CAPÍTULO IV

1. MARFISA HABÍA ESCUCHADO adormilada, aunque complacida, los cantos de la hora tercia. Se arrodillaba, se levantaba, se sentaba mecánicamente, obediente a los martillazos que la madre abadesa daba en la madera de su sitial para indicar la postura que pedía la oración: miraba lo que hacían las otras monjas, y las seguía. Cuando terminó el rezo, formó en una de las filas, y al cabo de un rato de recorrer los claustros, se halló en ellos sola. Entonces buscó su celda. Al abrirla, vio a un caballero vestido de negro que inmediatamente se levantó. Marfisa no pasó del umbral.

– ¿Qué hace usted aquí?

– Pase, y no se asuste. Soy el padre Almeida, de la Compañía de Jesús, y tenemos que hablar.

– ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Con qué permiso?

– Por necesidad y siguiendo los pasadizos secretos. ¿No ha oído hablar de ellos? En la corte, todo el mundo lo sabe, y creo que en la villa también.

– ¡Los famosos pasadizos! Luego, ¿son ciertos?

– Ya me ve aquí.

Marfisa echó la llave a la puerta y adelantó a la mitad de la celda.

– Por lo pronto, siéntese, si es un jesuita como dice. Luego, hable en voz queda. Estas paredes son gruesas, pero todo el mundo se entera de lo que se habla detrás de ellas.

– De lo que yo vengo a decirle, conviene que no se entere nadie.

– ¿Ni yo misma?

– A usted le convendrá olvidarlo todo cuando haya sucedido.

– Todo, ¿qué?

– Ahora lo sabrá.

Marfisa se sentó en el borde del camastro.

– Pues despache pronto.

Marfisa se había echado las tocas muy encima del rostro, pero no tanto que no le quedase un resquicio por el que ver a su gusto al padre Almeida, tan guapo y de tan buena planta. No se atrevía a pensar que hubiera venido al monasterio a hacerle una proposición profesional, pero lo deseaba, aunque el tonsurado, si se miraba bien, no tuviera cara de golfo, sino de ángel. «Pero no sabrá quién soy», se dijo a sí misma cuando decidió acallar los deseos y pensar en otra cosa. El jesuita se mantenía correcto y distante. No la miraba. Y, al hablarle, lo hizo como buscando interlocutora en el aire.

– Usted conoce al Rey, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabe?

– Eso no importa ahora. Vengo a decirle que en el alcázar hay una conspiración para que el Rey no duerma con la Reina, y que algunas personas, yo entre ellas, intentan remediarlo.

– ¿Y quién le mandó venir aquí?

– Su amigo el conde de la Peña Andrada.

– ¡Ese pillo! -exclamó Marfisa, y dejó que los velos descubriesen su rostro-. Alcahueteó al Rey para que durmiera conmigo, y ahora quiere devolverlo al lecho conyugal. Pues podía haberlo pensado antes, y, sobre todo, no meterme en el ajo. Después, todo se sabe, y una paga los platos rotos.

– Lo de usted ya no tiene remedio. La Santa Inquisición la anda buscando, y pronto acabarán descubriendo su escondrijo. Y como el conde y yo también seremos perseguidos, hemos pensado en llevarla con nosotros, aunque sólo sea hasta cierto lugar, donde usted irá por un lado y nosotros por el otro. Pero la dejaremos bien encomendada.

– ¡Mira qué bien! Los caballeros proyectan abandonarme en mitad del desierto, para que purgue mis pecados. Pues no cuenten conmigo.

– De eso ya hablaremos después. Ahora, de lo que se trata es de que los Reyes puedan verse a solas.

– Mi casa, como usted sabe, está cerrada y sellada por los esbirros de la Santa.

– Hemos pensado que la entrevista se celebre aquí.

– ¿Aquí? ¿En el monasterio?

– Aquí, señorita, quiere decir en esta celda.

Marfisa echó un vistazo alrededor.

– ¡Pues sí que es un buen lugar para que se encuentren los Reyes!

– Para ellos será tan hermoso como el paraíso.

Marfisa pareció meditar, o quizá simplemente recordase.

– Mire, padre. Ni en medio del jardín más hermoso, el Rey sabrá qué hacer con la Reina.

– Tampoco ella es muy experimentada.

– Pero cualquier mujer, hasta las vírgenes jóvenes, esperan algo que el Rey no puede dar.

– De eso, ni usted, ni yo, ni el conde de la Peña Andrada tenemos culpa.

Marfisa bajó la cabeza y respondió en voz baja.

– Unas cuantas noches más, y yo lo habría remediado.

– Pero ese remedio, señorita, ni lo recomienda la moral, ni lo autorizan los protocolos de palacio. ¡No sabe usted lo pesados que se ponen los del protocolo! Buena parte de la culpa de lo que pasa, la tienen ellos.

– Y, la otra parte, yo.

– ¿Cómo lo sabe?

– No es que lo sepa, lo huelo. Por ciertas cosas que pasaron…

– Por esas cosas, el Rey está empeñado en ver a la Reina desnuda.

– ¿Y tiene que ser aquí?

– Después de mucho discutir, fue la conclusión a que llegamos el conde y yo.

– ¡Vaya pareja!

Con un movimiento inesperado, Marfisa se arrancó las tocas: sacudió la cabeza, y se le cayó por los hombros la cabellera dorada.

– Como al fin sabe quién soy…

El jesuita pareció entretenido con una mosca retrasada que zumbaba en un rincón del techo.

– Bueno, pues ya dirá lo que quieren de mí.

– Hemos decidido que usted se encargue de recoger a la Reina en el alcázar y de traerla al monasterio. Para eso, es indispensable que la madre abadesa dé su consentimiento, pero no dudamos de su buena voluntad y de su devoción por los monarcas. No olvide que es de sangre real. Por otra parte, y según ciertos indicios, ella, al mediodía, estará muy atareada con otra encomienda no tan recomendable, pero a la que no se podrá negar. Acaso incluso más escandalosa. Como todo se sabe, y usted lo ha dicho bien, los murmuradores de la corte tendrán que escoger con qué escandalizarse y con qué divertirse por partida doble.

– Y lo de buscar a la Reina, ¿cómo?

– Yo la esperaré a usted en una carroza oscura, a la vuelta del monasterio, ahí, en la plaza. Si la hora del encuentro de los Reyes va a ser a las doce, con que usted aparezca en la plaza a las once y media, basta.

– ¿Y cómo voy a salir del convento? Es de clausura, como usted debe saber.

– Pues, muy sencillo: usted abre la puerta y sale.

– Claro. No se me había ocurrido. Muy sencillo. Yo abro la puerta y salgo.

– Y si encuentra mucha gente a la salida, no se preocupe, nadie se asombrará de ver a una monja fuera del monasterio.

– Claro. Lo normal es ver a una monja por las calles buscando una carroza.

