Vi una deslumbrante luz nívea al abrir los ojos. Estaba en una habitación desconocida de paredes blancas. Unas persianas bajadas cubrían la pared que tenía al lado. Las luces brillantes que tenía encima de la cabeza me deslumbraban. Estaba recostada en una cama dura y desnivelada, una cama con barras. Las almohadas eran estrechas y llenas de bultos. Un molesto pitido sonaba desde algún lugar cercano. Esperaba que eso significara que seguía viva. La muerte no podía ser tan incómoda.
Unos tubos traslúcidos se enroscaban alrededor de mis manos y debajo de la nariz tenía un objeto pegado al rostro. Alcé la mano para quitármelo.
– No lo hagas.
Unos dedos helados me atraparon la mano.
– ¿Edward?
Ladeé levemente la cabeza y me encontré con su rostro exquisito a escasos centímetros del mío. Reposaba el mentón sobre el extremo de mi almohada. Comprendí que seguía con vida, pero esta vez con gratitud y júbilo.
– ¡Ay, Edward! ¡Cuánto lo siento!
– Shhh… -me acalló-. Ahora todo está en orden.
– ¿Qué sucedió?
No conseguía recordarlo con claridad, y mi mente parecía resistirse cada vez que intentaba rememorarlo.
– Estuve a punto de llegar tarde. Pude no haber llegado a tiempo -susurró con voz atormentada.
– ¡Qué tonta fui! Creí que tenía a mi madre en su poder.
– Nos engañó a todos.
– Necesito telefonear a Charlie y a mamá -me percaté a pesar de la nube de confusión.
– Alice los ha llamado. Renée está aquí, bueno, en el hospital. Se acaba de marchar para comer algo.
– ¿Está aquí?
Intenté incorporarme, pero se agravó el mareo de mi cabeza. Las manos de Edward me empujaron suavemente hacia las almohadas.
– Va a volver enseguida -me prometió-, y tú necesitas permanecer en reposo.
– Pero ¿qué le has dicho? -me aterré. No quería que me calmaran. Mamá estaba allí y yo me estaba recobrando del ataque de un vampiro-. ¿Por qué le has dicho que me habían hospitalizado?
– Rodaste por dos tramos de escaleras antes de caer por una ventana -hizo una pausa-. Has de admitir que pudo suceder.
Suspiré, y me dolió. Eché una ojeada por debajo de la sábana a la parte inferior de mi cuerpo, al enorme bulto que era mi pierna.
– ¿Cómo estoy?
– Tienes rotas una pierna y cuatro costillas, algunas contusiones en la cabeza y moraduras por todo el cuerpo y has perdido mucha sangre. Te han efectuado varias transfusiones. No me gusta, hizo que olieras bastante mal durante un tiempo.
– Eso debió de suponer un cambio agradable para ti.
– No, me gusta cómo hueles.
– ¿Cómo lo conseguiste? -pregunté en voz baja.
De inmediato, supo a qué me refería.
– No estoy seguro.
Rehuyó la mirada de mis ojos de asombro al tiempo que alzaba mi mano vendada y la sostenía gentilmente con la suya, teniendo mucho cuidado de no romper un cable que me conectaba a uno de los monitores.
Esperé pacientemente a que me contara lo demás.
Suspiró sin devolverme la mirada.
– Era imposible contenerse -susurró-, imposible. Pero lo hice -al fin, alzó la mirada y esbozó una media sonrisa-. Debe de ser que te quiero.
– ¿No tengo un sabor tan bueno como mi olor?
Le devolví la sonrisa y me dolió toda la cara.
– Mejor aún, mejor de lo que imaginaba.
– Lo siento -me disculpé.
Miró al techo.
– Tienes mucho por lo que disculparte.
– ¿Por qué debería disculparme?
– Por estar a punto de apartarte de mí para siempre.
– Lo siento -pedí perdón otra vez.
– Sé por qué lo hiciste -su voz resultaba reconfortante-. Sigue siendo una locura, por supuesto. Deberías haberme esperado, deberías habérmelo dicho.
– No me hubieras dejado ir.
– No -se mostró de acuerdo-. No te hubiera dejado.
Estaba empezando a rememorar algunos de los recuerdos más desagradables. Me estremecí e hice una mueca de dolor.
Edward se preocupó de inmediato.
