1.LA MADRUGADA DE AQUEL domingo, tantos de octubre, fue de milagros, maravillas y sorpresas, si bien hubiera, como siempre, desacuerdo entre testigos y testimonios. Más exacto sería, seguramente, decir que todo el mundo habló de ellos, aunque nadie los viera; pero como la exactitud es imposible, más vale dejar las cosas como las cuentan y contaron: si no fue el socavón de la calle del Pez, que quedó a la vista del mundo durante todo el día, y la gente acudió a verlo y a olerlo como si fuera la abada. El percance, según se relata, fue, por ejemplo, así: una vieja, de madrugada, vio salir una víbora de debajo de una piedra: la víbora echó a correr hacia abajo como pudo haber echado a correr hacia arriba; pero lo que vio el talabartero de la calle de San Roque ya no fue una víbora, sino una culebra de regular tamaño, que también echó a correr, hacia arriba o hacia abajo, la dirección no figura. La beata que salía de San Ginés, de oír la misa de alba, vio un verdadero culebrón que, ése sí, llevaba camino del alcázar, más o menos, y, finalmente, alguien de la Guardia Valona que iba al servicio o salía de él (esto no queda muy preciso), lo que pudo contemplar, atónito o desorbitado, fue una gigantesca boa que rodeaba al alcázar, por la parte que se apoya en la tierra o coincide con ella, y parecía apretar el edificio con ánimo de derribarlo, o al menos de estrujarlo, lo que parece más verosímil, el menos desde un punto de vista de la semántica. El guardia valón empezó a pegar gritos en su lengua, pero, como nadie lo entendía, dio tiempo a que la gigantesca serpiente desistiese de su empeño, al menos en apariencia, y se deslizase con suavidad pasmosa hacia el Campo del Moro, donde fue rastreada en vano durante toda la mañana por equipos de expertos que se turnaban cada hora. Lo del tesoro de monedas antiguas se atribuyó a la suerte de un niño, pero había algunas variantes en la localización del hallazgo: según unos, fuera del portillo de Embajadores, conforme se sale, a la derecha; según otros, a la salida de la puerta de Toledo, según se sale, a la izquierda. Ni el tesoro ni el niño fueron habidos.
Las campanas de Santa Águeda tocando solas las oyó todo el mundo; pero, ¿quién es todo el mundo? Lo de las voces angustiosas saliendo de una casa en ruinas vino del barrio de Las Vistillas: unas voces tremendas y doloridas, de condenados al fuego eterno o cosa así, aunque también pudieran corresponder a penitentes del Purgatorio: eran, miren qué cosas, voces pestilentes. Lo que se pudo comprobar por quien quisiera hacerlo fue lo de la calle del Pez: en efecto, había un socavón que atravesaba la calle en línea quebrada, de sur a norte; en un principio, al parecer, salían de la grieta (de la sima, según los primeros testigos, desconocidos) gases sulfurosos, por lo que todo el mundo pensó, y con razón, que en el fondo de la grieta empezaba el infierno, sobre todo, si se tiene en cuenta que, con los gases, salían rugidos de dolor y blasfemias espantosas; pero cuando la gente empezó a juntarse y echar su cuarto a espadas, la sima ya no lo era, y no olía peor que la misma calle. Se conoce que los gases se habían agotado.
2. El párroco de San Martín, el de la capa, don Secundino Mirambel Pacheco, había estado de joven en las Indias, y del viaje por mar se había traído un catalejo, regalo de un piloto genovés con el que hiciera amistad durante la travesía. Todas las noches, don Secundino escrutaba el cielo con aquel aparato, si la noche era medianamente clara o si las estrellas se distinguían con suficiente fulgor. Durante mucho tiempo, don Secundino no pasó de perito en estrellas, de las que hablaba a sus amigos cuando tomaba el chocolate, por las tardes, y con algunos allegados; pero a la gente las cuestiones de la bóveda celeste no parecían importarle más de lo aconsejado por los predicadores, que solían ponerla como ejemplo de la afición que la Divinidad tenía a la belleza, y también de obediencia, moviéndose como se movían conforme a las órdenes recibidas hace muchos siglos no se sabe cuántos ni conviene investigarlo. Una noche, sin embargo, una noche de sábado, descubrió, además de las estrellas, brujas, y consideró oportuno dar cuenta al Santo Oficio de su descubrimiento. Después de una sesión secreta, el Gran Inquisidor, en persona, encargó a don Secundino un informe semanal sobre la calidad y el número de brujas concurrentes, y posiblemente los brujos que transitaban la noche sabatina de la villa, aunque no fuera más que por razones de estadística. Aquella mañana del domingo, tantos de octubre, una mañana tibia y soleada, don Secundino Mirambel redactó su informe semanal con los acostumbrados escrúpulos y la bella prosa de quien había abrevado en los mejores clásicos latinos y aprendido el castellano en los alrededores de Écija: si ceceaba un poco, el ceceo no se transmitía al papel. Salió de casa con la fresca, entregó el informe a un fámulo de la Santa Inquisición, y regresó a su casa después de decir misa, tomarse un chocolate y beberse un vaso de agua fresca, como le pedía el cuerpo; se acostó sin desnudarse, pues, los domingos y por si acaso, sólo solía echar un sueñecito. El fámulo de la Santa Inquisición pasó el escrito a Su Excelencia, de pie desde la madrugada, con la misa ya dicha y graves problemas en el corazón y en la cabeza. Estaba en su despacho, junto a la gran sala del Consejo. Abrió el pliego de don Secundino, le echó un vistazo, pero, de pronto, algo debió de llamarle la atención, que se puso a leer atentamente, con el ceño fruncido y exclamaciones intercaladas, como:
– ¡Dios nos asista! ¡A esto podíamos llegar! ¡El demonio anda suelto!
Terminó de leer, cerró el pliego, y ordenó que fuesen inmediatamente al convento de San Francisco, y que se personase fray Eugenio de Rivadesella sin otras dilaciones.
3. El conde de la Peña Andrada daba los últimos toques a su peinado delante de un espejito que le había traído Lucrecia. Ella le miraba por detrás, les miraba a él y a su imagen del espejo. Cuando el conde soltó el peine, ella le dio un beso en el cabello y le dijo: «Estás guapísimo.» Y le trajo la ropilla azul celeste para que terminara de vestirse.
– ¿Se habrá despertado tu ama?
– Suele ser remolona, y más los domingos.
– Pues al Rey habrá que despertarlo. Va siendo hora.
– Yo no me atrevo, señor. Hágalo usted. Se acercaron a la puerta del cuarto de Marfisa, y Lucrecia la abrió con precaución de silencio. Un rayo de sol cruzaba la habitación, iluminaba las grandes baldosas, blancas y rojas, del pavimento, y llegaba hasta el borde mismo del lecho. En su penumbra, dormían dos figuras: la del Rey, junto al borde; la de Marfisa, allá en el fondo. El conde se aproximó en puntillas y tocó el hombro desnudo del monarca.
– Señor, es ya la hora.
Su Majestad abrió los ojos perezosamente.
– ¿Qué sucede?
– Hay que levantarse. Es tarde.
Empezaron a dar las ocho en una torre: las campanadas temblaban en el aire caliente, se dilataban, se mezclaban unas a otras, hasta parecer una sola campanada.
– ¿No es muy temprano, conde?
– Tenemos que atravesar la villa.
– ¿A pie?
