… -parecía meditar mientras terminaba rápidamente-. Me parece que voy a tener que forzar un poco la memoria.
Antes de que pudiera reaccionar, me sacó del Jeep y me puso de pie en el suelo. Había ahora apenas un poco de niebla; parecía que Alice iba a tener razón.
– ¿Forzar mi memoria? ¿Cómo? -pregunté nerviosamente.
– Algo como esto -me miró intensamente, pero con cautela, aunque había una chispa de humor en el fondo de sus ojos.
Apoyó las manos sobre el Jeep, una a cada lado de mi cabeza, y se inclinó, obligándome a permanecer aplastada contra la puerta. Se inclinó más aún, con el rostro a escasos centímetros del mío, sin espacio para escaparme.
– Ahora, dime -respiró y fue entonces cuando su efluvio desorganizó todos mis procesos mentales-, ¿qué es exactamente lo que te preocupa?
– Esto, bueno… estamparme contra un árbol y morir -tragué saliva-. Ah, y marearme.
Reprimió una sonrisa. Luego, inclinó la cabeza y rozó suavemente con sus fríos labios el hueco en la base de mi garganta.
– ¿Sigues preocupada? -murmuró contra mi piel.
– ¿Sí? -luché para concentrarme-. Me preocupa terminar estampada en los árboles y el mareo.
Su nariz trazó una línea sobre la piel de mi garganta hasta el borde de la barbilla. Su aliento frío me cosquilleaba la piel.
– ¿Y ahora? -susurraron sus labios contra mi mandíbula.
– Árboles -aspiré aire-. Movimiento, mareo.
Levantó la cabeza para besarme los párpados.
– Bella, en realidad, no crees que te vayas a estampar contra un árbol, ¿a que no?
– No, aunque podría -repuse sin mucha confianza. Él ya olía una victoria fácil.
Me besó, descendiendo despacio por la mejilla hasta detenerse en la comisura de mis labios.
– ¿Crees que dejaría que te hiriera un árbol?
Sus labios rozaron levemente mi tembloroso labio inferior.
– No -respiré. Tenía que haber en mi defensa algo eficaz, pero no conseguía recordarlo.
– Ya ves -sus labios entreabiertos se movían contra los míos-. No hay nada de lo que tengas que asustarte, ¿a que no?
– No -suspiré, rindiéndome.
Entonces tomó mi cara entre sus manos, casi con rudeza y me besó en serio, moviendo sus labios insistentes contra los míos.
Realmente no había excusa para mi comportamiento. Ahora lo veo más claro, como es lógico. De cualquier modo, parecía que no podía dejar de comportarme exactamente como lo hice la primera vez. En vez de quedarme quieta, a salvo, mis brazos se alzaron para enroscarse apretadamente alrededor de su cuello y me quedé de pronto soldada a su cuerpo, duro como la piedra. Suspiré y mis labios se entreabrieron.
Se tambaleó hacia atrás, deshaciendo mi abrazo sin esfuerzo.
– ¡Maldita sea, Bella! -se desasió jadeando-. ¡Eres mi perdición, te juro que lo eres!
Me acuclillé, rodeándome las rodillas con los brazos, buscando apoyo.
– Eres indestructible -mascullé, intentando recuperar el aliento.
– Eso creía antes de conocerte. Ahora será mejor que salgamos de aquí rápido antes de que cometa alguna estupidez de verdad -gruñó.
Me arrojó sobre su espalda como hizo la otra vez y vi el tremendo esfuerzo que hacía para comportarse dulcemente. Enrosqué mis piernas en su cintura y busqué seguridad al sujetarme a su cuello con un abrazo casi estrangulador.
– No te olvides de cerrar los ojos -me advirtió severamente.
Hundí la cabeza entre sus omóplatos, por debajo de mi brazo, y cerré con fuerza los ojos.
No podía decir realmente si nos movíamos o no. Sentía la sensación del vuelo a lo largo de mi cuerpo, pero el movimiento era tan suave que igual hubiéramos podido estar dando un paseo por la acera. Estuve tentada de echar un vistazo, sólo para comprobar si estábamos volando de verdad a través del bosque igual que antes, pero me resistí. No merecía la pena ganarme un mareo tremendo. Me contenté con sentir su respiración acompasada.
No estuve segura de que habíamos parado de verdad hasta que no alzó el brazo hacia atrás y me tocó el pelo.
– Ya pasó, Bella.
Me atreví a abrir los ojos y era cierto, ya nos habíamos detenido. Medio entumecida, deshice la presa estranguladora sobre su cuerpo y me deslicé al suelo, cayéndome de espaldas.