– Bella, ¿qué te pasa?
– ¿Qué le ocurrió a James?
– Emmett y Jasper se encargaron de él después de que te lo quitase de encima -concluyó Edward, que hablaba con un hondo pesar.
Aquello me confundió.
– No vi a ninguno de los dos allí.
– Tuvieron que salir de la habitación… Había demasiada sangre.
– Pero Alice y Carlísle… -apunté maravillada.
– Ya sabes, ambos te quieren.
De repente, el recuerdo de las dolorosas imágenes de la última vez que la había visto me recordó algo.
– ¿Ha visto Alice la cinta de vídeo? -pregunté con inquietud.
– Sí -una nueva nota endureció la voz de Edward, una nota de puro odio.
– Alice siempre vivió en la oscuridad, por eso no recordaba nada.
– Lo sé, y ahora, ella por fin lo entiende todo -su voz sonaba tranquila, pero su rostro estaba oscurecido por la furia.
Intenté tocarle la cara con la mano libre, pero algo me lo impidió. Al bajar la mirada descubrí la vía intravenosa sujeta al dorso de la mano.
– ¡Ay! -exclamé con un gesto de dolor.
– ¿Qué sucede? -preguntó preocupado.
Se distrajo algo, pero no lo suficiente. Su mirada continuó teniendo un aspecto siniestro.
– ¡Agujas! -le expliqué mientras apartaba la vista de la vía intravenosa.
Fijé la vista en un azulejo combado del techo e intenté respirar hondo a pesar del dolor en las costillas.
– ¡Te asustan las agujas! -murmuró Edward para sí en voz baja y moviendo la cabeza-. ¿Un vampiro sádico que pretende torturarla hasta la muerte? Claro, sin problemas, ella se escapa para reunirse con él. Pero una vía intravenosa es otra cosa…
Puse los ojos en blanco. Me alegraba saber que al menos su reacción estaba libre de dolor. Decidí cambiar de tema.
– ¿Por qué estás aquí?
Me miró fijamente; confundido al principio y herido después. Frunció el entrecejo hasta el punto de que las cejas casi se tocaron.
– ¿Quieres que me vaya?
– ¡No! -Protesté de inmediato, aterrada sólo de pensarlo-. No, lo que quería decir es ¿por qué cree mi madre que estás aquí? Necesito tener preparada mi historia antes de que ella vuelva.
– Ah -las arrugas desaparecieron de su frente-. He venido a Phoenix para hacerte entrar en razón y convencerte de que vuelvas a Forks -abrió los ojos con tal seriedad y sinceridad que hasta yo misma estuve a punto de creérmelo-. Aceptaste verme y acudiste en coche hasta el hotel en el que me alojaba con Carlisle y Alice. Yo estaba bajo la supervisión paterna, por supuesto -agregó en un despliegue de virtuosismo-, pero te tropezaste cuando ibas de camino a mi habitación y bueno, ya sabes el resto. No necesitas acordarte de ningún detalle, aunque dispones de una magnífica excusa para poder liar un poco los aspectos más concretos.
Lo pensé durante unos instantes.
– Esa historia tiene algunos flecos, como la rotura de los cristales…
– En realidad, no. Alice se ha divertido un poco preparando pruebas. Se ha puesto mucho cuidado en que todo parezca convincente. Probablemente, podrías demandar al hotel si así lo quisieras. No tienes de qué preocuparte -me prometió mientras me acariciaba la mejilla con el más leve de los roces-. Tu único trabajo es curarte.
No estaba tan atontada por el dolor ni la medicación como para no reaccionar a su caricia. El indicador del holter al que estaba conectada comenzó a moverse incontroladamente. Ahora, él no era el único en oír el errático latido de mi corazón.
– Esto va a resultar embarazoso -musité para mí.
Rió entre dientes y me estudió con la mirada antes de decir:
– Humm… Me pregunto si…
Se inclinó lentamente. El pitido se aceleró de forma salvaje antes de que sus labios me rozaran, pero cuando lo hicieron con una dulce presión, se detuvo del todo.
Torció el gesto.
– Parece que debo tener contigo aún más cuidado que de costumbre…
– Todavía no había terminado de besarte -me quejé-. No me obligues a ir a por ti.
Esbozó una amplia sonrisa y se inclinó para besarme suavemente en los labios. El monitor enloqueció.