– A usted no se lo parece, pero ya verá como es así.

El padre Almeida se levantó, hizo una corta reverencia a Marfisa, y se dirigió a la puerta. Ella le siguió, y le vio alejarse por el claustro, tan tranquilo, tan seguro. Cuando el padre Almeida, más o menos, había entrado en los pasadizos secretos, Marfisa se acercó a la cámara abacial; pero una monja le dijo que la madre abadesa se hallaba en una conversación secreta con un padre capuchino de muchos perendengues: Marfisa quedó al margen, e hizo tiempo.


2. El padre Villaescusa había desplegado ante la atención atónita de la madre abadesa todos los argumentos de la razón de Estado y de la conveniencia particular en virtud de los cuales convenía forzar a la Providencia para que la esposa del Valido pariese un hijo, o, al menos, una hija, y adujo, además, que indudablemente el Señor, en Su Divina Sabiduría, le habría inspirado el procedimiento para que la esposa del Valido quedase definitivamente preñada; de lo cual se derivarían grandes bienes para la República y para la familia de los Guzmanes, en su línea segundona, no la de Andalucía, la de aquí, que sin aquella merced de Dios se agotaría en sí misma y las mercedes que el Valido esperaba recibir del Rey pasarían a ramas colaterales con las cuales el primer interesado no se hallaba en buenos términos. Pero a la madre abadesa el único argumento que la convenció fue el de que el Valido protegía a su monasterio y encontraba natural que fuese su iglesia la escogida para aquel experimento tan arriesgado que el padre Villaescusa llamaba forzar a la Providencia, pero que ella, en su lenguaje simple, llamaba desvergüenza sacrílega. Quedaron finalmente de acuerdo en el modo y en la hora, y el padre Villaescusa salió del monasterio y encaminó la carroza que le había traído tan de mañana al palacio del Valido, donde una pareja anhelante esperaba su última decisión.

Marfisa le vio salir, tan satisfecho, y sólo cuando se hubo alejado el fraile, Marfisa se atrevió a llamar a la puerta de la cámara abacial. La madre De la Cerda le dijo que adelante.

– ¿Qué te trae tan de mañana?

Marfisa, de momento, se sentía cortada y tardó en declarar a la madre abadesa el encargo que le había hecho el padre Almeida.

– Pues no sé qué tendrá mi monasterio, que todo el mundo lo ha escogido como lugar idóneo para resolver sus enredos.

– Le advierto a Su Maternidad Reverenda que en el alcázar hay una verdadera conspiración para que los Reyes no puedan verse a solas.

– ¿Y qué voy a sacar en limpio de todo este jaleo?

– Sugiero a Su Maternidad que pida al Rey un reloj nuevo para el monasterio. He advertido que el existente marcha a tontas y a locas.

– Pues no es mala tu idea, Marfisa. Pero, según me presentas las cosas, yo no voy a tener ocasión de ver al Rey: otro asunto muy delicado me tendrá ocupada precisamente a esas horas.

– Si Su Maternidad me lo autoriza, la petición se la haré al Rey yo misma.

La madre abadesa, nacida De la Cerda, sangre real indiscutible, meditó unos instantes.

– Es lo menos que puede hacer por este monasterio mi primo, el Rey. No te olvides de decirle quién soy yo, que, a lo mejor, se le ha olvidado.

– O no lo ha sabido nunca, madre Reverendísima.

– Y, después de todo esto, ¿qué vas a hacer?

– Por lo pronto, me iré del monasterio, de modo que Vuestra Reverencia, si la interrogan, puede llamarse andana. Después, ¿quién lo sabe? Las mujeres de mi oficio no tenemos el destino muy claro.

– Tú te mereces lo mejor, Marfisa. Si alguna vez te cansas de tu vida y necesitas un refugio tranquilo, no dejes de recordarme. Podrás vivir y morir en este monasterio sin que nadie sospeche de tu pasado.

– ¿Mi pasado? Lo que me gustaría es conocer mi futuro.

– Bueno. Quedamos ahora en que, mientras todas las monjas del monasterio están en el coro, a eso de mediodía, tú meterás a la Reina en tu celda, y al Rey después, y de lo que suceda entre ellos, allá ellos. Eso es lo que quería decirte.


3. Indudablemente, el padre Villaescusa marchaba poseído por el espíritu de la prisa: un espíritu benéfico, sin duda. Su carroza corría por las calles de la villa como si las ruedas y los cascos de los caballos no pisaran el empedrado irregular, lleno de baches y de charcos malolientes, como si fueran volando. Llegó a palacio, y, sin apearse, dejó recado para el señor Valido de que todo estaba a punto, y de que la cita en el monasterio de San Plácido era a las diez. Luego regresó al monasterio y empezó a dar órdenes. Ni los obispos ni _ los padres visitadores las habían dado nunca con tanta autoridad.

La carroza del padre Almeida no le iba a la zaga, pero, en vez de detenerse ante la puerta principal del alcázar, siguió hasta una puertecilla lateral, por la que le dejaron entrar después de oír el santo y seña. Se halló en mitad de corredores interminables, iguales hacia delante y hacia atrás. Supo orientarse, y llegó hasta la puerta solemne que le abrió Colette.

– ¿Qué busca Su Paternidad? -le preguntó, medio en francés, medio en español. El jesuita le respondió en buen francés.

– Le dices a tu señora que, a eso de las once y media, se halle vestida con un traje modesto y dispuesta a un recorrido en carroza para encontrarse con el Rey, Nuestro Señor, en un lugar discreto, lejos de las conspiraciones de la corte. Vendré yo mismo a recogerla, acompañado de una monja. Convéncela de que lo haga, y de que no desconfíe. Por debajo de la ropa modesta, puede llevar su mejor ropa interior, la misma que trajo de París y que aquí no le dejan ponerse. Que no pierda la esperanza.

– Y, usted, padre, ¿qué tiene que ver con todo esto?

– Yo estoy aquí para que el Rey y la Reina puedan verse y amarse como marido y mujer, no como Rey y Reina. Lo demás pertenece a la Providencia.

– De los que mentan a la Providencia, desconfío.

– Pues, en este caso, puedes estar tranquila. Por fin, los Reyes hallarán un lugar donde encontrarse a solas.

– Y el Rey, ¿qué sabe de esto?

– Lo sabe todo, y está conforme.

– ¿Pues sabe Su Paternidad que de ese mozalbete no me fío? Es demasiado blando. Si tuviera otro carácter, ninguna de estas maquinaciones sería necesaria. ¿Dónde se ha visto que, para que un marido se vea a solas con su mujer, tengan que intervenir los protocolos y hasta el clero?

– En la parte del mundo en que estás, esas y otras maravillas son lo corriente. No pierdas el sentido de la realidad.

– De acuerdo, padre; pero no me disgustaría que todo esto aconteciera en París.

– ¡Ah, París!


