CABOS SUELTOS Y OLVIDOS

1. MARFISA NO TUVO que esperar demasiado. Primero llegó el jesuita, sin equipaje ni apuro; después, el conde de la Peña Andrada, con Lucrecia del bracete, que iba como una reina de altiva y satisfecha. Apenas se habían juntado, cuando llegó la carroza, con su auriga oscuro y dos cofres a la zaga. Marfisa los reconoció como suyos.

– ¿Y cómo los habéis sacado de mi casa, si está sellada?

– La puerta de entrada, nada más; no la del corral. Por ella entré y salí -le dijo el conde-. Ahí viene todo lo tuyo, trajes y perifollos, y también los ahorros que tenías escondidos.

– ¡Más de doscientos ducados!

– Doscientos veintisiete exactamente.

Marfisa pareció descansar de alguna grave inquietud.

– Menos mal.

El conde la apuró para que subieran a la carroza. Marfisa se sentó a su lado, y Lucrecia al del jesuita.

– No me disgustaría saber adónde vamos.

– A Roma -le dijo el conde-; es el lugar más seguro.

Salieron por la Puerta de Alcalá, donde hubo una inspección de papeles, diálogo del conde con el guardia, y soborno. Después que traspasaron la puerta, el coche corrió con tanta prisa, que Lucrecia se durmió del miedo, y Marfisa poco después.

– Se han dormido -dijo el jesuita.

– Las he dormido -respondió el conde.

– ¿Nos vamos, pues?

– Es el momento.

A una señal del conde el coche se detuvo. Abierta la puerta, descendieron. El jesuita no había visto los caballos prendidos a la popa de la carroza.

El conde vio su mirada.

– No están resabiados. Podéis coger cualquiera de ellos.

El jesuita montó en el más próximo, que era negro; el conde se acercó al castaño y lo palmoteó.

– ¿Vamos, pues?

– Por mí…

– ¿Hasta dónde juntos?

– Yo voy a Londres por París.

– Yo a Roma por Barcelona.

– Entonces, más o menos, hasta Zaragoza.

Espolearon y partieron. La carroza se puso en marcha y los siguió, aunque a distancia.

Cuando despertaron Marfisa y Lucrecia, se hallaron solas.

– ¿Adónde fueron ésos? Porque yo no los sentí apearse.

– Al infierno, seguramente. Ya me parecía mucho que nos acompañasen.

– Pues sólo queda el cochero.

Efectivamente, el cochero oscuro azotaba con un largo látigo los caballos negros y golpeaba como un autómata: un trallazo de derecha a izquierda y otro de izquierda a derecha, cruzados; el coche corría sin tumbos, como si el camino fuese de cristal.

– ¿Sabes que hay algo que no entiendo?

– Pues suerte tienes si entiendes algo, porque yo no entiendo nada.

– ¿Y qué va a ser de nosotras?

– Mira, hija, Dios dirá. Mi madre me tiene dicho que, con las piernas abiertas, se va hasta el fin del mundo. Y Roma debe de caer un poco más acá.

Lucrecia reflexionó un momento; luego, dijo, con voz apagada, aunque convencida:

– En Roma hay muchas putas.

– Pues una más, como si nada.

Y en cuanto a la competencia, el recuerdo de sus propias gracias y habilidades le hizo sonreír: lo que había valido en la corte, ¿no iba a valer en Roma?

– Pues voy teniendo hambre -dijo Lucrecia.

– Mira lo que hay en esta cesta que dejaron a tu lado. Me huele que son viandas.

Lucrecia hurgó en la cesta, donde había de todo, hasta vino.

– ¿Y tendremos bastante para el viaje?

– ¿Qué sabemos nosotras lo que va a durar? Cuando se acabe ya veremos.

Empezaron a comer. Lucrecia se adormiló, finalmente. Marfisa, antes de hacerlo, pensó que en Roma había muchachos guapos de esos que dan gusto en la cama. Aunque fueran clérigos u obispos. Lucrecia se despertó.

– Me dan ganas de mear.

– Pues levanta el cojín en que asientas el culo. Seguramente habrá un agujero.

Lo había. Mientras, los caballos seguían corriendo, sin tropiezos ni tumbos.