Pero en ese momento, los labios se tensaron y se apartó.
– Me ha parecido oír a tu madre -comentó, sonriendo de nuevo.
– No te vayas -chillé.
Sentí una oleada irracional de pánico. No podía dejarle marchar… Podría volver a desaparecer. Edward leyó el terror de mis ojos en un instante y me prometió solemnemente:
– No lo haré -entonces, sonrió-. Me voy a echar una siesta.
Se desplazó desde la dura silla de plástico situada cerca de mí hasta el sillón reclinable de cuero de imitación color turquesa que había al pie de mi cama. Se tumbó de espaldas y cerró los ojos. Se quedó totalmente quieto.
– Que no se te olvide respirar -susurré con sarcasmo.
Suspiró profundamente, pero no abrió los ojos.
Entonces oí a mi madre, que caminaba en compañía de otra persona, tal vez una enfermera. Su voz reflejaba cansancio y preocupación. Quise levantarme de un salto y correr hacia ella para calmarla y prometerle que todo iba bien. Pero no estaba en condiciones de hacerlo, por lo que aguardé con impaciencia.
La puerta se abrió una fracción y ella asomó la cabeza con cuidado.
– ¡Mamá! -susurré, henchida de amor y alivio.
Se percató de la figura inmóvil de Edward sobre el sillón reclinable y se dirigió de puntillas al lado de mi cama.
– Nunca se aleja de ti, ¿verdad? -musitó para sí.
– Mamá, ¡cuánto me alegro de verte!
Las cálidas lágrimas me cayeron sobre las mejillas al inclinarse para abrazarme con cuidado.
– Bella, me sentía tan mal…
– Lo siento, mamá, pero ahora todo va bien -la reconforté-, no pasa nada.
– Estoy muy contenta de que al final hayas abierto los ojos.
Se sentó al borde de mi cama.
De pronto me di cuenta de que no tenía ni idea de qué día era.
– ¿Qué día es?
– Es viernes, cielo, has permanecido desmayada bastante tiempo.
– ¿Viernes? -me sorprendí. Intenté recordar qué día fue cuando… No, no quería pensar en eso.
– Te han mantenido sedada bastantes horas, cielo. Tenías muchas heridas.
– Lo sé -me dolían todas.
– Has tenido suerte de que estuviera allí el doctor Cullen. Es un hombre encantador, aunque muy joven. Se parece más a un modelo que a un médico…
– ¿Has conocido a Carlisle?
– Y a Alice, la hermana de Edward. Es una joven adorable.
– Lo es -me mostré totalmente de acuerdo.
Se giró para mirar a Edward, que yacía en el sillón con los ojos cerrados.
– No me habías dicho que tenías tan buenos amigos en Forks.
Me encogí, y luego me quejé.
– ¿Qué te duele? -preguntó preocupada, girándose de nuevo hacia mí.
Los ojos de Edward se centraron en mi rostro.
– Estoy bien -les aseguré-, pero debo acordarme de no moverme.
Edward volvió a reclinarse y sumirse en su falso sueño.
Aproveché la momentánea distracción para mantener la conversación lejos de mi más que candido comportamiento.
– ¿Cómo está Phil? -pregunté rápidamente.
– En Florida. ¡Ay, Bella, nunca te lo hubieras imaginado! Llegaron las mejores noticias justo cuando estábamos a punto de irnos.
– ¿Ha firmado? -aventuré.
– Sí. ¿Cómo lo has adivinado? Ha firmado con los Suns, ¿te lo puedes creer?
– Eso es estupendo, mamá -contesté con todo el entusiasmo que fui capaz de simular, aunque no tenía mucha idea de a qué se estaba refiriendo.
– Jacksonville te va a gustar mucho -dijo efusivamente-. Me preocupé un poco cuando Phil empezó a hablar de ir a Akron, con toda esa nieve y el mal tiempo, ya sabes cómo odio el frío. Pero ¡Jacksonville! Allí siempre luce el sol, y en realidad la humedad no es tan mala. Hemos encontrado una casa de primera, de color amarillo con molduras blancas, un porche idéntico al de las antiguas películas y un roble enorme. Está a sólo unos minutos del océano y tendrás tu propio cuarto de baño…
– Aguarda un momento, mamá -la interrumpí. Edward mantuvo los ojos cerrados, pero parecía demasiado crispado para poder dar la impresión de que estaba dormido-. ¿De qué hablas? No voy a ir a Florida. Vivo en Forks.