4. El Valido marchó de su despacho por la puertecilla de los confidentes, después de haber dado orden de que no le molestase nadie. Abandonó el alcázar por una salida de las desacostumbradas, aunque por el costado opuesto a la que había usado el padre Almeida. En una carroza ordinaria que tenía apercibida se trasladó a su casa, a cuya puerta le esperaban su carruaje blasonado y el cortejo que solía: arcabuceros a caballo, criados de a pie, servidores emperifollados de su librea. Se había congregado el pueblo llano para contemplar el espectáculo: vieron todos cómo el Valido se apeaba y entraba en su palacio, para salir después dando el brazo a su esposa, toda vestida de negro, sin joyas y sin plumas que realzasen su belleza. Un poco triste, pero también un poco esperanzada. La señora del Valido era medianamente alta, y el traje que llevaba, por severo que fuese, no disimulaba sus hechuras. A los hombres del pueblo, aquella mujer regordeta y de andares ondulados, les gustaba. La imaginaban en la cama, aunque no se lo confesasen ni a sí mismos. «¡Vaya tía!»

Estaba la mañana fría. Al entrar en la carroza, el Valido estornudó.

– ¿Tienes frío? -le preguntó a su mujer; y ella le respondió:

– No pases cuidado. Vengo bien abrigada.

Arrancó la carroza, escoltada y seguida por los criados de a pie. Iban en silencio, sin mirarse. Había pasado un buen rato de tumbos por las calles, cuando ella le tomó la mano y le dijo:

– ¿Seremos capaces?

Y él le respondió:

– Malo será. Ya nos ayudará Dios.

Ella dio un suspiro y volvió a su mutismo. Así llegaron al monasterio. La gente de a pie había expulsado a los curiosos. Descendieron y entraron en la iglesia, de la mano. La iglesia estaba vacía, tan blanca, aunque negros los santos y sus peanas. Sólo al fondo, junto al altar, les esperaba una figura oscura, aunque no negra: un fraile corpulento, calvo y de perfil aquilino, un verdadero perfil de César. El Valido pensó, mientras adelantaba por el centro con su esposa de la mano, que aquel fraile estaba hecho para mandar, y que lo que buscaba era el mando. Al Valido no le hizo mucha gracia. Siguió, sin embargo, adelante, y se arrodilló en las gradas. Su esposa lo hizo inmediatamente después. El fraile no se había movido. Ellos inclinaron las cabezas, y empezaron a orar: él iniciaba el rezo, ella respondía. El fraile los escuchó un momento, y luego desapareció. La iglesia seguía vacía. Adjutorium nostrum in nomine Domini. Qui fecit caelum et terram.


5. A Marfisa le pareció que su celda estaba fría y oscura. Buscó a la madre abadesa, le pidió permiso para remediarlo, y se pasó bastante tiempo agenciándose candelabros, un brasero encendido y un par de mantas de repuesto. Bajó al jardín, hurgó por matas y macizos, y pudo recoger un puñado de flores humildes: las metió en un búcaro con agua y las situó en un ángulo de: su mesa. También barrió el suelo y lo dejó sin mácula de polvo. Faltaban por encender los candelabros, pero eso lo dejó para más tarde. Echó un vistazo a la celda, y halló que, como cámara nupcial, dejaba mucho que desear. Pero no había hallado nada más a mano con qué guarnecerla y quitarle un poco de severidad y desnudez: los paramentos de la iglesia estaban bajo la custodia del capellán, y Marfisa, no sólo no quería relacionarse con él, sino que no deseaba enterarlo de las modificaciones introducidas en la decoración de su celda, menos aún de su finalidad. Habían dado las once. Se quitó los hábitos, se vistió de mancebo, y echó el hábito por encima. No halló donde esconder el sombrero, y lo llevó consigo, con intención de dejarlo en cualquier asiento de la iglesia. Esperó a la media, no a la que daba el reloj del monasterio, siempre atrasado. Al entrar en la iglesia, vio en el presbiterio una figura de hombre arrodillada: no era el Rey, por supuesto. Abandonó el sombrero y se asomó a la puerta. En la calle había gente y caballos, amén de una carroza lujosa. La gente hablaba, o esperaba arrimada a la pared, y una pareja de galopines jugaba a los dados sobre la tierra. Marfisa caminó, pegada a la pared del monasterio. Nadie se fijó en ella o, por lo menos, nadie le dio importancia. Al volver de la esquina, vio la carroza del jesuita. Entró en ella, y la carroza comenzó a caminar pausadamente.


6. El Valido, aparentando firmeza, se aproximó al padre Villaescusa, cuyo rostro parecía acumular toda la seriedad de que era capaz, hasta alcanzar las calidades de la piedra, inmóvil y hosca.

– Arrodíllese.

El Valido lo hizo en el escabel forrado de felpilla roja.

– Ante el Santo Tribunal de la Penitencia, no hay jerarquías ni tratamientos. No hay más que -un penitente humillado y el representante del poder de la Iglesia, que todo lo ata y desata. Lo que vosotros atéis en la tierra, atado quedará en el cielo, etcétera.

– Sí, padre.

– Confiesa todos los pecados que hayas cometido en tu vida.

– ¿Todos, padre?

– De todos los que te acuerdes, al menos.

– Sí, padre.

El Valido intentó recordar su infancia, pero lo que le venía a las mientes eran sus años de estudiante en Alcalá, sus años de rectorado. Fue diciendo desordenadamente sus recuerdos: frivolidades, putañeos, bromas pesadas, injusticias… El padre Villaescusa permanecía con el rostro inmóvil, con la mirada fija en la figura femenina que esperaba, contrita, en las gradas del presbiterio. Después, el Valido hizo un repaso breve de la vida en la corte; pasó por alto las intrigas que le habían llevado al puesto de Valido por creer que no eran pecado; pero el fraile le interrogó sobre ellas: tuvo que confesarlas. La retahíla más detallada, las intervenciones más inquisitivas del confesor acontecieron cuando empezó a relatar su vida matrimonial, y antes aun, desde el momento en que había conocido a la que iba a ser su esposa y la había deseado. Llegó un momento en que dijo:

– Ya no recuerdo más.

Pero el confesor siguió preguntándole. ¡La de cosas que sabía, o que era capaz de imaginar, aquel inquisidor infatigable!

– ¿Pero eso es pecado, padre?

– Todo lo que hace un hombre que no está en Gracia de Dios, hasta su propia respiración, lo es.