– Espero que mi carroza nos aguarde.
El Rey se incorporó: desnudo, mostraba su delgadez, delatora de huesos delicados. Apartó la frazada y quedó en cueros.
– Acércame la ropa.
Lo hizo el conde, en silencio. El Rey empezó a vestirse.
– Me gustaría refrescarme un poco.
– No es imposible, señor.
El cuerpo de Marfisa había quedado medio al descubierto: mostraba la cabellera, la espalda, la delgada cintura, el arranque de las nalgas. El Rey la miró: con sorpresa, con estupefacción.
– ¿Has visto algo más bello?
– Hay muchas cosas bellas en el mundo.
– ¿Más que el cuerpo de una mujer?
– Si es el de Marfisa, difícilmente.
– Nunca había visto hasta esta noche una mujer desnuda.
– ¿Y qué?
– El paraíso tiene que ser una cosa semejante.
El conde torció el morro.
– No creo que los señores inquisidores aprobasen esa idea.
– ¿Qué sabrán los señores inquisidores de mujeres desnudas?
– Según ellos, todo.
El Rey se hallaba medio vestido ya. El conde pidió a Lucrecia una palangana de agua fresca. El Rey comenzó a hurgar en la escarcela.
– ¿Qué busca Su Majestad?
– Ese medio ducado que dejar a Marfisa.
– ¿Medio ducado nada más?
– Es lo que marca el protocolo, según tengo entendido.
El conde sonrió.
– Señor, el protocolo está anticuado, y Marfisa es la puta más cara de la villa. Por lo menos diez ducados.
El Rey le miró asombrado.
– No los tengo. Nunca he tenido diez ducados. Este medio que busco se lo tuve que pedir a mi ayuda de cámara. Después, van y lo cuentan en sus memorias.
El conde metió la mano en su escarcela y sacó una bolsa de terciopelo.
– Ahí van los diez ducados. Los tenía destinados a Lucrecia.
Lucrecia entraba con la palangana y oyó la frase del conde.
– A mí no me tiene que dar nada Su Señoría. Me considero pagada.
El Rey miró al conde, y el conde volvió a sonreír.
– A mí -dijo el Rey-, Marfisa no me dijo eso.
– Es que mi ama, señor, lo hace por oficio, y… yo, por afición, y el señor conde me dejó contenta.
– Puedes besarla en mi presencia, conde.
El Rey se chapuzó la cara y se la secó con la toalla que Lucrecia le ofrecía. Se encasquetó el sombrero, pero el conde se mantuvo destocado.
– Cubríos, conde -dijo el Rey.
El conde obedeció.
– Gracias, señor.
– Lo repetiremos en palacio, delante del Valido, para que se fastidie. Ahora, vámonos.
Lucrecia los acompañó hasta la puerta. Dio un beso al conde y le llamó guapo al oído. La carroza esperaba: poco suntuosa, pero sólida y elegante. Lucrecia agitó la mano. La carroza corría por la calle, llena de baches, como por la superficie de un espejo. El Rey miraba hacia adelante, como si le envolviese el infinito. Tenía cierta cara de pasmado.
– ¿Qué miráis con tanta atención, señor?
– El cuerpo de Marfisa. No puedo ver otra cosa.
4.El ayuda de cámara que había prestado al Rey medio ducado entró en el despacho por la puerta de los confidentes, y quedó quieto, humilde, pero mirando de reojo al Valido.
– ¿Sucede algo, Cosme?
– Ate cabos Vuestra Excelencia. Su Majestad no durmió en palacio: su cama está sin deshacer, y él no aparece por ninguna parte. Ayer, cuando me despedí, me pidió medio ducado.
– ¿Y qué deduces, Cosme?
– Que el Rey se fue de picos pardos, Excelencia; medio J ducado es lo que pagan los reyes a sus putas, según he oído siempre.
– Hay cosas, Cosme, que no deben oírse jamás.
– Le pido perdón, Excelencia, pero, gracias a que no soy sordo, Vuestra Excelencia me recibe en secreto.
– Tienes razón, Cosme. ¿Y salió solo el Rey?
– De fijo, de fijo, no lo sé. Pero cuando yo lo dejé, estaba con el conde de la Peña Andrada.
El Valido quedó en silencio, mirando la franja de la pared frontera que lindaba con el artesonado. Una locura de esfinges y de dragones multicéfalos de muy buena factura.
– El conde de la Peña Andrada. ¿Y quién es ése?
– No podría decírselo, señor, salvo que es un caballero joven, de muy buen aspecto, a quien el Rey trata con confianza.
– Retírate, Cosme. Gracias.
Cosme se inclinó y salió por la misma puerta por la que había entrado. Entonces, el Valido hizo sonar la campanilla, de sonido fino, pero penetrante. Entró un ujier y quedó mudo junto a la puerta. El Valido escribió unas letras en un papel.
– Lleva esto al archivero mayor y que traiga en seguida lo que le pido.
Salió el ujier, el Valido murmuró:
– ¿Conque de putas sin yo saberlo?
No parecía muy contenta la cara del Valido, ni muy tranquila su mirada. El archivero mayor tardó poco en llegar.
– Aquí está lo que pide, Excelencia.
– ¿Te costó mucho trabajo encontrarlo?
– Ninguno, Excelencia. Estaba encima de mi mesa.
– ¿Y por qué estaba allí? ¿Ha hecho alguna petición ese conde últimamente?
– No, que yo recuerde, Excelencia. Y es un nombre que no había oído nunca. Conde de la Peña Andrada. Todo es muy raro. Sin embargo…
– Sin embargo, ¿qué?
– Ahí están sus papeles. Todo en regla: es un condado que concedió el emperador, a título personal, pero declarado hereditario y de Castilla por la majestad de don Felipe II, quien asimismo concede a los titulares patente de corso contra ingleses y holandeses, a condición de que mantengan una escuadra de seis navíos y entreguen a la corona el quinto de las presas. Las cuentas las tienen claras, señor, y han pagado a los reyes de España un buen puñado de monedas y otros bienes. Hay también… -El archivero mayor hizo una pausa y miró al Valido-… Hay también un pleito con la casa de Andrade, por cuestión de límites de señorío. Lo que se disputa es el valle de Valdoviño. La causa está en la Real Chancillería de Valladolid.
– Y eso de Valdoviño, ¿por dónde cae?
– Tiene que ser por Galicia, señor. Tierra de brujas, donde nada está claro. La gente buena de por allá, o se viene a Madrid, como los de Lemos, o se queda en Salamanca, como los de Monterrey. Aquí se citan pueblos y ciudades de las que nadie tiene idea: Cedeira, Santa Marta de Ortigueira… Algo así como Caraño o Cariño, no está muy claro. Son los puertos autorizados para esa escuadra…
El Valido miró el grueso expediente, lo sopesó.
– Papeles y más papeles. Guárdeselos Vuesa Merced, pero no los pierda de vista. Puedo necesitarlos.
El archivero mayor cogió el legajo, hizo una reverencia, volvió a reverenciar al llegar a la puerta, y se fue: su marcha coincidió con la llegada del padre Germán de Villaescusa, un capuchino: había entrado por la puerta de los confidentes. Hizo un profundo saludo. El Valido se levantó y le besó la mano.
– ¿Ya está enterado, padre?
– Todo el palacio lo sabe. Y el Rey acaba de regresar. No dijo una sola palabra, se metió en sus habitaciones, se sentó delante de una ventana, y parece que contempla el cielo.