2. Lo del viento fue que pasó de repente y se fue, aunque dejando el frío. En su lugar vino la niebla, primero unas vedijas, aquí y allá; después una masa compacta, oscura y gris, que se abatió sobre la villa y la ocupó, como un ejército invasor: calles, plazas, pasajes. Se coló por las rendijas y oscureció los interiores. Los más viejos del lugar no recordaban niebla igual, que parecía meterse por las narices y vaciar las conciencias. Duró bastantes horas y como vino se fue, aunque llevándose consigo muchos recuerdos. Cuando el viento volvió, halló a la villa como si nada hubiera pasado, todo el mundo tan campante, alegre porque se anunciaban fuegos de artificio en conmemoración de una victoria que no le importaba a nadie. Aunque como por los caminos de Andalucía venían ya acémilas cargadas de oro y plata y de objetos de gran valor, ya se hacía más caso, porque cada cual en su medida, todos esperaban participar. El padre Rivadesella hubiera hablado del caso con el diablo, pero, aquella tarde, el diablo no acudió.


3. El que mandaba los esbirros de la Santa pidió audiencia al Gran Inquisidor, una audiencia urgente. Le recibió todavía soñoliento, como quien sale de una siesta interrumpida que se proyecta continuar.

– ¿Sucede algo grave?

– Ese jesuita, Excelencia. En la calle de Toledo ni le conocen ni saben nada de él. Dicen que si será un impostor.

– ¿Quién? ¿Qué jesuita?

– El padre Almeida.

El Gran Inquisidor bostezó aparatosamente.

– Será uno de esos frailes que van a su aire. Más bien eso. Distribuye tu gente por todas las puertas, pero no creo que nadie dé con él. Irá camino de alguna parte, pero, ¿adónde?

El capitán de los esbirros asintió y se retiró. El Gran Inquisidor volvió a su sillón, se instaló en los cojines, y antes de cerrar los ojos, sonrió, porque se abrió en su memoria un claro como se abren las nubes. «Espero que vaya por La Coruña. Es lo más lógico», pero antes de dormirse, pensó: «¿Quién tiene que ir por La Coruña y a qué?»


4.El Valido acababa de escribir, de su puño y letra, un despacho que decía: «A S.E. el Embajador de España ante la Santa Sede. Querido amigo: por las vías normales llegará a Roma, con calidad de correo del Rey y enviado especial, un fraile capuchino, fray Gaspar de Villaescusa, varón de muchas letras al que debéis tratar con el mayor respeto y alojarlo como su persona merece. Lleva consigo un pliego que no debe llegar nunca a la curia Vaticana: vos sabréis cómo conseguirlo. En cuanto al padre, no tenemos necesidad de verlo por aquí en mucho tiempo, y, cuando por fin regrese, convendría que su adustez se hubiera templado en la experiencia de la buena mesa y de la buena cama. Debe regresar, por ejemplo, convencido de que, mejor que quemar judías, es acostarse con ellas. Todo lo cual, señor Embajador, confío a vuestra inteligencia. Soy vuestro amigo.» La carta iba firmada con nombre y título.

La releyó, la plegó, la cargó de sellos y tocó la campanilla. Entró un funcionario de su secretaría.

– Que dispongan del correo más rápido y lo expidan a Roma, vía Valencia, donde pondrán a su disposición una galera que lo lleve cuanto antes. Consideración de correo del Rey, y emolumentos anticipados. Que pase a recoger el mensaje.

Después de que el correo apareció y recibió órdenes o instrucciones, el Valido mandó a buscar al padre Villaescusa. El capuchino no tardó en venir.

– Padre, tal y como van las cosas, creo que lo mejor será que haga usted el consabido viaje a Roma, a lo que habíamos tratado. Pondré a vuestra disposición una buena carroza y una guardia a caballo, porque los caminos de la montaña catalana nunca son de fiar. Podéis hacer el viaje en siete u ocho jornadas.

– ¿Y cuándo saldré?

– Los trámites son largos, padre. Agilizándolos, todo estará dispuesto dentro de tres o cuatro días. La propuesta tiene que ir acompañada de una carta del Rey, y sabéis que estos días Su Majestad anda muy entretenido, como que no sale de los aposentos de la Reina. Id a vuestro convento y arreglad los trámites con vuestra orden, pero no os demoréis más tiempo del indispensable. El viaje lo haréis con calidad de correo real extraordinario, y el viático será pingüe, porque, gracias a Dios y a vuestros ruegos, las arcas reales no están vacías.

El capuchino parecía contento, y se retiró con zalemas y promesas de rapidez.

– No olvidéis, sin embargo, mis consejos, Excelencia. Lo que no pudo hacerse cuando nos lo propusimos, podrá lograrse después del oportuno entrenamiento. Castidad en el matrimonio, Excelencia, es mi última palabra.

– Mi esposa y yo os lo agradecemos, padre. En ello está nuestra esperanza.

Cuando salió el capuchino, el Valido ordenó que le preparasen el viaje: los Pirineos y el sur de Francia, el camino más cómodo.

Pidió venia para entrar el capitán de la guardia, con un papel en la mano.