A la tercera vez que el penitente dijo «No», el confesor tomó la palabra, y le dijo que sus pecados eran tantos que toda una vida de penitencia no bastaría para que le fuesen perdonados; que no sólo había que temer los tormentos del infierno, sino el infierno en esta vida, los sufrimientos morales, e incluso físicos, acarreados por la mala conciencia sin arrepentimiento; pero que él, en nombre de la Iglesia, se los perdonaba todos, a condición de que… hiciera esto, eso y aquello. Aquello era la renuncia de por vida a los placeres sensuales, llevar adelante, hasta su fin, un matrimonio casto y ejemplar. En nombre de lo cual, Ego te absolvo ab peccatis tuis. In Nómine Patris

El Valido permaneció arrodillado y silencioso un rato prudencial; luego, se levantó, saludó y regresó al presbiterio, donde su mujer esperaba arrodillada. Al sentirle llegar, se levantó y marchó al confesionario, cubierto el rostro con el velo. El Valido pretendió meditar sobre los pecados que le habían sido perdonados con tan duras condiciones, pero empezó a imaginar a su mujer haciendo memoria de su vida, de soltera y de casada, y contándolo todo, y cuando ya se creía descargada de culpas, la voz apagada del fraile le entraba en la conciencia, se la revolvía, le sacaba a luz las menudencias olvidadas, o todo aquello de que ella nunca se había creído culpable, pero que ahora resultaba serlo; y la descripción del infierno en este mundo y en el otro, la pérdida de la paz, la relación desconfiada con su marido mientras uno de los dos no muriese… Le venían ganas de arrebatarla del confesionario, pero comprendió que eso también era pecado, y se arrepintió, y dio gracias a Dios por todo lo que le estaba sucediendo, y cuando sintió que su mujer regresaba, al mirarla de soslayo, advirtió que venía llorando, aunque en silencio y recatadamente. Lo que vio fue una lágrima que le caía en las lorzas del corpiño.


7.Esta vez, la carroza del padre Almeida se detuvo ante la puerta principal del alcázar. Un soldado de la guardia vino a tenerle el estribo, y quedó tieso mientras el jesuita descendía. Marfisa bajó después, ayudada del padre, y juntos entraron en el zaguán, lleno de nobles emperifollados y de soldados de la guardia. Pasaron entre saludos y miradas curiosas, y empezaron a subir las escaleras: Marfisa no recogió las haldas de los hábitos por no dejar al descubierto los zapatos de hebilla y las medias granate. Estuvo a punto de tropezar, pero logró evitarlo, una de las veces agarrándose al brazo de su compañero. Después entraron en los largos corredores.

Colette se hallaba detrás de la puerta. Abrió y les indicó que pasaran, en silencio. El jesuita le dio las gracias en francés; Marfisa, en castellano. Esperaron en una antesala. Cuando salió la Reina, el jesuita le hizo una reverencia, y Marfisa arrodilló una pierna. La Reina le dijo: «Alzaos.» Mientras la Reina se cubría con un velo, Marfisa tuvo tiempo de examinarla: la halló bonita de cara y gentil de talle, aunque se juzgó más guapa y garrida. No la despreció, ni tampoco sintió envidia, menos aun celos. Echaron a andar: el jesuita delante; Marfisa detrás de la Reina, y así recorrieron pasillos, bajaron escaleras, atravesaron zaguanes. Acaso alguien se haya preguntado quiénes eran, pero nadie les estorbó el camino. Dentro ya de la carroza, quedaron en silencio. No fueron al monasterio, sino a la plaza vecina. A los soldados y a los criados que esperaban la salida del Valido y de su esposa no les preocupó quiénes eran: ¿qué más daba que un clérigo y una monja entrasen en un monasterio en compañía de una dama? El jesuita las acompañó hasta la puerta; besó la mano de la Reina y a Marfisa le dio un lugar y una hora. La Reina quedó a solas con Marfisa, ya dentro de la clausura. No había nadie a la vista. Marfisa, sin decir palabra, se situó delante; la Reina la siguió por el claustro bajo, por el alto, por los pasillos. Al llegar ante la celda de Marfisa, ésta dijo: «Es aquí.» Sacó la llave de la faltriquera y abrió. La celda estaba sombría y fresca. Siempre en silencio, Marfisa encendió las velas de los candelabros, hasta dejar la celda medianamente alumbrada.

La Reina se había desvelado, y la miraba con expectación.

– Señora, yo marcharé en seguida. Ciérrese con llave, y no abra hasta que alguien llame tres veces con los nudillos. Y si Vuestra Majestad me lo permitiera, yo le daría algún consejo.

– ¿Es indispensable?

– No, Majestad, pero quizá fuese conveniente.

– Un consejo, ¿sobre qué?

– Sobre su manera de portarse cuando venga el Rey.

La Reina quedó en silencio y la miró. Marfisa permanecía medio cubierta con el velo.

– ¿Queréis desvelaros, hermana?

Marfisa se descubrió y aguantó la mirada escrutadora de la Reina.

– ¿Sabéis que sois muy bella?

– Eso no importa, Majestad. Lo que importa es que lo que suceda aquí sea para bien del Rey y de la Reina.

La Reina se le acercó y la miró de cerca.

– ¿Y tú sabes lo que va a suceder?

– Porque lo sé es por lo que me atrevo a aconsejaros.

La Reina le puso las manos en los hombros. Marfisa bajó la cabeza. La Reina se la empujó hacia arriba con la mano en la barbilla.

– Mírame. ¿Quién eres?

– Sólo una monja, Majestad.

– ¿Y estuviste casada?

– Tengo experiencia.

– Dime lo que tengas que decirme.

– El Rey es joven, Majestad. Los jóvenes tienen prisa y lo atropellan todo. Sosiéguelo, atrévase a negarse con ternura. Que cada no encierre un sí inmediato. Y olvídese del tiempo que transcurra. Por cierto, ahí hay mantas por si siente frío. Y, en ese cajoncito, media docena de paños blancos y limpios. Le bastará con tres, pero a lo mejor, el santo del día hace un milagro.

La Reina no parecía haberle entendido muy bien.

– ¿Tú sabes que el Rey quiere verme desnuda?

– Lo sabe todo el mundo en la corte y en la villa. Lo sabían ayer. Hoy lo sabrá ya el reino entero.

– ¡Qué vergüenza!

– No, Majestad. Menos algún que otro fraile, todo el mundo lo encuentra natural.

– ¿Y tú?

– Yo la he ayudado a esconderse aquí. Esta celda es mi celda, pero no volveré a ocuparla. Lo más probable es que aquí construyan una capilla al santo o a la santa que convenga.

La Reina no respondió. Miraba alrededor, y su mirada se fijó en el camastro. Marfisa dijo:

– No es digno de unos Reyes, pero no hay otra cosa mejor.

La Reina le tendió la mano, y mientras Marfisa se la besaba, le dio las gracias.

– Que todo salga bien, Majestad. Y cuando encuentre al Rey más contento, entérele de que este monasterio necesita un reloj nuevo. Si espera ya, lo entretendré un poco.

– Sí, pero cúbrete el rostro.

– Las monjas, Majestad, no podemos hablar con un hombre sin llevar la cara cubierta, aunque sea el Rey.

– Sobre todo si es el Rey.