– ¿Síntomas de arrepentimiento?
– ¿Cómo se puede interpretar la mirada de un hombre al horizonte?
– De mil maneras, la mitad buenas, la mitad malas.
– Ese hombre es el Rey.
– Que acaba de pasar la noche en brazos del pecado.
– Eso es lo que parece, padre, y eso es lo malo.
– ¿Su Excelencia tiene alguna otra noticia?
– Que el alcahuete fue un tal conde de la Peña Andrada, a quien desconozco.
– Yo, en cambio, he oído su nombre… Sí, déjeme pensar. Es un gallego, ¿verdad?
– Así parece.
– La presencia del Apóstol en aquellas tierras no parece favorecer la causa del Señor. Sé de muy buena tinta que más del noventa por ciento de los gallegos, clérigos incluidos, se condenan.
– ¿No son muchos precitos, padre?
– Puede haber un error, pero escaso. Dejémoslo en el ochenta y nueve.
– Aun así…
– Las mujeres, las que no son brujas, son putas. Los informes del Santo Oficio lo aseguran.
– Debería haber un modo de que el Rey, sin desprenderse de esas tierras, se liberase de semejantes gentes.
– Pues no lo encuentro difícil…
El Valido imaginó al lejano Reino de Galicia ardiendo por los cuatro costados, en un gigantesco auto de fe. El remedio del padre Villaescusa siempre era el mismo.
Quedaron un momento en silencio, mirándose.
– Lo malo, padre, es que se anuncia la llegada de una flota de Indias, y, por otra parte, en los Países Bajos parece inminente una gran batalla.
El fraile se santiguó.
– Si los ingleses nos roban el oro y los holandeses la victoria, habrá que acatar la voluntad de Dios.
– Eso, padre, por supuesto. Pero la voluntad de Dios no es inflexible.
El fraile se puso en pie.
– Me pondré a orar, a ver si el Señor me inspira el remedio. Es muy temprano. De aquí a la misa solemne, falta todavía un par de horas. ¡Lo que se puede sacar de Dios en ese tiempo!
– Pues acuérdese también de mí, padre; trasanteayer, a mi esposa le apareció el renuevo…
– Es una dura servidumbre de las mujeres, de la que se deduce su condición inferior respecto a los varones.
El Valido se levantó, se acercó al fraile y le puso las manos en los hombros.
– Pero yo necesito un heredero, padre, lo necesito más que mi propia vida, que no puede agotarse en mí mismo. Y Vuesa Reverencia conoce mis ruegos y sacrificios. El Señor parece no escucharnos, ni a mi esposa ni a mí.
– Será que sus ruegos no llegan al cielo.
– ¿Es que tenemos que gritar, padre? ¿Gritar públicamente, vestirnos de penitencia, quitarnos de comer y de beber?
– No puedo responderos, señor. Voy a rezar. Algo me inspirará el Altísimo.
Hizo una nueva reverencia, algo más corta, y salió por la puerta de los confidentes.
5. Lucrecia acudió al tercer grito de Marfisa. La verdad era que no había chillado tanto como otras mañanas, en las que la oía la vecindad.
– Lucrecia, Lucrecia del demonio, ¿dónde te metes?
Lucrecia entró compungida.
– Estaba preparando el baño de la señora.
– Ah, eso me parece bien. Realmente lo que apetece mi cuerpo es un baño, pero no muy caliente. ¿Qué día hace?
– Caluroso, señora, se puede estar en el patio gracias a la sombra de la parra. Parece que el verano se dilata.
Marfisa estaba desnuda y espatarrada sobre la cama, las ropas a sus pies, hechas un gurruño, como si las hubiera pateado.
– ¿Y esos dos?
– Partieron muy de mañana, señora.
– ¿Iban contentos? -Y antes de que Lucrecia le respondiese, añadió-: ¿Te pagaron?
– Encima de la mesa hay una bolsa con diez ducados de oro, y a mí el Rey me dio medio ducado. Creo que no llevaba más.
Le dio el dinero a Marfisa, y ella lo hizo tintinear.
– Por lo menos es oro. ¿Dices que diez ducados? Salen a dos y medio por cada ofensa a nuestro Señor, y la bolsa por el gatillazo. Es de buen terciopelo.
– ¿Ha dicho la señora qué gatillazo?
– Sí, hija mía, el quinto ya no pudo ser. Se empeñó en mirarme y remirarme, y, cuando se cansó, dijo que tenía sueño y me dejó con la miel en los labios. Justamente cuando empezaba a apetecerme. ¿Y tú?
– Yo pasé la noche, señora, en un puro gusto, con el conde encima sin quitarse, y esos ojos de gato que tiene sin dejar de mirarme. Más que de gato, de tigre. Los ojos de los tigres deben de ser así. Alumbraban toda la habitación.
– Exageras.
– Se lo juro por la memoria de mi madre, que fue puta también, pero que se arrepintió a tiempo. ¡Y el buen entierro que tuvo, gracias a Dios y a las almas cristianas!
– Deja en paz la memoria de tu madre, y échame una toalla para envolverme. Mientras me baño, prepárame de almorzar. Estoy muerta de hambre.
Saltó de la cama, y se envolvió en el toallón que Lucrecia había sacado de un arcaz. Le dejaba al descubierto los muslos morenos y prietos, las piernas largas. Lucrecia la contemplaba.
– Por eso las cosas son como son y no como deben ser. Ese cuerpo merecía otra suerte.
– ¿Quieres decir un marido?
– ¡Dios me libre de tal cosa! Quiero decir mejores amantes.
– ¿Te parece poco el Rey, aunque sólo sea por una noche?
– El Rey no la dejó satisfecha, a lo que acabo de oír. En cambio yo…
Mientras salía de la habitación, Marfisa le respondió:
– El Rey es un pipiolo. No sabe de la misa la media ni nunca había visto a una mujer desnuda. ¡Lo que aprendería en mi cama, sólo con siete noches!
– Entonces, ¿para qué es Rey?
6. El Rey dejó de contemplar el horizonte, donde la última mujer desnuda se había desvanecido, y quedó unos instantes cabizbajo, aunque con cara de pasmarote. Después se levantó, y dijo a Cosme, que esperaba junto a la puerta:
– Tráeme las llaves del cuarto prohibido.
Cosme tembló visiblemente.
– Ya lo has oído.
– Y si me las niegan, ¿qué hago?
– Dices que es orden real.
El ayuda de cámara se inclinó profundamente y salió. El Rey vaciló un tiempo. Se aproximó a la ventana abierta, que daba sobre la plaza de armas. Un pelotón de soldados se ejercitaba allá lejos. Más cerca, departían unos caballeros, y un jinete muy emplumado caracoleaba con su caballo ante un grupo estupefacto de espectadores: todo bajo un sol que empezaba a ser tórrido. Alguien divisó al Rey, e hizo un saludo con el Sombrero. Los demás saludaron también, y los soldados del pelotón presentaron armas, pero el Rey no los veía: veía solamente un inmenso vacío: impreciso en sus contornos, como si fuera hecho de nubes. Pero el cielo estaba limpio. El Rey cerró los ojos, y siguió viéndolo, y sólo entonces se convenció de que lo tenía dentro, de que no podía ver otra cosa. Lo estuvo contemplando con el rostro inmóvil y la mirada fija hasta que llegó el ujier e hizo sonar las llaves. El Rey se volvió y tendió la mano; el ujier, al entregárselas de rodillas, advirtió:
– He tenido que robarlas, señor.