– Pero ya no tienes que seguir haciéndolo, tonta -se echó a reír-. Phil ahora va a poder estar más cerca… Hemos hablado mucho al respecto y lo que voy a hacer es perderme los partidos de fuera para estar la mitad del tiempo contigo y la otra mitad con él…
– Mamá -vacilé mientras buscaba la mejor forma de mostrarme diplomática-, quiero vivir en Forks. Ya me he habituado al instituto y tengo un par de amigas… -ella miró a Edward mientras le hablaba de mis amigas, por lo que busqué otro tipo de justificación-. Además, Charlie me necesita. Está muy solo y no sabe cocinar.
– ¿Quieres quedarte en Forks? -me preguntó aturdida. La idea le resultaba inconcebible. Entonces volvió a posar sus ojos en Edward-. ¿Por qué?
– Te lo digo… El instituto, Charlie… -me encogí de hombros. No fue una buena idea-. ¡Ay!
Sus manos revolotearon de forma indecisa encima de mí mientras encontraba un lugar adecuado para darme unas palmaditas. Y lo hizo en la frente, que no estaba vendada.
– Bella, cariño, tú odias Forks -me recordó.
– No es tan malo.
Renée frunció el gesto. Miraba de un lado a otro, ora a Edward, ora a mí, en esta ocasión con detenimiento.
– ¿Se trata de este chico? -susurró.
Abrí la boca para mentir, pero estaba estudiando mi rostro y supe que lo descubriría.
– En parte, sí -admití. No era necesario confesar la enorme importancia de esa parte-. Bueno -pregunté-, ¿no has tenido ocasión de hablar con Edward?
– Sí -vaciló mientras contemplaba su figura perfectamente inmóvil-, y quería hablar contigo de eso.
Oh, oh.
– ¿De qué?
– Creo que ese chico está enamorado de ti -me acusó sin alzar el volumen de la voz.
– Eso creo yo también -le confié.
– ¿Y qué sientes por él? -mamá apenas podía controlar la intensa curiosidad en la voz.
Suspiré y miré hacia otro lado. Por mucho que quisiera a mi madre, ésa no era una conversación que quisiera sostener con ella.
– Estoy loca por él.
¡Ya estaba dicho! Eso se parecía demasiado a lo que diría una adolescente sobre su primer novio.
– Bueno, parece muy buena persona, y, ¡válgame Dios!, es increíblemente bien parecido, pero, Bella, eres tan joven…
Hablaba con voz insegura. Hasta donde podía recordar, ésta era la primera vez que había intentado parecer investida de autoridad materna desde que yo tenía ocho años. Reconocí el razonable pero firme tono de voz de las conversaciones que había tenido con ella sobre los hombres.
– Lo sé, mamá. No te preocupes. Sólo es un enamoramiento de adolescente -la tranquilicé.
– Está bien -admitió. Era fácil de contentar.
Entonces, suspiró y giró la cabeza para contemplar el gran reloj redondo de la pared.
– ¿Tienes que marcharte?
Se mordió el labio.
– Se supone que Phil llamará dentro de poco… No sabía que ibas a despertar…
– No pasa nada, mamá -intenté disimular el alivio que sentía para no herir sus sentimientos-. No me quedo sola.
– Pronto estaré de vuelta. He estado durmiendo aquí, ya lo sabes -anunció, orgullosa de sí misma.
– Mamá, ¡no tenías por qué hacerlo! Podías dormir en casa. Ni siquiera me di cuenta.
El efecto de los calmantes en mi mente dificultaba mi concentración incluso en ese momento, aunque al parecer había estado durmiendo durante varios días.
– Estaba demasiado nerviosa -admitió con vergüenza-. Se ha cometido un delito en el vecindario y no me gustaba quedarme ahí sola.
– ¿Un delito? -pregunté alarmada.
– Alguien irrumpió en esa academia de baile que había a la vuelta de la esquina y la quemó hasta los cimientos… ¡No ha quedado nada! Dejaron un coche robado justo en frente. ¿Te acuerdas de cuando ibas a bailar allí, cariño?
– Me acuerdo -me estremecí y acto seguido hice una mueca de dolor.