Salió Marfisa. No sabía que a los reyes no se les puede dar la espalda, así que se la dio a la Reina, pero ésta no se fijó o no quiso fijarse. El claustro estaba vacío. Marfisa oyó el ruido de la cerradura. Se arrimó al quicio, y esperó. El Rey tardó todavía unos minutos; se oyeron pasos desorientados, y apareció al fin, allá lejos, como un fantasma delgado y negro, vacilante aún: quizá se hubiera perdido por los pasillos del monasterio. Al divisar a Marfisa, enderezó la figura y caminó con seguridad. Marfisa se había arrodillado, tenía la cabeza inclinada. Vio delante de sus ojos la mano delgada del Rey, y la besó.

– Levantaos.

Quedaron frente a frente: el Rey, larguirucho y un poco asustado; ella, firme, pero con la cabeza gacha.

– Tiene Su Majestad que esperar un poco.

– ¿Está la Reina dentro?

– Sí, pero acaba de entrar.

– ¿Y por qué tengo que esperar?

– Siempre conviene, señor, dar tiempo a los demás. Las cosas hay que hacerlas con calma.

– ¿A qué cosas te refieres?

– A todas, Majestad. Yo sé lo que son las mujeres. Prefieren esperar y ser deseadas. Su Majestad debe ser tierno y cauteloso, no darse prisa. Una mujer, por muy reina que sea, no se entrega a la primera, y me atrevería a decir a Vuestra Majestad que, después de que entre en esa celda, no habrá rey ni reina, sino una mujer y un hombre. Que sean esposos es lo de menos. El amor no sabe de leyes ni de bendiciones.

– ¿Por qué me dices eso?

– Porque me han ordenado que se lo diga.

– ¿Y te han dicho algo más?

– Sí, Majestad. Que actúe poco a poco, que se porte con comedimiento y que no se desanime si la Reina hace remilgos. Todo eso forma parte del ritual.

– No será porque la han prevenido en contra.

– ¿Su Majestad no saca consecuencias del hecho de que la Reina le espere aquí?

– Tienes razón. ¿Cómo hago para entrar?

– Espere un poco, acabo de decirle. Y también le aconsejé comedimiento. Esa prisa quiere decir que no me ha hecho caso.

– A un rey le cuesta caro obedecer.

– ¿Y qué hace Vuestra Majestad sino obedecer constantemente? Al Valido, a los amigos, a las leyes del reino. Debe estar acostumbrado.

– Otra vez tienes razón.

Se apartó un poco de Marfisa, se acercó a la puerta de la celda y aplicó el oído.

– No se oye nada.

– Las mujeres, señor, solemos desnudarnos en silencio.

– ¿Crees que se habrá desnudado?

– ¿Para qué, si no, han venido Vuestras Majestades a este lugar tan incómodo? ¿Y no era eso lo que Vuestra Majestad pretendía?

– Lo sabe demasiada gente.

– Lo sabe todo el mundo, hasta yo.

Marfisa no se había movido y mantenía la cabeza baja.

– Me gustaría saber cuándo hablas por ti misma y cuándo dices lo que te ordenaron.

– Van mezclados, señor, los dictados.

– ¿Puedo verte la cara?

– Lo prohíbe la regla.

– Pero yo soy el Rey.

– Sí, Majestad, pero la regla es cosa de Dios.

El Rey apartó la mano que encaminaba al velo.

– Eso dicen… -Volvió a escuchar, el Rey, a través de la puerta-. Ya debe de haber terminado, ¿no crees?

– En ese caso, señor, va mi último consejo: sea cariñoso y lento, y no olvide que quien le acompaña en el lecho es un ser de carne y hueso, pero, sobre todo, de carne.

– ¿Y quién te dijo esas cosas?

– Un pajarito, Majestad.

Marfisa empujó al Rey suavemente hacia la puerta.

– Dé tres golpes con los nudillos. Le abrirán… Que haya suerte.

Se apartó y corrió por el claustro hasta perderse. El Rey la vio marchar, y juraría haber descubierto, entre el vuelo de la falda, unos zapatos de hebilla y unas medias granate, y sólo después de que ella hubo desaparecido, llamó a la puerta de la celda.

– Entra.


9.Dieron las doce en algún reloj cercano. El padre Almeida atravesó la puerta del palacio de la Santa. «Su Excelencia le espera», le dijo el portero al abrirle. Recorrió pasillos y claustros con la teja en la mano. El fámulo que le precedía se detuvo. «Es aquí», y abrió sin llamar. El padre Almeida se halló en una antesala donde dos criados que esperaban se pusieron de pie.

– Por aquí, padre, haga Su Merced el favor.

Atravesó la puerta. El Gran Inquisidor le esperaba ante su ración de clarete frío, mediada ya la copa etrusca.

– Es usted puntual, padre.

– Su Excelencia me dijo que a las doce.

– Y las doce son. Venga conmigo.

Lo llevó a una habitación vecina, donde la mesa se había puesto como para la comida de dos Reyes; tales eran los relumbres del cristal y de la plata: por el zócalo de Talavera corrían monstruos azules sobre fondo amarillo, dragones de lengua florida y colas arbóreas, enlazadas unas a otras en una repetición avocada a lo infinito. El Gran Inquisidor señaló al jesuita un asiento.

– Obedezco, Excelencia -y se sentó.

El Gran Inquisidor lo hizo inmediatamente después.

– ¡Vaya tiempo que se nos ha echado encima!

– Sí, Excelencia. Tenemos ya ahí el invierno.

– Y Su Paternidad, ¿cuándo piensa marcharse?

– Mejor hoy que mañana.

– Va a encontrarse las lluvias, nada más pasado el Pirineo.

– También cuento con la nieve.

– ¿Y el peligro?

– Ése, Excelencia, es el compañero de mi misión.

– Sin embargo, en algún lugar se encontraría usted a cubierto. ¿Qué le parece Roma?

– No me atrae. Prefiero las brumas y los peligros de Londres.

– Aquí no hay brumas, pero, peligros, no faltan.

– Ya lo sé.

El Gran Inquisidor hizo una seña al criado que esperaba, y en seguida trajeron una sopera humeante, repleta de olorosa menestra.

Uno y otro se sirvieron comedidamente.

– ¿No es poca esa comida, para un cuerpo tan joven?

– Mi cuerpo está disciplinado, aunque no lo suficiente.

– ¿Le quedan, por ventura, algunos de esos deseos que atormentan a los eclesiásticos jóvenes, y que tanto dan que hacer a los que tenemos mando?

– Me quedan, Excelencia, conatos de violencia, ganas de desbaratarlo todo a trastazos cuando veo una injusticia.

– Mala cosa ésa, puede creerme. La señal indudable de que se ha alcanzado la debida madurez es la comprensión de que siempre habrá injusticias y violencias.

– Pero no siempre las mismas.

– En eso tiene razón.