– ¡Ay! -grité enfadada cuando me golpeé contra el suelo mojado.
Me miró sorprendido; era obvio que no estaba totalmente seguro de si podía reírse a mi costa en esa situación, pero mi expresión desconcertada venció sus reticencias y rompió a reír a mandíbula batiente.
Me levanté, ignorándole, y me puse a limpiar de barro y ramitas la parte posterior de mi chaqueta. Eso sólo sirvió para que se riera aún más. Enfadada, empecé a andar a zancadas hacia el bosque.
Sentí su brazo alrededor de mi cintura.
– ¿Adonde vas, Bella?
– A ver un partido de béisbol. Ya que tú no pareces interesado en jugar, voy a asegurarme de que los demás se divierten sin ti.
– Pero si no es por ahí… ;
Me di la vuelta sin mirarle, y seguí andando a zancadas en la dirección opuesta. Me atrapó de nuevo.
– No te enfades, no he podido evitarlo. Deberías haberte visto la cara -se reía entre dientes, otra vez sin poder contenerse.
– Ah claro, aquí tú eres el único que se puede enfadar, ¿no? -le pregunté, arqueando las cejas.
– No estaba enfadado contigo.
– ¿«Bella, eres mi perdición»? -cité amargamente.
– Eso fue simplemente la constatación de un hecho.
Intenté revolverme y alejarme de él una vez más, pero me sujetó rápido.
– Te habías enfadado -insistí.
– Sí.
– Pero si acabas de decir…
– No estaba enfadado contigo, Bella, ¿es que no te das cuenta? -Se había puesto serio de pronto, desaparecido del todo cualquier amago de broma en su expresión-. ¿Es que no lo entiendes?
– ¿Entender el qué? -le exigí, confundida por su rápido cambio de humor, tanto como por sus palabras.
– Nunca podría enfadarme contigo, ¿cómo podría? Eres tan valiente, tan leal, tan… cálida.
– Entonces, ¿por qué? -susurré, recordando los duros modales con los que me había rechazado, que no había podido interpretar salvo como una frustración muy clara, frustración por mi debilidad, mi lentitud, mis desordenadas reacciones humanas…
Me puso las manos cuidadosamente a ambos lados de la cara.
– Estaba furioso conmigo mismo -dijo dulcemente-. Por la manera en que no dejo de ponerte en peligro. Mi propia existencia ya supone un peligro para ti. Algunas veces, de verdad que me odio a mí mismo. Debería ser más fuerte, debería ser capaz de…
Le tapé la boca con la mano.
– No lo digas.
Me tomó de la mano, alejándola de los labios, pero manteniéndola contra su cara.
– Te quiero -dijo-. Es una excusa muy pobre para todo lo que te hago pasar, pero es la pura verdad.
Era la primera vez que me decía que me quería, al menos con tantas palabras. Tal vez no se hubiera dado cuenta, pero yo ya lo creo que sí.
– Ahora, intenta cuidarte, ¿vale? -continuó y se inclinó para rozar suavemente sus labios contra los míos.
Me quedé quieta, mostrando dignidad. Entonces, suspiré.
– Le prometiste al jefe Swan que me llevarías a casa temprano, ¿recuerdas? Así que será mejor que nos pongamos en marcha.
– Sí, señorita.
Sonrió melancólicamente y me soltó, aunque se quedó con una de mis manos. Me llevó unos cuantos metros más adelante, a través de altos helechos mojados y musgos que cubrían un enorme abeto, y de pronto nos encontramos allí, al borde de un inmenso campo abierto en la ladera de los montes Olympic. Tenía dos veces el tamaño de un estadio de béisbol.
Allí vi a todos los demás; Esme, Emmett y Rosalie, sentados en una lisa roca salediza, eran los que se hallaban más cerca de nosotros, a unos cien metros. Aún más lejos, a unos cuatrocientos metros, se veía a Jasper y Alice, que parecían lanzarse algo el uno al otro, aunque no vi la bola en ningún momento. Parecía que Carlisle estuviera marcando las bases, pero ¿realmente podía estar poniéndolas tan separadas unas de otras?
Los tres que se encontraban sobre la roca se levantaron cuando estuvimos a la vista. Esme se acercó hacia nosotros y Emmett la siguió después de echar una larga ojeada a la espalda de Rosalie, que se había levantado con gracia y avanzaba a grandes pasos hacia el campo sin mirar en nuestra dirección. En respuesta, mi estómago se agitó incómodo.
– ¿Es a ti a quien hemos oído, Edward? -preguntó Esme conforme se acercaba.