– Me puedo quedar, niña, si me necesitas.
– No, mamá, voy a estar bien. Edward estará conmigo.
Renée me miró como si ése fuera el motivo por el que quería quedarse.
– Estaré de vuelta a la noche.
Parecía mucho más una advertencia que una promesa, y miraba a Edward mientras pronunciaba esas palabras.
– Te quiero, mamá.
– Y yo también, Bella. Procura tener más cuidado al caminar, cielo. No quiero perderte.
Edward continuó con los ojos cerrados, pero una enorme sonrisa se extendió por su rostro.
En ese momento entró animadamente una enfermera para revisar todos los tubos y goteros. Mi madre me besó en la frente, me palmeó la mano envuelta en gasas y se marchó.
La enfermera estaba revisando la lectura del gráfico impreso por mi holter.
– ¿Te has sentido alterada, corazón? Hay un momento en que tu ritmo cardiaco ha estado un poco alto.
– Estoy bien -le aseguré.
– Le diré a la enfermera titulada que se encarga de ti que te has despertado. Vendrá a verte enseguida.
Edward estuvo a mi lado en cuanto ella cerró la puerta.
– ¿Robasteis un coche?
Arqueé las cejas y él sonrió sin el menor indicio de arrepentimiento.
– Era un coche estupendo, muy rápido.
– ¿Qué tal tu siesta?
– Interesante -contestó mientras entrecerraba los ojos.
– ¿Qué ocurre?
– Estoy sorprendido -bajó la mirada mientras respondía-. Creí que Florida y tu madre… Creí que era eso lo que querías.
Le miré con estupor.
– Pero en Florida tendrías que permanecer dentro de una habitación todo el día. Sólo podrías salir de noche, como un auténtico vampiro.
Casi sonrió, sólo casi. Entonces, su rostro se tornó grave.
– Me quedaría en Forks, Bella, allí o en otro lugar similar -explicó-. En un sitio donde no te pueda causar más daño.
Al principio, no entendí lo que pretendía decirme. Continué observándole con la mirada perdida mientras las palabras iban encajando una a una en mi mente como en un horrendo puzzle. Apenas era consciente del sonido de mi corazón al acelerarse, aunque sí lo fui del dolor agudo que me producían mis maltrechas costillas cuando comencé a hiperventilar.
Edward no dijo nada. Contempló mi rostro con recelo cuando un dolor que no tenía nada que ver con mis huesos rotos, uno infinitamente peor, amenazaba con aplastarme.
Otra enfermera entró muy decidida en ese momento. Edward se sentó, inmóvil como una estatua, mientras ella evaluaba mi expresión con ojo clínico antes de volverse hacia las pantallas de los indicadores.
– ¿No necesitas más calmantes, cariño? -preguntó con amabilidad mientras daba pequeños golpecitos para comprobar el gotero del suero.
– No, no -mascullé, intentando ahogar la agonía de mi voz-. No necesito nada.
No me podía permitir cerrar los ojos en ese momento.
– No hace falta que te hagas la valiente, cielo. Es mejor que no te estreses. Necesitas descansar -ella esperó, pero me limité a negar con la cabeza-. De acuerdo. Pulsa el botón de llamada cuando estés lista.
Dirigió a Edward una severa mirada y echó otra ojeada ansiosa a los aparatos médicos antes de salir.
Edward puso sus frías manos sobre mi rostro. Le miré con ojos encendidos.
– Shhh… Bella, cálmate.
– No me dejes -imploré con la voz quebrada.
– No lo haré -me prometió-. Ahora, relájate antes de que llame a la enfermera para que te sede.
Pero mi corazón no se serenó.
– Bella -me acarició el rostro con ansiedad-. No pienso irme a ningún sitio. Estaré aquí tanto tiempo como me necesites.
– ¿Juras que no me vas a dejar? -susurré.
Intenté controlar al menos el jadeo. Tenía un dolor punzante en las costillas. Edward puso sus manos sobre el lado opuesto de mi cara y acercó su rostro al mío. Me contempló con ojos serios.
– Lo juro.
El olor de su aliento me alivió. Parecía atenuar el dolor de mi respiración. Continuó sosteniendo mi mirada mientras mi cuerpo se relajaba lentamente y el pitido recuperó su cadencia normal. Hoy, sus ojos eran oscuros, más cercanos al negro que al dorado.