– Has hecho bien.
El Rey salió, cargado con las llaves, cuyo tintineo llenaba la penumbra. Atravesó salas y pasillos, abrió con la llave más gorda la puerta más grande, y la cerró por dentro: había entrado en un dédalo de corredores zigzagueantes, interrumpidos por escaleras que subían y escaleras que bajaban. Tuvo que abrir, todavía, otras dos puertas, que también cerró después de haberlas pasado. La habitación prohibida correspondía a una torre, la del norte-este. Estaba a oscuras. Tanteando, halló una ventana y la abrió. La habitación carecía de muebles, pero de las paredes colgaban cuadros. Cuando sus ojos se habituaron a la luz escasa, pudo ver que en todos ellos había mujeres desnudas, solas o en compañía. Se hallaba ante las mitologías que su abuelo había coleccionado, y que sólo podían contemplarse con un permiso especial de la curia toledana, firmado de puño y letra del primado: privilegio de éste que el Gran Inquisidor le discutía, y que, como pleito de los que jamás se resuelven, se hallaba en Roma hacía lustros. Por fortuna, el otro rey, su padre, jamás había penetrado en aquel lugar, pues de lo contrario el pleito lo habría zanjado el fuego.
– Los teólogos más sutiles, Majestad, tienen dudas de que su abuelo, el Gran Rey, se haya salvado, sólo por haber gastado en estas porquerías el dinero del pueblo.
Las porquerías las firmaban, entre otros, Tiziano y un extraño holandés llamado El Bosco, «Hierombosc», según las cartas del abuelo a sus hijas muy amadas. El Rey recorrió con la mirada aquella acumulación de cuerpos a la intemperie y se detuvo en uno, donde una vieja celestina recogía en el regazo de su falda el oro que Zeus enviaba a la entrepierna de Dánae, la cual, sin embargo, algún oro debía de recibir en el sitio preciso, a juzgar por la cara que ponía. Dánae tenía unos muslos largos y un cuerpo dorado, semejante al de Marfisa. El Rey quedó ante él, como pasmado, durante mucho tiempo.
7. Fray Eugenio de Rivadesella llegó echando los bofes, o, al menos, eso dijo, pues al santo titular de su orden no se le había ocurrido inventar, para los días cálidos, un hábito más liviano, de manera que el Gran Inquisidor tuvo que acudir a su sofoco y pedir urgentemente que le trajeran un refresco eficaz, de los que guardaban para estos casos en el fondo del pozo. Con él, y con un aguardiente que le siguió, el padre Rivadesella quedó muy tratable, aunque siguiera oliendo a sudor, cosa que al prelado incomodaba. Pero lo ofreció en sacrificio por el perdón de sus pecados, y pasó al fraile el texto del informe que aquella misma mañana había traído el párroco de San Pedro.
– ¿Qué piensa de esas noticias Su Paternidad?
Del padre Rivadesella se sabía en las altas esferas de la curia y de la Santa Inquisición que todas las tardes, al caer la luz, recibía al Maligno y mantenía con él sabrosas conversaciones, que se aplicaban después a la mayor gloria de Dios y de la monarquía. El padre Rivadesella, después de calarse las antiparras (que alguien le había traído de Holanda fabricadas seguramente por herejes, pero de muy buena visión), se metió en la lectura, y no levantó la vista hasta haber recorrido la última línea: menos mal que la letra menuda del párroco era de las claras y legibles.
– Le hice venir tan de mañana, reverendo padre, para escuchar su dictamen acerca de lo que se dice en esos papeles. Su reverencia es la única persona de la corte de cuya opinión puedo fiarme, dada su conocida amistad con el Enemigo del género humano y de Dios Nuestro Señor.
– Yo no diría amistad, Excelencia, sino mera relación. -Con las antiparras en la mano, jugueteando con ellas, el padre Rivadesella añadió-: Por lo pronto, Excelencia, es la primera noticia que tengo de estos acontecimientos. Por otra parte, debo decir que, en el crepúsculo de ayer, Satanás faltó a su cita conmigo. Suelo esperarle bajo una encina que tenemos en el patio de copa tan desparramada que todo lo oculta y todo lo tapa, de manera que, sentado a su cobijo, nadie columbra ni las cruces ni sus sombras. Satanás se siente incompatible con unas y con otras, y por eso. Pero ayer no compareció, y eso que le aguardé hasta la tarde entreteniéndome con el humo de esa hierba que se trae de Indias y que llaman tabaco. Se la recomiendo para las tribulaciones. -Y durante unos minutos, cantó las excelencias del tabaco y la conveniencia de usarlo. Luego, continuó-: No deja de ser curioso, Excelencia, y digno de tener en consideración, el hecho de que esta mañana, con las primeras luces de la aurora, un formidable dragón, de al menos siete cabezas, pero quizá de más, haya abrazado los cimientos del alcázar con intención de destruirlo, según declaraciones de testigos que lo vieron, y como ya sabe todo el mundo en la villa. De otros prodigios también se habla, aunque no de tanta monta. Mi confidente Satanás, que me cuenta muchas cosas, mas no todas las que maquina, como es obvio, suele adoptar la figura de dragón multicéfalo cuando quiere ser notado especialmente, ya que un bicho de ese talante, que se sepa, no lo creó el Señor.
– Lo que a mí me interesa, padre Rivadesella, es esa otra metamorfosis, que encuentro menos lógica o, por lo menos, inapropiada al caso. Según el informe que acabáis de leer, de todas las figuras de brujas y de brujos que pulularon esta última noche por el cielo de la villa, una era más hermosa que las demás, tenía sexo de varón, y, al deslizarse por los aires, dejaba un rastro de plata. Según mis entenderes, más parece figura de ángel, y no de los menores.
– No podemos olvidar que el más grande de todos ellos fue Luzbel, y que entre sus atributos está el de la hermosura.
– ¿A usted se le presenta así, como mancebo hermoso?
– Para acudir a sus citas con este humilde servidor de Dios, Satanás suele escoger figuras más modestas. La más noble de ellas, la de un hidalgo entrado en años con bigote muy enhiesto; al otro lado de la escala están el perro o el pajarillo que se instalan en mi regazo y hablan conmigo por señas. Entre caballero y pájaro todo lo que Vuestra Excelencia se digne imaginar.
– ¿Y cómo sabe Vuestra Paternidad que es el Diablo?
– Tenemos nuestras contraseñas, y él me tiene explicado que adopta una forma u otra por prudencia y para no comprometerme. No olvide Vuestra Excelencia que mis relaciones con el Maligno, si bien son conocidas de mis superiores jerárquicos, y de las autoridades competentes, hasta llegar a Roma, los frailes de mi convento las ignoran, aunque algún espabilado las sospeche. Del mismo modo, Satanás oculta a sus secuaces sus relaciones conmigo. Por alguna razón, ayer, no sólo no ha venido, sino que me ocultó su propósito de concentrar, en el cielo de la villa, esa gentuza que le sirve.
– Gente bellísima también, según dice el informe, y proclive a toda clases de fornicaciones.
– ¿Es que esperaba Vuestra Excelencia otra cosa de semejantes personas?