– Sonaba como si se estuviera ahogando un oso -aclaró Emmett.
Sonreí tímidamente a Esme.
– Era él.
– Sin querer, Bella resultaba muy cómica en ese momento -explicó rápido Edward, intentando apuntarse el tanto.
Alice había abandonado su posición y corría, o más bien se podría decir que danzaba, hacia nosotros. Avanzó a toda velocidad para detenerse con gran desenvoltura a nuestro lado.
– Es la hora -anunció.
El hondo estruendo de un trueno sacudió el bosque de en frente apenas hubo terminado de hablar. A continuación retumbó hacia el oeste, en dirección a la ciudad.
– Raro, ¿a que sí? -dijo Emmett con un guiño, como si nos conociéramos de toda la vida.
– Venga, vamos…
Alice tomó a Emmett de la mano y desaparecieron como flechas en dirección al gigantesco campo.
Ella corría como una gacela; él, lejos de ser tan grácil, sin embargo le igualaba en velocidad, aunque nunca se le podría comparar con una gacela.
– ¿Te apetece jugar una bola? -me preguntó Edward con los ojos brillantes, deseoso de participar.
Yo intenté sonar apropiadamente entusiasta.
– ¡Ve con los demás!
Rió por lo bajo, y después de revolverme el pelo, dio un gran salto para reunirse con los otros dos. Su forma de correr era más agresiva, más parecida a la de un guepardo que a la de una gacela, por lo que pronto les dio alcance. Su exhibición de gracia y poder me cortó el aliento.
– ¿Bajamos? -inquirió Esme con voz suave y melodiosa.
En ese instante, me di cuenta de que lo estaba mirando boquiabierta. Rápidamente controlé mi expresión y asentí. Esme estaba a un metro escaso de mí y me pregunté si seguía actuando con cuidado para no asustarme. Acompasó su paso al mío, sin impacientarse por mi ritmo lento.
– ¿No vas a jugar con ellos? -le pregunté con timidez.
– No, prefiero arbitrar; alguien debe evitar que hagan trampas y a mí me gusta -me explicó.
– Entonces, ¿les gusta hacer trampas?
– Oh, ya lo creo que sí, ¡tendrías que oír sus explicaciones! Bueno, espero que no sea así, de lo contrario pensarías que se han criado en una manada de lobos.
– Te pareces a mi madre -reí, sorprendida, y ella se unió a mis risas.
– Bueno, me gusta pensar en ellos como si fueran hijos míos, en más de un sentido. Me cuesta mucho controlar mis instintos maternales. ¿No te contó Edward que había perdido un bebé?
– No -murmuré aturdida, esforzándome por comprender a qué periodo de su vida se estaría refiriendo.
– Sí, mi primer y único hijo murió a los pocos días de haber nacido, mi pobre cosita -suspiró-. Me rompió el corazón y por eso me arrojé por el acantilado, como ya sabrás -añadió con toda naturalidad.
– Edward sólo me dijo que te caíste -tartamudeé.
– Ah. Edward, siempre tan caballeroso -esbozó una sonrisa-. Edward fue el primero de mis nuevos hijos. Siempre pienso en él de ese modo, incluso aunque, en cierto modo, sea mayor que yo -me sonrió cálidamente-. Por eso me alegra tanto que te haya encontrado, corazón -aquellas cariñosas palabras sonaron muy naturales en sus labios-. Ha sido un bicho raro durante demasiado tiempo; me dolía verle tan solo.
– Entonces, ¿no te importa? -Pregunté, dubitativa otra vez-. ¿Que yo no sea… buena para él?
– No -se quedó pensativa-. Tú eres lo que él quiere. No sé cómo, pero esto va a salir bien -me aseguró, aunque su frente estaba fruncida por la preocupación. Se oyó el estruendo de otro trueno.
En ese momento, Esme se detuvo. Por lo visto, habíamos llegado a los límites del campo. Al parecer, ya se habían formado los equipos. Edward estaba en la parte izquierda del campo, bastante lejos; Carlisle se encontraba entre la primera y la segunda base, y Alice tenía la bola en su poder, en lo que debía ser la base de lanzamiento.
Emmett hacía girar un bate de aluminio, sólo perceptible por su sonido silbante, ya que era casi imposible seguir su trayectoria en el aire con la vista. Esperaba que se acercara a la base de meta, pero ya estaba allí, a una distancia inconcebible de la base de lanzamiento, adoptando la postura de bateo para cuando me quise dar cuenta. Jasper se situó detrás, a un metro escaso, para atrapar la bola para el otro equipo. Como era de esperar, ninguno llevaba guantes.