– ¿Mejor? -me preguntó.
– Sí -dije cautelosa.
Sacudió la cabeza y murmuró algo ininteligible. Creí entender las palabras «reacción exagerada».
– ¿Por qué has dicho eso? -Susurré mientras intentaba evitar que me temblara la voz-. ¿Te has cansado de tener que salvarme todo el tiempo? ¿Quieres que me aleje de ti?
– No, no quiero estar sin ti, Bella, por supuesto que no. Sé racional. Y tampoco tengo problema alguno en salvarte de no ser por el hecho de que soy yo quien te pone en peligro…, soy yo la razón por la que estás aquí.
– Sí, tú eres la razón -torcí el gesto-. La razón por la que estoy aquí… viva.
– Apenas -dijo con un hilo de voz-. Cubierta de vendas y escayola, y casi incapaz de moverte.
– No me refería a la última vez en que he estado a punto de morir -repuse con creciente irritación-. Estaba pensando en las otras, puedes elegir cuál. Estaría criando malvas en el cementerio de Forks de no ser por ti.
Su rostro se crispó de dolor al oír mis palabras y la angustia no abandonó su mirada.
– Sin embargo, ésa no es la peor parte -continuó susurrando. Se comportó como si yo no hubiera hablado-. Ni verte ahí, en el suelo, desmadejada y rota -dijo con voz ahogada-, ni pensar que era demasiado tarde, ni oírte gritar de dolor… Podría haber llevado el peso de todos esos insufribles recuerdos durante el resto de la eternidad. No, lo peor de todo era sentir, saber que no podría detenerme, creer que iba a ser yo mismo quien acabara contigo.
– Pero no lo hiciste.
– Pudo ocurrir con suma facilidad.
Sabía que necesitaba calmarme, pero estaba hablando para sí mismo de dejarme, y el pánico revoloteó en mis pulmones, pugnando por salir.
– Promételo -susurré.
– ¿Qué?
– Ya sabes el qué.
Había decidido mantener obstinado una negativa y yo me estaba empezando a enfadar. Apreció el cambio operado en mi tono de voz y su mirada se hizo más severa.
– Al parecer, no tengo la suficiente voluntad para alejarme de ti, por lo que supongo que tendrás que seguir tu camino… Con independencia de que eso te mate o no -añadió con rudeza.
No me lo había prometido. Un hecho que yo no había pasado por alto. Contuve el pánico a duras penas. No me quedaban fuerzas para controlar el enojo.
– Me has contado cómo lo evitaste… Ahora quiero saber por qué -exigí.
– ¿Por qué? -repitió a la defensiva.
– ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no te limitaste a dejar que se extendiera la ponzoña? A estas alturas, sería como tú.
Los ojos de Edward parecieron volverse de un negro apagado. Entonces comprendí que jamás había tenido intención de permitir que me enterase de aquello. Alice debía de haber estado demasiado preocupada por las cosas que acababa de saber sobre su pasado o se había mostrado muy precavida con sus pensamientos mientras estuvo cerca de Edward, ya que estaba muy claro que éste no sabía que ella me había iniciado en el conocimiento del proceso de la conversión en vampiro. Estaba sorprendido y furioso. Bufó, y sus labios parecían cincelados en piedra.
No me iba a responder, eso estaba más que claro.
– Soy- la primera en admitir que carezco de experiencia en las relaciones -dije-, pero parece lógico que entre un hombre y una mujer ha de haber una cierta igualdad, uno de ellos no puede estar siempre lanzándose en picado para salvar al otro. Tienen que poder salvarse el uno al otro por igual.
Se cruzó de brazos junto a mi cama y apoyó en los míos su mentón con el rostro sosegado y la ira contenida. Evidentemente, había decidido no enfadarse conmigo. Esperaba tener la oportunidad de avisar a Alice antes de que los dos se pusieran al día en ese tema.
– Tú me has salvado -dijo con voz suave.
– No puedo ser siempre Lois Lane -insistí-. Yo también quiero ser Superman.
– No sabes lo que me estás pidiendo.
Su voz era dulce, pero sus ojos miraban fijamente la funda de la almohada.
– Yo creo que sí.
– Bella, no lo sabes. Llevo casi noventa años dándole vueltas al asunto, y sigo sin estar seguro
– ¿Desearías que Carlisle no te hubiera salvado?