– Esperaba que, por lo menos, para hacerlo, tuvieran que acostarse. Pero, como Vuestra Paternidad ha leído, lo hacían en el mismo aire, sin perder el equilibrio, y jugando a cabriolas. Padre Rivadesella, el Diablo trata tan bien a sus amigos, que no me extraña que los tenga. A Vuestra Paternidad, ¿le hace algún favor?
El padre Rivadesella quedó un momento pensativo.
– Sí, Excelencia, pero gratis et amore, o al menos así parece. Yo creo que necesita explayarse con alguien de sus preocupaciones, y me ha elegido a mí.
– ¿Por su discreción, quizá?
– Pudiera ser por eso…
Y fue en ese mismo momento cuando entró un fámulo, se aproximó silenciosamente al Gran Inquisidor, y le habló al oído. Su Excelencia le respondió:
– Está bien, que pase. -Después se dirigió al franciscano-. No tendrá Vuestra Paternidad ningún inconveniente en convivir, aunque sólo sea unos minutos, con un fraile capuchino.
– En presencia de tan alto magistrado, las rivalidades se aplazan.
– Es el padre Villaescusa.
– ¡Ah, el capellán mayor de palacio! Menudo personaje.
– De menudo no tiene nada, padre Rivadesella, sino que es más bien corpulento. En lo de personaje, en cambio, estoy de acuerdo.
El fámulo sostenía abierta la gran puerta con guarniciones de bronce y figuras paganas en la decoración, si bien castas. El padre Villaescusa entró, haciendo reverencias cortesanas.
– ¡Que el Señor acompañe a Su Excelencia y le dé largos años de vida! -Se llevó la mano a las narices-. ¿También ha llegado hasta aquí ese tufo del infierno"? Me refiero, como es obvio, a ese olor sulfuroso que ha penetrado en la villa y que nos tiene a todos alarmados.
– Pues mis narices no han advertido, hasta ahora, semejante pestilencia.
– Sólo lo explica la costumbre, reverendo padre, mi hermano en el Señor San Francisco de Asís. Pero todo el mundo sabe que esta mañana se abrió una grieta en la calle del Pez por la que salían los olores del infierno.
– ¿Y cuáles son, Reverendo Padre, esos olores?
– Si hemos de creer en lo que dice la tradición, olor a azufre, ni más ni menos.
– Dicen que es un olor salutífero, y sé (le muchos lugares donde se usa para fumigar el aire de espíritus malignos. Los demonios no lo resisten, por eso lo arrojan fuera del infierno en cuanto surge una ocasión. Lo de la calle del Pez habrá sido efecto de una de esas ventilaciones.
– ¿Y es para hablar del azufre para lo que me visita tan de mañana, padre ViIlaescusa?
– No me hubiera atrevido, Excelencia, a molestarle por tan poca cosa, sobre todo cuando las causas son de dominio público. Pero algo ha sucedido esta noche que justifica mi madrugón, y esta impertinencia de venir con cuestiones graves en domingo. ¿Puedo hablar sin reservas?
– Lo que se dice en esta sala, lo que en ella se oye, es secreto de confesión.
– Eso me tranquiliza. Pues la cuestión se dice en pocas palabras: Su Majestad se fue de putas esta noche.
El Gran Inquisidor pegó un respingo, pero el padre Rivadesella se limitó a sonreír.
– ¿Qué me dice?
– Lo que ya sabe todo el mundo en palacio, Excelencia, lo que empieza a saberse en la villa.
El Gran Inquisidor meneó la cabeza con gravedad de dómine.
– A ese muchacho habría que vigilarle las compañías.
– ¿De qué manera, Excelencia, si en palacio hay salidas secretas y servidores corruptos? Y también hay, y a eso voy principalmente, un confesor del Rey ochentón y de manga ancha, que todo lo perdona con las más leves penitencias, y que, como todo el mundo sabe, es tolerante con los pecados de la carne, acaso, y Dios me perdone si pienso mal, porque él los haya cometido.
– Él, en ese caso, es el Rey, ¿verdad, padre Villaescusa?
El capuchino se sintió molesto por la mirada del Gran Inquisidor, y bajó la cabeza.
– Evidentemente, Excelencia. Al Rey me refería. Pero no voy por eso a dejar que se pierda en el olvido la cuestión del confesor. Recuerde Vuestra Excelencia que se llama el padre Pérez de Valdivielso, un converso sin duda.
Volvió a meditar, brevemente, el Gran Inquisidor.
– Los judíos no se caracterizan por su tolerancia. Recuerde a mi antecesor Torquemada.
– Los judíos, Excelencia, buscan la destrucción de los reinos de España, y nada mejor que empezar por su cabeza.
– ¿Por la cabeza de los judíos, padre Villaescusa? La desconozco. -Hizo una pausa y miró a los frailes-. Alguna vez oí hablar del Gran Sanhedrín, pero creo que son leyendas.
– Y el Gran Turco, ¿también lo es?
El Gran Inquisidor había comenzado a juguetear con una pluma de faisán cortada para su escribanía de plata repujada, obra, indudablemente, de moriscos.
– No, ciertamente; pero el peligro no viene de ahí.
– En efecto, Excelencia: el peligro nos viene de Inglaterra, de Francia, de los Países Bajos, de Alemania, y de Turquía, además. Pero, ¿quién sino los judíos los mueve a todos contra nosotros?
El padre Rivadesella, que llevaba un buen rato callado, metió baza:
– ¿Contra usted y contra mí, padre ViIlaescusa? Porque supongo que dejará fuera de esa conspiración al Señor Inquisidor.
– Donde dije nosotros, quise decir las Españas -respondió con énfasis el capuchino; y los otros dos exclamaron:
– ¡Ah!
Se había recalentado la mañana y aun en aquel salón, protegido de gruesos muros, hacía bochorno. Al padre Villaescusa le resbalaban hasta la barba, donde quedaban temblando, las gotas de sudor. Al padre Rivadesella, como estaba afeitado, no le bajaban de la mejilla: allí se acumulaban, desde allí exhalaban su hedor. En cuanto al Gran Inquisidor, a éste no le sudaba nada visible, lo cual le permitía mantenerse respetablemente quieto; quizá también con la mente razonablemente fría. De todos modos, el padre Villaescusa había osado sacar un pañizuelo de color verdoso y se enjugaba la frente.
– En resumen, Reverendos Señores, que, de una parte, la villa huele a azufre, lo cual corrobora la presencia del Diablo, que me fue denunciada oportunamente por un espía especializado de mi confianza. Y resulta de la otra que nuestro joven Rey, apenas veinte años, se fue de putas…
– Reducida a esos términos, Excelencia, la cosa no pasa de mera anécdota. Pero, ¿y la trascendencia? ¿Podemos olvidar que la Armada de Indias está a llegar, y que en Flandes se prepara una gran batalla? Vistas de esa manera, las cosas cambian…
El Gran Inquisidor, con aire bastante aburrido, meditó.
– Cambian, en efecto, padre Villaescusa. ¿Y qué propone su paternidad para atajar el mal?
El padre Villaescusa comprendió claramente, por primera vez, lo que venía sintiendo en lo más oscuro de sus entrañas: que dependía de su palabra el porvenir del mundo. Y no se apresuró a responder, ni lo hizo con arrebato, sino sosegadamente.