– No lo encuentro, Excelencia. En la calle de San Bernardino no hay ningún palacio, ni nadie conoce a este conde.

– ¿Qué conde? -preguntó el Valido.

– El de la Peña Andrada.

– Bien. Deje ahí el papel y retírese.

Cuando el capitán salió, el Valido leyó la orden de detención contra un conde que él mismo no recordaba. Llamó al jefe de su secretaría y le tendió el papel.

– ¿Usted recuerda a este hombre?

– No me suena.

– Busque en el registro, a ver.

El chupatintas salió y volvió a poco.

– No hay nadie de ese título.

El Valido se encogió de hombros.

– Retírese.

Y luego se preguntó: «¿Cómo pude firmar ese papel?»

La verdad es que una especie de nube le oscurecía los últimos acontecimientos, aunque no todos.


5. Estaban aquellas estancias llenas de sastres, azafatas, camareras, damas de corte y, gobernándolo todo, señora de semejantes territorios, la camarera mayor, duquesa de un ducado enrevesado y estéril: ajetreada y algo envidiosa, porque nadie le ofreciera jamás un traje como el que le estaban preparando a la Reina, de rosa y plata, con encajes franceses en el cuello y en las mangas, y en ciertas costuras del talle. Y la Reina en el medio, quieta como un maniquí, presta a que le tomasen medidas y a que le probasen esto y lo otro. A juzgar por los materiales, por la pericia de los sastres y costureras y por el trabajo que daba, no había reina en Europa que pudiese ponerse un traje más hermoso, y ya se estaba pensando en quién sería el pintor que la pintase con él. Se lo habían preguntado al Rey, y el Rey no lo había decidido. Sin embargo, desde el hueco de una ventana, contemplaba el ir y venir, escuchaba las voces y recibía las miradas tiernas que, desde su quietud de maniquí cansado, le enviaba la Reina. Parecía bastante distraído, y alguna vez se le escapaba la mirada por encima de los lejanos encinares, hacia el horizonte: unas miradas perdidas que buscaban algo. Lo que ahora veía el Rey, en sus ensueños, era la figura de una monja corriendo, cuyas faldas, en su revuelo, habían dejado entrever unos zapatos de hebilla y unas medias coloradas. Por razones que no se había parado a explicarse, desde hacía horas aquella imagen le obsesionaba, y le hubiera gustado saber quién era la monja y cómo era su cara. Le quedaba, eso sí, el recuerdo de su voz, no la de sus conceptos: una voz que recordaba no sabía de dónde ni de cuándo. La Reina se le acercó, sonriente, en un descanso.

– Tenemos que ir de visita al monasterio de San Plácido, a dar las gracias a la madre abadesa por el favor que nos hizo y a hablar de cierto reloj que necesita.

Al Rey le pareció de perlas, pero no se explicaba la razón de la visita.


6. Al clérigo aquel de la nariz ganchuda y cara de mala leche le habían acompañado hasta su casa media docena de devotos, gente incondicional que le alababa su poesía y la defendía en corrillos y cenáculos, cuando la plebe la acusaba de oscura y minoritaria: «Patos del aguachirla castellana», les había llamado el maestro.

Le despidieron a la puerta, entró solo, preguntó qué había de merendar, y le ofrecieron chocolate en una jícara que empezaba a desportillarse. Lo bebió ensimismado y se metió en su despacho. La mesa aparecía colmada de papeles en desorden, algunas flores caídas, unas plumas y un puñal. El clérigo narigudo y mal encarado al que llamaban don Luis se sentó fatigado, cerró los ojos y estuvo así un tiempo, transido. Luego revolvió los papeles, y le salió uno en que había escritos unos versos: una cuarteta que empezaba: «Con Marfisa en la estacada…» Los leyó. No recordaba cómo ni cuándo les había escrito, ni a quién se referían, ni siquiera el porqué. Pero se le ocurría una continuación para terminar la décima: requirió la pluma, la mantuvo un instante en suspenso, y luego empezó a escribir. Ya no le importaba quién la había provocado, ni cuándo. Ahí había algo comenzado que convenía concluir, que requería conclusión, y, verso a verso, la fue acabando. Una vez concluida, la leyó: había muchos caballeros en la corte a quienes podía dedicarse. Le puso delante una especie de título:


A UN CABALLERO QUE, ESTANDO CON UNA DAMA, NO PUDO CUMPLIR SUS DESEOS

Con Marfisa en la estacada

entraste tan desguarnido

que su escudo, aunque hendido,

no pudo rajar tu espada.

¡Qué mucho, si levantada

no se vio en trance tan crudo,

ni vuestra vergüenza pudo

cuatro lágrimas llorar

siquiera para dejar

de orín tomado el escudo!

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