El Gran Inquisidor comenzó a comer, el jesuita le siguió, lo hicieron en silencio y rápidamente. Habían pasado sólo unos minutos cuando el criado retiró los platos y puso otros limpios, de la misma finura, de la misma elegancia. El jesuita miró el suyo y lo remiró.

– No son portugueses, padre. Bien sé que en Portugal fabrican unas lindas vajillas, pero esta en que comemos la heredé de mi antecesor, cuyo refinamiento iba por otros rumbos.

Había vuelto el criado con la fuente de la carne. Se acercó al Gran Inquisidor, pero éste le indicó que sirviera primero al jesuita.

El padre Almeida lo hizo con discreción, ni poco ni demasiado.

– Es el lomo de cerdo prometido, padre.

– ¡Y qué bien huele!

Esperó a que el prelado se sirviese y empezase a comerlo. Lo hizo también, con calma, recreándose en los bocados.

– Está bueno, ¿verdad?

– Sí, Excelencia. Está realmente bueno. Compadezco a los judíos, que lo tienen prohibido.

– Pero, si son conversos…

– Incluso a los conversos, Excelencia, les da cierto repeluz.

A él, evidentemente, no se lo daba. El vino era del mismo clarete frío al que el Gran Inquisidor era tan aficionado: lo bebía en su copa etrusca, pero la del padre Almeida no le bajaba en méritos, aunque fuese moderna. Y al vino no le hacía ascos el jesuita.

Pusieron de postre un plato de naranjas recientes y algunas frutas más de temporada. El padre Almeida prefirió melón. Y cuando terminaron, el Gran Inquisidor señaló un asiento en la mesa camilla, en la que había apercibidas copas de licor y dos o tres botellas: aguardiente de Chinchón, un orujo andaluz y una botella de Oporto dulce. Fue de ella de la que bebió el Gran Inquisidor. El jesuita se sirvió del orujo, y, mientras bebían, hablaban de naderías, y el jesuita esperaba que todas aquellas frivolidades acabasen de una vez, y que surgiera la conversación seria. Y ésta fue inevitable cuando el prelado, despachado ya el Oporto, sacó del pecho un papel doblado.

– Eche un vistazo a eso, padre.

Desplegado, el padre Almeida pudo leer un largo requilorio en el que varios frailes, encabezados por el padre Villaescusa, pedían la detención del padre Almeida y su sumisión a un largo interrogatorio encomendado a peritos, en el que fuese examinado de doctrina. Leído el papel, lo plegó y se lo devolvió al prelado.

– ¿Qué le parece, padre?

– Después de lo de ayer, no me sorprende.

– No sé si habrá leído usted que también piden la celebración urgente de un gran auto de fe, en que se quemen sin dilación todos los judaizantes, moriscos, herejes y brujos que puedan hallarse a mano.

– Sí, es la segunda parte del escrito.

– ¿Y usted qué opina?

– Yo soy contrario a esas luminarias.

– Yo, también; pero a la gente de este país, o, al menos de este pueblo, le gusta el olor a chamusquina. No sé si incluso lo prefieren a la lidia de toros bravos.

– Yo no conozco a este pueblo… Soy un súbdito del rey de Portugal que ha vivido muchos años en Brasil. Allí no quemábamos a nadie, ni a nadie se le ocurría que se pudiera quemar a un semejante.

– Son tierras nuevas aquéllas, padre; allí está naciendo otro mundo, que, a lo mejor, llega a valer más que éste. Pero el caso es que esa docena y media de distinguidos teólogos me piden su detención y una fiesta de fuego. Tengo que detenerle a usted. Para lo de la quema hay que contar con el brazo secular, porque, como usted debe saber, nosotros no quemamos.

– Sí, ya lo sé. Los teólogos han inventado un subterfugio irreprochable. Ellos no queman, queman los verdugos del Estado.

– ¿Y a usted le parece mal?

– A mí no se me oculta, como a Vuestra Excelencia, quiénes son los responsables. ¿Qué más da quién enciende la pira?

– ¿Lo encuentra injusto?

– Lo encuentro criminal.

– A usted no se le oculta que la justicia y el crimen obedecen a criterios humanos.

El jesuita no respondió. El Gran Inquisidor medió la copa de Oporto, bebió un sorbo y lo paladeó. Creyó oír que el jesuita, en voz baja, recitaba: «Buscad el Reino de Dios y Su Justicia, y lo demás se os dará de añadidura.» Dejó la copa en la mesa y miró fijamente a su invitado.

– Debe usted saber, padre, porque le conviene, que lo que aquí se busca es precisamente la añadidura.

– Ya lo voy comprendiendo.

Hubo una pausa. El jesuita temió que después de ella, el prelado lo despidiese, acaso con el pretexto de una siesta, excelente representación de la añadidura en aquel preciso momento. Por eso se apresuró a decir:

– Antes de retirarme, y por si Vuestra Excelencia no tiene ocasión de volverme a oír, quisiera hacerle una confesión.

– Me parece bien, padre, pero tenga en cuenta que, hasta las tres de la tarde, no escribiré la orden de detención. Como las cosas van tan despacio, no creo que mis esbirros lleguen al convento de la Compañía antes de las cuatro. La calle de Toledo queda lejos.

– Aunque así sea, y le agradezco la advertencia, necesito que usted sepa que, a estas horas, el Rey y la Reina, Nuestros Señores, se encuentran juntos y sin vigilancia en un lugar de la corte. Espero que por fin se hayan visto desnudos.

– ¿Y cuál es el lugar de esas tan deseadas nupcias?

– Una celda del monasterio de San Plácido.

El Gran Inquisidor meneó la cabeza.

– Esta prima mía siempre metiéndose en líos. Un día cualquiera no voy a tener más remedio que enviarle una visita.

– El Rey y la Reina han podido encontrarse a causa de una trama llevada personalmente por el conde de la Peña Andrada y por mí, con la ayuda de una mujer llamada Marfisa, de quien Vuestra Excelencia también tiene noticias.

– ¡Ya lo creo! ¡Como que hay firmada también una orden de detención contra ella, la muy tuna! Pero no creo que las cosas pasen de ahí.

– De esa detención fue advertida a tiempo, gracias a Dios y a la caridad de las almas cristianas.

– ¿Y cómo fue, padre, el meterse en ese asunto? Quiero decir en sus términos reales, no en los meramente académicos de la tarde de ayer.

– He llegado a pensar, Excelencia, que Dios me trajo aquí solamente para eso.

– ¿Y usted cree que a Dios le interesa si el Rey y la Reina fornican desnudos o en camisón?

El jesuita le miró perplejo; luego le preguntó, osadamente:

– Excelencia, ¿cree usted en Dios?

Y el Gran Inquisidor sonrió tiernamente, pero su sonrisa se transformó en una mueca triste.

– Hay muchos libros escritos sobre Dios, pero todos caben en una palabra: o sí, o no.