– En primer lugar, Excelencia, propongo para esta tarde una reunión de la Suprema, ron la participación de los teólogos más acreditados de la villa. Y, en segundo lugar, romo medida de precaución, que se saque de palacio al confesor del Rey, conocido judío, y que se meta en las prisiones del Santo Tribunal a esa Marfisa…
– Que no es judía, sino cristiana vieja, y buena cumplidora de los mandatos de la Iglesia. Estoy seguro de que, a esta hora, obedece el precepto de asistir a la misa dominical, y que estará en su parroquia.
– Propongo que se la encierre por sospechas de endemoniamiento. La actitud del Rey, desde que llegó a palacio, esta mañana, es altamente sospechosa: anda metido un sí, como pasmado. ¿Y quién sino ella, puede ser la responsable? Meterla en un calabozo a pan y agua me parece una sabia medida de precaución. En cuanto al confesor del Rey…
– … a quien usted distingue con su afecto… -intervino el padre Rivadesella.
– No lo amo más de lo que puede amarse a un prójimo peligroso, reverencia.
– Ya se ve: pero yo no puedo olvidar el que el padre Valdivielso es franciscano.
– El hábito no hace al monje.
– En este caso, ¿quién sabe?
Parecía que los dos frailes iban a reproducir la antigua y acreditada contienda entre las diversas y enemigas ramas filiales de San Francisco. El Gran Inquisidor atajó con una mano decidida.
– Se hará todo lo que pide, padre Villaescusa, se hará lo más rápidamente posible. Por lo pronto, quedan ustedes dos convocados para la reunión de la Suprema, esta misma tarde, pero no demasiado pronto, a causa del bochorno. Pongamos a las cinco.
El padre Villaescusa inclinó la cabeza.
– Me parece una hora no usual pero acepto.
– Entonces, váyanse.
Cuando los dos frailes se hubieron despedido, y se les suponía fuera del edificio del Santo Tribunal, el Gran Inquisidor movió suavemente la campanilla. Entró un fámulo.
– Dile a mi criado Diego que venga.
El criado Diego pasaba de los cincuenta años, tenía aspecto de santurrón y, por debajo, una sonrisa cínica.
– Ya sabes dónde vive Marfisa. Vete a verla y dile una sola palabra: escóndete. Y haz el recado volando.
– Sí, Excelencia.
El criado Diego salió, sin cambiar de sonrisa, y el Gran Inquisidor, ayudado por el bochorno, y por los buenos recuerdos de los veinte años que había pasado en Roma, joven y dominado por la pasión teológica, se entregó dulcemente a los placeres de una cabezadita.
8. Al Rey lo fueron a encontrar a la puerta de las estancias secretas, que mucha gente llamaba también prohibidas. La gran llave de hierro continuaba puesta, y el Rey, arrimado al quicio, parecía en éxtasis, lo cual quiere decir que tenía cara de bobo. No respondió a los primeros requerimientos de su ayuda de cámara, y sólo cuando fue sacudido con cierta fuerza, en su rostro aconteció algo semejante al despertar de un sueño. El reloj de palacio daba las campanadas de las once, y el ayuda de cámara le susurró, primero, y le gritó después:
– Majestad, que es la hora de ir a misa, y toda la corte espera. Su Majestad tiene que cambiar de ropa.
El Rey, todavía con telarañas en los ojos, se dejó llevar.
– Sí, tengo que cambiar de traje. Sí, tengo que ir a misa con la corte. ¿Estará allí la Reina?
El ayuda de cámara le condujo hasta los aposentos reales por pasillos apenas frecuentados a aquella hora del día, quizá por lo mucho que lo eran de noche: de allí partían los pasadizos secretos, los vericuetos por los que se deslizaba el pecado nocturno. Pronto, el Rey se encontró frente a su gran espejo, y al ayuda de cámara con dos trajes en las manos.
– ¿De negro o de azul celeste, Majestad?
Casi sin pensarlo, el Rey le respondió que de negro, y, cuando se halló vestido, requirió el collar de oro para romper un poco aquella oscura monotonía. Ya golpeaban a la puerta, y preguntaban si el Rey estaba dispuesto.
– ¡En un periquete va! -respondió el ayuda de cámara, y se apresuró a abrir la puerta.
Una saleta, y, más allá, el salón donde la corte esperaba: el más visible, el Valido, pero visible también la Reina, linda y pícara, y un poco también burlona, en contraste su rostro con tanta seriedad como la rodeaba. El Rey se dirigió hacia ella, la saludó y le ofreció el brazo; pero su rostro no dejaba de parecer embobado, y la gente empezó a cuchichear. Antes de llegar a la capilla, se oían las trompeterías del órgano, y las voces concertadas del coro. Delante del cortejo, cuatro monagos vestidos de blanco y rojo hacían diabluras con los incensarios, y aquel poco humo oriental despertaba en los cortesanos la sensualidad secreta. La capilla, que venía del abuelo del Rey, era sencilla e imponente. La corte apenas cabía. Se fueron acomodando como pudieron según sus jerarquías. Los condes y los vizcondes se quedaban de pie: entre ellos se situó el de la Peña Andrada, muy peripuesto, a la inglesa vestido, rutilante. Todo el mundo parecía conocerle, y le saludaban con sonrisas. Alguien susurró a su vecino:
– Dicen que es el que esta noche fue de putas con el Rey.
– Pues ya se lo pagará el Señor en su Gloria.
La misa la decía el padre Villaescusa, y el Nuncio de Roma ocupaba un sitial en el presbiterio. Quizá fuese el mismo Nuncio el más sorprendido del talante críptico y en cierto sentido tenebroso de la plática del capuchino, que no entendió nadie, y, menos que nadie, el Rey, siempre con la mirada perdida en sabe Dios qué tinieblas y la expresión bobalicona, que no le había abandonado. La única novedad era la de que, de vez en cuando, dirigía la mirada a la Reina, aunque no a la Reina propiamente, sino al lugar donde debía estar su escote, cuidadosamente tapado a la española por terciopelos exquisitos y joyeles discretos. A la Reina, su primera dama le daba de vez en cuando un codazo, «Majestad, el Rey la mira», pero, cuando la Reina volvía la cabeza, la mirada del Rey se había desviado ya hacia los contornos de sus recuerdos.
– Quiere saber si la Reina tiene tetas -exclamó un bufón malicioso, que recibió en la nalga el castigo de un agudo pellizco.