– No, eso no -hizo una pausa antes de continuar-. Pero mi vida terminó y no he empezado nada.
– Tú eres mi vida. Eres lo único que me dolería perder.
Así, iba a tener más éxito. Resultaba fácil admitir lo mucho que le necesitaba.
Pero se mostraba muy calmado. Resuelto.
– No puedo, Bella. No voy a hacerte eso.
– ¿Por qué no? -tenía la voz ronca y las palabras no salían con el volumen que yo pretendía-. ¡No me digas que es demasiado duro! Después de hoy, supongo que en unos días… Da igual, después, eso no sería nada.
Me miró fijamente y preguntó con sarcasmo:
– ¿Y el dolor?
Palidecí. No lo pude evitar. Pero procuré evitar que la expresión de mi rostro mostrara con qué nitidez recordaba la sensación el fuego en mis venas.
– Ése es mi problema -dije-, podré soportarlo.
– Es posible llevar la valentía hasta el punto de que se convierta en locura.
– Eso no es ningún problema. Tres días. ¡Qué horror!
Edward hizo una mueca cuando mis palabras le recordaron que estaba más informada de lo que era su deseo. Le miré conteniendo el enfado, contemplando cómo sus ojos adquirían un brillo más calculador.
– ¿Y qué pasa con Charlie y Renée? -inquirió lacónicamente.
Los minutos transcurrieron en silencio mientras me devanaba los sesos para responder a su pregunta. Abrí la boca sin que saliera sonido alguno. La cerré de nuevo. Esperó con expresión triunfante, ya que sabía que yo no tenía ninguna respuesta sincera.
– Mira, eso tampoco importa -musité al fin; siempre que mentía mi voz era tan poco convincente como en este momento-. Renée ha efectuado las elecciones que le convenían… Querría que yo hiciera lo mismo. Charlie es de goma, se recuperará, está acostumbrado a ir a su aire. No puedo cuidar de ellos para siempre, tengo que vivir mi propia vida.
– Exactamente -me atajó con brusquedad-, y no seré yo quien le ponga fin.
– Si esperas a que esté en mi lecho de muerte, ¡tengo noticias para ti! ¡Ya estoy en él!
– Te vas a recuperar -me recordó.
Respiré hondo para calmarme, ignorando el espasmo de dolor que se desató. Nos miramos de hito en hito. En su rostro no había el menor atisbo de compromiso.
– No -dije lentamente-. No es así.
Su frente se pobló de arrugas.
– Por supuesto que sí. Tal vez te queden un par de cicatrices, pero…
– Te equivocas -insistí-. Voy a morir.
– De verdad, Bella. Vas a salir de aquí en cuestión de días -ahora estaba preocupado-. Dos semanas a lo sumo.
Le miré.
– Puede que no muera ahora, pero algún día moriré. Estoy más cerca de ello a cada minuto que pasa. Y voy a envejecer.
Frunció el ceño cuando comprendió mis palabras al tiempo que cerraba los ojos y presionaba sus sienes con los dedos.
– Se supone que la vida es así, que así es como debería ser, como hubiera sido de no existir yo, y yo no debería existir.
Resoplé y él abrió los ojos sorprendido.
– Eso es una estupidez. Es como si alguien a quien le ha tocado la lotería dice antes de recoger el dinero: «Mira, dejemos las cosas como están. Es mejor así», y no lo cobra.
– Difícilmente se me puede considerar un premio de lotería.
– Cierto. Eres mucho mejor.
Puso los ojos en blanco y esbozó una sonrisa forzada.
– Bella, no vamos a discutir más este tema. Me niego a condenarte a una noche eterna. Fin del asunto.
– Me conoces muy poco si te crees que esto se ha acabado -le avise-. No eres el único vampiro al que conozco.
El color de sus ojos se oscureció de nuevo.
– Alice no se atrevería.
Parecía tan aterrador que durante un momento no pude evitar creerlo. No concebía que alguien fuera tan valiente como para cruzarse en su camino.
– Alice ya lo ha visto, ¿verdad? -aventuré-. Por eso te perturban las cosas que te dice. Sabe que algún día voy a ser como tú…
– Ella también se equivoca. Te vio muerta, pero eso tampoco ha sucedido.
– Jamás me verás apostar contra Alice.