– De acuerdo -Esme habló con voz clara, y supe que Edward la había oído a pesar de estar muy alejado-, batea.
Alice permanecía erguida, aparentemente inmóvil. Su estilo parecía que estaba más cerca de la astucia, de lo furtivo, que de una técnica de lanzamiento intimidatorio. Sujetó la bola con ambas manos cerca de su cintura; luego, su brazo derecho se movió como el ataque de una cobra y la bola impactó en la mano de Jasper.
– ¿Ha sido un strike? -le pregunté a Esme.
– Si no la golpean, es un strike -me contestó.
Jasper lanzó de nuevo la bola a la mano de Alice, que se permitió una gran sonrisa antes de estirar el brazo para efectuar otro nuevo lanzamiento.
Esta vez el bate consiguió, sin saber muy bien cómo, golpear la bola invisible. El chasquido del impacto fue tremendo, atronador. Entendí con claridad la razón por la que necesitaban una tormenta para jugar cuando las montañas devolvieron el eco del golpe.
La bola sobrevoló el campo como un meteorito para irse a perder en lo profundo del bosque circundante.
– Carrera completa -murmuré.
– Espera -dijo Esme con cautela, escuchando atenta y con la mano alzada.
Emmett era una figura borrosa que corría de una base a otra y Carlisle, la sombra que lo seguía. Me di cuenta de que Edward no estaba.
– ¡Out!-cantó Esme con su voz clara.
Contemplé con incredulidad cómo Edward saltaba desde la linde del bosque con la bola en la mano alzada. Incluso yo pude ver su brillante sonrisa.
– Emmett será el que batea más fuerte -me explicó Esme-, pero Edward corre al menos igual de rápido.
Las entradas se sucedieron ante mis ojos incrédulos. Era imposible mantener contacto visual con la bola teniendo en cuenta la velocidad a la que volaba y el ritmo al que se movían alrededor del campo los corredores de base.
Comprendí el otro motivo por el cual esperaban a que hubiera una tormenta para jugar cuando Jasper bateó una roleta, una de esas pelotas que van rodando por el suelo, hacia la posición de Carlisle en un intento de evitar la infalible defensa de Edward.
Carlisle corrió a por la bola y luego se lanzó en pos de Jasper, que iba disparado hacia la primera base. Cuando chocaron, el sonido fue como el de la colisión de dos enormes masas de roca. Preocupada, me incorporé de un salto para ver lo sucedido, pero habían resultado ilesos.
– Están bien -anunció Esme con voz tranquila.
El equipo de Emmett iba una carrera por delante. Rosalie se las apañó para revolotear sobre las bases después de aprovechar uno de los larguísimos lanzamientos de Emmett, cuando Edward consiguió el tercer out. Se acercó de un salto hasta donde estaba yo, chispeante de entusiasmo.
– ¿Qué te parece? -inquirió.
– Una cosa es segura: no volveré a sentarme otra vez a ver esa vieja y aburrida Liga Nacional de Béisbol.
– Ya, suena como si lo hubieras hecho antes muchas veces -replicó Edward entre risas.
– Pero estoy un poco decepcionada -bromeé.
– ¿Por qué? -me preguntó, intrigado.
– Bueno, sería estupendo encontrar una sola cosa que no hagas mejor que cualquier otra persona en este planeta.
Esa sonrisa torcida suya relampagueó en su rostro durante un momento, dejándome sin aliento.
– Ya voy -dijo al tiempo que se encaminaba hacia la base del bateador.
Jugó con mucha astucia al optar por una bola baja, fuera del alcance de la excepcionalmente rápida mano de Rosalie, que defendía en la parte exterior del campo, y, veloz como el rayo, ganó dos bases antes de que Emmett pudiera volver a poner la bola en juego. Carlisle golpeó una tan lejos fuera del campo -con un estruendo que me hirió los oídos-, que Edward y él completaron la carrera. Alice chocó delicadamente las palmas con ellos.
El tanteo cambiaba continuamente conforme avanzaba el partido y se gastaban bromas unos a otros como otros jugadores callejeros al ir pasando todos por la primera posición. De vez en cuando, Esme tenía que llamarles la atención. Otro trueno retumbó, pero seguíamos sin mojarnos, tal y como había predicho Alice.
Carlisle estaba a punto de batear con Edward como receptor cuando Alice, de pronto, profirió un grito sofocado que sonó muy fuerte. Yo miraba a Edward, como siempre, y entonces le vi darse la vuelta para mirarla. Las miradas de ambos se encontraron y en un instante circuló entre ellos un flujo misterioso. Edward ya estaba a mi lado antes de que los demás pudieran preguntar a Alice qué iba mal.