– ¿Quién se atreverá a escrutar los misterios de la voluntad divina? -tronaba el padre Villaescusa-. A los que lo intentaron, el Señor los castigó con la locura o la muerte. Él dijo: «Yo soy el que soy», y para que no enturbiásemos la pureza de su conciencia, nos dejó su decálogo: «… no matarás, no fornicarás, no cometerás adulterio…» Se dirigió aparentemente a cada uno de nosotros, pero, en cada uno de nosotros está representada la humanidad. Y ahí nos dejó para asombro de todos y ejercicio de humildad, el misterio de las responsabilidades. Se dirige a cada uno, pero la responsabilidad se reparte entre todos. Si peca el padre, lo paga la familia; si el Rey, su pueblo; si el Papa, toda la cristiandad…
Cuando habló de fornicar, nadie se dio por aludido; cuando de adulterio, muchas damas se sintieron más inocentes de lo que aparentaban, pero cuando aseguró que la familia pagaba los pecados del padre, el Valido pensó en su mujer, que allí estaba, a su lado, con sonrisa feliz y los ojos semicerrados. ¿Pensaba, como siempre, en los placeres del lecho? Hacía tiempo que el Valido se había convencido por sus propios medios intelectuales, algo mezclados de temor, eso es lo cierto, de que la esterilidad de su matrimonio se debía a la afición de su esposa a los juegos conyugales; a cómo se le arrejuntaba en la cama y lo provocaba; a cómo se remangaba el camisón más arriba de lo indispensable. Pero, por otra parte, su confesor le había dicho que nada de aquello era pecado. ¡Ah, qué misa aquélla! El Nuncio miraba al predicador y decía casi en voz audible: «Pero, ¿qué dice este energúmeno?» Los presentes hallaban en las palabras del padre Villaescusa razones para declinar torcedores de conciencia. Y el conde de la Peña Andrada se había ausentado de la capilla antes de la elevación, aunque sin hacer ruido: se había deslizado como una anguila y había recobrado después su puesto, al terminar la comunión, como si nada. Al conde de la Peña Andrada, en el salón, después de misa, cuando hacía la reverencia al Rey, éste le mandó cubrirse, con gran estupor de la corte entera y, sobre todo, del Valido. Pero esta gran sorpresa no fue la que se comento en los corrillos del atrio de San Felipe, sino lo de que Su Majestad, en voz baja y cautelosa y con cierto disimulo, hubiese susurrado a la camarera mayor de la Reina, la persona más próxima a ella según el protocolo:
– Dile a Su Majestad que quiero verla desnuda.
– Vuestra Majestad está loco.
La cara que puso la dama fue más allá del estupor, pero le quedaron fuerzas para desahogarse con su amiga más próxima, y ésta con su vecina, y así, la noticia en seguida dio la vuelta al salón, y llegó hasta el padre Villaescusa, llegó con su carga de espanto y de clarividencia; comprendió que, de tanta gente, sólo él tenía la razón del Señor repartida entre el corazón y la cabeza, y sólo él sabía cómo había que obrar. El capuchino no se desvistió: con ornamentos y casulla, permaneció en el altar, y, al bajar de él, se hizo preceder por la cruz y los ciriales; de esta guisa deambuló por pasillos y crujías, de modo que, cuando el Rey se acercó a los aposentos de la Reina, con ánimo de entrar, él se hallaba delante. Y cuando el Rey alargó la mano hacia el picaporte, la cruz se le atravesó ante la puerta, en ángulo inclinado sobre el eje vertical, y en los ojos encendidos del padre Villaescusa pudo leer el Rey un veto indiscutible. Soltó su mano el picaporte, se santiguó y giró sobre sí mismo. El Valido estaba allí, y el Rey le confió:
– Quiero ver a la Reina desnuda.
Y se marchó con el mismo rostro pasmado, aunque en sus pupilas ya brillaba la esperanza.
9. Lucrecia acudió a la puerta, alarmada por la fuerza del campanillazo; pero, al ver al criado Diego, se echó a reír.
– ¿Eres tú, perillán?
– Vengo a ver a tu ama, en secreto y con urgencia.
Marfisa se hallaba en el baño, medio dormida entre las caricias del agua tibia. La llegada de Lucrecia la despertó, y el recado de la urgente visita del criado Diego la sacó repentinamente de quicio, porque los recados del Gran Inquisidor no solían ser tan madrugadores.
– Será cosa del calor que hace, y que hoy es domingo. Échame una toalla que tape el baño, y que pase.
Cuando el criado del Gran Inquisidor la vio, deploró que hasta las putas, incomprensiblemente, sintieran pudor.
– ¿Qué te trae? -le preguntó Marfisa y él le respondió:
– Una sola palabra: escóndete.
Se miraron. Se entendieron. Marfisa apenas susurró:
– Está bien. Vete.
Y el criado Diego lo hizo, sin atreverse a curiosear en lo que se ocultaba debajo de la toalla, aquello que, alarmada Marfisa, ya empezaba a emerger. Marfisa llamó a Lucrecia.
– Pronto. Ayúdame a vestirme. Un traje de hombre. Y prepara lo más indispensable en un petate ligero.
Antes de que Lucrecia hubiera acudido con la ropa interior, ya Marfisa, desnuda, aunque enjuta, recorría el dormitorio y abría los armarios.
– Ése no, que es muy llamativo. Éste, castaño, que es de más disimulo. De la ropa interior no te preocupes: la más basta que haya, la de menos lujo.
Se vistió sola, y quedó hecha un garzón de cabellera rubia y un mechón que le nublaba los ojos y los disimulaba. Marfisa se probó dos sombreros: se quedó con el que mejor la cubría.
– Ahora me voy, y tú cierras la casa y te acercas al mentidero, bien velada, que no te reconozcan, y te enteras de lo que se cuenta, y publicas lo que pasó esta noche en esta casa. No lo tuyo del conde, que eso no le interesa a nadie, y duerme esta noche en casa de una amiga, o de quien quieras, pero escápales a los del Santo Oficio, que si no me hallan a mano, pueden contentarse contigo y someterte a tormento, para que digas dónde me escondo. ¿Cómo lo vas a decir, si no lo sabes? Por eso, como aunque te den tormento no podrás confesar, será mejor que no te cojan. No dejes de ir a misa al monasterio de San Plácido, que ya me las arreglaré para mandarte noticias. A la misa de nueve, ¿eh? No se te ocurra demorarte en el lecho con algún lindo que te plazca o con algún perulero que te pague. Yo, ahora, me voy. Y tú vete también, lo más pronto que puedas. Adiós.
Marfisa cogió el petate, caló el chapeo hasta esconder el rostro debajo del ala, y salió. Dando un rodeo, aunque no largo, se encaminó al monasterio de San Plácido. Se cruzó con gentes endomingadas que hablaban de los milagros de aquel día, y pudo enterarse, por alguien que lo comentaba a voces, que Su Majestad el Rey había expresado el deseo de ver a la Reina desnuda.
– ¿Adónde vamos a parar? Si el Rey no da el ejemplo, ¿de quién vamos a recibirlo?
Al llegar a la portería del monasterio, pidió ver a la abadesa, que en el mundo había sido una señorita de La Cerda.
– ¿De parte de quién le digo que quiere verla? -preguntó la tornera.
– Dígale que de parte de Marfisa. Y recoja, de paso, esta limosna para el cepillo de los Desamparados.
Tintineó el oro. La tornera alargó la mano ávida. Sus pasos resonaron por las losas de la portería y se perdieron en claustros y pasillos. Marfisa se sentó a esperar. Hacía calor, y se quitó el sombrero para abanicarse. Era hermosa la cabellera de Marfisa, y verla así, de garzón, hubiera hecho pecar a más de uno que reprimía deseos inconfesables. Se repitieron los pasos, esta vez dobles y en sentido contrario: de ellos, unos sonaban con autoridad; los otros, con timidez. La tornera abrió una puertecilla y rogó a Marfisa que pasara. Tras ella, cerró la puerta con doble llave. La abadesa la esperaba, sonriente.
– Ya sé que te has anunciado con una limosna espléndida.
– La ganancia de una noche, que ofrezco a Nuestra Señora de los Desamparados.
– ¿Qué te trae por aquí?
– Busco refugio contra los alguaciles de la Santa.
– ¿Se han metido contigo?
– Van a meterse.
– Puedo mandar a mi primo, el Gran Inquisidor, recado de que te deje en paz.
– A su amabilidad debo la advertencia.
– ¿Entonces…?
– Una monja más, en este monasterio, no llamará la atención de nadie.
La abadesa la cogió de la mano.