10. El padre Villaescusa, revestido, se adelantó por el pasillo central de la iglesia. Le precedían tres monagos con la cruz alzada y los ciriales. El padre Villaescusa rodeó la pareja penitente arrodillada ante el presbiterio, subió sus gradas y quedó quieto, de espaldas al pueblo cristiano, que no estaba. Entonces, el Valido tocó en el hombro a su esposa, se levantaron y, precedidos sólo de los ciriales, marcharon hacia la escalera que conducía al coro. Los monagos quedaron fuera, y ellos empezaron a subir por un estrecho caracol de piedra hecho de vueltas y vueltas sobre sí mismo. En una de ellas, la esposa del Valido dijo:

– Me estoy mareando. Creo que voy a caer.

– Aguanta unos peldaños más. Estamos llegando.

La señora hizo un esfuerzo y empujó hacia arriba su cuerpo estremecido; el Valido se situó detrás, por si caía, para recogerla en sus brazos.

En el coro, las monjas del monasterio se habían ordenado en un óvalo grande: la mirada hacia fuera. Presidía la abadesa en su sitial. El Valido le hizo una reverencia, también la saludó la señora. Las monjas del ángulo más próximo se apartaron un poquito, y por aquella puerta penetró doña Bárbara. El corro volvió a cerrarse, y las monjas cantaron la misa: respondían unánimes y bien disciplinadas a los latines cantados, con voz deshilachada y agria, por el padre Villaescusa, allá en el altar. El Valido se arrimó a la barandilla del coro, y esperó. No había nadie en la iglesia, más que el oficiante y el monago que le ayudaba. Cuando terminaron el Sanctus, volvió a romperse el corro, y el Valido penetró en el ámbito secreto, que se cerró de nuevo, y las monjas, como respuesta a la campanilla que anunciaba el canon, comenzaron a rezar el salmo 50: «Ten piedad de mí, Señor, según tu gran misericordia…o Lo hacían bajo, y con voces abstractas. El Valido vio a su esposa, tendida en una colchoneta, que le miraba angustiada.

– Ánimo -susurró el Valido, y se acostó junto a ella.

La dama dijo:

– ¿Y no será pecado todo esto?

– En todo caso, no recaerá sobre nosotros.

Púdicamente, la dama comenzó a remangarse las faldas. Venía con medias hasta medio muslo y sin bragas. El Valido apartó la mirada.


… contra Ti, sólo contra Ti he pecado,

he hecho lo malo a tus ojos…


Allá lejos sonó, otra vez, la campanilla. Las monjas seguían recitando el salmo. No veían, el Valido y su esposa, no veían lo que estaba sucediendo en el altar, pero tampoco veía nadie lo que estaba aconteciendo entre ellos. Sus voluntades se oponían con fuerza a la tentación y aquella lucha los mantenía tensos y distantes, aunque sus cuerpos se hubieran unido ya en un momento. La esposa del Valido le dijo: «Bésame.» El Valido la besó y el muro de las voluntades se desmoronó inmediatamente. El Valido sintió el placer expandiéndose por sus venas, hasta los extremos de su cuerpo y escondió el rostro junto al cuello de su esposa. Ella no se movió, pero dio un suspiro prolongado y feliz, que llenó el espacio vacío, que las monjas no entendieron, que el oficiante recibió con una sonrisa de alivio «¡Ayyy!»

Las monjas cantaron el Benedictus…, y se abrió la puerta para que saliera el Valido. Al terminar, volvió a abrirse para que saliera su esposa. Venía velada, pero hipaba. Se arrodilló al lado de su marido, y éste la golpeó cariñosamente en el brazo. «No importa.» Siguió la misa. Las monjas volvieron a cantar, y cuando el preste dio la bendición, se retiraron, en su orden. También el oficiante se retiró. Quedaron solos, en el coro y en la iglesia, el Valido y su esposa.

– Esto ha terminado ya. Vámonos.

– ¿Habremos pecado? -preguntó ella.

– Eso, sólo el Señor lo sabe.

Empezaron a descender por la escalera de caracol.

– Agárrate con una mano al arambol, pon la otra en mi hombro.

Así llegaron al final. La dama se arrimó a la pared.

– Espera a que me calme.

Seguía llorando, pero se sentía feliz.


11. Aparecieron a la entrada de la iglesia. Los arcabuceros del cortejo, los criados de a pie, se ordenaron. Esperaban, entre ellos, dos personajes nuevos, cubiertos del polvo de los caminos, marchitas ya las plumas de los chapeos. Se aproximó el primero y tendió un pliego al Valido, un pliego lleno de sellos, pero maltratado.

– Correo de Flandes, señor.

Y se acercó luego el segundo, con el pliego menos manoseado:

– Correo de Cádiz.

El Valido no sabía cuál abrir primero, no podía imaginar cuál de las dos noticias sería más terrible. Dio las gracias a los correos, y abrió el de Cádiz: le decían que la flota había llegado entera a la bahía, si bien cuatro fragatas de escolta seguían peleando con los ingleses en muy mala situación. «¡Menos mal!» En el segundo despacho le decían que las tropas españolas habían obtenido una gran victoria sobre los rebeldes protestantes. «¿Gracias a Dios?», salía el padre Villaescusa; el Valido le tendió los despachos y el padre Villaescusa los leyó.

– Es lógico, Excelencia. Durante toda la tarde de ayer, el pueblo recorrió en procesión las calles de la villa pidiendo la clemencia del Señor.

– Fíjese en las fechas, padre. La victoria aconteció hace más de una semana, y la flota arribó a Cádiz anteayer, justo el día en que el Rey se fue de putas.

El capuchino levantó la cabeza, orgullosamente.

– En la mente de Dios, Excelencia, el tiempo no existe. Nos dio la victoria en Flandes y favoreció el arribo de la flota porque conocía de antemano las oraciones y los sacrificios de nuestro pueblo. Yo le doy las gracias al Señor y celebro la ocurrencia de quien organizó las procesiones. Ahora, Excelencia, convendría celebrar el triunfo con un buen auto de fe. Ochenta o noventa herejes quemados sería una buena muestra de gratitud al Señor.

– Pero usted sabe, padre, que para ese festejo hay que contar con la opinión del Consejo de Castilla.

– ¡Bah! Dos docenas de nobles que cuentan con una abuela o una tatarabuela judías. Nunca son de fiar. Consulte usted la opinión de una docena de eclesiásticos de prosapia clara, y verá que están de acuerdo conmigo.

El Valido le iba a responder, cuando en la puerta del monasterio aparecieron los Reyes, muy cogidos del brazo y con rostro sonriente. Todo el mundo comprendió lo que había pasado. Antes de acercarse a ellos a rendirles pleitesía, el Valido le dijo al fraile:

– ¿Entiende usted las cosas?