– ¿Alice? -preguntó Esme con voz tensa.
– No lo he visto con claridad, no podría deciros… -susurró ella.
Para entonces ya se habían reunido todos.
– ¿Qué pasa, Alice? -le preguntó Carlisle a su vez con voz tranquila, cargada de autoridad.
– Viajan mucho más rápido de lo que pensaba. Creo que me he equivocado en eso -murmuró.
Jasper se inclinó sobre ella con ademán protector.
– ¿Qué es lo que ha cambiado? -le preguntó.
– Nos han oído jugar y han cambiado de dirección -señaló, contrita, como si se sintiera responsable de lo que fuera que la había asustado.
Siete pares de rápidos ojos se posaron en mi cara de forma fugaz y se apartaron.
– ¿Cuánto tardarán en llegar? -inquirió Carlisle, volviéndose hacia Edward.
Una mirada de intensa concentración cruzó por su rostro y respondió con gesto contrariado:
– Menos de cinco minutos. Vienen corriendo, quieren jugar.
– ¿Puedes hacerlo? -le preguntó Carlisle, mientras sus ojos se posaban sobre mí brevemente.
– No, con carga, no -resumió él-. Además, lo que menos necesitamos es que capten el olor y comiencen la caza.
– ¿Cuántos son? -preguntó Emmett a Alice.
– Tres -contestó con laconismo.
– ¡Tres! -exclamó Emmett con tono de mofa. Flexionó los músculos de acero de sus imponentes brazos-. Dejadlos que vengan.
Carlisle lo consideró durante una fracción de segundo que pareció más larga de lo que fue en realidad. Sólo Emmett parecía impasible; el resto miraba fijamente el rostro de Carlisle con los ojos llenos de ansiedad.
– Nos limitaremos a seguir jugando -anunció finalmente Carlisle con tono frío y desapasionado-. Alice dijo que sólo sentían curiosidad.
Pronunció las dos frases en un torrente de palabras que duró unos segundos escasos. Escuché con atención y conseguí captar la mayor parte, aunque no conseguí oír lo que Esme le estaba preguntando en este momento a Edward con una vibración silenciosa de sus labios. Sólo atisbé la imperceptible negativa de cabeza por parte de Edward y el alivio en las facciones de Esme.
– Intenta atrapar tú la bola, Esme. Yo me encargo de prepararla -y se plantó delante de mí.
Los otros volvieron al campo, barriendo recelosos el bosque oscuro con su mirada aguda. Alice y Esme parecían intentar orientarse alrededor de donde yo me encontraba.
– Suéltate el pelo -ordenó Edward con voz tranquila y baja.
Obedientemente, me quité la goma del pelo y lo sacudí hasta extenderlo todo a mí alrededor.
Comenté lo que me parecía evidente.
– Los otros vienen ya para acá.
– Sí, quédate inmóvil, permanece callada -intentó ocultar bastante bien el nerviosismo de su voz, pero pude captarlo-, y no te apartes de mi lado, por favor.
Tiró de mi melena hacia delante, y la enrolló alrededor de mi cara. Alice apuntó en voz baja:
– Eso no servirá de nada. Yo la podría oler incluso desde el otro lado del campo.
– Lo sé -contestó Edward con una nota de frustración en la voz.
Carlisle se quedó de pie en el prado mientras el resto retomaba el juego con desgana.
– Edward, ¿qué te preguntó Esme? -susurré.
Vaciló un momento antes de contestarme.
– Que si estaban sedientos -murmuró reticente.
Pasaron unos segundos y el juego progresaba, ahora con apatía, ya que nadie tenía ganas de golpear fuerte. Emmett, Rosalie y Jasper merodeaban por el área interior del campo. A pesar de que el miedo me nublaba el entendimiento, fui consciente más de una vez de la mirada fija de Rosalie en mí. Era inexpresiva, pero de algún modo, por la forma en que plegaba los labios, me hizo pensar que estaba enfadada.
Edward no prestaba ninguna atención al juego, sus ojos y su mente se encontraban recorriendo el bosque.
– Lo siento, Bella -murmuró ferozmente-. Exponerte de este modo ha sido estúpido e irresponsable por mi parte. ¡Cuánto lo siento!
Noté cómo contenía la respiración y fijaba los ojos abiertos como platos en la esquina oeste del campo. Avanzó medio paso, interponiéndose entre lo que se acercaba y yo.
Carlisle, Emmett y los demás se volvieron en la misma dirección en cuanto oyeron el ruido de su avance, que a mí me llegaba mucho más apagado.