– Ven conmigo. Es una pena que hayas de ponerte el hábito, porque estás muy hermosa. Pero puedo asegurarte que no te exigiré que te cortes el pelo, aunque sí que no te vea el capellán, que es un sujeto raro.
Sin soltarla, atravesó con ella una gran puerta de cuarterones, y la llevó por los frescos vericuetos del monasterio. A través de, alguna ventana, verdeaban las plantas del jardín, y se escuchaban trinos de aves menudas, recogidas en -o acogidas a- aquel frescor. La madre tornera se quedó pensando que por qué razones la abadesa metía a un mancebo tan hermoso en la clausura, pero, como otras tantas cosas que no entendía, ahuyentó la pregunta de la mente. También tenía calor, y en aquella soledad le estaba permitido remangarse los hábitos y refrescar un poco la entrepierna en el aire que entraba por algún agujero.
10. Por la calor, la gente había dejado la capa en casa. Se abanicaban con lo más a mano, y muchos aparecían ligeramente despechugados, pechos peludos de machos redundantes, tal en oscuro, tales en gris. Los corros se habían congregado aquí y allá, sobre las gradas, o en el centro del atrio, o en las esquinas, hasta pisar las mismas piedras del umbral sagrado. Clérigos de bonetes puntiagudos iban de aquí para allá. Y el sol caía con fuerza. El corro más nutrido rodeaba a Lucrecia, bien tapada, que a veces se levantaba un resquicio del velo y rogaba al más próximo que le soplase en la garganta sudada. Había contado ya la aventura de su ama con el Rey, y empezaba a describir con abundancia de detalles la suya con el conde, pero aquel extremo no le importaba tanto al concurso.
– ¿De modo que cuatro pecados mortales?
– Y un gatillazo.
– Pues cuatro la misma noche es el tope que los teólogos ponen a las exageraciones de la carne.
– ¡A saber si fueron cuatro! Tú no estabas delante.
– Pero lo sé de buena tinta.
– Y nosotros sabemos que Marfisa es devota de la monarquía. ¿Cómo iba a dejar mal al monarca? Quator eadem nocte es una cifra que acredita a cualquiera.
– Para mí, lo único creíble es lo del gatillazo -dijo un cura narigudo y entrado en años-. Lo demás son fantasías de Marfisa, que acreditan, más que su fidelidad a las instituciones, su orgullo profesional. ¿Qué menos, para una mujer como ella, que cuatro pecados capitales? Se me están ocurriendo unos versos…
– ¡Dígalos ya, don Luis, si es que los tiene en la mente!
– Sólo cuatro, de momento, que pueden ser primeros de una décima:
Con Marfisa en la estacada
entraste tan desguarnido,
que su escudo, aunque hendido,
no pudo rajar tu espada.
– ¡Muy buenos, don Luis! ¡Prometen una décima inmortal!
– Eso que dice el cura es una canallada. El Rey pecó cuatro veces, y, a la quinta, se durmió. ¡Pobrecito! Mírese como se mire, además de Rey, es un muchacho.
– Tú cállate, alcahueta. ¿Por qué vamos a creerte, y no a don Luis? Él es hombre de experiencia.
– Me gustaría saber qué haría en la rama con Marfisa.
El llamado don Luis alzó las cejas y sonrió tristemente.
– Tiene razón la moza. ¿Qué iba a hacer yo en la cama con Marfisa, sino contemplarla y buscar unas metáforas? Un soneto también, quizá: pero a ver quién es el guapo que se atreve a pintar, aunque sea en verso, a una mujer desnuda.
E hizo con las manos una señal alusiva a la Santa Inquisición.
Fue en ese momento, quizá, o quizá algo más tarde, cuando alguien recién llegado armaba el alboroto en otro corro, un alboroto morrocotudo que dejó a Lucrecia sin clientela, y, de momento, sin continuación la décima de don Luis. El recién llegado juraba por sus muertos que el Rey, no hacía ni una hora, a la salida de misa, había expresado a voces y sin la menor precaución, que deseaba ver a la Reina desnuda. «¿"Deseo", dijo, o "quiero"? Porque no es lo mismo.»
Fue una carcajada general, una carcajada rijosa y estentórea, provocada por el modo que cada uno de los presentes tuvo de imaginar al Rey contemplando a la Reina en pelota: si de día o de noche, si con sol o a la luz de los candiles. Salieron a relucir, de labios gruesos bajo bigotes retorcidos, recuerdos a los cuatro pecados del Rey con Marfisa y el comentado gatillazo, chanzas de color subido y suposiciones irrespetuosas, hasta que un caballero estirado, de ascético semblante y mirada dogmática, hizo callar las risas con un imperioso «Caballeros, repórtense», dicho en tono tan dramático, que, de repente, fue como si se pusiera el sol. El corro se calló y todo el mundo miró a aquel severo enlutado en cuya mano, extendida hacia el centro del cotarro, puesta sobre el pecho luego, parecía haber recaído el honor de la Reina. Pero no fue de ella de quien se habló cuando el silencio dejó lugar a su palabra, sino que dijo:
– ¿Qué clase de insensatos son Vuestras Mercedes, que así se regocijan de lo que puede traernos calamidades, y las traerá de seguro si no se pone remedio? -Nadie le respondió, sino con miradas y rostros sorprendidos, y él continuó-: No sólo los protocolos de la corte se oponen a semejante disparate, sino que también lo impiden las leyes de Dios y de la Iglesia. El varón puede acceder a la mujer con fines de procreación y, si sus humores se lo exigen, para calmarlos, pero jamás con intenciones livianas, como lo sería la de contemplar desnuda a la propia esposa.
Lucrecia, al verse solitaria, se había incorporado al grupo.
– ¡Pues bien que miraba el Rey a Marfisa desnuda, cuando se despertó, esta mañana, mientras ella dormía!
El caballero de la mano al pecho se volvió hacia ella.
– No es lo mismo, señorita ignorante, mirar a una prostituta, que para eso está, cine a la esposa, recibida en santo sacramento, por muy francesa que sea, porque, aunque las francesas son livianas por naturaleza, al atravesar los Pirineos se contaminan de nuestras virtudes y aceptan nuestras costumbres y protocolos. El cuerpo de la esposa es sacrosanto; se le puede tocar, mas no mirar.
– ¡Pues hay dedos que tienen ojos! -respondió desvergonzadamente Lucrecia; y el caballero de la mano al pecho la miró con desprecio tan fulminante, que la muchacha, apretando el velo con la mano, salió pitando del corro y de la plaza, y se perdió en la calle Mayor, hacia la Puerta del Sol.
– Ya será una pelandusca -dijo alguien; y otro desconocido, aunque de muy buen porte, corroboró:
– ¡Una pelandusca cuya voz no me es desconocida! Juraría que es la criada de Marfisa.
Todo el mundo se volvió hacia él, incluido el caballero de la mano al pecho, y todos pensaron que quien conocía así a la criada, no debía desconocer al ama. Y le tuvieron envidia. El caballero bien portado saludó y se fue. El corro comenzó a deshacerse, tal para aquí, tales para acullá. El clérigo llamado don Luis se marchó en compañía de un par de incondicionales.
– Y esa décima, don Luis, ¿está ya concluida?
– Me arrebató la inspiración ese imbécil de la mano al pecho, pero les aseguro que no pasará de esta noche su conclusión. ¡Pues no faltaba más!