Estuvimos mirándonos largo tiempo, sin más ruido que el zumbido de las máquinas, el pitido, el goteo, el tictac del gran reloj de la pared… Al final, la expresión de su rostro se suavizó.
– Bueno -le pregunté-, ¿dónde nos deja eso?
Edward se rió forzadamente entre dientes.
– Creo que se llama punto muerto.
Suspiré.
– ¡Ay! -musité.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó con un ojo puesto en el botón de llamada.
– Estoy bien -mentí.
– No te creo -repuso amablemente.
– No me voy a dormir de nuevo.
– Necesitas descansar. Tanto debate no es bueno para ti.
– Así que te rindes -insinué.
– Buen intento.
Alargó la mano hacia el botón.
– ¡No!
Me ignoró.
– ¿Sí? -graznó el altavoz de la pared.
– Creo que es el momento adecuado para más sedantes -dijo con calma, haciendo caso omiso de mi expresión furibunda.
– Enviaré a la enfermera -fue la inexpresiva contestación.
– No me los voy a tomar -prometí.
Buscó con la mirada las bolsas de los goteros que colgaban junto a mi cama.
– No creo que te vayan a pedir que te tragues nada.
Comenzó a subir mi ritmo cardiaco. Edward leyó el pánico en mis ojos y suspiró frustrado.
– Bella, tienes dolores y necesitas relajarte para curarte. ¿Por qué lo pones tan difícil? Ya no te van a poner más agujas.
– No temo a las agujas -mascullé-, tengo miedo a cerrar los ojos.
Entonces, él esbozó esa sonrisa picara suya y tomó mi rostro entre sus manos.
– Te dije que no iba a irme a ninguna parte. No temas, estaré aquí mientras eso te haga feliz.
Le devolví la sonrisa e ignoré el dolor de mis mejillas.
– Entonces, es para siempre, ya lo sabes.
– Vamos, déjalo ya. Sólo es un enamoramiento de adolescente.
Sacudí la cabeza con incredulidad y me mareé al hacerlo.
– Me sorprendió que Renée se lo tragara. Sé que tú me conoces mejor.
– Eso es lo hermoso de ser humano -me dijo-. Las cosas cambian.
Se me cerraron los ojos.
– No te olvides de respirar -le recordé.
Seguía riéndose cuando la enfermera entró blandiendo una jeringuilla.
– Perdón -dijo bruscamente a Edward, que se levantó y cruzó la habitación hasta llegar al extremo opuesto, donde se apoyó contra la pared.
Se cruzó de brazos y esperó. Mantuve los ojos fijos en él, aún con aprensión. Sostuvo mi mirada con calma.
– Ya está, cielo -dijo la enfermera con una sonrisa mientras inyectaba las medicinas en la bolsa del gotero-. Ahora te vas a sentir mejor.
– Gracias -murmuré sin entusiasmo.
Las medicinas actuaron enseguida. Noté cómo la somnolencia corría por mis venas casi de inmediato.
– Esto debería conseguirlo -contestó ella mientras se me cerraban los párpados.
Luego, debió de marcharse de la habitación, ya que algo frío y liso me acarició el rostro.
– Quédate -dije con dificultad.
– Lo haré -prometió. Su voz sonaba tan hermosa como una canción de cuna- Como te dije, me quedaré mientras eso te haga feliz, todo el tiempo que eso sea lo mejor para ti.
Intenté negar con la cabeza, pero me pesaba demasiado.
– No es lo mismo -mascullé.
Se echó a reír.
– No te preocupes de eso ahora, Bella. Podremos discutir cuando despiertes.
Creo que sonreí.
– Vale.
Sentí sus labios en mi oído cuando susurró:
– Te quiero.
– Yo, también.
– Lo sé -se rió en voz baja.
Ladeé levemente la cabeza en busca de… adivinó lo que perseguía y sus labios rozaron los míos con suavidad.
– Gracias -suspiré.
– Siempre que quieras.
En realidad, estaba perdiendo la consciencia por mucho que luchara, cada vez más débilmente, contra el sopor. Sólo había una cosa que deseaba decirle.
– ¿Edward? -tuve que esforzarme para pronunciar su nombre con claridad.
– ¿Sí?
– Voy a apostar a favor de Alice.
Y entonces, la noche se me echó encima.