Y el fraile le respondió:

– Sí, Excelencia. Las procesiones, las disciplinas, los sacrificios, todo eso pudo más en el corazón de Dios que el ánimo pecaminoso de esta pareja.

Pero, en tanto lo decía, el Valido se había acercado a los Reyes, se había destocado, e hincaba la rodilla en tierra.

– Alzaos, conde. Y cubríos.

– ¿Cubríos? -repitió el Valido como en un sueño.

– Sí. Quiero que seas el primero en recibir los beneficios de mi felicidad. Pero eso no me impide preguntarte qué haces aquí.

El Valido sacó del pecho los despachos.

– Señor, quería que Vuesa Majestad leyese estos papeles antes que ningún otro.

El Rey los leyó con calma y atención.

– ¡Vaya! -exclamó luego-. Por fin podré regalar un vestido nuevo a la Reina. -Se volvió a ella-. Mira, hemos triunfado en Flandes, y la flota de las Indias ha arribado felizmente a Cádiz.

– Gracias a Dios -le respondió la Reina; y, sin considerar que estaba ante bastante gente, dio un beso al Rey en la mejilla.

A la esposa del Valido le tembló el cuerpo. ¡Cómo le hubiera gustado besar así a su marido, en público, a la puerta de la iglesia! Pero no se atrevió, aunque sí adelantó dos pasos e hizo el rendez-vous a los Reyes. Cuando él le ordenó que se levantara, osó decir:

– Gracias, señor, por la merced que habéis hecho a mi marido.

– Y más que le haré, si las cosas van como hasta ahora.

El padre Villaescusa se removía en un segundo término: buscaba ocasión para intervenir, y la halló después de que el Rey ordenase al Valido que noticias tan felices habría que celebrarlas con grandes fiestas para el pueblo: toros y fuegos artificiales, que era lo que más gustaba.

– Y un buen auto de fe, Majestad, ¿no le parece el mejor modo de dar las gracias a Dios?

– La carne quemada huele mal, padre, y no sé qué pasa que el viento siempre lleva el olor hacia el alcázar. No estoy por los autos de fe.

El capuchino volvió al segundo término en que había permanecido, pero su magín empezó a maquinar el modo de participar personalmente en algo que se preparaba, y, de ser posible, aguarlo.

El Valido volvió al lado del Rey.

– Señor, no veo la carroza real por ninguna parte. Os ofrezco la mía para regresar a palacio.

– ¿Y tú? ¿Vas a ir a pie a tu casa?

– ¿Por qué no, Majestad? Está cerca de aquí, y de vez en cuando conviene que el pueblo vea a su altura a los que lo gobiernan.


12. Todavía los corros del atrio de San Felipe no se habían disuelto, cuando llegó a todo correr un caballero innominado. «¡Noticias, noticias!», venía gritando; y la capa volaba detrás de él, como las alas de un ángel. Se congregó todo el mundo a su alrededor, y alguien le aconsejó que se sosegase y que, si era posible, bebiese algo, porque traía la lengua fuera, como un perro sediento. De algún lugar salió un botijo, y el hombre bebió a morro hasta saciarse.

– Bueno, ¿qué es lo que pasa, vamos a ver?

– No sé por dónde empezar. Pero he visto a los Reyes salir del monasterio de San Plácido, con aire feliz y satisfecho, y acababan de llegar nuevas de Flandes donde hemos ganado la batalla, y de Cádiz, adonde llegó la flota con su cargamento de oro y de plata.

– ¿Y los Reyes tenían cara de haber pecado?

– Ya le he dicho que venían felices.

– Eso quiere decir -añadió otro- que la abadesa de San Plácido les sirvió de alcahueta.

– A mí -terció un hombre maduro con acento catalán-, lo que me importa señalar es que, habiendo pecado los Reyes, hemos ganado la batalla y nos ha llegado el oro. Lo del oro es importante. Sé que los banqueros genoveses habían comunicado al Valido que no adelantarían un doblón más. Y eso era lo penoso de la situación. ¿Cómo iba a vivir el país sin un doblón más de los genoveses?

– Pero, ahora, habrá que devolverles lo que tienen anticipado, y quedaremos otra vez a dos velas.

– Una vez que hayan cobrado con creces lo que se les debe, volverán a prestar.

– Y así toda la vida, ¿no?, viviendo de prestado y con la angustia de que, si los Reyes pecan, no llegará la flota.

– Acabamos de ver, si las noticias son ciertas, que una cosa no tiene que ver con la otra.

– Ya veremos mañana lo que dicen los curas.

– Los curas pueden decir lo que les venga en gana. La cuestión es que el oro está aquí.

– Y que los Reyes parecían felices, si este caballero no viene equivocado.

– ¿Cómo voy a mentir? No me lo contó nadie, lo vi yo mismo, y no a mucha distancia. Estaban como recién casados.

– Y, el Valido, ¿qué pito tocaba a esas horas en el convento de San Plácido?

– De eso no alcancé a saber nada. Pero lo más probable es que haya ido allí a dar al Rey las buenas nuevas.

– Entonces, sabía dónde estaba el Rey.

– Como es su obligación. El Rey puede ir adonde quiera y hacer lo que le dé la gana, pero el ministro debe saberlo. Para eso tiene soplones.

Intervino un caballero cruzado.

– Bien, señores. El caso es que los Reyes son felices, que hemos ganado en Flandes y que la flota de Indias llegó a buen puerto. Estamos de enhorabuena. Ahora, habrá festejos para que el pueblo se divierta, y la corona pagará sus deudas.

Había un caballero mal encarado, de anteojos y nariz grande, que estuviera callado y atento a lo que se decía. Tomó entonces la palabra.

– Caballeros, me asombra la frivolidad con que tratan este asunto. Hemos ganado la batalla, pero, ¿cuántas nos quedan por perder? La flota de este año ha llegado a Cádiz, pero, ¿llegará la del año próximo? Y es verdad que el Rey y la Reina son felices, pero, ¿cuánto les va a durar? No pasará mucho tiempo sin que tengamos razones para estar tristes, y, entonces, volveremos a hacernos en la conciencia esa pregunta que nadie se atreve a formular: ¿por qué, si defendemos la verdadera fe, el Señor no nos ayuda? Yo intento entender el mundo y no lo entiendo, y, entonces, me agarro al único clavo ardiendo: hay pecados, no sabemos cuáles, por los que el Señor nos castiga. ¿Serán del Rey o serán del pueblo entero? ¿O será, simplemente, que el Señor cambió de pueblo escogido? Yo nací bajo el reinado del gran Felipe. Aquello sí que era un Rey, aquello sí que era un pueblo, aquellos sí que eran tiempos.

Había hablado con voz campanuda, con cierta tendencia a la solemnidad, pero su tono era más bien funeral. Tuvo la virtud de apagar los entusiasmos. La gente sin mirarse y sin mirarlo se disolvió porque era la hora de comer. Alguien le llamó cenizo.

Загрузка...